Somos Destino - Rosario Martin Martinez

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Somos destino

¿Tres son multitud?


Rosario M. Martínez
T ítulo:Somos destino.
Autor:Rosario M. Martínez Instagram:@rosariom_escritora
Registrado en Safe Creative. Todos los derechos reservados.
ISBN:9798677572081
Qué bonito es tener personas remando en el mismo sentido que tú para conseguir que, tu sueño,
empiece a convertirse en realidad. ❤ Gracias infinitas a todos los que me acompañáis en cada nueva
historia.
Capítulo 1 Jimena

Otro día de trabajo terminado. Había cerrado la consulta y me


disponía a volver a casa. Bufé tras cerrar la puerta a mis espaldas.
Llevaba bastante tiempo siendo consciente de que volver a casa me
suponía un esfuerzo, no me apetecía y sentía que mi mundo, fuera
de ella, me ofrecía muchísimo más (aunque realmente viviera
rodeada de durezas y uñas encarnadas).
A veces me culpaba de la vida sosa y aburrida que llevaba
puesto que, de alguna forma, yo fui la que decidió empezar a vivirla
así aquel día en el que, cansada de vivir a mil por hora, eché el
freno.
Cuando conocí a Rafa, ambos teníamos mil planes en la cabeza,
nos faltaban horas en el día, días en las semanas y semanas en
nuestros meses para llevar a cabo tantísimas cosas que
planeábamos hacer juntos. Habíamos hecho cientos de cosas
durante los cinco primeros años de relación, bueno, realmente todo
lo habíamos hecho juntos. Íbamos al gimnasio, planificábamos
escapadas románticas, hacíamos senderismo, puenting, nos
llegamos a tirar con paracaídas desde un avión incluso. Todo,
absolutamente todo lo que puedas imaginar que se puede hacer en
pareja, lo habíamos hecho juntos.
Cuando cumplí los veintisiete años decidí, como he dicho antes,
echar el freno, quería estudiar, formarme en aquello que me gustaba
y montar mi propio negocio que era con lo que mis padres llevaban
años dándome la vara... Al principio Rafa no lo entendió, habíamos
llevado un ritmo de vida tan acelerado que para él supuso un
problema parar de golpe. Yo, en cambio, agradecí aquella parada,
era como si mi mente estuviera cansada de vivir tan a tope pero,
como siempre pasa, ni tanto ni tan poco, y ya aquella vida plana
también empezaba a cansarme.
—Buenas noches, chiqui —me dijo al abrirme la puerta de
nuestro pequeño apartamento.
Estaba guapísimo, llevaba una camisa blanca con tres botones
desabrochados, dejando el inicio de su pectoral fuerte al
descubierto, y un pantalón chino beige que le hacía un culo
jodidamente perfecto. Aquellos ojos verdes brillaban, no era una
novedad, fue lo primero que me enamoró de Rafa.
Le dejé un leve beso en los labios.
—Estoy agotada —bufé.
Me descalcé y coloqué mis zapatos en el zapatero abatible de la
entrada que tenía perfectamente ordenado por colores.
—He preparado la cena, pollo al horno con base de verduras.
—Suena muy bien, me doy una ducha y cenamos.
Me encaminé desganada hasta el baño, creo que iba encorvada
incluso, con los hombros caídos hacía adelante y con la sensación
de estar repitiendo los mismos movimientos de todos los días.
Me desmaquillé lo poco que me había maquillado antes de irme a
la clínica; solo solía pintarme un poco la línea de agua de los ojos y
los labios. No es que no lo necesitara, si me pusiera un poco de
base, polvos, sombras y ese largo etcétera que utilizan algunas
chicas, pues iría muchísimo más mona pero, como para todo hay
que servir, yo no servía para maquillarme, y para ir hecha una
payasa siempre habría tiempo.
Miré el vaso que contenían nuestros cepillos de dientes y me
entristecí, aquel sentimiento de tristeza cuando pensaba en nosotros
no era algo nuevo, aquello llevaba acompañándome meses. Una
parte de mí sabía perfectamente que nuestra relación estaba dando
las últimas boqueadas, como cuando sacas a un pez del agua y
hace todo lo posible por respirar y seguir con vida. Otra parte de mí
se empeñaba en aferrarse a aquella relación, por si lo que
realmente necesitábamos era tiempo para volver a encarrilarlo todo
y volver a ser los mismos de siempre…
Llevábamos juntos ocho años y me entristecía imaginarme una
vida sin él, siempre me ponía a pensar, cuando me daba el subidón
de valentía y decidía que el fin ya había llegado, en todos los
momentos divertidos y especiales que habíamos pasado y de nuevo
volvía a decirme a mí misma que teníamos que seguir peleando
para salvar lo nuestro.
Rafa no trabajaba, hacía varios meses que la empresa de
telecomunicaciones para la que estuvo trabajando durante seis años
había entrado en quiebra y había despedido a toda la plantilla. A
Rafa se le hacían eternos los días dentro de aquel apartamento de
cincuenta metros cuadrados y nuestras discusiones habían ido
aumentando según los días iban pasando.
Había días tan monótonos que no teníamos nada nuevo que
contarnos y nuestras conversaciones se basaban únicamente en
preguntarnos cómo estábamos mutuamente.
Estaba cansada y aburrida de mi vida y sentía que con Rafa las
cosas iban torciéndose más y más aunque esa maldita parte mía me
lo negase.
Mientras yo me di aquella necesitada ducha, él se encargó de
colocar los cubiertos, las servilletas de tela que solo sacábamos en
ocasiones especiales y las copas (esas que prácticamente todos
tenemos reservadas para brindar en fin de año), una mesa especial
que no entendía por qué lo era realmente.
Había servido con suma delicadeza la cena en los platos, estaba
todo tan perfectamente colocado que daba incluso pena tener que
estropearlo si cenábamos.
—¡Felicidades!
Abrí los ojos como platos y tragué saliva. Mi mente iba a mil por
hora intentado encontrar el porqué de aquella felicitación y, aunque
me metía prisa mentalmente para reaccionar, no lo conseguí.
—¿Lo has olvidado?
Los ojos de Rafa desprendían incertidumbre con pizcas de
incredulidad, quizá no podía creer, o no quería creer que, aquello
que para él resultaba tan importante, yo lo hubiera podido olvidar.
—He estado muy liada últimamente —dije rápida para salir
indemne de aquella metedura de pata—. Lo siento, Rafa, ya sabes
que soy malísima para las fechas…
Aquella mentira tenía las patas muy cortas porque Rafa me
conocía a la perfección y, quien me conocía a la perfección, conocía
lo mucho que necesitaba tenerlo todo bajo control y que, olvidar una
fecha, para nada iba conmigo.
—No sé de qué me sorprendo realmente…
—¿Por qué dices eso, Rafa?
—Lo digo porque siempre es lo mismo, Jimena. ¿Crees que yo
no noto que todo esto se está yendo a la mierda? —tragué el nudo
que se formó en mi garganta—. Nuestro barco se está yendo a
pique y siento que soy el único que está remando para mantenerlo a
flote.
—¡En eso te equivocas! —dije rotunda.
—A ver, dime, ¿qué ha sido lo último que has hecho para que lo
nuestro vuelva a ser lo que era?
Me quedé callada mirándole a los ojos, aquellos ojos vidriosos
amenazaban tormenta y a mí me partía el alma verlos así. Nunca
había podido ver llorar a Rafa, era superior a mí…
—Rafa…
—No, Jimena, ya está bien por hoy, no quiero oír escusas
banales. ¿A quién queremos engañar? Hace un par de años jamás
hubieras olvidado nuestro aniversario, es más, hace justamente
cuatro años lo celebramos tirándonos en paracaídas. Cómo ha
cambiado todo… A veces me pregunto qué he hecho mal…
—¿Y por qué hay que buscarle un culpable a esta situación?
Quizá ya le llegó el final a lo nuestro hace un tiempo y nos hemos
agarrado a un fino hilo que nos mantenía unidos, posiblemente a
ese hilo solo le quede una pequeña hebra y nos estemos
empeñando en seguir columpiándonos en ella.
Mis palabras le cayeron como alfileres sobre la piel, podía ver el
dolor en sus ojos. Sabía que, el día que tuviese el valor suficiente
para actuar, aquello nos haría daño, pero estaba segura de que
tarde o temprano pasaría. Cuando el destino te tiene preparado
algo, ni aunque te quites, podrás evitarlo.
Capítulo 2 Héctor

Amanecí un día más acostado en aquel sofá con olor a rancio,


cada noche me prometía que, a la mañana siguiente, volvería a ser
yo pero no, volvía a hacer lo mismo, la historia volvía a repetirse;
desayunaba un maldito café solo con dos cucharadas de azúcar y
me comía las sobras de la noche anterior. Sí, las sobras, café con
cualquier cosa que hubiera dejado después de cenar dentro del
frigorífico. No me molestaba ni en recalentarlo. Pizza cuatro quesos
(con los filos levantados y duros) y café solo era una de mis
combinaciones preferidas.
Necesitaba escapar de allí, quería cambiar de ciudad, dejar atrás
ese pasado que me tenía sumido en una contante sensación de
tristeza y aburrimiento absoluto. Necesitaba cortar todas las
cadenas que me mantuvieron esclavo de aquella ciudad. Romper
aquellas cadenas que tanto daño me hacían y que, al contrario de lo
que pensé que pasaría, con los años me apretaban más.
Desde luego que tenía la sensación de que la mala racha me
perseguía. Cuando la conocí en aquel concierto de rock, sentí eso
de lo que todos hablan, un maldito flechazo que supuse que sería lo
mejor que la vida me tendría preparado, valiente gilipollas… Yo, que
jamás creí en el amor, pensé que, aquello que me pasaba, era estar
enamorado…
Empezaré por el principio:
Mi pasión por la música me hizo viajar por toda España, tenía una
banda de rock en la cual yo tocaba el bajo. La banda era todo lo que
necesitaba, había estudiado una carrera por imposición de mis
padres y a los veintisiete años era licenciado en ingeniería de
sistemas, quedaba muy guapo en mi currículum pero era una de las
cosas que sentía que no encajaban con mi personalidad y, la
sensación de haber malgastado años de mi vida en aquella
universidad, era algo que me cabreaba, y mucho. Aquella carrera no
iba conmigo, realmente sentía que nada encajaba conmigo,
únicamente mi banda y los miembros de ella.
Habíamos viajado desde Madrid a un festival de rock que tuvo
lugar en la costa de Málaga, íbamos ilusionados, felices y con ganas
de dar el concierto más importante de lo que hasta entonces había
sido nuestra trayectoria.
Teníamos un autobús pequeño de esos que dan un poco de
vergüenza ajena verlos: viejo, abollado, desgastado y sucio. Era una
auténtica basura con ruedas pero, al ser “nuestra basura con
ruedas”, molaba. De alguna forma aquel autobús nos definía, no se
me ocurría un transporte mejor para llevar a nuestra banda de
ciudad en ciudad puesto que éramos unos tíos un poco
desastrosos…
Cuando bajamos de aquella basura rodante, un grupo de unos
veinte chicos esperaban con ansias nuestra llegada. Mantenían en
alto las pancartas que habían preparado con fotos de los miembros
de la banda y frases lo suficientemente guapas incluso para llegar a
tatuármelas.
—¡Héctor, capullo, queremos un hijo tuyo! —me gritaron al verme
bajar del autobús.
Aquellos gritos me hacían sentir importante, gran error, otro de
los muchos errores de mi pasado. Era consciente de que hoy podía
estar arriba, rozando el cielo con la punta de mis dedos, y mañana
podía estar durmiendo en la calle. A pesar de ser consciente de eso,
me encantaba oír los vítores de mis seguidores al verme llegar.
Cerramos el concierto con la canción “El ataque de las chicas
cocodrilo” de Hombres G (que siempre ha sido de mis canciones
favoritas, por cierto) y, cuando terminamos nuestra actuación, nos
camuflamos un poco entre el público para poder disfrutar del festival
como verdaderamente nos gustaba, desde abajo, admirando a
nuestros compañeros y aplaudiendo sus actuaciones.
Estaba tan emocionado escuchando la banda que se encontraba
en el escenario que, con mis frenéticos movimientos dándolo todo,
sin querer, le derramé una jarra de cerveza a una chica sobre su
camiseta de los Rolling Stone.
—Ostias, lo siento…
—¿Eres ciego o qué cojones te pasa, tío?
—Eres tú la que ha invadido mi espacio… —me defendí sin tener
razón.
—Oye —se me quedó mirando a los ojos y, por segundos, se le
fue dibujando una sonrisa en los labios y borrando aquella mirada
de odio/asesina que me lanzó—, ¡tú eres Héctor, el bajo de “Los
enchufaos”!
Quizá poniendo nombres no éramos los mejores pero nuestra
música era una puta pasada.
—¡Qué va! Soy el más alto —bromeé.
—Encima de ser un increíble bajista y de ser guapísimo, eres
gracioso.
—Y más cosas que aún no conoces porque no quieres —le guiñé
el ojo.
Nunca antes me había sentido atraído por una chica hasta el
punto de pedirle que se viniera conmigo a vivir a Madrid, quería
tenerla a mi lado veinticuatro horas diarias y que me acompañase
en los conciertos que la banda diese por España. Cuando se lo
propuse, después de follar como dos animales en mitad de un
aparcamiento atestado entre dos coches el mismo día que nos
conocimos, aceptó.
Ella era una fan mía, quizá aquello fue lo que la empujó a estar
conmigo y yo pues era simplemente un tipo que necesitaba tener a
alguien a mi lado que no vistiese ropa rara, ni tuviera barba, ni
tuviese voz ronca. Posiblemente Dafne fue un poco como mi
primera vez de muchas cosas y claro está, a veces, las primeras
veces no significan que tengan que ser buenas, es más, me
atrevería a decir que, las primeras veces de la gran mayoría de
cosas, suelen ser un desastre.
Habíamos estado ensayando en la casa de Mikel, el batería del
grupo. Solíamos reunirnos allí porque aquella casa era amplia,
estaba apartada de la vida agitada de la ciudad y no molestábamos
a los vecinos con nuestros repetidos ensayos.
Habíamos compuesto un nuevo tema muy cañero que tocaríamos
en la gira tan increíble que nos esperaba aquel verano, teníamos
cerrados más de veinte conciertos y, por primera vez desde hacía
mucho tiempo, empezaba a mirar al futuro con ganas e ilusión.
Estuvimos bebiendo y fumando marihuana dentro de un pequeño
estudio que, de tanto humo acumulado, empezaba a parecerse a
“Lluvia de Estrellas” (no sé si recordarás aquel programa porque es
viejo de cojones). Con Dafne apenas llevaba tres meses y yo creía
que habían sido los mejores de mi vida.
Salí a airearme un poco de aquel aire irrespirable de la sala
cuando oí gemidos en el baño. Al principio no presté atención,
éramos cinco los tíos que allí estábamos, podía ser cualquiera de
mis compañeros, pensé. Me encendí un cigarrillo con la sensación
de que algo me escamaba, cuando realmente me encajaron las
piezas fue al caer en la cuenta de que, sí, éramos cinco los tíos que
allí estábamos pero que la única chica que allí estaba era Dafne, mi
novia.
Aporreé la puerta y no me contestó nadie, los gemidos cesaron
pero yo no había oído mal. Di una patada a la puerta destrozándola,
incrusté mi bota negra con tachuelas en ella y descubrí a Omar, el
guitarrista del grupo, follándose a mi chica contra el lavabo. Aunque
me entraron ganas de partirle la cara a puñetazos, me mordí el puño
y salí de aquella casa.
En aquel mismo instante dejé de tener novia y grupo y empecé a
llevar aquella vida de mierda desde el sofá pestilente de mi pequeño
piso con vistas a un callejón en el que los cubos de basura y los
gatos eran los dueños de aquel estrecho trozo de mundo.
Reconozco que soy muy drástico en mis decisiones pero,
después de aquello, fui consciente de que mi vida había empezado
a ponérseme más complicada de lo que ya lo estaba; amanecer
cada mañana en un sofá mugriento y apestoso no era lo que quería
realmente para mí, pero si seguía en aquel piso de Madrid, no iba a
tener otra cosa.
Capítulo 3 Adrián

Aquella mañana de viernes llegué a la oficina como cualquier otro


día aunque posiblemente aún llevase las marcas del cojín marcadas
en la cara. Había estado revisando durante prácticamente toda la
noche unos planos de un nuevo hotel que se edificaría cercano a la
costa de Almería. Me parecía un proyecto chulísimo y, aunque
aquella zona estuviese minada de hoteles, como aquel que
empezarían a construir, ninguno.
—Adrián —me dijo mi supervisor—, tienes nuevo destino.
Me descolocó recibir aquella noticia nada más llegar, mi cerebro
aún no era capaz de procesar la información según la iba recibiendo
y tenía la impresión de ir bastante lento.
—¿Cómo dices? —fruncí el entrecejo.
—El proyecto del hotel de la costa almeriense —añadió—, estás
a los mandos.
Abrí la boca como si me estuviesen revelando la receta de la
Coca-Cola y es que no era para menos, pasé de mirar los planos a
dirigir el proyecto en primera línea…
—No puede ser… Si Francisco me dijo que posiblemente fuese él
el encargado de supervisarlo.
—Cambio de planes. Francisco está enfermo, una hernia —
aclaró para evitar preguntas por mi parte—. Lo hemos consensuado
y, por unanimidad, eres el nuevo supervisor del proyecto.
Aquella noticia era la mejor noticia que podían haberme dado
aquella mañana.
—Puedes buscar algún apartamento por la zona, la empresa
correrá con los gastos del alquiler, de eso no tienes que
preocuparte.
—Vaya… No sé qué decir.
—No digas nada, tienes tres semanas por delante para
organizarte. Enhorabuena, Adrián, te lo mereces.
Me parecía increíble que, después de tres años en la empresa,
por fin me dejasen a los mandos de algún proyecto importante, un
proyecto de la envergadura de aquel hotel, colocándome en uno de
los escalafones más altos al que podía acceder cualquier miembro
de la plantilla. Era un sueño, había trabajado muy duro para
conseguir aquello. Estaba orgulloso de mí, de mi esfuerzo y de mis
ganas. Tenía tres semanas por delante. Tres semanas que me
conducirían, estaba completamente seguro, a una nueva y mejor
vida.
Me preparé una cena rápida, unos canelones precocinados que
solo los calenté unos minutos en el horno, y me senté en el sofá con
mi ordenador portátil al lado de mi plato humeante. Tenía que buscar
un apartamento por la zona, algo que me permitiese estar cerca del
proyecto y que no me mantuviese en carretera mucho tiempo.
Parecía una misión imposible, estaba a punto de empezar el mes de
mayo y quedaban muy pocos apartamentos sin ocupar por aquella
zona debido a la inminente oleada de turistas en los próximos
meses de verano que estaban a la vuelta de la esquina.
Miré en decenas de páginas web y no encontré ninguno que
encajase con lo que yo andaba buscando y me registré en muchas
otras solicitando un aviso cuando, por fin, se diese algún
apartamento con las características que yo andaba buscando. Me
froté la frente un poco desesperado y pensé que, como última
opción, podría instalarme en cualquier habitación de hotel.
Me terminé los canelones, me puse mi serie favorita y me recosté
en el sofá apartando mi portátil. Sabía que era complicado, y lo
complicado, como buen reto, me gustaba. Pocas cosas eran las que
se le habían resistido a Adrián, encontrar apartamento no iba a ser
la excepción que rompiera aquella regla.
Me costó coger el sueño aquella noche, estaba nervioso e
impaciente por lo nuevo que iba a vivir en unas semanas y, con mis
pocas horas de sueño a las espaldas, me desperté cuando apenas
empezaban a salir los primeros rayos de sol del día.
Me puse un pantalón corto deportivo negro con rayas reflectantes
a los lados y una camiseta transpirable blanca, me senté en la cama
y anudé mis zapatillas deportivas, un poco de deporte me ayudaría
a desconectar.
Me encantaba correr por las mañanas. Por las mañanas siempre
me ha parecido todo muy diferente: los olores, los colores e incluso
las personas con las que te cruzas. Solía correr por el parque que
tenía cerca de mi pequeño apartamento, me encantaba aquella
zona tranquila a las afueras de Sevilla donde llevaba cuatro años
viviendo y que solo la abandonaba para visitar a mis padres y para ir
al trabajo. Sabía que echaría de menos todo aquello que me
rodeaba el tiempo que estuviese en Almería pero me consolaba
saber que, algún día, tendría que volver y eso me tranquilizaba
bastante.
Soy de esos que, aunque disfrutan cuando se adaptan, se cagan
con un cambio brusco, sea en el terreno que sea, necesitaba
sentirme seguro en eso que todos conocemos como zona de
confort. A veces deseaba ser más lanzado pero era algo con lo que
sabía que tenía que trabajar casi día a día. Mi timidez y prudencia
era mi losa, esa losa que intentaba dejar en el suelo cada vez que
se me presentaba algo nuevo. En muchas ocasiones demostré que
mis ganas eran mucho más grandes que aquello que no me dejaba
soltarme y, peleando conmigo mismo, conseguía siempre lo que me
proponía.
Llegué agitado y sudando, debido a los kilómetros que había
recorrido, de nuevo a mi apartamento. Pasé directamente al cuarto
de baño. Me deshice de la ropa y me peiné el tupé con las manos
frente al espejo. Me miraba y aquel reflejo sí que mostraba lo que
llevaba tiempo necesitando ver, ya no tenía aquellas ojeras negras,
ya no me atormentaba con la misma intensidad el pasado, lo había
superado (aunque sabía que una parte de mí regresaba, de vez en
cuando, a remover mi interior).
Yo no era un tipo conformista, nunca lo fui. Frente a las
dificultades me crecía, excepto cuando supe que era adoptado, casi
veinte años de mi vida creyendo que, aquellos que me cuidaban,
eran mis padres biológicos. Cuando lo supe sentí una mezcla de
rabia y pena casi al cincuenta por ciento, no podía creer que mi
madre biológica me dejase en un centro cuando apenas acababa de
cumplir un año de vida… Quise encontrar a mi verdadera familia
pero, una noche, aquella idea desapareció de mi mente, de la noche
a la mañana desistí en mi búsqueda, no merecía la pena, me dije.
Junto a mis padres fui un niño muy afortunado, nunca extrañé ni
necesité nada ni nadie que no fueran ellos y, cuando no se extraña,
es porque no lo crees necesario. Me crie rodeado de lujos, si
hubiera querido podría haberme pasado toda la vida sin dar palo al
agua pero mis padres querían forjar a un hombre válido en todos los
sentidos y no un vago al que su riqueza había convertido en un
perfecto inútil.
Estuve años buscando información, tirando de hilos que siempre
llegaban a su final sin aportarme absolutamente nada válido y me
cansé. Demasiadas noches sin dormir, demasiado tiempo perdido
buscando unos orígenes completamente borrados del mundo, desde
que decidí quedarme con la persona que era y centrarme en mí y en
los que para mí eran mis padres, aquellas ojeras desparecieron
dando paso a un Adrián feliz, el mismo Adrián que era antes de
conocer la verdad.
Oí una notificación en mi teléfono móvil. Salí del baño y caminé
hasta el salón donde, sobre la mesa, tenía el aparato, iba
secándome el pelo con una toalla y con mi bóxer negro como única
prenda de ropa que llevaba sobre el cuerpo. Cogí mi móvil y abrí mi
correo electrónico:
A partamentodisponibleen lacosta almeriense. Sonreí mirando
la pantalla. Pinché el enlace que me llevaba al anuncio y vi que era
un dúplex cuyas habitaciones estaban en alquiler. Dejé un correo
electrónico nuevamente con mi número de teléfono y mis datos
personales, incluida una fotografía, y crucé los dedos porque me
llamasen. Necesitaba encontrar algo urgentemente, no estaba
acostumbrado a compartir piso, no era algo que me apeteciese
especialmente, llevaba muchos años viviendo solo y no sabía qué
compañeros iba a tener, aun así era lo único que había encontrado
por el momento y, aunque no era un planazo, estaba dispuesto a
cualquier cosa.
Capítulo 4 Jimena

Me maldije por haber olvidado la fecha de nuestro aniversario


pero por otro lado fue como la ventana que daba a una nueva vida,
una ventana que me ofrecía aire fresco y parecía romper las
cadenas que me ataba a todo lo que allí había.
¿Cuántas veces dejamos de hacer lo que nos gusta o nos
apetece por no hacerle daño a otra persona o por evitar el qué
dirán? Yo, aunque Rafa estuviera empeñado en creer que no, había
luchado por mi relación. Si no hubiera sido así llevaría casi dos años
fuera de su vida. Intenté volver a enamorarme de él en miles de
ocasiones pero donde manda patrón, no manda marinero, y yo no
podía mandar en mi corazón aunque intenté llevarle la contraria
millones de veces. Le quería pero no le deseaba, como amigo era
maravilloso, como compañero de aventuras había sido excepcional
pero ya está, en sus brazos hacía mucho tiempo que no vibraba,
sus manos ya no me quemaban la piel al acariciarme y sus besos
solo eran un intercambio de saliva. Me dolía sentir aquello, pero me
era inevitable.
Abrí la persiana metálica de mi consulta. El sonido de las olas
rompiendo en la orilla era pura paz. El paseo marítimo donde mi
negocio formaba parte de los muchos que allí se encontraban,
empezaba a llenarse de personas, ya veía sombrillas desde primera
hora de la mañana clavadas en la arena y niños jugando con las
olas cuando no había colegio.
Entré, revisé la agenda de los pacientes que tendría durante la
mañana y limpié las estancias dejándolo todo perfectamente
colocado guiándome incluso por las rayas del suelo que me servían
para saber dónde tenía que ir colocándolo todo, eran las guías
perfectas para aquella manía mía de no ver nada fuera de lugar.
—Buenos días, Jimena.
Lorena era mi mejor amiga y mi compañera. Trabajaba conmigo
que, aunque yo era su jefa, no sentía que trabajaba para mí. Ella se
encargaba de la recepción de la clínica, de concertar las citas con
los pacientes y de informarme del trabajo que tendría durante el día
y yo me encargaba de dejar los pies de mis pacientes perfectos.
—Por decir algo…
—Uy, uy… ¿Hay algo que deba conocer?
—Anoche olvidé mi aniversario.
Me costaba incluso decirlo... Abrió la boca formando una O
enorme. Parecía imposible que a una chica como yo se le pudiera
olvidar algo como aquello cuando tenía una agenda (de pelos
fucsias tipo peluche) en la que iba anotándolo todo, y cuando digo
todo es todo, desde lo que tenía que comprar hasta si tenía que
llevar a coser una cremallera a Lola la costurera pasando por veinte
gilipolleces más... El uno de enero de cada año que empezaba,
necesitaba tener ya en mi propiedad una agenda. Era un ritual; en
diciembre compraba una agenda y un tanga rojo para nochevieja.
—No te creo… ¿Cómo ha podido pasársele algo así a doña
planificación?
No sabía si tenía un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo) como
Lorena siempre decía, pero no podía evitar planificarlo todo. El
frigorífico de casa estaba lleno de cuadrantes con horarios de las
tareas, citas y demás, y aquella agenda peluda no faltaba jamás en
mi bolso.
—Pues créetelo.
—Ya lo hemos hablado muchas veces, lo tuyo con Rafa tiene
fecha de caducidad, creo que sois vosotros mismos los que os
empeñáis en dejar el yogur caducado dentro del frigorífico…
—¿En esa metáfora Rafa y yo somos el yogur caducado?
—Sí —puse los ojos en blanco—. Jimena, mírate. Eres una tía
independiente, guapísima, brillas, no sé por qué te empeñas en
seguir con una relación que sabes, al igual que él, que está
acabada…
Tenía razón, ambos estábamos empeñados en mantener aquel
barco a flote, costase lo que costase, nos habíamos dejado los
brazos intentado salvar un barco viejo, desgastado y maltratado por
el paso de los años.
—Anoche durmió en el sofá… Me siento fatal, Lorena… Si
hubieras visto la cena que me preparó…
—Tenéis que tomar una decisión cuanto antes, no podéis seguir
haciéndoos daño, ninguno de los dos lo merecéis… Me parecéis
dos personas increíbles.
—No sabes cómo os envidio a Guille y ti, vosotros sí que sois la
pareja ideal…
Sonrió.
Trabajé con la mente puesta en aquellas palabras que había
mantenido con Lorena. Tenía que tomar una decisión, no podía
seguir alargando aquello que nos haría daño más pronto que tarde...
—Jimena —me dijo antes de subirme en mi coche para volver al
pequeño apartamento que compartía con Rafa—, si decides irte de
tu apartamento, recuerda que tengo un dúplex vacío, no te pilla lejos
del negocio, podrías venir incluso andando. Podrías alquilar
habitaciones, es bastante grande.
—Gracias, Lorena —le dejé un beso en la mejilla.
Los padres de Lorena se dedicaban al alquiler y venta de
viviendas por la zona costera de Almería, aquel dúplex ya lo vi en
una ocasión pero a Rafa no le gustó, era demasiado grande, dijo…
Estaba completamente segura de que se había arrepentido cientos
de veces de haberse decidido por el apartamento de cincuenta
metros cuadrados lejos de la costa en el que vivíamos y no por
aquel maravilloso dúplex prácticamente a pie de playa.
De nuevo volví a casa, entré y dejé mis sandalias perfectamente
colocadas dentro del zapatero de la entrada y coloqué recto el
espejo que colgaba de la pared.
—¡Ya volví! —grité.
Entré en la cocina y miré el cuadrante, Rafa había ido a una
entrevista de trabajo, ya estaría a punto de volver. En la pequeña
pizarra magnética que teníamos en el frigorífico me había dejado
escrito algo:
Elalmuerzoestá dentrodelhorno.
Un beso.
De nuevo la pena, sentía que estaba destrozándole la vida pero,
¿merecía la pena seguir dándole oportunidades a lo nuestro?
Merecíamos ser felices, los dos, y yo sabía que no podía darle
felicidad cuando ni yo misma tenía mi porción de la parte que me
tocaba...
Dentro del horno había una lasaña de verduras con una pinta
extraordinaria, olía de maravilla y estaba completamente segura de
que sabría mejor aún. Coloqué el mantel individual alineándolo con
el filo de la mesa, puse la copa en la esquina superior derecha
(como siempre hacía) y enrollé el tenedor dentro de la servilleta de
papel (como también siempre hacía). Me serví un poco de vino y me
quedé hipnotizada con el movimiento que el líquido hacía dentro de
esta al moverlo en mi mano… Lo tomé de un solo trago dejando
escapar las lágrimas que se agolpaban en mis ojos. ¿Quién podía
creer que yo no había estado luchando por aquello? Me sequé
muchísimas lágrimas en mi soledad peleando conmigo misma y
seguro que sabes que no hay pelea peor que la que desatamos con
nosotros mismos.
Estaba terminando de almorzar sentada en una de las sillas altas
de la cocina, cuando llegó.
—¿Cómo te ha ido? —le pregunté mientras se desanudaba la
corbata.
—Creo que bien, el primer paso está dado.
—Estaba buenísima —le dije mientras rebañaba con pan los
restos de lasaña que quedaban en mi plato.
—Me alegro. Es lo que tiene cuando se hacen las cosas con
cariño.
Intenté no poner los ojos en blanco, había sido una indirecta muy
directa.
—Rafa, creo que tenemos que hablar.
Cogió una copa de la vitrina de la cocina y se sirvió el resto de
vino que había dejado en la botella.
—Pues hablemos —retiró la otra silla y se sentó enfrente.
Puso la corbata hecha un ovillo sobre la mesa y me era imposible
concentrarme en nuestra conversación con ese nido de tela justo
enfrente de mis narices, la cogí y la fui enrollando hasta dejarla
perfectamente enrollada.
—Rafa, nosotros no estamos bien.
—Habla en singular, TÚ no estás bien.
—Rafa…
—¡Ni Rafa, ni leches…! ¿Tú has notado algún cambio por mi
parte? Joder, hace un año te propuse matrimonio y te lo pensaste…
—El matrimonio no va conmigo, ya lo sabes…
—¿Ese es el motivo real?
Me mordí el labio para no romperme. Casarme no había entrado
nunca en mis planes pero no era el único motivo de mi negativa a su
propuesta.
Tragué saliva y respiré hondo armándome de valor. Decidí que
había llegado el momento, el vino que había tomado me
envalentonó y me dio el empujoncito que necesitaba para dar el
paso.
—Rafa, no quiero seguir con esto. Siento que te hago daño y te
estoy privando de hacer cosas… Tú eres como un pájaro, te
encanta vivir y volar, yo, en cambio, soy… no sé… diferente.
—Diferente… Al final tendré que estarte agradecido de que me
dejes, ¿no?
—Rafa…
—En fin, ¿a quién quiero engañar? Esto se veía venir… Ahora
me pregunto si en algún momento estuviste enamorada de mí…
Aquellas palabras me sentaron como si me vertiesen sobre la
cabeza un jarro de agua helada.
—¿Cómo dices? No puede ser real lo que acabo de oír.
—No sé… No me entra en la cabeza que estés decidida a
terminar con esto. Cuando de verdad se quiere se lucha, se pelea,
se deja uno los brazos remando.
—Yo te quiero muchísimo, Rafa, pero, ¿sabes algo? También
necesito buscar mi felicidad, entiéndeme. Quiero ser feliz y, de paso,
dejar que tú también lo seas... ¿Cuánto tiempo hace que no
hacemos el amor?
Se quedó unos segundos callado, respiró hondo y tragó saliva.
Asintió.
—Está bien… Tienes razón, no puedo obligarte a seguir a mi
lado… No es justo obligarte a seguir con esta relación, es injusto
para ti y egoísta por mi parte…
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Me levanté de aquella silla
alta y le cedí mi mano. Levantó la mirada de la mesa donde la había
tenido fija durante casi toda la conversación y me miró a los ojos.
—Te voy a echar mucho de menos, chiqui —me dio la mano y me
abrazó.
—Y yo a ti, recuerda que pierdes una novia pero no una amiga.
—Va a ser difícil besarte la mejilla cuando me he perdido en tus
labios tantas veces.
Ambos sabíamos que aquel capítulo que cerrábamos no sería
fácil pero, que sea difícil, no significa que sea imposible. Estaba
segura de que, lo que en aquel momento era un mundo, en unos
meses pasaría a ser mucho más fácil, e incluso llegaría el momento
en el que dejaríamos de echarnos de menos, al menos de la forma
en cómo nos echaríamos de menos en ese momento en el que, el
adiós, estaba demasiado cerca, demasiado reciente...
Necesitábamos tiempo para poder adaptarnos a nuestras nuevas
vidas.
Capítulo 5 Jimena

—... Y he aquí la habitación principal. Estoy segura de que lo


recordabas, pero me hacía ilusión volver a enseñártelo todo,
entiéndeme, lo llevo en las venas…
Sonreí.
—Gracias de nuevo, Lorena —le dije abriendo dos de las puertas
del armario enorme de aquella habitación—. Este armario es una
pasada, podría dormir dentro de él...
—Es más cómodo hacerlo sobre la cama —se tiró de espaldas y
con los brazos abiertos sobre ella—, pero chica, para gustos, los
colores…
Me senté a su lado y entrelacé mis manos sobre mis piernas.
—Me siento rara, Lorena…
—Es normal —se incorporó y se sentó a mi lado agarrándome
una de mis manos entre las suyas—, ahora para ti es un mundo
nuevo por descubrir. Lo que hoy te parece complicado, en unos
meses, estará superado. Además, ¿quién sabe lo que el destino te
tendrá preparado? Quizá te vuelvas a enamorar…
Puse los ojos modo búho, ¿volverme a enamorar? ¡Imposible!
—Yo no podría volver a enamorarme… He estado tanto tiem- po
con la misma persona que no sabría cómo actuar con otro tío.
—Eso nace solo.
—No quiero ni pensarlo. Quita, quita… —bufé.
—Bueno, me voy para que te instales. Si necesitas algo, ya
sabes dónde encontrarme —me dejó un beso en la mejilla.
—Gracias, Lorena. Te acompaño hasta la puerta —me puse en
pie y la seguí.
Cuando cerré la puerta al irse me sentí más sola que nunca pero
sabía que había tomado la decisión correcta.
Ya estaba todo colocado perfectamente en las estanterías. No
recordaba aquel dúplex tan grande y espacioso. Tenía un salón
amplio y luminoso con gran ventanal que daba al paseo marítimo,
podría ver el mar desde el sofá, era un lujo. Justo enfrente del
enorme salón había una cocina preciosa con muebles modernos de
color rojo con una ventana que daba a una terraza que era lo
primero que tendrías que pisar al entrar al dúplex. En la planta baja
estaba el baño principal en tonos marrones con una gran bañera,
dos lavabos de piedra oscura y un váter. Si subías la escalera que
se encontraba justo en el pasillo que separaba el salón de la cocina,
podías encontrar tres habitaciones enormes y un baño dentro de la
habitación principal. Mi habitación (la habitación principal) tenía otro
enorme balcón que daba a una terraza amplia con vistas al mar.
Qué pena sentí al tener que irme del pequeño apartamento
céntrico que compartí con Rafa. Aquel apartamento nada tenía que
ver con el dúplex donde me había instalado, pero en aquel pequeño
cuadrado fui feliz aunque los últimos años se desgastasen
demasiado rápido. Había metido tantos recuerdos, de tantos años,
en cajas que me parecía mentira haber vivido tantas cosas en tan
poco tiempo. Era como si intentase resumir ocho años de mi vida en
unas cuantas cajas de cartón…
A partir de ahí empezaría una nueva etapa para mí y tenía que
empezar a ir adaptándome.
Lo bueno de que mi amiga y compañera de trabajo fuera la chica
que me había vendido mi nuevo dúplex completamente amueblado
es que me lo había decorado y amueblado todo acorde conmigo y
con mis gustos. El salón parecía sacado de un anuncio de alguna
tienda conocida de muebles. Paredes blancas, un sofá de tres
plazas rojo, una alfombra de pelo largo negra, unas cortinas blancas
con rayas rojas y negras, algunas plantas artificiales distribuidas
perfectamente, aportando ese toque de color verde que tanto me
gustaba, por la estancia y muebles blancos súper modernos. Aquel
dúplex era una auténtica monería.
Mi dormitorio no era muy diferente: paredes color crema, muebles
de color blanco y un cabecero acolchado de color blanco también, la
funda nórdica era blanca con unos grandes girasoles amarillos. En
el suelo había dos alfombras mullidas, una a cada lado de la gran
cama, amarillas. El balcón quedaba cubierto por unas cortinas
blancas con flores amarillas y un visillo blanco. Encima del cabecero
había un cuadro precioso de unos girasoles, un cuadro sencillo, con
muy pocas pinceladas, y no podía ser más bonito. ¿Te he dicho ya
que mi color favorito es el amarillo? ¿No? Pues eso.
Sabía que allí estaría a gusto porque lo sentía muy mío a pesar de
llevar apenas unas horas instalada en él.
Me preparé la cena y me senté en el sofá, me crucé de piernas y
coloqué el plato, con la mitad de una pizza barbacoa, sobre ellas.
Encendí la tele, cambié varias veces de canal sin encontrar nada
interesante que ver, la apagué y encendí mi portátil para seguir
viendo mi serie favorita por donde la había dejado la noche anterior.
Aquel dúplex me venía demasiado grande, me sentía como un
pequeño barco en el centro del mar, me sentía en paz y tranquila
pero necesitaba llegar a casa y tener alguien con quien hablar.
Quizá habían sido demasiados años compartiendo casa con Rafa
que, aquella nueva vida, me rechinaba un poco.
—¡Buenos días, Jimena! —me dijo al llegar a la clínica—. ¿Cómo
has dormido en tu nuevo hogar?
—La verdad que me costó mucho conseguir dormirme, ¿sabes
qué fue lo único que me relajó? —negó con la cabeza—. El sonido
de las olas rompiendo en la orilla… Dormir escuchando ese sonido
es un placer absoluto.
—Ni que lo digas… Guille y yo estamos pensando en vender
nuestro apartamento y comprarnos un dúplex de esos que aún
están en venta al lado del tuyo porque esas vistas son inmejorables
y, además, ¡seríamos vecinas!
—No sabes lo mucho que me gustaría… Me sentiría un poco
menos sola… Es demasiado grande para una sola persona, he
pensado en alquilar las habitaciones vacías...
—¡Claro! Así podrás pagar la hipoteca un poco más desahogada
y dejarías de sentirte sola, matarías dos pájaros de un tiro.
—Tengo que andar con pies de plomo, hay gente muy loca por
ahí, no es plan de meter dentro de mi casa a alguien que tire la
toalla al suelo para secarse los pies y seguidamente suba con esa
misma toalla hasta secarse la cara…
Lorena se carcajeó a la vez que negaba con la cabeza.
—Verdad… Eso no es comparable a que sea un asesino en se-
rie en busca de su nueva víctima…
—Además de verdad…
—Bueno, ya hablando en serio, si quieres puedo inscribirte en un
par de páginas web que conozco, son las mismas que utilizamos en
la inmobiliaria cuando ponemos alquileres en el mercado.
—Sí, por favor, tú estás mucho más puesta que yo en esas
cosas, a mí me sacas de quitar durezas y me pierdo…
Por fin de nuevo en casa, Lorena me había inscrito en cinco
páginas webs y, en menos de ocho horas, ya tenía más de veinte
correos electrónicos pidiéndome información.
Empecé a leer los correos y uno a uno fui viendo los perfiles de
los solicitantes, la verdad que poder leer una pequeña referencia de
la persona que solicitaba información, era uno de las muchas
herramientas que aquella web ofrecía.
Adrián. Aquel chico me dio confianza sin saber bien por qué,
buscaba alquiler en la zona por nuevo destino laboral y en su foto de
perfil parecía un buen chico (y guapo, para qué andarme por las
ramas…). Guardé su número de teléfono en mi agenda para
llamarle al día siguiente.
Aquello de poder desayunar mirando el mar era un sueño. Nací
muy cerca del mar, me crie corriendo descalza por la arena y
mojándome de agua salada los bajos de mis pantalones o vestidos,
mi primer beso lo di mientras estaba sentada, con mis pies
colgando, en el pequeño muro que separaba el paseo marítimo de
la playa y algunas de mis dudas fueron despejadas mientras estaba
sentada en las rocas de esa parte solitaria que toda playa tiene, y es
que, poco a poco, aquellas arenas y aquellas aguas saladas me
vieron crecer, y es que allí, donde los dos azules se unían, yo era
feliz y sentía que el mundo podía pararse que a mí poco iba a
importarme.
Cuando me mudé a vivir con Rafa al centro extrañé muchísimo
aquellos lujos de los que desde aquella terraza, en aquel momento,
disfrutaba. Lorena no pudo ofrecerme un hogar mejor…
Aún quedaban cuarenta minutos para abrir la clínica, tenía mi
teléfono móvil en la mano y, un día más, estaba mirando fotos
antiguas en la galería. No sé si a ti te pasará pero yo, cada vez que
miro fotos antiguas, me lleno de nostalgia. Directamente pienso que
en aquel momento estaba mejor que en el momento en el que me
encuentro mirando las fotos, es como si nunca llegase a estar bien,
es como si siempre extrañase algo de mi pasado y me llevase a
pensar que inevitablemente mi vida lleva una dirección hacia la
infelicidad absoluta.
Después de mirar las fotos y maldecirme porque cualquier tiempo
pasado fue mejor, caí en la cuenta del chico que memoricé en mi
agenda para llamarle por la mañana así que, ni corta ni perezosa,
marqué aquel número y, justo cuando ya la llamada iba a cortarse
tras no recibir respuesta, le oí al otro lado de la línea.
—¿Quién es?
Tenía una voz ronca, muy masculina.
—Buenos días, mi nombre es Jimena, le llamo porque tengo
un par de habitaciones en alquiler y usted me dejó un correo
electrónico interesándose por una de ellas.
—¡Sí, claro! Perdóneme pero me he inscrito en tantas páginas y
he pedido información de tantas casas que, ahora mismo, no sé cuál
es la suya.
—Es un dúplex que está situado justo en el paseo marítimo. —
¡Perfecto! Ya recuerdo cuál es.
—Si está interesado puede venir a verlo.
—En estos momentos estoy en Sevilla, en un par de días
viajaré a Almería. Sinceramente, estoy tan desesperado por
conseguir algo por la zona que poco me importa cómo sea la
habitación.
Si hubiera sido maligna me hubiera aprovechado de su situación
y le hubiera engordado el precio de la habitación, pero no, yo soy
una chica buena.
—Pues puede llamarme a este número cuando ya esté por aquí y
podríamos hablar del contrato o alguna duda que tenga —sonreí.
—¿Podría mandarme el contrato de alquiler por correo
electrónico? Ya le digo que estoy interesado en cualquier cosa, creo
que no me importaría incluso que tuviese goteras siempre y cuando
las gotas no cayesen sobre mi frente día y noche.
Sonreí, parecía un tipo simpático.
—Sí, claro. Déjeme su correo electrónico y se lo haré llegar antes
de esta tarde.
Me dijo su correo electrónico que lo apunté en mi agenda peluda
fucsia que siempre me acompañaba, le pasé mi número de cuenta
como me pidió, y nos despedimos.
Capítulo 6 Jimena

—Sin una entrevista previa… Desde luego que estoy flipando


contigo, creo que tarde o temprano vas a sepultar a la Jimena esa
controladora y maniática.
—Me pareció un buen chico, además, ponle esta cláusula en el
contrato —le señalé la pantalla de ordenador donde se reflejaba el
contrato que Lorena me estaba redactando para seguidamente
hacérselo llegar a Adrián—, podré echarlo cuando a mí me plazca.
Lorena abrió los ojos de par en par, posiblemente no estaba
acostumbrada a redactar contratos tan extremistas pero me
importaba un comino.
—¿No crees que es una cláusula un poco…?
—Un poco nada, ponla.
—Buenos días.
Giramos ambas la cabeza como la niña del exorcista,
descaradas, cuando aquel chico entró por la puerta de la clínica. A
ver, no es que yo fuera una experta en eso de chicos pero si aquel
no era el más guapo que me había cruzado a lo largo de mi vida,
que bajase Dios y lo viera. Llevaba una camiseta básica blanca
completamente ceñida a aquel cuerpo que parecía imposible que
fuese real y un pantalón vaquero negro que dejaba al descubierto
una de sus rodillas a través de una raja. Tenía un mentón perfilado,
duro, una nariz y una boca perfecta y unos ojos profundos del color
de la noche.
—Buenos días —conseguí decir al ver que Lorena también
tardaba en reaccionar—. ¿Tiene cita?
—No, vengo buscando a Lorena Robles. Me dijeron que aquí
trabaja una chica que se dedica al alquiler de viviendas pero creo
que me he equivocado de sitio…
Lorena abrió los ojos como platos y dejó caer el bolígrafo que
había estado girando entre sus dedos al suelo.
—Soy yo —dijo mientras recogía el bolígrafo y esquivaba el pico
de la mesa de escritorio para no darse un golpe—. Mis padres son
los dueños de la inmobiliaria que está a unos metros de aquí —
añadió.
—¿Podría indicarme la dirección exacta para ir a preguntar?
—No es necesario. Yo podría ayudarle desde aquí si así lo desea,
¿qué necesita?
—Estoy buscando un alquiler por la zona, en principio sería para
un corto periodo de tiempo, algo con las tres B…
Lorena me miró viendo en mi dúplex la opción perfecta para
aquel chico.
—Ahora mismo no tendría ningún apartamento disponible con
esas características, el contrato mínimo es de un año.
—Joder… —respondió el chico torciendo la boca.
—Bueno, ella tiene una habitación disponible en busca de
inquilino.
Miré a Lorena abriendo tanto los ojos que parecían que, de un
momento a otro, se me saldrían de la cara.
—¡Genial! ¿Podría darme información? —me preguntó
clavándome aquellos ojos negros en los míos que, a pesar de tener
el mismo color, los suyos eran muchísimo más expresivos y bonitos.
—Sería un dúplex compartido entre tres, en unos días se
instalará el chico que estoy esperando… —le dije.
—Vale, no tengo problema en compartir casa con más personas,
teniendo una habitación en la que encerrarme me es suficiente,
además, en principio serán solo unos meses, estoy barajando irme
del país.
—Pues mi compañera está redactando el contrato del otro chico,
si quiere, podría prepararle uno igual —le dije nerviosa de
imaginarme compartiendo casa con él.
—¡Perfecto! Y por favor, ahora que vamos a ser compañeros de
suelo y techo, tutéame, por favor —sonreí. Me cedió la mano y se la
estreché—. Me llamo Héctor.
—Jimena.
Sonreímos manteniendo nuestras manos apretadas y mirándonos
a los ojos fijamente. Me sentí un poco incómoda porque no sabía
cuándo sería el momento de soltarnos y porque no tenía necesidad
ninguna de hacerlo cuando yo nunca fui una chica que le agradase
el contacto con desconocidos…
—Léalo y, si está de acuerdo con las condiciones, fírmelo —le
dijo Lorena poniendo sobre el pequeño mostrador de cristal el
contrato.
Nos soltamos aunque sentí que a ninguno de los dos nos
apetecía. Lo cogió y empezó a leerlo, supongo que por encima, sin
pararse mucho, porque lo hizo demasiado rápido.
—¿Puedes echarme cuando te dé la gana? —arqueó su ceja
derecha y me pareció increíblemente sexy.
—Sí, esa cláusula la he puesto debido a que no os conozco de
nada y no pienso estar aguantando alguien que me desquicie
durante un año porque un contrato lo diga.
—Ya veo…
Firmó.
—Bueno, pásate mañana por aquí y te daré tu llave, podrás
instalarte cuando quieras.
—Gracias, mañana volveré. Tened un buen día, gracias por todo,
Lorena. Encantado de conocerte, Jimena.
—Igualmente, Héctor.
Y creo que me duró aquella sonrisa dibujada en la cara hasta que
eché la persiana metálica de la consulta en el cierre.
Capítulo 7 Héctor

¿Cabe una vida en una maleta? Si era la mía, que no te cupiera


la menor duda de que la respuesta era afirmativa.
Cogí la maleta que tenía dentro de una gran bolsa de basura
negra y que había permanecido en el altillo de aquel ropero desde
que abandoné la banda y me marché a vivir solo a aquel piso. Metí
la poca ropa que tenía guardada en mi armario tal y como iba
cayendo dentro de esta y guardé las cuatro o cinco cosas que, de
dejarlas en aquel cuchitril, más tarde las terminaría echando de
menos. Cerré aquella maleta que guardaba gran parte de mí y la
dejé en el pasillo junto al bajo que tenía perfectamente enfundado y
que por nada del mundo hubiera dejado atrás. Había llegado el
momento de cambiar de aires, necesitaba volver a tener contacto
con el mundo exterior y necesitaba ahorrar más dinero para irme de
España, lejos de recuerdos.
Saqué un mapa de España que estaba perfectamente doblado
dentro de uno de los libros antiguos, de paginas amarillentas, que
estaban cogiendo polvo en aquella estantería del salón en la cual, si
pasabas el dedo, podrías descubrir su verdadero color. Extendí el
mapa sobre la mesa retirando las cáscaras de un par de naranjas,
que aún estaban esparcidas sobre mesa desde la noche anterior, y
coloqué mi dedo índice sobre el mapa sin llegar a rozarlo. Cerré los
ojos y lo hice girar hasta que, al contar hasta diez, dejé caer el dedo
sobre esa ciudad que el azar había elegido para mi nuevo desino:
Almería.
No conocía aquella provincia, nunca había estado por la zona así
que pensé que, descubrir un nuevo lugar, me ayudaría mucho con
ese plan que mi mente iba encajando como si fueran piezas de un
puzzle. Si al llegar al sitio conseguía un apartamento cercano a la
playa sería un maravilloso cambio.
Llamé al casero para decirle que me iba, que le dejaba la llave
dentro del buzón y que no se preocupase por la fianza, se la podía
quedar gustosamente, posiblemente dejé la casa bastante más
sucia de cómo la encontré y aquel dinero tendría que invertirlo en
productos de limpieza…
Metí la maleta en el maletero de mi coche, programé en el GPS la
provincia de Almería y señalé una de las poblaciones cercanas a la
costa, también a suerte, el destino sería el encargado de mi nueva
vida, lo dejaba todo en sus manos y esperaba sorprenderme. Tenía
los suficientes kilómetros por delante como para sentirme agobiado,
en cambio, sentía que aquel camino me llevaba a reencontrarme
conmigo mismo y estaba deseando llegar, los kilómetros me
importaban una mierda si, al final del camino, conseguía ser feliz.
Aparqué prácticamente pegado al paseo marítimo, respiré hondo
y sentí que, allí, sí. Caminé buscando carteles que pusiesen las
palabras mágicas: SE ALQUILA. Necesitaba que fuese allí mismo,
si encontraba una ventana con vistas a aquellos azules, con sonidos
de olas rompiendo en la orilla y con olores a sal, sería perfecto, era
complicado, pero no imposible.
—Disculpe —paré a una señora de unos cincuenta años que
cargaba una silla de playa y una sombrilla—. ¿Sabría dónde podría
informarme para poder alquilar algo por la zona? Una inmobiliaria o
alguien que se dedique a eso…
—Pues sí —tenía acento, juraría que alemán, y aquel rosado de
su piel me ayudaba a reafirmarme en lo que sospechaba—.
Justamente hace un mes contacté con una chica, Lorena Robles, y
me consiguió un apartamento a un par de calles de aquí.
—¡Genial!
—Podrás encontrarla allí —me señaló un negocio—. Es la del
cartel rosa.
—¡Muchísimas gracias, señora! —di un par de pasos y volví a
girarme—. Disculpe, ¿quiere que le eche una mano con eso?
—Te lo agradecería, muchacho…
Cogí la sombrilla y la silla de la señora y caminé con ellas hasta
llegar al lugar donde quería echar el día de playa. Le clavé la
sombrilla.
—¡Listo!
—Muchísimas gracias. Ojalá la vida te devuelva este gesto con
una felicidad plena.
Sonreí.
—Creo que eso es muy complicado señora, me conformo con
encontrar apartamento.
—Que eso sea el principio de algo maravilloso.
Ojalá, pensé. Veía tan lejana la felicidad que había olvidado qué
se sentía al degustarla.
Caminé hasta aquel negocio y, extrañado, vi que era la consulta
de una podóloga… ¿Se habría equivocado la señora alemana?
Entré un poco confuso y, cuando la vi apoyada en aquel mostrador y
me clavó la mirada analizándome de arriba a abajo, me quedé
completamente hechizado con el negro de aquellos ojos enormes.
Juro que lo que menos quería que me pasase al llegar a mi nuevo
destino era encontrarme con alguna chica que me descolocase, una
chica que me crease tanta curiosidad que consiguiera hechizarme
para, después de quedarme completamente colgado de sus manos,
me dejase tirado como una puta colilla o terminase cambiándome
por el primero que pasase por allí como me pasó con mi anterior
relación.
Cuando Lorena me dijo lo de la habitación libre en casa de
Jimena (tenía bonito hasta el nombre), no lo pensé. ¿Podría tener
mejor compañía en casa? Yo creo que no…
Aquella noche dormí dentro de mi coche dejando un poco la
ventanilla abierta para oír de fondo el mar. Soñé con aquellos ojos
negros dejándome completamente descolocado.
Héctor, estás aquí para olvidar, déjate de flechazos, ya no eres un
crío…
Capítulo 8 Jimena

La verdad que no sabía si estaba preparada para convivir con


dos chicos, una parte de mí estaba acojonada, uno de ellos era
increíblemente guapo y el otro, a parte de guapo (por lo que pude
ver en aquella pequeña foto del perfil de aquella página donde
Lorena anunció el alquiler de las habitaciones de mi casa) tenía una
voz tan bonita que con solo oírle me erizaba el vello de la nuca.
Héctor y Adrián, Adrián y Héctor...
Estaba nerviosa y ansiosa por saber qué me depararía aquella
convivencia a tres.
Me costó conciliar el sueño, a pesar de estar agotada debido a lo
mucho que limpié para dejar las dos habitaciones impecables para
que, tanto Héctor como Adrián, solo tuvieran que instalarse, estaba
nerviosa y no podía dormir.
Aún no había recibido la llamada de Adrián para informarme de
que vendría, aun así, con el dinero de la fianza que me transfirió a
mi cuenta (al igual que Héctor), a ambos les amueblé, de forma
sencilla, ambas habitaciones.
Me dormí pensando en que, al día siguiente, Héctor compartiría
casa conmigo. No buscaba enamorarme, acababa de salir de una
relación, lo suficientemente larga y que me había dejado tan
desilusionada, como para meterme de nuevo en líos amorosos.
Sentí que me miró y se ruborizó y, de algún modo, aquello me
preocupó. Buscaba compañeros de casa no una aventura amorosa.
Me disponía a levantar la persiana metálica de la clínica, de
nuevo había llegado media hora antes para volver a dejarlo todo
colocado al milímetro.
—Te ayudo.
Agarró del pequeño hierro que sobresalía de la persiana para
facilitar la subida. Héctor estaba vestido igual que el día anterior
pero tenía los ojos hinchados, supuse que acababa de ponerse en
marcha, yo, en cambio, llevaba sobre mis pies casi tres horas de
pasos, tenía la costumbre de dejar la casa perfectamente
organizada, el almuerzo preparado y no dejaba fuera de lugar ni un
tenedor.
—Gracias —le dije cuando subió, con una facilidad increíble, la
persiana—. ¿Has venido a por las llaves?
—Sí, he dormido en el coche y me muero de ganas de darme una
ducha y estirazarme por fin en la cama.
Busqué en el bolso el juego de llaves que le había preparado, le
compré un llavero con una H para que supiera cuál sería el suyo
puesto que el de Adrián era completamente igual, a excepción del
llavero, que era una A.
—Mola el llavero —sonrió y me quedé hipnotizada con los
hoyuelos de sus mejillas.
—Buenos días —dijo Lorena portando una sonrisilla pícara.
—Buenos días —contestó Héctor—. Tengo que irme. Te veré
luego, ¿no?
—Sí.
Se marchó y no pude evitar, ni quise, mirarle el culo que aquel
pantalón le marcaba.
—Es un pivonazo, Jimena.
—Me da igual cómo sea, con que sea limpio y ordenado, me es
suficiente.
—¿Piensas hacer un cuadrante con las tareas domésticas y los
horarios a las que se tienen que realizar? —se carcajeó.
—¿Acaso lo dudas?
Creo que hacía mucho tiempo que no sentía la necesidad de que
las horas pasasen rápido para volver a casa, tenía curiosidad por
saber cómo estaba Héctor: si se sentía a gusto, qué habitación de
las dos que estaban libres había escogido, si ya habría metido
dentro del armario su ropa… Quería saberlo todo y, para saberlo, las
manecillas del reloj debían girar un poco más rápido de lo que solían
girar.
—Hasta luego, Lorena —me despedí tras cerrar la persiana
metálica.
—¡Suerte con tu nuevo compañero de suelo y techo!
—¿Crees que la necesitaré?
—Por cómo os miráis, sí.
—¡Anda ya!
—¡Adiós, suertuda!
Me carcajeé.
—Hasta dentro de un ratito.
Caminé por el paseo marítimo hasta llegar al conjunto de dúplex
idénticos en el que el mío era uno más pero en el que en él yo me
sentía única. Abrí la cerradura de la pequeña cancela que daba
paso a un pequeño patio delantero en el cual tenía una mesa
redonda de mimbre y tres sillones del mismo material y color que la
mesa con unos cojines estampados de girasoles. Tenía una decena
de macetas con flores de colores y de la pared colgaban un par de
tejas pintadas a mano de algunas de las mejores playas de Almería.
Aquella zona de la casa me encaba, junto con la terraza de la parte
de arriba, desde donde también podía ver el mar, eran mis zonas
favoritas de la casa.
Subí los cuatro escalones que me permitían llegar a la puerta
principal de la casa e introduje la llave. Cuando entré me quise
morir; en el suelo estaba la maleta de Héctor completamente
abierta, habría estado buscando alguna prenda en concreto y no se
molestó en volver a colocar dentro de la maleta lo que no
necesitaba, en la encimera de la cocina había un vaso a la mitad de
su capacidad con agua, los cojines del sofá completamente
desordenados e incluso, uno de ellos, estaba sobre la mesa…
Respiré hondo…
Tranquila, Jimena, los comienzos siempre son complicados…
—¡Ya has vuelto! —me dijo mientras caminaba secándose el pelo
en una toalla pareciéndome el tío más sexy sobre la faz de la tierra.
Llevaba puesto únicamente un pantalón de chándal que se
ajustaba a los músculos de su cintura con el poder de dejarme
muda. Tenía un abdomen con más cuadros que El Louvre, un
pectoral posiblemente con más talla de copa que los sujetadores
que yo utilizaba (tampoco era muy complicado) y unos brazos que…
¡Dios del amor hermoso! Héctor era físicamente perfecto pero, como
compañero de techo y suelo, un verdadero desastre.
—Héctor, a ver cómo te lo digo…
—¿Pasa algo? —me preguntó preocupado.
—Bueno, a ver, soy un poco maniática del orden y la limpieza…
Torció el labio tocándose con insistencia la barbilla.
—Entiendo… ¿Lo dices por la maleta? Es que estaba buscando
este pantalón de chándal y no aparecía por ningún la…
Intenté no poner los ojos en blanco, mostrarme comprensiva y
demostrar que podía llegar a tener más paciencia de lo que yo
misma creía que tenía.
—Esto… —le interrumpí—. Sí… la maleta, pero también el vaso
de la encimera e incluso los cojines…
—¿Los cojines? —preguntó frunciendo el entrecejo y arqueando
una de sus espesas y oscuras cejas.
Asentí y caminé hasta el sofá, cogí todos los cojines y los puse
sobre la mesa baja que tenía en el centro. Cogí un cojín negro y lo
sacudí dándole pequeños golpes haciéndolo girar entre mis manos.
—Verás, primero pongo los negros. Este, en concreto, lo dejo
justo aquí, me guío por esta pequeña marca que la tela del sofá
tiene, es un defecto de fábrica que reconozco que me pone un poco
nerviosa pero el cual estoy utilizando como guía y, reconozco
también, que me ayuda. El otro negro va en el otro extremo del sofá,
aquel lado no tiene marca así que me guío a ojo para intentar
dejarlo a la misma altura que el otro que ya tengo colocado. Lo voy
moviendo poco a poco hasta dejarlos a la misma altura —cogí el
cojín y fui buscando la altura perfecta a la que dejarlo. Héctor me
miraba extrañado, con el ceño fruncido y una mueca rara en los
labios como si estuviese hablándole en un idioma inentendible—. El
cojín rojo lo apoyo sobre el negro dejando que se vea, de este, solo
cuatro dedos… —puse los dedos para medir la distancia perfecta
entre el filo del cojín negro y el rojo—. Y listo.
—¿En serio?
—¿Cómo dices?
—¿Cuentas los dedos que un cojín debe tener de espacio con el
que se solapa? —asentí—. Ostias, a partir de hoy me sentaré en el
suelo, lo prefiero antes que tener que aprenderme de memoria todos
esos pasos que has dado… Porque lo estoy viendo que sino, no
sabría qué color solapa al otro, es más, ni el color de los cojines
recordaría de estar en otra estancia que no fuera esta…
Puse los ojos en blanco.
—Si no te importa, quita esa maleta de la entrada, si cuento los
dedos a los que coloco un cojín imaginarás que esa maleta ahí
tirada me eriza la piel.
—Ahora mismo la quito.
Estaba segura de que le había dado un poco de miedo esa
obsesión mía con el orden y la limpieza pero actuó quitándome de la
vista aquella maleta y me di por satisfecha.
Almorzamos juntos, no nos dirigimos mucho la mirada pero sí que
noté curiosidad en sus ojos cada vez que, de forma fugaz, ambas
miradas se topaban.
—¿A qué te dedicas? —le pregunté.
—He sido miembro de una banda de rock durante unos a ños…
Era el bajista.
—¡Mola!
—En la actualidad no soy nada, más bien una hoja movida por el
viento …
¿Y de qué vivía? Me eché a temblar pensando que había me tido
dentro de mi recién estrenado hogar a un traficante o alguien cuyo
trabajo realmente era innombrable…
—¿Qué habitación has elegido? Supongo que en un par de días
llegará Adrián.
—La de la izquierda, la que tiene esa ventana con vistas al
mar, he estado demasiado tiempo asomándome a una pequeña
ventana con vistas a un muro de ladrillo grafiteado y a contenedores
de basura… Espero que a Adrián no le importe.
—No creo que le importe mucho…
Iba caminando, como cada día, a la consulta. Había dejado en mi
casa a Héctor y no terminaba de fiarme de él para dejarle solo visto
lo visto, confiaba en que aquella conversación sobre los cojines le
hiciese entender por dónde iban los tiros conmigo. Empezó a sonar
mi teléfono móvil, rebusque en mi bolso y sentí un pellizco
surrealista en el pecho cuando vi su nombre en la pantalla.
—Buenas tardes —me dijo cuando descolgué—, soy Adrián. —
¡Hola!
—Mañana viajaré, por fin.
—¡Genial!
Posiblemente soné demasiado feliz pero no sabía qué me pasaba
con aquel chico…
—Llegaré sobre las doce del mediodía. ¿Estarás en casa? —Sí
—los fines de semana la consulta estaba cerrada—, en el
contrato que mi compañera te envió por correo tienes la dirección
exacta de la casa. Espero que tengas un buen viaje.
—¡Gracias! Hasta mañana entonces.
—Por cierto, Adrián —le dije cuando iba a colgar. —Dime.
—Tenemos un compañero de techo y suelo, se ha instalado
hoy.
—Vale, perfecto.
—Eligió la mejor habitación…
—No te preocupes, Jimena, ya te dije que no me importaba
que tuviera incluso goteras —sonreí—. Te dejo, tengo que recoger
unos planos y terminar de preparar la maleta. Hasta mañana. —
Hasta mañana, Adrián.
Capítulo 9 Adrián

Decidí viajar un sábado porque así podía dejarlo todo terminado


en la oficina y llevarme a mi nuevo destino únicamente el nuevo
proyecto. Estaba nervioso y ansioso por comenzar, tenía
perfectamente diseñado en mi cabeza todo el edificio a pesar de
que los planos estaban únicamente trazados y, en su gran mayoría,
aquellos trazos, estaban a lápiz… Quedaba un largo camino por
delante pero tenía muchísimas ganas de ponerme manos a la obra
(nunca mejor dicho).
Cuando cerré mi apartamento sentí un pellizquito en el pecho
pero nada comparable al pinchazo que sentí cuando tuve que
despedirme de mis padres.
—Cariño —me dijo mi madre cuando me despedí con un par de
besos de ella—, sabía que conseguirías este proyecto. Eres mi vida
entera, no lo olvides, tampoco olvides nunca lo mucho que vales.
—Mamá, que no voy a morirme —bromeé—, será un año, o un
poco menos, aun así viajaré más de lo que piensas para veros, no
me voy tan lejos, esto está a la vuelta de la esquina.
Volví a abrazarme a ella y respiré el olor de su piel a polvos
Madera que era lo único que utilizaba cuando quería verse más
guapa (que ya era complicado). Mi madre era increíblemente
preciosa, por fuera, que era más que evidente, y por dentro, que
solo necesitabas cruzar con ella un par de palabras para darme la
razón… Mi padre nos miraba, emocionado, tragándose ese nudo
por aquello de que los hombres nunca lloran…
—Padre —abrí los brazos y nos dimos un abrazo de esos que lo
acompañan decenas de palmadas en la espalda.
—Cuídate, Adrián.
—No os preocupéis por mí. Ya soy un hombre hecho y derecho
—sonreí.
El GPS me indicó que, en cuatro kilómetros, y a mi izquierda,
encontraría mi destino.
Aparqué sin ningún tipo de problema y me alegré al ver que la
zona estaba dotada de bastantes plazas de aparcamiento. Mi nuevo
destino laboral estaba tan cerca de mi nueva vivienda que podría ir
perfectamente a pie así que mi coche pasaría mucho tiempo bajo
aquel árbol donde lo aparqué.
En cuanto puse el pie sobre aquel asfalto y dirigí la mirada al
frente, topándome con aquel inmenso mar, supe que, si el paraíso
existía, debía ser muy parecido a aquello que tenía frente a mis
narices.
Saqué la gran maleta que contenía una pequeña, pero
importante, parte de mis pertenencias y caminé hasta llegar a
aquella preciosa casa de construcción moderna y paredes
impolutas. Llamé al telefonillo y una voz femenina contestó al otro
lado.
—¿Quién es?
—Hola, ¿Jimena? Soy Adrián.
La puerta hizo un ruido abriéndose y pude pasar. Aquella terraza
en la que me adentré, nada más que coloqué un pie allí, era
preciosa y estaba decorada con muchísimo gusto.
Se abrió la puerta de la vivienda y, cuando salió por ella, me
quedé completamente impactado.
—¡Hola!
Bajó los cuatro escalones que subían a la vivienda y pude
comprobar que era bastante más bajita, ahora que se había puesto
a mi lado, de lo que parecía desde allí arriba. Tenía una melena
castaña (casi rozando el negro), ondulada y larga, una chica
menudita, delgadita aunque tenía unas curvas en las que cualquier
tío desearía estrellarse, era preciosa pero lo que captó mi mirada,
dejándome completamente hechizado, fueron aquellos enormes
ojos negros que parecían dos estrellas brillantes en aquella cara de
niña.
No imaginé que Jimena sería así, me imaginé compartiendo casa
con una mujer que podría estar rondando los cincuenta pero no con
aquella chica que estaba completamente seguro de que no habría
alcanzado la treintena, y, si lo había hecho, sería hacía muy poco…
—Encantado de conocerte, Jimena —era consciente de que
aquella sonrisa voluntaria de mis labios no estaría pasándole
desapercibida.
Intenté no titubear y dejar claro que, en aquello de las relaciones
con las mujeres, andaba un poco desentrenado debido a la vida
monótona y aburrida que había estado llevando meses atrás, una
vida completamente diferente a la que podrían tener otros chicos a
mis treinta y tres años…
—Igualmente.
Nos dimos un par de besos en la mejilla y me llené de aquel olor
a vainilla que desprendía.
—Adelante —me dijo invitándome con su mano a pasar.
—Después de ti.
—Un caballero de esos de los que ya no existen…
—Estamos en peligro de extinción.
Capítulo 10 Jimena

Cuando abrí la puerta y vi a Adrián sentí que aquella cara la


había visto antes, tenía esa sensación que a veces se tiene cuando
sabes que es la primera vez que conoces a alguien pero sientes que
ya no solo es que te parezca conocida su cara sino que jurarías que
con esa persona llagaste incluso a hablar antes…
—Este es el salón —le dije cuando pasamos al interior de la
casa.
Me miraba demasiado, ¿tendría él la misma sensación que había
tenido yo y por eso no me quitaba el ojo de encima? Sentía que
tenía aquellos ojos azules clavados en mi cuerpo pero no me sentía
cohibida, algo que me sorprendía de mí misma.
Siempre fui una chica muy tímida y vergonzosa. Cuando empecé
con Rafa, no podía mirarle a los ojos, excepto cuando nos
besábamos que me era imposible cerrar los ojos teniendo la
sensación de que me ponía bizca nada más empezar el beso.
Siempre me dio vergüenza desnudarme delante de él, a pesar de
los años que llevábamos juntos y a pesar de la confianza que
ambos teníamos en el otro. Rafa ya me conocía y sabía que no
debía insistirme cuando le pedía hacer el amor con las luces
apagadas o cuando le decía que no entrase mientras me duchaba.
Rafa siempre me comprendía y no pretendía cambiarme…
Adrián parecía un tío con un alto nivel adquisitivo, a aquella ropa
que llevaba no necesitaba verle la etiqueta para saber que no era de
mercadillo. Aquel reloj que llevaba en su muñeca izquierda
confirmaba mis sospechas.
—¡Hola! —dijo entrando con paso chulesco en el salón. Le tendió
la mano y se la estrecharon—. Soy Héctor.
Juraría que sacaba pecho y que llevaba tan estirada la espalda
que parecía haber crecido unos centímetros…
—Encantado, Héctor. Yo soy Adrián.
Ambos sonreían pero noté demasiada tensión entre ellos y un
poco de falsedad en aquellas curvas forzadas de sus caras. Se
quedaron unos segundos mirándose a los ojos, parecían estar
jugando a ese juego infantil en el que pierde el que antes parpadee,
o pierde el que antes sonría, o vete a saber… Sentí que ambos iban
sacando más pecho que el otro y estirando más y más la espalda
por segundos que iban pasando, temía que, si los dejaba mucho
más tiempo el uno frente al otro, terminarían golpeándose la cabeza
contra el techo.
—¿Te muestro tu habitación? —le dije a Adrián intentando
desviar aquellas miradas un poco desafiantes.
—Por favor.
Sonrió arqueando solo uno de los lados de sus labios. Era
guapísimo, tenía la misma altura que Héctor y físicamente eran muy
parecidos. Ambos tenían un cuerpo musculoso, marcado y fuerte,
uno rubio y otro moreno, uno de ojos azules como el mar y otro de
ojos negros como la noche. Ahora que los tenía a los dos frente a
mí, y bajo mi mismo techo, sentía que podía llegar a ser la envidia
de cualquier chica, en cambio yo, no veía nada más a parte de un
par de cuerpos potentes y dos caras preciosas.
Subí las escaleras para llegar a la segunda planta en la que
estaban los dormitorios y otro baño un poco más pequeño que el de
la planta baja. Adrián me siguió arrastrando su gran maleta hasta
llegar a la puerta que daba paso a la habitación que Héctor no eligió.
Abrí y le di paso con la mano para que pasase al interior.
—¡Es enorme! No imaginé que iba a ser tan amplia y luminosa…
Dejó la maleta al lado del armario, apoyada contra la pared y se
asomó a la ventana.
—Es la única estancia, junto con el baño, que no tiene vistas al
mar…
—Me da igual, Jimena —sonrió—. Este parque también me deja
unas vistas preciosas. Que no te engañen mis pintas, soy un tipo
humilde —me guiñó el ojo.
Con aquel gesto le vi incluso más guapo de lo que ya había
estado viéndole desde que llegó a mi casa.
—Bienvenido, Adrián.
—Gracias.
No se le borraba la sonrisa de la cara y me contagiaba
haciéndome tener, de forma permanente, la mía dibujada en mi
rostro.
—Dejo que te instales y después te muestro es resto de la casa.
—Perfecto, Jimena.
Almorzamos un arroz con verduras que cociné y apenas nos
dirigimos la palabra. El ambiente era un poco raro pero entendía que
era el principio de una convivencia a tres y tenía la impresión de que
los tres éramos muy diferentes.
Capítulo 11 Jimena

Cuando le mostré el resto de la casa a Adrián volvió a meterse en


su dormitorio, Héctor se quedó en el salón viendo una película y yo
me salí al patio delantero a seguir leyendo el libro que había
empezado hacía un par de días y que me tenía completamente
enganchada a su trama. El mar de fondo me ayudaba a
concentrarme en la historia a pesar de que mi cabeza, a veces, se
escapaba sigilosamente de aquellas hojas y viajaba al interior de mi
casa junto con mis dos compañeros de suelo y techo.
—¿Qué lees? —me preguntó Héctor bajando los cuatro
escalones y sentándose después en el sillón de mimbre, más
cercano al mío, clavando sus ojos en el mar que se veía trazando el
horizonte.
—¿De qué vas, princeso?
—¿Cómo me has llamado? —me carcajeé al ver la cara que
había puesto. Levantó la ceja y me pareció, posiblemente, el tío más
sexy que me había cruzado a lo largo de toda mi vida.
—El libro, ese es el título.
—Ah, ahora lo entiendo todo, ya me extrañaba, ¿princeso yo?
¡Qué va! Esa palabra no va conmigo…
—Todos los tíos tenéis un poco de princeso, ¿no lo sabías? No
me jodas que eres de esos machotes que defienden la estúpida
frase esa de que “los hombres no lloran”…
Se rio mirando al cielo.
—¿Yo? Yo he llorado a lo largo de mi vida más de lo que puedes
llegar a imaginar…
Me quedé un poco cortada, no sabía si seguir ahondando en el
tema, no sabía si a él le apetecería tener, en aquel momento, una
conversación de ese tipo y remover lo que le hizo llorar volviéndolo
a traer de vuelta a su presente.
—Vaya… —me atreví a contestar únicamente.
—Algún día te contaré mi historia, creo que necesito cuatro o
cinco cervezas para prepararme.
—En el frigorífico hay una docena prácticamente recién
compradas y frías, por si sientes que hoy puede ser un buen día
para sacar eso fuera.
Sonrió de lado. Héctor tenía un gesto chulesco, incluso cuando
los recuerdos tristes le rondaban la mente, Héctor era de esos
chicos con coraza cuyo interior era demasiado blandito, solía darse,
quizá con demasiada frecuencia, cuando la vida no se lo había
puesto fácil a alguien demasiado bueno.
Se sacó un paquete de tabaco arrugado del bolsillo trasero de su
pantalón. Intenté no mirar demasiado descarada pero es que con
Héctor era un poco complicado echar la vista al lado. Llevaba un
pantalón vaquero negro con ambas rodillas asomando por dos rajas
bastante grandes, de costura a costura prácticamente, le quedaba
bajo de la cadera y dejaba el filo elástico ancho de sus calzoncillos
al descubierto, pude verlo cuando se subió la camiseta larga blanca
que le cubría el culo, para sacar el paquete de tabaco.
—¿Fumas? —negué con la cabeza—. ¿Puedo?
—Si solo lo haces en esta parte de la casa, y no dejas las colillas
por ahí tiradas a su suerte, puedes.
Me levanté y cogí, del poyete de la ventana de la cocina que
daba al patio, una gran concha que me encontré un día paseando
por la orilla de la playa y la puse sobre la mesa.
—Puedes usarla de cenicero.
—Gracias.
Volví a sentarme, pero esta vez lo hice en el sillón de enfrente. Se
encendió el cigarrillo y le dio una calada larga, no podía dejar de
mirarle, quería darme una patada a mí misma por debajo de la mesa
para dejar de ser tan descarada como lo estaba siendo. Expulsó el
humo cerrando uno de sus ojos y sonriendo, mostrando aquellos
hoyuelos que se formaban en sus mejillas al curvar sus labios.
—¿Te gusta lo que ves? Creo que te has quedado embobada
mirándome…
Retiré la mirada y la clavé en la concha que había dejado sobre la
mesa antes de quedarme hipnotizada con Héctor y quedar al
descubierto.
—Oye —me dio con su pie en el mío, que quedaba colgando en
el aire por tener las piernas cruzadas, para llamar mi atención y que
volviera a clavarle los ojos—, no te habrás quedado cortada, ¿no?
—sonreí.
—Buenas tardes —dijo Adrián bajando los cuatro escalones para
unirse a la reunión—. Esta zona creo que podría considerarla mi
preferida de toda la casa sin ningún tipo de duda.
—¡La mía lo es! —le contesté eufórica y orgullosa de mi terraza.
Ambos sonreímos, caminó hasta sentarse a mi lado, también
frente a Héctor. Noté que a Héctor se le cambió por completo el
gesto, se le endureció borrándosele la sonrisa esa eterna que había
tenido y yo me quedé un poco descolocada…
—¿Ya te has instalado, Adrián? —le pregunté.
—Sí, ya lo tengo todo perfectamente colocado dentro del
armario…
—Si quieres puedes pasarte ahora por mi dormitorio y
colocármelo todo, yo aún tengo la ropa dentro de la maleta
adquiriendo nuevas arrugas, estoy por dejarlas así, ¿quién sabe? A
lo mejor saco una nueva tendencia… —vaciló Héctor.
Adrián sonrió con aquella ocurrencia de Héctor y yo, realmente
no estaba siendo consciente de lo que pasaba a mi alrededor,
parecía estar viviendo mi propia vida en tercera persona, viéndola
desde una distancia considerable para que nada de lo que allí
pudiera pasar, me salpicase…
Se hizo un silencio un poco incómodo, nos mirábamos entre los
tres esperando que el otro rompiera el hielo y sacase algún tema
que poder debatir.
—Bueno, ahora que estamos los tres —rompí aquel silencio
haciendo que ambos clavasen sus ojos en mí—, me gustaría que
hablásemos de normas.
—Espera y cojo papel y bolígrafo —hizo el amago de levantarse
—, visto y oído lo de ayer con los cojines del sofá, miedo me da
conocer tus normas… Y tú —se dirigió a Adrián—, deberías hacer lo
mismo…
Puse los ojos en blanco.
—No, Héctor, no vas a necesitar papel y boli porque todo es tan
sumamente lógico que estoy segura de que lo vas a recordar… —le
vacilé jugando en su misma división—. Aun así, los puntos más
importantes, o esos que creo que puedan llegar a dar opción a
confusión u olvido, los dejaré perfectamente explicados en un
cuadrante que pegaré en el frigorífico.
—Es que yo te escucho y ya me agoto… No sé… ¿Es necesario
hacer un cuadrante? —volvió a la carga Héctor.
—¿Crees que si no lo fuera lo haría?
Adrián nos miraba como aquel que mira un partido de tenis… No
entendía nada y, su expresión facial, le delataba.
—¡Y tanto! Te recuerdo que no es necesario medir la longitud a la
que el cojín negro queda del cojín rojo, y lo haces…
Puse los ojos en blanco y seguí con lo que quería comunicar
obviando la insolencia de Héctor en la gestión de mi propio hogar…
—Veamos, esta casa tiene dos baños, el baño de arriba es
bastante más pequeño que el baño de abajo así que, el baño de
abajo será el vuestro y el de arriba el mío. Creo que queda claro que
yo no usaré el vuestro y vosotros no usareis el mío, ¿verdad? —
asintieron—. ¿Ves, Héctor? No es complicado —reímos los tres—.
La limpieza de vuestro baño pertenece única y exclusivamente a
vosotros, ahí ni pincho ni corto, entre vosotros os ponéis de acuerdo
en cómo tenerlo limpio. Otro punto es la comida, somos tres
personas adultas, haremos una compra conjunta, acordamos entre
los tres qué vamos a comprar y cuánto dinero vamos a gastar, y
cocinaremos un día cada uno, ¿os queda claro?
—Yo no soy un buen cocinero —dijo Adrián un poco perocupado
—, pero bueno, intentaré hacerlo lo mejor que sé, también estaré
atento, siempre que pueda, y aprenderé de vosotros.
—¿Aprender de mí? —se carcajeó Héctor—. Pues vas tú listo,
chaval… El día que me toque cocinar a mí iré a comprar un pollo
asado a cualquier pollería, lo pagaré de mi bolsillo, lo prefiero a
morir de hambre ese día… También lo hago por vuestro bien,
creedme y no queráis saber cómo cocino…
Puse los ojos en blanco y Adrián se tapó la boca, para ocultar la
risa, con la mano que había estado teniendo en su barbilla desde el
principio de mi discurso.
—Sigo con el último punto, pero no menos importante, toda la
limpieza de la casa se realizará por turnos de limpieza, este punto
sería el único que podría olvidárseos así que realizaré un cuadrante
con las tareas, el día y a la persona que le pertenece realizar dicha
tarea. Yo creo que es todo muy sencillo.
Capítulo 12 Héctor

Lo de Jimena tenía que ser una enfermedad, aquello que a ella le


pasaba estaba completamente seguro de que tenía nombre (y quizá
también apellido). ¡Un cuadrante con las tareas de casa! Si Jimena
hubiera visto cómo dejé el piso de Madrid antes de irme le hubiera
dado un síncope…
Entramos nuevamente en casa. Con Adrián parecía que la cosa
no iba con él, era tan jodidamente perfecto que me daba rabia.
Tenía la impresión de que Adrián era el típico nene rico criado entre
algodones, un niño que lo tuvo todo. Alguien que no sudó para
conseguir nada y que las cosas le habían ido llegando a las manos
solas. Estaba seguro de que él no se tiró meses debajo de coches
arreglándolos para poder comprarse el suyo propio, ni estudió algo
que se le impuso prácticamente para que el niño fuera algo en la
vida.
Tenía dinero guardado de cuando con la banda hicimos aquellos
conciertos en festivales que nos pagaron muy bien pero llevaba
demasiado tiempo sin meter dinero en aquella cuenta y de donde se
saca y no se mete… el fin se le ve…
Necesitaba ponerme a trabajar pero, ¿dónde?
Me metí en mi dormitorio y dejé a Jimena preparando, con
escuadra y cartabón (literal), el cuadrante en un folio de color
amarillo, bien vistoso, para que no se nos olvidara ni se nos pasara
desapercibido…
Me senté en el suelo, mirando a través del gran balcón al
horizonte y con la espalda apoyada en la cama. Las olas rompían en
la orilla, podía ver la espuma disiparse hasta perderse
completamente para volver a empezar el mismo proceso con esa
nueva ola que traería una espuma diferente. Aún no había llegado el
verano pero había gente paseando y algunas, las más atrevidas, se
metían dentro del mar. Si aquellas vistas las hubiera tenido en
Madrid, todo hubiera sido muy diferente, seguramente las heridas
hubieran cerrado antes.
Cuando mis padres murieron sentí que un trozo de mí se iba con
ellos. Me sentí muy solo en aquella sala prácticamente vacía, con
apenas tres familiares que iban y venían pero que no se quedaban,
que era realmente lo que yo necesitaba. Primero murió mi madre,
víctima de esa puta enfermedad jodida que me cuesta aún llamarla
por su nombre y, pocos meses después, se fue mi padre. Estaba
completamente seguro de que él murió por amor, la tristeza de ver
que pasaban los días y que mi madre no volvía a compartir mesa
con él, ni a compartir esas sábanas de aquella cama ni a ver algún
programa de televisión agarrados de la mano, aquella pena mató a
mi padre porque sí, de amor también se muere la gente.
Los perdí a los dos en menos de cinco meses y me quedé muy
solo. Me hubiera encantado haber tenido un hermano, o una
hermana, para poder abrazarnos y compartir el peso de aquella
pena que suponía que, compartiéndola, dolería un poco menos.
Nada me ataba a Madrid, podía irme que nadie me echaría de
menos así que, me lie la manta a la cabeza como se suele decir, y el
destino me llevó a aquel dúplex compartido con la mujer más guapa
que había visto jamás y un tipo repelente y engreído, que acababa
de llegar…
Vi anochecer desde mi balcón con vistas al mar y me entristeció
pensar que aquellas vistas serían efímeras, una mera parada para
volver a subirme a otro “tren” con un nuevo destino.
—¡Ya está la cena!
Aquella voz de Jimena bien podía servir para vender melones y
sandías en la plaza del pueblo así que, si me veía apuradete
económicamente, tenía un buen negocio con ella.
Salí de mi dormitorio justo en el momento en el que Adrián salía
del suyo. Le miré intentando no dejar a la luz la poca gracia que me
hacía vivir con un tipo como él, no lo conocía pero no necesitaba
conocerlo para saber de qué palo iba, ya me había cruzado en mi
vida con varios tipos como él y la verdad que no me apetecía
conocer a uno nuevo y, para más inri, compartir casa con él. Pasé
rápido para ir por delante, posiblemente era un gesto demasiado
infantil, pero lo hice como me salió. Le di con mi hombro en el suyo
y supe que le había tenido que doler puesto que a mí me dolió aquel
golpecito tonto.
—Ten más cuidado, Héctor.
—¿Cómo dices? —me giré y nos pusimos frente a frente. —Que
tengas más cuidado —me respondió firme. —Ha sido sin querer.
—Pues decir lo siento o perdón hubiera estado bien… —Gracias
por tu clase gratuita de educación pero nadie te la ha pedido,
chaval.
—Adrián. Mi nombre es Adrián —me guiñó el ojo con chu
lería y me adelantó bajando él primero la escalera.
Valiente imbécil…
Jimena había puesto sobre la encimera todas las cosas que
debíamos ir llevando a la mesa: tres tenedores, tres platos, tres
copas,… Todo multiplicado por tres, excepto la botella de vino y no,
no hubiera sido mala idea haberla multiplicado también... —
¿Necesitas que te eche una mano? —le preguntó don perfecto
mientras yo solo me limitaba a llevar lo que había sobre la
encimera. —Ya está terminado —le sonrió—, muchas gracias de
todos modos, Adrián.
Michis gricis di tidis midis, Idriín…
Estaba seguro de que aquel tío tendría alguna tara, pero el
muy cabrón sabía bien ocultarla, yo, en cambio, era tal y cómo
me mostraba, posiblemente era un saco de defectos pero si me
conocías,
estarías conociendo a mi verdadero yo… A lo mejor es que
Adrián
era así de correcto y no estaba fingiendo nada, pero yo me
negaba a creer que existiera alguien así…
Nos sentamos en la mesa, Adrián frente a mí, cada uno a un lado
de la gran mesa rectangular de la cocina y Jimena en la parte
estrecha teniéndonos así uno a cada lado. Era innegable la tensión
entre Adrián y yo, parecíamos dos leones peleando por una leona
que no había mostrado interés alguno en ninguno de los dos
leones…
A Adrián le gustaba Jimena, lo supe al ver cómo la miraba
mientras
nos iba diciendo las normas. Si Jimena hubiera dicho, como
punto número cuatro, que todas las mañanas, a las ocho y media,
teníamos
que dejarnos patear los huevos para ella marcharse a trabajar a
gusto,
estoy seguro de que Adrián lo hubiera aceptado aun sintiendo
después que la vida se le escapaba junto a aquel dolor de huevos…
—Guau, Jimena. Este pollo está increíble.
Evité poner los ojos en blanco, que era lo único que me nacía al
oírle hablar.
—Gracias, Adrián —le contestó sonriente.
No sabía qué me pasaba y por qué sentía aquellos celos
absurdos con Jimena…
Ambos me miraron, posiblemente esperando un comentario
halagador por mi parte hacia el pollo de Jimena, pero yo no dije
nada.
Seguí comiendo y sin prestar atención a aquellas miraditas
estúpidas que se lanzaban entre los dos.
No sabía cuánto tiempo estaría en aquel dúplex compartiendo
vida con ellos pero lo que sí que sabía era que no iba a ser fácil…
Capítulo 13 Adrián

No entendía bien de qué iba Héctor, se notaba a metros que no le


había caído en gracia. Cuando se me puso frente a frente
intentando intimidarme con esa forma macarra que tenía de hacer o
decir las cosas, posiblemente le sorprendió que no agachase la
cabeza, quizá estaba acostumbrado a hacer al resto agachar la
cabeza pero conmigo había dado con un hueso duro.
Entré en el baño de la planta baja, el mismo que Jimena nos
había dejado para Héctor y para mí, y me dispuse a darme un baño.
Tenía pensado pasear por la orilla ahora que el sol se había
ocultado y ahora que no habría mucha gente. Me metí bajo el chorro
de agua templada con ambas manos puestas en la pared, extrañaba
aquel espacio, sentía que no estaba en mi hogar, pero tenía la
esperanza de que eso fuese desapareciendo con el transcurrir de
los días. Seguí con los ojos cerrados un poco más y la polla me
bombeó al pensar en Jimena… Quise apartarla rápido de mis
pensamientos, dejarla al mar- gen porque no quería tener
pensamientos sucios con ella, ¡era mi casera! Jimena era una chica
tímida, se le notaba porque no era capaz de mantener la mirada
más de sesenta segundos, y se le notaba también que no tenía
ningún tipo de interés por los dos tíos que acababan de irrumpir en
su vida.
Jimena me gustaba, sería absurdo creer que una chica como ella
podía pasar desapercibida a unos tíos como nosotros, porque sí, a
Héctor también le gustaba y por eso andaba retándome, estaba
seguro de que veía en mí un objetivo a abatir, una competencia. Salí
y me sequé frente al espejo, era entendible esa “cosilla” que Héctor
tenía conmigo, más quisiera él tener mi corte de cara, el color de mi
pelo y ni que decir de mi color de ojos, Héctor era guapete pero yo
lo era más.
—¿Vas a salir? —me preguntó Jimena que estaba leyendo
cruzada de piernas sobre el sofá.
Héctor estaba sentado junto a ella mirando su teléfono móvil,
levantó la mirada de la pantalla y me la clavó escrutándome desde
el último pelo de mi tupé hasta la puntera de mis zapatillas
deportivas blancas.
—Sí, voy a dar un paseo por la orilla.
—¿Me esperas a que me vista y te acompaño?
Jimena me hizo feliz con aquella propuesta, en cambio, a Héctor,
aquella cara de culo que puso le delató dejando clarísimo la poca
gracia que le había hecho aquella pregunta.
—¡Claro!
Jimena subió corriendo la escalera y nos quedamos a solas él y
yo. Héctor me clavó la mirada, esa mirada intimidante que echaba y
que conmigo no le funcionaba, empezaba a parecerme ya incluso
chistosa... Me retaba sin apartarme la mirada y yo seguía
manteniéndosela sin importarme cuánto podía durar aquella
estúpida lucha. Justo cuando fue a pronunciar la primera palabra de
las muchas que vendrían después, Jimena bajó la escalera y volvió
a dejarlas dentro de él.
—¡Ya estoy lista! E increíblemente guapa… Se había puesto unos
leggins blancos que dejaban muy poco a la imaginación y una
camiseta de manga larga de color negro.
—¡Vámonos! —le dije.
Si las miradas matasen, al día siguiente hubiera sido mi entierro.
—¿Te apuntas, Héctor?
Y Jimena lanzó aquella pregunta maldita, crucé mentalmente
todos los dedos de mis manos, y los de mis pies, para que la
respuesta, por parte de Héctor, fuera negativa.
—No, yo me quedaré aquí. Disfrutad de vuestro paseo. Yo en
breve me iré a la cama.
¡Toooomaaaa!
Calzado en mano, caminar por la arena mojada sintiendo el frío
de esas olas empeñadas en romperse en tus pies, el sonido del mar
acercándose y alejándose de la orilla y alumbrándote, únicamente,
por la luna, era un placer tan grande que no entendía cómo había
podido estar viviendo treinta y tres años sin tenerlo…
—Cuéntame cosas de ti, Adrián.
Habíamos caminado demasiado tiempo sin dirigirnos la palabra.
—Cosas de mi vida… —me quedé un poco callado pensando qué
podía contarle—. Pues soy arquitecto…
—¡Anda! ¡Carla también está estudiando para ser arquitecta! —
me interrumpió eufórica.
—¿Quién es Carla?
—La prota del libro que me estoy leyendo… —se carcajeó
mostrándome esa sonrisa inocente que no iba muy acorde con los
rasgos de mujer fuerte de su cara.
—¡Ah, vale, guay!
—Siento haberte interrumpido, sigue, por favor.
—Pues eso, estudié arquitectura siguiendo los pasos de mi
padre... Fui criado en un entorno lleno de amor y respeto, siempre
me sentí muy querido por mis padres y jamás imaginé lo que a los
veinte años me confesó mi madre, temblando en el jardín, un día de
primavera, recuerdo incluso el olor del momento, ¿puedes creerlo?
—Sí, yo aún guardo olores en mi cerebro con más claridad que
momentos...
—Cuando cumplí los veinte mi madre me confesó que realmente
no era su hijo —abrió la boca y los ojos, multiplicando su tamaño por
diez, y sonreí—. Reconozco que fue un mazazo del que me costó
mucho recuperarme…
—Puedo llegar a imaginármelo...
—Pues eso que sientes al imaginártelo, multiplícalo por veinte y
quizá te acerques un poco al dolor tan inmenso que sentí... Por
suerte, tras varios años intentando encontrar mis raíces, desistí. El
tema me tenía completamente agotado, vivía por y para encontrar
mi pasado creyendo que así mejoraría mi presente… Lo he tenido
todo, siempre sin dejar de tener los pies en la tierra, mis padres
pudieron haberme llevado a un colegio de niños con mi mismo nivel
socioeconómico, en cambio, decidieron no hacer diferencias
permitiéndome codearme con chicos de todos los niveles
socioeconómicos habidos y por haber… Gracias a eso he aprendido
a darme cuenta de que no todo el mundo tiene la suerte que pude
tener yo, aprendí a valorar lo que tenía puesto que a otros le faltaba,
comparto lo que tengo, no lo que me sobra, descubrí el verdadero
placer al hacer el bien y aprendí también a no juzgar a nadie por su
exterior, como, por desgracia, suelen hacer conmigo las personas
con las que me voy cruzando en la vida…
—Tuviste suerte de tener esos padres, no cualquiera, con el nivel
que me cuentas, es capaz de “mezclarse” con esos “inferiores”. Te
dieron una gran lección de vida.
—Pienso que las personas somos cajas sorpresa. Es más que
evidente que solo podemos ver el exterior, ojalá las personas
tuviésemos un pequeño tráiler o una sinopsis que dejase a la luz,
con la misma facilidad que pueden conocer nuestro exterior, nuestro
interior, pero no es así. Quizá yo tenga un exterior de purpurina
dorada súper llamativa pero en mi interior solo contenga mierda. Y
al contrario pasa lo mismo, una caja marrón, un poco golpeada y
para nada atractiva puede contener oro. Conmigo han cometido
muchas veces ese error de juzgarme sin conocerme, viendo solo el
exterior de mi caja sorpresa —me miraba sin perder atención a mi
monólogo, el reflejo de la luna en su cara multiplicaba esa belleza
de la que había sido dotada volviéndola increíblemente bonita—. Un
reloj caro, una camisa de marca o unas zapatillas deportivas con un
logo de esos a los que se le hace mucha propaganda, no define a
nadie… Yo no soy la purpurina dorada que cubre mi caja,
posiblemente cargo más mierda de la que puedan imaginar…
—Me encanta escucharte.
Sonreí y volví a clavar mis ojos claros en la arena que iba
pisando.
—Y tú, ¿qué tienes dentro de esa caja?
Bufó.
—No puedo quejarme… Yo he tenido una vida fácil, cuando se
me ha truncado un poco ha sido porque yo lo he decidido así. A
pesar de necesitar tenerlo todo bajo control y vivo con una agenda
peluda prácticamente pegada en la mano, cuando he sentido que mi
vida se volvía plana no le temí a los cambios ni a tomar decisiones
importantes. A veces suelo tirarme a la piscina sin pensarlo mucho
si presiento que voy a ser más feliz.
—Eso mola, eres valiente.
Capítulo 14 Jimena

Hacía mucho que no compartía una caminata bajo la luna y por la


orilla de la playa con alguien. Me parecía algo súper romántico y mi
compañero era el típico tío este que parecía soltar por la boca todo
lo que necesitabas escuchar.
Adrián me mostró esa parte cercana de él y me sorprendió.
Reconozco que yo también le prejuzgué como solía pasarle pero es
que era imposible dejar pasar desapercibidos aquellos detalles
caros que decoraban su cuerpo…
Cuando quedaba poco para llegar a casa, con la sensación
maravillosa de pies mojados dentro de mis zapatillas deportivas, le
hice una última pregunta. Había sido consciente de que entre ellos
había demasiada tensión y quería aclararme un poco haciendo
aquella pregunta obligada.
—¿Con Héctor qué tal?
Sonrió de lado y negó con la cabeza.
—Creo que no le caigo bien…
Yo también lo creo, Adrián…..
—Tengo la sensación de que el día que conozcamos a Héctor
nos vamos a sorprender… —le dije.
—Y yo tengo la sensación de que es la típica caja golpeada y
marrón en cuyo interior guarda oro.
Ambos teníamos esa sensación y estaba segura de que no nos
equivocábamos.
Pasamos al interior de casa y todo estaba apagado y en calma
absoluta, me recordó a los primeros días que pasé allí
completamente sola, completamente diferente a la vida que
empezaba a vivir desde que Héctor y Adrián llegasen a mi dúplex
con vistas al mar.
—Voy a quitarme la arena y la sal de los pies y me voy a la cama
—le dije—. Mañana podríamos planificar una escapada a una cala
preciosa que hay cerca.
—¡Me encantaría! Podríamos conocernos los tres un poco mejor.
—Voy a comentárselo a Héctor a ver qué le parece el plan…
Hasta mañana, Adrián —le dejé un beso en la mejilla y me pregunté
a mí misma a razón de qué había hecho aquello.
Sonrió a pesar de quedarse tan bloqueado que no reaccionó.
—Hasta mañana, Jimena.
Subí la escalera y llamé a la puerta de Héctor que estaba
completamente cerrada. No respondió y volví a insistir llamando,
esta vez, un poco más fuerte.
—¿Héctor?
Escuché ruido en el interior y seguidamente contestó:
—Pasa.
El cuarto de Héctor estaba muy desordenado, la maleta aún
seguía en el suelo, abierta, con la ropa en su interior completamente
hecha una madeja. La cama estaba deshecha y la colcha
prácticamente caída en el suelo, no se había preocupado ni tan
siquiera en echar la sábana para abajo, había estado acostado
sobre ella dejándola arrugada sobre la bajera. Un desastre mayor
que el anterior según iba descubriendo espacios de aquel amplio
cuadrado con vistas al mar.
—Estará apunto de explotarte el corazón, ¿no? —se carcajeó
levantándose del suelo donde había estado sentado.
—Esto…
Me era imposible retirar la vista de todo aquel desorden, mi yo
maniático de la limpieza y el orden estaba retorciéndose en mi
interior esperando ansioso el pistoletazo de salida para dejar aquella
habitación como una patena pero no, aquel espacio le pertenecía a
Héctor y yo allí ni pinchaba ni cortaba…
—Intentaré mejorar, intuyo que si sigo así te va a dar in tic en el
ojo por los nervios acumulados…
Puse los ojos en blanco. Héctor era completamente opuesto a mí,
la noche y el día.
—Sería un detallazo por tu parte…
—¿Crees que la maleta se encuentra a los centímetros correctos
de la pared? Mídelo con los dedos…
Ignoré aquella chulería de Héctor, no quería llevarme mal con él y
llevar a cabo la cláusula que exigí en el contrato y echarlo de casa
apenas cuarenta y ocho horas después de haber llegado.
—Venga, ya está, perdona —me dijo sentándose en el filo de la
cama—. A veces me puede ese lado macarrilla y vacilón pero soy
un buen chico —me guiñó el ojo—. ¿Qué querías decirme, Jimena?
—Ese lado macarrilla podría empezar a dejar de vacilarme, yo
también guardo una Jimena macarrilla que estoy completamente
segura de que se merendaría a ese chulito que vive en ti —se
carcajeó y yo lo hice también—. Bueno, a lo que venía, ¿te apetece
ir mañana a una cala preciosa? Sé que aún hace fresco pero es que
es tan bonita que suelo ir incluso en invierno…
Se le dibujó una sonrisa amplia en la cara y se le formaron
aquellos hoyuelos en las mejillas que me parecían súper sexy.
—A ver si lo he entendido… En tu paseíto nocturno con el
sosainas ese has descubierto que te has equivocado de compañía y
has pensado que yo sería un mejor acompañante para ir a visitar
esa cala que tanto te gusta —me carcajeé—. ¿Bingo?
—¡Ni línea has hecho! —le vacilé y arqueó su ceja a la vez que
sonreía de lado pareciéndome guapísimo—. ¡A Adrián también le he
invitado!
Se le borró la sonrisa de la cara y se mordió el interior de la
mejilla doblando un poco la boca.
—Me lo pensaré.
Se puso en pie y se salió al balcón. Me quedé allí, cruzada de
brazos cerca de la puerta, en el mismo lugar que llevaba desde que
entré en la habitación. Se apoyó en la reja con la mitad de su cuerpo
por fuera. Pensé en irme, a lo mejor Héctor no estaba pasando por
su mejor momento pero, ¿y si necesitaba un hombro dónde
apoyarse? Sabía lo jodido que era necesitar a alguien para
desahogarte y no encontrarlo…
Caminé hacia el balcón y me apoyé de la misma forma que él lo
estaba. Giré mi cabeza y clavé la mirada en su perfil.
—¿En qué piensas?
Giró la cabeza y nuestros ojos se encontraron, los desvíe unos
segundos para mirarle la boca, sonreía levemente, y sentí unas
cosquillas en el estómago que me pusieron en alerta. Volví a fijar
mis ojos negros en los suyos.
—En mí —me respondió—. Tengo la horrible sensación de que
estoy al borde de un barranco.
—Prueba a meter el cuerpo para adentro —bromeé.
Sonrió mostrando gran parte de su dentadura perfecta y volvió a
llevar la mirada al horizonte, al mar, a aquellas olas que rompían en
la orilla dejándola blanca por la espuma.
—¿Crees en el destino? —me preguntó.
—Sin lugar a dudas. Hace un mes estaba viviendo con mi pareja
desde hacía ocho años y ahora mírame, dos desconocidos
comparten suelo y techo conmigo y tengo la sensación de que son
dos locos con demasiadas cosas en común.
—¿Yo? ¿En común con ese petardo repipi? ¡Para nada!
—Adrián es un tío genial, deberías aceptar el plan que te he
propuesto y empezar a conocerlo. Estoy segura de que te va a caer
bien, es un tío súper enrollado.
—Sí, tiene una pinta de despertar curiosidad que no voy a poder
dormir esta noche pensando en todo lo que podría conocer mañana
si decido ir con vosotros a esa excursión que propones… —puse los
ojos en blanco y negué con la cabeza.
—¿Eres siempre así de estúpido o es solo una mala racha?
—Yo no tengo malas rachas… Tengo la sensación de vivir en una
mala racha continua…
—Quizá, si empezaras a ver la vida de otro color y dejases el
negro un poco de lado, saldrías de esa espiral en la que te
encuentras.
—Me gusta el negro —volteó la cabeza para mirarme. Sonrió de
lado, levantando un poco el labio superior—, combina con todo —
me guiñó el ojo.
—Te veré mañana, Héctor. No te niegues a conocer a tus nuevos
compañeros de suelo y techo, molamos mucho y necesitamos a uno
que sea caos dentro de nuestra calma y, ¿quién mejor que tú? —me
carcajeé señalándole la cama y la maleta.
Sonrió aunque sus ojos no lo hacían, ¿qué estaría
atormentándole la mente?
—Hasta mañana, Jimena.
Le dejé un beso en la mejilla y me llené de su perfume. Me erizó
el vello de la nuca y seguidamente el del resto del cuerpo…
Capítulo 15 Jimena

Me costó coger el sueño a pesar de llevar a cabo todos los


rituales que solía hacer cuando el insomnio se adueñaba de mis
noches: me tomé un vaso de leche caliente con miel, me di una
ducha de agua caliente, me puse un pijama nuevo con olor a
suavizante,… Nada funcionó porque saber que, separados por
muros, tenía a dos chicos espectaculares, guapísimos y súper
atractivos era motivo más que suficiente para que el sueño se
esfumase de mí como el humo de un cigarrillo en un espacio
abierto... Empecé a imaginarme cosas (de esas a las que había que
ponerles dos rombos) que achaqué rápidamente a “mi sequía” y me
quise dar un chocazo contra la pared cuando, al pensarles, se
despertaban esas mariposillas de mi estómago que estuvieron
mucho tiempo dormidas.
Rondando las cuatro de la madrugada conseguí dormirme.
Me encantaba despertarme entrando en mi habitación la brisa del
mar, el sonido de las olas, los pájaros que revoleteaban contentos
aquel paraíso y aquel olor tan especial a salitre…
Me senté en el filo de la cama y me estiracé poniendo ambos
brazos sobre mi cabeza. Abrí el armario y saqué un bolso con dos
cuerdas como asas que me regaló Lorena en mi anterior
cumpleaños a juego con una toalla y unas zapatillas que tenían el
mismo estampado de flores blancas y negras sobre fondo amarillo.
Metí dentro la toalla y la crema bronceadora de la estantería del
cuarto de baño que había dentro de mi dormitorio. Me puse el bikini
por si al final le echaba valor y me metía en el agua fría y cristalina
de aquella cala prácticamente solitaria. Sobre el bikini me puse un
vestido negro ancho de manga larga y, en los pies, mis zapatillas
deportivas blancas. ¡Lista!
Salí de mi dormitorio y oí movimiento en la planta baja, por unos
minutos me quedé bloqueada, no estaba acostumbrada a compartir
aquel dúplex pero tenía que reconocer que la idea empezaba a
molarme bastante.
—¡Buenos días! —dije cuando entré en la cocina.
Héctor estaba sentado en una de las sillas de la cocina apoyado
en la mesa terminando una tostada que estaba completamente
segura de que habría sido del tamaño de una zapatilla del 43 y
Adrián estaba sirviéndose un café de la cafetera de cápsulas que
tenía sobre la encimera, junto al frutero colmado de piezas de frutas
brillantes y coloridas.
—¡Buenos días, Jimena! —contestó Héctor cuando terminó de
tragarse el trozo que había estado masticando.
—Buenos días, ¿quieres café? —me preguntó Adrián tan
servicial como siempre.
—Yo me lo sirvo, no te preocupes. Gracias —sonreí.
Se sentó al lado de Héctor, sin mirarse, sin dedicarse una sola
palabra el uno al otro, cada uno a lo suyo y yo allí, esperando un
café para sentarme junto a ellos e intentar romper aquel silencio que
me resultaba demasiado incómodo.
—¿Tenéis ganas de conocer mi lugar favorito del mundo? —les
pregunté sentándome junto a ellos.
Ambos levantaron la mirada de sus respectivos desayunos y las
fijaron en mí. ¡Eran guapísimos!
—¡Estoy deseando! —me respondió entusiasmado Adrián.
Héctor volvió a clavar la mirada en la cucharilla que hacía girar
dentro de la taza.
—¿Y tú, Héctor?
—No lo sé.
—¿Piensas rechazar un plan como este? No imaginas la belleza
del lugar que quiero mostraros…
—Tengo que ordenar la habitación, no quiero que a la casera le
dé un infarto la próxima vez que le dé por visitarme…
—Estoy segura de que a tu casera no le va a importar que esa
habitación siga desordenada un día más. No me seas aburrido,
Héctor. No te pega —le guiñé el ojo.
—Está bien, lo haré por conocer ese lugar que para ti es tan
especial.
Esperé en el sofá (después de dejar una pequeña nevera
preparada con un par de refrescos, una docena de botellines de
cerveza y un par de paquetes de patatas fritas sabor jamón) a que
ambos se preparasen, no tardaron mucho. Ambos bajaron ataviados
con calzonas y camiseta. Héctor seguía con el semblante serio, en
cambio, Adrián, no ocultaba aquella sonrisa enorme de su cara.
—¡Vamos!
Salimos y caminamos hasta mi coche, un BMW serie 1 blanco
que compré ahorrando como una hormiga. Accioné el mando y lo
abrí.
—¿Este es tu coche? —preguntó sorprendido Héctor cuando
metió en el maletero la pequeña nevera que traía.
—Sí, ¿qué te parece?
—Muy guapo, nada que ver con mi SEAT León del 2003… —
señaló un coche negro que estaba cerca—. ¿Y tú que coche tienes,
repipi? —se dirigió a Adrián.
—Creo que por alguna extraña razón no se te queda mi nombre
en la cabeza… Mi nombre es Adrián —vaciló—. Aquel —señaló un
coche azul oscuro brillante e impecable—, aquel AUDI A5 es mío.
—No esperaba menos de ti, ya se ve de qué pie cojeas pero hay
cosas que el dinero no compra… —le dijo Héctor agarrando la
maneta del copiloto para meterse en mi coche.
—No he presumido de lo que el dinero sí que puede comprar en
ningún momento, solo respondí a tu pregunta.
Adrián era tan correcto hablando que estaba segura de que en la
cabeza de Héctor estallaba con más fuerza la rabia que, de forma
inexplicable, sentía cada vez que Adrián abría la boca.
—Bueno, intentemos tener la fiesta en paz —dije arrancando el
coche.
—Así será, Jimena. No seré yo el que estropee la ilusión que te
hace mostrarnos tu lugar favorito del mundo —me contestó Adrián
acomodándose en el centro del asiento trasero.
Sonreí agradecida. Y de nuevo, Héctor se quedó callado, como
cada vez que sentía que, contra las formas correctas de Adrián, no
podía competir.
Ay, Héctor, Héctor…
Todo el camino lo hicimos en silencio, solo se oía la música de
fondo de la cadena de radio que dejé reproduciendo cuando
emprendimos el viaje y a la que ninguno prestábamos especial
atención. Miraba a Héctor por el rabillo del ojo y podía observarle
mirando el paisaje por la ventanilla, miraba a Adrián por el espejo
retrovisor y observaba lo mismo, mirada clavada en el paisaje... Por
suerte no estaba lejos mi lugar favorito del mundo, a apenas unos
kilómetros en coche porque, si aquella tensión en aquel espacio tan
pequeño seguía, sentía que uno de los tres podía terminar mal…
—¡Hemos llegado! —dije echando el freno de mano.
Ninguno de los dos dijo ni una sola palabra y me arrepentí en
aquel mismo instante de haber planificado aquella escapada con
aquellos dos que se odiaban sin sentido… ¡Si no se conocían de
nada!
Adrián abrió el maletero y sacó la nevera, y me vi allí, a punto de
bajar aquella cuesta enorme para llegar al paraíso junto a dos tíos
buenorros y guapísimos, pero infantiles e idiotas…
—¿Qué os parece?
Ambos tenían la mirada clavada en el turquesa de aquellas
aguas, la arena formada de pequeñas piedrecitas y la paz
incomparable de aquel paraíso que parecía estar pintado.
—Es una maravilla —dijo Héctor llenándose los pulmones para
después expulsar lentamente el aire.
—No me extraña que sea tu lugar favorito del mundo, ahora
también es el mío —dijo Adrián mirándome con aquella sonrisa
perfecta que le caracterizaba.
Abrí el bolso y saqué la gran toalla que había llevado. La coloqué
sobre la arena tan peculiar de aquella playa y los invité a sentarse
en ella.
Capítulo 16 Héctor

Jamás había visto algo como aquello. Pensé que aquel color de
agua solo existía en la propaganda de las revistas de viajes y que,
de existir, estarían muy lejos de las costas españolas.
Preciosa bofetada de realidad.
Nos sentamos en la toalla que Jimena colocó perfectamente
sobre la arena. Me incomodaba la presencia de Adrián y no sabía
por qué, bueno, en el fondo sí que lo sabía, me era inevitable dejar
de verlo como un rival, algo absurdo porque para Jimena éramos
dos ceros a la izquierda, dos buenos chicos que como amigos
molaríamos mucho.
¿Y si conociera a Adrián? A lo mejor me sorprendía…
No me apetecía, la verdad…
—Conociendo este lugar eres poseedora de la ubicación exacta
del paraíso, ¿eres consciente, Jimena? —le preguntó Adrián con
esa forma estúpida de hablar.
—Nunca suelo traer a nadie aquí, no quiero que se corra la voz
de que existe y empiecen a destrozarlo. Además, creo que no es
solo cosa mía y que las personas que siempre suelo encontrarme
por aquí piensan como yo porque, las caras que solemos ver aquí,
todas son conocidas y nadie suele traer a gente nueva… Es como
un pacto de esos que parecen existir aunque las manos no se hayan
estrechado…
—Y has roto “el pacto” trayéndonos a nosotros… —le dije
abriéndome un botellín con mi mechero.
—Sé que vosotros guardareis el secreto —me respondió
sonriendo.
Aquella sonrisa…
¿Qué te pasa con ella, Héctor?
Quizá había llegado el momento de ponerle nombre a aquello
que ella me despertaba, pero no me atrevía. Me faltaban huevos
para reconocer que había vuelto a sentir aquel flechazo que sentí
con Dafne y que terminó como lo hizo. No quería volverme a
enamorar, darlo todo y quedarme hecho polvo al perderla, no quería
jugar a conquistarla, nunca había sido un romántico de esos que
regalan flores o dedican canciones, no sabía hacerlo, me sentía
ridículo incluso imaginándome portando un ramo de flores… Yo no
era hombre para enamorar a una chica, no era hombre capaz de
enamorar día a día a una misma mujer y hacerla sentir que conmigo
podía tenerlo todo. ¿Cómo jugar a enamorar a Jimena con mi
inexistente romanticismo y con un rival como Adrián, que parecía
haberse comido un poemario y portando aquellos ojos del mismo
color del agua del paraíso secreto de Jimena?
Héctor, no tienes nada que hacer.
—¿Qué os parece si jugamos a algo? —preguntó Jimena para
romper el silencio.
Ya iba conociéndola un poco, se sentía incómoda en los silencios
que se formaban entre los tres y se veía en la obligación de
romperlos.
—¿Un juego? —le pregunté antes de darle un trago a mi botellín.
—Nos preguntamos cosas los unos a los otros, lo que sea, si una
pregunta nos incomoda contestamos “siguiente pregunta” y se
preguntará otra cosa.
Tanto Adrián como yo sonreíamos escuchándola explicar aquel
“juego”, ya no por el juego en sí sino por su entusiasmo a la hora de
exponer lo que quería.
—Vale —le dijo Adrián.
—¿Héctor?
El juego en sí no me apetecía, no me gustaba hablar con
cualquiera de mi vida, era un tipo reservado y no me gustaba
despertar pena en los demás, no quería ver esa reacción en los que
me escuchaban y confirmar así que era demasiado triste lo que
había contado.
—¡Venga, tío! Creo que puede ser una buena idea —me dijo
Adrián con ese entusiasmo que me sentaba como una patada en los
mismísimos cojones…
—Está bien.
—¡Empiezo yo! —aplaudió Jimena deseosa de disparar aquellas
preguntas que le ardían en la boca—. Pregunta para Adrián: si
pudieras cambiar algo de tu pasado, ¿qué sería?
Adrián bufó, se rascó la barbilla y empezó a analizar mentalmente
su pasado.
—Cambiaría los años que estuve buscando a mi verdadera
familia.
Me quedé bloqueado con aquella respuesta, ¿su verdadera
familia?
—¿Por qué? —volvió a preguntar Jimena.
—Como ya te conté anoche, solo me sirvió para hacerme más
daño, a veces es mejor no rascar, ¿quién sabe qué me hubiera
podido encontrar si hubiera dado con mi verdadera familia? Si me
hubieran rechazado hubiera sido un palo demasiado grande como
para conseguir levantar la cabeza fácilmente.
Los tres nos quedamos callados unos segundos. Adrián vestía
ropa de marca y llevaba complementos que podían costar lo mismo
que todo lo que había dentro de mi anterior apartamento, pero no
había tenido una vida feliz… Al final no íbamos a ser tan diferentes y
le iba a tener que dar la razón a Jimena…
—Pregunta para Héctor —me miró portando aquella sonrisa que
empezaba a levantarme los pies del suelo—, ¿a quién echas de
menos?
Pensé en no responder, ambos me miraban expectantes. Jimena
sabía muy bien qué preguntar, estaba buscando que Adrián y yo
empatizáramos, quería hacernos ver que ambos teníamos cosas
guardadas que podían unirnos.
—A mis padres —dije clavando los ojos en los dibujos de la
toalla.
—¿No tienes padres? —me preguntó Adrián.
—Murieron hace unos años.
—Lo siento —me dijo dándome una palmada en la espalda y
seguidamente un apretón en el hombro.
—Gracias.
Jimena no dijo nada, estaba triste, podía verlo en sus enormes
ojos negros, pero sabía que estaba orgullosa de ver que entre
Adrián y yo empezaba a haber un acercamiento gracias a su
estrategia.
—Mi madre murió de… —costaba, ¡joder cómo me costaba
pronunciar aquella puta palabra!—. Bueno, de esa maldita
enfermedad que está, por desgracia, a la orden del día. Mi padre
murió poco después, supongo que de pena por haber perdido al
amor de su vida.
—¿Tienes hermanos? —me preguntó Adrián.
—No.
—Yo tampoco, y me hubiera encantado.
—Yo reconozco que eché de menos alguien con quien compartir
aquel dolor al perder a mis padres, únicamente un hermano o una
hermana hubiera sabido realmente qué sentía en aquel momento…
—Ahora tienes a dos compañeros de techo y suelo con los que
podrás desahogarte cuando lo necesites. Yo, por mi parte, estaré
aquí para vosotros —nos dijo Jimena apretándonos una rodilla a
cada uno—. ¡Yo lo sabía! Lo vuestro sería cuestión de palabras…
Sonreí. Había descubierto un Adrián sensible en aquellos pocos
minutos que habíamos estado sobre aquella toalla, si seguía
conociéndole, a lo mejor descubría cosas de él que me
sorprenderían.
—¿Quién se atreve a meterse en el agua? —pregunté
poniéndome en pie.
—¡Estará helada! —respondió Jimena.
—¿Y qué más da, Jimena? ¿Hemos bajado hasta aquí para no
bañarnos en el paraíso? —preguntó Adrián sacándose por la
cabeza la camiseta que llevaba—. ¡Yo me apunto, Héctor!
—Pensé que eras más valiente, Jimena. Ya has demostrado que
eres una gallina, coc coc coc —imité a una gallina metiendo mis
manos en las axilas y batiendo los brazos.
—Tío —me golpeó Adrián con la palma de su mano en la espalda
a la vez que se carcajeaba con mi actuación—, ¡me caes bien!
—¿Gallina yo? —se puso en pie decidida y se sacó el vestido por
la cabeza dejándonos a los dos mudos—. ¡No me conocéis!
Tiró el vestido sobre la toalla y empezó a desanudarse los botines
que llevaba. Adrián y yo nos mirábamos intentando no dejar
demasiado a la luz que Jimena nos atraía demasiado.
—¡Pito corto el último! —dijo antes de echar a correr al agua.
Adrián y yo nos deshicimos de las zapatillas de deporte que
llevábamos y salimos a correr detrás de ella hasta meternos en el
agua prácticamente helada.
—¡Joder! ¡Está helada! —dije al tener el agua a la altura del
ombligo.
Sentí pinchazos por todo el cuerpo pero en la vida me había
sentido tan a gusto.
—¿Sois siempre así de valientes o es que os he tocado la fibra
de machito que tenéis todos y que tenéis que dejar a la luz siempre
que se os reta?
Capítulo 17 Jimena

¡De locos!
Me arrepentí de haberme metido nada más que el agua helada
me rozó el dedo gordo del pie. Estaba en juego un constipado pero,
¿cómo iba a desaprovechar aquella escena? Héctor y Adrián, Adrián
y Héctor, ambos con el torso desnudo, portando sonrisas enormes y
en aquella playa que ellos habían descrito como el paraíso.
Cuando salieron de debajo del agua, peinando con sus manos
sus pelos, con aquellos bíceps en todo su esplendor y aquellos
pectorales apretados por el frío del agua, me ruboricé como nunca
antes me había ruborizado. Empecé a temblar y no, no era del frío,
era de lo nerviosa que me ponía aquella situación. No soy de piedra
y los dos eran físicamente espectaculares, ni el frío de aquel agua
helada me ayudó a calmar el fervor que habían despertado en mí.
Respiré hondo y tragué saliva al empezar a imaginarme escenas
que bien podían ser parte de alguna película porno…
—¡Abre las piernas! —me gritó Héctor acercándose a mí. Me
quedé tan bloqueada, y con los ojos abiertos como platos que
pareció notar que me había descolocado aquella exclamación.
—¡Para subirte a mis hombros y lanzarte, nena! ¿Para qué si no?
—aclaró.
Los dos se reían, eran tan guapos…
Sabía que convivir con ellos sin imaginarme entre sus sábanas
iba a ser imposible. No me reconocía en aquellas sensaciones,
hacía mucho tiempo que no se me erizaba el vello del cuerpo
únicamente con el perfume de un hombre.
Abrí mis piernas y me sentó en sus hombros, rocé la parte más
sensible de mí en su cuello y unas cosquillas viajaron desde mi
clítoris al resto de mi cuerpo.
—¡Tírala! —animó Adrián acercándose a nosotros.
Héctor se metió debajo del agua para coger impulso y, después
de meter sus manos debajo de mi culo para impulsarme, me lanzó a
unos metros zambulléndome en aquel agua que ya no me parecía
tan fría.
Los dos nadaron hasta quedarse frente a frente ante mí, lamí el
agua salada que tenía en mis labios bajo la atenta mirada de Héctor
y Adrián. Las gotas de agua que goteaban de sus pelos les caían
por la nariz hasta perderse en los surcos de sus labios y me mordí el
labio inferior sin ser consciente. Dieron un paso más, quedándose
demasiado cerca, podía oír sus respiraciones agitadas. Adrián puso
su mano izquierda en el lateral derecho de mi cintura y tragué saliva,
Héctor hizo lo mismo pero con su mano derecha en mi lateral
izquierdo, ambos podían rozar sus dedos corazón en mi columna
vertebral.
Adrián se acercó a mi boca para besarme bajo la atenta mirada
de Héctor pero, cuando nos separaban apenas un par de
centímetros, me retiré a pesar de morirme de ganas de ir más allá.
Entró en acción aquella parte de mí cabal y tímida que siempre se
había empeñado en dejar sepultada a la Jimena pasional.
—Creo que va siendo hora de volver a casa…
Ambos retiraron sus manos de mi cintura y fui consciente de lo
mucho que me habían estado apretando los dos cuando dejé de
sentir aquella presión. Habíamos dejado a la luz ese lado animal,
que tenemos todos, debido a la pasión que se había desatado
dentro de aquel agua helada.
¿Cómo hubiera sido aquel encuentro si me hubiera dejado
arrastrar por la pasión y no por la razón?
Ninguno nos atrevimos a articular palabra sobre lo ocurrido. Lo
dejamos allí, en el mar, aunque estaba completamente segura de
que en las tres cabezas se estaba filmando una película cuyo
público solo podría ser mayor de dieciocho años.
—Voy a darme una ducha —dijo Héctor cuando llegamos a casa.
—Voy después de ti —le respondió Adrián que se quedó sentado
en uno de los sillones de la terraza de la entrada.
Entré hasta la cocina y me senté en una de las sillas que
rodeaban la mesa. Había vuelto la tensión a casa pero esta vez ya
no era entre ellos, también la sentía yo. Cerré la puerta de la cocina
y la ventana que daba a la terraza donde estaba sentado Adrián,
marqué en mi teléfono móvil el número de Lorena y descolgó al
tercer tono.
—¿Qué te pasa? —respondió preocupada.
Nunca solía llamar a Lorena, si tenía que decirle algo le mandaba
un WhatsApp.
—Lorena… Estoy hecha un lío…
—Madre mía, ¿has perdido tu agenda peluda y no sabes seguir
con tu día a día?
Puse los ojos en blanco aunque Lorena, con aquella pregunta, no
estaba diciendo una locura… Si hubiera perdido mi agenda, me
hubiera quedado completamente desubicada en mi propia vida.
—No es eso… —presioné mi frente con mis dedos—. ¿Puedo
preguntarte algo?
—¡Claro!
—Pero necesito que seas sincera, y que no me juzgues —añadí.
—¿Juzgarte? ¿Cuándo te he juzgado yo?
—Es que esto no es algo que te haya podido contar
anteriormente…
—¿Puedes ir al grano y dejar de darle vueltas a las cosas? —
Creo que me siento atraída por mis dos compañeros de techo y
suelo… —dije susurrando.
—¿Por los dos?
—¡Te dije que no me juzgaras!
—¡No te estoy juzgando! Solo te pregunto… Me sorprende esa
afirmación, entiéndeme.
—Me sorprende hasta a mí…
Nos quedamos unos segundos calladas. Yo estaba mirando el
cuadrante perfecto que tenía cogido con un imán en la puerta del
frigorífico, mi vida había cambiado tanto en solo un par de días que
me cagaba de miedo imaginarme cómo iba a verme en un par de
meses si seguía con aquellas sensaciones.
—Jimena, ¿sigues ahí?
—Sí.
—Del uno al diez, ¿cuánto te gusta el de los ojos azules?
—Adrián, ya te dije que Adrián era el de los ojos claros y Héctor
el de los ojos negros… Y con respecto a tu pregunta, del uno al diez
te diría que diez…
—¿Diez? ¡Entonces duda resuelta! Es por Adrián por el que más
atracción sientes, yo te diría que te lo tirases y siguieras tú con el
consejo que me diste cuando te hablé de mi marido la primera vez…
—¡Héctor también me atrae diez!
Y no me hizo falta verle la cara para saber que su boca formaba
una O enorme y sus ojos estarían fijos en algún punto de donde
quisiera que estuviese analizando mi afirmación.
—Madre mía… madre mía… madre mía…
—Sí, Lorena, madre tuya pero, help me!
—Es que si te digo que te líes con los dos creo que voy sonar un
poco…
—¿Estás loca?
—Podrías probar cuál es mejor…
—Toc toc, ¿hay alguien en ahí? Me refiero a tu cerebro… ¡Soy
Jimena! Tu amiga la tímida… ¿se te ha olvidado?
—¡Qué va! Mi amiga la tímida jamás me hubiera llamado para
preguntarme lo que tú me has preguntado. Mi amiga la tímida se
hubiera masturbado en silencio con esos dos tipos en mente. Tengo
el presentimiento de que le estas empezando a dar pie a esa
Jimena que llevaba pidiéndote ser libre desde hacía demasiado
tiempo…
¿Llevaría razón?
—Jimena —los nudillos de Adrián golpearon la puerta y empecé
a temblar nerviosa.
—Te dejo —le susurré a Lorena.
—¡Me muero de ganas de verte mañana en la consulta!
Fue lo último que oí decir al otro lado antes de colgar y dar por
finalizada aquella conversación de la que no saqué nada en claro,
bueno sí, Lorena creía que follarme a los dos me ayudaría a saber
cuál me atraía más…
—Pasa, Adrián.
—Siento si he interrumpido algo pero me muero de sed…
Él ya se había duchado también, estaba increíblemente guapo
ataviado con aquel pantalón de pijama largo y fino con estampado
de cuadros en tonos grises. Y cómo no percatarme del filo elástico
de su calzoncillo que asomaba de él cuyo poder fue ruborizarme al
instante. Por suerte estaba sirviéndose el vaso de agua
directamente del grifo y no pudo verme.
—¡Estás en tu casa! —me puse de pie y me dispuse a salir de la
cocina—. Ahora voy a darme yo una ducha, estoy deseando
quitarme la sal del pelo…
—Jimena —me frenó del brazo antes de salir de la cocina.
Estábamos de nuevo separados por unos centímetros, la
respiración empezó a agitárseme y el corazón a bombearme con
tanta rapidez que me costaba incluso enfocarle la cara.
—Dime.
—Perdóname si te he incomodado en el agua al acercarme para
intentar besarte. No volverá a pasar.
Y sentí desilusión con aquella última frase…
—Quédate tranquilo, Adrián. No tengo nada que perdonarte.
Sonreí y él lo hizo conmigo, noté que la tensión y la preocupación
que aquel encuentro le había ocasionado se disipó de su rostro con
mis palabras.
Subí la escalera y me metí en el cuarto de baño con la
respiración agitada como hacía mucho y el corazón bombeándome
dentro del pecho como si, de un momento a otro, fuese a salírseme
de ahí.
Capítulo 18 Adrián

Ojalá no se hubiera apartado y hubiera podido besarla. Nunca fui


un tipo lanzado pero no sé qué tenía Jimena que me resultaba muy
difícil no dejarme llevar por lo que mi cuerpo me pedía, siempre
respetando su decisión, por supuesto.
Durante la cena estuvimos muy callados, estuve esperando que
Jimena rompiese el hielo como siempre solía hacer cuando nos
quedábamos en silencio los tres, pero no pasó. Jimena no retiró la
mirada del trozo de tortilla de patatas que cociné y que, por suerte,
me quedó bastante buena. Recogimos la mesa reinados por el
mismo silencio incómodo que nadie se atrevió en romper, puse el
lavavajillas (que según el cuadrante del frigorífico también me
tocaba a mí) y, después de lavarme los dientes, me metí en mi
habitación.
Me tumbé sobre la cama y saqué el boletín del proyecto del hotel
para leérmelo una última vez antes de meterme de lleno en él al día
siguiente. Estaba ilusionado y me moría de ganas de empezar a ver
cómo aquel hotel iba cogiendo forma. Nunca había estado a los
mandos de algo así pero estaba seguro de que aquel sería el
trabajo que dispararía mi reconocimiento dentro de la empresa.
Los ojos se me cerraban solos y los papeles del boletín cada vez
estaban más cerca de terminar desparramados por el suelo. Los
dejé bien colocados sobre la mesita de noche y me acomodé sobre
la cama después de haber retirado las sábanas y la pequeña colcha
que la salvaguardaban. A apenas unos metros la tenía a ella, ojalá
se paseara por mis sueños, aquello fue lo último que pensé antes de
quedarme dormido…
—Buenos días —le dije a Jimena que era la única que ya tenía
servido su desayuno sobre la mesa y se disponía a tomarlo.
—Buenos días, Adrián. ¿Hoy empiezas a trabajar?
—Así es, reconozco que estoy un poco nervioso…
—¡Y muy guapo!
Me ruboricé quedando como un bobo delante de ella.
Seguramente Jimena estaba acostumbrada a tratar con hombres
debido a su trabajo, en cambio yo, en aquello de las mujeres, estaba
completamente desentrenado…
—Gracias.
—Buenos días, madrugadores —dijo Héctor estirazándose a la
vez que bostezaba al entrar en la cocina.
—¿Café? —le pregunté mostrándole la taza vacía que acaba de
coger del mueble para servirme uno para mí.
—Sí, por favor. Por cierto, ¿en tu empresa no necesitarán a un
tipo como yo?
—¿Qué formación tienes?
—Soy informático…
Jimena abrió los ojos como platos y a mí me sorprendió
igualmente la profesión de Héctor.
—Podría preguntar. Si tienes algún currículum déjamelo.
—Sí, en la maleta tengo varios.
—¿Y están presentables o son un desastre más de todo lo que
forma parte de esa maleta? —preguntó Jimena sin levantar la
cabeza de su desayuno prácticamente terminado.
—Para su información, señorita Jimena, los tengo dentro de un
plástico en el bolsillo exterior de la maleta y, por consiguiente, se
encuentran en tan perfecto estado que no parecen ni
pertenecerme...
Jimena se carcajeó, mostrando aquella curvatura exagerada que
dejaba a la luz cuando reía de verdad, y yo tuve que reconocer que
Héctor era el típico tío con el que podías pasar un buen rato de
risas, un buen compañero de cervezas.
—Déjame uno y lo entrego en la oficina —me apreté el nudo de la
corbata y noté que Jimena se mordía el labio—. Tengo que irme.
Héctor corrió escaleras arriba y bajó con aquel papel en la mano
segundos más tardes.
—Gracias, Adrián —me dijo apretándome el hombro.
Fui caminando al trabajo, apenas se habían empezado a hacer
las zanjas para levantar los cimientos de lo que posteriormente sería
un precioso hotel a pie de playa, era todo tan bonito en mi mente
que no veía el momento de verlo terminado.
—Buenos días —me dijo una chica alta y rubia ataviada, sobre su
ropa, con un chaleco reflectante naranja y un casco de obra amarillo
—. Soy Tamara, ¿eres Adrián?
—Sí.
Me estrechó la mano y se la estreché sonriendo. —Seré tu
colega.
—Genial.
—Acompáñame. Me avisaron de que llegaría durante la mañana
el hombre que habían mandado desde Sevilla para supervisarlo
todo. Pensé que llegarías más tarde. Has debido madrugar mucho.
—Estoy instalado aquí cerca, en una casa compartida, desde el
sábado.
—¡Entonces genial!
Caminamos hasta una caseta prefabricada y climatizada. Al
entrar en ella te olvidabas por completo de que era un cubo de
chapa en mitad de un descampado. Olía a café y estaba tan
perfectamente ordenado que daba gusto estar allí dentro.
—Esa es tu mesa.
Me señaló un escritorio de madera clara con un ordenador portátil
sobre este, un lapicero con un par de lápices y un bolígrafo, una
rejilla en una de las esquinas repleta de papeles y un cactus cerca
del lapicero.
Me sentí a gusto en aquel pequeño rectángulo que empezaba a
ser mi oficina. Dejé el maletín de piel negro que había portado sobre
el escritorio y me peiné el tupé como cada vez que sentía que no
sabía qué hacer.
—Me apetecería ir a ver la obra —le dije.
—¡Claro!
Abrió un pequeño armario que estaba junto al otro escritorio que
supuse que sería el de ella, y sacó un casco y un chaleco reflectante
que me tendió.
—Gracias.
Me lo puse y nos dirigimos a la obra.
Capítulo 19 Jimena

Y cuando se anudó la corbata, antes de irse de casa, me contuve


un gemido porque no lo vi apropiado dejarlo escapar. Adrián era
increíble, estaba segura de que era capaz de enamorar a la mujer
que le diese la gana.
—¡Hasta luego, Héctor! —le dije antes de salir de casa camino a
la clínica.
—Acabo de ver en el cuadrante del frigorífico que hoy me toca
cocinar a mí —me dijo preocupado mirando en los cajones del
frigorífico sin encontrar nada que le convenciese—. Estoy pensando
en irme y no volver hasta mañana…
—¡Ni se te ocurra!
Me giré para marcharme de la cocina y, en segundos, pasó de
estar buscando en el frigorífico a estar completamente pegado a mí
por la espalda. Mi pulso y mi respiración aumentaron el ritmo de
forma exagerada. Su mano estaba sobre mi ombligo y notaba cómo
su calor se transfería a mi piel a través de la ropa.
—Noté cómo temblabas el otro día en el agua cuando ambos te
agarrábamos de la cintura —me dijo al oído—. Te morías de
ganas…
Me mantuve callada, mirando cómo su mano subía y bajaba por
la respiración agitada que se reflejaba en mi vientre. El corazón se
me iba a salir por la boca.
—Héctor… —susurré.
Hacía mucho tiempo que no tenía a un chico así, pegado
completamente a mí, notando como su polla dura buscaba
acomodarse entre los dos cuerpos.
Respiré hondo, mi yo con poder de raciocinio me pedía que me
apartase, mi yo pasional me pedía que girase sobre mi propio eje
hasta quedar frente a frente con Héctor. Había estado haciéndole
caso a la parte correcta de mí tanto tiempo que ni yo misma conocía
a aquella otra a la que, la respiración de Héctor cerca de su oreja, le
erizaba el vello de todo el cuerpo.
Jimena, ¿estás segura?
No, no estaba segura absolutamente de nada y aquello fue lo que
me hizo sentir más viva que nunca.
Giré sobre mi propio eje y empecé a besarle como hacía mucho
tiempo que no besaba, le besé con pasión, desesperada paseando
mis manos por su pelo y por su nuca. ¿Estaba pasando aquello? Sí,
estaba pasando, el calor de su piel en la yema de mis dedos era tan
real como la sensación de que me sobraba la ropa.
Me levantó del suelo agarrándome del culo y puse mis piernas
alrededor de su cintura. Una de mis manos estaba abierta sobre la
parte posterior de su cabeza, evitando así que pudiera apartarse de
mí. Temía por nuestros dientes, temía que chocasen y quedasen
hechos trizas pero necesitaba aquello como necesitaba el aire para
poder mantenerme con vida.
—Héctor… —gemí su nombre sobre su boca.
Caminó hasta el sofá y me dejó sobre este. Sin parar de
besarme, me desabrochó el pantalón que llevaba. Se separó de mí
para poder retíramelos. Me quitó primero los zapatos de tacón
negros que llevaba dejándolos caer a su suerte y, seguidamente, tiró
de ambos bajos hasta deshacerme de mis pantalones. Bufó al
verme únicamente con mi tanga negro de encaje y la camisa que
aún seguía donde horas antes la coloqué aunque presentía que no
sería por mucho tiempo.
—Me encantas, Jimena…
Desabrochó uno a uno los botones de mi camisa con cuidado,
recreándose en el movimiento que hacían sus dedos para conseguir
su meta. Aquello era de locos…
Yo no podía hablar, de alguna forma me parecía no estar viviendo
aquello realmente, como si yo estuviese camino al trabajo y fuera
otra la que estaba con Héctor en el sofá. Me ayudó a incorporarme
quedando así sentada sobre el sofá, no podía retirar mi boca de la
suya, no podía apartar mis ojos de aquella oscuridad que tenían los
suyos. Sacó mi camisa por mis hombros, deslizándola por mis
brazos hasta dejarla en algún lugar del suelo, fuera de nuestro
juego. Temblaba y no, no era del frío precisamente. La respiración
seguía agitada, tanto o más que al principio, y Héctor, que pareció
tenerlo todo bajo control desde el principio y que era el que sostenía
los mandos de aquella nave que iba lanzada a la locura y
prácticamente sin frenos, empezó a temblar cuando, después de
deshacerme del sujetador y del tanga, me tuvo desnuda ante él.
—Jimena… —le costó pronunciar mi nombre y dejar aquellos
gemidos dentro de su garganta.
Nos movía la pasión, éramos piel, únicamente piel. Dos pieles
que se estaban encontrando por primera vez sin saber si era lo
correcto pero, ¿quién podría juzgarnos? Nosotros, únicamente
nosotros…
Se puso en pie y se deshizo del pantalón de chándal negro que
llevaba y que justo en aquel momento descubrí que era lo único que
portaba sobre su piel bronceada. Cuando lo vi, completamente
desnudo ante mí, me quedé completamente desconcertada con esa
parte de mí que decidió disfrutar de aquel encuentro fortuito. Me
puse de pie, frente a él, y me volví a enredar con su lengua, mis
manos recorrieron de forma desesperada toda la piel que cubría el
pectoral de Héctor. ¡Era una puta locura! Pero bendita puta locura
que me estaba haciendo disfrutar con el simple roce de ambas
pieles o la mezcla de nuestras salivas, como hacía años que no
disfrutaba.
—Subo arriba a por un condón y bajo.
Asentí jadeando, necesitando que volviese pronto y poder
culminar aquello que había empezado. Mis ojos no dejaron de
seguirlo hasta que se perdió al final de la escalera. Aquel culo era
una maldita fantasía, parecía sacado de una revista o de un anuncio
de esos de calzoncillos de la tele. Era un embudo, hombros fuertes
y una cintura estrecha que podía ser la perdición de cualquier mujer.
Era imposible no sentirme atraída por lo que veía, de habérmelo
propuesto, que no fue el caso, no lo habría conseguido.
Bajó las escaleras rasgando con los dientes el paquete plateado
y sacando después el condón. No quise mirar a otro lado cuando,
seguidamente, lo deslizó por su polla firme y dura. No me reconocía,
estaba frente a un desconocido completamente desnuda y viendo,
sin parpadear prácticamente, cómo se ponía un condón…
Si era un sueño tenía que despertarme ya…
Me tumbé en el sofá y él lo hizo sobre mí, me penetró fuerte, con
ganas, desesperado. Arqueé la espalda al sentirle dentro de mí.
Reconozco que me dolió, pero el dolor fue transformándose en
placer a medida que sus embistes iban siendo más seguidos… Él
vibraba sobre mí, el sudor le bañaba la frente cayendo sobre mí las
gotas que caían de su nariz. Sabía que me correría pronto, intenté
alargar mi orgasmo pensando en la lista de la compra, pero me fue
completamente inútil.
No sé cuánto tiempo habría pasado, tenía la sensación de que
todo estaba pasando muy rápido. Me corrí y empujé a Héctor, con
mis gemidos en su oído y mis uñas clavadas en su espalda, a
alcanzar su orgasmo.
—Esto es de locos… —le dije aún jadeando por el momento
vivido.
—Si esto es de locos, prefiero estar loco antes que cuerdo —
sonreí y me dejó un beso en los labios—. ¿Te ayudo a ponerte de
pie?
Y fue cuando pronunció aquella última palabra cuando caí en la
cuenta de que llegaba tarde a la clínica.
—¡Dios!
Me puse de pie sin ayuda y me vestí rápido intentado no partirme
la crisma cuando intenté volver a montarme en los tacones. Saqué
mi teléfono móvil de mi bolso y vi que tenía cinco llamadas perdidas
y una entrante de Lorena.
—¡Por fin respondes a mis llamadas, Jimena! ¿Estás bien?
—Voy saliendo, he tenido un problemilla, ahora te cuento.
—Está la primera chica de la mañana esperándote. No tardes.
Colgué y volví a meter mi teléfono móvil en mi bolso.
—Joder… joder… ¡Joder!
—Tranquila, eres tu propia jefa, ¿lo has olvidado?
—¡Es por ello por lo que no puedo permitirme llegar tarde!
Además no hay nadie que pueda sustituirme…
—En eso estoy completamente de acuerdo —me guiñó el ojo.
Salí de casa intentado recoger mi pelo despeinado en una coleta
informal y terminando de abrocharme los últimos botones de la
camisa.
¿Había pasado aquello de verdad? Sí, había pasado de verdad…
Capítulo 20 Jimena

—Buenos días —dije entrando agitada y jadeando en la clínica


después de haber hecho el camino prácticamente corriendo
sintiendo que los minutos me ahogaban—. Perdonadme el retraso,
se me ha estropeado el coche y he tenido que llamar a la grúa.
Mentí como una bellaca bajo la mirada incrédula de Lorena que
sabía perfectamente que yo iba a pie al trabajo.
—Dame unos minutos y te hago pasar —le dije a Sara, la chica
que me había estado esperando.
Entré en la consulta, preparé los utensilios y me puse la bata
blanca que colgaba en el perchero que estaba en una de las
esquinas. Me temblaba el pulso dificultándome así la tarea sencilla
de abrocharme cinco botones. Necesitaba relajarme, tenía que dejar
un poco apartado lo acontecido en la última hora, respiré hondo e
intenté controlar el pulso y lo mucho que me temblaba el cuerpo.
Tenía que concentrarme en el trabajo que tenía por delante aun
siendo consciente de que aquella mañana me costaría bastante
mantener mi cabeza en la clínica y no en Héctor.
—¿Puedo pasar? —preguntó Lorena cuando terminé con el
último paciente.
—Sí, claro.
Tiré los guantes blancos que había estado usando con el
paciente que acababa de marcharse y dejé, perfectamente
colocada, la bata en el perchero. Lorena miraba cada movimiento
mío sin perder detalle, como si quisiese encontrar, en mis
movimientos, las respuestas a aquello que le taladraba la mente. Me
recoloqué la camisa y tiré de la hebilla de mi pantalón para dejarlo a
la altura perfecta.
—¿Qué te pasó esta mañana? —disparó directa—. No creerás
que voy a creerme que estabas esperando una grúa cuando vives a
un par de calles de la clínica.
—No sé cómo explicártelo, no quiero que me juzgues…
—Jimena, estás muy pesada con eso de que no quieres que te
juzgue, nunca lo he hecho, no sé por qué me insistes tanto con
eso…
—Me he acostado con Héctor.
Lo solté rápido, sin rodeos y sin medias tintas y a Lorena se le
quedó la cara congelada, como esas veces que pierdes conexión
durante una videollamada y se queda la misma imagen durante
unos segundos reflejada en la pantalla de tu teléfono móvil.
—¿Uno de los chicos que viven contigo?
—Sí. El moreno —añadí para facilitarle a Lorena la dificultad que
encontraba en distinguir a mis dos compañeros de techo y suelo.
—Joder…
—Te he pedido que no me…
—¡No te juzgo! ¡Creo que te envidio! Aquel tío que, hace un par
de días, entró por esa puerta, era un auténtico espectáculo…
—Y porque no lo has visto desnudo… —me carcajeé.
—Entonces, ya lo has decidido, ¿no?
—¿Qué se supone que ya he decidido?
—Pues eso, entre los dos, entre el rubio y el moreno. Ayer me
dijiste que estabas hecha un lío… Supongo que ya has conseguido
desenredar esa madeja que te tenía loca y te has decantado por
entretenerte con el moreno, ¿no?
—No, negativo.
Lorena torció la boca, arrugó la frente y, con aquel par de gestos,
me dejó claro que no estaba entendiendo un pimiento y, claro está,
yo no era quién para pedirle que la quitase… ¡ni yo misma sabía lo
que estaba pasando conmigo! Había desaparecido, en un par de
horas, mi antiguo yo, aquel que fue incapaz de desnudarse ante el
chico con el que compartió vida durante años, para dejarle paso a
ese que, aquella mañana, folló con un auténtico desconocido en el
sofá de su nuevo hogar, a plena luz del día y entrando por los
ventanales la claridad suficiente como para matar a Drácula.
—Vale, ha sido un simple polvo, ¿no?
—¡Claro! Piel… Únicamente piel… Estaré en uno de esos días
tontos que tenemos en los que la sangre parece ir más caliente que
de costumbre por todo nuestro cuerpo…
—¿Quieres saber qué haría yo? —asentí dispuesta a escucharla
—. Me los tiraría a los dos…
Me carcajeé al morderse el labio inferior con fuerza y abanicarse
con su mano la cara.
—¿A la vez? —vacilé sin poder parar parar de reírme.
Bufó.
—Lo que no sé cómo no lo has puesto en el cuadrante ese de
tareas domésticas que me dijiste que habías hecho. Tarea de
sábado, dos puntos, de nueve de la noche a ocho de la mañana,
polvazo en mi habitación, juego a tres, trío… Como quieras
llamarlo…
—No creas que no se me ha pasado por la mente después de lo
que pasó en la playa…
—¿Qué pasó en la playa?
Caminamos hasta la puerta de entrada y salimos.
—Se me pusieron frente a frente, cada uno poniéndome una de
sus manos en la cintura, apretándome bajo el agua, ambos hubieran
hecho en aquel momento lo que me hubiera dado la gana —vacilé
—, pero cuando Adrián se acercó para besarme…
—¡Héctor le paró los pies! —me interrumpió.
—Me cagué, Lorena… Me cagué y nos salimos del agua.
—Imperdonable… Joder, me estoy poniendo caliente de oírte
solamente… Si yo hubiera estado allí… ¡Madre mía, Jimena! Me
hubieran faltado manos para agarrar tanta carne…
—¡Lorena! ¡Qué estás casada…!
—Y lo sé, no te preocupes que no se me olvida… —puso los ojos
en blanco—. Ese va a ser el que pague el pato de la subida de
temperatura que has provocado en mí con tu maldito relato…
Me carcajeé, sabía que aquello que yo estaba viviendo podría ser
la fantasía de cualquier otra chica, en cambio yo, me echaba a
temblar solo de imaginarme entre Héctor y Adrián.
—¡Te veo luego!
Fui caminando a casa, tenía una sensación extraña que me
oprimía el pecho y me descolocaba. Por un lado me moría de ganas
de llegar y encontrarme con Héctor, por otro lado me ponía tan
nerviosa encontrármelo y enfrentarme cara a cara a lo que aquella
mañana pasó entre nosotros, que me hubiera quedado sentada en
la orilla de la playa hasta que el tiempo me aportase el valor
suficiente para volver a mi casa.
Tenía que ser valiente, aquella nueva Jimena no era como
aquella otra que había estado siendo años atrás. Metí la llave en la
cerradura y pasé al interior.
Olía a pino del limpiasuelos que siempre solía usar y estaba todo
tan ordenado y limpio que me quedé sorprendida.
—¿Qué tal te ha ido hoy, Jimena? —me preguntó Adrián que
salía del cuarto de baño de la planta baja sacándose el pelo con una
toalla.
Llevaba el torso desnudo, aún húmedo de la reciente ducha que
acababa de darse. Me costó articular palabra y responderle a
aquella simple pregunta que me había formulado, mi cerebro
pareció estar filtrando respuestas como si me hubiera preguntado
por algún elemento de la tabla periódica…
—Bien.
Al menos respondí algo lógico, escueto pero lógico.
—¡Hola, Jimena!
Y allí se plantó, en mitad del salón, cubierto con un delantal negro
sobre un torso desnudo y un pantalón de chándal negro que dejaba
el elástico ancho de sus calzoncillos al descubierto. Me faltó
persignarme…
—Hola… Héctor.
—¿Qué te parece cómo he dejado la casa? No te quejarás —me
guiñó el ojo y sonreí—. Perdóname si los cojines no están a la
medida u orden correcto, se me olvidó coger apuntes…
—Está todo perfecto, Héctor.
Seguía sin poder mirarle a los ojos y mi respuesta sonó un poco
seca pero es que me era imposible mirarle y no ruborizarme por lo
que pasó ente nosotros aquella mañana. Me quité los zapatos, bajo
la atenta mirada de los dos, y los dejé dentro del zapatero que había
en el recibidor. Respiré hondo.
—¿Qué comemos? —pregunté.
Capítulo 21 Héctor

Una puta locura fue lo que aquella mañana sucedió entre Jimena
y yo. Yo no había llegado allí para volver a estar enredado en otro
lío de faldas, para volver a apostar por amor y perder la partida, yo
no estaba allí para terminar más destrozado de lo que ya llegué.
Pero como siempre pasa, una cosa es la que tú planificas y otra
muy distinta la que el destino planifica para ti, y allí me vi, envuelto
entre las piernas de Jimena, sintiendo que ojalá aquel momento
fuese eterno y cagado de miedo por si no iba a saber afrontar lo que
después de aquel encuentro podría pasar.
Estaba nervioso, caminé por la orilla durante una hora con la
mirada clavada en mis pies que se iban hundiendo en una arena
que dejaba marcadas mis huellas hasta que una ola decidía
borrarlas, eliminando así mis pisadas y no mostrarme todo el camino
que ya llevaba andado. Ojalá borrar un pasado que duele fuera tan
sencillo como aquellas olas iban borrando mis pisadas de la arena,
ojalá llegase una ola y sacase de nuestra vida, de una barrida,
aquello que nos hacía daño.
No conseguía retirarme a Jimena del pensamiento, no quería
hacerme falsas ilusiones, no quería enamorarme y mucho menos
llegar a pillarme y no ser correspondido. Miedo. Mucho miedo,
porque realmente no era el tipo aquel que solía mostrarle al mundo,
no era aquel chulo prepotente e insensible que siempre daba a
conocer a la gente que aparecía como novedad en mi vida.
Me puse un delantal que encontré en uno de los cajones de la
cocina y miré el cuadrante que Jimena había puesto en el frigorífico
(cogido con un par de imanes) y vi que me tocaba a mí la limpieza
de las zonas comunes… ¿Cuánto hacía que no cogía una fregona?
¿acaso cogí una fregona a lo largo de mi vida en alguna ocasión?
Jimena era una diosa del orden (entre otras cosas) y tenía que
poner empeño en lo que hacía, tenía que adaptarme a mis nuevos
compañeros de techo y suelo y empezar a cambiar el tipo
desastroso que había estado siendo hasta que llegué a aquel dúplex
con vistas al mar.
Cuando lo dejé todo limpio (flipando con el resultado), llamé a un
negocio de comida casera que repartían a domicilio y cuya
propaganda había llegado el día anterior al buzón de casa y lo
guardé en mi poder como un bien preciado antes de que Jimena o
Adrián lo vieran. Pedí berenjenas rellenas que me llegaron a los
pocos minutos de haber hecho la llamada.
—¡Volví! ¡Joder cómo huele hoy la casa! Tengo la sensación de
haber entrado en el pinar que había frente a mi anterior
apartamento… Estoy por ponerme las calzonas y echar a correr por
el salón…
Aquel tío era pura energía, supuestamente había tenido una vida
complicada buscando a su verdadera familia, pero no lo aparentaba.
Posiblemente era aquello lo que envidiaba de él, había conseguido
vivir un presente dejando atrás el pasado, en cambio yo, seguía
mortificándome con la escena de aquel cuarto de baño en el que mi
compañero de banda y mi chica me traicionaron y, de igual forma,
no superaba la muerte de mis padres y no podía evitar sentirme solo
y triste. Tenía que empezar a ir enterrando tristezas antes de que las
tristezas me terminasen enterrando a mí.
Llegó justo en el momento en el que estaba tirando los envases
donde venían las berenjenas recién hechas a la basura y me pilló
metiendo las berenjenas rellenas en el horno.
—¿Tenemos un gato y yo no me he enterado?
Me dijo desanudándose la corbata y arqueando una ceja. —¿Por
qué preguntas eso? —le pregunté extrañado sin entender a qué
venía aquella pregunta que me había formulado.
—Tu espalda… —levantó el labio superior dándome a entender
que sabía perfectamente de dónde procedían aquellos arañazos.
—Esto… bueno…
—¿Podemos hablar un momento?
—Sí, claro —me limpié las manos con agua y jabón porque me
las había manchado un poco de comida y me las sequé en el
delantal.
Me costaba mirarle a los ojos, sentía como si le hubiera
traicionado acostándome con Jimena porque era más que evidente
que a Adrián también le gustaba, y bastante.
—Pero quiero que hablemos de hombre a hombre, no quiero
chorradas ni peleas por ver quién la tiene más larga…
—Sin problemas. Dime.
—Voy a ser claro, no pienso andarme por las ramas, me gusta
mucho Jimena y sé que a ti también. Estoy seguro de que esos
arañazos te los ha hecho ella —me quedé callado, con el ceño
fruncido y mordiéndome la mejilla por dentro ladeando un poco mi
boca—. No busco una confirmación por tu parte, es más, me alegra
saber que detrás de esa fachada de chulo que te avala hay un
caballero que no airea a los cuatro vientos lo que hace con las
mujeres…
—Dijiste que no te andarías por las ramas, tengo cosas que
hacer.
—Me parece perfecto que juegues tus cartas para conquistar a
Jimena pero créeme, cuando algo me gusta no soy de los que tiran
la toalla fácilmente. Soy tauro, de esos a los que es más fácil
arrancarles la cabeza que la idea cuando algo se le mete entre ceja
y ceja. Sé, por cómo me mira y por cómo temblaba el otro día en el
agua, que le gusto. Me da igual tu juego, es más, te deseo suerte, la
vas a necesitar.
—Relaja la raja, chaval. Jimena es una mujer libre, estás en todo
tu derecho de conquistarla, es más, creo que con ese don de
lenguas que Dios te ha dado lo tendrás fácil. Pero déjame decirte
algo, no se puede comparar un caimán con un lagarto y, en esta
historia, colega, el caimán soy yo.
Salí de la cocina pero, antes de perderme de su vista y
desaparecer por completo por la puerta, me giré y, dejando a la luz
toda la chulería que me caracterizó siempre, le dije:
—Por cierto, campeón, yo también soy tauro así que ya sabes
cómo pienso tomarme el juego…
Salí al patio y me senté en uno de los sillones a fumarme un
cigarrillo. Las cartas estaban echadas, había llegado el momento de
empezar el juego.
Cuando llegó Jimena acababa de sacar las berenjenas
recalentadas en el horno, las había colocado cuidadosamente sobre
una bandeja rectangular de cristal y había limpiado los filos de esta
con una de las esquinas del delantal que llevaba aún puesto.
Capítulo 22 Jimena

Me quedé sorprendida cuando Héctor puso aquella bandeja, con


seis berenjenas rellenas y gratinadas, sobre la mesa. Tenían una
pinta deliciosa y no podía creer que Héctor hubiera cocinado
aquello, ¡si decía que no sabía cocinar!
Nos sentamos los tres, se respiraba demasiada tensión y no
entendía qué podía estar pasando entre ellos. ¿Le habría confesado
Héctor a Adrián lo que habíamos hecho aquella mañana?
—¿Cómo te fue el día, Adrián? —le pregunté intentando, una vez
más, romper la tensión que de forma demasiado asidua se formaba
entre nosotros.
—Bien, habituándome al sitio. Tengo una oficina muy acogedora
y, además, estoy muy bien acompañado.
Sentí un pellizquito un poco absurdo en el pecho al oír aquello.
¿Celos?
—¿Sí?
—Tengo una compañera muy simpática y guapa.
Héctor ni siquiera levantaba la mirada de las berenjenas de su
plato.
—¡Qué suerte la tuya! —añadí fingiendo entusiasmo. —La verdad
es que estoy contento.
—Me alegro.
No, no me alegraba en absoluto porque yo, que siempre fui una
tía de ideas claras, no entendía por qué sentía aquello. Empezaba a
tejer un lío en mi cabeza considerable e intuía que estaba al borde
de un precipicio y que estaba a punto de lanzarme al vacío, sin
ningún tipo de protección.
—¿Y tu día cómo fue? —me preguntó con un poco de retintín.
—Bien… Normal… Como siempre…
En aquella ocasión fui yo la que mantuve la mirada clavada en
mis berenjenas un poco deshechas sobre mi plato.
—Me alegro.
Me tumbé sobre la cama antes de volver a la clínica para
desconectar un poco e intentar volver al cien por cien (aunque con
volver al sesenta ya me conformaba). Héctor había salido a pasear
por la orilla de la playa. Después de almorzar, dijo que necesitaba
recargarse de esa energía que había descubierto que el mar le
aportaba. Adrián se quedó en el salón con unos planos desplegados
sobre la mesa baja y mirándolos minuciosamente, desde el sofá,
móvil en mano.
Me puse de lado mirando ese trozo de mar que podía ver desde
el balcón y repasando mentalmente lo vivido aquella mañana con
Héctor. Se me erizaba el vello de todo el cuerpo despertándome
sensaciones prácticamente olvidadas con solo pensarle. No quería
que pasase aquello, no era el momento, acaba de salir de una
relación que me dejó lo suficientemente cansada que no entendía
en qué momento me había enredado entre los brazos de Héctor y
tampoco entendía en qué momento pensé que era buena idea no
interrumpir aquello que ambos hicimos en el salón. No paraba de
darle vueltas en mi cabeza, posiblemente estaba haciendo algo que
jamás se me pasó por la cabeza hacer, no había seguido normas, ni
patrones, ni estaba escrito en mi agenda, no entendía cómo hice
aquello por más veces que me lo preguntara. Aun sin entenderlo,
tenía que reconocer que me había encantado. Era el momento de
ser sincera conmigo misma, me encantaba la idea de volver a
repetirlo, de negarlo, solo estaría engañándome a mí misma.
Cuando estuve a punto de quedarme dormida, dejándome mecer
mentalmente con las olas que podía oír romper en la orilla desde mi
propia cama, unos nudillos llamaron suavemente a mi puerta.
—¿Quién es? —pregunté nerviosa.
Me había acostado en ropa interior para no arrugar la ropa que
nuevamente me pondría para ir a la clínica así que, rápidamente,
deshice la cama metiéndome entre las sábanas frescas con olor a
jabón de Marsella y cubriéndome el cuerpo.
—Adrián.
Madre mía… madre mía…
Vibré, literalmente, sobre la cama. Respiré hondo intentando
dejar aquellos nervios a un lado, intenté concentrarme en el sonido
de las olas que, hasta hacía unos minutos, me habían relajado tanto
que estuve apunto de sumirme en un sueño profundo y placentero.
Pero no, las olas acababan de perder por completo su poder…
—Pasa.
Abrió un poco la puerta, tímido, asomó parte de su cabeza y
sonrió levemente.
—¿Te he despertado?
Cerró la puerta a su paso.
—No… Estaba despierta… —titubeé.
Se sentó en el filo de mi cama mirando a aquellos azules que se
veían desde mi balcón. El aire movía el visillo adentrándolo en mi
habitación, sin permiso, sobrevolando aquel trozo de estancia que
alcanzaba.
—Yo nunca he sufrido por amor —me dijo.
Me senté en la cama, apoyé la espalda en el cabecero y me cubrí
con la sábana el pecho. No me miraba, seguía con la mirada
clavada en el horizonte cuyo color era igual que el de sus ojos. —
Entonces eres un tipo con suerte.
—¿Eso crees? —clavó sus ojos en los míos y podría jurar que vi
en ellos tristeza.
—Hombre… Sufrir no es algo que yo catalogue como tener
suerte…
—Cada vez que he terminado una relación, ambos sabíamos que
era un chicle que no podíamos seguir estirando, se había terminado
por ambas partes dejándome siempre la sensación de que, una vez
más, no había amado realmente a esa otra persona. Cuando
pierdes algo que quieres, es inevitable sufrir.
—Créeme que es lo mejor, un desamor duele mucho, sientes que
te falta el aire incluso, que el corazón en el pecho ya no te late igual
y la pena pasa a ser tu compañera de vida. Y créeme, como
compañera de vida, es una auténtica hija de puta…
—¿Tú has sufrido por amor?
—Antes de conocer a Rafa, mi ex, un chico del instituto me dejó
cuando más enamorada estaba… Tenía catorce años, no sabes
cómo duele un desengaño a esas edades… —sonreí.
—Entonces el desamor es todo lo contrario a la varicela, ¿no?
—¿Por qué? —me carcajeé con aquella comparativa que me dejó
un poco descolocada.
—Por eso de que es mejor pasarla de pequeños… El desamor es
al contrario, de pequeños es más doloroso, ¿no? —sonreí.
—Bueno, la madurez nos ayuda a afrontar las cosas de forma
distinta, lo que a los quince te parece un mundo, a los treinta tiene
incluso su lado positivo…
Nos quedamos callados unos segundos en los que entre nosotros
volvía a respirarse aquel aire que me era un poco irrespirable,
cargado de tensión.
—¿Sabes también qué duele mucho? —negó con la cabeza y
continué—. Dejar a alguien a quien has amado con auténtica locura
porque ya no sientes lo mismo… Saber que vas a destrozar a esa
per- sona con esa maldita arma que en otro momento usaron
contigo. Y es que créeme, Adrián, cuando digo que, el desamor, es
capaz de arrasar con más fuerza en la vida del que lo sufre, que una
llama con cualquier ser con vida en un bosque.
Por supuesto hacía referencia a mi relación con Rafa, tener que
terminar con aquello me destrozó, pero tuve que hacerlo, es mejor
sufrir por eso que ver cómo a una persona que te ama no puedes
corresponderle de igual modo. No es lo mismo un amor que viene y
va, que lleva y trae, un amor recíproco, que uno cuyo camino es
unidireccional. Y sí, sé eso que siempre nos enseñan, a dar sin
recibir nada a cambio pero, en el amor, esa regla no es válida.
Donde no recibas el mismo amor que das, huye, no es tu lugar.
Escuchamos la llave en la puerta y, seguidamente, Héctor subió
la escalera y llamó a la puerta de madera de mi dormitorio. Me puse
nerviosa, ojalá se hubiera abierto un portal tridimensional a mi
espalda que me hubiera escupido en otro lugar en aquel momento.
—Jimena, ¿estás ahí?
Pensé en meter a Adrián en el armario como siempre suele pasar
en los chistes en los que se descubre una infidelidad en el
dormitorio matrimonial pero yo no estaba cometiendo ninguna
infidelidad, aun sintiéndome culpable completamente.
—Pasa, Héctor.
Estaba segura de que no se esperaba a Adrián sentado en el filo
de mi cama y yo, semidesnuda cubierta con mis impolutas sábanas
blancas, sobre esta.
—¿Interrumpo algo? —preguntó con la frente arrugada y con una
mueca en los labios dejando claro que aquella escena le parecía
violenta.
—No, pasa.
Sentía el corazón latiéndome con fuerza en la garganta, si
aquello era “el trío” al que Lorena se refería, era bastante
desagradable... Adrián tenía una sonrisa pícara y chulesca en su
rostro reflejada, no me cuadraba mucho con su personalidad, pero
supe que era porque quería joder a Héctor con su presencia en mi
dormitorio. Como si ambos estuviesen corriendo en una carrera
cuya meta era yo misma.
—Si quieres me retiro —dijo Adrián dirigiéndose a mí.
—No hace falta —le respondió Héctor antes de hacerlo yo—.
Jimena, en quince días me iré, he sacado un billete de avión.
—¿Por qué? —dije incrédula.
—Ya te lo dije, vine solo para unos días. Esta ciudad solo sería
una parada para mí, una parada que el destino eligió. Ahora toca
volar, literalmente.
—Pero… Héctor… ¿Cómo vas a irte ya?
—Necesito trabajar, un colega me ha dicho que en Suiza hay
trabajo para mí, tiene una empresa y me ha ofrecido un puesto fijo,
no he podido negarme… He invertido parte de mis ahorros en ese
billete de avión y sé que es lo mejor que he podido hacer.
A Adrián se le cambió la cara, se le borró por completo la sonrisa
dejando a la luz al verdadero Adrián y sepultando así a aquel chulito
prefabricado que Héctor encontró al entrar en mi dormitorio.
—Pero… —no me salían las palabras.
—¡Estoy deseando que llegue el día! —sentenció.
No le dije nada más, sentí una decepción un poco inexplicable,
no quería que se fuera.
Capítulo 23 Adrián

Me encantó que me encontrase en el dormitorio de Jimena. Quise


hacerle saber que yo también tenía hueco entre las sábanas de
Jimena pero, de forma absurda, me entristeció saber que, en unos
días, dejaría aquel dúplex con vistas al mar para irse lejos. Sin
ninguna duda, Héctor era un tío valiente, aparte de un chulo
estúpido con un interior completamente distinto a aquello que dejaba
a la luz.
Me jodió mucho darme cuenta, aunque no me lo confirmó, que
había estado enredado aquella mañana entre las sábanas aquellas
en las que yo quise también enredarme cuando subí. Iba a
lanzarme, juro que en varias ocasiones quise callar la boca de
Jimena estampando mis labios en los suyos pero, justo cuando fui a
dar el paso, Héctor apareció en aquel dormitorio dejando a Jimena,
tras su salida de este, un poco tocada.
—Tengo que irme a la clínica, Adrián.
Se había borrado aquella sonrisa de sus ojos porque Jimena,
aparte de sonreír con los labios, sonreía con los ojos, aquellos ojos
enormes negros que captaban toda la atención que quisieras prestar
a aquella cara de niña.
—¿Estás bien?
Se quedó callada, clavó sus ojos en los míos y asintió. Me
marché de su dormitorio confundido. Aquella noticia de Héctor
tendría que haber sido un notición para mí, perderlo de vista y tener
el camino libre para conquistar el corazón de Jimena. No entendía
por qué sentía aquello, quizá no me apetecía ver a Jimena así o
quizá es que me gustaban, hasta tal límite, los retos, que me
encantaba la idea de conquistar a Jimena con una competencia
como Héctor.
Cuando Jimena se marchó, volvimos a quedarnos a solas él y yo,
juntos pero no revueltos porque parecía que nos evitábamos para
no tener que compartir oxígeno en una misma estancia.
La puerta de la entrada estaba abierta, caminé hasta ella y
asomé la cabeza. Héctor estaba sentado en uno de los sillones de
aquella parte perfecta de aquel dúplex, miraba al horizonte, de
espaldas a mí sin percatarse de mi presencia, y fumándose un
cigarrillo que sacudía sobre la gran concha que había sobre la mesa
cuando necesitaba deshacerse de la ceniza.
Hubiera sido un buen momento para irme al lado contrario de la
casa, evitar acercarme a él después de la chulería que empleó en la
cocina cuando volví del trabajo, pero había algo que me obligaba a
permanecer cerca de él cuando intuía que no se encontraba bien.
—¿En qué piensas? —le dije entrando en la terraza y
sentándome en el sillón que estaba al lado del que él estaba
ocupando, mirando a aquel mismo azul que él miraba.
—¿Acaso te importa?
—Realmente no mucho, pero hay algo en ti que me despierta un
poco de lástima…
Giró la cabeza y me echó el humo en la cara arqueando una de
sus espesas cejas, dejando a la luz nuevamente aquella estúpida
chulería infantil.
—No pretendo dar lástima ninguna. Y menos a ti.
—A veces los lagartos actúan de forma más inteligente que los
caimanes —añadí.
—¿Y?
—Nada, era un apunte.
—¿Puedo saber qué mierda haces aquí?
—Ya te lo he dicho, te he visto aquí sentado y me ha dado
lástima.
—¿Eres bujarra? —me preguntó arqueando una ceja.
—No.
—Si lo fueras no tendría ningún tipo de problema, no soy de esos
hijos de puta que joden a otro por su condición sexual. Cada uno es
libre de amar a quien le dé la gana.
Sabía que Héctor era un buen tío, un amargado de la vida pero
alguien que como amigo sería un fiera.
—No esperaba menos de un tío moderno como lo eres tú pero,
aun así, siento decirte que no, no soy gay.
—¿Sientes decirme?
—Sí, tendrás que seguir viéndome como competencia…
Se carcajeó y le dio otra calada a su cigarrillo, expulsó el humo al
frente y me miró de nuevo con chulería.
—Mira, Adrián, si te viera a ti como competencia, también vería a
ese cactus de allí —señaló con el mentón.
Me hubiera carcajeado en su cara de la misma forma que él lo
hacía, pero no, yo no tenía aquel comportamiento infantil que tenía
Héctor prácticamente veinticuatro horas al día.
—Espero que en tu nuevo destino seas un poco más maduro de
lo que has sido en este. A veces hay que enterrar al niñato macarra
que vive en nosotros y dejar actuar al hombre.
Me puse en pie y me fui de allí dejándole pensativo. Ojalá hubiera
tenido un escáner de rayos X capaz de identificar lo que por dentro
nos atora o consume, me hubiera gustado saber qué rondaba en
aquella cabeza, qué podía llevar dentro que le hacía ser un ser
estúpido.
Me metí en mi dormitorio y no salí hasta que Jimena volvió de la
clínica.
Capítulo 24 Jimena

Pasamos la semana más extraña de lo que llevábamos de


convivencia. Hubo momentos en los que los hubiera sacado a los
dos de mi casa, les hubiera puesto las maletas en la puerta y les
hubiera deseado suerte para con sus vidas. Pero no, me gustaba
tenerlos a mi lado, a los dos.
La hora de la comida y la cena era un suplicio, malas caras,
tensión y ambos tenían en los ojos demasiada tristeza, eran
demasiado iguales, ¿cómo no se daban cuenta de eso? Ambos eran
dos testarudos, Héctor un infantiloide desenmascarado y Adrián un
infantiloide enmascarado porque, a mí no me engañaba, iba de
maduro por la vida pero era un crío con una mochila cargada de
piedras en busca de alguien que le aligerase peso.
Aquella mañana de sábado amaneció nublado, Héctor seguía con
su plan de marcharse y a mí me dolía pensar que dejaría de verlo.
Me puse un pantalón vaquero pitillo un poco desgastado, una
sudadera, un par de tallas más grande de la que usaba, negra con
capucha y unas zapatillas deportivas del mismo color. Desayuné un
café con leche y un cruasán relleno de mermelada de fresa. Tanto
Héctor como Adrián, estaban aún en la cama y, a pesar de gustarme
la idea de desayunar acompañada, agradecí hacerlo aquel día sola.
Sabía que aquel día sería complicado porque, cuando las nubes se
pintaban de color gris y en el calendario se marcaba aquel quince de
mayo, me era inevitable acordarme de aquello que mi madre se
llevó a la tumba tatuado a fuego como lo más doloroso que vivió, la
muerte de mi hermano que nació antes que yo unos años y que se
fue con apenas unos minutos de vida sin poder mi madre ni tan
siquiera despedirse de él… Ella no superó la pérdida de mi hermano
haciéndome partícipe de su tristeza desde que tenía uso de razón,
nunca fui al colegio el quince de mayo, no salíamos de casa e
incluso no me dejaba ver la televisión ni poner la radio cada vez que
llegaba aquel día al calendario.
Siempre me pregunté cómo hubiera sido mi vida con él, estaba
segura de que hubiera sido más feliz y estaba completamente
segura de que mi madre hubiera sido una mejor madre conmigo
que, sin comerlo ni beberlo, me crie en un hogar donde el alcohol
circulaba por las venas de mis dos progenitores como parte de su
sangre. Llegué a soñar muchas noches con él, me lo imaginaba
igual que yo pero con el pelo corto… Hubo un capítulo de mi vida
que, por mu- cho que yo intentase describir el dolor o lo que me
empujó a hacer aquello, me sería imposible. Aquella tarde, después
de ver a mis padres llorando por mi hermano, como era típico, entré
al baño y me rapé la cabeza, cogí una camiseta a la que le corté las
mangas y me puse uno de mis vaqueros anchos. Salí al salón de
aquella guisa creyendo que mis padres verían en mí aquel hijo que
perdieron, quise acabar con aquella tristeza, pensé que aquella
tristeza podía borrarla rapándome la cabeza y cambiando mi forma
de vestir… Solo conseguí darle un mayor disgusto a mi madre y
cientos de burlas en el colegio los siguientes días hasta que el pelo
volvió a crecerme. No tuve una infancia fácil, siempre pensando en
alguien que, sin conocerlo, formaba parte de mi vida, de mi historia y
de mí.
Me preguntaba qué personalidad tendría, qué le gustaría hacer,
cuál sería su color favorito o cuál sería aquella comida que no le
importaría estar comiendo durante toda la vida. Le hubiera hecho mil
preguntas, le hubiera dado millones de besos y abrazos pero no, el
destino decidió arrebatarle la vida y de paso, arrebatársela a mis
padres y a mí.
Mis padres se empeñaron en hacer de mí la niña que cualquier
padre quisiera tener; obediente, educada y estudiosa. Cuando
conocí a Rafa, decidí hacer todo lo que no pude hacer viviendo bajo
el techo de mis padres, quise disfrutar y vivir a tope, pero me cansé,
como siempre solía cansarme de todo tarde o temprano a pesar de
odiar sentir esa sensación de cansancio para con todo. Les hice
caso para que se sintieran orgullosos de su única hija, haciéndome
así empresaria, dueña de mi propia consulta de podología.
Cuando mi madre murió (rozando la cuarentena), mi padre rehízo
su vida, volvió a casarse y se marchó a Portugal dejándome
completamente sola, a excepción de la compañía de Rafa, que
siempre estuvo ahí, y de Lorena que jamás me dejó caer.
Conseguí salir del dúplex sin que ninguno de los dos me viera.
Me senté en la arena fría de la playa que veía desde mi balcón,
sentía la humedad traspasarme el pantalón, pero me era
completamente indiferente. Me puse la capucha y dejé salir todas
las lágrimas que la emoción, la rabia y la pena que, aquel día, había
estado marcando mi vida, me inundara la garganta.
Las olas iban y venían, no había nadie a mi alrededor, solos, el
mar y yo. Tenía la cara empapada y el aire me escocía haciéndome
sentir quemazón. Me apetecía gritar, deshacerme de aquella
mochila que no me pertenecía, necesitaba ver aquel día como
cualquier otro, mi hermano no volvería, de nada servía sumirme en
aquella tristeza absoluta todos los quince de mayo, no me merecía
aquella carga, aquel peso, merecía ser feliz, pensar en él y lograr
sonreír.
Me quité las zapatillas deportivas y los calcetines, dejándolos
hechos una pelota dentro, me remangué un poco los pantalones y
caminé hasta sentir el frío del agua en mis pies, puse los brazos en
cruz sintiendo la fuerza del aire en toda la parte frontal de mi cuerpo,
cogí aire y grité liberando aquello que me ahogaba.
Me destrozaba la garganta con cada segundo que seguía
alargando aquel grito pero, mi garganta, era lo de menos.
—¡JIMENA!
Volteé un poco la cara y le vi avanzar corriendo por la arena. Me
agarró de la cintura pegándome a él y sacándome del agua que, sin
haberme dado cuenta, llegó a cubrirme hasta la cintura. Me obligó,
agarrándome suavemente del mentón, a clavar mis ojos en aquellos
ojos negros. ¿Dónde quedaba la chulería de Héctor cuando la cosa
se ponía fea? Desaparecía porque el verdadero Héctor era aquel
que había ido a sacarme del agua.
—¿Qué pasa? —me miraba de forma desesperada distintos
puntos de la cara buscando respuestas—. Te he estado observando
desde mi balcón…
Me abracé a él, respiré su perfume y me acomodé en su pecho
escuchando los acelerados latidos de su corazón.
Me encaminó al lugar donde había estado sentada y donde dejé
mis zapatillas, me ayudó a sentarme y, tras sacarse una servilleta
usada del bolsillo trasero de su pantalón, se sentó a mí lado. Me
secó la cara con la servilleta y me sacudió la arena de mis
pantalones empapados sin obtener resultado.
—Hola… —dijo Adrián sentándose un poco cabizbajo al otro
lado.
Le apreté la rodilla y me echó el brazo por los hombros. Apoyé mi
cabeza en el suyo y me embriagué de su olor como minutos antes
había hecho con el de Héctor.
—No sabía que mi partida te iba a afectar hasta el punto de
lanzarte al mar —bromeó. Sonreí y agradecí que me arrancara
aquella leve sonrisa—. Bueno, ya en serio, ¿quieres hablar?
—Por lo que veo todos tenemos mochilas cargadas de piedras…
—dije con la cara empapada en lágrimas.
—Voy a proponer algo —dijo Adrián—, vamos a abrirnos en
canal, saquemos ya de una vez por todas la mierda que llevamos
dentro y dejémoslas en esta playa.
—Aunque no suelo compartir nada de lo que dices —continuó
Héctor—, creo que esta vez estás acertado.
—Gracias, Héctor. Empiezo yo —dijo Adrián, yo seguía echada
en su hombro y Héctor me abrazaba por la cintura, éramos tres
personas que el destino había unido en aquel pequeño trozo de
mundo para desnudar sus almas—. Supongo que pensaréis que un
tío que viste ropa de marca, lleva un reloj caro y conduce un coche
como el que conduzco, no tiene derecho a quejarse de nada, ¡si
tiene comodidades que el resto desea…! ¿De qué mierda va a
quejarse? ¡Qué coño sabrá él de piedras en el camino! Imaginad
estar en una familia en la que te adoran por encima de todo, que
eres de esos chicos afortunados de tener unos padres que serían
capaces de darte su propia vida si fuera necesario, imaginad que a
los veinte descubrís que no son vuestros padres… Me sentí tan mal
que, por unos días, puse incluso en duda los anteriores veinte años
repletos de amor que había estado viviendo. A partir de aquel
momento, enfadado con el mundo y enfadado con mis padres por
haberme estado ocultando durante tantísimos años mi gran verdad,
decidí emprender un camino que pensé que sería fácil, como buscar
por Wallapop un CD antiguo… Años de búsqueda para no obtener
absolutamente nada, ni un maldito hilo del que tirar, me obsesioné
con la búsqueda de mis padres, dejé a un lado amistades que
terminaron cansándose de mi monotema, dejé a un lado el deporte,
mi carrera, todo, lo dejé todo por encontrar unas raíces, alguien que
llevase mi misma sangre. Mis padres me brindaron toda su ayuda,
me dijeron que ellos me adoptaron de un centro, un orfanato, en el
que no le dieron mucha información, solo la fecha de nacimiento y el
lugar y, como podréis imaginar, era como buscar una aguja en un
pajar… —tanto Héctor como yo escuchábamos expectantes la
historia de Adrián.
—¿Y cuando decidiste dejar de buscar? —le preguntó Héctor.
—Una noche me metí en la cama, había estado encerrado en mi
habitación buscando información, buscando alguien que estuviera
buscando lo mismo que yo, aquel día no desayuné, no almorcé y
tampoco bajé a cenar, mi madre me iba acercando a mi habitación
la comida que se iba enfriando encima de mi escritorio y que más
tarde me retiraban de la vista exactamente igual a cómo la habían
traído. Me obsesioné hasta el punto de olvidarme del resto del
mundo, incluso de mí mismo. Aquella misma noche la oí llorar desde
mi cama, mi padre la consolaba sin encontrar las palabras que
consiguieran tranquilizarla, la oí decir demasiadas veces que tenía
miedo de perderme… Sentí que era un egoísta dejando de lado a
los que yo había considerado siempre mis verdaderos padres, junto
con muchas otras cosas, buscando a alguien que, posiblemente, ni
siquiera había movido un dedo por encontrarme.
Le dejé un beso en la mejilla y sonrió.
—¡Guapa! —me susurró.
—Lo mío también ha sido una mierda… —continuó Héctor.
Adrián y yo desviarnos nuestra mirada del azul del mar y el gris
del cielo para mirar a Héctor, había llegado el momento de
deshacerse de las piedras de su mochila y de aquella coraza que
protegía su interior.
—¡Tírale! —le animó Adrián.
—Mi infancia fue maravillosa, tenia unos padres que me
adoraban, en pasado por desgracia porque, como ya sabéis,
murieron los dos hace pocos años —tragó saliva y Adrián le apretó
el hombro dándole ese apoyo que Héctor necesitaba en aquel
momento—. Cuando cumplí los dieciséis años empecé a tontear con
las drogas, no sabéis lo mal que se lo hice pasar a mis padres… Ver
llorar a tu padre, un tío grandote, fuerte y serio, no es fácil. Vendí
cosas de casa para poder pagar las deudas que la droga me iba
dejando. Sentía que estaba matando en vida a mis padres, y sentía
que estaba terminando con mi futuro a medida que los días
pasaban. Todo iba cuesta abajo hasta que me topé con la banda.
Siempre pensé que tocar en la banda de rock era mi verdadero
sueño aunque, hoy por hoy, viéndolo desde fuera y con esa lejanía
que hace que veas las cosas de otra forma, no es que fuera mi
sueño sino que, ser miembro de aquella banda de rock, era mi única
tabla de salvación.
—¿Cómo dices? —le interrumpí sorprendida—. ¿Eras miembro
de una banda de rock?
—¿Te extraña? —me preguntó Adrián con una enorme sonrisa en
sus labios—. ¡Yo no esperaba menos de él! —se carcajeó.
—Toqué varios años en “Los enchufaos”, así se llamaba mi
banda, aunque, para ser sincero, aquello no ayudó para
desengancharme de aquella adicción a la marihuana que tenía y
que, sumado a la pérdida de mis padres, intuía que, de seguir con
aquel ritmo, mi final dramático estaba más cerca de lo que
pensaba… ¿Sabéis cuando dejé los porros y la mala vida? —ambos
negamos—. Cuando la tía con la que salía me puso los cuernos con
otro componente del grupo…
—¿Te fue infiel con tu compañero? —pregunté con la sorpresa
tatuada en mi rostro.
—Tal y cómo lo oyes… Otro en mi lugar hubiera caído empicado,
tenía la excusa perfecta para cubrirme de mierda, en cambio, yo me
quedé tan tocado con aquello que lo dejé absolutamente todo, me
dejé tanto, que me olvidé incluso de aquella dependencia.
—¡Tú lo que eres es un valiente! —le dijo Adrián.
—Me llevé mucho tiempo encerrado en un apartamento donde
Jimena se hubiera vuelto loca, pensando en mí, en lo que merecía y
en lo que necesitaba sacar por completo de mi vida. Una mañana
desplegué un mapa sobre la mesa del salón y coloqué mi dedo
sobre este haciéndolo girar a la vez que mis ojos permanecían
cerrados, a la de diez señalé este sitio, quizá fue una forma de
decidir infantil pero dejé que el destino me sorprendiera, no me ata
nada a ningún lado, soy una bolsa de plástico, de esas de las que
nos deshacemos con demasiada rapidez, movida por el viento.
Desde que mis padres murieron no he vuelto a encontrarme
arropado en ningún sitio…
—¿Eso piensas? —fruncí el ceño y torcí la boca.
Sonrió.
—Hasta que me permitiste formar parte de ese dúplex compartido
en el que creía, hasta hace apenas un par de horas, que tres son
multitud…
Nos abrazamos los tres en la arena de aquella playa, la misma
playa que hacía una hora me había visto llorar y gritarle, sumergida
en su agua salada, desesperada.
—¿Y tú, Jimena? —me preguntó Adrián.
—¿Yo? Pues…
Y les conté todo aquello que tú ya conociste hace algunas
hojas…
Capítulo 25 Jimena

Volvimos a nuestro pequeño mundo, aquel dúplex que nos había


citado a los tres en un punto concreto de nuestras vidas, pero con
una sensación de libertad que distaba mucho de los que fuimos
aquella mañana antes de salir por aquella puerta. Éramos los
mismos pero, al compartir la carga que llevábamos sobre nuestros
hombros, parecíamos flotar, sentía que el aire me entraba por
completo en el pecho y que el nudo, con el que aquella mañana
amanecí, había desaparecido.
—Jimena, según el cuadrante, te pertenece a ti la cocina, ¿con
qué nos vas a sorprender? —me vaciló Adrián al entrar los tres en la
cocina.
—Pizza.
—¿Pizza? —preguntó Héctor pensando que usaría su método
recurrente de la comida precocinada a domicilio.
—Sí, pizza. Pero no esas pizzas que vosotros hacéis, no una
pizza de esas que vienen plastificadas y con los ingredientes tan
mal repartidos que es una lotería que te toque un trozo de
Peperonni… Voy a hacer una pizza como la que jamás os habéis
comido. ¡Vais a flipar, muchachitos!
—¿Necesitas un par de manos para amasar? —me preguntó
Héctor.
—¿Sabes amasar? Pensé que no tenías ni idea de cocina… Des-
pués de ver las bandejas de tus comidas a domicilio tiradas en la
basura pensé que serías un completo inútil entre estas cuatro
paredes… —le dije desatándole una carcajada.
—¡Has descubierto mi secreto! Joder… pero si lo he hecho súper
creíble, además, siempre eliminé las pruebas del delito…
—¡Yo me lo había tragado! —le espetó Adrián.
—Yo no, conozco a la perfección la comida casera de María, la
dueña del negocio a la que andas encargando comida…
—Vale, lo confieso, os he mentido.
Le tiré un delantal que agarró al vuelo y se lo puso, no sin antes
quitarse el jersey negro de cuello en V que había estado llevando.
—¡Ahí llevas el tuyo! —le dije a Adrián lanzándole el suyo.
Se quitó la camiseta de manga larga blanca, que se le adaptaba
a su fuerte cuerpo como un guante, y se puso el delantal. Aquello
era una locura, estaban increíblemente sexys los dos y me parecía
un sueño, de esos húmedos que una tiene de vez en cuando, en los
que te lo montas con dos tíos jodidamente perfectos físicamente…
Esparcí la harina sobre la encimera y, con cada uno de mis
compañeros de suelo y techo a cada lado, puse la gran bola de
masa recién hecha sobre esta. Le di el rodillo a Héctor y el paquete
de harina a Adrián para que fuese echando pequeñas cantidades
cuando yo lo viese conveniente.
Los brazos fuertes de Héctor ejercían la fuerza justa para aplanar
y darle forma a aquella masa que iba pareciéndose cada vez más a
una pizza.
—Echa un poco, Adrián —le dije.
Hizo justamente lo que pedí, cruzando ante mí su brazo
musculoso hasta llegar al otro lado donde Héctor amasaba aquella
base.
Reconozco que estar en medio de los dos me hizo poner muy
nerviosa y despertó en mí una parte salvaje que siempre estuvo
dormida, no era consciente de que me mordía el labio inferior
mirando únicamente los brazos marcados de Héctor amasando y el
de Adrián que iba y venía a mi antojo para esparcir harina.
—¿Lo hago bien? —me preguntó desconectándome de todos
aquellos pensamientos sucios que se apelotonaban en mi cabeza.
—Sí —afirmé prácticamente jadeando.
Notaba cómo el cuerpo iba subiendo de temperatura a medida
que los segundos iban pasando estando entre los dos, a medida
que aquellas dos pieles se rozaban con la mía, estaba nerviosa pero
no me reconocía en aquella Jimena que estaba allí, entre dos tíos y
con deseos completamente extremos a los que hubo sentido en otro
momento.
Adrián metió su mano dentro de la harina y, seguidamente, me
tocó la cara poniéndomela blanca. El suelo estaba igual de
manchado que mi cara y, mi ropa, no era menos. De nuevo no
reconocí a aquella Jimena que poco le importó aquel desorden y
suciedad sepultando a aquella maniática que vivía en mí.
Me ruboricé cuando Héctor intentó limpiar con el reverso de su
mano aquel polvo blanco de mi cara mordiéndose el labio. Me
agarró de la nuca y me pegó a su boca, empezó a besarme de
forma desesperada, gemíamos solo con aquel enredo de ambas
lenguas. Si aquella situación me había estado poniendo nerviosa,
imagínate cuando las manos de Adrián se apoyaron en mi cintura y
ejerció aquella presión perfecta para terminar de volverme loca al
poner su boca sobre mi cuello por la parte de atrás. Me erizó el vello
de todo el cuerpo. ¿Estaba viviendo aquello realmente? Afirmativo.
Las manos de Adrián levantaron mi sudadera para sacármela por
la cabeza, Héctor separó su boca de la mía para facilitarle el trabajo,
como si de una perfecta máquina se tratase, como si de alguna
extraña razón estuvieran sincronizados. Aquello que estaba viviendo
era una locura pero, ¡bendita locura que me permitía sentir todo
aquello que estaba sintiendo!
Mi sudadera quedó tirada en algún punto de la cocina, poco
importaba aquel dato. Héctor volvió a fundir su boca con la mía y
Adrián volvió a lamer mi cuello y el lóbulo de mi oreja erizándome
todo el cuerpo nuevamente. Héctor desabrochó mi sujetador y
Adrián lo deslizó por mis brazos volviendo a tirar aquella prenda a
su suerte como hizo con la sudadera. Estaba semidesnuda entre
dos tíos como pensé que jamás sería capaz, y me encantaba
aquella sensación de sentirme tan deseada… Adrián me agarró del
cuello y me apartó de la boca de Héctor, me giró sobre mi propio eje
y me dejó frente a frente a él, me miró a la vez que se humedeció el
labio inferior aumentando aquella puta locura que había acabado
con la mujer que había estado siendo hasta el momento.
Enredamos nuestras lenguas, su boca sabía diferente, su forma de
besar era diferente y su forma de acariciarme el cuerpo, a la vez que
nuestras salivas se mezclaban, también era diferente. Sentía tanto
placer únicamente con aquellas cuatro manos acariciándome el
torso, que no quería que aquello terminase nunca. Héctor estaba
pegado completamente a mi espalda con las manos sobre mi
vientre, besándome y lamiéndome la parte posterior de mi cuello y
de los hombros. Notaba la dureza de su polla en la parte baja de mi
espalda, a pesar de estar atrapada en aquel pantalón, podía sentir
su calor a través de él. Sus manos fueron bajando hasta llegar al
botón de mi pantalón desabotonándolo con delicadeza y
haciéndome soltar un gemido, sentía bombearme la sangre en el
clítoris y sentía cómo mis pechos, totalmente duros, se clavaban en
el abdomen de Adrián haciéndole conocedor así de lo mucho que
aquello estaba haciéndome sentir. Bajó demasiado despacio la
cremallera, intentando rozar a Adrián lo menos posible, y me giró de
nuevo para tenerme frente a él.
—Héctor… —conseguí soltar de mi garganta.
Me lamió los labios y la barbilla, bajando lentamente hasta mis
pechos. Adrián fue bajando lentamente mi pantalón y le ayudé,
levantando uno a uno mis pies del suelo para que pudiera
deshacerme de ellos. Héctor pellizcó el filo de mi tanga por delante y
Adrián por detrás y, entre los dos, me dejaron completamente
desnuda.
Ambos bufaron, al unísono, cuando al fin me tuvieron frente a
ellos cubierta únicamente con mi piel, aquella piel que nunca antes
me atreví a dejar expuesta a ningún chico, aquella misma piel que
no paraba de erizarse cuando alguna de las partes de aquellos
hombres la rozaban. Levanté a Héctor de mis pechos y lo separé un
poco de mí para ser yo la que, en aquel momento, le deshiciera el
nudo del delantal quitándoselo seguidamente y dejándolo tirado sin
importarme nada más. Le lamí el pectoral a la vez que mis manos
desabotonaron aquel pantalón. Adrián se apartó observando la
escena y recreándose en ella para intuir lo que, un poco más tarde,
viviría él. Nos deshicimos de su pantalón y, antes de dejarle
completamente desnudo, me giré e hice lo mismo con Adrián.
Los dejé uno al lado del otro, apoyados en el filo de la encimera,
y me puse frente a ellos metiendo cada una de mis piernas entre las
de ellos, dejando sus muslos juntos rozándome la parte más
sensible de mi coño. Puse cada una de mis manos en sus nucas y
fui alternando los besos entre aquellas dos bocas sin importarme
nada más que buscar mi placer, sentir cuanto más mejor y liberarme
de todas mis inseguridades entre aquellos dos cuerpos, entre
aquellas cuatro manos. Seguí friccionando mi clítoris con los dos
muslos de ellos haciéndolos gemir con aquel simple movimiento.
Intuía un orgasmo precipitado y, a pesar de no ser lo que quería, no
me veía capaz de interrumpir aquel placer que salía a borbotones
por cada poro de mi piel.
A través de la ventana de la cocina veía cómo la lluvia mojaba
aquella parte perfecta de mi hogar y me sentí en el lugar perfecto,
con el ambiente ideal y junto a las personas necesarias. Héctor me
levantó agarrándome del culo con fuerza, sentía sus dedos clavados
en mi carne, le rodeé con mis piernas su cintura y me dejó sobre la
encimera. Se bajó el bóxer blanco que llevaba puesto liberando su
voluminosa polla.
—Tengo condones en mi mesita de noche —dijo Adrián. —No
hace falta, tomo la píldora.
No me reconocí nuevamente en aquello, ¿dónde quedó aquella
chica temerosa y prudente? Se había esfumado dejando a los
mandos de mi cuerpo a una loca poseída por la pasión que sus dos
compañeros de suelo y techo les despertaba.
Héctor me penetró con fuerza haciéndome gritar por ese dolor
que después se transformó en placer. Adrián me agarró del cuello y
me acercó a su boca haciéndome acallar con su lengua, besándome
desesperado mientras Héctor me follaba a la vez que vibraba
lamiéndome el cuello. Sabía que su orgasmo estaba cerca y,
cuando mi mano le arañó la espalda desesperada, se derramó
dentro de mí. Le temblaban las rodillas haciéndosele complicado
mantenerse en pie. Me solté de la boca de Adrián y besé a Héctor
agarrándole fuerte de la nuca impidiéndole así poder separarse de
mi boca. Salió de mí y Adrián ocupó su lugar, temblaba, podía
notarlo, sus manos rodearon mis caderas pegándome a él y me
penetró con fuerza, sentía el calor del semen de Héctor saliendo de
mí con los movimientos de Adrián que me follaba tranquilo a pesar
de vibrar desesperado. Gemíamos los tres a una, cada uno tenía
una sensación, seguramente distinta, pero con la misma fuerza que
nos hacía vibrar y erizarnos la piel.
Me fue inevitable correrme, ya no podía seguir alargándolo más y
me corrí cuando Adrián lo hizo dentro de mí. Nos quedamos allí,
parados aunque temblando, digiriendo lo que acabábamos de hacer.
Capítulo 26 Héctor

No podría explicar lo que sentí aquel día en aquel segundo


encuentro, reconozco que no me reconocí en aquel tío capaz de
compartir a la chica que tanto le gustaba con aquel otro tío que
había estado odiando horas antes.
Aquellas confesiones en la playa dieron pie a convertirnos en la
piña que empezamos a formar desde aquel abrazo a tres bandas
que nos dimos en la arena pero, conociéndome, sabía que aquello
que había pasado, lejos de dejarme un sabor dulce de boca,
empezaría a desatarme dudas y miedos mil.
No sabíamos qué hacer ni cómo actuar cuando, en la cocina,
terminó aquel encuentro y le dimos fin a aquel abrazo que nos
mantuvo unidos a los tres durante unos minutos.
Había sido una locura…
—¿Necesitas ayuda para bajarte? —le preguntó Adrián
rompiendo aquel silencio entre los tres.
Ella asintió y la ayudó a bajar, al dejarla en el suelo la agarró de
la nuca y volvió a besarla y fue en ese momento en el que fui
consciente de cómo las tripas se me retorcían con la misma escena
que minutos antes me había puesto la polla dura.
—Voy a darme una ducha —interrumpí.
Quizá no fue un súper plan desaparecer de la escena puesto que,
con aquella decisión, pude haberles ofrecido una oportunidad de oro
para, una vez solos, seguir con aquello.
—Yo también, lo necesito —dijo Jimena dándome así la
tranquilidad que necesitaba. Nos guiñó el ojo y se fue.
Sonreí falsamente a Adrián mientras seguía tapándome la polla
con la mano, repitiendo el mismo gesto que tenía él. Caminé un
poco pudoroso hasta el baño y me metí a darme una ducha. Cuando
salí entró Adrián y cerró la puerta. Tenía la escalera que conducía a
la planta de arriba en el punto de mira y el baño que estaba usando
Jimena me llamaba. Subí desesperado, sin importarme nada que no
fuera aquella chica que me devolvía la vida. Entré en su dormitorio,
cerré la puerta y, seguidamente, hice lo mismo con la del baño. La
veía a través de la mampara opaca, pensativa bajo el chorro de
agua. Abrí la puerta de aquella mampara y, para mi sorpresa, no se
sobresaltó.
—Sabía que vendrías… —me dijo portando aquella sonrisa que
empezaba a ser un sueño en el que no me hubiera importado
permanecer siempre dormido.
Me agarró de la nuca y me metió dentro con ella, poco me
importó meterme con los calzoncillos, poco me importó que hacía
minutos aquella boca la hubiera besado otro y poco me importó,
aunque escocía en el pecho aquella sensación, haberla visto
follando con Adrián.
—Me vuelves loco, Jimena. Yo no llegué aquí para esto… —
Culpa al destino —me guiñó el ojo.
—Nosotros somos destino. No me cabe duda.
La subí a mi cintura y la apoyé contra la pared, volvimos a
besarnos pero, aunque la pasión era irrefrenable y seguía latente en
aquel beso, empecé a degustar otro tipo de sensación dentro de
aquella boca que me hacía sentir especial entre los dos hombres
que formábamos aquel trío aunque, quizá, de forma equivocada.
Follamos debajo de aquel chorro de agua a la vez que la lluvia se
hacía presente repicando con fuerza en los cristales de la ventana
de aquel cuarto de baño. Sí, estaba seguro de que aquel lugar era
ese lugar que, de buenas a primeras, un día aparece en nuestra
vida convirtiéndose en el mismísimo paraíso sin necesidad de tener
aguas cristalinas o arenas claras, palmeras verdes o nubes blancas
prefectas sobre un cielo rozando el color turquesa. El paraíso podía
estar al lado de un váter, lleno de vapor de agua y con toallas mal
colocadas sobre un lavabo esperando a ser usadas.
—No quiero que te vayas… —me dijo cuando, aún jadeando y
temblado, acabamos.
—Tendremos que salir en algún momento de esta ducha, ¿no? —
bromeé siendo conocedor de por dónde iban los tiros.
—No, no quiero que te vayas de este dúplex a esa ciudad que te
está poniendo todo en bandeja de plata… Reconozco que soy una
egoísta pero…
—Tengo que irme, necesito trabajar…
¿Trabajar? Nadie me había ofrecido ningún trabajo, ni tenía
ningún amigo en Suiza (ni en ningún otro lugar, para qué mentir)
esperando ansioso mi llegada para ponerme a los mandos de aquel
puesto fijo. Lo único que quería era irme de allí porque sabía lo que
estaba a punto de pasarme y me daba auténtico terror imaginarme
de nuevo llorando y necesitando otro par de años en un
apartamento, con vistas a un callejón oscuro, y comiéndome la
mierda, para salir del agujero en el que yo solito decidí meterme. No
estaba acostumbrado a sentir el calor de otra persona y tenía la
impresión de que, si Jimena me daba todo aquello que yo anhelaba,
terminaría muy, pero que muy enamorado de ella y no, no estaba allí
para aquello.
—Entiendo…
—Pero aún quedan casi ocho días, ¿vas a ponerte triste con
ocho días de antelación?
—No…
—Pues eso.
—No son ocho días de antelación, serían quince porque, desde
que me anunciaste aquel nuevo destino, tengo algo aquí dentro —
se puso la mano en el corazón— que no me deja estar feliz del
todo…
¿Había alguien en el mundo que se entristecía por mi partida?
Me parecía un sueño aún mayor que tener a Jimena desnuda entre
mis brazos.
Después de almorzar aquella pizza cuya preparación nos llevo a
un encuentro sexual a tres bandas y que me dejó más tocado de lo
que en un principio creí, me subí a mi habitación y me encerré en
ella. Me senté en el suelo, a lo lejos, como si estuviera a kilómetros
de mí a pesar de estar entre las mismas cuatro paredes entre las
que yo me encontraba, vi, dentro de su funda, a mi viejo amigo.
Desde que llegué a aquel dúplex aún no lo había sacado de su
funda, ni había sucumbido al placer que me producía oír aquellos
sonidos que mis dedos conseguían sacarle. Desde que terminé todo
el vínculo con la banda, había permanecido encerrado en aquella
funda negra maltratada de los miles de kilómetros que llevaba entre
sus fibras, nunca me vi con fuerzas para volver a oírlo, posiblemente
aquel sonido me removía sentimientos para nada buenos, pero,
aquella tarde, caminé hasta mi bajo y lo saqué de aquella funda que
lo había mantenido protegido, ojalá yo hubiera tenido una funda
igual todo aquel tiempo atrás, protegiéndome de todo aquello que
estaba dispuesto a sumarle dolor a mi vida. Temeroso por si me
removía tristezas, dejé salir unos acordes. Después de tanto tiempo
sin haber sido usado, volví a deslizar mis dedos sobre sus cuerdas,
nunca debió quedarse apartado de mí porque, para mí, la música
siempre fue luz y quizá fue por eso por lo que estuve demasiado
tiempo sumido en aquella oscuridad. No debí haberlo dejado tanto
tiempo guardado sabiendo, en el fondo, lo mucho que me aportaba.
Cuando estaba sumido en una melodía y susurrando la letra para
no molestar a Adrián y a Jimena, unos nudillos golpearon la puerta.
—Pasa.
Me puse nervioso imaginando que sería Jimena que, hechizada
con mi música, había subido hasta mi habitación para deleitarse con
aquel concierto que estaba dando en exclusiva. Pero no, no fue
Jimena la que llamó.
—¿Puedo entrar? —me preguntó Adrián.
—Claro, pasa.
Dejé el bajo sobre la cama. Adrián entró cabizbajo, tenía tristeza
en los ojos y supuse que buscaba en mí un colega en el que
derramar aquello que le ahogaba.
—Cómo mola esto, ¿no? —tocó con delicadeza las cuerdas. —La
verdad es que sí.
—Esto… Héctor… Quería hablar contigo sobre lo que pasó
esta mañana…
—Dime.
—Creo que estoy pillándome más de la cuenta de Jimena —
sentí un pinchazo fuerte en el pecho.
—¿Pillándote más de la cuenta?
—Creo que pillarte de ella es demasiado fácil…
—¿Y por qué tengo que ser yo conocedor de esto, Adrián? —
Necesito que te apartes de ella, tú vas a irte a otra ciudad
en unas semanas. De nada valdría que siguieras jugando a esto
cuando tu intención es marcharte…
—Me pides que me aleje de una mujer como Jimena así como
así… ¿Crees que yo no siento ese pinchazo en el pecho cuando la
tengo cerca?
—Pero te vas a ir… ¿Para qué quieres enamorarla si luego te vas
a alejar de su lado? No creo que merezca un desengaño, tú sabes
cuánto puede llegar a doler que te dejen estando completamente
enamorado, ¿es eso lo que quieres para ella?
—¿Quieres que te confiese algo?
Pensé en seguir guardándomelo para mí pero no, seguí
confesándome con aquel tío al que, por mucho que lo intentaba, no
terminaba de empatizar con él del todo.
—Claro.
—En Suiza no me espera absolutamente nadie —abrió los ojos
como platos, sorprendido con aquella confesión.
—Entonces…
—Entonces he decidido alejarme de Jimena porque yo,
compañero, al igual que tú, también empiezo a sentir, quizá más de
lo que creo. Me hierve la sangre cuando te veo cerca de ella… Yo
no quiero enamorarla e irme, yo quiero irme para no enamorarme,
que no es lo mismo…
Nos quedamos callados, mirando por el gran balcón aquellas
vistas, pensando en qué podríamos hacer para que ninguno de los
tres saliese perjudicado con aquel huracán que se intuía, como
mínimo, complicado.
—Yo lo siento, Héctor, pero no voy a alejarme de ella, quiero
enamorarla día a día, aunque con tu juego sucio me sea
complicado…
—¿Juego sucio? —fruncí el entrecejo.
—¿Acaso crees que no sé que, cuando me metí a darme la
ducha, te subiste a su dormitorio? Se escuchaban los gemidos
desde mi dormitorio…
Me quedé callado, no supe qué decirle.
Se puso en pie y se encaminó a la puerta, salió de mi dormitorio
más cabizbajo de lo que había entrado y yo, creo que por primera
vez, me puse en su piel y sentí que, de ser al contrario, yo hubiera
entrado al cuarto de baño dando una patada si hubiera sido
necesario, no era la primera vez que lo hacía…
Capítulo 27 Jimena

Me senté en uno de los sillones de mimbre, con las piernas


cruzadas sobre este, bajo el pequeño techado que cubría una cuarta
parte de aquella terraza delantera. Tenía la mirada clavada en el
horizonte azul y escuchando la lluvia caer a pocos metros de mí sin
que consiguiera, ni tan siquiera, humedecerme. Me encantaba el
olor a tierra mojada que respiraba en aquel momento, el sonido de
la lluvia se camuflaba con el de las olas llegando con fuerza a la
orilla y me sentí en paz por vez primera un quince de mayo...
Le oía tocar en su dormitorio, apartado de Adrián y de mí, supuse
que con la mente en todo lo que habíamos vivido aquel intenso
quince de mayo. Un quince de mayo que terminó de forma muy
diferente a cómo empezó y, ni que decir tengo, lo diferente que era
en comparación con el resto de quinces de mayo que había vivido a
lo largo de toda mi vida.
—Vaya sábado más raro… —dijo Adrián mientras se encaminaba
hasta el sillón que estaba justamente a mi lado. Se sentó y me puso
la mano en la rodilla.
—Ni que lo digas…
Se quedó unos minutos callado, la lluvia parecía caer con más
intensidad incluso haciéndose la reina de nuestro silencio. Tenía la
impresión de que quería contarme algo pero que no terminaba de
convencerse a sí mismo de si debía contármelo o no.
—¿Cómo te afecta la partida de Héctor? —preguntó al fin aunque
evitando en todo momento mis ojos negros que necesitaban
encontrarse con el azul de los suyos.
Respiré hondo…
—No quiero que se vaya. Sé que llevo muy poco tiempo
compartiendo mi vida y mi hogar con vosotros pero habéis cambiado
tanto mi forma de ver las cosas que no me imagino entrando por esa
puerta y no veros…
Sonrió.
—Está decidido a irse…
—Pensando egoístamente, ojalá no le hubieran ofrecido jamás
ese puesto que será el culpable de que Héctor se marche.
Se quedó pensativo.
—Trabajo es trabajo… Aquí no le ata nada ni nadie.
Un pellizquito de desilusión se alojó en mi pecho, estaba segura
de que, a pesar de no haberlo tenido en mis planes, empezaba a
sentir cosas por aquellos dos chicos, tenía la egoísta necesidad de
saber que me necesitaban en sus vidas y que no querían alejarse
de mi lado ninguno de los dos a pesar de ser una absoluta
conocedora de que, de seguir con aquella historia a tres, todo
terminaría yéndose a la mierda de un momento a otro. Quizá, aquel
nuevo giro que el destino planificó para Héctor, de algún modo,
terminaría beneficiándome a mí.
—Ojalá encontrase aquí un trabajo que no pudiera rechazar y
decidiera quedarse… Me haría tan feliz, Adrián…
Me miró y sonrió levemente aunque, siendo sincera, aquella
sonrisa tenía algunas sombras.
—Voy a meterme dentro de casa, tengo que repasar algunos
correos que me han llegado, no me dejan ni los fines de semana.
—¿Ves? Yo, al ser mi propia jefa, no tengo nadie que me llame
para darme órdenes.
Le saqué la lengua a la vez que le guiñaba el ojo.
Justo cuando Adrián se metió dentro de casa, mi teléfono móvil
empezó a sonar, el nombre de Lorena y una foto nuestra sacando la
lengua, se reflejó en la pantalla. Descolgué.
—Hello —respondí.
Al otro lado no me respondió nadie, solo oía un ruido como si, el
altavoz, estuviese rozando con algo.
—¿Lorena?
Pensé que habría realizado la llamada por equivocación, que su
móvil estaría dentro de su bolso y que estaría rozando el altavoz con
todo el interior. Esperé unos segundos más y, justo cuando iba a
darle fin a la llamada, la oí hablar bajito al otro lado.
—Jimena… —susurró.
Reconozco que empecé a preocuparme, Lorena no
acostumbraba a hacerme ese estilo de llamadas.
—¿Qué pasa?
—Estoy encerrada en el baño, no quiero que Guille se entere…
Guille era su esposo, el hombre con el que compartía vida desde
hacía casi doce años.
—¡Estás embarazada! —grité. Se quedó callada y rompió a llorar
—. ¿Qué pasa?
—Creo que Guille me pone los cuernos…
En aquel momento fui yo la que se quedó bloqueada. Guille
adoraba a Lorena, a todos le contaba maravillas de ella, eran la
pareja perfecta a ojos de todos, Lorena tenía que estar
equivocada…
—¿Por qué dices eso?
—Le ha entrado una llamada y lo ha silenciado, lo ha dejado
encima de la mesa con la pantalla para abajo y se ha puesto muy
nervioso cuando le he preguntado quién era…
—A lo mejor ha actuado así sin pensarlo… Como esas veces que
estás hasta los cojones de que esos números raros te llamen y
cuelgas, yo no pienso en si estoy poniendo el teléfono con la
pantalla para arriba o para abajo…
—Jimena, le conozco perfectamente… Hay algo que se sale de lo
normal.
—¿Quieres que abramos el equipo de investigación como aquella
vez que tu hermana nos pidió ayuda para desenmascarar a su novio
el infiel?
—Me da pánico, Jimena.
—¿Quieres que nos veamos?
—Por favor…
Entré en casa, me puse un pantalón pitillo y una sudadera blanca
y salí llevándome únicamente la cartera, el teléfono móvil y las
llaves de casa dentro de una mochila negra.
—¡Salgo con una amiga! —le grité a Adrián que estaba viendo
una serie de televisión acomodado en el sofá—. No sé a qué hora
volveré.
La lluvia caía con fuerza haciéndome un poco complicada la
visibilidad de la carretera. Cuando llegué a la casa de Lorena, pité
para que saliera.
—¡Vaya cómo llueve! —me dijo al entrar en el coche.
Nos dimos un par de besos. Nosotras no solíamos darnos
muchos besos, solo nos demostrábamos cariño cuando la cosa se
nos ponía fea a alguna de las dos o cuando llegaba alguna fecha
destacada (como bien podía ser un cumpleaños o fin de año…).
—¿Cómo estás? —le pregunté sin quitarle ojo a la carretera.
—Mal, Jimena… ¿Alguna vez has tenido la corazonada de que lo
que sospechas es real aun pareciéndote que es imposible?
—Alguna vez…
—Pues eso.
Lorena era una tía dicharachera, siempre tenía una enorme
sonrisa dibujada en la cara y era el perejil de todas las salsas aun
pasando casi siempre desapercibida. Junto a ella parecía ardua
tarea estar triste. En caso de verte cabizbaja era experta en
cosquillas y, cuando llorar era inevitable, se convertía en pañuelo
secalágrimas y, sin necesidad de hacerte preguntas, te ibas
desahogando y el llanto se iba disipando casi por arte de magia. En
aquel momento, mi amiga, nada tenía que ver con aquella chica de
mirada perdida y triste que ocupaba el asiento del copiloto de mi
coche y me maldije por no ser una experta en cosquillas para volver
a traerme de vuelta a mi mejor amiga.
Pedimos un par de cafés en una cafetería cercana en la que
podías pedir lo que quisieras a través de una ventanilla, desde tu
propio coche, y aparcar un poco más adelante para tomártelo
tranquilamente en la intimidad de este.
—¿Crees que es una locura seguirle? —abrí los ojos incrédula.
A ver, no es que me sorprendiese el hecho en sí, realmente ya
habíamos hecho aquello cuando su hermana nos pidió ayuda para
desenmascarar a aquel tipejo con el que compartía vida, pero es
que no me imaginaba yendo tras la pista de Guille y mucho menos
encontrando algo que pudiera hacerle daño a Lorena y nos hiciera
descubrir un Guille al que nos costase relacionar con aquel que
llevábamos años tratando…
—¿Seguirle?
—Si sigo imaginándome cosas voy a volverme loca, necesito
conocer la verdad, aunque me destroce y me haga trizas el corazón.
—Si es lo que quieres, aquí estoy, ya lo sabes.
Manteníamos la mirada al frente, veíamos las gotas deslizarse
por el cristal peleando por ser las primeras en estrellarse contra los
limpiaparabrisas. Si yo tenía miedo de descubrir algo de Guille que
jamás hubiera imaginado, ¿cómo no estaría Lorena? Ella que
siempre creyó en el amor eterno, en el destino, en la felicidad
absoluta de pareja, estaría debatiéndose en su interior entre lo
posible y lo imposible, entre las verdades y las mentiras, entre lo
que su mente imaginaba y lo que su corazón parecía sentir.
—¿Y tú? ¿vas a contarme eso que te quema en la garganta? —
me preguntó.
Sonreí, me alegraba saber que una persona me conocía hasta el
punto de poder leerme los ojos, sin necesidad de abrir la boca,
significaba que entre esa persona y yo había un lazo tan grande que
sería imposible poder romperlo con facilidad.
—Vas a juzgarme —puso los ojos en blanco—. Es tan fuerte…
—Jimena, ¡qué jamás juzgaré una decisión tomada por ti sobre tu
vida! ¿Quién mierda soy yo para hacerlo? Y, por otro lado, ¿qué
mierda de amiga sería?
Sonreí, tenía suerte de tener una amiga como Lorena.
—He follado con Héctor y Adrián. A la vez —añadí.
Fui directa, ¿para qué darle vueltas a algo cuyo fin es llegar al
mismo punto al que yo había llegado siendo directa?
Abrió la boca en forma de O enorme.
—¿No vas a decirme nada?
—Joder, Jimena… ¿Con las luces encendidas? —me carcajeé y
asentí—. ¿Dónde está mi amiga? ¿qué has hecho con ella?
—Tu amiga sigue aquí —le saqué la lengua—, solo que ahora se
niega a seguir encerrada dentro de unas inseguridades absurdas…
Hay un par de tipos que, con esas inseguridades, me han hecho un
par de tangas que me sobran cuando los tengo cerca.
—¡Joder! Pues déjame decirte algo, esta nueva Jimena me gusta
más que la anterior, y eso que siempre pensé que la anterior era
jodidamente perfecta…
Me abracé a ella, respirando aquel olor tan característico que
tenía a jazmín amaderado.
Capítulo 28 Héctor

Jimena tenía solo un defecto, si es que a eso se le podía llamar


así, en su cara se reflejaba absolutamente todo lo que le
preocupaba, le era imposible ocultarlo.
Llegó empapada, como si no hubiera podido aparcar cerca y
hubiera estado caminando bajo la lluvia sin prisa. Tenía tristeza y
preocupación en la mirada y no me gustó verla así. Dejó los zapatos
sobre la alfombra de la entrada para no mojar el suelo y caminó
cabizbaja hasta la cocina.
—¿Todo bien? —le pregunté mientras se servía un vaso de agua
directamente del grifo.
Asintió pero, como he dicho antes, su mirada era incapaz de
disimular aquello que callaba su boca. Fregó el vaso bajo mi atenta
mirada y lo dejó bocabajo en el escurridor del fregadero.
—En el frigorífico hay comida, comed vosotros, a mí no me
apetece cenar esta noche. Díselo a Adrián, ¿vale? —asentí con
tristeza de saber que Jimena no compartiría mesa con nosotros
aquella noche.
Salió de la cocina y, cuando había subido un par de escalones de
la escalera para dirigirse a su dormitorio, le silbé haciendo así que
aquellos ojos negros, que estaban a punto de derramarse, se
clavasen en los míos.
—Sé que no estás bien, no me preguntes cómo lo he sabido,
tengo un don creo —bromeé y sonrió levemente—. Quiero que
sepas que si necesitas hablar, un abrazo, lo que sea que necesites,
no dudes en buscarme. No estaré lejos —le guiñé el ojo.
—Gracias, Héctor.
Siguió su camino escaleras arriba y me quedé allí, apoyado en el
marco de la puerta de la cocina con un sabor amargo de boca y mil
preguntas en la garganta para intentar averiguar qué podía estar
pasándole. Se encerró en su dormitorio, pude oír cerrarse la puerta
de este sin cuidado.
—¿Jimena no ha llegado? —me preguntó Adrián mientras yo
calentaba en el microondas los canelones que Jimena había
preparado hacía un par de días.
—Me dejó dicho que te dijera que hoy no cenaría. —¿Está
enferma?
—No… Creo que está demasiado triste como para poder tra-
gar.
Adrián no hizo ninguna pregunta más pero, al igual que yo, se
quedó preocupado por aquella chica que era la que le daba magia a
aquel dúplex con vistas al mar.
Sabía que aquel día no era un día fácil para ella, el quince de
mayo era un día de esos que se pintaban de color negro en el
calendario de Jimena. Por desgracia, todos tenemos, en nuestros
propios calendarios, días de esos, días que ojalá pudiéramos
emborronarlos con Tipex y eliminarlos por completo de aquellas
hojas que íbamos sumando a nuestras vidas. Creí que, con nuestras
confesiones en la playa, el encuentro a tres y aquel encuentro
nuestro en su ducha donde sentí, por primera vez, que juntos
éramos capaces de hacer magia con nuestra piel y lo que habitaba
bajo esta, el dolor se habría disipado pero no, aquellos ojos
brillantes que amenazaban tormenta, estaban tristes, tanto o más
que lo estuvieron durante la mañana.
Nos sentamos a comer los dos en la cocina, en silencio, solo
oíamos de fondo aquella televisión a la que ninguno prestábamos
atención pero que nos ayudaba a estar un poco menos incómodos
de lo que ya lo estábamos cuando nos quedamos solos. De vez en
cuando levantaba la mirada de mi plato de canelones recalentados y
la clavaba disimuladamente en Adrián. Le costaba trabajo tragar,
como si algo le presionase la garganta.
—¿Y a ti qué coño te pasa? —le pregunté chulesco. Así era yo
cuando quería intentar ayudar a alguien. Sonrió de lado negando
con la cabeza.
—Cosas…
—Vaya… ya me queda todo más claro… —sonrió aunque solo
con la boca no haciéndome creer por completo aquella curva. —¿Tú
qué serías capaz de hacer por la tía que te gusta? —me preguntó
serio, mirándome fijamente a los ojos.
Los ojos de Adrián era muy parecidos a los de mi padre,
aquel azul intenso y algunas de sus expresiones. Dicen que todos
tenemos un doble en algún lado, a lo mejor Adrián era el de mi
padre… —¿Yo? No sé, dependiendo del grado de intensidad en el
que me guste sería capaz de hacer una u otra cosa…
—¿Serías capaz de enterrar tu ego por hacerla feliz? —
Hablamos de Jimena, ¿verdad? —sonrió de lado respondiéndome,
sin necesidad de hablar, a mi pregunta—. Por ella creo que sería
capaz de todo…
—¿Incluso de dejar de lado lo que te conviene si su felicidad
depende de algo que, quizá, esté en tus manos?
—Podría ser… Tendría que verme en la tesitura pero, ¿todo esto
a qué viene? ¿Acaso tienes en tus manos la felicidad de Jimena?
¿Tú sabes qué es eso que hoy no le ha permitido, ni tan siquiera,
cenar?
—No tengo en mis manos su felicidad absoluta pero creo que sí
una parte importante de ella…
—¿Me estoy perdiendo algo? —arrugué la frente sin entender
nada de aquello que en la cabeza de Adrián no paraba de dar
vueltas. —Olvídalo…
Volvió a dirigir la mirada a su plato y, pinchando con desgana,
siguió comiendo. ¿Qué cojones se traía entre manos?
Me hubiera metido en su dormitorio, me hubiera abrazado a ella y
le hubiera demostrado que con “Héctor el insensible” podía contar
para todo, que había empezado a desarrollar un don para empatizar
con los demás y que, aunque aún estaba puliéndolo como si fuera el
diamante más preciado que pudiera tener, estaba avanzando mucho
más rápido de lo que pensé que avanzaría. Con todas aquellas
ganas de agarrarla y sacarla de aquella tristeza que le ahogaba la
garganta, me metí en mi dormitorio, no cerré la puerta por primera
vez desde que vivía allí por si, en mitad de la noche necesitaba de
mí, no se encontrase con una puerta cerrada que le hiciera dudar
entre “molestar o no molestar”, dejándole claro que, con solo
empujar aquel trozo de madera entornada, yo estaba a su completa
disposición al otro lado.
Quizá yo no era el típico chico encantador, sin sombras, con un
pasado perfecto que no le acarrease mierdas. No era un tipo
romántico, de esos que compran flores y que dejan notas
románticas distribuidas por todas las habitaciones por donde su
enamorada tuviera que pasar. Posiblemente no era el novio perfecto
pero, cuando amaba a alguien, me entregaba por completo, quizá
no regalaba flores pero dedicaba canciones que era lo único que me
llenaba el alma, la música. Siempre fui más capaz de cantar mis
sentimientos que escribirlos o decirlos detrás de un gran ramo de
rosas. No era un romántico de esos de los cuentos de príncipes y
princesas, yo era más tipo Shrek… Rudo, sin tacto, bruto, cualquier
adjetivo de esos encajaban a la perfección conmigo.
No sé si has sentido alguna vez que flotas con una caricia, con un
olor, con un susurro en el oído… yo sí, y floté cuando, en mitad de la
noche, aquel olor a almendras del gel de baño que Jimena utilizaba,
llenó por completo toda mi habitación y aquel susurro en mi oído,
pronunciando mi nombre, me hizo levitar de mi cama en milésimas
de segundo.
Capítulo 29 Jimena

Me deshice de la ropa empapada dejándola amontonada en una


esquina de mi habitación y me tumbé sobre la cama con la cara
empapada. El destino parecía empeñarse en seguir nublando mis
quince de mayo a pesar de haber intentado dejar las piedras de mi
mochila en aquella playa, aquella mañana, intentando que formasen
parte de aquel perfecto paisaje.
Me dolía ver la tristeza en los ojos de Lorena y, cuando la dejé en
su casa, me rompí. Había estado manteniéndome ante ella firme,
tragándome nudos de esos que te presionan con tanta fuerza la
garganta que sientes que te falta el aire. Volví caminando a casa
bajo la lluvia importándome muy poco que el agua me calase hasta
llegarme a la piel dejándome adheridas, sobre esta, las prendas de
ropa que llevaba puestas. Me dolía que Lorena pudiera perder
aquella enorme sonrisa que la caracterizaba, haciéndola única, por
Guille. Nadie, absolutamente nadie, podía tener ese maldito poder.
La sonrisa de Lorena debía de estar entre las siete maravillas del
mundo convirtiéndolas así en ocho, ¿quién cojones iba a tener
poder para hacer desaparecer a la octava maravilla del mundo?
NADIE.
No quise cenar con los chicos, estaba segura de que aquel
maldito nudo que se había alojado en mi garganta, no me hubiera
dejado cenar, y no quería romperme nuevamente delante de Adrián
y Héctor. Cuando quieres a alguien hasta el punto de que sus penas
las haces tuyas, te sientes impotente cuando sabes que no puedes
hacer más de lo que estás haciendo.
Mis lágrimas de dolor por mi amiga mojaron la sábana blanca de
mi almohada y mi pelo, empapado por la lluvia que ni tan siquiera
me preocupé en evitarla, mojó parte de ese trozo de almohada que
tenía contacto directo con él. No paraba de imaginarme a Lorena
compartiendo cama y paredes con el hombre del que andaba
desconfiando como lo estaba haciendo, sabía lo difícil que debía
estar siendo para ella todo aquello así que, aunque no era común en
mí, aquella noche no puse mi teléfono móvil en silencio a la hora de
irme a dormir.
Me quedé unos minutos bocabajo, repasando momentos que
había vivido con Lorena y con Guille buscando una pista, un algo
que ayudase a corroborar aquellas sospechas de mi amiga. Sonó un
mensaje en mi teléfono móvil, manoteé en la cama hasta dar con él
y lo leí:
Soy la peor amiga del mundo, te metí toda esta mierda en la
cabeza sin darme cuenta del día que era hoy. Sumé de forma
egoísta cacao a un día que tanto te duele. Te quiero, Jimenita.
¿Peor amiga del mundo? Ojalá fuera eterna…
Le respondí:
No te cambio por nadie. Estoy aquí para lo que necesites, a
la hora que sea.
Te quiero, amiga. Recuerda que mañana será otro día y el sol
volverá a brillar para nosotras.
Dejé el teléfono sobre la mesita de noche y suspiré.
Después de darme una ducha de agua caliente (con el sonido
incesante de la lluvia repiqueteando en los cristales) y comprobar
que en la planta baja aún había movimiento, cambié las sábanas de
la cama y me metí en ella acurrucándome como una niña que, a
pesar de seguir triste y con el pecho encogido, había llorado tanto
que no le quedaban lágrimas que dejar escapar de sus ojos. Me
quedé dormida con la lluvia cayendo con fuerza en el suelo de la
terraza de mi dormitorio.
—¡Tu madre es una puta loca! Lo sabe todo el pueblo y tú, tú eres
una puta desgraciada incapaz de cerrar ciclos…
Me tapé los oídos cansada de escuchar aquella frase que me
parecía demasiado repetitiva.
—¡Déjame en paz!
Eché a correr, sentía que el corazón se me salía por la boca
mientras seguía escuchando a mis espaldas aquella maldita niña,
con la mochila colgando de un asa, insultar a mi madre.
Me dolía el pecho del sobreesfuerzo pero, cuando clavé la vista
en mis pies y, seguidamente, la volteé para mirar cuánto me había
alejado de aquella niñata, no había avanzado nada a pesar de sentir
que el corazón se me saldría por la boca de un momento a otro.
—¡Nadie te quiere, Jimena! No has sido capaz de borrar la huella
que un hermano fugaz dejó antes de que tú nacieras. ¿Debiste morir
tú? Contesta, contesta, contesta…
Me hice un ovillo en el suelo para dejar de oír aquellas voces,
aquellas risas, intenté refugiarme con mi propio cuerpo…
—¡Contesta, patética!
Aquella maldita pesadilla de nuevo... El corazón me iba tan rápido
que sentí que me faltaba aire en aquella amplia habitación para
llenar por completo mis pulmones. Era una pesadilla demasiado
recurrente que, posiblemente, dejaba a la luz los miedos de tantos y
tantos años, aquella mochila que decidieron un día ir cargando de
piedras que no me pertenecían, quizá con la esperanza de aligerar
así peso de las suyas propias, y sí, hablo de las mochilas de mis
padres...
Agitada bajé a la planta baja, sin encender la luz y alumbrándome
con la claridad de las farolas de la acera que se colaba en mi casa.
Me serví un vaso de agua y me quedé apoyada en la encimera, con
la mirada clavada en algún punto concreto, pero no especial, de los
azulejos de mi cocina. Miré el reloj iluminado del horno cuando me
deshipnoticé, eran casi las cuatro de la madrugada, fuera aún llovía.
Tenía que volver a la cama si al día siguiente no quería parecer un
panda en la clínica.
Subí sigilosamente por las escaleras, no quería hacer ruidos para
no interrumpir el sueño de mis dos compañeros de techo y suelo.
Pasé por la puerta del dormitorio de Héctor y, por inercia, quizá
deseosa de toparme con una puerta no cerrada del todo, miré. Sentí
unas cosquillas que empezaron a recorrerme el cuerpo desde la
punta de mis dedos del pie hasta la nuca, pura electricidad que me
erizaba el vello de forma demasiado sencilla. Seguí hasta mi
dormitorio sintiendo como si una fuerza sobrenatural tirase de mí
hasta el dormitorio de Héctor, cerré mi puerta a mi paso y me apoyé
en ella. El corazón me iba a mil por hora, sentía ese pellizco y esas
mariposas que te revoletean a los quince en el estómago cuando
ves al chico que te gusta… Intenté meterme en la cama, cubrirme el
cuerpo con la sábana y volver a dormirme escuchando la lluvia en el
exterior pero no, abrí nuevamente mi puerta y me encaminé de
puntillas al dormitorio de Héctor.
Me sudaban las manos a pesar de tenerlas heladas y la
mandíbula me temblaba tanto que parecía que era la primera vez
que estaba a solas en un dormitorio con un chico. Caminé sin hacer
ruido, Héctor estaba recostado sobre su lado izquierdo, con la cara
volteada al lado contrario en el que yo estaba, retiré con suavidad la
sábana que le cubría apenas las piernas y me metí con él en aquella
cama que olía a su perfume y a la espuma de afeitar que utilizaba y
que ya estaba archivada, en esa parte de mi cerebro, donde solía
guardar aquellos olores que me removían cosas. Me abracé a él por
detrás, esnifando el olor de su espalda, paseando mis manos por su
pectoral sintiendo cómo los latidos de su corazón respondían con
fuerza ante mis manos.
—Héctor… —le susurré en el oído—. Necesito que me abraces.
No dijo ni una sola palabra, se volteó para abrazarme, oía su
respiración agitada ante aquello que le parecería estar soñándolo.
Me giré haciéndole así tener que abrazarme desde atrás, hundió su
nariz en mi pelo, sus fuertes brazos me acurrucaron y me dormí allí.
Aquella maldita pesadilla se esfumó por completo de mí y yo, entre
los brazos de Héctor sintiendo que nada podía hacerme daño allí,
sentí miles de cosas que me cagaron de miedo.
Héctor seguía dormido enredado con mis piernas y con aquella
sábana que nos cubría algunas partes de nuestros cuerpos. La luz
entraba por los pequeños agujeros de la persiana dándole comienzo
a un nuevo día. Me retiré con cuidado de él intentando no
despertarle, me hubiera encantado despertarlo con un beso
apasionado, haberme subido a horcajadas sobre él y haber
empezado, con las pilas cargadas, aquel domingo, pero no, me
marché de aquel dormitorio y con las tripas pidiendo de forma
desesperada un poco de comida…
Me preparé el café y metí una rebanada de pan de semillas en la
tostadora, encendí la televisión y lo dejé en el canal que quedó
guardado de la última vez que estuvo encendida.
El silencio reinaba en la cocina, fuera, en la terraza exterior, los
pájaros cantaban y revoloteaban disfrutando de aquel maravilloso
día que nada tenía que ver con el día gris y lluvioso del anterior.
—Buenos días —me dijo Adrián sin dirigirme la mirada.
Contesté a su saludo y seguí desayunando. Lo miraba de soslayo
mientras se movía por la cocina para prepararse su desayuno. No
había que ser una experta en lenguaje no verbal para descifrar lo
que a Adrián le pasaba. A pesar de no tener ninguna relación seria
con ninguno de los dos, me daba apuro que uno de ellos supiese
que había pasado la noche con el otro…
—¿Te apetece ir hoy a esa playa secreta que roza el paraíso?
Cuando me preguntó aquello me sorprendió, no me lo esperaba.
Aquel rostro serio, y lo escueto en palabras que fue al darme los
buenos días, no encajaba con la pregunta que me hizo.
Tenía una sensación un poco contradictoria en mi interior. Si
aceptaba aquel plan, sería muy complicado no sentir que
traicionaba, de algún modo, a Héctor. Pero me apetecía estar con él
y no veía justo negarme a hacer algo que me apetecía tanto.
—Sí, me apetece mucho —sonreí.
—¿Puedo saber qué es eso que te apetece tanto hacer? —me
preguntó Héctor entrando en la cocina.
Llevaba solo un pantalón de chándal negro sobre su piel, los
músculos del final de su espalda (aquellos que se unían con los de
aquel culo perfecto) me hipnotizaban, el cuerpo de Héctor
provocaba en mí demasiada atracción sexual. Me preocupaba
sentirme tan atraída por un tío que conocía desde hacía tan poco,
nunca antes me había pasado, nunca antes había hecho aquellas
cosas que con él, y Adrián, me había atrevido a hacer. Estaba
segura de que había empezado a fabricar una nueva Jimena, más
segura (aunque con muchos miedos) de ella misma, más fuerte
(aunque aún me atormentasen cosas de mi pasado). No era la
misma de hacía un par de meses y estaba completamente segura
de que no sería la misma, que era en aquel momento, en unos
meses.
—Adrián me ha propuesto una escapada a mi lugar favorito del
mundo —sonreí.
Sabía que a Héctor no le hacía ninguna gracia aquello y su cara
de estar oliendo a mierda lo reafirmó.
—Vaya… Un súper planazo… No olvidéis llevarse las damas, o el
ajedrez, algo con lo que podáis entreteneos… —vaciló sirviéndose
un vaso de leche que, sin calentarlo ni añadirle nada más, lo estaba
tomando a tragos largos.
—¿Eso que veo, camuflado tras tus palabras, son celos, mi
querido Héctor? —le preguntó Adrián levantando una de sus cejas y
sonriendo de forma sexy de medio lado.
Héctor se carcajeó, se bebió el resto de leche que quedaba en el
vaso y lo dejó dentro del fregadero, se limpió la boca con el reverso
de su mano derecha.
—A ver, Adrián, guapetón —vaciló aunque la dureza de su cara
dejaba claro lo incómodo que se sentía—. Ya te lo he dicho muchas
veces, tú eres un lagarto y yo un puto caimán, que no es
comparable. Por favor, no sigas obligándome a repetírtelo.
Abrí los ojos como platos con aquella comparativa, Adrián
sonreía ignorando así a Héctor y a aquella chulería adolescente que
le caracterizaba haciendo a Adrián quedar incluso más elegante de
lo que ya solía ser. Yo los miraba como si estuviera viendo un
partido de tenis, me había acostumbrado tanto a aquel tira y afloja
que se traían entre ellos, que empezaba a dejar de sentirme
incómoda al estar presente en sus batallitas de palabrería.
—Pues para no ver en el lagarto ningún tipo de amenaza se te ha
borrado por completo aquella sonrisilla, con la que entraste en la
cocina, al enterarte de mi proposición…
Héctor se carcajeó falsamente y se acercó decidido a Adrián, que
aún mantenía aquel gesto chulesco que tenía desde que empezó a
enzarzarse con Héctor.
—Mira, a ver si con esto ya te queda claro, chaval —le echó el
brazo por encima del hombro y le habló cerca de la cara—. Si yo
viera en ti alguna amenaza, significaría que me considero menos de
lo que verdaderamente soy…
—Mirad —me puse en pie agarrándolos a los dos de la nuca,
acercándolos a mi boca—, no imagináis lo cerda que me pone veros
pelear así por mí pero, ¿quién cojones os ha dicho que yo quiero
algo más, de lo que ya ha habido, con vosotros?
Me quedé más ancha que larga, me encantaba mi nuevo yo, me
sentía poderosa a pesar de ponerme nerviosa con mis nuevas
maneras de actuar, no me reconocía en aquellas palabras ni en
aquellos gestos, pero, ¡joder cómo molaban! Les dejé un beso corto
en los labios a cada uno, dejándolos así completamente
descolocados, y me fui de la cocina.
—¡Recoged, por favor, la mesa! —les grité desde la escalera—.
Me pongo el bikini y nos vamos, Adrián.
—¡Te espero! —me gritó desde la cocina.
Capítulo 30 Adrián

¡Me encantaba Jimena!


¡Me encantaba que me descuadrase con sus reacciones! ¡Me
encantaba aquella seguridad que mostraba a pesar de
temblar de la forma en la que lo hacía!
Posiblemente, haberle propuesto aquella escapada a aquel lugar
que tanto le gustaba, tenía un trasfondo turbio, una venganza hacía
Héctor porque se pasaba la vida vacilándome y haciéndome ver
que, para él, yo no era competencia alguna. Gocé cuando Jimena le
disparó mi propuesta, a bocajarro, descuadrándole los planes que,
posiblemente, él había pensado para aquel domingo, su último
domingo en Almería… Se le borró aquella sonrisa chulesca con la
que entró en la cocina, era su turno, a mí también se me borró por
completo la mía cuando, durante la noche, bajé a servirme un vaso
de agua y, al asomarme al dormitorio de Jimena porque me extrañó
ver su puerta abierta por completo, descubrí que no estaba en su
dormitorio. Sentí un pinchazo en el pecho, desilusión y a la vez me
sentí el tío más capullo cuyos pies pisaban la Tierra. Era tan
evidente que Jimena sentía una atracción mayor por Héctor que por
mí que no podía evitar sentirme absurdo en aquella historia, en
aquel juego a tres que no tenía ni pies ni cabeza. Sentí que era yo el
que sobraba en aquel dúplex y que debía buscar otro sitio dónde
vivir pero, como yo era un testarudo por naturaleza, no quería irme
sin haber jugado todas mis cartas.
Aquella playa paradisíaca estaba a apenas unos kilómetros del
dúplex que los tres compartíamos pero, el trayecto en coche, se me
hizo eterno. Yo iba conduciendo y, de vez en cuando, miraba a
Jimena de reojo, la veía mirando por la ventanilla, entonando bajito
la canción que la radio emitía y siguiendo el ritmo con sus manos en
sus rodillas. Era especial, estaba completamente seguro de que se
cruzó en mi vida por algo, Jimena es de esas personas que no
saben pasar por la vida de los demás de puntillas, ella pisaba fuerte,
dejaba huellas.
Caminamos hasta llegar a la playa desde el aparcamiento
escondido entre árboles frondosos que mantenían un poco ocultos
los coches de los pocos privilegiados que conocíamos aquel lugar.
Bajábamos sin hablar, repitiendo el mismo patrón de silencio
absoluto que tuvimos durante todo el trayecto en coche y
llegándome a plantear incluso si había sido buena idea proponerle
aquella escapada.
La playa estaba completamente solitaria, como si todos los pocos
privilegiados que, de vez en cuando, visitaban aquel paraíso, fueran
conocedores de lo que allí podía pasar entre Jimena y yo y nadie,
absolutamente nadie, quiso formar parte de aquello.
—Aquí siento que renazco —dijo abriendo los brazos en cruz y
llenando sus pulmones con aquel aire con olor a sal que nos
golpeaba con suavidad la cara.
La abracé por detrás pegándome a ella, o pegándola a mí, no
sabría decirlo con exactitud, y manteniendo mis manos sobre su
ombligo. Apoyé la barbilla sobre su hombro llenándome de aquel
olor a almendras que desprendía su piel. Ojalá se hubiera parado el
reloj, y el mundo, en aquel instante, hubiera estado allí toda una
eternidad y no hubiera echado de menos absolutamente nada. Puso
sus manos sobre las mías y me las apretó con fuerza.
—Adrián.
—Dime.
—Creo que eres el tío perfecto, estoy completamente segura de
que cualquier chica estaría encantada de estar contigo … —Pero…
—le dije esperando un final a aquella frase que no sería el final que
me hubiera gustado oír.
—Pero estás aquí, conmigo.
No imaginé que aquella frase terminaría así, me imaginaba que
me diría algo como “pero no tienes lo que me gusta”, me equivoqué,
y sentí que aquella playa se me quedaba pequeña para lo grande
que era aquello que me llenaba el pecho. Se giró y nos quedamos
frente a frente. Empecé a temblar, ella tenía ese don sobre mí,
volviéndome completamente vulnerable, un niño ilusionado
palpando
algo que deseaba.
Acercó su boca a la mía dejándola a apenas unos centímetros de
mí. Sentía el calor de su aliento sobre mi boca, el pecho se me
movía acelerado y sus manos, que me agarraban con firmeza la
nuca, me transferían un calor que, de forma contradictoria, me
erizaba la piel.
Se mordió el labio inferior y sonrió levemente mirándome la boca,
mis ojos permanecían clavados en aquellos ojos negros que eran
pura verdad y que brillaban de forma distinta a como lo estuvieron
haciendo durante el día anterior.
Me acercó a su boca y enredamos nuestras lenguas. Prendimos
la hoguera y, con ella, sentía que me quemaba sin importarme y sin
caer en la cuenta de que, después de aquel fuego, posiblemente
solo quedarían cenizas y dos cuerpos completamente devastados
por el fuego. No me importaba, eso sería después, en aquel
momento solo pensé en quemarme y no me importó nada más.
Mis manos la acercaban a mí, la apretaba contra mi cuerpo como
si intentase unificarnos en un solo ser, no me importaba dónde
estábamos porque el con quién no me permitía pensar en
absolutamente nada que no fuera ella.
—Vamos —me susurró jadeando sobre la boca.
—A donde quieras.
Me agarró de la mano y tiró de mí haciéndome mantener de
forma imborrable una sonrisa en mis labios. Estaba nervioso, muy
nervioso, porque Jimena no era una más de aquellas chicas que
habían pasado por mi vida.
Llegamos a una zona rocosa, parecía una cueva, más escondida
incluso que aquella playa que habíamos estado pisando hacía
pocos minutos. Nos adentramos entre un estrecho hueco entre ellas
y descubrí que si, aquella playa me pareció el paraíso, aquel trozo
de mar, rodeado de rocas completamente y con unas aguas
turquesas y
cristalinas iluminadas únicamente por un pequeño rayo de luz
que entraba entre un hueco de las rocas de arriba, era imposible
ponerle nombre, ¿paraíso? Se le quedaba corto.
Me miró sonriendo, orgullosa de ser conocedora de aquel
lugar tan especial. Volvió a agarrarme de la nuca y volvimos a
enredar nuestras lenguas pero, en aquel momento, la pasión se
abrió paso con demasiada fuerza dejando al resto de emociones a
un lado. Agarró el filo de mi camiseta tirando de ella hacia arriba
para deshacerme de ella y dejándola, seguidamente, tirada a su
suerte sobre alguna de aquellas rocas que nos resguardaban del
resto del mundo. Desabrochó con delicadeza mi pantalón vaquero,
separando su boca de la mía pero sin apartar sus ojos de los míos.
En aquella ocasión no me deshice de ellos, se mantuvieron
desabrochados mientras mis manos pasaron a desnudarla con
delicadeza porque era como únicamente yo sabía hacer las cosas.
Cuando la tuve completamente desnuda ante mí fue entonces
cuando me deshice del pantalón y del bóxer negro que llevaba
puesto.
La subí a mi cintura agarrándola con fuerza del culo y la dejé
con cuidado sobre la roca, sobre nuestras ropas que
amortiguaron nuestros cuerpos. Me puse sobre ella, seguía
temblando y ella, a pesar de intentar parecer tranquila, vibraba
debajo de mi cuerpo. Sus manos paseaban desesperadas por toda
la piel que alcanzaba a tocar y
yo, intentaba mantener el peso de mi cuerpo sobre mis brazos.
Puso sus piernas sobre mi culo y empujó para que me introdujese
en ella. Sentí el calor de su interior apretando y humedeciendo mi
polla, me movía al ritmo que ambos cuerpos iban marcando, un
ritmo tan jodidamente perfecto que parecíamos conocernos de toda
la vida. Cuando mis embistes, controlados en todo momento por sus
piernas, fueron aumentando, se corrió de forma escandalosa,
apretando su boca contra mi cuello para acallar así los gemidos que
aquella pasión desgarró de su garganta y precipitándome así al
mejor orgas mo que había vivido hasta aquel momento.
Aún moviéndonos por los espasmos de aquel reciente orgasmo,
jadeosos y sudorosos, nos abrazamos hasta que nuestros cuerpos
se tranquilizaron.
Capítulo 31 Jimena

Adrián… Cómo explicar todo lo que sentí utilizando únicamente


palabras…
Se apartó de mí dejándome un beso corto en los labios y caminó
con chulería hasta el agua cristalina. Inevitablemente mis ojos
permanecieron clavados en su musculoso culo. Se metió sin
pensarlo dos veces en el agua, decidido, a pesar de dar la impresión
de estar helada.
—¿Vienes? —me preguntó peinándose el pelo hacia atrás y
pareciéndome uno de los hombres más guapos del mundo.
—¡Ni de coña!
—¿Hemos venido hasta aquí para no bañarnos? No entiendo
nada de tu maléfico plan… —vaciló.
Metió la cabeza debajo del agua y, cuando salió, avanzó
caminando hasta donde yo me encontraba. Desnudo
completamente parecía un dios de esos que salen en los libros de
mitología griega… Un cuerpo musculoso, perfecto, pero sin cruzar la
línea de lo tosco. Fino, fuerte.
—Te creía más valiente, Jimena. —Soy muy valiente, ¡me he
llegado a tirar desde un helicóptero incluso!
Me agarró y me transfirió en milésimas de segundo el frío de su
cuerpo en el mío.
—¡Adrián, ni se te ocurra! —caminó decidido hasta el agua
mientras yo intentaba liberarme sin éxito de aquellos brazos—.
¡Adrián!
Creí que el agua estaría más fría de lo que lo estaba
verdaderamente, aun así, el cambio de temperatura fue
considerable. Me pegué a él y volvimos a besarnos dentro del agua
que nos cubría hasta la cintura, su polla dura se clavaba en mi
vientre y mis uñas en su espalda.
Mientras que nos vestíamos evitando ese cruce de miradas que
durante el sexo habíamos necesitado, mi yo interno decidió que era
un buen momento para hacerme sentir como una auténtica mierda.
Me obligó a analizar la situación, analizar nuestro encuentro y
preguntarme a mí misma si había valido la pena haber hecho
aquello. Me había encantado, eso era una realidad, un encuentro
entre las rocas de aquella cueva paradisiaca no podía restar magia
a nada, el entorno era ideal pero, si realmente era sincera conmigo
misma, no había notado esa chispa que sientes cuando dos cuerpos
tienen tantísima conexión que solo con rozarse las pieles, se funden
los plomos, esa magia que es inexplicable pero se sabe cuándo se
siente porque no se da con cualquiera. No noté con Adrián aquello
que notaba burbujear en mi interior y ponerme en pie la piel en los
encuentros con Héctor.
La vuelta a casa fue extraña, un poco incómoda. Ambos
teníamos la extraña sensación de no haber hecho lo correcto y
estaba completamente segura de que, al igual que lo hacía por la
mía, Héctor pululaba por la mente de Adrián. Me era inevitable tener
la maldita sensación de estar siéndole infiel a Héctor a pesar de
saber perfectamente que, entre Héctor y yo, no había nada más que
no fueran aquellos tres encuentros sexuales que habíamos tenido.
Entramos en casa, Héctor no estaba y me extrañó. Subí a mi
dormitorio para darme un baño y quitarme aquella tirantez que la sal
le daba a mi piel. Me metí en la ducha, bajo el chorro templado de
agua dulce. Mi mente repasaba todo lo vivido con Adrián aquella
mañana, se había quedado todo tan grabado en mí que aún podía
sentir sus yemas deslizándose por toda mi piel.
Salí del baño, Adrián estaba al teléfono señalando algunos
puntos concretos de un gran plano que tenía desplegado sobre la
mesa baja del salón. Me guiñó el ojo al verme y sonreí. Salí y me
senté en aquella terraza delantera donde las horas podían hacerse
pasar por minutos perfectamente, en aquel lugar, el tiempo parecía
ir más rápido, es lo que pasa cuando estás cómodo en algún sitio, o
en algunos brazos, que parece que al tiempo le entra la maldita
prisa.
Sobre la mesa, la concha que le dejé usar a Héctor como
cenicero, contenía más de diez colillas, me llamó la atención porque
Héctor siempre la vaciaba y la limpiaba cuando terminaba de usarla
y porque, antes de irnos a mi rincón favorito del mundo Adrián y yo,
aquella concha estaba impoluta. Héctor había estado fumando
mucho durante la mañana, estaría nervioso imaginando lo que entre
Adrián y yo había podido estar pasando…
Marqué en mi teléfono móvil el número de Lorena, no había
hablado con ella en todo el día y necesitaba saber cómo estaba, si
en su cabeza seguían cogiendo fuerza sus sospechas o, si por el
contrario, había descubierto algo que le hubiera borrado de un
plumazo sus dudas volviendo a ser la pareja idílica que siempre
fueron. Al tercer toque, descolgó.
—Hola, Jimena —me respondió apagada, sin aquella pasión que
ella solía ponerle a sus saludos.
—¿Cómo estás?
Se quedó unos segundos en silencio, aunque escuchaba algunos
roces en el altavoz, conociéndola, seguro estaba caminando hasta
una zona más “íntima” de su hogar en la que poder desahogarse
libremente.
—Ya —me dijo con un eco extraño, parecía que estaba dentro de
una tinaja—. Estoy mal, Jimena… Anoche no pegué ojo. Llevo toda
la mañana sin separarme de él intentando ver si recibe alguna
llamada o algún mensaje sospechoso…
—Lorena, no te emparanoies… No sé, a lo mejor son
fantasmas…
—¿Fantasmas? —supe, por su tono de voz, que no le habían
sentado bien mis palabras—. Si es un fantasma déjame decirte que
tiene pelo y coño, y, posiblemente, pelos en el coño. Jimena, que las
mujeres tenemos un sexto sentido para esto, Guille está con otra.
Joder, y es que estaba tan convencida que cualquiera le rebatía
aquello…
—Si decides hacer de detective recuerda que estoy disponible
para ti.
—Gracias, Jimena —estaba triste, no recordaba haberla oído de
aquella forma antes.
—Por cierto, recuerda también que te quiero mucho. ¡Ah! ¡Y otra
cosa que no quiero que olvides nunca! Vales oro.
—Gracias, amiga. Yo también te quiero muchísimo.
Colgó y me quedé mirando la pantalla hasta que se apagó, si yo
no paraba de darle vueltas a aquello que a Lorena le asfixiaba,
¿cómo no estaría ella? Me crucé de piernas sobre el sillón y seguí
leyendo ¿De qué vas, princeso? El final estaba cerca y no podía
parar de leer…
Miré la hora, eran casi las dos del mediodía y Héctor aún no
había dado señales de vida. Empecé a preocuparme pero no vi
conveniente, por el momento, llamarle por teléfono o dejarle un
WhatsApp.
—¿Comemos, Jimena? —me preguntó Adrián caminando hasta
el sillón que estaba frente al que yo estaba usando.
—Es que Héctor no está aún en casa…
—Héctor comerá cuando vuelva.
Aparté la mirada de aquellos ojos azules que me miraban con
cariño y jugué nerviosa con la gomilla del pelo que tenía en la
muñeca. De fondo, el sonido del mar rompiendo en la orilla…
—¿Entramos? —volvió a preguntarme.
—Prefiero esperar a Héctor —torció la boca e hizo un amago de
poner los ojos en blanco—. ¿Te parece bien?
—Tú sabrás lo que haces. Yo no pienso esperar a que él llegue
para comer…
—Tú eres tú y yo soy yo. A mí no me parece normal que Héctor
se haya marchado de casa y aún no haya vuelto sabiendo que
siempre comemos los tres juntos…
Y como si, de repente, una bombilla se iluminase en mi cabeza,
corrí escaleras arriba para comprobar si las pertenencias de Héctor
aún seguían en casa. Entré en su dormitorio, la maleta que siempre
había estado abierta y desordenada no estaba en el mismo lugar
que siempre estuvo y la cama estaba perfectamente hecha. Se me
erizó el vello de todo el cuerpo, se me hizo un nudo enorme en la
garganta y el cuerpo empezó a temblarme como si de gelatina se
tratase. Tragué saliva siendo consciente de que un nudo se había
alojado en mi garganta y que me hacía difícil aquella tarea.
Me senté en la cama, me temblaban tanto las manos que no
daba pie a marcar el número de Héctor en mi teléfono móvil. El
corazón me bombeaba con demasiada fuerza dentro del pecho.
Un tono…
(Mis piernas temblaban)
Dos tonos…
(Héctor, responde…)
Tres tonos…
(Héctor, por favor, responde…)
Cuatro tonos…
(Por favor, Héctor, necesito saber que estás bien…)
Cinco tonos…
(Por favor, Héctor, responde. Necesito saber que estás bien.
Necesito tenerte de vuelta… Necesito tenerte en mi vida…) Fin de la
llamada.
Me tapé la cara con mis manos temblorosas y rompí a llorar como
una niña. Me negaba a creer que Héctor se había ido sin despedirse
de mí a ese nuevo destino. Me tumbé en su cama donde la noche
anterior dormimos abrazados y me drogué del olor a él que aquella
almohada aún conservaba. Me abracé a ella deseando que fuera
una pesadilla, tenía que serlo…
—Jimena… —Adrián caminó hasta sentarse en el filo de la cama,
me echó el brazo por encima y me dejó un beso en el pelo.
—Se fue, Adrián… Héctor se ha ido…
Capítulo 32 Héctor

Cuando me levanté y no estaba a mi lado pensé que había


estado soñando, fue cuando su olor llegó a mi nariz procedente de
mi cuerpo, cuando supe que sí que había sido real, tan real como
aquello que ella había empezado a despertar en mí. Me mataba el
miedo de volver a sentir tanto, hasta el punto de olvidarme de mí, y
terminar siendo poco o nada para ella…
Bajé decidido a proponerle una escapada, unas horas para
nosotros solos fuera de aquel dúplex que formaba parte de nuestra
historia. Supuestamente iba a ser mi último domingo y, si conseguía
oír de su boca que me quedase, estaba completamente decido a
quedarme, ponerme a buscar trabajo como loco y dejar de usar mi
dedo como el tomador de decisiones de mis destinos porque yo, ya
habría encontrado el mío.
En la cocina estaban los dos y sentí un pinchazo en el pecho
cuando aceptó aquella propuesta de la mano de Adrián dejándome
claro que era ella la que decidía con quién pasar sus días o sus
horas, decidió dormir abrazada a mí, decidió pasar su domingo de la
mano de Adrián. Joder, yo no podía seguir con aquel juego, no
estaba preparado, si ellos sabían jugar a ser tres con la certeza de
que no podrían pillarse por alguno de los que formábamos aquel
trío, me parecía de puta madre, pero yo estaba seguro de que no
iba a poder, al igual que estaba seguro de que no quería volver a
sufrir por amor, ya sabía cómo dolía… No, gracias.
Se marcharon y me senté en la terraza delantera, tenía un nudo
en la garganta, no quise verlos irse de casa juntos, me bastó con
aquel beso rápido que me dejó en los labios en la cocina y que,
seguidamente, hizo lo mismo con Adrián haciendo del nuestro uno
más…
Estaba desesperado, me había fumado media cajetilla de tabaco
y las horas se me hacían eternas en aquel espacio abierto en el que
sentía que me faltaba el aire. Sabía que estarían follando, me
imaginaba las manos de Adrián acariciando el cuerpo de Jimena, lo
imaginaba de forma tan jodidamente clara porque ya lo había visto
con mis propios ojos, nunca, jamás debí ver aquello, me
atormentaban aquellas imágenes cada vez que se me venían la
mente y, para desgracia mía, últimamente eran demasiado
recurrentes. Los celos me comían las entrañas…
Subí y metí en mi maleta la poca ropa que tenía en el armario,
por suerte, aún tenía mucha ropa dentro de la maleta y prepararlo
todo para irme me llevó menos de una hora. Entré en el dormitorio
de Jimena, olí como un maniático de los olores su almohada y se
me llenó el pecho de rabia, una rabia absurda, como lo era yo. No
quería irme y dejarlos a los dos allí, no quería irme sin despedirme
de ella, no quería irme a fin de cuentas, pero no podría aguantar
otra desilusión y recuperarme rápido esta vez, me costó demasiado
con Dafne, que jamás me miró con aquel brillo y aquella pureza que
encontré en los ojos de Jimena, ¿cuánto no podría costarme con
Jimena?
Dejé las llaves dentro del pequeño cesto de mimbre que había
sobre el zapatero de la entrada, miré una última vez aquel salón y
coloqué los cojines guiándome por aquel fallo que la tela tenía como
a Jimena le gustaba. Era una loca maniática del orden, de la
limpieza, del control, pero era una tía de puta madre, capaz de
volver loco al tío más cuerdo, capaz de volver calma al tío mas
caótico del mundo.
Cerré de un portazo y me fui de allí.
Sí, al final resultó que tres sí que eran multitud. Yo lo sabía en mi
interior, aquella pregunta, siempre tuvo aquella respuesta firme a
pesar de meterme hasta el cuello (o más arriba) en aquel juego a
tres.
Caminé arrastrando la maleta hasta mi coche, imaginé una
escena romántica de esas de las películas en las que, justo cuando
uno de los dos está a punto de marcharse, el otro aparece gritando
su nombre y pidiéndole por favor que no se marchase, fundiéndose
en un beso y casándose pocos meses después, pero aquello solo
pasaba en las películas y yo era tan pragmático que ni romántico
sabía ser. Metí la maleta dentro del coche y me fumé un último
cigarrillo, posiblemente, mi consciencia, estaba haciendo tiempo
para darle margen a Jimena de llegar corriendo a sostenerme, a
pararme, a mantenerme a su lado.
No pasó.
Hasta el miércoles no saldría mi vuelo así que conduje hasta un
motel cercano, un motel de menos ocho estrellas en el que se
respiraba un olor bestial a humedad. Dejé mi maleta arrinconada y
me tumbé sobre aquella colcha de color crema que cubría el blando
colchón de muelles en el que tendría que dormir durante tres
noches. Cerré los ojos y pensé en mi futuro más cercano, cogería
un avión con destino a un nuevo lugar en el que no me esperaba
absolutamente nadie, en el que nadie podría asegurarme un futuro
laboral que me ayudase a recuperarme económicamente de todo lo
que había estado invirtiendo en vivir durante aquellos últimos años y
malgastando el dinero que a mis padres tanto les costó ahorrar para
que, cuando ellos no estuvieran, a mí no me faltase lo esencial.
Empezó a sonar mi teléfono móvil sacándome de aquellos
pensamientos que para nada me aportaban tranquilidad, miré en la
pantalla y empecé a temblar cuando leí el nombre de Jimena
reflejado en esta. Me incorporé, pensé en responder pero al final no
lo hice. Era experto en eso, en no tener cojones cuando la vida me
ponía de frente obstáculos, sabía que no responder aquella llamada
me haría arrepentirme más temprano que tarde pero no descolgué
y, cuando la llamada finalizó, me arrepentí sin que hubiera pasado
un solo segundo.
Pasé toda la tarde viendo el único canal que aquella televisión
conseguía retransmitir sin interferencias, realmente me daba igual
porque no le estaba prestando atención Mi cabeza se mantenía
repasando todos lo momentos vividos con Jimena en aquel dúplex,
en aquellas vistas que tenía desde el balcón de mi dormitorio, en el
olor a almendras del gel con el que Jimena se enjabonaba el
cuerpo.
Me quedé dormido y fuera, el tiempo decidió darle un poco más
de dramatismo a mi estancia en aquel motel de mala muerte,
lloviendo como si el fin del mundo estuviese cerca.
Me despertó el sonido de mi teléfono móvil, en la pantalla se
reflejaba un número que no tenía guardado en mi agenda y no
respondí a aquella llamada dejándolo sonar sobre la almohada cuyo
grosor bien podría ser el de un cuadernillo Rubio de esos que todos
hemos hecho en el colegio... La cabeza me iba a estallar, miré la
hora en el reloj chino (nada que ver con el que lucía Adrián) de mi
muñeca y vi que marcaba casi las doce del mediodía. Me senté en
el filo de la cama y, de nuevo, aquel número insistió, ¿sería Jimena?
Descolgué y me mantuve en silencio esperando a oír la voz del
emisor de aquella llamada.
—Buenos días, ¿Héctor Balbuena?
Aquella voz masculina no me sonaba de haberla oído antes y me
preocupé sin saber bien por qué.
—Soy yo —dije escueto.
—Le llamamos porque tenemos su currículum y estaríamos
interesados en tener una entrevista con usted. Si lo desea puede
pasarse durante la mañana por la oficina, hasta las dos estaré aquí.
Me quedé bloqueado, ¿mi currículum? Yo no había entregado
ningún currículum en ningún lado…
—¿Mi currículum? —pregunté incrédulo.
—Así es.
Y… ¡BINGO! Debió ser el único currículum que entregué, aquel
que le di a Adrián… ¿Realmente lo entregó? Pensé que lo había
utilizado como pelota para encestar en la papelera de su despachito
a pie de obra… Pensé en no aceptar, pero bueno, no perdía nada
viendo de qué trataba el trabajo, quizá el destino había vuelto a
hacer de las suyas para que me mantuviese allí.
—Dígame el lugar, por favor, y allí estaré en una hora.
Estaba nervioso, nunca antes había tenido una entrevista de
trabajo, me puse una camisa blanca remangada hasta la mitad del
antebrazo que, gracias al chico de recepción que me dejó una
pequeña plancha de viaje, pude planchar y un pantalón chino negro.
Me peiné el tupé con demasiado esmero para como era yo y salí.
Fuera llovía, y me costó un poco más llegar a la oficina que aquel
chico me dijo por teléfono.
—Buenas tardes —me tendió la mano un chico que iba vestido
prácticamente igual que yo, y se la estreché con seguridad.
Bien, Héctor, al menos has sabido elegir bien la ropa, ahora es
importante que hagas una buena entrevista…
—Buenas tardes, soy Héctor Balbuena.
—Hablé contigo esta mañana, soy Jaime Martínez.
Acompáñame, por favor.
Caminamos hasta un pequeño despacho en el que me explicó en
qué consistiría el puesto que ofrecían; diseñador de sistemas
informáticos. Aunque fui sincero y le dije que no tenía experiencia, al
día siguiente firmaría el contrato. Aquello sería el arco iris que se
abre paso entre las nubes después de la tormenta aunque, afuera,
siguiese lloviendo.
Capítulo 33 Adrián

Me partió el alma verla llorar sobre la cama de Héctor abrazada a


aquella almohada intentando así acercarlo a ella a pesar de haberse
marchado. Sabía que Héctor era especial para Jimena, pero no
hasta el punto de que, su partida, hiciese que las lágrimas de
Jimena saliesen como lo estaban haciendo de aquellos ojos negros.
—Todo va a estar bien, Jimena —le dije retirándole los mechones
de pelo empapados por sus lágrimas que se le pegaban en la cara.
Yo me encargaría de que así fuera aunque perdiera en aquel juego
a tres.
No dormí mucho, pasé prácticamente toda la noche
acompañando a Jimena en el sofá porque se negaba a acostarse.
Héctor había dejado su llave en el cestillo de la entrada y Jimena no
quería acostarse por si regresaba y ninguno de los dos nos
enterábamos de que estaba llamando. No paraba de mirar la
pantalla de su teléfono deseosa de encontrar una llamada, un
WhatsApp, alguna señal que Héctor le hiciera llegar.
Desayunamos frente a frente, tenía los ojos hinchados y, por
aquella mirada perdida en diferentes puntos de la cocina, sabía que
no paraba de preguntarse dónde estaría Héctor, si volvería o si, por
el contrario, jamás volvería a verlo.
—Que tengas un buen día, Jimena —le dejé un beso en la mejilla
y sonrió llenando de luz aquel día oscuro y lluvioso.
—Si Héctor se pone en contacto contigo, llámame, por favor.
—Lo haré.
Me iba de aquel dúplex dejando a una Jimena completamente
distinta a la que siempre estuve conociendo, estaba triste e ida
intentando buscar respuestas en todo momento a preguntas cuyas
respuestas serían imposibles encontrar en su propio cerebro o en su
corazón. No era ella la poseedora de las respuestas, solo Héctor
sabría por qué se marchó sin avisar, sin dejar una nota, sin dejar un
corto mensaje de texto, nada, se fue dejándonos descolocados y a
Jimena destrozada.
—¡Buenos días, Adrián! —me dijo Tamara llegando un poco tarde
a aquella oficina portátil desde la que trabajábamos—. Joder, con la
lluvia parece que los conductores se vuelven gilipollas…
Soltó su bolso de malagana sobre el escritorio volcando el vaso
de plástico que usaba como lapicero y dejando caer todo lo que este
contenía en el suelo.
—¡MIERDA!
Me contuve una carcajada ahogándola en mis labios apretados,
no quería sacar más de quicio a Tamara aquella mañana.
—¿Puedo pedirte un favor? —le pregunté cuando la vi un poco
más calmada.
—No me pongas más complicado el día de lo que ya lo está
siendo, por favor —hizo pucheros y me carcajeé.
—Tengo un amigo —mentí poniéndole aquella etiqueta porque
Héctor no era mi amigo, demasiado infantil y testarudo para llegar a
llevarnos bien algún día, aunque lo habíamos intentado— que está
buscando trabajo… Tengo aquí su currículum, es informático.
—¡Coño! Mi hermano está buscando alguien para trabajar en su
empresa de diseño gráfico… Déjame el currículum y se lo entrego
esta tarde a mi hermano.
—¡No! —Tamara abrió los ojos como platos ante mi negativa, se
lo quise aclarar—. Es que necesito que sea ya… En unos días tenía
previsto un viaje fuera de España porque aquí no encuentra nada…
—Está bien, déjame el currículum y se lo mando a mi hermano
por correo electrónico.
—¡Gracias, Tamara!
Le di el currículum y seguidamente Tamara lo escaneó. Pocos
minutos después su hermano estaba llamándola para pedir un poco
más de información sobre aquel currículum que acababa de llegar a
sus manos por sorpresa.
—¿Sabes dónde es la empresa de tu hermano? —le pregunté
cuando finalizó la llamada.
—Sí, claro.
—¿Te importaría decírmelo? Quiero darle una sorpresa a este
colega y tomarnos juntos un par de copas por allí cuando se haga
con el puesto.
—Confías mucho en tu amigo, ¿no? Ya das por hecho que el
puesto será suyo.
—Ciegamente —evité poner los ojos en blanco—, confío
ciegamente en él…
Me dio la dirección y la anoté en una hoja que rasgué de una
libreta.
Definitivamente era un buen tipo y, aunque posiblemente no sea
lo correcto decirlo de mí mismo, era así. Héctor no merecía aquello
que yo había hecho por él pero realmente no lo estaba haciendo por
él, lo hacía por Jimena, para que volviera a dibujar aquella preciosa
sonrisa en su cara cuando supiera que Héctor no se iría a ningún
lado aunque con aquello fuera yo el que perdía.
Cuando salí de trabajar puse en el navegador de mi coche la
dirección que Tamara me había dado, no tenía ningún interés en
hacer algo de lo que le había puesto de excusa a Tamara para
obtener aquella dirección, solo seguiría a Héctor para conocer
dónde se estaba quedando para, después, informar a Jimena y
dejarla tranquila.
Aparqué mi coche cerca de la puerta de cristales de aquella
oficina moderna y, cuando le vi salir, respiré tranquilo porque mi plan
iba sobre ruedas.
Le seguí y sentí un pellizco enorme en el pecho cuando le vi
entrar en el aparcamiento privado de un motel que estaba justo al
lado de una gasolinera, en un camino apartado de la ciudad y de las
zonas preciosas que tenía Almería. Cuando lo vi bajarse de su
coche y caminar desganado hasta el interior del motel, se me partió
el alma, no sé por qué sentía aquella empatía con él…
Marqué el número de Jimena.
—¡Dime, Adrián!
—Ya sé dónde se está alojando Héctor.
Capítulo 34 Jimena

Me costó ir a trabajar, la preocupación de no saber dónde o cómo


estaba Héctor me oprimía el pecho con demasiada fuerza para lo
poco que creía que me importaba aquel chico desastroso. La pena
de pensar que Héctor ya podría estar viajando a otra ciudad me
partía el alma.
—Buenos días —le dije a Lorena al entrar en la clínica. —Por
decir algo, ¿no? A ti también te pasa algo… Me tragué el nudo que
se había formado en mi garganta y,
aunque apreté los labios, miré a un punto diferente de la clínica y
no a los ojos de Lorena y me pasé la mano por la cara desesperada
e intentando mantenerme firme, me rompí y empecé a llorar como
una niña pequeña.
—Jimena… hey… —caminó hacia mí y me abrazó fuerte—.
¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?
—Se ha ido Héctor.
—¿Se ha ido a dónde?
—No lo sé, ojalá lo supiera…
Me secó las lágrimas de la mejilla y me clavó aquellos preciosos
ojos verdes en los míos.
—Tú estás pillada por ese tío, Jimena…
—No. Solo quería despedirme de él.
—Eso no puedo comprártelo, no es lo que veo en tus ojos.
Le conté, hasta que un paciente llegó interrumpiendo aquella
sesión de desahogo, todo lo que pasó con Adrián y lo que me
encontré en el dúplex a la vuelta, bueno, sería más correcto decir lo
que no encontré a la vuelta…
Qué mañana más larga… Quería volver a casa, necesitaba llegar
y que Héctor estuviese sentado en uno de los sillones de la terraza
delantera, fumándose un cigarro, y que me diera un abrazo que
acabase con todas mis preocupaciones de golpe.
—Con todo esto de Héctor no te he preguntado cómo estás —le
dije cerrando la persiana metálica de la clínica.
—No te preocupes, estoy…
—Somos dos putas desgraciadas.
Se carcajeó aunque no con las ganas y la fuerza con la que ella
solía hacerlo.
—El tiempo nos dará lo que necesitamos.
Y no le dije nada.
Tiempo, ojalá decidiese actuar rápido porque estábamos
empezando a avistar ojeras y no, a ninguna nos apetecía.
Me subí en mi coche, nerviosa, tenía algo por dentro que no
sentía desde hacía mucho y se me repetía una y otra vez, como si
en mi cabeza estuviese emitiéndose un disco rayado, una frase
concreta que Lorena me había dicho: “Tú estás pillada por ese tío,
Jimena”.
Sonó mi teléfono móvil y, cuando vi el nombre de Adrián reflejado
en la pantalla, empecé a temblar tanto que no atinaba a darle al
telefonito verde para descolgar la llamada.
—¡Dime, Adrián! —dije cuando al fin atiné a responder.
—Ya sé dónde se está alojando Héctor —no podía articular
palabra—. ¿Me has oído, Jimena?
—Sí.
—¿Quieres que te pase la dirección?
—Por favor.
Me dio la dirección, la apunté temblorosa en mi agenda peluda
que me acompañaba a todos lados y colgué dándole las gracias a
Adrián.
Hasta que no conseguí tranquilizarme un poco no puse en
marcha el coche.
Conduje hasta el motel que Adrián me había indicado y cuando vi
el coche de Héctor allí aparcado me eché a llorar movida por la
emoción, los nervios y la tensión que había estado acumulando
hasta aquel momento.
Aquella recepción desordenada y sucia me recordó a esas
recepciones de moteles de las películas de terror, esos moteles en
los que asesinan al huésped de la habitación de al lado y los
protagonistas tienen que ingeniárselas para no ser descubiertos.
—Buenas tardes, señorita. ¿En qué puedo ayudarla? El chico era
muy amable y portaba una amplia sonrisa. —Vengo buscando a
Héctor Balbuena, me ha dicho que se
está hospedando aquí.
El chico alzó una ceja, posiblemente estaba harto de oír aquella
frase en su recepción; fulanito espera a menganita en su habitación
de motel para ese encuentro sexual apartado del resto de la
civilización, o viceversa. No le extrañó que llegase pidiendo aquel
número de habitación dándomelo sin pedirme ninguna explicación
más.
—Gracias.
Subí nerviosa las sucias escaleras de aquel cuchitril, me
temblaba todo el cuerpo resultándome tarea complicada subir las
escaleras hasta la primera planta que era donde estaba la
habitación 121 en la que se hospedaba Héctor.
Golpeé suavemente con los nudillos aquella puerta de madera
maltratada por el paso del tiempo, nadie contestó desde el interior y
volví a llamar.
—¡Héctor! —grité—. ¿Estás ahí? —pregunté al no obtener
respuesta por su parte.
Aquella maldita espera me ponía con los nervios de punta. Tenía
que estar ahí, ¿dónde si no? Su coche estaba en el aparcamiento…
—¡HÉCTOR!
Volví a aporrear la puerta y, cuando desesperada iba a abandonar
aquel descansillo de mala muerte, la puerta se abrió.
—¿Jimena?
Quise tirarme a su cuello y besarle hasta quedarnos sin aliento
pero no, mi parte furiosa le ganó la batalla a mi parte romántica.
—¿CÓMO COJONES TE ATREVES A IRTE ASÍ?
—¿A irme cómo?
—Así, ¡SIN DESPEDIRTE! ¡Ni tan siquiera contestaste a mi
llamada! ¡ME PASÉ TODA LA PUTA NOCHE SENTADA EN EL
SOFÁ ESPERANDO POR SI VOLVÍAS!
Y me rompí, sabía que pasaría. Me miraba incapaz de articular
palabra porque sus ojos vidriosos se romperían en el momento justo
en el que sus palabras saliesen por aquella boca.
—¿POR QUÉ ME HAS HECHO ESTO? —caminé con rabia y le
empujé del pecho metiéndolo en el interior de aquella habitación
nauseabunda—. ¡HABLA, HÉCTOR! ¿POR QUÉ?
Volví a empujarle, las lágrimas me empañaban la vista y la rabia
se me agolpaba en la garganta pidiéndome gritar para deshacer
aquella maraña de sentimientos que se había estado formando en
mi garganta veinticuatro horas atrás.
—¿POR QUÉ?
—¡PORQUE NO PUEDO COMPARTIRTE, JIMENA! —se me
heló la expresión de la cara y la sangre que circulaba por todo mi
cuerpo—. Porque me duele verte con Adrián, porque en este juego
a tres sé que me va a tocar perder. La historia estaba empezando a
repetirse solo que con la abismal diferencia de que esta vez yo
estaba siendo consciente de que la chica que me gusta se está
follando a otro. No quiero seguir con esto, necesitaba irme, no
puedo, ¡joder! ¡NO PUEDO!
Y me lancé a su boca atraída como si fuera un imán de esos que
te cuesta esfuerzo apartar. Enlazamos nuestras lenguas de forma
desesperada, como cada vez que ambos nos teníamos a solas,
íntimos. Mis manos le mantenían pegado a mí ejerciendo la presión
exacta sobre su nuca. Nuestras salivas se mezclaban como si
fuesen una sola y sus manos recorrían desesperadas todo mi
cuerpo. ¿Estaba soñando? No, aquello lo estaba sintiendo sobre mi
piel, era real a pesar de parecerme estar soñando.
Me levantó la camiseta hasta sacarla por mi cabeza dejándola
tirada a su suerte y, seguidamente, hizo lo mismo con mi pantalón
vaquero dejándome únicamente con mi ropa interior negra que, por
suerte, combinaba a la perfección. Le desabroché la camisa que
llevaba mirándole a los ojos, brillaban y a la vez tenían reflejos de
algún miedo interno.
Como cualquiera… Quien esté libre de miedos, que tire la
primera piedra…
Le saqué la camisa deslizándola por sus brazos hasta caer a
nuestros pies, mis manos acariciaron su pectoral en el que se
podían sentir con fuerza los latidos de su corazón. Le dejé un beso
en el pecho y fui subiendo hasta su mandíbula dejándole pequeños
besos por toda la piel de aquella zona, vibraba. Vibrábamos.
Me levantó del suelo agarrándome del culo, rodeé con mis
piernas su cintura y seguí esparciendo besos por toda la piel a la
que alcanzaba desde aquella altura a la que Héctor me había
puesto.
Me dejó sentada sobre un escritorio de madera, sentí el frío de
aquel material en mi piel pero, era tan fuerte el fuego que ardía
dentro de mí, que poco me importó. Me retiró con delicadeza el
tanga dejándome completamente expuesta, con lo que yo siempre
fui y lo que ahora era… Jadeábamos sobre nuestras bocas,
desabroché desesperada su pantalón negro (aunque se lo hubiera
dejado puesto toda la vida), era una locura cómo le quedaba aquella
tela sobre la piel… Liberé su polla y la dirigí a mi entrada, nos
fundimos desesperados, como si no hubiera un mañana y
hubiéramos decidido que el fin del mundo nos tenía que pillar así,
devorándonos. Sus embistes desesperados me precipitaban a un
orgasmo que intentaba frenar pero sabía que no sería por mucho
tiempo.
Se me llenó la boca de su nombre al vaciarme precipitando así el
orgasmo de Héctor. Ambos temblábamos, jadeábamos abrazados.
Ya que el mundo no se había acabado, bien podría pararse el
tiempo allí mismo, que dejaran de correr las agujas del reloj y me
permitieran seguir escuchando aquellos latidos desesperados en el
pecho de Héctor.
—Héctor.
—Dime —me acariciaba tembloroso el pelo.
—No te vayas.
Tragó saliva, pude oír perfectamente cómo aquel liquido le
descendía garganta abajo, aún seguía apoyada en su pecho.
—¿De dónde?
—De Almería, del dúplex y de mi vida.
Capítulo 35 Héctor

No quería que me fuera … Se me hizo un nudo en la garganta y


la mandíbula empezó a temblarme. Nunca nadie me pidió, jamás,
que me quedase a su lado, que no me fuera…
Intenté no romperme pero es que llevaba demasiada emoción
contenida desde que la vi al otro lado de la puerta de aquella
habitación horrible.
—¿Me has oído?
—Sí —le respondí lleno de emociones.
Levantó la mirada y la clavó en mis ojos vidriosos, intenté
esquivársela con esa chulería que me caracterizaba, aunque con
la bestial diferencia de que mis lágrimas no me ayudaban a ser el
chulito que siempre fui.
—¿Estás llorando?
—No.
—Pero te falta poco… —sonrió—. Falta… no sé… que te diga
que eres demasiado importante para mí.
Sonreí levemente y, efectivamente, la mandíbula empezó a
temblarme más y se me derramaron los ojos. Me abrazó fuerte
como hacía mucho que no me abrazaban y es que, Jimena, era
magia…
—Respóndeme, Héctor, dime, por favor, que vas a quedarte. —
En Almería sí.
—¿Y en el dúplex?
—No tengo llaves —sonreí.
Caminó hasta su bolso que lo había dejado sobre la cama y
rebuscó en él.
—Toma.
Dibujé una sonrisa aún mayor en mi cara y cogí aquellas llaves
que me tendía.
—Son las tuyas, Jimena. ¿Cómo vas a entrar cuando regreses de
la clínica?
—Confió en que seas tú quien me abra la puerta.
—Y lo de quedarme en tu vida ya lo iremos viendo… Soy de-
masiado desastre y firmé una cláusula en la que la propietaria, es
decir tú, podía echarme en cualquier momento.
—Aunque te echase del dúplex por desastre, creo que ya no
podría sacarte de mi vida tan fácilmente…
—¿Sabes qué creo, Jimena? —negó con la cabeza y continué—.
Creo que soy el chico de tu vida, lo que pasa es que tú aún no lo
sabes.
Le guiñé un ojo demasiado coqueto quizá, me perdí en aquella
sonrisa que sus labios dibujaron y, seguidamente, se me olvidó todo
lo demás, se me olvidó incluso que en aquel dúplex seguía estando
Adrián…
—¿Puedo darme una ducha rápida? Vuelvo a la clínica en una
hora…
—Espera, no imaginas cómo es el baño de esta pocilga… Ponte
esto —le di mis zapatillas de goma y las cogió.
—¿En serio? —se carcajeó.
—Más que la hostia, créeme.
Caminó hasta el baño con mis zapatillas puestas, me hacía
gracia verla con ellas, le quedaban enormes y no podía levantar los
pies del suelo para caminar de forma normal.
—¡QUÉ PUTO ASCO! —gritó desde el baño y me carcajeé.
—Con tu trastorno obsesivo de la limpieza imagino que tu cerebro
estará ahora mismo teniendo un cortocircuito…
—Por favor, Héctor, ¡esa bañera es un foco de bacterias!
—No sabía que vendrías… De haberlo sabido me hubiera alojado
en el hotel más lujoso de Almería… Siento poder ofrecerte solo
esto… Yo no soy de champagne, soy de cervecitas…
—Rezaré por no perder ambos pies, aun así —se volteó y me
miró—, habrá merecido todo la pena si te llevo de vuelta a casa.
Sonreí de lado. No podía creer que todo lo que estaba saliendo
de la boca de Jimena estuviese siendo real…
La acompañé hasta abajo y, antes de salir del motel, se volvió y
se encaminó decidida al mostrador de la recepción.
—¿Algo en que pueda volver a ayudarla, señorita? —le preguntó
el chico muy amablemente.
—Sí, a mí y a los huéspedes que se alojan o vayan a alojarse
aquí...
Abrí los ojos como platos y sentí un poco de vergüenza, aparté la
mirada del chico de la recepción y la clavé en aquel suelo cuyas
rayas de unión entre losa y losa estaban completamente negras.
—Dígame…
—Limpien este cuchitril, ¡a fondo! Me he dado una ducha rápida
en ese baño de la habitación que el señor Héctor Balbuena habita y
estoy temiendo por la integridad de mis pies… Mire —se quedó
unos segundos callada leyendo la placa de identificación que el
chico llevaba en su camisa de rayas—, Luís, he visto pocilgas más
limpias que este motel de carretera… Y más que su placa
identificativa también… —añadió para terminar.
…Tierra trágame…
—Jimena, se te hace tarde… —le dije intentando sacarla de allí,
bueno, realmente era yo el que hubiera dado lo que no tenía por
salir de allí.
—Lo tendremos en cuenta, señorita —le dijo Luís un poco
avergonzado—. Muchas gracias.
Tiré de su brazo y la saqué de aquella recepción.
—Jimena… por Dios…
—¡Ni por Dios ni por la Virgen! Casi muero del asco dándome el
baño en esa ducha… Y ni que decir cabe que a saber lo que va a
pasarle a mis pies en unos días… Creo que no voy a librarme de
unos hongos ni aun habiendo usado tus zapatillas…
—Exagerada… —sonreí negando con la cabeza—. Deberías
saber que si no llega a ser por Luís hubiera llevado la camisa hecha
un acordeón a la entrevista de trabajo que hoy tuve…
—¿Has tenido una entrevista de trabajo? —saltó a la vez que
aplaudía.
—¿Por qué te alegras tanto? No te he dicho que me hayan
cogido…
—¡Te han cogido! Te brillan los ojos como nunca. Estás feliz.
—He estado haciendo el amor contigo, Jimena, no podría estar
de otra forma…
—¿El amor? —se carcajeó.
—Llámale como quieras —le guiñé el ojo—. A mí me gusta llamar
las cosas por su nombre.
—¡Qué romántico te has vuelto! No pareces el mismo, chico.
Le abrí la puerta del coche después de accionar su mando para
abrirlo.
—Bueno, he estado observando al sosainas de Adrián, tipo
maestro y aprendiz —sonreí doblando un poco la boca y arrugando
la frente.
—No le digas sosainas, es un buen tío pero te niegas a verlo. Te
veo en casa. Confío en que serás tú quien me abra la puerta esta
noche al llegar de la clínica. No me falles, Héctor.
Me dejó un beso corto en los labios y volví a sonreír sintiéndome
afortunado por haberme tropezado con ella en aquel momento de mi
vida. Se subió a su coche —Te veré después —le guiñé el ojo.
—Por cierto, no te duches ahí, hazlo en casa —me guiñó el ojo.
Cerró la puerta y abrió la ventanilla.
Di un par de golpes en el techo.
—Ten cuidado. Hasta luego, Jimena.
—Adiós, Héctor.
Cuando mis pies pisaron el suelo de la terraza delantera de aquel
dúplex que habíamos estado compartiendo sentí un escalofrío que
me recorrió el cuerpo entero.
—Bienvenido de nuevo —me dijo Adrián, portando aquella
sonrisa que no me parecía sincera, cuando me abrió la puerta antes
de introducir la llave que Jimena me había dejado.
—Gracias —respondí seco, no me apetecía su presencia, me
provocaba demasiadas sensaciones agrias en la garganta.
Entré y nuestros hombros se golpearon haciéndole así apartarse
de mi camino.
—No pidas disculpas, da igual… —me dijo poniendo los ojos en
blanco.
Ignoré aquel comentario y seguí mi camino. Arrastrando la
maleta, subí las escaleras dirigiéndome a mi habitación, él me
seguía y me incomodaba bastante saberle tan cerca.
—¿Estás bien, Héctor? —me preguntó cuando dejé mi maleta
donde siempre estuvo, junto con el bajo perfectamente enfundado.
—¿Acaso te importa?
—Bueno… Era solo para decirte que si te apetece hablar sobre
algo que te atormente estoy aquí…
—Mira, te voy a dejar las cosas claras desde ya una vez más,
creo que las anteriores veces no las has entendido, confío en que
esta sea la definitiva, tú y yo jamás seremos amigos, ¿te queda
claro? Intenta hablarme lo mínimo, ¿okey? —asintió con una mueca
de desaprobación en la cara y negando con la cabeza poniéndome
nervioso.
Aquel gesto me recordó demasiado a mi padre, era la misma
expresión que me ponía cuando se guardaba darme una bofetada
para bajarme la chulería que me caracterizaba.
—Eres un capullo…
—Por favor, que estas sean las últimas palabras que utilices para
dirigirte a mí, imagina que no existo.
—Así será, Héctor.
Y se marchó de mi dormitorio.
Me di un baño largo pensando en lo mucho que me había
cambiado la vida desde que llegué a aquella ciudad movido por el
destino. Tuve claro en mi mente todo lo que haría al llegar a aquella
ciudad en la que el azar me escupió y también tenía perfectamente
orquestado todo lo que no haría, y, al final, terminó pasando todo lo
contrario a lo que había planificado.
Me senté en uno de los sillones de la terraza, me encendí un
cigarro y me quedé allí, esperando a Jimena en su parte favorita de
su dúplex.
Juro que olí su perfume antes de que mis ojos percibieran su
silueta entrando por aquella cancela blanca que separaba la calle de
su templo.
—Sabía que no me fallarías —me dijo sonriendo. Apagué el
cigarro en la concha y me puse en pie. —Nunca fallo, antes de fallar
yo, me fallan —le guiñé el ojo. Me dejó un beso corto en los labios.
—Pobrecito… —puso cara de pena y me hizo reír. Jimena era
preciosa, en todos los aspectos.
Pasamos al interior del dúplex, Adrián estaba sentado en el
sofá viendo la televisión y, al ver que Jimena entró, se le dibujó una
inmediata sonrisa en la cara… Capullo…
—¿Qué tal el día, Jimena? —le guiñó el ojo.
—Mejor de lo que lo empecé. Gracias por todo, Adrián —y le
devolvió aquel guiño.
No entendí qué había podido ser aquello a lo que Jimena se
refería con “todo” pero, para ser sincero, me importaba entre nada y
absolutamente nada…
Jimena subió a la planta de arriba a darse un baño y Adrián se
metió en la cocina a darle la última vuelta a una tortilla de patatas
que estuvo haciendo casi toda la tarde.
No me apetecía compartir con Adrián mesa, me fastidiaba mirarle
las manos, aquellas malditas manos que el día anterior estuvieron
acariciando el cuerpo de Jimena, me repugnaba su boca porque
estaba completamente seguro de que aquella boca besó la de
Jimena, él, en conjunto, me repugnaba. Le veía mirarla de reojo y
me encendía el pecho, despertaba en mí todos los demonios y me
hacía viajar a aquel momento en el que incrusté mi bota en la puerta
del cuarto de baño de Mikel al ver a Omar y a Dafne dentro de este.
—Héctor ha encontrado trabajo —dijo Jimena antes de meterse
en la boca un trozo de tortilla.
—Me alegro, Héctor.
—Sí, seguro… Igual que te alegra tenerme de vuelta.
Negó con la cabeza y volvió a clavar la mirada en el plato.
—Héctor… —me dijo Jimena a la vez que por debajo de la mesa
me daba una patada—. Me encantaría que mantuviéramos una
convivencia sana, pensé que en la playa conseguimos acercar
posturas… Pensé que, después de aquello, seríamos diferentes.
—Yo soy como soy, no me ando con dobleces. Lo he intentado
pero me parece que Adrián juega sucio y no me apetece tener
ninguna relación con él, ni buena, ni mala… Prefiero que imagine
que no existo.
—Así será, ya te lo dije antes.
—Me alegro —le respondí sin levantar la mirada de mi plato.
—Eres ridículo, tío.
—¿Sigues?
—Mirad, ¡ya está bien! Parecéis dos niños pequeños, sois como
los típicos hermanos que se llevan a chincharrazos todo el puto día
y, cuando uno no está, el otro siente que no puede estar sin él.
—No hagas que me carcajeé, Jimena… —le dije.
Capítulo 36 Jimena

Dije aquella frase tal y como se me pasó por el cerebro, quizá


ponerlos como un ejemplo de hermanos no era lo más correcto
pero, es que los hermanos suelen ser así, se matan y se quieren al
cincuenta por ciento. Adrián quería a Héctor, estaba segura, quizá
quiso ver en él eso, el hermano que nunca tuvo, lo miraba con
cariño y estaba segura de que, si en las manos de Adrián, estuviese
poder ayuda a Héctor lo haría sin pensárselo dos veces, en cambio,
Héctor, estaba dolido con la vida, y con las personas, pero se
emocionó cuando le pedí que se quedase en mi vida… Héctor
necesitaba muchos abrazos, estaba completamente segura y,
cuando su corazón se llenase de amor, sería más blandito de lo que
era a pesar de llevar esa coraza que yo, personalmente, no me la
creía.
—Me voy a la cama —dijo Héctor recogiendo su plato y su vaso
—. Mañana madrugo.
—Hasta mañana —le dije.
Adrián no le contestó, posiblemente obedeciendo a aquello que
Héctor le había pedido que hiciera.
—Yo también me iré ya a la cama —me dijo Adrián cabizbajo. —
¿Todo bien, Adrián?
—Bien, Jimena. Todo está bien —me dejó un beso en la cabeza.
Recogió la mesa y se marchó. Me quedé sola en la cocina
pensando en algo que últimamente me rondaba demasiado por la
cabeza, ¿era yo la única persona del mundo que le veía gestos
completamente idénticos a Héctor y a Adrián?
Odiaba salir del colegio y que estuviera lloviendo impidiéndome
así poder aislarme del resto de chicos que esperaban, al igual que
yo, aquel autobús que nos llevaba de vuelta a casa, bajo la
marquesina.
—Mirad quién está aquí… ¿Y tu hermano el fantasma? ¿Ya
volvió y por fin lo acuna la loca de tu madre?
Seguí con la mirada clavada en la punta de mis botas pidiéndole
a mi reloj que fuese más rápido.
—Jimena, vamos a hacer una excursión todos juntos a la tumba
de tu hermanito, ¿te apuntas? —me cogió entre sus dedos un
mechón de pelo.
—Déjame en paz —le dije sin levantar mi mirada de la puntera de
mis botas. Me retiré.
—¡Antipática…! ¿Deberías haber muerto tú antes que tu
hermano?
Aquella maldita frase que me oprimía el pecho y me asfixiaba, y
que, por desgracia, oía demasiado…
Me aparté de todos. Las risas de aquellos que se hacían llamar,
dentro del colegio, compañeros, me rompían el corazón en mil
pedazos. Fuera de la marquesina la lluvia me calaba la ropa, sentía
el frío en la piel pero no me importaba, no dolía, al menos no como
sí que dolían aquellas risas bajo el techado de la parada.
—Miradla… Ahí solita… ¿Llamamos a tu mamá? Ay no… estará
ocupada velando al niño fantasma…
El nudo me ahogaba, no podía respirar…
Tenía que ser una pesadilla…
Me levanté de nuevo sobresaltada, la respiración me iba a mil por
hora y tenía una sensación de presión en la garganta que me
impedía incluso poder tragar mi propia saliva…
Me senté en el filo de la cama y me agarré mi melena en un
moño desdeñoso con la gomilla negra que había encima de mi
mesita de noche. Odiaba aquellas pesadillas, odiaba todo lo que
había vivido en el colegio y odiaba no haber podido pasar página
después de tantos años… Ojalá tuviera una varita mágica con la
que, después de decir una frase, como esas que las hadas
madrinas utilizan en los cuentos, y golpearme con ella sobre la
cabeza, aquello que me atormentaba mi presente, aun siendo parte
de un pasado lo suficientemente lejano como para que hubiera ido
desapareciendo, se esfumase por completo de mí.
Ojalá esa varita, ayer, hoy y mañana…
Rompí a llorar, necesitaba ayuda, necesitaba que un especialista
me ayudase con aquello que pesaba demasiado sobre mis
hombros.
—¿Por qué lloras?
Aquella frase susurrada cerca de mi oído me hizo sentir bien
dentro de todo aquello que me consumía.
—He tenido una pesadilla, Héctor.
—Toma, bebe —me tendió un vaso de agua fresca—. Bajé
porque la cena me está dando muchísima sed, no sé qué cojones le
habrá puesto el capullo este a la tortilla…
—Héctor…
No me gustaba que hablara de Adrián así.
—¿Estás mejor? —asentí—. Intenta volver a dormir.
—¿Te quedas?
—Ya te dije hoy que sí, me quedo en Almería, en el dúplex y en tu
vida…
—En mi cama, Héctor, que si te quedas en mi cama…
Sonrió levemente, dejó el vaso de agua prácticamente vacío
sobre la mesita de noche y se acostó abrazándome por detrás.
Ambos estábamos ataviados únicamente con nuestra ropa interior
por lo que hubiera sido muy fácil haberle dejado actuar a la pasión
pero no (a pesar de estar prácticamente desnudos).
—Me encanta el olor de tu pelo, podría estar oliéndolo toda la
vida…
—Me va a costar volver a dormirme… Cántame una nana…
—No sé cantar nanas, era miembro de una banda de rock,
¿recuerdas? —sonreí aunque no podía verme.
Me apretó fuerte contra él y me transfirió el calor de su cuerpo en
el mío que aún temblaba por la reciente pesadilla. Me acurruqué
entre sus brazos.
—Pues cántame algo que me recuerde a nosotros. Algo que,
entre notas musicales y frases cargadas de rimas, sienta que refleja
esto raro que tenemos.
Se quedó unos segundos callado buscando la canción perfecta
para aquello raro que teníamos. Era raro porque no era una relación
al uso, ni tan siquiera sabía si teníamos alguna relación fuera del
terreno sexual…
—Creo que tengo la canción perfecta, no soy cantante, soy
bajista —aclaró prácticamente susurrando—, pero voy a ponerle
todo el corazón.
Me hablaba bajito, cerca del oído y erizándome la piel. Sentía su
calor como parte de mí. Carraspeó un poco, sin hacer mucho ruido,
y empezó a cantarme al oído una canción que me encantaba de
Antonio José, “Contigo”. No pudo elegir mejor canción que aquella,
aquellas palabras entonadas parecían parte de aquello que
empezábamos a tener y a lo que no conseguía ponerle nombre…
Me quedé dormida cuando aquella canción, que sentí nuestra, dio
fin.
Amanecí enredada entre sus brazos y, por primera vez, deseé
que la noche hubiera sido más larga. Tenía la mirada clavada en su
pectoral que se movía tranquilo, ¿realmente aquello estaba
pasando? No estaba en mis planes despertar ninguna mañana
enredada entre los brazos y las sábanas de mi inquilino, bueno,
para ser sincera, en mis planes no estaba nada de lo que había
pasado entre aquellas paredes que formaban mi dúplex con vistas al
mar.
Levanté la mirada hasta llegar a su cara, pensé que estaba
dormido pero no, tenía la mirada clavada en el techo.
—Buenos días, Jimena —me susurró.
—Buenos días —le dejé un beso en el hueso pronunciado de su
mandíbula.
—¿Has dormido bien? —asentí—. Tengo que irme, no quiero
llegar tarde mi primer día de trabajo. Quiero que piensen que soy un
tipo serio —me guiñó el ojo.
Se levantó dejándome un beso en la mejilla y se marchó de mi
dormitorio. Pocos minutos después, volvió. Llevaba entre sus brazos
la ropa que llevaría al trabajo; un pantalón chino negro y una camisa
de manga larga blanca que remangó hasta su antebrazo. Verlo
vestirse me hacía sentir prácticamente lo mismo que cuando se
desnudaba, era súper sexy en ambos campos.
—¿Puedo preguntarte algo, Jimena? —me dijo mientras se
abotonaba la camisa, sin dirigirme la mirada.
—Claro.
—¿Qué sientes por mí?
Tragué saliva, ni yo misma sabía qué me pasaba con Héctor,
posiblemente era aquello que llegó sin previo aviso a mi vida, sin
formar parte de mi agenda, sin formar parte de mis planes y, por
primera vez en mi vida, me sentí cómoda con algo que no llevaba
apuntado en mi agenda de peluche que me acompañaba a todos
lados. Él llegó a mi clínica, se presentó buscando algo dónde
quedarse y, sabiendo únicamente su nombre, se instaló en el cuarto
de al lado. Quizá fue el punto de locura que mi maldita calma
necesitaba…
—Si te soy sincera, no lo sé… No estoy enamorada pero sí sé
que no quiero dejar de verte, que me siento cómoda entre tus
brazos… No sé qué pasará, prefiero no pensarlo, pero sé cuando
estás, sumas, y a mí, todo lo que sume, me atrae.
—Pues yo, Jimena, esta noche descubrí que sí estoy enamorado
de ti —abrí los ojos como platos—. Te imaginé dormida con otra
persona como lo hacías conmigo y sentí que me ardía el pecho. No
estaba en mis planes, no sé qué tienes pero sí que sé que lo quiero
en mi vida para siempre.
Sabía lo mucho que a Héctor le había costado sincerarse como lo
hizo, él que era un negado para el amor, el chico que no creía en
historias de príncipes y princesas, ni regalaba flores acababa de
declararse, a bocajarro, sin medias tintas, confesando estar
enamorado… Me dejó un beso en el pelo y se fue, yo me quedé
remoloneando un poco más en mi cama, drogándome del olor que
Héctor había dejado en mis sábanas y regocijándome en las
sensaciones vividas durante aquel trocito de noche que decidí pasar
con él y en aquellas palabras que acaban de salir de su boca.
Llegué caminando al trabajo aprovechando que el día había
amanecido soleado, a la arena de la playa volvieron aquellas
sombrillas de los madrugadores amantes del mar y aquel olor tan
único que tiene. Vi a Lorena a lo lejos, estaba con la espalda
apoyada en la pared de la clínica y con la mirada perdida en el
horizonte azul, en aquellas olas que pintaban de blanco la orilla,
pensativa… Estaba cambiada, preocupada y me jodía mucho verla
así y no poder hacer nada para cambiar aquello, sintiéndome, como
amiga, una auténtica mierda…
—Buenos días —le dije cuando ya estaba cerca, sacándola de
aquel eterno pensamiento que había arruinado la sonrisa de Lorena.
—Buenos días, hoy brillas, más que de costumbre —sonreí—.
Esos chicos con los que vives deben ser auténticos magos…
Realmente todo lo que estaba viviendo parecía ser magia, un
truco de esos que te dejan con la boca abierta y los ojos
completamente hipnotizados intentando descifrar cómo está
llevando a cabo el truco el mago, intentando no parpadear para no
perderte ni un solo movimiento y cayendo en la cuenta de que todo
te fascina tanto que no tienes necesidad de parpadeo. Posiblemente
brillaba y Lorena tenía razón, pero ella no, y eso me dolía.
—¿Estás bien?
—No… Nunca estoy bien últimamente… siento que estoy loca,
que veo cosas que el resto no y me siento culpable de estar
agobiando a Guille con esto que me roba el sueño… Anoche le volví
a decir las sospechas que tenía, me dijo que estaba loca, que él
jamás me sería infiel, que soy todo lo que necesita —sonreí
encantada de escuchar aquellas palabras—. No le creo.
Se me borró por completo aquella sonrisa. ¿Por qué Lorena
estaba tan segura?
Abrí la persiana metálica y entramos al interior de la clínica.
Comprobé que todo estuviese colocado en su sitio con esa manía
mía de comprobarlo todo al milímetro. Lorena se sentó en la silla
giratoria, frente al ordenador apagado hipnotizada con aquella
pantalla oscura. No quise preguntarle nada más, no quise ahondar
en aquellos pensamientos que la mantenían al margen del resto del
mundo.
Un poco antes de echar el cierre decidí compartir aquello que me
rondaba en la cabeza, aquello que, a pesar de parecerme una
auténtica locura y una imposibilidad total, no paraba de venírseme a
la cabeza cada vez que tenía a Héctor o a Adrián frente a mí.
—Lorena —la saqué de su hipnotismo, tenía los ojos clavados en
algún punto de la mesa de escritorio de la que no se había movido
en toda la mañana.
—Dime.
—No sé cómo decirte esto sin parecer loca…
Puso los ojos en blanco.
—Aquí no hay más loca que yo, dispara, sin miedo. De loca a
loca —me guiñó el ojo y dejó a la luz aquella sonrisa que era tan
suya (por fin volvía a vérsela).
—Creo que Héctor y Adrián son hermanos.
Sin medias tintas. Abrió los ojos como platos y la boca se le abrió
por inercia formando una enorme O (no era para menos…) que
intentó tapar con los tres dedos centrales de su mano derecha.
—¿Por qué dices eso?
—Pues porque son iguales…
Volvió a poner los ojos en blanco y fue justo en aquel momento
en el que pensé que estaba viendo, quizá, cosas que al resto le
pasaban desapercibidas.
—Uno es rubio, el otro moreno. Uno tiene los ojos azules, el otro
negros —carraspeó—, ejem… ¿perdona? —puse los ojos en
blanco.
—¿Y los gestos? ¿el tono de voz? ¿el físico?
—Yo no los veo parecidos… También es verdad que no los he
tenido a los dos frente a frente hablándome… ¿Por qué no les
coges un pelo y lo llevas a analizar? —se carcajeó.
—¿Podría hacerlo?
Se le cortó la carcajada.
—A ver, Jimena, porque creo que se te está yendo la pinza más
que a mí… Creo que nos estamos creyendo detectives por aquel
chapuz que le hicimos a mi hermana y ahora nos creemos capaces
de resolver cualquier asuntillo que requiera de los servicios de un
profesional de la investigación…
Le conté detalladamente aquella conversación que los tres
tuvimos en la playa, los años que Adrián había dedicado a encontrar
a su familia.
—No creo que el destino lo haya puesto así de fácil…
—No pierdo nada averiguándolo… Sería una cosa en secreto,
porque, en el caso de estar equivocada, no le haría daño a Adrián
removiendo de nuevo su pasado…
—Podrías empezar averiguando sus fechas de nacimiento, creo
que deben tener más o menos la misma edad…
Me quedé unos minutos pensativa bajo la atenta mirada incrédula
de Lorena.
—¡Ahí están los contratos que les hicimos! —se me iluminó la
bombilla—. ¡Búscalos!
—¿En serio, Jimena?
—¡Qué sí!
—Estás fatal…
—¡Búscalos!
Hizo lo que le pedí a pesar de pensar que estaba loca, las amigas
están para eso, ¿no? Sacó ambos contratos del archivador de metal
que tenía en el lateral derecho del escritorio.
—Aquí están.
Los puso sobre el pequeño mostrador y se puso en pie para leer
conmigo los datos personales de mis dos inquilinos. Cuando
llegamos a la fecha y lugar de nacimiento, ambas nos miramos. El
corazón me iba a mil por hora y la cabeza a cinco mil…
27 de abril del 1984… Madrid…
—Jimena…
No podía reaccionar, no podía ser posible… A pesar de tener un
alto nivel de confianza en mi sexto sentido, aquel que reaccionó
prácticamente desde el principio, me parecía algo insólito…
—Necesito confirmarlo.
—A ver, tengo una amiga que trabaja en un laboratorio, si
consigues una muestra de cada uno podría entregárselas y que las
analizase. Pero esto no puede saberlo nadie, ella no puede estar
haciendo pruebas de ADN así porque sí sin el conocimiento de las
partes implicadas… Se lo pediría como favor…
—Estoy cagada, Lorena. ¿Imaginas lo feliz que podría hacer a
Adrián si por fin le pusiese frente a frente a eso que ha estado
buscando tantos años?
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Intenta traerme las muestras, creo que en un par de días
podríamos tener los resultados…
Tenía que hacerme con ellas sí o sí.
Capítulo 37 Adrián

Volvieron a pasar la noche juntos, sentía que sobraba en aquel


dúplex y que, entre ellos, empezaba a surgir algo más especial de lo
que había estado pasando anteriormente.
—¡Buenos días, Adrián!
—Buenos días, Tamara. ¿Cómo se nos presenta el día? —
Tranquilo, muy tranquilo.
Dejé mi cartera de mano sobre mi escritorio y dejé en el perchero
de aluminio, que estaba en una de las esquinas, mi chaqueta. Me
remangué un poco las mangas de la camisa y me acerqué a mi
mesa de trabajo. Abrí los planos que Tamara había dejado sobre mi
escritorio y los desenrollé sobre este.
Estaba concentrado en el plano cuando, Tamara, se levantó de
su escritorio y me echó el brazo por encima de la cintura, me quedé
un poco bloqueado cuando su mano apretó con suavidad un poco
de mi piel y me incorporé quedándome completamente erguido y
demasiado cerca de Tamara.
—¿Estás bien, Adrián?
Empleó un tono de voz sensual, reconozco que me chocó y me
intimidó bastante.
—Sí.
—Te noto un poco raro esta mañana, preocupado quizá.
—No, todo está bien.
Me sonrió coqueta dejándome aún más bloqueado de lo que ya
me dejó aquel brazo rodeando mi cintura.
—Me flipan tus ojos —me dijo.
—Gracias.
Me aparté de ella y me senté en mi silla giratoria, evitando la
mirada de Tamara en la que aquella mañana vi algo que nunca
antes había visto…
—¿Te apetecería salir a tomar unas copas?
—Que va… Yo soy un tío muy casero, no me gusta salir de co-
pas…
—¿Y si me invitas a tu casa?
El corazón me dio un vuelco con aquella pregunta. ¿Qué le
pasaba a Tamara?
—Comparto casa con otras dos personas, no puedo llevar a
nadie.
—¿Y si te invito a mi casa?
—Te agradezco la invitación, Tamara, pero no estoy en un buen
momento, sería un auténtico coñazo de tío, créeme.
—Puedes pensártelo si te apetece —me guiñó el ojo.
—Gracias.
Tamara era una chica guapísima pero yo no tenía ojos para otra
chica que no fuera Jimena, al menos en aquel momento.
Volver a casa ya no resultaba tan emocionante como días atrás,
me sentía un poco en tierra de nadie, intentando no ilusionarme con
una chica que me lo ponía muy complicado para conseguirlo. Abrí
aquella puerta blanca que daba paso a aquel dúplex en el que
siempre me sentí como pez en el agua pero en el que, desde hacía
un par de días, había cambiado casi por completo mi forma de verlo
y de ver lo que dentro de este había o sucedía.
Dentro no había nadie, aún no habían llegado a casa Héctor y
Jimena y entré a darme una ducha rápida aprovechando que podía
ducharme sin prisas, sin ese Héctor detrás de la puerta controlando
los minutos que pasaba dentro del baño. Era un buen tío, estaba
completamente seguro, pero el muy canalla me lo ponía todo tan
complicado… ¿Acaso tenía algo de lo que preocuparse? La
respuesta era negativa, había que ser ciego para no ver cómo los
ojos de ambos brillaban cuando se miraban, al final tuvo razón
Héctor y yo no fui nunca competencia, el maldito caimán eclipsó por
completo al lagarto, no era complicado…
—¡Ya estoy en casa! —gritó Jimena mientras dejaba
perfectamente colocados sus zapatos dentro del zapatero de la
entrada.
Se encaminó a la cocina y miró dentro del horno donde se
calentaban unos macarrones gratinados que volvió a encargar
Héctor al sitio de comida casera a domicilio del que ya se estaba
convirtiendo en cliente VIP.
—Sabemos a qué nos exponemos cuando es Héctor el
encargado de la cocina… Llegó hace un rato su pedido, lo recogí yo
mismo… —negó con la cabeza portando aquella sonrisa que me
encantaba—. ¿Cómo te fue?
—Bien. ¿Aún no llegó Héctor? —negué con la cabeza.
Estaba rara, como si evitase tener contacto directo conmigo,
juraría que le costaba mirarme a la cara incluso. Se dispuso a salir
de la cocina pero la frené agarrándola suavemente del brazo y
haciéndola quedar frente a frente a mí.
—¿Puedo preguntarte algo? —le dije.
—¡Claro!
—¿Estás enamorada de Héctor?
Soltó el aire que había estado sosteniendo en sus pulmones,
como si con mi pregunta hubiese respirado tranquila. Tragó saliva y
me miró al fin con seguridad a los ojos, ¡joder cómo brillaban
aquellos ojos negros! Me cogió ambas manos y me las apretó fuerte
con las suyas.
—No estoy enamorada, Adrián, pero presiento que sí que podría
llegar a enamorarme de él.
—¿Entonces yo…?
—Tú eres un tío genial, lo paso súper bien contigo pero… —No
necesito oír nada más, Jimena —sonreí a pesar de tener aquel
pellizco en el pecho que me dificultaba poder respirar hondo. —No
creas que te utilicé, físicamente me atraes muchísimo pero no creo
que tú y yo podamos llegar a tener algo más. —¿Pero estás abierta
a tener algo más con alguien? —No lo sé, estoy perdida en mí
misma… Estoy descubriéndo- me muy poco a poco, soy una Jimena
tan distinta a la que fui que yo misma ando sorprendiéndome con
mis sentimientos y reacciones. —Voy a buscar algo para irme
cuanto antes.
—No quiero que te vayas.
—Yo no quiero irme pero no podría estar viéndoos enamorándoos
poco a poco… —sonreí de lado—. Entiéndeme… Miró al suelo.
—Entiendo…
Cuando Jimena volvió a irse a la clínica, Héctor se subió a su
dormitorio y se encerró en este, le escuchaba tocar el bajo y envidié
aquel talento que tenía, yo nunca conseguí tocar bien ni la flauta en
el colegio, aquello de la música era mi asignatura pendiente.
Sonó mi teléfono móvil, pensé que era Jimena que ya habría
salido de la clínica y temí que le hubiera pasado algo, en la pantalla
se reflejó un número que no tenía memorizado y me extrañó.
Descolgué y me quedé en silencio, esperando que la otra persona
que estaba al otro lado hablase primero.
—¿Adrián?
El corazón me dio un vuelco…
—¿Qué pasa, Tamara?
—Estoy aquí sola en casa pensando en lo educado que has sido
mandándome a la mierda —me carcajeé.
—¡No te he mandado a la mierda!
—Lo has hecho, indirectamente…
—No, de verdad, es solo que no estoy en un buen momento para
compartir momentos, valga la redundancia, con alguien… —Eso
huele a líos de faldas.
—Solo pensé que podía competir con un tío que salta a la vista
de que mola demasiado, aunque sea un capullo…
—¿Existe un tío que te ha hecho competencia? Será un dios,
¿no? Yo no he visto ningún chico como tú…
Sonreí y me ruboricé.
—Vaya… Gracias…
—Con el montón de peces que hay en el río y tú amargado
por uno… Chico, con esa caña podrías conseguir cualquier pez…
—Pero no sería ese pez que se me resiste…
—Te propongo algo; mañana, después de currar, vamos a
tomarnos unas cañas. No puedes negarte.
Puse los ojos en blanco, tomarme un par de cervezas con
Tamara no me resultaba un súper planazo pero, a lo mejor, me
ayudaba a desconectar.
—Mañana te diré.
—¡Genial! Al menos conseguí ir más allá del no… —¿Podemos
hablar? —me interrumpió Héctor.
Le miré de reojo un poco enfadado por su falta de educación,
¿nadie le había dicho a aquel chico que no se interrumpía
conversaciones ajenas?
—Bueno, tengo que dejarte —le dije a Tamara a través del
teléfono—, hasta mañana.
—Hasta mañana, Adrián.
Colgué y tiré de mala gana el teléfono sobre la mesa baja del
salón y me puse de pie. Héctor traía el bajo en la mano y lo dejó
apoyado en el sofá con toda la delicadeza que le faltaba al hablar.
—¿Qué se supone que es lo correcto hacer cuando una persona
sobra en un sitio? —me preguntó con esa chulería y prepotencia
con la que fue dotado Héctor el día de su nacimiento.
—No sé, dímelo tú.
—Tres son multitud, ¿entiendes?
Me carcajeé en su cara haciéndole retorcer la boca en
desaprobación, sabía que mi actuación, si se tornaba chulesca
como la suya, le sacaría de sus casillas, también sabía que me
importaba una mierda y que ya estaba cansado de agachar la
cabeza para intentar agradarle.
—Si algún día decido irme, caimán —vacilé—, será porque me dé
la real gana de hacerlo, y no porque tú vengas a decírmelo. ¿Nunca
te han partido la boca? ¿Nunca te han plantado cara y te han bajado
los humos y la chulería esa que tienes de una bofetada? —No.
—Pues ya va siendo hora, aparte de ser un puto desagradecido
eres capullo.
—Hasta donde yo sé poco es lo que yo tengo que agradecerte a
ti…
—Qué sabrás tú…
—Cuéntamelo tú, si tan listo eres… Venga, a ver, ¿qué tengo que
agradecerte?
—Varias cosas, pero paso de ti, chaval.
Pasé por su lado y me empujó haciéndome desviarme de mi
camino recto. Giré la cabeza para plantarle cara, no me achantaba
aquella chulería, siempre evité los malos rollos, toda mi vida, no me
sentía cómodo jugando en ese terreno pero, si me buscabas, me
encontrabas.
—No vuelvas a tocarme.
—¿No? —me dio con su dedo índice en el hombro demasiado
fuerte cabreándome más aún.
—¿Eres imbécil? ¡Te he dicho que no vuelvas a tocarme! Intentó
volver a darme con el dedo y le empujé el brazo apartándolo de mí.
Le di la espalda para irme a mi habitación, no me apetecía seguir
compartiendo el mismo espacio con él y sabía que, entre nosotros,
las cosas podían ponerse complicadas si seguíamos allí, juntos en
aquel espacio. Antes de poner el primer pie en la escalera, me
empujó por la espalda haciéndome caer con las manos un par de
escalones más arriba.
Cuando me incorporé apreté la mandíbula, empecé a recordar los
momentos desagradables que habíamos tenido, cómo acariciaba a
Jimena, la chulería con la que me hablaba siempre y empezó
a hervirme la sangre dentro del cuerpo, como si fuese una
cafetera a punto de entrar en ebullición. Me volví y le di un empujón
en el pecho haciéndole golpearse la espalda contra la pared.
—¡LA HAS CAGADO, HIJO DE PUTA! —me dijo con la cara
inyectada en sangre.
Se abalanzó sobre mí y me agarró de la camisa haciéndola crujir,
los ojos los mantenía inquietos paseándolos por cientos de puntos
de mi rostro. Estaba fuera de sí pero no me intimidó. —De buena
gana te partía la cara —le dije—. Creo que eso es lo que necesitas,
que alguien te dé dos bofetadas y te sitúe los pies en el suelo.
—Dámelas.
Sus puños apretaban con más fuerza aquel trozo de tela que
tenían entre ellos, quería marcharme, apartarme de él pero por otro
lado quería partirle la boca.
Le empujé intentado que me soltase la camisa, tiró con fuerza de
ella y rompió la tela desatando aquella bestia que vivía en mí y
que nunca antes había dejado a la luz.
—¡Si no fuera por mí no tendrías ese trabajo, gilipollas! ¡Si no
fuera por mí no habrías vuelto al dúplex! Debí dejarte allí, en aquel
motel hasta que al fin saliese aquel vuelo que por cobarde te
llevaría lejos de aquí. ¡Debí dejarte ir, imbécil!
—Así hubiera sido más fácil para ti, ¿verdad? Estás
acostumbrado a tenerlo todo de forma sencilla, tus papás te lo
dieron todo,
el niñito no llegaba a pedirlo cuando ya lo tenía en la mano…
Estaba tan alterado que no escuché a Jimena entrar en el dú plex.
—¿QUÉ PASA AQUÍ? —gritó sorprendida al ver mi camisa rota.
Ambos la ignoramos.
—El niñito fue feliz, ¡quizá fue eso lo que te faltó a ti! —¡Yo fui
muy feliz! Fui feliz toda la vida mientras tuve a mis padres conmigo,
no como tú que tus padres te dejaron en un centro porque no
querían tenerte en sus vidas.
—¡HÉCTOR! —le gritó Jimena conocedora de que había tocado
el interruptor que hacía saltar la chispa en mi cerebro. —¡HIJO DE
PUTA! —le grité inyectando mis ojos en sangre y apretando tanto la
mandíbula que sentía que, si seguía así, podía partirme los dientes.
Le di un empujón y lo dejé caer al suelo, cogí el bajo que tenía
cerca y lo destrocé contra el suelo bajo la mirada horrorizada de
Jimena.
—¡PARAD! ¡POR FAVOR!
Haber hecho trizas aquel bajo llenó a Héctor de rabia
levantándose del suelo de un solo movimiento y lanzándose sobre
mí dándome puñetazos.
Volvimos a caer al suelo revolcándonos sobre este sin parar de
darnos golpes. Los gritos de Jimena pidiendo que dejásemos
aquella pelea los escuchaba a lo lejos, como si no estuviera dentro
de las mismas cuatro paredes en las que Héctor y yo peleábamos a
puñetazos.
—¡PARAD! ¡ADRIÁN, HÉCTOR! POR FAVOR… No sentía los
golpes de Héctor, estaba completamente fuera de mí y solo quería
sacar de mí toda la ira que desató aquella frase en mi interior: “Fui
feliz toda la vida mientras tuve a mis padres conmigo, no como tú
que tus padres te dejaron en un centro porque no querían tenerte en
sus vidas”. Dolió, ¡joder cómo dolió! Las lágrimas corrían por mi
cara, subido a horcajadas sobre él no era consciente de lo mucho
que le golpeaba y del daño que sus golpes hacían en mí. —¡PARA,
ADRIÁN!
Metió sus manos rodeándome el cuerpo y tirando de mí para
apartarme de Héctor. Me puse en pie, quedando apartado de Héctor
donde Jimena, que no paraba de llorar, me había dejado. —¡Hijo de
puta! —me dijo cuando al fin consiguió ponerse en pie—. Te
mataba, te juro que te mataba, cabrón.
Las lágrimas salían a mansalva de mis ojos azules, nunca nadie
me hizo tanto daño como Héctor consiguió hacerme aquel día y no,
no me refería a los golpes, ni a la sangre que salía libremente de mi
boca, ni al moratón que se intuía en mi pómulo, me destrozaron más
sus palabras que sus golpes.
Capítulo 38 Jimena

Metí los dos vasos de los que habían bebido durante el almuerzo
en una bolsa hermética dispuesta a sacar de ellos la máxima
información posible. Lorena no creía lo que sus ojos veían y es que,
aquella escena de mí misma sacando los dos vasos de dentro de mi
bolso, era tan disparatada como surrealista…
—¿Has pensado en cerrar la clínica y montar un bufete de
abogados y detectives?
—No lo he pensado pero, ahora que lo dices, me parece una idea
genial —puse los ojos en blanco.
—Mi amiga dice que en un par de días tendría los resultados
listos.
—Estoy tan nerviosa… Estoy completamente segura de que
Adrián sería súper feliz sabiendo que Héctor es su hermano.
Volví a casa manteniendo conversaciones conmigo misma, re-
pasando cómo les diría, de confirmarse mis sospechas, que eran
hermanos. Necesitaba que el tiempo pasase más deprisa,
necesitaba tener entre mis manos aquel sobre con la respuesta a
tantas preguntas que Adrián se había estado haciendo años atrás.
Metí la llave en la cerradura, dentro oía gritos, golpes y el corazón
se me subió a la garganta en milésimas de segundo. Cuando entré,
la escena que me encontré fue mil veces peor a la que yo había
estado imaginándome en mi cabeza antes de verla.
Cuando escuché a Héctor decirle a Adrián aquello sobre sus
padres supe que la guerra no había empezado realmente hasta
aquel momento y, cuando Adrián destrozó el bajo de Héctor contra
el suelo supe que aquella guerra venía cargada con toda la artillería
pesada y que no había miedo a usarla.
Les pedí que cesaran los golpes, les pedí por favor que dejasen
aquella pelea. No podía para de llorar, tenía miedo que un mal golpe
dejase a uno de los dos malherido.
—¡SOIS UNOS AUTÉNTICOS SINVERGÜENZAS!
¡DESAGRADECIDOS! ¡SOIS DOS PUTOS NIÑATOS! —les dije sin
parar de llorar cuando conseguí al fin separarlos.
—Jimena…
—No, Adrián, ¡NO QUIERO ESCUCHAROS A NINGUNO! De
buena gana os sacaba de aquí, ¡a los dos!
Ambos clavaron sus miradas en las punteras de sus respectivos
zapatos y yo pues me encargué de recoger con mis manos las
piezas más grandes que habían quedado del bajo de Héctor
intentando así tranquilizarme un poco. Ambos se limpiaban la
sangre de sus respectivas bocas con los reversos de sus manos…
Ellos habían estado dándose una paliza y yo intentando descubrir si
eran hermanos.
—¡Sois dos putos niñatos! ¿De qué mierda vais?
Miré el desorden que habían formado en el salón, dejé los trozos
que llevaba en las manos sobre la mesa baja del salón y me senté
en la escalera. Metí la cabeza entre mis manos, aquello me
desbordaba, ¿qué hubiera pasado si hubiera llegado una hora más
tarde? Se hubieran matado a golpes en el salón de mi casa.
Llevaban un mes viviendo conmigo y ya se habían agarrado a
puñetazos como dos niñatos. No podía parar de llorar, hacía mucho
tiempo que no sentía tanto miedo como sentí al verlos enzarzados,
eran dos hombres fuertes que no razonaban, no podían vivir bajo un
mismo techo y me era imposible no sentirme culpable de aquello,
los confundí, ambos creyeron tener capacidad de seguir, con aquel
juego a tres que nunca debimos empezar, pero habían demostrado
que no era así.
—Haced las maletas e iros de aquí.
Sentí un pellizco el pecho cuando aquellas palabras salieron de
mi boca desatando en mí una guerra entre mi cerebro y mi corazón,
entre la razón y lo visceral. Mi cerebro, por nuestro bien, me pedía
sacarlos de allí, de mi vida; mi corazón empezaba a ilusionarse con
Héctor y no quería perder de vista a Adrián porque sabía que era el
típico amigo que todos necesitamos tener. La razón me pedía estar
en calma, mi parte visceral vibraba cuando me rozaban.
—Por favor, Jimena… —se arrodilló Héctor a mis pies—. Por
favor, no me pidas eso.
Lloraba como un niño, lleno de miedo.
—Héctor, no quiero escucharte, he sido muy clara, haced las
maletas e iros de mi casa.
—No puedo irme, me pediste que me quedase en tu vida, no me
hagas esto, por favor —la herida del labio no paraba de sangrarle
manchándole la camiseta blanca que llevaba y las lágrimas no le
daban tregua a sus ojos para parar de llorar.
—Te pedí que te quedases para sumar, esta noche habéis
restado ambos.
—Por favor, Jimena —puso sus manos enlazadas delante de su
pecho—. Eres lo único que tengo en esta vida. Eres la única que me
ha abrazado fuerte consiguiendo así unir todas las partes que otros
rompieron. Eres lo que necesitaba aunque al principio creyese que
no. No me saques de tu vida, no me pidas que me vaya. El destino
nunca se equivoca.
Adrián pasó por mi lado subiendo los escalones para dirigirse a la
planta alta. Le agarré la pierna y se quedó parado aunque no volteó
la cara para mirarme.
—Adrián, tenemos que hablar —asintió y siguió subiendo.
Cuando nos quedamos solos Héctor y yo, me encaminé a la
cocina dejándolo allí arrodillado. Abrí el cajón donde guardaba los
medicamentos y cogí el bote de agua oxigenada y un par de
algodones y volví al salón donde Héctor se había sentado en la
escalera y tenía su cabeza entre sus manos.
Me arrodillé frente a él y saqué su cabeza de entre sus manos
obligándole a mirarme, estaba completamente roto, lloraba como un
niño, hipando incluso. Me destrozaba verlo así pero no podía pasar
por alto todo lo que en mi salón había pasado.
Mojé el algodón con un poco de agua oxigenada, le agarré de la
barbilla, le di pequeños golpecitos suaves con el algodón en las
heridas y le soplaba para evitar que le escociese mucho.
—Perdóname, Jimena —me dijo mirándome a los ojos—. No sé
cómo has conseguido hacer de mí lo que ahora soy.
—¿Un salvaje?
—No, alguien que es capaz de dejar a la luz sus sentimientos sin
importarle quién le vea llorar. Estuve demasiados años en aquel
apartamento encerrado, aislado del mundo, intentando borrar de mí
aquello que me habían hecho, no pensé que una chica volvería a
ilusionarme nunca, ni pensé volver a sonreír con una conversación
que tocase mi pasado, ni calcular a los centímetros que un cojín
está de otro, soy mejor persona pero me da miedo perderte, me da
miedo que mires a Adrián de la misma forma que me miras a mí,
porque yo no me considero realmente un caimán, que no llego ni a
lagartija, Jimena…
—Pero hace un mes y unos días que nos conocemos… No sé
cómo puedes hablar de esa forma en la que lo haces… Yo acabo de
salir de una relación en la que estuve muy enamorada y siento que
cualquier amor que dé jamás será tan fuerte como el que ya
entregué.
—Y más si el tipo es como yo, un capullo que no para de cagarla
porque, a fin de cuentas, es un inseguro de mierda…
—No sé cómo habéis llegado a golpearos… Me parece estar
soñando…
Escuché ruido en la planta alta y seguidamente unas ruedas de
una maleta se iban acercando a la escalera. Héctor se levantó para
darle paso a Adrián que arrastraba cabizbajo aquella maleta llena de
ilusiones y sueños con la que llegó a mi dúplex.
—¿Adónde vas, Adrián?
—No lo sé, pero me marcho. No te preocupes por mí, si quieres
hablar, llámame, yo sí contestaré a tus llamadas.
—Pero es tarde…
Definitivamente iba a volverlos locos…
Ahora iros…
Ahora quedaros…
Ahora con uno…
Ahora con otro…
Le seguí hasta la puerta de salida, dejó las llaves sobre el
zapatero y salió de casa. Encajé la puerta tras de mí y le paré
agarrándole del hombro.
—Adrián, teníamos que hablar.
—Llámame cuando quieras y hablamos, de lo de hoy, de lo de
días atrás, de lo que quieras, pero no puedo seguir aquí, he
intentado llevarme bien con Héctor pero ese siente más por ti de lo
que crees, e incluso más de lo que él cree. Y no me extraña, eres
tan jodidamente perfecta que es fácil sentir por ti…
Yo estaba viviendo todo aquello en tercera persona, como si
realmente nada de lo que estaba pasando a mi alrededor me
involucrase en algo. Era como ver una película en la que tres
actores interpretaban todo aquello que estaba aconteciendo en mi
dúplex.
—Si te vas te voy a echar mucho de menos… Ahora mismo no es
fácil encontrar algo para quedarte por la zona… Por favor, quédate.
—No te preocupes por mí —me dejó un beso en la mejilla—.
Podré apañármelas solo.
—Sin ti este dúplex con vistas al mar perderá parte de su
esencia, ¿eres consciente de ello?
Me abrazó fuerte y me embriagué de su olor. Me iba a costar no
desayunar con él, ni dejarle de vez en cuando aquellos besos de
soslayo que nos dejábamos en la boca. Sin Adrián todo iba a ser
muy distinto…
Mojé otro algodón con agua oxigenada, le agarré de la barbilla y
curé con delicadeza la herida de su labio. Tenía unos ojos increíbles,
la pureza era el ingrediente principal de aquel azul únicamente
comparable con el del mar.
—Ese Héctor es un bruto, me ha dejado hecho un cuadro…
—No creas que tú le has dejado mucho mejor…
—Dile que siento mucho lo de su bajo… Me arrepiento mu-
chísimo de habérselo roto —se le agolparon nuevamente las
lágrimas en los ojos.
—Pudimos ser un buen equipo pero os empeñasteis en hacerlo
complicado...
Sonrió de lado y se quejó de que la herida le tiraba con aquel
gesto.
—Empezó él, te juro que empezó él.
—Lo sé, por eso tú te vas en calma y él se queda lleno de miedos
y remordimientos.
Capítulo 39 Héctor

No debí enzarzarme con Adrián, no sé por qué lo hice… Saqué


aquel macarra que vivía en mí y después me arrepentí, como
siempre me pasaba cuando la sangre hervía en mis venas,
terminaba desbordándose y quedando esparramada por todos
lados. Solo quería que se fuera, no quería que aquel tipo
encantador, de mirada clara, enamorase a Jimena, empezaba a
enamorarme de ella, juraría que estaba enamorándome como un
quinceañero de la guapa del colegio, de aquella que captaba todas
las miradas y que siempre caía bien a todos y a todas.
Cuando nos pidió que nos fuésemos de su dúplex sentí que el
corazón me golpeaba con rabia en el pecho, me fustigaba con
coraje, me merecía aquella decisión, me merecía volver a aquel
motel del que me sacó, me merecía dormir en una cama mugrienta
con la mirada clavada en algún desconchón del techo, me merecía
llorar como un niño por aquello que no afronté como hombre. No
podía ir por la vida agarrándome a golpes cuando algo no me daba
la razón, cuando algo no salía como mi mente había planificado o
cuando alguien me retaba quizá ya cansado de mi prepotente
chulería, ¿yo hubiera aguantado a un tipo como yo mismo sin
partirle la boca? No creo... Ya no era una crío, tenía que madurar,
plantarle cara a la vida, coger al toro por los cuernos y ser el Héctor
del que mis padres sentirían orgullo.
Adrián se había marchado, había conseguido lo que tanto había
estado buscando y en cambio no me sentía feliz. Jimena entró
cabizbaja, con los ojos inyectados en lágrimas que no querían salir
de ellos y a las que solo les faltaba que aquella boca que tenían un
poco más debajo de ellos decidiese soltar una sola palabra.
Se sentó en una de las sillas de la cocina, miraba a la ventana
desde la que podía ver un poco de su parte favorita de la casa,
aquella terraza de la entrada.
—Jimena…
Me senté en la silla de al lado, era preciosa, aquella cara de niña
dulce con picardía en la mirada era cuanto necesitaba para
conseguir sonreír sin motivo aparente, solo mirándola, solo porque
sí.
—Se fue…
Dos palabras y aquellos ojos enormes no pudieron seguir
reteniendo aquellas lágrimas que se habían ido acumulando en
ellos. De nada serviría una palabra de aliento, sabía que Adrián
había sido importante para ella que acababa de salir de una relación
en la que todo estaba plano y se topó con dos tíos que le hicieron
temblar los cimientos de su propia existencia edificando poco
después una nueva Jimena, más segura, más ella que nunca.
Me levanté y le tendí la mano, me miró y, aunque tardó en
reaccionar más de lo que me hubiera gustado, me la agarró fuerte.
Se puso en pie y la abracé fuerte, yo nunca fui un experto en
abrazos, nunca fui experto en nada en el terreno sentimental, me
preguntaba por qué me costaba tanto dejar a luz mis sentimientos
si, cuando lo hacía, me sentía de puta madre… ¿qué ganaba siendo
tan frío, tan mío?
—Tienes que pedirle perdón, Héctor.
—Mañana —le dije intentando así dejar el tema de Adrián
apartado.
—Cuando sea, pero que sea pronto.
—Me partió mi bajo, Jimena. Solo yo sé lo mucho que ese
instrumento significaba para mí, imagínate que a Dante, el chico ese
del libro que andas leyendo, le partiesen su piano…
—¿Te estás leyendo mi libro? —se apartó de mí para mirarme
fijamente a los ojos.
—Solo lo hojeé por encima…
Sonrió.
—Creo que los dos tenéis más en común de lo que imagináis.
—Nos gusta la misma chica, creo que no tenemos nada más en
común.
—Esa misma chica está harta de vosotros, posiblemente esa
chica desaparezca un día de estos y seáis buenos amigos, como
hermanos…
Puse los ojos en blanco.
—¿Hermanos? Sí, seguro…
Se quedó callada, pensativa, sabía que Adrián seguía rondándole
la mente.
Jimena se acostó y dejó abierta la puerta de su dormitorio,
apenas hablamos durante la cena, una cena que se fue enfriando en
nuestros platos sin apresurarnos por consumirla, el ambiente era
raro y sentí por primera vez que aquella pieza llamada Adrián había
sido importante en aquel puzle que habíamos formado, el mismo
puzle al que insistí en dejar descuadrado, no quería compartirla, no
quería perderla, aún no la tenía y me daba pavor imaginarme que
otro chico la enamorase y yo tuviese que marcharme dejándole el
camino libre a otro.
Las olas rompían en la orilla, oírlas desde mi cama era un lujo,
cerré los ojos y acomodé mi cabeza en la almohada, el roce de esta
en el pómulo me dolía, el cabrón me había golpeado fuerte, pensé
que sería más fácil pelear con él, ¿acaso estuvo de pequeño
apuntado en kárate? Sus padres podían permitirse cualquier
actividad extraescolar, estaba seguro de que aquel pijo había
aprendido a pelear en algún lado… Miré a la esquina donde siempre
estuvo mi bajo desde que llegué a aquel dúplex, sentía que la
habitación se había quedado un poco más vacía y es que aquel
instrumento era lo único que conservaba de mi anterior vida, de
aquel pasado con la banda, del Héctor que fui…
Cerré con fuerza los ojos obligándome a dormir, la mañana
siguiente volvería al trabajo y, a parte de llevar la cara hecha un
cuadro, no quería llevar unas ojeras considerables y si no conseguía
dormirme pronto, por mucho que no quisiera, iba a ser así. La
escuché sollozar en su habitación, solía tener aquellas pesadillas
recurrentes que le encogían el pecho y que necesitaban después un
abrazo de esos que te hacen ver enseguida que todo está bien. Me
levanté rápido y me encaminé a su dormitorio, estaba acostada con
el cuerpo al contrario de la puerta, rodeé la cama y me puse en
cuclillas apoyado en su cama, tenía los ojos abiertos, podía verlos
gracias a la luz que entraba por su gran balcón.
—¿Has vuelto a tener otra pesadilla? —negó con la cabeza y me
descuadró—. ¿Entonces qué te pasa, Jimena?
Me senté en el filo de su cama y le puse detrás de la oreja el
mechón que le tapaba parcialmente la cara para poder vérsela
mejor, los ojos de Jimena no mentían, si su boca se atrevía a
mentirme ellos desmontarían aquella mentira.
—Estoy preocupada por Adrián.
Yo tenía que reconocer que yo también lo estaba pero no lo diría
de boca para afuera, él me destrozó mi bajo…
—Seguro está bien..
—Cuando le vi por primera vez empaticé tanto con él… —sentí
necesidad de interrumpirla, tenía el labio y el pómulo destrozado, el
bajo me lo había hecho trizas y no me apetecía escuchar a Jimena
alagando al tipo que me había hecho todo aquello, aun así dejé que
se desahogase—. Adrián es de esos tipos que siempre tienen la
palabra ideal para cada momento. El típico amigo al que todos piden
consejos pero no tiene ni idea de batallar él solo contra algo, no
sabe lo mucho que vale…
—Ha vivido entre algodones, Jimena, es el típico que sabe muy
bien hablar pero, al no tener experiencia en la vida, se caga cuando
algo gordo se le viene encima.
—¿Qué hubieras hecho tú si, al cumplir los veinte, tus padres te
hubieran dicho que eres adoptado?
Posiblemente me hubiera muerto de la pena en un rincón
analizando toda mi vida y sintiéndome un auténtico capullo por no
haberme dado cuenta antes, pero eso tampoco dejaría que mi boca
lo sacase a la luz.
—Creo que yo no hubiera buscado mis raíces, ¿para qué? Si soy
feliz con esos a los que he considerado siempre mis padres… —Te
hubieras cagado encima, por eso no te atreverías a buscar tus
raíces por si, al encontrarlas, te hubieran sacado rápido de sus
vidas.
—Él dejó de buscar por eso mismo, se cagó y temió que no le
quisiera su verdadera familia.
—Él se cansó de tirar de hilos, lo del miedo a no ser aceptado fue
la excusa perfecta para terminar con su búsqueda inútil, estaba
agotado de andar tirando inútilmente de aquellas finas hebras cuyo
origen era únicamente una maraña de más hilo enredado. No dije
nada más, le pedí permiso para abrazarme a ella en su cama,
dormimos abrazados, volví a respirar el olor de su pelo y me dormí
cantándole bajito aquella canción que le ponía la música a todo lo
que sentía por ella, aquella que le canté la noche anterior.
Capítulo 40 Adrián

No me había preparado para abandonar, de tener que hacerlo,


aquel dúplex, pero sabía que irme de allí sería lo mejor. Con Héctor
era imposible la convivencia y el haber llegado a las manos fue lo
peor que pudimos hacer, no me dejó opción, no iba a dejarme
pisotear por él, ni por nadie.
Despedirme de Jimena me costó lágrimas amargas dentro de mi
coche, me sentí perdido, solo en una ciudad que no era la mía en la
cual apenas conocía a alguien. Me apoyé en el volante y dejé salir
libremente todas mis lágrimas, fui un idiota pensando que con
Jimena podría tener algo y que en Héctor podría encontrar un
amigo, alguien a quien llamar cuando la vida se me pusiese
complicada o si me había pasado algo tan divertido que sus
carcajadas le sumasen más diversión al hecho vivido en sí. Nunca
tuve un amigo, conocidos muchos, para los buenos momentos
siempre había gente a mi alrededor, cuando se me torcieron las
cosas me vi muy solo, nadie (excepto mis padres) me ayudaron a
encontrar mis raíces, ningún amigo me dio un golpecito en la
espalda y me dijo que cuatro ojos verían más que dos y que dos
cerebros pensarían más que uno, me vi muy solo y me cansé de
seguir buscando…
Todo mi equipaje estaba dentro de una maleta, dentro del
maletero de mi coche, y yo allí, parado en aquel aparcamiento
pensando qué hacer con mi vida, dónde quedarme hasta que el
proyecto diese fin y por fin pudiese volver a Sevilla con los únicos
que me habían demostrado cuánto me querían, mis padres.
Posiblemente era una locura pero no perdería nada, cogí mi
teléfono móvil y busqué la última llamada entrante, le devolví la
llamada y me respondió eufórica al segundo tono.
—¡Adrián! Qué alegría que me llames…
—¿Puedo pedirte un favor?
—¡Claro!
—¿Puedo pasar la noche en tu casa? He tenido un problemilla,
ahora te cuento.
Me pasó la dirección de su apartamento, la puse en mi GPS y, en
menos de quince minutos, llegué.
—¿Qué demonios te ha pasado en la cara?
Tocó con delicadeza los golpes y le expliqué qué había pasado
en el dúplex de Jimena.
—¡Ese Héctor es un mierda!
—Ese Héctor es un buen tipo encerrado en el cuerpo de un
mierda con un niñato a los mandos de su cerebro.
Pasé al interior del apartamento de Tamara y percibí rápidamente
el olor a azahar que envolvía aquella estancia. El apartamento era
muy pequeño pero muy moderno, decorado con un gusto exquisito.
—¡Bienvenido a mi humilde morada!
—Gracias por acogerme, Tamara.
—Estaba tomando una copa de vino, ¿te sirvo una para ti?
—No te preocupes.
—Creo que necesitas una —me guiñó el ojo.
Posiblemente tenía mucha razón.
Nos habíamos bebido toda la botella, me sentía mareado y los
ojos se me iban cerrando por segundos que iban pasando por ellos.
—Creo que necesito dormir ya…
—Mi cama es muy grande, hay sitio para ti.
—Puedo dormir aquí, en el sofá.
—Ven —me tendió la mano, la veía doble y levantarme del sofá
provocaba en mí el mismo vértigo que si estuviera al borde de un
edificio de veinte plantas.
Le di la mano sorprendiéndome de haber dado con ella a la
primera. Tiró de mí pegándome a ella.
—Hueles de puro vicio…
Sonreí a pesar de haber oído aquella frase muy lejana a pesar de
tener a Tamara sobre el pecho. Caminamos hasta su habitación, me
ayudó a sentarme en la cama y se arrodilló frente a mí, en el suelo.
Desabrochó cuidadosamente mis zapatos y los retiró dejándolos
perfectamente colocados debajo de la cama, hizo lo mismo con mis
calcetines. Me dejó caer sobre la cama, ayudándome a caer
lentamente con su mano controlando la caída de mi cabeza,
desabrochó mi pantalón y lo sacó tirando de ellos de la parte más
baja. Sabía que estaba en calzoncillos sobre la cama de mi
compañera de trabajo pero no era consciente del todo. Oí un
teléfono sonar lejano, no lo identifiqué como mío, aun así no hubiera
podido responder.
El sol entraba con fuerza por aquella ventana entreabierta, por
unos momentos pensé que estaba soñando, no reconocía aquella
cama, ni aquella habitación, como algún lugar en el que ya había
estado. Me costó ubicarme, caí en la cuenta de que era la casa de
Tamara cuando, al voltearme, vi una fotografía enmarcada en un
cuadro de madera clara. En la foto podía verse a Tamara en actitud
cariñosa con un chico bastante guapete y me fijé que, en la mano
derecha, aquella que tenía sobre el pecho de Tamara rodeándole el
cuello, y en su dedo anular, portaba un anillo, ¡Tamara estaba
casada con aquel chico! Empezaron a sonarme todas las alarmas
iluminándoseme la cabeza con luces rojas parpadeantes,
poniéndome en alerta, ya me veía como esos tipos de las películas
o de los chistes escondiéndome en un armario o tirándome con una
sábana por el balcón.
—¡Buenos días, Adrián! ¿Cómo has amanecido? —La cabeza va
a estallarme… —bufé.
Me quedé mirando la foto más descarado de lo que hubiera sido
correcto, pero es que me creaba demasiada ansiedad seguir
semidesnudo entre aquellas sábanas con aquel tipo mirándome. —
Bah, no te preocupes por él…
—¿Estás casada?
—¿Yo? —se carcajeó—. El matrimonio no está hecho para mí
sino posees una gran fortuna —siguió riendo—. Él es el último chico
que ha caído en mi tela de araña. Algunos tíos son ridículos, se les
da un poquito de juego y ya creen que lo próximo es la boda… Hace
un par de días me dijo que, si yo se lo pedía, dejaría a su mujer…
—¿Está casado?
—Así es, pobre de esa chica… El muy cabronazo la tiene súper
engañada, si tuviera menos pasta no me hubiera fijado jamás en él,
últimamente es él el que paga el alquiler, el muy bobo piensa que
van a desahuciarme y con tal de tenerme cerca, es él el que corre
con todos mis gastos…
—Tamara… eso no está bien…
—Yo soy una chica libre, él es el casado, él es el único que debe
rendirle cuentas a su mujer…
Nunca me hubiera imaginado que Tamara era así, era tía sin
escrúpulos, tenía que buscar otro sitio dónde vivir, aquel
apartamento era una bomba de relojería con el temporizador llegan-
do a los últimos tic tac…
—Es hora de irme, no quiero llegar tarde.
Intenté ponerme en pie pero se subió a horcajadas sobre mí.
Estaba tan cerca que podía sentir su respiración en mi cara.
—¿Por qué no se me cruzará en mi camino un chico como tú?
Inteligente, guapo, sexy…
Me incomodaba aquella situación, la retiré con cuidado de mí y le
dejé un beso en la mejilla.
—Gracias por todo, Tamara. Ahora tengo que irme.
—¿Sabes? Si Guille fuese la mitad de todo lo que tú eres, sí que
no temería al matrimonio.
La dejé allí, sobre su cama mirando la foto del tal Guille ese y
ella, ese tío era gilipollas, seguro que a su lado tenía a una mujer
increíble a la que no valoraba por estar enredado con una tipa que
solo estaba con él por la pasta, solo estaría con él hasta que llegase
otro con la cartera más llena…
Después de lo que había pasado en el apartamento de Tamara
me costaba mirarla a la cara como había estado mirándola días
atrás, había cambiado por completo mi forma de verla.
Cuando terminé de ver en la obra, a pie de esta, cómo se
estaban revistiendo los primeros muros, y volví a la pequeña oficina
prefabricada, busqué un hotel cercano, llamé a la oficina de Sevilla
para informar de mi nuevo lugar e informarles de lo que costaría mi
alojamiento en aquel sitio y deseé que terminase mi jornada laboral
para meterme en aquellas sábanas de la nueva habitación de hotel
que me alojaría y echar pronto un día atrás.
Capítulo 41 Jimena

Pasar con Héctor la noche se estaba convirtiendo en una rutina


que debía de reconocer que me encantaba. Respiré el olor de su
pecho y le dejé un beso cerca del pezón que se encogió
reaccionando a mi cercanía.
—Buenos días, Héctor.
Me apoyé en mis codos y le miré. Tenía la cara un poco
inflamada de los golpes, con los ojos cerrados le veía aún más
parecido a Adrián, ¿me estaba volviendo loca y estaba viendo
fantasmas?
—Dime que es sábado…
—Error…
—Me encantaría quedarme aquí todo el día pero tengo cosas que
hacer, cosas de hombre responsable.
—Vaya… Podría ese mismo hombre responsable que vive en ti
acompañarte todo el día, cuando deja a los mandos de la nave al
niñato macarra se lía… ¿Vas a llamar a Adrián para disculparte?
—No, Jimena. No voy a llamarle nunca, sé que solté por mi boca
algo que le hizo mucho daño pero no le perdono que partiese mi
bajo contra el suelo golpeándolo con todas sus fuerzas. Él no me
pide perdón y yo a él tampoco, todos felices.
—Acabas de dejarle los mandos al macarra…
—Bienvenido a bordo.
Decidí aquella mañana ir caminando a la clínica, la brisa suave
del mar me movía los pequeños pelos que se había soltado de mi
trenza y sentí que la tristeza me acompañaría aquella mañana, miré
mi reloj de pulsera, necesitaba hablar con Adrián preguntarle si
estaba bien y preguntarle que dónde se estaba alojando y que, si lo
deseaba, podía volver a casa con Héctor y conmigo.
Me quedaban unos metros para llegar a la clínica cuando unas
manos me taparon los ojos, no necesité oír hablar a la dueña de
aquellas manos, aquel olor era tan de ella como aquella pulsera de
hilo rojo que siempre llevaba atada en su muñeca derecha.
—Lorena.
—Jo… quería sorprenderte…
—¡Y lo has hecho! Créeme que ahora que te veo portando esa
sonrisa estoy gratamente sorprendida.
—¡Estoy feliz, Jimena!
Tres palabras simples que me hicieron sentir la amiga más feliz
del mundo, si ella era feliz yo lo era mil veces más. —¿Y puedo
saber a qué se debe esa felicidad tuya? —¡Guille me ha pedido ser
padres!
Lorena siempre deseó ser madre, justo antes de que aquellas
sospechas de infidelidad le taladrasen la mente día y noche,
estaban decididos a embarcarse en aquella locura preciosa…
—¡Me alegro mucho por ti, Lorena!
—Con esa demostración de amor no necesito nada más. Si
estuviera con otra tía no estaría buscando formar una familia
conmigo…
—Hombre… sería un poco bastante absurdo.
—Presiento que ahora sí que empieza una nueva y mejor vida
para mí.
Lo deseé con la misma fuerza con la que ella lo deseaba, se
merecía ser feliz.
—Por cierto, hablando de felicidad, ¿sabes algo de cómo va el
análisis de los dos vasos?
—Estoy esperando la llamada de mi amiga, creo que mucho no
tardará. Espero que para mañana tengamos ese sobre que
confirme, o desmienta, tus sospechas.
Aquel tema me ponía muy nerviosa, nerviosa hasta el punto de
temblar imaginándome las reacciones de ambos y lo que vendría
después. Estaba deseando recibir los resultados y, por otro lado,
tenía tanto miedo de que mis hilos también terminasen
desembocando a aquella maraña de hebras sin ningún principio a
donde llegó Adrián. De ser así me dolería no haber obtenido la
respuesta que me había estado imaginando y que me había llegado
a verlos incluso parecidos. ¿Habría estado viendo todo este tiempo
atrás algo imposible?
Cuando cerré la consulta y me dispuse a volver caminando a
casa. Llevaba la mirada clavada en las punteras de mis zapatos,
hipnotizada con mis propios pasos, iba pensando en Héctor y en su
declaración, estaba enamorado, ¿y yo? Yo no quería volver a
enamorarme, me daba miedo ilusionarme y que el pasar de los años
terminase apagando esa candela que se prende al principio con
tantísima fuerza.
Saqué mi teléfono móvil y busqué en la agenda el número de
Adrián, necesitaba oírle, saber que estaba bien. Al segundo tono
respondió:
—Te dije que yo siempre respondería, ya te vi pasarlo mal con
Héctor, no te iba a hacer yo lo mismo —sonreí.
—Gracias, Adrián. ¿Cómo estás?
—Magullado…
—Punto en común con Héctor, sois dos brutos de cuidado… —
¿Ha superado lo del bajo?
—No.
—Vaya… Tengo esa espinita clavada…
Adrián era un sol de hombre, cero maldad, cero rencores. Se
merecía que la vida le diese una buena noticia.
—¿Dónde te estás alojando?
—En un hotel, la verdad que es precioso.
Me dijo el nombre del hotel y lo apunté, como pude, en mi agenda
peluda.
—Te estoy echando mucho de menos, Adrián.
—Yo también, e incluso echo de menos las miradas asesinas de
Héctor. ¿Sabes? Cuando pienso en vosotros, sonrío. Creo que eso
es buena señal.
Se dibujó una sonrisa en mis labios, sí, a mí también me
pasaba…
—Si necesitas algo no dudes en llamarme.
—Todo estará bien. No te preocupes, Jimena.
Cuando colgué me quedé un poco más tranquila al oírle bien al
otro lado. A pesar de echarle de menos, tenía que aceptar su
decisión de apartarse de nosotros.
Entré y mi dúplex estaba a oscuras, todas las persianas cerradas
y no entraba apenas claridad dentro de este, me extrañó muchísimo,
antes de irme a la clínica lo dejé todo abierto, me gustaba que los
rayos de sol y la brisa entrase sin permiso dentro de mi hogar.
Colgué el bolso en el perchero de la entrada y coloqué
perfectamente mis zapatos dentro del zapatero prácticamente a
tientas porque intenté prender la luz y fue imposible, no funcionaba
el interruptor (algo que también me extrañó).
Saqué mi teléfono móvil y encendí la linterna para poder ver y fue
cuando alumbré el suelo cuando me vi envuelta en una auténtica
escena romántica de esas con las que todas hemos soñado alguna
vez. Todo el suelo estaba repleto de pétalos de rosa marcándome el
camino a seguir, se me dibujó una sonrisa boba porque jamás me
habían preparado algo así. Caminé sobre los pétalos hasta la cocina
en la que la mesa estaba perfectamente decorada: un par de platos
hondos sobre dos tapetes negros, los cubiertos perfectamente
colocados al lado, un jarrón con cuatro rosas y un par de velas en el
centro de la mesa. Me costaba imaginarme a Héctor armando todo
aquello que mis ojos veían, ¿dónde habría dejado al macarra?
Salí de la cocina y seguí los pétalos que estaban esparcidos por
la escalera. Empezaron a revolotearme mariposas en la barriga,
nervios por no saber qué me esperaba, era todo tan impredecible
que aquello era lo maravilloso del plan.
—¿Héctor? —le dije al llegar a la planta de arriba—. ¿Dónde
estás?
Los pétalos seguían por el pasillo hasta mi dormitorio y seguí
caminando. Entré y allí estaba, parado a los pies de mi cama, un par
de velas iluminaban la estancia y debían tener olor porque mi
dormitorio olía a algo parecido a la vainilla.
—¿Y esto? —le pregunté sonriendo.
—¡Sorpresa!
Me tendió la mano, estaba tan guapo… Llevaba un pantalón
vaquero negro y una camiseta de sisas negra también, físicamente
era perfecto. Agarré su mano con la mía temblorosa y me acercó a
él.
—El Héctor que yo conozco, en la vida hubiera hecho esto.
—Ese Héctor lo he mandado a la mierda. Ha estado siempre tan
a la defensiva que no sé cómo ha conseguido mantener a alguien a
su lado en algún momento de su vida. No tengo a nadie, solo tú has
seguido ahí, viendo en mí a ese buen tipo que siempre dices que
tengo…
—Adrián y yo te tendimos nuestras manos. Éramos un buen
equipo.
—No quiero que hablemos de él, no he armado todo esto para
que él forme parte del momento —me guiñó el ojo.
Se separó de mí y conectó el altavoz de mi reproductor de
música que solía conectar a mi lista de reproducción de mi teléfono
móvil. Buscó en su teléfono la canción que quería que le diese
música a nuestro momento y cuando, la canción que me había
estado cantando cuando se lo pedía, empezó a sonar, se me erizó
el vello de todo el cuerpo. La voz de Antonio José, con aquella
canción que tanto me gustaba (“Contigo”), inundó cada rincón de mi
habitación y de mi cuerpo, inundó mis sentidos, me hizo
desconectar de todo excepto del olor a vainilla de mi dormitorio, los
pétalos que mis pies pisaban y del calor que el cuerpo de Héctor me
transfería. Aquella canción decía tantas cosas…
Me apoyé en su pecho, el corazón le latía tan rápido como el mío
lo hacía dentro de mí. Levanté la mirada para clavarla en aquellos
ojos que, para cualquier otra persona podían resultar corrientes,
para mí eran los ojos que más me hablaban del mundo. Héctor
hablaba más con los ojos que con su propia boca, quizá su cerebro
entendió que su boca siempre solía traicionarle en cambio sus ojos
sí que dejaban a la luz lo que quería decir realmente convirtiéndose
así en los mejores aliados.
—Eres tan especial, Héctor… y tú sin saberlo.
Sonrió levemente de lado, aquella sonrisa pícara me encantaba.
Me acerqué temblorosa a su boca y empezamos a besarnos
tranquilos, enredamos nuestras lenguas, nuestro cuerpo vibraba y
aquella canción estaba a punto de dar término. Puse mi mano en su
nuca evitando que pudiera separarse de mí aunque estaba segura
de que lo último que él quería hacer era separarse de mí. Nuestras
salivas se volvieron una inundando los rincones de nuestras bocas,
aquella tranquilidad con la que nos besábamos se tornó pasional en
segúndos, no me extrañó, cuando Héctor y yo estábamos cerca se
prendía aquella llama que era capaz de arrasar con todo con una
fuerza y una velocidad pasmosa.
Saqué su camiseta y la dejé caer sin importarme cómo ni dónde
caía. Acaricié su pectoral con mis dos manos, memorizando cada
centímetro de piel que mis manos palpaban y le besé en el centro,
justo en esa parte que separa el pecho en dos. Esnifando el olor que
desprendía su cuerpo a su perfume y que embriagaba de tal forma
que dejaba de sentir el resto de olores de mi alrededor. Desabotonó
mi blusa un poco torpe, el grosor de sus dedos y lo mucho que
temblaba no se lo pusieron fácil. Cuando consiguió desabotonarla,
la deslizó por mis hombros, seguidamente por mis brazos y la dejó
caer a mis pies, deshacerme del sujetador le llevó menos tiempo.
No podía separar mi boca de la suya, cuando nos teníamos cerca
no éramos nosotros, no éramos aquellos chicos que se sentaban en
la terraza con la vista perdida en el horizonte azul, éramos piel,
instinto prácticamente animal, pasión. Subió sus manos por mis
muslos subiendo con ellas mi falda, agarró el filo de mi tanga y tiró
de él sacándolo cuidadosamente hasta dejarlo caer, junto a mi
blusa, bajo mis pies. Se recreaba tocando la liga de encaje, que se
ajustaban pareciendo así formar parte de mi piel, de mis medias.
Bufaba.
Me separé un poco de él para desabrocharle el pantalón y
obligarlo a deshacerse de él, me mordí el labio inferior al verlo
desnudo ataviado únicamente con un bóxer negro que se le
ajustaba de puta maravilla. Volvimos a fundir nuestras bocas en una
sola, nuevamente nuestras salivas se hicieron una misma cosa, le
empujé cuando estuvo al filo de la cama y me subí a horcajadas
sobre él. Me movía sobre su polla (que aún seguía dentro de aquel
bóxer) buscando esa fricción que me gustaba, buscaba mi propio
placer y a él parecía encantarle que fuera así por los gemidos que
iban saliendo desesperados de su garganta.
Sentía que mi orgasmo podría precipitarse si seguía haciendo
aquello que tanto placer me producía, le quité, con su ayuda, el
bóxer, me senté sobre su polla que desesperada buscó mi entrada y
fui introduciéndola lentamente en mi interior. Sus manos apretaban
mis nalgas, abarcaban toda la carne que podían y me iba moviendo
al ritmo que él creía oportuno, me dejé llevar, a pesar de ser yo la
que estaba arriba, a pesar de ser yo la que se suponía que llevaba
la voz cantante en aquel encuentro, me dejé mover, me dejé por
completo en sus manos.
Capítulo 42 Héctor

Cuando me vi esparciendo pétalos por el suelo sentí que estaba


sepultando a aquel macarra que siempre me dio fuerzas para
enfrentarme a la gente cuando me sentía un poco amenazado, era
mi escudo, mi arma contra el mundo, no quería sufrir, no quería
llorar pero tampoco estaba dispuesto a perder a Jimena por
mantenerme a la defensiva bajo aquella coraza de chico chulo que
cada día que iba pasando sentía que me quedaba más ridícula.
Hice el amor con ella, lo sentí así, follar era otra cosa…
—Me ha encantado todo —me dijo acomodada en mi pecho aún
agitada por lo vivido.
—A mí me encantas tú —le dije después de dejarle un beso en el
pelo.
—Después de esto me quedo un poco más descuadrada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque siento que me quedaría aquí toda la vida, y cuando
digo aquí no me refiero a Almería, ni a este dúplex con vistas al mar,
ni a mi cama, me refiero con aquí a tus brazos, a tu pecho que
desde que he empezado a hablar late más rápido. No sé qué me
has dado, Héctor, has desordenado todos mis planes cuando pensé
que el desorden no formaba parte de mi vida.
Me pareció un sueño oír aquello de su boca. Me pareció estar
flotando. Me pareció todo tan jodidamente bonito que me cagaba de
miedo, no estaba acostumbrado a que me quisieran así,
desinteresadamente, conociendo tantos defectos y aun así
sopesando aún más mis pequeñas virtudes.
—Estaré agradecido eternamente al destino por juntarnos y a ti
por decidir quedarte a mi lado a pesar de ser un macarra.
—Tu lado macarra me escupe en mi adolescencia, me haces
sentir eternamente joven cuando ese niñato se pone chulo.
—Pues siento decirte que ese macarra ha muerto.
Se carcajeó.
—Ese macarra vive y vivirá siempre en ti.
Aquella noche la noté especialmente nerviosa. Cuando llegó de la
clínica tenía la cabeza en otro lado, cuando le hablaba parecía no
prestarme atención a pesar de contestar de forma coherente a lo
que le preguntaba. Se quedaba pensativa con la mirada clavada al
frente, en las rayas blancas que unían los azulejos de aquella
cocina, no estaba conmigo a pesar de tenerla sentada a mi lado.
Estaba nerviosa, se mordía de vez en cuando las uñas (cosa que no
solía hacer), era más que evidente que a Jimena algo le rondaba en
la cabeza, ¿se habría visto con Adrián después o antes de abrir la
clínica? Se me revolvió el estómago con solo plantearme aquella
pregunta. No quería imaginarme dándole a él lo que me daba a mí,
y no, no me refería al sexo. ¿Habría hecho yo algo que
desembocase a aquella actuación de Jimena? Analicé todo lo que
había pasado después de aquel encuentro romántico que tuvimos y
no encontré absolutamente nada que hubiera dado pie a aquello,
cuando se despidió de mí antes de volver a la clínica estábamos
aún flotando por todo lo vivido.
—¿Estás bien, Jimena? —le cogí la mano que tenía sobre la
mesa.
—¿Qué?
Apartó la vista de su plato donde nuevamente se había quedado
hipnotizada.
—Que si estás bien.
—Ah, sí —sonrió y sentí que no lo hacía realmente. —Estás muy
rara. ¿He hecho algo mal? ¿he dejado los cojines milimétricamente
mal colocados? —sonrió, en aquella ocasión sí que lo hizo de
verdad.
—No, Héctor. No te preocupes. Estoy bien.
—¿De verdad?
—De verdad —arrugó la nariz y se mordió la lengua.
—Eres preciosa.
—¿Y así también?
Se puso bizca, tiró de sus orejas y torció la boca. Me carcajeé.
—Así también.
—Héctor, ¿quieres dormir esta noche conmigo?
—¿Tú qué crees que voy a responderte a eso? —sonrió—. Sí, y
quiero que sepas que mi respuesta vale para para cualquier hora,
cualquier día, para toda la vida.
Entre los dos dejamos la cocina limpia y recogida, aquel
cuadrante que se sostenía en el frigorífico con un imán ya no tenía
sentido, ya no éramos tres y yo me había convertido en otro hombre
completamente diferente al que llegó a aquel dúplex, aprendí a
hacer todas las tareas domésticas (excepto cocinar, que seguía
resistiéndoseme), mi madre estaría orgullosísima de mí, ojalá
pudiera ver en el hombre que me había convertido…
Jimena se metió en su baño a darse una ducha, dejó la puerta
entreabierta y entendí aquello como una señal, una invitación a
colarme bajo el chorro de agua que mojaba su cuerpo y ni corto ni
perezoso me adentré en aquella nube que se había formado en el
interior de este. El olor al jabón que Jimena utilizaba impregnaba
todo el baño, aquel olor había pasado a ser el olor que no me
importaría estar oliendo hasta mi último aliento de vida.
—Sabía que vendrías —me dijo—. Siempre vienes… Curvé mi
labio con una leve sonrisa y seguidamente me
mordí el labio inferior recreándome en lo que podía ver desde donde
me encontraba.
Tras el cristal de la mampara podía ver su silueta, tranquila,
inmóvil bajo el chorro de agua (que debía de estar bastante caliente
por el vapor condensado en aquella pequeña estancia)
posiblemente pensado en aquello que le taladraba la mente.
Mi deshice de toda mi ropa que la dejé esparcida por el suelo del
baño, abrí la mampara y me metí bajo el chorro caliente de agua.
Me agarró de la nuca, se pegó a mi cuerpo y poniéndose de
puntillas empezó a besarme desesperada. Mi lengua se paseaba
por el interior mojado de su boca, juro que empezaba a hacer el
amor con ella mientras la besaba.
La levanté del culo y con sus piernas rodeó mi cadera, apoyé su
espalda en la pared, sus manos se perdían en mi pelo, el agua
seguía mojándonos y yo, si me hubieran dado a elegir un momento
en el que vivir toda mi vida, me hubiera quedado con aquel, sin
dudarlo. Sentir su piel mojada uniéndose a la mía era un sueño,
pero un sueño de esos que, a pesar de ser consciente de que te
está pasando, te parece increíble, y es que a veces vivimos
momentos que nos parece imposible que estén sucediendo si estás
con los ojos abiertos…
Mi polla buscó desesperada su entrada fundiéndome así con
Jimena que temblaba al igual que yo lo hacía. Éramos uno, éramos
destino.
Cuando el orgasmo nos devolvió a la realidad, volvimos a poner
los pies sobre la Tierra y los gemidos cesaron, el cuerpo me
temblaba y me pedía a gritos que hiciera todo lo posible por
mantener a aquella mujer a mi lado.
Capítulo 43 Adrián

Llegué nuevamente a la oficina, Tamara estaba indignada al


teléfono, manoteaba y negaba con la cabeza mientras su
interlocutor hablaba.
—¡Eres un sinvergüenza! —sentenció colgando la llamada.
Tiró su teléfono móvil de mala gana sobre su escritorio
deslizándose a velocidad de la luz sobre este y cayendo al otro lado,
cerca de mis pies. Lo recogí y se lo tendí sin moverme de mi
escritorio.
—Gracias, Adrián. Y buenos días.
—Buenos días.
—Desde por la mañana sintiendo asco…
Pensé en ignorar aquello, no me apetecía mucho hablar con
Tamara pero ya iba entendiendo un poco de mujeres y sabía que,
aunque no le preguntase qué le pasaba, terminaría contándolo a los
cuatro vientos y terminaría enterándome.
—¿Qué te pasa? —realmente soné cansado.
—El tipo ese con el que ando liándome… por lo visto, su mu- jer,
sospechaba que podía estar con otra y, el muy capullo, le propone
tener hijos para distraerla… Ayer follándome me pidió matrimonio…
Esto es de traca…
Sentí pena por aquella mujer, por Tamara no, por aquella con la
que estaba casado el tal Guille ese…
—Hay que ser muy mala persona para hacerle eso a una mujer.
—Ojalá supiera quién es ella, no me temblaría el pulso para
marcar su número y contarle el regalito de marido que tiene.
Salí y decidí volver al hotel a pie, no estaba cerca pero
necesitaba desconectar y, pasear por aquel paseo marítimo, sabía
que me haría mucho bien. A lo lejos vi a dos chicas, una frente a la
otra y, a pesar de que de a una de ellas solo podía verle la espalda,
supe perfectamente quién era.
Caminé un poco más rápido buscando el encuentro antes de que
sus pasos la alejasen más de mí, cuando estuve detrás de ella le
tapé los ojos bajo la atenta mirada de aquella chica que tenía frente
a mí y que podría jurar que era la chica más bonita con la que mis
ojos se habían topado a lo largo de mi vida.
Jimena me agarró ambas manos intentando descubrir quién era
la persona que tapaba sus ojos.
—¿Adrián?
Retiré mis manos y se volteó para comprobar si había acertado,
la noté rara, como si algo le estuviera rondando la mente
perocupándola. Se tiró a mi cuello y me abrazó con fuerza.
—¿Cómo has sabido quién soy?
—Por el olor de tus manos, no creas que he olvidado la estela de
perfume que dejabas al salir de casa —sonreí—. ¿Te he presentado
alguna vez a mi mejor amiga y que, a su vez, es la chica más guapa
del universo?
Se ruborizó, se le sonrojaron las mejillas y con aquel color en sus
pómulos me pareció más preciosa aún. Tenía una melena rubia
ondulada pasándole la altura de los hombros, unos ojos verdes que
eran increíbles y en su cara algunas pecas que le hacían parecer
mucho más joven de lo que ya sería.
—No, no he tenido el placer de conocerla.
—Lorena, él es Adrián, el chico de ojos azules con el que
compartía techo y suelo —le guiñó el ojo y me hizo gracia cómo hizo
la presentación.
Nos dimos un par de besos y juro que, cuando por mis fosas
nasales se introdujo su perfume, se me erizó el vello de todo el
cuerpo. Literal.
—Encantado de conocerte, Lorena.
—Igualmente, Adrián —sonrió.
Como cuando sientes un flechazo que dudas incluso de si va más
allá de lo llamado piel, cuando tienes el presentimiento de que esa
persona que justo tienes enfrente podría ser capaz de hacerte sentir
muchas cosas sin necesidad de rozarte, entonces es cuando, esas
mariposas que parecieron estar dormidas o distraídas durante toda
tu vida, empiezan a revolotear en tu estómago como si no hubiera
un mañana. Debía tener una cara de bobo demasiado descarada
porque Jimena me dio un codazo para traerme, de nuevo, de vuelta
a aquel paseo marítimo.
Imagina por un momento que sientes que estás cerca de alcanzar
con tu mano algo que ansías desde hace mucho tiempo, estiras el
brazo, estás a punto de alcanzarlo y cuando la punta de tus dedos
casi lo rozan, llega otra persona y se lo lleva, dejándote con cara de
gilipollas y con el brazo completamente estirazado recordándote que
te faltó muy poco para hacerlo tuyo, pues eso fue lo que me pasó
cuando fui a dar un paso al frente y volver a darle dos besos a
Lorena antes de seguir con mi camino cuando un hombre la
sorprendió por la espalda portando un enorme ramo de rosas
amarillas. Pude notar cómo aquel tipo me analizó de arriba abajo.
—¡Cariño! —se tapó la boca que aquella sorpresa había abierto
de par en par—. ¿Y esto?
—Me apetecía —la besó en los labios y le puso un mechón de su
pelo detrás de su oreja.
Ella le miraba como si ante ella tuviese la mayor obra de arte del
mundo.
—¿Nos vamos? —le preguntó él.
—Sí. Hasta mañana, Jimena —aquella sonrisa debía estar
asegurada por alguna aseguradora de esas que aseguran ciertas
partes de los famosos—. Mañana te traeré eso.
A Jimena se le borró la sonrisa con aquella última frase y la noté
nerviosa, tanto o más a cuando descubrió que fui yo el que le tapó
los ojos. Lorena se acercó a mí dejándome un par de besos en las
mejillas y dejándome completamente drogado con su perfume.
—Encantada de conocerte, Adrián.
—Igualmente —atiné a decir.
¿Qué acababa de pasarme?
Cuando Lorena se alejó unos metros, Jimena me agarró de la
barbilla obligándome a mirarla.
—¿Qué te ha pasado? —sonreí de lado—. ¡Te has quedado
empanado!
—No lo sé, Jimena, ¡no lo sé!
Capítulo 44 Jimena

Llegué preocupada a casa. Poco antes de cerrar la clínica, la


amiga de Lorena, aquella chica que se estaba encargando de
analizar los vasos, le dejó un WhatsApp con una simple frase:
“Pruebas concluidas. Tengo el resultado. Puedes recogerlas
mañana”.
Lo que mi cuerpo sintió no podría plasmarlo en estas líneas con
palabras, sentí tantas cosas… nervios, miedos, esperanza,…
Me puse aún más nerviosa de lo que ya me dejó aquel WhatsApp
que Lorena recibió, al verme reflejada en los ojos de Adrián cuando
nos vimos en el paseo marítimo. Él estaba completamente ajeno a
todo aquello que yo estaba haciendo a sus espaldas (y a las de
Héctor), llegué a soñar incluso con aquel momento y me dio pánico
darme de bruces con una realidad que deseé que no se diera,
necesitaba ayudar a Adrián, devolverle a parte de su familia aunque
fuera un hermano un tanto “especial”. No sabía cómo podría actuar
Héctor de ser ciertas mis sospechas. Me preocupaba muchísimo su
reacción.
Algo que tampoco podía pasar por alto fueron aquellas miradas
que Adrián le dedicó a Lorena, ¡estaba fascinado con ella! No era
para menos aunque, entre tú y yo, me dio cosilla ver que miraba con
esa fascinación a otra mujer que no fuera yo…
Acurrucarme en la cama entre los brazos de Héctor me hizo
sentir bien. En un momento concreto de la madrugada, cuando me
desperté porque los nervios campaban a sus anchas en mi cuerpo,
no sé qué me tapó la boca para seguir con aquel secreto, tenía
necesidad de contar qué sospechaba y qué medidas tomé para
darle luz a aquello que no paraba de darme vueltas en la cabeza.
Me levanté sigilosamente para no despertar a Héctor que dormía
bocabajo cubierto parcialmente por aquella sábana blanca que
vestía mi cama. Bajé a la cocina, me preparé una tila y me senté,
taza en mano, a tomármela dándole vueltas a todas las
posibilidades que en mi cabeza se barajaban.
Miré el reloj de la pared, llevaba sentada en aquella silla dura
poco más de media hora, los ojos de vez en cuando parpadeaban
lentamente, los bostezos eran cada vez más seguidos y sentí que
era el momento perfecto para regresar a la cama, con un poco de
suerte conseguiría dormir pronto.
Dejé la taza vacía en el interior del fregadero impecable y caí en
la cuenta de la frase que llevaba inscrita y que no había leído hasta
aquel momento: “TODO VA A SALIR REQUETEBIEN”, sonreí y
crucé los dedos mentalmente porque esa frase se cumpliera.
Aquel día amaneció como cualquier otro, el sol entraba por mi
terraza adentrándose por el balcón hasta llegar a mi cama, el olor a
sal seguía llegando a mi nariz como siempre, todo era un día más, a
excepción de todo aquello que me rondaba en la cabeza y que no
me permitió terminarme el desayuno.
—¿Estás bien, Jimena? —me dijo Héctor al retirarme la taza de
café y comprobar que estaba por la mitad.
—Sí.
—Te noto un poco rara, ayer igual… Es como si tu mente
estuviese en otro lado, aunque me digas que estás bien, no podría
creerte… No quiero parecer pesado pero, si hay algo que te
atormente, por favor, dímelo. Cuando la carga se comparte, el peso
disminuye. Es de primero de física —me guiñó el ojo.
Sonreí, aún no podía decir nada…
—No tienes de qué preocuparte, estoy bien, créeme.
Era evidente que Héctor no podía creer en mis palabras (de ser al
contrario yo tampoco hubiera creído en las suyas si lo veía temblar
como yo temblaba), me temblaba el pulso, las piernas iban a su bola
e incluso, al hablar, me vibraba la barbilla.
Llegué a la clínica deseando que llegase Lorena, aquella mañana
solo tenía una cita y lo agradecí porque intuía que la mañana se
presentaría bastante movidita para mí.
Ordené milimétricamente todas las estancias de la clínica y,
cuando digo milimétricamente es completamente literal. Cuando
estaba nerviosa, aquella manía mía con el orden se multiplicaba
como por mil…
—¡Buenos días!
Cuando oí a Lorena dar los buenos días en aquella parte de la
clínica donde teníamos el mostrador y los sillones donde los
pacientes, o sus familiares, esperaban, me imaginé como el
Correcaminos, echando polvo por donde iba pasando, hasta llegar a
ella lo más rápido posible —¿Tienes los resultados?
—Se responde con un buenos días… Que tus nervios jamás
acaben con tu educación…
—¡Responde, leches! —la interrumpí.
—Sí.
¡Joder cómo me temblaba el cuerpo!
Sacó un sobre blanco cerrado y me lo dio. Mis manos estaban en
modo vibrador, no recordaba otro momento de mi vida en el que el
pulso me temblase como lo hacía en aquel momento, ¡ni cuando me
saqué el carnet de conducir! Por cierto, hablando de carnet de
conducir, ¡a la cuarta conseguí el práctico! Creo que corría un rumor
entre los examinadores sobre mí y se echaban a temblar cuando
veían mi nombre en la ficha rifándose, entre ellos, a “piedra, papel o
tijera” quién subirse en el asiento de atrás del coche y examinarme.
¡Joder cómo me enrollo! A lo que iba…
Por fin tenía el sobre en mis manos, cogí una tijera y, con sumo
cuidado, lo abrí.
—Buenos días, tenía cita a las diez.
¿Qué has sentido? Pues yo sentí eso mismo que acabas de
sentir tú pero multiplicado por no sé cuántos mil…
Mi cara debió ser un poema porque, Lorena, que estaba justo a
mi lado, me dio un codazo.
—Pase, Tomás, le acompaño —le dije dejando el sobre bajo el
mostrador y sintiendo que parte de mí se quedaba allí histérica
esperando a la otra parte de mí que tenía que hacer su trabajo.
¡Por fin terminé con aquel paciente! Lo acompañé hasta la puerta,
me pareció que caminaba más lento que de costumbre.
—¿Le duelen los pies, Tomás?
—No, me los has dejado como nuevos. Jimena, tienes unas
manos que deberían de estar expuestas en cualquier museo.
Sonreí.
—Muchas gracias, señor Tomás, pero es que tengo la sensación
de que hoy camina usted un poco lento, ¿no?
Lorena carraspeó desde el mostrador y me hizo muecas en
desaprobación a mi comentario al señor Tomás…
—Los años no pasan en balde…
No quería seguir metiéndole presión al señor Tomás siguiéndole
casi pisándole los talones, en otro momento de mi vida le hubiera
pedido que me contase por enésima vez aquella anécdota de una
vaca a la que cuidaba de pequeño, pero aquel día tenía prisa, no
podía seguir con aquel sobre debajo del escritorio de Lorena y sin
conocer el resultado de aquellas pruebas a las que habían sometido
los dos vasos.
—Hasta la próxima, Jimena. Muchísimas gracias por todo. —
Hasta dentro de un par de semanas, tenga cuidado de vuelta a
casa.
Cerré la puerta cuando Tomás se marchó y caminé como un toro,
con la mirada clavada en el sobre blanco, y deseando conocer qué
había arrojado aquella prueba.
Lorena me miraba expectante y a mí me temblaban tantísimo las
manos que me estaba siendo complicado sacar los papeles del
interior del sobre.
—¿Lo hago yo? —me preguntó Lorena ante mi torpeza.
Asentí y le pasé el sobre.
—Léelo tú —le dije.
Tenía miedo, mucho.
Lorena leyó en voz alta lo que ponía en aquel papel que podía
contener aquello que Adrián tanto buscó pero, cuando llegó al
porcentaje que indicaba la similitud entre ambas muestras, se quedó
callada, empezó a temblar y su boca formó una O enorme.
—¡Habla, Lorena! —no reaccionaba.
Le quité el papel de la mano y me costó enfocar la mirada debido
al tembleque de mis manos haciéndoseme la lectura muy
complicada. Casi me caí de espaldas, las piernas empezaron a
fallarme, la respiración se me aceleró y el corazón me latía con
tantísima fuerza que tenía la sensación de que podía notarse, a
través de mi camisa, el movimiento de este. Reculé, papel en mano,
hasta uno de los sillones de la sala de espera, me senté intentando
sostener el papel y con la cabeza repitiendo aquel 99’9% que se
reflejaba en este dejándole así ningún margen a la duda.
—Son hermanos… —conseguí dejar escapar prácticamente
susurrando.
—Mellizos… —añadió Lorena con el mismo asombro que yo.
Aquello parecía un maldito juego del destino, una preciosa
casualidad.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Lorena sentándose a mi
lado y apretándome fuerte de la rodilla.
Bufé. Estaba cagada de miedo. No era el mejor momento entre
Adrián y Héctor, tenía miedo a sus reacciones, a lo que pasaría
entre ellos cuando descubriesen toda la verdad.
—Hablaré primero con Adrián, él necesita conocer ya el
contenido de este sobre, sé que para él será increíble poder ponerle
fin a aquella lucha que tuvo que abandonar.
—Se me erizan los vellos del cuerpo… —me dijo Lorena
frotándose los brazos con sus propias manos—. Es algo increíble…
—Esta tarde no volveré, creo que tendré demasiada plancha…
Llamé al timbre de aquella habitación de hotel que Adrián me dio
al llamarle por teléfono justo al salir de la clínica. Había ido todo el
camino en coche preparando un diálogo perfecto en el que yo
misma hacía de Jimena (la portadora de maravillosas e increíbles
noticias) y de Adrián (el que posiblemente no se creería que aquello
estuviera pasando realmente), y en el que todo estaba tan
perfectamente orquestado que, mi mente, pasó a convertirse en el
mejor guionista de cine del mundo mundial.
Me sequé las manos sudorosas en la parte posterior de mi
pantalón vaquero, el sobre estaba arrugado y empezaba a tornarse
amarillento, reconozco que miré en su interior demasiadas veces,
tenía una necesidad constante de comprobar aquel resultado que
las pruebas habían arrojado aun siendo consciente de que no
habían sido alteradas desde los dos últimos minutos que habían
pasado desde la última vez que miré dentro.
Las piernas me temblaban tanto que las rodillas estaban
sufriendo una serie de golpes entre sí que pobres de ellas. Aquel
día, como suele pasar, Adrián tardó en abrir aquella puerta más de
lo que hubiera tardado un día cualquiera (o eso me pareció).
—¡Jimena, qué gusto verte de nuevo! —me guiñó el ojo y me dio
paso con su mano.
Aquella sonrisa era pura, real, tan única como lo era él. Estaba
recién salido de la ducha, portaba únicamente un pantalón de
chándal blanco con un par de líneas en los laterales negras a juego
con aquellos cordones que le caía sobre aquel bulto imposible de
ocultar. Aquel chándal dejaba muy poco a la imaginación... Tragué
saliva, respiré hondo, yo estaba allí para algo serio, algo muy
importante.
Jimena, céntrate, ¡estás a punto de coronarte!
Me costaba articular palabra, mi guion perfectamente orquestado
se estaba yendo a pique (como el Titanic) y yo me veía entrando en
pánico y soltando bruscamente una noticia que sabía que no sería
fácil digerir.
—¿Qué te trae por aquí?
—Esto… yo… a ver… —empecé a titubear sintiéndome
completamente idiota.
—¿Estás bien? —asentí—. ¿Entonces, por qué no eres capaz de
decir una frase con sentido? Estás muy rara…
—Es que… no sé cómo decirte esto…
—Dilo, suéltalo.
Le entregué el sobre temblando como un flan.
—¿Y esto?
—Ábrelo…
Un poco extrañado lo abrió, lo leyó y me miró sin entender qué
tenía que ver aquella carta con aquel porcentaje, con él. Había
llegado el momento de la verdad, había llegado el momento de
conocer la realidad de su presente y de poder descubrir su pasado.
—Adrián, ese sobre contiene…
Capítulo 45 Adrián

Estaba tan preciosa como siempre y es que, Jimena, era luz. Ella
era capaz de iluminar lo que quisiese; ¿Un día gris? Le daba color
solo dejando a la luz aquella enorme sonrisa que tan personal era.
¿Una noche sin estrellas? Ella las dibujaba con ese pincel que
escondían sus enormes ojos negros tras sus pupilas. ¿Una casa sin
luz? Ella la iluminaba con solo su presencia y no, no es fácil poseer
esa magia, es poca gente la que tiene ese don y, ¿sabes qué es lo
mejor de todo esto? Que en su gran mayoría, esa gente poseedora
de dicha magia, no son ni tan siquiera conscientes de poseerla
haciéndolas así más especiales aun.
No sabía qué estaba a punto de sucederme, intuía, por el brillo
que aquellos ojos de Jimena desprendían y por cómo sus manos
temblorosas me dieron aquel sobre, que tenía que ser algo bueno,
noticias lo suficientemente bonitas como para que sus ojos se
moviesen nerviosos por diferentes puntos de mi rostro. Reconozco
que a mí también me temblaba un poco el pulso mientras sacaba
aquellos papeles que Jimena me tendió y que tuve que sacar de un
sobre un poco maltratado.
Lo leí detenidamente intentando descifrar aquel contenido, intuí
que era algo relacionado a una prueba de ADN pero no tenía ni la
remota idea de a quién se referían aquellos datos de compatibilidad
con el increíble porcentaje de un 99’9%.
—¿Qué es esto, Jimena?
Tragó saliva, se sentó en el filo de la cama y palmeó sobre esta
para que yo tomase asiento justo a su lado. Me senté, se giró un
poco sentándose de lado y carraspeó, sus ojos se tornaron vidriosos
y la barbilla empezó a vibrarle, le apreté la rodilla.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Por qué tiemblas cómo lo
haces?
—No sé por dónde empezar.
—Se suele empezar por el principio…
Quizá, un poco absurdamente, por mi mente se paseó la
posibilidad de que Jimena estuviese embarazada y que aquello que
aquel sobre contenía no sería más que la prueba de paternidad que
demostrase que yo era el padre de la criatura…
—Está bien. El día que te conocí, juro que sentí como si ya
hubiese hablado contigo en otra ocasión, como si ya te hubiera
conocido antes, he tenido esa sensación otras veces con otras
personas y es por eso por lo que, al principio, no le presté mucha
atención a mi intuición. Cuando empecé a tener sospechas un poco
más solidas, y no basadas únicamente en intuiciones, de que a mi
alrededor se estaba dando algo que, a pesar de parecerme una
auténtica locura, algo en mí me decía que estaba en lo cierto y que
debía tirar de aquel hilo esperanzada en llegar a algún lado. Un día,
a escondidas de vosotros, tomé un par de vasos de los cuales
habíais estado bebiendo y los llevé a un laboratorio…
Empecé a respirar agitado, podía oír los latidos de mi corazón en
los oídos y en la garganta haciéndoseme imposible la tarea de
tragar mi propia saliva, las manos empezaron a temblarme y aquel
sobre que estuve agarrando con fuerza se me cayó quedando
aquellos papeles esparcidos a mis pies.
—Jimena… Estos resultados… ¿Héctor y yo?
Asintió, un nudo se alojó en mi garganta y tardó poco en
deshacerse derramándose a través de mis ojos en forma de llanto.
No sabía realmente por qué lloraba, posiblemente no era por un
único motivo, quizá mis ojos soltaron tanta carga pasada que cargué
demasiado tiempo solo, quizá lloraba de miedo por aquella verdad
que no sabía cómo afrontarla, quizá lloraba porque a lo mejor era un
sueño y tenía que despertarme en breve.
—Adrián, Héctor y tú sois hermanos.
—No puede ser.
—Esas pruebas no fallan, además, nacisteis el mismo día… Sois
hermanos, mellizos o gemelos…
Me costaba reaccionar a aquella información, demasiados años
buscando mis raíces y, ahora que las había encontrado, no era
capaz de sentir nada en concreto, era como si aquello no fuese
conmigo, como si aquello le estuviese pasando a otra persona y
sintiese incluso envidia porque yo no había corrido aquella suerte.
Lloré abrazado a ella, me apretaba fuerte, como si necesitase
darme toda la fuerza que, ahora que conocía parte de mi pasado,
iba a necesitar.
—¿Héctor lo sabe?
—No. Y no sé cómo va a reaccionar.
—De tantos tíos en el mundo y me tocó el hermano más chulo,
capullo y testarudo… —sonreí y ella lo hizo conmigo.
Me secó las lágrimas con sus pulgares.
—La familia, querido Adrián, no se elige —le temblaba la barbilla,
sus ojos también estaban derramados pero mantenía dibujada
aquella sonrisa.
¡Tenía un hermano, joder!
—No sé cómo voy a agradecerte esto Jimena... Has encontrado
mis raíces, necesito recuperar el tiempo perdido con Héctor, tengo
miles de preguntas que hacerle. Necesito hablar con él, ya. Asintió y
me apretó fuerte la rodilla. Aquello no era un sueño, aquel apretón lo
sentí.
Hice el trayecto en coche mirando aquel sobre que movía
nervioso entre mis manos. Jimena conducía porque yo no podía
concentrarme en otra cosa que no estuviera relacionada con aquella
nueva información que acaba de recibir y la que digerirla me estaba
constando a medida que los minutos iban pasando. El sobre con los
resultados estaba prácticamente destrozado de tantas vueltas que
estaba dándole, miraba a Jimena de reojo, estaría eternamente
agradecido a aquella chica, eso sí que lo tenía claro.
—Hemos llegado —echó el freno de mano y me apretó
seguidamente la rodilla—. ¿Estás preparado?
—No —sonreí de lado a la vez que me tocaba desesperado el
pelo.
—Todo va a ir bien…
Crucé los dedos mentalmente, le suplicaba a Héctor que no me lo
pusiese difícil, necesitaba ver en él la misma ilusión que tenía yo
tras descubrir que él era mi hermano. Había llegado el momento.
Bajé del coche de Jimena y caminamos los pocos metros que el
aparcamiento se distanciaba de aquel dúplex en el que, sin saberlo,
estuve compartiendo techo y suelo con mi hermano, con parte de
aquellas raíces que tanto busqué y que tanto miedo, la vez, me
producía encontrar.
Jimena introdujo la llave, abrió y pasamos al interior.
—¿Héctor?
—Voy —dijo desde el baño.
Jimena me agarró de la cintura y me apretó ejerciendo la fuerza
necesaria para sentir que no estaba solo, me lanzaba esas miradas
de complicidad en las que me sentía cómodo dentro de aquella
maraña de caos mental que tenía.
—¿Qué hace este aquí?
Lo tenía frente a frente y sentía que había dejado de verlo como
antes. Héctor estaba enfadado, mi presencia le incomodaba, no
tuvimos una buena despedida y, aunque me hizo muchísimo daño
con sus palabras, no conseguía borrarme de mí aquella estampa de
su bajo completamente destrozado en el suelo de aquel salón.
—Héctor, tenemos que hablar.
—No tengo nada que hablar contigo.
—Entiendo que estés dolido pero esto que tengo que decirte es
muy importante.
—Mándame un WhatsApp e intentaré darle prioridad entre los
que reciba, no me apetece verte, no me apetece compartir
absolutamente nada contigo, tú y yo no tenemos nada que nos una,
tú por tu lado y yo por el mío.
Jimena me apretó la cintura.
—Héctor —intercedió Jimena—, deberías oír lo que Adrián quiere
decirte…
—No quiero hablar con él.
Bufé.
—Toma —le tendí el sobre—. Léelo.
Se carcajeó dejando nuevamente aquella chulería a la luz.
—No, gracias. Tengo cosas más importantes que hacer.
Caminó hasta la cocina ignorándonos por completo. Jimena se
adelantó, le agarró del brazo y le obligó a parar.
—¡Héctor, ya!
—¿Cómo dices?
—Que pares ya. Adrián tiene algo muy importante que decirte y
créeme que también será importante para ti.
—¿Viniendo de él? Me extraña.
—¡HÉCTOR! —alzó la voz—. ¡YA ESTÁ BIEN! ¡NO ERES UN
NIÑO, DEJA DE ACTUAR COMO TAL!
No dijo nada, la miraba a los ojos de una forma preciosa dejando
a la luz aquel buen tío que vivía en él.
—Dame el sobre —me tendió el brazo alargándolo sin moverse
del sitio y sin dirigir su mirada hacia mí.
Cogió el sobre, lo abrió y leyó el papel del interior.
—¿Qué es esto?
Intentaba buscar en los ojos de Jimena la respuesta a su
pregunta, temblaba como un niño temeroso.
—Adrián —me dio paso Jimena para que fuera yo quien le
explicase a Héctor aquello.
Se retiró a un lado de la cocina y me acerqué a Héctor que
nervioso esperaba una aclaración a aquello que había visto en
aquellos papeles que sostenía entre sus manos temblorosas.
Capítulo 46 Héctor

Cuando lo vi parado en mitad del salón y con Jimena agarrándole


la cintura, no sé cómo describir lo se despertó en mi interior, sentí
rabia mayormente, no quería tenerlo de vuelta. No sé cómo no le
empujé para apartarlo de ella.
Abrí aquel sobre y lo leí prácticamente por encima, no me
importaba su contenido en absoluto, como todo lo que venía de él.
Jimena se quedó en aquella esquina de la cocina dejándole paso
a un Adrián emocionado que no entendía qué tenía que contarme.
—Jimena intuyó que tú y yo…
—Tú y yo, en la misma frase es un imposible.
—¿Eso crees? —asentí y negó con la cabeza—. A ver, Héctor,
esto no va a ser fácil pero necesito que lo sepas ya. Jimena
sospechó que tú y yo podíamos tener un vínculo más allá de ser
compañeros de techo y suelo, realizó unas pruebas de ADN a un
par de vasos que utilizamos y las pruebas han arrojado eso,
somos…
Tragó saliva, fruncí el entrecejo y me rasqué nervioso la barba.
—¿Qué dices? —me mordí el labio inferior y fui consciente de lo
mucho que me estaba temblando la boca.
—Somos hermanos, Héctor.
Cuando oí aquello, mi mente viajó a mi pasado, a todas aquellas
sospechas de mi madre, a las lágrimas derramadas en aquella
mecedora situada en la esquina de aquel dormitorio de paredes
celestes cuya mitad se quedó vacía demasiado pronto, a las peleas
con mi padre por pensar de forma diferente. Tenía frente a mí una
prueba más que sólida de que Adrián me decía la verdad y no, no
era aquel papel que indicaba aquel porcentaje tan alto de
compatibilidad, eran aquellos putos ojos azules idénticos a los de mi
padre.
Apreté las mandíbulas, me froté desesperado la frente, la barbilla
me temblaba tanto que me era imposible poder controlarla y la
respiración se fue intensificando tanto que sentía que en aquella
cocina no había aire suficiente para llenar mis pulmones. Empujé a
Adrián apartándolo de mi camino, abrí torpemente la puerta de la
entrada y eché a correr. Los oía gritar mi nombre tras de mí pero los
ignoré, corrí sin mirar atrás, corrí hasta la playa con la cara
empapada importándome muy poco la gente que se quedaba
mirándome. Sentía el viento quemándome la piel debido a mis
lágrimas, mi mente me repetía una y otra vez que no podía ser
verdad a pesar de que en mi interior sabía que sí.
Me metí en el agua y no sentía ni tan siquiera el frío en mi piel.
—¡HÉCTOR! ¡HÉCTOR! ¡HÉCTOR, PARA!
Cada vez oía más cerca aquellos gritos que Adrián me lanzaba,
el agua me cubría la cintura y seguí caminando bajo esta impasible
a su llamada. Oí chapotear el agua a mi espalda, como si alguien
siguiese de forma desesperada mis pasos.
El agua me cubría por debajo del pecho.
—¡Héctor, por favor! —me agarró del pecho metiendo sus brazos
por debajo de los míos impidiéndome así seguir avanzando mar
adentro.
Intenté liberarme de sus brazos pero me tenía tan apretado
contra su pecho, que me resultaba imposible.
—¡Suéltame!
No me respondió, tiró de mí y poco a poco el agua fue
quedándose a la altura de mis tobillos. Una vez fuera del mar,
empapado completamente y con la cara inyectada en sangre de
apretar lleno de rabia, me liberó.
—¡DÉJAME EN PAZ!
Le empujé apartándolo de mi camino y empecé a caminar a paso
ligero por la orilla de la playa.
—¡Héctor! —me agarró de brazo—. ¡Mírame, capullo!
—¡Suéltame de una puta vez! ¡Déjame en paz!
—Escucha bien lo que voy a decirte —me giré y le miré fijamente.
Aquellos ojos…
—¿Qué quieres? —le dije sin dejar de apretar mis mandíbulas.
—Llevo media vida buscándote, idiota, y ahora que te tengo no
pienso dejarte ir, ¿entiendes? —las lágrimas emanaban de sus ojos
al igual que lo hacían de los míos—. Siento ser tu hermano, sé que
te hubiera encantado que fuese otro, yo también pensé eso mismo
cuando Jimena me contó todo esto, pero, ¿sabes? La familia no se
elige.
Las lágrimas se perdían entre mis labios, me giré y salí de nuevo
a correr por la orilla dejándole allí parado.
Corrí hasta una zona rocosa, me senté entre las rocas y observé
las olas romperse contra ellas. Llevé mi mirada al horizonte y me
sentí pequeño, solo me había sentido pequeño una vez en mi vida y
fue cuando perdí a mis padres.
Si mi madre estuviera viva… Si pudiera abrazar a Adrián una
última vez como tantas veces le pidió al cielo desde su ventana,
ojalá hubiera podido llenar sus pulmones, aunque solo fuera una
única vez, con el perfume que desprendía Adrián. Si viera lo guapo
que estaba el muy cabrón y lo mucho que se parecía a papá como
ella siempre dijo, ¡qué feliz hubiera sido mi madre!
Estuve una hora sentado en aquella roca con la mirada perdida
en las olas que iban y venían. Era el momento de volver al dúplex,
era el momento de darle aquella carta que mi madre dejó escrita y
que siempre guardé entre mis cosas esperanzado en podérsela
entregar a mi hermano algún día a pesar de creer que mi madre
estaba equivocada.
—Mamá —le dije al cielo levantando tanto la barbilla que me
costaba tragar saliva, no podía parar de llorar—, siempre lo supiste,
la intuición de una madre nunca falla… Perdóname por ponértelo
todo tan complicado a veces…
Caminé tranquilo hasta el dúplex, ambos estaban sentados en
aquella terraza de la entrada esperando mi llegada.
—¿Estás bien? —se levantó preocupada, me agarró la cara entre
sus manos y nuevamente se me inundaron los ojos. Asentí.
La besé en los labios, ella consiguió aquello a lo que yo nunca le
eché coraje, nunca hice aquello que mi madre me suplicó que
hiciera: buscar a mi hermano…
—Gracias, Jimena —le susurré sobre sus labios.
Sonrió, aparté sus manos de mi cara y seguí hasta el interior de
la casa, subí las escaleras, busqué en mi maleta la carta que estaba
entre mi ropa y bajé.
Me quedé unos minutos parado en el último escalón de la
escalera, respiré hondo y salí.
Capítulo 47 Adrián

Salió del dúplex con un sobre deteriorado en la mano, en su


mirada se reflejaba una gran tristeza. Estaba roto, yo también,
porque, a pesar de ser una magnífica noticia, era muy dura y difícil.
Aquello fue algo que no pudimos imaginar que nos pasaría cuando,
aquella mañana, nos despertamos dispuestos a empezar un nuevo
día.
—Tengo esto para ti —me dijo mordiéndose seguidamente el
labio para no dejar escapar aquel nudo que le oprimía la garganta.
Me tendió un sobre que cogí con una leve sonrisa para quitarle
hierro al asunto. No sabía qué contendría aquel sobre. Por lo
emocionado que estaba Héctor, sabía que sería algo muy especial
y, por lo maltratado que estaba el sobre, sabía que algo que guardó
como oro en paño durante bastante tiempo.
Lo abrí con cuidado para no dañarlo más de lo que ya lo estaba.
Saqué aquel papel amarillento de su interior y empecé a leerlo, para
mí, sin dejar escapar ni un solo sonido de mi garganta.
Hijo mío:
Si estás leyendo esta carta significa que todos estos años he
estado en lo cierto y sigues vivo como mi corazón siempre me dictó.
No sabes cuánto me he mortificado sintiendo que no hice lo
correcto, debí pedir que me dejaran verte, darte un último abrazo,
olerte por última vez y comprobar por mí misma que era cierto
aquello que decían los doctores y que te habías ido para siempre de
mi lado sin que nadie pudiera hacer nada, pero no tuve fuerzas para
despedirme de ti y eso me pesó por el resto de mis días.
No ha habido ni un solo día en el que no pensase en ti y en
aquellos ojos azules que me miraban intentando memorizarme,
parecía que tú, hijo mío, sabías lo que nos iba a pasar…
Jamás olvidaré cómo os agarrabais las manitas Héctor y tú
cuando dormíais juntos y aquellas miradas que os dedicabais siendo
tan pequeños como erais... Ojalá algún día podáis volver a
abrazaros. Ojalá os hubierais peleado y me hubierais sacado de
quicio. OJALÁ TANTAS COSAS, HIJO... Si esta carta llega a tus
manos cuando yo ya me haya marchado de este mundo, quiero que
sepas que estoy contigo y que estaré feliz porque, por fin, podré
abrazarte mientras duermes como tantas veces soñé.
No llores, y si lo haces, que no sea de tristeza, quiero que sepas
que te he amado siempre, que mi corazón estuvo siempre dividido
en dos y que tú, al igual que Héctor, formas parte de mí. Todas las
noches le pedí a las estrellas que, si estabas vivo, tus padres te
adorasen y te amasen tanto como yo lo he estado haciendo aun sin
tenerte. Ojalá hayas sido feliz. Ojalá no me hayas echado de menos,
significaría que las estrellas cumplieron mi deseo.
Hijo mío, me obligaron a vivir sin ti pero no me enseñaron cómo
hacerlo y jamás aprendí a olvidarte. Siente que estoy contigo al igual
que yo siempre sentí que tú estabas conmigo.
Te ama, mamá.

El final de aquella carta lo leí ahogado, intentando descifrar


aquellas letras que veía borrosas debido a mis lágrimas. Aquella
carta era más fuerte para mí que todo lo que había vivido en las
últimas horas, me dolía el pecho, sentía que me ahogaba. Tanto
Héctor como Jimena me miraban intentado descifrar mis
sentimientos, me dolía el corazón, pero dolor real, me tiré de rodillas
en el suelo y grité dejando salir la rabia que aquella carta había
desatado en mí. Me separaron de mi madre siendo prácticamente
un bebé, si hubiera seguido buscándola, si no me hubiera podido el
miedo y el cansancio, posiblemente hubiera llegado a tiempo a
abrazarla por última vez, sentir su corazón latiendo en mi oído, su
respiración, su voz, su olor. Me arrebataron de los brazos de mi
madre, no me abandonó, me esperó siempre, siempre sintió que,
por algún rincón del mundo, yo seguía respirando.
Me iban a reventar las cuerdas vocales de tanto gritar por qué, le
pedía explicaciones a un cielo que jamás podría responderme.
—Ya, Adrián… —se arrodilló Jimena a mi lado abrazándome.
Lloraba al igual que yo—. Levántate, por favor…
Héctor lloraba, mirándome desde una lejanía prudente,
dejándome digerir aquella carta que seguramente leyó alguna vez a
escondidas y cuyo corazón, al igual que el mío, se habría partido en
millones de pedazos.
Me puse en pie, abrí la pequeña cancela y caminé desubicado,
carta en mano, hasta la playa.
—Déjalo, Jimena, ahora necesita estar solo —oí a lo lejos decir a
Héctor.
Me arrodillé en la arena en una parte de la playa completamente
vacía, me faltaba el aire, cogí un puñado de arena y lo tiré enfadado
esparciéndose ante mis ojos.
—¿POR QUÉ? ¿POR QUÉ NO SEGUÍ BUSCÁNDOTE? ¡MAMÁ!
¡MAMÁ, PERDÓNAME!
Golpeé la arena una decena de veces con el puño a la vez que
seguía llamándola, la necesitaba, quería abrazarla, besarla hasta
que me pidiese que parase.
¿Por qué me hicieron aquello?
Respiré hondo y volví a leer aquella carta, esta vez mis lágrimas
salieron de mis ojos de forma más calmada, no me quedaba voz
para seguir gritando, no me quedaban fuerzas para seguir
golpeando la arena.
—Mamá —dije más tranquilo—, por favor, mamá, escúchame…
Soy yo, tu hijo, mamá. Cuántas veces te pensé, me hice miles de
preguntas y no entendía por qué me abandonaste, ahora sé que no
fue así, que nos robaron una vida juntos, millones de besos,
millones de abrazos y momentos. Juro que hubiera dado la mitad de
mi vida por unas pocas de horas a tu lado, ni un día, solo unas
horas, con eso me habría conformado… Mis padres me adoran, con
ellos nunca me faltó nada, pero te busqué, busqué a mi familia
porque la sangre es algo tan fuerte que no pude ignorar al
enterarme de la verdad. Déjame decirte que con Héctor no fue fácil
pero, ahora que los dos sabemos lo que nos une, seremos mejores.
Hemos actuado como hermanos sin saberlo, peleándonos como dos
niños. Mamá, permítele abrir su corazón, que no me lo ponga difícil
porque, por fin, le tengo conmigo. Te quiero, mamá. Te quiero tanto
que siento que el corazón se quiere salir de mi pecho para irse
contigo allí dónde estés...
Le tiré un beso al cielo y metí mi cabeza entre mis rodillas, las
lágrimas se estrellaban en la arena, no podía parar de llorar…
Sentí que alguien se sentó a mi lado y que me echó el brazo por
encima.
—Les dejaron al peor de los dos…
Levanté la mirada de la arena y la giré hasta cruzarme con
Héctor, me rasqué el pelo y me sequé la cara y la nariz con el
reverso de mi mano.
Me apretó contra él y por primera vez me fijé en su mano, la tenía
apoyada en una de sus rodillas, ¡joder, si eran idénticas a las mías!
¿Cómo se me pudieron pasar desapercibidos esos detalles?
—Tengo millones de preguntas… —le dije con la voz afónica.
—Dispara.
—¿Cómo se llamaban?
—Valentina y Esteban —sonreí—. Mamá siempre sintió que
estabas vivo, supongo que las madres tiene un sexto sentido para
estas cosas… Papá, en cambio, confió en los médicos, aquellos
hijos de puta mataron a nuestra madre en vida, ojalá la vida les
devuelva todo lo malo que hicieron.
—¿Somos mellizos?
—Sí, por cuatro minutos soy yo el mayor, lo siento.
—¿Tienes alguna foto de ellos?
Se puso en pie y cogió la cartera de su bolsillo trasero. Volvió a
sentarse a mi lado y la abrió, rebuscó entre el caos de papeles que
tenía en su interior hasta dar con ella.
—Si Jimena viera el interior de mi cartera le explotaría el cerebro.
—No te quepa la menor duda.
Nos carcajeamos.
—Aquí tienes.
Me tendió una foto un poco desgastada pero en la que podía ver
perfectamente a mis padres. Cuando miré los ojos de mi madre tuve
una visión, algo que me trasladó a mi pasado, estuve soñando años
con aquellos ojos, nunca se lo conté a nadie porque no los
reconocía entre las personas que me rodeaban y suponía que no
debía conocerlos a pesar de lo recurrente que era aquel sueño.
—Yo soñé con estos ojos durante muchos años.
—¿Con los de mamá? —asentí—. No sabes cuántas veces al día
te nombraba… No hace mucho encontré una cinta de vídeo y, como
no tenía reproductor, un colega me lo convirtió en un archivo
compatible con mi teléfono móvil. Fue mi noveno cumpleaños.
Buscó en su teléfono móvil el vídeo que quería mostrarme y,
cuando lo encontró, me cedió el aparato.
Había apenas ocho personas alrededor de una gran mesa de
madera cubierta por un paño de cuadros rojos y blancos, en el
centro una gran tarta de nata y frente a esta, un pequeño Héctor que
se movía inquieto deseoso de soplar las velas.
—Fíjate ahora bien en la tarta —me dijo.
La cámara enfocó la tarta y sentí cómo se me partió el alma al ver
mi vela junto a la de Héctor bajo una felicitación realizada, con suma
delicadeza, con crema de chocolate: Felicidades Héctor y Adrián.
—Es mi vela…
—Sí, mamá siempre ponía tu vela, nunca se apagaba, se iba
derritiendo sobre la tarta haciendo incomible el trozo al que iba
alcanzando la cera caliente, nadie decía nada, todos sabían el dolor
tan grande que era para mamá celebrar mi cumpleaños, bueno,
nuestro cumpleaños…
—Debí seguir buscando.
—No podemos hacernos daño con eso, mamá me pidió que te
buscase, en cambio yo no lo hice. Al igual que papá, me negué a
creer que los médicos te dieran en adopción, posiblemente tus
padres pagaron mucho dinero por ti…
Se me retorcieron las tripas en el estómago, tenía que llamar a
mis padres, tenía que contarles lo que el destino orquestó para mí y
preguntarles también tantísimas preguntas sin respuesta que se
habían creado en mi cabeza a raíz de conocer todo aquello.
—Me encantaría poder visitarlos, llevarles flores… Va a ser
imposible recuperar el tiempo perdido con ellos y eso es lo que más
me duele, ojalá hubiera sucedido todo esto años atrás. ¿Imaginas
cómo hubiera cambiado la historia?
—Imagino la cara de mamá, ¡lo que hubiera llorado esa mujer al
poder abrazarte por fin! —sonrió mirando el azul del mar pensando
en ella, en nuestra madre—. En Madrid descansan juntos, no sabes
cómo se quisieron esos dos que nos dieron la vida… No soy un
romántico, no me sale, esa parte te la llevaste tú —golpeó su
hombro con el mío y sonreí—, pero ojalá alguna mujer llegue a
quererme con la misma fuerza que mamá quiso a papá, y viceversa.
—Jimena te quiere, por ella planifiqué aquella entrevista de
trabajo, para que no te fueras, no sabes lo mal que se quedó
cuando te fuiste…
—¿Te gusta?
—¿Y a quién no? Pero, ¿sabes? Entre los dos decidió sin darse
cuenta, a ti te busco para traerte de vuelta, a mí no… Es simple, a
pesar de no ser un romántico, conseguiste lo que yo no.
Capítulo 48 Jimena

Verlos abrazados en la orilla fue como el broche de oro a todo


aquel sinvivir que había estado viviendo días atrás. Tuve miedo,
muchísimo miedo e incluso, en algunas ocasiones, me arrepentí de
haber dado aquel paso, pero porque el miedo a estar equivocada
era prácticamente igual a la ilusión que me hacía devolverle a
Adrián sus raíces (o parte de ellas). No conocía a aquellos chicos
tanto como para conocer las reacciones que tendrían ante eso que
estaban a punto de conocer y, de nuevo, el miedo se convertía en
protagonista principal de aquella agonía, primero por Adrián, porque
no iba a ser fácil en caso de confirmar mis sospechas y segundo (y
no por eso menos importante) por Héctor, porque él era muy
pasional, un tío que se dejaba llevar por impulsos, y temía que
reaccionase mal dañando así a Adrián. Ambos se merecían ser
felices pero para ello debían dejar a un lado aquellas diferencias que
habían surgido en la convivencia y de las que me era imposible no
sentirme, de algún modo, un poco culpable…
Me senté en el pequeño muro de ladrillos color albero que
separaba, el paseo marítimo, de la playa. Con mis pies colgando de
este era aún más consciente de lo pequeños que somos en el
mundo, a veces pensamos que lo tenemos todo bajo control y, con
una única noticia, se cae tu castillo de naipes o, por el contrario, lo
conviertes en algo más fuerte.
Los veía a lo lejos, se daban codazos, se abrazaban, hablaban
como nunca antes hablaron y me sentí feliz de haber dado el paso,
de haber seguido, a pesar de mis miedos, confiando en mi intuición
(aquella que nunca solía fallarme).
Se pusieron de pie y caminaron hasta donde yo me encontraba,
los miraba sonriente, me sentía feliz, sentía que ya había cumplido
mi misión en sus vidas porque yo soy de las que piensan que todos
llegamos a la vida de alguien con una misión. Pienso que todas las
personas que llegan nos enseñaran algo, a veces es algo bueno,
otras no tanto, pero todas, absolutamente todas las personas que
permitimos que formen parte, de un modo u otro, de nosotros, nos
aportarán algo que nos formará como persona para seguir
avanzando en este juego llamado vida.
—Y ahí está la culpable de todo esto —dijo Adrián con una
sonrisa enorme y un brillo tan especial en los ojos que jamás antes
le había visto.
Héctor trepó por las piedras hasta encaramarse a mi lado en
aquel muro, me apretó la rodilla y, al mirarle a los ojos, engurruñó la
nariz.
—¿Y la boda para cuándo, tortolitos? —preguntó Adrián
metiendo su cabeza entre nosotros.
—¿Boda? Primero tendría que enamorarla…
—¿Enamorarme? —me carcajeé irónicamente—. Es más fácil
enamorarme que convencerme de casarme…
—Joder, pues entonces no habrá boda nunca porque, si
enamorarte puede costarme la propia vida, ¿qué no me costará
convencerte para que me des el sí quiero?
Había pasado una semana desde que Héctor y Adrián se
convirtieron en hermanos; intentaban no pasar tiempo separados el
uno de otro, intentaban ponerse al día contándose anécdotas y
planificaron dos viajes, el primero que ambos necesitaban hacer era
una escapada a Madrid, Adrián necesitaba visitar a sus padres,
llevarles flores y decirles que, aunque no pudieron reunirse en vida,
ya estaba allí, junto a Héctor, y que no dejaría que nada ni nadie
volviesen a separarlos. Sabían que aquel viaje sería tan duro como
necesario. El segundo viaje sería a Sevilla, Adrián quería que Héctor
conociese a sus padres, aquellos que le dieron todo y cuanto estuvo
en sus manos, aquellos que forjaron un hombre educado, sensible y
bueno. Me gustaba ser partícipe de aquella historia tan preciosa en
la que, nosotros mismos, fuimos eslabones de una cadena que
estuvo a punto de romperse y que, por suerte, pudimos soldar a
tiempo.
Llegué a la clínica después de haber pasado una noche más
enroscada entre los brazos de Héctor. A aquel dúplex con vistas al
mar con tres amplias habitaciones empezaba a sobrarle dos. Dormir
juntos se estaba convirtiendo en un ritual, algo que hacíamos sin
pensarlo, un impulso mecánico por ambas partes y que ninguno
quería romper. Al principio preguntábamos dónde queríamos pasar
la noche (algo así como, ¿en tu cama o en la mía?), poco después
ambos pasamos a meternos en el mismo dormitorio, en la misma
cama y bajo las mismas sábanas ignorando el resto de la casa y sin
hacer preguntas.
Me gustaba aquella complicidad que entre nosotros se estaba
creando, empezaba a saber de él sin necesidad de abrir la boca y,
aquella canción que siempre me cantaba al oído después de hacer
el amor (¿has dicho hacer el amor, Jimena? Sí), empezaba a tener
cada vez más y más sentido. Yo también quería quedarme con él,
también de aquí al infinito…
Abrí la gran persiana de metal de la clínica y me dispuse a
colocar perfectamente ordenado todo lo que iba encontrándome a
mi paso, incluido el escritorio de Lorena que dentro de su caos decía
tener su propio orden.
Entró como un elefante en una cacharrería, como suele decirse,
andaba torpemente y se iba tropezando con todo lo que se
encontraba. Llevaba puestas sus gafas de sol y, aunque ella nunca
solía usarlas, no le presté atención a ese detalle puesto que el
verano ya había llegado y era un complemento más en
prácticamente todo el mundo.
—¡Cuidado! Acabo de colocarlo todo en su sitio, ya sabes cómo
soy… ¡Acabas de mover ese sillón tres centímetros!
Me encaminé nuevamente al sillón y volví a colocarlo
perfectamente.
—Hijo de puta... —dijo dejando escapar aquellas palabras entre
sollozos—. Cabrón, mala persona… ¡Canalla desgraciado!
—Lorena…
No la reconocía despotricando así, Lorena siempre fue una chica
muy correcta, aunque a veces soltase alguna que otra burrada, pero
nada comparable con aquello.
Se dejó caer en su silla giratoria y hundió su cabeza entre sus
manos.
—¿Cómo ha sido capaz de hacerme esto? ¡A mí! Yo que siempre
di todo y más por lo nuestro, no sabe nadie la de veces que me
arrodillé para que él no se sintiese inferior, ¿para qué? Para dejarme
en la estacada, sola, vacía, triste y perdida…
Hice girar la silla y la puse frente a mí, me arrodillé entre sus
piernas y le obligué a quitarse aquellas malditas gafas que le
cubrían demasiado el rostro.
—Pero, Lorena, ¿qué ha pasado?
—Me dejó… Dice que está profundamente enamorado de otra
chica… Yo lo sabía, llevo meses sospechándolo… Y yo que pensé
que lo nuestro tomaría un nuevo rumbo, que se haría más sólido
con aquella proposición de aumentar la familia… ¡Qué idiota he
sido, Jimena! Me doy pena…
—Tú no le has perdido, ¿te enteras? Él te ha perdido a ti, ¡faltaría
más! Si se ha enamorado de otra chica pues que sean muy felices y
que disfruten mucho juntos. Tú no necesitas nada de él.
Le sequé las lágrimas con un pañuelo de papel que cogí de la
caja de cartón que estaba siempre sobre el mostrador alto de cristal,
junto a la cestita con caramelos de colores que jamás podían faltarle
a mis pacientes.
Capítulo 49 Adrián

Al cuarto tono respondió.


—Tengo un planazo para este fin de semana, hermano —le dije
mientras me dirigía andando al trabajo.
Hermano… Aquella palabra la había dicho millones de veces a lo
largo de mi vida pero, desde que Héctor le dio sentido real a
aquellas siete letras, me sonaba incluso diferente. Empezó a tener
sentido.
—¡Sorpréndeme!
—Creo que ha llegado el momento de presentarte a mis padres.
—Sé lo importante que es para ti y, lo que para ti es importante,
para mí también lo es.
El día que llamé (aún con el corazón encogido y lleno de dudas y
miedos) a mi madre y le dije que había encontrado a mi hermano
gracias a Jimena (aquella chica que sabía mirar más allá de lo que
el resto alcanzábamos a ver) y que, para más inri, habíamos estado
compartiendo techo y suelo durante poco más de un mes, al otro
lado solo percibí silencio y sollozos.
—Mamá —le dije—, contigo todo seguirá siendo igual. Te quiero
con todo mi ser.
Tenía miedo a perderme ahora que había encontrado mis raíces
pero no, jamás podría olvidarme de la mujer que me enseñó a
caminar, la mujer que me hacía mi plato favorito a pesar de tener
una cocinera en nuestro hogar por el simple hecho de haberle dicho
que como ella nadie cocinaba mejor aquel plato, la que no durmió
cuando estuve enfermo, la que me secó las lágrimas que me
provocaron los miedos, las tristezas y las decepciones, la que
estuvo siempre que quise tirar la toalla para decirme simplemente
un “yo confío en ti, Adrián” cuando ni yo mismo hubiera dado un
céntimo por mí mismo, era mi madre, no llevábamos la misma
sangre pero su corazón latía al mismo ritmo que el mío, si yo lloraba
ella sufría, si yo reía era la mujer más feliz sobre la faz de la tierra.
Oí gritos cuando me quedaban apenas unos metros para llegar a
aquella oficina prefabricada que compartíamos Tamara y yo,
aumenté el ritmo de mis pasos para llegar pronto y comprobar que
Tamara estaba bien.
—Héctor, tengo que dejarte. Hablamos más tarde.
—¿Pasa algo?
—No, estoy cerca de la obra.
—Vale, que tengas un buen día. Yo también estoy a punto de
entrar al curro.
—Igualmente.
Colgué y vi a un hombre con una gran maleta de viaje en la
puerta metálica de la oficina, estaba de espaldas a donde yo me
encontraba y solo podía ver a Tamara que hacía aspavientos con los
brazos y mantenía aquel tono exagerado de voz.
—¡ESTÁS LOCO, CHAVAL! —oí cuando estaba a unos pasos de
ellos.
No sabía si quedarme donde estaba o seguir andando y entrar en
aquel pequeño cuadrado metálico. Esperé unos minutos alejado de
ellos, aunque podía oír a la perfección las palabras que ambos iban
soltando por aquellas bocas.
—Lo he dejado todo por ti, Tamara. Eres la mujer de mi vida.
Tamara se carcajeó y me sentí un poco mal por aquel hombre
que estaba sintiendo en primera persona la soberbia de Tamara.
—¿Te pedí en algún momento que lo dejaras todo?
—No, pero hemos sido felices.
—¿Felices? —volvió a carcajearse—. Eres patético... Mira, voy a
ser muy clarita, me viniste de puta madre para vivir un poco más
desahogada, no sabes lo bien que me ha venido el dinero que he
estado ahorrándome en alquiler este año porque tú decidiste
hacerte cargo…
—Tamara, no puedes estar diciéndome esto, esto no puedo estar
viviéndolo de verdad… Sabes que eres la mujer de mi vida. Hace un
par de noches me dijiste que era el hombre más importante de la
tuya, el que más te ha hecho sentir.
—Hombre, si te digo que eres uno más de esos que han pasado
por mi vida y entre mis piernas —abrí los ojos como platos incrédulo
tras oír eso—, no hubieras entrado al trapo con la fuerza que has
entrado. No tengo culpa de que seas tan estúpido, es más,
agradece mi actitud, te ayudará a desconfiar porque no todo el
mundo es bueno —volvió a carcajearse con aquella risa maligna
que me retorcía las tripas.
—¿Algo más? Tengo que volver al trabajo y mi compañero —me
señaló estirazando su brazo y apuntándome con su dedo índice—
quiere entrar a cubrir su puesto.
Caminé rápido para entrar en la oficina. Se volteó cuando
estábamos uno al lado del otro y, al fin, pude verlo. Estaba
destrozado, los ojos rojos e hinchados de llevar bastante tiempo
derramándose, llegó a darme pena porque en su cara se reflejaba
dolor de verdad, del que sientes cuando pierdes alguien que parecía
ser el pilar fundamental de tus cimientos pero, aquella pena que
sentí fue una pena muy efímera, tan solo duró unos minutos, los
minutos suficientes que necesité para dar con quién era aquel
hombre que me miraba de la forma que lo hacía.
Yo conocía a aquel tipo pero, ¿de qué? Mi mente empezó a
repasar uno a uno los rostros masculinos que tenía memorizados en
mi cerebro, tenía el don de reconocer a personas aun habiéndolas
visto en una sola ocasión y, si el contacto visual había sido mayor a
cinco minutos, aquel rostro se me quedaba grabado para bastante
tiempo así que no tardé mucho en dar con él, ¡BINGO! ¡Aquel tipo
era el marido de Lorena!
Hijo de puta…
Se quedó mirándome a los ojos, estaba seguro de que en su
cabeza también estaría preguntándose dónde me había visto antes.
Apreté la mandíbula, solo conocía a Lorena de lo mucho que Jimena
hablaba de ella, no la conocía lo suficiente, pero sí que conocía a
Tamara y no podían compararse. El muy gilipollas había cambiado
un diamante por una piedra y, lo que era aún peor para él, después
del cambio, la piedra empezó a deshacerse en sus manos
transformándose en simple arenilla que se le escapaba entre los
dedos. Aquellas manos luchaban desesperadas por retener a
aquella nueva ilusión aun siendo consciente de que se le esfumaba,
como el humo de un cigarrillo, quedándose completamente solo.
Me senté en mi silla giratoria intentando empezar con todo
aquello que tenía que desarrollar aquel día pero me era complicado
desconectar de todo lo que presencié al llegar allí aquella mañana,
me preocupaba cómo estaría Lorena tras saber que, el tipo con el
que había estado compartiendo vida, era un auténtico imbécil…
—¡Pírate ya de aquí, patético! Me agotas… —bufó.
—Tamara, eres la mujer de mi vida… —se arrodilló haciéndome
poner los ojos en blanco y alegrándome de verlo así.
—Qué bonito… —vaciló Tamara con una amplia sonrisa dibujada
de forma falsa en su cara—. Casi lloro de tanta emoción —hizo
pucheros y se limpió con sus dedos índices unos lacrimales
completamente secos—. Tengo que trabajar.
—Tamara, eres todo para mí…
—Guille, hazme un último favor, desaparece de mi vida, vuelve
arrastrándote a tu mujer, quizá así te dé una undécima
oportunidad…
Lo dejó allí, arrodillado, plantado en la puerta, hasta que, pasados
unos minutos, oí las ruedas de su maleta y sus sollozos alejarse de
donde estábamos nosotros.
—Por fin me deshice de él… ¡Qué coñazo de tío! —dijo
recostándose en su silla.
—Has sido muy... —me guardé el insulto.
—Dilo, me da igual. ¿Qué he sido? ¿muy cabrona, muy hija de
puta? ¿una auténtica cerda sin escrúpulos? Déjame decirte, Adrián,
que él lo ha sido el triple. Además, que ya está, fin, es lo que hay…
Si tú quisieras convertirte en mi marido, todo sería muy diferente…
—me carcajeé y negué con la cabeza.
—No, gracias.
—No sabes lo que te pierdes por no querer acurrucarte entre mis
brazos… Y ni que decir de lo que te pierdes por no colarte entre mis
piernas.
—Podré vivir con esa pena… —vacilé sacando esa chulería que,
al igual que en mi hermano, también vivía en mí.
Unos nudillos golpearon con fuerza la puerta metálica
sacándonos de aquella conversación cargada de sarcasmo que
teníamos.
—¿Se puede? —preguntó aquella voz grave.
—¡Adelante, señor Gómez!
Tamara se recolocó coqueta en la silla, se atusó la camisa y se
recolocó descarada ambos pechos con las manos.
—¿Cómo estás, Tamara? —le tendió la mano y se la estrecharon.
—Ahora que le veo, mucho mejor.
Puse los ojos en blanco, no podía creerme aquella coquetería de
Tamara con aquel tío que bien podría ser su padre… ¡Si acababa de
terminar una “relación” hacía unos minutos!
—Tú tan preciosa como siempre… Tu belleza aumenta ppr
días…
—Muchísimas gracias, me ruboriza.
El señor Gómez me dirigió la mirada.
—¿Y tú eres?
Me puse en pie y le estreché la mano.
—Soy Adrián.
—El supervisor jefe que enviaron de Sevilla, ¿verdad? —asentí
—. Encantado de conocerte, yo soy Armando Gómez, el dueño del
increíble hotel que se está edificando ahí fuera.
—Encantado de conocerle, señor Gómez.
—Estaba por la zona y me apetecía pasarme y ver cómo iba
cogiendo forma este proyecto y, ya de camino, volver a verte —le
guiñó el ojo a Tamara y esta dibujó una sonrisa sexy en sus labios.
Me sentí un poco incómodo con aquella escena, estuve a punto
de abandonar aquel cuadrado metálico y dejarles así intimidad
suficiente para llevar a cabo todo lo que por la cabeza del señor
Gómez estaba paseándose.
—Si quiere podríamos vernos un día de estos —soltó de forma
coqueta mi compañera haciendo que al señor Gómez se le enrollase
la corbata como a Pedro Picapiedra.
Me contuve la carcajada, ¿cómo podía ser así Tamara? En
ningún momento hubiera imaginado que, aquella chica de mirada
dulce, ocultaba tantísima maldad.
—Tienes mi tarjeta, Tamara. Solo tienes que llamarme —le guiñó
el ojo.
—Créame que lo haré.
—Por favor, hay confianza, deja de hablarme de usted, princesa
—le dejó un beso en la mano y se despidieron de esa forma.
Tamara sonrió coqueta y el señor Gómez se marchó orgulloso de
tener a una chica como Tamara (simpática, joven, guapa y
completamente dispuesta a hacer de florero) interesada en verse a
solas con él.
—Otro gilipollas —susurró cuando, nuevamente, volvimos a
quedarnos solos—. Desde luego que los tíos, Adrián, sois muy
tontos… Se os presentan un par de tetitas firmes y un coño diferente
al que tenéis en casa y empezáis a babear como caracoles…
—No todos, Tamara. No todos…
No pude retirarme a Lorena de la cabeza en toda la mañana,
aquella chica era increíble, preciosa hasta decir basta y un tipo
afortunado no supo valorarla, se merecía aquello que estaba
pasándole, se merecía haberse topado con una mujer como Tamara
para valorar realmente a la mujer que había estado a su lado
siempre.
Me parecía mentira poder viajar a Sevilla acompañado de mi
hermano y de Jimena, un sueño del que tenía miedo despertar y
darme de bruces con la realidad.
Héctor iba sentado a mi lado en el asiento del copiloto, estaba
nervioso; se movía en el asiento como si un panal de abejas
estuviese bajo su culo, se secaba repetidamente el sudor de sus
manos en sus piernas y se mordía los carrillos.
Jimena, desde el centro de asiento trasero, iba pidiéndome que
pasase a la siguiente canción que se reproducía fuerte por los
altavoces de mi coche, ella también estaba nerviosa, la conocía
suficientemente como para saberlo.
—¿Y ustedes cuándo os vais a casar?
Les hice aquella pregunta para romper un poco la tensión que se
había formado en el interior de mi coche. Sabía que, cada vez que
se la había hecho, entre ellos se creaba un pequeño debate en el
que Héctor decía no saber cómo enamorarla y Jimena fingía no
estarlo.
—Yo ya me he rendido —dijo Héctor guiñándome el ojo sin que
Jimena pudiera verlo—. No sabes cómo cansa estar a pico y pala
con ella…
—En Sevilla podría presentarte alguna amiga que sea probodas
—le respondí.
Jimena mantenía la mirada clavada en el paisaje que pasaba
rápido a través de la ventanilla.
—¡Perfecto!
—Pirficti, pirficti… —dijo Jimena prácticamente susurrando y
haciendo sonreír a Héctor con la primera sílaba—. Si es que era
imposible no darme cuenta… Sois iguales, y de tontos, también.
Tanto Héctor como yo nos carcajeamos.
—Se ha picado —dije.
—Pues ya se sabe que quién se pica… —me contestó Héctor.
—… ajos come —terminé la frase.
Jimena bufó. Pude ver, a través del espejo retrovisor, cómo ponía
los ojos en blanco. Aquella chica era increíble.
¿A quién quería engañar? Yo, al igual que ellos, también estaba
nervioso, iba a volver a ver a mis padres después de casi cinco
meses y, aunque habíamos hablado prácticamente a diario, saber
que iba a volver a abrazar a mis padres me levantaba los pies del
suelo.
Aparqué en el gran aparcamiento trasero de aquella enorme casa
en la que me crie y caminamos por aquel camino de piedra rodeado
de árboles altos y frondosos que conducían hasta la entrada. Héctor
miraba sorprendido a su alrededor con la boca abierta, como un
niño el día de Reyes.
—¡Vaya chabola, hermano! —dijo cuando estábamos parados en
el gran descansillo de mármol blanco esperando que nos abrieran la
puerta principal.
Sonreí de lado. La puerta se abrió y allí encontré a la señora
Herminia, la dueña de llaves.
—Bienvenido, señorito Adrián.
—¿Cómo estás, Herminia? Aparte de guapísima —le guiñé el ojo.
—Usted siempre tan lindo... Estoy bien, hijo. ¿Sabían sus papás
que hoy vendría?
—Sí. Les avisé hace unos días.
—Será por eso por lo que la señora se pasó toda la mañana en la
cocina cocinando ese plato que tanto le gusta a usted. No me dejó
echarle una mano.
Sonreí.
—Ya sabes que, desde que le dije que como ella no cocinaba
nadie el rodillo de ternera, se lo ha tomado muy en serio —le
susurré a la señora Herminia arrancándole una gran sonrisa.
—¡Mi niño!
Y allí estaba ella, tan guapa como siempre, tan increíblemente
bonita que cegaba. Corrí hacia los brazos abiertos de mi madre y
me abracé a ella como cuando salía del colegio. Había echado de
menos aquel perfume que cada vez que lo olía me hacía viajar a
miles de momentos felices de mi vida y el olor a polvos Madera que
desprendían sus mejillas.
—¿Cómo estás, mamá?
Me agarró la cara con ambas manos y me miró intentando
descifrar en mis ojos algo que hubiera podido estar ocultándole por
teléfono.
—Estoy bien, ¿y tú?
—Yo muy bien, mamá. Soy más feliz que nunca.
—¿De verdad, hijo? —asentí con mi cara apretada entre sus
manos arrugándome la boca—. ¿Me lo presentas? —me preguntó
bajito—. Quiero conocerlo.
Sonreí.
—Héctor —me giré para mirarle—, ven.
Héctor caminó nervioso, ¿dónde estaba aquel chulito que estuvo
provocándome tantos días en aquel dúplex compartido? Ahora veía
al verdadero Héctor, y era un tío tan especial que no podía estar
más orgulloso de ser su hermano.
—Buenos días, señora. Soy Héctor, el hermano de su hijo.
A mi madre se le inundaron los ojos, se le agolparon las lágrimas
en su párpado inferior esperando un simple parpadeo para caer por
su cara sin freno.
—Héctor… —dijo con la voz entrecortada—. Tenéis la misma
mirada, la misma sonrisa y el mismo tono de voz… ¿Puedo
abrazarte?
Héctor asintió y se abrazaron fuerte.
Capítulo 50 Jimena

Adrián salió de la enorme cocina en la que habíamos estado


comiendo, en compañía de sus padres, para enseñarle a Héctor
todos los rincones de la casa que le vio crecer y acercarlo así a
aquella infancia que, desgraciadamente, tuvieron que vivir por
separado a pesar de haber compartido vientre.
No solté el nudo de la garganta hasta después de almorzar. La
mamá de Adrián era una señora increíble, muy cariñosa y
desprendía una luz preciosa. Miraba a Adrián con un amor increíble
y sentí que mi madre, con la pérdida de mi hermano, nunca me miró
así. Siempre estuvo tan sumida en su dolor que se olvidó de
quererme bien, de quererme como me merecía.
—Muchísimas gracias, Jimena —me dijo sacándome de aquellos
pensamientos que me encogían el corazón dejándomelo pequeñito
—. Ahora veo en mi hijo un brillo que jamás volví a verle después de
confesarle que no éramos sus padres biológicos…
—No me dé las gracias, señora. Hice lo que cualquiera hubiera
hecho en mi lugar. Reconozco que tuve mucho miedo a las
reacciones que ambos pudieran tener pero, desde aquel día que les
di el sobre con los resultados de aquellas pruebas de ADN que
confirmaron mis sospechas, soy la mujer más feliz del mundo. Sé lo
feliz que les hice y me siento más ancha que larga.
—¿Puedo confesarte algo?
—Sí, claro.
—Tenía pánico a ese momento. Cuando le dijimos que no era
nuestro hijo biológico, y decidió buscar sus raíces, tanto yo como su
padre, sufrimos mucho. Teníamos mucho miedo a que le
rechazaran. Si hubiera tenido que secar lágrimas con ese alto nivel
de decepción no hubiera sabido cómo calmarlas…
—Estoy segura de que usted hubiera sabido cómo calmarlo, al
igual que lo hacía cuando se caía, o cuando tenía aquellas
pesadillas con zanahorias asesinas que le perseguían por un huerto
lleno de hoyos…
Se le iluminaron los ojos y su boca dibujó una sonrisa enorme.
—Te lo ha contado…
—Habla mucho de usted y sí, también me contó lo de aquellas
pesadillas con zanahorias que tanto se repetían durante sus noches
—sonrió y vi muchísimo amor en aquellos ojos enmarcados por
algunas arrugas.
—Si él es feliz, yo lo soy mil veces más. Solo quería que, de
encontrar a su familia biológica, lo quisieran tanto o más que yo.
—Héctor es un buen niño.
—Lo sé, lo veo en sus ojos.
—Héctor estaba solo, Adrián es lo único que tiene. Ambos se
necesitaban.
—Héctor forma parte de esta familia, todo lo que hace feliz a mi
hijo, tiene hueco en mi corazón. Tú, Jimena, también tienes el tuyo
—sonrió.
Nos abrazamos y sentí todas aquellas cosas que Adrián siempre
describía de ella. Su olor, lo que transmitía al acurrucarte en sus
brazos, el calor de su cuerpo que reconfortaba de inmediato el tuyo
propio.
—¡Una pasada! —entró eufórico acompañado de un Adrián al
que debía dolerle la mandíbula de tanto sonreír.
Sonreí yo también al verlos, no importaba el tiempo que
estuvieron separados, ni los conflictos que habían tenido no hacía
mucho. Había adquirido tantísima fuerza el presente que estaban
viviendo juntos y el futuro que ambos planeaban con demasiada
antelación quizá, que a aquellos dos ya no había nada ni nadie que
pudiera volver a separarlos.
—Le ha encantado la colección de coches antiguos de papá —le
dijo Adrián a su madre.
—¡Son increíbles! —bufó Héctor aún impactado con lo que había
visto.
—Por favor, no se lo digáis a él… Ya bastante tengo con oírle
decir que su colección es la más increíble del mundo, como para
que le des tú la razón, Héctor…
Una risa grupal se formó en la cocina alrededor de aquella señora
maravillosa.
Había sido un día de muchas emociones, había sido tan intenso
que temía meterme en la cama y no consiguiera dormir debido a los
nervios que aún andaban recorriendo los rincones internos de todo
mi cuerpo. Cualquiera engañaba a un cuerpo que había estado
alerta todo el día con el corazón encogido a cada minuto que
pasaba.
Adrián nos adjudicó a cada uno una habitación de aquella
enorme casa. Cuando entré en la habitación que Adrián eligió para
mí, me sentí una auténtica princesa (a pesar de que aquella palabra
jamás encajó conmigo). Todos los muebles eran blancos y robustos,
nada tenía que ver la madera usada en ellos con aquel material del
que estaban hechos los míos… Una enorme cama, con más de diez
cojines mullidos sobre esta, ocupaba gran parte de la habitación y,
para darle el toque princesita total, tenía una enorme mosquitera
blanca que colgaba del techo y que caía cuidadosamente sobre la
cama. Me tumbé sobre ella con los pies por fuera y con la vista
clavada en el inicio de aquella tela, aquella parte casi rozando el
techo en la que se unía. Respiré hondo embriagándome del olor a
canela que aquella estancia contenía y que me hizo viajar al
apartamento de Carla, la protagonista del libro que había terminado
hacía un par de meses, en cuestión de segundos.
Unos nudillos golpearon suavemente la puerta un par de veces,
me incorporé quedando sentada en el filo de la cama y le di permiso
para entrar a quien fuera que estuviera al otro lado.
—¿Se puede?
No esperaba a Adrián pero reconozco que me alegró que fuera
él. No habíamos podido hablar mucho durante el día y tenía ganas
de que me contase cómo estaba y qué había sentido al compartir
tantas horas con Héctor en el hogar en el que creció.
—Claro, pasa.
Cerró la puerta a su paso y se sentó a mi lado.
—¿Estás bien, Jimena? No hemos tenido tiempo de hablar
mucho hoy…
—Me has dejado muy abandonada… —bromeé apretándole la
rodilla con mi mano.
—No sabes la de emociones que estoy viviendo últimamente…
Estoy como flotando, como si todo esto que vivo no fuera conmigo
realmente…
—Puedo comprenderte… Si soy yo, que conmigo no va la cosa
realmente, y estoy que me parece todo un sueño del que en breve
vamos a despertar, ¿cómo no vas a estar tú? —bufé.
—Acabo de hablar con mi madre, dice que eres una chica
maravillosa, me ha preguntado si teníamos algo…
—¿En serio?
—Le he dicho que pudimos tenerlo pero que Héctor me adelantó
por la izquierda completamente echando humo, como un maldito
Fórmula 1…
—¡Qué va! Tampoco creas que estoy enamorada de él, es…
bueno… un amigo especial.
—Si tú lo dices… —se carcajeó—. Bueno, que yo venía a otra
cosa, quería regalarte esto.
Me tendió una pequeña cajita blanca con un lazo de tela rojo que
la cerraba, le brillaban muchísimo los ojos como si, con aquella caja,
estuviera entregándome parte de él.
La cogí un poco temblorosa, deshice cuidadosamente el lazo bajo
la atenta mirada de Adrián y abrí la pequeña tapadera que la
cerraba.
—¿Y esto?
Era un pequeño colgante de una media luna en oro blanco junto a
una cadena fina. Era precioso, increíblemente bonito. —Me apetecía
tener un detalle contigo. La ventana de la habitación que ocupé en
tu dúplex no tenía vistas al mar pero desde allí conseguí ver la luna
como nunca antes la había visto. ¿Cuántas veces
la tuve a lo largo de mi vida delante de mis narices? Millones de
veces,
pero nunca la vi tan bonita como conseguí verla desde aquella
ventana. Tú me despertaste muchísimas cosas, Jimena, fui feliz en
aquel
dúplex, a pesar de que Héctor no me lo puso muy fácil que
digamos…
—se carcajeó haciéndome reír a mí también.
—Ay, este Héctor… ¿Qué vamos a hacer con él? Creo que está
demasiado grande para venderlo, ya nadie nos lo compraría. —
Entonces nos lo quedaremos, ya come solo —me guiñó el
ojo y de nuevo las curvaturas de nuestros labios fueron las
protagonistas de nuestros rostros—. Bueno, ya hablando en serio,
gracias por todo, Jimena. Me devolviste la sonrisa y un futuro que
me tiene ansioso por vivirlo. ¡Tengo millones de planes!
—Y estoy segura de que los harás todos, uno tras otro, no eres
de esos que tiran la toalla fácilmente.
—¿Puedo preguntarte algo? —asentí—. ¿Qué es lo que te
paraliza para no poder ponerle nombre a eso que sientes por
Héctor? —No quiero volver a enamorarme y cansarme de la rutina
años más tarde.
—¿Pero crees que las parejas que llegan a viejecitos juntos no
han caído en la rutina? Solo hay que buscar la magia dentro de ella,
disfrutar de un desayuno en la terraza con el sol en la cara,
pasear agarrados de la mano contándoos cómo os fue el día, dormir
abrazados e intentar calentar tus pies con alguna parte de su
cuerpo. Todo eso es rutina, pero dime que no mola… —sonreí—. Tú
tienes miedo, miedo a volver a sentir tanto que te olvides de tu
agenda, que disfrutes el día a día, que, de repente, Héctor te
proponga un plan que te descoloque el domingo, y de paso, la
semana… Tienes miedo de lanzarte al vacío y no, no me refiero a
tirarte en paracaídas, eso ya sé que lo hiciste en el pasado, tienes
miedo de lanzarte a ese vacío llamado Héctor y que te contagie esa
forma maravillosa de ver la vida y que aquella Jimena que un día
amordazó y ató a la que, a día de hoy, por fin fue liberada, muera
para siempre. Tienes miedo a todo aquello que se te escapa de las
manos, a todo lo que, en tu agenda peluda, no le dedicas una línea
con día y hora.
Héctor era un desastre con piernas pero con él reí, vibré y
también sentí que se me partía el corazón en millones de pedazos
cuando se fue, quizá tenía razón Adrián y llevaba tiempo sintiendo
por Héctor más de lo que creía.
—Buenas noches, Jimena —me dejó un beso en el pelo—.
Piensa en esto que te he dicho.
Caminó hasta la puerta, era increíble; guapísimo, bueno y el
mejor dando consejos…
—Buenas noches, Adrián.
Abrió y salió pero, poco antes de cerrar, se giró y volvió a
asomarse al dormitorio.
—Héctor duerme en el dormitorio de tu izquierda —me susurró
guiñándome el ojo y cerró.
—¡Cuidado, estúpida! —caí al suelo frente a la parada de
autobús, aunque, por suerte, conseguí poner mis manos sobre este
antes de que mis dientes se golpeasen con el asfalto.
—¡GILIPOLLAS! ¿DE QUÉ MIERDA VAS? —oí acercarse
aquella voz que gritaba—. ¿Estás bien? —me tendió su mano y la
agarré con fuerza para levantarme del asfalto mojado fijándome en
su esmalte de uñas blanco descascarillado.
Levanté la mirada y me crucé con aquellos increíbles ojos verdes.
—Gracias —dije incrédula de que alguien se diese cuenta de mi
existencia.
—Vi cómo te ponían la zancadilla…
Me levanté y me sacudí las rodillas. ¡Mierda! Otro agujero en los
leotardos… ¡Y eran nuevos!
—Sí… no es la primera vez que me pasa... Por desgracia mía se
repite con demasiada frecuencia.
—Valientes hijos de puta… ¿Te has hecho daño?
—No, solo es un rasguño en la rodilla, de nuevo volveré a casa
con el leotardo roto… Mi madre va a tener que vender la casa para
comprarme leotardos…
Sonrió. Nunca antes había visto a aquella chica pero sabía que,
detrás de aquellos enormes ojos verdes, podía esconderse, quizá,
mi mejor amiga…
—Soy Lorena —me dejó un par de besos en las mejillas.
—Y yo Jimena.
—Lo sé, he oído alguna que otra vez hablar de ti…
—Seguro que no muy bien… —torció la boca reafirmando lo que
acababa de decirle.
Intenté unir con mis dedos pellizcando la tela de mis leotardos
intentando así hacer más pequeño a la vista aquel agujero que
dejaba al descubierto la herida de mi rodilla.
—Mi madre va a matarme… —bufé.
—¿Por romper un leotardo? Mi madre daría parte de lo que tiene
porque yo llegase con el mío roto a casa… —fruncí el ceño sin
entender cómo la madre de Lorena sería feliz con eso—. Ven,
cambiémonos los leotardos, así tu madre no te regañará y la mía
será feliz creyendo que, al fin, decidí moverme del banco del patio
del colegio durante el recreo… Tú me ayudas, yo te ayudo.
Me desperté de aquel sueño sonriendo, era imposible no hacerlo
cada vez que aquel primer contacto que las dos tuvimos se reflejaba
en mi cerebro mientras dormía.
Lorena era mi mejor amiga, siempre estuvo cuando para el resto del
mundo ni siquiera existía.
Unos nudillos golpearon suavemente la gruesa madera de la
puerta. Abrió.
—¿Puedo pasar? —me susurró.
—Claro…
Entró prácticamente de puntillas, cerrando con cuidado detrás de
él para no hacer ruido. A pesar de no poder verlo con claridad,
porque apenas entraba luz en aquella habitación, podía ver el
contorno de su silueta caminando hacia mí.
Le hice un hueco en mi enorme cama retirando la sábana
impoluta para que se metiese dentro, conmigo.
—Empieza a hacer frío, estas casas de los ricos son más frías
que la hostia… —sonreí aunque no podía verme.
Agarré su brazo y lo pasé por debajo de mi cuello haciéndome un
ovillo enroscada en el cuerpo de Héctor. Inhalé su olor, me
embriagué de él y, justo en aquel momento, supe que por mucho
que quisiera convencerme de que no sentía nada más allá del
cariño por él, solo estaba engañándome.
—Héctor —le susurré—, ¿qué sientes por mí?
Se quedó callado, seguía moviendo lentamente sus dedos por la
piel de mi brazo que descansaba sobre su pecho y aquel silencio
me preocupó sin saber bien por qué.
—¿Yo? —tragó saliva—. Siento que contigo lo tengo todo… Te
quiero en mi presente y en mi futuro, en mis planes de hoy y de
mañana. Te quiero en mi cama, quiero compartir baño contigo,
cepillos de dientes en un mismo recipiente, quiero compartir cocina
contigo para seguir preparándote platos ya cocinados por otros.
Quiero que te quedes, como una vez ya me dijiste tú, pero no aquí,
ni en un lugar concreto, quiero que te quedes en mi vida.
Le apreté fuerte contra mí, cerré los ojos y sonreí feliz después
de haber oído todo aquello.
—Y tú, Jimena, ¿qué sientes por mí?
Me quedé callada y fingí haberme quedado dormida. Me dejó un
beso en el pelo y me apretó contra él con el brazo que tenía en mi
espalda.
—Estás enamoradísima de mí —susurró sobre mi pelo—, me lo
dijeron tus ojos hace tiempo…
Sonreí y es que, quien calla, otorga.
Capítulo 51 Jimena

Bajamos a la enorme cocina desde donde emanaba un delicioso


olor a pan tostado que podía olerse desde la escalera.
Adrián estaba apoyado en la encimera con las piernas cruzadas
al frente, vestía un pantalón de pijama de cuadros negros y grises y
una camiseta de manga corta blanca. Estaba despeinado e
increíblemente guapo y le noté tan igual a Héctor que me sentí un
poco idiota por no haberme dado cuenta antes. Iba cogiendo a
puñados unos cereales de dentro de una bolsa casi transparente y
masticándolos con ganas cuando los metía en su boca.
—¡Buenos días! ¿Cómo habéis dormido? —nos preguntó
lanzándole a Héctor la bolsa de cereales que este cogió al vuelo.
—Bien —contestó Héctor.
—Nos hemos perdido intentando encontrar la cocina… —le dije.
Nos sentamos en la mesa enorme en la que Adrián había
indicado que sirvieran todo lo que a Héctor y a mí nos gustaba;
había una gran fuente de cristal tallado con una extensa variedad de
frutas brillantes, una jarra de leche caliente y otra de chocolate para
que nos sirviésemos cuanto quisiéramos en las preciosas tazas
decoradas con flores que teníamos frente a nosotros, no podían
faltar los churros, las tostadas y algunos cruasanes calientes que
podíamos untar con el sabor de mermelada que prefiriésemos de
todos lo que estaban perfectamente colocados dentro de una
pequeña cestita de mimbre. Daba la impresión de que, de un
momento a otro, aparecerían unos fotógrafos, acompañados de
otros que portasen unos grandes focos, para fotografiar aquella
mesa y añadirla a alguna publicación de esas revistas de decoración
que, de vez en cuando, ojeaba de las revistas que Lorena llevaba a
la clínica.
—Vaya despliegue… Yo que, con un café, suelo estar
desayunado… —le dijo Héctor completamente fascinado.
—Hoy tienes que hacer una excepción, además, tenéis que
comer fuerte, nos espera un gran día por delante.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Quiero que conozcáis los lugares más emblemáticos de mi
ciudad.
—¡Y ahora la guinda del pastel!
Adrián parecía que acababa de dar los primeros pasos del día en
cambio, a Héctor y a mí, nos faltaban unos pocos centímetros para
rozar la punta de nuestras lenguas por el suelo debido al
agotamiento físico que nos había provocado tantísima caminata.
Eran casi las ocho de la tarde, había oscurecido y apenas habíamos
parado desde que salimos aquella mañana de la casa de los padres
de Adrián, a excepción de la pequeña parada que hicimos para
almorzar en una pequeña taberna que había en una estrecha calle
de aquel casco antiguo de la ciudad cuyo olor a pescado frito se
podía rastrear a varias calles.
El suelo adoquinado un poco mojado, aquellas paredes
desconchadas, dejando a la luz los anteriores colores que aquellas
fachadas habían lucido, y aquellos balcones de los que colgaban
decenas de plantas verdes con algunas flores dándole el toque de
color a aquellas calles, eran un lujo. Olía a tierra mojada, como si,
de un momento a otro, una tormenta nos fuese a dejar
completamente empapados a su paso.
—¡Vamos a subir a la Giralda!
Héctor y yo miramos al cielo siguiendo el perfil de aquella
maravillosa construcción. Era tan bonita que dolía incluso la vista,
una auténtica obra de arte. Estaba completamente agotada pero no
podía permitirme perderme aquel espectáculo visual que podría
ofrecerme la Giralda desde lo más alto.
Fuimos subiendo las rampas que conducían a la parte alta,
estaba completamente segura de que, al día siguiente, no iba a
poder mover mis piernas debido a las agujetas que iba a tener.
“Merecerá la pena”, me repetía una y otra vez.
Llegamos jadeando, saqué la botella pequeña de agua que
llevaba en mi mochila y me bebí más de la mitad de un solo trago.
Miré asombrada las enormes campanas que teníamos sobre
nuestras cabezas y me acerqué a unos grandes ventanales para
mirar el horizonte a través de unas rejas.
—¿Qué os parecen las visitas?
—Una puta pasada… —le respondí contemplando todo lo que
mis ojos alcanzaban a ver.
Me quedé tan hipnotizada con aquello que tenía delante, que no
fui consciente de lo que se tramaba a mis espaldas hasta que no me
giré para preguntarle a Héctor y a Adrián si alcanzaban a ver el nido
enorme que unas cigüeñas habían hecho en una torre lejana.
Me tapé sorprendida la enorme O que mi boca había formado al
ver a Héctor con una de sus rodillas clavada en el suelo y
sosteniendo una pequeña cajita con un anillo.
—Pero...
Le temblaba el pulso y a mí todo el cuerpo.
Las personas de nuestro alrededor nos miraban sorprendidos,
seguramente nunca habían vivido, en primera persona, una pedida
de matrimonio como aquella.
—Jimena, ¿quieres casarte conmigo? No digo hoy, ni mañana, tal
vez te apetezca hacerlo en un fut...
—Sí quiero, Héctor.
Ni yo misma me reconocía, no lo pensé, respondí
impulsivamente, sin planificarlo, sin mirar en mi agenda si aquella
pedida de matrimonio estaba dentro de mi planning del día (o de mi
vida).
Se puso en pie y, arropado con los aplausos de las personas que
sonreían a nuestro alrededor, sacó el anillo de la cajita y me lo puso
en el dedo con cuidado.
—¿Tú no decías que, como yo, no creías en eso del matrimonio?
—le pregunté antes de unir nuestros labios.
—Y no creo, pero creo en nosotros, en lo que juntos podemos ser
y no paro de imaginarme un futuro a tu lado, lo de casarnos es
porque anoche le dije a mi hermano que eras la mujer más hermosa
del mundo y me dijo que si eras hermosa recién levantada, vestida
de blanco serías un auténtico espectáculo y, permíteme decirte que,
por nada del mundo, me quedo con las ganas de verlo.
Sonreí. Sus manos me acercaron a él agarrándome con
delicadeza de la nuca y fundí mis labios con los suyos.
Quizá había llegado el momento de ponerle nombre a aquello
que sentía a pesar de morirme de miedo…
Capítulo 52 Adrián

Se lo dije porque, si yo cerraba los ojos y la imaginaba vestida de


blanco, me quedaba completamente hipnotizado con aquella imagen
que se proyectaba dentro de mi cabeza.
Jimena estaba tumbada en una de las hamacas de la zona de la
piscina, tomaba el sol ataviada con un pantalón vaquero, un jersey
de media manga de rayas y llevaba el pelo recogido con un pañuelo.
La observaba desde la lejanía y me era inevitable pensar que había
sido muy afortunado por cruzar mi vida con la suya. Estaba
tranquila, movía sus pies al ritmo de la música que sonaba en sus
oídos y estaba completamente ajena a todo lo que Héctor había
pensado hacer al día siguiente.
Héctor y yo fuimos a una joyería de uno de los mejores amigos
de mi padre. Eligió el anillo que más le gustó y que, ilusionado,
guardó en el bolsillo delantero, dentro de una pequeña cajita, de su
pantalón vaquero negro desgastado. Estaba decidido a pedirle
matrimonio a una chica que, no hacía mucho tiempo, había llegado
a nuestras vidas (o nosotros a la de ella) pero es que hay que ser
muy gilipollas para dejar escapar una mujer como Jimena por eso
tan insignificante llamado tiempo.
Cuando lo vi arrodillado ante ella, me emocioné. No pudo ser de
otra forma, Jimena aceptó desatando un aplauso estruendoso de
todos los que, como yo, observaban aquella pedida digna de
cualquier película romántica de Hollywood. Que Jimena aceptara la
petición de matrimonio de Héctor, no fue una sorpresa, ni para mí,
que me era imposible dejar pasar desapercibido aquel brillo que los
ojos de Jimena mostraban cuando miraban a mi hermano, ni para
Héctor, que la había sentido vibrar entre sus brazos prácticamente
desde el principio.
Héctor y Jimena estaban sentados en los grandes sillones, de
mullidos cojines, del jardín trasero, había estado compartiendo aquel
lugar con ellos hasta que entré en la cocina a por unos cafés, en
unas horas volveríamos a Almería y teníamos un largo camino por
delante.
—Señora Herminia —le dije a aquella mujer que siempre me
miraba como si siguiese siendo el niño aquel que le pisaba el suelo
cuando estaba mojado—, ¿dónde está la cafetera en esta casa?
—¿Quiere café? Yo podría preparárselo, ya sabe que no me
importa servirle.
—Deja de hablarme de usted —le apreté la mano con la mía y
recordé tantas veces que me caí y me ayudó a levantarme
sacudiéndome seguidamente las rodillas sucias de mis pantalones
—. No te preocupes, sabré apañármelas solo —me sonrió y sacó la
cafetera de uno de los grandes muebles que estaban colgando de
las paredes impolutas de la cocina.
—Tome, uy, toma —corrigió—, es la costumbre. ¿Necesitas algo
más, Adrián? —negué con la cabeza—. Entonces me retiro, voy a
comprobar que todo está en orden en el despacho de tu padre —
arqueé una ceja—, hace un par de días estuvo haciendo limpieza de
libros —me susurró.
Bufé. Mi padre tenía en su despacho más de mil libros
perfectamente ordenados por autores, cuando se ponía nervioso,
entraba en aquel espacio luminoso y sacaba todos los libros de las
estanterías para volver a colocarlos, después de pasarles, uno por
uno, un trapo seco por el perfil y las pastas.
La señora Herminia se marchó y pasé a preparar el café. Puse la
cafetera en marcha y me quedé hipnotizado con el fuego de la
hornilla.
—¡Qué orgullosa estoy de ti! —me dijo mi madre acercándose a
mí con una enorme sonrisa dibujada en su cara.
—¿Por saber hacer café?
—Por todo, hijo. Por todo. Te has convertido en un buen hombre,
apuntabas alto y has llegado a donde has querido. Papá y yo
estamos muy orgullosos de ti.
—Soy simplemente el reflejo de vosotros, siempre habéis sido mi
ejemplo a seguir.
Nos quedamos unos minutos callados, el café subiendo por la
cafetera era la banda sonora de aquella conversación y sentí que
era el momento de despejar aquella única duda que aún me
quedaba.
—Mamá.
—Dime, hijo.
—¿Pagasteis dinero por mí?
Cuatro palabras que me desgarraron la garganta según fueron
subiendo hasta salir por mi boca. Volvió a formarse aquel silencio
pero aquella vez sí que me incomodó, necesitaba saber la verdad,
necesitaba saber si ellos, de algún modo, fueron cómplices de que
me separasen de mi madre biológica.
—Pagamos dinero por tu adopción —se me cayó el corazón a los
pies, sentí un pinchazo en el pecho que me dificultaba la respiración
—. Supuestamente, “el papeleo”, sumaba unos gastos que éramos
nosotros los que teníamos que afrontarlo. Te juro que siempre
creímos que eras un niño abandonado por tus padres biológicos en
aquel centro, no sabíamos que te habían robado de los brazos de tu
madre, tienes que creerme, cariño.
Los ojos de mi madre se derramaron, en muy pocas ocasiones vi
a mi madre llorar, no digo que no lo hiciera en su soledad que, por
desgracia, sí que la oí demasiadas veces… Estaba seguro de que
lloró de impotencia cuando me empeñé en buscar mis raíces tirando
de aquellos hilos que no me llevaban a ningún lado, como madre sé
que sufrió por mí, por mi frustración, por mi abandono físico porque
sentía que mi existencia en el mundo era completamente
prescindible. Sabía que había llorado pero, después de hacerlo, se
secaba las lágrimas, salía al mundo, me agarraba de la mano y me
animaba a seguir porque ella siempre estaría a mi lado. Me dolía en
el alma ver cómo aquellas lágrimas le bañaban las mejillas.
—Yo te creo, mamá. No llores más, ya pasó todo.
Nos abrazamos y sentí aquel corazón que siempre latió al mismo
ritmo que el mío latiendo con fuerza. Yo no crecí en su vientre pero
sí que lo hice en su corazón, y no necesitaba nada más.
Fue el mejor fin de semana de toda mi vida hasta el momento y
sabía que, por delante, nos quedarían muchos más. Teníamos toda
una vida para recuperar aquella que nos robaron. Compartí con mi
hermano el hogar donde crecí, le presenté a mis padres y volví a ver
brillo en los ojos de mi madre cuando me dijo que, para ella, Héctor,
sería un hijo más si él lo quería así. Habíamos sido felices
recuperando tiempo perdido, mostrándole todo cuanto podía de mi,
fotos de mi niñez y todo aquello que el destino se empeñó en que no
compartiésemos.
Volvimos en el coche y, aunque regresamos siendo felices,
estábamos en silencio, analizando por separado todo lo vivido en un
par de días en los que habíamos sabido aprovechar las horas como
nunca.
—Bueno, chicos —dije echando el freno de mano en el
aparcamiento en el que siempre solíamos aparcar cuando
compartimos dúplex los tres—. Gracias por este fin de semana, ha
sido increíble.
—Gracias a ti por llevarnos a tu hogar —me respondió Jimena—.
He pasado un fin de semana de ensueño.
Mostró coqueta el anillo que Héctor le había regalado en la
pedida, una pedida que no pudo parecerme más romántica, jamás
hubiera imaginado a aquel Héctor que compartió techo y suelo
conmigo, con la rodilla clavada y pidiendo matrimonio como aquellos
románticos de los que tanto renegó antes de enamorarse
perdidamente y empezar a formar parte de ellos.
—Gracias por todo, Adrián —me respondió Héctor.
Jimena salió del coche, parecía leerme la mente. Necesité
quedarme a solas con mi hermano para decirle cuál era el próximo
viaje que necesitaba hacer con él.
—Héctor —le frené antes de que saliera él también—. Esto…
yo… bueno… me gustaría visitar algún día las tumbas de nuestros
padres… —titubeé. A mi hermano se le cambió la cara, le dolía el
simple hecho de oír la palabra tumba para continuarla nombrando a
aquellos que nos dieron la vida—. Pero cuando tú quieras.
—Sí, Adrián, iremos. Más temprano que tarde.
Llegué de nuevo a aquella vacía y solitaria habitación de hotel.
Me di una ducha rápida y, aunque había oscurecido, necesitaba salir
a dar un paseo por la orilla.
Me vestí con un pantalón vaquero y una camiseta de manga larga
blanca que subí hasta dejarla en mi antebrazo. Por la noche
empezaba a refrescar, era lo que tenía pasear por la orilla de la
playa en septiembre.
Me quité las zapatillas deportivas blancas que llevaba y metí
dentro de ellas los calcetines, caminé con ellos en la mano sintiendo
todo lo bueno que me daba aquel lugar. Me llenaba los pulmones
por completo con aquel aire puro que olía a sal, las olas rompían en
mis tobillos y mojaban el bajo de mis pantalones. Me sentía
afortunado por todo lo que había cambiado mi vida en cuatro meses,
era consciente de que muchas personas que pasaban por la misma
situación por la que yo había estado pasando, no tenían el mismo
final feliz que había tenido yo y tenía la necesidad de hacer algo por
ellos, poner mi pequeño granito de arena para facilitar aquella ardua
tarea de localizar los orígenes de todos aquellos que tuvimos que
pasar por aquella tremenda injusticia. Tenía que averiguar cómo
ayudar.
—¿Adrián?
Me giré y sentí cómo el corazón se impulsó tanto en mi interior
que casi se me salió por la boca al cruzar mi mirada con la suya.
—¿Cómo estás, Lorena?
Nos dimos un par de besos y me embriagué nuevamente con
aquel perfume que se quedó grabado a fuego en mí aquella vez que
Jimena nos presentó.
—Bien, he salido a pasear por la orilla, lo necesitaba, a veces
siento que la casa me abofetea con recuerdos que no me hacen
bien…
—Pues no hay nada que el mar no sane —sonrió y me perdí en
aquella boca pintada de rojo.
—El mar y unos labios rojos —¿le había mirado descaradamente
los labios y se había dado cuenta?—. Hace tiempo leí un libro cuya
protagonista, Tatiana, resurgía de sus cenizas pintándose los labios
de rojo.
De buena gana le hubiera borrado aquel labial con un beso, no sé
qué tenía Lorena pero me gustaba hasta el punto de levantarme los
pies del suelo, nunca antes había sentido aquello por una chica sin
haber probado, ni tan siquiera, cómo besaba.
—¿Cómo estás con tu recién estrenado hermano? —me
preguntó haciéndome curvar fácilmente mi labio superior.
—¡Genial! Aún me parece estar viviendo un sueño, pero uno de
esos de los que no quieres despertar por nada del mundo.
Me dejó, sin esperármelo, un beso en la mejilla y volvió aquella
curvatura a mi boca.
—¿Lo has sentido? —me limpió la mancha de labial que había
dejado en mi mejilla y fui consciente de que hacía mucho que había
dejado de sentir el frío del agua en mis pies.
—Sí. Claro —intenté no tartamudear.
—Entonces no estás soñando —me susurró al oído.
Aquella voz fue capaz de ponerme en pie la piel con una facilidad
pasmosa, me preocupaba sentir aquellas sensaciones, me
preocupaba sentir, en general. Me daba miedo pero, en mi cabeza,
se repetía una y otra vez la frase que mi padre siempre me repetía
cuando algo me daba miedo: “Si sientes que te puede hacer feliz,
pero te da miedo, entonces hazlo con miedo, Adrián”.
Dejé aquellas palabras ahí, cerquita por si, en algún momento,
tenía que agarrarlas con fuerza y ponerlas en práctica.
—¿Qué es lo que te ha traído a huir de tu hogar y refugiarte en la
orilla de la playa? —cambié de tema.
—Hace dos días firmé mi divorcio…
—Vaya…
—Y hasta hace dos días me seguía pidiendo otra oportunidad, no
sabes la de veces que he oído, en este último mes, que soy la mujer
de su vida… Pero, ¿sabes? Su boca me decía aquellas palabras
que, en otro momento, me hubieran encantado oírlas pero, a parte
de que aquella vez no quería escucharlas, sus ojos no
acompañaban a su boca, volvía a mentirme una vez más…
—Te invito a una copa —le dije zanjando aquella conversación
que empezaba a tornarse triste. No era lo que ambos
necesitábamos.
Sonrió.
—Por favor.
Caminamos por la arena hasta llegar al pequeño muro que
separaba el paseo marítimo de la arena y nos sentamos en este
para ponernos los zapatos que habíamos estado llevando en
nuestras manos. La miraba por el rabillo del ojo, ¿cómo podía una
persona brillar con aquella fuerza a pesar de que se empeñaran en
apagarla? Lorena eran increíble y estaba completamente seguro de
que no tenía ni idea.
Anduvimos por el paseo marítimo hasta llegar a un pequeño bar
que estaba prácticamente vacío y nos sentamos en unas banquetas
altas de madera oscura frente a una pequeña barra que estaba
anclada a la pared.
—¿Saben qué van a tomar? —preguntó la camarera que venía
con una pequeña libretita en una mano y un bolígrafo en la otra.
—Un wiski con hielo —le dije.
—Otro —dijo muy convencida Lorena.
Sonreímos y ambos clavamos nuestras miradas en la pared que
teníamos enfrente evitando así mirarnos a los ojos.
Cuando la chica nos trajo ambos vasos de cristal tallado, y los
dejó cuidadosamente ante nuestras narices, Lorena lo cogió, olió el
contenido y empezó a reírse frenéticamente contagiándome aun sin
conocer cuál era el motivo de su risa.
—¿De qué te ríes? —le pregunté entre mis propias carcajadas.
—¡En mi puta vida me he tomado un wiski!
—¿No?
—¡Jamás! Creo que voy a tener que volver a mi casa gateando…
Aquella risa pura me contagiaba con la misma facilidad von la
que sus ojos verdes atrapaban a los míos.
—No te preocupes por eso, si yo consigo recordar dónde vivo, tú
no tienes de qué preocuparte —levanté mi vaso invitándola a brindar
—. Por nosotros.
Sonrió e hizo el mismo gesto golpeando seguidamente el culo
grueso de su vaso contra el mío.
—Por nosotros.
Capítulo 53 Adrián

Me había tomado tres wiskis y Lorena llevaba la mitad de un


segundo que se le hacía cuesta arriba el tener que acabarlo.
Miré la gran esfera de mi reloj de pulsera, las doce de la noche,
llevábamos en aquellas banquetas casi tres horas y el tiempo había
parecido pasar tan rápido que tenía la sensación de llevar unos
pocos minutos en aquel lugar.
—Se está haciendo muy tarde, ¿no te parece? —le dije.
—Sí, creo ya va siendo hora de volver…
—Te acompaño a casa.
Me puse en pie y le ayudé a bajarse de la banqueta, dio un
pequeño tropezón y se estampó en mi pecho.
—Presiento que la voy a liar parda… Joder, cómo te he puesto la
camiseta de labial…
—Bah, eso no importa, ¿estás bien? —asintió—. Entonces
sigamos.
Fuimos caminando tranquilamente hasta llegar a su casa, el wiski
había ido evaporándose poco a poco de nuestros cuerpos con
aquella caminata y estábamos un poco más cabales que minutos
antes de llegar a aquel portal que frenó en seco los pasos de
Lorena.
—Bueno, pues ya hemos llegado… —me dijo—. ¿Quieres pasar?
—No, podríamos vernos otro día con un poco más de luz.
—¿Te da miedo la oscuridad?
—Dependiendo la compañía —vacilé.
Aquella sonrisa…
Podía perderme gustosamente en ella y desear que nadie me
encontrase.
—Buenas noches, Lorena. No sabes cuánto me alegro de haber
estado este rato contigo, reconozco que se me ha hecho muy corto.
—Buenas noches, Adrián —me dijo prácticamente en un susurro
que me erizó la piel—. Gracias por todo, no sabes cuánto
necesitaba un ratito como este…
Le dejé un beso en la mejilla y vi cómo cerraba los ojos al
hacerlo. Me volteé para irme a pesar de no querer hacerlo.
—Lorena.
Paré, apenas había dado un par de pasos pero mi cuerpo no
quería alejarse de ella, tenía la necesidad de volver pero, no solo de
volver, sino de quedarme. Volví a voltearme para poder mirarla,
respiré hondo y llené mis pulmones de aire.
—Dime, Adrián.
—¿Cuándo sabes que una persona te gusta hasta el punto de
querer compartir una vida con ella?
Tragó saliva, mi pregunta la dejó descolocada, sonrió levemente,
tímida, volviéndome completamente loco con tan poco y
preocupándome por eso mismo.
—Supongo que cuando sientes que no quieres estar separado de
él a pesar de que sean más de las doce de la noche…
Volví a acercarme a ella, volví a quedarme a solo unos palmos y
volví a sentir el deseo de hacer desaparecer aquel espacio que
había entre nosotros.
Supongo que cuando los ojos te brillan al verla, cuando el cuerpo
vibra cuando la tienes cerca, cuando sientes que el aire se torna
distinto cuando compartís el mismo espacio, cuando tu boca se
muere por sellar la suya mientras habla, es porque importarte, lo
que se dice importarte, no te importaría compartir una vida con
ella…
Y fue el momento exacto en el que no conseguí mantener aquel
espacio entre nosotros. La agarré de la nuca y fundí mis labios con
los suyos haciendo que nuestras lenguas se volviesen una sola. Me
sentí un adolescente besando a la chica más bonita del instituto en
el portal de su casa, temblando por el miedo de que sus padres nos
pillasen y, de forma contradictoria, importándonos muy poco el resto
del mundo que pasaban a nuestro alrededor.
Sus manos me apretaban la espalda desesperada. Fue
paseándolas nerviosas por prácticamente toda la parte posterior de
mi cuerpo a la que alcanzaba, gemíamos dejando a la luz aquellos
instintos primarios que todos tenemos.
—Ven —me agarró la mano y tiró de mí.
Abrió el portal del bloque de apartamentos en el que vivía y
caminamos apoyándonos en las paredes de aquella planta baja sin
parar de besarnos. Con su espalda llamó al timbre de uno de los
vecinos y, nerviosa y entre risas, llamamos al ascensor para
desaparecer de allí antes de que abrieran la puerta. El ascensor
llegó a la planta y abrió su gran y pesada puerta de acero segundos
antes de que, el vecino, abriera la suya para descubrir que no había
nadie al otro lado. Me empujó al interior y volvimos a besarnos como
si el fin del mundo estuviese cerca y tuviésemos la necesidad de
que nos pillara devorándonos.
Le costó abrir la puerta, la tenía abrazada por detrás y le besaba
el cuello, quizá yo era el culpable de que sus manos no atinasen a
introducir la llave, pero es que separarme de ella me costaba
demasiado (y no me apetecía absolutamente nada)…
Percibí un olor fuerte a jazmín y me recordó a mi ciudad. Lorena
también usaba un perfume con aquella fragancia, debía ser su olor
favorito del mundo. Me llevó, tirando de mi brazo, hasta su
dormitorio, prendió la luz y, mediante una ruleta que estaba
incrustada en el interruptor reguló la luz dejándola en penumbra,
una luz íntima que invitaba a todo menos a desaparecer de aquellas
cuatro paredes. Aquel dormitorio estaba perfectamente ordenado y
completamente blanco, no había nada, absolutamente nada en
aquella habitación que no fuese de aquel color. Parecía la entrada al
mismo cielo.
Sacó mi camiseta, tirando de ella, por mi cabeza y la dejó sobre
la cama, sus manos se pasearon por mi pectoral y sentí que el
corazón me latía mucho más rápido de lo que hasta el momento ya
había estado haciéndolo cuando puso su boca sobre mi piel. Fue
dejando un camino de besos por mi pecho y fue bajando lentamente
hasta quedar de rodillas frente a mí, desabotonó mi pantalón y
después bajó la cremallera con demasiada lentitud. Tiré de ella y
volví a ponerla de pie, necesitaba desnudarla, necesitaba sentir en
las yemas de mis dedos la suavidad y el calor de su piel, necesitaba
verla, sentirla, olerla. Subí el vestido que llevaba deslizándolo con
suavidad por sus caderas, después por su cintura y su pecho para
sacarlo por su cabeza, lo dejé caer al suelo sin preocuparme dónde.
Me separé un poco de ella para admirarla, ¡era perfecta! Llevaba
únicamente un tanga negro sobre su piel clara. Se cubría un poco
avergonzada, aunque disimulaba para que no me diese cuenta, lo
noté.
—No te cubras ni un solo milímetro de piel con tus manos. Eres
perfecta.
Sonrió. Le agarré ambas manos y la hice girar sobre su propio eje
para admirarla. Estaba ruborizada y me encantaba verla así, ¿cómo
su exmarido no fue capaz de valorar aquella mujer que yo tenía
delante? Eliminé rápidamente la imagen de Guille de mi cerebro, él
no merecía formar parte de aquel primer (y ojalá que no último)
encuentro entre nosotros.
La tumbé sobre la cama y me puse entre sus piernas, dejé caer
de forma controlada mi cuerpo sobre el suyo y al fin sentí el calor de
su piel. No podía dejar de mirarla, con aquella luz tenue parecía
estar sacada de un cuadro de alguna galería de arte.
—¿Qué piensas? —me susurró.
—Que el destino es un auténtico mamonazo.
Sonrió y de nuevo, aquel imán que atraía mi boca a la suya con
aquella preocupante facilidad, volvió a activarse. Fundimos nuestras
bocas con pasión, deseo del fuerte, del que te hace incluso temer
por la integridad de tus dientes. Me aparté de ella y le bajé el tanga
con suavidad hasta sacarlo por sus pies, lo guardé en el bolsillo
trasero de mi pantalón vaquero en un gesto que no entendí, fue
como algo que hice sin pensarlo. La tenía completamente desnuda
ante mí y sentí que el corazón me bombeaba fuerte, y no solo el
pecho (guiño, guiño). Me puse en pie para deshacerme del
pantalón, solo tuve que dejarlo caer porque ella ya me lo
desabrochó justo cuando la aparté porque sentía que la polla me
bombeaba con tanta fuerza que, de seguir yendo tan rápido, aquel
primer encuentro sería un visto y no visto, y no me apetecía, quería
hacer de aquella noche algo eterno.
Cuando me quedé completamente desnudo ante sus ojos estos
se abrieron de par en par, sorprendida con lo que veía (mi ego
masculino deseaba que para bien).
—Creo… que… en… en… en el primer… en el primer cajón de…
la cómoda… esto… hay preservativos…
Titubeaba, estaba muy nerviosa, ya éramos dos. Intenté mostrar
valentía y pasotismo, como si follar con la tía más bonita del mundo
fuera mi rutina diaria…
Abrí la cómoda y sentí sus ojos clavados en mi cuerpo, intenté
estirar lo máximo que podía mi espalda, por eso de mejorar la
imagen que le ofrecía a Lorena. Saqué el condón de aquella caja y
me encaminé a la cama, rompí con mis dedos temblorosos el
paquete plateado que lo envolvía y lo deslicé cuidadosamente por
mi dura polla. Lorena me miraba mordiéndose disimuladamente el
labio inferior. La veía, al levantar mi mirada de mis dedos, a través
de los pelos que se habían escapado de mi tupé, era tan
jodidamente increíble lo que estaba viendo en ella que, el miedo de
tantas preguntas que se agolpaban en mi cabeza, temía que me
pasase factura cuando aquel encuentro diese fin.
Volví a ponerme en aquel lugar que ya podía llamarlo como “mi
lugar favorito”, entre sus piernas. Agarré su cabeza entre mis manos
y volví a mirarla minuciosamente, aquellos ojos verdosos eran
increíbles, parecían estar hechos con algún programa de esos de
fotografía que suelen utilizar para cambiar algunas partes del
cuerpo, los suyos eran reales, tan reales que podía verme reflejado
en ellos como nunca antes me había visto en los ojos de alguien.
Puse mi polla en su entrada y fui sumergiéndome en su interior
lentamente, sus uñas se clavaron en mi espalda y los movimientos
pélvicos que hacía me invitaban a llegar a lo más profundo de ella, a
poder ser, un poco más rápido.
Gemíamos, éramos uno y sentí que no era solo cuestión de piel,
de nuevo el miedo, “si tienes miedo, hazlo con miedo, pero hazlo,
Adrián”, aumenté el ritmo y con él los movimientos de Lorena debajo
de mi cuerpo.
—No aguanto más, Adrián.
Se corrió intentando acallar mi nombre en una garganta que
quería gritarlo fuerte, su cuerpo vibraba debajo del mío y me lanzó a
aquel orgasmo que no pude seguir salvaguardándolo dentro de mí
por mucho más tiempo.
Capítulo 54 Jimena

Habían pasado solo un par de días desde que dejamos aquel


dúplex para viajar con Adrián a Sevilla. Salimos siendo unos simples
amigos que se atraían muchísimo para volver, anillo en dedo (con
pedrolo incluido), comprometida con Héctor. Lo pensaba y me daba
la risa tonta. Jimena, ¿vas a casarte?
Entramos en el que, desde hacía cuatro intensos meses, era
nuestro hogar, el lugar donde ambos habíamos vivido tan a tope que
el tiempo pareció pasar súper rápido.
—Por fin en casa… —solté el aire con la sensación de haberlo
estado reteniendo dentro de mí desde hacía mucho tiempo.
—¿Echabas de menos tu dúplex con vistas al mar?
—Mucho, ¡y eso que hemos estado en la gloria en casa de los
papás de Adrián! Pero es que como en casa, en ningún sitio…
—Suena a anuncio de pizzas.
—Totalmente.
Dejé la maleta de mano sobre la mesa baja del salón y volví al
recibidor para dejar, perfectamente colocada, la rebeca que había
estado llevando, en el perchero de la entrada. Héctor entró en el
baño de la planta baja y encajó la puerta, se me erizó el vello de
todo el cuerpo con aquel gesto que despertaba en mí un morbo
increíble, si algo tenía claro de nosotros era que nos atraíamos de
una forma bestial.
Caminé sin hacer ruido hasta el baño y me asomé discretamente
a aquella pequeña abertura que Héctor había dejado. Estaba
desvestido, mirándose en el espejo minuciosamente la barba que
había crecido un poco durante aquel fin de semana.
—Pues yo me veo sexy con esta barba…
Me había descubierto, tenía que mejorar aquello de la discreción
y el camuflaje… Entré y me abracé a él por detrás, apoyé mi cara en
su espalda y respiré aquel olor a él, su perfume se había disipado
un poco y el olor suyo personal había adquirido más fuerza. Puse
mis manos sobre su fuerte pectoral y pude sentir la fuerza con la
que latía su corazón.
—Ese anillo te queda de putísima madre.
Sonreí y le giré, con la ayuda de mis manos, para dejarlo frente a
frente a mí.
—Sabes que yo no creo en el matrimonio, ¿verdad?
—Ni yo —me respondió.
—¿Entonces por qué me lo has pedido?
—Porque me muero de ganas de verte vestida de blanco. Es un
color que no sueles usar y tengo curiosidad…
—¿Y casarnos solo por el vestido?
—Y por la fiesta del después, joder, reconóceme que es un
planazo.
—¿Y no por amor?
Se quedó callado unos segundos sin apartarme la mirada,
sonreía de lado y aquel hoyuelo que se hacía en su mejilla me
hipnotizaba…
—Por amor te pego a mí —me apretó contra su cuerpo y se me
escapó inconscientemente un gemido—, te subo a mis caderas —
me subió con fuerza y con mis piernas abracé su cuerpo— y te hago
el amor en el baño —me mordí el labio—. Por amor soy capaz de
hacer todo lo que siempre dije que no haría, incluso casarme.
Me guiñó el ojo y le dejé un beso corto sobre unos labios que aún
mantenían aquella maldita sonrisilla pícara que me gustó desde la
primera vez que la vi.
—¿Sabes una cosa, Héctor?
—Dímela.
—Yo me casaba hoy mismo contigo.
—¡Y sin creer en el matrimonio! Si es que soy irresistible…
Le mordí el labio y fundimos nuestras lenguas. Su saliva,
mezclada con la mía, era la fórmula perfecta para hacerme
despegar del suelo, disparada a velocidad supersónica, para rozar
la luna con las yemas de mis dedos. Había llegado el momento, era
hora de reconocer la realidad de todo aquello, me había enamorado
de Héctor sin pensarlo, sin tenerlo anotado en aquella agenda
peluda que a veces, últimamente, caía en la cuenta de que no la
llevaba en el bolso… Cambié mi forma de ver las cosas porque
empecé a verlo a través de sus ojos sin darme cuenta, entendí que
un sofá desordenado significaba que se había estado usando, que
se había visto una película arropados por una manta de IKEA o se
había estado haciendo el amor sin importar, absolutamente nada,
dónde estaban los cojines. El agua en el suelo del baño significaba
que dentro de la ducha se había disfrutado de ese placer que
supone que el agua caliente te moje el cuerpo y el gel dé olor a tu
piel y a la estancia, posiblemente hacer el amor en la ducha también
mojaba el suelo, y era una puta maravilla. Una cocina desordenada
era señal de que se había disfrutado de una buena comida y de que
si, en el fregadero había muchos platos, vasos y cubiertos, era
porque habías disfrutado compartiendo un rato de risas y
degustando recetas que se hicieron con cariño. Empecé a ver con
gusto las sábanas desordenadas de una cama e incluso se me
erizaba el vello del cuerpo al pensar en lo maravilloso que fue
dejarlas así. Había cambiado mi forma de ver mi hogar y sus
estancias, mi vida y el amor.
Me dejó sobre el lavabo y me quitó la camiseta desesperado,
desabrochó con ambas manos mi sujetador de encaje negro y me
lamió ambos pechos con ganas. Notaba su polla dura en la parte
baja de mi barriga y su humedad empezó a mojarme la parte más
alta de mi pantalón vaquero. Nuestras bocas no podían separarse,
estaban demasiado cómodas unidas como para tener que soltarse
puesto que nada de lo que se pudiera hacer con las bocas
separadas nos apetecía en aquel momento. Volvió a cogerme para
dejarme seguidamente en el suelo y lograr así deshacerme de mi
pantalón que cayó a mis pies haciéndome sentir que en el suelo
quedaban mejor que sobre mi piel. Agarró el filo de mi tanga, tenía
la manía de llevar siempre conjuntada la ropa interior, es más, solía
ponerme muy nerviosa cuando alguna prenda estaba sucia y no
podía conjuntarla… Se agachó quedando su cabeza frente mi pubis
y deslizó mi tanga suavemente por mis piernas, saqué mis pies de él
y lo dejó caer a su suerte. Estaba completamente desnuda ante
Héctor y, aunque me daba un poco de pudor, no quería apagar las
luces, ni cubrirme con mis manos. Me cogió la pierna derecha y la
puso sobre su hombro, gemí con el simple hecho de imaginarme lo
que estaba a punto de pasar, agarré de un puñado parte de su pelo
y de forma desesperada llevé su boca a mi coño. Lamía todos mis
pliegues con ganas, desesperado, como si aquello que estaba
pasando llevase tiempo deseándolo. Introdujo un par de dedos
dentro de mí y tocó esa parte sensible que conectaba mi coño al
hueso de mis rodillas haciéndolo desaparecer y dejándolas inútiles
para mantenerse erguidas, iba a correrme si seguía con la cabeza
entre mis piernas.
—Para, Héctor… —dejé escapar ente gemidos.
Sacó la cabeza de entre mis piernas y levantó la mirada para
clavarla en mis ojos. Se mordió el labio, se limpió la boca con el
reverso de su mano derecha y se puso en pie.
Puso su polla dura en mi entrada, estaba mojada y sentía que
podía correrme con el primer embiste que Héctor diese, repasé
mentalmente la lista de la compra para que esto no sucediera y
poder así disfrutar más el momento alargándolo.
Zanahorias.
Manzanas.
Leche.
Sentí su polla dentro de mí…
Cereales.
Café.
Papel higiénico.
Volví a sentir su polla dentro… ¿Qué más necesitaba comprar?
Esto… ¡No pienses en lo que sientes, Jimena!
Patatas…
Se me erizó la piel, la fricción de su polla dentro de mí me estaba
volviendo completamente loca, mandé a la mierda la lista mental de
la compra y me concentré en aquellas sensaciones: la piel
completamente erizada, el cuerpo tembloroso y aquellos gemidos
que se escapaban sin permiso de mi garganta… Me corrí gritando
su nombre, agarrándole de la nuca para acallar mis gritos en su
boca y sintiendo que rozaba el cielo. No disminuyó el movimiento,
me agarró fuerte del culo clavándome sus dedos en la carne
acercándome a él e inmovilizándome, buscaba su placer, apretaba
las mandíbulas y endurecía el semblante pareciéndome, con aquel
gesto, que encontrar sobre la faz de la tierra un tío más sexy que él,
sería imposible.
Intuí que su orgasmo estaba cerca, acerqué mi boca a su oreja y
mordí con suavidad el lóbulo de su oreja empujándolo así a correrse
dentro de mí de forma escandalosa. Apoyó su frente en mi hombro,
seguía dentro de mí pero se mantenía quieto, sus dedos fueron
aflojando poco a poco la carne que habían estado apretando y fue
relajándose.
—Te amo, Jimena —me susurró cerca del oído.
Me puso en pie todos los vellos del cuerpo.
—Te amo, Héctor.
Solté aquello por mi boca y me sorprendió lo rápido que respondí
a aquello. No era capaz de pensar, estaba un poco ida por el
reciente orgasmo así que aquello me salió del alma, lo dije sin
pensar y supe que era muy real.
Capítulo 55 Adrián

La luz del sol entraba por los pequeños huecos de la persiana,


miré con un poco de dificultad la gran esfera de mi reloj y vi que las
agujas marcaban casi las siete de la mañana. El olor de Lorena
estaba impregnado en mí y su pelo amaneció enredado en el brazo
que tenía por debajo su cuello al igual que lo hice yo entre sus
sábanas. Maldije que fuese lunes y que tuviera que irme de allí tan
pronto. Me supo a poco…
Fui quitando lentamente y con cuidado el brazo para no
despertarla y le dejé un beso en la sien que la hizo moverse un poco
acomodándose en ese hueco que yo había estado ocupando. Me
vestí con la ropa que dejé perfectamente doblada a los pies de la
cama después de que me deshiciera de ella la noche anterior, subí
por último la cremallera del pantalón y lo abotoné. Observé a Lorena
unos minutos y fui consciente, al pasar por el espejo del pasillo, que
había estado sonriendo todo el tiempo.
Entré en la cocina y me serví un vaso de agua del grifo, lo limpié
y lo deje bocabajo escurriendo. Lorena tenía una pequeña pizarra
magnética en la puerta del frigorífico (al igual que Jimena) con
algunos dibujos y recordatorios con horas y fechas, cogí el rotulador
que estaba en un pequeño soporte en el lateral de la pizarrita y le
dejé mi número de teléfono con una pequeña nota:
Me encantópasarlanochecontigo.Noquisedespertartealirme.
Llmame,teestaréesperando.
Adrián
Encima de la gran encimera de mármol había una pequeña cestita
con pasteles varios, cogí una magdalena y me marché.
Llegué a la oficina con el pelo aún mojado, me había dado una
ducha rápida y corrí (literalmente hablando) para no llegar tarde.
Entré en aquel cuadrado en el que Tamara y yo trabajamos y me
senté en la silla giratoria, frente a mi escritorio, respirando aliviado
por haber llegado a tiempo. Tamara no solía llegar tarde así que me
extrañó no verla al llegar, supuse que estaría en la obra
supervisando cualquier cosa y no presté demasiada atención a
aquel detalle. Encendí el ordenador y miré los correos electrónicos
que había podido recibir durante el fin de semana, publicidad,
publicidad y más publicidad que mandé a la papelera de reciclaje sin
abrirlos siquiera. Desplegué sobre el escritorio unos nuevos planos
de la parte de la piscina del hotel y miré minuciosamente que todo
estuviera correctamente según las directrices que dieron desde
Sevilla.
Llevaba una hora inmerso a solas en mi trabajo cuando escuché
carcajadas demasiado escandalosas fuera. Las identifiqué a la
perfección.
—¡Lo he pasado genial!
No presté atención a lo siguiente que habló pero coqueteaba,
hablaba de forma acaramelada y, conociéndola, aquel tono de voz
nada tenía que ver al verdadero tono de voz de Tamara a no ser que
quien estuviera hablando fuese esa parte convenida que mostraba
con según qué personas.
—Si quieres podemos vernos esta noche…
—Haré todo lo que esté en mi mano para que así sea —le
respondió una voz ronca—. Pasa un buen día, reina.
Se quedó fuera unos minutos y después entró murmurando entre
dientes.
—Ganas profundas de vomitar… ¡Ni dueño de hoteles, ni mierda!
—¿Cómo dices? —le pregunté levantando la cabeza del plano.
—¿Alguna vez te has comido una polla y has sentido que la bilis
se te agolpaba en la garganta?
—No —le respondí arqueando una ceja—, no suelo comer pollas,
la verdad y, en caso de que me diera por comerlas, intentaría que
fuera a alguien que me despertase otras cosas que no fuesen ganas
de vomitar…
Puso los ojos en blanco y desechó mi respuesta para seguir con
su discurso, o monólogo…
—Vaya fin de semana eterno… ¿Hasta cuándo tendré que vivir
de la forma en la que lo hago? —puse los ojos en blanco camuflado
tras la pantalla del ordenador sin que me viera—. Su esposa no
levantó el teléfono para saber de él en ningún momento, estaría en
la gloria la condenada… Y yo allí, follando y mamándole polla a un
viejo cuya barriga no le permite amarrarse los cordones de los
zapatos, ¡y todo por un puto bolso Gucci y unos zapatos Louis
Vuitton! Por suerte podré descambiarlo porque son feos de
cojones… Este tío no entiende de gustos femeninos… ¿Llegará
algún día algún chico guapo, rico y que se muera por mí?
—Por el bien de él, espero que no… —me carcajeé.
—¡Adrián! —bufó.
Llamaron a la puerta metálica de la oficina a pesar de estar
abierta. Tamara cambió el gesto completamente dejándome
fascinado con su don de bipolaridad.
—Ya me marcho, reina —le sonrió fascinado a mi compañera—.
Buenos días, Adrián.
—Buenos días, señor Gómez —le respondí.
Armando Gómez caminó hasta el escritorio de Tamara y esta le
tendió la mano (tipo reina) para que este la besara. Vi algo especial
en los ojos de Armando, lo mismo que vi en los ojos de Guille
cuando le suplicaba que no le dejase… ¿Acaso ninguno se daba
cuenta del juego de Tamara?
—Cariño —me contuve la carcajada apretando los labios y
volviendo a ocultarme detrás de la pantalla, cuando oí aquella
palabra en la boca de Tamara para dirigirse a Armando—, en unos
días tendré que desalojar el apartamento en el que vivo, si no
encuentro algo un poco más económico, tendré que marcharme de
la ciudad…
—¡No pienso permitir que te marches! Pásame tu número de
cuenta cuando puedas, ya sabes que el dinero no es problema para
mí, no podría dormir tranquilo pensando en si estarás bien donde
estés…
¡Estaba usando la misma táctica que usó con Guille! Me entraron
ganas de zarandear a Armando de las solapas de su chaqueta y
gritarle en su puta cara que si no era consciente de que le estaban
utilizando…
—Gracias por todo, mi vida.
Vale, ya había escuchado suficiente. Me puse en pie.
—¿Vas a salir, Adrián?
—Sí, Tamara. Voy a hacer una llamada —mentí.
Salí conteniendo las ganas de darle un par de golpecitos a
Armando en la espalda y susurrarle un “mucha suerte” al oído.
Caminé por la obra, estaba avanzando con mucha rapidez y
aquello me entristeció un poco. Cuando la obra estuviese llegando a
su fin yo tendría que volver a la oficina de Sevilla, dejar Almería
atrás y, con ello, a mi recién estrenado hermano y esa chica que en
unas pocas horas consiguió hacerme sentir cosas que nunca antes
había sentido. El destino manejó los hilos, tenía que aceptar todo lo
que el muy mamonazo me tuviese preparado para el futuro y,
conociéndole, sabía que seguiría sorprendiéndome.
Reconozco que miré en decenas de ocasiones mi teléfono móvil
para ver si Lorena me había dejado un mensaje, un WhatsApp o me
había llamado y no había escuchado la llamada, decepcionado
siempre veía que no había ni rastro de ella…
Me deshice de la ropa, la guardé perfectamente doblada en el
armario y me eché en la cama. Aquellas sábanas con olor a limpio
de aquel hotel nada tenía que ver al olor que las sábanas de Lorena
tenía a nosotros, cerré los ojos y viajé a aquella cama de nuevo,
sentí la piel de Lorena en mis dedos y el olor a jazmín de su
apartamento, ¿por qué no me habría llamado? Repasé lo vivido en
busca de algo que le diera respuesta a mi pregunta y, a excepción
de haberme ido sin despertarla, no encontraba algo que
desencadenase aquella actuación por su parte…
Capítulo 56 Jimena

—Te veo más tarde.


Me dejó un beso corto en los labios con olor y sabor a café.
Sonreí viéndolo marcharse de la cocina para desaparecer por la
puerta de la entrada quedándome sola en una casa que empezó a
tener mucha vida desde que, aquellos dos huracanes con nombres
propios y masculinos, irrumpieran en ella. Me quedé allí, sentada en
aquella silla mirando la televisión y siendo incapaz de concentrarme
en lo que mis ojos veían porque mi cabeza estaba en otro lado.
Seguía moviendo el café de forma inconsciente, mi mano se movía
de manera autónoma, sin necesidad de que mi cerebro diese ningún
tipo de aviso, moví durante tanto tiempo aquella cuchara en el
interior de mi taza que, aquel café, empezaba a estar más frío que
otra cosa.
Me miraba el anillo que Héctor me puso en el dedo y sonreía de
forma automática, como una quinceañera enamorada, como hacía
mucho que no me pasaba… Me era inevitable no imaginarme un
futuro con él desde que aquel pedrolo lucía en mi mano izquierda;
planificaba una boda mentalmente pareciéndome imposible estar
imaginando aquello y se me erizaba el cuerpo cuando sentía que
con él podría estar una vida y, aun así, sentir que necesitaba de otra
vida más para saciarme de él.
Estaba a unos metros de llegar a la clínica cuando, una mano en
mi hombro, me frenó. Me giré y se me heló la sangre cuando lo vi
allí, parado frente a mí y mirándome con aquellos ojos increíbles de
los que un día me enamoré perdidamente.
—Hola, Rafa…
—¿Cómo estás, Jimena? Aparte de preciosa, que eso salta a la
vista —sonreí y él lo hizo también.
—Bien, ¿y tú?
—Pues mudándome, en un par de semanas viajaré a Barcelona.
—¿A Barcelona?
—Sí, he encontrado trabajo allí. Ya sabes que me lanzo a la
aventura sin pensarlo mucho, voy de camino a comprar un par de
maletas.
—Me alegro mucho por ti —sonreí de lado moviendo nerviosa
mis manos.
Se quedó mirándome el anillo que lucía en mi dedo anular e
intenté esconder la mano sin que se notase mucho aquel gesto
desesperado de evitar cualquier tipo de comentario desagradable
por su parte.
—¿Y eso?
—¿El qué? —respondí nerviosa.
—Eso, el anillo que luces en tu dedo anular. ¿Te casas?
Aparté la mirada y la clavé en el suelo. Tragué saliva.
—Sí.
Me levantó la cara agarrándome el mentón con su mano derecha
y me preparé, absurdamente, para escuchar un monólogo sobre
aquello en lo que nunca creí y que era lo mismo que estaba a punto
de hacer con Héctor rompiendo así con todo aquello que un día no
formó parte de mí.
—Yo también me alegro mucho por ti —abrí los ojos como un
búho al oír aquello salir por su boca—. Es un tío afortunado, díselo
de mi parte —sonreí— y debe ser un fiera, tú no le dirías sí quiero a
cualquiera. Me alegro de que te haya dado tanto.
—Gracias, Rafa. La verdad que soy feliz.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos
y sintiendo el cariño que una vez nos tuvimos aún intacto. Rafa fue
importante en mi vida y viviría en mí eternamente.
—Tengo que irme. Deseo que seas feliz toda la vida.
—Igualmente, Rafa.
Nos abrazamos fuerte y cada uno siguió su camino. Fue un
encuentro un poco raro, desde que me marché de aquel humilde
pisito céntrico nunca volvimos a vernos, no volvimos a respirar el
perfume del otro y, en aquel paseo marítimo, sentí que olía
diferente.
Llegué a la clínica masticando aquel encuentro con Rafa, Lorena
estaba apoyada en la fachada con la cabeza gacha mirándose las
punteras de sus botas negras.
—¡Buenos días! —le dije.
—Buenos días, Jimena.
No levantó la mirada para responderme y aquello me extrañó,
volvía a estar apagada y pensé que Guille habría podido volver a
escena nublando de nuevo la sonrisa de mi mejor amiga.
—¿Estás bien? —le pregunté mientras levantaba la gran persiana
metálica.
—Sí.
Siempre solíamos hablar un poco mientras yo iba colocándolo
todo milimétricamente pero, aquel día, ella pasó directamente a
sentarse en su silla, encendió el ordenador y clavó la mirada en sus
uñas un poco maltratadas por los nervios que le ocasionaban lo que
fuera que rondaba por su cabeza.
Estaba preocupada por ella pero tampoco quería agobiarla
insistiendo en que contase qué era lo que la tenía así, esperaría
pacientemente a que soltase por su boca todo lo que necesitase
soltar, aunque por dentro me reconcomiesen las preguntas…
—¿A qué hora tengo la primera cita, Lorena? —le pregunté
intentando un acercamiento con ella.
—A las diez.
Escueta, precisa, sin adornos, estaba rara de cojones… No sé
cuántas veces, durante la mañana, quise abalanzarme sobre ella y
preguntarle directamente qué estaba pasándole y que no aceptaría
un nada por respuesta. Aquella mañana se me hizo eterna (como
todas las que no podía tener bajo control).
—¿Nos vamos? —le dije mientras me colgaba la mochila negra
de ambas asas.
Asintió, ni tan siquiera le dio voz a su respuesta, y reconozco que
aquello me mosqueó bastante, éramos amigas, íntimas amigas, ¡no
podía hacerme eso!
Cerré la persiana y me quedé esperando que me dijese algo, me
parecía increíble que pudiera irse de allí sin contarme qué era lo que
la tenía así cuando ella siempre me lo contaba todo, incluso cuando
descubría una nueva técnica para freír un huevo sin que salpicase el
aceite o aquella otra vez que descubrió un spray que secaba el
esmalte de uñas esparciéndolo sobre estas recién pintadas.
—Hasta luego, Jimena.
Le lancé una mirada asesina y no sé qué me ayudó para
mantener la boca cerrada y no abrirla en forma de O híper
mayúscula…
—¿Pero a ti qué te pasa hoy? —la agarré del brazo cuando hizo
el amago de irse.
—Nada…
—¡Es que no me miras ni a la cara! ¿He hecho algo que te haya
molestado? —negó nerviosa con la cabeza y juro que noté cómo
sus ojos empezaron a ponerse vidriosos preocupándome aún más
—. ¿Entonces? A ver, te conozco desde que éramos unas niñas, no
me digas que no te pasa nada porque algo te pasa…
Le temblaban las manos y la barbilla. La obligué a mirarme
agarrándola del hueso de la mandíbula, esquivó mi mirada hasta
que, por fin, su boca lanzó aquello que le oprimía el pecho.
—Anoche me acosté con Adrián.
Abrí los ojos como platos, no me esperaba para nada aquella
confesión, ni tan siquiera se me había pasado por la mente…
—¿Adrián?
—Sí… Jimena, por favor, perdóname… No sé qué se me pasó
por la cabeza para hacer aque….
—¿Eres tonta? —la interrumpí. Me miró con el ceño fruncido y los
ojos desbordados—. ¿De verdad que llevas toda la mañana sin
hablarme por esto?
—No sabía cómo decírtelo.
—Pues así, como me lo has dicho, ¿por qué darle más vueltas?
Adrián es libre de hacer lo que le salga del ciruelo y tú igual. ¿Me
vas a pedir perdón por acostarte con un tío como él?
Sonrió y aflojó la tensión de sus mandíbulas.
—La verdad que no sé por qué lo hice… De tantos tíos en el
mundo…
—Bueno, como Adrián ya te digo que hay pocos y el porqué pues
también te lo puedo aclarar, pues porque es guapísimo y está para
mojar pan, ¿o no?
Volvió a sonreír.
—¿Qué te voy a contar a ti?
—Pues eso…
—Me dejó una nota en el frigorífico, me pidió que le llamase, pero
no lo voy a hacer.
—¿Por qué? —dibujé sorpresa en mi cara abriendo de forma
exagerada mis ojos—. ¿No te gustó la experiencia?
—Me encantó, Jimena, es más, sentí demasiado yo creo, y es
por eso por lo que no quiero llamarle, acabo de divorciarme…
—¿Y? ¿Te recuerdo aquella frase lapidaria que me lanzaste
cuando, al mudarme recién “separada” de Rafa, te dije que jamás
podría volver a enamorarme de otro chico? —le mostré la alianza de
mi dedo—. Pues eso…
—No estoy preparada, ni sanada —añadió—, para empezar algo
con alguien No sería justo para él empezar una relación curando
heridas que no hizo… Si algún día te pregunta por mí, dile que lo
pasé bien, pero que no me apetecía volver a vernos.
—¿Estás segura?
—Sí.
No, no lo estaba, de lo único que podía estar segura era de que
Adrián la trató como prioridad aquella noche y ella hacía mucho
tiempo que no había sido prioridad para nadie, ni para ella misma
siquiera…
Había estado nervioso desde que planificó aquel viaje con Adrián.
Estaba segura de que volver a Madrid le dolía, era enfrentarse
nuevamente a todo aquello que tanto daño le hizo, pero aquella vez
sería diferente, estaba completamente segura de que, cuando
regresase de aquella escapada, volvería diferente. Aquella vez iría
acompañado por su hermano, aquel que compartió vientre con él y
con el que tenía más cosas en común de las que pensaba.
—¿Estás segura de que no quieres acompañarnos? —me
preguntó antes de salir.
Estaba guapísimo con aquella camiseta básica blanca cubierta,
prácticamente al completo, por aquella chupa de cuero que le
quedaba tan jodidamente bien, que parecía formar parte de su piel.
Aquella chupa negra le daba ese puntito macarrilla que formaba
parte de su personalidad, parte de aquella coraza dura que él mismo
se fabricó para no dejar que le hicieran más daño del que ya la vida
se encargó de hacerle poniéndole personas en su camino que no
sumaron absolutamente nada. Aquel macarra tenía el corazón más
noble y grande que me había echado a la cara a lo largo de mi vida.
¡Qué suerte tuve de cruzarme con él!
—Segurísima, este viaje es vuestro, os pertenece solo a
vosotros. Yo iré en otro momento.
Sonrió de lado.
—Aún no me he ido y ya empiezo a echarte de menos…
—Escucharé nuestra canción, sé que no será lo mismo sin tu voz
susurrándomela al oído.
—Por suerte para Antonio José —se carcajeó—. Se me van a
hacer eternos los días sin ti.
—Disfruta de Adrián, enséñale todo aquello que una vez
deseaste compartir con el. Serán solo tres días, estoy segura de que
podremos vivir con ello.
—Recuerda, como dice la canción, que me quedo contigo de aquí
al infinito.
—Y que somos destino —le guiñé el ojo.
—Nosotros somos destino, no me cabe la menor duda.
Me dejó un beso de esos que no solo me mojaban los labios,
éramos capaces de quemar el mar con solo rozarnos.
Capítulo 57 Héctor

Serían solo tres días pero me costaba separarme de ella…


—¿Vamos? —me preguntó mi hermano al subirme en su coche.
—¡Vamos!
Hacía años que no entraba en aquella humilde casita en la que
me crie. Aún olía a mis padres, podía sentirlos. Adrián miraba a
todos lados con los ojos llenos de lágrimas que se apresuraban por
salir, a él no le permitieron disfrutar de aquel hogar cuando
verdaderamente lo era, cuando verdaderamente era vida lo que allí
se vivía.
Dejamos las maletas en el pequeño recibidor que estaba
separado del resto de la vivienda por una puerta de aluminio y cristal
tintado de azul, había polvo por aquellos muebles en los que tiempo
atrás pude ver mi reflejo en aquella madera impoluta, todo había
cambiado pero la esencia seguía siendo la misma, si cerraba los
ojos podía ver a mis padres allí, en aquel pasillo que conducía a las
habitaciones, con los brazos abiertos para ver a quién abrazaba
primero al regresar del colegio. Cerraba los ojos y veía aquella
tristeza perenne en los ojos de mi madre que con los años supe a
qué era debido: “Regresé mamá, a tu casa, a nuestro hogar, y no lo
hice solo, regresé con mi hermano, aquel por el que día y noche
llorabas, tenías razón, mamá, tu corazón no se equivocaba y el suyo
seguía latiendo en otro lugar”.
Caminamos hasta llegar al pequeño salón en el que también, el
polvo, decidió hacerse presente. Adrián se acercó al aparador de
grandes cristales que resguardaban del polvo varias fotografías de
aquel único año que disfrutamos juntos toda la familia.
—¿Soy yo? —preguntó señalando una foto a través de los
cristales.
—Sí —dije sonriendo.
—¿Puedo cogerla?
—Hombre, claro —le guiñé el ojo—. Estás en tu casa.
Abrió la puertecita y sacó aquella foto de un Adrián muy pequeño
en los brazos de nuestra madre cuya sonrisa no recordaba haberla
visto en persona jamás.
Le vi temblarle la barbilla a pesar de apretar la mandíbula con
fuerza para evitar aquel movimiento involuntario, con aquel gesto
me vi, por primera vez, muy parecido a él. ¿Por qué nos harían
aquello? ¿por qué tuvo que pasarnos a nosotros? A lo mejor era un
poco egoísta aquella última pregunta porque nadie se merecía pasar
por lo que pasamos nosotros pero dolía, era un dolor tan grande que
no se podía dejar atrás, aunque nuestro presente era muy diferente
a nuestro pasado, seguía doliendo intensamente, seguía dando
rabia e impotencia, ¿quién nos devolvería a nosotros el pasado que
no compartimos? ¿quién secaría las lágrimas que aquellos miedos,
que no pudimos compartir, nos sacaron? ¿quién apagaría aquellas
casi treinta y cinco velas que no apagamos juntos porque los dos las
apagábamos el mismo día pero por separado? Le eché el brazo por
encima del hombro y lo pegué fuerte a mí, lloramos juntos aquellas
primeras lágrimas de un fin de semana que sabía que nos haría
unirnos más pero que vendría cargado de emociones que nos
harían daño.
—Era guapísima —me dijo secándose la nariz con el reverso de
la mano.
—Para mí, la más guapa…
Se formó un silencio en el que Adrián no levantó la mirada de
aquella fotografía que sus manos temblorosas mantenían.
—Si hubiera seguido buscando… —dejó escapar prácticamente
susurrando.
—¡Olvídate ya de eso! ¿Y si lo hubiera hecho yo? Si hubiera
confiado en su pálpito, si ningún hijo de puta nos hubiera
separado… Y si, y si… Nada de nuestro pasado, Adrián, puede ser
modificado, nada está ya en nuestras manos, no nos sirve de nada
pensar en lo que pudo haber sido, no fue, ya está, ya pasó.
Tenemos que intentar tener un presente y un futuro digno de un
pasado de mierda que tantísimo nos arrebató, hemos aprendido la
lección, ahora busquemos el mejor de los futuros juntos.
—Así será, hermano —me mostró su puño y se lo choqué con el
mío—. Pero duele demasiado, hay ausencias que ocupan en
nuestro corazón más espacio que algunas presencias. Hay
personas que, sin estar, rellenan más huecos en nuestra vida que
esos que sí que están presentes.
Cuánta razón…
—Ven, quiero darte algo.
Tiré de su cuello haciéndole girar y caminamos hasta el
dormitorio principal, de nuevo me tocó tragarme aquel nudo que se
alojó en mi garganta, de nuevo, si cerraba los ojos, podía verlos en
aquella habitación como si estuviese pasando justamente en aquel
mismo momento. Abrí el gran armario de madera oscura que
ocupaba prácticamente toda la pared lateral, y saqué un vestido
azul. Aquel era el vestido donde mi madre guardaba todo lo que no
quería que estuviese rodando por algún cajón, del cajón podía
perderse pero, de los bolsillos de su vestido azul, no, ¡jamás!
Rebusqué por los bolsillos en busca de algo que siempre solía tener
en sus manos mientras le pedía a las estrellas que mi hermano
estuviese vivo en algún lugar del mundo, aunque no estuviese con
ella. Se me erizó el vello de la nuca al percibir el olor de aquel
vestido.
—Yo también lo he sentido, Héctor —me dijo prácticamente
susurrando—. Desde que he puesto un pie en esta casa no dejo de
sentir “cosas”; se me eriza, de vez en cuando, la piel y percibo
olores que reconozco y no sé por qué.
Sonreí manteniendo el o en mi garganta y seguí buscando en los
bolsillos. Las puntas de mis dedos dieron con aquello que estaba
buscando, lo saqué y se lo di a Adrián.
—¿Y esto?
—Es tu esclava. Yo tengo una igual, nos la regaló papá antes de
nacer y fue lo primero que mamá nos puso en la muñeca al salir del
hospital. Cuando le dijeron a mamá que habías muerto, el médico le
devolvió esta pulsera, mamá la cogía entre sus manos doscientas
veces al día…
De nuevo aquellos ojos se inundaron mientras la movía entre sus
manos, tragué saliva y le empujé con mi hombro haciéndolo
desplazarse unos centímetros.
—¡Vamos a tomarnos algo!
Capítulo 58 Adrián

Sabía que iba a ser un fin de semana complicado, pero es que no


paré de llorar desde que mis pies pisaron aquella casa humilde en la
que no me permitieron vivir, ¡cuánta impotencia!
—¡Vamos a tomarnos algo!
—Buena idea —le dije.
Fuimos caminando por las calles estrechas de aquel pueblo de
calles adoquinadas, en las aceras había árboles cuyas hojas
anaranjadas estaban esparcidas por el suelo y las vecinas hablaban
las unas con las otras mientras que los olores a comida recién
hecha emanaban por las ventanas. Me era inevitable no imaginarme
corriendo por aquellos lares, he de reconocer que, desde que
llegamos a aquel pueblo, mi imaginación no había parado de
imaginar en ningún momento, no paraba de verme corriendo por
aquellas callejuelas, montando en bici dándole vueltas a aquella
fuente que dejamos atrás hacía algunos pasos, pidiendo un vaso de
agua en aquel bar que veía a lo lejos jadeoso por la agotadora
carrera que había dado,…
—¡Buenas tardes, Héctor! ¡Hacía mucho que no venías por aquí!
Aquella señora vestida de negro agarró a Héctor del brazo y se lo
apretó con fuerza.
—He venido con mi hermano.
A la señora se le cambió la cara, como si aquello que acababa de
escuchar le pareciese imposible e incompatible con aquello que
durante años fue la comidilla del pueblo. Héctor no dijo nada más, la
señora siguió sin reaccionar y seguimos nuestro camino. Cuando
estábamos a una distancia considerable, las oímos cuchichear a
nuestras espaldas.
—Mañana todo el pueblo hablará de ti —se carcajeó.
Llegamos al bar que estuve viendo a lo lejos durante nuestra
caminata. Aquel bar estaba situado en una esquina y su terraza
estaba prácticamente vacía, a excepción de un par de familias.
Pedimos un par de cervezas que nos las sirvieron en dos jarras casi
de una palma.
—Nunca me gustó el pueblo… Sentía que no iba conmigo,
siempre fui más de pitidos a horas tempranas, de murmullo de gente
mientras iban y venían, de ruido. Almería me enseñó a valorar los
silencios, llegué a concentrarme en sonidos naturales como nunca
antes y no en esos ruidos estridentes que creamos los humanos…
Si te soy sincero, ahora sí que disfruto mi sentido del oído y creo
que el pueblo puede ser un destino maravilloso para venir de
vacaciones aunque, si tengo que elegir el mejor sonido del mundo
diría que es el sonido que olas crean al romperse en la orilla…
—Completamente de acuerdo.
—Ahora somos unos privilegiados…
—Yo por poco tiempo…
Abrió los ojos como platos y sonreí falsamente.
—¿Por qué?
—En breve termina mi colaboración presencial en el proyecto,
duró menos de lo que en un principio se creyó que duraría. Tamara,
mi compañera, se quedará un par de meses más, yo estaré solo
esta semana…
—Pero no puedes irte…
—Tengo que seguir en la oficina de Sevilla y volveré a mi
apartamento.
—Pero nosotros tenemos mucho tiempo que recuperar…
Asentí con la cabeza, me entristeció aquello.
—¡Y lo recuperaremos! Viajaré siempre que pueda. Dejo en
Almería demasiado como para irme sin mirar atrás, dejo al caimán
de mi hermano —le guiñé el ojo y sonrió negando con la cabeza—,
dejo a una cuñada que pasó a convertirse en un auténtico ángel
porque, de no ser por ella, no hubiera encontrado jamás mis raíces,
le estaré eternamente agradecido, y bueno… también dejo allí a la
mujer que pensé que podía ser la mujer de mi vida…
—¿Tienes un posible amor de tu vida y no me lo has contado? ¿A
tu hermano? ¡Eso no está bien, lagarto!
—Es que yo no soy el suyo, es más bien un amor platónico de
esos… de los no correspondidos, de los tristes…
—Vaya… me cuesta creerlo… ¿cómo hay mujeres que no
sucumben a tu sexapil? Lo de Jimena lo entiendo porque la
competencia era demasié… —vaciló—. Esa partida la tenías
perdida lo que pasa que te dejé jugar por eso de que lo importante
es participar… —me guiñó el ojo.
Héctor siempre sabía sacarle un guiño chistoso a todo.
—Tuvimos un encuentro, solo uno, y sentí que podíamos llegar a
tener algo más, pero me equivoqué.
—¿Y la conozco?
—Sí, es Lorena, la mejor amiga de tu futura esposa —le guiñé el
ojo—. Jimena me dijo que no le apetecía volver a verme, y me jodió,
pero es que soy un poco capullo, ¿el amor de mi vida con un solo
encuentro?
Me carcajeé pareciéndome ridículo el simple hecho de ponerme
aquellas palabras en la boca.
—Yo no lo veo tan descabellado... Yo también sentí eso con
Jimena, por eso no podía seguir compartiendo dúplex con vosotros
y me marché a aquel motel de mala muerte…
—Y yo siempre supe que tú también eras el de ella… Solo había
que ver el brillo de sus ojos cuando te tenía cerca… ¡Qué difícil me
lo pusiste todo, caimán!
—Reconozco que soy un poco complicado...
—¿Solo un poco? —me carcajeé—. Cásate pronto, no le dejes
margen a arrepentirse —me burlé.
Levanté la jarra de cerveza y él hizo lo mismo, golpeamos
ruidosamente ambos culos de cristal grueso y sonreímos bajo la
atenta mirada de aquellos pocos que estaban sentados cerca que
no entendían el motivo real de nuestras risas y de aquel brindis.
—¡Por nosotros! —le dije.
—¡Por nosotros, hermano!
Héctor dejó aquella parada como la última para nuestro fin de
semana, era la más complicada, la más dolorosa y la que haríamos
antes de irnos de Madrid. Ambos fuimos callados en el coche, en mi
cabeza se proyectaban todos los momentos vividos durante aquel
corto pero intenso fin de semana. Volveríamos para Almería siendo
dos tíos diferentes, hermanos sin secretos, hermanos que se
abrieron en canal, vi vídeos de cumpleaños que le tocó celebrar solo
(al igual que yo), oí la voz de mis padres en ellos y la guardé en lo
más profundo de mi interior, resguardadas de todo lo que pudiera
distorsionármelas en un futuro. Fue, quizá, el fin de semana más
complicado de mi vida, pero el que volvería a repetir sin dudarlo.
Héctor conducía mi coche, aparcó frente a aquella tapia que
evitaba mirar y apretó la mandíbula a la vez que sus manos
apretaban el volante.
—Venga, Héctor, vamos…
Le apreté el cuello sobre aquella chaqueta de cuero que formaba
parte de él y le removí el pelo de la nuca.
Caminamos por el cementerio, llevaba entre mis manos
temblorosas dos ramos de flores que compré en la entrada, miraba
a Héctor de reojo, cabizbajo, con ambas manos en los bolsillos de
su pantalón vaquero negro y perdido en aquello que le rondaba la
mente y que estaba seguro de que era lo mismo que rondaba la
mía. Aquel Héctor que conocí al llegar al dúplex nada tenía que ver
con el que ahora era mi hermano, era el tío más bueno, con el
corazón más puro que había conocido, y tenía la gran suerte de que
era mi mellizo.
Paró en seco sus pasos cuando llegamos a aquella lápida de
mármol negro en el que pude leer los nombres de mis padres. No
pude seguir conteniendo las lágrimas… Sentí partírseme el corazón,
me dolía el pecho. Las flores que había estaban marchitas, hacía
mucho tiempo que nadie había estado allí… Quité las flores y puse
las que había llevado entre mis brazos apretándolas con fuerza sin
ser consciente de ello. Me senté sobre la gran piedra negra que me
separaba de los cuerpos inertes de mis padres. Héctor se quedó a
unos pasos dejándome el margen que supuso que necesitaba o
dejando ese espacio que él necesitaba para no romperse al saberse
tan cerca de aquellos que nos dieron la vida y no podía abrazar.
Paseé mis manos por la enorme piedra helada, me temblaba el
cuerpo entero y no era por el frío.
—Mamá, papá —dije—, ya estoy aquí.
Me tumbé sobre la piedra y apoyé mi cara en ella. Qué injusto era
aquello, cuánto dolor gratuito nos hicieron aquellas bestias que nos
separaron de aquella forma tan horrible y dolorosa… No merecía
acariciar una piedra helada, hubiera dado todo lo que tenía por
sentir en las yemas de mis dedos el calor de la piel de mis padres
aunque solo hubieran sido unos segundos…
Se me agolparon en la garganta tantas palabras que no tuve
cojones a dejar escapar ninguna. Empecé a llorar fuerte,
desgarrándome la garganta, dejando salir la rabia y la pena, grité
todo lo que el pecho me acalló durante años, saqué lo que me quitó
el sueño durante demasiadas noches.
—Ya, Adrián —tiró de mi jersey para levantarme de aquella
piedra que mis puños golpeaban sin sentir dolor alguno. No
conseguía moverme a pesar de sentir que tiraba con fuerza—.
Venga, por favor… Adrián. Levántate, hermano.
Metió sus brazos entre los míos agarrándome del pecho y
levantándome.
—¿POR QUÉ? —grité—. ¡¿POR QUÉ A MÍ?!
La garganta ya no era capaz de aguantarme aquellos gritos,
sentía que mis cuerdas vocales ya no podían terminar las palabras
con el mismo tono y que las personas que pasaban por nuestro lado
miraban de forma descarada aquella escena dolorosa que mi
hermano y yo estábamos viviendo.
—Ya, por favor, vas a hacerte daño.
Me abrazó fuerte, intentando inmovilizarme para que dejara de
castigarme cómo lo estaba haciendo y hacerme daño como era
lógico que pasaría de seguir haciendo aquello. Le golpeé con rabia
la espalda con mis puños y ni siquiera se inmutaba. Aguantó toda la
rabia de mis puños sin dejar de apretarme contra él hasta que ya no
tuve más fuerza para seguir con aquello.
—Vámonos de aquí.
Tiró de mí y caminamos unos pasos. Me llevaba agarrado por el
hombro, paré y nos miramos, ambos estábamos rotos, teníamos las
caras empapadas, las narices derramándose y los ojos hinchados.
Me solté de él y volví a la tumba, dejé un beso sobre la piedra y
volví a pasear mis manos por ella.
—Os amo. Viviréis en mí eternamente. Gracias por darme el
mejor hermano del mundo, gracias por hacer que Jimena se diera
cuenta de todo, estoy seguro de que pusisteis, desde donde estáis,
vuestro granito para que todo esto sucediera. Gracias por darme la
vida aunque no nos dejaran vivirla juntos.
Volví a dejar otro beso en la piedra, me puse en pie y caminé
hasta mi hermano y le eché el brazo por encima del hombro.
—Ya podemos irnos —le dije.
Caminamos hasta salir de aquel cementerio en el que, de alguna
forma, sentía que había dejado parte de mí.
Capítulo 59 Jimena

Sabía que no había sido fácil cuando les vi las caras al llegar a
casa. Nos sentamos en el sofá y serví el chocolate caliente, que
había preparado cuando Héctor me informó que estaban de camino,
y las galletas caseras con pasas que cociné durante la mañana para
matar así un poco los nervios que no paraban de correrme por todo
el interior de mi cuerpo.
Me parecía mentira verlos sentados juntos en el sofá, hombro con
hombro con aquellas miradas cómplices que yo no alcanzaba a
descifrar y que ellos entendían como si jamás hubieran estado
separados.
—Héctor me contó por teléfono que estarás solo unos días más
en Almería y que tendrás que volver a Sevilla… —rompí aquel
silencio como siempre solía hacer.
—Así es, Jimena… La verdad que me da pena dejaros aquí e
irme…
—A mí también me da pena, espero que podamos vernos pronto.
—Para vuestra boda estaré aquí, por nada del mundo me la
perdería —sonreí.
—¿Serías el padrino? —preguntó Héctor dejando a Adrián
sorprendido.
—Si la novia quiere que sea yo quién la acompañe al altar, lo
haré encantado.
—La novia también estaría encantada de que fueras tú quien la
conduzca, de tu brazo, al altar —le respondí.
—Pues entonces, ¡habemus padrino! —sentenció Héctor.
Llevábamos casi un año conociéndonos, aquel dúplex con vistas
al mar se había convertido en nuestro hogar, en nuestro nidito de
amor, el testigo de nuestras risas, de nuestros enfados de corta
duración y de nuestra pasión desatada en cualquiera de sus
estancias. Lo disfrutábamos al máximo, en aquella casa ya no se
medían al milímetro la postura de los cojines, alguna que otra vez
me fui a la cama sin poner el lavavajillas porque preferimos hacer el
amor y, en mi bolso, dejó de ir aquella agenda que siempre me
acompañó y que tan planificados tenía todos mis movimientos (he
de reconocer que la eché mucho de menos durante la planificación
de aquella boda que estaba siendo una auténtica locura). No
desaparecieron por completo todas mis manías, eso no sería
creíble, reconozco que aún seguía ordenando el zapatero por
colores, que en la clínica no podía ver fuera de lugar nada y que a
Lorena le seguía llevando por la calle de la amargura cuando le
pedía que si, al pasar la fregona movía las cosas, luego volviera a
ponerlas donde tenían que estar (milimétricamente, eso sí).
Héctor vino a recogerme a la clínica. Lorena lo miró
descaradamente guiñándome el ojo cuando entró por la puerta. Mi
futuro marido estaba increíblemente guapo, no perdía aquel punto
macarrilla que tanto lo caracterizaba y tenía que reconocer que me
encantaba. Llevaba un pantalón vaquero con una de las rodillas al
descubierto y una camiseta básica negra con el cuello en V que se
le ajustaba al cuerpo y a los brazos de vicio. Llevaba el tupé
perfectamente peinado y una barba de un par de días que le hacía
desaparecer aquella cara de niño que tenía sin ella. Mi futuro marido
era un auténtico espectáculo, Héctor despertaba morbo, era ese tipo
de persona que miras y sientes que tiene ese algo que te despierta
cosas sucias en la mente.
—¡Felicidades, Héctor! —le dijo Lorena.
Se dieron un par de besos y Héctor le agradeció la felicitación.
Aquel fin de semana viajaríamos a Sevilla para que Héctor y Adrián
pasasen su primer cumpleaños juntos. Era una fecha tan especial
para ellos que por nada del mundo podíamos verla como un día más
en el calendario.
—Te veré el lunes, Lorena —le dije al cerrar la persiana metálica
de la clínica—. ¿Estás segura de que no quieres acompañarnos?
—Sí —sonrió.
Estaba completamente segura de que a mi amiga le hubiera
encantado acompañarnos, pero no quería ver a Adrián. Estaba
segura de que le gustaba más de lo que decía porque, cuando salía
su nombre en alguna de nuestras conversaciones, a ella se le
iluminaban los ojos…
—¿No vas a preguntarle eso que hablamos anoche? —le dije a
Héctor.
—¿A mí? —preguntó Lorena.
—Quería proponerte algo —le dijo Héctor sonriendo y
descolocando así a mi amiga.
—Claro, ¡dime!
Héctor le agarró una mano y ella mantuvo aquella enorme sonrisa
que era tan suya.
—¿Quieres ser la madrina de nuestra boda?
Vale, podrás pensar que era una encerrona (un poco sí que lo
era), no es que quisiéramos hacer de celestinos entre ella y Adrián
pero es que me apetecía mucho que mi mejor amiga estuviese a mi
lado el día de mi boda.
—¡Claro!
Aplaudió emocionada dando pequeños saltitos.
—Sabía que dirías que sí —le dije—. Te gusta demasiado estar
en el cogollo de todas las fiestas como para negarte a esto…
—¡Cómo lo sabes!
Nos dimos un abrazo enorme y, por supuesto, que ella no
conocía la identidad del padrino de mi boda, eso lo descubriría el
mismo día…
Cuando llegamos a Sevilla, Adrián nos recibió en el gran jardín
semiasfaltado del gran caserón de sus padres.
—¡Felicidades, hermano! —se felicitaron mutuamente.
Hacía más de tres meses que no se veían y, aunque se llamaban
todos los días por teléfono, no era lo mismo. Se fundieron en un
abrazo y se me puso el vello de todo el cuerpo en pie, era
demasiado bonito verlos así…
Entramos en la casa y los padres de Adrián abrazaron a Héctor
como si fuese hijo suyo, estaba segura de que Héctor veía en los
padres de Adrián a parte de aquellos que, por desgracia, le tocó
perder demasiado pronto.
—¡Feliz cumpleaños, hijo! —le dijo la mamá de Adrián
abrazándolo fuerte.
Sabía que aquel día quedaría grabado en nuestras cabezas
mientras que, la vida, nos permitiese recordarlo.
A aquella mesa no le faltaba ningún detalle. Aquel mantel blanco,
aquellos cubiertos que nada tenían que ver con los que usábamos
Héctor y yo en el dúplex y aquellos jarrones con flores recién
cortadas que coronaban la mesa, era todo precioso, todo cuidado al
milímetro (como a mí me gustaban las cosas) y en lo que la madre
de Adrián pasó toda la mañana. Estaba emocionada, impaciente,
nerviosa, así estábamos todos y es que, como escribí
anteriormente, aquel día nadie podía verlo como un día más en el
calendario.
La cena se desarrolló ágilmente, apenas habían invitados y, a
pesar de ser una celebración muy íntima, se respiraron muchísimas
vibraciones y buenos deseos por parte de aquellos pocos que nos
acompañaban aquella noche. Tenía que reconocer que el momento
más emocionante fue cuando los dos se pusieron frente a la tarta.
Héctor y Adrián se colocaron por detrás de aquella enorme mesa,
frente a ellos tenían una enorme tarta de yema tostada y nata con el
nombre de ambos escrito con chocolate. Los dos se miraban y
sonreían y bromeaban dándose golpes con sus hombros, debían
creer que aquello no estaba pasando y que, en breve, despertarían
para ir a clases, cada uno en su ciudad, en su hogar, en su mundo
por separado.
Cantamos el cumpleaños feliz usando toda la voz que podíamos
sacar de nuestras gargantas, las lágrimas se nos agolpaban en los
ojos a todos los allí presentes y, desde aquel cumpleaños, no volví a
ir a ninguno más bonito y más emotivo.
Soplaron juntos las velas, señalaron al cielo con el dedo índice de
sus manos derechas para dedicárselo a sus padres y después
chocaron ambos puños emocionados, habían conseguido estar
juntos treinta y cinco años más tarde.
—Tengo un regalo para ti —le dijo Adrián.
—Y yo otro para ti.
Adrián se marchó y, cuando volvió con una gran caja rectangular
envuelta en papel de regalo negro brillante, Héctor sonrió nervioso.
—Todo tuyo.
Rasgó el papel que envolvía la caja y la abrió. Miró dentro antes
de sacarlo y se tapó emocionado los ojos. De nuevo, a mí, que los
observaba desde unos metros y un poco camuflada entre los
invitados, se me alojó un nudo en la garganta al ver la emoción tan
inmensa que aquel regalo despertó en Héctor.
—No tenías por qué comprarme esto…
—Después de lo que hice… es lo mínimo que podía hacer…
Sacó un bajo precioso blanco con la silueta del perfil de un
caimán plateado, Héctor lo acarició casi del mismo modo que me
acariciaba a mí y, bajo en mano, se abrazaron.
—Este es mucho mejor que el que tenía.
—No mereces menos, caimán —le guiñó el ojo.
—Jimena, ¿me traes eso? —asentí y fui al coche.
Saqué la caja de cartón forrada en papel de regalo rojo, que yo
misma había envuelto, y caminé con ella hasta el patio trasero
iluminado por decenas de farolas donde estaba celebrándose el
cumpleaños.
Adrián abrió nervioso la caja, le temblaban las manos
dificultándole la tarea de abrirla y alargando un momento que podía
haber durado apenas unos segundos. Cuando lo consiguió y
destapó aquella caja, bajo la mirada curiosa de todos los allí
presentes, y vio el contenido de esta, se echó a llorar como un niño
pequeño. Se tiró a los brazos de Héctor y se abrazaron ahogando
en el hombro de su hermano todas las lágrimas que salían sin
consuelo de sus maravillosos ojos azules.
—Gracias, Héctor… No has podido regalarme nada mejor —le
dijo cuando consiguió menguar su llanto y poder sacar aquellas
palabras de él.
Sacó un vestido azul de aquella caja y se lo llevó directamente a
la nariz, esnifó el olor de aquella tela y la abrazó con fuerza durante
unos minutos que nadie quiso interrumpir.
Capítulo 60 Héctor

Hacía mucho tiempo que no bebía como lo hice aquel día y es


que, la ocasión, lo merecía, ¡celebré mi primer cumpleaños con mi
hermano!
Amanecí abrazado a Jimena en una cama que no era la que
compartíamos en el dúplex pero en un lugar en el que me trataban
como a uno más de la familia.
—Buenos días, Héctor —me dijo.
Me dejó un beso en el pectoral y fue subiendo hasta llegar a mi
boca poniéndome la piel en pie. Tenía ese poder (entre muchos
otros).
—Buenos días, preciosa. Cómo me gusta amanecer a tu lado…
Paseó lentamente su mano por ambos pectorales
encogiéndoseme la piel sensible de mis pezones con el roce de sus
yemas, siguió por las montañas duras que mis abdominales
formaban en mi vientre y paró juguetona al quedar su mano a pocos
centímetros del nacimiento de mi polla.
—Por ahí abajo hay una que se alegra de sentirte más que yo —
le dije cerca del oído.
—Ya veo, ya… Ojalá estuviésemos en casa…
Me levanté de la cama y caminé hasta la puerta, eché el pequeño
pestillo que había en el pomo dorado y volví a la cama aunque no
me acosté. Le tendí la mano y, cuando me la agarró, tiré de ella
pegándola a mí. La subí a mi cintura y empecé a devorarle la boca
como si aquella fuese la última vez que iba a besarla. Subí el
camisón de seda negro que llevaba y lo dejé enrollado en su cintura,
me bajé un poco el bóxer negro y le aparté un poco la tira de su
tanga negro de encaje. No dejé de besarla, no hubiera podido
aunque hubiera querido. Coloqué mi polla en su entrada y la fui
introduciendo dentro de ella ayudándome con mis manos que la
sostenían por su culo.
—Me encantas, Jimena.
La metí de un solo movimiento haciéndola gritar de dolor. Se le
erizó el cuerpo, podía verlo.
—Lo siento, iré más despacio.
—No, me gusta así.
Cuatro palabras que me volvieron completamente loco. La fui
moviendo sobre mi polla, acallaba sus gemidos en mi cuello para
que no pudieran oírnos. Sus piernas me presionaban con fuerza,
hasta que se corrió de forma silenciosa, que dejó el cuerpo
completamente flojo facilitándome el movimiento y corriéndome con
ganas dentro de ella.
—Buenos días, Jimena —sonreí.
Aquella cocina amplia y luminosa tenía prácticamente el mismo
tamaño que aquel apartamento cutre en el que vivía en Madrid
cuando decidí irme del pueblo.
Adrián estaba apoyado en la encimera con las piernas cruzadas
al frente, en su mano tenía una taza y estaba despeinado, ¿cómo no
me di cuenta antes? Era demasiado igual a mi padre…
—Buenos días, dormilones —nos dijo al vernos traspasar aquella
enorme puerta de la cocina de dos hojas deslizantes.
Jimena sonrió iluminando aún más la cocina. Caminó hasta mi
hermano y le dejó un beso en la mejilla, él le echó el brazo por
encima del hombro pegándola a él y seguidamente le dejó un beso
en el pelo.
—Bueno, vamos a dejar los mimitos mañaneros que me pongo
celoso —bromeé.
—Tranquilo, caimán —me guiñó el ojo vacilándome—. Por cierto,
mañana irá un conocido mío a por tu coche.
—¿A por mi coche? —pregunté con el ceño fruncido sin entender
absolutamente nada.
—Sí.
—Pero… ¿para qué?
—Para llevarlo al desguace.
Abrí los ojos como platos y el corazón me dio un vuelco en el
pecho. Jimena arrugó la frente.
—¿Mi coche al desguace? ¿Por qué?
—Acompáñame.
Jimena nos miraba como si estuviese esperando que alguien le
aclarase de qué iba todo aquello, la entendía a la perfección, yo
sentía lo mismo.
Sacó una corbata de su bolsillo trasero y me la acercó para
taparme los ojos.
—¿Jueguecitos tipo sado? —le dije arrancándole una carcajada.
—Cállate y disfruta.
—¡Jimena! —le dije mientras mi hermano anudaba la corbata
después de taparme por completo los ojos—. ¿Eres cómplice?
—No… Soy mera espectadora…
Adrián me puso la mano en la espalda y fue guiándome por la
casa, avisándome cuando tenía que subir algún escalón para no
tropezar.
—Ya estaríamos —me dijo cuando sentí fresco en la cara y
supuse que estaríamos en la parte exterior de aquel caserón—.
¿Preparado?
—No lo sé…
Sentí unas manos desanudar la corbata que, al deshacerme de
ella, supe que había sido Jimena. Estábamos parados en el gran
escalón que conectaba la casa con uno de los enormes jardines.
Adrián tenía una enorme sonrisa y sus ojos brillaban como cuando
era súper feliz. Rebuscó en el bolsillo del pantalón vaquero que
llevaba, me cogió una de mis manos poniendo mi palma hacia arriba
y me dejó una llave de coche con el símbolo BMW en ella.
—¿Y esto? —arrugué más la frente de lo que ya la había tenido
arrugada por no saber qué tramaba mi hermano.
—Un regalo por todos los cumpleaños que no pude regalarte
nada y yo tuve demasiado —me dio un codazo y señaló al frente—.
Es aquel, el rojo.
—Pero…
Miré a Jimena que tenía los ojos abiertos de par en par, estaba
incrédula ante lo que allí estaba pasando y yo estaba tan bloqueado
que no era capaz de reaccionar y dirigirme a aquel BMW M5 rojo
que tenía frente a mis narices y cuya llave tenía en mi mano
derecha.
—¿Tengo que llevarte en brazos? —me preguntó.
—Es que… Adrián… Esto es demasiado.
—Demasiado es encontrar el hermano que busqué durante años,
eso que tienes ante ti es solo un coche.
Caminé hasta aquel coche incrédulo. Adrián me mostró,
disfrutando de aquello que ambos estábamos viviendo como si el
coche fuera un regalo para él, todos los detalles que aquella nave
tenía. ¡Era de locos! Me regaló un coche de aquella envergadura
como el que regala un bolígrafo BIC cristal de tinta azul…
—No puedo aceptar este regalo.
—Pues he perdido el ticket de compra… —bufó a la vez que se
palpaba desesperado todos los bolsillos de su pantalón—. Vas a
tener que quedártelo…
—Pero… ¿Qué he hecho para merecerlo?
—Llevar mi misma sangre. No hay motivo más grande que ese.
Ni más importante.
Volvimos a Almería, Jimena condujo su coche y yo conduje aquella
puta máquina que mi hermano me había regalado.
Estaba nervioso, estábamos a horas de darnos el sí quiero, ese
sí quiero en el que nunca creímos ninguno de los dos hasta que
nuestros caminos se cruzaron. Me sentí afortunado de saber que
compartiría el resto de mi vida con una mujer que era tan increíble
que costaba incluso creer que era real.
—¿Y cómo has dejado a Jimena? —me preguntó Adrián
dejándose caer sobre la enorme cama de aquel hotel.
—Nerviosa, estaba un poco enfadadilla porque decía que no veía
normal tener que estar esta noche separados… Creo que Lorena
pasará la noche con ella —se le iluminaron los ojos—. ¿Y eso?
Frunció el entrecejo y arqueó un poco el labio superior.
—¿A qué te refieres?
—A cómo te brillan los ojos con solo oír su nombre…
—Qué va… Ya lo tengo superado…
—Hasta que la vuelvas a ver, ¿no?
—Posiblemente…
Nos carcajeamos.
Habíamos cenado en el restaurante del hotel y nos quedamos a
tomarnos unas copas en la terraza exterior de uno de los bares de
copas que el hotel tenía en la planta baja, antes de volver a la
habitación.
Nos sentamos en los sillones de plástico blanco que estaban
sobre aquel césped natural perfectamente cuidado, no eran muy
cómodos, a parte de estar durísimos, estaban a una cuarta
prácticamente del suelo. Eran muy chulos pero para nada prácticos.
Pusimos nuestras enormes copas de balón en la mesa redonda y
baja que había en el centro y tomamos asiento en los mencionados
sillones infernales. Adrián intentaba acomodarse y se reía cuando
descubría que la nueva postura que tomaba era incluso peor que la
anterior.
—¡Joder! Mucho detallito de luces, antorchas, grandes jarrones,
para poner después esta mierda de sillones… Esto debe ser mar-
keting, no quieren que los clientes estén sentados sino que salgan a
bailar a la pista…
—Pues venga, tira.
—¿Yo? —se carcajeó—. Yo no soy de baile…
—Ya somos dos… Tengo más nervios de pensar en el baile
nupcial que Jimena y yo hemos preparado, que en la boda en sí…
He tenido pesadillas incluso… Me he visto tropezando y cayendo
delante de todos los que miraban entusiasmados nuestros
movimientos, un puto ridículo que no descarto que pase…
—Brindemos por los hermanos con los pies más arrítmicos del
planeta…
Levanté mi copa.
—Por nosotros.
Brindamos.
—¿Adrián?
Levanté la mirada de nuestra copas y la dirigí hacia aquella voz
femenina al igual que lo hizo mi hermano.
—¡Hola, Tamara! ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Cómo estás?
Adrián se puso en pie y se dieron un par de besos.
—Bien, la verdad que estoy más feliz que nunca —sonrió de
forma tan exagerada que pensé que debió dolerle la mandíbula…
—Vaya… ¡Me alegro mucho por ti! ¿Y a qué debes tanta feli-
cidad? Si puede saberse, claro.
Él siempre tan correcto…
—Más bien a quién. Estoy con uno de los chicos más guapos y
ricos del país. Su padre es propietario de una cadena muy conocida
de ropa y él es hijo único, y único heredero —añadió—. Acabamos
de comprar un chalet en Madrid en una de las fincas más cotizadas
de la zona, estamos compartiendo urbanización con cantantes y
futbolistas muy pudientes del país.
—Guau…
—¡Y estoy enamoradísima!
Me rechinaba un poco la forma de hablar de aquella chica.
—Es lo que importa verdaderamente —le respondió mi hermano
con un poco de retintín.
—Al final conseguí la vida que tanto ansié.
—Pues me alegro mucho por ti. Quién la sigue…
—¿Y a ti qué te trae por aquí? ¿Has vuelto a Almería?
—Solo vine para pasar unos días, mañana se casa mi hermano
—me señaló.
—¡Enhorabuena!
Me puse en pie y sonreí.
—Él es Héctor, mi hermano. Ella es Tamara, una compañera del
proyecto del hotel, el proyecto que me trajo aquí.
Nos dimos un par de besos, la verdad que aquella chica era muy
guapa y miraba a mi hermano con deseo, como si entre ellos
hubieran pasado “cosillas” o como si a ella le hubiera encantado que
pasasen.
—Encantada de conocerte, Héctor. Adrián nunca me dijo que
tenía un hermano tan guapo…
—No suele darme mucha publicidad por eso de la competencia…
—le guiñé el ojo a mi hermano que negaba con la cabeza
manteniendo una enorme sonrisa.
Tamara se carcajeó.
—Es un capullo… —remató él.
—Bueno, chicos. Tengo que dejaros, encantada de volver a verte
y saber que estás bien y a ti, Héctor —me dijo clavándome los ojos
en la boca—, encantada de conocerte.
—Igualmente —le respondí antes de volver a sentarme en
aquellos sillones incómodos.
—Vuelvo con mi chico, me está esperando. Le dije que iba a
saludar a un amigo. No quiero dejarlo mucho tiempo solo, es un
puto caramelito y este hotel está lleno de aves carroñeras en busca
de buena carne —nos guiñó el ojo.
—Adiós, Tamara, me gustó mucho volver a verte, me alegro de
que hayas encontrado a alguien capaz de enamorarte. Sigue
cuidando a tu caramelito de las lobas hambrientas —le vaciló
Adrián.
Capítulo 61 Adrián

Pobre de la persona que no es capaz de enamorarse porque sí,


porque esa persona te aporta, te suma y te da las alas que
necesitas para llegar donde te propongas cuando sientes que no
eres capaz ni tan siquiera de levantar los pies del suelo. Me
entristeció ver la falsa felicidad de Tamara, sí, se había enamorado,
pero porque él portaba un apellido potente, si él fuera un mindundi
jamás se hubiera fijado en él por muy guapo y bueno que fuera. Me
alegraba por ella de que hubiera conocido lo que es el amor aunque,
por el camino, hubiera dejado demasiados corazones pisoteados.
Dejamos nuestras copas vacías sobre aquella mesita baja y nos
fuimos a la habitación. Héctor se tumbó bocarriba en una de las
camas con las piernas por fuera y se quedó mirando el techo. Por la
ventana entraba un poco de la luz artificial que desprendían las
grandes farolas que decoraban y daban luz a las zonas exteriores
de aquel lujoso hotel.
—Cómo me ha cambiado la vida… —suspiró.
—Nos —añadí.
Me quité la corbata y la dejé sobre un escritorio de madera
oscura que quedaba frente a las camas. Me desabotoné la camisa
blanca e hice lo mismo que con la corbata.
—Me caga la idea de no saber cómo mantenerla a mi lado. —Es
fácil, sigue siendo como has sido hasta el momento. Me tumbé a su
lado y clavé, al igual que él, mi mirada en el
techo.
—Pero si es que aún no entiendo cómo me eligió a mí… —
Porque un lagarto no es competencia para un caimán, ¿recuerdas?
—El caimán es un gilipollas de cuidado…
—Pero es nuestro gilipollas y le queremos —le di un codazo. —
Pero ya no me refiero de entre nosotros, que también —dijo
después de unos segundos callado —, me refiero al paso de
casarse… —Yo, si fuera ella, también me hubiera casado contigo…
Se carcajeó.
—Tú no eres crítico, eres mi hermano, jamás me echarías
mierda encima.
Él no sabía lo buen tío que era en realidad, estuvo demasiado
tiempo forjando aquella careta y aquella armadura con la que se
presentaba al mundo, que terminó creyéndose que él era aquel que
dejaba conocer…
Me tocó pedir, al servicio del hotel, una tila para mi hermano.
Andaba sin rumbo por la habitación, miraba por la ventana, se
mordía las uñas y volvía a guardase las manos en los bolsillos de su
pantalón de chándal negro para evitar seguir haciéndolo.
Se tomó la tila con la mirada perdida en las manecillas del gran
reloj plateado que había en la pared de la pequeña cocina que tenía
aquella suite para volver otra vez a asomarse a la ventana,
morderse las uñas y repetir aquel ciclo que repetía sin parar. Me
hacía un poco de gracia verlo así, me preguntaba dónde quedó
aquel chulo que me vacilaba constantemente en el dúplex de
Jimena. Le temblaban las piernas haciéndole imposible poder
controlar los movimientos que estas repetían.
—¿Crees que vendrá o que me dejará plantado en el altar?
Puse los ojos en blanco al escuchar por décima vez (por lo
menos) aquella pregunta que, a mi parecer, era absurda multiplicado
por mil.
—Jimena sabe bien qué quiere. Confía un poco más en ti, estaría
bien que empezaras a ver en ti eso que todos vemos.
Sonrió de lado, estaba muerto de miedo y yo no sabía cómo
hacerle ver que todo iría bien.
Mis padres llegaron a la hora acordada, yo tenía que irme a casa
de Jimena para salir con ella del brazo (como manda la tradición) y
ellos se quedarían con mi hermano para acompañarle hasta que la
madrina, cuya identidad era un misterio, llegase.
—¿Qué pasa, hijo? —me preguntó mi madre dejándome un beso
en la mejilla impregnándome su olor en mi piel—. ¿Cómo está tu
hermano?
—Atacado… Piensa que Jimena va a dejarle plantado en el
altar…
—Esos nervios son normales. Intentaremos tranquilizarlo un
poco.
—Suerte. Yo no he podido… —me carcajeé.
Entramos al salón de la suite posando el suelo enmoquetado de
toda la estancia dejándonos la sensación de estar flotando. Me puse
de un solo movimiento la chaqueta y mi madre me planchó, con sus
manos, las solapas.
—Estás guapísimo, Adrián.
—Gracias, mamá.
Héctor salió del baño recién duchado, seguía nervioso, podía
verlo en sus ojos y en el movimiento incontrolable de sus
extremidades. Mis padres lo miraban con brillo en los ojos y me
emocionó.
Héctor se acercó a ellos y les dejó un beso a cada uno. Me
encantaba ver cómo conseguimos formar una familia, un poco fuera
de lo llamado común, pero donde se respiraba amor del bueno.
—Antes de irme quiero darte un regalo, hermano —los interrumpí
en mitad del abrazo.
—¿A mí?
Mantenía la mano de mi madre agarrada entre las suyas y los
ojos los tenía al borde del derrame. Busqué una caja gris de
terciopelo entre la pequeña maleta en la que llevé todo lo que creí
necesario para el tiempo que pasáramos en el hotel.
—Es para ti —se la cedí.
—¿Esto qué es?
—Ábrela y compruébalo por ti mismo.
Le temblaban los dedos pero no tardó mucho en abrir aquella
caja y dejar al descubierto mi regalo. Me miró negando con la
cabeza y sonriendo a pesar de que sus ojos ya no pudieron seguir
manteniendo las lágrimas dentro.
—Molan muchísimo.
Me abrazó dándome golpes en la espalda e hice lo mismo, mi
madre se secó las lágrimas y, por el rabillo del ojo, vi que mi padre
también sacó su pañuelo azul marino de tela y se secó los ojos.
—¿Te gustan?
—¡Qué cojones! ¡Me encantan!
Sacó de la cajita los gemelos dorados con forma de caimán que
mandé a hacer exclusivamente para él. No quería hacer de aquel
día un día de llantos, ni tan siquiera de esos de felicidad.
—Bueno, me marcho. Os veo en un ratito.
—Mándame un WhatsApp si Jimena te confiesa que no va a ir.
No permitas que quede en ridículo…
—Ridículo eres tú al pensar que no va a ir —le golpeé dos veces
la espalda—. Disfruta todas estas sensaciones.
Me despedí de mis padres y de mi hermano y salí de aquella
habitación. Era el momento de reconocer que yo también estaba
nervioso, sabía que aquel día me cruzaría con Lorena, era la mejor
amiga de la novia, ¿cómo iba a faltar a su boda?
Llamé al ascensor, esperé unos minutos para que aquellas
enormes puertas metálicas se abrieran ante mí y, cuando se
abrieron, el corazón me dio un vuelco dentro del pecho al
reencontrarme con aquellos ojos que consiguieron grabárseme a
fuego en el alma. Entré en el ascensor y ella se quedó tan
bloqueada al verme,cese no se salió de este cerrándose las puertas
a mis espaldas y dejándonos a solas en aquel cuadrado.
—Adrián…
—¿Qué te trae por aquí?
—Soy la madrina de la boda de Jimena y Héctor… —¡Y yo el
padrino!
—No lo sabía… Me han ocultado en todo momento quién era el
hombre que acompañaría a Jimena al altar.
—Lo mismo me pasó contigo…
—¡Estos nos han hecho una encerrona!
—¡Qué zorros han sido todo este tiempo!
Nos quedamos callados, ella evitó tener contacto visual conmigo
en todo momento, yo, en cambio, necesitaba mirarle a los ojos,
necesitaba intentar obtener de ellos la mayor información posible de
“el nosotros”.
El ascensor llegó a la planta baja, salí (aun con esa necesidad de
quedarme) y me quedé mirando al interior donde Lorena
permanecía nerviosa, increíblemente preciosa con aquel vestido
largo turquesa con una sola manga.
—Hasta luego, Lorena.
—Hasta luego, Adrián.
Mi cabeza me gritaba de forma desesperada que pusiese mi
mano entre las puertas de aquel ascensor, que no dejase que se
moviera un solo milímetro sin fundirme con los labios de Lorena, en
aquellos pocos segundos que las puertas permanecieron abiertas,
pensé treinta veces en impedir que se cerrasen.
No actué.
Y se cerraron…
Capítulo 62 Jimena

—Y está histérico porque piensa que no vas a acudir a vuestra


boda…
Me hizo gracia aquella preocupación de Héctor. ¿Cómo podía
plantearse aquello? Jamás dejaría al amor de mi vida plantado en el
altar.
—¿En serio?
—Tal y cómo te lo cuento…
Se miraba en el espejo de la entrada, estaba guapísimo con
aquel traje azul marino. Llevaba la chaqueta abierta para
recolocarse el chalequillo de cuadros que cubría una camisa blanca
impoluta. Se retocaba con las manos el tupé y sonrió al verme de
reojo mirándole cómo lo hacía. Me retiré de las manos de la
peluquera (que estaba recogiendo mi melena en un moño
descuidado) y caminé hasta él cubierta aún por aquella bata blanca
de raso que Lorena me regaló y arrastrando unas zapatillas recién
estrenadas para salir increíble en aquel reportaje fotográfico que
Adrián se empeñó en hacerme a pesar de lo poco que me gustaba
hacerme fotos. Sonreía, aquella sonrisa valía oro, Adrián poseía el
don maravilloso de que, al sonreír, era capaz de darle color a
cualquier cosa gris.
—Estás guapísimo —le dije recolocándole el nudo de aquella
corbata turquesa que combinaba a la perfección con sus ojos (y con
el vestido de Lorena shhh).
—Gracias, Jimena, tú, en cambio, no estás guapísima, estás
radiante. Aunque hay algo que no te perdonaré en la vida.
Mantenía la sonrisa así que no me preocupé de las palabras que,
seguidamente, saldrían de su boca.
—Dispara.
—No voy a perdonarte que no me dijeras que Lorena sería la
madrina.
Sonreí.
—Este Héctor no sabe guardar un secreto… Verás cuando la
veas, está preciosa.
—Lo sé —fruncí extrañada el ceño—, la vi en el hotel, no fue
Héctor el delator, nos encontramos en el ascensor… Me hubiera en-
cantado besarla pero no estaría preparado para sentir un rechazo
por su parte.
—¿Rechazo? —me carcajeé—. Bésala, mucho, hasta que sepa
lo loco que puede llegar a volver a hombre. Será ahí cuando los dos
ganéis, tú la tendrás en tu vida y ella se tendrá por fin en la suya, a
veces necesitamos que alguien nos encuentre cuando estamos
perdidos en nosotros mismos y nos deje claro lo mucho que
valemos. No porque alguien no supo ver la maravilla que eres, el
resto del mundo esté igual de ciego. Bésala, Adrián, bésala en
cuanto tengas ocasión, saldréis ganando los dos.
Nos abrazamos, el corazón le latía tan fuerte que incluso podía
oírlo.
Ahora sí que estaba nerviosa, me miré antes de salir en el espejo
de la entrada y sonreí. Aquel vestido sencillo era el típico vestido de
novia, ese que no hubiera destacado jamás hasta que le añadí un
toque rockero con una chupa de cuero negra a juego con mis
zapatos negros de salón con diez centímetros de tacón de aguja.
—Una puta pasada —me dijo Adrián.
Retoqué el rojo de mi labial y salí de mi dúplex con vistas al mar,
agarrada del brazo de mi cuñado, del mejor cuñado que alguien
pudiera tener. Caminamos hasta el coche que Sebas, un amigo de
Adrián nos había cedido bajo las miradas sorprendidas de algunos
de nuestros invitados que decidieron verme salir.
—¿Y Sebas? —se preguntó extrañado al ver a aquel nuevo
chófer bajarse del coche perfectamente decorado para la ocasión.
—Buenas tardes —nos dijo—. Soy Emilio, Sebastián no ha
podido venir, le ha surgido un asunto urgente de última hora.
A Adrián pareció no gustarle aquello y se extrañó.
—No me ha avisado.
—Me dijo que yo se lo dijese a usted.
Pasamos al interior del vehículo y nos pusimos en marcha.
Miraba de vez en cuando por la ventanilla y clavaba la mirada en
el paisaje que veía desde la ventana. Eché de menos a mi madre,
ojalá me hubiera visto vestida de novia a pesar de no entender
seguro, mi estilo. Eché de menos a ese hermano del que siempre
me tocó ser la sombra y eché de menos a mi padre que confirmó su
no asistencia a mi enlace por SMS… Deseché aquello que me hacía
daño para disfrutar de todo lo que sí que tenía.
Iba en el asiento trasero junto a Adrián que me sonreía cada vez
que nuestras miradas se cruzaban intentando darme así aquella
tranquilidad que no conseguía conseguir por mí misma. Íbamos con
nuestras manos enlazadas camino a la finca que Héctor y yo
habíamos alquilado para celebrar nuestro enlace. El camino se me
estaba haciendo eterno y sentí que el día que estuvimos en la finca
probando el menú no estaba tan lejos.
—Ya falta poco —me dijo.
Debía notar mi preocupación, y es que no era para menos.
Llevaba la mirada clavada en el paisaje que veía a través de la
ventanilla y podía jurar que aquella casa, prácticamente derrumbada
que había en mitad de un maizal seco, la había visto en tres
ocasiones. —Ya no nos sigue ningún invitado… Debieron pensar
que estábamos alargando la llegada de la novia —me acerqué un
poco a su oído—. Creo que estamos dando vueltas en círculos —le
susurré. —Yo también lo creo, no he querido decirte nada para no
ponerte más nerviosa —se incorporó y metió su cabeza entre los
dos asientos delanteros—. Disculpe, estamos dando vueltas en
círculos, hemos pasado por esta carretera un par de veces…
El chófer se enrojeció alcanzando el color de un tomate maduro y
yo sentí que empezaba a estorbarme el traje.
—Es que no sé qué salida tengo que coger…
—¿CÓMO? —grité prácticamente rozando el infarto, tenía que
estar soñando y aquello no podía estar pasándome. —Estoy
buscando una gasolinera porque está en reserva… —Esto tiene que
ser una cámara oculta… —dije incrédula susurrando.
Me picaba la tela de mi vestido y empezó a sobrarme la chupa de
cuero, empecé a rascarme desesperada el pecho y me saqué
desesperada la chaqueta.
—Desabróchame el vestido, Adrián. Me ahogo… —Tranquila.
Fue decir aquella palabra y el coche empezó a dar tirones
haciéndoseme imposible hacerle caso a Adrián.
—Pero… ¿No ha visto que no traía combustible? —preguntó
Adrián igual de incrédulo que yo ante aquella situación. —Sí, pero
pensé que nos encontraríamos una gasolinera antes de que pasase
esto…
—¿Dónde estamos? —pregunté desesperada.
Salí del coche remangándome el vestido, mirando a ambos lados
de aquella carretera prácticamente desértica viendo imposible ser
rescatada por alguien antes de morir de pena en aquel asfalto
caliente.
—Jimena, espera…
Salí a correr sin un sentido concreto, sin saber dónde ir, sin saber
dónde estaba, lo único que quería era llegar a mi cita, llegar a mi
boda.
—Tengo que llegar.
—Déjame y llamo a Sebas, nos hará llegar otro coche en menos
de lo que pensamos.
Marcó en su teléfono móvil y esperó unos segundos.
—El tipo este que mandaste no llenó el depósito, estamos tirados
en medio de una carretera inhóspita —hablaba enfadado—. No, no
me sirven las disculpas, ¡es la boda de mi hermano! Si te contraté a
ti eras tú el que debías estar aquí, no me sirve absolutamente
ninguna excusa. Me parece muy mal lo que me has hecho, es
imperdonable. Te vuelvo a decir que tus disculpas no me solucionan
nada —continuó—. ¡Quiero aquí a alguien en menos de cinco
minutos!
Colgó y se frotó desesperado la frente. Andaba por el arcén
mirando a ambos lados de la carretera.
—Vas a estropearte el tupé —le dije sentándome en el
quitamiedos de la carretera.
—Y tú vas a ensuciarte el vestido…
—Me importa muy poco el vestido, lo único que en este momento
me importa y me preocupa es llegar a tiempo a mi boda.
Adrián no paraba de mirar desesperado su reloj de pulsera, el
chófer seguía sin salir del coche preso de los remordimientos por
estar estropeándome el día más especial de mi vida y yo, pues yo
seguía allí, sentada en aquel trozo metálico sintiendo que perdía el
tiempo y que, de haber salido a correr hacía quince minutos, ya
estaría más cerca de mi futuro esposo.
—No viene nadie, Adrián.
—¡No sé qué cojones está pasando!
—Llevamos quince minutos aquí parados… ¿Sabrías llegar a la
finca a pie?
—Creo que sí, pero estamos lejos para ir a pie… —Prefiero eso a
quedarme aquí parada.
Me quité los zapatos y se los di a Adrián, eché a correr con el
vestido remangado, descalza, sin importarme nada más que llegar a
mi boda. Adrián me seguía con mi chupa en una de sus manos y
mis zapatos en la otra, posiblemente pensaba que estaba loca.
Posiblemente lo estaba.
Capítulo 63 Héctor

Me era imposible dejar de mirar de reojo la hora que marcaba mi


reloj de pulsera. Intercambiaba nervioso el peso de mi cuerpo de un
pie a otro y no entendía por qué tardaban tanto en llegar.
—Tranquilo —me susurró Lorena que era la única que estaba a
mi lado en el altar prefabricado—, las novias siempre se hacen de
rogar un poquito…
Sonreí.
Las miradas de los invitados se tornaban interrogantes. No
entendían, al igual que yo, por qué la novia se estaba demorando
tanto… Podía entender la gracia esa de hacer esperar al novio si
eran unos minutos, quince o veinte, pero llevaba allí plantado casi
cuarenta minutos y el chistecito había dejado de tener gracia desde
hacía diez minutos.
—¿La boda va a celebrarse? —me preguntó el oficiante—. Tengo
otra ceremonia en una hora y está lejos de aquí.
—Sí, claro. Esperemos un poco más —le respondió Lorena.
—No va a venir, Lorena…
—Te digo yo que sí. Hazme caso, soy su mejor amiga.
Seguí con la mirada clavada en el final de aquella tela roja que
conducía al altar en el que me encontraba, seguí intercambiándome
el peso de mi cuerpo de un pie a otro y sentí que el tiempo iba más
lento que nunca.
—Disculpe —llamó mi atención dándome un par de golpecitos en
el hombro—, tengo que marcharme sino no llegaré a la otra
ceremonia a tiempo…
Maldito nudo el que se formó en mi garganta inundándome los
ojos.
—Entiendo… —atiné únicamente a responderle.
—Espere un poco más, estoy convencida de que llegará de un
momento a otro —insistió Lorena.
—Lo siento, de verdad, pero tengo que irme…
—Espere unos minutos más…
—No —la interrumpí—, deja que se marche. Jimena no va a
llegar, ella jamás se atrasaría tanto… ¡Joder, pero si apuntaba en su
inseparable agenda los minutos que tardaba en completar una tarea
doméstica!
—¿Hablamos de la misma agenda inseparable de la que se
deshizo cuando descubrió que vivir de la forma en que vivías tú era
más divertido?
Los invitados dejaron de permanecer sentados en sus asientos,
estaban nerviosos, expectantes por saber qué había pasado con la
novia…
—Lo siento, ya sí que no puedo demorarme más.
Recogió los papeles que había esparcido sobre el pequeño atril
blanco con enredaderas de flores y se marchó.
Me quedé allí, parado en medio de un altar vacío con decenas de
ojos mirándome con pena. Rechacé a todo aquel que se acercó a
compadecerme, necesitaba estar solo conmigo mismo para digerir
el final de un día que no lo imaginé así a pesar de mis dudas y
miedos. Me senté en uno de los escalones que elevaban aquel altar
del resto del jardín y metí mi cabeza entre mis rodillas dejando mis
manos sobre la nuca.
Las lágrimas me mojaban la cara y se estrellaban contra la
madera blanca del altar, tenía tantas preguntas a las que yo no
podía darles respuestas que me dolía incluso respirar. ¿Por qué mi
hermano no me avisó de esto? ¿se habrían marchado juntos? Me
daba ardores preguntarme aquello, me costaba incluso
imaginármelo…
—¡Héctor!
Aquella voz… Levanté la mirada y la vi allí, corriendo por la tela
negra hasta mí, descalza y con las medias destrozadas, con el
peinado completamente deshecho, el maquillaje descompuesto y el
vestido remangado.
—Jimena…
Me puse en pie, se tiró a mis brazos y empezó a llorar
desconsolada.
—El coche nos dejó tirados a kilómetros de aquí, hemos venido
corriendo, excepto los últimos kilómetros, nos trajo una pareja que
nos recogió de la carretera.
—¿De verdad? —pregunté.
—De verdad, tu hermano puede confirmártelo.
—Ha sido así, ha sido todo desastroso… —añadió Adrián.
—Pensé que no vendrías.
—¿Y dejar escapar al verdadero amor de mi vida? ¡Tú estás
chalado!
Sonreí y fundí mi boca con la suya sintiéndome un poco capullo
por haber tenido las dudas que tenía. Jimena era tan mía como yo lo
era de ella.
—El oficiante se ha marchado… —añadí con un poco de tristeza.
—Yo oficiaré la ceremonia si es necesario, pero mi hermano se
casa hoy sí o sí —respondió mi hermano.
Dejó los zapatos impecables de Jimena en el suelo y le ayudó a
ponérselos poniéndose en cuclillas. Le puso una chupa de cuero
que formaba parte de su vestido volviéndome completamente loco.
—¿Y eso?
—Es lo que tiene casarse con un rockero, que todo se termina
pegando.
Sonrió y me mordí el labio conteniendo aquellas ganas locas de
devorarle la boca. Por fin la tenía a mi lado y, aunque no lucía
inmaculada, estaba más guapa que nunca.
Adrián se colocó detrás del atril y ofició la boda como todo un
profesional. ¿Hay algo que a este tío se le dé mal?
Fue una ceremonia diferente, demasiado diferente a lo que en mi
cabeza había imaginado que sería. Cuando nos pusimos las
alianzas en los dedos, nos miramos a los ojos y supimos que
aquello del para siempre, con nosotros, no solo serían un par de
palabras que quedaban preciosas juntas, sino que tendrían todo el
sentido del mundo.
Nos besamos delante de nuestros invitados que respiraban aliviados
de que, al fin, todo hubiese terminado bien.
Capítulo 64 Adrián

Un caos con final feliz.


La boda de mi hermano fue, de todo, menos corriente pero era
para seguir en la línea que habíamos estado siguiendo desde el
principio. Nada era corriente en muestras vidas, los tres estábamos
destinados a vivir cosas que al resto del mundo no les sucederían
jamás y, en caso de que sí que les sucedieran, jamás le pasaría a
una misma persona pudiendo repartirse las vivencias entre unos
pocos y no siendo unos agonías como lo éramos nosotros…
Empezó el baile nupcial, cerré los ojos unos minutos y miré al
cielo, me acordé de ellos, de nuestros padres, estaba seguro de que
estaban allí, a nuestro lado, sonriendo orgullosos de vernos juntos.
No me imaginaba a mi hermano bailando una canción lenta
(realmente no lo imaginaba bailando nada, en general) y nos
sorprendió a todos los allí presentes cuando empezaron a sonar los
primeros acordes de “Contigo” una canción preciosa y que decía
muchísimo entre rimas melódicas. Cuando la voz de Antonio José
empezó a sonar, Héctor y Jimena fueron interpretando aquel baile
que me constaba que se llevó horas de ensayos.
Miraba a Lorena, la tenía relativamente cerca y sentía que era
completamente inalcanzable, a pesar de tener a fuego grabadas en
mí las palabras de Jimena. Aquella sonrisa de ver la felicidad en los
ojos de su amiga no tenía precio, verla sonreír me hacía sonreír a
mí sin darme cuenta, por inercia, como una marioneta cuyos hilos
los tenía Lorena entre sus manos sin ser consciente de ello.
La melodía dio fin fundiéndolos en un beso que arrancó todos los
aplausos de los allí presentes. Jimena caminó hasta mí y Héctor
hizo lo mismo en dirección a donde se encontraba Lorena, sonreían
como si, aquello que estaban a punto de hacer, llevase bastante
tiempo panificado dentro de sus cabezas. Negué con la cabeza
haciéndole ver a Jimena que aquello me sacaba de mi zona de
confort y que me daba mucha vergüenza. Intenté usar esa mirada
de corderito que prácticamente nunca surgía efecto y que pensé que
aquel día sí (ja ja y ja). Me agarró de la corbata y me acercó a ella.
—¿Me concedes este baile, cuñado?
Me carcajeé. Me encendí como un Gusiluz y asentí nervioso
porque sabía que, aunque pusiese resistencia, terminaría bailando
igualmente.
La acomodé en mi pecho y respiré el olor de su pelo. Jimena era
parte importante de mi vida, me dio más de lo que ella podía llegar a
imaginar.
—Eres una cabrona.
—Esa boca, Adrián…
Bailamos al ritmo de aquella canción a la que ni tan siquiera
presté atención a la letra, iba tan concentrado en mis movimientos
que no fui consciente de las muchas parejas que se habían sumado
a nuestro baile, iba tan concentrado que no fui consciente de que en
un giro, Héctor soltó a Lorena y Jimena me soltó a mí consiguiendo
que Lorena y yo estuviésemos abrazados, bailando juntos al ritmo
de aquella melodía, con un solo movimiento.
—Vaya dos petardos —me dijo acomodándose entre mis brazos.
—Los mejores petardos del mundo.
Terminó el baile, dejó de sonar la música y permanecimos, unos
minutos más, abrazados, alargando aquel momento que ninguno
quería que acabase.
Cuando se apartó de mí le brillaban los ojos de la misma forma
que aquella vez que hicimos el amor en su apartamento.
Reconozco que bebí demasiado, a Lorena le había perdido la
pista desde hacía horas y empezaba a marearme con el ir y venir de
los invitados.
Salí al exterior de la finca y apoyé mis codos en una pequeña
tapia, que me quedaba a la altura del pecho, y me quedé
observando al horizonte. La finca estaba en lo alto de una montaña,
desde aquella tapia alcanzaba a ver una extensión enorme de
árboles, caminos y, de fondo, el mar. Las luces de las farolas
definían todas las calles de aquel pequeño pueblecito costero que
quedaba en el pie de la montaña en la que me encontraba y que
discurría hasta un paseo marítimo del que solo podía ver su
iluminación desde donde me encontraba.
—¿Por qué tan solo?
Me giré y la vi allí, caminando hacia mí con un par de copas en
las manos. Llevaba el vestido remangado, agarrado a un fajín azul
marino que tenía debajo del pecho. Me ponía nervioso su presencia,
su voz era melodía para mis oídos, toda ella parecía un sueño, algo
que imaginé completamente perfecto para proyectarlo en mi cerebro
cada vez que quería tener sensación de vuelo. Ya no llevaba el pelo
recogido como lo llevó durante toda la ceremonia, su pelo caía
recogido en una coleta baja sobre uno de sus hombros.
—¿Brindamos? —aquella sonrisa…
—¡Claro!
Cogí la copa intentado controlar el temblor de mis manos,
el temblor que ella provocaba cuando estaba dentro de mi campo
de visión.
Levantó la copa e hice lo mismo.
—Por las bodas bien oficiadas —dijo. Me arrancó una sonrisa
más amplia de la que ya tenía.
—Y por aquellos que pueden llegar a ser más y aún no lo saben
—le guiñé el ojo.
—Pues también.
Brindamos y dimos un trago largo a nuestras respectivas copas.
Siempre fui tímido, posiblemente perdí mucho en mi pasado por
no lanzarme, por miedo al rechazo y no estaba por la labor de
perder a Lorena por el mismo motivo.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Sí.
Sus ojos se movían nerviosos evitando mirar a los míos.
—¿Cuándo quieres que nos casemos?
No dejé que dijera nada más, le quité la copa y la dejé sobre el
muro junto a la mía, acerqué su cuerpo al mío agarrándole fuerte de
la cintura y empecé a besarla como si, después de aquel beso, no
volviera a verla.
La temperatura se fue caldeando entre nosotros, era demasiado
evidente la tensión sexual que había entre los dos, era inevitable no
querer y necesitar ir más allá con ella, es más, ojalá nos
quedásemos a vivir en un eterno más allá.
—Ojalá nuestros caminos se hubieran unido antes —me susurró
sobre la boca erizándome el cuerpo—. Jamás me han mirado como
tú lo haces… En el reflejo de tus ojos me veo preciosa.
—Es que eres preciosa, que no te engañe nadie.
Tiró de mí hasta llegar a un aparcamiento prácticamente vacío y
accionó un mando, que llevó todo el tiempo en el liguero,
encendiendo las luces de un coche. Abrió la puerta trasera y entré,
no pregunté de quién era aquel coche, me importaba muy poco. Me
senté y se subió a horcajadas sobre mí. Volvimos a enlazar nuestras
bocas de forma desesperadas, como si hubieran pasado demasiado
tiempo buscándose pero no llegaron a encontrarse hasta entonces.
Abrí la cremallera de mi pantalón y liberé mi polla dura.
—Toma.
Me cedió un condón que abrí con la boca y que deslicé
desesperado por aquella parte de mí que pedía a gritos hundirse en
la humedad de Lorena.
Apartó su tanga hacia un lado, agarró con seguridad y fuerza mi
polla y la puso en su entrada. Vibraba. Vibrábamos. Se sentó sobre
mi polla deslizándose poco a poco llevándola hasta su interior de
forma lenta, desesperándome. Me encantaba que ella tuviera el
control durante el encuentro pero me desesperaba aquella lentitud
que, de desaparecer, me arrepentiría después de no haber alargado
aquel momento.
Gemíamos prácticamente a una sola voz, los cristales del coche
estaban completamente empañados, me sobraba la camisa, la
corbata (aunque estaba aflojada) y estaba empapado en sudor. La
tenía agarrada del culo facilitándole el movimiento y sentía que mi
orgasmo estaba cerca.
Aumentó el ritmo de sus movimientos buscando su placer. Se
corrió acallando los gritos que contenían mi nombre, en mi frente, y
disparándome, sin freno, a un orgasmo que ansié desde el último
que tuve entre sus piernas.
—Me encantas —me dijo con la voz entrecortada—, y me niego a
no reflejarme más veces en ese azul de tus ojos y que tan bonito me
miran.
—Me encanta que te encante. Me encantas tú.
Capítulo 65 Jimena

—Me debes una cena —le dije a Héctor cuando los vimos irse
corriendo agarrados de la mano.
Sabía que aquello pasaría, Héctor no confiaba en que Adrián se
lanzase a besar a mi mejor amiga, yo, en cambio, sabía que él no la
dejaría escapar, Adrián es un tipo listo y sabía que, una mujer como
Lorena, no se encuentra todos los días.
Me apoyé en aquel pequeño muro en el que Adrián había estado
apoyado y me deleité con el maravilloso espectáculo que aquellas
vistas me dejaban. Héctor me abrazó por detrás pegándose a mí y
poniendo su boca tan cerca de mi oído que podía oír su respiración.
—Héctor.
—Dime, Jimena.
—Te amo.
Giré mi cara y le vi sonreír. Me dejó un beso corto en los labios y,
como si de algo planificado se tratase, unos fuegos artificiales
pintaron el cielo.
Estábamos agotados, reconozco que no dormí durante la noche
debido a los nervios, tenía miedo de que algo saliese mal (jajaja).
Estábamos despidiéndonos de algunos invitados cuando los vimos
volver del aparcamiento riéndose, despeinados, con la ropa
descolocada y Lorena con el pintalabios completamente removido.
Fui feliz. Ambos eran únicos, especiales, si decidían hacer de
aquello algo sólido, serían la pareja perfecta, esa que despierta la
envidia del resto del mundo. Mi amiga se merecía ser feliz, enterrar
aquellas inseguridades que Guille sembró en ella y olvidarse, por
completo, de regarlas. Ojalá la viera toda la vida despeinada, ojalá
la viera siempre con el labial corrido y la máscara de pestañas
formando ríos sobre sus mejillas pero por la risa, por esa risa que te
derrama los ojos y te hace daño en las mandíbulas.
Entré en el dúplex en los brazos de mi marido, realmente no
habíamos tenido una boda corriente, ninguno de los dos firmamos
ningún papel, Adrián ofició aquella boda que ilusionados
planificamos y es que todo fue tan especial como cómo se creó
nuestra relación.
Subió hasta nuestro dormitorio conmigo en brazos. Bromeando
me dejó en el suelo, me volteé y me aparté el pelo haciéndole ver
que quería que me desabotonase el vestido. Me deshizo de él
desabrochando uno a uno los más de treinta botones que
decoraban mi espalda. Cuando el vestido cayó al suelo, besó mis
hombros subiendo por mi cuello hasta llegar a mi oreja. Me giró y
me subió a su cintura dejó sobre la cama colocándose encima de mí
seguidamente.
—Nos hemos casado, Jimena —se carcajeó.
—Aún estás a tiempo de arrepentirte —le dije—. El lunes, cuando
vayamos al juzgado a hacer legal este paripé, sí que podré decir
que alguien me volvió tan jodidamente loca que me até a él para
toda la vida.
—Y yo podré decir que nunca debes decir nunca.
Sonriendo unimos nuestros labios y seguidamente nuestras
bocas. Hicimos el amor en aquella cama que tiempo atrás fue mía y
que llevaba algunos meses siendo nuestra.
—Te amo, Jimena —aún jadeando por el reciente orgasmo—. Te
amo como jamás pensé que podría amar a alguien. No sé cómo voy
a pagarte todo lo que has dado.
—Cántame al oído hasta quedarme dormida y prométeme que
seremos así toda la vida.
—Te lo prometo.
Me susurró nuestra canción al oído hasta quedarme dormida.
Me enamoré del chico menos pensado, con el que no tenía
absolutamente nada en común, me emborró los planes
perfectamente orquestados de mi agenda y me hizo ver que así la
vida molaba.
Me volteé en la cama y solo alcancé a abrazarme a una
almohada que olía a él. Bostecé y me froté los ojos, me estiracé
levantando los brazos sobre mi cabeza y sonreí por inercia. Por la
ventana entraba luz natural, la brisa movía el visillo blanco de mi
gran balcón y el sonido de las olas rompiendo en la orilla me hacía
sentir afortunada.
Puse sobre mi piel mi bata blanca de raso y bajé a la cocina. —
Buenos días, esposo —le abracé por la espalda y apoyé mi cara
sobre su piel bronceada, ¡qué bien olía!—. Has sido muy
madrugador, ¿no?
—Tengo un plan para hoy, bueno, es un planazo.
—Soy toda oídos.
Se volteó y me subió a sus caderas de un solo movimiento para,
seguidamente, dejarme sentada en la encimera sin apenas
esfuerzo.
—Vamos a pasar el día en la playa, sé que es un plan simple,
básico y que has hecho en millones de ocasiones, pero pasar el día
contigo ya me parece un planazo.
—No puedo estar más de acuerdo contigo.
En la playa no había prácticamente nadie; un par de chicas
leyendo un libro aún con la sombrilla recogida, una pareja de
adolescentes haciéndose arrumacos en una toalla diminuta, y
sobrándoles aún tela, y algunas personas paseando por la orilla
mojándose el bajo de sus ropas.
Héctor clavó la sombrilla en la arena dejándome hipnotizada con
los músculos de sus brazos que salían más a la luz con aquel
esfuerzo, sonreía de saberme mirándole y me encantaba. Tiré mi
enorme toalla redonda con diseño mandala sobre la arena y me
senté sobre ella mirando el horizonte azul que tenía ante mí, respiré
llenándome los pulmones al completo con aquel aire limpio.
—Listo —palmeó sus manos para retirar la arena de estas.
Se sentó a mi lado y puso su mano sobre mi rodilla, aquel anillo
en su dedo anular idéntico al mío me parecía increíble. Le miré y
sonreí.
—Me podría quedar así toda la vida —le dije.
Me miró y sonrió mostrando aquellos hoyuelos que tanto me
gustaban.
—Al final van a tener razón y el agua del mar sí que sana…
Jimena

Ignoré aquel dolor como había estado haciendo las últimas


semanas. Me levanté con dificultad de la cama y caminé, por
décimo octava vez en la noche, hasta el baño.
Me miré en el espejo, tenía la cara hinchada y unas ojeras
azulonas que me eran imposible ocultar con nada y que aún me
costaba creer que me pertenecían a pesar de llevar
acompañándome casi nueve meses. Me senté en la taza fría del
váter y repasé el año que había pasado desde que me casé con
Héctor. Pocas semanas después de casarnos fuimos de luna de
miel a Roma y no dejamos un solo hueco sin recorrer en aquellos
quince días que pasamos descubriendo la magia de aquella
maravillosa ciudad. La última noche que pasamos en Roma,
entramos en un garito escondido en un callejón al que solo se podía
acceder bajando unas escaleras empinadas de piedra. Héctor leyó,
en alguna página de internet a las que accedía para conocer los
diferentes planes que podías hacer en la ciudad que, aquella noche,
una conocida banda de rock tocaba cerca del hotel donde nos
hospedábamos.
No lo dudamos, a Héctor le hacía muchísima ilusión aquel plan
que se daría, por la noche, en aquel minúsculo bar y me encantaba
acompañarlo, por primera vez, a un concierto que sabía que sería
espectacular. Nos sentamos entre el público y disfrutamos de uno
de los mejores conciertos de mi vida. Cuando el concierto dio fin,
fingí que necesitaba ir al baño, caminé hasta la parte trasera del
escenario y le pedí a uno de los miembros del grupo que le pidiese a
Héctor, un exbajista que se encontraba entre el público y que era el
amor de mi vida (lo dije así, tal cual), una colaboración, una sola
canción, tampoco era tan imposible de conceder... En muy contadas
ocasiones me habló de la banda de rock de la que formó parte pero,
cuando lo hacía, sus ojos brillaban como con pocas conversaciones
pasaba. El rock, en un momento de su vida en el que sintió, con la
pérdida de sus padres, que nada merecía la pena, le ayudó a salir
de parte de la mierda que le cubría aunque todo terminó bastante
mal.
Cuando regresé a aquella banqueta alta desde la que estuvimos
disfrutando el concierto, el vocalista golpeó el micro con sus dedos y
le pidió a Héctor que subiera al escenario bajo todos aquellos ojos
que se dirigieron a su persona. Al principio se negó, pero estaba
completamente segura de que su yo interno le suplicaba que no se
hiciera mucho de rogar. Subió y disfrutó sobre el escenario como
hacía demasiado que no lo hacía, el bajo siempre fue su sueño pero
por el camino descubrió otras cosas que lo fueron apartando un
poco de él. Tocó una sola canción, yo lo miraba orgullosa desde el
público sintiendo que mis bragas necesitarían ser exprimidas al
llegar al hotel…
Seguíamos viviendo en aquel dúplex con vistas al mar del que
me enamoré nada más verlo y del que me hice, por capricho del
destino, propietaria años más tarde. El orden había pasado a un
segundo plano y más aún en aquel momento en el que me
encontraba… Mi cuerpo se había transformado tanto que me
costaba reconocerme en aquella chica que el espejo me mostraba.
Mi barriga tenía el tamaño de una enorme sandía y me quitaba el
sueño el miedo de no saber si sería capaz de enfrentarme al parto.
—¿Estás bien, cariño?
Héctor se apoyó en el marco de la puerta con un gesto
preocupado, sabía que el parto estaba muy cerca y compartíamos
prácticamente los mismos miedos.
—Estoy un poco cansada y me duele un poco aquí abajo —puse
mis manos en la parte más baja de mi enorme barrigón—. Y para
qué decir lo horrible que me veo.
Se carcajeó negando con la cabeza y caminó hasta mí. Se puso
en cuclillas y me dio la mano.
—Yo te veo más guapa que nunca.
—Eso es porque estás locamente enamorado…
—Lo estoy, pero eso no resta a que estás preciosa —me dejó un
beso corto en los labios y me ayudó a levantarme—. Volvamos a la
cama.
Caminé lenta hasta llegar al dormitorio cuando noté que mi
pijama se empapaba.
—¿Te has hecho pipí?
—No, Héctor, no es pipí… Nuestra pequeña no quiere espe- rar
las dos semanas que le quedan para conocernos.
El día que nuestra pequeña Valentina (le pusimos el mismo
nombre que la mamá de Héctor y Adrián) llegó a nuestras vidas,
nuestro mundo cambió de color y de forma, el corazón de Héctor y
el mío latían fuera de nuestros cuerpos, latían dentro de aquella
pequeña de ojos azules y pelo negro.
—¡Es preciosa! Enhorabuena a los dos.
—Adrián, ¿quieres un babero? —le dijo Héctor poniéndole
cuidadosamente a Valentina entre los brazos de Adrián.
—Que sean dos, ¿no, caimán?
Héctor se carcajeó asintiendo con la cabeza. Adrián la acunó en
sus brazos, Valentina se veía aún más pequeña entre aquellas
enormes manos que la sostenían, pasaba lo mismo que cuando era
su papá el que la protegía entre ellas.. Lorena le miraba embobada,
estaba sentada en el filo de mi cama de hospital y se movía
nerviosa, deseosa, de poder acunar a Valentina entre sus brazos
como tantas veces imaginó.
—¿Y vosotros cuándo tenéis pensado darnos un sobrinito? —
preguntó Héctor.
—Después de la boda —respondió convencida Lorena—. Ayer fui
a la última prueba del vestido de novia y no quiero fastidiar
medidas…
Adrián sonrió como si viese aún lejos aquella boda que se daría
en un mes y es que no veía el día en el que él y Lorena sellasen su
amor con un par de firmas y un intercambio de anillos. —¿Puedes
dejármela ya? —preguntó Lorena con el ceño fruncido.
Adrián

Nervioso se me quedaba muy corto para lo que estaba sintiendo.


Mi hermano me anudó la corbata y me ayudó a ponerme los
gemelos que mi padre llevó el día de su boda.
—Ya estás listo —me dijo dándome un par de golpes en la
espalda.
—Somos dos tíos afortunados, hermano.
—Muy afortunados diría yo.
Mi madre nos miraba emocionada desde el pequeño sillón orejero
que estaba situado en una de las esquinas de aquel salón del
dúplex, con vistas al mar, que Lorena y yo compramos hacía un par
de meses. Vivíamos pared con pared con mi hermano y Jimena.
Dejé mi trabajo en Sevilla como el que deja una lata de refresco
vacía en una papelera, necesitaba estar cerca de Lorena y no dudé
en volver a Almería. Al poco tiempo conseguí un trabajo en una
empresa de construcción encargada de construcciones de gran
tamaño y donde me sentía como pez en el agua.
Todo a mi alrededor era tan perfecto que me daba pánico. Aquella
noche, después de volver cansados a nuestra habitación con los
zapatos llenos de arroz, de polvo y manchas de alcohol que
nuestros invitados fueron derramando sobre ellos, dormí abrazado a
ella tras hacer el amor aún con nuestra ropas puestas porque,
desabrochar uno a uno aquellos infinitos botones de su vestido,
restaban un tiempo valiosísimo. Me dormí tocándome incrédulo sin
parar la alianza que llevaba luciendo en mi dedo anular desde hacía
unas horas. Aún me costaba creer que, haberme casado con la
mujer de mi vida, dejó de ser un sueño que me parecía
inalcanzable, para convertirse en una maravillosa realidad.
—¡Corre, Adrián!
—¡Ya lo hago!
El avión estaba a punto de despegar y, por más rápido que movía
mis piernas, sentía que no avanzaba lo suficiente como para llegar a
tiempo para embarcar en aquel vuelo que nos llevaría a Ibiza.
Pasamos la pasarela como alma que lleva el diablo y, cuando
tomamos por fin asiento, nos miramos sonriendo.
—¡Pensé que no llegaríamos! —le dije jadeando.
—Es lo que tiene follar en los baños del aeropuerto —me susurró
al oído.
Me dejó un bocado en la mejilla. Sonreí de lado. Estaba
despeinada e increíblemente guapa.
Nos agarramos las manos, nuestro viaje estaba a punto de
comenzar.
—Disculpe, ¿tiene el periódico del día? —le pregunté a la
azafata.
—Sí, claro. Deme un minuto.
La azafata se marchó y Lorena sonrió negando con la cabeza.
—¿Podrías desconectar de lo que pasa en el mundo un día?
—Imposible.
Abrí el periódico, en la portada se reflejaba aquello que me
llenaba de orgullo, Lorena me miró, sonrió y me dejó un beso en la
mano que tenía agarrada a la suya.
—Me casé con el mejor hombre del mundo.
Había donado de forma anónima un millón de euros a una
plataforma dedicada a encontrar niños robados, era mi forma de
ayudar al mundo y agradecerle al destino haber encontrado mis
raíces, con Jimena sentía que estaría en deuda toda la vida…
Doble el periódico y lo dejé sobre la mesita abatible que había
sacado de la parte trasera del asiento que tenía delante, al dejarlo
sobre esta me percaté de una foto en la que reconocí a alguien.
Volví a cogerlo y deshice el doblez. Abrí los ojos como platos al ver
a Tamara en la foto.
—¿La conoces? —me preguntó Lorena.
—Sí, trabajaba conmigo.
Nunca le dije que en un par de ocasiones vi a su exmarido con
Tamara, no quería recordarle aquel episodio que tanto daño le hizo
así que evité añadirle más detalles a mi respuesta.
—¿Le ha pasado algo a esa chica? —me preguntó mientras leía
la noticia.
—Simplemente la vida se encargó de darle de su propia
medicina…
Lorena frunció la frente sin entender a qué podía referirme con
aquello. La noticia publicaba la reciente separación de Tamara y el
importante y prestigioso heredero tras este enamorarse
perdidamente de una de las mujeres más ricas e influyentes del
país.
El sol doraba nuestra piel. Aquella cala apartada y solitaria nos
ofrecía un auténtico espectáculo de aguas cristalinas, corales y
peces. Estaba sentado en la arena mirando cómo la mujer de mi
vida caminaba hasta el mar que poco a poco, paso a paso, fue
cubriéndole aquel cuerpo en el que vivía completamente perdido sin
intención alguna de encontrarme.
Se sumergió debajo del agua y salió peinándose su melena rubia
para atrás. Hubiera salido en aquel momento corriendo hasta llegar
a ella, le hubiera devorado aquella boca salada por el agua que
había dejado su sal sobre sus labios, le hubiera hecho el amor hasta
quedar exhaustos pero no, me quedé allí, observándola como quien
observa una obra de arte, observándola como solo podía observarla
a ella porque me di cuenta de que, como mis ojos la miraban a
ELLA, no miraron, miraban y mirarían a nadie más.
Querido Destino:
Te lo has montado de putísima madre.
Héctor

Estaba apoyado en la barandilla de la terraza del dormitorio de


matrimonio fumándome un cigarrillo con la mirada clavada en la
estrella que más brillaba en el cielo. Recordé a mi madre, cuántas
veces la vi con la mirada perdida mirando por aquella ventana
intentando confortarse con la idea de que mi hermano era aquella
estrella que destacaba en la noche. Su corazón siempre sintió que
mi hermano estaba vivo pero estaba completamente seguro de que,
cuando el sufrimiento de aquello que no se perdonaba le taladraba
la mente, de alguna forma le confortaba creer que mi hermano la
observaba desde allí arriba y que los médicos no le habían mentido.
—Sufriste mucho, vieja —le dije susurrando.
Miré a mi lado derecho y vi, al final de la amplia terraza, el
pequeño tendedero portátil, sonreí al ver tanta ropa diminuta
colgando de este. Valentina me cambio la vida, tan pequeña y tan
grande a la vez…
En mi teléfono sonó un mensaje entrante, lo saqué de mi bolsillo
trasero y lo leí.
Hermano, no sabes cómo mola todo esto, no sé si he visto
playa más increíble que esta (omite decirle este dato a mi
cuñada, ya sabes que ella conoce la cala más increíble del
mundo). Buenas noches, os mandamos besos desde aquí. Os
echamos de menos.
Besos especiales a mi sobrina.
Aquel mensaje llegó acompañado de una foto increíble, él
presumía el paisaje, yo presumía las sonrisas que portaban.
Apagué el cigarrillo en el cenicero que había sobre la estantería y
volví al interior del dormitorio. Jimena estaba dormida abrazada a
nuestra hija en nuestra cama semicubierta por la sábana blanca que
la vestía y con Valentina mamando en uno de sus pechos. Si aquella
no era la imagen más bonita del mundo, que bajase Dios y lo viera.
Me di una ducha rápida, me lavé los dientes, me tumbé a su lado
y la abracé por detrás.
—Te amo, Héctor —balbuceó.
Estaba dormida, aquellas palabras salieron de su boca desde lo
más profundo de su ser, sin filtros, sin pensarlo, sintiéndolo con
fuerza.
—Yo sí que te amo —le susurré en el oído sin despertarla.
Me devolvió la vida.
La luz de un nuevo día nos iluminaba las caras, el olor de mi hija
inundaba toda la habitación y el mar, como banda sonora de
nuestras mañanas, era un lujo.
—Buenos días, amor de mi vida —me dijo.
—Buenos días, mi todo.
Me dejó un beso corto en los labios manteniendo aquella
sonrisa que siempre me hizo volar sin levantar los pies del suelo.
Ella era única, posiblemente la mujer más especial con la que me
había topado a lo largo de mi vida, tan mágica que empecé a
ilusionarme solo imaginando momentos que aún no habían sucedido
y que veía prácticamente imposible que sucedieran. Ahora la tenía
entre mis brazos, escuchando cómo el corazón nos latía al mismo
ritmo, habíamos formado una familia. Al final, aquellos momentos
que pensé que no pasarían jamás, sucedieron. Tenía una nueva
familia y no solo aquella que Jimena y yo habíamos formado y que
ahora vivíamos en aquel dúplex con vistas al mar, tenía un hermano
y sus padres me trataban como a un hijo. Era el tío más afortunado
del mundo… ¿Quién se encargó de todo aquello? ¿El destino?
Estuvimos manejando los hilos desde el principio con nuestras
propias manos sin ser conscientes yo creo.
Si algo había sacado en claro de todo aquello era que, nosotros,
fuimos y somos destino.

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