Misterio en El Campo de Golf
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November, 1998
Misterio
en el campo
de golf
Luisa Villar Liébana
Ilustraciones de Mikel Valverde
Primera edición: abril 2003
Segunda edición: enero 2004
ISBN: 84-348-9424-6
Depósito legal: M-1394-2004
Preimpresión: Grafilia, SL
Impreso en España/ Printed in Spain
Imprenta: Orymu, SA - Ruiz de Alda, 1 - Pinto (Madrid)
20
2 Un amuleto de la suerte
S tj preparaba en la cocina
su comida favorita —tres filetes con
patatas—- cuando el móvil sonó de
nuevo.
Era el ayudante de Viky. Le pe-
día que pasara a verla al club; se
lo pedía por favor. La campeona
estaba nerviosa, muy preocupada;
su amuleto de la suerte había des-
aparecido.
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—Su presencia la animará —dijo
el ayudante.
—¿Dónde se encuentra ella?
—preguntó el detective.
—En el restaurante; aunque no
ha probado bocado. Le diré que
viene para acá.
En el oído de Sabueso retumbó
el clic del móvil al cerrar la co-
municación. Dejó los filetes intac-
tos en la cocina, corrió hacia la
furgoneta y puso rumbo al club de
golf.
La campeona lo esperaba en el
restaurante, sentada en una mesa
junto a su joven ayudante. Un oso
2%
de pelo rojo, menudo, que llevaba
siempre puesta una gorra amarilla;
por lo visto, para comer tampoco
se la quitaba. Se llamaba López y
era el ayudante de confianza de
Viky.
Al ver a Sabueso, la campeona
hizo ademán de levantarse para re-
cibirlo, pero el detective se lo im-
pidió con un gesto caballeresco.
—Ahora que ha venido me sien-
to mejor —dijo ella mientras él se
sentaba—. Creo que hasta me ani-
maré a comer algo. ¿Nos acompa-
ña? Hay un menú estupendo.
—Me pregunto si he hecho bien
23
en venir -comentó: Sabueso miran-
do a su alrededor—, esto está muy
concurrido. Y pensó que, desde
luego, no había hecho bien en ir.
Ahora todos allí sabrían que estaba
investigando.
En efecto, el restaurante estaba
bastante concurrido, y todos pare-
cían gozar de un apetito excelente.
(El Noticiero)
28
Así que, después de todo, Viky
no era tan segura de sí misma
como todos creían. Más bien al
contrario. Al parecer era bastante
insegura. Por eso necesitaba aque-
llos tres objetos para competir. Por
absurdo que pareciera, los viejos
palos, el amuleto y las zapatillas
azules le infundían seguridad.
Alguien conocía esa información
y deseaba fastidiarla. ¿Quién? Eso
tendría que averiguarlo. ¿Con qué
objeto? Eso también tendría que
averiguarlo.
Quizá para que perdiera seguri-
29
dad y no ganara el cuarto torneo.
Humm...
Se levantó de improviso.
—¿Adónde va? -—exclamó la
campeona, sorprendida.
—+Este es un momento excelente
para continuar las investigaciones
-dijo el detective.
Y se marchó sin más.
—¡Aún no ha acabado su mousse
de berenjena! —exclamó ella su-
biendo el tono de voz.
Sabueso no la oyó. Había salido
del restaurante y se dirigía al ves-
tuario. Buscó huellas y encontró
las de unas zapatillas deportivas
30
masculinas. Eran grandes, enormes
como las anteriores. Y en el llano
de arena de la arboleda se trans-
formaban en las de un pequeño co-
che eléctrico. Lo cual venía a con-
firmar lo que ya sabía; que el la-
drón era el mismo.
Esta vez no las siguió. Tenía
una idea mejor: vigilaría el vestua-
rio. Si estaba en lo cierto, el la-
drón intentaría robar las zapatillas
azules.
31
3 Una figura misteriosa
33
vestuario como de costumbre. Era
tarde y oscurecía ya.
Sabueso vigilaba la entrada. Más
allá, el edificio del restaurante
mantenía cierto movimiento y,
algo lejos también, unos empleados
arreglaban el verde. Todo parecía
tranquilo.
39
4 Las zapatillas | azules
S. encontraban en la cocina de
Sabueso, ya se habían secado.
Mientras el detective preparaba la
cena, López intentaba explicar lo
sucedido.
Aquella tarde, después de comer,
había recibido una llamada telefó-
nica. Una voz le aseguró que era
Sabueso y le dio instrucciones.
40
—¿Qué instrucciones? Yo no le
he llamado —lo interrumpió mal-
humorado el detective. Empezaba
a impacientarse. Él no había lla-
mado, no le había dado ninguna
instrucción. El ayudante de Viky
debió darse cuenta de que no
era él.
—Las instrucciones —repitió Ló-
pez-. Debía presentarme en el ves-
tuario, disfrazado...
—Y te has presentado con bi-
gote y peluca, y el uniforme de
empleado.
—Pensaba que así nadie me re-
conocería. Lo siento, las instruccio-
41
nes eran claras: coger las zapatillas
y tirarlas al lago. No hablaría con
nadie, ni siquiera se lo comentaría
a Viky. Y nadie debía recono-
cerme.
—Y has obedecido, claro -iro-
nizó Sabueso. Preparaba una salsa
especial para los filetes. No todos
los días cenaba en casa un invita-
do. Aunque, después de lo ocurri-
do, el invitado no se merecía tantas
atenciones.
—Estaba convencido de que ha-
blaba con usted —continuó el oso-.
Pensaba que se trataba de un nue-
vo plan para atrapar al ladrón. Al
42
encontrar en el vestuario unas za-
patillas blancas en lugar de las
azules, he creído que formaba par-
te del plan.
Unas zapatillas blancas en lugar
de las azules; eso tendría que ex-
plicarlo Viky, ronroneó Sabueso.
El móvil sonó. Era ella; estaba
accidentada. Había recibido un
golpe en la cabeza y le acababan
de robar las zapatillas azules.
Sabueso y López corrieron al
club y los filetes quedaron prepa-
rados, a punto para ser engullidos,
de nuevo en la cocina.
La campeona se encontraba en
43
la enfermería, tumbada en una ca-
milla con una bolsa de hielo en la
cabeza.
— ¿Se encuentra bien? ¿Qué ha
sucedido? —preguntó Sabueso nada
más verla.
—¿Qué te ha pasado, Viky? -le
preguntó López casi al mismo
tiempo.
—¡Ha sido horrible! ¡Horrible!
-exclamó ella-. Me han golpeado
y he perdido el conocimiento.
Cuando lo he recobrado, las zapa-
tillas no estaban en el coche.
¿En el coche? Sabueso bufó ver-
daderamente enfadado. El acuerdo
era dejar las zapatillas azules en el
vestuario.
Ella se disculpó:
—Lo siento, ya es demasiado
tarde.
Y contó que después de comer
había cambiado de idea.
Entrenó con zapatillas blancas y
luego las dejó en el vestuario.
Y guardó las azules en el maletero
del coche en el aparcamiento. Pen-
só que el ladrón robaría las blancas
46
y que las azules estarían seguras. Se
equivocó. El ladrón robó las zapa-
tillas azules.
A las ocho y media solía coger
el coche para regresar a casa todos
los días. A esa hora entró en el
aparcamiento y, al abrir la puerta
del vehículo, recibió un golpe en
la cabeza. No vio a nadie. Cuando
recobró el conocimiento, las zapa-
tillas no estaban en el maletero.
Sabueso estaba de pésimo hu-
mor. ¿Qué les pasaba a estos jóve-
nes? Uno se dejaba engañar por te-
léfono y la otra no cumplía lo
acordado.
47
—Lo siento —volvió a disculpar-
se Viky-. Usted es el experto, debí
hacerle caso.
Sabueso quedó pensativo. Ahora
estaba seguro de que el ladrón era
alguien del club. Alguien que los
vio charlando en el restaurante,
pensó que estaban tras su pista y
urdió un plan.
—¿Alguno de los dos le ha co-
municado a alguien que investigá-
bamos los robos? —preguntó a sus
dos interlocutores. |
—Yo no -respondió López.
—Por supuesto que yo tampoco
-añadió Viky.
43
—En tal caso el ladrón nos vio
en el restaurante. Sospechó que es-
tábamos tras su pista, y urdió un
plan para alejarnos de Viky.
Viky no parecía muy convenci-
da. Dijo:
—¿Lo lógico era dejar las zapa-
tillas azules en el vestuario, ¿cómo
sabía el ladrón que había cambia-
do de idea y las había guardado en
el maletero?
—Eso es fácil de responder
contestó Sabueso divertido-. El
ladrón se ha pasado la tarde vigi-
lándola. Ha visto con sus propios
ojos cómo guardaba las zapatillas
49
en el maletero. ¡A qué hora lo ha
hecho?
—Después de comer, antes de
empezar a entrenar -respondió
ella.
—Pues él lo ha visto, y ha ur-
dido su plan.
—Si sabía que las zapatillas azu-
les estaban en el maletero, ¿por
qué no las ha robado antes, mien-
tras Viky entrenaba en el campo
de golf? —objetó López-. ¿Por qué
ha esperado hasta las ocho y me-
dia?
—En el aparcamiento entra y
sale mucha gente durante el día
50
-dijo Sabueso. El ladrón no ha
querido arriesgarse, podían verlo
manipulando el coche de Viky.
Todo el mundo conoce el coche
de Viky y sabe cuál es su plaza
de aparcamiento. Era más seguro
esperar que anocheciera, y que
ella misma le facilitara las cosas
abriendo el vehículo con la llave.
—Tiene sentido —admitió Viky.
—Lo tiene —dijo López—. Y le ha
salido bien. El plan del ladrón le
ha salido redondo, mejor que el
nuestro.
—Quizá no tanto -sugirió Sa-
bueso-. ¿No es verdad que en el
51
club hay instaladas cámaras de se-
guridad?
Los ojos de Viky se iluminaron.
—Sí -dijo animada.
—Pues tal vez alguna cámara
haya tomado su imagen.
Sabueso se levantó con urgencia.
—Tengo que irme.
Pidió a López que acompañara a
la campeona a su casa y no la de-
jara hasta no encontrarse restable-
cida, y se marchó.
Se dirigió al aparcamiento. Bus-
có huellas y... ¡Allí estaba! La hue-
lla de una zapatilla deportiva mas-
AE
culina. Grande, enorme. ¡La huella
del ladrón!
Era una lástima que la oficina
del club estuviera cerrada. Al día
siguiente recogería la cinta de ví-
deo del aparcamiento y del restau-
rante. Estaba deseoso de compro-
bar si la cámara había tomado la
imagen del agresor.
Aguardar hasta el día siguiente
no estaba tan mal. No había co-
mido y en la cocina le esperaban
tres filetes con patatas, su cena fa-
vorita. Con una salsa especial.
Esta vez se relamió.
Humm...
54
Puede que al ladrón no le hu-
biera salido tan bien el plan como
López suponía.
55
S Culpable
SE
deo. La que más le interesaba a Sa-
bueso era la del aparcamiento.
Quizá la cámara de seguridad ha-
bía grabado la imagen del ladrón
agrediendo a Viky. Aunque eso era
mucho esperar.
—No está completa —dijo el em-
pleado que les atendió en la ofici-
na—, la cinta del aparcamiento está
estropeada.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
—preguntó Sabueso.
Al parecer, la cámara funcionó
durante todo el día, pero a las ocho
y veinte dejó de emitir. Según el
empleado, se estropeó con el vien-
58
to. El día anterior se había levan-
tado viento, y el aparcamiento era
al aire libre.
¡Qué curioso!, pensó Sabueso. A
las ocho y veinte la cámara deja de
emitir imágenes, y diez minutos
más tarde golpean a Viky y roban
las zapatillas.
Sabueso sabía muy bien que no
había sido el viento.
Aunque incompleta, se quedaron
con la cinta, y pidieron también la
del restaurante. Las supervisaron
en la sala de descanso del club.
Primero, el vídeo del restaurante.
Floro pasaba las imágenes y to-
59
maba nota de todos los que apa-
recían en ellas.
Anotó a un grupo de japoneses
que aquel día visitaban las insta-
laciones del club y se quedaron a
comer. Anotó a varios grupos de
deportistas, a empleados y técnicos,
a los camareros; a todo el mundo.
Cuando acabaron, le tocó el tur-
no al vídeo del aparcamiento.
Se trataba de averiguar cuántos
de los que estuvieron en el restau-
rante a la hora de la comida pa-
saron por el aparcamiento poco an-
tes de que la cámara dejara de fun-
cionar. Nada garantizaba encontrar
60
al ladrón siguiendo ese método,
pero siempre era una posibilidad.
Avanzaron la cinta hasta el mo-
mento que les interesaba y...
—¡Ahí están, jefe, los primeros
sospechosos! —exclamó Floro.
Eran los japoneses. Según el re-
loj que aparecía en pantalla, entra-
ron en el aparcamiento a las ocho
y cinco. Como la cámara dejó de
emitir a las ocho y veinte, ellos se
convertían en los primeros sospe-
chosos.
Pero Sabueso dijo que los japo-
neses no eran sospechosos de nada.
Acababan de llegar a la ciudad, y
62
no se encontraban en Ciudad
Amable cuando ocurrieron los ro-
bos anteriores.
La cinta siguió avanzando.
Cinco minutos más tarde entra-
ron tres deportistas. El reloj de la
pantalla indicaba las ocho y diez.
—Ahí, jefe —dijo de nuevo Floro
en tono serio.
Después entró un individuo
solo; un camarero. Y la cámara
dejó de funcionar.
Muy pensativo, Sabueso dio
vueltas por la sala de descanso del
club.
Los deportistas más el camarero
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sumaban cuatro; cuatro sospecho-
sos. Uno de ellos era el culpable.
Esperó que los otros se marcharan
y, en un momento de soledad del
aparcamiento, manipuló la cámara
dejándola fuera de servicio. Des-
pués agredió a Viky.
Debía analizarlos bien, a cada
uno de ellos.
—Vuelve la cinta atrás —pidió el
detective a su ayudante.
Floro obedeció y Sabueso exa-
minó a los tres deportistas deteni-
damente. |
Dos de ellos quedaban descarta-
dos. Las huellas del vestuario eran
64
enormes, y estos eran de estatura
más bien pequeña. Era imposible
que sus pies marcaran una huella
semejante.
67
6 Participar en un torneo
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Índice
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