Somos Destino - Rosario Martin Martinez
Somos Destino - Rosario Martin Martinez
Somos Destino - Rosario Martin Martinez
Jamás había visto algo como aquello. Pensé que aquel color de
agua solo existía en la propaganda de las revistas de viajes y que,
de existir, estarían muy lejos de las costas españolas.
Preciosa bofetada de realidad.
Nos sentamos en la toalla que Jimena colocó perfectamente
sobre la arena. Me incomodaba la presencia de Adrián y no sabía
por qué, bueno, en el fondo sí que lo sabía, me era inevitable dejar
de verlo como un rival, algo absurdo porque para Jimena éramos
dos ceros a la izquierda, dos buenos chicos que como amigos
molaríamos mucho.
¿Y si conociera a Adrián? A lo mejor me sorprendía…
No me apetecía, la verdad…
—Conociendo este lugar eres poseedora de la ubicación exacta
del paraíso, ¿eres consciente, Jimena? —le preguntó Adrián con
esa forma estúpida de hablar.
—Nunca suelo traer a nadie aquí, no quiero que se corra la voz
de que existe y empiecen a destrozarlo. Además, creo que no es
solo cosa mía y que las personas que siempre suelo encontrarme
por aquí piensan como yo porque, las caras que solemos ver aquí,
todas son conocidas y nadie suele traer a gente nueva… Es como
un pacto de esos que parecen existir aunque las manos no se hayan
estrechado…
—Y has roto “el pacto” trayéndonos a nosotros… —le dije
abriéndome un botellín con mi mechero.
—Sé que vosotros guardareis el secreto —me respondió
sonriendo.
Aquella sonrisa…
¿Qué te pasa con ella, Héctor?
Quizá había llegado el momento de ponerle nombre a aquello
que ella me despertaba, pero no me atrevía. Me faltaban huevos
para reconocer que había vuelto a sentir aquel flechazo que sentí
con Dafne y que terminó como lo hizo. No quería volverme a
enamorar, darlo todo y quedarme hecho polvo al perderla, no quería
jugar a conquistarla, nunca había sido un romántico de esos que
regalan flores o dedican canciones, no sabía hacerlo, me sentía
ridículo incluso imaginándome portando un ramo de flores… Yo no
era hombre para enamorar a una chica, no era hombre capaz de
enamorar día a día a una misma mujer y hacerla sentir que conmigo
podía tenerlo todo. ¿Cómo jugar a enamorar a Jimena con mi
inexistente romanticismo y con un rival como Adrián, que parecía
haberse comido un poemario y portando aquellos ojos del mismo
color del agua del paraíso secreto de Jimena?
Héctor, no tienes nada que hacer.
—¿Qué os parece si jugamos a algo? —preguntó Jimena para
romper el silencio.
Ya iba conociéndola un poco, se sentía incómoda en los silencios
que se formaban entre los tres y se veía en la obligación de
romperlos.
—¿Un juego? —le pregunté antes de darle un trago a mi botellín.
—Nos preguntamos cosas los unos a los otros, lo que sea, si una
pregunta nos incomoda contestamos “siguiente pregunta” y se
preguntará otra cosa.
Tanto Adrián como yo sonreíamos escuchándola explicar aquel
“juego”, ya no por el juego en sí sino por su entusiasmo a la hora de
exponer lo que quería.
—Vale —le dijo Adrián.
—¿Héctor?
El juego en sí no me apetecía, no me gustaba hablar con
cualquiera de mi vida, era un tipo reservado y no me gustaba
despertar pena en los demás, no quería ver esa reacción en los que
me escuchaban y confirmar así que era demasiado triste lo que
había contado.
—¡Venga, tío! Creo que puede ser una buena idea —me dijo
Adrián con ese entusiasmo que me sentaba como una patada en los
mismísimos cojones…
—Está bien.
—¡Empiezo yo! —aplaudió Jimena deseosa de disparar aquellas
preguntas que le ardían en la boca—. Pregunta para Adrián: si
pudieras cambiar algo de tu pasado, ¿qué sería?
Adrián bufó, se rascó la barbilla y empezó a analizar mentalmente
su pasado.
—Cambiaría los años que estuve buscando a mi verdadera
familia.
Me quedé bloqueado con aquella respuesta, ¿su verdadera
familia?
—¿Por qué? —volvió a preguntar Jimena.
—Como ya te conté anoche, solo me sirvió para hacerme más
daño, a veces es mejor no rascar, ¿quién sabe qué me hubiera
podido encontrar si hubiera dado con mi verdadera familia? Si me
hubieran rechazado hubiera sido un palo demasiado grande como
para conseguir levantar la cabeza fácilmente.
Los tres nos quedamos callados unos segundos. Adrián vestía
ropa de marca y llevaba complementos que podían costar lo mismo
que todo lo que había dentro de mi anterior apartamento, pero no
había tenido una vida feliz… Al final no íbamos a ser tan diferentes y
le iba a tener que dar la razón a Jimena…
—Pregunta para Héctor —me miró portando aquella sonrisa que
empezaba a levantarme los pies del suelo—, ¿a quién echas de
menos?
Pensé en no responder, ambos me miraban expectantes. Jimena
sabía muy bien qué preguntar, estaba buscando que Adrián y yo
empatizáramos, quería hacernos ver que ambos teníamos cosas
guardadas que podían unirnos.
—A mis padres —dije clavando los ojos en los dibujos de la
toalla.
—¿No tienes padres? —me preguntó Adrián.
—Murieron hace unos años.
—Lo siento —me dijo dándome una palmada en la espalda y
seguidamente un apretón en el hombro.
—Gracias.
Jimena no dijo nada, estaba triste, podía verlo en sus enormes
ojos negros, pero sabía que estaba orgullosa de ver que entre
Adrián y yo empezaba a haber un acercamiento gracias a su
estrategia.
—Mi madre murió de… —costaba, ¡joder cómo me costaba
pronunciar aquella puta palabra!—. Bueno, de esa maldita
enfermedad que está, por desgracia, a la orden del día. Mi padre
murió poco después, supongo que de pena por haber perdido al
amor de su vida.
—¿Tienes hermanos? —me preguntó Adrián.
—No.
—Yo tampoco, y me hubiera encantado.
—Yo reconozco que eché de menos alguien con quien compartir
aquel dolor al perder a mis padres, únicamente un hermano o una
hermana hubiera sabido realmente qué sentía en aquel momento…
—Ahora tienes a dos compañeros de techo y suelo con los que
podrás desahogarte cuando lo necesites. Yo, por mi parte, estaré
aquí para vosotros —nos dijo Jimena apretándonos una rodilla a
cada uno—. ¡Yo lo sabía! Lo vuestro sería cuestión de palabras…
Sonreí. Había descubierto un Adrián sensible en aquellos pocos
minutos que habíamos estado sobre aquella toalla, si seguía
conociéndole, a lo mejor descubría cosas de él que me
sorprenderían.
—¿Quién se atreve a meterse en el agua? —pregunté
poniéndome en pie.
—¡Estará helada! —respondió Jimena.
—¿Y qué más da, Jimena? ¿Hemos bajado hasta aquí para no
bañarnos en el paraíso? —preguntó Adrián sacándose por la
cabeza la camiseta que llevaba—. ¡Yo me apunto, Héctor!
—Pensé que eras más valiente, Jimena. Ya has demostrado que
eres una gallina, coc coc coc —imité a una gallina metiendo mis
manos en las axilas y batiendo los brazos.
—Tío —me golpeó Adrián con la palma de su mano en la espalda
a la vez que se carcajeaba con mi actuación—, ¡me caes bien!
—¿Gallina yo? —se puso en pie decidida y se sacó el vestido por
la cabeza dejándonos a los dos mudos—. ¡No me conocéis!
Tiró el vestido sobre la toalla y empezó a desanudarse los botines
que llevaba. Adrián y yo nos mirábamos intentando no dejar
demasiado a la luz que Jimena nos atraía demasiado.
—¡Pito corto el último! —dijo antes de echar a correr al agua.
Adrián y yo nos deshicimos de las zapatillas de deporte que
llevábamos y salimos a correr detrás de ella hasta meternos en el
agua prácticamente helada.
—¡Joder! ¡Está helada! —dije al tener el agua a la altura del
ombligo.
Sentí pinchazos por todo el cuerpo pero en la vida me había
sentido tan a gusto.
—¿Sois siempre así de valientes o es que os he tocado la fibra
de machito que tenéis todos y que tenéis que dejar a la luz siempre
que se os reta?
Capítulo 17 Jimena
¡De locos!
Me arrepentí de haberme metido nada más que el agua helada
me rozó el dedo gordo del pie. Estaba en juego un constipado pero,
¿cómo iba a desaprovechar aquella escena? Héctor y Adrián, Adrián
y Héctor, ambos con el torso desnudo, portando sonrisas enormes y
en aquella playa que ellos habían descrito como el paraíso.
Cuando salieron de debajo del agua, peinando con sus manos
sus pelos, con aquellos bíceps en todo su esplendor y aquellos
pectorales apretados por el frío del agua, me ruboricé como nunca
antes me había ruborizado. Empecé a temblar y no, no era del frío,
era de lo nerviosa que me ponía aquella situación. No soy de piedra
y los dos eran físicamente espectaculares, ni el frío de aquel agua
helada me ayudó a calmar el fervor que habían despertado en mí.
Respiré hondo y tragué saliva al empezar a imaginarme escenas
que bien podían ser parte de alguna película porno…
—¡Abre las piernas! —me gritó Héctor acercándose a mí. Me
quedé tan bloqueada, y con los ojos abiertos como platos que
pareció notar que me había descolocado aquella exclamación.
—¡Para subirte a mis hombros y lanzarte, nena! ¿Para qué si no?
—aclaró.
Los dos se reían, eran tan guapos…
Sabía que convivir con ellos sin imaginarme entre sus sábanas
iba a ser imposible. No me reconocía en aquellas sensaciones,
hacía mucho tiempo que no se me erizaba el vello del cuerpo
únicamente con el perfume de un hombre.
Abrí mis piernas y me sentó en sus hombros, rocé la parte más
sensible de mí en su cuello y unas cosquillas viajaron desde mi
clítoris al resto de mi cuerpo.
—¡Tírala! —animó Adrián acercándose a nosotros.
Héctor se metió debajo del agua para coger impulso y, después
de meter sus manos debajo de mi culo para impulsarme, me lanzó a
unos metros zambulléndome en aquel agua que ya no me parecía
tan fría.
Los dos nadaron hasta quedarse frente a frente ante mí, lamí el
agua salada que tenía en mis labios bajo la atenta mirada de Héctor
y Adrián. Las gotas de agua que goteaban de sus pelos les caían
por la nariz hasta perderse en los surcos de sus labios y me mordí el
labio inferior sin ser consciente. Dieron un paso más, quedándose
demasiado cerca, podía oír sus respiraciones agitadas. Adrián puso
su mano izquierda en el lateral derecho de mi cintura y tragué saliva,
Héctor hizo lo mismo pero con su mano derecha en mi lateral
izquierdo, ambos podían rozar sus dedos corazón en mi columna
vertebral.
Adrián se acercó a mi boca para besarme bajo la atenta mirada
de Héctor pero, cuando nos separaban apenas un par de
centímetros, me retiré a pesar de morirme de ganas de ir más allá.
Entró en acción aquella parte de mí cabal y tímida que siempre se
había empeñado en dejar sepultada a la Jimena pasional.
—Creo que va siendo hora de volver a casa…
Ambos retiraron sus manos de mi cintura y fui consciente de lo
mucho que me habían estado apretando los dos cuando dejé de
sentir aquella presión. Habíamos dejado a la luz ese lado animal,
que tenemos todos, debido a la pasión que se había desatado
dentro de aquel agua helada.
¿Cómo hubiera sido aquel encuentro si me hubiera dejado
arrastrar por la pasión y no por la razón?
Ninguno nos atrevimos a articular palabra sobre lo ocurrido. Lo
dejamos allí, en el mar, aunque estaba completamente segura de
que en las tres cabezas se estaba filmando una película cuyo
público solo podría ser mayor de dieciocho años.
—Voy a darme una ducha —dijo Héctor cuando llegamos a casa.
—Voy después de ti —le respondió Adrián que se quedó sentado
en uno de los sillones de la terraza de la entrada.
Entré hasta la cocina y me senté en una de las sillas que
rodeaban la mesa. Había vuelto la tensión a casa pero esta vez ya
no era entre ellos, también la sentía yo. Cerré la puerta de la cocina
y la ventana que daba a la terraza donde estaba sentado Adrián,
marqué en mi teléfono móvil el número de Lorena y descolgó al
tercer tono.
—¿Qué te pasa? —respondió preocupada.
Nunca solía llamar a Lorena, si tenía que decirle algo le mandaba
un WhatsApp.
—Lorena… Estoy hecha un lío…
—Madre mía, ¿has perdido tu agenda peluda y no sabes seguir
con tu día a día?
Puse los ojos en blanco aunque Lorena, con aquella pregunta, no
estaba diciendo una locura… Si hubiera perdido mi agenda, me
hubiera quedado completamente desubicada en mi propia vida.
—No es eso… —presioné mi frente con mis dedos—. ¿Puedo
preguntarte algo?
—¡Claro!
—Pero necesito que seas sincera, y que no me juzgues —añadí.
—¿Juzgarte? ¿Cuándo te he juzgado yo?
—Es que esto no es algo que te haya podido contar
anteriormente…
—¿Puedes ir al grano y dejar de darle vueltas a las cosas? —
Creo que me siento atraída por mis dos compañeros de techo y
suelo… —dije susurrando.
—¿Por los dos?
—¡Te dije que no me juzgaras!
—¡No te estoy juzgando! Solo te pregunto… Me sorprende esa
afirmación, entiéndeme.
—Me sorprende hasta a mí…
Nos quedamos unos segundos calladas. Yo estaba mirando el
cuadrante perfecto que tenía cogido con un imán en la puerta del
frigorífico, mi vida había cambiado tanto en solo un par de días que
me cagaba de miedo imaginarme cómo iba a verme en un par de
meses si seguía con aquellas sensaciones.
—Jimena, ¿sigues ahí?
—Sí.
—Del uno al diez, ¿cuánto te gusta el de los ojos azules?
—Adrián, ya te dije que Adrián era el de los ojos claros y Héctor
el de los ojos negros… Y con respecto a tu pregunta, del uno al diez
te diría que diez…
—¿Diez? ¡Entonces duda resuelta! Es por Adrián por el que más
atracción sientes, yo te diría que te lo tirases y siguieras tú con el
consejo que me diste cuando te hablé de mi marido la primera vez…
—¡Héctor también me atrae diez!
Y no me hizo falta verle la cara para saber que su boca formaba
una O enorme y sus ojos estarían fijos en algún punto de donde
quisiera que estuviese analizando mi afirmación.
—Madre mía… madre mía… madre mía…
—Sí, Lorena, madre tuya pero, help me!
—Es que si te digo que te líes con los dos creo que voy sonar un
poco…
—¿Estás loca?
—Podrías probar cuál es mejor…
—Toc toc, ¿hay alguien en ahí? Me refiero a tu cerebro… ¡Soy
Jimena! Tu amiga la tímida… ¿se te ha olvidado?
—¡Qué va! Mi amiga la tímida jamás me hubiera llamado para
preguntarme lo que tú me has preguntado. Mi amiga la tímida se
hubiera masturbado en silencio con esos dos tipos en mente. Tengo
el presentimiento de que le estas empezando a dar pie a esa
Jimena que llevaba pidiéndote ser libre desde hacía demasiado
tiempo…
¿Llevaría razón?
—Jimena —los nudillos de Adrián golpearon la puerta y empecé
a temblar nerviosa.
—Te dejo —le susurré a Lorena.
—¡Me muero de ganas de verte mañana en la consulta!
Fue lo último que oí decir al otro lado antes de colgar y dar por
finalizada aquella conversación de la que no saqué nada en claro,
bueno sí, Lorena creía que follarme a los dos me ayudaría a saber
cuál me atraía más…
—Pasa, Adrián.
—Siento si he interrumpido algo pero me muero de sed…
Él ya se había duchado también, estaba increíblemente guapo
ataviado con aquel pantalón de pijama largo y fino con estampado
de cuadros en tonos grises. Y cómo no percatarme del filo elástico
de su calzoncillo que asomaba de él cuyo poder fue ruborizarme al
instante. Por suerte estaba sirviéndose el vaso de agua
directamente del grifo y no pudo verme.
—¡Estás en tu casa! —me puse de pie y me dispuse a salir de la
cocina—. Ahora voy a darme yo una ducha, estoy deseando
quitarme la sal del pelo…
—Jimena —me frenó del brazo antes de salir de la cocina.
Estábamos de nuevo separados por unos centímetros, la
respiración empezó a agitárseme y el corazón a bombearme con
tanta rapidez que me costaba incluso enfocarle la cara.
—Dime.
—Perdóname si te he incomodado en el agua al acercarme para
intentar besarte. No volverá a pasar.
Y sentí desilusión con aquella última frase…
—Quédate tranquilo, Adrián. No tengo nada que perdonarte.
Sonreí y él lo hizo conmigo, noté que la tensión y la preocupación
que aquel encuentro le había ocasionado se disipó de su rostro con
mis palabras.
Subí la escalera y me metí en el cuarto de baño con la
respiración agitada como hacía mucho y el corazón bombeándome
dentro del pecho como si, de un momento a otro, fuese a salírseme
de ahí.
Capítulo 18 Adrián
Una puta locura fue lo que aquella mañana sucedió entre Jimena
y yo. Yo no había llegado allí para volver a estar enredado en otro
lío de faldas, para volver a apostar por amor y perder la partida, yo
no estaba allí para terminar más destrozado de lo que ya llegué.
Pero como siempre pasa, una cosa es la que tú planificas y otra
muy distinta la que el destino planifica para ti, y allí me vi, envuelto
entre las piernas de Jimena, sintiendo que ojalá aquel momento
fuese eterno y cagado de miedo por si no iba a saber afrontar lo que
después de aquel encuentro podría pasar.
Estaba nervioso, caminé por la orilla durante una hora con la
mirada clavada en mis pies que se iban hundiendo en una arena
que dejaba marcadas mis huellas hasta que una ola decidía
borrarlas, eliminando así mis pisadas y no mostrarme todo el camino
que ya llevaba andado. Ojalá borrar un pasado que duele fuera tan
sencillo como aquellas olas iban borrando mis pisadas de la arena,
ojalá llegase una ola y sacase de nuestra vida, de una barrida,
aquello que nos hacía daño.
No conseguía retirarme a Jimena del pensamiento, no quería
hacerme falsas ilusiones, no quería enamorarme y mucho menos
llegar a pillarme y no ser correspondido. Miedo. Mucho miedo,
porque realmente no era el tipo aquel que solía mostrarle al mundo,
no era aquel chulo prepotente e insensible que siempre daba a
conocer a la gente que aparecía como novedad en mi vida.
Me puse un delantal que encontré en uno de los cajones de la
cocina y miré el cuadrante que Jimena había puesto en el frigorífico
(cogido con un par de imanes) y vi que me tocaba a mí la limpieza
de las zonas comunes… ¿Cuánto hacía que no cogía una fregona?
¿acaso cogí una fregona a lo largo de mi vida en alguna ocasión?
Jimena era una diosa del orden (entre otras cosas) y tenía que
poner empeño en lo que hacía, tenía que adaptarme a mis nuevos
compañeros de techo y suelo y empezar a cambiar el tipo
desastroso que había estado siendo hasta que llegué a aquel dúplex
con vistas al mar.
Cuando lo dejé todo limpio (flipando con el resultado), llamé a un
negocio de comida casera que repartían a domicilio y cuya
propaganda había llegado el día anterior al buzón de casa y lo
guardé en mi poder como un bien preciado antes de que Jimena o
Adrián lo vieran. Pedí berenjenas rellenas que me llegaron a los
pocos minutos de haber hecho la llamada.
—¡Volví! ¡Joder cómo huele hoy la casa! Tengo la sensación de
haber entrado en el pinar que había frente a mi anterior
apartamento… Estoy por ponerme las calzonas y echar a correr por
el salón…
Aquel tío era pura energía, supuestamente había tenido una vida
complicada buscando a su verdadera familia, pero no lo aparentaba.
Posiblemente era aquello lo que envidiaba de él, había conseguido
vivir un presente dejando atrás el pasado, en cambio yo, seguía
mortificándome con la escena de aquel cuarto de baño en el que mi
compañero de banda y mi chica me traicionaron y, de igual forma,
no superaba la muerte de mis padres y no podía evitar sentirme solo
y triste. Tenía que empezar a ir enterrando tristezas antes de que las
tristezas me terminasen enterrando a mí.
Llegó justo en el momento en el que estaba tirando los envases
donde venían las berenjenas recién hechas a la basura y me pilló
metiendo las berenjenas rellenas en el horno.
—¿Tenemos un gato y yo no me he enterado?
Me dijo desanudándose la corbata y arqueando una ceja. —¿Por
qué preguntas eso? —le pregunté extrañado sin entender a qué
venía aquella pregunta que me había formulado.
—Tu espalda… —levantó el labio superior dándome a entender
que sabía perfectamente de dónde procedían aquellos arañazos.
—Esto… bueno…
—¿Podemos hablar un momento?
—Sí, claro —me limpié las manos con agua y jabón porque me
las había manchado un poco de comida y me las sequé en el
delantal.
Me costaba mirarle a los ojos, sentía como si le hubiera
traicionado acostándome con Jimena porque era más que evidente
que a Adrián también le gustaba, y bastante.
—Pero quiero que hablemos de hombre a hombre, no quiero
chorradas ni peleas por ver quién la tiene más larga…
—Sin problemas. Dime.
—Voy a ser claro, no pienso andarme por las ramas, me gusta
mucho Jimena y sé que a ti también. Estoy seguro de que esos
arañazos te los ha hecho ella —me quedé callado, con el ceño
fruncido y mordiéndome la mejilla por dentro ladeando un poco mi
boca—. No busco una confirmación por tu parte, es más, me alegra
saber que detrás de esa fachada de chulo que te avala hay un
caballero que no airea a los cuatro vientos lo que hace con las
mujeres…
—Dijiste que no te andarías por las ramas, tengo cosas que
hacer.
—Me parece perfecto que juegues tus cartas para conquistar a
Jimena pero créeme, cuando algo me gusta no soy de los que tiran
la toalla fácilmente. Soy tauro, de esos a los que es más fácil
arrancarles la cabeza que la idea cuando algo se le mete entre ceja
y ceja. Sé, por cómo me mira y por cómo temblaba el otro día en el
agua, que le gusto. Me da igual tu juego, es más, te deseo suerte, la
vas a necesitar.
—Relaja la raja, chaval. Jimena es una mujer libre, estás en todo
tu derecho de conquistarla, es más, creo que con ese don de
lenguas que Dios te ha dado lo tendrás fácil. Pero déjame decirte
algo, no se puede comparar un caimán con un lagarto y, en esta
historia, colega, el caimán soy yo.
Salí de la cocina pero, antes de perderme de su vista y
desaparecer por completo por la puerta, me giré y, dejando a la luz
toda la chulería que me caracterizó siempre, le dije:
—Por cierto, campeón, yo también soy tauro así que ya sabes
cómo pienso tomarme el juego…
Salí al patio y me senté en uno de los sillones a fumarme un
cigarrillo. Las cartas estaban echadas, había llegado el momento de
empezar el juego.
Cuando llegó Jimena acababa de sacar las berenjenas
recalentadas en el horno, las había colocado cuidadosamente sobre
una bandeja rectangular de cristal y había limpiado los filos de esta
con una de las esquinas del delantal que llevaba aún puesto.
Capítulo 22 Jimena
Metí los dos vasos de los que habían bebido durante el almuerzo
en una bolsa hermética dispuesta a sacar de ellos la máxima
información posible. Lorena no creía lo que sus ojos veían y es que,
aquella escena de mí misma sacando los dos vasos de dentro de mi
bolso, era tan disparatada como surrealista…
—¿Has pensado en cerrar la clínica y montar un bufete de
abogados y detectives?
—No lo he pensado pero, ahora que lo dices, me parece una idea
genial —puse los ojos en blanco.
—Mi amiga dice que en un par de días tendría los resultados
listos.
—Estoy tan nerviosa… Estoy completamente segura de que
Adrián sería súper feliz sabiendo que Héctor es su hermano.
Volví a casa manteniendo conversaciones conmigo misma, re-
pasando cómo les diría, de confirmarse mis sospechas, que eran
hermanos. Necesitaba que el tiempo pasase más deprisa,
necesitaba tener entre mis manos aquel sobre con la respuesta a
tantas preguntas que Adrián se había estado haciendo años atrás.
Metí la llave en la cerradura, dentro oía gritos, golpes y el corazón
se me subió a la garganta en milésimas de segundo. Cuando entré,
la escena que me encontré fue mil veces peor a la que yo había
estado imaginándome en mi cabeza antes de verla.
Cuando escuché a Héctor decirle a Adrián aquello sobre sus
padres supe que la guerra no había empezado realmente hasta
aquel momento y, cuando Adrián destrozó el bajo de Héctor contra
el suelo supe que aquella guerra venía cargada con toda la artillería
pesada y que no había miedo a usarla.
Les pedí que cesaran los golpes, les pedí por favor que dejasen
aquella pelea. No podía para de llorar, tenía miedo que un mal golpe
dejase a uno de los dos malherido.
—¡SOIS UNOS AUTÉNTICOS SINVERGÜENZAS!
¡DESAGRADECIDOS! ¡SOIS DOS PUTOS NIÑATOS! —les dije sin
parar de llorar cuando conseguí al fin separarlos.
—Jimena…
—No, Adrián, ¡NO QUIERO ESCUCHAROS A NINGUNO! De
buena gana os sacaba de aquí, ¡a los dos!
Ambos clavaron sus miradas en las punteras de sus respectivos
zapatos y yo pues me encargué de recoger con mis manos las
piezas más grandes que habían quedado del bajo de Héctor
intentando así tranquilizarme un poco. Ambos se limpiaban la
sangre de sus respectivas bocas con los reversos de sus manos…
Ellos habían estado dándose una paliza y yo intentando descubrir si
eran hermanos.
—¡Sois dos putos niñatos! ¿De qué mierda vais?
Miré el desorden que habían formado en el salón, dejé los trozos
que llevaba en las manos sobre la mesa baja del salón y me senté
en la escalera. Metí la cabeza entre mis manos, aquello me
desbordaba, ¿qué hubiera pasado si hubiera llegado una hora más
tarde? Se hubieran matado a golpes en el salón de mi casa.
Llevaban un mes viviendo conmigo y ya se habían agarrado a
puñetazos como dos niñatos. No podía parar de llorar, hacía mucho
tiempo que no sentía tanto miedo como sentí al verlos enzarzados,
eran dos hombres fuertes que no razonaban, no podían vivir bajo un
mismo techo y me era imposible no sentirme culpable de aquello,
los confundí, ambos creyeron tener capacidad de seguir, con aquel
juego a tres que nunca debimos empezar, pero habían demostrado
que no era así.
—Haced las maletas e iros de aquí.
Sentí un pellizco el pecho cuando aquellas palabras salieron de
mi boca desatando en mí una guerra entre mi cerebro y mi corazón,
entre la razón y lo visceral. Mi cerebro, por nuestro bien, me pedía
sacarlos de allí, de mi vida; mi corazón empezaba a ilusionarse con
Héctor y no quería perder de vista a Adrián porque sabía que era el
típico amigo que todos necesitamos tener. La razón me pedía estar
en calma, mi parte visceral vibraba cuando me rozaban.
—Por favor, Jimena… —se arrodilló Héctor a mis pies—. Por
favor, no me pidas eso.
Lloraba como un niño, lleno de miedo.
—Héctor, no quiero escucharte, he sido muy clara, haced las
maletas e iros de mi casa.
—No puedo irme, me pediste que me quedase en tu vida, no me
hagas esto, por favor —la herida del labio no paraba de sangrarle
manchándole la camiseta blanca que llevaba y las lágrimas no le
daban tregua a sus ojos para parar de llorar.
—Te pedí que te quedases para sumar, esta noche habéis
restado ambos.
—Por favor, Jimena —puso sus manos enlazadas delante de su
pecho—. Eres lo único que tengo en esta vida. Eres la única que me
ha abrazado fuerte consiguiendo así unir todas las partes que otros
rompieron. Eres lo que necesitaba aunque al principio creyese que
no. No me saques de tu vida, no me pidas que me vaya. El destino
nunca se equivoca.
Adrián pasó por mi lado subiendo los escalones para dirigirse a la
planta alta. Le agarré la pierna y se quedó parado aunque no volteó
la cara para mirarme.
—Adrián, tenemos que hablar —asintió y siguió subiendo.
Cuando nos quedamos solos Héctor y yo, me encaminé a la
cocina dejándolo allí arrodillado. Abrí el cajón donde guardaba los
medicamentos y cogí el bote de agua oxigenada y un par de
algodones y volví al salón donde Héctor se había sentado en la
escalera y tenía su cabeza entre sus manos.
Me arrodillé frente a él y saqué su cabeza de entre sus manos
obligándole a mirarme, estaba completamente roto, lloraba como un
niño, hipando incluso. Me destrozaba verlo así pero no podía pasar
por alto todo lo que en mi salón había pasado.
Mojé el algodón con un poco de agua oxigenada, le agarré de la
barbilla, le di pequeños golpecitos suaves con el algodón en las
heridas y le soplaba para evitar que le escociese mucho.
—Perdóname, Jimena —me dijo mirándome a los ojos—. No sé
cómo has conseguido hacer de mí lo que ahora soy.
—¿Un salvaje?
—No, alguien que es capaz de dejar a la luz sus sentimientos sin
importarle quién le vea llorar. Estuve demasiados años en aquel
apartamento encerrado, aislado del mundo, intentando borrar de mí
aquello que me habían hecho, no pensé que una chica volvería a
ilusionarme nunca, ni pensé volver a sonreír con una conversación
que tocase mi pasado, ni calcular a los centímetros que un cojín
está de otro, soy mejor persona pero me da miedo perderte, me da
miedo que mires a Adrián de la misma forma que me miras a mí,
porque yo no me considero realmente un caimán, que no llego ni a
lagartija, Jimena…
—Pero hace un mes y unos días que nos conocemos… No sé
cómo puedes hablar de esa forma en la que lo haces… Yo acabo de
salir de una relación en la que estuve muy enamorada y siento que
cualquier amor que dé jamás será tan fuerte como el que ya
entregué.
—Y más si el tipo es como yo, un capullo que no para de cagarla
porque, a fin de cuentas, es un inseguro de mierda…
—No sé cómo habéis llegado a golpearos… Me parece estar
soñando…
Escuché ruido en la planta alta y seguidamente unas ruedas de
una maleta se iban acercando a la escalera. Héctor se levantó para
darle paso a Adrián que arrastraba cabizbajo aquella maleta llena de
ilusiones y sueños con la que llegó a mi dúplex.
—¿Adónde vas, Adrián?
—No lo sé, pero me marcho. No te preocupes por mí, si quieres
hablar, llámame, yo sí contestaré a tus llamadas.
—Pero es tarde…
Definitivamente iba a volverlos locos…
Ahora iros…
Ahora quedaros…
Ahora con uno…
Ahora con otro…
Le seguí hasta la puerta de salida, dejó las llaves sobre el
zapatero y salió de casa. Encajé la puerta tras de mí y le paré
agarrándole del hombro.
—Adrián, teníamos que hablar.
—Llámame cuando quieras y hablamos, de lo de hoy, de lo de
días atrás, de lo que quieras, pero no puedo seguir aquí, he
intentado llevarme bien con Héctor pero ese siente más por ti de lo
que crees, e incluso más de lo que él cree. Y no me extraña, eres
tan jodidamente perfecta que es fácil sentir por ti…
Yo estaba viviendo todo aquello en tercera persona, como si
realmente nada de lo que estaba pasando a mi alrededor me
involucrase en algo. Era como ver una película en la que tres
actores interpretaban todo aquello que estaba aconteciendo en mi
dúplex.
—Si te vas te voy a echar mucho de menos… Ahora mismo no es
fácil encontrar algo para quedarte por la zona… Por favor, quédate.
—No te preocupes por mí —me dejó un beso en la mejilla—.
Podré apañármelas solo.
—Sin ti este dúplex con vistas al mar perderá parte de su
esencia, ¿eres consciente de ello?
Me abrazó fuerte y me embriagué de su olor. Me iba a costar no
desayunar con él, ni dejarle de vez en cuando aquellos besos de
soslayo que nos dejábamos en la boca. Sin Adrián todo iba a ser
muy distinto…
Mojé otro algodón con agua oxigenada, le agarré de la barbilla y
curé con delicadeza la herida de su labio. Tenía unos ojos increíbles,
la pureza era el ingrediente principal de aquel azul únicamente
comparable con el del mar.
—Ese Héctor es un bruto, me ha dejado hecho un cuadro…
—No creas que tú le has dejado mucho mejor…
—Dile que siento mucho lo de su bajo… Me arrepiento mu-
chísimo de habérselo roto —se le agolparon nuevamente las
lágrimas en los ojos.
—Pudimos ser un buen equipo pero os empeñasteis en hacerlo
complicado...
Sonrió de lado y se quejó de que la herida le tiraba con aquel
gesto.
—Empezó él, te juro que empezó él.
—Lo sé, por eso tú te vas en calma y él se queda lleno de miedos
y remordimientos.
Capítulo 39 Héctor
Estaba tan preciosa como siempre y es que, Jimena, era luz. Ella
era capaz de iluminar lo que quisiese; ¿Un día gris? Le daba color
solo dejando a la luz aquella enorme sonrisa que tan personal era.
¿Una noche sin estrellas? Ella las dibujaba con ese pincel que
escondían sus enormes ojos negros tras sus pupilas. ¿Una casa sin
luz? Ella la iluminaba con solo su presencia y no, no es fácil poseer
esa magia, es poca gente la que tiene ese don y, ¿sabes qué es lo
mejor de todo esto? Que en su gran mayoría, esa gente poseedora
de dicha magia, no son ni tan siquiera conscientes de poseerla
haciéndolas así más especiales aun.
No sabía qué estaba a punto de sucederme, intuía, por el brillo
que aquellos ojos de Jimena desprendían y por cómo sus manos
temblorosas me dieron aquel sobre, que tenía que ser algo bueno,
noticias lo suficientemente bonitas como para que sus ojos se
moviesen nerviosos por diferentes puntos de mi rostro. Reconozco
que a mí también me temblaba un poco el pulso mientras sacaba
aquellos papeles que Jimena me tendió y que tuve que sacar de un
sobre un poco maltratado.
Lo leí detenidamente intentando descifrar aquel contenido, intuí
que era algo relacionado a una prueba de ADN pero no tenía ni la
remota idea de a quién se referían aquellos datos de compatibilidad
con el increíble porcentaje de un 99’9%.
—¿Qué es esto, Jimena?
Tragó saliva, se sentó en el filo de la cama y palmeó sobre esta
para que yo tomase asiento justo a su lado. Me senté, se giró un
poco sentándose de lado y carraspeó, sus ojos se tornaron vidriosos
y la barbilla empezó a vibrarle, le apreté la rodilla.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Por qué tiemblas cómo lo
haces?
—No sé por dónde empezar.
—Se suele empezar por el principio…
Quizá, un poco absurdamente, por mi mente se paseó la
posibilidad de que Jimena estuviese embarazada y que aquello que
aquel sobre contenía no sería más que la prueba de paternidad que
demostrase que yo era el padre de la criatura…
—Está bien. El día que te conocí, juro que sentí como si ya
hubiese hablado contigo en otra ocasión, como si ya te hubiera
conocido antes, he tenido esa sensación otras veces con otras
personas y es por eso por lo que, al principio, no le presté mucha
atención a mi intuición. Cuando empecé a tener sospechas un poco
más solidas, y no basadas únicamente en intuiciones, de que a mi
alrededor se estaba dando algo que, a pesar de parecerme una
auténtica locura, algo en mí me decía que estaba en lo cierto y que
debía tirar de aquel hilo esperanzada en llegar a algún lado. Un día,
a escondidas de vosotros, tomé un par de vasos de los cuales
habíais estado bebiendo y los llevé a un laboratorio…
Empecé a respirar agitado, podía oír los latidos de mi corazón en
los oídos y en la garganta haciéndoseme imposible la tarea de
tragar mi propia saliva, las manos empezaron a temblarme y aquel
sobre que estuve agarrando con fuerza se me cayó quedando
aquellos papeles esparcidos a mis pies.
—Jimena… Estos resultados… ¿Héctor y yo?
Asintió, un nudo se alojó en mi garganta y tardó poco en
deshacerse derramándose a través de mis ojos en forma de llanto.
No sabía realmente por qué lloraba, posiblemente no era por un
único motivo, quizá mis ojos soltaron tanta carga pasada que cargué
demasiado tiempo solo, quizá lloraba de miedo por aquella verdad
que no sabía cómo afrontarla, quizá lloraba porque a lo mejor era un
sueño y tenía que despertarme en breve.
—Adrián, Héctor y tú sois hermanos.
—No puede ser.
—Esas pruebas no fallan, además, nacisteis el mismo día… Sois
hermanos, mellizos o gemelos…
Me costaba reaccionar a aquella información, demasiados años
buscando mis raíces y, ahora que las había encontrado, no era
capaz de sentir nada en concreto, era como si aquello no fuese
conmigo, como si aquello le estuviese pasando a otra persona y
sintiese incluso envidia porque yo no había corrido aquella suerte.
Lloré abrazado a ella, me apretaba fuerte, como si necesitase
darme toda la fuerza que, ahora que conocía parte de mi pasado,
iba a necesitar.
—¿Héctor lo sabe?
—No. Y no sé cómo va a reaccionar.
—De tantos tíos en el mundo y me tocó el hermano más chulo,
capullo y testarudo… —sonreí y ella lo hizo conmigo.
Me secó las lágrimas con sus pulgares.
—La familia, querido Adrián, no se elige —le temblaba la barbilla,
sus ojos también estaban derramados pero mantenía dibujada
aquella sonrisa.
¡Tenía un hermano, joder!
—No sé cómo voy a agradecerte esto Jimena... Has encontrado
mis raíces, necesito recuperar el tiempo perdido con Héctor, tengo
miles de preguntas que hacerle. Necesito hablar con él, ya. Asintió y
me apretó fuerte la rodilla. Aquello no era un sueño, aquel apretón lo
sentí.
Hice el trayecto en coche mirando aquel sobre que movía
nervioso entre mis manos. Jimena conducía porque yo no podía
concentrarme en otra cosa que no estuviera relacionada con aquella
nueva información que acaba de recibir y la que digerirla me estaba
constando a medida que los minutos iban pasando. El sobre con los
resultados estaba prácticamente destrozado de tantas vueltas que
estaba dándole, miraba a Jimena de reojo, estaría eternamente
agradecido a aquella chica, eso sí que lo tenía claro.
—Hemos llegado —echó el freno de mano y me apretó
seguidamente la rodilla—. ¿Estás preparado?
—No —sonreí de lado a la vez que me tocaba desesperado el
pelo.
—Todo va a ir bien…
Crucé los dedos mentalmente, le suplicaba a Héctor que no me lo
pusiese difícil, necesitaba ver en él la misma ilusión que tenía yo
tras descubrir que él era mi hermano. Había llegado el momento.
Bajé del coche de Jimena y caminamos los pocos metros que el
aparcamiento se distanciaba de aquel dúplex en el que, sin saberlo,
estuve compartiendo techo y suelo con mi hermano, con parte de
aquellas raíces que tanto busqué y que tanto miedo, la vez, me
producía encontrar.
Jimena introdujo la llave, abrió y pasamos al interior.
—¿Héctor?
—Voy —dijo desde el baño.
Jimena me agarró de la cintura y me apretó ejerciendo la fuerza
necesaria para sentir que no estaba solo, me lanzaba esas miradas
de complicidad en las que me sentía cómodo dentro de aquella
maraña de caos mental que tenía.
—¿Qué hace este aquí?
Lo tenía frente a frente y sentía que había dejado de verlo como
antes. Héctor estaba enfadado, mi presencia le incomodaba, no
tuvimos una buena despedida y, aunque me hizo muchísimo daño
con sus palabras, no conseguía borrarme de mí aquella estampa de
su bajo completamente destrozado en el suelo de aquel salón.
—Héctor, tenemos que hablar.
—No tengo nada que hablar contigo.
—Entiendo que estés dolido pero esto que tengo que decirte es
muy importante.
—Mándame un WhatsApp e intentaré darle prioridad entre los
que reciba, no me apetece verte, no me apetece compartir
absolutamente nada contigo, tú y yo no tenemos nada que nos una,
tú por tu lado y yo por el mío.
Jimena me apretó la cintura.
—Héctor —intercedió Jimena—, deberías oír lo que Adrián quiere
decirte…
—No quiero hablar con él.
Bufé.
—Toma —le tendí el sobre—. Léelo.
Se carcajeó dejando nuevamente aquella chulería a la luz.
—No, gracias. Tengo cosas más importantes que hacer.
Caminó hasta la cocina ignorándonos por completo. Jimena se
adelantó, le agarró del brazo y le obligó a parar.
—¡Héctor, ya!
—¿Cómo dices?
—Que pares ya. Adrián tiene algo muy importante que decirte y
créeme que también será importante para ti.
—¿Viniendo de él? Me extraña.
—¡HÉCTOR! —alzó la voz—. ¡YA ESTÁ BIEN! ¡NO ERES UN
NIÑO, DEJA DE ACTUAR COMO TAL!
No dijo nada, la miraba a los ojos de una forma preciosa dejando
a la luz aquel buen tío que vivía en él.
—Dame el sobre —me tendió el brazo alargándolo sin moverse
del sitio y sin dirigir su mirada hacia mí.
Cogió el sobre, lo abrió y leyó el papel del interior.
—¿Qué es esto?
Intentaba buscar en los ojos de Jimena la respuesta a su
pregunta, temblaba como un niño temeroso.
—Adrián —me dio paso Jimena para que fuera yo quien le
explicase a Héctor aquello.
Se retiró a un lado de la cocina y me acerqué a Héctor que
nervioso esperaba una aclaración a aquello que había visto en
aquellos papeles que sostenía entre sus manos temblorosas.
Capítulo 46 Héctor
Sabía que no había sido fácil cuando les vi las caras al llegar a
casa. Nos sentamos en el sofá y serví el chocolate caliente, que
había preparado cuando Héctor me informó que estaban de camino,
y las galletas caseras con pasas que cociné durante la mañana para
matar así un poco los nervios que no paraban de correrme por todo
el interior de mi cuerpo.
Me parecía mentira verlos sentados juntos en el sofá, hombro con
hombro con aquellas miradas cómplices que yo no alcanzaba a
descifrar y que ellos entendían como si jamás hubieran estado
separados.
—Héctor me contó por teléfono que estarás solo unos días más
en Almería y que tendrás que volver a Sevilla… —rompí aquel
silencio como siempre solía hacer.
—Así es, Jimena… La verdad que me da pena dejaros aquí e
irme…
—A mí también me da pena, espero que podamos vernos pronto.
—Para vuestra boda estaré aquí, por nada del mundo me la
perdería —sonreí.
—¿Serías el padrino? —preguntó Héctor dejando a Adrián
sorprendido.
—Si la novia quiere que sea yo quién la acompañe al altar, lo
haré encantado.
—La novia también estaría encantada de que fueras tú quien la
conduzca, de tu brazo, al altar —le respondí.
—Pues entonces, ¡habemus padrino! —sentenció Héctor.
Llevábamos casi un año conociéndonos, aquel dúplex con vistas
al mar se había convertido en nuestro hogar, en nuestro nidito de
amor, el testigo de nuestras risas, de nuestros enfados de corta
duración y de nuestra pasión desatada en cualquiera de sus
estancias. Lo disfrutábamos al máximo, en aquella casa ya no se
medían al milímetro la postura de los cojines, alguna que otra vez
me fui a la cama sin poner el lavavajillas porque preferimos hacer el
amor y, en mi bolso, dejó de ir aquella agenda que siempre me
acompañó y que tan planificados tenía todos mis movimientos (he
de reconocer que la eché mucho de menos durante la planificación
de aquella boda que estaba siendo una auténtica locura). No
desaparecieron por completo todas mis manías, eso no sería
creíble, reconozco que aún seguía ordenando el zapatero por
colores, que en la clínica no podía ver fuera de lugar nada y que a
Lorena le seguía llevando por la calle de la amargura cuando le
pedía que si, al pasar la fregona movía las cosas, luego volviera a
ponerlas donde tenían que estar (milimétricamente, eso sí).
Héctor vino a recogerme a la clínica. Lorena lo miró
descaradamente guiñándome el ojo cuando entró por la puerta. Mi
futuro marido estaba increíblemente guapo, no perdía aquel punto
macarrilla que tanto lo caracterizaba y tenía que reconocer que me
encantaba. Llevaba un pantalón vaquero con una de las rodillas al
descubierto y una camiseta básica negra con el cuello en V que se
le ajustaba al cuerpo y a los brazos de vicio. Llevaba el tupé
perfectamente peinado y una barba de un par de días que le hacía
desaparecer aquella cara de niño que tenía sin ella. Mi futuro marido
era un auténtico espectáculo, Héctor despertaba morbo, era ese tipo
de persona que miras y sientes que tiene ese algo que te despierta
cosas sucias en la mente.
—¡Felicidades, Héctor! —le dijo Lorena.
Se dieron un par de besos y Héctor le agradeció la felicitación.
Aquel fin de semana viajaríamos a Sevilla para que Héctor y Adrián
pasasen su primer cumpleaños juntos. Era una fecha tan especial
para ellos que por nada del mundo podíamos verla como un día más
en el calendario.
—Te veré el lunes, Lorena —le dije al cerrar la persiana metálica
de la clínica—. ¿Estás segura de que no quieres acompañarnos?
—Sí —sonrió.
Estaba completamente segura de que a mi amiga le hubiera
encantado acompañarnos, pero no quería ver a Adrián. Estaba
segura de que le gustaba más de lo que decía porque, cuando salía
su nombre en alguna de nuestras conversaciones, a ella se le
iluminaban los ojos…
—¿No vas a preguntarle eso que hablamos anoche? —le dije a
Héctor.
—¿A mí? —preguntó Lorena.
—Quería proponerte algo —le dijo Héctor sonriendo y
descolocando así a mi amiga.
—Claro, ¡dime!
Héctor le agarró una mano y ella mantuvo aquella enorme sonrisa
que era tan suya.
—¿Quieres ser la madrina de nuestra boda?
Vale, podrás pensar que era una encerrona (un poco sí que lo
era), no es que quisiéramos hacer de celestinos entre ella y Adrián
pero es que me apetecía mucho que mi mejor amiga estuviese a mi
lado el día de mi boda.
—¡Claro!
Aplaudió emocionada dando pequeños saltitos.
—Sabía que dirías que sí —le dije—. Te gusta demasiado estar
en el cogollo de todas las fiestas como para negarte a esto…
—¡Cómo lo sabes!
Nos dimos un abrazo enorme y, por supuesto, que ella no
conocía la identidad del padrino de mi boda, eso lo descubriría el
mismo día…
Cuando llegamos a Sevilla, Adrián nos recibió en el gran jardín
semiasfaltado del gran caserón de sus padres.
—¡Felicidades, hermano! —se felicitaron mutuamente.
Hacía más de tres meses que no se veían y, aunque se llamaban
todos los días por teléfono, no era lo mismo. Se fundieron en un
abrazo y se me puso el vello de todo el cuerpo en pie, era
demasiado bonito verlos así…
Entramos en la casa y los padres de Adrián abrazaron a Héctor
como si fuese hijo suyo, estaba segura de que Héctor veía en los
padres de Adrián a parte de aquellos que, por desgracia, le tocó
perder demasiado pronto.
—¡Feliz cumpleaños, hijo! —le dijo la mamá de Adrián
abrazándolo fuerte.
Sabía que aquel día quedaría grabado en nuestras cabezas
mientras que, la vida, nos permitiese recordarlo.
A aquella mesa no le faltaba ningún detalle. Aquel mantel blanco,
aquellos cubiertos que nada tenían que ver con los que usábamos
Héctor y yo en el dúplex y aquellos jarrones con flores recién
cortadas que coronaban la mesa, era todo precioso, todo cuidado al
milímetro (como a mí me gustaban las cosas) y en lo que la madre
de Adrián pasó toda la mañana. Estaba emocionada, impaciente,
nerviosa, así estábamos todos y es que, como escribí
anteriormente, aquel día nadie podía verlo como un día más en el
calendario.
La cena se desarrolló ágilmente, apenas habían invitados y, a
pesar de ser una celebración muy íntima, se respiraron muchísimas
vibraciones y buenos deseos por parte de aquellos pocos que nos
acompañaban aquella noche. Tenía que reconocer que el momento
más emocionante fue cuando los dos se pusieron frente a la tarta.
Héctor y Adrián se colocaron por detrás de aquella enorme mesa,
frente a ellos tenían una enorme tarta de yema tostada y nata con el
nombre de ambos escrito con chocolate. Los dos se miraban y
sonreían y bromeaban dándose golpes con sus hombros, debían
creer que aquello no estaba pasando y que, en breve, despertarían
para ir a clases, cada uno en su ciudad, en su hogar, en su mundo
por separado.
Cantamos el cumpleaños feliz usando toda la voz que podíamos
sacar de nuestras gargantas, las lágrimas se nos agolpaban en los
ojos a todos los allí presentes y, desde aquel cumpleaños, no volví a
ir a ninguno más bonito y más emotivo.
Soplaron juntos las velas, señalaron al cielo con el dedo índice de
sus manos derechas para dedicárselo a sus padres y después
chocaron ambos puños emocionados, habían conseguido estar
juntos treinta y cinco años más tarde.
—Tengo un regalo para ti —le dijo Adrián.
—Y yo otro para ti.
Adrián se marchó y, cuando volvió con una gran caja rectangular
envuelta en papel de regalo negro brillante, Héctor sonrió nervioso.
—Todo tuyo.
Rasgó el papel que envolvía la caja y la abrió. Miró dentro antes
de sacarlo y se tapó emocionado los ojos. De nuevo, a mí, que los
observaba desde unos metros y un poco camuflada entre los
invitados, se me alojó un nudo en la garganta al ver la emoción tan
inmensa que aquel regalo despertó en Héctor.
—No tenías por qué comprarme esto…
—Después de lo que hice… es lo mínimo que podía hacer…
Sacó un bajo precioso blanco con la silueta del perfil de un
caimán plateado, Héctor lo acarició casi del mismo modo que me
acariciaba a mí y, bajo en mano, se abrazaron.
—Este es mucho mejor que el que tenía.
—No mereces menos, caimán —le guiñó el ojo.
—Jimena, ¿me traes eso? —asentí y fui al coche.
Saqué la caja de cartón forrada en papel de regalo rojo, que yo
misma había envuelto, y caminé con ella hasta el patio trasero
iluminado por decenas de farolas donde estaba celebrándose el
cumpleaños.
Adrián abrió nervioso la caja, le temblaban las manos
dificultándole la tarea de abrirla y alargando un momento que podía
haber durado apenas unos segundos. Cuando lo consiguió y
destapó aquella caja, bajo la mirada curiosa de todos los allí
presentes, y vio el contenido de esta, se echó a llorar como un niño
pequeño. Se tiró a los brazos de Héctor y se abrazaron ahogando
en el hombro de su hermano todas las lágrimas que salían sin
consuelo de sus maravillosos ojos azules.
—Gracias, Héctor… No has podido regalarme nada mejor —le
dijo cuando consiguió menguar su llanto y poder sacar aquellas
palabras de él.
Sacó un vestido azul de aquella caja y se lo llevó directamente a
la nariz, esnifó el olor de aquella tela y la abrazó con fuerza durante
unos minutos que nadie quiso interrumpir.
Capítulo 60 Héctor
—Me debes una cena —le dije a Héctor cuando los vimos irse
corriendo agarrados de la mano.
Sabía que aquello pasaría, Héctor no confiaba en que Adrián se
lanzase a besar a mi mejor amiga, yo, en cambio, sabía que él no la
dejaría escapar, Adrián es un tipo listo y sabía que, una mujer como
Lorena, no se encuentra todos los días.
Me apoyé en aquel pequeño muro en el que Adrián había estado
apoyado y me deleité con el maravilloso espectáculo que aquellas
vistas me dejaban. Héctor me abrazó por detrás pegándose a mí y
poniendo su boca tan cerca de mi oído que podía oír su respiración.
—Héctor.
—Dime, Jimena.
—Te amo.
Giré mi cara y le vi sonreír. Me dejó un beso corto en los labios y,
como si de algo planificado se tratase, unos fuegos artificiales
pintaron el cielo.
Estábamos agotados, reconozco que no dormí durante la noche
debido a los nervios, tenía miedo de que algo saliese mal (jajaja).
Estábamos despidiéndonos de algunos invitados cuando los vimos
volver del aparcamiento riéndose, despeinados, con la ropa
descolocada y Lorena con el pintalabios completamente removido.
Fui feliz. Ambos eran únicos, especiales, si decidían hacer de
aquello algo sólido, serían la pareja perfecta, esa que despierta la
envidia del resto del mundo. Mi amiga se merecía ser feliz, enterrar
aquellas inseguridades que Guille sembró en ella y olvidarse, por
completo, de regarlas. Ojalá la viera toda la vida despeinada, ojalá
la viera siempre con el labial corrido y la máscara de pestañas
formando ríos sobre sus mejillas pero por la risa, por esa risa que te
derrama los ojos y te hace daño en las mandíbulas.
Entré en el dúplex en los brazos de mi marido, realmente no
habíamos tenido una boda corriente, ninguno de los dos firmamos
ningún papel, Adrián ofició aquella boda que ilusionados
planificamos y es que todo fue tan especial como cómo se creó
nuestra relación.
Subió hasta nuestro dormitorio conmigo en brazos. Bromeando
me dejó en el suelo, me volteé y me aparté el pelo haciéndole ver
que quería que me desabotonase el vestido. Me deshizo de él
desabrochando uno a uno los más de treinta botones que
decoraban mi espalda. Cuando el vestido cayó al suelo, besó mis
hombros subiendo por mi cuello hasta llegar a mi oreja. Me giró y
me subió a su cintura dejó sobre la cama colocándose encima de mí
seguidamente.
—Nos hemos casado, Jimena —se carcajeó.
—Aún estás a tiempo de arrepentirte —le dije—. El lunes, cuando
vayamos al juzgado a hacer legal este paripé, sí que podré decir
que alguien me volvió tan jodidamente loca que me até a él para
toda la vida.
—Y yo podré decir que nunca debes decir nunca.
Sonriendo unimos nuestros labios y seguidamente nuestras
bocas. Hicimos el amor en aquella cama que tiempo atrás fue mía y
que llevaba algunos meses siendo nuestra.
—Te amo, Jimena —aún jadeando por el reciente orgasmo—. Te
amo como jamás pensé que podría amar a alguien. No sé cómo voy
a pagarte todo lo que has dado.
—Cántame al oído hasta quedarme dormida y prométeme que
seremos así toda la vida.
—Te lo prometo.
Me susurró nuestra canción al oído hasta quedarme dormida.
Me enamoré del chico menos pensado, con el que no tenía
absolutamente nada en común, me emborró los planes
perfectamente orquestados de mi agenda y me hizo ver que así la
vida molaba.
Me volteé en la cama y solo alcancé a abrazarme a una
almohada que olía a él. Bostecé y me froté los ojos, me estiracé
levantando los brazos sobre mi cabeza y sonreí por inercia. Por la
ventana entraba luz natural, la brisa movía el visillo blanco de mi
gran balcón y el sonido de las olas rompiendo en la orilla me hacía
sentir afortunada.
Puse sobre mi piel mi bata blanca de raso y bajé a la cocina. —
Buenos días, esposo —le abracé por la espalda y apoyé mi cara
sobre su piel bronceada, ¡qué bien olía!—. Has sido muy
madrugador, ¿no?
—Tengo un plan para hoy, bueno, es un planazo.
—Soy toda oídos.
Se volteó y me subió a sus caderas de un solo movimiento para,
seguidamente, dejarme sentada en la encimera sin apenas
esfuerzo.
—Vamos a pasar el día en la playa, sé que es un plan simple,
básico y que has hecho en millones de ocasiones, pero pasar el día
contigo ya me parece un planazo.
—No puedo estar más de acuerdo contigo.
En la playa no había prácticamente nadie; un par de chicas
leyendo un libro aún con la sombrilla recogida, una pareja de
adolescentes haciéndose arrumacos en una toalla diminuta, y
sobrándoles aún tela, y algunas personas paseando por la orilla
mojándose el bajo de sus ropas.
Héctor clavó la sombrilla en la arena dejándome hipnotizada con
los músculos de sus brazos que salían más a la luz con aquel
esfuerzo, sonreía de saberme mirándole y me encantaba. Tiré mi
enorme toalla redonda con diseño mandala sobre la arena y me
senté sobre ella mirando el horizonte azul que tenía ante mí, respiré
llenándome los pulmones al completo con aquel aire limpio.
—Listo —palmeó sus manos para retirar la arena de estas.
Se sentó a mi lado y puso su mano sobre mi rodilla, aquel anillo
en su dedo anular idéntico al mío me parecía increíble. Le miré y
sonreí.
—Me podría quedar así toda la vida —le dije.
Me miró y sonrió mostrando aquellos hoyuelos que tanto me
gustaban.
—Al final van a tener razón y el agua del mar sí que sana…
Jimena