Carreras Secretas

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Carreras Secretas - Alejandro Dolina

Cuento de Alejandro Dolina

La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la
causalidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.

Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de


los emperadores chinos produce terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las
aves.

La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.

Yo, desde chico, he participado —sin admitirlo— de estas convicciones. Con toda frecuencia, me
imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento.
Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería
soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al
interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.

Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a jugar fuerte. Si me
cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si
no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.

Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi adolescencia, mi vida
transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo
contradictorias.

Todo se hizo más simple —más dramático— cuando descubrí las carreras secretas.

Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar ágil y proponerse
alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.

Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades: si llego a la esquina
antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.

Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no
estaban enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios
fabulosos. En Constitución, me aseguré de vivir más de noventa años. En la calle Solís, garanticé la
prosperidad de mis familiares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré
que Dios existiera.

Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más difíciles de alcanzar. Cada
vez los castigos que me prometía eran más horrorosos.

Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba unos veinte
pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.
Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una
vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié
los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.

Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades
comenzaron pronto: un familión me cerró el camino y perdí segundos preciosos. Al borde del
ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en
sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La
carrera estaba difícil, tuve miedo.

Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.

Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse


vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.

En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos, y sin el menor
pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En
el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me
permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.

Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a
cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como
en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él
festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no
expresado litigio.

Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle
sacado, al menos, una baldosa.

Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en esos casos? Desde
luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto
conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La
suerte aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.

Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado,
muchas otras conocí la desdicha.

La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.

Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte.
Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna
parte, también él me esté buscando. Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos
me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.
Alejandro Dolina: Escritor, poeta y músico argentino oriundo de la provincia de
Buenos Aires. Aunque este nostálgico y amante del tango siempre ha evitado confesar
su edad, es fácil deducir que nació alrededor de 1950. Publicó sus primeras notas en las
revistas humorísticas Mengano (1974) y Humor Registrado (a partir de 1978). Su libro
Crónicas del ángel gris, una serie de estampas ciudadanas entre jocosas y melancólicas
con importantes toques mágicos, fue muy bien recibido, especialmente entre los
lectores más jóvenes.

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