No Jactancia Sino Confianza

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El

Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

No jactancia, sino confianza


N° 3408

Un sermón predicado por Charles Haddon Spurgeon. En el Tabernáculo


Metropolitano, Newington, Londres. (Y publicado el Jueves 28 de mayo de
1914).

“No por obras, para que nadie se gloríe”. — Efesios 2: 9.

Esto es muy claro. No hay manera de malinterpretar el sentido. Somos


salvados por gracia y no por nuestras propias obras. Una razón es aducida: si
fuéramos salvos por nuestras propias obras, sería muy natural que nos
gloriáramos, y lo haríamos. Está muy bien que el apóstol sea muy explícito aquí
y en otros pasajes acerca de esta doctrina, pues los hombres se abalanzan contra
ella para quitarle su filo. La justicia propia es la religión natural del corazón
envilecido. Únicamente el Espíritu Santo puede hacer que el hombre realmente
reciba y reconozca la verdad. El apóstol tiene el propósito de que si alguien la
rechaza, no será por falta de claridad en su exposición como maestro. Él no anda
con rodeos, no se sale por la tangente ni trata de presentar las cosas demasiado
favorablemente; va directo al grano, “Por gracia sois salvos”, y luego da la
negación, el golpe de revés de la espada, “no por obras, para que nadie se
gloríe”.

Esta es la inveterada controversia del cristianismo desde sus mismos


comienzos. La primera artillería pesada de la ordenanza del Evangelio fue
dirigida contra los judaizantes. Ellos afirmaban que la salvación era por medio
de ceremonias y obras de la ley. De todo tipo de formas y maneras, algunas
veces directamente y otras astutamente, trataron de introducir en la Iglesia
cristiana la idea de que las obras de los hombres contenían algún mérito, y
contribuían en cierto grado a su salvación. El apóstol se opuso tenazmente a esta
sutil innovación.

Sus Epístolas a los Romanos, a los Gálatas, a los Efesios, y, en verdad, todos
sus escritos, son como cañones que transportados al frente de batalla, arrojan
proyectiles hirvientes contra la propia idea de salvación por las obras de la ley.
“Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él”,
afirma, “porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. En el
transcurso de la historia de la Iglesia cristiana, este viejo conflicto fue renovado
con vehemencia por Martín Lutero y sus hermanos reformadores, contra la
iglesia de Roma. No deben pensar que el punto clave de la diferencia entre
protestantes y católicos radica en el deber de obediencia al respetable anciano
caballero de Roma, o en que si debemos pedirles a nuestros ministros que se
vistan de azul, púrpura y lino fino, o con ropas comunes, como nosotros. Esas
bagatelas pueden cobrar importancia como signos ostensibles de profesión, pero
no son el principal tema en disputa. Constituyen simplemente la parte superficial
de la controversia.

La batalla real entre católicos y protestantes se centra en esta pregunta: Los


hombres ¿son salvados por obras, o son salvos por gracia? Todos los
reformadores que alguna vez intentaron reformar la iglesia de Roma,
combatiendo sus momerías y sus monasterios, sus sacerdotes y sus vestimentas,
sus días de fiesta y sus celebraciones, y no sé qué otras cosas más, estaban todos
ellos simplemente desperdiciándose en un combate contra las gastadas fuerzas
ubicadas en las ramas exteriores de ese horrible árbol de upas (1); pero cuando
Lutero salió de su celda con esa luz que brillaba en sus ojos: “somos justificados
por fe”, entonces fue cuando el hacha fue puesta a la raíz de ese árbol. Para
abatir al papado no se requiere otra cosa que la constante proclamación de esta
única verdad, “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios
que tiene misericordia”; pues la salvación no es del hombre, ni por el hombre; es
del Señor, y es dada a todos aquellos que creen en el Señor Jesucristo de todo
corazón. De hecho, esta es la controversia que prevalece al día de hoy, ante la
cual todas las demás controversias ceden el paso.

El mundo exterior está convencido que será salvo por sus propias obras. La
huestes de los elegidos de Dios, desnudados de su propia justicia y vestidos con
la justicia de Cristo, están, cada uno de ellos, con su espada al cinto y su escudo
en la mano, defendiendo esta importante verdad, esta vital verdad, una verdad
del Evangelio de suma importancia. Por esta verdad, hermanos, debemos estar
preparados, cada uno de nosotros, a derramar nuestra sangre. Borrar esta verdad
o disfrazarla, equivaldría a apagar la lámpara que ilumina este mundo tenebroso,
a eliminar el único ungüento que puede sanar las heridas de esta tierra, a destruir
la única medicina que curará las enfermedades de la humanidad. “Justificados
por fe, por gracia sois salvos, no por obras, para que nadie se gloríe”.
En este momento, brevemente, consideremos una gran negación: “no por
obras”; un gran motivo: “para que nadie se gloríe”; y luego vamos a agregar, uno
tras otro y sin seguir un estricto orden, unos cuantos pensamientos relativos a
este grandioso tema.

I. UNA GRAN NEGACIÓN: “No por obras”. Ahora, hermanos, no puede


ser por obras, porque esa alternativa ha sido probada y ha comprobado ser un
completo fracaso. Adán fue puesto en el huerto del Edén, bajo circunstancias
peculiarmente conducentes a su felicidad. La ley que lo iba a probar era
notablemente simple. Sólo contenía un mandamiento, “Mas del árbol de la
ciencia del bien y del mal no comerás”. Adán no era, como lo somos nosotros,
corrompido; su constitución no tenía tendencia a pecar; él era puro y perfecto,
con un juicio bien balanceado y sin sesgo hacia ningún lado. Nunca había
pecado; no necesitaba haber pecado jamás. No tenía nada que ganar con el
pecado. Su paraíso era tan perfecto como podía serlo. A Dios le agradó darle
todo lo necesario para hacerlo abundantemente feliz; pero bajo esas
circunstancias, las más favorables en las que la humanidad se vio envuelta
jamás, lamentablemente fue cortado el camino de aceptación ante Dios por
obras. Ya sea después de un corto o de un largo período de prueba, (no vamos a
opinar porque es una insensatez hablar allí donde la Escritura guarda silencio),
es seguro que, cuando fue tentado, cayó, pues la mujer tomó del fruto, y el
hombre también participó de él. Entonces la aceptación por obras se volvió
como una vasija de alfarero, hecha pedazos con una vara de hierro. El hombre
intentó el camino del mérito y amarga fue, ciertamente, su recompensa.

Pierdan toda esperanza, ustedes hijos de Adán, allí donde su padre falló.
Además, hasta ese punto él había sido sin mancha. Ustedes, con una voluntad
pervertida, con una imaginación inclinada a suponer placer en el pecado, con un
juicio torcido y forzado por la depravación innata, por la infección del ejemplo,
y por la fuerza de las circunstancias, no crean que pueden permanecer rectos
donde el perfecto Adán cayó. No esperen encontrar el camino de regreso a través
de las puertas del paraíso, pues allí está todavía el querube con una espada
encendida, y ninguna carne viviente a partir de ese momento será salvada por
obras. El camino de la salvación por obras es un camino completamente
equivocado para nosotros. No sólo es infructífero, ya demostró serlo, sino que
también es inconsistente. Es vano proponerse cualquier cosa que implique una
imposibilidad. Propónganle a un hombre sin pies que camine, o a un hombre sin
ojos que distinga los colores: ustedes pueden ver la insensatez de esa propuesta;
pero ¿acaso no es igualmente absurdo recomendar a un convicto que busque la
dignidad de volverse miembro de la Cámara de los lores? Es imposible que
cualquiera de nosotros obtenga méritos ante Dios. Todos ya hemos pecado
manifiestamente. Nuestra condición presente nos excluye de entrar en la lista de
honores futuros.

¿Por qué medios podemos quitar este viejo pecado? Allí permanece.
Supongamos que obedecemos a Dios, de ahora en adelante y hasta nuestra
muerte, sin una sola falla; entonces sólo habremos hecho lo que es nuestra
obligación hacer, y lo que Dios tenía el derecho de esperar de nosotros. No habrá
ningún saldo disponible, nada que poner per contra (a cambio) de nuestros
pecados, nada a nuestro crédito que reduzca nuestro pasivo; sólo habríamos
pagado la cuenta corriente, suponiendo que eso fuera posible. La deuda anterior
todavía estaría registrada como pendiente. El viejo saldo ¿quién lo pagará?
“¡Oh!” dirá alguno, “acudimos a Cristo para eso”. No, no, señor; si debe ser por
obras, debes atenerte a las obras, pues el apóstol enseña en el capítulo 11 de
Romanos que, “Y si por gracia, ya no es por obras; y si por obras, ya no es
gracia”. Estos dos principios no aceptan mezclarse; toma el que quieras. Son
como el agua y el aceite, o, más bien, como el fuego y el agua: son opuestos. Si
Cristo va a salvarte, debe hacerlo de principio a fin. Él nunca será tu suplente,
puedes estar seguro de ello. Él no vino a este mundo para compensar unas pocas
deficiencias; no es así. Él no aceptará que te jactes, no aceptará que compartas
con Él el honor de tu salvación.

Dios exige de cada hombre una vida perfecta; habiendo pecado todos, no
podemos presentarle una vida perfecta. Ustedes han resquebrajado ese jarrón;
bien, aunque no lo sigan quebrando, ya tiene sus resquebrajaduras. “¡Oh!” me
dirán, “es sólo en un lugarcito”. Sí, pero si hay un único eslabón roto en la
cadena que saca al minero del vientre de la tierra, basta para su destrucción que
ese eslabón esté roto. No se requiere que haya una docena de eslabones
corroídos por la herrumbre; el que está roto es suficiente. Si vas a ser salvado por
obras, debes ser absolutamente perfecto, pues sería inconsistente con la justicia
de Dios que aceptara otra cosa que no fuera una obediencia perfecta de las
criaturas que están bajo Su imperio. ¿Puedes tú alcanzar esto?

Si se conocieran a ustedes mismos, dirían “no podemos”. Mirarían las flamas


que vio Moisés cuando el Sinaí ardía; temblarían y perderían toda esperanza de
ser salvos por obras jamás.

Pero, además, mientras ese camino ha demostrado ser infructífero, y es


ciertamente impropio, es un camino que, a pesar de todo lo que digan, ningún
hombre ha intentado cabalmente. A menudo he observado que quienes más
presumen de buenas obras son aquellos que cuentan con menos buenas acciones
que se puedan mencionar. Como pequeños comerciantes callejeros con sus
escasos inventarios de bienes, necesitan gritar y promocionar sus mercancías,
porque tienen muy poco que vender; mientras que un comerciante de diamantes
o un joyero espera quietamente, sin hacer ningún ruido, porque cuenta con un
precioso tesoro. Las personas que promueven más las buenas obras, provienen
generalmente de alguna deshonrosa guarida. Inclusive se jactan de que sus
sentimientos son mejores que sus hábitos. Bien que lo necesitan. Los he visto
poner sus indecentes dedos negros sobre el resplandeciente Evangelio de Cristo,
diciendo: “esto conduce al libertinaje”. ¡Qué lástima, entonces, amigo, que te
acerques a él jamás, pues puedes encontrar libertinaje con mucha facilidad sin
tener que recurrir a él!

Las mentes puras ven a Dios en el Evangelio. Ponen un velo en su rostro, y


se inclinan ante Su majestad. ¡Ah!, yo haría muy bien en predicar moralidad;
pero no como el medio de salvación, o, ¿cuál sería su resultado? ¿Qué dijo
Chalmers acerca de la etapa inicial de su ministerio? Dijo: “yo predicaba
sobriedad hasta que casi todos mis seguidores se volvieron borrachos; predicaba
honestidad hasta que fabriqué ladrones; entre más predicaba el bien que debían
hacer los hombres, más los descubría haciendo el mal”. Estas no son sus
palabras literales, pero son el sentido de su propia confesión solemne cuando
llegó a la lectura del puro Evangelio, y comenzó a predicarlo con todo su
corazón. Lo mismo sucede con cada hombre, y yo supongo que siempre será así.

Áridos ensayos sobre el deber se deslizan y resbalan, como el aceite, sobre


una losa de mármol, mientras que la proclamación del Evangelio de la gracia de
Dios que perdona al primero de los pecadores, atrae a los hombres a Jesús,
quebranta sus corazones, los conduce a odiar el pecado, los reforma, los
santifica, y les ayuda a perseverar hasta el fin. “No por obras”, dice el texto, y
regresamos a él. Si la salvación fuera por obras, y pudiera ser obtenida de esa
manera, ¡escuchen!, entonces el Calvario sería algo superfluo; la cruz de Cristo,
con todas sus maravillas, sería una obra de supererogación de parte de Dios, y la
obra de la redención sería un tema de escarnio para nosotros.

¿No hay ninguna salvación, o hay salvación de alguna otra manera? ¿Debe
descender Dios y encarnarse, y en esa forma debe el Cristo de Dios sufrir hasta
la muerte, y todo para nada, pues en eso se resume todo? Si el hombre se puede
salvar a sí mismo, ¿para qué necesitan todo ese bullicio, ustedes ángeles? ¡No
canten sus villancicos! ¿Para qué necesitan esos ojos contemplativos y esa
admiración absorbente, al ver la manifestación del Señor de gloria encarnado
entre los hombres? ¿Qué necesidad hay que los profetas hablen del Cordero de
Dios, y nos señalen el sacrificio infinito? ¿Qué necesidad hay que Jesucristo
haya llevado la corona de espinas, y haya inclinado Su cabeza para morir por
nosotros? Hay hombres que dicen que nosotros podemos abrirnos camino a las
estrellas, y por nuestros méritos ubicarnos entre los benditos.

Señores, ¿qué voy a creer: que Dios llevó a cabo una obra que no se
necesitaba, o que ustedes están bajo el hechizo de un fatal engaño? “Antes bien
sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso”. No pueden encontrar ningún camino
al cielo salvo por la cruz.

Podría tu celo no conocer descanso,


Podrían tus lágrimas derramarse por siempre;
Nada podría expiar el pecado.
Cristo debe salvar, y únicamente Cristo.

Esas personas que más parlotean de la salvación por obras, ya sea que lo
reconozcan o no, realmente bajan el estándar de la santidad, y abaten la dignidad
de la ley de Dios. Cuando te pones a analizarlos detenidamente concluyes que, la
vieja historia de la obediencia sajona que Whitefield y John Vaudois
combatieron tan valientemente, es la petición del credo del hombre con justicia
propia. “Bien”, dirá, “no puedo guardar toda la ley; reconozco eso. En lo relativo
a pensamientos, y palabras, y obras, no puedo estar muy limpio, pero haré lo
mejor que pueda”. Ahora, ¿qué es esto sino rebajar por completo la ley de Dios,
porque no puedes elevarte a la altura de la ley de Dios? ¿Debe rebajarse el Dios
Todopoderoso a tus propios términos? ¿Piensas complementarte con Él?
¿Pueden tus miserables centavos satisfacer una ley divina? Eso no sucederá
nunca. “El cielo y la tierra pasarán”, dice Cristo, “pero ni una jota ni una tilde
pasará de la ley”. Esta es la Palabra de Dios pronunciada en el Sinaí: “Maldito
todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley,
para hacerlas”. Dios no aceptará un pago parcial. Permítanme decirles, señores,
que la santidad es algo muy diferente a la moralidad de la que se jactan algunos.
Vamos, casi me quedo sin aliento cuando me encuentro con la moralidad de
algunos hombres, de la que tanto hablan.

Esas lenguas sueltas que hablan tan volublemente contra el Evangelio


diciendo que fomenta el libertinaje, si sólo por una vez clamaran: “Señor, ten
misericordia de nosotros pecadores”, se acercarían mucho más al papel que les
corresponde. Hombres que pecan diariamente, en abierta violación a la virtud
común, hablan como si fueran puros en todos sus gustos, santos en todos sus
pensamientos, y por encima de toda sospecha en todas sus vidas. ¡Oh!, no. La
santidad de Dios es algo más grande, más sublime de lo que tú y yo podamos
adivinar; y no la alcanzaremos de ninguna manera por nuestras obras, pues los
hombres estamos sucios, y entorpecidos, y estropeados, y desbaratados sobre la
rueda, como las figuras de un alfarero inexperto, y no podemos presumir de
exhibirlas ante el Dios vivo.

II. UNA GRAN RAZÓN ES ADUCIDA. Unas cuantas palabras al respecto:


“No por obras, para que nadie se gloríe”. Si algún hombre puede ir al cielo por
sus propias obras, ¡cuán jactancioso sería por naturaleza! Estoy seguro que lo
sería en esta tierra. Este es el papel que desempeñaría: oiría que Dios, en Su
misericordia, perdonó a algún gran pecador, y que hubo gran gozo en el cielo por
él, y nuestro amigo diría: “yo no puedo participar en alegrías como esa. Yo
nunca he transgredido Su mandamiento; me encuentro desconcertado y no me
alegra mucho eso. Allí está ese renegado que ha estado entregado al pecado toda
su vida, y va a ser salvado. No me gusta”. Ustedes saben dónde leer esa historia
en el Evangelio de Lucas, “Entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto
su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondiendo, dijo al padre: He aquí,
tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni
un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este tu hijo, que ha
consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo”.
Qué clase de espécimen de hijo, pero es una verdadera muestra de lo que sería
cualquier hombre que sintiera: “yo no le debo nada a Dios, yo estoy muy bien,
yo soy salvo por mis propias obras”. ¡Qué tipo tan patán sería en la iglesia! Yo
estoy seguro que me sentiría muy incómodo de admitir a alguien así en nuestra
congregación. Siento que estaría fuera de lugar con los pobres pecadores
salvados por gracia como nosotros, que no tenemos nada de qué jactarnos.
Contar con tales personas en la membresía de la iglesia haría que toda ella fuera
desdichada. No habría alternativa, si no los convirtiéramos en nuestros ídolos,
terminaríamos odiándolos. Yo no sé cuál de las dos cosas sería; ciertamente ellos
estarían muy fuera de lugar en nuestras congregaciones, con toda su jactancia.

Y ¿qué harían en el cielo? Pues, harían exactamente lo inverso de lo que


hacen todos los espíritus que están allí; todos ellos cantan: “hemos lavado
nuestras ropas, y las hemos emblanquecido en la sangre del Cordero”; aquellos
tendrían que decir: “nosotros mismos hemos mantenido blanco nuestro traje”.
Cuando los espíritus rescatados arrojen sus coronas a Sus pies, las almas
revestidas de su justicia propia sostendrían en alto sus penachos y estarían
tocados con sus tiaras, diciendo: “nosotros mismos los hemos ganado, y tenemos
todo el derecho”. Esto echaría a perder el cielo. El cielo no sería una armonía
perfecta. Tales seres causarían discordia en la tierra de gloria, una mayor
discordia de la que se haya visto jamás en el universo desde la caída. ¡No, no!
“No por obras, para que nadie se gloríe”.

Me parece que oigo que alguien dice: “nosotros no afirmamos que los
hombres han de ser salvos enteramente por obras, sino en parte por la gracia de
Dios, y en parte por sus propias obras”. Bien, voy a suponer por un momento
que este extraño monstruo pueda ser fabricado: un santo compuesto de gracia en
parte, y en parte de obras. Entonces, ¿en qué proporción se van a juntar estas dos
cualidades opuestas? ¿Cuánto de gracia, y cuánto de obras? ¿La mitad de obras?
Sí. Entonces, ¿qué pasaría con esos pobres individuos que no logran alcanzar la
mitad? Bien, ¿la cuarta parte de obras? Sí. Y luego ¿tres cuartas partes de gracia?
Bien, tal vez un poco más o un poco menos. Algún setenta y cinco por ciento de
obras, algún cincuenta por ciento de obras, o algún quince por ciento de obras, y
así sucesivamente. Tendrían que arreglar los porcentajes muy precisamente,
ustedes saben; y tengan por seguro que tan pronto encontraran la exacta
proporción de su salvación que fuera por obras, en esa misma proporción
comenzarían a jactarse. Deberían saberlo, y no pienso que serían de culpar si así
lo hicieran. El hombre diría: “ahora, heme aquí salvo a medias por mis obras.
Aquí hay muchos de esos pobres creyentes en Cristo que fueron salvos
completamente por gracia, pero yo he contribuido a mi salvación, por mis
propios medios, un justo cincuenta por ciento. No me importa alzar mi corona si
es un poco nada más, en un simple reconocimiento que recibí cierta ayuda para
ponerla en mi cabeza, pero no voy a arrojarla a Sus pies, pues cada hombre tiene
el derecho que merece”.

Pienso que Napoleón hizo algo correcto, cuando, el día de su coronación,


tomó la corona y la puso él mismo sobre su cabeza. ¿Por qué no habría de
aceptar el símbolo que le era debido? Y si llegan al cielo, la mitad por gracia y la
otra mitad por obras, dirán: “la expiación me benefició un poco, pero mi
integridad me benefició mucho más”. ¿Les parece que estoy hablando
sarcásticamente? Admito que así es.

Señores, si me fuera posible patear alrededor del mundo esta idea del mérito
humano, como una pelota de fútbol; si fuera posible exponerla al escarnio
público y recubrirla con todo tipo de inmundicia, pienso que tendría todo el
apoyo del apóstol Pablo, que estaría de pie a mi lado, diciendo: “Pero cuantas
cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo.
Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”; y yo lo oiría decir de su justicia propia:
“la tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él”. No pudo haber
usado una figura más cruda, ni una que expresara más plenamente su profundo
desprecio por toda cosa semejante a la justicia propia. “La tengo por basura, para
ganar a Cristo, y ser hallado en él”. “Para que nadie se gloríe”. Esta es una buena
razón suficiente del por qué la salvación no debe ser por obras. Ahora:

III. UNOS CUANTOS PENSAMIENTOS QUE NO SIGUEN UN ORDEN,


pero que espero que atraigan su atención y se adhieran a su memoria. Algunos
afirman (y yo sé que es una observación muy común) que esta prédica acerca de
que los pecadores deben venir a Cristo tal como son, y confiar únicamente en Él
para su salvación, es muy peligrosa. Personas respetables, y gente que se
considera bien calificada como críticos, generalmente hacen alguna observación
como ésta: “es muy peligroso”. Ahora, mi queridos amigos, si condescienden a
escucharme un minuto, les recordaré que ni ustedes ni yo tenemos nada que ver
con hacer el Evangelio. Podremos pensar que el Evangelio debería ser así y así,
pero eso no lo cambia. Y si yo decido pensar, y si ustedes deciden pensar, que tal
y tal doctrina son muy peligrosas, eso no las convierte ni en verdaderas ni en
falsas; pues, después de todo, la gran solemne apelación acerca de todos los
asuntos de religión no es a ustedes ni es a mí. Estamos todos en igualdad de
condiciones en eso; ustedes pueden pensar una cosa y yo puedo pensar otra. Pero
el Juez, el Juez que pone fin a la controversia allí donde el ingenio y la razón
fallan, debe decidir.

La gran pregunta es, “¿qué dicen las Escrituras? ¿Qué dice el antiguo
Libro?” Si no enseña que la salvación de un pecador es enteramente por gracia, y
no por obras, no enseña nada en absoluto, y no hay palabras en ningún idioma
que tengan significado alguno. Primero debo ser conducido a creer que lo negro
es blanco, y que Dios ha escrito un libro para engañarnos a propósito e
intencionalmente, antes de que pueda creer que la salvación es por obras; pues
las expresiones acerca de este asunto no son pocas, no son casuales, no son
oscuras ni misteriosas, no son metafóricas. Son claras, simples, y obvias.

Yo reto a cualquiera (no diré a cualquier teólogo) pero a cualquier hombre de


sentido común que pueda leer la Biblia (ya sea que use nuestra versión, o
prefiera el original), que la lea con honestidad, y no puede llegar a ninguna otra
conclusión al leer las Epístolas de Pablo, que ésta, que la salvación es por gracia
por medio de la fe en los méritos de Cristo, y no es por las obras de la ley.
Ahora, eso es algo que debería decidir y poner fin al asunto. Yo no les estoy
pidiendo que hagan caso de lo que digo; no me crean a mí; mi ipse dixit (el
maestro dijo) no es nada; está en el Libro de Dios, y sobre sus cabezas recaiga si
ustedes lo niegan.

“¡Oh!”, dice una persona a un predicador: “no me gustó tu predicación de la


otra noche”. “¿Qué es lo que no te gustó de ella?” “No me gustó que predicaras
la salvación de los pecadores”. “¡Oh!, eso no es nada para mí, la contienda no es
entre tú y yo, sino entre tú y mi Señor; debes arreglar ese asunto con Él. Yo no
tengo nada que ver con la fabricación de doctrinas; mi oficio es distribuirlas tal
como las encuentro en la Escritura. Si no te gustan, puedes hacerlas a un lado,
pero es bajo tu propia responsabilidad”. Permítanme decirles a todos ustedes,
que les suplico que no desperdicien su propia alma.

Cada uno de nosotros debe recordar que una buena parte de ese producto
conocido en este mundo con el nombre de buenas obras, no es buenas obras para
nada. ¿Qué es una buena obra? Me aventuro a decir que cualquier cosa que tenga
en sí el elemento del egoísmo no es buena. Ustedes podrán cuestionar eso, pero
yo pienso que la virtud más elevada es ser abnegado. Si un hombre es virtuoso,
como decimos, con el propósito de beneficiarse a sí mismo, ¿no ha estropeado su
virtud? El simple propósito de buscar méritos en lo que hace, echa a perder la
posibilidad de mérito. Un hombre no es un siervo de Dios cuando se está
sirviendo únicamente a sí mismo. Es solamente cuando se desprende del yo que
se vuelve verdaderamente bueno.

Orar puede ser bueno o no, y todo depende de que sea una oración real.
Asistir a la Casa de Dios, dar limosna a los pobres, puede ser bueno o no, según
el corazón. Pero los deberes externos no son buenas obras. Es más, aunque un
hombre fuera intachable en su vida externa, pero el motivo fuera avieso y los
deseos inmundos, todas sus obras tendrían el sabor de la fuente de donde
provinieron, y no serían buenas a los ojos de Dios. ¿Nunca se les ha ocurrido que
en nuestras obras el corazón debe ser siempre el tema de importancia?

Cowper, en su Tarea, ha reflexionado maravillosamente sobre este tema en el


mejor verso libre. Describe a dos lacayos empleados por ustedes: uno de ellos es
un individuo muy cortés, atento, activo, y hábil, pero, como dice él, te sirve por
tu casa, por tu criada y tu paga. Deja que cualquiera de estos elementos
desaparezca, y él también se irá. Pero el verdadero siervo es Carlos, que está
pendiente detrás de la silla, que se preocupa si tu apetito parece fallar, que ha
estado contigo desde que era niño, que se abrazaría a los postes de tus puertas si
fueras pobre y no pudieras pagarle, que vive por ti y moriría por ti; ese es el
hombre al que amas como siervo.

Lo mismo sucede con la virtud; la mejor y más elevada de las buenas obras
es esa que brota del amor, del amor real a Dios. Ahora, ¿dónde encuentran esto?
¿Acaso lo encuentran en el hombre que rechaza a Cristo? No; sus obras son
producto de un miedo esclavizado: no sirve a Dios por amor, sino porque tiembla
al pensar en el infierno. Pero cuando un alma es conducida a confiar en Jesús,
entonces el corazón ama a Dios y el servicio de Dios se convierte en un gran
deleite; y el hombre que dice: “yo no soy salvo por obras”, trabaja diez veces
más duro de lo que lo habría hecho jamás, si hubiera esperado ser salvado por
sus propias acciones, y sus obras son mejores obras, porque las ha llevado a cabo
con un amor ferviente que infunde en ellas una excelencia sagrada que de otra
forma no habría estado allí.

Sea por siempre conocido y entendido, que cuando predicamos salvación por
gracia, no menospreciamos la moralidad. No, hermanos, más bien la exaltamos.
Les daré una prueba. Hay un hospital que es gratuito para todos los enfermos.
Pero hay un convencimiento en toda la ciudad que nadie puede entrar allí, salvo
aquéllos que hacen algo para sanarse a sí mismos. Ahora, voy a suponer que soy
enviado como misionero para ir a los enfermos y decirles que su propia salud no
cuesta nada, que tienen que venir a las puertas del hospital tal como están, que
en el hospital consideran a la enfermedad como una cualidad, mas no así a la
salud. Alguien diría: “aquí tenemos a este hombre menospreciando la salud”.
Querido hermano mío, no estoy haciendo tal cosa. ¿Piensas que estoy tratando
de meter a estos enfermos al hospital, si no valorara la salud? No es la salud lo
que menosprecio; es la charlatanería que remeda la salud; es este empiricismo
que oculta las enfermedades de los hombres, el que debe ser tratado de otra
manera. Vamos, si miles de personas en Londres se estuvieran muriendo porque
tuvieran la creencia que no podrían ser recibidos en el hospital a menos que ellos
se se sanaran a sí mismos, ciertamente sería la obra más generosa y grandiosa
que un hombre pudiera hacer y el medio más rápido de promover la salud
popular, ir y desengañar a los hombres acerca de esa noción absurda.
Hermano, si cuando te invitamos a venir a Cristo te dijéramos que, después
de venir a Él, puedes seguir viviendo en pecado como lo hacías antes, seríamos
dignos de la horca. Pero cuando te decimos que Cristo es un Médico, y Su
Iglesia es un hospital, y que Él te puede sanar aunque vivas en el pecado, de
ninguna manera estamos desacreditando tu moralidad, sino únicamente te
estamos diciendo que la moralidad es una solemne charlatanería, hasta tanto no
vengas a Cristo.

Ellos hablan de ética, ¡oh!, Tú Cordero que sangras,


¡Pero la mejor moralidad es amarte a Ti.

La mejor santidad es amar a Cristo y servirle, motivado por la gratitud; y si


intentas tener méritos antes de venir a Él, únicamente te hundirás más
profundamente en el pecado. Tú no puedes borrar tus iniquidades. Sin embargo,
yo sé que el escándalo se repetirá, pero si algunos deciden repetirlo, las vidas de
aquéllos que han predicado la salvación por gracia, proveen la mejor respuesta.
En los días de Carlos I y Carlos II habrían encontrado un grupo, encabezados por
Laud en la Iglesia de Inglaterra, que alababa el ritual, que ensalzaba las buenas
obras; por el otro lado habrían encontrado al grupo de los Puritanos que
predicaban con rigidez la justificación por fe y la salvación por gracia.

Ahora, señores, ¿dónde podían encontrar por la tarde al ministro que


predicaba por la mañana sobre buenas obras? Pues, con una dama a cada lado,
danzando alrededor del Palo de Mayo (2), según está descrito en el Libro de los
Deportes; y si lo hubieras necesitado para algo, un poco más tarde, por la noche,
habrías tenido que enviar a algún bedel confiable de la parroquia para que lo
sacara de la cantina del pueblo. Pero, ¿dónde está el hombre que predicó sobre la
salvación por gracia en el conventículo? “¡Oh!”, responderá alguien, “está en
casa cantando salmos con su familia”. ¿No danza alrededor del Palo de Mayo?
“No; ese viejo fanático, nunca quebranta el día de guardar; dice que es en contra
de la ley de Dios”. Bien, pero ¿no se encuentra en la cantina? “No; me atrevo a
decir que esa vieja criatura supersticiosa está de rodillas en algún lado, orando”.
Todo mundo sabe que esto era así. La teología puritana engendraba una vida
puritana; la doctrina de la justificación por fe convertía a los hombres en santos;
pero el otro grupo que predicaba esta maravillosa doctrina de la salvación por
obras, fue demasiado lejos para demostrar que no podían ser salvados por sus
obras, de ninguna manera. Los caballeros de largos cabellos, con sus guedejas
perfumadas, y sus abominaciones que no pueden ser mencionadas por una
lengua pura ni escuchadas por el oído de la decencia, estos eran los traficantes de
obras, los que sostenían que la salvación era alcanzable por sus propias acciones.

Pero el hombre que ordenaba bien su casa en el temor de Dios, el hombre


que se sometía a Dios, mas no a un tirano, el hombre que amaba a su país, y que
prefería morir en Edge Hill o Naseby, que abdicar de la fe que era tan apreciada
por él; ese es el hombre que predicaba que somos justificados por fe, y para nada
por las obras de la ley. Encontrarán que la santidad brota de la doctrina que es
más despreciada; y la impiedad brota de la otra, que es anunciada como una
panacea de todos los males.

Si hay alguien aquí presente que piense que puede ser salvado por sus
propias obras, no tengo ningún Evangelio que predicarle; no voy a interferir con
él. Mi Señor ha dicho que los que no están enfermos no tienen necesidad de un
médico. La gente buena, la gente virtuosa, la gente excelente, todos ustedes que
están yendo al cielo por su propia cuenta, no contiendan con nosotros, pobres
pecadores, porque elijamos tener lo que ustedes desprecian. Si no quieren la
medicina, dejen que nosotros la tomemos, y no guarden amargura si elegimos
otro camino diferente al de ustedes. Si su camino es lo suficientemente espacioso
y hay suficientes acompañantes en él, no nos molesten si elegimos el camino
angosto.

Pero, sin embargo, no puedo despedirlos friamente, así. Si ustedes están


desnudos, y pobres y miserables (no voy a insultarlos), les aconsejo por mi
Señor, que compren oro probado en el fuego para que puedan ser ricos, y ropas
blancas para que puedan estar vestidos, y si ustedes no saben cómo comprarlo,
yo les diré, es sin dinero y sin precio; es repartido gratuitamente, y les será dado
si ustedes quieren. Sacúdanse de su mano esa serpiente venenosa de su confianza
propia; sacúdanla y arrójenla en el fuego, se los ruego; es el lugar adecuado para
ella. Pueden venir con sus manos vacías a Cristo, y Él les dará todo lo que su
alma necesita. Cuando lleguen al momento de la muerte, encontrarán que esa
teoría de las buenas obras será incapaz de cargarlos. Los mejores hombres han
mirado sus vidas desde esa perspectiva final, de otra manera de lo que lo
hicieron antes. Uno de ellos dijo que estaba juntando todas sus obras, sus buenas
obras y sus malas obras también, y las estaba arrojando por la borda, para poder
confiar simplemente en un Salvador crucificado.

De cualquier manera, amigo, si estás preparado a apostar tu alma a tus obras,


yo no estoy preparado a arriesgar la mía por nada que yo haya hecho. No, no
temo enfrentarme a la hora del juicio; no temo mirarlos a la cara hoy, y decirles:
“nos veremos en aquel tremendo día, y veremos cuál confianza es la mejor. Tú
puedes tomar tus obras, si así lo prefieres, y yo tomaré a mi Señor; y tú confiarás
en lo que tú haces, pero yo no descansaré en absolutamente nada de lo que yo
haya hecho”. ¡Oh!, descansa plenamente en Él. Yo te diré lo que sucederá
cuando los remolinos de la ira del Todopoderoso te estén rodeando. Tus buenas
obras funcionarán como esas boyas salvavidas engañosas de las que oímos el
otro día, y te hundirás. Pero ningún alma que se haya aferrado a Cristo se ha
hundido jamás. Cristo no ha permitido jamás que un pecador perezca, pues Él ha
dicho: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.

Ahora, ya sea que hayan sido rectos o impíos, que puedan clamar al cielo o
que se lamenten porque están hundidos profundamente en el cieno del pecado,
vayan, estiren la mano y tomen a Cristo; vuelvan sus ojos a Jesús muriendo en la
cruz del Calvario, y mírenlo:

Hay vida en una mirada al Crucificado.

Hay vida en este instante para ti. Yo quisiera que cada uno en esta inmensa
congregación mirara a mi Señor. Hay suficiente gracia en Cristo para cada uno
de ustedes. Ningún pecador se ha perdido jamás porque haya habido alguna
restricción en Cristo; no, sino porque no han querido venir pensando que eran
demasiados buenos para Él. Vengan como están (tal como están), y confíen en
Cristo; y entonces, fíjense bien, serán salvos. Serán salvados del amor al pecado;
serán salvados de su poder; empezarán una vida nueva y santa; a partir de ahora
estarán llenos de buenas obras que abundarán para la gloria de Dios; y con estas
buenas obras sobre ustedes, serán como un árbol que está cargado de ricos
frutos, aceptable a Dios. Sin embargo, su raíz no será su fruto, sino que será su fe
simple en un precioso Cristo, acerca de Quien les he hablado esta noche. Que
Dios los bendiga. Amén.

Notas del traductor:

(1) Upas tree: Es un árbol nativo del sudeste asiático que produce un látex
extremadamente venenoso. [volver]
(2) Maypole: Término que unos traducen como “Danza de cintas”, en la que los
bailarines danzan girando alrededor de un palo mientras sujetan unas cintas que
van trenzando con su pasos. Una traducción más literal puede ser Palo de Mayo
ya que la danza alrededor del palo se realizaba en el mes de Mayo. [volver]

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