Lectura 4-El Milagro Mexicano
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El milagro mexicano
1940-1968
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La Revolución como legado
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Revolución dejó de ser una fuerza real después del sexenio de
Avila Camacho (1940-1946) pero su prestigio histórico y
el aura de sus transformaciones profundas siguió dando legitimidad a
los gobiernos mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Ese brillo
mitológico y real del periodo reciente, permitió a partir de Cárdenas que
el status quo, plagado de fallas e injusticias, fuera presentado vero
símilmente al país como algo pasajero, ya que el verdadero México era
justamente el que aún no surgía, el que estaba por venir. Fue ése un
salto ideológico crucial y tiene su propia historia: la conversión del
hecho revolucionario en un presente continuo y un futuro simple pro
misorio.
La certeza de que la Revolución Mexicana no fue sino la secuela
culminante de los grandes movimientos del siglo XIX — la Inde
pendencia y la Reforma— es común a los gobernantes de México desde
Venustiano Carranza. Pero el modo como esta convicción fue siendo
asumida por los diversos regímenes revolucionarios hasta volver al
Estado mexicano no sólo el heredero y el guardián, sino la vanguar
dia sucesiva y patriótica de esa historia en acción, registra cambios
notables.
La Revolución Mexicana y la Constitución de 1917 fueron perdien
do su condición de hechos históricos precisos para volverse, como la
historia toda del país, un "legado", una acumulación de aciertos y sabi
durías que avalaban la rectitud revolucionaria del presente.
Hasta Cárdenas, la porción de historia requerida para legitimar los
regímenes revolucionarios era en lo fundamental la que empezaba con la
insurrección de 1910. A partir de 1940, empezó a dominar el lenguaje
oficial, la certeza de ser el gobierno heredero y continuado de una his
toria anterior que se remontaba hasta la Independencia.
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El presidente Alvaro Obregón (1921-1924) se desentiende de las pe
culiaridades del pasado revolucionario inmediato (su deseo es que se
mire ese pasado como un hecho consumado) por una razón inversa a la
que obligará a presidentes como Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958),
Adolfo López Mateos (1958-1964), o Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970)
a acordarse en exceso de él y a extender la unidad de ese pasado hasta la
Independencia. Obregón no dudaba de su legitimidad, no se cuestionaba
la validez de su origen porque nadie cuestionaba tampoco la liga obvia,
reciente, de su gobierno con ese origen. Era un caso estricto de "buena
conciencia" revolucionaria. De ahí que pudiera hablar sin rubor de la
"buena fe" como sustento de todo lo que emanaba del gobierno, incluso
de los errores.
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"verdaderos ensayos de realismo y socialización". [El futuro] será tam
bién el terreno de la consolidación del fenómeno, no en tanto facción
política con un pensamiento propio, sino como el pensamiento por an
tonomasia.
Un eterno futuro
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Al final de ese discurso, Avila Camacho tendió una pacífica mirada
sobre la historia de la nación ya no como lucha sino como herencia, no
como fricción social sino como un terreno fraterno de concordia: "Pido
con todas las fuerzas de mi espíritu a todos los mexicanos patriotas, a
todo el pueblo, que nos mantengamos unidos, desterrando toda intole
rancia, todo odio estéril, en esta cruzada constructiva de fraternidad y de
grandeza nacionales". La noción política de unidad nacional fue el odre
que empezó a añejar la idea de la historia y los valores espirituales de
México como un tesoro acumulado con las luchas del pasado.
El gran viraje
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que a partir de 1940, la inversión pública ha sido en promedio sólo una
tercera parte de la total y las dos restantes del sector privado.
Económicamente, el pacto funcionó al extremo de que observadores
y analistas hablaron durante un tiempo, sin rubor, del "milagro mexica
no". Entre 1940 y 1960, la producción nacional aumentó en 3.2 veces y
entre 1960 y 1978, 2.7 veces; registraron esos años un crecimiento
anual promedio de 6%, lo que quiere decir sencillamente que el valor
real de lo producido por la economía mexicana en 1978 era 8.7 veces
superior a lo producido en 1940, en tanto que la población había au
mentado sólo 3.4 veces.
La economía no sólo creció sino que se modificó estructuralmente.
En 1940, la agricultura representaba alrededor del 10 por ciento de la
producción nacional, en 1977 sólo el 5 por ciento. Las manufacturas en
cambio pasaron de poco menos del 19 por ciento a más del 23 por cien
to. Otros cambios decisivos aunque no estrictamente económicos, fue
ron los demográficos. La población pasó de 19.6 millones de habitantes
en 1940 a 67 millones en 1977 y más de 70 en 1980. En 1940, sólo el
20 por ciento de esta población vivía en centros urbanos, en 1977, c< si
el 50 por ciento; en cuarenta años, junto al proceso de industrialización,
el país experimentó un cambio espectacular en sus niveles de urbaniza
ción y crecimiento demográfico.
La zona inmóvil
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monolítico, sin adversarios que pudieran hacerle sombra. Todas las gu-
bematuras y los puestos del Senado siguieron en sus manos, y la oposi
ción sólo fríe admitida en la Cámara de Diputados, en rentable calidad
de minoría que legitimaba las formas democráticas sin capacidad de in
fluir realmente en el comportamiento del cuerpo legislativo.
En diciembre de 1940, apenas iniciado el periodo gubernamental del
general Avila Camacho, el sector militar del PRM desapareció definiti
vamente. Fue una prueba simbólica de la profesionalización alcanzada
por el ejército revolucionario y de su subordinación institucional al jefe
del poder ejecutivo, una tendencia que habría de volverse realidad po
lítica permanente a partir de 1946, con la elección del primer presidente
civil de la era posrevolucionaria, Miguel Alemán (1946-1952), que inició
la larga lista, ininterrumpida desde entonces, de mandatarios no milita
res del México posrevolucionario.
El PRM como tal dejó de existir en 1946, pero su transformación,
como la anterior, fue ordenada e indolora; abandonó el nombre y los
programas que lo ligaban con la época cardenista para transformarse en
el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI), con cambios intere
santes en sus estatutos y programas, pero muy pocos en sus estructuras
reales.
El crecimiento económico capitalista montado en la virtual inmovili
dad de un sistema político con füertes rasgos autoritarios, dio como re
sultado una estructura social muy distante de la esperada en un régimen
revolucionario comprometido con la justicia social. México se unió a las
potencias aliadas en la segunda Guerra Mundial y su notable crecimien
to económico reprodujo una estructura distributiva en la que el salario
fue perdiendo terreno frente al capital. El porcentaje del ingreso dispo
nible para la mitad de las familias más pobres de la pirámide social fue
en 1950 del 19 por ciento, en 1957 del 16 por ciento, en 1963 del 15 por
ciento y en 1975 de sólo el 13 por ciento. Por contraste, el 20 por ciento
de las familias con mayores recursos recibieron en 1950 el 60 por
ciento del ingreso disponible, en 1958 el 61 por ciento, en 1963 el 59
por ciento y en 1975 poco más del 62 por ciento: una concentración del
ingreso muy alta incluso si se la compara con la de otros países latino
americanos, que no se distinguen por su equidad pero tampoco hicieron
una revolución.
La política económica poscardenista encontró un discutible sustento
en la idea, de linaje obregonista, de que era necesario primero crear la
riqueza para después repartirla. En la realidad, como muestran las ci
fras, se apoyó denodadamente la primera fase sin hacer gran cosa por la
segunda, que sin embargo se mantuvo teóricamente como verdadera y
legítima meta de los "gobiernos de la revolución".
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El callejón de la posguerra
D el entusiasmo a la represión
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manas y no en una industria con bases falsas. Pero México no regresó a
su esencia y el cambio de sus patrones productivos en los cuarenta fue
perdurable.
El arrollador proyecto industrializador coincidió con la segunda
Guerra Mundial, pero en buena medida las inversiones que le sirvieron
de base estaban hechas desde antes. A partir de 1942 las exportacio
nes de materias primas crecieron notablemente y el país contó con las
divisas necesarias para importar el equipo que empezaban a necesitar
sus fábricas. Desafortunadamente, las fuentes abastecedoras de esta ma
quinaria —Estados Unidos y Europa— estaban absorbidas por el es
fuerzo bélico y no pudieron surtir todos los bienes que México deseaba
y podía adquirir en ese momento. El impulso industrializador tuvo rien
da suelta sólo después de la guerra, bajo la presidencia de Miguel Ale
mán (1946-1952). En 1939 las manufacturas representaban el 16.9 por
ciento de la producción total del país. En 1945, el porcentaje había subi
do al 19.4 por ciento y para 1950 implicaba ya el 20.5 por ciento. Para
entonces, la meta de los esfuerzos económicos tanto del sector oficial
como de la gran empresa privada, era construir la sociedad industrial
prometida por la posguerra como el único medio para salir del subdesa-
riollo y ampliar las posibilidades de la acción independiente del país.
Para el cardenismo la preocupación dominante había sido sentar las
bases de una sociedad más justa y congruente con la Revolución. Para
el joven grupo de civiles llegados al poder en 1946 con el presidente
Alemán, la obsesión fue primero crear la riqueza mediante la sustitución
industrial de importaciones tradicionales y repartirla luego de acuerdo
con las demandas de la justicia social. Nadie puso fecha a la segunda
fase y los dirigentes oficiales y privados del país no parecieron intere
sarse realmente sino en la primera parte de la ecuación: acumular capital.
Las cifras traducen su singular entusiasmo.
Entre 1940 y 1945, el sector manufacturero creció a un promedio
anual del 10.2 por ciento. Terminada la guerra, el ritmo disminuyó al
5.9 por ciento anual en el siguiente lustro, pero superada la etapa de rea
justes el ritmo volvió a acelerarse y el promedio de la década de los años
cincuenta fue de 7.3 por ciento. Durante la guerra, aprovechando el va
cío dejado por las grandes potencias, la industria mexicana empezó a
exportar textiles, productos químicos, alimentos, etc. Con el retomo de
la normalidad internacional muchos de estos mercados externos se per
dieron por falta de competitividad y las nuevas manufacturas mexicanas
se destinaron sobre todo a satisfacer el mercado interno, en donde las
barreras arancelarias limitaron la competencia externa. La decisión pro
teccionista permitió que las nacientes industrias se consolidaran y
expandieran, pero sin exigirles la obligación de ser eficientes. A la lar
ga, esa falta de exigencia haría de la mexicana una economía volcada so
bre sí misma e impediría a los productores nacionales ampliar sus mer
cados más allá de las fronteras, condición que frenaría el surgimiento de
una verdadera industrialización moderna e independiente.
La nueva planta industrial mexicana, surgida al margen de cualquier
intento de planificación, requería importaciones sustanciales de bienes
de capital, pero como no exportaba en igual proporción, las divisas para
financiarlas se obtuvieron de las exportaciones agrícolas y mineras tra
dicionales, de los envíos de braceros, del aumento del turismo y del in
greso de capital extranjero que venía a participar del auge. Muchas de
las firmas extranjeras que antes enviaban sus productos a México, en
contraron conveniente aceptar la política gubernamental y establecer
plantas de ensamble o de fabricación en el país para evitar el pago de los
aranceles proteccionistas y no perder el mercado, pero casi nunca para
exportar. Así, la inversión extema directa pasó de 450 millones de dóla
res en 1940 a 729 millones al finalizar el gobierno de Alemán.
El énfasis industrializador trajo nuevas y necesarias inversiones en
infraestructura — comunicaciones y energía— y en la agricultura, la
fuente de exportaciones básica para financiar la estrategia económica.
Del periodo alemanista datan las nuevas grandes inversiones en obras de
irrigación y carreteras, que absorbieron en esos años alrededor del 22
por ciento del presupuesto federal. Pero esta vez las tierras beneficiadas
no fueron preponderantemente ejidales, sino propiedad privada, lo que
se justificó en nombre de la eficiencia.
El desarrollo estabilizador
Fisuras y precipicios
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Fuente: Banco de México, S.A., Información económica. Producto Interno Bruto y gasto.Cuaderno 1960-1977 (México: Banco de
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203
más moderno de las manufacturas fue extranjera. De las 101 empresas
industriales más importantes de México en 1972, 57 tenían partici
pación de capital extranjero. De los 2,822 millones de dólares a que as
cendía entonces la inversión extema directa, 2,083 estaban en la indus
tria manufacturera. A partir de 1973, cuando la economía mexicana
entró en crisis, se trató de suplir con gasto público la baja en el ritmo
de la inversión privada nacional y extranjera pero la mayor tajada de esos
recursos oficiales eran préstamos externos, de modo que si la inversión
extranjera directa sólo perdió importancia relativa, lo hizo frente a la in
versión extranjera indirecta, es decir, ante el aumento de la deuda exter
na. En 1971 esta deuda extema del sector público alcanzaba ya una
magnitud considerable: 4,543.8 millones de dólares y cinco años más
tarde se había casi cuadruplicado, con 19,600.2 millones de dólares. A
través de préstamos obtenidos en instituciones internacionales y bancos
privados extranjeros, el gobierno pudo hacer frente al déficit comercial
en aumento, así como a las necesidades de inversión para mantener el
ritmo de crecimiento de la economía. Esta estrategia no podía mante
nerse indefinidamente, sobre todo si se tiene en cuenta que el déficit en
cuenta comente de 1971,726.4 millones de dólares, se había vuelto de
3,044.3 millones cinco años más tarde, en 1976, año que culminó con
una devaluación estrepitosa —el peso de devaluó 50 por ciento respecto
del dólar— y el establecimiento de una paridad flotante del peso.
Para cuando el presidente Echeverría dejó el poder, el desarrollo es
tabilizador era historia, el crecimiento económico se detuvo y la opinión
nacional e internacional empezó a poner en duda la salud y viabilidad de
la economía mexicana. Se dejó de hablar de "milagro económico". Las
agencias financieras internacionales actuaron en consecuencia. El Fondo
Monetario Internacional (FMI) impuso condiciones al manejo de la eco
nomía mexicana (entre otras un freno al déficit presupuestal y al en
deudamiento extemo) pa'ra poder dar su aval a los mercados de crédito
internacionales.
El endeudamiento de los años setenta no sólo se explica por la falta
de dinamismo del sector privado y el creciente papel de motor de la eco
nomía del sector público. El gobierno no pudo o no quiso llevar a cabo
una reforma fiscal a fondo, y le resultó más cómodo encarar sus res
ponsabilidades pidiendo prestado en el exterior para seguir administran
do y promoviendo el crecimiento económico basado en una industria
poco competitiva, exigente de insumos importados pero incapaz de ge
nerar las divisas necesarias para conseguirlos. Paralelamente, la baja
sistemática en el crecimiento de la agricultura desde mediados de los se
senta, no sólo impidió aumentar las exportaciones tradicionales sino que
obligó a usar cada vez más dólares en importar granos y otros alimentos
básicos para cubrir la demanda nacional. México empezó a perder la
autosuficiencia relativa que había logrado en la época del "milagro eco
nómico".
La buena nueva petrolera — la confirmación de la existencia de am
plias reservas— empezó a despejar el panorama económico a partir de
1977. Con el cambio de gobierno y con la posibilidad de una enorme
riqueza de hidrocarburo en el subsuelo mexicano, se restableció un tanto
la resquebrajada confianza de los inversionistas nacionales y extranjeros
y del público en general. El petróleo se convirtió en un abrir y cerrar de
ojos en el eje de los nuevos y más ambiciosos planes de desarrollo in
dustrial y agrícola, que contemplaban un ritmo de crecimiento de la eco
nomía en su conjunto del 8 por ciento anual en promedio. El aumento en
las reservas petroleras probadas fue notable: de 3,600 millones de ba
rriles en 1973 saltó a 16,000 millones en 1977, a más de 40,000 mi
llones al principiar 1979, y a 72,000 millones en 1981, lo que colocó a
México en el sexto lugar como país con potencial petrolero. La con
fluencia afortunada de un aumento sin precedente en los precios mun
diales del petróleo, precisamente en esos años, llevó al gobierno de José
López Portillo (1976-1982) a aumentar rápidamente la capacidad pro
ductora de PEMEX de modo que pudiera exportar alrededor de un
millón y cuarto de barriles diarios de crudo en 1982 y dedicar otro tanto
al consumo interno con precios por debajo de los prevalecientes en el
mercado mundial.
Fue así como se salvó la coyuntura económica de 1976, pero quedó
pendiente de resolver el problema de fondo más difícil: pese a su relativa
industrialización, México seguía siendo básicamente un país exportador
de productos primarios, vulnerable a las fuerzas externas e incapaz de
competir en los mercados internacionales de manufacturas. Se pensó
que con el petróleo y el tiempo, este mal básico se podría curar de ma
nera adecuada e indolora, en lo que sería una especie de segundo "mi
lagro económico". Este problema se magnificó porque las barreras pro
teccionistas de los países industrializados lejos de abatirse mostraron
una tendencia a reforzarse.
Para fines de los setenta, no había duda de que el mexicano prome
dio disfrutaba de un nivel de bienestar superior al que tenía cuatro dece
nios atrás, pero tampoco se podía ocultar la precariedad de los funda
mentos mismos del sistema económico en que se fincaba esta nueva
forma de vida: todo dependía de que el petróleo siguiera siendo un bien
caro y con amplio mercado externo. Desafortunadamente, hasta ese mo
mento ninguno de los países petroleros del llamado mundo subdesa-
rrollado había logrado transformar sus exportaciones de ese energético
en riqueza permanente. En principio, la política oficial aceptaba que la
205
nueva exportación de petróleo y gas debía ser moderada y nunca un
sustituto a las necesarias reformas de la economía industrial, agrícola y
comercial. Entre el dicho y el hecho, hubo un buen trecho. Las reformas
de fondo no llegaron — faltó el tiempo y falló la voluntad— y México
vivió el ciclo de desequilibrio, endeudamiento, inflación, corrupción y
fuga de recursos que había caracterizado hasta entonces la petrolización
de otros tantos países productores.
207
importancia que el capital y usar así, de manera intensa el recurso que
abundaba en México, el trabajo. Pero las posibilidades técnicas de com
binar esos elementos no resultaron tan fáciles en la práctica como en la
teoría. El capital puede ser sustituido por la mano de obra sólo hasta un
cierto punto, nunca a voluntad. La visión alternativa empezó a ganar
adeptos al final de los años setenta: no era realista empeñarse en buscar
siempre técnicas intensivas de mano de obra como bien lo mostraban
experiencias como las de India o China, sino entrar de lleno a la etapa
de producción de bienes de capital; para eso podrían emplearse buena
parte de los recursos que se suponía iba a dar el petróleo. La creación de
fuentes de trabajo, una meta que, junto con el aumento de la producción
de alimentos, encabezó la lista de prioridades del gobierno federal a
partir de 1980 en vísperas de la crisis de 1982, pues la generación de
empleos productivos se presentó como había llegado a convertirse: en
uno de los grandes retos económicos y políticos para quienes decidían
sobre los destinos de México.
El colchón de enmedio
Fuente: Wouter van Ginnekin citado por: Hewitt de Alcántara, Cynthia, "Ensayo so
bre la satisfacción de necesidades básicas del pueblo mexicano entre 1940 y
1970", en Cuadernos del CES, No. 21, 1977, p. 30.
Por otra parte, los cambios registrados en favor de los estratos me
dios tuvieron como contrapartida una pérdida relativa de los sectores
populares. Al entrar a la década de los ochenta, la deformidad social a la
que aludió Molina Enríquez no se había eliminado, simplemente se
había transformado, pese a que el discurso oficial insistía en la necesi
dad de disminuir la distancia entre los extremos sociales.
La mala distribución del ingreso fue, en parte, el reflejo de otro fe
nómeno: el de la concentración industrial, agrícola, comercial y finan
ciera. Según los datos del censo industrial de 1965, el 1.5 por ciento de
210
los 136,066 establecimientos registrados, controlaba el 77.2 por ciento
de todo el capital invertido en esa actividad y aportaba el 75.2 por cien
to del valor de la producción. De acuerdo con el censo agrícola de 1960,
el 1 por ciento de los predios no ejidales controlaba el 74.3 por ciento
de toda la superficie agrícola en manos de propietarios privados. En el
campo comercial, y en ese mismo año, el 0.6 por ciento de los estableci
mientos controlaba el 47 por ciento del capital invertido y captaba el
50% de los ingresos que ese sector recibía por ventas.
Pasada la euforia del alemanismo, diversos analistas del panorama
mexicano propusieron que el Estado aumentara su influencia en la dis
tribución del producto interno bruto entre las clases mediante el sistema
impositivo. En realidad, las reformas del sistema impositivo guiadas
por esa convicción resultaron insuficientes. Es verdad que el gasto con
solidado del gobierno federal y las empresas paraestatales pasara del 23
por ciento del gasto total en 1971 al 42 por ciento en 1976, pero las
fuentes que financiaron tan espectacular salto, sin embargo, fueron en
primer lugar la deuda extema, y en segundo mayores gravámenes de
carácter general o al ingreso de los sectores medios, pero que afectaron
muy poco a los grupos altos. La oposición cerrada de los círculos em
presariales y de los sectores más conservadores dentro de las burocra
cias oficiales, frustró el intento de gravar de manera progresiva las ga
nancias de capital. Sin embargo, el camino para aminorar la desigualdad
social en México parece que debe conducir antes a un cambio en las re
glas que rigen el impuesto a las ganancias del capital.
211
República, cuyas facultades constitucionales y metaconstitucionales no
se vieron obstaculizadas ni limitadas por los otros poderes federales con
las que se supone comparte el poder, ni tampoco por el surgimiento de
centros informales de poder. El Congreso, el poder judicial, el gabinete,
los gobernadores de los estados, el ejército, el partido oficial, las princi
pales organizaciones de masas, el sector paraestatal e incluso las orga
nizaciones y los grupos económicos privados, reconocieron y hasta apo
yaron el papel de la Presidencia y el presidente como instancia última e
inapelable en la formulación de iniciativas políticas y resolución de los
conflictos de intereses en la cada vez más compleja sociedad mexicana.
Es verdad que los cambios en la trama social y económica poste
riores a 1940 favorecieron sobre todo la acumulación acelerada de capi
tal y por tanto la concentración de recursos materiales en unos cuantos y
poderosos grupos de empresarios privados. Sin embargo, el poder eco
nómico no se tradujo necesariamente en un aumento del político relativo
del gran capital, aunque ésa pareció ser la tendencia. Entre 1940 y 1980
los grupos empresariales aumentaron su poder en una proporción ma
yor que el resto de los actores políticos. Sin un control directo todavía
de la cosa pública, han alcanzado un gran poder de veto sobre las inicia
tivas de la llamada "clase política", encabezada por el presidente. Ahora
bien, la sorpresiva nacionalización de la banca privada — el corazón de
la burguesía financiera— en 1982, mostró que frente al poder concen
trado del Estado, el veto de la élite empresarial no funciona. Sin embar
go, en situaciones normales, no es extraño que ciertas iniciativas eco
nómicas del gobierno sean modificadas por la presión concentrada de
los más altos representantes del sector privado. Algunos observadores
han sostenido que al final de la década de los setenta, el Estado parecía
haber perdido terreno en términos relativos frente a las principales fuer
zas de la sociedad civil, particularmente el gran capital. Según este pun
to de vista los grupos de interés del sector empresarial —como el llama
do "grupo Monterrey" o "grupo Televisa"— emergían como actores
políticos cada vez más decisivos. De hecho, una de las principales pre
ocupaciones del gobierno federal en la segunda mitad de los setenta fue
la de usar los recursos petroleros para fortalecer al Estado y evitar que
perdiera su carácter de rector del desarrollo mexicano. La crisis de 1982
y sus secuelas debilitaron enormemente a ciertos sectores empresariales,
que debieron acudir a la protección del Estado para hacer frente a asun
tos tan vitales como necesidades de crédito y respaldo para renegociar
su deuda externa.
Por lo que hace a las estructuras políticas formales, el partido oficial
cambió de nombre en enero de 1946, dejó de ser Partido de la Revolu
ción Mexicana para volverse la inescapable contradicción de conceptos
que lo distingue desde entonces: el Partido Revolucionario Institucional
(PRI). La modificación de siglas no implicó la de su naturaleza íntima,
ni la de su amplio dominio sobre la vida política del país. El PRI como
antes el PNR y PRM, no perdió en las urnas la Presidencia de la Re
pública, una sola de las gubernaturas ni un escario en el Senado. Los
miembros de la oposición que llegaron al Congreso federal fueron po
cos, se concentraron en la Cámara de Diputados y nunca estuvieron en
capacidad de poner en entredicho el dominio del partido oficial sobre el
poder legislativo. Los escasos municipios que por algún tiempo han
quedado en manos de la oposición, invariablemente terminaron por vol
ver al control priísta. En realidad, la oposición partidaria sólo tuvo posi
bilidades de acción en la medida en que el grupo en el poder lo permitió,
lo cual no significa que esta oposición no haya tenido vida y fuerza pro
pias. Sin embargo, le hubiera sido difícil hacerse del modesto sitio que
logró en el panorama electoral si se hubiera topado con el rechazo abier
to de quienes han ejercido el poder en el México contemporáneo. Una
forma tradicional en el sistema político mexicano de aminorar las ten
siones ha sido, justamente, el no cerrar todas las puertas a las expresio
nes de la disidencia, particularmente a partir de los años sesenta en que
la explosividad de la oposición, casi sin cauces de expresión institucio
nales, sacudió al sistema con las huelgas ferrocarrileras de 1958, el
movimiento estudiantil de 1968 y los movimientos armados de guerri
llas urbanas y rurales de los años setenta.
213
e insistió sólo en que Padillla era el hombre que había foijado la exitosa
alianza con los Estados Unidos durante la guerra y el que se proponía
— su único rasgo distintivo— fortalecer el nuevo internacionalismo pro-
occidental de la política exterior mexicana. Desafortunadamente para
Padilla, su proyecto no despertó gran entusiasmo en México ni los nor
teamericanos encontraron algo fundamentalmente negativo en la candi
datura de Alemán. El cómputo oficial de la elección, dio el 77.9 por
ciento de los votos a Miguel Alemán y sólo el 19.33 por ciento a Padi
lla. El PDM impugnó de inmediato la victoria oficial como un claro pro
ducto del fraude, pero ninguna fuerza política importante y decisiva lo
apoyó. En poco tiempo el PDM y su candidato se esfumaron sin que
quedara tras ellos ninguna huella perdurable.
En 1952 se repitió el fenómeno de la "oposición desde dentro", pero
esta vez con mayor intensidad. El PRI postuló como candidato al secre
tario de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, pero esta decisión del pre
sidente Alemán contrarió las expectativas del general Miguel Henríquez
Guzmán, miembro prominente del grupo gobernante, que creía tener
derecho a la Presidencia en virtud de una brillante hoja de servicios mili
tares y políticos. La reacción del general a la decisión presidencial en su
contra fue crear un partido propio, la Federación de Partidos del Pueblo
(FPP) y enfrentarse al monopolio priísta.
La experiencia de Padilla no pesó en el ánimo de los henriquistas,
quizá porque creyó que una buen aparte del ejército simpatizaba con
Henríquez, lo mismo que el núcleo cardenista. La Unión de Federacio
nes Campesinas, cuya bandera, fue: Inviolabilidad del ejido y respeto a
la pequeña propiedad, respaldo al general Henríquez Guzmán, pero nin
guna organización obrera se fue tras la causa henriquista aunque sus
partidarios sí llevaron a cabo una campaña de propaganda para atraer la
atención y el voto de los asalariados urbanos. Finalmente, la oposición
henriquista confió en la siempre latente inconformidad de la clase media
y del mundo universitario frente al autoritarismo del partido en el poder.
Henríquez, como antes Padilla o Almazán, tampoco presentó una plata
forma electoral de alternativa a la del partido oficial. Por el contrario, el
general insistió en el cumplimiento cabal de las banderas políticas y so
ciales de la Revolución, lo cual era imposible lograr, aseguraban, mien
tras el PRI siguiera en el poder.
Los cómputos oficiales de las elecciones de 1952 otorgaron a Adolfo
Ruiz Cortines 2.7 millones de votos (el 74.3 por ciento del total) y al
general Henríquez apenas algo más del medio millón; el candidato del
PAN obtuvo 285 mil y Lombardo Toledano, candidato del Partido Po
pular, únicamente 72 mil. Como sus predecesores, los henriquistas sos
tuvieron que las verdaderas cifras de la votación habían sido alteradas,
214
pero sus alegatos tampoco cambiaron la decisión oficial ni la realidad
política. El ejército se mantuvo leal al gobierno y la tranquilidad insti
tucional sólo fue turbada por manifestaciones relativamente violentas en
ciudades del interior y una masacre legendaria, y olvidada por muchos
años en la Alameda de la ciudad de México.
Por año y medio después de las elecciones, el henriquismo continuó
como una fuerza política independiente de cierta importancia, aunque
muchos de sus miembros decidieron desde el principio olvidar su re
beldía y reincorporarse al partido oficial. A principios de 1954, sin em
bargo, el gobierno decidió acabar con los recalcitrantes disolviendo por
la fuerza la FPP. Puesto entre la espada y la pared, el henriquismo desa
pareció. De esta manera característicamente autoritaria terminó el último
conato serio de disidencia dentro de la "familia revolucionaria". A partir
de entonces la disciplina interna del grupo en el poder aumentó, pues
para todos resultó ya evidente que no había alternativa a la voluntad
presidencial.
En las elecciones presidenciales de 1958, la candidatura fue a parar
en manos del secretario del Trabajo, Adolfo López Mateos, rompiendo
de manera muy conveniente para el presidente la incipiente tradición que
hacía del secretario de Gobernación el heredero del poder. No hubo ya
fisuras internas en 1958 y la única oposición significativa provino de
fuera, del Partido Acción Nacional (PAN), que luego de una consulta
electoral ordenada, apenas logró la mayor parte del 10 por ciento de vo
tos concedidos a toda la oposición. Las elecciones presidenciales de
1964 tuvieron un carácter similar. El candidato oficial, Gustavo Díaz
Ordaz, secretario de Gobernación del gabinete saliente, recibió el 89 por
ciento de los votos y sólo 11 por ciento el candidato del PAN. La opo
sición de izquierda independiente no tuvo registro (esta vez el Partido
Popular Socialista decidió apoyar al candidato oficial) y su presencia
electoral fue prácticamente nula.
215
interna: un grupo mayoritario de sus militantes no deseaba continuar ju
gando su papel de minoría permanente que a fin de cuentas sólo servía
para avalar la pretendida naturaleza democrática del partido en el poder,
y el PAN no presentó candidato. Los otros dos partidos registrados,
PPS y PARM, volvieron a sumarse a la selección hecha por el PRI.
José López Portillo, el candidato del PRI, no salió de la Secretaría de
Gobernación sino de la de Hacienda, con lo cual se volvió a romper un
patrón que se creía reestablecido.
La única oposición electoral en 1976 provino entonces de Valentín
Campa, candidato del Partido Comunista Mexicano, un partido sin re
gistro oficial, por lo que los votos en su favor simplemente no fueron
computados como tales. Desde un punto de vista formal, el candidato
oficial no tuvo contrincante alguno y López Portillo recibió el 94 por
ciento de los votos emitidos, cifra embarazosamente alta, que restó aún
más significación y credibilidad al proceso electoral, pues situación se
mejante no se había visto en México desde la elección de Obregón. Para
1976 la naturaleza supuestamente pluralista y democrática del sistema
mexicano estaba en entredicho, incluso en sus aspectos formales. Por
todas partes afloraba su carácter autoritario, y desmovilizador de la parti
cipación ciudadana. Las elecciones nunca habían sido en México el ins
trumento real de selección de los gobernantes, sino más bien un ritual
para legitimar a candidatos designados de antemano, pero el ritual nece
sitaba de la competencia, de la alternativa partidista, aunque fuera sim
bólica. De ahí, las reformas que se hicieron a la ley electoral en diciem
bre de 1977 para dar mayor visibilidad a la oposición, aunque sin llegar
a compartir con ella el poder.
Dentro del propio gobierno hubo quien consideró que las presiones
de quienes buscaban canales de expresión desde la oposición habían lle
gado a un punto crítico y era necesario dar una respuesta pronta y efec
tiva. La respuesta consistió en alentar una mayor pluralidad de co
mentes opositoras minoritarias a la izquierda y a la derecha del partido
oficial, reconociéndolas formalmente y dándoles la oportunidad de tener
alguna representación en el Congreso — que en sí mismo no tenía ca
pacidad de acción sustantiva— para revitalizar así la atmósfera política.
Se dio entonces el reconocimiento condicionado — el definitivo se otor
gó después de las elecciones legislativas de 1979— al Partido Comu
nista Mexicano, al Partido Socialista de los Trabajadores y al Partido
Demócrata Mexicano, los dos primeros de izquierda y el segundo de
derecha. Igualmente se crearon 100 curules en la Cámara de Diputados
para los partidos de oposición registrados; se suponía que el PRI se
guiría conservando la gran mayoría de las 300 curules restantes.
La naturaleza de la flamante Ley de Organizaciones Políticas y
216
Procesos Electorales (LOPPE) que creó los distritos electorales unino-
minales (300) y plurinominales (100), permitió suponer desde un prin
cipio que la supremacía del PRI no sería puesta en entredicho por los
nuevos contrincantes porque, entre otras cosas, las ventajas de la mi
noría se empezarían a desvanecer en la medida en que aumentara su
fuerza electoral. De esta manera, se creyó que el sistema político no su
friría transformaciones sustanciales y en cambio quedaría más seguro y
legitimado por la presencia de una oposición minoritaria y fragmentada
entre los diputados.
Disonancias
En el subsuelo campesino
218
los sectores sociales claves del régimen posrevolucionario, a fines de la
década de los cincuenta.
Al término del gobierno de Ruiz Cortines, en 1958, el norte del país
fue testigo de una vigorosa movilización de grupos campesinos con in
vasiones de tierras dirigidas por organizaciones de ideologías relativa
mente radicales, al margen de las estructuras oficiales. Desde luego que
no era la primera vez que ocurría. Cárdenas había expropiado las gran
des propiedades de la región lagunera a raíz de la efervescencia creada
por organizaciones campesinas que no necesariamente respondían a las
directivas presidenciales.
A fines de los cincuenta dirigía la acción de campesinos y jornaleros, *
una organización de izquierda independiente, la Unión General de Obre
ros y Campesinos de México (UGOCM) a cuyo frente estaban Jacinto
López y Félix Rubio. Los brotes de descontento culminaron con inva
siones en Sonora, Sinaloa, La Laguna, Nayarit, Colima y Baja Califor
nia, y enfrentaron a continuación la reacción múltiple de las autoridades
locales y federales. Por un lado la fuerza pública atajó con violencia la
ola de invasiones, llevó a cabo desalojos y detuvo a algunos de los líde
res. Por otro lado, el presidente apresuró un tanto el paso en el proceso
de distribución de tierras, cuyo clímax simbólico fue la expropiación del
tristemente célebre latifundio de Cananea, de propiedad extranjera desde
antes de la Revolución.
Al asumir el poder en 1958, el presidente Adolfo López Mateos
(1958-1964) consideró que la paz social en el campo pedía a gritos una
reactivación aún mayor de la reforma agraria; en los dos primeros años
de su gobierno se repartieron 3.2 millones de hectáreas, y un gran total
de 16 millones en el curso de su sexenio, camino en que abundaría su
sucesor, Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970). Como se puede ver, la esta
bilidad del sistema político no se basó sólo ni principalmente en el uso
de la fuerza, sino fundamentalmente en la capacidad de sus dirigentes
para evitar la movilización de fuerzas sociales con liderato indepen
diente; para ello negoció, incorporó y dio satisfacción parcial a de
mandas presentadas e incluso se adelantó en la solución de problemas
que eran crisis en potencia.
L os hijos d el riel
El control del movimiento obrero por las centrales y los sindicatos na
cionales de industria, ha sido uno de los cimientos históricos de la esta
bilidad política de México a partir de la Revolución. Pero no ha sido un
219
control fácil ni garantizado de antemano, como bien lo demostró la diso
nancia obrera de 1958-1959, particularmente en los ferrocarriles.
«Desde 1934-1937 no se había vivido en México una agitación obrera
como la de fines del gobierno de Ruiz Cortines y principios del de
López Mateos. Con los ferrocarrileros se movilizaron también petrole
ros, maestros, telefonistas, telegrafistas y electricistas: el núcleo de traba
jadores y empleados gubernamentales que ocupaban el centro estratégico
del movimiento sindical. La militancia magisterial y obrera — muy par
ticularmente la ferrocarrilera— se debió en buena medida al rezago de
los salarios en el proceso inflacionario previo al "desarrollo estabiliza
dor". El cambio sexenal de 1958 apareció a los ojos de un liderato obre
ro insurgente surgido a la sombra de la incapacidad de los líderes ofi
ciales, como el del sindicalismo, exigiendo mayores salarios pero tam
bién mayor autonomía. El movimiento se venía gestando desde 1954,
en que varias secciones del Sindicato Nacional de Trabajadores Ferro
carrileros acudieron a la acción directa por un mejoramiento de las con
diciones de trabajo y contra las directivas de sus líderes nacionales (los
salarios en esta rama eran notoriamente más bajos que en las otras áreas
estratégicas de la economía). Acusados de "tortuguismo", los disiden
tes fueron reprimidos en 1955, pero el malestar no desapareció, sino
que creció subterráneamente hasta que en 1958 se había traducido en el
surgimiento de un liderato independiente y militante encabezado por
Demetrio Vallejo, representante de la sección 13 del sindicato, y por Va
lentín Campa, veterano militante del Partido Comunista. En junio, di
versos incidentes violentos intersindicales y varios paros afectaron a
todo el sistema y sacudieron la osamenta sindical al grado de provo
car la caída del desprestigiado comité ejecutivo encabezado por Samuel
Ortega.
En agosto de 1958, y para no echar gasolina al fuego en el momento
del cambio sexenal, el gobierno se resignó a la idea de reconocer el
triunfo de Vallejo en las elecciones sindicales como un mal menor. La
presencia de un liderato independiente en un sindicato estratégico fue
visto por muchos como la convocatoria pública a una nueva etapa en el
movimiento obrero. En ciertos círculos gubernamentales se confiaba en
la eventual incorporación de los insurgentes, pero de momento y para
no ser rebasados la CTM y el sindicalismo oficial en su conjunto parecie
ron adoptar una actitud más militante en defensa de los intereses de sus
agremiados frente al capital. A la vez, la CTM no cesó de atacar a la di
rectiva ferrocarrilera y en general a todo el movimiento disidente.
La nueva directiva sindical ferrocarrilera empezó a negociar el con
trato colectivo con nuevas autoridades, pues López Mateos había ya
asumido el poder, pero tras largas y acaloradas pláticas, no fue posible
llegar a un acuerdo. El sindicato decidió llamar a la huelga en febrero de
1959. El conflicto se había convertido para entonces en un verdadero
problema nacional. Los ferrocarrileros, seguidos por maestros y petro
leros, eran la cresta de la ola, y ponían en aprietos la marcha normal de
la economía pero sobre todo de la política. Todo parecía indicar que el
control del movimiento obrero empezaba a escaparse de las manos de
las autoridades. La situación parecía llevar a un cambio fundamental en
la naturaleza del sistema político, pues rebasaba los límites tradicionales
del pluralismo restringido —partidario o sindical— que era la base del
control piramidado sobre los actores políticos estratégicos.
La huelga estalló el 25 de febrero. Empresa y autoridades la declara
ron ilegal, pero aceptaron dar un aumento del 16.6 por ciento. El servi
cio se restableció pero no la calma. En maizo, el sindicato volvió a em
plazar a huelga, esta vez para negociar los contratos en los sistemas del
Ferrocarril Mexicano y del Pacífico. De nuevo las autoridades declara
ron inexistente el movimiento y entonces vino la sorpresa. Por solidari
dad con las secciones emplazantes, todo el sistema ferrocarrilero se su
mó al paro, y colmó con ello los límites de la tolerancia presidencial. De
inmediato policía y ejército entraron en acción, miles de trabajadores fe
rrocarrileros fueron arrestados y su huelga rota con lujo de violencia.
Una vez que los principales líderes se encontraron en prisión, se proce
dió a enjuiciarlos y a designar una nueva directiva. Así, de golpe, se
restableció el control oficial sobre el gremio ferrocarrilero y sobre los
impulsos levantiscos de todo el movimiento obrero en general; Vallejo y
Campa pasarían largos años en la cárcel antes de poder volver a la vida
sindical activa, y para entonces sus posibilidades de acción se encon
traron muy limitadas.
La noche de Tlatelolco
221
Desde los principios del régimen posrevolucionario, algunos sec
tores politizados de la clase media se habían manifestado contra la falta
de democracia, como fue el caso del movimiento vasconcelista en 1929.
1968 fue un capítulo más de esa larga historia. En julio de ese año, una
torpe escalada represiva contra manifestaciones estudiantiles con nulo o
escaso contenido político, hizo aflorar inconteniblemente el profundo
malestar político tradicional de esos sectores encamados ahora en los
jóvenes universitarios que eran a su vez la expresión del cambio demo
gráfico de la sociedad mexicana. Para septiembre, el litigio había de
sembocado en la agitación más abierta, constante y multitudinaria de la
historia contemporánea de México. Los amplios contingentes desfilaban
en protesta por las calles, atacaban de frente al presidente y a funciona
rios menores aunque cercanos, y al sistema mismo, por antidemocrá
tico. Las organizaciones estudiantiles tradicionales, muy ligadas al PRI
y al gobierno en general, habían perdido todo control y habían sido sus
tituidas por nuevos lideratos representativos brotados al calor de los
acontecimientos. Sucedían las cosas, además, justamente en los meses
previos a la Olimpiada de ese año en una ciudad ocupada por corres
ponsales de todo el mundo ante los cuales el gobierno quería ostentar
los fastos de la paz y el progreso mexicanos.
Tras series sucesivas de manifestaciones, represiones e intentos de
negociación, en vísperas de la apertura de los juegos, el presidente y sus
responsables políticos consideraron intolerable el desafío al principio
de autoridad y el 2 de octubre de 1968 el ejército y la policía acabaron de
raíz con la protesta mediante una matanza indiscriminada de manifes
tantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Los líderes del mo
vimiento fueron arrestados y el terror suprimió la movilización. Pero las
bases de la legitimidad del régimen frente a un amplio sector de la clase
media, beneficiaría del sistema y fuente de reclutamiento de los cuadros
de la administración, quedaron indeleblemente erosionadas.
El gobierno de Luis Echeverría, que asumió el poder a fines de
1970, fue especialmente deferente con el mundo universitario y siguió
una política de "apertura democrática" para volver a integrar, así fuera
parcialmente, a los grupos enajenados por la matanza de Tlatelolco. La
guerrilla urbana y otros movimientos contestatarios similares, secuelas
directas e indirectas de la represión del 68, fueron combatidos frontal
mente, al tiempo que menudeaban subsidios y gestos de buena voluntad
hacia las universidades. La reforma política de 1977 puede verse como
la culminación de este largo proceso de "vuelta a la normalidad”, un
proceso largo, costoso y elaborado de reconciliación y cooptación, ex
plicable sólo por la magnitud del agravio original.
222
Política y bombín. Los empresarios frente al Estado
223
Mexicana (COPARMEX) entregó al presidente una nota quejándose de
no haber sido previamente consultada y describiendo las proyectadas re
formas como incongruentes y excesivas. A partir de ese momento, las
relaciones entre el gobierno de Echeverría y la gran empresa privada se
volvieron tensas y habrían de terminar, como se verá adelante, en un en
frentamiento abierto. Pero el Estado no cejó en sus propósitos. En 1973
se llevaron a cabo diversas negociaciones burocráticas de los respon
sables de la política económica oficial con los representantes del sector
empresarial. Sin asumir una posición monolítica, la mayoría empresarial
se manifestó contra el proyecto elaborado por los técnicos del gobierno
y señaló que si su posición no era escuchada, la inversión privada se re
traería aún más, habría fugas masivas de capital y sería inevitable una
devaluación que daría al traste con el "desarrollo estabilizador" y con el
crecimiento económico. Cuando el presidente se reunió con sus conseje
ros, las opiniones se dividieron; quienes aconsejaron prudencia y dejar
de lado el proyecto, prevalecieron sobre los decididos a pagar el costo
económico y político de una refoima fiscal a fondo, a cambio de moder
nizar y sanear en el mediano y largo plazo las finanzas públicas.
La decisión produjo la renuncia del secretario de Hacienda. A fin de
cuentas los cambios fiscales que siguieron fueron relativamente me
nores y afectaron a la clase media con ingresos fijos y muy poco a los
grandes inversionistas. La modernización fiscal se quedó a la mitad del
camino. Las utilidades de las empresas de ese año de 1973 fueron las
mayores de los quince años anteriores. Y aunque el porcentaje del pro
ducto interno bruto captado por el Estado aumentó (fue del 14 por cien
to) también lo hizo el déficit fiscal del gobierno federal, y el Estado
debió de recurrir a un aumento del 29.6 por ciento en su deuda extema.
Posponer la reforma fiscal resultó una decisión crucial del gobierno
de Luis Echeverría. En cierta medida ese proyecto de reforma era la pie
dra de toque de todo su programa y al abandonarlo el conjunto de su
acción pública perdió el impulso vital. La posición del Estado frente a la
iniciativa privada se debilitó, sin que eso produjera al menos un mejora
miento en las relaciones con los grandes grupos empresariales, porque
la retórica populista del gobierno aumentó en razón inversa a su retirada
de una reforma fiscal sustantiva. A la larga, el gobierno pagó el precio de
un choque con el sector privado sin haber logrado la reforma estructural
que originalmente pretendió. La inversión pública tuvo que seguir au
mentando para compensar la poca inversión privada. Tres años más
tarde, la situación era imposible. Con un déficit comercial de 1,749 mi
llones de dólares en 1976, con una deuda externa acumulada superior a
los 20 mil millones de dólares y una fuga masiva de capitales, el gobier
no se topó de pronto con la necesidad económica y el shock político de
una devaluación del 100 por ciento frente al dólar: la primera devalua
ción en 22 años. La economía se estancó y la falta de confianza se ge
neralizó. Corrieron los rumores más descabellados sobre una catástrofe
política y económica; fueron los peores momentos del gobierno de
Echeverría y uno de los más difíciles del régimen posrevolucionario.
La confrontación entre gobierno y sector privado cruzó el sexenio y
desembocó en el decreto presidencial del 19 de noviembre de 1976, en
virtud del cual se expropiaron a 72 familias, algunas de ellas muy pode
rosas, cien mil hectáreas de las codiciadas tierras de los valles de los
ríos Yaqui y Mayo; de nada sirvieron en esta ocasión las ruidosas pro
testas de la COPARMEX ni el paro de labores decretado por el sector
privado de Sonora y Sinaloa. Las tierras se repartieron entre más de
ocho mil ejidatarios.
225
Cuando la gran contienda terminó, México había superado de mane
ra definitiva la etapa de ostracismo a que lo había sometido una buena
parte de la comunidad internacional. El país participó activamente, y
desde el principio, en la formación de la Organización de las Naciones
Unidas y en la estructuración del sistema interamericano. Sus intercam
bios con el exterior se ampliaron con los requerimientos económicos de
la industrialización, volvió a ser sujeto de créditos para la banca interna
cional y la inversión extranjera regresó. Envuelto en esa nueva respeta
bilidad, México se insertó de nuevo en las corrientes de comercio y del
flujo internacional de capitales, pero ahora como vecino de la indiscuti
ble primera potencia mundial. Casi inevitablemente sus relaciones exte
riores se volvieron sinónimo de sus relaciones con los Estados Unidos.
Con el paso del tiempo las inversiones europeas volvieron y se amplió
el abanico de países con lo que se tuvieron intercambios comerciales.
México abrió nuevas embajadas y acreditó representaciones en muchos
de los países que surgieron a la vida independiente después de la gue
rra. Sin embargo, el grueso de los intercambios políticos o económicos
siguieron concentrados en el vecino del norte, y la economía mexicana
resultó tan dependiente o más que en el pasado.
Para 1947 la estrecha —aunque forzada— colaboración que tuvieron
durante la guerra Estados Unidos y la Unión Soviética, se había trans
formado en un abierto enfrentamiento que desembocó en la llamada
"guerra fría". El sistema internacional se dividió en dos bloques y Méxi
co quedó inscrito, queriéndolo o no, dentro del autodenominado "mun
do libre", con Estados Unidos a la cabeza. Sin embargo, a diferencia de
otras naciones del hemisferio, procuró mantener una relativa distancia
frente a la política norteamericana de militante anticomunismo interna
cional. No suscribió un acuerdo de cooperación militar con Estados
Unidos, tampoco participó en la guerra de Corea, ni apoyó el movi
miento subversivo contra el gobierno reformista de Jacobo Arbenz en
Guatemala, ni rompió relaciones con Cuba cuando ésta se enfrentó con
Estados Unidos, al declararse Estado socialista y ser expulsada de la
Organización de Estados Americanos (OEA). Por otro lado, México se
cuidó de colaborar de manera efectiva con los condenados por el gobier
no de Washington. Simplemente enarboló su tradicional principio de no
intervención y evitó llevar su política anticomunista interna al campo in
ternacional. Para que el nacionalismo viviera, era necesario mantener
una distancia, así fuera mínima, respecto a Estados Unidos.
A principios de los años setenta, el gobierno mexicano hizo un es
fuerzo por aprovechar la disminución de las tensiones entre Estados
Unidos y la Unión Soviética —la detente— para ampliar sus márgenes
internacionales de maniobra. Se acercó entonces como nunca antes a la
226
posición sostenida por los países del llamado "tercer mundo", pero la
nueva política tenía bases débiles, las debilidades propias de la eco
nomía mexicana: su dependencia. La crisis económica de 1976 puso un
límite muy claro a la acción "tercermundista" del gobierno del presidente
Echeverría. El gobierno de José López Portillo, que lo sucedió, asumió
inicialmente actitudes más prudentes para enfrentar algunos problemas
inmediatos como la debilidad del peso y la enorme deuda extema. Pero
conforme se evidenciaron las posibilidades petroleras, la estrechez de la
acción externa de México disminuyó y volvieron a ampliarse sus con
tactos externos como un medio para aflojar el apretado abrazo que lo li
gaba con los Estados Unidos.
227
(el último pago se haría en 1949). Se acordó también que las reclama
ciones por expropiaciones agrarias y por daños causados en México a ciu
dadanos norteamericanos durante la Revolución, se cubrirían con un pa
go global de 40 millones de dólares. Por su parte, Estados Unidos aceptó
adquirir plata mexicana hasta por 25 millones de dólares anuales y otor
gar un crédito por 40 millones de dólares a México para que estabilizara
el peso, más otro por 30 millones para mejorar la red interna de comuni
caciones, medida necesaria si se quería aumentar el intercambio con Es
tados Unidos. Finalmente, se negoció un tratado de comercio, fijando
en realidad los términos en que México contribuiría a la causa aliada.
El ejército mexicano se reequipó con créditos norteamericanos, coo
peró en la vigilancia de la región e incluso y, por razones simbólicas,
envió un escuadrón aéreo al teatro del Pacífico. México también aceptó
que sus ciudadanos residentes en Estados Unidos fueran enlistados en
el ejército siempre que pudiera hacerse lo mismo con los norteamerica
nos residentes en México, supuesto que resultó enteramente teórico. Al
rededor de 15 mil mexicanos sirvieron en las fuerzas armadas estaduni
denses. Por último, México y Estados Unidos firmaron un tratado de
braceros, según el cual hasta 200 mil mexicanos podían trabajar en los
campos agrícolas norteamericanos, los ferrocarriles, etc., sustituyendo
la mano de obra absorbida por el ejército y otras actividades bélicas.
La guerra también peimitió que México reestableciera relaciones con
dos de las grandes potencias aliadas: Gran Bretaña — rotas desde 1938
a raíz de la expropiación petrolera— y la Unión Soviética, suspendidas
desde 1931. Sin problemas para nadie, México pudo así ser miembro
activo del pacto de las Naciones Unidas.
Espaldas mojadas
229
movilización lanzó al mercado de trabajo norteamericano a cientos de
miles de excombatientes a la vez que el ritmo de producción disminuyó
en algunas ramas. Los sindicatos norteamericanos reanudaron la pre
sión para que se devolvieran a sus compatriotas muchas de las plazas
ocupadas por braceros mexicanos. No obstante, la corriente de trabaja
dores mexicanos hacia Estados Unidos no cesó ni mucho menos. En
1950 las autoridades migratorias de ese país detuvieron y deportaron a
más de medio millón de mexicanos no documentados, los tristemente
célebres "espaldas mojadas".
En 1951, tras arduas negociaciones, se firmó entre ambos países un
segundo tratado de braceros. México insistía en que la contratación no la
hiciera directamente el empleador, como deseaba Estados Unidos, sino el
mismo gobierno norteamericano, pues sólo así habría una garantía
mínima sobre las condiciones de trabajo. La experiencia había demos
trado que los granjeros tendían a otorgar a los trabajadores mexicanos
condiciones y salarios por debajo de los mínimos estadunidenses. Los
mexicanos contratados según ese mecanismo, fueron menos de los que
deseaban trabajar en el país vecino y la corriente de trabajadores no do
cumentados siguió en aumento, junto con los abusos en su contra y las
deportaciones.
En 1954 se intentó renegociar el acuerdo. México insistió en exigir
mayores garantías y el gobierno norteamericano simplemente dejó ex
pirar el acuerdo para proceder luego a la contratación unilateral. La res
puesta oficial mexicana fue tratar de impedir que los braceros cruzaran
la frontera, esfuerzo inútil que provocó motines. Miles de trabajadores
mexicanos ignoraron las órdenes del gobierno, simplemente se interna
ron en el país vecino en busca de trabajo y México no tuvo más remedio
que renovar el acuerdo de 1951. Quedó esto como lección: México no
volvería a tratar de regular el flujo de trabajadores que cruzaban la fron
tera hacia el norte.
Pero la presión de los sindicatos norteamericanos contra los trabaja
dores mexicanos no cejó y en 1964 Estados Unidos dio definitivamente
por terminado el acuerdo de braceros. Sin embargo, las fuerzas que
empujaban a los trabajadores mexicanos a ir a Estados Unidos, —de
sempleo o búsqueda de mejores salarios— no sólo no desaparecieron,
sino que en cierto sentido se acentuaron. La demanda de mano de obra
barata no especializada de los grandes agricultores norteamericanos y
ciertas industrias, continuó. Y el flujo de braceros, ahora ilegales, si
guió en aumento, aunque ya sin ningún mecanismo oficial que pudiera
servirles de protección. Para fines de los años setenta la emigración in
documentada de mexicanos a Estados Unidos —que en gran medida era
una emigración temporal y no permanente— ascendía a varios millones
230
y constituía uno de los principales problemas de las relaciones entre los
dos países.
231
portaciones en 1971 y de la cual México trató sin éxito de que se le exi
miera, el contrabando de drogas de México a los Estados Unidos se in
crementó en el decenio de los sesenta y llegó a un punto crítico a media
dos de los ochenta; en dos ocasiones Washington ordenó una serie de
restricciones al enorme flujo de personas en la frontera para obligar a
México a desarrollar campañas más activas contra los traficantes, crean
do con ello serias tensiones políticas; la negativa del Departamento de
Energía norteamericano en 1977 a permitir la venta de gas mexicano a
empresas norteamericanas a un precio previamente fijado entre las partes
contratantes y a pesar de que México había iniciado la construcción de
un costoso gasoducto. Al finalizar los años setenta, se había disipado la
idea —producto de la alianza durante la segunda Guerra Mundial— de
apelar a una "relación especial" entre México y Estados Unidos para so
lucionar los problemas entre ambos países. La naturaleza de la relación
bilateral se percibió entonces de manera más realista: había que tratar de
mantener relaciones cordiales con el vecino del norte pero partiendo de la
existencia de antagonismos estructurales que hacían imposible una com
patibilidad absoluta de intereses.
La relación directa con Estados Unidos no agotó el universo de la re
lación de México con ese país, pues parte de esta relación se llevó a ca
bo en foros multilaterales, como las organizaciones latinoamericanas, las
Naciones Unidas y otras similares. Al concluir la segunda Guerra Mun
dial, la posibilidad de una alianza interamericana permanente resultó
muy atractiva para México. Se consideraba entonces que a cambio del
apoyo político de América Latina, Estados Unidos otorgaría a la región
la ayuda suficiente para acelerar su transformación económica. El fraca
so de esta posición en la conferencia interamericana de Chapultepec fue
un duro golpe para quienes abogaban entonces por unir más a México
con Estados Unidos. Pese a todo, México suscribió en 1947, junto con
Estados Unidos y el resto de los países latinoamericanos, el Tratado In-
teramericano de Asistencia Recíproca, instrumento que consolidaba la
alianza político-militar con Estados Unidos y sentaba las bases para una
acción conjunta de los países de la región en caso de un ataque extra-
continental. Justamente en ese momento, la ayuda económica oficial
norteamericana —el llamado Plan Marshall— se volcó hacia Europa
Occidental y no hacia America Latina. México perdió buena parte de su
entusiasmo por el sistema interamericano y su participación en la OEA
estuvo menos encaminada a fortalecer las ligas políticas hemisféricas
que a objetar los intentos norteamericanos de usar la organización para
legitimar sus intervenciones en casos como los de Guatemala en los
años cincuenta y los de Cuba y la República Dominicana en el decenio
siguiente. En foros más amplios, sobre todo en las Naciones Unidas,
232
México mantuvo una posición prudente: no contrarió la posición norte
americana en cuestiones vitales como la "guerra fría", pero trató de
mantener una cierta distancia de Washington.
Puertas al campo
233
Se crearon entonces dos instituciones especializadas para apoyar esta
política: el Instituto Mexicano de Comercio Exterior para fomentar las
exportaciones y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, para dis
minuir la dependencia tecnológica alentando la creación de fuentes pro
pias. Echeverría efectuó además una docena de giras internacionales que
lo llevaron a alrededor de 40 países y a designar como embajadores a un
buen número de economistas. Esta diversificación de contactos interna
cionales quedó inscrita dentro de un marco discursivo antiimperialista y
de defensa de la posición del "tercer mundo”. La concreción mayor de
esta política fue la adopción por parte de las Naciones Unidas de la
"Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados", propuesta
por México, contra el sentir de los grandes países industriales. Adopta
da la carta, lo verdaderamente difícil — y que resultó imposible— fue
lograr que se pusiera en práctica. México se topó en este empeño con la
falta de voluntad política de las grandes economías industriales, más
preocupadas por evitar una recesión a través del proteccionismo que en
auxiliar a los países en desarrollo. La acción tercermundista de México,
así como su acercamiento al régimen socialista chileno de Salvador
Allende, irritó a ciertos círculos norteamericanos sin que lograra desper
tar una respuesta interna de apoyo sustantivo. La nueva política exterior
del presidente Echeverría coincidió con la crisis general del desarrollis-
mo mexicano, lo que ocasionó su debilitamiento y posterior fracaso. El
déficit comercial creció a velocidad espectacular en los años setenta y,
con ello, el endeudamiento extemo, contratado en su gran parte con ins
tituciones norteamericanas. Al finalizar el gobierno de Luis Echeverría,
era claro que un legítimo esfuerzo por disminuir la dependencia no
había dado el resultado esperado.
La tónica pesimista que imperó en los círculos políticos y económi
cos en México en 1976 y 1977 empezó a dar lugar a un cauto optimis
mo en 1978 a raíz de los anuncios de importantes descubrimientos de
petróleo y gas en el sureste de México.
En un tiempo sorprendentemente corto, México se colocó en el sexto
lugar mundial por sus reservas de hidrocarburos. El ritmo de crecimien
to económico se recuperó y ese año de 1978 alcanzó el 4 por ciento.
Mientras otros países sufrían un receso, se predecía en México un rit
mo mayor de crecimiento para el futuro inmediato. Frente al auge petro
lero (más de dos millones de barriles diarios de producción en la prime
ra mitad de 1980), la deuda pública externa de 30 mil millones de dóla
res no pareció tan grande como en el pasado, y la confianza en México
dentro de los mercados internacionales de capital se restauró.
El gobierno de López Portillo no tardó mucho en retomar la idea de di
versificar las relaciones económicas de México, esta vez con base en el in
234
tercambio petrolero. El mercado natural del gas y del petróleo mexicano
era Estados Unidos y en 1978 ese país absorbió el 88.6% de las exporta
ciones mexicanas de hidrocarburos; sin embargo, la proporción empezó a
disminuir después de un esfuerzo consciente por aumentar la importan
cia de clientes como Israel, España, Francia, Canadá, Japón o Suecia. La
idea no era sólo enviar petróleo a esos países, sino condicionar su venta a
un intercambio más complejo. Incluso el petróleo se empezó a usar como
un elemento de la política general hacia Centroamérica, donde México
empezó a dar claras muestras de estar dispuesto a apoyar efectivamente a
los gobiernos y partidos reformistas. En fin, al concluir el decenio de los
setenta, México volvía una vez más a buscar solución a su eterno dilema
de política exterior: establecer una relación satisfactoria con los Estados
Unidos pero no tan estrecha y unilateral que ahogara sus posibilidades de
un desarrollo razonablemente autónomo. Pero otra vez la debilidad de la
estructura económica resultó ser su talón de Aquiles.
En 1980, en medio de la euforia del petróleo, el gobierno del presi
dente López Portillo pudo responder a las presiones norteamericanas
para que México se uniera al GATT, orquestando un gran debate nacio
nal en donde se rechazó la idea por considerarla producto de las pre
siones imperialistas y contrarias al interés nacional. Al año siguiente,
cuando el precio internacional del petróleo empezó a desplomarse, Mé
xico fue la sede de una conferencia cumbre internacional entre los no
muy entusiastas jefes de Estado de los países industrializados del norte
y algunos de los líderes de las numerosas naciones subdesarrolladas del
sur, la ambiciosa meta de López Portillo al convocar a la conferencia de
Cancún era nada menos que lograr un acuerdo de cooperación econó
mica más entre pobres y ricos, es decir, triunfar donde había fallado la
Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados propuesta por
Echeverría. Para 1982 el mercado petrolero se había desplomado irre
mediablemente y México, con una de las deudas extemas más grandes
del mundo —alrededor de 83 mil millones de dólares— no estaba en la
posibilidad de ser la punta de lanza de una negociación Norte-Sur ni de
nada parecido.
En agosto de 1982, México informó que no estaba en posibilidad de
hacer frente al pago de su deuda. La Reserva Federal de los Estados
Unidos, el Departamento del Tesoro de ese país y once grandes bancos
internacionales le extendieron a México un préstamo de emergencia por
1,850 millones de dólares, préstamo que México debería de pagar, en
pane, con petróleo vendido a bajo precio a la Reserva Estratégica de Es
tados Unidos. Era el principio de una nueva crisis y el triste fin de una
política que se había anunciado en sus inicios como el verdadero camino
a la independencia económica.
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