Lectura 4-El Milagro Mexicano

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V

El milagro mexicano
1940-1968
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La Revolución como legado

L aManuel
Revolución dejó de ser una fuerza real después del sexenio de
Avila Camacho (1940-1946) pero su prestigio histórico y
el aura de sus transformaciones profundas siguió dando legitimidad a
los gobiernos mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Ese brillo
mitológico y real del periodo reciente, permitió a partir de Cárdenas que
el status quo, plagado de fallas e injusticias, fuera presentado vero­
símilmente al país como algo pasajero, ya que el verdadero México era
justamente el que aún no surgía, el que estaba por venir. Fue ése un
salto ideológico crucial y tiene su propia historia: la conversión del
hecho revolucionario en un presente continuo y un futuro simple pro­
misorio.
La certeza de que la Revolución Mexicana no fue sino la secuela
culminante de los grandes movimientos del siglo XIX — la Inde­
pendencia y la Reforma— es común a los gobernantes de México desde
Venustiano Carranza. Pero el modo como esta convicción fue siendo
asumida por los diversos regímenes revolucionarios hasta volver al
Estado mexicano no sólo el heredero y el guardián, sino la vanguar­
dia sucesiva y patriótica de esa historia en acción, registra cambios
notables.
La Revolución Mexicana y la Constitución de 1917 fueron perdien­
do su condición de hechos históricos precisos para volverse, como la
historia toda del país, un "legado", una acumulación de aciertos y sabi­
durías que avalaban la rectitud revolucionaria del presente.
Hasta Cárdenas, la porción de historia requerida para legitimar los
regímenes revolucionarios era en lo fundamental la que empezaba con la
insurrección de 1910. A partir de 1940, empezó a dominar el lenguaje
oficial, la certeza de ser el gobierno heredero y continuado de una his­
toria anterior que se remontaba hasta la Independencia.

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El presidente Alvaro Obregón (1921-1924) se desentiende de las pe­
culiaridades del pasado revolucionario inmediato (su deseo es que se
mire ese pasado como un hecho consumado) por una razón inversa a la
que obligará a presidentes como Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958),
Adolfo López Mateos (1958-1964), o Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970)
a acordarse en exceso de él y a extender la unidad de ese pasado hasta la
Independencia. Obregón no dudaba de su legitimidad, no se cuestionaba
la validez de su origen porque nadie cuestionaba tampoco la liga obvia,
reciente, de su gobierno con ese origen. Era un caso estricto de "buena
conciencia" revolucionaria. De ahí que pudiera hablar sin rubor de la
"buena fe" como sustento de todo lo que emanaba del gobierno, incluso
de los errores.

N o importan los errores que se cometan pues siempre habrá tiempo de


corregirlos; y si se cometen, siempre será de buena fe, y no habrá
ningún inconveniente en reconocer un error.

Para Obregón, la "revolución" consistía escuetamente en el hecho ar­


mado; el gobierno no era su encamación, era simplemente su legítimo
sucesor. Con Calles el rumbo cambia. Ha resumido el proceso el histo­
riador Guillermo Palacios;

La popularidad de la revolución durante el periodo de Calles, nace, al


contrario de sus predecesores, no de sus orígenes, de sus ingredientes
casuales, sino de su porvenir [...] Calles no considera, como lo hizo su
antecesor, la dicotomía definitiva entre el movimiento revolucionario y
el gobierno resultante. Esto, importantísimo para la idea del fenómeno,
es lo que ofrece el panorama de continuidad, lo que otorga a los gobier­
nos revolucionarios (la noción) de desarrollo [...] Así, la concepción de
la revolución como un fenómeno definitivamente compuesto por mo­
mentos distintos, libra a su idea de la molesta limitación en que la
habían sumido anteriormente: la del periodo bélico. Este será en ade­
lante, sólo una etapa de la lucha y, como dice Calles en su último infor­
me, "la más fácil y sencilla de hacer" [...] El presente continúa y finca
la revolución hasta nuestros días en los cientos y miles de cuartillas de
la literatura presidencial y, por extensión, oficial: "La Revolución, ge­
nerosa y dignificadora, está siempre en marcha" [...] Calles obliga a la
idea de revolución a irse hacia atrás para reafirmar los avances, conven­
cerse de la ruta y vanagloriarse de los logros [...] El futuro representa en
realidad el terreno sobre el cual podría realizarse la Revolución que, has­
ta el momento, según palabras textuales de Calles, sólo se ha limitado a

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"verdaderos ensayos de realismo y socialización". [El futuro] será tam­
bién el terreno de la consolidación del fenómeno, no en tanto facción
política con un pensamiento propio, sino como el pensamiento por an­
tonomasia.

Un eterno futuro

Si Calles descubrió el futuro de la Revolución, Cárdenas impuso, de


algún modo, su perpetuidad. A la noción de continuidad y de etapas su­
cesivas agregó la de tareas interminables, siempre renovadas por la his­
toria, a las que la Revolución daría en cada momento la solución
pertinente. Mirando hacia atrás, Cárdenas distinguió ciertas "etapas" de
la Revolución como, propiamente, historia, es decir, hechos pasados
que guardan una relación de continuidad, pero no de simultaneidad con
el presente. Se instauraba así una tradición revolucionaria, con un
presente progresista y un futuro de continua e incesante renovación. "A
unos —dice Cárdenas— les tocó iniciar y desarrollar el movimiento ar­
mado y sentar las bases fundamentales de nuestro futuro; a otros, poner
en acción las nuevas doctrinas organizando los distintos factores de
ejecución que nos permitieran caminar al éxito y a nosotros resolver
problemas que influyen en el proceso de nuestra vida social y que han
de ayudar a perfeccionar nuestro régimen institucional".
La Revolución a su vez, venía a escribir la página culminante de la
integración de la nación al añadir a la independencia política (movi­
miento de Independencia) y la consolidación ideológica (Reforma y
Constitución de 1857), la emancipación económica.
La idea ferviente de la nación como depositaría moderna de un lega­
do histórico sin fisuras se inició quizás con Avila Camacho. Al aliento
polémico e insatisfecho del cardenismo inicial, Avila Camacho opuso la
idea de una historia reciente llena de logros. En su discurso de protesta
como presidente, aseguró que quien reflexiona sin prejuicios llegaría

a la conclusión de que la Revolución Mexicana ha sido un movimiento


social guiado por la justicia histórica que ha logrado conquistar para el
pueblo una por una sus reivindicaciones esenciales [...] Cada nueva épo­
ca reclama una renovación de ideales. El clamor de la República deman­
da ahora la consolidación material y espiritual de nuestras conquistas so­
ciales en una economía próspera y poderosa.

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Al final de ese discurso, Avila Camacho tendió una pacífica mirada
sobre la historia de la nación ya no como lucha sino como herencia, no
como fricción social sino como un terreno fraterno de concordia: "Pido
con todas las fuerzas de mi espíritu a todos los mexicanos patriotas, a
todo el pueblo, que nos mantengamos unidos, desterrando toda intole­
rancia, todo odio estéril, en esta cruzada constructiva de fraternidad y de
grandeza nacionales". La noción política de unidad nacional fue el odre
que empezó a añejar la idea de la historia y los valores espirituales de
México como un tesoro acumulado con las luchas del pasado.

El gran viraje

Con este equipaje ideológico a cuestas, los "gobiernos de la revolución"


viraban a partir de los años cuarenta, hacia la decisión central de indus­
l.«* trializar el país por la vía de la sustitución de importaciones, lo que des­
!,1É plazó duramente el centro de gravedad tradicional de la sociedad mexi­
cana, del campo a la ciudad. Las filas del proletariado, la burguesía y la
icn clase media crecieron y se expandieron las ciudades, su ambiente natu­
ral. Los incipientes burgueses mexicanos —industriales, comerciantes y
bci banqueros— , afianzaron su primacía y con el tiempo volvieron a dar
cabida al socio extranjero; tanto, que ya en los años sesenta empezó a
•A- ser manifiesta, como en el Porfiriato, la dependencia industrial mexica­
<>« i , na del capital y la tecnología extranjeras, en particular las de origen nor­
* i¡' teamericano.
Desatada la industrialización en parte como reacción al eco popular
del cardenismo que terminó dividiendo a la familia revolucionaria, los
gobiernos dudaron sobre el papel del Estado y el grado deseable de su
intervención directa en el proceso productivo. En principio, esa inter­
vención se justificó como una serie de acciones excepcionales y/o pasa­
jeras. Creció después la convicción dominante que habría de regir las
relaciones con el sector privado por varias décadas: el Estado debía de­
dicarse a crear y mantenerla infraestructura de la economía, intervenir
lo menos posible en las áreas de producción directa para el mercado y
abordar sólo aquéllas donde la empresa privada se mostrara desinteresa­
da y temerosa o fuera incapaz de mantener una presencia adecuada.
Poco a poco, pese a las protestas empresariales, la práctica estatal y las
deficiencias empresariales privadas cuajaron lo que se dio en llamar un
sistema de "economía mixta", en persistente estado de conflicto y ne­
gociación del Estado-empresario con la burguesía nacional, cada vez
más consolidada. Las proporciones efectivas de este acuerdo indican

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que a partir de 1940, la inversión pública ha sido en promedio sólo una
tercera parte de la total y las dos restantes del sector privado.
Económicamente, el pacto funcionó al extremo de que observadores
y analistas hablaron durante un tiempo, sin rubor, del "milagro mexica­
no". Entre 1940 y 1960, la producción nacional aumentó en 3.2 veces y
entre 1960 y 1978, 2.7 veces; registraron esos años un crecimiento
anual promedio de 6%, lo que quiere decir sencillamente que el valor
real de lo producido por la economía mexicana en 1978 era 8.7 veces
superior a lo producido en 1940, en tanto que la población había au­
mentado sólo 3.4 veces.
La economía no sólo creció sino que se modificó estructuralmente.
En 1940, la agricultura representaba alrededor del 10 por ciento de la
producción nacional, en 1977 sólo el 5 por ciento. Las manufacturas en
cambio pasaron de poco menos del 19 por ciento a más del 23 por cien­
to. Otros cambios decisivos aunque no estrictamente económicos, fue­
ron los demográficos. La población pasó de 19.6 millones de habitantes
en 1940 a 67 millones en 1977 y más de 70 en 1980. En 1940, sólo el
20 por ciento de esta población vivía en centros urbanos, en 1977, c< si
el 50 por ciento; en cuarenta años, junto al proceso de industrialización,
el país experimentó un cambio espectacular en sus niveles de urbaniza­
ción y crecimiento demográfico.

La zona inmóvil

Contrasta con estos cambios enormes en el rostro económico y demo­


gráfico de México, la relativa permanencia de los rasgos originales del
sistema político heredado del cardenismo. Las estructuras políticas que
la revolución creó y perfeccionó desde Carranza hasta Cárdenas, siguie­
ron vigentes, con cambios que fueron pocos y secundarios.
La Presidencia quedó afianzada definitivamente como la pieza central
de ese sistema. Ni el congreso ni el poder judicial recuperaron el terreno
perdido hasta 1940, y la autonomía de los estados siguió tan precaria
como antes. Ningún presidente promovió tantas desapariciones de
poderes estatales como Cárdenas, pero todos sus sucesores echaron
mano de este expediente para acabar con gobiernos locales caídos de la
gracia del centro. Adicionalmente, con el desarrollo económico empeza­
ron a ser tan amplios los recursos federales que todo proyecto impor­
tante, estatal o regional, dependió para su realización de las decisiones
tomadas en la ciudad de México.
El partido oficial corporativo, ratificó también y extendió su dominio

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monolítico, sin adversarios que pudieran hacerle sombra. Todas las gu-
bematuras y los puestos del Senado siguieron en sus manos, y la oposi­
ción sólo fríe admitida en la Cámara de Diputados, en rentable calidad
de minoría que legitimaba las formas democráticas sin capacidad de in­
fluir realmente en el comportamiento del cuerpo legislativo.
En diciembre de 1940, apenas iniciado el periodo gubernamental del
general Avila Camacho, el sector militar del PRM desapareció definiti­
vamente. Fue una prueba simbólica de la profesionalización alcanzada
por el ejército revolucionario y de su subordinación institucional al jefe
del poder ejecutivo, una tendencia que habría de volverse realidad po­
lítica permanente a partir de 1946, con la elección del primer presidente
civil de la era posrevolucionaria, Miguel Alemán (1946-1952), que inició
la larga lista, ininterrumpida desde entonces, de mandatarios no milita­
res del México posrevolucionario.
El PRM como tal dejó de existir en 1946, pero su transformación,
como la anterior, fue ordenada e indolora; abandonó el nombre y los
programas que lo ligaban con la época cardenista para transformarse en
el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI), con cambios intere­
santes en sus estatutos y programas, pero muy pocos en sus estructuras
reales.
El crecimiento económico capitalista montado en la virtual inmovili­
dad de un sistema político con füertes rasgos autoritarios, dio como re­
sultado una estructura social muy distante de la esperada en un régimen
revolucionario comprometido con la justicia social. México se unió a las
potencias aliadas en la segunda Guerra Mundial y su notable crecimien­
to económico reprodujo una estructura distributiva en la que el salario
fue perdiendo terreno frente al capital. El porcentaje del ingreso dispo­
nible para la mitad de las familias más pobres de la pirámide social fue
en 1950 del 19 por ciento, en 1957 del 16 por ciento, en 1963 del 15 por
ciento y en 1975 de sólo el 13 por ciento. Por contraste, el 20 por ciento
de las familias con mayores recursos recibieron en 1950 el 60 por
ciento del ingreso disponible, en 1958 el 61 por ciento, en 1963 el 59
por ciento y en 1975 poco más del 62 por ciento: una concentración del
ingreso muy alta incluso si se la compara con la de otros países latino­
americanos, que no se distinguen por su equidad pero tampoco hicieron
una revolución.
La política económica poscardenista encontró un discutible sustento
en la idea, de linaje obregonista, de que era necesario primero crear la
riqueza para después repartirla. En la realidad, como muestran las ci­
fras, se apoyó denodadamente la primera fase sin hacer gran cosa por la
segunda, que sin embargo se mantuvo teóricamente como verdadera y
legítima meta de los "gobiernos de la revolución".

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El callejón de la posguerra

Desde 1910 hasta 1940, la característica de M éxico en el mundo fue


chocar continua y profundamente con las grandes potencias industria­
les, en particular Estados Unidos y Gran Bretaña. Fue una lucha desigual
cuyo resultado pareció ser la conquista de una mayor independencia a
través de la Constitución de 1917 y la destrucción de la economía de en­
clave mediante la expropiación petrolera de 1938.
Pero cuando México entró a la segunda Guerra Mundial, su situa­
ción internacional dio un vuelco. De pronto, el país se encontró como
aliado del país que hasta hace poco parecía la principal amenaza a su
soberanía e incluso a su existencia. La guerra creó una atmósfera de ex­
cepción que propició soluciones rápidas y definitivas a muchos de los
problemas existentes entre México y Estados Unidos, entre ellos la for­
ma de pago de las reclamaciones y la deuda petrolera. El gobierno de
Washington facilitó a México la obtención de los primeros préstamos
internacionales desde la caída de Victoriano Huerta, para inducir la pro­
ducción de materias primas requeridas por la economía bélica estadu­
nidense. En reciprocidad, el gobierno mexicano firmó con su vecino del
norte tratados de comercio, braceros y cooperación militar, aunque su
colaboración en el esfuerzo contra los países del Eje fue básicamente
económica. Las materias primas se vendieron a Estados Unidos a pre­
cios fijos por debajo de los que hubiera pagado el mercado libre, a cam­
bio de lo cual México acumuló considerables reservas en dólares que de
momento no pudo usar ampliamente porque sus importaciones de Esta­
dos Unidos estuvieron racionadas. Miles de braceros mexicanos traba­
jaron en los campos agrícolas norteamericanos, 15 mil sirvieron en su
ejército y 1,492 perdieron la vida en los frentes del Pacífico, Europa y
Africa del Norte.
Así, al terminar la guerra, México se descubrió integrado a la zona
de influencia norteamericana. Había desaparecido la posibilidad de que
los países europeos sirvieran de contrapeso a esa influencia. Su posi­
ción en México había sido socavada por las políticas nacionalistas de
la revolución, y su fuerza internacional se había visto debilitada por la
guerra. Adicionalmente, el mismo proyecto de industrialización arrai­
gado en el país durante la guerra, volcaba todavía más al comercio me­
xicano sobre Estados Unidos; se dirigía hacia allá el grueso de las ma­
terias primas exportadas y provenía de allá la mayor parte de los bienes
de capital requeridos para la sustitución industrial de importaciones.
Desde entonces, entre el 60 por ciento y el 70 por ciento de las tran­
sacciones internacionales de México han tenido como origen o destino a
los Estados Unidos.
Para cerrar el ciclo de esa decisiva transformación de la posguerra,
buena parte del capital y la tecnología de la industrialización mexicana
vinieron también del norte. En 1940, la inversión extranjera directa ape­
nas llegaba a los 450 millones de dólares, para 1960 superaba los mil
millones, para la segunda mitad de los años setenta llegó a los 4 mil 500
y en los ochenta superó los 10 mil millones. El apaciguamiento institu­
cional de la Revolución incluyó, las facilidades a esta penetración de la
influencia norteamericana, no sólo en el ámbito económico, sino tam­
bién en el orden político y el horizonte cultural.
No obstante la gran dependencia respecto de los Estados Unidos a
partir de la segunda Guerra Mundial, la acción exterior de México con­
servó ciertos rasgos de independencia, que se acentuaron en el campo
de la política hemisférica. México no mostró entusiasmo por el derroca­
miento de Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954, ni respaldó las agre­
siones norteamericanas a Cuba a partir de 1960 o su intervención en la
República Dominicana en 1965. En estas y otras ocasiones, defendió el
principio de no intervención, rechazó la alianza militar permanente con
Estados Unidos y siguió un camino diferente al de la mayoría de los
países latinoamericanos, aunque sin llegar nunca al choque directo ca­
racterístico de los años revolucionarios.

D el entusiasmo a la represión

La difícil combinación de crecimiento económico con estabilidad política


del país, alcanzada por México a partir de 1940 indujo a muchos obser­
vadores, en la década de los sesenta, a presentar al modelo mexicano
como un ejemplo a seguir por otros países en desarrollo. El entusiasmo
se vio disminuido por la crisis política de 1968, en que vastos contin­
gentes estudiantiles desafiaron la legitimidad del sistema y probaron,
por la represión sangrienta, su núcleo autoritario. Paralelamente, desde
principios de la década de los sesenta había empezado a haber indicios
preocupantes del modelo de industrialización con base en la sustitución
de importaciones. Hubo que admitir con inquietud en esos años que la
planta industrial creada con tanto esfuerzo era incapaz de sobrevivir sin
una fuerte protección arancelaria, carecía de competitividad en el extran­
jero, y no podía crecer al ritmo que exigían el déficit de la balanza de pa­
gos y el rápido crecimiento de la población. La agricultura también dio
síntomas de agotamiento, bajó su ritmo, dejó de satisfacer la demanda
de alimentos interna y de ser un factor dinámico en el comercio exterior,
las antiguas exportaciones agrícolas se volvieron importaciones y los
excedentes, déficit. Una prolongada crisis de la economía internacional
a principios de los años setenta, coronó la situación del ya difícil pano­
rama mexicano e hizo más claro aún que las condiciones favorables del
hasta entonces llamado "desarrollo estabilizador", se habían erosionado
y hacía falta otra propuesta.
Durante el gobierno del presidente Luis Echeverría (1970-1976), las
más altas autoridades expresaron públicamente sus dudas sobre la via­
bilidad del modelo de desarrollo mexicano tal y como había venido fun­
cionando hasta ese momento. Se exigieron cambios y una vía alternativa
de "desarrollo compartido", que habría de propiciar una sociedad más
justa y un sistema económico más eficiente. El presidente Echeverría y
su equipo entregaron el poder sin haber dado forma ni implantado esa
alternativa, en medio de un clima de desconfianza económica y política.
Se había puesto en entredicho mucho del pasado inmediato, pero no es­
taba claramente trazado el nuevo camino. No obstante, el aumento en
los precios internacionales del petróleo y los importantes descubrimien­
tos de ese combustible en el sureste de México en la segunda mitad de
los setenta, impidieron que la crisis político-económica de 1976 se pro­
pagara y permitieron abrir un compás de espera en busca de nuevas es­
trategias.
El sexenio de José López Portillo (1976-1982) habría de probar que
ni las más favorables condiciones del mercado petrolero podrían resol­
ver el problema estructural de la planta productiva desintegrada y poco
moderna del país. Luego de cuatro años de auge sin precedentes fin­
cados en el ingreso petrolero, el país recayó en una profunda crisis de
financiamiento y producción a partir de 1981, provocada por la caída
de los precios internacionales del petróleo y por las profundos desequili­
brios fiscales, productivos, de comercio y deuda externa.

Un adiós sin regreso

Pocos observadores previeron el enorme impacto que habría de tener la


segunda Guerra Mundial sobre la economía mexicana. El cardenismo
trazó sus grandes planes dominado todavía por la imagen agraria que
por siglos fue la entraña histórica del país. Estudiosos extranjeros que ha­
bían seguido de cerca la evolución de México desde la Revolución,
como Frank Tannenbaum, pensaban simplemente que no había en Mé­
xico los elementos necesarios para un salto hacia la industrialización.
Luego de la euforia de los años cuarenta, según Tannenbaum, México
regresaría a su esencia social radicada en el campo y las actividades pri-

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manas y no en una industria con bases falsas. Pero México no regresó a
su esencia y el cambio de sus patrones productivos en los cuarenta fue
perdurable.
El arrollador proyecto industrializador coincidió con la segunda
Guerra Mundial, pero en buena medida las inversiones que le sirvieron
de base estaban hechas desde antes. A partir de 1942 las exportacio­
nes de materias primas crecieron notablemente y el país contó con las
divisas necesarias para importar el equipo que empezaban a necesitar
sus fábricas. Desafortunadamente, las fuentes abastecedoras de esta ma­
quinaria —Estados Unidos y Europa— estaban absorbidas por el es­
fuerzo bélico y no pudieron surtir todos los bienes que México deseaba
y podía adquirir en ese momento. El impulso industrializador tuvo rien­
da suelta sólo después de la guerra, bajo la presidencia de Miguel Ale­
mán (1946-1952). En 1939 las manufacturas representaban el 16.9 por
ciento de la producción total del país. En 1945, el porcentaje había subi­
do al 19.4 por ciento y para 1950 implicaba ya el 20.5 por ciento. Para
entonces, la meta de los esfuerzos económicos tanto del sector oficial
como de la gran empresa privada, era construir la sociedad industrial
prometida por la posguerra como el único medio para salir del subdesa-
riollo y ampliar las posibilidades de la acción independiente del país.
Para el cardenismo la preocupación dominante había sido sentar las
bases de una sociedad más justa y congruente con la Revolución. Para
el joven grupo de civiles llegados al poder en 1946 con el presidente
Alemán, la obsesión fue primero crear la riqueza mediante la sustitución
industrial de importaciones tradicionales y repartirla luego de acuerdo
con las demandas de la justicia social. Nadie puso fecha a la segunda
fase y los dirigentes oficiales y privados del país no parecieron intere­
sarse realmente sino en la primera parte de la ecuación: acumular capital.
Las cifras traducen su singular entusiasmo.
Entre 1940 y 1945, el sector manufacturero creció a un promedio
anual del 10.2 por ciento. Terminada la guerra, el ritmo disminuyó al
5.9 por ciento anual en el siguiente lustro, pero superada la etapa de rea­
justes el ritmo volvió a acelerarse y el promedio de la década de los años
cincuenta fue de 7.3 por ciento. Durante la guerra, aprovechando el va­
cío dejado por las grandes potencias, la industria mexicana empezó a
exportar textiles, productos químicos, alimentos, etc. Con el retomo de
la normalidad internacional muchos de estos mercados externos se per­
dieron por falta de competitividad y las nuevas manufacturas mexicanas
se destinaron sobre todo a satisfacer el mercado interno, en donde las
barreras arancelarias limitaron la competencia externa. La decisión pro­
teccionista permitió que las nacientes industrias se consolidaran y
expandieran, pero sin exigirles la obligación de ser eficientes. A la lar­
ga, esa falta de exigencia haría de la mexicana una economía volcada so­
bre sí misma e impediría a los productores nacionales ampliar sus mer­
cados más allá de las fronteras, condición que frenaría el surgimiento de
una verdadera industrialización moderna e independiente.
La nueva planta industrial mexicana, surgida al margen de cualquier
intento de planificación, requería importaciones sustanciales de bienes
de capital, pero como no exportaba en igual proporción, las divisas para
financiarlas se obtuvieron de las exportaciones agrícolas y mineras tra­
dicionales, de los envíos de braceros, del aumento del turismo y del in­
greso de capital extranjero que venía a participar del auge. Muchas de
las firmas extranjeras que antes enviaban sus productos a México, en­
contraron conveniente aceptar la política gubernamental y establecer
plantas de ensamble o de fabricación en el país para evitar el pago de los
aranceles proteccionistas y no perder el mercado, pero casi nunca para
exportar. Así, la inversión extema directa pasó de 450 millones de dóla­
res en 1940 a 729 millones al finalizar el gobierno de Alemán.
El énfasis industrializador trajo nuevas y necesarias inversiones en
infraestructura — comunicaciones y energía— y en la agricultura, la
fuente de exportaciones básica para financiar la estrategia económica.
Del periodo alemanista datan las nuevas grandes inversiones en obras de
irrigación y carreteras, que absorbieron en esos años alrededor del 22
por ciento del presupuesto federal. Pero esta vez las tierras beneficiadas
no fueron preponderantemente ejidales, sino propiedad privada, lo que
se justificó en nombre de la eficiencia.

El desarrollo estabilizador

Desde finales del cardenismo la inflación hacía estragos en la economía


mexicana, ahondando la desigual distribución del ingreso e impidiendo
la indispensable expansión de las exportaciones. Una consecuencia de
ese proceso fue la devaluación de 1948 en que la paridad del peso res­
pecto al dólar se dejó flotar y pasó de 5.85 por uno a 6.80 y a 8.64 por
uno al año siguiente. Tras un corto auge de las exportaciones provocado
por esta devaluación y por la guerra de Corea, se volvió a presentar el
problema del déficit en el intercambio comercial de México con el exte­
rior, y en 1954 fue necesaria una nueva devaluación que puso la paridad
respecto del dólar en 12.50 pesos. Fue entonces cuando, como reac­
ción, empezó a gestarse la estrategia del llamado "desarrollo estabiliza­
dor", cuyo objetivo central era evitar nuevas devaluaciones deteniendo
el alza acelerada de salarios y precios. Durante el gobierno de Ruiz Cor-
tiñes esa estrategia detuvo la espiral inflacionaria que distorsionaba la
estructura de las exportaciones y producía malestar entre los asalariados
provocando huelgas, choques más o menos violentos con el gobierno y
debilitamiento del control del sindicalismo oficial, sin el cual el tipo de
industrialización inducido por el Estado habría sido políticamente in­
manejable.
El efecto inmediato de la devaluación de abril de 1954 fue acelerar
aún más la espiral inflacionaria, pero gracias a la disciplina política im­
puesta por sus líderes y el gobierno al movimiento obrero y a la mejora
en la balanza de pagos, empezó a tomar forma la tan buscada estabilidad
cambiaría, salarial y finalmente de precios. En los diez años siguientes
el índice de precios al mayoreo apenas aumentó en un 50 por ciento. El
esquema del desarrollo estabilizador mantuvo su eficiencia hasta el año
de 1973, en que la convergencia de una crisis económica nacional con
una internacional, le puso final. La economía mexicana volvió entonces
a sentir los desagradables efectos de la inflación y de un déficit creciente
en su balanza comercial. La época de las devaluaciones regresó en 1976.
Empezó la afanosa búsqueda de una alternativa. El hallazgo de vastos
yacimientos ¡«troleros en el sureste mexicano a mediados de los setenta
definió una salida momentánea para el país: volver a ser un exportador
sustancial de hidrocarburos.
Pese a las diferencias de forma entre el desarrollo estabilizador y la
etapa que se inició en 1973, se mantuvieron vigentes las pautas básicas
de la economía alemanista: seguir adelante con sustitución de importa­
ciones, mantener las barreras proteccionistas y revitalizar las inversio­
nes en irrigación, ferrocarriles y energía. Pero esos instrumentos en
efecto habían perdido eficacia. Ya desde los años sesenta, el gobierno
debió revisar su política salarial y admitir la necesidad de fortalecer el
poder de compra de los grupos mayoritarios. Se dejaron oír entonces
las primeras voces de alarma sobre la necesidad de redefinir a fondo la
estrategia industrial, pues todo indicaba que la etapa relativamente fácil
de sustitución de importaciones estaba llegando a su fin. Era necesario,
decían quienes veían nubes en el horizonte, promover la sustitución de
importaciones de bienes de capital, lo que requería tanto de inversiones
sustanciales como de mercados mayores. La solución era aumentar por
igual el mercado interno y las exportaciones de manufacturas, es decir,
empezar a competir con los grandes países industriales en su propio te­
rreno con producción que hiciera uso del más abundante recurso mexi­
cano: mano de obra. México decidió asociarse entonces con el resto de
los países de América Latina para crear un gran mercado regional que
mantuviera una protección frente al resto del mundo pero la disminuyera
en el interior de América Latina para propiciar las economías de escala.
Surgió así la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).
Pero desde un principio el proyecto se vio frenado por los temores de
una hegemonía de Brasil, Argentina y México sobre el resto de los paí­
ses de la región. Los sectores pioneros del desarrollo industrial en cada
país miembro no aceptaron de buena gana que sus insumos importados
fueran sustituidos por producción regional, pues dudaban de su calidad
y precio. Al final de cuentas, la opción latinoamericana quedó cancelada
para México, al menos por el momento.
Ante el fracaso relativo de la ALALC, el gobierno mexicano buscó
mercados extracontinentales en Europa, Asia y Africa, pero sin mucho
éxito. Sin realmente proponérselo, la única salida pareció ser el aumento
de la participación del Estado en el proceso de la producción. El sector
paraestatal no sólo siguió ensanchando su campo de actividades básicas
y subsidiando a los productores privados, sino que acentuó la práctica
de asumir el control de empresas fracasadas y de crear otras en áreas don­
de el capital privado se había mostrado negligente. Por ello al iniciarse
la década de los setenta, el sector paraestatal contaba con alrededor de
800 empresas de lo más disímbolas, que incluían lo mismo a Petróleos
Mexicanos (PEMEX), la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y
otras que producían bicicletas. Para 1970, el 35 por ciento de la inver­
sión fija bruta correspondía al sector público, y en 1976 — año en que el
sector privado frenó notablemente sus inversiones— , llegó a representar
más del 40 por ciento. Cada vez más, el ritmo de crecimiento de la eco­
nomía dependió de las acciones y decisiones del sector público.
Durante los setenta, la contribución de la industria manufacturera a la
riqueza producida en el país fue de alrededor del 23 por ciento. La acti­
vidad comercial tuvo una importancia mayor. Sólo si se añaden a la in­
dustria otras actividades afines, como la petrolera, la generación de
energía eléctrica, se logra que el porcentaje industrial sea ligeramente
superior al de la actividad comercial y casi tres veces el de las activi­
dades tradicionales: la agricultura, la ganadería, la silvicultura y la mi­
nería. Sea como fuere, entre 1940 y 1977, la industria manufacturera en
sentido estricto creció al 7.4 por ciento anual promedio, un ritmo supe­
rior al de la producción nacional, que fue del 5.9 por ciento.

Fisuras y precipicios

Aunque las cifras globales de crecimiento llevan a concluir que la estra­


tegia económica del poscardenismo pareció tener éxito, otros elementos
pueden modificar ese juicio. Una buena parte de la inversión en el sector

201
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203
más moderno de las manufacturas fue extranjera. De las 101 empresas
industriales más importantes de México en 1972, 57 tenían partici­
pación de capital extranjero. De los 2,822 millones de dólares a que as­
cendía entonces la inversión extema directa, 2,083 estaban en la indus­
tria manufacturera. A partir de 1973, cuando la economía mexicana
entró en crisis, se trató de suplir con gasto público la baja en el ritmo
de la inversión privada nacional y extranjera pero la mayor tajada de esos
recursos oficiales eran préstamos externos, de modo que si la inversión
extranjera directa sólo perdió importancia relativa, lo hizo frente a la in­
versión extranjera indirecta, es decir, ante el aumento de la deuda exter­
na. En 1971 esta deuda extema del sector público alcanzaba ya una
magnitud considerable: 4,543.8 millones de dólares y cinco años más
tarde se había casi cuadruplicado, con 19,600.2 millones de dólares. A
través de préstamos obtenidos en instituciones internacionales y bancos
privados extranjeros, el gobierno pudo hacer frente al déficit comercial
en aumento, así como a las necesidades de inversión para mantener el
ritmo de crecimiento de la economía. Esta estrategia no podía mante­
nerse indefinidamente, sobre todo si se tiene en cuenta que el déficit en
cuenta comente de 1971,726.4 millones de dólares, se había vuelto de
3,044.3 millones cinco años más tarde, en 1976, año que culminó con
una devaluación estrepitosa —el peso de devaluó 50 por ciento respecto
del dólar— y el establecimiento de una paridad flotante del peso.
Para cuando el presidente Echeverría dejó el poder, el desarrollo es­
tabilizador era historia, el crecimiento económico se detuvo y la opinión
nacional e internacional empezó a poner en duda la salud y viabilidad de
la economía mexicana. Se dejó de hablar de "milagro económico". Las
agencias financieras internacionales actuaron en consecuencia. El Fondo
Monetario Internacional (FMI) impuso condiciones al manejo de la eco­
nomía mexicana (entre otras un freno al déficit presupuestal y al en­
deudamiento extemo) pa'ra poder dar su aval a los mercados de crédito
internacionales.
El endeudamiento de los años setenta no sólo se explica por la falta
de dinamismo del sector privado y el creciente papel de motor de la eco­
nomía del sector público. El gobierno no pudo o no quiso llevar a cabo
una reforma fiscal a fondo, y le resultó más cómodo encarar sus res­
ponsabilidades pidiendo prestado en el exterior para seguir administran­
do y promoviendo el crecimiento económico basado en una industria
poco competitiva, exigente de insumos importados pero incapaz de ge­
nerar las divisas necesarias para conseguirlos. Paralelamente, la baja
sistemática en el crecimiento de la agricultura desde mediados de los se­
senta, no sólo impidió aumentar las exportaciones tradicionales sino que
obligó a usar cada vez más dólares en importar granos y otros alimentos
básicos para cubrir la demanda nacional. México empezó a perder la
autosuficiencia relativa que había logrado en la época del "milagro eco­
nómico".
La buena nueva petrolera — la confirmación de la existencia de am­
plias reservas— empezó a despejar el panorama económico a partir de
1977. Con el cambio de gobierno y con la posibilidad de una enorme
riqueza de hidrocarburo en el subsuelo mexicano, se restableció un tanto
la resquebrajada confianza de los inversionistas nacionales y extranjeros
y del público en general. El petróleo se convirtió en un abrir y cerrar de
ojos en el eje de los nuevos y más ambiciosos planes de desarrollo in­
dustrial y agrícola, que contemplaban un ritmo de crecimiento de la eco­
nomía en su conjunto del 8 por ciento anual en promedio. El aumento en
las reservas petroleras probadas fue notable: de 3,600 millones de ba­
rriles en 1973 saltó a 16,000 millones en 1977, a más de 40,000 mi­
llones al principiar 1979, y a 72,000 millones en 1981, lo que colocó a
México en el sexto lugar como país con potencial petrolero. La con­
fluencia afortunada de un aumento sin precedente en los precios mun­
diales del petróleo, precisamente en esos años, llevó al gobierno de José
López Portillo (1976-1982) a aumentar rápidamente la capacidad pro­
ductora de PEMEX de modo que pudiera exportar alrededor de un
millón y cuarto de barriles diarios de crudo en 1982 y dedicar otro tanto
al consumo interno con precios por debajo de los prevalecientes en el
mercado mundial.
Fue así como se salvó la coyuntura económica de 1976, pero quedó
pendiente de resolver el problema de fondo más difícil: pese a su relativa
industrialización, México seguía siendo básicamente un país exportador
de productos primarios, vulnerable a las fuerzas externas e incapaz de
competir en los mercados internacionales de manufacturas. Se pensó
que con el petróleo y el tiempo, este mal básico se podría curar de ma­
nera adecuada e indolora, en lo que sería una especie de segundo "mi­
lagro económico". Este problema se magnificó porque las barreras pro­
teccionistas de los países industrializados lejos de abatirse mostraron
una tendencia a reforzarse.
Para fines de los setenta, no había duda de que el mexicano prome­
dio disfrutaba de un nivel de bienestar superior al que tenía cuatro dece­
nios atrás, pero tampoco se podía ocultar la precariedad de los funda­
mentos mismos del sistema económico en que se fincaba esta nueva
forma de vida: todo dependía de que el petróleo siguiera siendo un bien
caro y con amplio mercado externo. Desafortunadamente, hasta ese mo­
mento ninguno de los países petroleros del llamado mundo subdesa-
rrollado había logrado transformar sus exportaciones de ese energético
en riqueza permanente. En principio, la política oficial aceptaba que la

205
nueva exportación de petróleo y gas debía ser moderada y nunca un
sustituto a las necesarias reformas de la economía industrial, agrícola y
comercial. Entre el dicho y el hecho, hubo un buen trecho. Las reformas
de fondo no llegaron — faltó el tiempo y falló la voluntad— y México
vivió el ciclo de desequilibrio, endeudamiento, inflación, corrupción y
fuga de recursos que había caracterizado hasta entonces la petrolización
de otros tantos países productores.

La estructura social: todo cam bia pero todo sigue igual

Los cambios de la estructura social de México en los cuatro decenios


que siguieron al fin del cardenismo no tienen precedentes en la historia
del país. En 1940 México era un país relativamente poco poblado, con
19.6 millones de habitantes. Desde la Independencia en la segunda déca­
da del siglo XIX, su población había aumentado sólo tres veces, pero a
partir de entonces el ritmo se aceleró vertiginosamente. La primera tri­
plicación entre 1820 y 1940 tardó 120 años, la segunda sólo 35, porque
en 1975 México tenía ya más de 60 millones de habitantes y al iniciarse
el decenio de los ochenta había más de 70 millones de mexicanos.
Como en el pasado, no era una población de distribución equilibra­
da, sino todo lo contrario. Los vastos espacios del norte siguieron tan
vacíos como antes, al igual que buena pane de la tierra caliente del Pa­
cífico y el Sureste. En cambio, los centros urbanos crecieron de manera
soiprendente. En 1940 apenas el 7.9 por ciento de los mexicanos vivía en
ciudades de más de medio millón de habitantes; veinte años después el
porcentaje había subido a 18.4, en 1970 a 23 por ciento y la tendencia
se mantenía. En 1940 sólo el 20 por ciento de la población vivía en co­
munidades con población superior a los 15 mil habitantes. Para 1970 la
proporción era de casi el 45 por ciento y para 1978, el 65 por ciento. En
1984, la zona metropolitana de la ciudad de México, se convirtió en la
urbe más poblada del planeta. Así pues, a partir de 1940 México no
sólo se pobló aceleradamente —una tasa de crecimiento demográfico
superior al 3 por ciento anual, entre las más altas del mundo— sino que
empezó a perder a paso rápido uno de sus rasgos tradicionales: su natu­
raleza campesina.
El notable crecimiento poblacional de las últimas décadas se debió en
gran parte a la mejora en los niveles de salud, que abatió la mortalidad
infantil y aumentó las expectativas generales de vida, que en 1940 eran
de 41.5 años en promedio, de alrededor de 61 años en 1970 y de 66
años para 1980.
La pirámide de edades se invirtió. El México contemporáneo —en
contraste con las sociedades altamente industrializadas— es más que
nunca un país de jóvenes. En 1940 el 41.2 por ciento de la población
era menor de 15 años: treinta años más tarde el porcentaje era del 46.2
por ciento, para los años ochenta, la población empezó a descender pero
muy ligeramente: 42.4 en 1983. La población económicamente activa
debió sostener a un número cada vez mayor de dependientes: en 1940 el
32.4 por ciento; de la población mexicana desempeñaba algún tipo de
trabajo remunerado, para 1970 el porcentaje había disminuido a 26.9
por ciento. La necesidad de crear empleos para la ola de jóvenes que ca­
da año ingresaban al mercado de trabajo —entre 700 y 800 mil al ini­
ciarse los años ochenta— se volvió una inaplazable urgencia nacional.
Vista más de cerca la composición de esta fuerza de trabajo, resulta
que, en 1940 eran seis millones los mexicanos que desempeñaban una
actividad remunerada y trece millones para 1970. El 58.2 por ciento de
la gente trabajaba en 1940 en actividades agropecuarias, 41 por ciento
en 1970. En 1980, el 18 por ciento de la población económicamente
activa trabajaba en empresas manufactureras. El comercio, las finanzas,
la construcción, la minería y los servicios, absorbieron el 41 por ciento
restante, pero una buena parte de estas actividades tenían una produc­
tividad muy baja. En realidad, uno de los temas preocupantes fue pre­
cisamente el de la imposibilidad creciente de la economía para ofrecer
trabajo adecuado, no redundante a toda una mano de obra en aumento y
evolución.
De acuerdo con ciertos cálculos, en 1970 había alrededor de 5.8 mi­
llones de subempleados, que se consideraron equivalentes a 3 millones
de desocupados totales, o sea, el 23 por ciento de la población económi­
camente activa en ese momento. Era una tasa de desocupación tres o
cuatro veces mayor que la prevaleciente en los países industriales. La
situación tendió a agravarse conforme el ritmo de la economía dismi­
nuyó hasta llegar a la crisis de 1976 y entonces con el auge petrolero
empezó a mejorar, incluso de manera notable, para recaer nuevamente
en forma dramática a partir de la crisis de 1982, mucho más grave de
fondo que la anterior. En el empleo se dio una de las manifestaciones
más graves de los problemas creados por el modelo de desarrollo eco­
nómico impulsado y sostenido a partir de la segunda Guerra Mundial.
Desempleo y subempleo resultaron ser realidades estructurales, inhe­
rentes al modelo elegido y no un fenómeno pasajero, como se pretendió
en los años del optimismo desarrollista. ¿Qué hacer?
Para algunos, la solución era inducir una industrialización de pa­
trones diferentes a los de países de alto desarrollo industrial; una com­
binación de factores productivos donde la mano de obra tuviera mayor

207
importancia que el capital y usar así, de manera intensa el recurso que
abundaba en México, el trabajo. Pero las posibilidades técnicas de com­
binar esos elementos no resultaron tan fáciles en la práctica como en la
teoría. El capital puede ser sustituido por la mano de obra sólo hasta un
cierto punto, nunca a voluntad. La visión alternativa empezó a ganar
adeptos al final de los años setenta: no era realista empeñarse en buscar
siempre técnicas intensivas de mano de obra como bien lo mostraban
experiencias como las de India o China, sino entrar de lleno a la etapa
de producción de bienes de capital; para eso podrían emplearse buena
parte de los recursos que se suponía iba a dar el petróleo. La creación de
fuentes de trabajo, una meta que, junto con el aumento de la producción
de alimentos, encabezó la lista de prioridades del gobierno federal a
partir de 1980 en vísperas de la crisis de 1982, pues la generación de
empleos productivos se presentó como había llegado a convertirse: en
uno de los grandes retos económicos y políticos para quienes decidían
sobre los destinos de México.

El colchón de enmedio

En vísperas de la Revolución de 1910 Andrés Molina Enríquez señaló


como uno de los grandes problemas nacionales, la extraordinaria con­
centración de la riqueza —sobre todo la originada en la tierra— en unas
pocas manos. México era, en palabras de Molina Enríquez, una socie­
dad deforme: "nuestro cuerpo social es un cuerpo desproporcionado y
contrahecho; del tórax hacia arriba es un gigante, del tórax hacia abajo es
un niño". Hacía falta una clase media, dijo, que sirviera de puente entre
los extremos. De acuerdo con los cálculos hechos en 1951 por José
Iturriaga, en ese México del Porfiriato los estratos bajos comprendían al
90.5 por ciento de la población y la clase media apenas si llegaba a ser
el 8 por ciento del total.
Todo indica que la Revolución efectivamente favoreció el crecimien­
to de la clase media y que fue ése, justamente, uno de sus grandes logros.
Para 1960, y como quiera que se defina, la clase media prácticamente se
había duplicado en relación a 1910. De acuerdo con los cálculos de Ar­
turo González Cosío, en ese año de 1960 el 17 por ciento de los mexi­
canos podía clasificarse como clase media. No faltó quien viera en este
hecho la prueba irrefutable de que México se convertía poco a poco en
una sociedad un poco más justa.
Los datos disponibles sobre el ingreso medio mensual familiar,
revelan que, en términos absolutos, los recursos familiares del México
posrevolucionario aumentaron en todos los grupos sociales. También
muestran que la clase media ganó posiciones, pero de ellas también se
desprende que el aumento no fue en la misma proporción para todos los
sectores y que México no iba por el camino de una mayor justicia social
si por ello entendemos equilibrio y equidad en el reparto de la riqueza
nacional. Las estadísticas de la distribución del ingreso no dejaron de in­
quietar a algunos pues la búsqueda de equidad era justamente una de
las grandes banderas legitimadoras del sistema político.
Según la filosofía social que sustentaba el proyecto nacional de los
responsables políticos a partir del gobierno de Miguel Alemán (1946-
1952), en México dar prioridad a la creación de la riqueza significaba
forzosamente su concentración inicial como forma de capitalización y
como paso previo e ineludible a su posterior dispersión. El siguiente
cuadro, nos muestra que el proceso de concentración seguía en plena
marcha a fines de los años sesenta y que las fuerzas de la redistribución
no se vislumbraban por ninguna parte. En 1975, el 5 por ciento de las
familias con los ingresos más altos mantenía la misma proporción del
ingreso que en 1950.
Cuadro 5

Ingreso medio mensual familiar por deciles y tasa media


de crecimiento anual, 1950, 1958, 1963 y 1969
(a precios de 1958)

Ingreso medio familiar Incremento anual

Deciles 1950 1958 1963 1969 1950-58 1958-63 1963-69 195069

I 258 297 315 367 1.8 1.2 2.6 1.9


n 325 375 356 367 1.8 -1.0 0.4 0.5
m 363 441 518 550 2.4 3.2 1.0 2.1
IV 421 516 598 641 2.5 3.0 1.2 2.2
V 460 608 738 825 3.6 3.9 2.6 3.1
M 526 789 834 917 5.2 1.1 1.6 3.0
vn 669 842 1.056 1.283 2.9 4.6 3.3 3.5
vm 823 1.147 1.592 1.650 4.2 6.7 0.6 3.7
K 1.033 1.820 2.049 2.384 7.3 2.4 2.6 4.5
X 4.687 6.605 8.025 9.352 4.3 3.9 2.6 3.7
5% 1.693 2.866 3.724 5.501 6.8 5.4 6.7 6.4
5% 7.679 10.339 12.324 13.203 3.8 3.6 1.0 2.9
Total 975 1.339 1.608 1.834 4.2 3.8 2.2 3.5
GDP 6.3 5.1 7.6 6.3

Fuente: Wouter van Ginnekin citado por: Hewitt de Alcántara, Cynthia, "Ensayo so­
bre la satisfacción de necesidades básicas del pueblo mexicano entre 1940 y
1970", en Cuadernos del CES, No. 21, 1977, p. 30.

Por otra parte, los cambios registrados en favor de los estratos me­
dios tuvieron como contrapartida una pérdida relativa de los sectores
populares. Al entrar a la década de los ochenta, la deformidad social a la
que aludió Molina Enríquez no se había eliminado, simplemente se
había transformado, pese a que el discurso oficial insistía en la necesi­
dad de disminuir la distancia entre los extremos sociales.
La mala distribución del ingreso fue, en parte, el reflejo de otro fe­
nómeno: el de la concentración industrial, agrícola, comercial y finan­
ciera. Según los datos del censo industrial de 1965, el 1.5 por ciento de

210
los 136,066 establecimientos registrados, controlaba el 77.2 por ciento
de todo el capital invertido en esa actividad y aportaba el 75.2 por cien­
to del valor de la producción. De acuerdo con el censo agrícola de 1960,
el 1 por ciento de los predios no ejidales controlaba el 74.3 por ciento
de toda la superficie agrícola en manos de propietarios privados. En el
campo comercial, y en ese mismo año, el 0.6 por ciento de los estableci­
mientos controlaba el 47 por ciento del capital invertido y captaba el
50% de los ingresos que ese sector recibía por ventas.
Pasada la euforia del alemanismo, diversos analistas del panorama
mexicano propusieron que el Estado aumentara su influencia en la dis­
tribución del producto interno bruto entre las clases mediante el sistema
impositivo. En realidad, las reformas del sistema impositivo guiadas
por esa convicción resultaron insuficientes. Es verdad que el gasto con­
solidado del gobierno federal y las empresas paraestatales pasara del 23
por ciento del gasto total en 1971 al 42 por ciento en 1976, pero las
fuentes que financiaron tan espectacular salto, sin embargo, fueron en
primer lugar la deuda extema, y en segundo mayores gravámenes de
carácter general o al ingreso de los sectores medios, pero que afectaron
muy poco a los grupos altos. La oposición cerrada de los círculos em­
presariales y de los sectores más conservadores dentro de las burocra­
cias oficiales, frustró el intento de gravar de manera progresiva las ga­
nancias de capital. Sin embargo, el camino para aminorar la desigualdad
social en México parece que debe conducir antes a un cambio en las re­
glas que rigen el impuesto a las ganancias del capital.

Las perm anencias

Frente a los grandes cambios experimentados por México desde 1940 en


el campo de la economía y la estructura de clases, la nota característica
de la arena política fue la permanencia, aunque no la inmovilidad. Las
estructuras en las que se montó el ejercicio del poder siguieron siendo
básicamente las mismas que el cardenismo dejó como herencia, aunque
su penetración en la sociedad ha aumentado. Pocos, muy pocos, son
ahora los mexicanos que están al margen de la acción del Estado. Como
sujetos activos o pasivos, la gran mayoría de los mexicanos está tocada
directamente por la acción gubernamental, en una tendencia que se
acentúa.
A partir de 1940, los elementos centrales del sistema político se defi­
nieron con mayor nitidez y en muchos casos se ampliaron pero muy po­
cos cambiaron. El centro aglutinador siguió siendo la Presidencia de la

211
República, cuyas facultades constitucionales y metaconstitucionales no
se vieron obstaculizadas ni limitadas por los otros poderes federales con
las que se supone comparte el poder, ni tampoco por el surgimiento de
centros informales de poder. El Congreso, el poder judicial, el gabinete,
los gobernadores de los estados, el ejército, el partido oficial, las princi­
pales organizaciones de masas, el sector paraestatal e incluso las orga­
nizaciones y los grupos económicos privados, reconocieron y hasta apo­
yaron el papel de la Presidencia y el presidente como instancia última e
inapelable en la formulación de iniciativas políticas y resolución de los
conflictos de intereses en la cada vez más compleja sociedad mexicana.
Es verdad que los cambios en la trama social y económica poste­
riores a 1940 favorecieron sobre todo la acumulación acelerada de capi­
tal y por tanto la concentración de recursos materiales en unos cuantos y
poderosos grupos de empresarios privados. Sin embargo, el poder eco­
nómico no se tradujo necesariamente en un aumento del político relativo
del gran capital, aunque ésa pareció ser la tendencia. Entre 1940 y 1980
los grupos empresariales aumentaron su poder en una proporción ma­
yor que el resto de los actores políticos. Sin un control directo todavía
de la cosa pública, han alcanzado un gran poder de veto sobre las inicia­
tivas de la llamada "clase política", encabezada por el presidente. Ahora
bien, la sorpresiva nacionalización de la banca privada — el corazón de
la burguesía financiera— en 1982, mostró que frente al poder concen­
trado del Estado, el veto de la élite empresarial no funciona. Sin embar­
go, en situaciones normales, no es extraño que ciertas iniciativas eco­
nómicas del gobierno sean modificadas por la presión concentrada de
los más altos representantes del sector privado. Algunos observadores
han sostenido que al final de la década de los setenta, el Estado parecía
haber perdido terreno en términos relativos frente a las principales fuer­
zas de la sociedad civil, particularmente el gran capital. Según este pun­
to de vista los grupos de interés del sector empresarial —como el llama­
do "grupo Monterrey" o "grupo Televisa"— emergían como actores
políticos cada vez más decisivos. De hecho, una de las principales pre­
ocupaciones del gobierno federal en la segunda mitad de los setenta fue
la de usar los recursos petroleros para fortalecer al Estado y evitar que
perdiera su carácter de rector del desarrollo mexicano. La crisis de 1982
y sus secuelas debilitaron enormemente a ciertos sectores empresariales,
que debieron acudir a la protección del Estado para hacer frente a asun­
tos tan vitales como necesidades de crédito y respaldo para renegociar
su deuda externa.
Por lo que hace a las estructuras políticas formales, el partido oficial
cambió de nombre en enero de 1946, dejó de ser Partido de la Revolu­
ción Mexicana para volverse la inescapable contradicción de conceptos
que lo distingue desde entonces: el Partido Revolucionario Institucional
(PRI). La modificación de siglas no implicó la de su naturaleza íntima,
ni la de su amplio dominio sobre la vida política del país. El PRI como
antes el PNR y PRM, no perdió en las urnas la Presidencia de la Re­
pública, una sola de las gubernaturas ni un escario en el Senado. Los
miembros de la oposición que llegaron al Congreso federal fueron po­
cos, se concentraron en la Cámara de Diputados y nunca estuvieron en
capacidad de poner en entredicho el dominio del partido oficial sobre el
poder legislativo. Los escasos municipios que por algún tiempo han
quedado en manos de la oposición, invariablemente terminaron por vol­
ver al control priísta. En realidad, la oposición partidaria sólo tuvo posi­
bilidades de acción en la medida en que el grupo en el poder lo permitió,
lo cual no significa que esta oposición no haya tenido vida y fuerza pro­
pias. Sin embargo, le hubiera sido difícil hacerse del modesto sitio que
logró en el panorama electoral si se hubiera topado con el rechazo abier­
to de quienes han ejercido el poder en el México contemporáneo. Una
forma tradicional en el sistema político mexicano de aminorar las ten­
siones ha sido, justamente, el no cerrar todas las puertas a las expresio­
nes de la disidencia, particularmente a partir de los años sesenta en que
la explosividad de la oposición, casi sin cauces de expresión institucio­
nales, sacudió al sistema con las huelgas ferrocarrileras de 1958, el
movimiento estudiantil de 1968 y los movimientos armados de guerri­
llas urbanas y rurales de los años setenta.

La m áquina de los silencios

El examen de las campañas para la elección del presidente y de sus re­


sultados pueden ser un buen indicador tanto de la naturaleza de la oposi­
ción en el sistema político mexicano como de la reacción del gobierno.
En 1946, al concluir el periodo de Avila Camacho, tres líderes de la
oposición se enfrentaron a Miguel Alemán, el candidato oficial. De ellos,
sólo uno — Ezequiel Padilla— , tuvo alguna importancia por haber sido
hasta casi el último momento un miembro prominente de la élite política.
Por su desempeño como secretario de Relaciones Exteriores durante la
guerra mundial. Padilla consideró que tenía la fuerza suficiente para
impugnar la decisión del partido en el poder —valga decir: la decisión
del presidente Avila Camacho— sobre quién ocuparía la silla presiden­
cial entre 1946 y 1952.
El Partido Demócrata Mexicano (PDM) que apoyó a Padilla, en
1946, no presentó nunca un verdadero programa alternativo al del PRM

213
e insistió sólo en que Padillla era el hombre que había foijado la exitosa
alianza con los Estados Unidos durante la guerra y el que se proponía
— su único rasgo distintivo— fortalecer el nuevo internacionalismo pro-
occidental de la política exterior mexicana. Desafortunadamente para
Padilla, su proyecto no despertó gran entusiasmo en México ni los nor­
teamericanos encontraron algo fundamentalmente negativo en la candi­
datura de Alemán. El cómputo oficial de la elección, dio el 77.9 por
ciento de los votos a Miguel Alemán y sólo el 19.33 por ciento a Padi­
lla. El PDM impugnó de inmediato la victoria oficial como un claro pro­
ducto del fraude, pero ninguna fuerza política importante y decisiva lo
apoyó. En poco tiempo el PDM y su candidato se esfumaron sin que
quedara tras ellos ninguna huella perdurable.
En 1952 se repitió el fenómeno de la "oposición desde dentro", pero
esta vez con mayor intensidad. El PRI postuló como candidato al secre­
tario de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, pero esta decisión del pre­
sidente Alemán contrarió las expectativas del general Miguel Henríquez
Guzmán, miembro prominente del grupo gobernante, que creía tener
derecho a la Presidencia en virtud de una brillante hoja de servicios mili­
tares y políticos. La reacción del general a la decisión presidencial en su
contra fue crear un partido propio, la Federación de Partidos del Pueblo
(FPP) y enfrentarse al monopolio priísta.
La experiencia de Padilla no pesó en el ánimo de los henriquistas,
quizá porque creyó que una buen aparte del ejército simpatizaba con
Henríquez, lo mismo que el núcleo cardenista. La Unión de Federacio­
nes Campesinas, cuya bandera, fue: Inviolabilidad del ejido y respeto a
la pequeña propiedad, respaldo al general Henríquez Guzmán, pero nin­
guna organización obrera se fue tras la causa henriquista aunque sus
partidarios sí llevaron a cabo una campaña de propaganda para atraer la
atención y el voto de los asalariados urbanos. Finalmente, la oposición
henriquista confió en la siempre latente inconformidad de la clase media
y del mundo universitario frente al autoritarismo del partido en el poder.
Henríquez, como antes Padilla o Almazán, tampoco presentó una plata­
forma electoral de alternativa a la del partido oficial. Por el contrario, el
general insistió en el cumplimiento cabal de las banderas políticas y so­
ciales de la Revolución, lo cual era imposible lograr, aseguraban, mien­
tras el PRI siguiera en el poder.
Los cómputos oficiales de las elecciones de 1952 otorgaron a Adolfo
Ruiz Cortines 2.7 millones de votos (el 74.3 por ciento del total) y al
general Henríquez apenas algo más del medio millón; el candidato del
PAN obtuvo 285 mil y Lombardo Toledano, candidato del Partido Po­
pular, únicamente 72 mil. Como sus predecesores, los henriquistas sos­
tuvieron que las verdaderas cifras de la votación habían sido alteradas,

214
pero sus alegatos tampoco cambiaron la decisión oficial ni la realidad
política. El ejército se mantuvo leal al gobierno y la tranquilidad insti­
tucional sólo fue turbada por manifestaciones relativamente violentas en
ciudades del interior y una masacre legendaria, y olvidada por muchos
años en la Alameda de la ciudad de México.
Por año y medio después de las elecciones, el henriquismo continuó
como una fuerza política independiente de cierta importancia, aunque
muchos de sus miembros decidieron desde el principio olvidar su re­
beldía y reincorporarse al partido oficial. A principios de 1954, sin em­
bargo, el gobierno decidió acabar con los recalcitrantes disolviendo por
la fuerza la FPP. Puesto entre la espada y la pared, el henriquismo desa­
pareció. De esta manera característicamente autoritaria terminó el último
conato serio de disidencia dentro de la "familia revolucionaria". A partir
de entonces la disciplina interna del grupo en el poder aumentó, pues
para todos resultó ya evidente que no había alternativa a la voluntad
presidencial.
En las elecciones presidenciales de 1958, la candidatura fue a parar
en manos del secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos, rompiendo
de manera muy conveniente para el presidente la incipiente tradición que
hacía del secretario de Gobernación el heredero del poder. No hubo ya
fisuras internas en 1958 y la única oposición significativa provino de
fuera, del Partido Acción Nacional (PAN), que luego de una consulta
electoral ordenada, apenas logró la mayor parte del 10 por ciento de vo­
tos concedidos a toda la oposición. Las elecciones presidenciales de
1964 tuvieron un carácter similar. El candidato oficial, Gustavo Díaz
Ordaz, secretario de Gobernación del gabinete saliente, recibió el 89 por
ciento de los votos y sólo 11 por ciento el candidato del PAN. La opo­
sición de izquierda independiente no tuvo registro (esta vez el Partido
Popular Socialista decidió apoyar al candidato oficial) y su presencia
electoral fue prácticamente nula.

La oposición reform ada

La crisis política de 1968 no pareció tener ningún reflejo en las cifras


electorales oficiales de 1970. El candidato del PRI, Luis Echeverría,
también secretario de Gobernación del gobierno saliente, obtuvo el 84
por ciento de la votación en tanto que Efraín González Morfín, abande­
rado del PAN, recibió el 14 por ciento. Otra vez, el proceso electoral de
1976 no ofreció sorpresa alguna aunque sí algunas variantes porque la
oposición partidista de centro derecha, el PAN, sufrió una grave crisis

215
interna: un grupo mayoritario de sus militantes no deseaba continuar ju­
gando su papel de minoría permanente que a fin de cuentas sólo servía
para avalar la pretendida naturaleza democrática del partido en el poder,
y el PAN no presentó candidato. Los otros dos partidos registrados,
PPS y PARM, volvieron a sumarse a la selección hecha por el PRI.
José López Portillo, el candidato del PRI, no salió de la Secretaría de
Gobernación sino de la de Hacienda, con lo cual se volvió a romper un
patrón que se creía reestablecido.
La única oposición electoral en 1976 provino entonces de Valentín
Campa, candidato del Partido Comunista Mexicano, un partido sin re­
gistro oficial, por lo que los votos en su favor simplemente no fueron
computados como tales. Desde un punto de vista formal, el candidato
oficial no tuvo contrincante alguno y López Portillo recibió el 94 por
ciento de los votos emitidos, cifra embarazosamente alta, que restó aún
más significación y credibilidad al proceso electoral, pues situación se­
mejante no se había visto en México desde la elección de Obregón. Para
1976 la naturaleza supuestamente pluralista y democrática del sistema
mexicano estaba en entredicho, incluso en sus aspectos formales. Por
todas partes afloraba su carácter autoritario, y desmovilizador de la parti­
cipación ciudadana. Las elecciones nunca habían sido en México el ins­
trumento real de selección de los gobernantes, sino más bien un ritual
para legitimar a candidatos designados de antemano, pero el ritual nece­
sitaba de la competencia, de la alternativa partidista, aunque fuera sim­
bólica. De ahí, las reformas que se hicieron a la ley electoral en diciem­
bre de 1977 para dar mayor visibilidad a la oposición, aunque sin llegar
a compartir con ella el poder.
Dentro del propio gobierno hubo quien consideró que las presiones
de quienes buscaban canales de expresión desde la oposición habían lle­
gado a un punto crítico y era necesario dar una respuesta pronta y efec­
tiva. La respuesta consistió en alentar una mayor pluralidad de co­
mentes opositoras minoritarias a la izquierda y a la derecha del partido
oficial, reconociéndolas formalmente y dándoles la oportunidad de tener
alguna representación en el Congreso — que en sí mismo no tenía ca­
pacidad de acción sustantiva— para revitalizar así la atmósfera política.
Se dio entonces el reconocimiento condicionado — el definitivo se otor­
gó después de las elecciones legislativas de 1979— al Partido Comu­
nista Mexicano, al Partido Socialista de los Trabajadores y al Partido
Demócrata Mexicano, los dos primeros de izquierda y el segundo de
derecha. Igualmente se crearon 100 curules en la Cámara de Diputados
para los partidos de oposición registrados; se suponía que el PRI se­
guiría conservando la gran mayoría de las 300 curules restantes.
La naturaleza de la flamante Ley de Organizaciones Políticas y

216
Procesos Electorales (LOPPE) que creó los distritos electorales unino-
minales (300) y plurinominales (100), permitió suponer desde un prin­
cipio que la supremacía del PRI no sería puesta en entredicho por los
nuevos contrincantes porque, entre otras cosas, las ventajas de la mi­
noría se empezarían a desvanecer en la medida en que aumentara su
fuerza electoral. De esta manera, se creyó que el sistema político no su­
friría transformaciones sustanciales y en cambio quedaría más seguro y
legitimado por la presencia de una oposición minoritaria y fragmentada
entre los diputados.

Disonancias

, Desde 1929, y particularmente a partir de 1941-, la estabilidad del siste­


ma político mexicano ha sido notable. La naturaleza autoritaria pero
flexible del control del PRM-PRI sobre la vida política del país, contras­
ta enormemente con casi todo el resto de América Latina. A diferencia
de otros sistemas también autoritarios, al mexicano no le interesa excluir
a quienes quieren y pueden tener fuerza política, sino atraerlos y encua­
drarlos dentro de sus filas. Sin embargo, las diferencias de intereses tan
heterogéneas y los conflictos potenciales no se resolvieron siempre den­
tro de los canales burocráticos establecidos. De tarde en tarde la rutina y
la disciplina se rompieron. Los elementos centrales del sistema, sus
mecanismos, así como las fuerzas y las tendencias que representaba y
defendía, se dejaron ver entonces con mayor claridad, verdaderas radio­
grafías de la naturaleza de la vida política mexicana contemporánea.

L a lava d e N ava. San Luis P otosí, 1959

A partir de 1952-1954 las elecciones presidenciales no volvieron a dar


lugar a oposiciones importantes y violentas, pero no fue siempre así en
las elecciones estatales y municipales. San Luis Potosí es un buen ejem­
plo disonante. Con la caída en 1938 del general Saturnino Cedillo, el
"hombre fuerte" del Estado, cuyo cacicazgo encontraba raíces en la Re­
volución de 1910, se abrió un compás de espera que no tardó en ce­
rrarse con la constitución de otro cacicazgo de cuño distinto, el de Gon­
zalo N. Santos, descendiente de una estirpe de políticos de la Huasteca
potosina que se remonta al siglo XIX. Santos dejó la gubematura del
estado en 1949 pero impuso a sus sucesores y de hecho siguió gober-
nando desde algunos de su s famosos ranchos en la Huasteca. Ni la
astucia ni la violenciade Santos lograron, no obstante, evitar la pau­
latina gestación, durante los años cincuenta, de un movimiento oposi­
tor ubano que tenninaría por aglutinar tanto a elementos de derecha co­
mo de izquierda, hastacristalizar en la formación de la Unión Cívica
Potosina y en la campañapolítica del doctor Salvador Nava — rector de
la universidad-como candidato opositor para el gobierno de la ciu­
dad en 1959. Fueuntípico movimiento democratizador de clase media
urbana, que con el pasodel tiempo atrajo la simpatía y el apoyo de cier­
tos elementos populares. La magnitud de la protesta y las posibi­
lidades de violencia fueron tales que las autoridades centrales juzga­
ron prudente aceptarla derrota del PRI en el municipio. La derrota
del partido oficial exigía una reorganización del grupo político local y
las cabezas empezaron a caer. Una de ellas fue, naturalmente, la del
gobernador Manuel Alvarez, impuesto por Santos. A partir de este
momento el cacicazgosantista dejó de ser útil al gobierno central y, el
brutal y pintoresco político potosino perdió su lugar como centro de
la política local.
En ese año de 1959 y en San Luis Potosí, el sistema se mostró
suficientemente flexible y prudente como para aceptar una derrota
municipal e impedir así que se inflamara aún más una situación ex­
plosiva de por sí delicada. Cediendo lo cedido, había llegado sin em­
bargo a su límitede tolerancia, y cuando en 1961 el doctor Nava trató
de llevar su movimiento —una audacia más allá— en busca de la gu-
bematura del estado, la reacción del gobierno central fue negativa.
Sin reparar en costos políticos decidió enfrentar a la oposición de
manera abiertay definitiva, para no perder el monopolio sobre las
gubematurasestatales, piezas no negociables en el sistema de domi­
nación. Como otros antes que él, además de acusar al PRI de fraude.
Nava y su movimiento nada pudieron hacer cuando la fuerza federal
sostuvo el triunfo del candidato priísta. Pasada la catarsis, la oposi­
ción navista perdió vigor y por un largo tiempo dejó de ser una fuer­
za política efectiva. La erupción cívica del navismo había herido de
muerte al cacicazgo de Santos, pero no había podido reemplazarlo
por un gobiernoestatal independiente de la voluntad de la federación.

En el subsuelo campesino

Más delicado para el poder presidencial que el movimiento anticaci­


quil potosino, lo fue sin duda el movimiento de rebeldía que recorrió

218
los sectores sociales claves del régimen posrevolucionario, a fines de la
década de los cincuenta.
Al término del gobierno de Ruiz Cortines, en 1958, el norte del país
fue testigo de una vigorosa movilización de grupos campesinos con in­
vasiones de tierras dirigidas por organizaciones de ideologías relativa­
mente radicales, al margen de las estructuras oficiales. Desde luego que
no era la primera vez que ocurría. Cárdenas había expropiado las gran­
des propiedades de la región lagunera a raíz de la efervescencia creada
por organizaciones campesinas que no necesariamente respondían a las
directivas presidenciales.
A fines de los cincuenta dirigía la acción de campesinos y jornaleros, *
una organización de izquierda independiente, la Unión General de Obre­
ros y Campesinos de México (UGOCM) a cuyo frente estaban Jacinto
López y Félix Rubio. Los brotes de descontento culminaron con inva­
siones en Sonora, Sinaloa, La Laguna, Nayarit, Colima y Baja Califor­
nia, y enfrentaron a continuación la reacción múltiple de las autoridades
locales y federales. Por un lado la fuerza pública atajó con violencia la
ola de invasiones, llevó a cabo desalojos y detuvo a algunos de los líde­
res. Por otro lado, el presidente apresuró un tanto el paso en el proceso
de distribución de tierras, cuyo clímax simbólico fue la expropiación del
tristemente célebre latifundio de Cananea, de propiedad extranjera desde
antes de la Revolución.
Al asumir el poder en 1958, el presidente Adolfo López Mateos
(1958-1964) consideró que la paz social en el campo pedía a gritos una
reactivación aún mayor de la reforma agraria; en los dos primeros años
de su gobierno se repartieron 3.2 millones de hectáreas, y un gran total
de 16 millones en el curso de su sexenio, camino en que abundaría su
sucesor, Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Como se puede ver, la esta­
bilidad del sistema político no se basó sólo ni principalmente en el uso
de la fuerza, sino fundamentalmente en la capacidad de sus dirigentes
para evitar la movilización de fuerzas sociales con liderato indepen­
diente; para ello negoció, incorporó y dio satisfacción parcial a de­
mandas presentadas e incluso se adelantó en la solución de problemas
que eran crisis en potencia.

L os hijos d el riel

El control del movimiento obrero por las centrales y los sindicatos na­
cionales de industria, ha sido uno de los cimientos históricos de la esta­
bilidad política de México a partir de la Revolución. Pero no ha sido un

219
control fácil ni garantizado de antemano, como bien lo demostró la diso­
nancia obrera de 1958-1959, particularmente en los ferrocarriles.
«Desde 1934-1937 no se había vivido en México una agitación obrera
como la de fines del gobierno de Ruiz Cortines y principios del de
López Mateos. Con los ferrocarrileros se movilizaron también petrole­
ros, maestros, telefonistas, telegrafistas y electricistas: el núcleo de traba­
jadores y empleados gubernamentales que ocupaban el centro estratégico
del movimiento sindical. La militancia magisterial y obrera — muy par­
ticularmente la ferrocarrilera— se debió en buena medida al rezago de
los salarios en el proceso inflacionario previo al "desarrollo estabiliza­
dor". El cambio sexenal de 1958 apareció a los ojos de un liderato obre­
ro insurgente surgido a la sombra de la incapacidad de los líderes ofi­
ciales, como el del sindicalismo, exigiendo mayores salarios pero tam­
bién mayor autonomía. El movimiento se venía gestando desde 1954,
en que varias secciones del Sindicato Nacional de Trabajadores Ferro­
carrileros acudieron a la acción directa por un mejoramiento de las con­
diciones de trabajo y contra las directivas de sus líderes nacionales (los
salarios en esta rama eran notoriamente más bajos que en las otras áreas
estratégicas de la economía). Acusados de "tortuguismo", los disiden­
tes fueron reprimidos en 1955, pero el malestar no desapareció, sino
que creció subterráneamente hasta que en 1958 se había traducido en el
surgimiento de un liderato independiente y militante encabezado por
Demetrio Vallejo, representante de la sección 13 del sindicato, y por Va­
lentín Campa, veterano militante del Partido Comunista. En junio, di­
versos incidentes violentos intersindicales y varios paros afectaron a
todo el sistema y sacudieron la osamenta sindical al grado de provo­
car la caída del desprestigiado comité ejecutivo encabezado por Samuel
Ortega.
En agosto de 1958, y para no echar gasolina al fuego en el momento
del cambio sexenal, el gobierno se resignó a la idea de reconocer el
triunfo de Vallejo en las elecciones sindicales como un mal menor. La
presencia de un liderato independiente en un sindicato estratégico fue
visto por muchos como la convocatoria pública a una nueva etapa en el
movimiento obrero. En ciertos círculos gubernamentales se confiaba en
la eventual incorporación de los insurgentes, pero de momento y para
no ser rebasados la CTM y el sindicalismo oficial en su conjunto parecie­
ron adoptar una actitud más militante en defensa de los intereses de sus
agremiados frente al capital. A la vez, la CTM no cesó de atacar a la di­
rectiva ferrocarrilera y en general a todo el movimiento disidente.
La nueva directiva sindical ferrocarrilera empezó a negociar el con­
trato colectivo con nuevas autoridades, pues López Mateos había ya
asumido el poder, pero tras largas y acaloradas pláticas, no fue posible
llegar a un acuerdo. El sindicato decidió llamar a la huelga en febrero de
1959. El conflicto se había convertido para entonces en un verdadero
problema nacional. Los ferrocarrileros, seguidos por maestros y petro­
leros, eran la cresta de la ola, y ponían en aprietos la marcha normal de
la economía pero sobre todo de la política. Todo parecía indicar que el
control del movimiento obrero empezaba a escaparse de las manos de
las autoridades. La situación parecía llevar a un cambio fundamental en
la naturaleza del sistema político, pues rebasaba los límites tradicionales
del pluralismo restringido —partidario o sindical— que era la base del
control piramidado sobre los actores políticos estratégicos.
La huelga estalló el 25 de febrero. Empresa y autoridades la declara­
ron ilegal, pero aceptaron dar un aumento del 16.6 por ciento. El servi­
cio se restableció pero no la calma. En maizo, el sindicato volvió a em­
plazar a huelga, esta vez para negociar los contratos en los sistemas del
Ferrocarril Mexicano y del Pacífico. De nuevo las autoridades declara­
ron inexistente el movimiento y entonces vino la sorpresa. Por solidari­
dad con las secciones emplazantes, todo el sistema ferrocarrilero se su­
mó al paro, y colmó con ello los límites de la tolerancia presidencial. De
inmediato policía y ejército entraron en acción, miles de trabajadores fe­
rrocarrileros fueron arrestados y su huelga rota con lujo de violencia.
Una vez que los principales líderes se encontraron en prisión, se proce­
dió a enjuiciarlos y a designar una nueva directiva. Así, de golpe, se
restableció el control oficial sobre el gremio ferrocarrilero y sobre los
impulsos levantiscos de todo el movimiento obrero en general; Vallejo y
Campa pasarían largos años en la cárcel antes de poder volver a la vida
sindical activa, y para entonces sus posibilidades de acción se encon­
traron muy limitadas.

La noche de Tlatelolco

Durante los siguientes diez años la vida política mexicana se desarrolló


sin que ninguno de sus conflictos políticos pareciera un reto serio para
los dirigentes del país. Pero en 1968 volvieron a crujir las amarras. Los
contestatarios no procedían esta vez de los cimientos del sistema, los
sectores obrero o campesino, sino de los grupos medios urbanos y sus
estratos más ilustrados y menos controlables: los estudiantes y profe­
sores universitarios. El escenario no fue un estado, como en el caso de
San Luis Potosí, ni las redes de un sindicato, como en el caso ferroca­
rrilero, sino las calles y las plazas del centro neurálgico del poder: la
ciudad de México.

221
Desde los principios del régimen posrevolucionario, algunos sec­
tores politizados de la clase media se habían manifestado contra la falta
de democracia, como fue el caso del movimiento vasconcelista en 1929.
1968 fue un capítulo más de esa larga historia. En julio de ese año, una
torpe escalada represiva contra manifestaciones estudiantiles con nulo o
escaso contenido político, hizo aflorar inconteniblemente el profundo
malestar político tradicional de esos sectores encamados ahora en los
jóvenes universitarios que eran a su vez la expresión del cambio demo­
gráfico de la sociedad mexicana. Para septiembre, el litigio había de­
sembocado en la agitación más abierta, constante y multitudinaria de la
historia contemporánea de México. Los amplios contingentes desfilaban
en protesta por las calles, atacaban de frente al presidente y a funciona­
rios menores aunque cercanos, y al sistema mismo, por antidemocrá­
tico. Las organizaciones estudiantiles tradicionales, muy ligadas al PRI
y al gobierno en general, habían perdido todo control y habían sido sus­
tituidas por nuevos lideratos representativos brotados al calor de los
acontecimientos. Sucedían las cosas, además, justamente en los meses
previos a la Olimpiada de ese año en una ciudad ocupada por corres­
ponsales de todo el mundo ante los cuales el gobierno quería ostentar
los fastos de la paz y el progreso mexicanos.
Tras series sucesivas de manifestaciones, represiones e intentos de
negociación, en vísperas de la apertura de los juegos, el presidente y sus
responsables políticos consideraron intolerable el desafío al principio
de autoridad y el 2 de octubre de 1968 el ejército y la policía acabaron de
raíz con la protesta mediante una matanza indiscriminada de manifes­
tantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Los líderes del mo­
vimiento fueron arrestados y el terror suprimió la movilización. Pero las
bases de la legitimidad del régimen frente a un amplio sector de la clase
media, beneficiaría del sistema y fuente de reclutamiento de los cuadros
de la administración, quedaron indeleblemente erosionadas.
El gobierno de Luis Echeverría, que asumió el poder a fines de
1970, fue especialmente deferente con el mundo universitario y siguió
una política de "apertura democrática" para volver a integrar, así fuera
parcialmente, a los grupos enajenados por la matanza de Tlatelolco. La
guerrilla urbana y otros movimientos contestatarios similares, secuelas
directas e indirectas de la represión del 68, fueron combatidos frontal­
mente, al tiempo que menudeaban subsidios y gestos de buena voluntad
hacia las universidades. La reforma política de 1977 puede verse como
la culminación de este largo proceso de "vuelta a la normalidad”, un
proceso largo, costoso y elaborado de reconciliación y cooptación, ex­
plicable sólo por la magnitud del agravio original.

222
Política y bombín. Los empresarios frente al Estado

El tipo de desarrollo favorecido por los gobiernos posrevolucionarios


benefició notablemente la acumulación acelerada del capital, pero no ex­
pulsó plenamente el conflicto de la relación privilegiada entre la gran
burguesía nacional y extranjera y la élite política. Está en la naturaleza
misma del sistema político mexicano que el Estado intente mantener su
predominio por sobre todos y cada uno de los actores políticos, inclu­
yendo al poderoso sector privado de la economía. La mecánica de la
acumulación del capital requiere, no obstante, que con el paso del tiem­
po la debilidad relativa de esos grupos empresariales frente al Estado
sea cada vez menor y en momentos críticos puedan movilizar recursos
suficientes para obligar al Estado a rectificar sus decisiones. Uno de los
ejemplos más dramáticos en ese sentido es el de la refoima fiscal inten­
tada durante el sexenio del presidente Echeverría (1970-1976).
Como se ha dicho antes, desde principios de los años sesenta, estu­
diosos nacionales y extranjeros de la realidad mexicana, insistieron en
que la estabilidad social y la salud misma de la economía mexicana
requería de una cierta redistribución del ingreso, mediante una reforma
fiscal que diera al Estado una parte más sustantiva del producto nacional
y evitara una concentración y un endeudamiento externo excesivo. Entre
1965 y 1970 el déficit del gobierno federal fue de 20 por ciento; en
1966, por ejemplo, el 32 por ciento de la inversión pública debió finan­
ciarse con recursos extemos ante la insuficiencia de la recaudación fis­
cal. El Estado Mexicano no captaba entonces recursos internos por más
del 10 por ciento del producto nacional bruto, proporción notablemente
baja aún para los niveles latinoamericanos de baja tributación. De 72
países estudiados por el Fondo Monetario Internacional en 1968, sólo
cinco tenían cargas fiscales menores que México. En la exposición de
motivos de la Iniciativa de Ley de Ingresos de la Federación para 1971,
se decía explícitamente que había llegado el momento de "financiar pre-
ponderantemente el gasto público a través del sistema tributario, ponien­
do especial énfasis en la modernización de su manejo". Se preparaba
así el terreno para una reforma fiscal de fondo. La parte sustantiva de
esta reforma, según sus formuladores, debería poner fin al anonimato
de los tenedores de acciones para poder calcular el ingreso real por las
personas físicas, globalizar sus ingresos y determinar sobre esa base el
monto del impuesto sobre la renta. Nunca, en la historia mexicana, se
había propuesto el Estado extraer de las capas altas una contribución tan
alta y de manera permanente.
El sector empresarial reaccionó contra la medida con más vigor del
esperado. En enero de 1971 la Confederación Patronal de la República

223
Mexicana (COPARMEX) entregó al presidente una nota quejándose de
no haber sido previamente consultada y describiendo las proyectadas re­
formas como incongruentes y excesivas. A partir de ese momento, las
relaciones entre el gobierno de Echeverría y la gran empresa privada se
volvieron tensas y habrían de terminar, como se verá adelante, en un en­
frentamiento abierto. Pero el Estado no cejó en sus propósitos. En 1973
se llevaron a cabo diversas negociaciones burocráticas de los respon­
sables de la política económica oficial con los representantes del sector
empresarial. Sin asumir una posición monolítica, la mayoría empresarial
se manifestó contra el proyecto elaborado por los técnicos del gobierno
y señaló que si su posición no era escuchada, la inversión privada se re­
traería aún más, habría fugas masivas de capital y sería inevitable una
devaluación que daría al traste con el "desarrollo estabilizador" y con el
crecimiento económico. Cuando el presidente se reunió con sus conseje­
ros, las opiniones se dividieron; quienes aconsejaron prudencia y dejar
de lado el proyecto, prevalecieron sobre los decididos a pagar el costo
económico y político de una refoima fiscal a fondo, a cambio de moder­
nizar y sanear en el mediano y largo plazo las finanzas públicas.
La decisión produjo la renuncia del secretario de Hacienda. A fin de
cuentas los cambios fiscales que siguieron fueron relativamente me­
nores y afectaron a la clase media con ingresos fijos y muy poco a los
grandes inversionistas. La modernización fiscal se quedó a la mitad del
camino. Las utilidades de las empresas de ese año de 1973 fueron las
mayores de los quince años anteriores. Y aunque el porcentaje del pro­
ducto interno bruto captado por el Estado aumentó (fue del 14 por cien­
to) también lo hizo el déficit fiscal del gobierno federal, y el Estado
debió de recurrir a un aumento del 29.6 por ciento en su deuda extema.
Posponer la reforma fiscal resultó una decisión crucial del gobierno
de Luis Echeverría. En cierta medida ese proyecto de reforma era la pie­
dra de toque de todo su programa y al abandonarlo el conjunto de su
acción pública perdió el impulso vital. La posición del Estado frente a la
iniciativa privada se debilitó, sin que eso produjera al menos un mejora­
miento en las relaciones con los grandes grupos empresariales, porque
la retórica populista del gobierno aumentó en razón inversa a su retirada
de una reforma fiscal sustantiva. A la larga, el gobierno pagó el precio de
un choque con el sector privado sin haber logrado la reforma estructural
que originalmente pretendió. La inversión pública tuvo que seguir au­
mentando para compensar la poca inversión privada. Tres años más
tarde, la situación era imposible. Con un déficit comercial de 1,749 mi­
llones de dólares en 1976, con una deuda externa acumulada superior a
los 20 mil millones de dólares y una fuga masiva de capitales, el gobier­
no se topó de pronto con la necesidad económica y el shock político de
una devaluación del 100 por ciento frente al dólar: la primera devalua­
ción en 22 años. La economía se estancó y la falta de confianza se ge­
neralizó. Corrieron los rumores más descabellados sobre una catástrofe
política y económica; fueron los peores momentos del gobierno de
Echeverría y uno de los más difíciles del régimen posrevolucionario.
La confrontación entre gobierno y sector privado cruzó el sexenio y
desembocó en el decreto presidencial del 19 de noviembre de 1976, en
virtud del cual se expropiaron a 72 familias, algunas de ellas muy pode­
rosas, cien mil hectáreas de las codiciadas tierras de los valles de los
ríos Yaqui y Mayo; de nada sirvieron en esta ocasión las ruidosas pro­
testas de la COPARMEX ni el paro de labores decretado por el sector
privado de Sonora y Sinaloa. Las tierras se repartieron entre más de
ocho mil ejidatarios.

Del ostracismo a la cooperación

Con la culminación durante el cardenismo del proceso revolucionario ini­


ciado en 1910, también llegó a su punto más alto el nacionalismo mexi­
cano. A partir de 1940 los conflictos entre México y el mundo exterior,
en particular con Estados Unidos y los principales países de Europa Oc­
cidental, disminuyeron e incluso cambiaron de naturaleza; México no
intentaría ya cambiar drástica y unilateralmente las reglas del juego inter­
nacional. Sin embargo, los gobiernos posrevolucionarios no hicieron a
un lado el nacionalismo y la insistencia en el valor permanente y univer­
sal de principios como los contenidos en la "Doctrina Carranza" sirvió
como prueba de la naturaleza "revolucionaria'' de los gobiernos de Avila
Camacho y los que le siguieron. Nacionalismo, democracia y justicia
social, fueron el trípode discursivo de la legitimidad del sistema político
del México contemporáneo, pero los esfuerzos por mantener y aumentar
la independencia relativa ganada durante la Revolución, no pudieron evi­
tar que a partir de la segunda Guerra Mundial el carácter de México co­
mo parte de la esfera de influencia norteamericana se hiciera más patente.
El efecto inmediato fue positivo. Washington necesitaba de la estre­
cha colaboración de su vecino sureño y estuvo dispuesto a llegar a un
rápido arreglo de los problemas pendientes entre los dos países. En
1942 y 1943 se suscribieron acuerdos sobre monto y términos de pago
a las empresas petroleras expropiadas en 1938, en condiciones muy fa­
vorables para México. Se puso punto final al problema de pago de la
vieja deuda externa y se firmó un tratado comercial y otro de braceros,
que serían la contribución de México al esfuerzo bélico de los aliados.

225
Cuando la gran contienda terminó, México había superado de mane­
ra definitiva la etapa de ostracismo a que lo había sometido una buena
parte de la comunidad internacional. El país participó activamente, y
desde el principio, en la formación de la Organización de las Naciones
Unidas y en la estructuración del sistema interamericano. Sus intercam­
bios con el exterior se ampliaron con los requerimientos económicos de
la industrialización, volvió a ser sujeto de créditos para la banca interna­
cional y la inversión extranjera regresó. Envuelto en esa nueva respeta­
bilidad, México se insertó de nuevo en las corrientes de comercio y del
flujo internacional de capitales, pero ahora como vecino de la indiscuti­
ble primera potencia mundial. Casi inevitablemente sus relaciones exte­
riores se volvieron sinónimo de sus relaciones con los Estados Unidos.
Con el paso del tiempo las inversiones europeas volvieron y se amplió
el abanico de países con lo que se tuvieron intercambios comerciales.
México abrió nuevas embajadas y acreditó representaciones en muchos
de los países que surgieron a la vida independiente después de la gue­
rra. Sin embargo, el grueso de los intercambios políticos o económicos
siguieron concentrados en el vecino del norte, y la economía mexicana
resultó tan dependiente o más que en el pasado.
Para 1947 la estrecha —aunque forzada— colaboración que tuvieron
durante la guerra Estados Unidos y la Unión Soviética, se había trans­
formado en un abierto enfrentamiento que desembocó en la llamada
"guerra fría". El sistema internacional se dividió en dos bloques y Méxi­
co quedó inscrito, queriéndolo o no, dentro del autodenominado "mun­
do libre", con Estados Unidos a la cabeza. Sin embargo, a diferencia de
otras naciones del hemisferio, procuró mantener una relativa distancia
frente a la política norteamericana de militante anticomunismo interna­
cional. No suscribió un acuerdo de cooperación militar con Estados
Unidos, tampoco participó en la guerra de Corea, ni apoyó el movi­
miento subversivo contra el gobierno reformista de Jacobo Arbenz en
Guatemala, ni rompió relaciones con Cuba cuando ésta se enfrentó con
Estados Unidos, al declararse Estado socialista y ser expulsada de la
Organización de Estados Americanos (OEA). Por otro lado, México se
cuidó de colaborar de manera efectiva con los condenados por el gobier­
no de Washington. Simplemente enarboló su tradicional principio de no
intervención y evitó llevar su política anticomunista interna al campo in­
ternacional. Para que el nacionalismo viviera, era necesario mantener
una distancia, así fuera mínima, respecto a Estados Unidos.
A principios de los años setenta, el gobierno mexicano hizo un es­
fuerzo por aprovechar la disminución de las tensiones entre Estados
Unidos y la Unión Soviética —la detente— para ampliar sus márgenes
internacionales de maniobra. Se acercó entonces como nunca antes a la

226
posición sostenida por los países del llamado "tercer mundo", pero la
nueva política tenía bases débiles, las debilidades propias de la eco­
nomía mexicana: su dependencia. La crisis económica de 1976 puso un
límite muy claro a la acción "tercermundista" del gobierno del presidente
Echeverría. El gobierno de José López Portillo, que lo sucedió, asumió
inicialmente actitudes más prudentes para enfrentar algunos problemas
inmediatos como la debilidad del peso y la enorme deuda extema. Pero
conforme se evidenciaron las posibilidades petroleras, la estrechez de la
acción externa de México disminuyó y volvieron a ampliarse sus con­
tactos externos como un medio para aflojar el apretado abrazo que lo li­
gaba con los Estados Unidos.

Los beneficios de la guerra

Veamos ahora más de cerca la naturaleza de esta relación bilateral. Des­


de principios de 1941, antes de que Estados Unidos entrara a la guerra,
el gobierno norteamericano empezó a sondear la posibilidad de construir
bases navales en la costa mexicana del Pacífico. Preveía ya las necesi­
dades estratégicas de un posible enfrentamiento con los japoneses. La
respuesta de México no fue particularmente entusiasta, dio a entender
que prefería tener ayuda para reforzar su propio ejército para vigilar efi­
cazmente y por sí mismo su territorio contra posibles acciones del Eje.
En todo caso, no podría discutir plenamente los términos de la coopera­
ción en la seguridad continental si antes no se solucionaban los múl­
tiples problemas pendientes con Estados Unidos.
En 1941, México y Estados Unidos firmaron un acuerdo para que
los aviones de guerra de cada uno de ellos pudieran utilizar los aero­
puertos del otro cuando lo cruzaran en tránsito. Eran facilidades a los nor­
teamericanos en su esfuerzo por proteger el Canal de Panamá. Se em­
pezaron a negociar también acuerdos para la compra de materiales estra­
tégicos mexicanos, pero el problema petrolero bloqueaba el camino ha­
cia una cooperación más amplia. Ese mismo año de 1941 el Departamen­
to de Estado —contra los deseos de las empresas afectadas en 1938—
aceptó nombrar una comisión para valuar las propiedades expropiadas y
la forma de pagarlas. En noviembre se llegó a un acuerdo: un grupo mix­
to de expertos oficiales valuarían las propiedades expropiadas, aunque
las empresas no estaban obligadas a seguir sus conclusiones. En 1942,
ya con Estados Unidos en guerra, se aceptó que México pagara 24 mi­
llones de dólares de indemnización y 5 de intereses a la Standard Oil y a
las otras empresas norteamericanas aún no compensadas por Cárdenas

227
(el último pago se haría en 1949). Se acordó también que las reclama­
ciones por expropiaciones agrarias y por daños causados en México a ciu­
dadanos norteamericanos durante la Revolución, se cubrirían con un pa­
go global de 40 millones de dólares. Por su parte, Estados Unidos aceptó
adquirir plata mexicana hasta por 25 millones de dólares anuales y otor­
gar un crédito por 40 millones de dólares a México para que estabilizara
el peso, más otro por 30 millones para mejorar la red interna de comuni­
caciones, medida necesaria si se quería aumentar el intercambio con Es­
tados Unidos. Finalmente, se negoció un tratado de comercio, fijando
en realidad los términos en que México contribuiría a la causa aliada.
El ejército mexicano se reequipó con créditos norteamericanos, coo­
peró en la vigilancia de la región e incluso y, por razones simbólicas,
envió un escuadrón aéreo al teatro del Pacífico. México también aceptó
que sus ciudadanos residentes en Estados Unidos fueran enlistados en
el ejército siempre que pudiera hacerse lo mismo con los norteamerica­
nos residentes en México, supuesto que resultó enteramente teórico. Al­
rededor de 15 mil mexicanos sirvieron en las fuerzas armadas estaduni­
denses. Por último, México y Estados Unidos firmaron un tratado de
braceros, según el cual hasta 200 mil mexicanos podían trabajar en los
campos agrícolas norteamericanos, los ferrocarriles, etc., sustituyendo
la mano de obra absorbida por el ejército y otras actividades bélicas.
La guerra también peimitió que México reestableciera relaciones con
dos de las grandes potencias aliadas: Gran Bretaña — rotas desde 1938
a raíz de la expropiación petrolera— y la Unión Soviética, suspendidas
desde 1931. Sin problemas para nadie, México pudo así ser miembro
activo del pacto de las Naciones Unidas.

Buena y mala vecindad

La política hemisférica de "büena voluntad" del presidente Roosevelt y


la cooperación durante la guerra, alimentaron el optimismo de ciertos
sectores nacionales en el sentido de que la relación bilateral había cam­
biado sustancial y permanentemente. El secretario de Relaciones Exte­
riores de Avila Camacho, Ezequiel Padilla, personificó esta actitud. En
la posguerra, el propio presidente Miguel Alemán — sin abandonar el
tema nacionalista— creyó posible también borrar el antagonismo de
fondo y subrayar la complementariedad de las economías y la coinci­
dencia de los proyectos políticos a largo plazo.
En realidad, la cooperación durante la guerra no careció de fric­
ciones. Se llegó a un arreglo sobre el pago de la expropiación petrolera,
pero el Departamento de Estado y, en particular, el embajador George
Messersmith, esgrimiendo los problemas económicos de PEMEX, trató
de inducir a Avila Camacho a aceptar algún tipo de asociación con las
empresas expropiadas. Luego de un intenso debate interno, en 1943 Es­
tados Unidos aceptó otorgar un préstamo por diez millones de dólares a
la empresa petrolera mexicana para mejorar su capacidad de refinación,
pero sólo porque esto contribuía de manera indirecta al esfuerzo bélico.
Cuando al final de la guerra México solicitó un segundo préstamo para
PEMEX, Washington lo condicionó a que los nuevos depósitos que se
desarrollaron con su ayuda quedaran como reservas estratégicas de Es­
tados Unidos y no fueran explotadas comercialmente: si México necesita­
ba recursos para una inversión estrictamente comercial, entonces debe­
ría buscarlos con las empresas petroleras privadas. La naturaleza de
condicionamiento hizo que México desistiera del empeño. Sólo hasta el
fin del gobierno de Alemán, a principios de los cincuenta, Estados Uni­
dos aceptó finalmente que no podría tener ingerencia directa en la in­
dustria petrolera mexicana. Sólo entonces la expropiación de 1938
quedó libre de presiones externas.
Con el gobierno de Miguel Alemán (1946-1952) coinciden el debili­
tamiento de la influencia cardenista, el inicio del proyecto desarrollista y
los principios de la guerra fría. El gobierno mexicano reiteró su apoyo a
la política de "buena vecindad" y al mantenimiento de relaciones estre­
chas y cooperación amistosa entre los países del hemisferio occidental.
En 1947 hubo visitas mutuas de los presidentes de ambos países carac­
terizadas por el entusiasmo oficial de ambas partes. Estados Unidos
volvió a apoyar el peso mexicano y el EXIMBANK ofreció a México
50 millones de dólares para proyectos de desarrollo. Ese año se estable­
ció también la comisión mixta para la erradicación de la fiebre añosa en
México, una calamidad que costó a los Estados Unidos 20 millones de
dólares, a México el sacrificio de 160 mil cabezas de ganado y amargas
disputas con los campesinos y ganaderos afectados.
Pese a los buenos deseos de mantener, o al menos prolongar, el
espíritu de cooperación de ambos países durante la guerra, la realidad
fue imponiendo sus intereses divergentes en varios campos.

Espaldas mojadas

Durante la guerra, la economía norteamericana había necesitado mano de


obra no calificada al punto que la demanda superó a la oferta y fue ne­
cesario recibir braceros de México. Pero al final de la contienda, la des­

229
movilización lanzó al mercado de trabajo norteamericano a cientos de
miles de excombatientes a la vez que el ritmo de producción disminuyó
en algunas ramas. Los sindicatos norteamericanos reanudaron la pre­
sión para que se devolvieran a sus compatriotas muchas de las plazas
ocupadas por braceros mexicanos. No obstante, la corriente de trabaja­
dores mexicanos hacia Estados Unidos no cesó ni mucho menos. En
1950 las autoridades migratorias de ese país detuvieron y deportaron a
más de medio millón de mexicanos no documentados, los tristemente
célebres "espaldas mojadas".
En 1951, tras arduas negociaciones, se firmó entre ambos países un
segundo tratado de braceros. México insistía en que la contratación no la
hiciera directamente el empleador, como deseaba Estados Unidos, sino el
mismo gobierno norteamericano, pues sólo así habría una garantía
mínima sobre las condiciones de trabajo. La experiencia había demos­
trado que los granjeros tendían a otorgar a los trabajadores mexicanos
condiciones y salarios por debajo de los mínimos estadunidenses. Los
mexicanos contratados según ese mecanismo, fueron menos de los que
deseaban trabajar en el país vecino y la corriente de trabajadores no do­
cumentados siguió en aumento, junto con los abusos en su contra y las
deportaciones.
En 1954 se intentó renegociar el acuerdo. México insistió en exigir
mayores garantías y el gobierno norteamericano simplemente dejó ex­
pirar el acuerdo para proceder luego a la contratación unilateral. La res­
puesta oficial mexicana fue tratar de impedir que los braceros cruzaran
la frontera, esfuerzo inútil que provocó motines. Miles de trabajadores
mexicanos ignoraron las órdenes del gobierno, simplemente se interna­
ron en el país vecino en busca de trabajo y México no tuvo más remedio
que renovar el acuerdo de 1951. Quedó esto como lección: México no
volvería a tratar de regular el flujo de trabajadores que cruzaban la fron­
tera hacia el norte.
Pero la presión de los sindicatos norteamericanos contra los trabaja­
dores mexicanos no cejó y en 1964 Estados Unidos dio definitivamente
por terminado el acuerdo de braceros. Sin embargo, las fuerzas que
empujaban a los trabajadores mexicanos a ir a Estados Unidos, —de­
sempleo o búsqueda de mejores salarios— no sólo no desaparecieron,
sino que en cierto sentido se acentuaron. La demanda de mano de obra
barata no especializada de los grandes agricultores norteamericanos y
ciertas industrias, continuó. Y el flujo de braceros, ahora ilegales, si­
guió en aumento, aunque ya sin ningún mecanismo oficial que pudiera
servirles de protección. Para fines de los años setenta la emigración in­
documentada de mexicanos a Estados Unidos —que en gran medida era
una emigración temporal y no permanente— ascendía a varios millones

230
y constituía uno de los principales problemas de las relaciones entre los
dos países.

El fin de la relación especial

Otro problema central en las relaciones bilaterales ha sido el del protec­


cionismo y el comercio. En 1942, como ya se vio, el intercambio co­
mercial entre México y los Estados Unidos quedó regulado por un trata­
do, pero al concluir la contienda mundial México estaba más decidido
que nunca a seguir adelante con su incipiente proceso de industrializa­
ción a base de sustitución de importaciones, lo que requería, entre otras
cosas, una alta barrera proteccionista para defender a los industriales en
México de la competencia externa. Por ello, a pesar de la oposición
norteamericana a la protección y a su insistencia de renovar el tratado,
México se negó y en 1950 Estados Unidos se resignó a vivir con el pro­
teccionismo mexicano. A la larga muchas empresas norteamericanas en­
contraron útil este proteccionismo: aquellas que se decidieron a instalar
plantas al sur de su frontera y a producir para el mercado mexicano. De
todas formas, el gobierno de Estados Unidos no quitó el dedo del ren­
glón y puso restricciones a buen número de las exportaciones mexica­
nas. La segunda mitad de los años setenta y la primera de los ochenta
fue marcada por la continua discusión bilateral sobre la conveniencia de
que México suscribiera el Acuerdo General de Aranceles y Comercio
(GATT) o encontrara otras vías de abrir más sus fronteras a ías mercan­
cías extranjeras, si deseaba tener mayor acceso con sus productos ma­
nufacturados a los mercados de los países desarrollados, en particular al
norteamericano.
Temas de litigio bilateral fueron también la reintegración a México del
territorio fronterizo de El Chamizal, cuyo origen, remontado al siglo
XIX, únicamente se solucionó hasta 1963; el acuerdo sobre las rutas
aéreas comerciales, que empezó a negociarse en 1945 y sólo se pudo
concluir en 1957; la controversia sobre los derechos de pesca, viva por
diecisiete años a partir de 1950, volvió a revivir a fines de los años se­
tenta; la salinidad de las aguas del río Colorado, producto de un lavado
de tierras salobres en Estados Unidos iniciado en 1961, se empezó a re­
solver realmente en 1973; el dumping algodonero norteamericano de los
años cincuenta, que afectó negativamente las exportaciones mexicanas
de esa fibra; las restricciones a través de cuotas a las exportaciones mexi­
canas de plomo, zinc o azúcar que tuvieron lugar entre 1957 y 1965; la
sobretasa del 10 por ciento que impuso Estados Unidos a todas sus im­

231
portaciones en 1971 y de la cual México trató sin éxito de que se le exi­
miera, el contrabando de drogas de México a los Estados Unidos se in­
crementó en el decenio de los sesenta y llegó a un punto crítico a media­
dos de los ochenta; en dos ocasiones Washington ordenó una serie de
restricciones al enorme flujo de personas en la frontera para obligar a
México a desarrollar campañas más activas contra los traficantes, crean­
do con ello serias tensiones políticas; la negativa del Departamento de
Energía norteamericano en 1977 a permitir la venta de gas mexicano a
empresas norteamericanas a un precio previamente fijado entre las partes
contratantes y a pesar de que México había iniciado la construcción de
un costoso gasoducto. Al finalizar los años setenta, se había disipado la
idea —producto de la alianza durante la segunda Guerra Mundial— de
apelar a una "relación especial" entre México y Estados Unidos para so­
lucionar los problemas entre ambos países. La naturaleza de la relación
bilateral se percibió entonces de manera más realista: había que tratar de
mantener relaciones cordiales con el vecino del norte pero partiendo de la
existencia de antagonismos estructurales que hacían imposible una com­
patibilidad absoluta de intereses.
La relación directa con Estados Unidos no agotó el universo de la re­
lación de México con ese país, pues parte de esta relación se llevó a ca­
bo en foros multilaterales, como las organizaciones latinoamericanas, las
Naciones Unidas y otras similares. Al concluir la segunda Guerra Mun­
dial, la posibilidad de una alianza interamericana permanente resultó
muy atractiva para México. Se consideraba entonces que a cambio del
apoyo político de América Latina, Estados Unidos otorgaría a la región
la ayuda suficiente para acelerar su transformación económica. El fraca­
so de esta posición en la conferencia interamericana de Chapultepec fue
un duro golpe para quienes abogaban entonces por unir más a México
con Estados Unidos. Pese a todo, México suscribió en 1947, junto con
Estados Unidos y el resto de los países latinoamericanos, el Tratado In-
teramericano de Asistencia Recíproca, instrumento que consolidaba la
alianza político-militar con Estados Unidos y sentaba las bases para una
acción conjunta de los países de la región en caso de un ataque extra-
continental. Justamente en ese momento, la ayuda económica oficial
norteamericana —el llamado Plan Marshall— se volcó hacia Europa
Occidental y no hacia America Latina. México perdió buena parte de su
entusiasmo por el sistema interamericano y su participación en la OEA
estuvo menos encaminada a fortalecer las ligas políticas hemisféricas
que a objetar los intentos norteamericanos de usar la organización para
legitimar sus intervenciones en casos como los de Guatemala en los
años cincuenta y los de Cuba y la República Dominicana en el decenio
siguiente. En foros más amplios, sobre todo en las Naciones Unidas,

232
México mantuvo una posición prudente: no contrarió la posición norte­
americana en cuestiones vitales como la "guerra fría", pero trató de
mantener una cierta distancia de Washington.

Puertas al campo

Es cierto que a partir de 1940 la relación con Estados Unidos siguió


siendo el meollo de la política exterior mexicana; también lo es sin em­
bargo, que persistieron los esfuerzos mexicanos para hacer menos as­
fixiante la relación. Las trabas a las exportaciones de m aterias primas
mexicanas al mercado estadunidense de los años cincuenta y el deterioro
comercial, llevaron a los dirigentes mexicanos a pensar en diversificar
mercados. Entre 1956 y 1961 el valor de las exportaciones mexicanas
se mantuvo prácticamente estacionario, en buena medida por la baja en
los precios de artículos tales como café, algodón, plomo, zinc, cama­
rón, etc. En contraste, el valor de las importaciones aumentó constante­
mente, de tal manera que la debilidad del comercio exterior empezó a
afectar el esquema mismo de desarrollo del país.
Durante el gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964) se dieron
pasos concretos para entablar relaciones políticas y económicas con las
naciones que acababan de surgir a la vida independiente, aunque sin lle­
gar a ligarse formalmente con el llamado grupo de los no alineados, en­
cabezado por India, Yugoslavia y Egipto. Se trató también de revitalizar
los lazos económicos con los países europeos occidentales y Japón y
establecerlos a un nivel significativo con el bloque socialista. Se buscó
la diversificación dentro de América Latina a través de la ALALC, a la
que se consideró como el paso inicial para la eventual constitución de un
verdadero mercado común de los países de la región.
Los resultados de estos esfuerzos fueron magros. Europa y Japón
no intentaron ni pudieron tener en México la presencia que México de­
seaba. Los países africanos y asiáticos con quienes se establecieron
vínculos diplomáticos, simplemente no estuvieron en posibilidad de
efectuar ningún intercambio sustantivo por tratarse de economías dé­
biles y complementarias. La ALALC finalmente se empantanó ante la
imposibilidad de que los diversos países latinoamericanos sacrificaran
sus intereses particulares inmediatos, en aras de una integración futura.
En este contexto de búsqueda de alternativas a la dependencia de los
Estados Unidos, el gobierno del presidente Echeverría lanzó una nueva
ofensiva internacional, más ambiciosa aún que la de López Mateos, para
abrir a México esos nuevos mercados y foros políticos internacionales.

233
Se crearon entonces dos instituciones especializadas para apoyar esta
política: el Instituto Mexicano de Comercio Exterior para fomentar las
exportaciones y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, para dis­
minuir la dependencia tecnológica alentando la creación de fuentes pro­
pias. Echeverría efectuó además una docena de giras internacionales que
lo llevaron a alrededor de 40 países y a designar como embajadores a un
buen número de economistas. Esta diversificación de contactos interna­
cionales quedó inscrita dentro de un marco discursivo antiimperialista y
de defensa de la posición del "tercer mundo”. La concreción mayor de
esta política fue la adopción por parte de las Naciones Unidas de la
"Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados", propuesta
por México, contra el sentir de los grandes países industriales. Adopta­
da la carta, lo verdaderamente difícil — y que resultó imposible— fue
lograr que se pusiera en práctica. México se topó en este empeño con la
falta de voluntad política de las grandes economías industriales, más
preocupadas por evitar una recesión a través del proteccionismo que en
auxiliar a los países en desarrollo. La acción tercermundista de México,
así como su acercamiento al régimen socialista chileno de Salvador
Allende, irritó a ciertos círculos norteamericanos sin que lograra desper­
tar una respuesta interna de apoyo sustantivo. La nueva política exterior
del presidente Echeverría coincidió con la crisis general del desarrollis-
mo mexicano, lo que ocasionó su debilitamiento y posterior fracaso. El
déficit comercial creció a velocidad espectacular en los años setenta y,
con ello, el endeudamiento extemo, contratado en su gran parte con ins­
tituciones norteamericanas. Al finalizar el gobierno de Luis Echeverría,
era claro que un legítimo esfuerzo por disminuir la dependencia no
había dado el resultado esperado.
La tónica pesimista que imperó en los círculos políticos y económi­
cos en México en 1976 y 1977 empezó a dar lugar a un cauto optimis­
mo en 1978 a raíz de los anuncios de importantes descubrimientos de
petróleo y gas en el sureste de México.
En un tiempo sorprendentemente corto, México se colocó en el sexto
lugar mundial por sus reservas de hidrocarburos. El ritmo de crecimien­
to económico se recuperó y ese año de 1978 alcanzó el 4 por ciento.
Mientras otros países sufrían un receso, se predecía en México un rit­
mo mayor de crecimiento para el futuro inmediato. Frente al auge petro­
lero (más de dos millones de barriles diarios de producción en la prime­
ra mitad de 1980), la deuda pública externa de 30 mil millones de dóla­
res no pareció tan grande como en el pasado, y la confianza en México
dentro de los mercados internacionales de capital se restauró.
El gobierno de López Portillo no tardó mucho en retomar la idea de di­
versificar las relaciones económicas de México, esta vez con base en el in­

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tercambio petrolero. El mercado natural del gas y del petróleo mexicano
era Estados Unidos y en 1978 ese país absorbió el 88.6% de las exporta­
ciones mexicanas de hidrocarburos; sin embargo, la proporción empezó a
disminuir después de un esfuerzo consciente por aumentar la importan­
cia de clientes como Israel, España, Francia, Canadá, Japón o Suecia. La
idea no era sólo enviar petróleo a esos países, sino condicionar su venta a
un intercambio más complejo. Incluso el petróleo se empezó a usar como
un elemento de la política general hacia Centroamérica, donde México
empezó a dar claras muestras de estar dispuesto a apoyar efectivamente a
los gobiernos y partidos reformistas. En fin, al concluir el decenio de los
setenta, México volvía una vez más a buscar solución a su eterno dilema
de política exterior: establecer una relación satisfactoria con los Estados
Unidos pero no tan estrecha y unilateral que ahogara sus posibilidades de
un desarrollo razonablemente autónomo. Pero otra vez la debilidad de la
estructura económica resultó ser su talón de Aquiles.
En 1980, en medio de la euforia del petróleo, el gobierno del presi­
dente López Portillo pudo responder a las presiones norteamericanas
para que México se uniera al GATT, orquestando un gran debate nacio­
nal en donde se rechazó la idea por considerarla producto de las pre­
siones imperialistas y contrarias al interés nacional. Al año siguiente,
cuando el precio internacional del petróleo empezó a desplomarse, Mé­
xico fue la sede de una conferencia cumbre internacional entre los no
muy entusiastas jefes de Estado de los países industrializados del norte
y algunos de los líderes de las numerosas naciones subdesarrolladas del
sur, la ambiciosa meta de López Portillo al convocar a la conferencia de
Cancún era nada menos que lograr un acuerdo de cooperación econó­
mica más entre pobres y ricos, es decir, triunfar donde había fallado la
Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados propuesta por
Echeverría. Para 1982 el mercado petrolero se había desplomado irre­
mediablemente y México, con una de las deudas extemas más grandes
del mundo —alrededor de 83 mil millones de dólares— no estaba en la
posibilidad de ser la punta de lanza de una negociación Norte-Sur ni de
nada parecido.
En agosto de 1982, México informó que no estaba en posibilidad de
hacer frente al pago de su deuda. La Reserva Federal de los Estados
Unidos, el Departamento del Tesoro de ese país y once grandes bancos
internacionales le extendieron a México un préstamo de emergencia por
1,850 millones de dólares, préstamo que México debería de pagar, en
pane, con petróleo vendido a bajo precio a la Reserva Estratégica de Es­
tados Unidos. Era el principio de una nueva crisis y el triste fin de una
política que se había anunciado en sus inicios como el verdadero camino
a la independencia económica.

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