Pegan A Un Niño - Aportación Al Conocimiento de La Génesis de Las Perversiones Sexuales (1919)

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CVII

PEGAN A UN NIÑO
APORTACIÓN AL CONOCIMIENTO DE LA GÉNESIS
DE LAS PERVERSIONES SEXUALES (*)
1919

Sigmund Freud

(Obras completas)
I La fantasía de presenciar cómo «pegan a un niño» es confesada con sorprendente
frecuencia por personas que han acudido a someterse al tratamiento psicoanalítico en
busca de la curación de una histeria o una neurosis obsesiva, y surge probablemente aún
con mayor frecuencia en otras que no se han visto impulsadas a tal decisión por una
enfermedad manifiesta. A esta fantasía se enlazan sensaciones placientes, y a causa de
las cuales ha sido reproducida infinitas veces o continúa siéndolo. Al culminar la
situación imaginada se impone al sujeto regularmente una satisfacción sexual de carácter
onanista, voluntaria al principio, pero que puede tomar más tarde un carácter obsesivo.

La confesión de esta fantasía cuesta gran violencia al sujeto; el recuerdo de su


primera emergencia es harto inseguro, y su investigación analítica tropieza con una
resistencia inequívoca. La vergüenza y el sentimiento de culpabilidad parecen actuar
aquí con mucha mayor energía que en confesiones análogas sobre los recuerdos
primeros de la vida sexual.

Conseguimos fijar, por fin, que las primeras fantasías de este género surgieron en
época muy temprana; desde luego, antes del período escolar, hacia los cinco o los seis
años. Cuando el niño veía pegar a otros en la escuela, este suceso despertaba de nuevo la
fantasía en aquellos casos en los que ya había sido abandonada, o la intensificaba
cuando aún no existía, modificando su contenido de un modo singular. A partir de aquí
«pegaban a muchos niños». La influencia de la escuela era tan clara, que los pacientes se
inclinaban a un principio de referir exclusivamente sus fantasías de flagelación a esta
impresión de la época escolar posterior a sus seis años. Pero esta hipótesis no pudo
mantenerse nunca, pues siempre se demostraba que tales fantasías habían existido ya
con anterioridad.

Cuando en clases más avanzadas del colegio cesaba la posibilidad de estos


sucesos, su influencia quedaba sustituida por la de las lecturas. En el medio en que
vivían mis pacientes habían sido siempre los mismos libros accesibles a la juventud los
que habían suministrado nuevos elementos a sus fantasías de flagelación: la llamada
Biblioteca Roca, La cabaña del tío Tom y otros semejantes. En competencia con estas
narraciones comenzó ya la propia actividad imaginativa del niño a inventar una gran
cantidad de situaciones e instituciones en las cuales los niños eran maltratados o
castigados en alguna forma por su mala conducta o sus vicios.

Dado que la fantasía de presenciar cómo pegan a un niño aparecía regularmente


enlazada a un elevado placer y culminaba en un acto de satisfacción autoerótica
placiente, hubiera sido de esperar que también el presenciar en la escuela el castigo de
otro niño hubiera constituido una fuente de análogo placer.

Pero esto no sucedía nunca. La asistencia a escenas reales de este género


provocaba en el infantil espectador sentimientos singularmente tumultuosos y
probablemente mixtos, en los que había una gran parte de repulsa. En algunos casos, la
asistencia real al castigo resultaba intolerable para el sujeto. Por lo demás, también en
las más refinadas fantasías de años ulteriores constituía un requisito necesario que el
niño castigado no recibiera ningún daño serio.
Hemos de preguntarnos qué relación puede existir entre el sentido de estas
fantasías y las correcciones corporales recibidas realmente por el niño en su educación
familiar. La sospecha de que se trataba de una relación inversa no pudo ser comprobada
a causa de la unilateralidad del material. Las personas que suministraban la materia de
estos análisis sólo muy raras veces habían sido golpeadas en su infancia, y nunca se
trataba de individuos educados a fuerza de golpes, aunque, naturalmente, no hubieran
dejado de comprobar alguna vez la superioridad física de sus padres o educadores y
hubiesen tomado parte en las peleas, que nunca faltan, entre hermanos o camaradas de
juego.

En aquellas fantasías más tempranas y simples, que no mostraban relación


ninguna directa con las impresiones escolares o las lecturas del niño, la investigación
trató de llegar a un más profundo conocimiento. ¿Quién era el niño maltratado? ¿El
sujeto mismo de la fantasía u otro niño distinto? ¿Y quién era el que maltrataba al niño?
¿Una persona adulta? Y entonces, ¿qué persona era ésta? ¿O imaginaba el niño ser él
mismo quien golpeaba a otro? Todas estas interrogaciones recibían la misma hosca
respuesta: «No sé…; pegaban a un niño.»

Las averiguaciones con respecto al sexo del niño maltratado tuvieron más éxito,
aunque tampoco nos aproximaron más a la comprensión. La respuesta era algunas veces:
«Siempre niños», o «Siempre niñas», y con mayor frecuencia «No lo sé», o «Es igual».
Lo que interesaba al investigador, o sea, el descubrimiento de una relación constante
entre el sexo del sujeto de la fantasía y el del niño maltratado, no surgía jamás. Algunas
veces se agregaba al contenido de la fantasía algún detalle característico, tal como el de
que el niño era golpeado sobre el trasero desnudo.

En estas circunstancias no podía siquiera decidirse si el placer concomitante a la


fantasía de flagelación era de carácter sádico o masoquista.

II Tal fantasía, emergida en temprana edad infantil, al estímulo, quizá, de


impresiones casuales, y conservada luego para la satisfacción autoerótica, había de ser
considerada por el análisis como un signo primario de perversión. Uno de los
componentes de la función sexual se habría anticipado a los demás en la evolución, se
habría hecho prematuramente independiente y se habría fijado, escapando así a los
procesos evolutivos ulteriores y testimoniando una constitución especial anormal del
individuo correspondiente. Sabemos que tal perversión infantil no persiste
obligadamente a través de toda la vida, pues puede sucumbir luego a la represión, ser
sustituida por un producto de reacción o transmutada por una sublimación. (Aunque
quizá lo que sucede es que la sublimación nace de un proceso especial, obstruido por la
represión.) Pero cuando estos procesos no se desarrollan, la perversión persiste en la
vida adulta, y al comprobar en un individuo una aberración sexual -perversión,
fetichismo, inversión- esperaremos justificadamente descubrir por medio de la
investigación amnésica un suceso infantil que haya provocado una fijación.

Ya antes de los tiempos del psicoanálisis ha habido observadores, como Binet,


que han referido las singulares aberraciones de la edad madura a tales impresiones
infantiles, y precisamente a las recibidas por el sujeto a partir de los cinco o los seis
años. Pero la investigación de estos observadores tropezó con el hecho desconcertante
de que las impresiones causantes de la fijación carecían de toda fuerza traumática,
mostrándose en su mayor parte insignificante, sin que pudiera decirse por qué la
tendencia sexual había quedado fijada precisamente a ellas. Sin embargo, podía
intentarse hallar su sentido en el hecho de haber ofrecido una ocasión casual de fijación
a los componentes sexuales anticipados y había de suponerse que la concatenación
casual presentaría en algún punto un fin provisional. Precisamente, la constitución
congénita parecía llenar todas las condiciones exigibles a tal fin.

Si el componente sexual prematuramente independiente es el sádico, habremos de


esperar, basados en nuestra experiencia analítica, que su ulterior represión haga surgir
una disposición a la neurosis obsesiva. No puede decirse que esta hipótesis haya sido
controvertida por los resultados de la investigación.

Entre los seis casos en cuyo minucioso estudio basamos el presente trabajo (cuatro
mujeres y dos hombres) los había, en efecto, de neurosis obsesiva, gravísimo uno de
ellos, otro menos grave, accesible al influjo analítico, y por último, un tercero, que, por
lo menos, mostraba algunos precisos rasgos de tal neurosis. Un cuarto caso era una
franca histeria, con síntomas dolorosos e inhibiciones, y el quinto lo constituía un
individuo que acudía al análisis a causa únicamente de cierta indecisión ante la vida y
que no hubiera sido clasificado por el diagnóstico clínico general o simplemente
incluido, entre los psicasténicos. No debemos considerar que esta estadística defrauda
nuestras esperanzas, pues, en primer lugar, sabemos que no toda disposición ha de
continuar desarrollándose hasta la enfermedad, y en segundo, habrá de bastarnos con
explicar lo que ante nosotros hallamos, sin entrar para nada en explicar también por qué
no se ha producido.

Hasta este punto, y sólo hasta él, nos permiten penetrar en la comprensión de las
fantasías de flagelación nuestros conocimientos actuales. Pero el médico analista ha de
sospechar que el problema no queda resuelto al reconocer que tales fantasías
permanecen, por lo general, ajenas al contenido restante de la neurosis y no encuentran
lugar apropiado para insertarse en él.

III En realidad, sólo podemos hablar de un psicoanálisis correcto cuando la labor


psicoanalítica ha conseguido suprimir la amnesia que oculta al adulto el conocimiento de
su vida infantil entre los dos y los cinco años. Esto no puede decirse demasiado alto ni
repetirse mucho entre los analistas. Los motivos que impulsan a desatender esta
advertencia son fácilmente comprensibles. Todos quisieran conseguir resultados
aprovechables en poco tiempo y con poco esfuerzo. Pero actualmente, el conocimiento
teórico es mucho más importante para todos nosotros que el éxito terapéutico, y aquellos
que descuidan el análisis de la época infantil caerán en graves errores. Esta acentuación
de la importancia de las experiencias tempranas no quiere decir que despreciemos la
influencia de las ulteriores. Pero éstas son ya estimadas y descritas por el mismo
enfermo, mientras que las infantiles han de ser buscadas y devueltas a su verdadera
significación por el médico. El período infantil que se extiende entre los dos y los cuatro
o los cinco años es aquel en el cual despiertan y son enlazados a determinados
complejos por las experiencias del sujeto los factores libidinosos congénitos. Las
fantasías de flagelación aquí estudiadas no se muestran sino al final de este período o
después de él. Pudieran, pues, tener muy bien una prehistoria, haber realizado una
evolución y corresponder a un desenlace y no a un principio.

Esta hipótesis queda confirmada por el análisis. La aplicación consecuente del


mismo nos enseña que las fantasías de flagelación tienen una historia evolutiva harto
complicada, en cuya trayectoria varían más de una vez casi todos sus elementos: su
relación con el sujeto, su objeto, su contenido y su significación.

Para seguir más fácilmente estas transformaciones de las fantasías de flagelación


me limitaré a exponer las observaciones realizadas en sujetos femeninos, predominantes
en el material de que dispongo (cuatro casos femeninos y dos masculinos). Pero,
además, a las fantasías de flagelación de los hombres se enlaza otro tema que no
quisiéramos tocar en el presente trabajo. En nuestra exposición cuidaremos también de
no esquematizar más de lo inevitable. Aunque nuevas observaciones ulteriores nos
demuestren una mayor diversidad en los hechos, estamos seguros de haber aprehendido
un suceso típico nada raro.

Así pues, la primera fase de las fantasías de la flagelación en sujetos femeninos


habrá de corresponder a una época infantil muy temprana. En tales fantasías hay algo
que permanece singularmente indeterminado, como si fuera por completo indiferente. La
escasa información que obtenemos de las enfermas en su primer relato -«pegan a un
niño»- parece, pues, justificada. Pero, en cambio, hay otra cosa que puede determinarse
con plena seguridad y siempre en el mismo sentido. El niño maltratado no es nunca el
propio sujeto sino otro; por lo general, un hermano o hermana menor, cuando los tiene.
Pero como puede ser un hermano o una hermana, tampoco este detalle nos descubre una
relación constante entre el sexo del sujeto y el del protagonista de su fantasía. Esta no es,
pues, seguramente, de carácter masoquista y nos inclinaríamos a considerarla de carácter
sádico si no atendiéramos al hecho de que el propio sujeto no es tampoco el que maltrata
al niño en la fantasía. La personalidad del autor de los maltratados no aparece
claramente definida al principio. Sólo averiguamos que no se trata de otro niño, sino de
un adulto. En esta persona adulta indeterminada nos es luego posible reconocer
inequívocamente al padre (de la niña).

Por tanto, esta primera fase de la fantasía de flagelación puede quedar descrita
diciendo que el padre pega al niño.

Dejaremos ya entrever mucha parte del contenido al que luego habremos de


referirnos, sustituyendo esta descripción por la siguiente: el padre pega al niño odiado
por mí. Por otro lado, podemos vacilar en reconocer también el carácter de fantasía a
este grado preliminar de la ulterior fantasía de flagelación. Tratáse, quizá, más bien de
recuerdos relativos a sucesos de este género presenciados por el sujeto en su primera
infancia, o de deseos surgidos en su ánimo en diversas ocasiones. Pero estas dudas
carecen de importancia.
Entre esta primera fase y la siguiente tienen efecto grandes transformaciones.
La persona que pega al niño continúa siendo la misma, pero el niño maltratado es
otro, generalmente el propio sujeto infantil de la fantasía, la cual provoca ya un elevado
placer y recibe un importante contenido, cuya derivación nos ocupará más adelante. Su
descripción será ahora la siguiente: yo soy golpeado por mi padre. Tiene, pues, un
indudable carácter masoquista.

Esta segunda fase es la más importante de todas. Pero en cierto sentido podemos
decir que no ha tenido nunca existencia real. No es jamás recordada ni ha tenido nunca
acceso a la consciencia. Es una construcción del análisis, pero no por ello deja de
constituir una necesidad.

La tercera fase se asemeja nuevamente a la primera. Su descripción nos es


conocida ya por las informaciones, antes consignadas, de las pacientes. La persona que
pega no es nunca la del padre; queda indeterminada, como en la primera fase, o
representada típicamente por un subrogado paterno (el maestro). La propia persona del
sujeto de la fantasía no aparece ya en ésta. A las preguntas del médico, las pacientes
oponen una absoluta ignorancia o se limitan a declarar que les parece figurar en la
fantasía como simples espectadoras. En las fantasías de las niñas son
predominantemente niños los golpeados, pero sin que la sujeto pueda identificarlos
individualmente. La situación primitiva de la fantasía, sencilla y monótona, puede
experimentar múltiples variaciones, y la flagelación misma puede quedar sustituida por
castigos y humillaciones de otro género. Pero el carácter esencial en que incluso las
fantasías más sencillas de esta fase se diferencian de las de la primera y que establece su
relación con la fase media es el siguiente: la fantasía es ahora el sustentáculo de una
intensa excitación, inequivocadamente sexual, y provoca, como tal, la satisfacción
onanista. Pero precisamente esto es lo enigmático: ¿cuál es el cambio por el que esta
fantasía , ya de carácter sádico, en la que son maltratados unos niños desconocidos, llega
a convertirse, a partir de esta fase, en un elemento persistente de la tendencia libidinosa
de la niña?

No nos ocultamos que tanto la relación y la sucesión de las tres fases de esta
fantasía como todas sus demás peculiaridades continúan siéndonos incomprensibles.
IV Si conducimos en análisis a través de aquellas épocas tempranas en las cuales está
situada la fantasía de flagelación al ser recordada por las pacientes, comprobamos que la
niña se hallaba en dicha época bajo el influjo de los estímulos emanados de su complejo
parental.

La niña aparece, en este período, tiernamente fijada al padre, que ha hecho,


probablemente, todo lo necesario para provocar tal fijación, sembrando con ello la
semilla de una actitud hostil a la madre, actitud que persistirá al lado de una tendencia
cariñosa y a la que puede estar reservado hacerse más intensa y más claramente
consciente con el transcurso de los años o provocar, por reacción, una exagerada
adhesión amorosa a la personalidad materna. Pero la fantasía de flagelación no se enlaza
con las relaciones entre hija y madre. En la familia hay otros niños, poco mayores o
menores, a los cuales la sujeto no quiere, por diversas razones; pero, sobre todo, porque
ha de compartir con ellos el amor de los padres, rechazándolos, por tanto de sí, con la
salvaje energía propia de la vida sentimental en esta edad. Cuando se trata de una
hermanita menor (como en tres de mis cuatro casos), la sujeto la desprecia, además de
odiarla, pero tiene que presenciar cómo atrae a sí aquel exceso de ternura que los padres
tienen siempre dispuesto para el hijo menor. Comprende perfectamente que el pegar a
alguien, aun sin hacerle daño, significa una negación de cariño y una humillación. Son
así muchos los niños que creían poseer el inquebrantable amor de sus padres y a quienes
un solo golpe hace caer de las alturas de su imaginada omnipotencia. La idea de que el
padre pega a aquel odiado niño será, pues, muy agradable y surgirá independientemente
del hecho de haber presenciado o no tal suceso. Tal idea significaría: «El padre no quiere
a este otro niño; sólo me quiere a mí.»

Este es, por tanto, el contenido y el sentido de la fantasía de flagelación en su


primera fase. La fantasía satisface claramente los celos del niño y depende directamente
de su vida erótica, pero es apoyada también con gran energía por sus intereses egoístas.

No podemos, pues, resolvernos a considerarla puramente sexual ni nos atrevemos


tampoco a calificarla decididamente de sádica. Los caracteres en los cuales estamos
acostumbrados a basar nuestras diferenciaciones van haciéndose más borrosos conforme
nos acercamos a su origen. Así pues, podemos parafrasear la predicción de las «tres
hermanas del destino», a Banquo, y decir con respecto a estas fantasías: «No son, desde
luego, sexuales: no son tampoco sádicas, pero constituyen la materia de que ambas cosas
saldrán en lo por venir.» En cambio, nada nos hace sospechar que ya esta primera fase
de la fantasía provoque una excitación que haya de ser derivada en un acto onanista.

En esta prematura elección de objeto del amor incestuoso alcanza claramente la


vida sexual del niño el grado de la organización genital, circunstancia que resulta, desde
luego, más fácil de comprobar a los niños, pero que tampoco en las niñas puede dar
lugar a grandes dudas. La tendencia libidinosa infantil aparece, en efecto, dominada por
una sospecha de los fines sexuales ulteriores, definitivos y normales. Podemos
preguntarnos asombrados la causa de tal singularidad, pero hemos de aceptar como
prueba el hecho de que los genitales inicien ya en esta época su intervención en el
proceso de la excitación. El deseo de tener un hijo con la madre no falta jamás en el
niño, y el de concebir un hijo del padre es constante en las niñas; todo ello a pesar de
una completa incapacidad para concebir el camino que puede conducir al cumplimiento
de tales deseos. El niño parece sospechar que los genitales tienen en ello alguna
intervención, aunque su actividad investigadora puede buscar la esencia de la intimidad
propuesta entre los padres en otras relaciones distintas, tales como la de dormir juntos,
las de orinar al mismo tiempo, etc., representaciones más fáciles de aprehender en
conceptos verbales que la oscura sospecha relativa a los genitales.

Pero no tarda en llegar la época en que estos tempranos brotes sexuales quedan
agostados. Ninguno de estos enamoramientos incestuosos escapa a la fatalidad de la
represión. Sucumben a ella, bien en ocasiones exteriores fácilmente comprobables, que
provocan una decepción -ofensas inesperadas, el nacimiento de un hermanito,
considerado como una infidelidad, etc-, bien por motivos internos o simplemente por
hacerse esperar demasiado el cumplimiento del deseo. Pero, desde luego, la causa
eficiente no ha de buscarse en nada de esto, siendo de suponer que tales relaciones
amorosas se hallan destinadas a sucumbir alguna vez, sin que podamos decir a qué. Lo
más verosímil es que mueran sencillamente porque ha pasado su tiempo y porque los
niños entran en una nueva fase de la evolución, en la cual se ven forzados a repetir la
represión de la elección de objeto incestuosa de la historia de la Humanidad, como antes
se vieron impulsados a realizar tal elección de objeto (recuérdese el Destino en el mito
de Edipo). Aquello que persiste en lo inconsciente como resultado psíquico de los
impulsos eróticos incestuosos no es cogido por la consciencia de la nueva fase, y lo que
ya se había hecho consciente es expulsado nuevamente de la consciencia.

Simultáneamente a este proceso de represión surge una consciencia de culpabilidad,


también de origen desconocido, pero enlazada indudablemente a aquellos deseos
incestuosos y justificada por la persistencia de los mismos en lo inconsciente.
La fantasía de la época erótica incestuosa decía: «El (el padre) me quiere sólo a mí
y no al otro niño, puesto que le pega.» La consciencia de culpabilidad no encuentra
castigo más duro que la investigación de este triunfo: «No, no te quiere, pues te pega.»

De este modo, la fantasía de la segunda fase, en la cual el propio sujeto es maltratado


por el padre, llega a ser una expresión directa de la consciencia de culpabilidad, a la cual
sucumbe entonces el amor del padre. Se ha hecho, pues, masoquista. Que yo sepa, es
éste un hecho constante; la consciencia de culpabilidad es siempre el factor que
transforma el sadismo en masoquismo. Pero no es éste, ciertamente, todo el contenido
del masoquismo. La consciencia de culpabilidad no puede ser el único elemento
eficiente; ha de compartir el dominio con las tendencias eróticas. Recordemos que se
trata de niños en los cuales el componente sádico pudo emerger de un modo prematuro y
aislado, por causas constitucionales. No necesitamos abandonar este punto de vista:
precisamente en estos niños queda muy facilitada una regresión a la organización
pregenital sádico-anal de la vida sexual. Cuando la organización genital apenas
alcanzada sucumbe a la represión, no surge, como única consecuencia, la de que todos
los elementos psíquicos representativos del amor incestuoso se hagan o permanezcan
inconscientes. Sucede también que la misma organización genital experimenta una
desgracia regresiva. La idea «el padre me ama» tenía un sentido genital; la regresión la
transforma en la siguiente: «El padre me pega (yo soy pegado por el padre).» Este «ser
pegado» constituye una confluencia de la consciencia de culpabilidad con el erotismo;
no es sólo el castigo de la relación genital prohibida, sino también su sustitución
regresiva, y de esta última fuente extrae la excitación libidinosa, que desde este punto
queda unida a ella y buscará una descarga en actos onanistas. Pero ésta es ya la esencia
del masoquismo.

La fantasía de la segunda fase, en la cual la sujeto es pegada por el padre,


permanece, por lo general, inconsciente probablemente a consecuencia de la intensidad
de la represión. No puedo indicar por qué en uno de mis seis casos (uno masculino) era
recordada conscientemente. Este hombre, ya en plena madurez, había conservado con
toda claridad en la consciencia el recuerdo de haber utilizado para fines onanistas la
representación de ser pegado por su madre, si bien esta última quedó pronto sustituida
en tales fantasías por las madres de algunos de sus condiscípulos o por otras mujeres
cualesquiera que presentaran alguna semejanza con ella. No debe olvidarse que al
transformarse las fantasías incestuosas de los niños en las fantasías masoquistas
correspondientes tiene efecto una inversión más que en el caso de las niñas, inversión
consistente en la sustitución de la actividad por la pasividad, y que esta mayor medida de
deformación puede quizá evitar a la fantasía la permanencia de lo inconsciente como
resultado de la represión. A la consciencia de la culpabilidad le hubiera bastado, por
tanto, la agresión, en lugar de la represión. En los casos femeninos, la consciencia de
culpabilidad, más exigente quizá, sólo habría quedado satisfecha con la acción conjunta
de ambos procesos.

En dos de mis cuatro casos femeninos la fantasía masoquista de flagelación


constituía la base de toda una serie de sueños diurnos, muy importantes en la vida de los
interesados, a los que correspondió la función de hacer posible un sentimiento de
excitación satisfecha, aun renunciando al acto onanista. En uno de estos casos la fantasía
de ser pegado por el padre podía arriesgarse aún a emerger en la consciencia, bajo la
condición de que el propio yo apareciese irreconociblemente disfrazado. El héroe de
estas historias era regularmente maltratado por el padre, y más tarde sólo castigado,
humillado, etc.

Repetiremos, sin embargo, que, por lo general, la fantasía permanece inconsciente


y ha de ser reconstruida en el análisis. Esto da, quizá, la razón a aquellos pacientes que
quieren recordar que el onanismo surgió en ellos con anterioridad a la fantasía de
flagelación de la tercera fase, de la cual vamos a ocuparnos inmediatamente. Esta
fantasía se habría agregado más tarde al onanismo, quizá bajo la impresión de las
escenas escolares. Cuantas veces hemos dado crédito a esta información nos hemos
inclinado a suponer que el onanismo se hallaba al principio bajo el imperio de la fantasía
inconsciente, sustituida después por la consciente.

Como tal sustitución interpretamos, pues, la fantasía de flagelación de la tercera


fase, o sea, la estructura definitiva de la misma, en la cual el infantil sujeto imaginativo
aparece, a lo más, como espectador, conservándose en ella el padre, pero representado
por la persona de un maestro u otro superior cualquiera. La fantasía, análoga a ahora a
aquella de la primera fase, parece haber vuelto a adquirir un carácter sádico. Nos parece
como si en esta fase: «El padre pega al otro niño y no quiere a nadie más que a mí»,
hubiese retrocedido el acento a la primera parte, después de haber sucumbido la segunda
a la represión. Pero sólo la forma de esta fantasía es sádica; la satisfacción de ella
extraída es masoquista; su significación está en que ha tomado la carga libidinosa en la
parte reprimida, y con ella también el sentimiento de culpabilidad concomitante al
contenido. Todos los niños desconocidos golpeados por el maestro no son sino
subrogados de la propia persona.

Se muestra aquí también por vez primera algo como una constancia del sexo de
los personajes de la fantasía. Los niños golpeados son casi siempre de sexo masculino,
tanto en las fantasías de los niños como en las de las niñas. Esta particularidad no se
explica, desde luego, por una competencia eventual de los sexos, pues entonces en las
fantasías de los niños serían niñas las maltratadas, ni tiene tampoco nada que ver con el
sexo del niño odiado en la primera fase, sino que indica el desarrollo de un complicado
proceso de las niñas. Cuando éstas se apartan del amor incestuoso de sentido genital al
padre, rompen, en general, fácilmente con su femineidad, reaniman su «complejo de
masculinidad» (van Ophuijsen) y abrigan, a partir de este punto, el deseo de ser un
chico. De aquí que sean también niños los representantes de su propia persona en las
fantasías. En los dos casos de sueños diurnos antes citados los protagonistas eran
siempre hombres jóvenes, no apareciendo al principio en tales creaciones mujer alguna y
sí sólo al cabo de muchos años y como personajes secundarios.

V Espero haber expuesto mis resultados analíticos con detalle suficiente. Sólo habré
de añadir que los seis casos mencionados no constituyen todo mi material, pues
dispongo, como también otros analistas, de un número mucho mayor de casos, menos
detenidamente investigados. Estas observaciones pueden ser utilizadas en distintos
sectores, y sobre todo para las investigaciones de la génesis de las previsiones,
especialmente del masoquismo y para el estudio de la intervención de la diferencia
sexual en la dinámica de la neurosis.

El primer resultado de nuestro estudio se refiere a la génesis de las perversiones.


No tenemos por qué variar nuestra hipótesis, que atribuye en este punto máxima
importancia a la intensificación constitucional o a la anticipación de un componente
sexual; pero con esto no está dicho todo. La perversión no aparece ya aislada en la vida
sexual del niño, sino que es acogida en el conjunto de los procesos evolutivos típicos -
por no decir normales- que ya conocemos. Queda relacionada con el amor objetivado
incestuoso del niño con su complejo de Edipo; surge por vez primera basada en este
complejo, y a su desaparición queda subsistente como resto, muchas veces único, del
mismo, como legataria de su carga libidinosa y sustentáculo de la consciencia de
culpabilidad a él adherida. Por último, la constitución sexual anormal ha mostrado su
energía imponiendo al complejo de Edipo una orientación especial y obligándole a
subsistir en un fenómeno residual desacostumbrado.

Como es sabido, la perversión infantil puede constituir la base del desarrollo de


una perversión de igual sentido, que persista, a través de toda la existencia del sujeto, y
devore por entero su vida sexual o, por el contrario, puede ser interrumpida y
permanecer en el fondo de un desarrollo sexual normal, al cual robará, de todos modos,
una cierta magnitud de energía. El primer caso era ya conocido en la época preanalítica;
pero el abismo abierto entre ambos ha sido cegado casi por completo por la
investigación analítica de tales perversiones plenamente desarrolladas.

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