El Protector - Marliss Melton PDF

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1º Edición Marzo 2020

©Marliss Melton
El protector
Título original: The protector
©2020 EDITORIAL GRUPO ROMANCE
© Editora: Teresa Cabañas
[email protected]

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, algunos lugares y situaciones son producto de la imaginación de
la autora, y cualquier parecido con personas, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin
autorización escrita del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o
procedimiento, así como su alquiler o préstamo público.
Gracias por comprar este ebook.
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Agradecimientos
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Dedicatoria

Esta historia está dedicada al difunto novelista Vince Flynn, quien dejó este mundo de forma
prematura –cuando teníamos la misma edad-. Las historias de Vince proporcionaron a muchos un
entretenimiento fascinante, yo incluida. Nunca supo lo profundamente que su trabajo me inspiró, y
nunca tuve la oportunidad de darle las gracias. Si este mensaje llega hasta el cielo, entonces, al fin
lo sabrá.
Prólogo

Eryn McClellan, la única profesora de inglés como segundo idioma en la escuela Edmund Burke
de Washington, D.C., cerró su maletín con decisión. Tras el brusco gesto, el afgano que se había
matriculado a mediados de año, levantó la vista de las frases que estaba escribiendo.
—¿Se va? —preguntó Itzak Dharker, nervioso por su marcha.
—Lo siento, cariño, pero necesito ir a casa y pasear a mi perro —respondió Eryn—. Además,
estoy segura de que tus padres se preguntan dónde estás. —Al menos, ella esperaba que ese fuera
el caso.
Itzak agachó la cabeza y frunció el ceño. Tal vez a sus padres no les importaba, consideró
Eryn, con una punzada de preocupación.
Itzak agarró su lápiz con fuerza y se concentró en su hoja de trabajo sobre el acuerdo entre el
sujeto-verbo. Segundos después, aún no se había movido.
Eryn apretó los labios. Estaba claro que algo personal le impedía a Itzak desear volver a casa.
Se debatió en preguntarle la causa, pero no estaba segura de querer involucrarse; después de todo,
el muchacho tenía dieciocho años y era prácticamente un adulto.
Para su alivio, él abrió su carpeta y guardó con cuidado las páginas en las que había estado
trabajando. Eryn cogió su bolso y su maletín y fue hacia la puerta para esperarle. Por fin, Itzak
separó su cuerpo delgado del escritorio, se puso en pie y se colgó la mochila sobre un hombro.
Cuando salió corriendo, evitó mirarla.
Si él no quería hablar de lo que le molestaba, estaba en su derecho. Eryn cerró el aula,
pensativa. Al darse la vuelta, le sorprendió encontrarlo a solo unos centímetros de distancia.
—Señorita McClellan…
Su torturada expresión la llenó de inquietud.
—¿Sí, Itzak?
—¿Puede abrir la biblioteca para mí? He olvidado allí mi libro de matemáticas. Saldremos
por la puerta trasera, ¿de acuerdo?
Ella buscó en su mirada desesperada. ¿Qué estaba tramando, al pensar que podría llevarla al
callejón trasero lleno de basura?
—Lo siento, cariño, pero no tengo la llave de la biblioteca —le dijo con firmeza.
Sus palabras provocaron una mueca. Un cosquilleo atravesó la columna vertebral de Eryn.
Necesitaba manejar a este niño con guantes de seda, sin olvidarse de la cultura masculina de la
que provenía.
De repente, él se acercó un paso más, haciendo que su pulso se acelerara.
—Te mantendré a salvo —le gruñó con repentina urgencia.
«De acuerdo», pensó Eryn. Cuando era joven, su padre le había explicado que esa especie de
hormigueo que había sentido se debía a su sentido arácnido, y que era mejor que lo escuchara.
—Se está haciendo tarde, Itzak —respondió ella, recordando el consejo de su padre.
Se dirigió a las escaleras fingiendo que esa conversación no había ocurrido. Mientras buscaba
en el bolso su teléfono móvil, casi se estrelló contra Itzak cuando él corrió hacia ella, abriendo la
puerta del hueco de la escalera.
La oscura y desierta escalera.
Nunca debió quedarse después de clase hasta tan tarde con un estudiante masculino. Agarró el
teléfono y entró por la puerta a regañadientes.
—¿A quién llamas? —preguntó él, persiguiéndola por las escaleras hacia la planta baja. La
puerta se cerró tras ellos con un ruido sordo.
—A un amigo —le respondió, a la vez que marcaba el número tan rápido como era capaz.
En la fresca escalera, podía sentir el calor corporal de Itzak, que la seguía de cerca. Con el
teléfono en la oreja, no oyó nada más que silencio. Echó un vistazo a la pantalla y comprobó con
decepción que no había cobertura.
—¿Quién es ese amigo? —La voz de Itzak resonó en las paredes de los bloques de cemento.
—Solo un amigo —contestó Eryn, girando en el rellano.
Si él la tocaba, tenía dos opciones: correr o pelear. Con la falda y los tacones que había
elegido esa mañana, lo más probable es que se rompiera el cuello antes de que lograra escaparse.
—¿Tienes novio?
Dios, si hubiera sabido que estaba enamorado de ella, nunca se habría quedado a solas con él.
—No —le respondió, bajando apresurada los últimos escalones.
Ya casi era libre. Eryn abrió la puerta y se encontró en medio del bullicio de una céntrica calle
de Washington, D.C. Una ráfaga de aire frío de marzo disipó sus temores, pero no del todo. Su
sentido arácnido aún estaba presente, y sus músculos se flexionaron con el instinto de distanciarse.
—Adiós, Itzak —se despidió, y giró a la derecha hacia la parada del metro Van Ness.
Esperaba que él se dirigiera al otro lado, ya que vivía más abajo, en la avenida Connecticut, no
lejos del zoológico.
Sin mirar hacia atrás, caminó enérgicamente por la acera y volvió a marcar el número de su
jefe de departamento.
—Cindy, llámame —dijo al contestador—. Necesito hablar contigo. Es urgente.
Al guardar su teléfono, detectó pisadas detrás de ella. Al volverse, vio que Itzak le pisaba los
talones, justo a su izquierda, sin dejar de mirar a sus espaldas con gesto asustado.
«Oh, ayuda». Eryn intentó hacer contacto visual con los peatones que se agolpaban a su
alrededor, pero estaban demasiado ocupados en su viaje nocturno como para darse cuenta de su
difícil situación. Dependía de ella sola poner fin al problema.
—Escucha, Itzak... —Se detuvo con brusquedad. Para su asombro, él la interrumpió al
agarrarla por la muñeca.
—Por aquí —siseó el chico. Incluso con tantos ojos puestos en ellos, se las arregló para
arrastrarla hacia una hilera de tiendas.
—Itzak, no puedes hacer esto —le advirtió, pero ni siquiera la miró. Tenía su atención en el
taxi negro que giraba hacia la avenida Connecticut desde el cruce cercano.
Eryn también miró al taxi. Cuando Itzak murmuró unas palabras en dari, la inundó un siniestro
presagio.
Cuando él aumentó la presión, luchó frenética para liberarse. Sabía que podía meterla en ese
taxi sin que un alma los detuviese.
Su maletín se cayó a la acera, pero Itzak no se dio cuenta, atento a la ventanilla que acababa de
bajarse. En el oscuro interior del vehículo, Eryn pudo ver a un hombre con gafas, que parecía
originario de Oriente Medio, el cual llamó a Itzak con una nota de autoridad.
—¡No! —protestó, horrorizada al confirmar sus sospechas.
Sin embargo, Itzak la apartó detrás de él, y se negó con un grito. De repente, ella entendió lo
que le había dicho hacía unos minutos: «Te mantendré a salvo».
¿A salvo de quién?
Eryn echó otro vistazo al conductor. Este se limitó a apuntar a Itzak con el índice en un gesto de
advertencia. Después, se alejó a toda prisa.
Itzak aflojó su agarre y ella lo empujó con fuerza.
—Itzak —lo regañó—. ¿En qué estás metido?
No le contestó, se quedó allí parado con la respiración entrecortada, mirando cómo
desaparecía el taxi.
—Escucha, no puedes ir por ahí secuestrando mujeres —agregó, tratando de llamar su
atención. —¡No puedes hacerlo!
Su asustada mirada se giró abrupta hacia ella.
—Debes huir —susurró—. Mi hermosa profesora, debes escapar. No se detendrá hasta que te
corte la cabeza —añadió, sacudiéndola un poco.
Eryn lo oyó hablar, pero no lo escuchó.
—Vale, cálmate, Itzak. Ese tipo de cosas no pasan en Estados Unidos. Iremos a la policía y les
diremos todo lo que sabes. Encontrarán a ese hombre y lo arrestarán...
—¡No! —bramó, pálido—. Lo siento —dijo con la voz quebrada. Después echó a correr en
dirección a su casa.
Eryn miró su mochila subir y bajar hasta que lo perdió de vista. Observó preocupada el denso
tráfico, en busca de cualquier señal del taxi negro, y encontró dos. Uno de ellos venía por la calle
opuesta. Decidió entonces ponerse en marcha detrás de la multitud, que pasó a su lado rugiendo
como una marea.
Todo parecía como siempre. La gente corría hacia la entrada de la estación de metro, chocando
con ella mientras intentaba salvar su maletín, que estaba siendo pisoteado. Tal vez se había
imaginado que casi había sido secuestrada.
Pero la advertencia de Itzak se repitió una y otra vez en su cabeza, alterándole el pulso. «Mi
hermosa profesora, debes huir. No se detendrá hasta cortarte la cabeza».
La advertencia tenía un tono claramente yihadista. La gente no andaba por ahí cortando cabezas
en Estados Unidos, pero ella era la hija del principal comandante de Estados Unidos en
Afganistán. Un par de afganos vinculados a la insurgencia podrían tener un motivo real para
secuestrarla.
Probablemente, habían planeado cogerla en el callejón de la salida trasera de la escuela. ¿O
había querido Itzak tomar esa ruta para evitar ser visto por el taxista?
Dios mío, si ese hombre sabía dónde trabajaba, ¿cómo podía estar segura de que no sabía
también dónde vivía?
Al imaginar el taxi al acecho, se estremeció.
No se atrevía a irse a casa, no sin pedir ayuda antes. Una llamada a Kabul, Afganistán, en esa
franja horaria iba a costarle un riñón, pero su padre sabría exactamente qué hacer. El general
McClellan haría todo lo que estuviera en su mano para proteger a su única hija.
Capítulo 1

Isaac Thackeray Calhoun clavó la cabeza de su hacha en el tronco que estaba partiendo y fue a
silenciar su reloj. Este, conectado al sistema de seguridad que monitoreaba sus sesenta y tres
acres, le alertó de que alguien había invadido su propiedad.
Ike colocó una mano junto a su oído. Sobre el grito de un halcón de cola roja y el susurro de
una brisa primaveral, pudo oír el sonido de un vehículo que se abría paso por su montaña. ¿Quién
demonios sería? Rara vez recibía visitas.
Abandonando la pila de troncos, se dirigió al imponente roble y ascendió doce peldaños de
listones hasta una plataforma que ofrecía una vista aérea de Overlook Mountain y Jollet's Hollow.
La nube de polvo que se elevaba por encima de las copas de los árboles, confirmó que el
intruso se acercaba rápidamente, en lo que sonaba como una camioneta de ocho cilindros sobre el
empinado camino de grava.
Cuatro años en Afganistán habían condicionado a Ike a esperar lo peor. Se deslizó con rapidez
por la cuerda gruesa que usaba para entrenarse y se dirigió hacia su vieja cabaña de madera, a
veinte metros de distancia, donde guardaba un arsenal de armas, todas a buen seguro y cargadas.
Recuperó su Python.357 Magnum y volvió afuera, pisando el lecho de calabazas de invierno
que crecían a un lado de la construcción. Bajó la visera de su gorra de béisbol, y trató de ocultar
entre las sombras su silueta de un metro y noventa centímetros.
En cuestión de segundos, una camioneta Ford negra con matrícula de Pensilvania se detuvo en
el patio delantero de Ike. Tan brillante como un penique nuevo bajo la capa de polvo de la
carretera, el vehículo bien cuidado hablaba mucho del hombre que lo conducía.
Ike pudo distinguir los hombros anchos y las gafas de sol oscuras a través de los cristales
polarizados. El intruso se parecía a cualquiera de los tipos de los servicios de emergencia que
habían completado el curso de supervivencia y seguridad de Ike. Excepto que la sesión de
primavera acababa de terminar, y no le esperaban más aspirantes hasta julio.
Si no se trataba de asuntos de negocios, ya que estaba seguro que no eran de placer, aquello
solo podía significar problemas.
El motor se apagó y Ike se puso tenso al abrirse la puerta del conductor. Surgieron un par de
botas de vaquero, seguidas de jeans, una camisa de cuadros y gafas de sol de aviador. El recién
llegado era delgado y rubio, con el pelo peinado hacia arriba en un tupé. Después de cerrar la
puerta de la camioneta, atravesó el patio cubierto de hierba, sin dejar de observar a su alrededor.
Había algo familiar en la forma en que se movía el hombre, una confianza en sus pasos, que llevó
a Ike a mirarlo más de cerca a medida que se dirigía al porche. Al verlo, el intruso palpó el
revólver que llevaba a su espalda.
—Déjalo —ladró Ike, apuntándolo sobre la barandilla.
El hombre se quedó helado y puso las manos en alto.
—¡Maldita sea, teniente, no me dispare! ¡Soy yo, Cougar Johnson!
Ike dudó ante la exasperada presentación. Ese no se parecía mucho al veinteañero que había
formado parte de su equipo el año anterior. Pero Afganistán tenía la capacidad de envejecer a un
hombre.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Ike. Se había desconectado de todo para dejar atrás
el pasado.
—¿Qué tal si bajas el arma y luego hablamos? —Cougar mantuvo sus ojos en el Python.
—¿Qué tal si vuelves a subirte a tu camioneta y te largas de mi montaña? —Ike contraatacó,
solo que él sabía que Cougar no lo haría. El chico nunca aprendió cuándo parar.
Como ya esperaba, Cougar se quitó las gafas de sol e insistió.
—Me ha costado mucho encontrarte —acusó.
Demonios, si hubiera querido que lo encontrasen, se habría inscrito en la maldita guía
telefónica.
Sin obtener respuesta, Cougar siguió mirando a su alrededor.
—Así que aquí es donde te retiraste, ¿eh? No está mal. —Para irritación de Ike, arrastró una
silla del porche y se sentó—. Me preguntaba dónde te habías escondido después de irte.
La culpa surgió de pronto, ardiente y cruda después de todos estos meses.
Sin dejarse intimidar por su silencio, el chico continuó con su conversación unilateral.
—Entonces, supongo que oíste que Spellman pisó una mina — dijo, con un brillo duro en sus
ojos marrones.
Ike no se había enterado. Hizo todo lo que estaba en su poder para evitar recibir noticias de
fuera.
—Se las arreglaron para salvarlo —agregó Cougar con voz ronca—. Pero perdió el brazo
izquierdo y ambas piernas. Una maldita vergüenza, ¿sabes?
Spellman había sido el observador de Ike, el hombre más cauteloso que jamás había conocido,
no era del tipo que se atreve a poner los pies en el suelo por descuido.
La cara de Johnson se contrajo por el desprecio, tal y como Ike esperaba.
—Creo que nunca superó lo que pasó —agregó el chico, lo bastante imprudente como para
recordar el pasado—. Después de que te marcharas, no pudo evitar culparse de lo sucedido. Creía
que debió actuar de otra forma. —Cougar le miró fijamente, esperando una reacción.
Ike se mostró impasible. Había aprendido a no ser nada, a no necesitar nada, a no sentir nada.
Era la única manera que le permitía vivir consigo mismo, en su agotador día tras día.
—¿Por qué estás aquí? —Su tono habría hecho que cualquier otro hombre corriera para salvar
su vida.
Pero no a Cougar. El chico parecía querer saltar del porche y darle una paliza. Ike consideraba
la posibilidad de dejar que lo intentara, cuando Cougar habló en voz baja, cortándole la
respiración.
—McClellan te necesita.
Ike se ahogó con su propia saliva. Con tres simples palabras, Cougar había roto su aislamiento
autoimpuesto.
El comandante de la ISAF, la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, había sido
para él como un padre, más que el verdadero. Puede que fuese el líder de todos los soldados de la
coalición en Afganistán, pero, para Ike, era un confidente que entendía lo que era ser un verdugo,
elogiado por quitar vidas humanas.
Stanley, como había insistido en que Ike lo llamara cuando solo estaban ellos dos, también
había sido francotirador con los marines dos décadas antes. Habían compartido muchas noches en
la cantina de Kabul exponiendo sus pecados, concediendo clemencia, de un asesino a otro. Stanley
había confiado en Ike para mantener vivos a sus compañeros de equipo. Ike nunca olvidaría su
mirada cuando regresó de la misión con cuatro bolsas para cadáveres.
—McClellan me pidió que te dijera que se lo debes —declaró Cougar.
Aquellas palabras garantizaban que Isaac Calhoun saldría de su preciosa montaña. No podía
decepcionar a Stanley nunca más.
Ike bajó el arma y rugió un gruñido de derrota. Haría todo lo que el comandante le pedía. Sí, lo
haría. Pero luego volvería y le dispararía al próximo cabrón que intentase sacarlo de aquí.

—Regresaré para el almuerzo.


La voz del agente especial del FBI, Jackson Maddox, le recordó a Eryn un tambor de acero
jamaicano.
—Ya conoce el procedimiento, señora —dijo aquel—. Aléjese de las ventanas. Mantenga las
puertas cerradas. Estará bien —le aseguró con una sonrisa de dientes blancos y resplandecientes
que contrastaban con su piel de color moca.
Ella quiso gritarle al agente cuando él se inclinó para darle palmaditas en la cabeza a su perro
pastor. ¿Bien? ¿¡¡Cómo se atrevía Jackson a lanzarle una palabra tan vaga e insustancial!? Itzak, su
estudiante, había sido encontrado con la garganta cortada la misma noche en que él renunció a
secuestrarla. La habían alejado de todo lo que era seguro y familiar para llevarla a este ambiente
estéril, donde la comunicación con el mundo exterior estaba estrictamente prohibida. Y se le había
negado una sola llamada telefónica con su padre desde el día del incidente. ¿Cómo demonios la
haría eso estar bien?
¡Quince días! Ella llevaba ya más de dos semanas en esta casa segura, y todo lo que el FBI
había descubierto era que Itzak tenía vínculos con la Hermandad del Islam, un grupo musulmán
local de carácter extremista. No habían arrestado a nadie.
En algún lugar ahí fuera, acechando en las sombras, había un asesino que se burlaba de los
intentos del FBI por identificarlo, mientras que Eryn se consumía detrás de puertas cerradas con
llave y vigiladas con cámaras, a la espera del siguiente ataque.
Oh, no. Estaba lejos de estar bien, pero si abría la boca para admitirlo, estaba segura de que
iba a estallar en lágrimas.
Los ojos gris verdosos de Jackson, tan sorprendentes contra su tez morena, se alzaron para
mirar su rostro.
—¿Estás bien? —le preguntó ante su continuo silencio.
Dado el nudo en su garganta, todo lo que pudo hacer fue asentir con la cabeza.
—Marque el uno si me necesita —le recordó el hombre. Con una última palmadita para el
perro, se dirigió a la puerta.
Eryn lo siguió. Los temblores que se habían apoderado de ella el día del intento de secuestro
comenzaron de nuevo. Ella deseaba salir al exterior como él lo hacía cada mañana. Echaba de
menos su libertad tanto como hablar con su padre. Tenía tan poco sentido que le negaran esa
concesión…
—Intenta dormir —sugirió Jackson ya en la calle. El aire fresco y primaveral se burlaron de
ella.
Según las indicaciones que le había dado el psicólogo del FBI, dormir era todo lo que podía
hacer. Pero seguir su consejo la había dejado aislada, más que nunca. Lo que ella preferiría sería
escabullirse tranquilamente de aquí, desaparecer a un lugar donde ni el asesino de Itzak ni el FBI
pudieran encontrarla.
Jackson cerró la puerta y Eryn echó los tres cerrojos como lo había hecho desde el primer día.
Luego, se movió hacia la ventana, la misma a la que le habían dicho que nunca se acercara, y bajó
las persianas para observar con envidia cómo entraba él en un coche verde oscuro y se alejaba.
La quietud de aquella casa le destrozaba los nervios y le ponía la piel de gallina.
¿Por qué cada vez que él se iba, ella se sentía de repente como una presa?
Una nariz húmeda chocó contra su mano, y miró hacia abajo para descubrir a su perro de
pelaje dorado mirándola con tristeza.
—Lo sé, Winston —dijo Eryn acariciándole las oscuras orejas heredadas de su padre pastor
alemán. Su madre, una golden retriever, había contribuido al subpelo rubio de Winston, así como
a su dócil personalidad. Después, volvió a la cocina para darle de comer. Ella no tenía nada de
apetito.

—¿Por qué diablos está UPS en nuestra puerta? —preguntó el jefe de Jackson, el agente especial
supervisor Brad Caine.
Los dos hombres estaban sentados a un metro el uno del otro, frente a los monitores que
ocupaban la mayor parte de la pared trasera de su Centro de Comando Móvil, y que emitían la
transmisión de video en directo de la casa segura. La gigantesca caravana plateada estaba en el
extremo más alejado de un centro comercial a una milla de distancia.
Jackson apenas logró escuchar la pregunta en voz baja de su supervisor. Estaba ocupado
estudiando las imágenes de la cámara tres, que mostraba el patio vallado y vacío de la casa, y de
la cuatro, enfocada en los edificios adyacentes. En uno de esos patios, un vecino a quien Jackson
había identificado por su dirección como el dentista retirado Hal Houston, se reclinó en una
tumbona. Curiosamente, llevaba una chaqueta y guantes militares, a pesar de que era un buen día
de primavera.
—Jackson —llamó de nuevo Caine. El aludido arrastró su atención al monitor de su
supervisor, donde la pantalla dividida le permitía ver dos ángulos diferentes de un hombre con un
uniforme de UPS de pie en la puerta principal de la vivienda de Eryn.
Jackson se levantó de su asiento para mirar más de cerca.
—¿Ese es el taxista? —El hombre parecía más indio que afgano, aunque era difícil saberlo con
certeza.
—No, es un empleado de UPS. Lo he visto antes. ¿Por qué demonios nos traería un paquete?
—Podría ser un explosivo —murmuró Jackson. Después de tantos viajes por Irak, cada objeto
misterioso le parecía una bomba.
Caine se dispuso a buscar el teléfono para consultar con el agente que vigilaba la casa segura
desde el otro lado de la calle.
—Ringo, ¿qué pasa con UPS?
—No lo sé. —Jackson podía oír la voz de Ringo a través del altavoz—. Lo he visto por aquí
antes. ¿Qué quieres que haga?
—Dile que te quedarás con el paquete hasta que tu vecino llegue a casa.
—Sí, señor.
Caine colgó el teléfono.
—Deberíamos traer un perro para que huela la caja —sugirió Jackson, mirando inquieto sus
dos monitores. Nada había cambiado. El patio trasero seguía vacío. El vecino continuaba sentado
en su propio jardín, con los guantes puestos. Algo no cuadraba.
—Uno de nosotros debería quedarse con Eryn —declaró, y no por primera vez.
Como siempre, Brad Caine lo ignoró.
Capítulo 2

Eryn levantó la cabeza, sorprendida. Winston se había puesto a cuatro patas con las orejas
levantadas. ¿Quién podría llamar al timbre?
Su imaginación le dio una respuesta inmediata. ¡El taxista! La había localizado, y ahora venía a
terminar lo que había empezado.
Era imposible... ¿Cómo iba a saber dónde encontrarla?
Solo había una manera de averiguarlo: abrir la puerta y echar un vistazo. Caminó nerviosa y
atravesó el corto pasillo de la cocina. Su respiración se oía en el silencio mientras se dirigía de
puntillas hacia la sólida puerta del panel y miraba por la mirilla.
Retrocedió con incertidumbre. El uniforme de la conocida empresa de mensajería era
tranquilizador, pero el hombre que lo llevaba parecía extranjero, como todos sus alumnos. ¿Y por
qué UPS llevaría un paquete a una casa segura? Tenía que ser un truco, una forma de hacer que
abriera la puerta.
Al retirarse a la cocina, cogió el teléfono y llamó a Jackson.
—Hay un hombre en la puerta con una caja —susurró cuando él respondió.
—Es solo UPS. —Aunque sus palabras fueron alentadoras, el hilo de tensión que las
sustentaba no lo fue—. No contestes, Eryn. Quédate donde estás.
¿Cómo sabía Jackson quién estaba en la puerta?
—¿Qué hay en la caja? —preguntó, mientras su mente daba una respuesta: una bomba, por
supuesto. ¿No era eso lo que los terroristas siempre ponían en las cajas?
De repente, el mensajero golpeó la puerta con fuerza. El pánico corrió por las arterias de Eryn.
La había oído susurrar, no había duda. ¡Sabía que ella estaba aquí!
—¡Tengo que irme!
—¡Eryn, espera! Quédate al teléfono con...
Ella le colgó abruptamente. Su padre le había prometido que el FBI la mantendría a salvo.
Pero no se sentía segura aquí, para nada.
Cogió su bolso de la encimera de la cocina y se giró hacia las escaleras del sótano.
—¡Winston, ven!
La mascota la siguió por los escalones estrechos y bajó pisándole los talones hasta llegar a la
puerta.
—¡Silencio! —siseó Eryn cuando él ladró de emoción.
La salida trasera estaba cerrada a cal y canto, igual que la delantera. Sin duda, también estaba
protegida por cámaras. Ignoró la voz interior que le decía que no era seguro irse, y se dispuso a
abrir la obstinada puerta.
Tampoco era seguro quedarse. Un día más de incertidumbre y se volvería loca. Por otra parte,
le habían asegurado que era una invitada, no una prisionera. Podía irse cuando le apeteciera.
Y hoy quería hacerlo con desesperación.
Winston pasó junto a ella cuando entró en el patio vallado.
¿Y ahora qué? No había ninguna puerta o salida fuera del recinto, solo una parte de la valla que
parecía estar apoyada en el suelo.
Eryn se acercó y la empujó. Para su sorpresa, la sección se desplomó a sus pies. Agarró el
collar del perro y se adentró con cautela en el callejón cubierto de hierba que dividía las
diferentes edificaciones.
Ella sintió la presencia del extraño antes de verlo; él se había ocultado tan bien entre los
arbustos, que habría pasado desapercibido si no fuese porque su mirada verde había atraído la
suya.
Se levantó despacio, sin romper el contacto visual. Demasiado alto. Demasiado grande. Eryn
dio un paso atrás con el corazón desbocado.
Se movió y corrió hacia el otro lado. Los músculos de sus piernas, débiles por la inactividad,
se esforzaron para llevarla lo más rápido y lejos posible. Debería haber escuchado su sentido
arácnido hace días.

«Bueno, que me parta un rayo», pensó Ike. Llevaba un rato vigilando la parte trasera de la casa
segura mientras esperaba a Cougar, cuando una parte de la valla se venció y apareció de pronto la
mujer que se suponía que tenía que rescatar, con sus ojos azules y el cabello salvaje. Y con un
maldito perro, también.
Hasta ese momento, no tenía idea de cómo él y Cougar iban a llevársela sin el conocimiento de
los agentes del FBI. Se alzó poco a poco, aliviado de que ella les hubiera ahorrado tantos
problemas.
O no.
Para su incredulidad, la mujer lo miró, apretó su bolso contra su pecho y corrió en sentido
opuesto por el callejón junto con el perro, en dirección contraria a la de su vehículo de huida.
Maldita sea.
La otra cámara, incrustada bajo el alero trasero, había grabado su éxodo. También lo grabaría
a él si la perseguía, pero no tendría una oportunidad mejor para alcanzarla que esta, sobre todo, si
el FBI la atrapaba primero.
Así que Ike fue tras ella.
La chica era sorprendentemente ágil. Casi había llegado a la línea de árboles antes de que él
curvase sus dedos enguantados en su codo y la girara. Al mismo tiempo, Ike aprisionó al perro por
el collar y dio un brusco tirón.
—Camino equivocado —dijo contrariado.
—¡Suéltame! —dijo la mujer con voz aguda—. No voy a volver —añadió intentando soltarse.
Su coraje era incluso mayor que el del perro, que se limitó a mirarla con cautela, sin tratar de
escapar.
Las probabilidades de una captura exitosa dependían en gran medida de la cantidad de tiempo
que se empleaba en localizar al objetivo y desaparecer. En teoría, Ike tenía dos minutos como
máximo para hacerlo.
Ignorando el grito de Eryn, le puso un brazo alrededor de la cintura y la levantó del suelo.
—Ven —dijo, confiando en que el perro siguiese a su dueña. Llevó a la mujer, que no dejaba
de retorcerse, a un patio trasero sin vallas y la escondió junto con el perro detrás de un cobertizo
de servicios públicos.
—¡Déjame ir! —continuó clamando ella.
Ike tuvo que echarla sobre la pared del cobertizo.
—Silencio —le ordenó, cubriéndole la boca con la mano. La chica palideció y sus pupilas se
dilataron. Cristo, estaba aterrorizada, y él solo tenía unos segundos para tranquilizarla.
—Mira, no soy del FBI y no soy una amenaza para ti —le dijo mientras miraba a la vuelta de
la esquina del cobertizo en busca de cualquier señal de persecución—. Tu padre me ha enviado.
Ella aspiró con sorpresa por la nariz.
—Así es, princesa. La palabra clave es «Lancaster». Dijo que lo entenderías. —No es que él
mismo lo hiciera.
Mirándola a los ojos, se sintió aliviado al ver cómo su miedo se desvanecía. De repente, se
parecía más a la adolescente de la foto en el escritorio de Stanley en el cuartel general, con pecas
y ojos de caracol. Excepto que el ágil cuerpo aplastado bajo el suyo definitivamente pertenecía a
una mujer.
Al soltarle la mano de la boca, vio que su mandíbula llevaba ahora la huella de su guante.
—Lancaster —susurró ella, tocando la punta de su lengua con todo su labio superior.
Era demasiado hermosa. Consciente de que su muslo derecho estaba encajado en el de ella, Ike
le quitó el peso de encima. Necesitaban ponerse en marcha.
—Estoy aquí para llevarte a un lugar seguro —agregó, midiendo la distancia a su vehículo
mientras ella lo evaluaba.
—¿Te conozco? —preguntó la chica.
—Isaac Calhoun. —Ike miró su reloj—. No hay tiempo para charlar.
Pero entonces ella dio un grito de alivio y le abrazó con todas sus fuerzas.
—¡Gracias! —lloró, dejándole una sensación de pechos suaves y cabello fragante.
Ike disfrazó su repentino desconcierto tirando de su cinturón de red y asegurándolo al collar
del perro con una correa improvisada.
—Tenemos que irnos. ¿Puedes correr?
—Por supuesto. —Parecía más que ansiosa mientras se pasaba la correa de su bolso sobre la
cabeza.
Ike barrió el área una vez más.
—Ahora. —La agarró de la mano y la llevó de nuevo al callejón cubierto de hierba.
Cuando llegaron a la casa, la empujó a ella y al perro hacia el interior y cerró con llave. En
segundos, salieron por la puerta principal. El verdadero propietario era un dentista retirado de la
Marina, por lo que este no puso reparos a la extraña petición del Comandante de que le diese una
llave de la casa.
Todo era legal, hasta el aparcamiento frente a otra urbanización completamente diferente. En
este lado sur no había cámaras.
—Actúa con naturalidad —dijo Ike mientras se dirigía hacia un anticuado Mercedes.
Excepto por una joven madre que encontraron colocando a su bebé en la parte trasera de un
monovolumen, el resto del estacionamiento estaba desierto, ya que la mayoría de los residentes
estaba en el trabajo.
Ike abrió la puerta. Aún no había sonado ninguna alarma. Puede que lo lograse, incluso sin la
ayuda de Cougar.
De los dos minutos que tenía para desaparecer, le quedaban diez segundos.
—Cabeza abajo —le dijo a la chica, presionando su cabeza contra sus rodillas. Luego, le abrió
la puerta trasera al perro.
—Entra, chico —le ordenó, pero este se resistió.
—¡Winston, ven! —lo llamó Eryn, en un intento por atraerlo a la parte de atrás.
Todo dependía del tiempo. Podría dejar al perro si fuese necesario, pero entonces tendría una
mujer histérica en sus manos.
Con los últimos preciosos segundos corriendo en el reloj, Ike golpeó al perro en la espalda,
cerró la puerta de golpe, rodeó el vehículo y se deslizó detrás del volante.
Habían pasado dos minutos y cinco segundos desde que la había recuperado. Las
probabilidades ya estaban en su contra.
Salió a toda prisa de la plaza de aparcamiento y tomó la ruta sugerida por el dispositivo GPS.
Lo había programado para guiarlo a través de un laberinto de caminos secundarios, evitando
Randolph Road y Viers Mill, donde el FBI había estacionado su caravana.
Una explosión repentina hizo añicos el silencio de la mañana, tan fuerte, que las ventanas del
coche retumbaron. Eryn gritó y abrazó sus rodillas. Ike, sorprendido por el sonido, dio un
volantazo.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó, aumentado la velocidad.
—¡Una bomba! —Eryn lloró—. ¡Sabía que era una bomba!
Ike la miró fijamente.
—¿Qué? ¿Dónde?
—El hombre de UPS que llamó a la puerta principal —explicó ella—. Era extranjero y llevaba
un paquete en la mano. ¡Sabía que era una bomba!
De ninguna manera, pensó él. ¿Los terroristas acababan de intentar matarla de nuevo?
—¿Lo viste? ¿Pudiste reconocerlo?
—Sí. No. No lo sé… Había un hombre en la puerta con una caja. Podría haber sido él quien
mató a Itzak. No podría asegurarlo...
Ike sintió de pronto un escalofrío. Cuando aceleró una vez más, no le extrañó en absoluto
escuchar las sirenas a lo lejos.
Eryn, que parecía que iba a vomitar, miró con temor por la ventana trasera.
—Cabeza abajo —le recordó él. Al menos, la bomba, si eso es lo que era, haría más difícil
que el FBI los siguiera.
Con el GPS en la mano, se desvió a la derecha, atravesó un vecindario de clase media y pasó
por delante de una concurrida escuela primaria con niños que salían de los autobuses amarillos.
Por el rabillo del ojo, vio a Eryn poner su cara en sus manos y mecerse. El shock finalmente la
había afectado. Se preparó para verla vomitar de un momento a otro o, peor aún, para presenciar
su llanto histérico. Sin embargo, ella inspiró con fuerza, se secó las mejillas y giró la cabeza hacia
abajo para mirarlo.
—Me has salvado, Ike —le dijo con voz temblorosa.
Sorprendido al escuchar su apodo, él miró hacia atrás.
—¿Por qué me llamas así?
—¿Ike? Así te llama mi padre, ¿no? Te reconozco por las fotos de sus correos electrónicos. —
Eryn cogió su bolso y empezó a hurgar en él.
—Ese no era yo —respondió Ike, asombrado de que pudiera hablar sin morderse la lengua. No
es que la culpara por su reacción. Cristo, si los terroristas acababan de bombardear la casa
segura, entonces había escapado por los pelos. Si no hubiera salido a saludarlo, la habrían
matado.
Ike tragó saliva mientras se imaginaba a sí mismo diciéndole a Stanley que había llegado
demasiado tarde.
—Claro que eras tú —insistió ella—. Tenías barba por aquel entonces, y tu pelo era rubio
rojizo. —Sacó un frasco de píldoras de su bolso y luchó con la tapa de seguridad.
Su comentario demostraba que ella sabía exactamente quién era. Antes de la bomba de racimo
que había acabado con la mayoría de su escuadrón, tenía el cabello de ese color. El dolor y la
culpa lo habían vuelto plateado casi de la noche a la mañana.
—Pero tus ojos son los mismos —dijo la chica, agitando una pastilla en la palma de su mano
—. Rara vez olvido una cara... —dudó—. Siempre que pueda verla con claridad.
Ike la miró, sorprendido de que ella encontrara su cara memorable. No tenía rasgos
excepcionales ni cicatrices desfigurantes. Fingió estudiar las señales de tráfico, a pesar de que el
GPS le indicaba el camino, y se concentró en la carretera.
—¿Tienes agua? —preguntó ella.
—No. —Él observó la píldora con curiosidad.
Ella se la tragó de todos modos, haciendo una mueca.
El GPS le pidió girar a la derecha en cincuenta metros. Mientras se introducía en un bulevar
atestado de estaciones de servicio y tiendas de veinticuatro horas, el sonido de las sirenas se hizo
más fuerte. Las luces azules parpadeantes cayeron justo sobre ellos.
«¡Ah, mierda!», pensó Ike. Pero el coche blanco y negro de la policía pasó por delante sin ni
siquiera frenar. Lo más seguro es que se dirigiera a la escena de la explosión.
—Eso estuvo cerca —comentó Eryn, aferrando su bolso.
Ike aminoró la velocidad para buscar la estrecha entrada al garaje donde estaba aparcado su
Durango.
Allí. Frenó bruscamente y sujetó a Eryn por el hombro para evitar que su cabeza se estrellara
contra el salpicadero. Mientras se desviaba hacia el callejón trasero situado entre dos edificios,
ella levantó la vista.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó.
El patio detrás del taller del mecánico estaba repleto de coches europeos en mal estado.
—Hay que cambiar de vehículo —dijo él.
Cougar podría contarle toda la historia una vez que ella se registrase. ¿Qué diablos lo retenía
aquí, de todos modos? Tal y como él lo veía, había cumplido con su parte. Cougar tendría que
hacer el resto. No quería volver a ver a Eryn McClellan. Ella no solo le había hecho recordar el
pasado, sino que le había agitado el presente. Preferiría existir en el limbo, sin desear nada para
sí mismo.

Farshad, de la provincia de Helmand, se rio. La erupción de ladrillo y mortero, miembros


humanos y vidrio, había hecho que el agente que había estallado en el edificio de enfrente volara
hacia atrás por el aire y chocara contra un auto estacionado. Lo había grabado todo en su cámara
digital para compartirlo con sus alumnos más tarde.
Inhalando el hedor estimulante del polvo negro, Farshad filmó al hombre herido mientras se
recuperaba poco a poco. Como un búho asustado, parpadeó, y luego se arrastró hacia el cuerpo
desmembrado del empleado de UPS, cuya muerte había instigado sin querer. Farshad no tenía la
intención de matarlo, pero con la interferencia del agente, se vio obligado a detonar la bomba. Ah,
bueno. Los americanos llamaban a estas víctimas «daños colaterales».
A través de la lente de su cámara digital, saboreó el calor de la explosión y el rugido de la
voladura. La paz llenó su corazón. Por fin se había acabado. Después de tres largos años, su hijo,
Osman, había sido vengado. ¡Oh, era un día maravilloso, porque Alá había prevalecido sobre el
Gran Satán!
Por supuesto, Farshad habría preferido cortarle la cabeza a su objetivo. Pero había justicia en
hacerlo estallar, se consoló a sí mismo. Después de todo, Osman había muerto de manera similar,
después de haber sido aplastado bajo los escombros en el ataque aéreo ordenado por el padre de
su víctima.
Si el estúpido Itzak no hubiera sido corrompido por Occidente, entonces la venganza de
Farshad habría ocurrido de la manera en que él lo había imaginado. La cobardía de Itzak hizo que
la joven se trasladara a este complejo en Silver Spring, Maryland. Farshad se había enterado de
su paradero en el chat en línea de la Hermandad. Uno de los extremistas tenía una hermana cuyo
hermano era analista del FBI. Americanos ingenuos. Subestimaban la capacidad del Islam para
reunir información. A pesar de las medidas de protección del FBI, Farshad había encontrado a su
víctima, y el hecho de que estuviese en una casa segura, había hecho imposible ejecutarla de la
manera que él había planeado.
Fue entonces cuando la paciencia que predicó a sus estudiantes en Helmand dio sus frutos. Se
le había ocurrido otro plan, y había dado resultado.
Cuando oyó que se acercaba un coche, Farshad bajó su cámara a tiempo de ver a dos agentes
saltar de su sedán verde. Eran los mismos que salían todas las mañanas a vigilar la casa desde una
unidad móvil aparcada en las cercanías. Farshad los había seguido hasta allí un día en el taxi de
su primo. Mientras se precipitaban en el agujero de humo dejado por la explosión, su pulso se
aceleró.
Escondido entre las sombras del lado norte del complejo, preparó su cámara para filmar la
respuesta de los dos hombres al encontrarla muerta, pero tardaron en volver a aparecer. Por fin
emergieron, más perplejos que angustiados.
Un sudor frío cubrió el rostro de Farshad. ¿Era posible que ella hubiese escapado antes de que
la bomba detonara?
Los agentes consultaron entre sí, se rascaron la cabeza y entraron de nuevo en el edificio en
compañía de un tercer hombre.
Americanos ineptos. ¿No sabían cómo buscar entre los escombros? La muchacha tenía que
estar allí, a menos que la mano del destino hubiera conspirado contra él...
Farshad se soltó el cuello de la camisa con el pulso acelerado. Si ese fuera el caso, entonces él
la cazaría de nuevo. Nada le impediría cumplir la voluntad de Alá.
Una ambulancia entró en el complejo, seguida de camiones de bomberos y coches de policía.
Tuvo que irse antes de que alguien lo viera. No importaba. Las noticias sobre la bomba se emitiría
en breve en la CNN. Entonces sabría si celebrar su victoria o lamentar que su yihad aún no estaba
completa.
Capítulo 3

Eryn dejó que Ike Calhoun la sacara del Mercedes y la llevara al asiento trasero de un Dodge
Durango burdeos. Encerrando a Winston en el área de carga, saltó detrás del volante y los alejó de
Silver Spring con una eficiencia que la hizo buscar a tientas su cinturón de seguridad. En cuestión
de minutos, salieron de los límites de la ciudad para dirigirse hacia las ondulantes colinas
campestres de Maryland.
Sentada tras los cristales ahumados, Eryn se sintió reconfortada por el hecho de que no podía
ser vista por nadie más en la carretera. Solo Ike y quizá su padre sabían dónde estaba ahora
mismo. La idea la ayudó a calmar sus nervios deshilachados. Con alivio, sintió que el
medicamento comenzaba a hacer efecto. Su temblor había disminuido. Sus músculos se habían
relajado y su respiración se profundizó.
«No voy a morir hoy». El pensamiento ralentizó su corazón a un ritmo aceptable.
Estudió a su salvador desde el asiento trasero y se preguntó si debía darle ahora las gracias o
esperar a más tarde. Él seguía rígido frente al volante, y todavía le temblaba la mandíbula. De vez
en cuando, le dedicaba una observadora mirada a través del espejo retrovisor, lo que la ponía de
nuevo más nerviosa.
Ike Calhoun. Hasta hacía aproximadamente un año, su padre solía hablar de aquel SEAL de la
Marina con frecuencia y afecto. Incluso le había enviado fotos digitales de un guerrero barbudo y
sonriente con comentarios como «el hijo que nunca tuve» o «este te gustaría, Eryn».
Y la verdad es que a ella le había gustado su aspecto. Pero el hombre afeitado y con la cara
adusta al volante apenas se parecía al Ike Calhoun que su padre conocía. Si no fuera por los ojos
verdes como la hierba o los ángulos familiares de su nariz y pómulos, ella lo habría considerado
un hombre diferente.
Pero le faltaba un dato. Algo había pasado para decepcionar a su padre. Había habido una
tragedia en tiempo de guerra, un número de bajas. Su padre había sido impreciso en los detalles,
ya que estos giraban en torno a las Operaciones Especiales, pero una cosa había quedado muy
clara: Se había opuesto a la decisión de Ike de abandonar el ejército.
Mientras Eryn lo observaba, Ike se quitó los guantes y los dejó a un lado, revelando las manos
que habían estado expuestas a los elementos. Unos dedos largos y potentes agarraban el volante de
forma ligera y experta.
¿Por qué lo había enviado su padre, de entre todas las personas? ¿Y adónde la llevaba? Las
preguntas pugnaban por salir de su boca, pero su lengua se sintió repentinamente inmóvil. Sus
pensamientos se estaban volviendo cada vez más confusos. Tal vez no debería haberse tomado esa
pastilla.
Se consoló a sí misma de que a dondequiera que se dirigieran, se encontraría más a salvo que
en la llamada casa segura del FBI. Ahora estaba en buenas manos. Su padre, que probablemente se
había cansado de la insistencia del FBI en que no hubiese comunicación, había vuelto a intervenir
en su favor.
Eryn se recostó sobre el reposacabezas, y dejó que sus pesados párpados se cerraran. Su
cuerpo se relajó en el asiento mientras suspiraba aliviada. El aliento caliente de Winston le
abanicó la mejilla. Podría estar muerta ahora mismo, pero no lo estaba. Sentía su corazón latiendo
lento y constante en su pecho. Aún estaba viva.

—¿A quién demonios estamos mirando? —preguntó el agente Caine, mientras él, Jackson y Ringo
se inclinaban sobre una captura de pantalla del hombre que se había llevado a su cliente.
Incapaces de encontrar el cuerpo de este entre los escombros, se apresuraron a ir al Centro de
Comando Móvil para revisar las cintas de vigilancia. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que
la cámara tres de la puerta trasera había sido saboteada y no había grabado la salida de Eryn. Solo
la cámara cuatro había hecho una captura periférica, pero no habían podido verla, al ser remitidos
a las cámaras dos y tres que mostraban al hombre de UPS en su entrada principal.
Nadie se sintió más consternado que Jackson al observar al sospechoso vecino atraer a Eryn
hacia la otra casa.
Por supuesto, ya no estaban allí. Una rápida búsqueda en el edificio y varias llamadas
telefónicas revelaron que el dentista retirado Hal Houston disfrutaba de unas vacaciones en
Florida, y eso significaba que la identidad del hombre que ocupaba su domicilio era
completamente desconocida.
Lo único que los agentes podían distinguir bajo la visera de su gorra era una nariz recta, labios
apretados y una mandíbula firme. Era treintañero, caucásico, físicamente en forma, y no había
dejado huellas.
De ahí los guantes, pensó Jackson, regañándose a sí mismo con más severidad que su propio
supervisor.
—No parece un terrorista —musitó Ringo, mirando a través de sus gafas, a pesar de que tenía
uno de los cristales rotos. El hombre presentaba una fea contusión en el hombro derecho, pero se
negó a que la ambulancia lo llevara al hospital.
—Porque no lo es —murmuró Jackson.
Sus dos colegas fruncieron el ceño.
—¿Estás elucubrando otra vez, Jackson? —le pinchó Caine.
—Con todo respeto, señor, sé de lo que hablo —insistió Jackson—. Ya he visto antes a los de
su clase.
Caine cruzó los brazos sobre su pecho.
—Muy bien, novato —dijo con mesurada paciencia—. Cuéntanos. ¿Quién es él?
—Un soldado profesional, señor, enviado por McClellan para recuperar a su hija —afirmó con
seguridad.
El labio superior de Caine se curvó, pero no parecía tan incrédulo como Jackson pensaba.
—¿Qué hay de la explosión? ¿También ha sido cosa de McClellan?
—No, señor. Ese fue el trabajo del terrorista, y este tipo estaba esperando detrás cuando
estalló la bomba —añadió Jackson. Tenía que admitir que era una explicación más que chocante,
pero McClellan llevaba días acosando a su oficina de campo respecto a su hija. Había escuchado
al director Bloomberg decirle a Caine que McClellan se estaba convirtiendo en un verdadero
grano en el culo. El comandante quería que su hija fuera entregada a sus hombres, mientras que
Bloomberg sostenía que Eryn debía permanecer con el FBI. El resultado final era que McClellan
se había salido con la suya. Al menos, Jackson esperaba que ese fuera el caso.
—Supongamos que tu teoría es cierta, novato —dijo Caine, lo que hizo que Ringo los mirase
perplejo a ambos—. Tendríamos que eliminar al hombre de UPS como sospechoso. O se martirizó
por Alá, o estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Ringo, ponte en contacto con
UPS —ordenó—. Averigua todo lo que puedas sobre el conductor. Queremos el albarán original
de la caja y una copia de su cinta de vigilancia.
—Sí, señor. —Ringo salió corriendo de la sala de sonido.
Cuando la cerradura biométrica de la puerta del MCC se cerró, Caine se dedicó a transferir la
imagen del soldado a su programa de reconocimiento facial. El software tomó medidas y las
comparó con decenas de miles de imágenes archivadas. Caine le dirigió a Jackson una mirada
indescifrable mientras el ordenador se ponía a trabajar. Por fin, este arrojó seiscientas sesenta y
ocho posibles coincidencias para la imagen.
—Mierda —murmuró Caine.
Jackson escondió su sonrisa y se preguntó si Caine tenía alguna pista de qué tipo de agente
especial habría elegido McClellan para el trabajo. No solo había llegado a tiempo, sino que
además había saboteado la cámara tres sin que ninguno de ellos se diera cuenta hasta que fue
demasiado tarde.
—Señor —dijo Jackson, recordando su incredulidad al estallar la bomba—. ¿Cómo
encontraron los terroristas la casa segura? Debieron seguirle cuando usted fue a recoger al perro
de la chica.
—No seas estúpido, Jackson. No me han seguido. Filtramos la dirección de la casa segura a la
Hermandad.
Durante diez segundos, Jackson no pudo hablar.
—Pero... ¿por qué? —consiguió decir.
Caine lo miró con impaciencia.
—Oh, vamos, novato. Ya sabes cómo es el juego: Sin cebo, no hay peces. No debería
sorprenderte —agregó—. Tú, mejor que nadie, deberías saber lo que pasaría si no damos ejemplo
con estos bastardos. Esta es la Nueva Cara del Terror de la que la CIA nos ha estado advirtiendo:
Atacar al ejército de los EE.UU. atacando a sus familias en los Estados Unidos. Somos el FBI,
Jackson. Es nuestro trabajo ver el panorama completo.
—Pero, señor —dijo Jackson— ¡Podría haber muerto!
—No lo está, ¿verdad?
Jackson se sentó, aturdido y desilusionado.
—Míralo de esta manera —añadió su supervisor en voz baja—. Necesitábamos pruebas.
Ahora tenemos un cuerpo, los restos de una bomba y, pronto, un albarán. Vamos a encontrar a estos
malditos, Jackson. Y vamos a reaccionar de tal manera que esta nueva tendencia de terror
desaparecerá para siempre. Ahora, ¿estás conmigo? ¿O no tienes las pelotas para ello?
—Estoy contigo. —Jackson había aplastado la insurgencia en Irak.
Curioso, pero lo que había ocurrido hoy en un lugar que se suponía era un secreto muy bien
guardado, tenía el mismo olor y sensación que esa caliente e impredecible zona de guerra.

Ike salió del todoterreno y sus fosas nasales se impregnaron con el olor a aire de campo y
estiércol de caballo. Había intentado llamar a Cougar mientras conducía, pero la sinuosa carretera
que los llevaba lejos de la circunvalación de Washington D.C. hacía que la cobertura del móvil
fuese intermitente. Además, el teléfono desechable que había comprado para la misión era una
basura barata, que solo funcionaba cuando inclinaba la cabeza treinta grados hacia el sur.
Había llegado el momento de que Cougar, que había estado ausente sin permiso, se hiciera
cargo, como estaba planeado.
Mirando al Durango, se aseguró de que la hija de Stanley siguiese dormida. La píldora que se
había tomado antes la había dejado inconsciente, ahorrándole el estrés de escuchar su charla
nerviosa. Si llegaba a su destino, podría entregársela a Cougar sin tener que mediar palabra.
No era nada personal, pero era el tipo de mujer que hacía difícil no sentir nada y no ser nada.
Cuanto menos tiempo pasase con ella, mejor.
—Vamos —murmuró, deseando que Cougar contestara. Él lo había metido en este lío, y ahora
no aparecía cuando lo necesitaba.
Después de insistir durante diez minutos, Cougar por fin respondió a su llamada.
—¿Dónde diablos estás? —gruñó aliviado—. Tengo el paquete. Dime dónde encontrarte y te lo
entregaré.
—Cambio de planes, teniente.
Ike frunció el ceño ante el mensaje críptico.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo dejar a Carrie ahora mismo.
La esposa mayor de Cougar —y el motivo de su apodo—, tenía problemas de salud. Acababan
de diagnosticarle cáncer de mama cuando Cougar se unió al equipo de Ike.
—«No puedo dejarla» —repitió Ike—. ¿Qué significa eso?
—Estoy rodeado de personal de cuidados paliativos, no puedo guardar el paquete aquí.
Cuidados paliativos... Oh, Dios. Entonces, la esposa de Cougar se estaba... muriendo.
—Maldita sea. —Ike sintió como si el suelo se hubiese movido—. Lo siento, hombre.
—Sí, yo también.
Sin saber qué más decir, escuchó la trabajosa respiración de Cougar.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó por fin. Todavía tenían un problema mutuo con el que
lidiar.
—Pops dijo que podías quedarte con el paquete —contestó Cougar.
—No. —La respuesta de Ike fue inmediata y visceral.
—Una vez que todo se calme, te llamará.
Ike notó un latido distintivo en sus sienes.
—Negativo. Mi casa no es adecuada para ella. Tiene que haber otra manera —insistió,
abandonando su lenguaje de códigos.
—¡Pues no la hay! —exclamó Cougar furioso—. Carrie va a morir, y nadie puede hacer nada
al respecto.
—No estaba diciendo...
—Sé lo que estabas diciendo. ¿Por qué no piensas en alguien más que en ti mismo, bastardo
egoísta?
El dolor se apoderó de Ike. Cougar no solo hablaba de su situación actual. Se refería al
incidente de Yaqubai. Cerró los ojos y levantó una mano para masajearse la nuca.
—No puedo llevarla a mi casa —reiteró.
—Vete a la mierda, teniente. ¿Quieres renunciar? Entonces llama al comandante y díselo tú
mismo.
—No cuelgues...
El clic en el oído de Ike sonó como un disparo. Parpadeó y lanzó el teléfono barato desde el
granero hacia un arbusto de bayas.
«¡Hijo de puta!».
Se pasó los dedos sobre las puntas plateadas de su pelo, miró a su Durango y puso una mueca
de dolor. ¿Y ahora qué? No podía dejar a Eryn junto a una carretera rural. Pero llevarla a su
refugio era impensable. El lugar era un basurero, aunque a él le bastaba. Quería recluirse, no un
lugar de vacaciones en las montañas. Después de tres años en Afganistán, su cabaña fue un gran
paso adelante. «Ojos azules», por otro lado, seguro que no había pasado por ninguna situación
parecida en su vida.
Maldita sea, lo último que necesitaba era una hermosa e intocable mujer bajo sus alas.
¿Quedarme con ella? ¿En qué diablos estaba pensando Stanley?

Con el roce de una nariz húmeda, Eryn se despertó sobresaltada. Los acontecimientos de la
mañana la golpearon en el acto. Su corazón se calmó al darse cuenta de que aún estaba a salvo en
el Durango, estacionado junto a un viejo granero, a cierta distancia de una carretera rural. La brisa
que flotaba a través de la ventana agrietada olía a heno. Winston se quejó, pidiendo que lo dejaran
salir.
¿Dónde estaba Ike Calhoun?
Se retorció en su asiento y miró frenética a su alrededor. Allí estaba él, de pie a la sombra del
granero y mesándose el cabello. El alivio se transformó en incertidumbre al ver su rígida postura.
Cada línea de su cuerpo densamente musculoso gritaba de frustración.
¿Por qué se habían detenido aquí, y por qué parecía tan enfadado? Habían llegado a salvo
desde Silver Spring. Por lo que ella sabía, nadie los había seguido, pero él destilaba ira mientras
se dirigía hacia el Durango con el ceño fruncido.
Eryn contuvo la respiración. Ahora no se parecía mucho al hombre que la había salvado.
Cuando Ike abrió la puerta trasera, ella se encogió y agarró el collar de su perro.
—El perro necesita una caminata —dijo él con brevedad al verla despierta. A continuación,
cogió la correa de Winston y tiró de ella.
—¿Qué hay de mí? —preguntó Eryn, deseando no parecer tan asustada.
—No te muevas —respondió Ike antes de dar un portazo.
«¿Que me quede aquí?», se preguntó Eryn. ¿Su perro podía estirar las piernas, y ella no?
No le quedó más remedio que esperar llena de ansiedad a que regresaran. Al cabo de unos
minutos, Ike volvió a meter a Winston en la parte de atrás y luego ocupó su asiento. Mientras él se
ponía el cinturón de seguridad, ella se armó de valor para preguntarle qué era lo siguiente.
Sin responder, Ike volvió a la carretera, conduciendo como si todos los sabuesos del infierno
les persiguiesen.
—¿Adónde me llevas? —le preguntó de nuevo.
Él aferró el volante y continuó en silencio. A Eryn se le secó la boca.
—No me has explicado por qué te envió mi padre —insistió.
—Ahora no —gruñó Ike.
Eryn comenzó a divagar. Tal vez no trabajaba para su padre. Tal vez él había escuchado por
casualidad la historia de Lancaster y eso le servía como medio para hacer que ella colaborara.
¡Tal vez estaba aliado con los terroristas!
Él pudo haber sido quien envió la bomba a la casa segura, obligándola a huir por la parte de
atrás. Tenía sentido, ¿no? Y ahora la llevaba a un lugar remoto para cortarle la cabeza.
¡Oh, Dios mío! Eryn miró por la ventana, y evaluó sus posibilidades de supervivencia si
saltaba a esa velocidad.
—Relájate —dijo Ike de repente—. Voy a llevarte a un lugar donde estarás a salvo. Eso es
todo lo que necesitas saber.
«Oh, ¿en serio?». Ella miró su nuca desde la parte trasera, aliviada pero furiosa. ¿Quién era él
para decirle lo que necesitaba saber?
Ike inclinó el espejo retrovisor. Cuando sus miradas se cruzaron, el estómago de Eryn se
revolvió. El recuerdo de cómo se había mostrado de firme y masculino en el cobertizo, la recorrió
con un escalofrío de conciencia. Si había cualquier clase de lucha física, estaría totalmente
indefensa.
Eryn se recostó hacia el otro lado de su asiento, lejos de la trayectoria de su mirada, y agarró
el cuello de Winston con fuerza. Había pasado de un estado de peligro a otro aún mayor. ¿En qué
estaba pensando su padre?

El agente Caine colgó el teléfono con una sonrisa satisfecha.


—El Washington Post dice que la Hermandad del Islam se ha atribuido el mérito del atentado.
—Justo como esperábamos —contestó Ringo. Había regresado de la tienda de UPS con un
albarán, dinero en efectivo dentro de una bolsa de plástico, y una copia de la cinta de vigilancia.
Además, también había conseguido un nuevo par de gafas.
Para Jackson, las noticias no eran una sorpresa. El ataque a la hija de McClellan había
supuesto un ambicioso paso adelante, comparado con la detonación de explosivos C-4 en un cubo
de basura junto al Monumento a Washington, que la Hermandad había hecho el año pasado, sin
herir a nadie.
—¿Por qué no nos advirtió nuestro agente? —preguntó Jackson. Desde el incidente del C-4, el
FBI había seguido de cerca a la Hermandad, reclutando a un miembro activo para que fuera sus
ojos y oídos.
—Mustafá dice que no hablaron del atentado a través de ninguna línea —respondió Caine.
—Entonces, ¿cómo pudieron coordinarlo?
—Si lo supiera, Jackson, ya habría hecho algún arresto —declaró enfadado su supervisor.
Caine miró a los monitores que tenían enfrente.
—¡Maldita sea, nos estamos perdiendo algo!
Quienquiera que hubiese enviado la bomba, debió de haber estado a trescientos metros de la
casa segura para detonarla, e incluso tuvo que acercarse aún más para estudiar la seguridad del
edificio. En algún momento, su imagen habría sido captada por las cámaras, siempre y cuando
pudieran distinguirlo de los vecinos o transeúntes.
Pero en las últimas cuarenta y ocho horas, no habían conseguido estrechar su búsqueda.
—Seguid revisando —ordenó Caine.
Repasaron setenta y dos horas de filmación, aunque no encontraron nada fuera de lo común,
solo vecinos que se movían en su rutina diaria, la misma que ya había presenciado en directo
durante dos semanas. De hecho, la única persona aparte de ellos y el hombre de UPS que había
estado a menos de cinco metros de la casa segura, era Pedro, el encargado del mantenimiento de
la urbanización.
Jackson recordó haberlo visto mientras esparcía mantillo alrededor de cada uno de los
edificios. La misma pregunta que se hizo entonces, le vino de nuevo a la cabeza.
—¿Por qué la gorra de béisbol?
Caine se lanzó hacia el monitor de Jackson. Conmutó las teclas y enfocó la cara de Pedro. Este
miraba discretamente a la cámara. La visera ocultaba sus ojos, pero enseguida se dieron cuenta de
que no se trataba del jardinero.
—¡Te tengo, hijo de puta! —exclamó Caine, congelando la imagen del hombre—. Jackson, ve a
ver si puedes encontrar a Pedro en su cobertizo, y tráelo aquí para interrogarlo.
—Sí, señor. —Jackson salió rodando de su asiento y se dirigió con rapidez hacia la salida.
Tenía la corazonada de que Pedro era historia.

Ike giró entre los pilares que flanqueaban la entrada de su casa, y silenció su reloj cuando este
señaló su intrusión. Una mirada por encima de su hombro le reveló que Eryn McClellan había
sucumbido al agotamiento. Ella yacía en una postura desgarbada, tumbada sobre el asiento detrás
de él. Su cinturón de seguridad parecía que la estaba estrangulando.
Durante la última media hora, la había visto luchar contra los efectos de la droga que había
tomado. Era obvio que quería permanecer despierta, probablemente, creía que era víctima de un
secuestro. Aunque él admiraba su tenacidad, el hecho de que ella se hubiera tragado esa píldora le
preocupaba mucho.
Sería su culpa que la hija de Stanley se convirtiera en una abusadora de píldoras recetadas.
Pero él tenía una tolerancia cero a las drogas, así que iba a hacer que su estancia en su cabaña
fuera una pesadilla. Se estremeció al imaginarla en medio de un delirium tremens. Demonios,
tenerla en su casa iba a ser un problema. Una chica que tomaba pastillas no se lo pensaría dos
veces antes de acusarlo de algo que no había hecho.
¿Y a quién iba a creer Stanley?
Dios, ¿cómo se había metido en este lío? Se había escondido en Overlook Mountain por una
razón: para mantenerse lejos de todo el mundo. Habría sido mejor que lo dejaran en paz.
Con un golpe impaciente en los frenos, cambió la tracción de dos ruedas a cuatro.
—Despierta —la llamó.
Ike echó la vista atrás y comprobó que todavía estaba inconsciente, con la cabeza laxa. Tenía
garantizado un buen dolor de cuello.
—Hola. —Pasó la mano por encima del asiento y le sacudió ligeramente la rodilla, sin dejar
de observar con cautela al perro, que parecía ser un cruce de pastor alemán—. Despierta —
repitió, esta vez en tono más suave.
Ella se despertó con un grito de asombro, gimió y se llevó las manos al cuello.
—Hemos llegado —anunció él, escueto, abordando la empinada pista de grava hasta su
cabaña.
Su palidez y sus ojos abiertos como platos le confirmaron que ya no lo tomaba por ningún
caballero de brillante armadura. Sabía que debía explicarle en qué había quedado su plan original
con Cougar, pero no deseaba hacerlo. No quería pensar en las implicaciones de tener que
compartir su espacio con ella.
Nunca había aceptado ser una niñera. Diablos, nunca le habría hecho el favor a Stanley de
haber sabido que tendría que traer a la mujer con él.
Los chicos de su equipo iban a reírse bastante.
Su decisión de dejar la guerra y abandonar a sus compañeros de equipo había dado un giro de
ciento ochenta grados. Ahora mismo, el karma lo tenía agarrado de las pelotas y no iba a soltarlo
tan fácilmente.

Eryn miró alterada por la ventanilla. Se había dormido de nuevo, y no tenía ni idea de dónde
estaba, pero era seguro que aquello no se parecía a las Montañas Blue Ridge. Por el camino había
visto señales de Skyline Drive y de un centro de esquí, aunque no podría fijar su ubicación en un
mapa si necesitaba salvar su vida.
Le rezó a Dios para que no tuviera que hacerlo.
Ike conducía por una carretera a la que solo un vehículo de tracción a las cuatro ruedas podía
acceder. A través del ligero follaje a su izquierda, divisó un claro arroyo que caía sobre un lecho
rocoso. A su derecha, una abrupta quebrada daba paso a un valle verde brillante, salpicado de
pequeñas granjas y rodeado por montañas de tonalidades azules. En otras circunstancias, habría
disfrutado del paisaje, pero ahora, este se le antojaba amenazante y perturbador.
Abrió la boca para despejar la presión que se acumulaba en sus oídos. Tenía la lengua como si
hubiera sido frotada con algodón. Necesitaba un baño y un vaso de agua, en ese orden, pero
ignoraba si Ike Calhoun iba a proporcionarle alguno de los dos.
Después de tomar una curva sobre el precipicio, llegaron a un terreno llano, donde se
detuvieron.
Justo delante de ellos había una cabaña rústica bajo la sombra de un gran roble. Una pila de
troncos y un balde de lata oxidado llenaban el patio. La floración de la forsitia y el cerezo añadían
color a la escena, que de otro modo sería deprimente. ¿Esto es todo?
Cuando él apagó el motor y fue a sacar al perro, ella empujó desde el asiento trasero y
descubrió que sus piernas se negaron a sostenerla. Aferrada a la puerta, esperó a que
desapareciese la inesperada debilidad.
Winston se metió en el patio, encontró un lecho de ranúnculos amarillos y empezó a rodar
sobre él. Por lo que a él respectaba, habían llegado al cielo.
—¿Vienes? —le preguntó Ike mientras se dirigía hacia la casa.
Eryn agarró su bolso. Salió de la camioneta y cerró la puerta, a la espera de que sus piernas la
llevaran hacia el porche de la propiedad. «Por favor, Dios, que haya agua corriente».
Ike se quedó de pie junto a la entrada, observando su progreso con los ojos entrecerrados.
Cuando ella llegó al umbral, él abrió la puerta con un empujón.
—No esperaba compañía —admitió.
Eryn se agarró a la barandilla del porche para apoyarse.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —No era por criticar la decisión de su padre, pero Ike era
tan acogedor como un verdugo, y este lugar se encontraba un poco remoto para su gusto.
—Me he estado haciendo la misma pregunta —le respondió él con sequedad. Luego, movió la
cabeza para indicarle que entrase.
Eryn llamó a su perro. No iba a aventurarse en esa oscuridad ella sola.
La vivienda era deplorablemente primitiva, sin una pizca del encanto rústico para el que tenía
el potencial. El mobiliario era anticuado, un juego de sofás marrones, una mesa de café de madera
cruda y una estufa de leña ocupaban la mayor parte de la sala. Había una mesa junto a la ventana
delantera, flanqueada por sillas con respaldo de listones. Alineados en la pared del fondo, algunos
armarios y unos pocos electrodomésticos viejos creaban lo que se suponía que sería una cocina.
Bienvenidos a las montañas.
Sin embargo, tuvo que admitir que el lugar no podía estar más limpio. Cada superficie aparecía
perfectamente ordenada, sin una mota de polvo a la vista. Incluso el desgastado suelo de madera
reflejaba un brillo apagado. Se sintió lo bastante segura como para liberar a su perro.
—Dormirás arriba —le dijo Ike—. El baño está al fondo.
Eryn dedujo que la puerta cerrada junto a la que estaba parado conducía a su dormitorio. A
través de una hoja de madera entornada vio los paneles blancos del aseo, y se dirigió hacia él con
alivio.
—No hay televisión —explicó Ike, obligándola a detenerse—. Tampoco hay radio, solo libros.
Así que, si esperas entretenimiento, has venido al lugar equivocado —agregó de forma
innecesaria.
Ella se puso rígida y lo miró fijamente. Guau. Dos frases enteras esta vez.
—Yo no he venido aquí —le recordó—. Tú me trajiste, ¿recuerdas?
Con una expresión hosca, Ike subió de dos en dos los escalones que tenían enfrente. Eryn
supuso que debía seguirlo. ¡Maldita sea!
Tratando de contener su vejiga, caminó detrás de él hasta que llegaron a una puerta baja al final
de las escaleras. Cuando él la abrió, Eryn descubrió lo que parecía ser la antigua buhardilla,
ahora convertida en un espacio extra para dormir. La pintura descascarillada, el techo inclinado y
la ventana daban a la habitación un aspecto extravagante. Sin duda, el colchón y el somier estaban
allí desde la construcción de la cabaña, décadas antes. A la cómoda le faltaban dos cajones.
—Es bastante básico. —El disgusto en la voz de Ike le hizo parecer menos cruel.
—Está bien —le aseguró ella. Había visto cosas peores cuando vivía en el extranjero.
—Haré la cama mientras vas al baño —le ofreció, dejándola libre por fin.
Eryn bajó con desconfianza la planta inferior, debido a la ausencia de una barandilla y la
debilidad en sus piernas. Justo en la mitad de la escalera, sus rodillas se negaron a sostenerla, por
lo que tuvo que descender sentada, igual que en la casa segura, solo que los peldaños de madera
de Ike eran más resbaladizos... y mucho más duros.
Antes del último escalón, el bolso se deslizó de su hombro y todo su contenido se desparramó
por el suelo, incluido su frasco de pastillas, que rodó hasta la puerta.
Con un gimoteo de humildad, Eryn se palpó el trasero para comprobar si se había roto el coxis.
Por cualquier milagro, no se había meado en los pantalones. Era consciente de que Ike había ido
tras ella. Él cayó en cuclillas a sus pies y le cogió la barbilla entre el pulgar y el índice.
—¿Te has hecho daño? —le preguntó, inclinando su cabeza para poder ver su cara.
Su toque hizo que los nervios la estrangulasen.
—No. —Ella sacudió su barbilla y se liberó de su cálido agarre. Ignoró su mano extendida y
se levantó por sus propios medios. Enseguida se dispuso a reunir todas sus cosas y guardarlas en
su bolso, como el tampón con el envoltorio desgastado y sus píldoras. Pasó junto a su anfitrión sin
decir palabra, y huyó hacia el baño con la cara roja como un tomate.
Capítulo 4

Eryn tuvo que encender el interruptor de la luz para confirmar sus sospechas. No, la puerta no
tenía cerradura. Con un gemido ahogado, se giró para estudiar la habitación.
El lavabo y la bañera estaban manchados por depósitos minerales que atestiguaban que el agua
provenía de un pozo. El aseo era tan austero como el resto de la casa, con la excepción de la
bañera de patas de garra, que añadía un toque de encanto vintage. Pero, por muy básicos que
fueran los servicios, al menos funcionaban.
Cuando iba a lavarse las manos, advirtió que solo había un grifo. Agua fría… La única toalla
pertenecía al gobierno, con el nombre CALHOUN impreso en ella. Al diablo, no pensaba tocarla.
Quizá habría más en el armario. Solo que no se trataba de un armario. Después de un vistazo a los
muebles espartanos de su anfitrión, supo que había dos maneras de acceder a su dormitorio.
Cerró la puerta, se giró para usar la toalla y entonces vio su reflejo en el espejo moteado.
Dios. La mañana le había pasado factura. Colocó su bolso sobre el lavabo y sacó de él los polvos
bronceadores.
El golpe en la puerta casi consiguió que los derramase por completo.
—¿Sí?
—Voy a entrar —advirtió Ike con brusquedad, sin esperar a que ella respondiese.
Desconcertada, Eryn retrocedió. La mirada de desaprobación de Ike Calhoun se clavó en la
polvera que ella tenía en sus manos.
—¿Qué estás tomando? —le preguntó.
Eryn se la mostró.
—Nada. Me estoy maquillando.
—Quise decir antes —carraspeó él—. ¿Qué hay en el frasco de pastillas?
—¿Qué te importa? —La ruda réplica la horrorizó, pero, en realidad, ¿era asunto suyo?
Ike entrecerró los párpados y extendió una mano.
—Entrégamelo. —Parecía estar dispuesto a esperar hasta Navidad o la próxima Pascua, pero,
por Dios, ella no lo estaba.
Con una exclamación de asco, Eryn sacó el frasco de su bolso y se la lanzó.
—Ahí lo tienes. El psicólogo del FBI me lo recetó para la ansiedad.
Ike orientó el recipiente hacia la luz y leyó la etiqueta. Luego, con una mirada inescrutable, se
quitó la gorra, se acercó al inodoro y volcó en él las pastillitas azules.
—¡No! —Eryn gritoó de horror—. ¿Qué acabas de hacer? —No podía creer lo que acababa de
presenciar.
—No los necesitas —insistió Ike mientras se guardaba el bote vacío en el bolsillo del
pantalón.
La sangre trepó a la cabeza de Eryn, empujada por su corazón desbocado.
—¿Estás loco? —La idea de estar sin sus píldoras, después de dos semanas de dependencia, la
aterrorizaba. Las imágenes de Itzak con el cuello abierto le producían escalofríos—. ¿Cómo se
supone que voy a dormir ahora?
—Estarás bien —afirmó él.
—¿Bien? —Su temor se transformó en furia. Esa fue la misma palabra que Jackson había usado
a las pocas horas de la explosión de la casa segura—. ¿Esconderse en esta choza en medio de la
nada es estar bien? —De nuevo se sintió incómoda por ser tan grosera, pero no podía evitarlo.
Ike se cruzó de brazos.
—Me importa un bledo lo que pienses de este lugar —respondió, con una voz capaz de
congelar el agua—. Mi trabajo es protegerte, incluso de ti misma, si es necesario. Y en estos
momentos vas tan colgada, que apenas puedes levantarte.
—¿Colgada? —Su boca se abrió de golpe—. ¿Crees que soy una drogadicta? —Apenas
consiguió escupir las palabras.
Ike se encogió de hombros, impasible.
—Dímelo tú.
—¡Ya te lo he dicho! ¡Eres un gilipollas! Esas pastillas eran para la ansiedad. Las necesito
para dormir. ¡No tienes ni idea de por lo que he pasado!
—No me importa por lo que has pasado. No soy tu terapeuta.
Ella jadeó. Su insensibilidad fue una bofetada en la cara. Lo intentó de nuevo.
—No sabes lo que es...
—¿Saber que alguien murió por tu culpa? ¿Pensar que podrías haberlo detenido? ¿Querer
recuperar tu maldita vida? —A cada pregunta fue acercándose un poco más. Su cuello comenzó a
adquirir un color rojizo que ascendió hasta sus pómulos.
Eryn lo miró fijamente, sin decir nada, sin estar segura de si hablaba de ella o de sí mismo.
Pero no parecía un buen momento para preguntar, y menos, cuando él le lanzó su aliento chirriante
a través del volátil silencio.
—Me lo agradecerás más tarde —murmuró Ike, tratando de reprimirse.
La pomposa declaración la sacó de sus casillas.
—¡Y una mierda! —Sin control sobre sus impulsos, Eryn lo empujó hacia la puerta.
Ike la miró incrédulo.
Ella estaba echándolo, junto con su metro noventa de estatura y sus noventa kilos de peso.
—¡Fuera! —repitió. Eryn sabía que estaba a segundos de una crisis. Podía sentir que esta
ganaba impulso dentro de ella. En su desesperación, lo empujó por segunda vez.
Todo lo que consiguió fue que él diese un paso atrás y bajase los brazos. La magnitud de su
impotencia absoluta se apoderó de ella. Mortificada, Eryn se dio la vuelta y se frotó los ojos
ardientes, luchando contra el géiser que se elevaba por su garganta.
Un silencio incómodo invadió el pequeño espacio, hasta que le escapó un torturado sollozo.
Sus pulmones convulsionaron. No podría enfrentarse a él. La hostilidad de Ike se sumó al miedo
con el que había vivido estas últimas semanas. Los últimos y horribles momentos de Itzak y su
casi choque con una bomba de esa mañana, se unieron en una tormenta que se desató sobre ella
con furia.
Sonaba como si alguien más estuviera llorando mientras sucumbía al diluvio. Y Ike había
tirado por la borda su único consuelo, condenándola a pesadillas en las que imaginaba su propia
muerte violenta a manos de un terrorista sin rostro. ¿Cómo pudo hacerle eso a ella este bastardo
sin corazón?
Por encima de su llanto desgarrador, percibió un suspiro de sufrimiento.
Al instante, unas manos firmes se posaron sobre sus hombros y la arrastraron hacia delante. A
regañadientes, dejó que él la atrajese hacia su cuerpo rígido, pero cálido. La envolvió en un
abrazo y la sujetó con seguridad y firmeza.
—Está bien —murmuró él con voz apagada—. Te sentirás mejor una vez que lo elimines del
todo.
Se refería a la medicina, adivinó ella, con una oleada de resentimiento. ¿Cómo podía pensar
que era una yonqui? Gimió indignada y trató de agarrarlo de la chaqueta para hacerle entrar en
razón, pero, en su lugar, se aferró más a él.
Intentar obtener consuelo de un hombre tan endurecido era una lección de futilidad. Pero nada
había tenido sentido durante las últimas dos semanas. Como mucho, era un ancla que la sostenía
con fuerza frente a las aguas turbias que amenazaban con barrerla.
Poco a poco, sus sollozos se fueron espaciando, hasta recuperar su autocontrol.
Haciendo acopio de dignidad, Eryn se secó las lágrimas, respiró hondo y dio un paso atrás.
—Lo siento —se disculpó, con la vista fija en las grietas del suelo de baldosas, consciente de
su escrutinio implacable.
—Pasará en un día o dos —declaró él por fin. Después, miró a la taza del inodoro, donde las
píldoras se habían disuelto, y la dejó allí de pie, amargamente humillada, sintiéndose como una
drogadicta en rehabilitación.
«Que te jodan», pensó Eryn, antes de verlo desaparecer.

La princesa malcriada estaba enfurruñada por sus medicamentos perdidos, decidió Ike, mientras
llevaba dos platos con estofado desde la estufa hasta la mesa de campo que servía de comedor.
Eryn se sentó rígida en la silla mientras sostenía un vaso de agua helada. El sol, que ya se
ocultaba, iluminaba sus ojos hinchados y enrojecidos. Cómo se las arreglaba para estar tan
preciosa, incluso regia, después de su arrebato emocional, era un misterio para él. Pero gracias a
eso, su suavidad y su olor se habían impreso en sus sentidos, dando lugar a un molesto impulso
sexual.
—Retrocede —le dijo a Winston, que le cortaba el paso sin dejar de olisquear. El perro se
acostó, puso la cabeza entre sus patas, y miró lastimosamente hacia arriba.
—Tiene hambre —gruñó Eryn en su defensa.
—Ya le he dado de comer.
—Oh...
Al poner la cena frente a ella, Ike se preparó para una respuesta negativa. Era la hija de un
general de cuatro estrellas, por lo que imaginó que estaba acostumbrada a comer en restaurantes
de lujo y clubes de oficiales. Dudaba que hubiese probado antes una comida como esta.
Cuando ella estudió el poco apetecible puré sin hacer comentarios, él se sentó al otro lado de
la mesa en silencio, y esperó su reacción vigilándola por el rabillo del ojo.
Eryn se llevó una cucharada a la boca, masticó y tragó.
—¿Siempre comes raciones del ejército? —le preguntó.
Eso llamó su atención.
—¿Cómo sabes lo que es? —Ella estaba en la planta de arriba cuando él había abierto la bolsa
de comida preparada.
—Porque eso es todo lo que comimos después de la muerte de mi madre —respondió ella,
removiendo su estofado—. Ahí fue cuando aprendí a cocinar.
Ahora sí que se sentía como un ogro. El recuerdo de la mirada húmeda de Stanley mientras
hablaba de su esposa en la cantina de Kabul, regresó a Ike con claridad. Se preguntaba si Cougar
lloraría por Carrie mientras Stanley hubiera llorado por Irene, durante más de una década.
—No tienes por qué comértelo. —Se oyó decir a sí mismo—. Te encontraré otra cosa —
concluyó, aunque lo único que crecía en su jardín era calabaza de invierno.
—¿Sabes? —dijo ella—. Podría cocinar mientras estoy aquí. Hago una lasaña bastante mala.
A Ike se le hizo la boca agua. ¿Cuándo fue la última vez que probó lasaña casera?
—Compraremos comestibles —decidió él—. Mañana.
—¿Cuánto tiempo voy a quedarme?
La pregunta lo agitó de nuevo.
—Depende de si el FBI puede encontrar al terrorista y de si pueden probar que asesinó al
estudiante.
Eryn soltó la cuchara. De pronto, pareció enferma.
—¿Has oído hablar de Itzak?
—Sí. —Stanley le había contado la historia a Cougar, y este a él. El estudiante afgano había
conspirado con otro hombre para secuestrarla, solo que el muchacho había cambiado de opinión
en el último instante y terminó pagando su lealtad con su vida.
—Tenía lazos con la Hermandad del Islam. Es un grupo religioso en D.C.
—Sé lo que es. «Un montón de terroristas locales», pensó.
—El FBI dice que quieren vengar las acciones de mi padre en Afganistán... atacándome. —
Eryn se llevó una delicada mano al cuello como si quisiera protegerlo.
—Nadie te va a encontrar aquí —afirmó Ike, perturbado por la expresión de su cara.
Ella asintió y parpadeó para detener las lágrimas que afloraron a sus ojos.
—Come tu comida —le ordenó Ike, molesto por sentirse tan involucrado. Esto no tenía nada
que ver con él, ya no.
Ella revolvió el estofado con desgana.
—Escucha, no quiero ser una molestia —comenzó a hablar, indecisa—, pero no tengo ropa.
Además, necesito un cepillo de dientes.
Probablemente, su sonrisa perfecta y blanca había costado una fortuna en ortodoncia.
—Tengo uno sin estrenar —contestó Ike—. ¿Vas a comerte eso o no?
Eryn probó un bocado para apaciguarlo. Ike reconoció que lo más seguro era que ella nunca
había llamado loco a nadie en toda su vida, ni le había dicho que su casa era una casucha. Él había
conseguido sacar lo peor de ella, una tormenta de lamentos y leves epítetos, haciéndola aún más
atractiva, maldita sea.
La verdad es que la muchacha había pasado por un infierno. Al menos podría tratar de ser
amable con ella, fuese o no una consumidora de drogas.
—¿Pudiste ver al hombre del taxi? —Intentó Ike.
Ella luchó para tragarse el estofado.
—En realidad no. Estaba anocheciendo. No pude ver su cara, solo conseguí distinguir que
usaba gafas.
—¿No tomaste nota de la matrícula?
Eryn volvió a agitar la cabeza.
—No me dio tiempo. Se habrían salido con la suya si Itzak no hubiese cambiado de opinión —
Se mordió el labio inferior tembloroso—. Me salvó la vida.
El pobre chico estaría medio enamorado de ella.
—¿Dijo algo que pudiera ayudar a identificar al conductor?
Todo el color escapó de su cara mientras asentía.
—Me dijo que corriera, que el conductor del taxi me encontraría, y.... que me cortaría la
cabeza.
La comida en el estómago de Ike se revolvió. Miró a Eryn, horrorizado. Decapitar al enemigo
era un juego divertido que a los fundamentalistas les gustaba jugar en el extranjero. Hasta la fecha,
no era un pasatiempo de terroristas locales. Eso significaba que probablemente actuaban a
instancias de los talibanes o de Al Qaeda. ¿Lo habría considerado el FBI?
Sintiéndose muy agitado, empujó su silla hacia atrás y se dirigió a la estufa de leña, donde se
ocupó de encender las llamas, añadiendo suficiente madera para que durase hasta la medianoche.
—¿Por qué te envió mi padre, Ike?
La suave pregunta, que le hizo por encima del hombro, lo asustó. No había oído a Eryn
levantarse de la mesa.
Cerrando la puerta de hierro, se quitó la suciedad de las manos y se levantó para mirarla. Su
primer impulso fue protegerla de la verdad, pero luego decidió que era mejor que ella lo supiera.
—Pensó que el FBI te estaba usando como carnada.
El aire le silbó fuera de los pulmones, pero no parecía muy sorprendida.
—Eso es lo que parece —admitió, demostrando ser más astuta de lo que él creía. Mientras la
observaba, ella se abrazó a sí misma en un esfuerzo por sofocar los temblores que sacudían todo
su cuerpo. Quiso acercarse, pero luego lo pensó mejor.
—Tengo miedo —susurró ella. La mirada suplicante en sus ojos de un azul violeta reclamaba
su consuelo.
El corazón de Ike dio un brinco. Todo este asunto había despertado en él unas emociones que
había tratado de negar los últimos doce meses. Ella le hacía desear lo que nunca podría tener.
—Dale tu cena al perro —dijo por fin, huyendo hacia la puerta. Lo que necesitaba ahora
mismo era aire fresco y una perspectiva más clara.
—¿Adónde vas? —preguntó ella con una mirada de pánico.
—No muy lejos —le respondió sin darse la vuelta.
—¿Ike?
Con un pie fuera de la puerta, él miró hacia atrás.
—Lo siento —declaró ella, perturbándolo todavía más.
—¿Por qué?
—Por entrometerme en tu espacio.
No quería que se sintiera mal por él, no después de cómo la había tratado hoy. No cuando al
mirarla pensaba en el sexo.
Eso no iba a pasar. Sin decir una palabra, siguió adelante en busca del aire frío, y cerró la
puerta tras de sí.
El sol comenzaba a ponerse en Green Mountain y Lairds Knob. Acechando el sendero que
había preparado para su curso de supervivencia, Ike caminó a través de los escasos y sombreados
bosques hasta llegar a la roca del tamaño de un hombre que marcaba la primera décima parte de
una milla. Subió a su superficie cubierta de líquenes, se situó junto al borde y admiró el horizonte
bruñido.
La lucha de Eryn era la manifestación de la guerra de la que ya no quería formar parte.
Reclutar a Ike había sido la forma que tenía Stanley de meterlo de nuevo en el juego, el hijo de
puta.
Pero Ike no tenía elección. Haría cualquier cosa para compensar el error que les había costado
la vida a cuatro de sus compañeros de equipo. Stanley lo sabía. Sabía que Ike no la cagaría de
nuevo. Sabía que mantendría a Eryn a salvo de cualquier amenaza que pudiera surgir en su
montaña.
¿Y mantenerla además a salvo de sí mismo? Esa iba a ser la verdadera prueba.
Capítulo 5

—Vale, así que el hombre de UPS no se autoinmoló —dijo Ringo, poniéndolos al día sobre sus
pesquisas—. Ashwin Patel había sido ciudadano estadounidense desde los dos años, además de
practicar el hinduismo.
—Eso podía ser una tapadera —insistió Caine.
—El gerente dijo que un mierdecilla había enviado el paquete, pagando en efectivo. —Ringo
apartó la bolsita con el dinero para que el Equipo de Respuesta de Emergencia la llevara a
Quantico y así buscar huellas dactilares—. Está todo en la cinta, la han rebobinado para nosotros.
Caine insertó la vieja cinta de cassette en un reproductor compatible, y todos miraron con la
boca abierta.
—Ese es el chico —afirmó Ringo.
—¡Dios! —exclamó Caine—. ¿Qué edad tiene, quince años?
«El mierdecilla», determinó Jackson. Acababa de regresar de la búsqueda infructuosa de
Pedro, el jardinero. El chico de la cinta parecía demasiado joven para estar involucrado.
—¿Cómo diablos vamos a encontrar a un chico tan joven? —se quejó Caine. A pesar del aire
acondicionado de la sala de sonido, Caine tenía manchas de sudor bajo las axilas.
—Permiso de aprendiz, si tenemos suerte —respondió Jackson, con la certeza de que el
cerebro que había ideado el ataque era bastante inteligente.
Mientras Caine consultaba su software de reconocimiento facial, Jackson estudió los rasgos
del chico. A diferencia del hombre que fingía ser Pedro, no hizo ningún intento por ocultar su cara.
Sonrió a la cajera, pagó setecientos cincuenta dólares en efectivo y se fue. Jackson sabía que él no
era el terrorista.
—Ese niñato no tiene ni idea de lo que hay en la caja —apuntó.
—Sí, creo que alguien le pagó para que la enviase —acordó Ringo.
Caine ignoró a sus dos subordinados y cogió el informe del Servicio de Investigación Criminal
de la Marina.
—Patel está limpio —dijo confirmando lo que ya suponían.
El conductor de UPS no era sospechoso. El chico que envió la caja no sabía nada, no era
nadie, como había atestiguado el sistema de reconocimiento facial.
El agente Caine se pasó la manga por la frente.
—Estamos en un callejón sin salida —admitió aturdido—. ¡Han bombardeado nuestra maldita
casa segura y no tenemos una sola pista!
—ERT podría encontrar algo —dijo Ringo.
El Equipo de Respuesta de Emergencia estaba analizando lo que quedaba de la bomba.
—¿Por qué no le preguntamos a nuestro agente si reconoce a alguno de nuestros sospechosos?
Caine lo miró con ira.
—Por supuesto que se lo vamos a pedir —respondió mientras se disponía a imprimir la foto de
los jóvenes no identificados—. Vosotros dos haced algo útil —dijo lanzándole la foto a Ringo—.
Ve a revisar el vecindario y hazlo rápido. Después iremos tras nuestro cliente.
De camino a la salida, Jackson se detuvo y dio marcha atrás.
—¿Ha dicho «nuestro cliente», señor?
—Eso es lo que he dicho, novato —le contestó Caine con petulancia.
—¿Cómo se supone que la vamos a encontrar? —Jackson había asumido —y se había alegrado
de ello— que Eryn McClellan había volado del lugar.
Caine hizo una mueca de superioridad.
—La estoy rastreando —admitió.
Ringo también se giró hacia él.
—¿Cómo? —Quiso saber.
—Le compré al perro un collar especial la semana pasada. Se parece al anterior, pero tiene
una tarjeta SIM que marca la ubicación global del perro. Puedes comprarlos en cualquier tienda
de mascotas. —Caine pulsó una tecla en su portátil y les mostró un mapa con un punto de neón
parpadeante en el centro—. Están a ciento veinticinco millas al suroeste de aquí, en las afueras de
un pueblo llamado Elkton.
Jackson miró desde el punto de neón a la sonrisa satisfecha de Caine y llegó a una conclusión
sorprendente.
—Usted sabía que su padre vendría a por ella.
—Lo intuía —le corrigió Caine—. De lo que estaba seguro era que, si venía a por su hija,
también se llevaría al perro.
—Sí, pero ¿por qué querríamos recuperarla? —No tenía sentido para Jackson.
Caine explotó airado.
—Somos la División Antiterrorista, Jackson —dijo con los dientes apretados—. Si queremos
localizar a los terroristas, necesitamos encontrar a la chica.
No necesariamente, pero no iba a discutir con su jefe.
—No podemos obligarla a volver con nosotros, señor —señaló.
—¿Quién dice que vamos a obligarla? —Caine miró con desaprobación la luz parpadeante—.
Solo quiero saber quién es ese soldado. Si actuó dentro de la ley, tal vez olvide que destruyó
propiedad federal.
—Él no bombardeó la casa segura —insistió Jackson, completamente desilusionado. Él había
asumido al entrar a formar parte del FBI, que ellos operaban con una integridad similar a la del
Cuerpo de Marines.
—¿Puedes probarlo? —soltó Caine.
Jackson suspiró. Al soldado de élite de McClellan no iba a gustarle que el FBI lo acosara. Y
tampoco que lo incriminaran por algo que no había hecho. Conociendo las habilidades letales de
este hombre, a Jackson le gustaba aún menos la idea de cabrearlo.

Eryn no podía dormir. Se acostó en el colchón lleno de bultos, mirando las grotescas sombras que
se arrastraban por los techos inclinados del ático mientras rebobinaba con incredulidad los
acontecimientos del día.
Si no hubiera hecho caso a sus instintos y huido de la casa segura, podría estar muerta ahora
mismo. ¡Me usaron como cebo! La idea la llenó de furia. ¿Lo sabía Jackson? ¿Cómo pudo haber
sido tan considerado y al mismo tiempo haberla dejado allí para que se las arreglara sola?
Se preguntaba si toda su vida iba a ser así, corriendo aterrada de un lugar a otro.
Cada vez que cerraba los ojos, imaginaba el terror que Itzak debió sentir cuando el taxista lo
alcanzó. Por sus palabras de despedida, seguro que sabía que el hombre iría tras él con un
cuchillo. Y ahora, por su culpa, su alumno estaba muerto, enterrado en un cementerio musulmán en
el corazón de la ciudad. Ella quería desesperadamente asistir a su funeral, pero, por supuesto, los
agentes del FBI la habían convencido de que no era seguro.
Eryn apartó las sábanas. El calor de la estufa de leña se elevaba a través de las grietas de las
tablas del suelo, convirtiendo el ático en un horno. ¡Maldito Isaac Calhoun por tirar sus píldoras
al inodoro! Ya estaría dormida como un bebé si no lo hubiera hecho.
Ahuecó una mano junto al oído, pero todo lo que pudo escuchar fueron los ronquidos de
Winston junto a su cama y el crujido de la leña en la estufa de la planta inferior. Un chasquido al
otro lado de la ventana la hizo sentarse con un respingo.
¿Qué había sido eso? Los cristales temblaban bajo el aullido del viento. El crujido volvió a
aparecer. Su imaginación desbordada engendró visiones de terroristas merodeando alrededor de
la cabaña, empapándola en gasolina. Solo necesitarían un fósforo para acabar con su vida.
Asustada por la dirección de sus pensamientos, saltó de la cama y se puso los vaqueros. Otra
ráfaga de viento la hizo dirigirse hacia las escaleras, ya fuese para pelear o huir. Por muy
resentida que estuviese con Ike por quitarle su único consuelo, él era su protector.
Pero él no estaba allí. Cuando llamó a la puerta de su dormitorio no le respondió. El frío y la
humedad hizo que se le pusiera la piel de gallina.
—¿Ike? —Silencio. Ella giró lentamente el pomo de la puerta. Su cama, iluminada por la luz
de la luna, yacía vacía y sin deshacer.
Miró a su alrededor, mientras el miedo subía por sus brazos desnudos. ¿Dónde estaba él?
Caminó hacia la ventana y miró fuera. En ese mismo instante, una silueta se asomó al cristal,
ocultando el resplandor de la luna.
Con un grito sordo, Eryn saltó hacia atrás.
Las tablas del porche crujieron y la puerta se abrió, dando paso a una bocanada de aire helado.
Eryn se agachó detrás del sillón, sin saber de quién se estaba escondiendo. Al mismo tiempo que
Winston bajaba las escaleras para defenderla, la luz se encendió. Un par de zapatillas deportivas
ocuparon su campo de visión. Ella estiró el cuello y se topó con un ceño fruncido.
—¿Qué pasa?
—N-nada —dijo Eryn, poniéndose de pie de forma inestable—. No sabía que eras tú el de ahí
fuera.
Él deslizó su mirada sobre su camiseta, recordándole que se había deshecho de su sostén para
poder dormir más cómodamente.
—¿Qué necesitas?
—No puedo dormir —respondió ella, con los brazos contra su mirada omnisciente—. No
deberías haber tirado mis pastillas.
Ike se encogió de hombros.
—Ya no tiene remedio.
Un hombre sin corazón. Al menos, podría tranquilizarla.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
Él miró su reloj.
—Las doce cero cero.
Medianoche.
—¿Y aún no te has acostado? —Lo miró suspicaz.
—No duermo mucho —admitió Ike, con las manos en los bolsillos.
Tal vez podrían jugar a un juego de mesa o algo así. Pero la forma en que él posó sus ojos en
sus brazos desnudos, le dijo que estaba pensando en otra cosa. Eryn tembló ante la repentina
revelación.
—¿Alguien sabe que estoy aquí, además de mi padre? —Quiso saber, aludiéndolo a propósito.
La lealtad de Ike hacia su comandante evitaría que hiciera algo inapropiado.
—Solo Cougar.
—¿Quién es Cougar?
—Un excompañero de equipo. Se suponía que pasaría a por ti —añadió él, con un
resentimiento que arrojaba luz sobre lo que antes le había puesto de tan mal humor—. Pero no ha
podido venir. Su esposa está enferma. Se está muriendo.
—¿Cáncer? —adivinó Eryn, sintiendo una punzada de compasión por el desconocido.
—Sí.
Ella detectó la misma emoción en su monosílabo.
Ike bajó la vista hasta la franja de carne que quedaba expuesta sobre los vaqueros de cintura
baja de Eryn.
—Vuelve a la cama —le dijo a esta.
La posibilidad de que su virtud podría estar en peligro, hizo que su pulso se acelerara. ¿De
verdad la encontraba atractiva? Tenía una forma extraña de demostrarlo.
—Me dijiste que tenías libros. ¿Puedo leer algo antes?
Ike se giró sin decir palabra hacia su habitación. Volvió con un puñado de volúmenes y los
dejó en la mesa de café.
De pronto, el estómago de ella gruñó.
—Y supongo que no hay nada que pueda comer…
Su mirada saltó sobre ella tan depredadora que a Eryn le quitó el aliento. Quizás era
imprudente por su parte presionarlo, pero estaba más intrigada que asustada por su lenguaje
corporal.
Ike fue a la cocina y volvió con una barrita energética envuelta en papel de aluminio.
—Aquí tienes. Vuelve a la cama —repitió, y luego salió de la habitación.
Una bocanada de aire frío la dejó tiritando y sola. «Justo lo que pensaba», consideró con una
sonrisa de pesar. No se atrevería a tocar a la hija del general McClellan.
Inclinada sobre el montón de libros, se negó a admitir esa pequeña decepción.

La visión de los senos maduros de Eryn, tan claramente delineados bajo su escueta camiseta de
tirantes, le quemó las retinas. Las formas generosas y la sombra de sus pezones endurecidos, le
desgastaron los nervios como el raspón de la lengua de un gato.
Dios, y él no podía quejarse por ello.
Ike buceó hasta las profundidades de su deseo y halló un poderoso anhelo, pero lo echó a un
lado con la misma intensidad despiadada. Ella había alterado el delicado equilibrio que había
logrado construir para sí mismo, encerrándose en las Montañas Blue Ridge.
Aquí, en Overlook, nunca ocurría nada que perturbase su paz. Solo sus sueños lo obligaban a
recordar el pasado. En la actualidad, su única preocupación era la supervivencia, una habilidad en
la que destacaba, por lo que se dedicó a entrenar a los demás. En su soledad, casi podía
autoconvencerse de que el enemigo ya no existía. Después de todo, Osama Bin Laden estaba
muerto. Se había hecho una importante mella en la guerra contra el terrorismo.
Excepto que las circunstancias de Eryn indicaban lo contrario, despertando la inquietante
sensación de que el enemigo seguía ahí fuera, multiplicándose.
Esta noche necesitaba la tranquilidad de Blue Ridge para calmarse. Respiró hondo, centró su
conciencia y luego la expandió hacia el exterior, hacia la fría noche, en busca de cualquier
perturbación inesperada.
El gorgoteo de Naked Creek, el susurro del viento, el aroma del granito y el laurel de montaña
redujeron su inquietud, como siempre lo habían hecho. Pero el tenue estruendo de un gran motor
de gas, en marcha al ralentí cerca de la base de su montaña, lo despertó de nuevo.
Ike se endureció, concentrando toda su energía en identificar la potencial amenaza.
—Él la tiene allí arriba —determinó Brad Caine, mirando desde su sistema de rastreo hasta la
montaña que se cernía sobre ellos.
En los conos invertidos de los faros de la caravana, los pilares de ladrillo colgaban de una
entrada de grava que serpenteaba precipitadamente a través de los árboles oscuros. En medio de
una red de ramas semidesnudas, una luz lejana centelleaba cerca del pináculo de la montaña. El
resentimiento rivalizaba con la curiosidad mientras Brad reflexionaba sobre a quién podía
considerar el general McClellan más adecuado que el FBI para proteger a su hija.
Al escuchar la llamada telefónica de Jackson, casi se rompe el cuello para mirar hacia atrás.
—¿Y bien? —preguntó.
—La oficina del sheriff dice que no tienen idea de quién vive allí. Los ojos claros del novato
atravesaron la oscuridad con una expresión burlona.
«Más bien son demasiado perezosos para buscarlo», pensó Brad.
—Dicen que sus registros no son digitales. Pero si mañana nos presentamos en el
ayuntamiento, buscarán en sus archivos. La oficina abre a las ocho en punto.
Brad se hundió en su asiento junto al del conductor. Atraer a los terroristas a la casa segura no
había producido ni la cantidad ni la calidad de las pistas que él esperaba. ¿No se imaginó que se
encontraría con más callejones sin salida mientras perseguía a su cliente?
—Ni siquiera creo que nuestro coche pueda subir esa colina —dijo Ringo. Su sedán verde
había sido remolcado por un tráiler para hacer más conveniente la conducción local—. ¿Estamos
seguros de que Eryn está a salvo con ese tipo?
—Ella está a salvo —dijo el novato con confianza, lo que le hizo enseñar los dientes a Brad
—. El soldado trabaja para su padre; no va a hacerle daño.
—Cállate, Jackson. —Brad no podía aceptar los aciertos de un hombre que llevaba siendo
agente especial solo tres meses. Creía que lo tenía todo resuelto, pero no sabía nada sobre la
política interna del FBI: lo que se necesitaba para ser ascendido, para ser nombrado agente
especial a cargo. Brad había luchado por un puesto en el SAC durante once largos años.
—Sí, señor —respondió el novato, con palabras respetuosas, pero en un tono insubordinado.
Ringo les dirigió una mirada nerviosa.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
El Centro de Mando Móvil disponía de camastros, pero los colchones eran tan duros como
piedras, y Brad tenía problemas de espalda.
—Vamos a ese motel que pasamos en la 33 —decidió.
—Elkton Motel —aclaró el novato.
Brad reconoció que tenía una memoria muy precisa. Por culpa de jóvenes brillantes como él,
los mayores tenían muy difícil conseguir los puestos de autoridad que merecían.
Brad quedó en silencio mientras Ringo retrocedía con cuidado hacia Naked Creek Road. «De
vuelta a la civilización», pensó Brad, aunque luego determinó que «civilizado» no era la palabra
para describir un condado cuyos registros todavía se guardaban en archivadores.

Cuatro minutos y diez segundos fue exactamente el tiempo que el vehículo no identificado
permaneció inactivo en la base de su montaña.
Lo más probable es que se tratase de un camión de reparto, se dijo Ike, Uno de esos que lleva
ingredientes frescos a las cafeterías que abren al amanecer. ¿Cómo puede alguien perderse en
Elkton?
Mientras escuchaba alejarse el sonido del motor, Ike miró su reloj. Su avanzado sistema de
seguridad combinaba la tecnología doppler con un sensor infrarrojo pasivo capaz de distinguir
entre una intrusión humana o natural. Si alguien hubiese bajado del vehículo para subir a pie la
montaña, lo avisaría. Las imágenes digitales se reenviaban de forma inalámbrica desde las
cámaras situadas estratégicamente a su portátil. Pero no hubo ninguna intrusión; no había motivo
para que su corazón latiese tan rápido.
¡Maldito Stanley por recordarle la guerra de la que se había alejado! Las Montañas Blue Ridge
se diferenciaban de las irregulares cumbres del sureste de Afganistán, tanto como el día de la
noche, y así lo prefería él. Había mantenido la radio apagada, se había negado a comprar un
televisor y había evitado navegar por Internet en busca de noticias. Pero cada vez que iba a la
ciudad, los titulares saltaban de las revistas y los periódicos, haciéndole saber que la guerra
continuaba sin su presencia. Además, había asumido una nueva expresión de terrorismo propio.
La sensación dorada de seguridad de la que disfrutaban los estadounidenses dentro de sus
fronteras, se haría añicos si no se detenía a estos nuevos terroristas.
Pero ese no era su problema. Otro francotirador podría ocuparse de reducir las filas de los
talibanes y de Al Qaeda y hacer un mejor trabajo. Seguridad Nacional y el FBI tenían los medios
para lidiar con la amenaza interna. No lo necesitaban para ganar esta guerra.
Oh, ¿en serio? Entonces, ¿por qué Eryn tuvo que huir para ponerse a salvo?
Se metió las manos frías en los bolsillos, decidido a no pensar en ello.

—Nuestro activo no reconoce al chico de la tienda de UPS —anunció Brad, justo cuando Jackson
regresaba al motel, con la respiración agitada después de su carrera matutina.
La habitación aún estaba oscura con las cortinas cerradas. La pantalla del teléfono móvil de
Brad se apagó al terminar la llamada que debió haber despertado a los otros dos mientras Jackson
se encontraba fuera. Catorce años en el cuerpo de marines habían condicionado al soldado para
que se levantara de la cama antes del amanecer y corriera cinco millas.
—Eso es porque el chico no es un terrorista.
Jackson se mordió la lengua. No había necesidad de provocar a Caine a primera hora de la
mañana.
—¿Qué hay del tipo que se hace pasar por Pedro? —preguntó Ringo, sofocando un bostezo—.
¿Lo reconoció el activo?
—Apenas pudo ver su cara —dijo Caine, que había empezado a sonar enfadado.
—¿Pedro no ha aparecido todavía? —Jackson ya sabía la respuesta; solo quería hacer un
comentario de manera indirecta.
—Todavía no. —Caine sacó los pies de la cama, cogió su portátil y consultó el programa de
rastreo—. Nuestro cliente sigue en la montaña.
—¿Qué hora es? —preguntó Ringo.
—Las siete y media —contestó Caine—. Si el ayuntamiento abre a las ocho, será mejor que
nos pongamos en marcha.
Jackson no comprendía la necesidad de Caine de identificar al soldado de McClellan. Si el
hombre era tan hábil como Jackson sospechaba, nunca la recuperarían. La chica estaba fuera de su
alcance y, aunque odiase pensarlo, probablemente era lo mejor para ella.

—No hay agua caliente.


Al escuchar la temblorosa voz de Eryn, Ike se apartó de la ventana. Después de todo, ella no
se había duchado desde que habían llegado. Su pelo caía en una masa rebelde e ingobernable que
seguro había desafiado su intento de domarlo con un peine. Tenía los ojos inyectados en sangre,
rodeados de círculos oscuros, y llenos de lágrimas.
«¿Estrés o desintoxicación?», se preguntó. Parecía como si estuviera aguantando a duras penas.
La empatía, indeseada e inexplicable, lo cogió desprevenido.
—Vámonos —dijo ella—. Tal vez el agua esté más caliente por la tarde. Me ducharé después.
Quiso dejar de compadecerla, pero no lo consiguió. Las princesas no se duchaban con agua
fría, obviamente. No deberían tener que hacerlo.
«Maldita sea, maldita sea…».
—Espera aquí —le pidió él.
Al salir, encontró el gran caldero de hojalata que usaba para que sus aprendices llenasen las
cantimploras. Lo llevó dentro y lo puso en la estufa de leña. Luego salió a buscar la manguera, la
puso en marcha y lo arrastró por la casa para llenar el caldero, doblándola para que el agua no
goteara sobre el suelo de madera.
La sonrisa trémula que Eryn le dedicó alivió su irritación.
Pero treinta minutos más tarde, mientras ella perdía el tiempo en el piso de arriba, él se
arrepintió de haberle proporcionado el agua, porque ahora estaba sentado en el sofá, calentándose
y molesto mientras la imaginaba holgazaneando en su bañera. El olor del jabón salió por debajo
de la puerta cerrada. La inquietante melodía que tarareaba le recordó el encanto de una sirena que
atrae a los marineros a la muerte.
Se liberó de su trance y se obligó a sí mismo a levantarse para pasear al perro.
A mitad de camino hacia la puerta, oyó cómo Eryn cerraba el grifo. Su imagen saliendo del
agua, con su cuerpo de ninfa, mojado y reluciente, lo asaltó. Ahora estaría buscando la toalla extra
que él le había entregado, tendría los pezones endurecidos por el frío, y sus muslos y el trasero
con la piel de gallina.
—Winston, ven —llamó. Ella había despertado sus deseos dormidos en el momento en que la
vio. ¿Y qué? Había muchas cosas a las que él había renunciado, como el whisky añejo, un jacuzzi
y montar un buen caballo. Eryn sería una cosa más que debería negarse a sí mismo.

Jackson soltó el archivo que había examinado y cogió el teléfono.


—Jackson —contestó, reconociendo el número de su supervisor.
—Se está moviendo —anunció Caine, que había disfrutado del desayuno en una panadería
local mientras Jackson y Ringo buscaban los registros en el ayuntamiento—. Termina allí y ven a
buscarme.
—Sí, señor. —Jackson guardó su teléfono y se dirigió hacia la puerta—. Señora,
necesitaremos que nos preste esto —dijo a la vez que se guardaba los archivos bajo el brazo y
pasaba delante de la secretaria.
—Oh, no, no puede llevárselos. —Ella saltó para recuperarlos—. ¡Estos originales no van a
ninguna parte! —exclamó—. Si aguarda un momento, le haré algunas copias.
Con una sonrisa de pesar, Jackson asintió e hizo un gesto a Ringo para que esperase. Incluso en
el sector civil, había vallas que saltar.

—Gracias —dijo Eryn, mientras Ike daba marcha atrás y señalaba el Durango que bajaba la
montaña. Winston ahora se inclinaba sobre el asiento trasero, contento y tranquilo, al contrario que
hacía un momento, cuando había alborotado tanto que Eryn optó por rogarle a Ike que lo llevase
con ellos. Ike podría llevar una pistola bajo su chaqueta vaquera y un rifle en el suelo detrás de su
asiento, pero el perro era su arma de defensa.
—De nada —murmuró él, tomando el brusco giro que llevaba hacia la empinada entrada de la
casa.
La elevada vista, aún más impresionante desde el asiento delantero, compensaba su tono poco
amable. El valle de abajo tenía pequeñas casas de recreo, graneros y árboles frutales de color
pastel. Nada malo podría pasar ahí fuera, se dijo a sí misma.
El perfil de Ike le dijo lo contrario.
Eryn miró cómo aferraba el volante. Recordó la sensación del tacto de esas manos grandes y
de aspecto diestro, y se le revolvió el estómago. No eran tan insensibles como parecían. Se había
tomado el tiempo para calentar el agua de su baño esta mañana. Obviamente, era más considerado
de lo que había creído.
—¿Eres de aquí? —El impulso de conocerlo mejor la hizo hablar.
—No —dijo él—. Soy de Ohio.
—¿Qué te hizo instalarte en Virginia?
Ike se encogió de hombros, mantuvo los ojos abiertos y no dijo nada.
A medida que el silencio se hacía más espeso, ella suspiró en su interior. ¿Iba a tener que
quedarse aquí con él durante mucho tiempo? Las habilidades de comunicación del hombre estaban
solo a un nivel por encima de las de Winston.
Cuando ya se había acostumbrado al silencio, él lo rompió.
—¿Quién es Lancaster?
Ella lo recompensó con una sonrisa.
—Un oso.
Su expresión se volvió interrogativa.
—Mi peluche favorito —aclaró Eryn—. Cuando era niña hicimos una gira por Inglaterra
mientras vivíamos en Alemania. Por supuesto, solo papá lo sabría, por eso lo eligió como palabra
de seguridad. —Ella hizo una mueca—. Ahora tú también lo sabes.
Ike emitió un gruñido. Mantuvo su atención en el camino, maniobró alrededor de un bache y
disminuyó la velocidad donde el agua de lluvia había arrastrado la grava.
—Tu padre es un buen hombre —afirmó él, cruzando el abismo.
Las lágrimas afloraron a los ojos de Eryn.
—¿Puedo llamarlo? —suplicó, anhelando el sonido de su voz—. Siempre hablamos los
domingos.
—No. La NSA está monitoreando sus llamadas telefónicas. No quiere que nadie sepa dónde
estás. Lo siento —añadió al ver su gesto de dolor.
Eryn volvió la cara hacia la ventana. El arroyo corría a su lado, coloridas cuarcitas brillaban
bajo el torrente de agua clara. Cuando se recuperó, miró a Ike y se quedó impresionada por el
aislamiento que parecía encubrirlo.
—¿Tienes familia? —le preguntó—. ¿En Ohio, tal vez?
—Hasta donde yo sé.
La declaración le pareció extraña.
—¿Hasta donde sabes?
Ike movió una mano y encendió la radio, interrumpiendo la conversación.
Eryn se quedó boquiabierta ante su grosería. Obviamente, no quería que ella supiera nada de
él. Bien. De todos modos, tampoco estaba interesada. No era nada más que su protector.
Capítulo 6

Eryn McClellan lo estaba castigando con su silencio. Ike sonrió contento. Había logrado pasar
veinte minutos sin decir una palabra, probablemente un récord para ella. En el proceso, se había
mordido el labio inferior tantas veces que parecía que la habían besado a fondo. Maldita sea,
ahora estaba pensando en besarla.
«Ni siquiera la mires», se ordenó a sí mismo.
Pero no podía dejar de hacerlo. Incluso sin una mota de maquillaje, con su cabello recién
lavado recogido en un moño húmedo, su ropa del día anterior y una mirada enfurruñada en su cara,
Eryn no se parecía a ninguna otra mujer de Elkton, Virginia, con una población de dos mil
habitantes.
Era demasiado atractiva y, cuando hablaba —lo que sin duda no tardaría en hacer—, usaba un
inglés apropiado y gramatical muy diferente al acento montañés de esta parte de Virginia.
Y comprar ropa en Dollar General estaba claro que era una tarea poco habitual para ella.
—Casi no hay nada de mi tamaño —gruñó, después de revisar sin éxito los estantes. Por fin,
escogió un suéter amarillo, se lo llevó hasta el pecho para ver si le quedaba bien, y luego lo lanzó
sin decir palabra hacia el carrito de la compra.
Y falló el tiro.
Ike sintió un cosquilleo en las costillas. Desconcertado por la sensación de vértigo, se dirigió
hacia el escaparate, resignado a esperar.
Con un ojo en el aparcamiento y otro en Eryn, la vio llenar su carrito con otro suéter, un par de
jeans y un chándal de terciopelo de color rosa. Se preguntó si había un plan para su selección, o si
era una elección casual. Luego, ella se dirigió hacia un expositor de bragas y sostenes de color
pastel, y su pulso se aceleró. Se obligó a mirar hacia otro lado, pero no antes de imaginársela
usando unos de esos conjuntos.
«Por el amor de Dios, piensa en otra cosa».
Después de que Eryn cogiese varios artículos de tocador, él se dirigió por fin a la caja
registradora con una mirada de resignación.
—Yo pago —le dijo, sacando su billetera.
Ella lo miró incrédula, con la mano hurgando en su bolso.
—Tengo mi tarjeta —respondió.
—Efectivo —dijo él, recordándole que las tarjetas de crédito podían ser rastreadas.
Ella se mordió el labio y se ajustó el cabello.
—Oh… —susurró, al tiempo que se retiraba con su carrito.
Ike lo recuperó y le entregó al cajero tres billetes de veinte dólares.
—Te lo devolveré —murmuró Eryn, con aspecto nervioso y humillado.
Ike no dijo una palabra. Al acercarse a la salida, vio que un hombre vestido con un mono
acariciaba la cabeza de Winston, que asomaba por la ventanilla trasera del Durango.
Traer al perro fue un gran error. Por suerte, el hombre se alejó sin más.
—¿Mi padre te paga para que te quedes conmigo? —La aguda pregunta de Eryn lo hizo girarse
hacia ella, de pie mientras sostenía las bolsas de la compra.
—¿Qué? No. —Nunca se había hablado de dinero. La lealtad no era algo por lo que un líder
tuviera que pagar.
Agarró la mitad de las bolsas para aligerar su carga, salió del local y la guio hacia la tienda de
comestibles en el extremo opuesto del centro comercial. Según caminaban por la pasarela
cubierta, Ike sufrió la repentina certeza de que alguien los observaba.
Pero ¿Quién? Buscó al culpable en el amplio
estacionamiento. ¿Y dónde?
Cogió a Eryn por el codo, la colocó al otro lado y aceleró el paso. Dejó la compra en un
carrito de supermercado, y lo empujó con rapidez a través de las puertas automáticas. Para su
exasperación, Eryn se detuvo justo en medio del pasadizo.
Ike retrocedió.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó cuando ella cerró los ojos.
—Solo visualizo qué más necesitamos.
Ike echó una mirada incómoda por las ventanas, pero aun así no vio razón alguna para su
cautela.
Eryn empezó a avanzar tan repentinamente como se había detenido, y él la persiguió, luchando
para evitar mirar hacia abajo. La hija de Stanley tenía el trasero más dulce y con forma de corazón
imaginable. El maldito karma, pensó.
Durante la siguiente media hora, Eryn consiguió poner a prueba la presión arterial de Ike.
Comparó las marcas, leyó las etiquetas de las latas y el reverso de las latas. Mientras tanto, él
podía escuchar el tic-tac de su reloj, las voces en la tienda, las pisadas…
Cuando ella dejó caer una bolsa de rebanadas de pan en el carro y devolvió la otra a su sitio,
él no aguantó más.
—¿Por qué esa?
Ella lo miró de reojo.
—Menos conservantes. Tengo que cuidar lo que como.
—¿Cuidas tu peso?
Eryn arqueó una delicada ceja.
—El cáncer es cosa de familia.
Ike se sintió como si lo hubieran despertado con una bofetada. Esta no era la primera vez que
sus suposiciones estaban fuera de lugar. Como la adicción a esas pastillas. Si rechazaba los
conservantes, probablemente evitaba las drogas. Recordó su dureza con ella y se encogió por
dentro.
Pero luego se preguntó si el FBI le había recetado las píldoras para mantenerla dócil, y eso lo
preocupó de nuevo.
Ike llevó el carro fuera después de haber añadido algunos comestibles y la comida para perros
de Winston a lo que Eryn ya había comprado. En el instante en que salieron al exterior, lo atrapó
otra vez la sensación de que alguien los vigilaba.
¡Maldita sea! ¿Quiénes eran y dónde coño estaban?
—Más despacio —le pidió a Eryn cogiéndola del brazo cuando esta se apresuró a saludar a su
perro.
Consciente de la delicadeza de su muñeca, observó la azotea detrás de ellos en busca de
señales de un francotirador. Nada. Al darse cuenta de que ella lo escrutaba con los ojos muy
abiertos, trató de actuar con naturalidad.
—¿Ocurre algo? —preguntó ella.
—Sigue caminando —se limitó a responderle. Uno a uno, evaluó los automóviles aparcados,
pero no vio nada que alertase su sexto sentido—. Traeré las bolsas, tú entra en el coche —le
ordenó—. No te muevas de aquí —dijo refiriéndose al asiento del medio.
—¿Por qué? —La voz de Eryn subió una octava.
—Solo hazlo. —Él arrojó las bolsas junto a ella y cerró la puerta. Al girarse, se fijó en una
caravana de color plata estacionada en el otro extremo, justo frente al banco, y detrás de una
hilera de perales de Bradford en flor. El FBI había monitoreado la casa segura desde un vehículo
como este. Él no lo había visto, pero encajaba con la descripción de Cougar.
Mientras entrecerraba los ojos a lo lejos, la luz del sol incidió sobre una superficie reflectante
detrás de una ventana polarizada.
La adrenalina de Ike se disparó. Los prismáticos causaban ese tipo de resplandor, al igual que
el visor de un modelo de rifle antiguo. Se movió con rapidez hacia el coche. La presión le taladró
el pecho como un tornillo.
No era posible... ¿El FBI los había encontrado? ¿Cómo? Había tenido mucho cuidado de no
dejar rastro.
Con un sudor frío, se deslizó en el asiento del conductor y revisó sus opciones. Su Dodge
Durango tenía tracción a las cuatro ruedas. La caravana, por otro lado, era una gran masa de metal
a la que podía superar fácilmente en la carretera. Él los dejaría atrás, luego llevaría a Eryn de
vuelta a su cabaña y la escondería.
Stanley no quería poner a su hija bajo la custodia del FBI y al infierno si Ike iba a entregarla
por las buenas. No era al Tío Sam a quien debía su lealtad, ya no.

—Acaba de verte —anunció Jackson, apartándose de la ventana polarizada con un rictus. Sabía
que debían haber traído el Taurus, mucho menos molesto que el Centro de Comando Móvil de
cuarenta pies de largo.
—No seas ridículo. —Caine bajó los binoculares y le dirigió una mirada despectiva.
—Lo seguiremos —dijo Ringo, quien dejó su asiento para comprobar la consola del
ordenador.
—Espera. —Caine miró el Durango que ya enfilaba hacia la salida—. Deja que se vaya. Nos
supera en velocidad. Además, sabrá que estamos aquí.
«Demasiado tarde», pensó Jackson.
Ringo abrió los ojos como platos tras sus gafas de repuesto.
—¿Quién es ese tipo?
—Sabemos quién es —dijo Caine, mientras consultaba el informe que acababa de ser enviado
por fax desde el Departamento de Vehículos Motorizados de Virginia—. Y la matrícula lo
confirma: Isaac Thackery Calhoun. Ringo, llévalo al Servicio de Investigación Criminal de la
Marina ahora mismo. Y compruébalo en la oficina del sheriff. Tal vez tengan antecedentes penales
suyos.
Jackson señaló a la dirección por donde había desaparecido el vehículo.
—Señor, ya nos ha visto, y el hombre tiene el instinto de un animal salvaje. Ningún terrorista
se va a acercar a ella. ¿No es suficiente para quedarnos tranquilos?
La expresión de Caine se volvió obstinada.
—Es solo un hombre, Jackson —respondió—. Y si no considero que sea el adecuado,
entonces, por Dios que la recuperaremos.
Jackson trató de contenerse. El agente Caine iba a tener que aprender la lección por las malas.
Los hombres como Isaac Calhoun eran fantasmas. En la guerra, no podías oírlos ni verlos venir,
pero, en cuanto amanecía, sabías con seguridad que habían estado allí.

Ike salió del estacionamiento y aceleró a fondo. «No me sigas», rezó, con un ojo pegado al espejo
retrovisor.
Condujo cien metros y la caravana no se movió.
Media milla. Su ritmo cardíaco se calmó. La caravana se había quedado en el aparcamiento,
inmóvil.
Una milla y media. Nada.
Expulsó el aire de sus pulmones y analizó lo que había visto y sentido. Tal vez no eran los
federales. Tal vez se trataba de una vieja caravana civil, perteneciente a algún jubilado de Nueva
Jersey.
Ya sin sudor en la palma de sus manos, se desvió de la carretera de cuatro carriles y atravesó
el centro de la ciudad antes de doblar a la derecha en Red Brush Road, donde solo había granjas,
iglesias y ganado doméstico, todo ello rodeado por las montañas cercanas. Ni un solo coche se les
cruzó en la sinuosa y montañosa carretera, tal y como a él le gustaba.
¿Y si el constante aislamiento hubiera alterado su instinto? El estar solo día tras día, mes tras
mes, podría haberle afectado la cabeza. No había ninguna posibilidad de que el FBI lo hubiera
localizado tan rápido, a menos que... le hubiesen colocado algún dispositivo de rastreo.
—¿Ike?
Él enfocó el espejo retrovisor, donde la mirada de Eryn lo golpeó con remordimiento.
—¿Nos está siguiendo alguien?
—Ahora mismo no.
—¿Pero lo han hecho?
No tuvo el valor de decirle la verdad.
—No. Estamos bien.
Cuando regresaran a la cabaña, él no iba a tener más remedio que registrar sus cosas.

Eryn vigilaba a Ike mientras lo seguía hasta la casa. A pesar de sus palabras tranquilizadoras, ella
notó un cambio en su actitud desde el momento en que salieron de la tienda. Le pareció inquieto,
melancólico.
—Toma —le dijo él, dejando los comestibles en el mostrador de la cocina—. Ve a guardar tus
cosas y luego tráeme tu bolso.
Eryn se quedó helada. Estudió su expresión inescrutable para intentar adivinar lo que estaba
pensando.
—¿Por qué?
Ike respiró hondo antes de encontrarse con su mirada.
—Necesito buscar un dispositivo de rastreo.
La habitación pareció dar vueltas en torno a ella.
—Dijiste que nadie nos seguía.
Ike se dio la vuelta y enterró su cabeza en el refrigerador.
—El FBI podría estar siguiéndote.
«Como si eso fuera una buena alternativa», pensó Eryn. Ella asintió, subió corriendo a su
habitación y guardó su ropa nueva en los cajones antes de llevarle su bolso.
Encontró a Ike cerrando los armarios. Al verla, señaló con la barbilla.
—En la mesa.
Su padre había comprado ese bolso en un bazar afgano y se lo había traído como regalo. Tenía
más bolsillos y recovecos que las cuevas del Hindu Kush. Bajó la cremallera de todos los
compartimentos, dio un paso atrás y dejó que Ike mirara en su interior.
Y vaya si miró. Lo vació por completo y no dejó un solo espacio sin registrar. Eryn se inclinó
sobre el creciente montón de envoltorios, bolígrafos, maquillaje, clips y tarjetas de crédito. Tal
vez era hora de deshacerse de cosas innecesarias, pero nunca se podía saber cuándo te iban a
secuestrar. Rio a su pesar.
Ike encontró una tarjeta de visita del agente especial Jackson Maddox. Estudió el nombre y lo
volvió a guardar.
—¿Qué estás buscando exactamente? —preguntó Eryn.
—Un transmisor-receptor o un dispositivo GPS. Recubierto de metal o plástico. Puede ser
circular o rectangular, de unos dos centímetros y medio de diámetro. —Unos minutos después, se
rindió—. No veo nada sospechoso.
Eran buenas noticias, ¿verdad? Entonces, ¿por qué fruncía el ceño?
—Así que no me están siguiendo —concluyó ella.
Ike la miró de un modo extraño.
—Necesito que te quites la ropa, es decir, que te la cambies —rectificó. Su cuello se puso rojo
—. Dame lo que tengas puesto.
Ella estaba tan horrorizada, que no reparó en la vergüenza que desprendía Ike.
—¿Crees que han escondido algo en mi ropa?
—En tu ropa, en tu piel. ¿Tienes algún corte nuevo?
Eryn se quedó con la boca abierta y agitó la cabeza sin decir palabra. Tenía que ser una broma.
Ike lo intentó de nuevo con un amago de sonrisa.
—Tráeme tu ropa —insistió.
Sorprendida y preguntándose si el FBI podría haberse rebajado a pegarle implantes bajo la
piel, Eryn volvió a meter sus cosas en el bolso y regresó arriba.
Se quitó la ropa y examinó su cuerpo sin la ayuda de un espejo. Nada sospechoso llamó su
atención: ninguna incisión extraña, solo los moretones que se hizo al caer por las escaleras. Dos
veces.
Se puso la ropa interior que Ike había pagado mientras se recordaba a sí misma que tenía que
devolverle el dinero. Se probó los vaqueros nuevos y el suéter violeta, y se miró con gesto crítico.
El suéter era muy ajustado a la altura del pecho, y los vaqueros demasiado holgados. Pero,
¿qué podía esperar al comprar en el Dollar General? Con un murmullo de asco, recogió su ropa
sucia y la llevó abajo.
Ike estaba examinando la identificación de Winston y se alzó cuando ella colocó su ropa sobre
la mesa. Eryn tuvo que tragarse su malestar mientras él examinaba las costuras y los bolsillos de
sus tejanos. Después, inspeccionó su ropa interior y la camiseta y, por último, cogió su sostén
negro. En las manos ásperas y grandes de Ike, la delicada prenda parecía extrañamente erótica.
Ella echó una mirada furtiva a su perfil y notó que su cuello se había vuelto rojo otra vez.
—No veo nada —murmuró él, soltando el sostén como una granada caliente.
Eryn se esforzó por sonar normal.
—Entonces, ¿puedo usarlo todo después de lavarlo?
—Claro —respondió él.
Eryn paseó su mirada por la sala con una repentina preocupación.
—¿Cómo lavas aquí tu ropa?
—A mano —dijo Ike clavándole sus brillantes ojos verdes.
Tenía que estar bromeando con ella de nuevo.
—¿Quieres decir en el arroyo, en las rocas? — Esperaba por Dios que no fuera en serio.
Ike curvó la comisura de sus labios.
—¿Tienes algún problema con eso?
Ella sacudió la cabeza y adoptó una postura alegre.
—Por supuesto que no —contestó, simulando un fuerte acento montañés—. Una vez que haya
hecho la colada, rastrillaré el jardín y embotellaré un poco de aguardiente casero.
Ike soltó una risita oxidada que a ella le provocó una sensación de burbujeo en el pecho.
—Bien, mujer. —Él le devolvió su propia interpretación del dialecto local—. Pero no antes de
que cocines algo sabroso. Me gustaría comerme una vaca ahora mismo.
Eryn se echó a reír.
—Da miedo lo bien que haces eso.
Toda huella de aquella sonrisa desapareció del rostro de Ike, perforando la burbuja en el pecho
de Eryn.
Él desvió su mirada hacia la ventana.
—Sí, bueno, llevo aquí bastante tiempo.
Desde que él dejó el ejército, supuso ella, a la vez que trataba de recordar lo que había
provocado su renuncia.
Ike se volvió hacia un cajón de la cocina, cogió una bolsa de pienso y llamó a Winston. Cuando
este acudió, Ike salió de la cabaña seguido por el perro sin decir nada más.
Eryn caminó hacia la ventana. Vio a Ike detenerse y agacharse frente a Winston. El sol
proyectaba sombras cómicas sobre la hierba virgen.
—Siéntate —lo oyó ordenar, y el perro se sentó en el acto.
Eryn resopló. ¿Ike iba a someter a Winston a un entrenamiento de obediencia? Le deseó buena
suerte y recordó que tenía que cocinar.
Tal vez Ike estaría menos resentido con ella después de probar su comida.

—Caballeros, digámosle al sheriff Olsen quién vive en Overlook Mountain, ya que no parece
tener ni idea. —El tono burlón de Brad Caine llenó la estrecha sala de reuniones en el sótano del
ayuntamiento, donde se encontraba la oficina del sheriff del condado de Rockingham.
Molesto por la grosería de su supervisor, Jackson miró las cejas pobladas del sheriff y se dio
cuenta de que el hombre no se sentía intimidado en lo más mínimo.
—Jackson, empieza tú —dijo Caine.
Jackson miró las notas que tenía en la mano, información suministrada por sus analistas una
hora antes, ninguna de las cuales le había sorprendido.
—El nombre del propietario es Isaac T. Calhoun. Antes de marzo del año pasado, trabajó para
la Marina de los EE.UU. como francotirador SEAL. Sirvió en África, Irak y Afganistán y se le
atribuyen dieciocho asesinatos. En marzo pasado, renunció a su cargo y compró sesenta y tres
acres en Overlook Mountain.
—¿Sabe, sheriff? —interrumpió Caine—. Puede que le beneficie conocer a sus electores.
El sheriff Olsen le echó un vistazo, pero, de nuevo, no dijo nada. Caine hizo un gesto a Ringo
para que continuase.
—De acuerdo, según la oficina del tesorero de Rockingham, el señor Calhoun posee y opera un
negocio llamado ITC, Entrenamiento de Seguridad y Supervivencia. Enseña defensa táctica y
estrategias de supervivencia a ciudadanos particulares, corporaciones y agentes del orden público
—agregó Ringo, dando especial énfasis a esto último—. Calhoun está al día con sus impuestos y
no tiene deudas pendientes.
—Parece un ciudadano de primera —se burló Caine—. ¿Ha sido usted su alumno, sheriff?
—No.
—Pero algunos de sus subordinados sí.
El sheriff se encogió de hombros.
—¿Qué quiere de él?
—Lo siento, pero es una cuestión de seguridad nacional. Nos gustaría hablar con alguien de su
oficina que haya recibido formación en Supervivencia y Seguridad del ITC —insistió Caine.
—Mis ayudantes están todos de patrulla. No tengo suficiente personal aquí.
Caine le dirigió una sonrisa desagradable.
—Veo que es un lugar muy concurrido.
La pequeña habitación se quedó en silencio. El sheriff se rascó la barbilla.
—Bueno, usted podría intentar hablar con mi sobrino —sugirió finalmente—. Trabaja en la
seguridad de la estación de esquí —explicó sacudiendo la barbilla en dirección a la montaña
Massanutten, un conocido lugar de vacaciones para yuppies que viven cerca de la capital.
—¿Cómo se llama?
—Dwayne Barnes.
Caine hizo un gesto a Ringo para que anotara el nombre.
—¿No tendrá por casualidad un registro de las armas de fuego en posesión del señor Calhoun,
verdad, sheriff? —preguntó de improviso.
Olsen emitió una risa corta y sorprendida.
—Esto no es la ciudad, muchachos —replicó—. Aquí es un derecho constitucional que un
hombre lleve armas. —De pronto, empujó su silla hacia atrás—. Ahora, si me disculpan, tengo
trabajo que hacer.
—¿Calhoun enseña leyes? —insistió Caine.
—No lo sé —dijo el agente, dirigiéndose a la salida—. Tendrá que hacerle esa pregunta a
Dwayne.
—¿Cuál es la mejor manera de encontrarle?
Olsen miró por encima de su hombro y levantó las cejas.
—Ustedes son el FBI, ¿no? Averígüenlo —dijo antes de salir de la habitación.
Todos se miraron perplejos.
—Me parece que la policía local no nos va a servir de ninguna ayuda —declaró Caine—.
Como dice el viejo dicho, hay honor entre los ladrones.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ringo.
—Entrevistemos al sobrino. —Caine miró el nombre que Ringo había anotado—. Pero antes,
quiero que encuentres algo sucio sobre él. Le sacaremos más de esa manera.
Jackson se frotó los ojos doloridos. ¿Honor? Caine no reconocería el honor, aunque este lo
golpease en la nariz.

Que no hubiese ningún dispositivo de rastreo, solo podía significar una cosa, pensó Ike. El FBI no
estaba siguiendo a Eryn; el vehículo que vio en el centro comercial no era de ellos. Había sido
demasiado precavido, pero estaba protegiendo a la hija de Stanley.
Aun así, su instinto le advirtió que permaneciera vigilante. No podía permitirse el lujo de
subestimar al FBI, el cual disponía de muchos recursos y satélites espías a su disposición. No
podía bajar la guardia ni por un momento. Y la única manera de mantenerse alerta era entrenando.
Dada la escasez de aprendices, Ike dirigió su atención a Winston. El perro parecía ser medio
pastor alemán. Seguramente, podría ser adiestrado para repeler a los atacantes, de la misma
manera que los militares habían hecho con sus unidades K-9. Ike conocía el procedimiento.
Además, ocuparse de Winston lo ayudaría a no pensar en Eryn, cuya valiente personalidad estaba
socavando su resolución de mantenerla a distancia. Casi le da algo cuando ella imitó el acento de
la montaña. Le hizo desear tenerla aquí para él solo, embarazada y descalza.
«No vayas por ahí», se advirtió a sí mismo. Pero no podía evitar darse cuenta de lo extraño y
estimulante que era tener una mujer cerca. Con ella, no podría hundirse en el pasado como solía
hacerlo, no teniendo cada célula de su cuerpo atrapada en el presente. Su mente, por desgracia,
parecía incapaz de emplear una táctica.
A Winston no le fue mucho mejor. Después de quince minutos, había olvidado cómo
concentrarse. Ike estaba satisfecho de haberle enseñado cómo sentarse, acostarse y buscar. Pero
con el olor a ajo y a salchichas que salían de la cabaña, tendría que dejarlo para otro día, por lo
que decidió ir a dar un largo paseo con el perro por la montaña.
Para cuando regresaron, el sol se estaba poniendo. Un aroma decadente saludó sus fosas
nasales. El profundo silencio en la cabaña impulsó a Ike a hacer una entrada sigilosa. Eryn yacía
dormida en el sofá, y se acercó a verla.
Estaba tumbada sobre los cojines, con el codo flexionado para poder apoyar la mejilla en la
mano y una mancha de salsa de tomate en la barbilla. Su largo cabello ámbar caía en cascada
sobre el brazo del sofá, brillando con luces de cobre, bronce y oro donde captaba los rayos del
sol.
Al mirarla, Ike sintió una presión en el pecho y la ingle. El impulso de inclinarse y acariciarle
el pelo sedoso era demasiado grande. Permaneció en trance durante varios minutos, observando
cómo sus pechos se elevaban y descendían bajo el apretado suéter amarillo.
Pero entonces, su mirada se dirigió impotente hacia abajo, por encima de su delgada cintura
hasta el espacio entre sus muslos ligeramente separados. Podía imaginarse lo cálida y suave que
sería su piel. «¿De qué color era su vello púbico?», se preguntó, notando cómo crecía su deseo.
«Nunca lo sabrás, imbécil». Las mujeres como Eryn no se interesaban por tipos como él. Tenía
el sentido común suficiente para elegir amantes inteligentes y tiernos, capaces de ofrecerle la
estabilidad a la que estaba acostumbrada.
Ike nunca había cuestionado su propia inteligencia. Pero cuando se trataba de su estado mental,
el año anterior había sido tan estable como un campo minado. Y siempre igual de tierno que un
sargento instructor.
Deprimido por su autoevaluación, se apartó de ella, se dirigió al baño y cerró con un portazo.
Oyó a Eryn levantarse del sofá y correr hacia la estufa.
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó ella, angustiada. La puerta del horno se abrió con un
gemido—. ¡Oh, sí! —dijo con alivio al aspirar el delicioso aroma.
Ike se encontró con su mirada dura en el espejo. Incluso sus inocentes palabras lo excitaron.
«Mantente bajo control, hombre».
Su encanto estaba erosionando su determinación, y él no podía permitirlo. Si quería recuperar
el respeto de Stanley, tenía que devolverle a su hija, ilesa e intacta. Eso significaba mantener las
distancias, aunque ella llegase hasta él de todos modos.
Capítulo 7

Farshad estudió al líder de la Hermandad del Islam con un desprecio que mantuvo oculto tras una
piadosa sonrisa.
—¿Por qué los medios dicen que nos atribuimos el mérito del atentado? —lo regañó el imán
Abdullah Nasser, de pie ante los seguidores devotos postrados de rodillas—. ¿Acaso ordené la
persecución de la hija del general McClellan? —Su voz indignada resonó bajo el techo
abovedado de la mezquita.
Los feligreses, la mayoría de ellos musulmanes moderados, murmuraron que no lo había hecho.
Farshad trató de adivinar qué joven de los presentes había elegido el clérigo para reemplazar a
Itzak.
En la sala de chat en línea donde los extremistas se reunían cada dos noches, el nombre del
nuevo chico era Venganza. Farshad lo había persuadido para que fuera a una escena más privada
para probar su lealtad. Eventualmente, había informado al nuevo chico del nombre de usuario y la
contraseña de una cuenta de correo electrónico ficticia. Allí, compartían los mensajes, que
guardaban en la carpeta de borradores sin tener que presionar la tecla «intro».
En el transcurso de una semana, Farshad se enteró de que su nuevo recluta era Shahbaz Wahidi,
un mecánico de automóviles de veintitrés años de edad y amante de los videojuegos violentos.
Shahbaz había nacido en Estados Unidos, pero sus padres, inmigrantes analfabetos e incultos, no
se encontraban en mejor situación en Washington D.C. que en Pakistán. Aislados de sus parientes,
desilusionados y amargados, habían enseñado a su hijo a odiar todo lo americano.
Desde donde estaba sentado, Farshad no podía ver a nadie con grasa bajo sus uñas. Tampoco
pudo haber elegido a ninguno de los otros extremistas que conoció por Internet, y tampoco al
informante que había facilitado la dirección de la casa segura.
La voz del imán Nasser al dirigirse a los feligreses lo sacó de sus pensamientos.
—Mustafá Masoud, ¿estás aquí?
—Aquí, Su Eminencia —dijo uno de los devotos.
—De pie.
Un esbelto afgano-estadounidense se elevó sobre sus compañeros de rodillas.
—¿Por qué existe este rumor? —preguntó el imán Nasser.
«¿Por qué Nasser le haría esa pregunta al hombre?», se preguntó Farshad. ¿Era posible que él
fuera el informante, el hombre cuya hermana estaba casada con un analista del FBI?
—Imán, el Washington Post recibió una llamada telefónica de alguien de la Hermandad para
reivindicar la responsabilidad —explicó Mustafá—. El periódico, a su vez, llamó al FBI.
Las esperanzas de Farshad aumentaban a medida que sus sospechas se duplicaban. Saber quién
era el informante significaba que no tendría que entrar en el chat en línea para indagar sobre el
paradero de su objetivo.
Farshad enviaría a su nuevo recluta a preguntarle al hombre en persona. Sí, era hora de poner a
Shahbaz a trabajar, sin riesgo para sí mismo. Debido a la forma en que se comunicaban, Shahbaz
no podría identificarlo.
—¡Eso es mentira! —bociferó el clérigo, apuntando con un dedo—. ¡Somos una organización
pacífica que busca la creación de un estado islamista global! Nuestra Ummah está gobernada por
la ley de Mahoma. La Sharia prohíbe el asesinato de personas inocentes.
Farshad escondió una mueca de desprecio. Su interpretación de la ley era bastante débil.
—Que cese toda idea de persecución —exigió el imán con una mirada severa a su alrededor
—. Sharia significa unidad a través del amor, nunca a través del odio. Ahora, oremos todos
juntos.
Farshad no tenía necesidad de rezar. Alá ya había hablado con él.

La mirada de éxtasis en la cara de Ike era reveladora. Se comió la cena lentamente, saboreando
cada bocado. Eryn tuvo que morderse el labio inferior para no mostrar su satisfacción. A él le
encantaba su comida. Aún así, no estaría mal que se lo dijera.
Por otro lado, las palabras no siempre eran necesarias, ya que ella sabía cómo enseñar inglés a
extranjeros. De todas formas, no podía sentarse en una mesa con alguien y no hablar.
—¿De qué parte de Ohio dijiste que eras?
Él le dedicó una mirada irónica. No lo había dicho.
—De un pueblo pequeño a las afueras de Columbus.
—¿Has vivido en algún otro sitio? —preguntó ella.
—No.
—¿En serio? No puedo imaginarte creciendo en un solo lugar.
Eryn esperó a que él le preguntase lo mismo, pero no lo hizo. Así que se encogió de hombros y
se adelantó.
—Estuvimos destinados en el norte de Virginia, Corea del Sur, Japón, Alemania y Jordania. —
Ella contó con sus dedos y lo miró expectante.
—¿Cuál era tu destino favorito?
Bravo. Por fin estaba cumpliendo con su obligación de comunicarse.
—Ni siquiera tengo que pensar en Alemania. —Dejó que los recuerdos revoloteasen en su
mente por un momento—. Los fines de semana tomábamos un tren a los países limítrofes para
hacer turismo. Fuimos a Francia, España, Austria, Italia, incluso cruzamos el canal a Inglaterra,
como te dije.
Ike clavó el tenedor con empeño.
—Suena bien.
Ella ladeó la cabeza.
—Seguro que conociste Europa cuando estabas en el ejército.
—Turquía —afirmó él mientras se levantaba para servirse una segunda ración.
—¿Estambul? Estambul es increíble. Allí estuve en una excavación arqueológica con mi
madre. Le volvía loca la cerámica. Dondequiera que fuésemos, buscaba piezas para su colección.
En esta excavación en particular, se descubrió un mosaico que databa de la época bizantina. Fue
excitante.
Mientras él se sentaba de nuevo frente a ella, su mirada se detuvo en su rostro, que ella sabía
que estaba iluminado por la nostalgia.
—Estambul no —dijo él escueto—. Izmir.
—Oh, es una lástima. —Le había sido más fácil conseguir que sus estudiantes extranjeros
hablasen en un inglés vacilante—. ¿Qué otros países has visitado?
Su boca se curvó, pero sin rastro de humor.
—Las habituales trampas para turistas —contestó Ike—. Irak, Darfur, Afganistán…
Una nube oscura pareció descender sobre la mesa.
—No siento mucho interés por Oriente Medio —admitió Eryn—, aunque nunca se lo digo a
mis alumnos. Allí no hay suficiente vegetación, y yo necesito color —reflexionó, llenando el
silencio con su propia voz—. Necesito el verde —añadió mirándolo a sus ojos del mismo tono.
—Jordania no está mal.
Por fin se había decidido a hablar con ella, pero su conversación había derivado hacia un
territorio doloroso. Eryn le mostró una sonrisa tensa.
—Papá tenía órdenes de ir a Irak. Mi madre quería estar cerca de él. Ella sabía que su tiempo
era limitado, que su cáncer se estaba extendiendo. Así que nos trasladamos a Jordania, donde él
podía visitarnos.
Ike soltó su cubierto en el plato.
—Stanley hablaba mucho de tu madre.
Eryn asintió. Un tronco en la estufa de leña estalló y dispersó varias chispas. Ike cortó el borde
de su lasaña con el lado del tenedor, pero no se la comió.
—¿Eres hijo único? —sondeó ella. Tal vez ahora obtendría algunas respuestas.
—Tengo un hermano mayor.
—¿Estabais muy unidos?
—Él solía mantenerme a raya a base de golpes.
Eryn parpadeó sorprendida.
—Supongo que no siempre es fácil tener un hermano.
Ike mostró su acuerdo con un gruñido, se metió la comida en la boca y masticó.
—Me preguntaba...
Ella lo invitó con un gesto a que se desahogara.
—¿Qué?
—¿Alguna vez Stanley te enseñó a disparar? —dijo él.
La pregunta estaba tan fuera de lugar que Eryn tardó varios segundos en responder.
—No. Intentó enseñarme hapkido cuando cumplí quince años, pero no me lo tomé muy en
serio. —Ella lo miró con fijeza—. ¿Por qué lo preguntas?
—Quiero enseñarte a disparar.
Ella no lo había visto venir.
—Pensé que te tenía para eso.
Su dura respuesta hizo que Ike desviase la mirada.
—Podemos hablar de ello más tarde —dijo comenzando a levantarse.
—Ahora estará bien —le aseguró ella. Al menos, él tenía algo que decir sobre el tema.
Él se sentó de nuevo.
—Tarde o temprano tendrás que retomar tu propia vida.
Eryn se estremeció.
—Deberías aprender a defenderte —añadió Ike.
La perspectiva de regresar a Washington tan vulnerable como cuando se fue, hizo que se le
helara la sangre. Ella tragó con fuerza.
—De acuerdo. Entonces, enséñame a disparar.
Ike asintió con la cabeza.
—Lo haré.
—¿Cuándo? —preguntó Eryn, pensando que eso implicaría pasar mucho tiempo juntos.
—Empezaremos mañana. —Ike arrastró su silla y se levantó—. ¿Has terminado?
—Sí.
Él llevó los platos al fregadero y comenzó a fregarlos. Eryn lo siguió y cogió un paño para
secar.
—¿Cómo ha estado la comida? —dijo de la manera más informal posible.
Ike miró hacia atrás, sorprendido.
—Genial.
Eryn sintió una intensa calidez que se extendió desde su pecho hasta las mejillas.
Cuando terminó de lavar los platos, Ike se limpió las manos en los pantalones y alcanzó la
parte superior del armario de la cocina.
—Esto es una Glock —explicó, mostrando una pistola de aspecto mortífero—. Tiene un buen
tamaño para ti.
Ella miró el arma con una leve repulsión.
—¿Está cargada?
Ike abrió el cargador para mostrarle las balas, lo volvió a cerrar y se deslizó hacia el rifle que
guardaba bajo su sofá.
—¿Tienes más armas escondidas? —preguntó Eryn en tono agudo.
—Muchas —le respondió él con la mandíbula tensa.
Su respuesta la dejó consternada. Sus mundos estaban a kilómetros de distancia. Mientras ella
había crecido con una cuchara de plata en la boca, Ike había vivido siendo el saco de boxeo de su
hermano mayor.
Aparte de su afecto mutuo por su padre, no tenían nada en común, ¿verdad?

Al regresar a la casa de sus padres, Shahbaz Wahidi se conectó a la cuenta de correo ficticia
electrónica, deseoso de leer los comentarios del Maestro sobre el sermón del imán Nasser.
Como él esperaba, el Maestro había escrito una larga y cáustica réplica sobre la débil
interpretación del imán del Corán. Después de despotricar, el Maestro le dio a Shahbaz su primera
tarea: acercarse a Mustafá Masoud en persona y preguntarle si podía descubrir el paradero de la
hija del comandante.
Shahbaz se estremeció entusiasmado. Resultaba que sabía dónde trabajaba Mustafá: en el
Wardman Park Marriot Hotel, como conserje.
Shahbaz se frotó las manos con anticipación. Toda su vida había soñado con castigar a Estados
Unidos por publicitarse como la tierra de la libertad, el hogar de los valientes. ¡Bah! Aquí solo
había conocido la injusticia y discriminación. Encontrarse bajo la guía del misterioso Maestro fue
providencial, y ser elegido para tal tarea, un privilegio.
Se dispuso a escribir una respuesta escueta y la guardó como borrador para que el Maestro la
leyera la próxima vez que se conectase: «Lo haré esta noche».
Mustafá Masoud terminó de atender a un huésped del hotel antes de prestar atención al joven de
cara ancha que rondaba las cercanías. Había reconocido al muchacho como miembro de la
Hermandad, posiblemente uno de los extremistas que había traicionado su inclinación política por
su rechazo a la autoridad.
—¿Quieres algo? —le preguntó Mustafá, a la vez que estudiaba su rostro para compararlo con
las fotos de los sospechosos involucrados en el atentado contra un refugio. Era demasiado viejo
para ser el joven que aparecía en las cintas grabadas en la tienda de UPS; sus ojos estaban
demasiado espaciados, al contrario que los del hombre que se hizo pasar por el jardinero.
Con una mirada furtiva, el chico se acercó y le habló en voz baja.
—Soy Venganza, del chat en línea.
Mustafá fingió ordenar la pila de mapas del sistema de metro de D.C. No estaba sorprendido,
excepto por el hecho de ser abordado tan abiertamente. Gracias a Alá, el vestíbulo del hotel
estaba casi vacío.
—¿Qué necesitas de mí? —le dijo al fin.
—Queremos saber adónde se llevaron a la chica —dijo el chico acercándose y sin mover
apenas los labios.
La confirmación de sus sospechas provocó un escalofrío en la columna vertebral de Mustafá.
Fingió ajustar el alfiler de su corbata, y sacó una foto del joven con la pequeña cámara que el FBI
le había prestado.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó, con la esperanza de aprender más.
—No puedo decirlo. —El chico miró hacia la puerta como si tuviera dudas—. ¿Puedes
ayudarnos a encontrar a la chica, o no?
Mustafá simuló desinterés.
—Puedo intentarlo.
—Bien. Cuando sepas algo, llama a este número. —El joven deslizó un trozo de papel con un
número sobre el escritorio del conserje. Sin decir una palabra más, se giró y corrió hacia las
puertas giratorias.
Mustafá llamó a un colega desde el mostrador.
—Cúbreme un minuto, ¿quieres? Tengo que ir al baño.
En el salón de empleados, se quitó el alfiler de corbata, pegó el extremo en el pequeño puerto
de su Blackberry y envió la fotografía de Venganza al FBI, junto con un texto que citaba las
palabras exactas del joven e incluía el número de teléfono que este le había dado.
Quizás se trataba de la oportunidad que el FBI estaba esperando. Si tenían suerte, el número
los llevaría directamente a los terroristas que amenazaban a la hija del comandante. Entonces, él,
Mustafá Masoud, un seguidor del verdadero Islam y un patriota americano, sería un héroe.

Levántate y brilla.
Eryn tuvo una pesadilla en la que luchaba por ensamblar las piezas de una pistola mientras el
asesino de Itzak empujaba con el hombro la puerta cerrada.
Ya despierta, se encogió al ver una silueta que se cernía sobre ella. Pero entonces, la cara de
Ike se iluminó bajo el reflejo de las estrellas.
—Oh, eres tú… —murmuró antes de caer sin fuerzas sobre la almohada.
—Es hora de empezar a entrenar —dijo él.
El alivio se convirtió en negación.
—Me quedé dormida —protestó, acurrucada en la cama.
Ike tiró de la sábana y la manta sin avisarla, exponiéndola al aire ya frío del ático.
Eryn gritó. Se había quitado casi toda su ropa hacía unas horas, cuando el ático parecía un
horno.
Ike insistió.
—Vístete —ordenó, con un tono que revelaba que había visto su piel pálida, a pesar de la
oscuridad—. Ponte una sudadera, camiseta y zapatillas deportivas —dijo de vuelta hacia las
escaleras.
—Todo lo que tengo son mis Skechers —contestó Eryn frotándose los párpados—. ¿Y por qué
vamos a disparar sin luz?
—Primero vamos a entrenar, luego dispararemos —aclaró Ike por encima de su hombro.
—¿Entrenar para qué? —se quejó ella. No se había apuntado para esto.
—Para estar preparados para lo peor. —Lo oyó decir mientras se desvanecía fuera del
dormitorio—. Mantén las luces apagadas.
Eryn aferró la manta mientras consideraba qué podía significar «lo peor». Luego decidió que
podría ser que su sueño, aún tan fresco en su memoria, se convirtiera en realidad.
Ojalá Dios no permitiera que se encontrase cara a cara con el asesino de Itzak, el hombre que
quería decapitarla. Pero era mejor estar armada que indefensa. Se levantó en medio de la
penumbra y fue en busca de su nuevo chándal rosa.
Cinco minutos después, se reunió con Ike abajo. Estaba sentado a la mesa de la cocina con lo
que parecía ser una sudadera del ejército, verde y con capucha.
—¿Por qué no hay luz? —susurró ella sin saber por qué.
—La luz te traiciona ante el enemigo.
Eryn no había pensado en eso. Para Ike, era sin duda algo innato.
—Come y vámonos —dijo él entregándole una barrita energética como la de la noche anterior,
que ella se tragó sin ningún apetito.
Ike se levantó abruptamente.
—¿Lista?
—Supongo —le respondió con poco entusiasmo.
El aire frío la envolvió mientras lo seguía a través de la puerta y salía al porche. Temblorosa,
se cubrió las orejas con la capucha de su chaqueta y se anudó los cordones.
Una luz amarillenta bordeaba las montañas, pero el cielo seguía siendo un mar índigo
reluciente de estrellas. Abajo, en el oscuro valle, cantó un gallo. Solo los granjeros y los
repartidores de periódicos tenían algo que hacer a estas horas.
«Y también los soldados que deben entrenarse para lo peor», se dijo a sí misma con un
estremecimiento.
—Hay que calentar. —Ike se giró bajo el árbol y empezó a saltar.
Eryn siguió su ejemplo y su aliento formó una nube de vapor ante ella. Hicieron cincuenta
saltos y luego algo que Ike llamó burpees, lo que implicaba caer al suelo húmedo y saltar de
nuevo con los pies juntos. Por último, estiraron los cuádriceps y los gemelos.
—¿Todo listo? —preguntó él al tiempo que se ponía en pie.
—¿Todo listo para qué? —dijo ella, retrocediendo mentalmente hasta su último día en el
gimnasio.
—Para correr.
A Eryn no le gustó la palabra. El jogging era más de su estilo.
—Sígueme —le pidió Ike. Acto seguido, emprendió la marcha.
«¡Mierda!» Eryn lo imitó. Su oscuro contorno se mezcló de forma instantánea con la vegetación
que crecía detrás de la cabaña. De pronto, se encontró en un sendero que formaba un túnel tenue a
través del bosque.
«Hagas lo que hagas, no te dobles el tobillo», pensó, y de inmediato se golpeó el dedo del pie
contra una roca.
Corrieron cuesta arriba por un sendero abrupto y erosionado por la lluvia. Las pantorrillas y
tobillos de Eryn protestaron en cuestión de minutos, y los pulmones se le contrajeron. Pero se
negaba a ser una víctima y huir asustada. Si quería recuperar su vida, tendría que aprender mucho
de Ike.
Con renovado vigor, se esforzó por alcanzarlo. Su aliento se serraba en la quietud del bosque.
El aroma de la savia y los minerales llenaba sus fosas nasales. Sus dedos, orejas y nariz le
picaban por el frío, pero aun así logró alcanzarlo.
Al final, el camino se niveló, y ella sintió que podía sostener su ritmo. Al atravesar los nogales
y castaños, el sol comenzó a salir, disparando rayos dorados a través del bosque, iluminando los
troncos de los árboles amarillentos con líquenes. Un pájaro carpintero martilleó con un sonido
hueco, mientras que las reinetas y jilgueros saltaban por la maleza en busca de larvas. Si no le
doliera tanto el cuerpo, podría disfrutar de este tiempo de calidad con la madre naturaleza.
Vio a Ike mirar hacia atrás y aumentó su velocidad para impresionarlo. Se dio cuenta de que
apenas podía oírle sobre el sonido del agua, que se hacía más fuerte a cada paso. Ike esperó a que
ella se le uniera jadeante en el borde de un barranco, donde, a lo largo de los siglos, las nieves
derretidas habían tallado un profundo y rocoso desfiladero, en cuyo fondo se estrellaba el agua
que manaba desde la cima de la montaña.
—Naked Creek —anunció Ike, que no parecía cansado.
—Precioso. —Eryn se secó la nariz húmeda con una manga y se apretó el punto de sutura de su
costado, rezando para que se tomasen un respiro antes de darse la vuelta.
—Vamos a cruzar —dijo él.
Ella abrió los ojos como platos. La bajada hasta el agua parecía mortal.
—¡¿Cómo?! —chilló.
—En tirolina —informó Ike acercándose a un árbol.
Cuando él se dispuso a coger una polea, ella vio el grueso cable que iba de un lado del
barranco al otro, camuflado por el cielo de color plata.
Frente a ellos, un dispositivo que parecía un juego de manillares con un cable elástico, colgaba
del centro con un cinturón atado al cable elástico.
—Oh, no. No voy a usar eso. —Ella se alejó de él—. Volvamos corriendo.
—Claro que sí —dijo Ike, mostrándole las asas—. Por aquí. —Hizo un gesto con la cabeza.
Ella se mantuvo firme.
—¿Qué tiene que ver todo esto con aprender a disparar?
—Todo. —Ike alargó la mano, le agarró el codo y se acercó a ella—. ¿Crees que disparar es
solo apretar el gatillo y dar en el blanco? —le preguntó con mirada ardiente. Su cálido aliento la
abanicó en la mejilla—. No lo es. Se trata de superar lo que te asusta. ¿Quieres disparar?
Primero, tienes que aprender a pensar a través de tus miedos.
Nunca lo había oído decir tanto a la vez, con una voz áspera y cínica que le hizo sentir
cosquillas por todas partes.
—Está bien —admitió ella con el corazón acelerado—. Pero solo si vienes conmigo.
Ike entrecerró los ojos e inclinó la cabeza.
—De acuerdo.
—Abrázame fuerte —le pidió Eryn mientras él la guiaba a su posición bajo las barras. Ike
nunca la dejaría caer en unos rápidos mortales, se aseguró.
—Las manos aquí y aquí —le indicó él, sujetándoselas. La barra se sentía fría bajo sus
doloridos dedos, pero su cuerpo, situado detrás de ella, la confortó con su calidez. Tuvo que
resistir la tentación de apoyarse en él, para que su fuerza la tranquilizara.
Mientras medía la distancia hasta el otro extremo del barranco, le empezaron a temblar las
rodillas y los brazos. Eryn notó como él se enrollaba el cinturón de cuero alrededor de su cintura,
y su pulso se desbocó.
—Cuando estés en el aire, levanta los pies delante de ti. Eso te mantendrá en movimiento —
explicó Ike retrocediendo.
Eryn apenas podía respirar.
—Cuando llegues al otro lado, harás una parada —dijo Ike—. Suéltame y salta al suelo. Luego
puedes quitarte el cinturón.
—¡Pensé que vendrías conmigo! —le gritó con un repentino pánico.
—Justo detrás de ti —aclaró él—. ¿Lista? ¡Corre! —Ike empujó el manillar, sin darle la
oportunidad de averiguar si iría o no acompañada en su vuelo.
Lo siguiente que supo Eryn fue que la tierra bajo sus pies había desaparecido y que se
deslizaba por el aire completamente sola.
Un grito de terror surgió de su garganta. Miró hacia abajo, hacia el mortal torrente de agua y
rocas afiladas. El miedo absorbió la fuerza de su agarre. Su impulso se ralentizó; sus dedos
empezaron a resbalar en el manillar. Nunca llegaría al otro lado.
—¡Levanta los pies! —bramó Ike. Su voz resonó en el desfiladero.
—¡Te odio! —Eryn obedeció y recuperó velocidad. Los árboles y las rocas corrieron hacia
ella. Entonces, de repente, estaba planeando sobre tierra firme. Se detuvo y, recordando sus
instrucciones, soltó la barra. Aterrizó con sus rodillas temblorosas, desplegó los dedos
acalambrados y lo miró fijamente por encima de su hombro.
Ike estaba de pie en el lado opuesto con los brazos cruzados y una sonrisa torcida.
—Lo has hecho bueno —dijo.
—Bien —resopló ella, corrigiendo su gramática. Con todo el cuerpo temblando, intentó
soltarse el cinturón. Entonces se dio cuenta de que este habría evitado que se cayera, incluso si se
hubiera soltado.
Cuando Ike volvió a poner el listón a su lado, sus emociones oscilaron entre la euforia y la
indignación. ¡Lo había conseguido! ¡Pero él le había mentido! ¿Cómo iba a confiar en un hombre
que no cumplía su palabra?
Mientras lo observaba deslizarse hacia ella sin esfuerzo, su ira se calentó hasta hervir; él cayó
al suelo mientras la barra aún se movía, soltó el cinturón y se acercó con cautela.
—Si quieres pegarme, adelante —le ofreció.
—Eryn levantó la barbilla.
—No creo en la violencia.
—No se trata de que creas o no. La violencia existe. La pregunta es: ¿qué haces al respecto?
¿La dejas pasar o la combates?
Tenía razón, por supuesto. No se estaría sometiendo a este tipo de entrenamiento si no creyera
en poner fin a la violencia. Sin un indicio de advertencia, ella echó el pie hacia atrás y le dio una
patada en la espinilla.
—¡Ay! —Ike, con una risa incrédula, se inclinó para frotarse la pierna herida.
—¡Me has mentido! —exclamó Eryn furiosa y molesta al ver su gesto divertido, aunque su risa
oxidada era música para sus oídos.
—Técnicamente, no.
Su respuesta la empujó a querer patearlo de nuevo, pero esta vez él le atrapó el talón, haciendo
que perdiera el equilibrio. Antes de que cayese al suelo, él le agarró el brazo y la levantó. Eryn se
sentía como una muñeca en sus manos, una sensación que la molestaba y la emocionaba a partes
iguales.
—Mira —dijo sin soltarla. Su tacto era inquietantemente cálido, incluso a través de la manga
de su sudadera—. Has hecho algo que no creías que podías hacer, ¿verdad?
—Supongo...
—Ese es el primer paso para superar el miedo. —Ike deslizó su mirada con intensidad hacia la
boca de ella.
—Así que el fin justifica tus medios —dijo Eryn con voz ronca. La sangre comenzó a hervirle
con la expectativa de que él trataría de besarla.
—Exacto —contestó él, liberándola.
Ike vio su expresión decepcionada. ¿Quería que él la besara?
—Tienes que sobrevivir, vencer tu miedo —añadió—. Si te detienes, terminarás muerto.
Otra vez no. Aquí estaba ella, tratando de establecer una comunicación, y él imaginaba su
muerte. ¿Cuándo iba a dejar de ser una estúpida?
—Movámonos —ordenó él señalando hacia abajo—. Hay una milla de regreso a la cabaña.
Luego desayunaremos.
La dejó atrás de una zancada y la obligó a correr. Al menos, la gravedad estaba ahora de su
lado.
Mientras ella perseguía su sombra, sus escalofriantes palabras resonaban en su cabeza. «Si te
detienes, terminarás muerto».
¿Eso fue lo que le pasó a Ike? ¿Había aprendido a apagar sus emociones para sobrevivir? Eso
explicaría por qué rara vez sonreía; por qué se comportaba como si fuera más una máquina que un
hombre.
Sin embargo, había sabiduría en sus consejos. Ojalá no volviera a saber de los terroristas,
pero si la encontraban, poder reaccionar a pesar de su miedo podría ser lo único que la salvara.
Por otro lado, ¿cuál era el sentido de la vida, si ya no podías sentir nada?
Capítulo 8

La idea de entrenar a Eryn quizá no fue tan buena.


Ike estaba acostumbrado a entrenar hombres. No había mujeres en los equipos SEAL. Todavía
no había tenido una mujer inscrita en su curso de supervivencia y seguridad. Si no lo supiera,
habría adivinado que el doble cromosoma X interfería con la precisión. Eryn había disparado
veinticinco balas a la silueta de madera contrachapada que estaba a cincuenta pies de distancia, y
todavía no había acertado un solo tiro.
¿Cómo puede ser hija de Stanley y tan mala tiradora? Jesús, a este paso, si quería dar en el
blanco, ella tendría que probar con un cañón y estar lo bastante cerca del enemigo como para
estrecharle la mano.
Tal vez habría ido mejor si hoy hubiesen empezado más temprano. Pero su almuerzo de cuatro
platos, seguido de la siesta de Eryn, había consumido la mayor parte de la mañana. Si pudiera
disparar como cocinaba, estarían por buen camino, pero resultaba obvio que no era el caso. El
cielo empezaba a suavizarse y los árboles proyectaban largas sombras, y ella todavía estaba a una
milla de conseguirlo.
—Lo intentaremos de nuevo mañana —le propuso.
—¿Estás pensando que no puedo hacerlo? —Eryn se giró para enfrentarse a él. Ike se agachó
de pronto y se apartó hacia la derecha—. Lo siento —declaró ella bajando la pistola, derrotada.
Ike no se atrevió a terminar su entrenamiento con un comentario negativo, y dejó escapar un
suspiro. Iba a tener que abrazarla.
«Calma», le ordenó a su libido mientras la arrastraba hacia atrás.
El blanco podía ser una de las doce siluetas de madera contrachapada situadas en un claro de
flores silvestres, un área conocida por sus alumnos como El Prado.
—Relájate —le dijo Ike, sintiendo la tensión de sus hombros—. Déjame ver cómo la sostienes.
No le extrañaba que no acertase ni una.
—Eso no es lo que te he explicado —afirmó—. Desliza tu mano derecha más arriba. El dedo
índice necesita descansar a lo largo del marco, así, con los pulgares cruzados. Ahora, piensa en
empujar con la mano derecha y tirar con la izquierda. ¿Lo tienes?
—Creo que sí…
—Adelante, apunta. —Ella olía a melocotón, a sol y a mujer. Intentó aguantar la respiración
para que no lo distrajera.
—¿Así?
¿A qué demonios estaba apuntando?
—¿Estás usando la mira de la pistola?
—¡Estoy apuntando al objetivo!
Preparándose para el contacto, Ike se acercó más.
—Recuerda tus dos puntos de mira. Mantén tu objetivo en ambos, pero concéntrate en el
extremo de la V.
—Oh. —Su tono dejó claro que había olvidado esa parte.
El arma vaciló. Arriba. Abajo. Izquierda. Derecha. De repente, el movimiento cesó.
—¡Lo tengo!
—No te muevas de ahí. —No quería que fallara. Ike apretó los dientes al sentir el roce de su
suave trasero contra sus muslos, y se acercó hasta ahuecarse en su espalda. Entonces, la rodeó con
sus brazos y le sujetó las manos para estabilizarlas. Se tocaban de los hombros a los pies, y la
sensación era como estar en el cielo.
—Respira —sugirió, tanto a sí mismo como a ella.
—Ahora, aprieta el gatillo.
¡Crack! La bala se desgarró en el blanco. Al mismo tiempo, el retroceso la empujó hacia atrás.
Él solo pudo intentar disimular su floreciente erección.
—Objetivo abatido —dijo Ike retrocediendo con rapidez, pero incluso a una distancia de
varios metros, todavía podía sentirla y olerla.
Para su perplejidad, ella se limitó a mirar la marca de la bala con los hombros caídos.
Ike se adelantó para medir su reacción. Sus ojos, de color idéntico al de las violetas en la
hierba, se posaron en él.
—Eso me ha hecho pensar en Itzak —admitió Eryn con tristeza.
Él se sorprendió al encontrar su mano en el pelo de ella, alisándolo hasta que chocó con los
cascos protectores de los oídos.
—La próxima vez piensa en su asesino —sugirió, a la vez que retiraba su mano—. Inténtalo de
nuevo.
Al darle espacio, la vio reconsiderar su objetivo. Cuando su cara se endureció y sus ojos se
entrecerraron, él decidió que tal vez había algo de Stanley en ella, después de todo. El respeto se
mezcló con la compasión y se enroscó en su interior, calentándose hasta convertirse en un furor
intenso. Si fuera por él, los cabrones que planeaban su muerte tendrían un final prematuro y
espeluznante.
Su mirada bajó hacia donde el suave vestido de terciopelo se aferraba a sus asombrosas
curvas. Protegerla no era tan difícil. Ella no se había quejado de la falta de comodidades.
Cocinaba, mantenía la casa ordenada. La mayor parte del tiempo, lo dejaba solo mientras no
trataba de meterse en su cabeza. Estaba empezando a disfrutar de su compañía.
Y eso en sí mismo era peligroso. Necesitaba tomarse un tiempo libre, alejarse de ella una hora
o dos. Tal vez un viaje a Elkton estaría bien. Podría buscar la caravana que había visto el día
anterior, porque estaba seguro de que no era la del FBI. ¿Quién protegería a Eryn mientras hacía
todo eso? No había nadie en quien confiara para cuidarla. En resumen, su seguridad importaba
más que el anhelo que había dentro de él.
¡Crack! ¡Idiota! El sonido de la bala sobre su marca lo sacó de sus pensamientos.
—¡Lo he hecho! —Eryn recordó poner el seguro antes de correr hacia él con los brazos
extendidos.
No había forma de evitar su efusivo abrazo. Ella se colgó de su cuello y sus pechos
impertinentes se aplastaron contra su pecho, derramando sobre él su cálido aliento.
—Gracias —dijo Eryn.
Ike se obligó a estudiar la diana.
—Buen trabajo —dijo mientras luchaba por evitar que sus manos le palparan el trasero—.
Hazlo dos veces más, y lo dejaremos por hoy —le pidió logrando apartarse.
La entrevista del FBI con el sobrino del sheriff tuvo lugar a las nueve de la noche, a las afueras de
la oficina de seguridad de Massanutten Resort. Los niños se revolcaban en el patio de recreo
iluminado por lámparas halógenas. Un grupo de murciélagos frugívoros volaban en el oscuro
cielo. Dwayne Barnes, muy barbudo y de constitución similar a la de un leñador, dio un respingo
cuando los tres agentes lo rodearon en el momento en que salía del trabajo. La mirada de pavor en
su cara le dijo a Jackson que su tío le había advertido que irían a esperarlo.
—¿Dwayne Barnes? —Caine mostró su placa—. Brad Caine, FBI. Agentes Especiales Jackson
y Ringo —agregó, presentando a sus subordinados—. Nos gustaría hablar con usted. —Caine
señaló la solitaria caravana estacionada en el extremo opuesto del aparcamiento, y Dwayne
asintió con la cabeza.
Dentro del Centro de Mando Móvil, le dieron una Coca-Cola Light, una pasta Ho-Ho, y
comenzaron la entrevista con las preguntas usuales hechas a la medida para tranquilizar al
montañés, pero este se encontraba demasiado distraído con las comodidades del vehículo
recreativo.
—Tendrá dos refrigeradores… —dijo maravillado.
—Eso es un bar —dijo Caine escueto—. ¿Qué puede decirnos de Isaac Calhoun?
Dwayne bajó el brazo con su pastel a medio comer.
—¿Quién? Oh, se refiere al Teniente.
El labio superior de Caine se arrugó.
—Aún se hace llamar así, ¿verdad?
—Bueno, no. Pero la gente lo sigue haciendo, Por su porte militar, ya sabe. —Dwayne se
encogió de hombros—. ¿Qué quiere saber?
—¿Dónde lo conoció?
—Hice el curso de Capacitación de Supervivencia y Seguridad del ITC el otoño pasado.
—¿Cómo fue?
Dwayne se encogió de hombros.
—Duro. Aprendí mucho. Me recertificaron
Un montón de papeles golpeó la mesa frente a él, haciéndole saltar.
—¿Qué es esto? —Dwayne frunció el ceño al ver la primera página—. ¿Por qué está aquí mi
nombre?
—Es el delito menor de clase uno del que se le acusó hace varios años, señor Barnes —dijo
Caine—. El que tu tío le ocultó a tu jefe. Me pregunto cómo reaccionarían si supieran que les
mentiste todo este tiempo. ¿Crees que te dejarían conservar tu trabajo?
Dwayne Barnes tragó con dificultad.
—No querrás que sepan que ahora vendes tu propia marihuana, ¿verdad? —continuó Caine.
Pasó un buen rato antes de que el hombre se recompusiese.
—No, señor.
—Ese es el espíritu —acordó Caine—. ¿Vas a contarnos todo lo que sabes sobre el Teniente?
Cuarenta minutos más tarde, dejaron marchar al montañés. Mientras Caine desaparecía en la
sala de sonido para poner al día a su supervisor en la oficina de campo de Washington, Jackson
reflexionó sobre la información que Dwayne había compartido con ellos, la cual dejaba claro que
Ike Calhoun no era la clase de hombre con el que alguien quisiera meterse. Cuando Caine regresó,
Jackson vio la sonrisa de su cara y se le encogió el estómago.
—El SAC dice que tenemos que llevar a la chica de vuelta — anunció el supervisor, contento
—. No creen que esté a salvo con ese antiguo francotirador, y yo tampoco.
—Señor —protestó Jackson—, no hay nada en los registros de Calhoun que sugiera que es una
amenaza.
—Te equivocas, novato. Hay una razón por la que sus hombres terminaron muertos en esa
montaña de Afganistán. Las circunstancias son un misterio, pero el rumor es que los mató a todos.
—¿Desde cuándo basamos nuestras decisiones en rumores? —preguntó Jackson, encendido.
—Considera los hechos, Jackson. —Una mota de saliva salió de la boca de Caine—. El
hombre es un asesino entrenado. Se ha cargado a dieciocho terroristas y, según Dwayne Barnes,
tiene suficientes armas en su propiedad para comenzar la Tercera Guerra Mundial. Eso, en mi
opinión, lo hace peligroso.
Jackson golpeó la mesa.
—Por eso mismo McClellan lo eligió para proteger a su hija. ¿Por qué no podemos respetar
sus deseos y volver al negocio de atrapar terroristas?
—¿Por qué no te callas y haces lo que te digo?
Ringo miró la Coca-Cola que tenía en la mano como si nunca hubiera visto una igual.
—No hay necesidad de blasfemar. —Jackson sostuvo la mirada de Caine sin pestañear—.
Deberíamos poder discutir esto como profesionales.
—No hay nada que discutir. —La tez clara del supervisor se enrojeció—. Yo doy las órdenes.
Haz lo que te digo. Acostúmbrate, novato.
—No se trata de mí, señor —replicó Jackson, intentando no alzar la voz—, sino de un veterano
SEAL de la Marina. Los SEALs están entrenados para cumplir una misión a cualquier precio.
Recibió su orden directamente del general McClellan. No va a devolvernos a Eryn sin pelear.
—Ya lo sé —dijo Caine, a la vez que sostenía el documento con el que había chantajeado a
Barnes—. Pero la última vez que lo comprobé, nosotros éramos la ley en esta tierra, no un
vigilante renegado.
Ringo habló entre dientes.
—¿Y el sistema de seguridad de Calhoun?
—Vamos a usarlo en su contra —decidió Caine, golpeando el montón de papeles—. Mañana
por la mañana, Jackson, irás al ayuntamiento a por los planos de su propiedad.
Jackson expulsó un aliento largo y cargado.
—Póngame las cosas difíciles, Jackson —añadió Caine, amenazándolo con un dedo—, y yo
personalmente lo escoltaré hasta la puerta trasera de la oficina. ¡Ringo! —ladró al girarse hacia la
sala de sonido—. ¡Sácanos de aquí!

—¿Quién vive aquí? —preguntó Eryn, cruzada de brazos mientras Ike conducía a través de un
ancho y poco profundo arroyo. Luego, se detuvo ante una modesta caravana que brillaba con la luz
del atardecer, aparcada en un espeso bosque.
—Un conocido —dijo Ike—. Se llama Dwayne.
—Pensé que íbamos a hacer la colada.
—Mis electrodomésticos están aquí.
—Oh. —Ella estudió el vehículo—. ¿Está Dwayne en casa?
—Todavía no. —Ike apagó el motor, sacó la bolsa de la lavandería del asiento trasero y se la
colgó del hombro. Al pasar junto a ella, le dirigió una mirada desconcertante y observadora que
despertó su aprensión.
—Sal —dijo abriendo la puerta.
—¿Qué hay de Winston? —preguntó Eryn.
—He dejado las ventanillas abiertas. Puede esperar.
Ella le habló al perro para tranquilizarlo y siguió a Ike hasta la puerta principal.
—¿Tienes la llave? —dijo Eryn mientras subían los desvencijados escalones.
Ike giró el pomo de la puerta.
—Aquí nadie cierra con llave.
Sí, pensó ella, recordando cómo había asegurado la cabaña al marcharse.
Se encontró en la sala de estar más pequeña que se podría imaginar. Las alfombras de lana
complementaban el diseño de camuflaje del sofá y la cabeza del venado montada en la pared.
«Oh, Dios mío».
—Por aquí. —Ike echó a andar hacia una cocina un poco más grande. La cocina era tan
funcional como la de Ike, haciendo que la nueva y resistente lavadora-secadora colocada contra la
pared lejana se viera fuera de lugar.
—Siéntate. —Ike arrojó la bolsa al suelo.
Eryn se sentó con timidez frente a la mesa del desayuno.
—¿Necesitas ayuda?
—No.
Eryn arrastró una migaja de la superficie pegajosa de la mesa, apoyó su mentón en su mano y lo
contempló. Ike estaba metiendo toda la ropa en la lavadora a la vez.
—Umm... —murmuró ella.
Él le dedicó un gesto interrogativo.
—No vas a lavar todo eso junto, ¿verdad?
—Eso es lo que suelo hacer.
—Bueno, tal vez deberías poner lo blanco por separado. De lo contrario, mi sudadera va a
volver tu ropa interior rosa.
Con la rapidez de un rayo, Ike apartó la ropa de color, desconcertado ante la idea de usar
boxers de color rosa. Eryn escondió una sonrisa detrás de su mano.
—Agua caliente —le instruyó mientras él preparaba la carga de ropa blanca—. Pensaba que la
Marina te había enseñado nociones básicas de lavado —comentó—. Te enseñaron a hacer una
cama, ¿verdad?
Ike cerró la puerta de la lavadora.
—Aprendí por mí mismo.
—¿Qué hay de tu madre?
Él miró hacia otro lado.
—¿Qué pasa con ella?
—Tuviste una, ¿no es cierto? —Por lo que ella sabía, parecía haber sido criado por lobos.
—Afirmativo.
—¿No te enseñó a lavar la ropa?
—No lo recuerdo. —Ike conectó la máquina sin decir una palabra y se dirigió a la otra
habitación. Eryn saltó para seguirlo.
Lo encontró sentado en el único sillón disponible. Él bajó la visera de su gorra de béisbol y se
cruzó de brazos.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó ella.
—Esperar.
Eryn miró al techo, irritada.
—De acuerdo. ¿Estás seguro de que a Dwayne no le importará?
—Positivo.
Eryn buscó un lugar para sentarse. El sofá de camuflaje bajo la cabeza de venado quedó
descartado.
—¿Qué hay de tu familia? —Se oyó decir.
—¿Qué pasa con ellos? —El tono de Ike sonó tan remoto como Tombuctú.
—Ni siquiera sabes si siguen en Ohio. ¿Por qué no tienes contacto con ellos? —El
rompecabezas de su pasado estaba empezando a frustrarla.
Pero no a él, obviamente. Parecía que ya estaba medio dormido.
—No lo sé —le respondió.
—¿Nunca los llamas? —Si su madre estuviera viva, la llamaría todos los días.
Ike bajó aún más su visera y hundió la barbilla en el pecho.
No podía dejarle más claro que había terminado de hablar. Eryn puso las manos en las caderas,
con la vista fija en él.
—Estaré en la cocina —anunció.
Estaba enfadada por la negativa de Ike a conversar. Con un suspiro derrotado, cruzó con
cautela los brazos sobre la mesa pegajosa, apoyó la cabeza dolorida sobre los codos y cerró los
ojos. Otra mala noche de sueño seguida de un segundo día de entrenamiento intensivo había hecho
estragos en ella. Sentía las extremidades flojas y pesadas, y se zambulló en el olvido sin quererlo.

El Motel Elkton era una reliquia de ladrillos de los años cincuenta. Con su techo de hojalata, y las
caravanas instaladas en el perímetro para proporcionar alojamiento extra durante la temporada
alta de turismo, parecía un refugio para los grupos de motociclistas que recorrían Blue Ridge. El
centro de mando móvil del FBI, grande, elegante y plateado, se veía tan fuera de lugar como un
Ferrari en un aparcamiento lleno de escarabajos Volkswagen.
Después de alcanzar el plano de la parcela de la propiedad de Calhoun desde el asiento de al
lado, Jackson salió del Taurus y se acercó a la caravana con pies de plomo. No solo no sentía
ningún respeto por su jefe, sino que le caía muy mal.
Al entrar, Ringo se puso un dedo en los labios y señaló hacia la sala de sonido. Su supervisor
estaba hablando por el móvil, con un dedo metido en la oreja.
Jackson lo oyó decir «lo que usted diga, señor», y supo que Caine estaba lamiéndole el culo a
Bloomberg, otra vez. Se volvió hacia el bar para tomar un té helado. Necesitaba enfriar su
resentimiento.
Solo había dado un trago cuando Caine los llamó.
—Tenemos un nuevo sospechoso —anunció frente a un monitor—. Un joven contactó con
nuestro agente para saber dónde llevaron a la hija de McClellan.
Contento de que alguien en D.C. siguiera trabajando en la investigación, Jackson observó cómo
Caine abría un archivo adjunto que mostraba una foto granulada de un joven con los ojos vacíos.
Jackson frunció el ceño. Otro niño no.
—¿Cuántos más hay? —preguntó Ringo.
—Ocho extremistas se encuentran en línea, Ringo, así que haz las cuentas —respondió Caine
—. Pero esta es la primera vez que se acercan a Mustafá en persona. Este no es muy brillante.
Dejó a nuestro activo con un número de móvil registrado a nombre de un pakistaní de veintitrés
años llamado Shahbaz Wahidi. Es un mecánico de coches, aún vive con sus padres.
Jackson arrugó la frente ante la foto con perplejidad.
—¿Por qué se expuso este chico? Podría haber hecho la misma petición a nuestro activo en
línea.
—Tal vez sospechan que hemos dado con su sala de chat —sugirió Caine.
Ringo se subió las gafas.
—¿Qué le vamos a decir a este Shahbaz Wahidi?
—Le diremos que Eryn McClellan está con un amigo de su padre —dijo Caine—. Le
facilitaremos una dirección en la ciudad, un lugar conveniente para los terroristas, ya que no
tenemos mucho tiempo.
Jackson cerró los ojos. ¿Por qué no habían ofrecido una dirección falsa, en lugar de poner a
Eryn en peligro?
—Oh, una cosa más. —Caine abrió un segundo archivo que mostraba la imagen de un cuerpo
en descomposición con el cuello destrozado—. Han encontrado a Pedro en su cobertizo bajo
bolsas de cincuenta libras de hierba y comida. Como puedes ver, le han rebanado la garganta
como a Itzak.
A Jackson se le puso la piel de gallina.
—¿La misma arma?
—Los forenses dicen que era la misma hoja de quince centímetros. Le cortó las cuerdas
vocales antes de que pudiera gritar.
El déjà vu se multiplicó en el cerebro de Jackson. De repente, estaba de vuelta en Irak,
escuchando la noticia de que varios de sus marines desaparecidos habían sido encontrados con un
corte en la garganta. Tragó con fuerza.
—Señor, esto no es obra de un adolescente rebelde —susurró.
Caine ni siquiera lo miró.
—¿Tienes otra teoría para nosotros, campeón?
Una garganta cortada podía ser casualidad. Dos significaba que alguien había aprendido una
habilidad letal.
—¿Alguna vez ha intentado degollar a un hombre, señor? —le preguntó.
—Por supuesto que no.
—Bueno, yo sí —dijo recordando el ataque furtivo en Mosul—. Se necesitan horas de
entrenamiento para hacerlo bien. En realidad, también hace falta para construir una bomba de
tubo.
Caine se recostó en su asiento.
—¿Qué estás diciendo, Jackson?
Jackson dudo si despertar la ira de Caine deliberadamente.
—Creo que estamos ante una amenaza de fuera, señor.
Caine rio con un ladrido.
—El problema contigo, novato, es que aún estás nervioso por tu último viaje. La Hermandad
ha reivindicado la autoría. No necesitamos empezar a inventar sospechosos.
Jackson miró la espeluznante imagen. Bien. Solo podía hacer sugerencias. Pero no podía dejar
de lado su convicción de que el posible asesino de Eryn había cruzado el océano para vengar las
acciones de su padre.
—¡Señor! —exclamó Ringo, señalando el portátil de Jackson—. Nuestra chica ya no está en la
montaña.

Ike se divirtió al notar que la princesa de Stanley babeaba. Mientras doblaba sus calzoncillos y
camisetas en pequeños y ordenados montones, vio cómo la saliva goteaba desde la esquina de sus
labios ligeramente separados hacia un charquito en la mesa. La secadora tarareó con la segunda
carga, pero Eryn siguió durmiendo, inconsciente.
«Tal vez la estoy presionando demasiado», consideró con un poco de culpa. En realidad, ella
no se había apuntado para hacer su cursillo. Por otro lado, dejarla tan vulnerable como un bebé,
sería un gran perjuicio para ella. Enseñarle a disparar, a pensar en su miedo, tenía mucho sentido.
Ojalá pudiera hacerlo sin desear nada más, sin ser absorbido por la Guerra contra el
Terrorismo. Los extremistas ya no eran su problema, sino el de ella. Lo máximo que podía hacer
era enseñarle a Eryn a defenderse. Sin embargo, su trabajo sería mucho más fácil si ella dejase de
insistir en que se conocieran mejor.
No era asunto de ella de qué tipo de familia provenía, si llamaba o no a su madre. No
necesitaba escuchar su consternación, que lo hacía sentir avergonzado y un mentiroso. Diablos, no
todo el mundo tenía padres entregados y cariñosos.
Las únicas personas que lo habían tratado como familia habían sido Stanley y sus hermanos del
Equipo Cinco. Habían vivido juntos la gloria y el infierno, día tras día, durante años. Conocían
los secretos, las debilidades y las fortalezas del otro. Mierda, prácticamente podían leerse las
mentes.
Un dolor repentino le atravesó el pecho. Todavía los echaba de menos: los que se habían ido
para siempre y los que esperaba que siguieran vivos. Se apoyó en la secadora, atormentado por el
dolor.
«¿Dónde se estaba recuperando Spellman después de pisar esa mina?», se preguntó. Fue un
alivio escuchar el ladrido de Winston en la entrada. Agradeció el ruido de la secadora, que
mantenía a Eryn al margen de lo que ocurría, y salió corriendo de la cocina para interceptar a
Dwayne Barnes en el patio delantero.
Encontró al hombre sentado en su F150 y observando el Durango de Ike. Cuando el recién
llegado lo vio salir de su remolque, abandonó la camioneta y se acercó a él con un paso poco
entusiasta.
—Hola, Teniente —dijo deteniéndose a unos tres metros de distancia—. ¿Qué hay de nuevo
contigo? —preguntó mesándose la barba.
Normalmente, Dwayne solía saludarlo con un apretón de manos bullicioso y palmadas en la
espalda. Ike advirtió su expresión de cautela.
—No mucho. ¿Y tú?
—Oh, lo mismo de siempre, lo mismo de siempre… —Dwayne se meció de pie durante un
momento incómodo—. Veo que tienes un perro —dijo señalando a Winston.
Ike asintió con la cabeza.
—¿Acabas de llegar del trabajo? —le preguntó.
—No, me he tomado el día libre.
—¿Has ido a la ciudad?
—Sí —dijo Dwayne—. Tenía que comprar madera para el suelo nuevo.
Ike miró las tablas que llenaban la parte trasera del Ford.
—¿Has visto una caravana plateada en algún sitio?
El hombre miró fijamente a la hierba.
—La verdad es que no —contestó él sin convicción.
El sexto sentido de Ike le dijo que Dwayne estaba mintiendo. El montañés se aclaró la
garganta. Perlas de sudor salpicaban su frente.
—¿Tienes algo que decirme, Dwayne? —lo invitó en voz baja.
—No —dijo este demasiado rápido.
—¿Es eso cierto? Tal vez necesites que te refresque la memoria. —La amenaza iba
acompañada de un gesto corporal.
—¡Muy bien! —Dwayne extendió los brazos—. Te lo diré —dijo con una expresión torturada
—. Hay unos tipos del FBI en la ciudad, Teniente, y están preguntando por ti.
La confesión no fue del todo inesperada, pero golpeó a Ike en el plexo solar. Se acercó un paso
más y bajó la voz.
—¿Qué han preguntado?
—Querían saber cómo eras, si estabas bien de la cabeza, y todo eso. Querían que hiciera una
lista de las armas de que dispones.
Las palabras de Dwayne hicieron hervir la sangre de Ike.
—Y tú se lo has dicho — adivinó.
—¡Tuve que hacerlo! —Dwayne dio un paso atrás por precaución—. Sabían algo sobre mí.
Algo que me habría costado el trabajo.
—Me has vendido —lo acusó Ike, incrédulo.
—¡Demonios, no tienes nada que ocultar! —protestó Dwayne—. Eres un maldito héroe de
guerra, Teniente.
—Quiero saber exactamente qué les has contado.
—Que tenías un sistema de seguridad. Que sabrías si venían y que no había ninguna
posibilidad de que te atraparan.
—Como tu película favorita, Rambo —sugirió Ike.
—Exacto —acordó Dwayne.
«¡Mierda!».
Ike pensó en Eryn, que aún dormía en la cocina de Dwayne. Si el hombre la veía, no había
forma de saber qué rumores empezarían a correr. Nadie necesitaba saber quién era, y mucho
menos dónde se encontraba.
Ike puso su mano sobre el recio pecho de Dwayne, y lo empujó hacia su vehículo.
—Creo que es mejor que des un paseo, Dwayne, antes de que te rompa la maldita nariz.
—¡Lo siento, teniente! Se lo compensaré, lo juro.
—Vete —ordenó Ike.
Con una mirada resignada, Dwayne volvió a su camioneta. Aceleró el motor y desapareció tras
un chorro de grava.
«Está bien», pensó Ike, hasta que sintió una punzada en la nuca. Al girarse, encontró a Eryn de
pie en el porche, mirando con asombro el Ford en retirada.
—¿Ese era Dwayne? —preguntó.
—No —mintió Ike antes de volver a la caravana.
Mientras él se apresuraba a entrar, ella se acercó a una foto sobre la repisa de la chimenea y la
estudió.
—Era él —afirmó Eryn enfrentándole—. ¿Por qué diablos lo has echado?
—Hora de irse. —Ike regresó a la cocina, sacó la ropa de color de la secadora y la metió en la
bolsa de la lavandería encima de la ropa blanca.
Eryn no se movió ni un centímetro mientras pasaba junto a ella de camino a la puerta.
—Ahora —insistió él.
Eryn alzó las cejas con gesto obstinado.
—Explícame cuál es vuestra relación. ¿Por qué guardas aquí tu lavadora?
Las sienes de Ike palpitaron. Miró a través de la puerta principal agrietada, casi a la espera de
oír los disparos del FBI desde Naked Creek.
—Dwayne hizo mi curso el otoño pasado —admitió—. Enseño supervivencia y seguridad.
Eryn arrugó la frente mientras procesaba su declaración. Eso explicaba los senderos y el
campo de tiro.
—De acuerdo. Y guardas aquí tus electrodomésticos porque… —le pinchó ella.
—No tengo enchufes. —Ike ya estaba harto del quinto grado—. ¿Vas a volver por tu cuenta o
quieres que te lleve? —preguntó con los ojos entrecerrados.
Eryn evaluó su expresión. Decidió que no lo dejaría llevar a cabo su amenaza, y salió por la
puerta mirándolo de reojo. Ike la metió en su camioneta, tiró la bolsa de la ropa sucia en el asiento
trasero y puso el motor en marcha.
Se alejaron a toda velocidad del remolque de Dwayne a través de una caída de agua de veinte
pies, que se deslizaba desde Naked Creek. No había federales ni policías locales a la vista.
En el camino de vuelta, en medio de un reguero de polvo bajo las ruedas, Eryn se mantuvo en
un estricto silencio. Ike la miró, sentada con rigidez en su asiento y aferrada al asidero de
seguridad. Su boca dibujaba una firme línea rosa.
Su irritación lo perturbó y lo divirtió a partes iguales. Como todo lo que tenía que ver con ella,
lo afectaba. Su enfado penetró en su piel y fue directo hasta su sistema nervioso. Y, maldita sea,
antes de que entrase en su vida, él ni siquiera había notado que tenía un sistema nervioso.
—¿Por qué no me dices nada? —le preguntó ella por fin.
—¿Como qué?
—Como el hecho de que enseñas entrenamiento de supervivencia. Como por qué echaste a
Dwayne de su propiedad.
—Confía en mí, se lo merecía. —Ike se encendió de nuevo al pensar en la traición de Dwayne.
—¿Por qué?
Pero no podía decirle lo que Dwayne había admitido, porque, justo el otro día, Ike le había
asegurado que no los habían seguido, y no quería que ella perdiera la fe en él. Peor que eso, si el
FBI estaba en la ciudad, entonces era probable que los malditos terroristas no estuviesen tan lejos.
Seguro que ella tampoco necesitaba saber eso.
Cuando atravesó los postes de entrada, Ike silenció su reloj, condujo con fluidez con las cuatro
ruedas motrices, y luego volvió a acelerar, tan concentrado como era capaz para evitar la mirada
expectante de Eryn.
Lo que ella no sabía, no podría herirla.
—¡Maldita sea, lo perdimos! —Caine miró desde su ordenador portátil hacia el largo camino
rural bloqueado en el otro extremo por una montaña—. Es demasiado tarde. Han vuelto a su
propiedad.
Ringo, que conducía el Taurus, soltó el acelerador, y el cinturón de seguridad que sujetaba a
Jackson en el asiento trasero se movió con fuerza. Tuvo que quitárselo para volver a ajustarlo.
Era solo otra señal de lo ineficaz que era su enfoque. Ni siquiera podía decir si estaban del
lado de la ley.
Como marine, Jackson había sido uno de los buenos. Claro, había hecho algunos actos sucios
en el cumplimiento del deber, pero nunca había disparado a mujeres, niños u hombres honrados. Y,
por lo que a él respectaba, Isaac Calhoun era un hombre recto. Cualquier soldado de operaciones
especiales era un héroe a sus ojos, independientemente de que los hombres bajo su mando
murieran o no.
—Date la vuelta. —Caine hizo un gesto de enojo, y Ringo se lanzó a un camino de entrada para
realizar un giro.
—No te preocupes —añadió Caine después de un minuto de silencio tenso—. La
recuperaremos mañana por la noche.
El pulso de Jackson se aceleró.
—Señor, no me toparía con un SEAL en mitad de la noche —anunció. Su plan para alejar a
Calhoun de la cabaña no iba a funcionar como Caine imaginaba.
—No quiero oír excusas, Jackson. Ya no es un SEAL.
—¿Cómo se supone que voy a convencer a Eryn de que venga conmigo? —insistió.
—Sin darle otra opción, novato. ¿O te revuelve el estómago maltratar a una mujer?
Jackson se encontró con la rápida mirada de Ringo en el espejo. ¿De verdad Caine acababa de
decir eso?
—Además, ella no te dará ningún problema —predijo Caine—. No si sigue tomando sus
pastillas.
Jackson tuvo que analizar aquella declaración dos veces.
—¿Me está diciendo que la drogamos, señor? —Su voz sonó una octava más alta.
Caine hizo un gruñido de asco.
—Por supuesto que no. Estaba alterada por la muerte de su estudiante. Llevaba tres días sin
dormir, ¿lo recuerdas?
Girando en su asiento, Caine se quitó sus Oakleys con lentes ámbar y lo miró fijamente.
—Ya no eres un marine con un M-16 y una Beretta, Jackson. Eres un agente especial. Empieza
a ver el panorama de una forma más amplia.
Era Caine quien no veía el panorama completo, pensó Jackson. Su percepción estaba
demasiado nublada por la ambición. Proteger a Eryn no era su prioridad. Quería hacerse un
nombre, a cualquier precio, ya fuese atrapando a los terroristas o creando una situación en la que
Calhoun lo pareciese.
A Caine no le importaba en realidad quiénes eran los malos.
Capítulo 9

A medida que aumentaba la altitud, también lo hacía la tensión en la cabina de la camioneta de Ike.
El único sonido que atravesaba el silencio densamente cargado era el de la grava de la carretera.
Ike tomó la última curva con alivio, entró en su patio delantero y frenó junto a la pila de
troncos. Apagó el motor y, antes de salir, Eryn lo agarró por el brazo, con las uñas clavadas en sus
bíceps.
—Oh, no, no lo harás. —Su tono habría hecho que una sala llena de adolescentes se sentara y
le prestara atención—. No sé quién te enseñó a guardártelo todo dentro, Isaac Calhoun. Tal vez te
criaron así, pero es malo para tu salud, ¡y me está volviendo loca, jolines!
¿Jolines? —Ike casi se ríe a carcajadas. Qué encantador le resultaba que ella no pudiera
maldecir incluso cuando estaba furiosa.
—Ahora dime qué te dijo Dwayne para que actuases de forma tan extraña, o voy a... —Se
interrumpió con un intenso rubor en las mejillas y el pecho agitado.
—¿O vas a qué? —Él estaba tentado de llevarla al límite solo para ver lo que haría.
—¡Te haré daño! —juró, enseñándole un puño.
Esta vez Ike se rio. También se sintió bien, con una calidez en sus entrañas que atenuó su
ansiedad.
Eryn respiró hondo.
—¿Te estás burlando de mí?
—Por supuesto que no.
—¡Entonces deja de sonreír y dime qué diablos está pasando!
Decirle la verdad la pondría en el mismo estado de pánico en el que había llegado. Solo se le
ocurría una forma para cortar su diatriba.
Ike bajó la cabeza, le hundió la mano en el cabello y aplastó sus labios contra los de ella.
El resultado fue el silencio que él esperaba, pero sus ojos brillaron con ira y ella no le
devolvió el beso. Se dio cuenta de que, si quería inspirarle confianza, tenía que lograr que dejara
de pensar en el FBI por completo. Necesitaba besarla como ella merecía ser besada.
«No lo hagas», le advirtió su conciencia. Pero él ya estaba suavizando su tacto, mordisqueando
sus labios que no respondían, hasta que estos se derritieron como la mantequilla.
«Eso es, Eryn. Confía en mí. Lo tengo todo bajo control», dijo para sí.
El sonido de su respiración era música para sus oídos. Sus ojos se cerraron, y los mismos
labios que se le habían resistido segundos antes, se separaron voluntariamente cuando él puso su
pulgar con delicadeza en su barbilla. La anticipación se apoderó de él mientras acariciaba su boca
con su lengua, encontrándose con la de ella en un cálido y delicioso movimiento. «Oh, sí».
De repente, fue tan acogedora como los pétalos de una flor que se extendía al sol. Ella le
devolvió el beso con un entusiasmo que hizo saltar su corazón. Su beso fue dulce y sensual, y ganó
fuerza dentro de él como una tormenta.
En algún nivel inconsciente, Ike se dio cuenta de que su voluntad se había reducido a las
proporciones del vehículo. El sabor de Eryn, su olor, su textura lo rodeaban. No existía nada más.
El timbre de alarma se agitó en su cabeza. Rompió el contacto con un gemido, se reclinó en su
asiento y forzó sus sentidos a regresar al mundo real.
El FBI podría estar justo delante de ellos, y él no se habría dado cuenta.
—Eres peligrosa —dijo, seguro de que su beso la había dejado sin palabras.
Ike acababa de aprender una importante lección. En lo que respectaba a Eryn, él no tenía el
control. No podía confiar en que podría mantenerla a salvo. Stanley había cometido un gran error
al elegirlo como su protector. Tenía que alejarse de ella, irse al infierno y quedarse allí.
Buscó a tientas el pestillo, y salió de la camioneta antes de que se le ocurriera otra idea genial.
«Guau». Eryn tomó aire y se dejó caer con debilidad en su asiento. ¿Quién iba a imaginar que
Ike Calhoun podía besar así?
En realidad, el beso había empezado exactamente como ella esperaba. No había sido más que
una estrategia para callarla. Pero entonces, lo había convertido en algo convincente e inesperado,
con una sensualidad que había provocado una respuesta inmediata en ella.
Demasiado aturdida para moverse, ella lo vio llevar la ropa sucia a la cabaña. La mirada tensa
en su rostro, junto con el comentario de que era peligrosa, le dijo que no iba a besarla de nuevo,
no si podía evitarlo.
Maldición.
Puede que no hubiese contestado sus preguntas, ¡pero había aprendido más sobre Ike con ese
beso, que con cualquier cosa que él le hubiera dicho!
Con una placentera sensación, Eryn revivió su inesperada ternura. Era como una ventana a
través de la cual había descubierto un Ike diferente. No era solo el soldado resentido que la había
traído tan a regañadientes a su cabaña. Era un ser humano complejo, vulnerable, solitario,
atormentado por la culpa.
Había mucho más en él de lo que ella habría esperado.
De repente, le invadió la impaciencia. Quería conocerlo tanto como fuera posible. ¿Quién era
Ike Calhoun, en realidad? ¿Qué le pedía a la vida? ¿Podría ayudarlo a superar la tragedia que lo
había llevado a un aislamiento autocastigador?

Ike no podía quitarse ese beso de la cabeza. Se suponía que era algo sencillo, una indulgencia que
se había permitido a sí mismo porque era humano. Pero había calculado mal su propia debilidad.
En el momento en que Eryn empezó a besarlo, su autocontrol desapareció, y él solo podía pensar
en tener más.
«Una cosa que nunca va a suceder», se advirtió a sí mismo con severidad.
Además, su sincronización era un desastre. El FBI estaba dando tantas vueltas como el Ejército
de la Unión acercándose a los confederados. Necesitaba concentrarse. Pensó que tenía
veinticuatro horas, como mucho, para elaborar un plan para que Eryn no volviera a caer en sus
garras. Ni siquiera debería estar pensando en lo que podría haber pasado si no se hubiera
contenido.
Al retirarse a su habitación, cerró la puerta y guardó su ropa limpia. Esperó hasta que oyó a
Eryn entrar en el baño antes de poner su ropa en las escaleras. Luego salió fuera seguido por el
perro, desesperado por no ir tras ella, mientras aún se sentía tan cargado como un motor lleno de
combustible de alto octanaje.
Con Winston en sus talones, subió por el sendero hacia la roca donde esperaba aclarar sus
pensamientos. ¿Cómo lo había hecho el FBI? Debían tener acceso a tecnología o información que
él desconocía.
Deseaba con todas sus fuerzas poder llamar a Stanley para pedirle consejo, pero Cougar le
había advertido que cualquier comunicación directa sería interceptada.
Llegando a la cima de la colina, Ike se subió a la roca calentada por el sol y se sentó sobre
ella. Una fuerte brisa se filtraba por el suave tejido de su camiseta. Unas nubes que anunciaban
tormenta se alinearon en el horizonte y siguieron el camino hacia su montaña.
El viento le devolvió el recuerdo del beso y él lo apartó con firmeza.
Pensó que tenía dos opciones. Uno, podría esconderse en su montaña y defenderla por todos
los medios a su alcance. Con conejos y aves en abundancia en esta época del año, la
supervivencia no era un problema. Pero si el FBI lanzara un ataque a la fuerza, tendría que luchar
para proteger a Eryn, y podría resultar herida. La primera opción no era muy alentadora.
La opción dos era dirigirse a un lugar remoto. Pero hasta que no supiera cómo los federales los
habían encontrado, marcharse no garantizaba que no los siguieran de nuevo.
Así que, hasta que no se le ocurriera algo mejor, tendrían que quedarse allí. Maldita sea.
Pensó otra vez en la respuesta de Eryn con preocupación. Debería haber previsto que el sabor de
sus besos sería algo de lo que nunca se cansaría.
¿Cómo demonios iba a vivir en el mismo espacio que ella y no desearla?

Eryn permaneció en el porche, escuchando el gorjeo de los pájaros. Ike y el perro se habían ido.
Su corazón se contrajo. ¿La habría abandonado?
No, él no haría eso. Además, el Durango aún estaba estacionado debajo del árbol. Debía de
estar paseando al perro, dándose tiempo para reflexionar sobre lo que fuera que Dwayne le había
dicho. Con suerte se daría cuenta de que podía contárselo a ella. No lo mataría compartir sus
preocupaciones. Tampoco la llevaría a entrar en un pánico sin sentido, no mientras ella aún
tuviera su protección.
Para distraerse, decidió que prepararía otra de sus recetas especiales. Una comida para dos
sobre la mesa podría inducir a Ike a hablar. Si eso no funcionaba, otro beso bastaría. Solo que,
esta vez, ella sabía que tendría que hacer el primer movimiento.
Sus brazos estaban llenos de harina cuando oyó a Ike llamar a Winston. Con un suspiro de
alivio, Eryn desenrolló la masa y la cortó en tiras, que puso encima del contenido del pastel de
carne. Metió el plato en el horno precalentado, se limpió las manos y se aventuró a mirar afuera.
Una brisa impredecible hizo estragos en su cabello mientras abría la puerta. Oscuras nubes
surgían por el valle hacia ellos, llevando el olor de la lluvia. Eryn vio a Winston subir los
escalones del porche mientras obedecía las órdenes de Ike sin más recompensa que una palmadita
en la cabeza.
—Increíble —murmuró, impresionada por el logro de Ike.
—Sic —instó este a Winston, a la vez que le ofrecía un palo de la pila de troncos. El perro se
agachó y gruñó.
—Buen chico —lo alabó Ike.
«¿Qué es esto? ¿Qué es esto?», se preguntó Eryn. ¿Por qué le enseñaría a Winston a morder
así?
No fue sino hasta que Ike tiró a un lado el palo y empezó a envolver su antebrazo con una
toalla, que ella se dio cuenta de su intención. «Oh, no».
—Sic —repitió Ike, mostrándole su brazo al perro.
—No va a morderte —dijo ella.
Ike se puso tenso e ignoró su comentario.
¿Quién se creía que era, enseñándole a morder a su dócil mascota?
—Winston, sic —insistió él, ahora con el brazo frenta al hocico de Winston, que le respondió
con un ladrido y retrocedió.
—¡Basta! —Eryn dio un paso adelante.
—Sic.
El perro volvió a ladrar. Giró en círculo, persiguiendo su cola, pero no atacó el brazo de Ike.
—Lo estás molestando —gritó ella, al mismo tiempo que saltaba desde el porche para
intervenir.
La cabeza de Ike giró y su mirada verde pareció chamuscar su piel al acercarse. El recuerdo de
su beso espesó el aire a su alrededor, o tal vez era el ozono debido a la tormenta que se acercaba.
—Ven aquí —le dijo él con una seña.
Ella se acercó con cautela.
—¿Por qué?
—Vas a ayudarme. Cuando agarre tu muñeca, quiero que grites y te defiendas.
—Uh.... —Ella no quería que Winston fuera agresivo, pero la perspectiva de que Ike la tocara
sonaba atractiva.
—Juega con sus impulsos protectores —agregó Ike, confundiendo su vacilación con un acuerdo
—. Entonces tal vez sus instintos de pastor hagan efecto.
—Sigue sin funcionar —dijo ella. En el fondo de su corazón, Winston era solo un perro de
caza.
Rápido como una trampa, Ike atrapó su muñeca, su agarre era como un grillete.
—Vale, eso realmente duele —admitió, algo sorprendida. Las nubes se acercaron cada vez
más, emitiendo siniestros truenos.
Él aflojó un poco la presión
—Lucha —ordenó.
Eryn intentó despegarle los dedos con su mano libre, pero fue inútil.
—Por favor, suéltame, estás perdiendo el tiempo.
Ike la abrazó con fuerza.
—Dile que ataque. —Ella se dio cuenta por su gesto, que no la iba a soltar hasta que no hiciera
lo que le pedía.
Un hombre testarudo.
—¡No va a funcionar!
—Hazlo.
—¡Winston, sic! —Se enfureció.
El perro la miró fijamente.
—Joder. —Ike dejó caer su brazo y se pasó la mano por su corto cabello.
—Bueno, ¿qué esperabas? —dijo Eryn—. Te dije que no iba a atacar.
Ike levantó las manos en el aire.
—¿Por qué Stanley no te enseñó a defenderte? No puedo creer que estés tan indefensa.
La acusación le picó.
—No estoy indefensa. ¡No me subvalores!
Eryn se cruzó de brazos y frunció el ceño.
—Voy a demostrártelo —añadió, buscando un arma. Vio el palo que Ike había usado antes, lo
cogió y lo empuñó como un bate—. Trata de agarrarme ahora.
—Baja eso —dijo él en tono monocorde.
—No. Antes, en la camioneta, me llamaste peligrosa. Ahora, dices que estoy indefensa. ¿En
qué quedamos, Isaac? No puedo ser ambas cosas.
Ella sabía que lo estaba provocando, y no era prudente despertar a un león dormido. Pero, al
mismo tiempo, si ella conseguía que él le respondiera físicamente, podría besarla de nuevo, lo que
significaba que quizá se abriría a ella.
Ike señaló el palo.
—Esa no es la forma de sostenerlo. Terminarás clavándote una astilla.
—Entonces, enséñame a hacerlo.
—No.
—¿Por qué no? Me has enseñado a disparar —replicó Eryn.
Ike entrecerró los ojos y no dijo nada.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo ella—. Creo que me tienes miedo, Isaac —lo acusó con una
imprudencia no acostumbrada. Pero necesitaba sacarlo de su jaula—. Tienes miedo de besarme y
no ser capaz de parar —añadió con una repentina perspicacia.
La respuesta de Ike fue una risa corta y amarga, pero no lo negó.
—Enseñas defensa en tu curso de supervivencia, ¿no? —agregó Eryn complacida por su
silencio.
—A hombres —aclaró él.
—¿Cuál es la diferencia?
Su mirada se dirigió a sus pechos.
—Hay un par de diferencias.
La audaz observación la puso nerviosa. También le dio el valor para seguir adelante.
—¿Y por qué eso me impediría aprender a defenderme?
Ike apretó la mandíbula.
—¿Vas a usar ese palo? —le preguntó en voz baja—. ¿O solo te vas a quedar ahí con la boca
abierta?
Bingo. Con una sonrisa de triunfo, ella corrió hacia él para golpearle con el palo en el trasero,
pero no lo consiguió. Con un movimiento demasiado rápido para que ella lo viera, Ike agarró su
arma, giró a Eryn, y la aprisionó.
—Esto no es un juego, Eryn —le dijo al oído. Ella podía sentir su corazón latiendo detrás de
su espalda. El palo, colocado como una barra sobre sus hombros, la tenía inmovilizada contra él
—. Si sabes lo que te conviene, mantendrás las distancias, ¿entiendes? —La dura presión bajo su
cremallera era una amenaza tanto como sus palabras.
Si él pretendía intimidarla, lo estaba consiguiendo. Ella no sabía si sus rodillas temblaban de
miedo, disgusto porque él castigase su provocación, o porque tenía la prueba palpable de que él
podría violarla aquí mismo, ahora mismo, si se lo proponía.
—Entiendo —dijo Eryn.
Ike la soltó en silencio y retrocedió, lanzando el palo hacia el montón de leña, aparentemente
furioso consigo mismo. Winston saltó a buscarlo.
Cuando Eryn se dio cuenta de que podía controlar sus músculos de nuevo, huyó al porche.
Echó una rápida mirada hacia atrás y vio que Ike caminaba en la oscuridad hacia la larga cuerda
que colgaba del roble. Antes de entrar en la cabaña, lo miró otra vez. Estaba subiendo por la soga,
mano sobre mano, ayudándose con los pies. De pronto, desapareció en lo que parecía una casa en
el árbol.
Empezó a llover. Winston pasó corriendo por su lado y subió los escalones en busca de
refugio. Eryn lo siguió y dejó que Ike capeara a solas la tormenta.
Fue directa al baño, encendió la luz y estudió su cara sonrojada en el espejo.
«¿Qué estás haciendo, Eryn?».
Su reflejo no le dio ninguna respuesta. No era su estilo burlarse de un hombre para que
perdiese el control, especialmente, de uno tan peligroso y endurecido como Ike, pero una pequeña
voz insistió en que necesitaba que ella lo forzase a salir de su caparazón protector. El hambre
revelada en su beso de hoy, la volatilidad de la que acababa de advertirle, le causaba un anhelo
inesperado por domarlo.
Estaba loca al considerarlo siquiera. El hombre había sido francotirador; era un recluso con un
pasado turbio y torturado.
Y, sin embargo, su padre le había confiado su custodia. Eso significaba algo, ¿no?
«Olvídate de él», se aconsejó a sí misma. Cómete la cena, lee un libro y vete a la cama.
Mientras Ike fuera reservado, merecía revolcarse en su aislamiento. ¿Quién era ella para
obligarlo a enfrentarse a sus problemas?
Se cortó una porción del pastel de carne y se la comió de pie, luchando todo el tiempo para
evitar que su mirada se deslizara hacia la ventana, donde el cielo se había vuelto de color negro.
Ocasionalmente, los relámpagos iluminaban el patio, tan brillante como el día, revelando
instantáneas de Ike despojado de sus jeans, castigándose a sí mismo con una flexión detrás de otra
y esos ejercicios llamados burpees.
«Prefiere que le caiga un rayo antes que estar a solas conmigo».
Sintiéndose como un gato al que han acariciado a contrapelo, Eryn dejó su plato en el
fregadero. Ella había aceptado cocinar para él, pero él podía lavar los platos. Luego, cogió su
libro y subió a su dormitorio.

Ike se dio una ducha fría, pero esta, al igual que el ejercicio, no consiguió disminuir su ansia por
Eryn. Había llevado su cuerpo al borde del agotamiento, sin resultado.
Cenó solo. Deseó que ella estuviera allí para poder felicitarla por el delicioso pastel de carne.
Se habría servido una segunda ración, pero el silencio que pesaba sobre él, junto con sus
preocupaciones por el FBI, le habían quitado el apetito.
De pronto, la oyó moverse en el piso superior. ¿Estaría leyendo? Dios, esperaba que no
estuviera llorando. Hizo una mueca de dolor al recordar lo duro que había sido con ella.
No fue culpa suya que hubiese perdido la cabeza y la hubiese besado. No tenía excusa, pero
había deseado hacerlo desde que la vio pasarse la lengua por el labio superior el día que se la
llevó del piso franco. Ella ya debería saber que tenía ese efecto en los hombres.
«Tienes miedo de besarme y no poder parar», le había dicho. Claro que lo tenía. ¿Pero por qué
ella no?
Las circunstancias desesperadas de la chica debían haber alterado su juicio. Era natural que en
su situación se sintiera atraída por el único hombre que podía defenderla. Gracias a él, ella podía
olvidar que estaba siendo perseguida por terroristas.
Pero, si no hubiera terroristas, la historia sería diferente, ¿no?
Si ella no estuviera huyendo asustada, él sería el último hombre en la tierra que querría
consolarla. Era un soldado rudo y listo, un hombre que había abandonado a sus compañeros de
equipo cuando más lo necesitaban; un hombre que no había llamado a su madre en una década. No
debería ni mirarla.
Ella era vulnerable ahora mismo. Si se aprovechara de eso, ¿qué sería de él? Además, una sola
vez nunca sería suficiente. Él la querría mientras ella pudiera soportarlo, lo que no sería por
mucho tiempo, reconoció con amargura. Tarde o temprano, sería incapaz de darle la estabilidad a
la que estaba acostumbrada.
Su vida se había ido a la mierda el día que vio morir a sus compañeros de equipo, sabiendo
que podría haberlo evitado.
Ike se cubrió la cara con las manos y se frotó los ojos. Demonios, necesitaba explicarle esto a
Eryn para que no siguiera insistiendo.
Lo aplazó todo lo que pudo mientras se dedicaba ordenar la cocina y dejarla reluciente. Ella la
había dejado hecha un desastre a propósito, reconoció Ike, divertido por su sutil venganza.
Cuando ya no pudo posponerlo más, se volvió hacia las escaleras, esperando encontrarla
profundamente dormida.
Su aroma a melocotón le tendió una emboscada a mitad de camino, socavando sus nobles
intenciones. Por encima del crujido de la tarima, escuchó el gemido del papel al doblarse. Ella
estaba leyendo, se dijo, y miró a través de la puerta medio abierta.
Él retrocedió sobresaltado. Eryn yacía en la cama bocabajo, sin más ropa que la camiseta de
tirantes que llevaba la otra noche, y unas bragas blancas de encaje. Oh, mierda.
En su rápida retirada, las tablas del suelo chirriaron, y ella gritó, intentando cubrirse. Él
permaneció en el umbral, desgarrado entre el impulso que le dictaba el sentido común de correr
como el demonio y su determinación de poner las cosas en su sitio, de una vez por todas.
—Bien, ya estoy decente —dijo ella con voz temblorosa.
Él la miró sin moverse del sitio. Se había envuelto la sábana alrededor del cuerpo como una
toga, pero la parte superior de sus hombros y los muslos seguían a la vista.
—Hace calor aquí arriba —dijo ella, alzando la barbilla.
«No me digas», pensó él.
—Podrías abrir la ventana —le sugirió.
—Lo he intentado. Está atascada.
Su respuesta no le dejó otra opción que entrar en el dormitorio. Después de luchar a golpes
contra el marco, el aire frío y húmedo le dio en la cara, despejando la imagen mental de Eryn
tendida sobre su cama prácticamente desnuda.
Para cuando él se dio la vuelta, ella ya había puesto la sábana sobre sus hombros. Chica lista.
—Vine a disculparme —dijo él.
—¿Por qué?
«¿Por qué hacían esto las mujeres?».
—Hoy me pasé de la raya —le respondió él.
—¿En qué?
Maldita sea.
—Eryn, no eres... —se cortó a sí mismo, temiendo ofenderla de alguna manera o que lo tomase
por un depravado.
Para variar, ella se mantuvo absolutamente muda mientras él intentaba ordenar sus
pensamientos.
—Mira, no voy a traicionar la confianza de tu padre. —Al final, decidió que esa era la excusa
más segura—. Él espera que yo te cuide, no que... «Que te joda la vida», pensó con ironía.
—¿Qué te aproveches de mí? —sugirió ella.
—Exacto. —Ike se metió las manos en los bolsillos para disfrazar su erección.
Eryn le dirigió una sonrisita, que a él le aceleró el pulso.
—Lo entiendo —dijo ella ruborizada—. No tienes que castigarte, Ike. Si te sirve de consuelo,
no me opongo a que se aprovechen de mí. —Su voz se arrastró hacia un susurro ronco mientras
sus pestañas ocultaban su mirada.
No lo estaba ayudando. Si ella se deshiciese en ese instante de la sábana, él saltaría al otro
lado de la habitación para enterrar su cara entre sus muslos.
Ike apeló a sus últimas reservas de contención, y se giró enérgicamente hacia las escaleras.
—Cierra la ventana si vuelve a llover —dijo antes de huir de aquella tentación hecha carne.
—Que duermas bien —canturreó ella.
Ike se metió en su habitación y cerró la puerta con firmeza. «¿Qué duermas bien?». Seguro.
Como si ella no supiera que lo había puesto demasiado nervioso para conciliar el sueño. Además,
no podía permitirse el lujo de dormir, no cuando tenía que elaborar un plan.
Guardó bajo un candado su deseo de volver con ella, y extendió una toalla manchada de aceite
sobre la mesa. A continuación, vertió lubricante sobre un paño y se dispuso a limpiar su rifle de
francotirador. Durante la siguiente hora, se perdería en una rutina sin sentido.
Si los federales hicieran algo esta noche, al menos no lo atraparían con los pantalones bajados.
Eso al menos lo consoló.

Eryn se derrumbó sobre el colchón, medio eufórica, medio apenada. ¿Qué la había obligado a
decir esas palabras, «no me opongo a que se aprovechen de mí»?
Se cubrió la cara caliente con las manos. No era propio de ella ser tan atrevida.
¿Pero de qué otra manera iba a conocer a Ike si él se negaba a hablar con ella? Incluso antes de
que la besara, se moría por conocerlo mejor. Pero el beso en sí mismo le había dado una idea.
El verdadero Ike estaba solo y desesperado, y la necesitaba.
Aunque, ¿cómo podría consolarlo? No la dejaba llegar hasta él, y luego estaba esa frase sobre
no traicionar la confianza de su padre. Fue el miedo lo que lo detuvo. Ahora lo veía con claridad.
Él sentía miedo de ella; miedo a la intimidad, punto.
Por eso vivía en esta casa en ruinas y en un profundo aislamiento.
Pobre hombre. Una imagen de cómo era antes, apareció ante sus ojos. ¿Qué había pasado con
el soldado seguro de sí mismo que su padre apreciaba tanto?
Solo podía ser debido al incidente que ella no podía recordar, o del que tal vez nunca le habían
hablado. Todo lo que sabía era que se habían perdido vidas. Amigos de Ike, probablemente. Era
obvio que se culpaba por ello. Dejó el ejército porque creyó que los había defraudado. Para un
hombre que se tomaba sus deberes muy en serio, sus muertes habrían significado un duro golpe.
Eso tuvo que haber sido lo que pasó. Instintivamente, ella sintió que a él le vendría bien
enfrentarse a ese trauma, ya fuese con ella o con alguien más, tal vez un profesional capacitado.
De lo contrario, ¿no se le enquistaría la culpa igual que un tumor?
Pero, ¿quién era ella para obligarlo a hablar? ¿Y qué la hizo pensar que podía jugar a ser
consejera cuando ella misma nunca había experimentado esa profundidad de culpa y dolor?
El caso es que ella no estaba preparada para ayudarlo. Además, ella e Ike eran dos personas
muy diferentes, y era poco probable que sus caminos volvieran a cruzarse en el futuro. Después de
haberlo intentado en la universidad, hacía mucho que había decidido no perder el tiempo con
solteros alérgicos al compromiso. Estaba esperando al Señor Perfecto.
Y Ike no lo era.
Al ver que la lluvia salpicaba el alféizar, se levantó de la cama, arrastró la sábana por el
suelo, cerró la ventana y apagó la luz.
Se echó sobre el colchón lleno de bultos en la oscuridad, donde el recuerdo del duro cuerpo de
Ike la empujó a tocarse. Una oleada de placer la envolvió mientras imaginaba sus ásperas manos
en sus pechos y revivía la emoción de su lengua enredada con la suya. Ike. Susurró su nombre,
arqueándose hacia sus dedos en un esfuerzo por apaciguar el hambre que había en su interior.
Su reciente decisión de dejar en paz a Ike, hizo que su clímax fuera hueco e insatisfactorio.
Ella quería más. Ella lo quería todo, cada parte misteriosa y torturada de él. Pero ese deseo
era poco práctico, si no imposible. El hombre apenas le dirigía la palabra, y mucho menos
compartiría su vida con ella. Los hechos ganaron la batalla, y ella se quedó dormida, insatisfecha.
Capítulo 10

—Tengo información para ti —dijo Mustafá, después de marcar el número anotado en el trozo de
papel. Para su decepción, reconoció que la voz del otro lado pertenecía al mismo joven que se le
había acercado en el hotel.
Y para su mayor decepción, fue Venganza quien entró al McDonald's de la avenida Connecticut
media hora más tarde, donde se habían reunido. Dos agentes del FBI ocupaban el Buick azul
oscuro estacionado al otro lado de la calle, escuchando la conversación a través del Blackberry
de Mustafá.
El McDonald's, que estaba frente al Zoológico Nacional, permanecería abierto hasta la
medianoche, dentro de una hora. Aparte de dos empleados, Mustafá y Venganza tenían el comedor
para ellos solos.
Después de una pequeña charla, Mustafá deslizó un sobre en la mesa. El chico lo cogió, lo
abrió y leyó la dirección escrita en el interior.
—¿Ella está aquí? —preguntó incrédulo—. ¿En Washington D.C.?
—Sí. La casa pertenece a un amigo de su padre, un viejo coronel de la Marina —explicó
Mustafá, según le habían dicho que dijera.
El chico alzó las cejas.
—¿Por qué no está mejor protegida? ¿No nos toma en serio el FBI? —dijo apretando el papel.
Mustafá se preguntó a quién se referiría. ¿A los talibanes? ¿Al Qaeda?
—Ya no está bajo la protección del FBI —mintió—. Su padre los despidió. Cree que sabe
cómo mantenerla a salvo.
—Se cree indestructible —concluyó Venganza con una mueca de desprecio—. Haremos que se
ponga de rodillas.
—Sí —acordó Mustafá—. Pero... ¿quién más está involucrado? ¿Se puede confiar en ellos? —
preguntó, fingiendo preocupación.
El chico se puso en guardia.
—No es seguro que lo sepas —dijo después de meter la nota en el sobre y guardársela en el
bolsillo. Luego se puso en pie e inclinó la cabeza—. Gracias —se despidió y se dirigió a la salida
sin mirar atrás.
Mustafá permaneció en su asiento. Tan pronto como Venganza desapareció por la puerta, oyó el
ruido de un motor que se aproximaba. Dudó si los agentes detendrían e interrogarían al joven.
Probablemente no, porque eso socavaría la trampa que estaban tratando de tender.
«Dejadlo en paz», rezó Mustafá mientras bebía el último sorbo de café.

Ike abrió los ojos de repente. Se había estirado en su cama sin deshacerla, con el propósito de
echar una cabezada lo bastante ligera como para mantener sus reflejos alerta. Debió caer en un
profundo sueño, pues la lluvia torrencial que lo había adormecido había desaparecido. La luz de
la luna ahora brillaba a través de los huecos de la persiana bajada.
Al mirar su reloj para ver qué hora era, vio que parpadeaba, por lo que Ike se levantó de un
salto. Las imágenes habían sido enviadas desde las cámaras que custodiaban la propiedad hasta su
portátil, lo cual significaba que alguien estaba cerca de su valla invisible.
¡Demonios, el FBI no!
Se sentó frente a su escritorio, abrió su MacBook Pro y se conectó. Un total de doce archivos
de imágenes esperaban su lectura.
Un sudor frío se formó en la parte baja de su espalda mientras estudiaba cada imagen. Durante
las últimas dos horas, tres hombres con pantalones oscuros y chubasqueros habían merodeado a lo
largo de la frontera noroeste, pero no habían entrado en sus tierras. Estaban haciendo un
reconocimiento. Un escarpado acantilado les obligó finalmente a volver sobre sus pasos y
marcharse.
¿No sabían que podía verlos? ¿No les había contado Dwayne todo sobre su sistema de
seguridad de alta tecnología? ¿Y qué buscaban? ¿Una vulnerabilidad? No la encontrarían.
Ike se recostó en su silla y se preguntó qué iba a hacer.
El crujido de las pisadas le hizo mirar a la puerta. Por el sonido, Eryn también estaba subiendo
y bajando las escaleras. Con una presión de su dedo, puso el portátil en hibernación y lo cerró,
sumergiendo su habitación en la semioscuridad de la luna.
Recordó cómo había visto a Eryn tendida en la cama en ropa interior, y el deseo lo invadió de
nuevo. Se quedó pegado a su asiento, tratando de imaginar qué demonios estaba haciendo ella. Si
supiera lo que le convenía, volvería arriba.
Un ligero golpe en la puerta hizo añicos esa frágil esperanza. Su corazón empezó a latir con
fuerza; sus vaqueros se estrecharon de repente. No confiaba en sí mismo para hablar ahora.
El pomo de la puerta giró lentamente. Su boca se secó cuando Eryn asomó la cabeza en la
habitación.
—¿Ike? —Había mirado hacia su cama vacía, ella no lo había visto aún.
—Aquí.
Con un suspiro de alivio, abrió más la puerta.
—Tuve una pesadilla —anunció con un nudo en la voz.
Se sintió aliviado al ver que ella se había puesto sus pantalones rosas.
—Fue solo un sueño —dijo él—. Vuelve a la cama.
—Pero parecía tan real. —Ella abrió la puerta y cruzó los brazos—. El taxista que mató a Itzak
me había traído a esta cabaña, solo que era espeluznante y oscura, con cadenas en las paredes. Me
encerró. Y luego, él... él me lastimó —concluyó con un susurro.
El estómago de Ike se encogió con la violenta imagen que había representado con delicadeza.
—No te encontrará aquí —prometió, luchando contra el impulso de consolarla físicamente.
Agarró con más fuerza los brazos de la silla.
—Lo sé, pero... —dijo ella balanceándose—. ¿Puedo dormir en tu cama? —Se mordió el labio
con los dientes—. Esto no es... quiero decir, solo quiero...
—Dormir —concluyó él, decepcionado y aliviado. Meterla en su cama era una idea tan
descabellada como besarla para callarla—. Adelante —dijo al fin.
Con un susurro de agradecimiento, ella se dirigió a la cama, tiró de las mantas y se retorció
debajo de ellas. Mientras la veía hacerse un ovillo para entrar en calor, se dijo a sí mismo que era
un maldito idiota.
—¿Nunca duermes? —preguntó Eryn sofocando un gran bostezo. Después esponjó su almohada
y se acurrucó sobre ella.
No esperaba dormir mucho esta noche.
—Más tarde.
—Bien. —Eryn dejó de tiritar y se quedó callada.
Al instante siguiente, estaba seguro de que la había oído roncar suavemente.
Agitó la cabeza, incrédulo. Seductora, dulce y no se opone a que se aprovechen de ella. Jesús.
Y él no era mejor que el terrorista de su sueño por querer retenerla aquí. Solo que era placer, no
dolor, lo que él deseaba infligirle. Un placer como nunca antes había experimentado.
Pensar que alguien quería destruirla de la manera más horrible y violenta imaginable, le
revolvió el estómago. En su trabajo, se había visto obligado a revisar varias ejecuciones
grabadas. La víctima permanecía consciente durante varios segundos después de que la cabeza
fuera separada del cuerpo.
El ardor de Ike se evaporó. ¿Y si su némesis nunca fue atrapado? ¿Y si hubiera toda una red de
cabrones, cada uno decidido a acabar con ella? Entonces Eryn estaba condenada a su pesadilla y a
mirar por encima de su hombro por el resto de su maldita vida.
El darse cuenta, sacudió los barrotes de algo enjaulado en lo más profundo de su ser. Tenía que
actuar.
«Ya lo estoy haciendo», se dijo a sí mismo. La estaba endureciendo mentalmente, enseñándole
a disparar.
Y no era suficiente.
Luego, le enseñaría a defenderse, maldita sea. Se interpondría entre una bala y lo haría por
ella.
¿Y dejar que Eryn luchase contra los terroristas? ¿En qué clase de hombre le convertía eso?
Reprendido por su conciencia, Ike se levantó de la silla y se dirigió a la sala de estar para
alimentar con otro tronco la estufa de leña. Luego se sentó en el sofá y dejó caer la cara entre sus
manos. Winston fue a su lado y le dio un codazo.
Ike lo acarició distraído. El destino de Eryn no era su problema. La guerra contra el terrorismo
no era su problema. Había otros que podían mantenerlos a raya y proteger a los inocentes.
Entonces ¿por qué se sentía tan responsable?

Gracias a Google Maps, Farshad pudo ver la calle cuya dirección el informante le había dado a
Shahbaz. «Su padre cree que ella está más segura aquí con su amigo, el Coronel», escribió
Shahbaz en su cuenta en línea compartida.
¿Más segura? ¿Cómo? Farshad se burló mentalmente. La vivienda estaba situada en un
vecindario a poca distancia de la casa de piedra rojiza donde vivía con sus primos segundos. El
terreno era profundo, con muchos árboles y arbustos donde un asesino podía esconderse. Las
ventanas eran amplias y estaban descubiertas.
«Tan cerca, tan fácil», pensó Farshad. El comandante tenía que estar jugando con él. ¿Acaso su
hija no había estado a punto de perder la vida dos veces ya? ¿Qué le impedía poner aquí otra
bomba como la anterior? ¿Esperaría a que ella estuviese cerca y luego la detonaría? Habría poca
satisfacción en eso.
Olía como una trampa, incluso más que la otra casa segura. ¿Podría el FBI, ahora sospechoso
de una filtración de inteligencia, haber diseminado información falsa a propósito?
«Pronto lo averiguaré», decidió Farshad.

Eryn se despertó con la luz del sol y el canto de los pájaros. Miró a su alrededor, sorprendida de
encontrarse en la cama de Ike, pero luego recordó la pesadilla y cómo se arrastró por las
escaleras en busca de consuelo. Ella había pedido refugio en su dormitorio, y él se lo había
ofrecido. Su cama había evitado que el sueño se repitiera.
No iba a pedirle que la dejara volver a dormir aquí. Su orgullo quedaría hecho añicos si él la
mandaba de vuelta arriba, como a una especie de vagabunda.
Se estiró y giró la cabeza en la almohada para inhalar el olor ilusorio de Ike. Se perdió un
momento, disfrutando del juego de luces a través del techo y de la desgastada suavidad de sus
sábanas. Pero entonces, escuchó su voz en el patio y apartó las sábanas.
Los cielos despejados la saludaron mientras ella se dirigía al experior. La tormenta de anoche
había dejado la montaña con un aspecto y olor a recién lavado. Al oír que la puerta mosquitera se
cerraba, Ike se separó del perro.
—Buenos días —dijo él acercándose.
—Hola. ¿No corremos hoy? —preguntó Eryn con los dedos cruzados.
—Hoy no. He decidido enseñarte defensa personal —le informó desviando la mirada.
A Eryn le llevó un segundo reconocer su victoria y se le puso la piel de gallina.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Creo que no te hará daño —dijo, mirándola rápidamente—. Ve a ponerte algo de ropa —
añadió, con una nota más segura—. Y busca algo para comer. Necesitarás energía.
Eryn entró corriendo, ansiosa por empezar. Aparentemente, Ike había decidido que podía
enseñarle a luchar sin traicionar la confianza de su padre. Los hechos se impusieron ante su
repentina anticipación.
Eso ya se vería.

El tono del teléfono móvil de Brad Caine asustó a los tres agentes.
Jackson estaba a punto de acostarse en su habitación del motel, cuando se dio cuenta de que el
sonido no era una alarma que llamaba a los marines al lugar de un coche bomba. Ni siquiera se
encontraba en Irak. Se sentó de nuevo en el borde de la cama, dejando que su adrenalina
descendiera, y escuchó el final de la conversación de Caine.
—¿Lo han traído para interrogarlo? —Parecía emocionado.
El cuero cabelludo de Jackson estaba irritado. Parecía que el terrorista había caído en la
trampa.
—¿Qué quieres decir con que él no es el tipo? ¿Cómo lo sabes? —El silencio siguió mientras
Caine escuchaba atento—. Y una mierda, ha sido un error. Señor, el chico era afgano, ¿verdad?
Créeme, es uno de ellos. Son todos niños.
En el otro extremo de la línea, el supervisor debía haber explicado por qué el niño en cuestión
había sido liberado.
Caine se frotó los ojos. Se quedó al teléfono unos minutos más y luego lo guardó.
Jackson esperó a que se recuperara antes de hablar.
—¿Qué ha pasado?
—Un pizzero apareció en la falsa casa segura —murmuró Caine con asco—. Las cajas
pusieron nerviosos a los agentes y lo atacaron. Solo que el chico no tiene lazos aparentes con los
terroristas. Pidieron la pizza desde un teléfono móvil desechable que no ha vuelto a usarse.
—¿Nada lo vincula con la Hermandad?
—Nada. Nuestro agente dice que conoce al chico y que sus padres son moderados de tercera
generación. Aunque puedes apostar a que un extremista hizo el pedido. Apuesto a que estuvo
observando todo el maldito tiempo. ¡Ahora saben que el lugar está lleno de agentes!
Jackson se tragó su decepción.
Ringo, que había estado fingiendo que dormía, se apoyó en un codo.
—Es peor que eso —declaró.
Caine y Jackson se volvieron para mirarlo.
—Nuestro activo puede haber perdido su credibilidad. ¿Por qué los terroristas volverían a
confiar en él?
Caine cogió su teléfono móvil y realizó una breve llamada.
—Dile a Mustafá que tenga cuidado —advirtió.

Si a Ike le resultó tan difícil entrenar a una mujer, como ayer afirmó que lo sería, no lo demostró.
Descontenta, Eryn se apartó un mechón de cabello pegado en la mejilla. Cada vez que él la
reposicionaba para corregir su forma, su pulso se aceleraba y le temblaban las piernas. El gesto
inamovible de Ike no expresaba ninguna emoción. El hombre era un verdadero profesional.
—Pateas como una niña, Eryn —le dijo mientras el sol se elevaba, haciéndola transpirar
dentro de su chándal de color rosa.
—Soy una chica —murmuró. Hoy, no pareció darse cuenta. En vez de eso, le dio instrucciones
detalladas sobre cómo golpear la gruesa almohadilla que había asegurado a la base del roble—.
Dale fuerte. Imagina que es el taxista.
No quería pensar en ese asqueroso. Ella quería que Ike la mirase como lo hizo anoche, como si
su voluntad pendiese de un hilo. Puede que no fuese el Señor Perfecto, pero por alguna razón, eso
no le importaba en este momento de su vida. Podría ser el Señor Aquí y Ahora si tomase la
iniciativa, pero no lo hizo. Estaba demasiado decidido a convertirla en una experta en artes
marciales, o al menos en una chica capaz de lanzar una patada letal.
Se despegó del pecho la pegajosa camiseta sin mangas, y jadeó de frustración.
—Eryn. —El tono de Ike la hizo sentir culpable.
—¿Qué?
—¿Estás escuchando o soñando despierta?
—Umm... —Se lamió el sudor del labio superior.
—Te dije que practicaras el barrido.
—Oh… —Ella trató de recordar, pero todos los movimientos que él le había enseñado se
habían convertido en una borrosa pérdida de energía—. ¿Y si lo haces otra vez?
Ike le dedicó un gesto incrédulo y agitó la cabeza.
—Esto no está funcionando —declaró.
—¡Sí, sí funciona! Lo siento mucho. Prestaré más atención.
La forma en que él la miró al acercarse, la hizo retroceder apresuradamente.
Pero era demasiado tarde. Moviéndose con una velocidad inhumana, la agarró, la hizo girar y
le puso un brazo alrededor del cuello.
—Intentémoslo de esta manera —dijo en su oído.
Eryn luchó por liberarse. Pero era inútil. Él no trataba de besarla de nuevo, era cierto. La
presión en su cabeza empezó a aumentar.
—Eso no te llevará a ninguna parte —dijo Ike sin emoción—. Piensa, Eryn. ¿A qué te dedicas?
Ella respiró con dificultad.
—¡No lo sé! Esperaba que la dejase ir, pero no tuvo tanta suerte. Las estrellas flotaban sobre
sus ojos.
—Cambia la dinámica.
—¿Cómo? —Ella prestaría atención ahora.
—Encoge los hombros y clava tu barbilla en mi brazo.
Lo hizo y fue recompensada con un dulce aliento lleno de oxígeno. Le dio una ráfaga de
claridad, ayudándola a recordar el barrido que había olvidado antes.
Doblando abruptamente la cintura, Eryn balanceó su pierna derecha alrededor de la de Ike y
enganchó su tobillo con su pie. Luego giró en una dirección, y luego en otra hasta que se soltó.
—¡Sí, Eryn! —Los ojos de Ike ardían de aprobación mientras ella se alejaba de él.
Solo que a ella no le gustó poder respirar de nuevo. La adrenalina la instó a tomar represalias.
Ella lo niveló dándole una patada circular con toda la fuerza que pudo.
—¡Ahora dime que pateo como una niña! —gritó. El ruido sordo resultante lo hizo tropezar de
lado y agarrarse las costillas. Eryn se sintió un poco enferma, y la creciente sonrisa de Ike la
sumió en una profunda confusión.
Ella se apartó y se tambaleó hacia el porche, donde se arrojó en el escalón del medio, rogando
que la presión que se acumulaba en sus ojos disminuyera.
Vio de reojo que Ike se acercaba. Había borrado la sonrisa de su rostro, pero todavía se
sujetaba las costillas donde ella le había golpeado.
Eryn se sonrojó.
—Siento si te he hecho daño —murmuró.
—No te disculpes. Me lo merecía.
Ella le lanzó una mirada reprobadora.
—Se supone que no debes hacerme daño —le dijo.
Su mirada parpadeó sobre ella con preocupación.
—¿Estás herida?
—No. Pero mis sentimientos sí lo están.
Ike suspiró.
—Mira, no hay una forma agradable de enseñar a alguien a luchar por su vida. No puedo
ponértelo fácil, Eryn. Tu padre tiene enemigos que te quieren muerta.
Su piel pareció encogerse ante el recordatorio.
Se agachó en el escalón junto a ella. Durante mucho tiempo, se sentaron en silencio, en un
punto muerto.
—Te protegeré todo el tiempo que me necesites —prometió Ike al fin con fervor—. Pero no
puedo estar contigo para siempre.
Eryn miró su perfil y se preguntó por su repentina sensación de pérdida.
—Incluso si los terroristas son capturados, el mundo está lleno de depredadores. Quiero que
seas fuerte, Eryn. Me.... me molesta pensar en lo indefensa que estás —añadió entre dientes.
Ella sintió cómo se le desencajaba la mandíbula. ¿Ike Calhoun acababa de confesar sus
sentimientos? Tal vez aún había esperanza para él en el departamento de comunicación.
De repente, ya no estaba enfadada. En cambio, le aterrorizaba el sombrío cuadro que Ike
acababa de pintar. Él tenía razón. Estaba patéticamente indefensa. Sin él cerca para protegerla,
ella era una diana andante para los enemigos de su padre. Oh, Dios.
Al oír el murmullo de la maldición de Ike, se dio cuenta de que sus ojos se llenaban de
lágrimas.
Él hizo una mueca de dolor y se acercó a ella.
—No. —Eryn extendió una mano, negándose a sí misma el consuelo que anhelaba. No estaba
aquí para ser mimada. Estaba aquí para aprender de Ike, para absorber todo lo que él pudiera
enseñarle. Por eso su padre lo había escogido de entre todas las personas, para que fuera su
protector.
Eryn se puso en pie de un salto.
—Enséñame más —exigió ella, haciendo un gesto para que él se levantase.
Ike buscó su cara con incertidumbre.
—Creo que me has roto las costillas.
—Eres un mentiroso. —Haría falta más que la patada de una chica para neutralizarlo—.
Vamos, Ike. Es como dijiste: la gente me quiere muerta. No se lo pongamos fácil. ¿Vas a
enseñarme o no?
La sonrisa torcida que él le dedicó le hizo parecer más joven, y a ella se le aceleró el corazón.
—Ahora suenas como tu padre —dijo Ike poniéndose de pie.
Umm. Ella preferiría que Ike la viera como una mujer, y no como una exmentora de la Marina,
pero habría tiempo para eso más tarde. En este momento, ella tenía mucho que aprender.

Mustafá se deslizó por la entrada lateral de la casa de dos plantas de su padre con un nudo
incómodo en la boca del estómago. La cocina estaba desierta. La casa, que siempre estaba
ocupada por inquilinos entrando y saliendo, parecía vagamente amenazante. Dados los
acontecimientos de la calle Brandywine, no era de extrañar que Mustafá se sintiese perturbado.
Avisado por los agentes sobre la confusión con el chico de la pizza, llamó de inmediato a
Venganza para advertirle que la dirección que le había dado era, de hecho, una trampa. Si era la
voluntad de Alá, los extremistas lo considerarían un aliado. La confianza era algo frágil entre
asesinos y ladrones.
Mientras subía por la escalera trasera de su habitación, llamó a su padre. Le sorprendió que
nadie le contestase. Incluso los dos inquilinos que alquilaban habitaciones parecían estar fuera. El
silencio hizo que sus pisadas sonaran más fuertes, y se le erizó la piel.
Abrió la puerta de su dormitorio y la dejó entreabierta. Luego entró con cautela en la
habitación oscura.
¿No había descorrido las cortinas esa mañana?
Encendió el interruptor de la luz, pero la lámpara, situada en la pared del fondo, no se
encendió. Con un aliento constante, Mustafá se aventuró al interior. La puerta se cerró tras él de
golpe. Al girarse, vio la sombra de un desconocido.
La luz de una linterna se dirigió directa a su rostro.
—¿Quién eres tú? —preguntó Mustafá, temblando por la brillante invasión.
—Ya sabes quién soy —dijo una suave voz, en un inglés con acento extranjero.
Reconoció que la voz pertenecía al Maestro, el afgano que se había dirigido a la Hermandad
hacía varios meses por invitación del imán Nasser.
—¿Qué es lo que quieres?
—Tu cabeza traidora en una estaca.
Mustafá sintió que su pulso se alteraba, y corrió a apaciguarlo.
—No lo entiendes. Solo comparto lo que mi hermana puede deducir de su marido. No tengo
nada que ocultar. —Metió la mano en su bolsillo, tecleó a ciegas la contraseña para desbloquear
su Blackberry, y luego marcó rápidamente el número que el FBI le había dado en caso de
emergencia.
La luz vaciló cuando el desconocido se acercó, lo que obligó a Mustafá a sacar la mano del
bolsillo. Los agentes tardarían varios minutos en llegar. Mientras tanto, si pudiera coger su
pistola...
Se dirigió a la mesita de noche donde la guardaba.
—Trabajas para el FBI —afirmó el desconocido siguiéndolo.
—No —negó Mustafá desorientado, a la vez que chocaba con una librería. ¿Había cambiado
su habitación?—. El marido de mi hermana es un empleado del escuadrón antiterrorista —insistió.
Sus palabras provocaron una risa incrédula.
—Eres una abominación para el Islam. He leído tus notas con las transcripciones del chat en
línea.
Mustafá chocó contra el sofá donde se suponía que debía estar su cama. Alá, ten piedad.
¿Dónde estaba su pistola?
—¿Buscas esto? —Algo metálico brilló en la mano del Maestro.
Mustafá entró en pánico y corrió hacia la puerta, solo para estrellarse contra una mesa y caer
después sobre la alfombra kurda con un aullido de miedo.
El desconocido se sentó a horcajadas sobre él y lo inmovilizó. Lo agarró del espeso cabello y
le tiró de la cabeza hacia atrás. El sonido de una navaja de afeitar congeló la sangre de Mustafá,
así como la sensación del filo de la hoja contra su garganta.
—Dime dónde encontrar a la hija del comandante —exigió el Maestro.
Mustafá consideró darle alguna respuesta. ¿Salvaría su vida? Probablemente no.
—No lo sé, es la verdad —admitió hundido. Al menos, moriría defendiendo al verdadero
Islam.
Al instante siguiente, Mustafá sintió una fuerte conmoción. Oyó cómo se partía el cartílago de
su garganta. Gritó, solo para sentir como un géiser de sangre rociaba su barbilla, con su
sobrecogedor olor a cobre. La luz brilló brevemente en la oscuridad. Y luego... nada.

Farshad limpió su navaja en la parte posterior de los hombros del muerto y se puso de pie. Sobre
el burbujeo de sangre que aún salía de su víctima, reconoció el sonido de unos neumáticos
chirriando sobre el pavimento.
Apagó el interruptor y se acercó a la ventana a tiempo de ver un Buick de color oscuro que se
detuvo antes de llegar a la casa. De él salieron dos hombres que corrieron hacia las entradas
separadas.
Sorprendido, Farshad miró al hombre muerto. ¿Había conseguido pedir ayuda de alguna
manera? Podía oír a los recién llegados tratando de derribar las puertas cerradas del piso inferior.
No les llevaría mucho tiempo entrar.
Farshad abrió la ventana, puso una pierna afuera y luego la otra. Se sentó en el umbral y miró
hacia abajo. Era una caída directa sobre un seto.
El sonido de las puertas abriéndose de golpe le llegó de todas partes, junto con el de los pasos
corriendo por las escaleras.
Rezando para que su cuerpo de mediana edad sobreviviera a la caída, Farshad saltó.
Golpeó un arbusto de acebo maduro, con los pies por delante y las palmas hacia abajo. Eso
ralentizó su descenso, incluso cuando docenas de hojas duras y espinosas perforaron su ropa y le
rompieron la piel. Sobre su gruñido de dolor, escuchó un grito de alarma.
Desgarrado, Farshad se tambaleó por el césped tenuemente iluminado hacia las sombras.
Mientras miraba hacia atrás, las cortinas de la ventana de Mustafá se abrieron y un hombre metió
la cabeza por la abertura.
Farshad huyó en la noche.
¿Había sido imprudente al confrontar al informante? Quizás debería haber enviado a Shahbaz a
hacer la obra. Pero este no era ni sigiloso ni lo bastante audaz como para entrar. No podría haber
silenciado a un anciano y a un inquilino con una eficiencia letal, ni descubrir las transcripciones
de Mustafá del chat en línea de los extremistas.
Solo él, Farshad, podría haber logrado tales hazañas, prueba de que Alá aún lo protegía.
En cuanto al paradero de la hija del comandante, Alá también tendría que revelar ese secreto, y
pronto, porque el FBI estaba echando sus redes por todas partes tratando de identificarlo.
Mientras tanto, le dejaría una carta a Shahbaz, advirtiéndole que los agentes especiales del FBI
iban a interrogarlo. No debía decirles nada sobre la forma en que se comunicaban.
Por suerte, Shahbaz todavía no podía identificar a Farshad si su vida dependía de ello.
Capítulo 11

La niebla que cubría la cabaña arrojó una luz etérea sobre la cara de Eryn. Parecía un ángel.
Nadie diría al mirarla que lo había pateado de esa manera. Ike tenía moretones por todo el cuerpo
para probarlo.
Anoche, él necesitó toda su fuerza de voluntad para no ofrecerle su cama. Para su alivio, ella
había subido las escaleras sin preguntar. Oyó crujir brevemente los resortes de su colchón y luego
todo quedó en silencio. Para variar, ella se había quedado dormida como un lirón.
Dado lo duro que había trabajado ese día, él se lamentó de tener que despertarla, ya que solo
había descansado unas pocas horas. Pero no podía arriesgarse a dejarla sola y dormida.
—Eryn. —Le dio un suave empujón en el hombro.
Ella abrió los ojos, aterrada y lo agarró con fuerza con ambas manos.
Sus reflejos ya eran más rápidos.
—Soy yo —dijo él con una sonrisa.
—Ike. —Ella cayó sin fuerzas contra su almohada y parpadeó—- ¿Llevas una gorra?
—Sí. —Era un pasamontañas, pero lo había enrollado para que pareciera una gorra—.
Necesito que te despiertes.
—¿Vamos a entrenar ahora? —Ella lanzó una mirada reacia a la ventana cubierta de niebla—.
¿Qué hora es?
—Está a punto de amanecer, no vamos a entrenar. —Él no quería decirle aún lo que iban a
hacer—. Solo vístete y baja. —Se enderezó, ignorando su asombroso silencio—. Mantén las luces
apagadas y vístete —agregó. Reuniendo la fuerza de voluntad para no mirar atrás, salió del
dormitorio hacia las escaleras.

Eryn se puso unos tejanos, una camiseta y uno de los jerseys que había comprado en Dollar
General, pero no pudo encontrar uno de los calcetines en la oscuridad. Al darse por vencida,
metió sus pies descalzos dentro de sus Skechers y se arrastró hacia abajo. Al llegar al piso
inferior, espió a Ike, de pie junto al sillón.
La bruma al otro lado de la ventana apenas iluminaba su atuendo: suéter y vaqueros negros.
Con la gorra cubriendo su cabello plateado, parecía más joven y peligroso que nunca.
Un presentimiento retorció sus entrañas.
—¿Qué está pasando?
—Intrusos —dijo él con calma—. Necesito ver quiénes son.
«Necesito», pensó Eryn. Ella no estaba incluida en el plan.
—¿Me vas a dejar aquí?
—Voy a llevarte a un lugar seguro. Winston te hará compañía.
Consternada, Eryn le permitió que la llevara al baño. Allí, él cerró la puerta, bajó la persiana y
encendió la luz de una linterna.
¿Esto era «un lugar seguro»? Ella miró confundida mientras él rodeaba la bañera, dirigía la
pequeña linterna sobre el panel encalado que había a sus espaldas, y pasaba sus dedos por los
surcos.
Con un leve chasquido, retiró los paneles y un aire frío se derramó en la habitación. Un oscuro
y maloliente hueco apareció donde solía estar el muro.
—El sótano —explicó él apuntando un rayo de luz azul hacia la escalera—. Estarás a salvo
aquí abajo.
Eryn miró con asombro los escalones que descendían en picado. Se había bañado y duchado
en esta bañera y nunca sospechó que había unas escaleras detrás.
—No me gustan los espacios oscuros —le informó.
—Estarás bien. —Él la empujó hacia la abertura—. No tardaré mucho. Hay un catre y una
manta. Puedes dormir.
—¿Quién podría dormir ahí abajo?
Ike ignoró sus protestas y la condujo por las escaleras con Winston siguiéndole los talones.
El presentimiento de Eryn se confirmó al pisar el suelo de tierra.
—Por favor. —Ella se aferró a su brazo—. Puedo ayudarte, Ike. Ya sé defenderme.
Él le soltó la mano.
—Toma, te dejaré una luz. —Ike encendió un fósforo y lo acercó a una lámpara de aceite que
colgaba del techo.
La mecha hizo retroceder las sombras y reveló un sótano lleno de parafernalia militar. Eryn
miró a su alrededor con asombro. Los trajes de camuflaje colgaban como alfombras de lana en la
pared del fondo. Armas de fuego de todas las formas y tamaños ocupaban el resto de las paredes.
Las cajas semiabiertas en el suelo mostraban un surtido de artillería, municiones y uniformes de
combate. Winston los olfateó con cautela.
—Si oyes a alguien arriba, apaga esta llama —dijo Ike, captando su atención—. La luz se filtra
a través de las tablas del suelo. Si Winston hace ruido, dile «Silencio». También puedes darle la
orden Sic, pero no va a ser necesario.
—¿A quién tendría Winston que atacar? —le preguntó ella. Las precauciones de Ike, como
todas estas armas, parecían excesivas. Las últimas dos veces que había creído que tenían intrusos,
no había pasado nada.
—Eso es lo que voy a averiguar —respondió Ike escueto.
Por un segundo, ella sintió su mano en su cabello y, al instante siguiente, él ya estaba subiendo
las escaleras, dejándola allí encerrada.
El panel se bloqueó con un clic. Las tablas del suelo crujieron por encima de su cabeza, luego
todo fue silencio, excepto por el sonido de Winston olfateando las cajas.
Eryn tembló. Miró la cama de aspecto incómodo y cruzó la habitación para sentarse en la
gruesa manta y pensar.
Ike estaba triste y tenso otra vez. Oh, Dios, ¿era posible que él sufriera de desorden de estrés
postraumático? Ciertamente, había visto suficiente combate como para haber desarrollado TEPT.
Eryn observó asombrada la temible colección que tenía delante. Pobre hombre, ¿necesitaba
todas estas armas solo para sentirse seguro?
Pero entonces se dio cuenta de que había cuatro cajas etiquetadas por tamaño. Eran de su curso
de supervivencia y seguridad. Tal vez todas las armas formaban parte de este.
En ese caso, Ike no estaba paranoico. Pero eso significaba que probablemente había intrusos en
su propiedad. ¿Quién podría ser? ¿El FBI? ¿El terrorista?
—Winston. —Eryn llamó a su perro. Con un brazo a su alrededor, lo acarició, más para
consolarse a sí misma que a él.
Winston retumbó de placer. Le gustaba que ella le quitara el collar de vez en cuando y le diera
un buen masaje en el cuello. Sin nada más que hacer, Eryn se dispuso a quitárselo. Sorprendida, se
acercó más.
Si no le fallaba la memoria, este no era el collar de Winston. Era del mismo color, del mismo
material, pero la placa de la hebilla era diferente.
La abrió, se lo quitó del cuello y lo estudió bajo la luz parpadeante. ¿Cuándo y dónde Winston
había conseguido un nuevo collar?
La respuesta la golpeó mientras se le ponía la piel de gallina: Fue en la casa segura, cuando
estaba demasiado drogada para notar la diferencia. Pero no había nada malo con el viejo collar.
¿Por qué Winston necesitaría uno nuevo?
Con un jadeo, ella estudió la placa de la hebilla más de cerca. «Recubierto de metal o
plástico», había dicho Ike cuando buscó el transmisor. Esto encajaba por completo con la
descripción. Dios mío, el FBI los había estado vigilando todo el tiempo gracias al collar.
Tal vez Ike ya lo sabía. Tal vez ese era el secreto que le había estado ocultando. En cualquier
caso, ella no iba a ponérselo fácil al FBI. Cogió el collar, y buscó por el sótano algo con que
aplastarlo.

Escondido tras un ciprés y la niebla fantasmal, Ike estudió a los dos agentes federales a través de
los agujeros de su pasamontañas. Estaban recorriendo su límite sur, pero a diferencia de anoche,
habían cruzado la línea de su propiedad, haciendo sonar su alarma, ¿intencionadamente o por
error?
No se había contentado con estudiar las imágenes de su portátil. Él quería saber qué demonios
estaban tramando, y eso implicaba acercarse lo suficiente para escuchar su conversación.
Sin embargo, para cuando llegó a su ubicación, donde su propiedad colindaba con el Bosque
Nacional Shenandoah, solo había dos hombres, no tres. La niebla húmeda aplacó la luz de sus
linternas mientras se abrían paso a lo largo de las rocas.
Esforzándose por escuchar su conversación, Ike buscó la marca térmica del tercer agente a
través de la mira de su rifle. Se sentiría mucho mejor sabiendo dónde está ese hombre. Quizás
había regresado a su vehículo, que habrían estacionado en Skyline Drive, la única carretera a
kilómetros del límite sur de Ike.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —le preguntó el agente de pelo rizado a su
compañero.
—No estoy seguro de nada —replicó el otro hombre—. Quédate callado y mantén los ojos
bien abiertos.
«¿Abiertos para qué?», se preguntó Ike con preocupación. La respuesta se le ocurrió un
segundo después. Para él, por supuesto. Habían activado su alarma esta noche para sacarlo
mientras... Oh, joder, mientras que el tercer hombre iba a la cabaña a buscar a Eryn.
Diablos, había oído algo en el bosque antes, y se convenció de que era un oso o un ciervo.
Después de todo, los agentes no habían hecho nada más que un reconocimiento. Claramente, eso
fue solo para confundirlo con una falsa sensación de seguridad. Esta noche, iban a recuperarla.
Saliendo de su escondite, Ike movió una piedra por accidente. Mientras bajaba por la ladera,
los agentes giraron, moviendo sus luces en su dirección.
—¡Quieto! ¡FBI! Arrodíllate y pon las manos detrás de la cabeza.
«Y una mierda», pensó Ike, bastante seguro de que no podían verlo. Continuó su descenso,
moviéndose a gatas para mantener el equilibrio.
Una bala pasó por encima de su pasamontañas, disparada por una pistola de nueve milímetros,
que quebró el silencio. Un tiro de suerte, supuso. Consideró devolver el fuego para dar una
lección a los agentes. Nadie más que un idiota dispararía a un francotirador de los SEAL de la
Marina. Pero sin duda esperaban acusarlo, así que tendrían que encontrar una excusa para hacerlo
si alguna vez lograban atraparlo.
Bajó por el precipicio hacia la línea de árboles y se agarró a las ramas de los árboles para
frenar su descenso. No le serviría de nada a Eryn si se rompiera el cuello; por otro lado, no
podría llegar a ella lo bastante rápido.
El sonido del latido de su corazón se solapó con el golpeteo de sus botas mientras se estrellaba
cuesta abajo hacia el sendero que lo llevaría de regreso a ella. Stanley se enfadaría mucho si
dejaba que el FBI se la llevase.

¿Eso fue un disparo?


Eryn se paralizó, martillo en mano, a punto de aplastar la hebilla del cuello de Winston. Se le
secó la boca al imaginar a Ike en medio de un tiroteo con el FBI. ¡Oh, Dios mío!
Al instante siguiente, la puerta principal de la cabaña se abrió con un gemido. Un golpe del
martillo revelaría su escondite. También la luz de la linterna. Bajó el martillo y apagó rápidamente
la llama, sumergiendo el sótano en la oscuridad.
«Por favor, que sea Ike», rezó, esforzándose por escuchar el latido de su corazón.
El intruso cerró la puerta con cuidado. Las pisadas, más recias que las de Ike, se movían
sigilosamente a través de las tablas del suelo por encima de ella. Winston gruñó. Eryn se agachó a
su lado y lo sujetó para tranquilizarlo.
Solo podría ser el FBI. Miró hacia atrás, hacia el collar, escondido en el catre. ¿Podría indicar
su ubicación con tanta precisión que sabrían que estaba debajo de la casa? ¿Qué debía hacer
ahora?
«Piensa a través de tu miedo». La voz de Ike susurró en su cabeza. La bodega estaba
escondida. Tal vez, si se quedaba quieta, quienquiera que la buscara se rendiría. O Ike volvería y
los ahuyentaría.
La luz atravesó las tablas del suelo cuando el intruso encendió una linterna.
Eryn consideró coger un arma. Estaba rodeada de ellas, pero no sabía usar ninguna.
Arriba, la puerta del baño se abrió. Winston gruñó de nuevo, y ella lo apretó más fuerte, con la
sangre rugiendo en sus oídos.
—Eryn —llamó una voz familiar—. Soy Jackson. Puedo oírte. ¿Estás bien?
El tono de genuina preocupación de Jackson disipó su temor. Confiaba en que no le haría daño,
pero eso no significaba que quisiera volver con él. Se sentía más segura con Ike.
Pero Winston, que también reconoció la voz, levantó la cabeza y ladró para saludarlo.
—¿Eryn? —Jackson estaba de pie justo a la altura de las escaleras—. ¿Estás debajo de la casa
con el perro? ¿Cómo puedo llegar a ti? —Eryn oyó abrir y cerrar la puerta del segundo dormitorio
de Ike.
Luchó consigo misma para saber si callarse o no. Jackson no la arrastraría por la fuerza; estaba
bastante segura de eso. Pero tampoco quería que él se preocupara por ella.
—Vete —le pidió al fin—. Estoy a salvo aquí. No voy a ir contigo.
—Vamos, Eryn. Suena como si estuvieras en el sótano. Eso es un poco espeluznante, ¿no crees?
—No es así. Ike me está protegiendo.
—Nosotros también podemos hacerlo. —Empezó a golpear la pared, en busca de las
escaleras.
—¿Como en la casa segura? —preguntó ella.
—Tienes razón. Eso fue una trampa que salió mal. No tenía ni idea de que mi jefe había
filtrado tu ubicación. Te juro que te protegeré mejor la próxima vez. Confías en mí, ¿verdad?
—Vete. No voy a ir contigo. Me gusta estar aquí.
Él suspiró.
—No es tan simple, Eryn. O me dices dónde estás o derribo esta pared. —La oscuridad se
disipó repentinamente. Una luz brillante iluminó el hueco de la escalera.
Eryn se puso de pie mientras Jackson bajaba los escalones.
—Quieto —ordenó ella, agarrando el cuello de Winston cuando este intentó atacar al agente.
Jackson los alumbró con la linterna, y Eryn lo miró desafiante.
—¿Estás bien? —dijo él.
—Ya te lo he dicho. Estoy bien.
La luz se deslizó lejos de ella para recorrer las cuatro paredes.
—Santo Cristo —susurró Jackson, tan sorprendido como ella por la cantidad de armas
reunidas en un solo lugar.
—¡Sic, Winston! —Eryn soltó a su perro de repente.
Con un gruñido burlón y feroz, Winston se abalanzó sobre Jackson y lo derribó. Al mismo
tiempo, Eryn corrió hacia ellos y subió por las escaleras de madera. Salió de la casa como si le
ardiesen los talones y llegó al porche. Luego corrió hacia el mirador de Ike, en lo alto del roble.

Una serie de ladridos confirmó los peores temores de Ike. Se reprendió a sí mismo por no
anticiparse a la estrategia del FBI. Como excomandante de Operaciones Especiales, lo habían
entrenado para tener en cuenta todas las opciones. En ese sentido, le había fallado al Comandante
esta noche.
Volvió por el camino traicionero, y se acercó a la cabaña a una velocidad que sabía que era
imprudente. ¿Pero cómo se redimiría ante los ojos de Stanley si dejara que se llevaran a Eryn?
A punto de llegar al claro, se apoyó en un árbol, recobró el aliento y observó su entorno.
La luz vacilante de una linterna iluminaba las pequeñas hojas de los bosques que lo rodeaban.
La voz de un hombre, engreída, pero teñida de desesperación, pronunció el nombre de Eryn.
«Ella es mía», pensó Ike, levantando su rifle de francotirador. Al enfocar a través de la mira,
se dio cuenta de que su objetivo estaba en el patio. Era el tercer agente, el hombre negro de piel
clara, joven y en buena forma física. Mientras buscaba entre los arbustos envueltos en la niebla,
Winston trotaba feliz a su lado, moviendo la cola sin parar.
Si el perro estaba fuera del sótano, ¿dónde diablos estaba Eryn?
Ike preparó su rifle para realizar un solo tiro, apuntó por encima de la cabeza del agente y
apretó el gatillo.
¡Bang! El agente se agachó en cuclillas y dejó caer su luz, la cual se apagó después de soltar
unas chispas. Pero, al instante siguiente, le devolvió el disparo, y su bala dio en el suelo a una
yarda de la posición de Ike.
Ike corrió para cambiar de ubicación.
—No dispares, Calhoun —dijo de repente el hombre, con una dosis de respeto en su voz—.
Eso no va a ayudarte.
—Vete de mi propiedad —gruñó Ike—. Ese primer disparo es tu único aviso.
—Sé que puedes matarme fácilmente, así que voy a marcharme. Pero esto no ha terminado, ni
mucho menos. Vine a advertirte, Calhoun. Mi jefe quiere a la señorita McClellan bajo la custodia
del FBI, y no se detendrá ante nada para atraparla. Si no la entregas por propia voluntad, te vas a
meter en un montón de problemas.
Ike sintió calambres en el estómago al escuchar sus palabras.
—Vete antes de que cambie de opinión y te dispare en el culo —amenazó.
El agente desapareció de su vista. Ike lo escuchó correr hacia el bosque, confiado en su
dirección, incluso en la oscuridad. «Antes era militar», adivinó Ike. Era posible que el hombre
volviera, pero no lo creía. El agente había sugerido que el FBI buscaría algún medio legal para
detenerlo.
Winston salió de la nada y se abalanzó sobre él, plantándole las patas delanteras en el pecho.
Ike fue a bajarlo y se encontró con que le faltaba el collar.
—¿Eryn? —llamó, preocupado de nuevo. Buscó su marca térmica a través de su rifle. Nada.
Aparte de un mapache, acurrucado bajo un arbusto, el patio estaba desierto. Dios, si había huido
con esa niebla, podría haberse caído por un precipicio y romperse el cuello.
—¿Dónde está, muchacho? —le preguntó al perro—. Encuentra a Eryn—.
Winston levantó la pata y Ike gimió.
—Estoy aquí arriba. —El sonido de su voz, que venía de muy arriba en las ramas, retumbó en
su cabeza.
«Bueno, que me parta un rayo», pensó él.
Eryn había encontrado un buen escondite, aunque frío. Ike escaló las rocas con rapidez. Cuando
alcanzó el nido de un cuervo, la encontró acurrucada en el suelo, con los ojos bien abiertos y
luminosos.
—Tienes problemas, Ike —dijo ella, temblando—. Estás en problemas por mi culpa.
—No importa —dijo él. Gracias a Dios que estaba a salvo.
—Nos siguieron hasta aquí —declaró ella. Las palabras salían de su boca sin sentido—. Era el
collar de Winston. No me di cuenta, pero habían cambiado el viejo por uno nuevo. El dispositivo
de rastreo está en la hebilla, creo. Estaba a punto de romperlo cuando Jackson apareció.
Él la miró atónito.
—¿No te diste cuenta de que era un collar diferente?
Ella agitó la cabeza.
—No. Supongo que con esas pastillas que estaba tomando...
—No es culpa tuya. —Su autorreproche lo empujó a tranquilizarla—. Es mía. Si el collar tiene
un dispositivo de rastreo, debería haberlo notado.
Ella le dio un empujón repentino e inesperado.
—¿Por qué no me dijiste que el FBI estaba aquí? —le preguntó acercándose a él—. Lo supiste
todo el tiempo, ¿verdad? Los viste cuando fuimos de compras. Y luego Dwayne lo confirmó, ¿no?
—Sí. —Ike se preparó para el regreso de su pánico, de otra crisis, posiblemente.
—¿Y no creíste que yo tenía derecho a saberlo? —Ella le golpeó en el hombro con un puño.
Él cogió su mano, estaba helada.
Su fiero comportamiento se suavizó cuando él trató de calentarle los dedos entre las palmas de
sus manos.
—Ojalá confiaras en mí —susurró ella con tristeza.
Su piel era tan delicada, tan suave.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó él, forzándose a pensar y a no dejarse atrapar por sus
emociones—. ¿Cómo evitaste que te atrapase el agente?
—Jackson —repitió ella. Ike reconoció el nombre de la tarjeta de visita en su bolso.
Apenas podía ver su pequeña sonrisa en la oscuridad.
—Hice lo que me dijiste. Pensé en mi miedo, y le pedí a Winston que lo atacase.
Ike sonrió.
—Estoy impresionado, sobre todo, por haber encontrado este escondite.
Eryn se estremeció y su sonrisa desapareció. Ahora que el peligro se había desvanecido, la
conmoción empezó a apoderarse de ella.
—Necesito un abrazo —susurró.
«No es una buena idea», pensó Ike. De todos modos, la atrajo bruscamente hacia su regazo y la
abrazó para amortiguar sus temblores. Eryn suspiró aliviada y se acurrucó contra su pecho.
Ike sintió cómo su conciencia del mundo se reducía a medida que sus sentidos se concentraban
en las dulces curvas del cuerpo de Eryn, y en el aroma de melocotón y fresa que desprendía. Era
su universo, su campo de operación. Y cuando ella inclinó la cabeza hacia atrás para presionar sus
sedosos labios contra su mandíbula, él supo que también tenía que probarla. Unió sus labios con
los suyos. El señuelo de su lengua lo incitó a perseguirla. Juntos, recorrieron los oscuros y
misteriosos caminos que él había olvidado que existían.
¿Qué diría su padre? A Ike no le importaba una mierda.
Si Stanley no quería que el protector de Eryn se aprovechara de ella, entonces debería haber
encontrado un hombre más respetable para el trabajo. Eryn era demasiado mujer para ignorarla. Y
Ike no había tenido sexo en más de un año. Podía ser disciplinado cuando se trataba de la guerra,
pero al final, seguía siendo solo un hombre.

El corazón de Eryn se desbocó con el mensaje del beso de Ike. Había cedido. Había cedido,
ondeando una bandera blanca. Entre el deslizamiento y la retirada de su lengua, ella encontró un
nuevo mensaje. Iba a hacerla suya. Esta noche. Sus sentidos explotaron ante la perspectiva.
Pero luego, él abrió la boca a regañadientes.
—Los agentes van a volver.
—¿Qué? —Sus palabras eran como un cubo de agua helada lanzado a su cara. Ya se había
olvidado del FBI—. ¿Esta noche?
—Probablemente mañana- —Sus labios rozaron los de ella—. Tenemos que irnos. No es
seguro quedarse aquí. Tenemos que irnos al amanecer.
Pero Eryn tenía otros planes.
—Hazme el amor primero —le dijo, ruborizada.
No podía creer que había dicho eso, no es que quisiera recordar sus palabras, pero Ike
reaccionó endureciéndose, y no en el buen sentido.
Miró a lo lejos, sin poder ver su gesto.
—Necesito revisar mi portátil. —Fue la respuesta de Ike.
¿Eso era un sí, un no, o un tal vez? Humillada porque su oferta había sido ignorada, Eryn se
apartó de su regazo y se arrastró hacia los peldaños de las tablillas, con la intención de bajar lo
más rápido posible. Tal vez no debería haber dicho que hiciesen el amor. Si ella lo hubiera
llamado sexo, él podría haber aceptado.
Mientras descendía con cuidado, Eryn escuchó un ruido. De repente, Ike estaba parado en la
parte inferior del árbol, observándola.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó ella, saltando los últimos metros hacia la tierra blanda.
—Con una cuerda —respondió él. Luego, se alejó en dirección a la cabaña y llamó a Winston
para que lo siguiera.
Eryn caminó detrás de ellos. Esta noche no quería huir de la ley. Lo que quería era sexo, tan
caliente que borrase todo el miedo de su mente y que le confirmase que todavía estaba muy viva.
Solo Ike podía darle lo que necesitaba. Dependía de ella hacer que cambiara de opinión.

Ike se obligó a cerrar la puerta de su dormitorio y consultar el programa de seguridad de su


portátil. «Hazme el amor primero», había dicho ella.
«Primero la seguridad», pensó el instructor de los SEAL que había en él. Lo que Eryn había
ofrecido en un momento de impulsividad no tenía prioridad sobre su misión de protegerla.
Cuatro nuevas imágenes esperaban la lectura de Ike. Las fotos mostraban a los tres agentes
reagrupándose en el lado sur de su propiedad. Incluso desde lejos, el líder parecía furioso. Luego
habían cambiado de sentido y subieron de manera inexperta hacia Skyline drive, donde no tenía
ninguna duda de que habían estacionado su vehículo.
El alivio lo dejó casi mareado. ¿O era por el tiempo de relax que le habían dado y las
posibilidades que eso representaba?
«Hazme el amor primero».
Por la mañana, el FBI obtendría una orden de arresto contra Ike por un cargo poco convincente.
Poco después, estarían llamando a la puerta de su cabaña. Él y Eryn ya se habrían ido para
entonces, pero no podían marcharse antes del amanecer. Tenían otra hora o dos.
Se pasó una mano por la cara y sintió la fiebre de su propio deseo. Su ingle palpitaba. Aunque
tuvieran tiempo para el sexo, ¿era a él a quien ella quería? ¿O bastaría cualquier hombre para
ayudarla a olvidar la pesadilla en que se había convertido su vida en el último mes? Demonios,
ella merecía algo más que un placer pasajero, que era lo único que él podía darle. Pero, por Dios,
se lo daría como nadie más lo haría.
La puerta se abrió y su boca se secó al ver la silueta en forma de reloj de arena de Eryn. La luz
tras su espalda recortaba su cuerpo en la penumbra. No había duda de que estaba desnuda, excepto
por un par de bragas negras.
De acuerdo. Sí. Ike dejó su portátil a un lado. Había tiempo.
Se puso en pie despacio, medio asustado por que ella cambiara de opinión.
—¿Estás segura? —Le pareció justo preguntarle.
Su respuesta fue un avance directo hacia él. Ella deslizó sus brazos alrededor de su cintura. La
sensación de sus pechos desnudos a través de la tela de su suéter le hizo gemir.
—Positivo. —Su mirada azul ardía entre las sombras.
Sabía que, en cuanto la viera, sería un problema. Una chica como ella haría imposible ser
nada, no sentir nada.
Al dar un paso atrás, le pasó los largos mechones de pelo por encima de los hombros,
exponiéndole los pechos. Eran todo lo que él se había imaginado: llenos y altos y con pezones
como bayas que le hacían agua la boca. Cubrió los aterciopelados con sus labios, primero uno,
luego el otro, y los saboreó con toda la moderación que pudo reunir.
Para una noche que prometía terminar mal, estaba resultando ser la mejor noche de su vida.
Capítulo 12

—Jesucristo. —El shock en la voz de Caine hizo que Jackson se despertara por completo. Había
estado durmiendo en la parte trasera del Taurus en el viaje de regreso de Skyline Drive al Motel
Elkton.
—¿Qué pasa? —Ringo desvió su atención de la empinada y sinuosa carretera por la que los
conducía.
Caine bajó su teléfono móvil con una mirada de asombro.
—Nuestro activo ha sido asesinado. Le cortaron la garganta, como a Pedro.
Mierda. Jackson se frotó los ojos ardientes y se sentó más derecho.
—El atacante aún estaba en la escena cuando nuestros agentes respondieron a la llamada de
Mustafá, pero saltó por la ventana y escapó. Por suerte para nosotros, dejó su sangre por todos los
arbustos de acebo. Están analizando su ADN ahora mismo.
—¿Fue Shahbaz Wahidi? —preguntó Ringo.
—No. Trajeron a Wahidi para interrogarlo, esperando que soltase algo, pero tiene una coartada
sólida. Hemos interceptado todos sus correos electrónicos, monitoreado sus llamadas, y nada. No
parece estar en contacto con nadie.
La noticia barrió la niebla de la cabeza de Jackson. Cada vez estaba más convencido de que
Shahbaz —y antes de él, Itzak— eran solo instrumentos empleados por el verdadero terrorista
para desviar las sospechas hacia la Hermandad.
Mientras reflexionaba sobre las formas de probarlo, escuchó a Caine informar a Bloomberg
sobre el intento fallido de sacar a Eryn de la cabaña de Calhoun. Se esforzó en mencionar que la
bodega del exSEAL estaba llena de municiones y que había disparado su rifle contra Jackson, lo
que le hizo huir.
—Así es, señor. Sí, señor. —El tono de Caine se volvió petulante—. Exactamente lo que
pienso. Necesitaremos al menos cincuenta miembros de la HRT para rodear su propiedad, además
de un helicóptero. Cuanto antes lleguen, mejor.
Jackson no podía creer lo que estaba escuchando. Planeaban utilizar el equipo de rescate de
rehenes del FBI.
—No puedes hablar en serio —exclamó en el instante en que Caine se apartó el teléfono de la
oreja.
—Tan serio como un ataque al corazón, novato.
—Vamos, señor. Ni siquiera hemos establecido un diálogo con el hombre —señaló Jackson.
—¿Quieres razonar con él? —Los ojos de Caine brillaron mientras se retorcía en su asiento
para mirarle fijamente—. Trató de dispararte.
—Apuntó muy por encima de mi cabeza —insistió Jackson, aunque la bala le había pasado
muy cerca.
—Tiene una mancha en su expediente militar, por no mencionar el armamento suficiente en su
sótano para iniciar una revolución. Lo viste por ti mismo.
La llamada mancha en el registro de Calhoun no era más que un caso de extrema mala suerte.
—El hombre necesita las armas para su negocio. Mira, ¿no podemos al menos darle la
oportunidad de hacer lo correcto?
—Tú mismo lo dijiste, Jackson. No va a entregarla sin más.
—Tal vez, si conoce las consecuencias.
—Bien. —Caine se rindió inesperadamente—. Si quieres hablar con Calhoun, adelante. Tan
pronto como sea de día, toma el Taurus y vete. Te daré hasta el mediodía para que lo traigas.
¿Hablaba en serio?
Ringo los sacó de la carretera y los llevó al estacionamiento del Motel Elkton, donde aparcó
en doble fila junto a la casa rodante. El letrero de neón del motel zumbaba en el repentino
silencio. Jackson cuestionó la sensatez de hacer sonar la alarma de Calhoun y subir su empinada
entrada de grava sin anunciarse.
—¿Qué pasa, Jackson? —Caine se burló—. ¿Has cambiado de opinión? —Luego empujó la
puerta para abrirla y salió. Ringo hizo lo mismo.
—Yo iré —decidió Jackson.
Ringo metió la cabeza en el coche.
—Te acompaño —se ofreció.
—No —dijo Caine, cerrando la puerta de golpe—. Necesitaré tu ayuda para coordinarnos con
la HRT y la Guardia Nacional.
Ringo dirigió a Jackson una mueca de disculpa antes de seguir a Caine a su habitación.
Jackson se quedó en el coche un momento. Esperaba que la integridad de Calhoun fuera tan
sólida como él intuía. En unas seis horas, iba a comprobarlo.

Acunando la cabeza de Ike en sus manos, Eryn lo empujó hacia su otro seno y jadeó. La forma en
que él lamía las sensibles cumbres le enviaba dardos de placer a su vientre. Si él seguía así
mucho más tiempo, no podría controlarse.
Ella trató de concentrarse en sus manos callosas, que ahora la tocaban como ella había
fantaseado, poniéndole la piel de gallina mientras él la acariciaba desde los hombros a las
caderas, moldeando, acariciando, dando forma. Las deslizó sobre la plenitud de su trasero, las
apretó y la levantó. Eryn gimió. Al instante siguiente, la tumbó suavemente sobre su colcha.
Ike se apartó para quitarse la ropa. El ritmo cardíaco de Eryn se duplicó mientras lo veía
desvestirse. Se soltó los cordones y se quitó las botas en un tiempo récord. Luego se sacó el suéter
y la camiseta simultáneamente, revelando sus músculos esculpidos y una franja de vello castaño
que brillaba en la tenue luz. Cada centímetro cuadrado de su torso estaba pulido a la perfección.
—Oh, Ike, eres hermoso —exclamó ella, apoyándose en los codos para verlo mejor. Él la miró
incrédulo.
Eryn observó sus manos, ansiosa, mientras él se desabrochaba los pantalones.
Con un tirón, Ike dejó caer sus vaqueros y se quitó los calzoncillos. Eryn se las arregló para
echar un vistazo antes de que la empujase contra el colchón. Él agarró el elástico de sus bragas y
las arrancó con un movimiento impaciente que le hizo reír.
—Eres hermosa —corrigió él, tomándose un momento para mirarla.
Su expresión hambrienta la hizo enrojecer. Acariciando sus manos por la musculosa longitud
de sus brazos, Eryn le hizo bajar la cabeza para que la besara. Por primera vez, ella quería que él
le hablara sin palabras. «Cuéntame todo sobre ti...».
Se hundió suavemente sobre ella, derritiéndola con las incursiones intencionadas de sus labios,
dientes y lengua. Disfrutando del peso de su cuerpo sobre el de ella, Eryn les dio rienda suelta a
sus manos. Desde sus anchos hombros, los densos contornos de sus pectorales, hasta el acero
resistente de sus nalgas, ella se deleitó en su pura masculinidad.
Cuando él movió los labios hacia su cuello, sus clavículas, sus pechos, todo su cuerpo se puso
tenso con anticipación. Él hizo que sus pezones se endurecieran, y ella se arqueó impotente hacia
ese tormento de placer, muy consciente de su excitación, que rozaba su muslo, cálida y
aterciopelada.
Pero entonces él descendió y le dio algo muy diferente en que pensar. Sus labios siguieron la
curva de sus costillas para atravesar el plano de su vientre. Mientras su lengua se arremolinaba
dentro y alrededor de su ombligo, su sangre llegó a hervir; cuando llegó a los rizos de su pubis,
Eryn levantó las caderas.
—Oh, sí. Oh, por favor...
—Cobre —dijo Ike, con su cálido aliento sobre ella.
Ella rogó en voz alta.
—¿Qué has dicho? —preguntó Ike. El destello blanco en la oscuridad no podía ser otra cosa
que una sonrisa.
Incapaz de repetirlo, Eryn separó las piernas sin decir palabra.
Ike rio.
—Eso es lo que creí haber oído. —Y luego agachó la cabeza para complacerla.
Oh, Dios. Eryn se veía a sí misma como desde lejos, como desde la altura de una montaña
formada en la antigüedad por grandes masas de tierra que chocaban. El calor fluía por sus
barrancos y pasadizos mientras Ike se tomaba su tiempo para moverse hacia el epicentro de su
placer. Él le produjo temblores que la atravesaron, cada uno más poderoso que el anterior. Se
volvió fundida, inestable, volátil. El resultado de la colisión de sus mundos iba a ser tumultuoso.
Ella se estremeció mientras él deslizaba un dedo en su abismo. Añadió otro más, acariciando y
estirando. Con su incursión la empujó al límite. Se sintió doblegada y culpable, una mujer
diferente. Las sensaciones eran tan crudas, tan orgánicas, que ella gritó su nombre en voz alta. Las
réplicas dieron paso a una calma aturdida.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con que él la miraba con sorpresa.
—Lo siento —se disculpó, agradecida de que él no pudiera ver las imágenes de su cabeza.
—¿Por qué demonios? —Ike se inclinó sobre su cuerpo para alcanzar la mesita de noche.
Mientras su erección se acercaba a centímetros de su mano, ella la cogió deliberadamente,
embelesada por su textura aterciopelada, asombrada por su tamaño. Hablando de agitación, ella
deseaba cubrirla con su boca y sacudir su mundo de la misma forma en que él había sacudido el
suyo.
Él se alejó a propósito.
—Ha pasado mucho tiempo —se disculpó Ike. Al verlo abrir el envoltorio de un condón con
sus dientes, Eryn cayó en la cuenta de que no había pensado en el control de natalidad.
Se lo colocó con la misma eficiencia con que lo hacía todo, y se volvió a asentar sobre ella. La
expresión de intención en su cara hizo que los dedos de Eryn se curvasen.
—¿Estás bien? —le preguntó él con voz ronca.
—Eso espero.
Ike se puso tenso.
—¿Qué significa eso?
—Significa que espero que encajemos —dijo ella sin aliento.
Ike respiró con una risa de alivio. Podía sentir su corazón trotando contra sus aplastados
pechos.
—Encajaremos —le prometió, y luego la besó a fondo, despertando sus sentidos.
A Eryn se le ocurrió que la verdadera colisión de sus mundos estaba por venir, y se preparó.
Pero aquella suavidad no encontró resistencia mientras sondeaba su entrada. El calor húmedo la
inundó, facilitando su camino.
Se apoderó de ella tan despacio, tan profundamente, que cada suave movimiento le quitaba el
aire de los pulmones, mientras la llenaba de una deliciosa desesperación deseando más.
—¿Todavía estás bien? —dijo él. Eryn notó que cada músculo de su cuerpo estaba rígido por
tratar de contenerse. Una ligera capa de sudor iluminó su desnuda piel. Su corazón latía como un
yunque.
—Oh, sí —jadeó, asombrada por su efecto sobre él y por su propia respuesta. Juntos habían
construido algo nuevo.
Un empujón más y sus caderas se unieron por completo. Eryn lanzó un gemido. Cada
centímetro de él estaba enterrado en lo más profundo de su cuerpo. Y… encajaban perfectamente.
Con su frente presionada contra la de ella, Ike se detuvo para respirar.
Sus caderas ondulaban con la necesidad de satisfacer una picazón profunda.
—Por favor, no pares —suplicó Eryn.
—Vas a hacer que me corra —advirtió él.
Ella lo imaginó tambaleándose en ese borde, y sus músculos internos se apretaron y dibujaron
un torrente de placer, tan intenso que se convirtió en otro clímax. Él atrapó su súplica con un beso
ardiente.
El arco de su éxtasis apenas había comenzado a descender, cuando Ike lo revivió bombeando
fuerte y profundo.
—¡Más! —exclamó ella, dando la bienvenida a cada acometida, deseando que durara para
siempre. Ante su entusiasmo, Ike dio un intenso empujón, tres más, antes de enterrar su cara en el
cuello de ella y derramarse en un contenido silencio.
El éxtasis se desvaneció en una cálida satisfacción, y Eryn sonrió.
Incluso en la agonía de la liberación sexual, su protector era del tipo fuerte y silencioso.

«Santo cielo», pensó Ike, arrastrándose en su camino de vuelta a la consciencia.


Eryn yacía debajo de él, con una sonrisa soñadora iluminada por el amanecer que se filtraba a
través de la persiana cerrada. Afuera, un par de pájaros cantores gorjeaban alegres. En Jollet's
Hollow, el gallo cantó. Todo estaba en paz y en calma. Solo podía esperar que los agentes que
habían intentado burlarse de él anoche estuvieran profundamente dormidos.
Había llegado el momento de que él y Eryn se fueran, pero todo lo que parecía capaz de hacer
era maravillarse ante su increíble falta de inhibición.
¿Quién diría que la hija de Stanley sería tan increíble en la cama como en cualquier otro lugar?
Cristo, si había algo más entrañable en ella, se iba a enamorar sin remedio.
El pánico siguió a ese pensamiento. Usando el condón que goteaba como excusa, empezó a
salir corriendo de la cama, pero Eryn lo atrapó. Su cuerpo traidor, demasiado ansioso por sentir
su desnudez, respondió acercándose a ella.
Eryn comenzó a peinar con sus dedos el vello castaño de su pecho.
—Dime ¿por qué tu cabello se volvió plateado, Ike? —preguntó somnolienta—. ¿Qué ocurrió?
¿Qué te hizo dejar el ejército?
Eso era algo de lo que él nunca hablaba, ni siquiera consigo mismo. Para su sorpresa, no le
importaría compartir la historia con Eryn, pero ahora mismo no había tiempo.
—Te lo diré luego —prometió—. Tenemos que irnos pronto.
Ike cogió su ropa y la dejó en la cama. El aire frío salía por la puerta del sótano, aún abierta,
haciéndolo temblar al entrar al baño. No quería nada más que arrastrarse de nuevo a la cama y
hacer el amor con ella de nuevo, como si tuviesen todo el tiempo del mundo. Pero no lo tenían.
Debían irse de Overlook Mountain antes de que regresaran los federales.
Era mejor así. Sabía que cuanto más se acostumbrara a ella, más querría quedarse con ella.
Se vistió a toda prisa y corrió hacia el sótano seguido de Winston. Mientras encendía la
lámpara de gas, el brillante collar del perro captó su atención y lo recogió.
Por supuesto, ahora podía ver cómo la placa de la hebilla podría, de hecho, albergar un
dispositivo de seguimiento. La desenroscó con un destornillador, y separó las dos mitades. Al
hacerlo, una tarjeta SIM, una pequeña antena y una batería, todas conectadas entre sí, cayeron en
su mano. Hijo de puta. Las dejó cuidadosamente a un lado. Luego volvió a unir las dos placas y
colocó el collar en el cuello del perro.
Era hora de planear su éxodo. No había reglas de combate para eludir al FBI. Todo lo que
tenía eran las directivas de Stanley para mantener a Eryn alejada de ellos y, por supuesto, de los
terroristas. Aunque Stanley no había hecho una clara distinción entre los dos, era seguro que había
una muy grande. Los terroristas no representaban ningún inconveniente. Disparar a un agente
federal, sin embargo, podría hacer que lo condenaran. Lo más probable es que ya estuviese en
problemas por haber disparado sobre la cabeza de Jackson.
No podía salir de esta situación. Tendría que usar su inteligencia y algo de ingenio. Y no podía
dejar que Eryn —ni ningún sentimiento floreciente que pudiera tener por ella— lo distrajera de su
misión principal.
Se deshizo de su suéter negro y se puso una camiseta militar, recién sacada del petate. Encontró
una caja etiquetada XL y sacó un conjunto almidonado, con el que cambió su atuendo negro por el
de camuflaje.
Ponerse la ropa de guerra le hacía sentir que aún tenía opciones; que aún tenía el control.
En una caja que antes no estaba abierta, encontró un pequeño conjunto para Eryn, y se dirigió
arriba para despertarla.
Pero cuando él llegó, ella estaba profundamente dormida.
Él observó cada flujo y reflujo de su respiración, recordándose a sí mismo que lo que tenían
—la química perfecta, su realización profunda—, no significaba nada. Nunca sería para Eryn más
que una fuente de consuelo y distracción. Era la hija de Stanley. Ella merecía el sol y la luna,
mucho más de lo que él podría darle ahora mismo.
Con la urgencia del sentido común, le pasó el dedo por encima de la mejilla.
—Eryn, despierta.
Las comisuras de su boca se curvaron en una mueca.
Su mirada hizo que su corazón se contrajera. Lo siento, princesa. El tiempo se estaba
acabando.
Eryn abrió sus pesados párpados. Cuando se topó con la mirada de Ike, el recuerdo de su
encuentro sexual le causó una oleada de placer que la atravesó con un hormigueo en sus
extremidades.
—Hora de levantarse —dijo él, aplastando su satisfacción—. Tenemos que irnos.
Ella levantó la cabeza de la almohada y vio que se había cambiado de ropa.
—¿Ya?
—Ya —confirmó él.
—Pero... —Su corazón se detuvo. Ella esperaba que no tuvieran que irse, que Ike hubiese
pensado en un curso de acción alternativo—. ¿Adónde iremos?
—A algún lugar seguro. —Ike cogió la ropa doblada de su tocador y se la lanzó a la cama—.
Ponte esto. Tenemos diez minutos.
Estaba a punto de hacer un millón de preguntas cuando él agarró su portátil y desapareció en el
baño. Ella pudo oírle moverse con rapidez por los escalones de madera hacia el sótano.
Entumecida de cansancio, Eryn corrió hasta el borde de la cama para buscar en el suelo su
ropa interior. Al recordar cómo se la había quitado él, se sonrojó. No se arrepentía de lo
sucedido, de nada.
Maldijo al FBI por no dejarlos en paz. Habría estado muy contenta de quedarse aquí con Ike el
tiempo que tardaran en atrapar a los terroristas.
Temblando a causa del aire fresco, se puso rápidamente el conjunto que él le había dado. El
lienzo rígido le irritó su sensible piel. Solo había una razón por la que pudo haberle dicho que se
camuflara. Iban a tener que internarse en el bosque para esconderse del FBI.
Al darse cuenta de que aún no tenía calcetines, subió corriendo a buscar un par, y se encontró
con Winston cuando bajaba.
—¿Le volviste a poner el collar a Winston? —gritó ella, perpleja.
—He quitado el dispositivo de rastreo. —La voz de Ike venía de las escaleras del sótano—.
Tenías razón.
—¿Dónde está ahora? —preguntó ella.
Entrando en su línea de visión, Ike se dio palmaditas en un bolsillo de su muslo.
—¿No quieres quemarlo o algo así?
—Tengo un plan mejor. —Su mirada se deslizó hacia el perro que estaba sentado expectante en
la puerta del dormitorio, y toda expresión desapareció de su cara.
Eryn se encogió. Había aprendido a reconocer esa mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
Ike la miró a regañadientes.
—Tenemos que dejar al perro aquí —anunció.
—No. —Ella miró a Winston, alarmada—. ¿Por qué?
—No podemos llevarlo con nosotros, Eryn. Los agentes lo encontrarán cuando registren la
cabaña. Cuidarán bien de él.
—¿Cómo sabes eso? ¿Y si no vienen? ¡No podemos dejarlo sin más! —Las lágrimas le
quemaban los ojos.
—Por favor, Ike.
—No es que no quiera —contestó él, mirando hacia otro lado—. Tenemos que cruzar en la
tirolina. Tenemos que bajar por un acantilado. Él no puede hacer todo eso.
—¿Por qué no podemos ir por otro camino? ¡Ni siquiera me dices adónde vamos! —Eryn puso
el pie en el suelo y lo usó como excusa para meterse el talón en el zapato.
—Te lo dije, a un lugar seguro.
—¡Detalles, Isaac! —exigió.
Una pizca de humor iluminó su mirada ensombrecida.
—Bien. Un amigo tiene un viñedo a doce millas al oeste de aquí. Iremos caminando hacia allí.
Con suerte, nos dará un coche para que podamos llegar a Pensilvania.
—¿Pensilvania? ¿Qué hay en Pensilvania?
—Cougar. Se suponía que él iba a recogerte desde un principio.
—¿Así que me vas a entregar a Cougar? ¿Después de lo que hemos compartido?
Ike se golpeó la espalda con una mochila llena.
—No es así —murmuró, evitando su mirada.
—Entonces, ¿cómo es? —Necesitaba escuchar algo, cualquier cosa que le indicara que lo de
anoche había significado tanto para él como para ella.
—Tengo que sacarte de aquí, eso es todo —insistió. Ike apretó los dientes, entró en la sala de
estar y se agachó junto al sofá.
Eryn se hundió débilmente en el borde de la cama, donde se encontró con la mirada
interrogativa de Winston. Un nudo le obstruyó la garganta al pensar en dejarlo. Sintonizado con su
estado emocional, el perro se tumbó junto a ella.
—Vamos, muchacho —lo llamó Ike desde la puerta—. En marcha.
Winston miró hacia atrás y hacia adelante, desgarrado entre los dos, pero la llamada de la
naturaleza reclamó la victoria, y siguió a Ike afuera.
—¡Cobarde! —gritó Eryn, mientras Ike cerraba la puerta sin hacer ruido tras él. Pasear al
perro era una excusa para evitar la comunicación.
Eryn se secó las lágrimas con una manga almidonada y miró a su alrededor. Se preguntaba si
volvería a ver la cabaña. A ella le había empezado a gustar esto, sobre todo, desde que Ike salió a
calentar el agua para su baño. La vista pacífica la había adormecido en una sensación de
seguridad. Incluso de vez en cuando olvidaba que alguien la quería muerta.
Respiró hondo y se puso en pie. Winston odiaría que lo dejaran atrás, pero ella sabía que los
agentes, especialmente Jackson, se ocuparían de él. Y a Ike le resultaría más fácil sacarla del área
sin explorar.
Por el bien de su padre, ella le debía a Ike su cooperación. Y cuando llegase el momento de
separarse, tampoco se aferraría como una liana. Ella sabía desde el principio que no tenían futuro
juntos.
Ignorando el dolor en su pecho, se dirigió al baño. Una mirada en el espejo le devolvió el
reflejo de una mujer de rostro pálido con incertidumbre en sus ojos, muy diferente a la imagen que
había visto horas antes, cuando esperaba hacer el amor con Ike.
Capítulo 13

—Es hora de correr, princesa. —Ike barrió el claro con esa mirada omnisciente que le provocaba
a Eryn un nudo en el estómago. Cada árbol, cada hoja, cada brizna de hierba fue escudriñada en
menos de un milisegundo. Finalmente, sus ojos se posaron sobre Eryn mientras esta se ajustaba la
correa del bolso.
Ella asintió. Al menos no llevaba una mochila que parecía pesar sesenta libras.
—¿Por qué no me das eso? —Ike se quitó la mochila de los hombros—. Vas a necesitar tus
brazos libres.
Ella obedeció con un suspiro, sintiéndose culpable por aumentar su carga. Ike metió el bolso
en la mochila junto al resto del equipo que había reunido para su marcha.
—Lo siento —murmuró Eryn.
—No tienes por qué. —Él cerró la mochila y se la colocó de nuevo sobre sus hombros—. He
llevado más peso que este.
Los frenéticos ladridos de Winston, que se fundían con los arañazos de sus garras en la puerta,
llamaron su atención.
—Estará bien. Te lo prometo —dijo Ike, acariciando la mejilla de Eryn—. Vamos, nena —la
instó—. Tú marcas el paso.
Al igual que en sus carreras anteriores, se enfrentó a la empinada pendiente con todas sus
ganas. Pero sus piernas parecían de goma mientras tropezaba con la tierra húmeda y desigual. Una
noche casi sin dormir le había dejado con muy poca energía. Trató de decirse a sí misma que esto
era solo otra carrera de entrenamiento; que volverían a la cabaña para un desayuno tranquilo. Pero
ella sabía que no era cierto, y ahora corría directa hacia la realidad.
Llegó a la línea de árboles sin aliento, más que contenta de detenerse cuando oyó la voz de Ike.
—Espera. —Él se desvió repentinamente del camino para subirse a una roca del tamaño de un
hombre.
Ella lo miró y escuchó el susurro del viento entre las tiernas hojas de los árboles. Ike sacó
unos prismáticos de su mochila y observó el valle. Se quedó quieto de repente, con la espalda
rígida.
—¿Qué ves? —preguntó Eryn.
Ike dejó los binoculares y saltó a su lado.
—Puede que tengamos compañía —admitió, evitando su mirada. Como si estuviera en el
momento justo, la alarma de su reloj empezó a sonar. Lo silenció con una presión de su pulgar.
—¿El FBI?
Ike asintió con la cabeza.
—¿Confías en mí?
—Sí.
—Tenemos que movernos rápido. Sin hablar, sin disminuir la velocidad. Sin cuestionar mis
órdenes. ¿Está claro?
Ella tragó con fuerza.
—Cristalino.
Ike le dedicó una pequeña sonrisa torcida que alivió su miedo. Luego la cogió de la barbilla, la
giró y le dio un empujón.
—¡Ahora corre!

El Taurus llegó a la entrada de grava. Deslizándose de lado en un giro de horquilla, Jackson se


sintió aliviado al llegar por fin a la cabaña. A la luz del día, parecía mucho menos siniestra que en
la oscuridad. Aparcó junto al Dodge Durango de Calhoun y apagó el motor sobrecalentado.
La presencia de su camión podía significar que él también estaba aquí. Jackson dejó su arma en
la guantera. Llevaba un chaleco de Kevlar bajo la camisa, por si acaso. Pero el exSEAL no
dispararía a un hombre desarmado; Jackson contaba con ello.
Al abrir la puerta del coche, lo recibió un torrente de ladridos. Se acercó a la cabaña con
cautela, con las manos en los costados, donde Calhoun pudiera verlas. Aparte del perro, el único
sonido era el de los pájaros y el viento. La zona le pareció desierta, no amenazante. Esperaba no
haber llegado demasiado tarde.
Las tablas del porche gimieron bajo sus pies. Golpeó firmemente la contrapuerta exterior. Al
otro lado, Winston arañó la puerta y se quejó.
—¡Isaac Calhoun! Soy el agente especial Jackson. Me gustaría hablar con usted. —A Jackson
le pareció que su voz sonaba ridícula en el pacífico silencio.
Al no recibir respuesta, rompió la puerta mosquitera y encontró la puerta interior sin llave. Al
abrirla, Winston trató de pasar por encima de él, pero Jackson lo agarró por el cuello y lo metió
de nuevo dentro. Cerró la puerta y miró a su alrededor, notando detalles que habían cambiado
desde la noche anterior. Un armario de la cocina estaba abierto. El olor a tostadas seguía en el
aire.
Desesperado por llegar demasiado tarde, fue al baño, abrió la puerta del sótano y se asomó a
la oscuridad, asegurándose de que Eryn no estuviera allí abajo. Por supuesto, no estaba. Tampoco
había ninguna evidencia que sugiriera que había sido forzada a permanecer allí por mucho tiempo.
Fue al dormitorio principal, donde la cama sin hacer le llamó la atención. Las sábanas
retorcidas y las almohadas aplastadas sugerían que habían compartido la cama, que habían tenido
intimidad. Consideraba a Eryn una chica conservadora, lo que le hizo preguntarse si habría
conocido a Calhoun antes de esta semana. Eso habría hecho más fácil para el antiguo SEAL
convencerla de que saliera de la casa segura.
Winston arañó la puerta. La desesperación del perro por salir le sugirió que tal vez sabía
dónde habían ido Ike y Eryn. Buscó una correa. Al no encontrar nada adecuado, se dio por
vencido, decidiendo que se arriesgaría.
—¿Sabes dónde han ido, muchacho? —preguntó, abriendo la puerta—. Enséñame el lugar.
Winston salió corriendo al exterior con Jackson justo detrás de él. El perro desapareció
alrededor de la cabaña y luego se coló por el camino que conducía al límite sur de la propiedad
con Skyline Drive. Era exactamente la ruta que el FBI esperaba que tomara en caso de huida. Un
escuadrón de HRT estaba al acecho en Skyline Drive.
Dividido entre su compromiso con el deber y su falta de respeto por su supervisor, Jackson
dudó en llamar a Caine o no. El marine que había en él lo hizo sacar el teléfono mientras corría.
—¿Y bien, novato? —le preguntó Caine.
—Señor —jadeó Jackson—. Ya se habían ido de la cabaña cuando llegué. Creo que van de
excursión a Skyline Drive. Estoy justo detrás de ellos.
—Sé dónde están, Jackson. He estado siguiendo sus movimientos durante la última media hora.
¿Qué? La mirada de Jackson se dirigió al collar rojo del perro. ¿Media hora? Pero él y
Winston solo llevaban corriendo diez minutos, a menos que... a menos que el dispositivo GPS ni
siquiera estuviera en el perro. Calhoun debió haberlo descubierto, en cuyo caso lo estaría usando
como señuelo. Jackson sintió una oleada de alivio.
—Puedes retirarte, novato. Obviamente, tu plan no ha funcionado. Dejaremos que HRT
recupere a nuestro cliente. —Caine cortó la llamada abruptamente, evitando que Jackson tuviera
que decirle la verdad.
Jackson guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y siguió corriendo. Uno, no podía dejar
a Winston ir solo al bosque. Dos, quería advertir a Calhoun sobre la HRT, convencerlo de que se
rindiera pacíficamente o de que se enfrentara a las consecuencias.
El camino se bifurcó de pronto. Una empinada subida a la izquierda llevaba al límite sur de
Calhoun y a una emboscada. El camino de la derecha conducía a un desfiladero intransitable. Con
Eryn a su lado, Calhoun probablemente no había tomado ese camino. Pero la cola tupida de
Winston dijo lo contrario cuando desapareció delante de él. Jackson aceleró su ritmo.
Aquí y allá, la huella de una sola persona corroboró la capacidad de rastreo del perro. Al
sondear el haz de luz, Jackson sintió que se estaba acercando. El sonido del agua se hacía cada
vez más fuerte.
Llegó a la garganta, mucho más impresionante en la vida real que en la imagen mostrada por
vía satélite.
Winston miró al lecho del arroyo y ladró con frustración. Un reflejo metálico hizo que Jackson
se fijase en un alambre de resistente acero que atravesaba el barranco. Así es como habían
cruzado. Al alcanzarlo, detectó una sutil vibración. No había pasado mucho tiempo desde que lo
habían usado. Pero la barrera, de existir, había sido derribada.
Tal vez podría utilizar su cinturón para deslizarse, si pudiera conseguir el impulso suficiente,
pero entonces tendría que dejar atrás al perro.
—¡Calhoun! —gritó, bastante seguro de que el hombre estaba lo bastante cerca para oírlo—.
Debería rendirse, o se enfrentará a varios cargos. Tenemos su propiedad rodeada.
La advertencia le hizo eco, burlándose de sus buenas intenciones. Se dedicó a calmar la
agitación de Winston.
—Está bien, muchacho. La recuperaremos.
Su teléfono móvil sonó dentro del bolsillo.
—Jackson.
Era Caine.
—Trae tu trasero aquí, novato. Calhoun está bajando por el lado norte. Lo interceptaremos al
pie de la montaña.
Jackson consultó la brújula de su reloj.
—¿El lado norte, señor? Lo tengo dirigiéndose al oeste. —El norte era el lugar a donde caía el
agua.
—Negativo. Lo tengo en el GPS, ¿recuerdas?
Ah, el señuelo. Calhoun debió de haber dejado caer la tarjeta SIM en los rápidos mientras
cruzaba hacia el otro lado. En un contenedor hermético, fluiría cuesta abajo durante horas,
enviando al FBI en una búsqueda inútil. Jackson sonrió.
—Lo buscaremos desde el aire —añadió Caine, gritando por encima de los rotores de un
helicóptero.
Oh, Jesús. El equipo de apoyo aéreo se ponía en marcha.
Jackson echó un último vistazo a la otra cara del barranco. Tal vez Calhoun no necesitaba su
ayuda. Sus probabilidades parecían bastante buenas en este momento, y Jackson no iba a corregir
a su supervisor.
Al encontrar una barrita de granola dentro de su chaqueta, la agitó bajo la nariz de Winston.
—Ya te tengo, amigo —dijo, llevándolo por el cuello.

Eryn sintió como si sus entrañas hubieran sido anudadas y luego grapadas, pero apretó los dientes
y forzó un pie frente al otro. Después de cruzar el desfiladero, se habían desviado del camino y
vadeado a través de un profundo bosque, bajando por el lado sombreado de la montaña.
Parecía un sacrilegio perturbar aquella tranquilidad. Intentó moverse sobre las plantas de sus
pies como Ike, que apenas hacía ruido mientras caminaba entre las hojas caídas el año anterior.
Los rayos de sol, que se inclinaban a través de los troncos de los árboles, impregnaban el aire
fresco de calor a medida que el astro ascendía en el cielo. Pronto estaría sudando dentro de su
traje de camuflaje.
A pesar del grito de advertencia de Jackson Maddox, de hacía media hora, no se encontraron
con más agentes del FBI. Eryn estaba más tranquila, sobre todo, porque Ike la había tomado de la
mano y la mantuvo anclada junto a él. La fuerza de su agarre y la forma segura y calmada en que se
movía por el bosque, alivió su temor de ser atrapados. Ike sabía lo que estaba haciendo.
Entonces, él se puso de pronto en cuclillas y la arrastró hacia el suelo junto a él.
—Shhhh —susurró, con el dedo índice en sus labios, mientras buscaba algo en el oscuro
bosque.
Eryn hizo lo mismo. Sobre el crujido de las ramas, escuchó una conversación en voz baja y una
tos sofocada que se elevaba desde la zona de abajo. Ike cogió su rifle y ella jadeó, pero él solo lo
usó para mirar a través de la mira. Tiró de ella para que se agachara aún más, y le dirigió una
mirada pensativa que la inquietó. Ike se quitó la mochila, abrió la solapa y sacó su robusto
portátil.
Ike lo despertó de su estado de hibernación y accedió a un programa. Uno por uno, abrió los
archivos de imagen. Todos ellos mostraban fotos de hombres uniformados, con rifles de carga y
las caras ocultas por cascos y pintura de camuflaje, que se movían con sigilo cuesta arriba.
Eryn se dio cuenta de que eran los mismos hombres que podía oír al pie de la montaña.
Asustada, miró a Ike, que parecía tenso, pero ni siquiera un poco preocupado.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró ella.
Ike cerró el portátil y lo metió en su mochila.
—Voy a distraerlos. Necesito que te quedes aquí un minuto. Cuando oigas una explosión, tírate
al suelo y cúbrete la cabeza. No te muevas hasta que regrese.
La boca de Eryn se abrió. ¿Explosión? Ella lo vio sacar un arma de su mochila. No sabía qué
era, pero parecía letal.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella mientras él sujetaba el arma bajo el brazo y le robaba el
rifle.
—Diez minutos, máximo. —Le plantó un beso rápido en la frente—. Agacha la cabeza y
espérame.
Las hojas crujieron cuando él se marchó. En un instante, había desaparecido de su vista, y todo
quedó en silencio.
Eryn tragó con fuerza. ¿Esperarle? ¿Qué más podría hacer? No movería ni un pelo hasta que él
regresara. Su corazón latía tan fuerte que ya no podía oír a los soldados. ¿Quién iba a pensar que
el FBI enviaría militares tras ellos? Ella e Ike tenían un grave problema. Pero, ¿por qué? ¿Y les
dispararían si los vieran?
Un repentino ¡boom! rompió el silencio y sacudió el suelo. Con un aullido, Eryn se lanzó sobre
su estómago y aterrizó sobre una roca. El estruendo se desvaneció casi de inmediato. Los gritos
ocuparon su lugar. Podía sentir el movimiento en el fondo del valle. Con la cara enterrada entre
hojas secas, rezó para que nadie tropezara con ella.
De pronto, Ike estaba de vuelta, la ayudó a levantarse y se colgó la mochila sobre su hombro.
—Corre —dijo.
No tuvo que repetírselo. Eryn se aferró a su mano y descendieron juntos hacia la derecha, lejos
del tumulto.
Por el rabillo del ojo captó destellos de movimiento. Los hombres corrían cuesta arriba a su
izquierda, gritando órdenes y advertencias. Ike la cogió de repente y la empujó contra el tronco de
un árbol. Él se quedó muy quieto y le ordenó con un gesto que hiciera lo mismo. Unos segundos
después echaron de nuevo a correr, resbalando y deslizándose por la empinada pendiente.
A Eryn le dolían los pulmones y tenía las piernas molidas por el viento. Los gritos detrás de
ellos se hicieron más débiles.
«¡Lo logramos!», pensó con sorpresa. «Los hemos esquivado». Pero entonces, Ike la agarró de
la muñeca, justo a tiempo de evitar que cayera desde el precipicio.
—¡Oh, Dios mío! —Eryn se alejó del borde rocoso, mirando horrorizada las rocas que se
desplomaban hacia el fondo—. ¿Cómo bajamos? —preguntó.
—Haremos rappel —dijo Ike, a la vez que sacaba una cuerda y un arnés de su mochila.

—Aterrice en la carretera —le pidió Caine al piloto. Al tener licencia para volar, ocupaba el
asiento del copiloto, que ofrecía una vista aérea a través del parabrisas redondeado. Todavía no
había localizado al sospechoso ni a su cliente, pero, según su programa de rastreo, estaban justo
debajo de él, moviéndose a lo largo del lecho del arroyo.
—¡Prepare a sus hombres, sargento! —le gritó por encima del hombro al líder del pelotón.
El sargento Malloy asintió y dio órdenes a sus hombres, sentados en bancos adosados a las
paredes exteriores del helicóptero, a ambos lados de las puertas abiertas, con las piernas
colgando en el aire. A su orden, bajaron sus viseras y ajustaron sus ametralladoras Heckler y
Koch.
—Justo aquí —dijo Caine, y el MH-6 se tambaleó brevemente en el aire antes de caer con
suavidad sobre el camino de tierra, a menos de cien metros de la ubicación del sospechoso.
—¡Vamos! —gritó el sargento Malloy, y seis hombres, vestidos con chalecos antibalas y
cascos, saltaron de las perchas, abriéndose en abanico hacia la maleza que bordeaba Naked
Creek.
Confiado en que Isaac Calhoun sería arrestado en breve, Caine se sentó en su asiento y esperó.
No tenía sentido ponerse en peligro si el antiguo francotirador empezaba a disparar.
Mientras observaba, el equipo de apoyo aéreo se infiltró con cautela entre la vegetación. Su
teléfono móvil empezó a sonar. Se trataba de Ringo, que estaba en contacto directo con el
coordinador de la unidad de HRT.
—Aquí Caine.
—¡Señor! —exclamó Ringo—. El equipo de la frontera oeste de Calhoun informa de que acaba
de detonar una mina Claymore. Sospechan que era un cebo y que pudo haber pasado por delante
de ellos.
—Te lo dije, Ringo, está siguiendo el arroyo del lado noreste. Estamos a punto de arrestarlo
ahora.
—¿Está seguro de eso? —Ringo no parecía convencido—. Jackson dijo que vio al sospechoso
dirigiéndose al oeste. ¿No es ahí donde está el acantilado?
El maldito acantilado. Se toparon con él la primera noche, obligándolos a volver atrás. De
ninguna manera Eryn McClellan podría bajar por allí.
—Espera —ordenó Caine, mientras el sargento Malloy salía corriendo de la línea de árboles,
de vuelta hacia el helicóptero.
Caine abrió la puerta para hablar con él.
—¿Dónde está? —gritó por encima del ruido de los rotores.
—Aquí no, señor.
Caine echó un vistazo a su programa de seguimiento, comparando su informe con el del
sargento, y casi tuvo un ataque al corazón.
—¡Está prácticamente sobre nosotros!
—No lo creo, señor —dijo Malloy—. Pero encontramos esto. —Extendió lo que parecía un
frasco de pastillas en su mano enguantada.
Caine se lo llevó, pensando que no era nada. Pero luego leyó el nombre de Eryn McClellan de
la etiqueta. Con calambres en el estómago y una buena idea de lo que iba a encontrar, abrió la tapa
de seguridad. Una tarjeta SIM, una antena y una batería, todas todavía conectadas y funcionales,
cayeron en sus manos.
—¡Joder! Llama a tus hombres —dijo Caine al sargento, consciente de que su cara estaba llena
de disgusto—. Nos dirigimos al lado oeste de la montaña.

Media hora más tarde, Eryn estaba adormecida por el miedo y bañada en ríos de sudor.
—Relájate —le dijo Ike al oído—. No malgastes tus fuerzas agarrándote a mí.
¿Relajarme? ¿Cómo podría alguien relajarse mientras cuelga en el aire a unos cien metros del
suelo, con solo una delgada cuerda de nylon, un ancla y una polea para descender? Se recordó a sí
misma que siempre podía contar con Ike, que nunca dejaría que le hicieran daño.
Pero luego cometió el error de medir su progreso. Oh, Dios. Abajo no había nada más que roca
viva. Si la cuerda se rompía, se cascarían igual que dos huevos.
Su único arnés estaba atado a las caderas de Ike y entre sus piernas. Eryn se sentó en sus
muslos, de frente a él, y lo rodeó con los brazos y las piernas. Llevaba la mochila a la espalda y el
rifle en el hombro. Para poder trabajar la polea, tenía que dejar las dos manos libres, lo que
significaba que le correspondía a ella permanecer en su regazo y no resbalar.
—¿Cómo sabes que el ancla aguantará? —le preguntó por enésima vez.
—Aguantará. —De pronto, Ike se quedó muy quieto.
Eryn miró hacia arriba y vio que él buscaba algo en el cielo azul.
—¿Qué? —resopló ella. Al instante siguiente, tuvo su respuesta. A lo lejos, se oía el sonido de
un helicóptero.
—¿Es por nosotros? —Su voz sonó extrañamente alta.
—Es probable. Tenemos que movernos más rápido. Agárrate fuerte. Acto seguido se
deslizaron por la cuerda. Se detuvieron de improviso, con tal brusquedad que Eryn casi se soltó.
Acalló un grito. Ike repitió el movimiento tres veces más. El helicóptero tronó más cerca.
—La cuerda no es lo bastante larga.
Su anuncio le congeló la sangre en las venas.
—¿Qué?
Ike sacó un cuchillo de la nada.
—Vamos a saltar. No hay mucha distancia. Te protegeré.
Él no le dio la oportunidad de discutir. Con un repentino impulso, se alejaron de la pared de
granito mientras Ike cortaba una de las dos líneas de cuerda. Durante un terrible segundo, se
quedaron ahí colgados, hasta que cayeron en picado.
Eryn gritó y cerró los ojos. Golpearon el suelo con fuerza, Ike sobre su espalda, Eryn sobre sus
manos y rodillas. Cuando ella rodó sobre él, dejó escapar el aliento que había contenido.
—¡Ike! —Se apartó—. Oh, Dios mío. ¿Estás herido? —Ella nunca se perdonaría si él se
hubiera roto la espalda.

Ike apretó los dientes, agitó la cabeza y respiró con gesto de dolor. Agradecido a su mochila por
haber parado su caída, ignoró las contusiones a lo largo de su columna vertebral y se obligó a
sentarse. En cuestión de segundos, el helicóptero estaría justo encima de ellos.
Dio un tirón de la cuerda, y el extremo serpenteó hasta el suelo. Abrió su mochila y rebuscó en
su interior.
—Rápido, ponte esto —dijo lanzándole a Eryn un traje cubierto de un camuflaje especial para
el bosque. Luego guardó la cuerda y se puso un traje igual. Había muy poca cobertura de árboles
en este lado, solo arbustos y matas—. Mantén la cabeza agachada y quédate quieta —añadió,
ayudándola a desaparecer en su traje cubierto de hierba. Luego empujó su cabeza al suelo. En ese
momento, el helicóptero apareció sobre la cresta de la montaña.
Ike se congeló. Mirando a través de la capucha de red del traje que lo camuflaba, observó al
pájaro que se acercaba. Podía ver a tres hombres en cada percha, con sus armas apuntando al
suelo. Si esto fuera la guerra, Ike pondría su rifle en su hombro, fijaría la mira en el tanque de
combustible y convertiría el helicóptero en una bola de fuego. Pero esto no era una guerra. Esos
hombres eran como él, defensores de la paz.
—Deberíamos rendirnos —sugirió Eryn con voz apagada y asustada.
—No —dijo él—. No nos verán. No sin gafas de imagen térmica, y ninguno de esos hombres
las lleva.
El helicóptero giró alrededor de ellos, volando tan bajo que el movimiento del rotor aplastó el
trigo salvaje circundante. Luego se inclinó con brusquedad hacia el norte e incrementó su altura
hasta que lo perdieron de vista.
Eryn se sentó despacio y se bajó la capucha. La transpiración salpicaba su frente. Tenía el pelo
revuelto y salvaje.
—¿Cuánto falta? —preguntó con una nota de cansancio.
Ike deseó poder agitar una varita mágica y teletransportarse. O mejor aún, llamar a sus
compañeros de equipo para que los recogiesen.
—No mucho —mintió—. Cruzaremos este campo. Al pie de esa montaña, hay un viejo camino
que ya no se usa. Lo seguimos, y casi hemos llegado. Vamos. Puedes lograrlo —agregó,
poniéndola en pie.
Eryn se balanceó, y él buscó en su mochila la cantimplora.
—Toma, bebe un poco de agua.
Mientras ella bebía hasta saciarse, él miró el cielo con nerviosismo. Solo porque el
helicóptero no los hubiese visto, no significaba que estuvieran fuera de peligro. Miró a Eryn y le
dolió el corazón.
—Necesito que corras. Hazlo por mí —dijo a regañadientes—. Solo una vez más.
Enroscó la tapa de la cantimplora y la guardó.
—De acuerdo —respondió ella.
Hasta ahora, él no se había dado cuenta de cuánto se parecía a su padre. Sintió cómo le ardían
los ojos.
—Lo siento, princesa.
Ella le sonrió.
—No lo sientas. No es culpa tuya —dijo Eryn. Luego recogió la mochila del suelo, se la lanzó
y empezó a correr.
—¡Hey! Ike la agarró por la espalda, le indicó la dirección correcta y luego la soltó. Juntos,
atravesaron la hierba que les llegaba hasta las rodillas y se dirigieron a la caseta de los ciervos y
al viejo camino de montaña que Dwayne Barnes le había mostrado el año pasado.
Al otro lado del campo, Jollet's Hollow ya era visible ante Green Mountain. Ike vio a los
ciervos parados junto al tronco partido de un abedul.
—La carretera está justo encima de esta colina —aseguró Ike señalando hacia el bosque.
Eryn asintió. Ike la ayudó a subir por la ladera cubierta de hojas, con una mano en su
redondeado trasero. Al final del trayecto, Eryn se arrastró a gatas y jadeando, pero no se quejó.
Justo cuando él alcanzaba la cima detrás de ella, una sensación de peligro se materializó en
unas palabras: «Demasiado tarde». Debió haberse asegurado de que el camino estuviera
despejado. Un coche de policía les cortaba el paso en la carretera oscurecida por el paso del
tiempo. El sheriff del condado de Rockingham estaba apoyado en él, con la mano cerca de su
pistola.
—Deja tus armas, Calhoun —dijo con voz dura.
Ike soltó su rifle de francotirador del hombro y lo colocó lentamente a sus pies. Le echó una
mirada tranquilizadora a Eryn, pálida como la cera. Todavía tenía su Python, su espada Gerber y
la Glock en su mochila.
—Tranquilo, Calhoun. No estamos aquí para arrestarle —añadió el sheriff.
«¿Estamos?».
La puerta trasera se abrió de repente y Dwayne Barnes le dirigió a Ike una sonrisa
conciliadora.
—Me imaginé que vendrías por aquí —dijo.
—Necesita nuestra ayuda, Teniente —intervino su tío—. Entre el equipo de rescate de rehenes
del FBI y la policía estatal, hay más de doscientos hombres uniformados buscándote. Todas las
carreteras de entrada y salida del condado están bloqueadas.
—Oh, Dios mío —susurró Eryn.
—Te llevaremos donde quieras —dijo Dwayne, con gesto complaciente.
«¿Hablaba en serio?». Ike miró al sheriff, quien asintió con la cabeza.
—Los chicos del gobierno están equivocados —insistió el sheriff Olsen—. Has sido bueno
con nosotros. Eres un patriota, no un forajido. Nos gustaría ayudarte.
Humillado por el sentido de lealtad de los lugareños, Ike miró a Eryn, que se estaba quitando
el traje de hojarasca mientras se ponía de pie. Dwayne y su tío callaron mientras ella emergía
como una mariposa de un capullo.
—Hola, soy Eryn—, dijo ella, adelantándose para estrechar la mano del sheriff y luego la de
Dwayne, el cual había rodeado el coche para saludarla.
Una cálida marea de respeto invadió a Ike mientras la observaba. La mujer había estado en el
infierno y había regresado. Se había asustado hasta el límite, pero ahí estaba, con todos los
modales y la gracia, estrechándole la mano al Sheriff como si hubiesen tomado el té juntos.
Demonios, la amaba.
Conmocionado por haber reconocido al fin sus propios sentimientos, dejó que los demás se
deleitaran en su presencia mientras él se calmaba y reflexionaba sobre su oferta. Él, por ejemplo,
no necesitaba su ayuda. Podía escabullirse de cualquier barricada, especialmente, al amparo de la
oscuridad. Pero a Eryn le vendría bien un descanso.
—¿Puedes llevarnos a Naked Creek Vineyards? —preguntó.
—No hay problema —dijo el Sheriff—. Solo hay una cosa. Tendréis que viajar en el maletero.
—Acto seguido, el hombre caminó hasta la parte trasera y abrió la puerta—. Están registrando
todos los coches que pasan —le dijo a Eryn con una mueca de disculpa.
Ike había decidido que eran hombres de confianza. Recogió su rifle, acompañó a Eryn hacia el
maletero y metió dentro su mochila y los dos trajes de camuflaje. Luego la ayudó a entrar.
—Es mi primera vez —admitió ella, subiendo con torpeza al espacio cerrado. Ella puso su
cabeza en la mochila.
Ike miró a Barnes y Olsen, se deslizó junto a Eryn y se giró de espaldas sosteniendo el rifle
sobre su pecho.
El sheriff los observó un instante sin decir palabra. Cuando cerró el maletero, el sol se eclipsó.
Capítulo 14

Eryn se acercó más a él dentro del maletero del coche de policía.


—Ike —dijo ella, mientras los neumáticos retumbaban sobre los escombros. Podía sentir la
tensión en sus dedos al agarrarlo del brazo—. ¿Estás seguro de que es una buena idea? —El coche
comenzó a retroceder por el camino a la vez que se preguntaba si no se habría fijado una
recompensa por su captura.
—Me dejaron conservar mi rifle —le respondió—. Nunca lo habrían hecho si hubieran
planeado detenernos.
Con un arma en su poder, era imposible.
—Si algo sucede, tendré que actuar. Te quedarás detrás de mí, pegada a mi espalda, y harás lo
que te digo. —Con gusto moriría para protegerla, si tuviera que hacerlo.
Ella aferró su brazo con más fuerza.
—Hey. —Ike giró la cabeza para mirarla. Un pequeño agujero de luz se filtraba a través de una
rendija de la puerta—. Te alejaré de todo esto — prometió. Si todo salía como él esperaba, ella
no volvería a pasar por algo así.
—No estoy preocupada por mí, Ike. —Sus palabras le sorprendieron—. Es verdad que no
quiero volver con el FBI, para nada. Pero lo más probable es que ahora estaría a salvo con ellos.
Tomarían precauciones extra después del bombardeo, ¿no crees? Eres tú quien me preocupa.
Nunca nadie le había dicho eso antes.
—Sé que puedes cuidar de ti mismo —añadió—, pero no quiero que vayas a la cárcel por mi
culpa.
—Shh... —Al oírla sintió deseos de besarla, no solo por su declaración, sino también para
evitar que se preocupase—. He estado en lugares peores.
Incluso en la oscuridad, podía ver sus ojos brillar.
—¿Me lo dirás ahora? —le pidió ella.
No tenía que preguntar de qué estaba hablando. Para su sorpresa, el mismo manto de intimidad
que habían experimentado en la cama aún los envolvía. Aunque con dificultad, Ike se sinceró con
ella. Le contó cómo su escuadrón de reconocimiento formado por seis hombres se había tropezado
con un par de muchachos que arreaban sus cabras en el Hindu Kush.
—No había nada en el manual que nos dijera cómo tratarlos —explicó, mareado por el
recuerdo—. Sabíamos que correrían a decirle a los ancianos que habían visto soldados en el paso,
y que eso haría caer nubes de talibanes sobre nosotros. Pero no podíamos matarlos a sangre fría.
Dios, eran solo niños.
—Oh, Ike… —dijo ella sin soltarlo.
Ike se encontró de pronto reviviendo el momento, incluso la sensación de agarrotamiento en la
mandíbula y el mareo provocado por la altitud del terreno.
—Yo era el oficial al mando. Votamos qué íbamos a hacer, pero la decisión final fue mía. —Un
dolor familiar, uno que él pensaba que había rechazado para siempre, lo destrozó—. Cuando
permití que los niños se marcharan, supe que estaba sellando nuestra sentencia de muerte.
El ferviente abrazo de Eryn alivió su agonía.
—¿Qué pasó?
—Tratamos de retroceder, pero estábamos demasiado cerca de la cima de la montaña para
volver a bajar. No había ningún lugar donde esconderse. Unos cincuenta talibanes nos
persiguieron y nos lanzaron más potencia de fuego del que podríamos rechazar. Vi cómo mis
hombres caían uno a uno.
—Oh, cariño. —Ella se replegó junto a él y le besó en el cuello. El gesto de cariño lo animó a
continuar.
—Spellman y yo encontramos una cueva poco profunda. Nos ocultamos en ella mientras nos
machacaban con sus lanzagranadas. Cuando al fin llegó el apoyo aéreo y ahuyentó a los talibanes,
ya era demasiado tarde. Cuatro de mis hombres estaban muertos. Mi decisión hizo que les
mataran.
Eryn se apoyó en el codo para levantar la cabeza.
—¿Qué? ¿Cómo puedes decir que fue tu decisión? Acabas de decirme que votasteis.
—Pero yo estaba al mando.
—¿Y qué es lo que votaron tus hombres?
Ike suspiró.
—Uno de ellos opinaba que deberíamos dispararles en silencio. Los otros cuatro querían
dejarlos ir.
—Así que no fue tu decisión la que los mató —declaró ella con vehemencia.
—Está bien, Eryn —se rindió él, aunque solo fuera para aplacarla.
Ante su tono desdeñoso, ella se quedó callada. El único sonido era el estruendo de las llantas y
los guijarros del camino. Con un una fuerte sacudida, el coche rebotó en el asfalto y el ruido se
desvaneció dejando el maletero inmerso en un repentino silencio.
—Ike. —Ella se giró sobre su costado, tirándole del brazo para colocarlo entre sus pechos.
¿Podría acariciarlos otra vez, chupar de nuevo esos pezones con sabor a frambuesa?
—¿Qué?
—Tienes que perdonarte por lo que pasó. —Ella habló con un susurro desesperado, como si
todo estuviese a punto de acabar para ellos.
Fingió no escucharla, pero no le sirvió de nada.
—Tienes que encontrar al otro superviviente y hablar con él. No te culpa. Sé que no.
Spellman, que había pisado una mina, tenía cosas más importantes en que pensar.
—Lo haré —le dijo, después de considerar que podría hacerlo. Sin embargo, este no era el
momento ni el lugar para hablar del pasado ni del futuro. Ahora necesitaba concentrarse en la ruta
que había tomado el sheriff, para asegurarse de que iban en la dirección correcta.
Con un suspiro de preocupación, Eryn presionó su mejilla contra su hombro.
El deseo se extendió a través de Ike, arrastrándolo como una marea de anhelos inútiles. Más
que nada, quería olvidarlo todo y cumplir las expectativas de Eryn. Quería ser digno de su
respeto, pero el camino hacia la redención era oscuro y traicionero. Un sudor frío le cubrió ante la
simple posibilidad de tener que atravesarlo.
De repente, el sedán, que había circulado a unas cuarenta millas por hora, se detuvo. Ike se
agarró para no caer sobre Eryn. Afuera, podía oír voces y ruido de pisadas. Apretó más el rifle.
—¿Ve algo, sheriff? —preguntó una voz que Ike no reconoció.
—Ni un alma —dijo Olsen, con su tono inconfundible—. Hemos dado una vuelta por el
bosque, alrededor de Green Mountain. No hemos encontrado nada. Espero que tenga más suerte
que nosotros —añadió.
—Gracias. Puede seguir adelante —dijo el desconocido, golpeando el maletero mientras el
coche avanzaba.
Eryn saltó al oír el sonido.
El sedán tomó una curva a la izquierda y aceleró. Ike se relajó al notar el giro. Habían
atravesado la primera barricada. Ahora se dirigían rápidamente hacia Naked Creek Vineyards. En
solo unos minutos más, Eryn podría darse una ducha caliente, dormir en una cama y disfrutar de
las comodidades que no había tenido durante días. Y él no podía ofrecerle ninguna de esas cosas.

—Hemos llegado —dijo el sheriff abriendo el maletero.


La luz del sol cegó a Eryn. Ike rodó hacia delante como un resorte y un segundo después la
ayudó a salir. Cuando él se agachó para buscar su mochila, ella miró a su alrededor y vio que se
habían detenido en medio de un campo cubierto de vides, en un camino de tierra que dividía los
cultivos hasta donde alcanzaba la vista.
Los tentáculos con hojas de color verde brillante se desplegaban a lo largo de hileras
interminables. Una gran casa pintada de amarillo limón se alzaba a poca distancia. «Adorable»,
pensó ella, a la vez que su miedo y cansancio se desvanecían.
—Sheriff. —Ike extendió su mano—. Gracias.
—No hay de qué —dijo el hombre con entusiasmo—. Pero ha sido idea de Dwayne. Él cree
que se lo debía.
Ike se volvió hacia la ventana bajada del copiloto y miró a Dwayne.
—Siento lo del otro día —se disculpó Ike—. ¿Sin resentimientos?
—Ninguno —declaró Dwayne, sonriéndole. Luego, el sheriff se sentó al volante, arrancó el
motor y dio marcha atrás para abandonarlos en medio de aquel camino de tractores.
—Vamos. —Ike cargó con su mochila y cogió a Eryn de la mano. Atravesaron juntos el sendero
y se dirigieron hacia la casa.
—¿Quién vive aquí? —preguntó ella. El dulce aroma que se elevaba de la tierra resultaba
relajante.
—Un antiguo alumno. Algún gamberro le estaba destrozando el viñedo y la maquinaria —
explicó Ike—. Chris hizo mi curso y consiguió atrapar al culpable y enviarlo a la cárcel.
—Por lo tanto, Chris está en deuda contigo. —Eryn lo miró de reojo—. ¿Sabe que venimos?
—Ahora sí.
Cuando pasaron la última hilera de viñas, la casa surgió ante ellos en todo su esplendor.
—¡Es una mansión! —exclamó Eryn, impresionada por la elegante arquitectura francesa.
Enseguida, un hombre alto y delgado salió de un edificio adyacente. Cruzó el patio de guijarros
y les hizo un gesto para que lo siguieran.
Entraron a la mansión por una puerta trasera, que daba a un cuarto provisto con un suelo de
baldosas, un fregadero y electrodomésticos de lavandería de última generación. Eryn respiró
hondo el fresco aroma del suavizante para la ropa.
—Pensé que acudirías a mí. —El hombre alto estrechó la mano de Ike y dirigió a Eryn una
mirada especulativa.
—Ella es Eryn McClellan —dijo Ike.
—Chris Axtell —respondió el gigante, saludándola del mismo modo. La estudió con sus ojos
azules y brillantes, que contrastaban con su rostro macilento—. Su padre es el comandante de la
ISAF.
Asustada, Eryn miró a Ike.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó este—. ¿Y por qué pensaste que vendría aquí?
—Acabas de salir en las noticias, amigo mío —dijo Chris—. Se rumorea que el FBI está
buscando a un exSEAL de la Marina que supuestamente ha secuestrado a la hija del comandante de
la ISAF. Creo que es ridículo.
—Mierda —soltó Ike frotándose el cuello.
—Ike no me ha secuestrado —protestó Eryn.
—Por supuesto que no. —Chris puso una mano reconfortante en su hombro—. Sé que es
absurdo. Si la has traído aquí, es para protegerla. ¿Estoy en lo cierto?
—Eso es justo lo que está haciendo —afirmó ella.
—Mira, Chris, cuanto menos sepas, mejor —interrumpió Ike con voz cansada —. ¿Crees que
podrías dejarnos una cama por unas horas y prestarme un coche cuando anochezca?
—Ya sabes la respuesta —le aseguró su anfitrión—. Quítate la ropa sucia. Haré que la laven.
—Luego echó un vistazo a Eryn—. Os traeré algo limpio mientras tanto.
Eryn murmuró unas palabras de agradecimiento. Miró cómo Ike se desabrochaba la chaqueta,
sorprendida de que lo hubiesen acusado de secuestrarla. La inescrutable máscara de su cara le
hizo saber que estaba profundamente desanimado.
—Debería entregarme —dijo ella en voz baja.
Su mirada verde la atravesó como un cuchillo. Él caminó hacia ella y cogió su cara entre sus
manos.
—Si haces eso, entonces, todos los riesgos que he corrido, los que hemos corrido, no han
servido para nada.
Los recuerdos de la semana que habían pasado juntos volvieron a ella con toda su fuerza. El
momento en que él la sacó del piso franco. El agua caliente para su baño. El entrenamiento de
Winston. Cómo la había enseñado a disparar, a protegerse.
—No ha sido por nada —argumentó—. Me has hecho más fuerte, Ike. Me has enseñado a
defenderme.
—No te vas a entregar —insistió él con firmeza—. Hemos llegado hasta aquí. Casi estamos a
salvo.
—Vale —respondió Eryn al sentir su angustia—. Odio la idea de que te acusen de algo que no
has hecho, de que te calumnien. No eres un secuestrador, Ike, eres un héroe.
Su afirmación lo hizo retroceder como si lo hubiese abofeteado. Se agachó y desató sus botas
llenas de barro sin decir palabra.

Con un ojo en el Buick azul estacionado al otro lado de la calle, Farshad entró en el ruidoso taller
para buscar a Shahbaz. Si pudiera hacer las cosas a su manera, nunca se encontraría con Venganza
cara a cara, pero las circunstancias habían cambiado de manera súbita y terrible. Farshad
necesitaba con urgencia un coche que no llamase la atención como el taxi negro de su primo.
También necesitaba un chivo expiatorio. Shahbaz podría proporcionarle ambas cosas.
—Disculpe —le dijo a un empleado con un mono manchado de grasa. Farshad vestía tan
pulcro como siempre, con un impecable traje y portando un maletín—. Estoy buscando a Shahbaz
Wahidi.
—Justo ahí —dijo el mecánico, señalando a un joven inclinado sobre el motor de un coche de
color oxidado.
Farshad fue a su encuentro.
—As-salaam alaikum —lo saludó, y el muchacho sacó la cabeza de debajo del capó.
«Así que es este», pensó Farshad, consternado por la mirada aturdida en los ojos del chico.
—¡Eres tú! —exclamó de pronto Shahbaz, aclarando su perplejidad—. La bendición de Alá
sea sobre ti —añadió.
Farshad frunció el ceño al darse cuenta de que no hablaba árabe lo bastante bien como para
responderle adecuadamente. ¿Todos los jóvenes musulmanes americanos habían cortado los lazos
con la tradición?
Se acercó más y fue asaltado por el intenso olor a petróleo y gasolina que desprendía la ropa
de trabajo.
—Alá ha revelado el paradero de la mujer —susurró. Se tranquilizó al ver la lenta sonrisa de
Shahbaz. Tal vez lo que le faltaba en cultura, lo compensaba con entusiasmo.
—¿Dónde está ella? —preguntó el joven mientras se limpiaba las manos con un trapo.
Farshad echó una mirada hacia el televisor de la sala de espera.
—En las noticias —dijo sin revelarle más detalles—. Debemos irnos ahora mismo.
—¿Ahora? —Shahbaz parecía desconcertado.
—Mientras los agentes de enfrente comen —explicó Farshad—. Vamos, tienes mejores cosas
que hacer que cambiar el aceite de este coche.
—Es la correa del alternador —le corrigió el chico—. Ya la he arreglado.
—¿Es fiable el coche?
—Anda…
—Entonces lo cogeremos —ordenó Farshad, retándolo a que desafiara su autoridad.
Shahbaz dudó un instante.
—Muy bien, maestro.
Al menos, parecía entender que la defensa del Islam tenía prioridad sobre conservar su
trabajo.
Mientras Shahbaz cerraba el capó con un ruido sordo, Farshad rodeó el vehículo para
deslizarse en el asiento del copiloto, con su maletín en el regazo. Shahbaz tomó el volante. Salió
con cautela del taller de automóviles y dio la vuelta al aparcamiento antes de salir a la calle.
Farshad vigiló atento al Buick. Por suerte, los agentes no se dieron cuenta de que se habían ido.
Pasaría un buen rato hasta que denunciasen el robo del coche.
En cuestión de minutos, tomaron la avenida Connecticut en dirección al Beltway. Farshad
extendió la mano.
—Dame tu móvil —exigió.
Shahbaz lo sacó de un bolsillo frontal y se lo entregó. Farshad bajó la ventana y lo arrojó a la
calle, donde se rompió en pedazos.
—Ahora no podrán seguirte —afirmó, ignorando la consternación del chico.
—¿Adónde vamos? —preguntó este.
—Paciencia —le aconsejó Farshad, al tiempo que abría su maletín—. Esto lo explicará todo.
—Acto seguido sacó su ordenador portátil y lo encendió. Gracias a la tarjeta inalámbrica de
Verizon, podía conectarse a Internet en cualquier lugar dentro de un radio de quince millas de un
repetidor.
Accedió a la página web de MSNBC News, hizo clic en el vídeo de la noticia principal del
día, y subió el volumen para que Shahbaz pudiera oírlo.
«La cacería humana continúa en el condado de Rockingham, Virginia, para Eryn McClellan,
hija del general McClellan, el líder de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en
Afganistán. La maestra de veintiséis años de Washington, D.C., ha sido atacada en dos ocasiones
por extremistas musulmanes como protesta contra las acciones de su padre en Afganistán. La
señorita McClellan desapareció de una casa segura del FBI bombardeada hace una semana y se
cree que está en compañía del exteniente del SEAL de la Marina, Isaac Calhoun. Sigue sin estar
claro si Calhoun, que una vez sirvió a las órdenes de su padre, está protegiendo a la señorita
McClellan o si la ha secuestrado. El FBI y los funcionarios estatales se niegan a hacer
comentarios. Mantendremos informados a los espectadores tan pronto como tengamos noticias».
Farshad cerró el portátil y le dirigió a Shahbaz una sonrisa de satisfacción.
—Alhumdulillah —murmuró. Alabado sea Dios.
—Ella está en el condado de Rockingham —repitió Shahbaz—. ¿Dónde está eso?
—No muy lejos —le aseguró Farshad—. Ve hacia el sur por la carretera de circunvalación.

Eryn cambió su ropa por uno de los esponjosos albornoces blancos que colgaban en la parte
trasera de la puerta del baño.
Habían pasado un par de horas desde su llegada. Duchados y vestidos con ropa prestada, se
habían reunido con Chris y su esposa, María, en la soleada cocina gourmet para disfrutar de un
almuerzo de sándwiches y encurtidos. Bebió un sorbo de su vaso de la premiada Fiore del viñedo,
y escuchó cómo los demás hablaban de varios temas interesantes, sin mencionar ni una sola vez
las circunstancias de Eryn. A última hora de la tarde, los desgarradores acontecimientos de la
mañana habían desaparecido de su mente.
Relajada por el vino y adormecida por la lujosa comodidad, Eryn había dejado de preocuparse
por la persecución del FBI. Cuando Chris les sugirió que tomaran una larga siesta, en lo primero
que pensó fue en volver a hacer el amor con Ike. Ella lo oyó darle las gracias a su anfitrión
mientras este le entregaba las llaves de su coche. Ike le había explicado a Chris que se irían a
medianoche, cuando, con suerte, las barricadas hubieran desaparecido.
Eso significaba que ella e Ike pasarían juntos siete horas ininterrumpidas. Sin perder ni un
minuto más, Eryn se anudó el cinturón de la bata a la cintura y salió del baño.
Ike la esperaba sentado en la cama viendo las noticias. Al verla, apagó el televisor. Las
cortinas corridas sobre las altas y estrechas ventanas, dejaban el amplio dormitorio en una
sugerente penumbra que invitaba a un sueño reparador. Pero la frase «cacería humana» flotaba aún
en el aire, y Eryn sintió su peso mientras se dirigía al otro lado de la cama.
—¿Estás seguro de que no nos encontrarán aquí? —preguntó, observando preocupada el gesto
ausente de Ike.
—Aquí no —respondió él. La enorme cabecera enmarcaba su torso. Su expresión era tan
reticente como la del día que la llevó a su cabaña.
«Oh, no, no vas a venirme con esas», se dijo Eryn. Con un impulso decidido, se desabrochó la
bata y dejó que cayera al suelo. Ike paseó su mirada sobre su desnudez, pero no dijo ni hizo nada
para animarla.
Eryn se deslizó entre las sábanas con aroma a lavanda y se tumbó en el ancho y suave colchón.
—Es como estar en el cielo —confesó—. Me duelen todos los músculos del cuerpo.
—Descansa —sugirió él. Eryn se preguntó si eso era todo lo que tenía en mente.
Desesperada, se acercó y descubrió que no llevaba nada puesto de cintura para abajo. «Si solo
quisiera descansar, se habría acostado con la ropa de Chris», pensó animada. Acurrucada contra
su cuerpo, se negó a dejarse vencer por su frialdad. Después de todo, no era extraño que tuviese
muchas cosas en la cabeza ahora mismo.
Se apoyó sobre su pecho y escuchó su latido acelerado. No estaba tan distante como parecía.
Además, la elevación de la sábana confirmaba que tenía una erección completa.
—Estoy agotada —admitió, inclinando la cabeza hacia atrás—. Pero no sé si podré dormir de
inmediato. ¿Y tú? —le preguntó, besando su mandíbula con suavidad.
—Probablemente no —admitió él con brusquedad.
Eryn se alzó hasta fundir su boca con la suya. Ike cerró los ojos y dejó que ella lo besara, hasta
que sintió su lengua y le ofreció un preludio de lo que estaba por venir. Su contención se rompió
tan rápido que la hizo sonreír. De repente, él la estaba besando con la pasión que ella esperaba.
Eryn le pasó una rodilla por encima de la pierna y se sentó a horcajadas sobre sus caderas. La
mirada de Ike se clavó en sus pechos oscilantes. Con tacto tembloroso, ahuecó su plenitud con la
mano.
Decidida a devolverle el placer que le había entregado en la cabaña, se posó sobre él y lo
besó en los labios, la mejilla, la oreja, el cuello. Mordisqueó los músculos de su hombro y siguió
hacia abajo. Al llegar a su pecho, encontró un buen número de cicatrices que le causaron dolor en
el corazón. Las trazó una por una con la punta de la lengua. Ike no se veía a sí mismo como un
héroe, pero esas marcas eran prueba suficiente. Él era su héroe, y ella le recompensaría por su
valentía.
Mientras seguía la línea de pelusa que dividía su abdomen, lo vio aferrar la sábana con
expectación. «Perfecto. Sabes lo que te espera, ¿verdad?».
Ike emitió un gemido mientras ella acariciaba su miembro, y le hizo saber a través de su
mirada que no se conformaría con menos que su completa rendición.
Tal vez entonces, no la dejaría con Cougar. Quizá entonces se quedaría aquí.
Ella se lo llevó a su boca, dejando a un lado sus inseguridades y deleitándose en el momento.
«¿Ves lo que te perderás si me entregas?», pensaba mientras lamía y presionaba con sus labios
a lo largo de la flecha, una y otra vez, hasta que él jadeó en busca de aire y lanzó algo parecido a
una maldición.
Sin avisar, Ike se abalanzó sobre ella. La giró sobre la cama y se colocó encima dominándola.
Eryn le dio la bienvenida a su inmediata y poderosa posesión con una sonrisa, mientras él la
llenaba de un solo golpe.
Ike sofocó el quejido de Eryn con un beso. Su calor resbaladizo lo tranquilizó, confirmándole
que estaba expresando su placer, no dolor. Ella se le abrió como una flor al rodearle las caderas
con sus muslos.
Debería haber sabido que ella le haría esto, que empujaría la puerta que él había dejado
entreabierta. Desde su primer encuentro, ella se negó a dejarlo vivir aislado. ¿Qué le hizo pensar
que estaría dispuesta a retirarse? Con cada empuje, ella lo acercaba más, más profundamente.
Esta conexión entre ellos solo haría más difícil la separación. Deberían haberse ido a la cama
vestidos y dormirse enseguida. Es lo que le decía una parte de él, solo que la otra coincidía por
completo con lo que Eryn deseaba. Al menos, su débil reticencia lo había recompensado: que ella
diese el primer paso.
El recuerdo de su boca caliente y hambrienta en su miembro permanecería con él para siempre.
Pronto la perdería, pero el regalo de su pasión lo acompañaría el resto de su vida.
«Oh, mierda». La realidad lo golpeó como un martillo en la cabeza. Se había olvidado del
condón que había guardado debajo de su almohada.
—Shhh —dijo él. Se lamentó de tener que apartarse de su calor, y lo buscó a tientas. Cuando
lo encontró, intentó rasgar el papel de aluminio con una sola mano, sin dejar de saborear sus
senos. Ella le arrebató el envoltorio, lo abrió como una tigresa con los dientes y se lo devolvió. Él
no pudo evitar sonreír. Mientras se lo ponía, se inclinó y enterró su rostro en el vaporoso calor de
Eryn, desatando todo el anhelo y la desesperación acumulados. Ella hundió sus manos en su pelo y
le susurró un lujurioso aliento que solo aumentó su pasión.
Incapaz de esperar más, Ike volcó su peso sobre los codos y le atrapó la cara entre sus manos.
No tuvo que obligarla a mirarlo. Ya lo hacía, con unos ojos luminosos que parecían reflejar una
emoción salvaje. Con un poderoso impulso, se adentró profundamente en su acogedora calidez.
Sus músculos se contrajeron para derramar su esencia, para alcanzar el máximo placer.
«¿Vas a recordarme, Eryn?», clamó en su interior.
Se detuvo después de la inevitable fusión de carne que le siguió, tambaleándose al borde del
precipicio con la esperanza de retrasar su clímax. Colocó una mano entre sus cuerpos tensos, y
dirigió su pulgar hacia su brote hinchado y sensible.
«¿Vas a pensar en mí cuando estemos separados?», dijo él para sí.
—Di algo —la oyó suplicar contra el latido de su corazón—. ¿Qué estás pensando, Ike?
Ike sopesó el riesgo de compartir incluso una parte de lo que sentía.
—No me olvides —le respondió.
Los ojos de Eryn se llenaron de lágrimas, hasta convertirse en dos brillantes charcos violetas.
—¿Cómo podría hacerlo? —preguntó ella. Al instante siguiente, echó la cabeza hacia atrás y
se mordió el labio inferior. Su cuerpo se arqueó en éxtasis y su hermoso rostro se contrajo de
placer.
Ike fue asaltado por su propia liberación. Luchó por mantener los ojos abiertos, por memorizar
su imagen mientras la poseía, con una sola lágrima deslizándose por el rabillo del ojo.
Ese momento sería su refugio.
Capítulo 15

Eryn no podía dormir. Estaba acostada en un colchón de tres mil dólares, rodeada de almohadas,
con su cuerpo completamente exhausto y su cerebro privado de sueño. Pero su corazón turbado
impedía que sus ojos se cerraran, y la petición de Ike la envolvía en una melodía sin fin. «No te
olvides de mí. No te olvides de mí».
¿Cómo podía pensar, ni por un momento, que ella lo haría? ¿Y por qué insinuó que no
volverían a verse? Ahora deseaba haberle demostrado sus sentimientos con más claridad, pero en
ese instante no hubo lugar para las palabras. Y ahora quería decirle lo importante que había
llegado a ser para ella en pocos días.
¿Cuándo, el mismo imbécil que la había acusado de automedicarse, se había convertido en un
ser humano de primera? En algún momento entre calentar agua para su baño y bajar por un
acantilado con ella en su regazo, se había enamorado de él.
Ike tenía más integridad que cualquier otro hombre que hubiese conocido, y era humilde hasta
la médula. Era competente y capaz más allá de lo creíble, con una paciencia infinita para
enseñarle a los demás sus habilidades. Parecía insensible, pero, bajo su dura fachada, era
vulnerable a sus necesidades y deseos, sobre todo, cuando se trataba de satisfacerla en el
dormitorio.
¿Qué mujer no querría aferrarse a él para siempre? Aunque ¿cómo podía pedirle más, cuando,
al protegerla, ya lo había metido en problemas con la ley?
Ella se apartó con cuidado para evitar que sus pensamientos lo perturbasen. Por primera vez
desde que lo conoció, él dormía profundamente, sin roncar ni agitarse.
¿Por qué hacía esto el FBI? Ella sofocó el impulso de golpear su almohada. Tuvieron la
oportunidad de mantenerla a salvo, y la arruinaron al usarla como cebo.
Ike, en cambio, la había alejado de la amenaza de los terroristas. Le había enseñado a
protegerse, a disparar, a luchar y a pensar en su miedo.
¿Y por eso sería castigado si lo atrapaban?
Cuanto más consideraba la injusticia, más se enfurecía. Acalorada, tiró de las sábanas. Todo lo
que Ike había hecho era cumplir los deseos de su padre: liberarla del FBI. La paradoja era que
ellos insistían en que era su huésped y que estaba en la casa segura de forma voluntaria. ¿Cómo,
entonces, podían decir que Ike la había secuestrado?
Seguramente, el agente Jackson Maddox reconoció la falacia de esa lógica. Si pudiera hablar
con él, podría persuadirle de que convenciera a sus superiores para que dejaran de perseguirlos.
Su mirada se dirigió pensativa a la silla junto a la ventana donde Ike había dejado su bolso. La
tarjeta de visita de Jackson aún estaba dentro de uno de los bolsillos laterales.
Su pulso se aceleró al debatir sus probabilidades de éxito. Usar un teléfono de la casa estaba
fuera de discusión. El FBI rastrearía su llamada y sabría exactamente dónde encontrarla. Pero ¿y
un teléfono móvil? Recordaba haber visto uno en la cocina de Chris. ¿No le daría eso un poco de
anonimato?
Tenía que hacer algo. Ike había arriesgado tanto por ella… No podía quedarse ahí tumbada
pensando en defenderlo. Ella debería hacerlo.
Con la respiración contenida, se levantó poco a poco de la cama, rezando para no despertarlo.
Para su alivio, Ike siguió dormido.
Se puso los vaqueros y la camiseta de la esposa de Chris, Marie, y cogió su bolso. Entró en la
tranquila sala y cerró la puerta de la habitación de huéspedes detrás de ella. La mansión estaba en
silencio. Los propietarios del viñedo se habían retirado al edificio adyacente para terminar el
trabajo del día.
Caminó de puntillas hacia la cocina y localizó el móvil morado que había visto antes.
Con un ojo puesto en la ventana, sacó la tarjeta de visita de Jackson de su bolso. Imaginó su
gesto compasivo y marcó su número con dedos temblorosos.
El tono de llamada sonó sin descanso. Cuando ya dudaba en dejar un mensaje, él contestó.
—Agente especial Maddox. ¿Hola?
—¿Jackson? —Tuvo dificultades para encontrar su voz.
—¿Quién es? —Eryn podía oír a los demás agentes hablando en segundo plano.
—Soy Eryn McClellan.
—Espere un segundo. —Las voces se desvanecieron y una puerta se cerró—. Estoy aquí —
susurró—. ¿Está bien? ¿Está a salvo?
—Por supuesto que estoy a salvo. ¿Por qué no iba a estarlo? Ya hemos pasado por esto antes,
Jackson.
—¿Entonces por qué me llama? —preguntó.
—Quiero saber por qué trata a Ike como a un criminal. Usted me dijo que era una invitada en la
casa segura, que era libre de irme cuando quisiera. El hecho de que Ike me haya ayudado a
marcharme no lo convierte en un secuestrador.
—Entiendo por qué está molesta —dijo él con calma.
—¡Entonces deje de perseguirnos!
—No puedo. —Su voz profunda y armoniosa se volvió monótona—. No depende de mí.
Eryn se frotó los ojos ardientes.
—¿Está Calhoun con usted? —Quiso saber Jackson.
—¿Qué diferencia hay?
—Si se entregan, estoy seguro de que retiraremos los cargos; De todos modos, juntos son
demasiado débiles para aguantar.
—¿Por qué tengo que entregarme? —preguntó ella—. ¿Qué he hecho? Olvídelo —declaró, sin
darle tiempo a responder—. Eso no va a pasar. No mientras Ike diga lo contrario.
Jackson se quedó callado un rato.
—Entonces necesito decirle, Eryn, que tengo los medios necesarios para localizarla.
Apareceremos en cualquier momento y la recuperaremos.
¿Qué? La sangre se evaporó de su rostro.
—¡No! —dijo mirando salvajemente a su alrededor.
—Si no quiere que arrestemos a Calhoun, tiene que irse, ahora. Mantenga este teléfono con
usted y empiece a caminar. La encontraré.
—Por favor —rogó Eryn, lamentando su decisión de llamarlo—. No haga esto, Jackson. Solo
finja que no sabe nada. ¡Por favor!
—Este es un teléfono de la agencia, Eryn. El personal comprueba mis llamadas. Estaría
descuidando mis deberes si los dejara ir a los dos. Le doy treinta minutos —dijo antes de colgar.
Eryn miró el teléfono en sus manos. ¿Qué podía hacer? El móvil ni siquiera era suyo. No podía
llevárselo. ¡No podía irse!
Tenía que despertar a Ike, decirle lo que había hecho.
Se encogió de hombros al pensar en ello. Asumiría que ella había traicionado su confianza al
desobedecer la única premisa que él le había dado. Pero esa no había sido su intención en
absoluto.
Oh, Dios. Solo tenía una opción: Seguir la sugerencia de Jackson. Era la única forma de evitar
que arrestaran a Ike. Después de que volviera a estar bajo custodia del FBI, convencería a los
agentes de que él no había violado ninguna ley.
Garabateó una nota de disculpa por el teléfono, y la dejó en el mostrador.
Luego fue al cuarto, donde encontró sus Skechers puestas a secar, con los cordones desatados y
las lengüetas fuera. Sintiéndose culpable y desagradecida, Eryn se las puso sin calcetines.
Mientras se anudaba los cordones, sintió su corazón como un bloque de hielo dentro de su pecho.
¿Cómo podía irse sin despedirse de Ike, sin darle una explicación ni darle las gracias? Jackson
le había dado una ventaja de treinta minutos, casi nada. Necesitaría cada segundo para alejarse lo
más posible de Naked Creek Vineyard.
«Por favor, entiéndelo». Envió el mensaje en silencio, a través de las paredes que los
separaban. Buscó la salida trasera y calculó la distancia entre la casa y los cultivos, unos
cincuenta metros, más o menos.
Si el sistema de seguridad de Chris se parecía al de Ike, no lo lograría. Pero tenía que
intentarlo. Su héroe no podía ir a la cárcel. Irónicamente, ahora era su trabajo protegerlo.

Ike se despertó sobresaltado. Se apoyó en el codo y vio que Eryn no estaba a su lado; el reloj
junto a la cama decía que eran casi las cinco de la mañana, y su bolso había desaparecido. El
corazón le dio un vuelco.
—¿Sí?
—Isaac. —Chris se asomó al dormitorio con una expresión urgente—. ¿Sabes que Eryn se ha
ido?
La noticia lo sacudió en el pecho y se irradió a sus extremidades. Al saltar de la cama, se dio
cuenta de que estaba completamente desnudo.
—¿Quieres que la detenga?
Ike trató de pensar en los recuerdos que lo asaltaban. Esa única lágrima que se deslizó por su
mejilla... ¿Sabía entonces que iba a dejarlo?
—¿Isaac?
—No, espérame. —Se puso los pantalones, varias tallas más grandes. Las ideas se
encadenaron hasta llevarlo a una sorprendente conclusión. «Quiere entregarse», adivinó, mientras
se ajustaba la hebilla, preso de los nervios.
—Se ha llevado el teléfono móvil de Marie —agregó Chris—. Encontré una nota en la cocina
en la que dice que nos compensará.
La secuencia de eventos tomó forma en la mente de Ike. Eryn había llamado a las autoridades
para que razonaran con ellos, probablemente, y había sabido, demasiado tarde, que ella había
expuesto su escondite. Entonces se marchó, sin duda, con la esperanza de protegerlo.
—¡Maldita sea! —Ike metió la cabeza en una camiseta limpia. ¿Por qué, Eryn? Habían estado
tan cerca de conseguirlo...
Tal vez no era demasiado tarde para detenerla. Tenía que encontrarla. Con el fiasco del FBI en
todas las noticias, habían revelado su paradero una vez más. Sin duda, los terroristas que la
querían muerta solo esperaban la oportunidad de acabar con ella, de una vez por todas.

Corriendo entre los fértiles surcos de vides, Eryn llegó al camino de tierra donde se habían
despedido del sheriff. Continuó cuesta arriba, hasta llegar a una carretera rural.
Miró a ambos lados y dejó atrás el viñedo, dejó atrás a Ike. Ignoró un calambre que le
pellizcaba el estómago y el hecho de que sus talones sin calcetines rozaban la parte posterior de
los zapatos. Alargó el paso y se apoyó en su fuerza de voluntad, como Ike le había enseñado.
Todo lo que necesitaba para ganar la máxima velocidad era imaginárselo entre rejas.
¡Nunca! Sacudió los brazos, llenó de aire sus pulmones y estiró los ligamentos de sus muslos.
Acto seguido, corrió tan rápido como nunca antes lo había hecho.
Los últimos rayos del sol de la tarde peinaban las ramas de los árboles que bordeaban el
campo adyacente. Pastos de hierba verde brillante y flores silvestres se extendían en todas
direcciones, bordeados por cercas como la que seguía en paralelo.
El sudor refrescó su labio superior y le cayó por la columna vertebral. Sus talones empezaron
a arder, pero no se detuvo.
Justo cuando se acercaba a un cruce de caminos, un helicóptero, más grande que el que la había
perseguido antes, rompió el horizonte que tenía ante ella, haciendo añicos la bucólica
tranquilidad.
Seguro que pertenecía al grupo de búsqueda que la perseguía, Eryn giró a la izquierda por un
camino rural donde abrazó las sombras de los árboles. La incertidumbre comenzó a abrumarla al
igual que las lágrimas, limitando su paso.
No tenía forma de saber si estaba haciendo lo correcto. Sin Ike, se sintió vulnerable de repente,
terriblemente expuesta. ¡Dios, ya lo echaba de menos! El camino bajo sus pies se nublaba ante sus
ojos mientras las lágrimas seguían sus mejillas, secándose en el aire que agitaba su pelo.
Oyó un motor a sus espaldas y se volvió para mirar hacia atrás. Una camioneta se había salido
de la carretera y se estaba acercando. La esperanza de que Ike pudiera ir en ella la hizo temblar,
pero cuando la alcanzó, el conductor resultó ser un desconocido barbudo, que la miró fijamente al
pasar.
El encuentro agotó sus fuerzas. Caminó a paso ligero, mirando a su alrededor, sintiéndose
perdida. No había más tráfico, solo árboles y una casa aislada y rodeada de arbustos florecientes.
Un campanario se alzó sobre las copas de los árboles, y el helicóptero sonó más lejos.
Ike podría haberse dado cuenta de que ya se había ido. Se pondría frenético. Furioso. Él la
buscaría.
«Por favor no», rezó, temiendo la posibilidad de que él y el FBI la alcanzasen al mismo
tiempo. Habría una confrontación. Ike sería arrestado.
Imaginándolo esposado y metido en un vehículo, ella aceleró el paso, cojeando ahora por la
ampolla en su talón izquierdo. Cuando pasaba junto a una iglesia y varias viviendas, un perro
encadenado a un árbol se abalanzó sobre ella y ladró. Las cortinas de la ventana se movieron.
Sintió cómo unos ojos la observaban e intentó huir de nuevo. De repente, el teléfono en su
bolsillo vibró.
—Sí —jadeó, esperando oír la voz de Jackson.
—¿Dónde estás?
La voz de Ike, ronca y urgente, la detuvo. Ella apretó el puño contra su costado y se tragó un
sollozo.
—No deberías llamarme. Te encontrarán —le advirtió.
—Te dije que no hicieras esto. —Su voz se quebró.
¿Estaba enfadado o temeroso?
—No quería que pasara —gritó ella, desesperada por justificarse—. Solo tenía que hablar con
Jackson para persuadirlo de que dejara de perseguirnos.
Un movimiento por el rabillo de su ojo atrajo su mirada hacia la casa con el perro. Una
anciana estaba ahora en las sombras de su porche, mirándola atentamente. La nuca de Eryn se
erizó.
—Me dijo que si me alejaba de ti, me recogería y te dejaría fuera de esto. Hablaré con ellos,
Ike. Les haré ver que solo intentabas ayudarme.
—¿Qué demonios se supone que voy a decirle a tu padre? —tronó él.
¿Eso era todo lo que le preocupaba, lo que pensaría su padre?
—Lo siento. —El arrepentimiento la ahogó, dificultándole el habla—. ¡No sabía qué hacer! Te
amo, Ike —agregó, lanzando la precaución al viento al decirle la verdad—. No puedo soportar la
idea de que te metas en problemas por mi culpa, —Las lágrimas corrieron por sus mejillas
sobrecalentadas.
El silencio en el otro extremo era tan completo que Eryn miró al teléfono para comprobar la
recepción.
—¿Ike?
—Solo dime dónde estás. —Lo oyó implorar, desilusionada. Ni siquiera había reconocido su
confesión.
El sonido de un coche que se acercaba la hizo girar para ver un familiar sedán verde girando la
esquina a toda velocidad hacia ella.
—Es demasiado tarde —dijo, desgarrada por la posibilidad de no volver a verlo—. Ya están
aquí. Adiós, Ike. Espero saber de ti algún día—. Con profundo pesar, puso fin a la llamada.

Ike miró fijamente sin ver el parabrisas salpicado de barro del jeep todoterreno de Chris. El
chasquido contra su oreja cuando Eryn colgó lo desgarró como metralla. Su puño se cerró sobre el
teléfono móvil hasta que le salió un moretón en la palma de la mano. Al mismo tiempo, saboreaba
las palabras que almohadillaban su corazón contra los golpes de la frustración.
«Te quiero, Ike». ¿Cómo podrían esas cuatro palabras cambiarlo todo? Tenía la intención,
después de dejar a Eryn con Cougar, de dirigirse directamente a Canadá, donde el FBI no lo
encontraría, donde sus habilidades de supervivencia le bastarían. Allí, en una fría y remota
montaña, cuidaría su maldito enamoramiento por una mujer que no merecía.
Pero sus palabras arrasaron con esos planes en un instante. Lo llenaron con un sentido de
destino y propósito. Saber que Eryn lo amaba hizo impensable abandonarla.
El golpe de Chris en el cristal lo trajo de vuelta al presente. Ike bajó la ventanilla.
—¿La localizaste? —preguntó su amigo—. ¿Vas a ir?
Ike le devolvió su teléfono móvil.
—Es demasiado tarde. —Se sintió entumecido diciendo las palabras—. Ya la han recogido.
La mirada azul de Chris reflejaba simpatía mientras observaba la expresión de Ike.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Vas a irte?
—No. —Tenía todas las razones del mundo para proteger a Eryn. Y, dadas sus especiales
habilidades, parecía el destino, porque sabía exactamente lo que se necesitaría para liberarla de
los terroristas, desde este día en adelante.
—Tengo un trabajo que terminar. —Miró el arsenal del asiento que tenía a su lado. Todo lo que
necesitaba estaba allí, incluyendo una botella de Meritage 2008 de Naked Creek Vineyard. Sacó la
mano por la ventana y desperdició segundos preciosos para darle las gracias a su anfitrión
adecuadamente.
Después de despedirse de Marie, que estaba mirando a las puertas de la bodega, Ike arrancó el
motor del Jeep y se alejó.
Una determinación sombría aceleró su corazón.
Todo lo que tenía que hacer era matar a los terroristas antes de que volvieran a atacar.

Eryn vio aliviada que Jackson viajaba solo en el Taurus. La imagen de Winston en el asiento
trasero ahuyentó una parte de su desaliento.
—Suba —dijo el agente. Sus ojos de color claro miraron hacia la casa con el perro—. Nos
observan.
Eryn saltó al asiento delantero y se giró para abrazar a Winston. Su cara aún estaba enterrada
en el pelaje de su cuello cuando el coche dio un brinco hacia delante.
—Me sorprende que haya venido solo —murmuró ella, sentándose y abrochándose el cinturón
de seguridad—. Pensé que todo el pelotón vendría a por mí —añadió amargamente.
Con una mirada de simpatía, Jackson ejecutó un giro y despegó con un chorro de grava suelta.
—¿Oye ese helicóptero? —Miró hacia las copas de los árboles.
—Sí.
—Es de las noticias, de MSNBC. Si tres agentes salieran corriendo a recogerte, estarían
encima de nosotros.
Eryn lo miró atónita.
—¿Esto va a tener cobertura nacional?
—Correcto. Eso es lo que pasa cuando traes un ejército a un pueblo pequeño. —Sus labios
finamente formados se curvaron con desprecio mientras corrían hacia el camino más ancho.
—¿Entonces por qué lo hizo? —preguntó Eryn—. Estaba perfectamente a salvo con Ike.
Él miró hacia arriba.
—Créame, he intentado convencer a mi jefe de eso, pero no atiende a razones. Y, por
desgracia, Calhoun tiene un fallo en su registro militar...
—Sé todo sobre eso. No fue culpa suya. —Mientras volvían a la ciudad, ella miró en dirección
a la viña, anhelando la presencia de Ike.
—Tiene un arsenal en su sótano —añadió Jackson—, y disparó su arma a un agente federal.
—¡No es un criminal! Y lo que hay en su sótano es para su curso. —El calor se apoderó de la
cara de Eryn mientras ella movía la cabeza para mirarlo fijamente.
—¿Por qué diablos dicen los medios que me secuestró?
—Porque mi jefe es un idiota. —Jackson le echó una mirada comprensiva—. La prensa hizo
esa suposición cuando llamó a nuestro equipo de rescate de rehenes. ¿Por qué otra razón sería
necesario?
Lágrimas de frustración apuñalaron sus ojos, amenazando su compostura. Giró la cara para
calmarse.
La mano tranquilizadora que Jackson colocó en su hombro le provocó un nudo en la garganta.
—Tiene todo el derecho a estar molesto, Eryn. No se preocupe. Esta vez la vigilaré más de
cerca.
—¿Han cogido ya al taxista? —preguntó ella.
Él retiró la mano.
—Todavía no.
—¿Por qué toda esta atención en Ike cuando hay un terrorista suelto a la espera de cortarme la
cabeza? —se enfureció.
Jackson puso una mueca de dolor.
—No puedo explicarlo —admitió.
Eryn abrazó el cuello de su perro y contempló la cinta de asfalto que se abría ante ellos. Se
imaginó al taxista viendo las noticias, planeando su próximo curso de acción. Una sensación de
malestar le puso la piel de gallina. Se sentía mucho más segura con Ike.
—¿Dónde está Calhoun ahora? —La pregunta casual de Jackson volvió a llamar su atención
mientas se miraba al espejo.
Eryn giró la cabeza para seguir su mirada. Un jeep salpicado de barro los seguía, pero iba
demasiado rezagado y estaba demasiado manchado de barro para que ella pudiera distinguir al
conductor. Aun así, algo le dijo que Ike iba dentro. Mil mariposas desplegaron sus alas en su
estómago.
Ike había ignorado la amenaza del encarcelamiento para protegerla. No sabía si llorar de
alegría o de desesperación.
Para su sorpresa, el Jeep se detuvo en un cruce y desapareció. El agarre de Jackson en el
volante se relajó. Eryn se sentó más pesadamente en su asiento y exhaló un largo suspiro.
Subieron la rampa para tomar la carretera a Elkton. El bloqueo de la carretera aún estaba allí.
Después de tocar el claxon, Jackson dio un volantazo alrededor de los coches que lo esperaban y
entró en el carril contrario. El Guardia Nacional le hizo señas con la mano, iracundo. Jackson
mostró su placa, sin apenas parar, y el guardia los dejó pasar.
El helicóptero de los medios de comunicación los sobrevolaba. Sus estruendosos rotores
hicieron vibrar las ventanas, y Winston empezó a quejarse.
Jackson dirigió una mirada oscura al helicóptero.
—Creo que la mujer que te estaba observando alertó a la prensa. —Jackson tuvo que levantar
la voz.
Eryn miró consternada el logo de MSNBC que aparecía en el lateral del helicóptero.
—¿Saben que voy en este coche?
—Creo que sí.
—¿Adónde me lleva?
—A la oficina del sheriff. Lo siento —añadió—, pero es el único lugar seguro. Toda la ciudad
está repleta de periodistas y medios de comunicación. Van a cazarnos. Quédese cerca de mí
cuando lleguemos allí, mantenga la cabeza baja y no hable con nadie.
Eryn consideró sus instrucciones.
—Tal vez quiera hablar con los medios —dijo en voz alta.
Jackson la miró preocupado.
—Para limpiar el nombre de Ike —explicó ella—. Para que todos sepan que me estaba
protegiendo.
—Hoy no, Eryn. Le prometo que intentaré que retiren los cargos.
—Pero ¿qué pasa si no puede?
—Mire, todo lo que mi supervisor quiere es a usted. Después, se olvidará de Calhoun.
—Más vale que sea así —contestó ella.
Jackson movió una ceja.
—Se ha vuelto agresiva —apuntó.
—Ya era hora. Esta es mi vida, y nadie va a impedir que la viva, ni los terroristas ni el FBI.
Su arrebato hizo sonreír al agente.
—Así se habla.

Dejar atrás el Taurus le provocó a Ike una oleada de ansiedad. Pero no podía ignorar que la
estaban persiguiendo. Todas las carreteras principales que entraban y salían de la zona estaban
bloqueadas por vehículos de la Guardia Nacional.
Sintonizó la radio con la emisora local y concluyó que el agente llevaría a Eryn a Elkton.
Cambió a la tracción en las cuatro ruedas, condujo el Jeep a través de una zanja y atravesó un
campo que sería sembrado con maíz en breve. Acercarse a Eryn sin ser atrapado implicaría dar un
rodeo, pero para un exSEAL de la Marina, no había nada imposible.
Haría lo que fuera necesario para mantenerla a salvo.

Eryn respiró profundamente al ver lo que la esperaba. Bloque tras bloque. el centro de la ciudad
de Elkton estaba lleno de furgonetas de noticias, coches e incluso motocicletas. Peatones que
llevaban cámaras fotográficas o trajes que los marcaban como periodistas, caminaban sin rumbo
frente a los edificios de dos y tres pisos, una mezcolanza de pintorescas estructuras históricas y
engendros de cemento.
Jackson pisó el acelerador con la intención de hacerla pasar desapercibida entre la multitud.
Pero, uno por uno, los transeúntes vieron el sedán verde y gesticularon. Las cabezas giraron en su
dirección y los apuntaron con el dedo. Como por consenso, la multitud comenzó a acercarse al
edificio de ladrillos de aspecto oficial que se anunciaba como Ayuntamiento de Elkton.
Jackson se metió en el aparcamiento y dispersó la multitud al tocar el claxon. A nadie parecía
importarle que los atropellase. Rodearon el sedán mientras Jackson se acercaba a una enorme
caravana y apagaba el motor. El zumbido de las voces y la sensación de caos envolvieron a Eryn
cuando esta se encontró con la mirada tranquilizadora de Jackson.
—Vendré a buscarte —dijo, después de dejar salir a Winston del coche. Las cámaras hicieron
clic mientras los medios fotografiaban al perro. Jackson se inclinó hacia su puerta y ordenó
secamente a la multitud que retrocediera. Luego la abrió, cogió a Eryn por el codo y la ayudó a
salir.
Pero los periodistas se abalanzaron sobre ellos y le pusieron las cámaras en la cara,
bombardeándola con una avalancha de preguntas. Podía ver su pálido reflejo en varias de las
lentes. Un mar de micrófonos bailó ante sus ojos.
—Señorita McClellan, ¿tiene alguna declaración para nuestros espectadores?
—Hazte a un lado —gruñó Jackson. La periodista impecablemente vestida apretó los labios y
retrocedió.
—¿Fue maltratada por el SEAL de la Marina que la secuestró? —gritó otro reportero.
Eryn se detuvo, furiosa por la ridícula y áspera pregunta.
—Ahora no —dijo Jackson alterado. Usando sus anchos hombros para despejar el camino, la
escoltó hacia dos hombres vestidos como los soldados que ella e Ike habían encontrado en el
bosque. Los hombres armados se hicieron a un lado, revelando una puerta marcada como Oficina
del Sheriff. Jackson la abrió y la empujó hacia adentro. Chocaron con dos hombres al salir, los
colegas de Jackson, Ringo y Caine. Los había conocido en la casa segura.
Ambos hombres parecieron sorprendidos al verla.
—¡La encontraste! —exclamó Ringo.
El agente de pelo rubio, que era su supervisor, repartió una mirada incrédula entre Jackson y
Eryn, con sus fosas nasales abiertas.
—¿Dónde diablos has estado, novato? —preguntó—. ¿Y cómo carajo la encontraste?
Jackson se puso rígido junto a Eryn.
—Por favor, señor, ¿podría cuidar su lenguaje frente a una dama?
—No te hagas el listo conmigo, novato. —Los ojos entrecerrados de Caine se pasearon del uno
al otro—. ¿Qué está pasando a mis espaldas?
En un gesto de solidaridad, Jackson puso un brazo sobre los hombros de Eryn.
—La Señorita McClellan llamó a mi móvil y fui a recogerla.
—¿Es eso cierto? —La tez del hombre se tornó de un intenso color rojo—. ¿Dónde diablos
está Calhoun? —bramó.
—Ni idea —contestó Jackson.
Eryn miró al suelo para ocultar su gratitud. No se había dado cuenta de que Jackson la había
recogido sin el conocimiento de los otros agentes.
—¿Cómo se siente, Eryn?
La preocupación forzada de Caine la hizo elevar su mirada.
—¿De verdad le importa? —preguntó ella. —Mi padre no quiere que esté cerca de usted. No
solo está llamando la atención sobre mí, sino que me retiene como rehén. Le importa un bledo
cómo me siento, ¿verdad?
Jackson apretó su brazo y Ringo se rio, para fastidio de su superior. Este miró a Eryn.
—Por supuesto, me importa. Somos el FBI, jovencita. Somos los únicos con los medios para
detener al taxista, y eso es exactamente lo que haremos. Entrégame tu teléfono, novato —le exigió
a Jackson.
Él se lo dio impasible. Eryn miró el intercambio con preocupación.
—Llévala a la oficina del sheriff —ordenó Caine, mientras pulsaba unas teclas en el teléfono
de Jackson—. Encontraremos a Calhoun nosotros mismos.
La preocupación marcaba los pasos de Eryn mientras Jackson la empujaba hacia un grupo de
escaleras. Cuando empezaron a hablar de ellos, escuchó a Caine.
—Ringo, averigua de quién es el teléfono que va a este número. Si viven por aquí, envíen una
unidad aerotransportada a su dirección lo antes posible.
Ella quiso girarse para defender a Ike, pero Jackson la silenció y le dedicó un gesto
tranquilizador.
—No se preocupe —dijo cuando se alejaron—. Hace mucho que se fue, Eryn. Confíe en mí.
No llegarán a tiempo.
Cuando entraron en el sótano con olor a moho, reflexionó sobre la afirmación de Jackson. Si
alguien podía desaparecer en el aire, era Ike. Pero pensar en él como «desaparecido» no sirvió
para levantarle el ánimo. Al menos, él le había enseñado a ser valiente, a enfrentar el futuro por sí
misma.
Pero no quería hacerlo sola. Ella quería quedarse con Ike y entregarle todo el amor que él no
creía que se merecía.
Capítulo 16

Por encima de la multitud que se agolpaba en el aparcamiento del ayuntamiento de Elkton, Farshad
localizó la cabeza de su objetivo.
—Sigue conduciendo —le dijo a Shahbaz mientras el joven pasaba lentamente por el edificio.
El corazón de Farshad saltó de alegría.
¡Alabado sea Alá! No solo ya se había ido la Guardia Nacional cuando él y Shahbaz llegaron,
sino que Alá lo había conducido justo al tesoro del Enemigo, ahorrándoles la dificultad de
buscarla en medio de la aglomeración.
Shahbaz siguió adelante, conduciendo el coche grande a través de una calle atestada de
furgonetas, coches y cientos de peatones.
—¡Maestro! —exclamó de repente. Farshad vio lo que le preocupaba. Un ayudante del sheriff
estaba dirigiendo el tráfico más adelante.
—Mantén la calma —instó Farshad—. Si pregunta, somos vendedores de automóviles.
A pesar de su mirada sospechosa, el ayudante del sheriff les hizo señas para que pasaran.
Shahbaz se limpió la frente con una manga manchada.
Farshad vio un almacén junto a las vías del tren.
—Aparca allí —le ordenó.
La estructura de ladrillo estaba desierta ese sábado por la tarde, con las puertas bien cerradas.
Mientras se relajaban entre los muelles de carga vacíos, apagó su portátil y sacó su copia del
Qu'ran del maletín.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Shahbaz, apagando el motor.
—Reflexionar y rezar —dijo Farshad, a la vez que hojeaba las páginas gastadas para encontrar
el pasaje que había memorizado. Después de haber realizado este ritual de lavado de cerebro en
numerosas ocasiones con la nueva generación de reclutas talibanes, no necesitaba leerlo.
—Escucha las palabras de Alá: «Quien se oponga a Alá y a Su Profeta, será castigado
severamente. Por tanto, córtenles la cabeza y todas las puntas de los dedos. Esto sufrirán porque
se han opuesto a Alá y a Su Profeta».
—¡Los castigaremos! —acordó Shahbaz, golpeando el volante con la palma de su mano.
Farshad buscó en su maletín la pistola que le había robado a Mustafá Masoud. A través de sus
intercambios por correo electrónico, se enteró de que, además de los videojuegos violentos,
Shahbaz era un aficionado al paintball. Como tal, era capaz de disparar un arma con moderada
competencia.
Pero no muy bien. Farshad no quería que matara al objetivo, aunque no se lo diría a Shahbaz.
Necesitaba que el chico fuera su chivo expiatorio. Una vez que el FBI creyera que habían detenido
al hombre que la perseguía, la seguridad alrededor de la señorita McClellan se relajaría, dándole
a Farshad más oportunidades de capturarla.
—¿Para mí? —Los ojos del chico se abrieron de par en par.
—Ha llegado el momento de glorificar a Alá y recuperar la Cuna del Islam —explicó Farshad.
Shahbaz cogió el arma con sus manos manchadas de grasa y no dijo nada.
Farshad pasó las páginas y leyó de nuevo: «Alah ha comprado a los creyentes su persona y sus
bienes, porque de ellos es el jardín del Paraíso; ellos luchan por su causa, y matan y son
asesinados». Debes estar dispuesto a dar tu vida, Shahbaz.
La expresión del joven se oscureció y miró fijamente el arma.
—Cuando dispares al blanco, los que la protegen te matarán instantáneamente —admitió
Farshad—. No sufrirás —prometió—. Asegurarás tu salvación como mártir de Alá. Créeme, si te
cogieran vivo, serías torturado e interrogado por el FBI. Te verías forzado a traicionar a tus
hermanos en la fe. Como a mí —añadió en silencio—. ¡Serás arrojado a la condenación eterna!
—Pero nunca te traicionaría —insistió Shahbaz.
Farshad no hizo ningún comentario.
—¿Crees en las Sagradas Escrituras?
—Sí, sí.
—No desearás que Alá te castigue, ¿verdad, Shahbaz? No querrás morir como murió Itzak...
El ceño fruncido del niño se transformó en un gesto temeroso.
—Fuiste tú quien mató a Itzak —dijo, mirando a Farshad con horror.
—Se lo merecía —dijo simplemente Farshad.
El miedo inundó los ojos de Shahbaz.
—Piensa en lo que tienes que ganar —sugirió Farshad—. Serás recibido en el Paraíso por
setenta y dos vírgenes. Nunca más tendrás que sufrir humillación, dolor o pobreza.
Los recuerdos se apoderaron del chico: recuerdos de una vida torturada, de desilusión y
discriminación. Por fin, parpadeó y se encontró con la mirada de Farshad.
—Dime qué hacer y lo haré.

El móvil de Caine sonó, sacudiendo el corazón de Eryn. Ella contuvo la respiración mientras él
respondía, temiendo la noticia de que Ike había sido apresado por la unidad de HRT. Pero cuando
vio su gesto desilusionado, su ansiedad disminuyó. Ike había eludido la ley, una vez más.
Saber que estaba a salvo le dio el valor de hablar mientras Caine guardaba su teléfono.
—Quiero hacer una declaración a la prensa.
Un silencio incómodo llenó la estrecha habitación. Entre las ventanas altas y la mala
ventilación, comenzó a sentirse como si estuviera en la celda de la prisión, solo que aún no le
habían concedido una llamada telefónica.
—No. —Fue Jackson quien respondió desde su asiento del otro lado de la mesa—.
Absolutamente no.
—No es una buena idea —secundó Ringo.
—Espera un minuto. —Caine les hizo señas para que se callaran. Una mirada astuta usurpó su
expresión de desaprobación—. Escuchemos lo que la señorita McClellan quiere decir a la prensa.
Ella levantó la barbilla.
—Quiero limpiar el nombre de Ike. —Sus arenosos ojos ardían por la falta de sueño. Le
palpitaban las sienes, pero se negó a aceptar su oferta de una cama en un motel mientras el hombre
que amaba era calumniado.
—Señor. —Jackson casi gruñó la palabra—. ¿Puedo hablar con usted en el pasillo?
—No necesito tu opinión, novato —respondió Caine.
—¿Qué hay de mi aportación? —dijo el segundo agente con una nota de tensión—. Señor, esta
historia ha estado en las noticias todo el día. Es mucho tiempo para que los terroristas no la hayan
visto en la tele.
Caine le envió a Ringo una mirada reprobadora.
—No digas eso. La asustarás —dijo volviéndose hacia Eryn—. En este momento, tenemos más
de cuarenta soldados de HRT patrullando la ciudad. Está completamente a salvo, señorita
McClellan.
Ni Jackson ni Ringo parecían estar de acuerdo, pero Eryn no estaba tan preocupada por los
terroristas como por la reputación de Ike. Ya estaba cargado de culpa por lo que había ocurrido en
Afganistán. No merecía que la prensa lo llamara secuestrador.
—Solo necesito hacer unos comentarios —insistió.
—Podemos arreglarlo —dijo Caine, sonando como si le gustara ser el centro de atención. En
cuanto a Ringo, le ordenó que informara a la prensa de su decisión. Cuando el hombre se retiró a
regañadientes, Caine miró a Eryn, al otro lado de la mesa—. ¿Dónde cree que está Ike, como usted
lo llama, en este momento?
—No tengo ni idea. —Su corazón se agitó, pesado. Había estado planeando entregarla, de
todos modos. Tal vez no la había seguido como ella suponía. ¿Qué le hizo pensar que él querría
quedarse a ver los acontecimientos?

La torre de telefonía móvil en la carretera 33 era con mucho la estructura más alta dentro de los
límites de la ciudad de Elkton. Golpeado por la brisa arrastrada por una tormenta eléctrica al
atardecer, Ike subió la escalera interna de la torre hasta su cúspide, a doscientos pies del suelo.
Enganchando una pierna en un escalón, buscó en su mochila las gafas de campo.
Había evitado todas las carreteras a través de los pastos. No estaba dispuesto a probar su
suerte tratando de pasar por encima de los reporteros a plena luz del día, era lo más cerca de
Elkton que se atrevió a llegar.
Miró a través de las lentes en busca de Eryn. La caravana propiedad de los federales se veía
con claridad, dado su tamaño. Estacionado a su lado, frente a la oficina del sheriff, estaba el
Taurus verde que había seguido antes.
La actividad que se desarrollaba en el ayuntamiento convirtió el intestino de Ike en una bobina.
La avenida Stuart Norte no había visto tal aglomeración desde que Stonewall Jackson tuvo su sede
aquí durante la Guerra Civil.
Luces azules parpadeaban en cada esquina de la calle donde la policía dirigía el tráfico.
Espectadores y personal de los medios de comunicación se congregaban en las tiendas y
restaurantes cercanos, todos a la espera de un informe de seguimiento sobre el supuesto secuestro
y rescate de Eryn McClellan.
La multitud enfureció a Ike. Su historia había estado en las noticias todo el día. Había muchas
probabilidades de que, en medio de todos esos periodistas y buscadores de emociones, hubiera
terroristas armados o portadores de bombas esperando a que apareciera Eryn.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
El viento sopló de repente, y tuvo que agarrarse para no caer. Esta era exactamente la clase de
situación que Stanley hubiera querido evitar.
El zumbido de un helicóptero hizo que Ike mirara a través de los binoculares sobre las copas
de los árboles.
El pajarito MH-6 que los había perseguido esa mañana aterrizó en un campo a las afueras de la
ciudad. Un vehículo blindado se acercó a su lado para recoger a la tripulación después que esta
saltase de los bancos exteriores. Luego el vehículo despegó con el personal adicional, y se dirigió
hacia Elkton, mientras tocaba el claxon para despejar el tráfico.
Al principio, Ike se sintió aliviado al notar el aumento de la seguridad. Pero luego consideró
que podría ser en respuesta a una amenaza creciente. Contó un total de veinticuatro soldados
mientras saltaban del vehículo. La mitad se fue a trabajar limpiando un perímetro alrededor del
ayuntamiento. La otra mitad desapareció en edificios cercanos, apareciendo en los tejados, donde
se colocaron sobre la multitud.
Tales precauciones solo podían significar una cosa: Eryn iba a aparecer, posiblemente incluso
a hablar con la prensa. Dios, ¿podía confiar en que alguno de esos soldados encontrase a un
terrorista entre la multitud? Necesitaba hacer lo que fuera antes de que ocurriese lo peor.

Shahbaz bajó la visera de su gorra de béisbol para ocultar sus oscuros ojos. El Maestro lo había
enviado a una tienda con un fajo de billetes para cambiar de apariencia. Se había comprado una
gorra de béisbol, una camiseta, pantalones cortos y una sudadera con un gran bolsillo delantero, en
la que guardaba la pistola.
Pensando que se parecía a cualquier otro joven estadounidense, había regresado al coche, solo
para ser enviado una vez más a por crema de afeitar y una navaja. En el baño de empleados, se
había afeitado la incipiente barba que crecía en su moreno rostro. El Maestro lo miró y asintió con
la cabeza.
Ahora, mezclado con la multitud, Shahbaz contempló las ominosas nubes que se acercaban y
convertían el cielo en un gris antracita. El rumor de que la señorita McClellan iba a hacer una
declaración, se extendió desde la vanguardia de la multitud hasta la parte de atrás. La tormenta
inminente reflejaba la agitación de Shahbaz. Toda su vida había idolatrado a los mártires por su
coraje y sacrificio, imaginando lo que debía de ser salir en un resplandor de gloria mientras hacía
una declaración tan clara de protesta.
La muerte no era algo tan terrible, siempre y cuando llegara rápido. Era una vida dura, una
dura lucha por el futuro, una batalla desesperada contra los prejuicios. La muerte tenía que ser
más fácil, especialmente si creía las Escrituras, con todas esas vírgenes que le darían la
bienvenida y cumplirían todos sus deseos.
La multitud se acercó más al edificio, reduciendo el espacio que los soldados luchaban por
mantener. Shahbaz se unió a ellos y buscó una mejor vista.
Su mirada se dirigió a los soldados que estaban en los tejados. Cuando Shahbaz disparase, la
multitud se dispersaría, y las balas de esos francotiradores acabarían con su vida,
independientemente de que lograra o no matar a la chica.
No estaba seguro de que pudiera dar en el blanco. Las armas de paintball no eran como las de
verdad.
De pronto, la puerta que todos observaban se abrió de golpe. Los truenos retumbaban en la
distancia. Con una corriente eléctrica bailando en el aire, la hija del comandante salió, escoltada
por hombres de traje oscuro. Shahbaz compitió por hacerse un hueco. Se sorprendió al descubrir
que, incluso con el cabello despeinado, y sin nada más que una camiseta y unos vaqueros blancos,
su aspecto era agradable.
—A la señorita McClellan le gustaría hacer un anuncio público —gritó un agente.
Los micrófonos extendidos en soportes se balancearon hacia ella. Un silencio expectante se
apoderó de la multitud cuando la cara de la mujer apareció entre los guardaespaldas.
Permanecieron frente a ella, como escudos humanos, de modo que solo su cabeza quedó expuesta.
Shahbaz metió una mano sudorosa en su bolsillo. Mientras sus dedos se enroscaban alrededor
de la fría pistola, su atención se centró en el panel de la cámara que tenía enfrente, y miró
sorprendido al descubrir que los ojos de su objetivo eran del color de la cerámica vidriada en
Karachi, un precioso color azul púrpura.
Cuando ella abrió la boca para hablar, él se esforzó en escuchar sus palabras.
—Gracias a todos por su preocupación, pero nunca estuve en ningún tipo de peligro. Quiero
dejar claro que la búsqueda de Isaac Calhoun por parte del FBI es un error. Fue elegido por mi
padre para protegerme. Es un héroe, un amigo, y su privacidad debe ser respetada. Gracias.
Inmediatamente después de su declaración, le siguieron preguntas a gritos.
—Eso es todo. —El agente de piel oscura la rodeó con un brazo, alejándola de la multitud.
Moviéndose como una unidad, los agentes la empujaron hacia la inmensa caravana plateada
estacionada estratégicamente cerca.
La adrenalina hizo que el corazón de Shahbaz galopara. La oportunidad de matar a la hija del
comandante se evaporaba como los arroyos del desierto de Rigistán.
«¡Hazlo, Shahbaz!». Quería desenfundar su pistola, apuntar a la parte de ella que aún podía ver
y apretar el gatillo. Excepto que el recuerdo de sus ojos lo mantenía hechizado.
Y entonces fue demasiado tarde. Había desaparecido dentro del vehículo, y la multitud había
empezado a dispersarse.
Su angustia se disolvió con alivio mientras Shahbaz permanecía de pie en su sitio, empujado
por la multitud que se retiraba.
La cara furiosa del Maestro saltó ante él. Agarró el brazo de Shahbaz y tiró de él en dirección
al coche.
—¡Deprisa! No podemos dejarlos escapar.
Temiendo la ira del Maestro, y aturdido por seguir vivo, Shahbaz se apresuró a seguirlo.

Ike mantuvo su rifle apuntando la parte superior de la cabeza de Eryn, incluso cuando las gotas de
lluvia comenzaron a arrastrar las tejas del techo sobre el que yacía. Había llegado a las afueras de
la ciudad, y había subido a una altísima torre victoriana justo a tiempo de verla salir del
ayuntamiento. Como él esperaba, fue capaz de escudriñar a la multitud a través de su mira
mientras se ocultaba de los soldados que patrullaban los tejados cercanos.
Y ahora ella estaba hablando a la multitud, supuso, al quedar todos en silencio. Podría haber
oído su voz si no fuera por la brisa que la dispersaba. Pasó el dedo por encima del gatillo y
observó incesantemente a la multitud, dispuesto a abatir a cualquiera que mostrara el menor
indicio de agresión.
Para su alivio, nadie lo intentó.
Al instante siguiente, Eryn se movió de nuevo, escoltada hacia la casa rodante del FBI. El
agente Jackson la metió en la caravana tan rápido que Ike no pudo ver su cara. Sus celos
rivalizaron con la gratitud al reconocer la vigilancia de Jackson. Al menos, alguien del FBI estaba
haciendo su maldito trabajo. Pero mientras la considerasen un cebo para los terroristas, su futuro
seguía siendo incierto.
No podía perder de vista al vehículo.
Se echó la correa del rifle por encima del hombro y se deslizó de costado hacia el canalón,
donde se agarró a sí mismo en la sólida celosía que había debajo. La lluvia empapó su ropa
mientras se balanceaba hacia el balcón de un segundo piso. Los ocupantes de la casa parecían
estar fuera. Desafiando el largo salto sobre la hierba mojada, rodó para detener su caída y salió
corriendo.
El jeep de Chris estaba aparcado a unos cien metros, escondido en una zanja profunda.
Corriendo a través del aguacero, Ike se propuso encontrar y seguir la caravana antes de que
desapareciera.

—Tonto de mente débil.


La conferencia del Maestro hizo que Shahbaz ardiera de resentimiento mientras salían de la
ciudad. Los limpiaparabrisas marcaban un ritmo frenético, sin conseguir despejar la visión
borrosa de docenas de luces traseras, incluidas las del coche del FBI que estaban siguiendo.
—¿Por qué no lo intentaste? —dijo el hombre, furioso.
Shahbaz agarró el volante. No podía explicar su vacilación. Siempre había creído que el
martirio era glorioso, pero requería más coraje del que creía. No quería tener nada que ver con
esto ahora. Era demasiado débil. Hasta esta noche, su objetivo había sido una entidad sin rostro,
una mujer sin valor. Nunca se le había ocurrido que sería tan... bonita.
—No olvides lo que le pasó a Itzak — lo amenazó el Maestro de nuevo.
Una gota de agua de lluvia se deslizó dentro del coche y por el cuello de Shahbaz. Miró a su
compañero con temor, preguntándose qué pasaría si sacaba la pistola ahora, la apuntaba a su
cabeza y le volaba los sesos. Este asunto de los mártires se acabaría entonces, ¿no?
El sonido de una navaja de muelle al liberarse hizo que su fantasía se interrupiese. La punta de
la misma perforó la suave carne debajo de su mandíbula. Al instante siguiente, el Maestro se
abalanzó sobre él y le arrebató el arma del bolsillo de su sudadera.
—Entiendo tu cobardía —siseó el hombre mayor, mientras cortaba la primera capa de piel. El
volante se tambaleó entre las manos de Shahbaz—. Has vivido durante años entre los infieles. Has
sido manchado por su corrupción. Pero, por el bien de tu alma mortal, debes ser obediente a Alá,
o enfrentarás su castigo, tal como está escrito.
Shahbaz se concentró en no estrellarse. El sudor bañaba su piel.
Por fin, el Maestro retiró la hoja. Shahbaz dio un suspiro de alivio, observando impotente
cómo el arma volvía al maletín del Maestro.
—No pierdas de vista la caravana. —La voz del Maestro se hizo suave una vez más—.
Vigilaremos y esperaremos. Cuando surja la oportunidad de matarla, asegurarás tu salvación.
Lo último que Ike esperaba era que la casa rodante del FBI se convirtiera en el motel Elkton.
Mientras se alejaba de la carretera 33, se deslizó por ella, salpicando el agua de lluvia de los
neumáticos anchos del Jeep. Condujo media milla más lejos antes de hacer un rápido giro en U.
Pero no volvió al motel. En vez de eso, apareció en el camino de entrada de una propiedad
adyacente y apagó las luces.
La casa al final de la entrada parecía abandonada. Se desvió del pavimento hacia el
descuidado césped, redondeó el garaje y se abrió camino a través de un campo húmedo.
Rodeado por árboles que lo mantenían camuflado, podía ver claramente la parte trasera del
motel. La caravana del FBI estaba en el aparcamiento. Se detuvo lo más cerca posible, apagó el
motor y bajó la ventanilla.
En ese momento, Eryn salió corriendo del vehículo y entró en una de las habitaciones del
motel, con su bolso sobre la cabeza. Su imagen lo llenó de anhelo, alivio y una férrea
determinación. La puerta se cerró detrás de dos agentes que la acompañaban, adivinó, mientras
que el tercero, Jackson Maddox, llevaba a Winston a dar un paseo bajo la lluvia.
Los celos se apoderaron de Ike. Winston era su perro; había pasado horas entrenándolo.
Después de caminar por el perímetro del motel, Maddox metió a Winston de nuevo en la
caravana. Luego llamó a la puerta de la habitación. Dos agentes salieron con bolsas de lona y
entraron en la de al lado, dejando a Eryn sola con Maddox.
Ike frunció el ceño. ¿De quién fue la idea? ¿Por qué no habían continuado hasta Washington, en
lugar de quedarse una noche más en un pueblo que hoy había sido puesto en el mapa gracias a los
medios de comunicación?
Las gotas de lluvia retumbaban sobre el techo de lona del Jeep mientras Ike evaluaba la
seguridad de Eryn. El helicóptero había partido hacía un rato. El camión blindado estaba
probablemente a medio camino de Quantico, de donde había venido. Todo lo que Eryn tenía eran
tres agentes armados para protegerla. Al menos, las habitaciones no disponían de ventanas en la
parte trasera, y las fuerzas de seguridad locales podían ser convocadas en un abrir y cerrar de
ojos.
Pero a Ike no le gustaba el escenario. Quedarse en Elkton no era inteligente. A Stanley tampoco
le gustaría. Consideró llamar al comandante para tranquilizarlo. Stanley tenía que estar frenético
ahora, después de haber visto a su hija en las noticias, de nuevo en custodia del FBI. Pero la NSA
estaría monitoreando el móvil de Ike a instancias del FBI. Localizarían su ubicación de inmediato
si lo usaba. Lástima que había tirado el teléfono de prepago en un ataque de frustración. Ahora le
sería muy útil.
El letrero de neón del motel parpadeó repentinamente, lanzando un colorido reflejo en la
carrocería de acero de la caravana. Ike luchó con envidia contra la imagen de Eryn sola con el
agente cuya tarjeta de visita guardaba en su bolso
La echaba de menos. Su olor se aferraba a él desde que hicieron el amor. Los recuerdos se
apilaban en su mente, alimentando el hambre por tenerla. Sabía que sería así.
El aislamiento comenzó a pesarle. No podía creer que antes solía disfrutar de su soledad.
Ahora, se sentía engañado.
En un intento de animarse, encendió la radio. El final de un resumen de noticias le hizo subir el
volumen.
«En una breve declaración a la prensa, la señorita McClellan confirmó lo que los lugareños
han afirmado todo el tiempo: que el exSEAL buscado por el FBI solo la estaba protegiendo. Esto
es lo que la señorita McClellan dijo sobre él».
Al escuchar la voz de Eryn a través de la radio, Ike aguantó la respiración.
«Es un héroe, un amigo, y su privacidad debe ser respetada». —Sus palabras lo envolvieron
como una cálida lluvia de verano.
«Con la búsqueda cancelada, las cosas están volviendo a la normalidad aquí en el Valle de
Shenandoah. A continuación, el Concierto para piano de Mozart, número 24, en Do menor».
Mientras las notas llenas de melancolía llenaban el interior del Jeep, Ike apagó la radio,
aturdido.
«Es un héroe, un amigo». Guardó aquellas palabras como un tesoro, reservándolas para su
consuelo posterior, junto con su confesión anterior. «Te quiero, Ike».
En menos de una semana, Eryn había dado la vuelta a su mundo. Antes de conocerla, apenas
podía mirarse al espejo y temía las interminables noches sin dormir en las que sus compañeros de
equipo muertos exigían saber por qué había abandonado la lucha, haciendo que su sacrificio no
tuviera sentido. El peso de su culpa lo había mantenido paralizado, incapaz de seguir adelante.
La humedad le irritó los ojos mientras miraba a través de la cortina de lluvia en la puerta del
motel, imaginándola adentro. Tal vez, algún día, se sentiría digno de contrarrestar sus palabras con
una confesión propia.
Capítulo 17

Brad Caine estaba sentado junto a la ventana del motel, con la mirada fija en el aparcamiento
empapado de lluvia. Como era más fácil permanecer despierto que abandonar un sueño profundo,
se había asignado a sí mismo la primera guardia. Los sucesos del día que siguieron al fallido
intento de recuperar a la hija del comandante le pesaban en los párpados. No ayudó en nada que el
letrero de neón de afuera iluminase los miles de millones de gotas de lluvia con colores
hipnotizantes.
No podía permitirse el lujo de quedarse dormido. El informe de que Shahbaz Wahidi había
eludido a los agentes que lo seguían, significaba que un terrorista andaba suelto, libre para atacar
a Eryn. Estaba seguro de que el atentado contra su vida iba a ocurrir durante su discurso en los
medios de comunicación, pero la estricta seguridad debió de haber disuadido a cualquier posible
verdugo. Se frotó ambas manos sobre su cara vigorosamente en un intento de despejarse. Su
decisión de convocar a la HRT no había sido popular entre sus hombres. Pero esta trampa tenía
que funcionar. ¡Jesucristo! No podía ponérselo tan fácil a ese cabrón.
Hasta ahora, sin embargo, no ha habido ninguna actividad sospechosa alrededor del motel.
Ringo había comprobado las matrículas del aparcamiento, y todas estaban limpias. Los huéspedes
del hotel parecían estar en sus habitaciones, con las luces apagadas, durmiendo.
Brad Caine se ordenó a sí mismo estar alerta. Algo tenía que pasar. Nunca sería ascendido si
no hacía un arresto pronto.

Mientras pasaba junto al motel cada treinta minutos, Shahbaz esperó, como había ordenado el
Maestro, a que se apagaran todas las luces de las habitaciones.
El Maestro había podido alquilar una habitación sin levantar sospechas. Pero Shahbaz, que
conducía el Pontiac robado, había recibido instrucciones de rodear la zona hasta altas horas de la
madrugada. Hambriento y frío, condujo sin rumbo a lo largo de oscuras carreteras adyacentes.
Pero no abandonó al Maestro como había considerado hacer antes, pues su nuevo plan eliminó la
necesidad de sacrificarse a sí mismo.
Cuando todo estuvo tranquilo y oscuro, Shahbaz aparcó el Pontiac cerca del motel, cogió las
herramientas y el rollo de cable de cobre que habían comprado en una ferretería, y se metió
debajo de la caravana del FBI. Una vez allí, pasó el alambre desde el encendido hasta el tanque
de combustible, el cual pinchó insertando el alambre dentro del mismo. Cuando un agente
arrancase el motor por la mañana, la caravana volaría por los aires. Con un poco de suerte, su
víctima estaría dentro.
Shahbaz soltó una risita. La perspectiva de volar la caravana mantuvo a raya su cansancio.
Pronto vengaría a América por sus falsas promesas. Y la mejor parte era que no tenía que morir
para dar a conocer su desilusión.
El familiar ladrido de un perro, despertó a Ike de su ligero sueño, el cual le permitió descansar sin
dejar de estar atento. ¿Winston?
Los cristales empañados del Jeep reflejaban un débil haz de luz. Ike miró su reloj. Eran las
cuatro de la mañana, y las nubes mantendría todo oscuro durante otra hora.
Bajó la ventanilla lateral del conductor y respiró el aire frío y húmedo para agudizar sus
adormecidos sentidos. Mientras observaba el motel, se preguntó si había imaginado el ladrido de
Winston. La escena se parecía mucho a la de las horas anteriores a la medianoche, cuando se
había permitido una pequeña siesta. Pero entonces el perro volvió a ladrar.
Levantó el rifle apoyado a su lado, lo sacó por la ventanilla y enfocó a través de la mira. Su
sangre se congeló al ver a un hombre tirado en la acera, bajo la caravana.
¿Quién demonios…?
Ike lo tenía a su alcance. ¿Sería uno de los agentes investigando un problema? ¿O podría ser un
terrorista? Solo había una manera de averiguarlo. Y la manera más rápida de hacerlo era conducir
a través del campo, contando con la lluvia para amortiguar el ruido del motor.
Ike lo arrancó y atravesó el campo de sandías con los faros apagados y la mirada clavada en la
sombra bajo la caravana. Para su desilusión, el hombre lo vio venir, se detuvo y luego rodó
abruptamente hacia el otro lado de la caravana.
«Está claro que no es un agente especial» dedujo Ike, mientras aceleraba.
Con las luces apagadas, no vio la barrera de cemento que bordeaba el aparcamiento. El Jeep
se precipitó por encima de esta y lo hizo rebotar en su asiento. Cuando aterrizó, vio al sospechoso
saltando a un coche frente al motel.
Ike se desvió hacia él. Podía oír a Winston ladrando. Las puertas de las unidades del FBI se
abrieron de golpe. Las luces se encendieron, iluminando a un Pontiac de color borgoña que se
alejaba a toda prisa. Ike lo persiguió. Una mirada en su espejo retrovisor mostró a dos agentes del
FBI que salían de su habitación y se dirigían a su Taurus.
«Comienza la persecución», pensó Ike, centrándose en el coche que circulaba por delante en la
carretera bajo la lluvia. El conductor había girado hacia el este para adentrarse en el Bosque
Nacional de Shenandoah. Ike encendió los faros y se abrochó el cinturón de seguridad.
Parecía haber un solo hombre en el vehículo de huida, una circunstancia que le preocupaba.
Con dos agentes en persecución, eso dejaba a un solo hombre protegiendo a Eryn, si es que esto
resultaba ser un señuelo.
No era suficiente.
Tanteó su mochila y localizó su teléfono satélite. Lo abrió con el pulgar y marcó el 9-1-1. Acto
seguido transmitió un mensaje al sheriff Olsen a través de la operadora de que lo necesitaban en el
Motel Elkton. ¿Y qué si la NSA interceptaba ahora su llamada? El FBI estaba justo detrás de él,
de todos modos.
Volvió a guardar el teléfono en su mochila y pisó el acelerador hasta el suelo en un esfuerzo
por adelantar al coche que lo precedía. Pero el motor de cuatro cilindros del viejo Jeep carecía de
potencia para acelerar en una pendiente tan pronunciada. El Taurus detrás de él luchaba contra un
problema similar, mientras que el Pontiac de seis cilindros los superó a ambos.
«Maldita sea, maldita sea». Cuanto más se alejaba de Eryn, más se angustiaba. Nunca había
deseado tanto estar en dos lugares a la vez.

—Silencio, Winston—, murmuró Eryn, enterrando su cabeza bajo la almohada.


Los ladridos persistentes del perro lograron despertarla, pero el cansancio la mantuvo en un
vago estupor. Oyó cómo se abría la puerta y sintió un soplo de aire fresco en la parte superior de
sus hombros. Los motores aceleraban y rugían. Los neumáticos chirriaban. Una voz masculina que
gritaba órdenes la obligó a quitarse la almohada de la cabeza.
¿Qué diablos estaba pasando? Abrió un ojo para encontrar una luz y la cama de Jackson vacía.
El agente especial Caine estaba junto a la ventana poniéndose un chaleco antibalas.
—Trae a Calhoun contigo —gruñó en su móvil—. Nos debe una por la cámara que saboteó.
Eryn se despertó al oír mencionar el nombre de Ike.
—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Dónde está Jackson?
Caine la miró mientras guardaba su teléfono.
—Está persiguiendo a un sospechoso, alguien que husmeaba fuera. Es hora de levantarse —
añadió enérgicamente—. Nos mudamos a la caravana.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Se lo explicaré más tarde. —Sus ojos brillaban con ansiedad.
Un escalofrío de inquietud recorrió la columna vertebral de Eryn. Cogió los vaqueros
doblados en el pie de su cama y se los puso debajo de las sábanas.
Caine cerró las cortinas para mirar por la ventana.
—Dese prisa —dijo, sonando nervioso.
—¿Puedo usar el baño primero?
—No hay tiempo para eso. Use el del vehículo.
—¿No estamos más seguros aquí?
—No, la caravana es blindada y móvil. —Él caminó hacia ella mientras se ponía los zapatos.
—Quiero saber qué está pasando —insistió Eryn, pero él le agarró el brazo con fuerza y la
arrastró hacia la puerta.
Al abrirla, Eryn observó el rosado amanecer que iluminaba los techos de hojalata de las otras
unidades del motel. Se sentía como si acabara de dormirse, y ya era por la mañana. Caine apuntó
su arma frente a él y arrastró a Eryn al exterior.
El aire fresco y limpio no podía disimular el olor de la gasolina. La llevó a la caravana, donde
Winston lanzaba ladridos intermitentes, como la alarma de un coche.
Mientras el agente giraba una llave y escaneaba su huella dactilar en el cierre biométrico, Eryn
buscó en el aparcamiento la fuente del olor. Los propietarios de la media docena de coches o bien
dormían o se mantenían al margen. No vio latas de gasolina abiertas ni fugas obvias.
—Entra. —Caine abrió la puerta con un golpe—. Tengo que echar un vistazo rápido.
Escalando al interior oscuro de la caravana, se encontró con Winston, quien corrió hacia ella
con alivio. La puerta se cerró con llave a sus espaldas. Después de calmar a su excitado perro,
Eryn se movió a través del vehículo hasta la cocina, que albergaba una hornilla a un lado y un área
para sentarse en el otro. Incapaz de encontrar un interruptor de la luz, levantó una de las persianas
y la suave luz rosa del sol le permitió ver a Caine, quien se inclinó para inspeccionar la parte
inferior de la caravana.
¿Era de ahí de donde venía el olor?
Algo debió de haberle llamado la atención, porque en el instante siguiente, el hombre se
arrastró bajo el chasis. Al mismo tiempo, una delgada figura surgió de las sombras y se le acercó.
La luz del sol se reflejaba en sus gafas, por lo que pensó que se trataba de Ringo.
Un ruido sordo la hizo mirar hacia abajo a sus pies. ¿Qué podría estar haciendo Caine ahí
abajo? Con un encogimiento de hombros, se volvió hacia el pequeño baño más allá de la cocina
para vaciar su vejiga.
Estaba subiéndose los vaqueros cuando un grito le heló la sangre.
Un siniestro gruñido salió de la garganta de Winston mientras el grito se desvanecía. Eryn salió
disparada del baño y se detuvo, sin saber qué hacer. Se esforzó en escuchar por encima de su
frenético corazón.
Hubo un golpe sordo y un sonido deslizante. Winston fue hacia la puerta, con los pelos de
punta. La cerradura dio un clic y la puerta se abrió.
Un vistazo al cabello rubio de Caine la hizo soltar el aliento, pero luego, lo perdió de vista y
un extraño lo pasó por encima. Cuando se acercó a la caravana, con la cara aún en sombras, el
aire volvió a entrar en los pulmones de Eryn. Se quedó paralizada al reconocer su silueta.
El taxista.
El shock se apoderó de ella. Era más viejo de lo que había imaginado, con su pelo canoso, la
nariz aguileña y un semblante extrañamente benigno. Cerró la puerta tras él y levantó un cuchillo
manchado de sangre. «La sangre de Caine», pensó Eryn con un zumbido en su cabeza. En su otra
mano, llevaba un maletín.
Con un fuerte gruñido, Winston se abalanzó sobre el hombre, tal como Ike le había enseñado.
El cuchillo del terrorista brilló.
—¡Winston, no! —Eryn entró en acción, agarrando a su perro por el estómago y tirando de él
hacia atrás.
Las garras de Winston arañaban el piso de fibra de vidrio mientras luchaba por liberarse.
—¡Que no se acerque! —gritó el desconocido, con voz de pánico, mientras señalaba con el
cuchillo el dormitorio detrás de ella—. Los dos. Ahí dentro, ahora —dijo, en un inglés con un
sonido peculiar.
Ella se apresuró a obedecerle, bajo la amenaza de la punta ensangrentada ante Winston. Eryn
trató de tomar su bolso cuando pasaron junto al baño, pero con el cuchillo tan cerca del hocico de
Winston, optó por no hacerlo.
Retrocedió a la habitación de la parte trasera de la caravana y la puerta se cerró de golpe.
Quiso asegurarla, pero se dio cuenta de que no había cerradura. Gracias a su perro, sin embargo,
todavía estaba viva y era capaz de pensar.
«Consigue ayuda». Las palabras parecían provenir de una parte de su cerebro que no había
sido tocada por el drama.
Eryn miró a su alrededor. El sol se filtraba a través de las persianas. No era un dormitorio,
descubrió, sino un espacio repleto de consolas, ordenadores y monitores.
Al ver un teléfono en la pared del fondo, se lanzó a por él, pero lo devolvió a su lugar,
desesperada, cuando no oyó ningún tono de marcado. El día anterior le habían confiscado el móvil
que se había llevado del viñedo. Incluso si se las hubiera arreglado para coger su bolso, no
tendría forma de conseguir ayuda.
Un rugido gutural y una repentina vibración bajo sus pies interrumpieron todo pensamiento
lógico. A lo lejos, oyó el gemido de una sirena que se acercaba, pero su alivio fue efímero, pues
la caravana se puso enseguida en movimiento. Tropezó y se cayó sobre uno de los asientos
atornillados al suelo.
El entumecimiento fluyó por su torrente sanguíneo, desensibilizándola, pero también
silenciando la voz razonable dentro de su cabeza. Se sentía distanciada, como si esto le estuviese
ocurriendo a otra persona, solo que sabía que ella era la protagonista.
Su mente se alejó de sus inquietantes pesadillas. ¿Era real o estaba soñando? Había sido
secuestrada por el terrorista que mató a Itzak. El hombre había clavado un cuchillo en Caine sin
dudarlo, solo porque podía. No había duda de que la mataría sin piedad; después de todo, ella era
su verdadero objetivo.
A medida que la caravana ganaba velocidad y se desviaba del aparcamiento del motel, el
sonido de la sirena disminuía, igual que su esperanza. La policía no interceptó la caravana.
Tampoco Ike vendría a rescatarla, no con los otros agentes persiguiéndolo. Todo lo que tenía era a
Winston, apoyado sobre sus piernas, jadeando como si hubiera salido a correr. Estaba
completamente sola.
Lágrimas de terror nublaron su visión. Su garganta se estrechó con un nudo que amenazaba con
asfixiarla.
—Dios, ayúdame —susurró.

Solo había una forma de detener al Pontiac antes de que se alejara de Eryn.
Ike tiró de la cremallera que mantenía el toldo del Jeep asegurado. Este se agitó a través de la
fría brisa. Luego, con un sonido de rasgadura, se sepaaró de la cremallera y se perdió de vista.
El aire helado golpeó los ojos de Ike y le adormeció las orejas. Desenvainando su Python de la
funda bajo su brazo, dio otro giro brusco con su mano izquierda mientras liberaba el seguro con su
mano derecha. Los cuatro neumáticos chirriaron. Cuando al fin se hizo con el control, se alzó del
asiento y apuntó sobre el parabrisas de la llanta trasera derecha del Pontiac.
¡Bang! Una descarga de su revólver de doble acción rompió el faro trasero del Pontiac. ¡Bang!
La segunda bala perforó el neumático del mismo lado.
Con un chillido de goma sobre un asfalto resbaladizo, el Pontiac atravesó un bache a más de
cincuenta millas por hora. Ike vio lo que se avecinaba y se estremeció. Las chispas volaron en el
aire mientras el vehículo se aproximaba al quitamiedos. Rebotó en él y se tambaleó salvajemente
hacia el otro lado de la carretera, donde se estrelló de cabeza contra una pared de granito.
Reduciendo la velocidad para evitar el rocío de metal y vidrio, Ike giró sobre el hombro
opuesto y puso el freno de mano. Con su arma todavía desenfundada, saltó del Jeep y corrió hacia
el vehículo accidentado.
El lado del conductor del coche estaba hundido. Quien ocupase el asiento delantero tenía que
estar muerto. Con su arma en la mano, miró a hurtadillas y vio un cuerpo desfigurado cubierto de
sangre, que brillaba húmedo en la rosada luz del amanecer. El airbag no se había desplegado.
Ike bajó su arma y se dio la vuelta. Dios, no quería que pasara esto. Habría preferido que el
terrorista se pudriera en la cárcel.
Con un sabor amargo en la boca, notó que el Taurus se paraba detrás de su Jeep, atrapando el
accidente y su figura solitaria en el resplandor de sus altas luces.
—¡Quieto! —gritó una voz—. FBI. Suelte el arma y aléjese del vehículo. ¡Ponga las manos
sobre la cabeza!
«A la mierda». Ike dejó su pistola en la calzada, donde un río de aceite había empezado a
escurrirse cuesta abajo.
—Poned algunas bengalas —advirtió—, antes de que causemos otro accidente. —Alejándose
de su arma, se llevó las manos a la cabeza y adoptó una postura dócil.
—Yo me encargo —dijo una segunda voz.
—Usted… —El primer agente se le acercó con cautela, con un arma apuntando al pecho de
Ike. Su pelo estaba despeinado, y tenía las gafas torcidas sobre su estrecha nariz. Cogió el arma de
Ike y se asomó al coche aplastado.
—¿Qué demonios has hecho? Jesús… —dijo apartando la mirada.
—Estaba manipulando vuestra caravana. —Ike evaluó al hombre automáticamente—. Llame a
su jefe y avíselo. Dígale que no encienda el motor.
El agente lo miró un instante y luego se giró hacia su compañero, que corrió hacia él, dándole
dos bengalas encendidas.
—¿Isaac Calhoun? —Era el hombre al que había disparado. El hombre levantó una mano de
pronto—. Jackson Maddox.
Notando que había omitido su título de agente especial, Ike bajó los brazos y aceptó su firme
apretón de manos.
—Maddox —dijo el primer agente—. Mira quién es el conductor. —Levantó una bengala para
que su compañero pudiera ver el interior.
Jackson Maddox hizo una mueca de dolor y miró hacia otro lado.
—Shahbaz Wahidi. —Golpeó a Ike con una mirada sombría—. Podría habernos sido útil.
—No quería matarlo —dijo Ike, experimentando muy poco remordimiento—. Se estaba
escapando. Tenemos que volver con Eryn. —En ese mismo momento, detectó el aullido de sirenas
que venían de ambas direcciones.
—Puede estar tranquilo —dijo Jackson, traicionando sus antecedentes militares—. No intente
nada.
—Llame a su otro hombre —insistió Ike—. Dígale que no arranque la caravana.
—Ya le oí —dijo el agente, buscando su teléfono—. No se preocupe. La policía local iba de
camino cuando nos fuimos.
«Eso es porque yo los llamé», pensó Ike, exasperado. La ansiedad le hizo subir la presión
arterial. Odiaba sentirse indefenso.
—Necesito que vuelva con nosotros —añadió Jackson disculpándose. Miró a su teléfono—.
Mi jefe tiene un problema con usted.
—Iré —dijo Ike—. Pero haga la maldita llamada. —No le importaba una mierda la bofetada
que el FBI quería darle. Eryn era vulnerable ahora mismo.
Capítulo 18

—Caine todavía no responde —dijo Ringo, mientras circulaban a toda prisa por la sinuosa
carretera de regreso al Motel Elkton.
Jackson echó una mirada nerviosa al espejo retrovisor. Isaac Calhoun se sentó en medio del
asiento detrás de él, con la mirada verde fija en Jackson a través del espejo. Ya habían llamado a
su supervisor dos veces a instancias del exSEAL. Los tendones en el cuello del hombre estaban
marcados, al igual que los músculos de su mandíbula.
—Tal vez no tenga cobertura en el móvil —sugirió Jackson en un intento de disipar la palpable
preocupación de Calhoun.
«O tal vez Shahbaz Wahidi no era el único que tenía como objetivo a Eryn», pensó Ike.
La posibilidad tácita estaba grabada en la tensa expresión de Ike, poniendo nervioso a Jackson.
Tenía que concentrarse en bajar al valle sin caer por un acantilado. Su teléfono sonó de repente, lo
que le hizo suspirar con alivio. Tenía que ser Caine.
Pero no reconoció el número.
—Agente Especial Maddox —dijo, mientras disminuía la velocidad en una curva
particularmente cerrada. Los cuatro neumáticos chirríaron.
—Soy Hugh Forest, el paramédico.
—¿Qué tienes? —Antes de abandonar el lugar del accidente, Jackson había encargado a uno de
los paramédicos que analizase la sangre de Wahidi con la esperanza de que coincidiera con la
sangre de los arbustos sagrados, dejada por el asesino de Mustafá Masoud, el mismo hombre que
probablemente había matado a otros cuatro, entre ellos Pedro, el jardinero, e Itzak Dharker.
—El tipo de sangre de la víctima es A negativo —anunció el hombre.
A Jackson se le secó de pronto la garganta.
—Gracias. —El teléfono cayó en su regazo—. A negativo —le dijo a Ringo.
—Oh, mierda —soltó Ringo.
Mierda era la palabra. El tipo de sangre del asesino era O positivo.
—Wahidi no mató a nuestro activo —dijo Ringo en voz alta.
Jackson apretó el volante y pisó el acelerador.
—Llama a Caine —ordenó, evitando el contacto visual con el hombre que miraba por el
espejo retrovisor—. Ponlo en manos libres. Se lo diré.
En el tenso silencio del coche, el teléfono de Caine sonó y sonó. Una voz retumbante que no
pertenecía a Caine finalmente contestó.
—Al habla el sheriff Olsen.
—¿Sheriff? —Jackson echó una mirada de desconcierto al teléfono que Ringo tenía en la mano
—. Soy el agente especial Maddox —dijo en voz alta—. Estaba llamando a mi supervisor.
—No puede recibir llamadas en este momento. —El sheriff sonaba como si hubiera estado
masticando grava—. Está muerto.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Tendrá que verlo para creerlo.
Jakcson sintió cómo se le ponía la piel de gallina.
—¿Está la señorita McClellan? —rezó porque así fuera.
—Negativo —dijo el sheriff.
Una mirada en el espejo mostró a Calhoun tan nervioso como una serpiente de cascabel
cabreada.
Jackson se pasó la lengua por los labios.
—¿Dónde está la caravana?
—No veo la caravana por ningún lado. Solo un cuerpo sentado en un charco de sangre junto a
un cable de cobre y otro charco de gasolina.
—¡Mierda! —exclamó Jackson.
—Vamos para allá —dijo Ringo, cortando la llamada.
Jackson casi dejó dos neumáticos en la última curva cerrada. Sujetó el claxon, adelantó a un
coche más lento y se adentró en el valle de Shenandoah en la recta final. Una milla más y estarían
en el motel.
—La cagamos, ¿no? —La voz de Calhoun los golpeó como la punta de un látigo.
Al menos, el hombre se había incluido a sí mismo en la sentencia.
—Sí, lo hicimos —admitió Jackson.

—¿Adónde me lleva? —Eryn luchaba por levantar las persianas de la parte trasera de la
caravana.
Cuando comenzó a salir del shock, se le ocurrió que podía pedir ayuda a través de la gran
ventanilla trasera. Seguramente, otros conductores la verían y llamarían a la policía. Pero, cuando
lo consiguió, no vio nada más que un camino vacío detrás de ella. Era demasiado temprano por la
mañana para que nadie fuese de camino al trabajo. Tampoco lo harían después porque era
domingo, pensó, afectada por una sensación de aislamiento.
Su mirada se dirigió a los innumerables monitores y los ordenadores que ocupaban el estrecho
espacio. Presionando cada botón de encendido que pudo encontrar, encendió instrumentos que ni
siquiera podía nombrar y mucho menos manejar. Tal vez uno de ellos podría señalar su ubicación.
De repente, la caravana perdió velocidad y giró hacia una carretera que subía a cotas más
altas. El bosque la rodeaba por ambos lados. El motor rugió para luchar contra la pendiente. Con
una punzada de conmoción, Eryn pensó en la montaña de Ike y se preguntó si volvería a poner un
pie en su cabaña, dormir en su cama, en sus brazos.
¿Cómo podría olvidarle? Ella nunca quiso hacerlo.
Temblando de miedo, se dio cuenta de que el potente motor había empezado a chisporrotear. Se
quedó sin aliento mientras miraba por la ventana trasera, esperando a ver qué pasaba después.
El autocar estaba perdiendo impulso minuto a minuto, hasta que rodó un trecho y luego se
detuvo por completo en medio de la carretera.
El corazón de Eryn también pareció detenerse. Mientras el terrorista conducía, ella estaba a
salvo. Pero podía oírlo ahora, accionando el freno de mano, moviéndose a lo largo del vehículo.
Se detuvo en la cocina con movimientos sigilosos y aterradores. ¿Qué demonios estaba haciendo,
preparándose un sándwich?
Fue la voz de Ike dentro de su cabeza la que pareció gruñir la pregunta. Habría dado cualquier
cosa, cualquier cosa por tenerlo allí en persona. Su alivio estaba llegando a su fin. Enseguida, el
terrorista abriría la puerta y...
Se negó a imaginar lo que seguiría. Si no pensaba en algo, tendría que luchar por su vida con
sus propias manos. Ike había intentado prepararla para este momento. Pero, ¿podría alguien estar
realmente preparado para esto?
Cerró los ojos, respiró hondo y trató de recordar cada lección que Ike le había enseñado. Todo
lo que recordó fue: «Detente, y terminarás muerto».

Desde su asiento en la parte trasera del Taurus, Ike pudo ver suficiente del cuerpo embolsado
como para decir que al agente rubio del FBI le habían cortado el cuello.
Mientras los bomberos echaban espuma sobre la gasolina derramada, Jackson se dio una
palmadita en los bolsillos, no encontró lo que estaba buscando y se dirigió de vuelta al coche. Su
cutis de moca había adquirido un tono amarillento. Con una mirada cautelosa, alcanzó la ventana
del conductor, encontró su teléfono móvil y caminó unos metros lejos del coche para hacer una
larga llamada telefónica.
Las sienes de Ike palpitaban. Llevado por una desesperada y nerviosa necesidad de actuar,
abrió de una patada la puerta trasera y salió del coche para estudiar el lugar donde estaba
aparcada la caravana. El olor a gasolina no desapareció con la espuma que flotaba en el suelo.
Finalmente, Jackson colgó el teléfono.
—¿Por qué seguimos aquí? —preguntó Ike, captando la atención del agente. No había tiempo
para holgazanear. El terrorista se había llevado a Eryn en la caravana. ¡Tenían que encontrarla,
ahora!
Jackson saludó a Ringo con la mano. Le xplicó a este y a Ike que su oficina de campo estaba
tratando de rastrear el teléfono de la caravana, pero con solo una torre móvil en un radio de cinco
millas, la señal no podía ser triangulada.
—Será como buscar una aguja en un pajar —murmuró Ringo, metiéndose las manos en los
bolsillos.
—El rescate de rehenes está en camino —agregó Jackson—, pero les llevará treinta minutos
traer un helicóptero.
—No vamos a esperar treinta minutos. —Imaginando al ahora muerto terrorista bajo el chasis,
Ike se dio cuenta de que este había causado la fuga de gasolina. Dada la longitud del cable de
cobre que aún yacía en el suelo, debía de haber tratado de manipular el vehículo para que
explotase al ponerlo en marcha. Su mirada se dirigió a la mancha oscura que salía del recinto por
la carretera 33.
El charco de combustible estaba disolviendo el asfalto, convirtiéndolo en alquitrán. «Bueno,
que me parta un rayo». Su corazón dio un salto en su pecho. Ike se giró hacia Jackson y Ringo.
—No necesitamos rastrear el teléfono —dijo, señalando la mancha en el suelo—. La caravana
dejó un maldito rastro a la vista.
Por un segundo, Jackson no pareció entender lo que estaba diciendo, pero entonces su mirada
se deslizó por la carretera y luego corrió hacia el asiento del conductor.
—¡Vamos!
Ike puso una mano en la puerta del maletero.
—Abra primero —dijo, exigiendo las armas y la mochila que le habían confiscado del Jeep.
Jackson dudó.
—¡Solo hágalo! —Se enfureció—. El rescate de rehenes no llegará a tiempo. Soy lo mejor que
tiene, Jackson.
Jackson miró a Ringo, quien le hizo un pequeño gesto con la cabeza. Por fin, abrió el maletero
desde el interior del coche. Ike cogió su equipo y se lanzó al asiento trasero.
—En marcha —gruñó.
El Taurus salió disparado del aparcamiento.
Una determinación fría y dura se impuso sobre la agitación anterior de Ike. Se negaba a
considerar que Eryn podría estar muerta en este momento, asesinada de la manera más horrible
posible. Dios no lo permitiría. Moriría por dentro si llegara demasiado tarde. Se moriría
absolutamente. El único resultado aceptable era localizar la caravana y detener al terrorista.
—Conduzca más rápido. —Los pastos se burlaban de él con su verde manto interminable.
—Piso a fondo —contestó Jackson, mirando por el espejo retrovisor—. No pueden haber ido
más de diez millas, no con el tanque perdiendo gasolina.
Dejaron la carretera 33, siguiendo la mancha del asfalto mientras esta giraba hacia un camino
más pequeño y sinuoso que subía hasta Green Mountain.
Los pensamientos de Ike se remontaron a la última vez que cazó terroristas. Se había visto
obligado a ver a sus compañeros de equipo luchar por sus vidas y ser eliminados uno a uno. Pensó
que no podía haber nada más horrible. Pero lo había. Sus hombres eran soldados entrenados para
luchar. Cada uno de ellos había matado a varios combatientes antes de sucumbir por sus heridas.
Pero Eryn no era un soldado. E incluso con el entrenamiento que le había dado, no era rival para
un hombre.
—¿Quién es este tipo? —preguntó, queriendo más información—. ¿Qué tipo de perfil tiene de
él?
Jackson y Ringo compartieron una mirada dubitativa.
—No sabemos quién es —confesó Ringo—. Si es quien bombardeó la casa segura, entonces ha
volado a un civil y ya ha degollado a cinco hombres, contando a Caine. —Su voz se convirtió en
papel de lija.
—Serví en Irak —añadió Jackson—. Sabía que este tipo era un fanático cuando vi su trabajo.
No creo que sea nacional.
Una brisa desértica sopló en la mente de Ike.
—Entonces no le importará si lo mato —dijo en tono impasible, desprovisto de cualquier
emoción que no fuese la justicia.
Ringo soltó una risa nerviosa. Jackson lanzó una mirada de advertencia a Ike.
—No me importará —dijo con convicción—, pero el FBI necesita interrogarlo para asegurarse
de que no trabaja solo.
Ike asintió con la cabeza y fue a comprobar su munición. Él consideraría un mejor enfoque una
vez que se encontrasen con el vehículo recreativo. Cualquier cosa para no imaginar por lo que
Eryn tuvo que pasar. «No vayas allí», se ordenó a sí mismo. «No lo sientas, demonios». Pero,
cuando se trataba de perder a la mujer que amaba, era más fácil decirlo que hacerlo.
Con un clic que hizo saltar a Eryn, la puerta de la habitación trasera se abrió. Una cuerda navegó
por el aire y aterrizó a sus pies.
—Ata al perro o lo mato —demandó el terrorista, cerrando de nuevo la puerta de golpe.
Eryn miró la cuerda como si fuera una serpiente. ¿Quizás podría usarla para bloquear la
puerta? Pero no, esta se abría hacia adentro. ¿Para qué más podría utilizarla?
El gruñido salvaje de Winston atrajo su mirada hacia sus colmillos desnudos y su nuca erizada.
No se parecía en nada al perro que ella conocía. Podía oír la voz de Ike en su cabeza, instándola a
que dejara que el perro atacara. Winston era su única arma. Ike lo había entrenado bien, y el
terrorista claramente lo temía.
Pero no podía hacerlo. Ella simplemente no podía dejar que el leal Winston fuera apuñalado
por su culpa. Lágrimas de frustración brotaron de sus ojos mientras pasaba la cuerda a través de la
anilla de su collar y lo aseguraba a la base de una silla atornillada. Los nudos eran tan buenos
como ella sabía hacerlos.
—Cinco segundos —advirtió el hombre a través de la puerta—, o lo mato a tiros.
—Está hecho —dijo ella.
La puerta se abrió un centímetro. Winston corrió hacia el intruso con un gruñido, pero la cuerda
lo retuvo. Cuando vio emerger un arma, Eryn saltó delante de su perro, defendiéndolo.
—Por favor, no lo hagas —intento negociar, temblando de miedo—. No soy su enemigo. No
quería hacerle daño.
La suave risa del hombre, rebosante de amargura, la hizo callar.
—Eres la hija de mi enemigo —contestó. Viendo que la soga sujetaba al perro, abrió la puerta
más ampliamente—. Tu padre mató a mi hijo. ¿Sabías eso?
—No. —Entonces lo vio diferente, como un padre atormentado por el dolor. Pero luego
recordó a Itzak, a quien este hombre había matado. Itzak también tenía un padre. Y también Caine.
—Lo siento por su hijo —dijo ella, rezando para que, si seguía hablándole, pudiera
convencerlo de que abortara sus planes—. ¿Cómo se llamaba?
—Osman. Era un jefe talibán, un guerrero. Ven. —Le hizo señas con el dedo—. Sal o le
dispararé a tu perro primero y luego a ti.
Preferiría que le disparen antes que le cortasen la cabeza, ¿no? Y, sin embargo, al ver que él
liberaba el seguro, ella se encontró obedeciéndole, demasiado cobarde para aceptar una bala de
forma voluntaria.
Mientras ella se acercaba, él la agarró y la llevó hacia la puerta con rapidez. Winston se
enfureció, pero la cuerda lo detuvo, y luego la puerta se cerró, amortiguando el sonido de sus
ladridos de angustia.
Empujada por la punta del arma, Eryn se trasladó a la cocina donde el terrorista había
instalado un ordenador portátil y una webcam. Un escalofrío se filtró por sus venas, convirtiendo
su sangre en hielo.
—Siéntate. —La obligó a sentarse en la mesa frente al equipo. Se sorprendió al ver su pálido
reflejo saltar a la pantalla—. ¡Mira! Más de treinta mil musulmanes se han conectado para ver tu
ejecución —dijo con alegría—. La tuya será la primera de muchas, mientras mis estudiantes
recuperan la cuna del Islam de nuestros invasores enemigos.
Dejó el arma en el maletín abierto en el mostrador de enfrente. Con la mano libre, la cogió del
pelo. El cuchillo con el que había matado a Caine reapareció, brillando ante sus ojos mientras la
presionaba contra su garganta.
Eryn intentó levantarse, pero el terror, en una dosis que nunca antes había experimentado, hizo
que sus esfuerzos fueran tan débiles como los de un niño. La tenía sometida agarrándola del
cabello, y la obligó a permanecer quieta ante la webcam.
El hombre pulsó una tecla y el programa comenzó a grabar. De su boca salía un torrente
estrangulado, que ella reconoció como árabe clásico. Estaba recitando las escrituras. Al instante
siguiente, tradujo sus palabras al inglés.
«La única recompensa de los que hacen la guerra contra Alá y corrompen la nación del Islam
es que serán asesinados o crucificados, o se les cortarán las manos y los pies, o serán expulsados
de la tierra. Tal será su degradación en el mundo y en el más allá. ¡La de ellos será una terrible
perdición!».
«Dios mío», pensó Eryn. «No quiero morir así. Ahora no. No de esta manera. No cuando tengo
tanto por lo que vivir».

—¡Ahí está! —gritó Ringo, señalando a través de los árboles.


Ike ya había visto el brillo plateado del centro de mando móvil varios cientos de metros más
arriba en la montaña. Parecía estar parado.
—Acérquense lo más posible sin exponernos —sugirió.
—Entendido. —Jackson aminoró la velocidad.
No se había hablado en absoluto de quién estaba ahora a cargo. Cuando la HRT les informó
hacía un rato que aún estaban a veinte minutos, Jackson había mirado a Ike por el espejo
retrovisor y le había hecho un gesto de asentimiento. No se iban a quedar de brazos cruzados. Iban
a poner a trabajar las habilidades especiales de Ike, y eso significaba hacer exactamente lo que él
dijera.
—Aparque aquí —dijo Ike. Jackson frenó junto a un arbusto lo suficientemente ancho como
para ocultar su vehículo y todos saltaron.
—Jackson, sígame. Ringo, retrocede quince metros por si este imbécil no está solo y alguien
nos pasa. Control de armas.
Ike revisó los cargadores e intentó no pensar que Eryn se encontraba en las garras de un
fanático que pretendía decapitarla.
—Vámonos. Manténganse en silencio.
Se movieron rápida y sigilosamente por el bosque hacia la caravana. Un cernícalo tirando de
las entrañas de un ratón muerto agitó sus alas y se alejó volando. Ike hizo un gesto a Ringo con la
mano para señalar el sendero, y luego condujo a Jackson a través del bosque de fuerte pendiente
hasta una roca a un tiro de piedra del vehículo.
Su corazón latía frenético.
—Hay algo que debería saber —susurró Jackson a su lado—. La caravana supuestamente es a
prueba de balas, aunque nunca lo hemos probado. Todas las ventanas son herméticas. La única
forma de entrar es a través de la puerta principal, lo que requiere una llave y un escáner de huellas
dactilares.
Ike lo miró fijamente.
—¿Tiene una llave?
El agente agitó la cabeza.
—La tenía Caine. El terrorista debió haberla cogido. Pero podemos disparar al teclado
electrónico, lo que podría deslizar la cerradura magnética. O también podría cerrarse
permanentemente...
«En cuyo caso, estarían jodidos».
Ike cerró los ojos brevemente. «Concéntrate. Piensa en cosas positivas».
—Describa el diseño de la caravana —le pidió.
Jackson lo hizo de la forma más rápida y concisa posible.
—Dispárele a la cerradura —decidió Ike, pasando por alto la posibilidad de que se atascase
—. Entraré primero mientras me cubre. Usted despeje la derecha, yo despejaré la izquierda.
—Tenga en cuenta que cualquier bala que se dispare dentro podría rebotar. No mate al
terrorista —le recordó Jackson.
Ike ladeó la cabeza cuando Winston ladró dentro de la caravana.
—El perro sabe que estamos aquí. Vamos. —Salió corriendo de su escondite seguido de
Jackson hacia la parte trasera del vehículo. Ike se detuvo a un lado mientras Jackson disparaba a
la cerradura biométrica. Los componentes saltaron por los aires en una nube de chispas.
Dentro, Eryn gritó, un sonido que elevó la adrenalina de Ike. Cuando Jackson dejó caer el
cargador vacío y lo cambió por otro nuevo, Ike intentó abrir la puerta con una llave. Para su
horror, no se movió.
—¡Joder! —Golpeó con el hombro, y la cerradura se soltó con un ruido sordo.
Después de arrancar la puerta prácticamente de sus bisagras, la abrió, se agachó y entró en
ella, en busca de Eryn como un misil que sigue el calor de su objetivo. Su entrenamiento le dictó
que primero despejara su esquina izquierda, mientras que Jackson, que estaba justo en sus talones,
despejó la derecha. Solo entonces se preparó para afrontar la aterradora visión que les esperaba.
La repulsión le hizo querer volar de cabeza hacia el enemigo sin pensar en las consecuencias.
Se reprimió y se movió para darle a Jackson espacio para que se uniera a él en aquella pesadilla.
El terrorista estaba en medio de la cocina con Eryn, aprisionándola con un brazo alrededor de
su cuello y la punta de un cuchillo ensangrentado contra su yugular. La sangre no parecía ser de
ella. Sobre la mesa a la derecha del terrorista había un portátil y una webcam; en el mostrador de
la cocina a su izquierda, un maletín abierto con una copia del Qu'ran y una pistola de nueve
milímetros. Ike vio con horror una delgada línea de sangre que se deslizaba desde el cuello de
Eryn hacia la mano del terrorista.
Su cara estaba cenicienta, sus pupilas dilatadas. Parecía estar conmocionada, pero gracias a
Dios seguía viva, y así era exactamente como Ike pretendía que continuase.
—FBI —gritó Jackson sobre el estruendoso ladrido del perro, encerrado en el cuarto de atrás
—. Suelte a la mujer y retroceda.
Con la mano izquierda, Ike retiró la funda de su Python que tenía bajo el brazo. Apuntó con
decisión a la frente del terrorista, mientras bajaba su rifle. Disparar a este alcance salpicaría de
materia gris toda la caravana. Lástima que le hubieran dicho que no matara al cabrón.
Jackson lo intentó de nuevo.
—Ríndase ahora o será abatido.
El terrorista presionó su mejilla más cerca de la de Eryn, mientras se encogía detrás de su
cuerpo.
—Moriremos juntos —predijo con calma antinatural. Extendiendo su mano libre, empujó la
cámara hacia arriba en un esfuerzo por filmar su final.
—Al diablo —gruñó Ike, reconociendo su intención. Planeaba llevarse a Eryn con él al otro
mundo.
Jackson respiró, no en protesta por el tiroteo de Ike, sino por lo que él predijo que iba a
suceder ante sus ojos.

Incluso en su estado de shock, Eryn reconoció el dilema de Ike y Jackson. Le dispararan o no al


terrorista, él iba a cortarle el cuello. Ya podía sentir la punta, cortando la vulnerable piel bajo su
barbilla. Ella tenía que hacer algo. Los ojos de Ike se abalanzaron sobre los suyos,
transmitiéndole su fuerza para hacer lo que necesitaba hacer.
«Cambiar la dinámica». Su consejo le habló del pasado...
Pensó rápido, ordenando la secuencia de movimientos en su cabeza. ¡Ahora! El tiempo se
ralentizó hasta llegar a arrastrarse mientras ella ejecutaba cada paso: estirar, respirar, doblar,
barrer, girar… ¡estirar!
¡Sí!
Desgarrada, se tropezó con los armarios de la cocina frente a la mesa. Al mismo tiempo, un
sonido estruendoso dejó sus oídos zumbando. El terrorista gritó de dolor. El perro dejó de ladrar.
Una mancha de color rojo intenso floreció en el muslo del hombre antes de que se hundiera de
rodillas en el suelo a los pies de Eryn. Sin pensarlo, ella cogió la pistola que estaba en el maletín
abierto, la giró y le apuntó. Sobre el zumbido residual de sus oídos por el disparo, escuchó la voz
de Ike diciéndole claramente que bajara el arma.
Ella no tendría que volver a tener miedo si lo mataba, ¿verdad? No habría que temer que
escapara y fuese tras ella para acabar con su vida.
Agarrando su pierna herida con una mano, y su cuchillo con la otra, el terrorista la miró con
desesperación.
—Dispárame —suplicó.
—No lo escuches, Eryn. —Era la voz de Jackson esta vez, sonando como si viniera desde una
gran distancia.
—Hazlo —suplicó el hombre, aterrorizado.
El arma temblaba en sus manos. Matarlo la convertiría en un monstruo como él.
—No. —Tiró la pistola a un lado con repugnancia.
De repente, la hoja en la empuñadura del terrorista emitió un reflejo. Gritó Allahu Akbar, y se
la clavó en su propio pecho.
Las piernas de Eryn se doblaron por el shock. Ella se contrajo a su lado mientras él se
inclinaba hacia delante, aterrizando de costado en el suelo justo a sus pies. Un gruñido salió de su
garganta mientras tiraba de la hoja. La sangre brotó como una fuente. Con un grito de horror, Eryn
se arrastró hacia Ike.
Él la alzó con rapidez. La tomó en sus brazos y pasó por delante de Jackson, el cual se
apresuró a tapar la herida del terrorista con una toalla.
Sin mirar hacia atrás, Ike sacó a Eryn de la caravana y dejó que la bañaran los rayos del sol.
Capítulo 19

Eryn se aferró al cuello de Ike con tanta fuerza, que habría podido estrangular a un hombre más
pequeño. Contempló con asombro la belleza del paisaje. ¿Cómo pudo ocurrir una experiencia tan
horrible aquí, en este lugar tan hermoso?
Los altos árboles formaban un dosel de todas las sombras de verde; el cielo más allá era de un
azul profundo y brillante. Ni siquiera el hedor de la gasolina podía superar la pureza del aire
fresco de la montaña o el olor familiar del hombre que amaba. La llevó sin decir palabra dejando
atrás a Ringo, que entró en la caravana. Cruzó al otro lado de la carretera y la depositó sobre una
roca.
—Déjame ver —dijo, inspeccionando el hilo de sangre de su cuello que ya comenzaba a
secarse. Después arrancó una tira de la parte inferior de su camiseta.
—Ni siquiera lo siento —le tranquilizó ella, sorprendida por el temblor desconocido de sus
dedos mientras le tocaba el cuello.
Ike estaba obviamente conmocionado, sus ojos vidriosos reflejaban todas las cosas que
podrían haber salido mal.
—Está bien —le aseguró ella—. Me salvaste, Ike.
Sus palabras lo sacudieron por dentro.
—Te salvaste a ti misma —dijo él, quitándole el pelo de la cara—. Te prometo que no tendrás
que volver a hacerlo.
Pronunció las palabras con tanta vehemencia, que ella sintió que tenían un significado especial
para los dos, pero, justo entonces, Winston se dirigió hacia ellos, sin darle tiempo para interpretar
el mensaje de Ike. El perro se lanzó sobre Eryn y le lamió la cara, ladrando con una alegría
desenfrenada.
—Winston. —Ella lo abrazó ferozmente, agradecida de que hubiese salido ileso.
Por fin, Ike sujetó al perro y lo miró con severidad.
—Se suponía que tenías que proteger a tu dueña —le regañó.
—Lo intentó. —El recuerdo de la lealtad de Winston liberó el último rastro de contención de
Eryn—. No podía dejar que lo hiciera. Ese hombre iba a apuñalarlo. —Se echó a llorar, y Ike la
acunó en su pecho, envolviéndola con sus brazos.
El ruido de un helicóptero que se acercaba la obligó a reaccionar.
—Rescate de rehenes —explicó Ike mirando al cielo.
La preocupación se interpuso sobre la efímera satisfacción de Eryn.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó sin soltarse de su abrazo.
—Supongo que depende de ellos —dijo él.
—No te van a detener, ¿verdad?
Ike se encogió de hombros.
—No estoy preocupado.
Un helicóptero negro y familiar se deslizó sobre las copas de los árboles, perturbando la frágil
tranquilidad de sus ramas.
«Se acabó», reconoció Eryn. La pesadilla que había comenzado con su fallido secuestro había
terminado por fin. Y, sin embargo, todo se le antojaba tan inestable. ¿Qué iba a pasar con ella y
con Ike, ahora que ya no necesitaba su protección? Al levantar los ojos hacia su inescrutable
rostro, le habló en un susurro.
—Quédate conmigo.
El beso que le dio en la frente fue su único consuelo. Pero ella aceptaría lo que pudiera
conseguir ahora mismo.

Ike se encontró de nuevo en el asiento trasero del Taurus, con Eryn acurrucada contra él y la
cabeza sobre su pecho. Ringo había acompañado el cuerpo del terrorista a bordo del helicóptero
HRT, dejando el asiento del pasajero delantero a disposición de Winston. Mientras ella
descansaba a su lado, perdida en un sueño reparador, los recuerdos de las últimas veinticuatro
horas pasaron por la mente de Ike, apretando sus tripas y sometiéndolo a sudores fríos.
Junto con la información que le había dado Jackson mientras un médico le vendaba la barbilla
a Eryn, Ike se dio cuenta de que no habría descanso en su victoria. No habría un «felices para
siempre» para él y Eryn. No solo no había puesto todavía fin a su turbulento pasado, sino que la
nueva cara del terror que Jackson describió significaba que el destino de Eryn estaba lejos de ser
seguro. Los familiares de los militares estaban siendo atacados tanto en el país como en el
extranjero. La lucha no había hecho más que empezar.
Respiró hondo en un vano intento de aflojar la banda que le apretaba el pecho.
Abandonar el Equipo Cinco el año pasado lo había convertido en un desertor y un traidor a la
memoria de sus camaradas caídos. Lo hacía indigno del amor de Eryn. Si no regresaba, siempre
sería el bastardo egoísta que Cougar pensó que era. Había una forma segura de redimirse, de
convertirse en el hombre que Eryn merecía.
La decisión le dejó dolorido por lo que aún no podía tener. Enterró su nariz en el pelo de ella,
respiró su dulce aroma y rezó para que, por algún milagro, ella siguiera siendo suya cuando la
lucha terminase.

El sonido de la alarma de un coche asustó a Eryn. Levantando la cabeza del pecho de Ike, se dio
cuenta de que Jackson estaba aparcando el vehículo en una calle de un solo sentido en el centro de
Washington, D.C.
—Ya estamos aquí —murmuró Ike, mirando con tristeza la mancha mojada de su camiseta.
Ella le había babeado encima.
—Lo siento. —Ella trató de limpiarla inútilmente, pero olvidó enseguida su disgusto al
reconocer dónde estaban. La esquina de las calles Cuarta y G. La oficina de campo de Washington
no estaba lejos de su casa en Georgetown. Qué extraño pensar que, después de una reunión con el
director del FBI, le dijeran que siguiese adelante con su vida, como si nada hubiera pasado.
Pero, por supuesto, algo sí había ocurrido. Se había enamorado de su protector, a quien
planeaba no perder de vista nunca más. El futuro no parecía tan temeroso con Ike presente. Ella le
dedicó una sonrisa de agradecimiento. Pero la que él le devolvió le pareció muy tensa.
Jackson abrió las ventanas para Winston, que había empañado el cristal.
—Solo será un momento —le prometió antes de salir.
Los dos lo siguieron. De la mano de Ike, Eryn esperaba que sus preocupaciones desaparecieran
muy pronto.

Cuarenta y cinco minutos después, sonó el teléfono del director Bloomberg, interrumpiendo la
reunión.
Eryn se encontró con la mirada protectora de Ike y suspiró aliviada porque había terminado.
Bloomberg había insistido en que hiciera un recuento detallado de los hechos, obligándola a
revivir cada segundo del peor día de su vida. Lo que realmente quería era dejar atrás la pesadilla
y concentrarse en el futuro, su futuro con Ike.
—Adelante, envíalo arriba —dijo Bloomberg—. Tu padre está aquí —anunció con una mirada
nerviosa.
—¿Es él? —Eryn miró a Ike, desprovisto de expresión.
Bloomberg se alejó de su escritorio, ansioso por terminar.
—Señorita McClellan, en nombre del FBI, por favor, acepte nuestras disculpas. —Rodeó la
mesa y le estrechó la mano.
Eryn, Ike y Jackson se levantaron de sus sillas.
—Pronto sabremos exactamente cómo ha ocurrido todo, y tomaremos todas las medidas
imaginables para asegurarnos de que no vuelva a suceder. Sr. Calhoun —añadió, girándose para
estrechar la mano de Ike—. Gracias de nuevo. —Asintió con la cabeza hacia Jackson Maddox y se
dirigió a la puerta. Al abrirla, se sobresaltó al ver al general McClellan, listo para llamar.
—¡Papá! —Eryn corrió a través de la oficina y se lanzó a sus brazos, que la recibieron con
firmeza, dejándola sin respiración.
—Cariño…

Ike interceptó la mirada húmeda de Stanley mientras este acariciaba el cabello de Eryn. Los
sentimientos reflejados en los ojos azules del hombre eran un espejo de sus propias emociones,
difíciles de manejar.
—Isaac. —La gratitud suavizó los ásperos rasgos del comandante mientras le extendía su mano
—. ¿Cómo diablos estás, hijo?
Ike cruzó la habitación y se encontró atrapado en un abrazo de grupo. Se alegró de que sus
compañeros de equipo no estuvieran presentes para ver esto, pero, maldición, se sintió bien al
saber que se había ganado el perdón de Stanley.
Eryn se echó hacia atrás, con los ojos llorosos y la nariz de color rosa brillante.
—¡Has venido, papá!
—Por supuesto que he venido. Habría llegado hace semanas si los malditos insurgentes se
hubieran tomado unas vacaciones. —Su astuta mirada se paseó entre los dos—. ¿Cómo te ha
tratado mi soldado, cariño? —le preguntó a Eryn.
El rubor en su rostro hizo que Ike quisiera que el suelo se lo tragara. No podría haber hecho
más obvio cómo la había estado tratando.
—Bien —dijo ella audaz—. Me ha enseñado a disparar y a defenderme.
Su padre se rio al notar la incomodidad de Ike.
—No esperaba menos —le aseguró.
Ike exhaló un silencioso suspiro de alivio.
Por último, el comandante miró al director y al agente especial, que observaban el feliz
reencuentro.
—Bueno, Alan —dijo, liberando a Eryn de su abrazo, a la vez que movía la cabeza en
dirección a Bloomberg—. He oído que has perdido a un buen hombre en este caso.
—Lo hicimos —reconoció Bloomberg, manteniéndose rígido.
—Lo lamento —dijo Stanley—. Probablemente debería habérselo dejado a mi soldado —
declaró obsequiando a Ike con una firme palmada en la espalda.
Bloomberg tuvo la cortesía de parecer apenado.
—Bueno, basta de burocracia. Mi hija necesita ver a un médico —dijo mirando el vendaje de
la barbilla de Eryn mientras la conducía a la puerta. A medio camino, se detuvo—. ¿Dónde está
Winston?
—En mi coche —intervino Jackson. Pidió a Bloomberg con un gesto permiso para salir, y los
siguió hasta el pasillo.
—Tengo a un conductor esperando afuera. —Ike acompañó a Eryn y Stanley hacia el ascensor
—. ¿De dónde viene? ¿Cómo me encontró? —le preguntó a este mientras esperaban.
—De Quantico. Llegué justo cuando el equipo de rescate de rehenes aterrizaba con un
terrorista muerto a bordo. El agente especial Ringo me dijo dónde buscarte. Me puso al tanto de lo
que pasó —explicó antes de darle a Eryn otro ferviente abrazo.
Ike vio cómo el hombre enterraba su rostro en el cabello de su hija, y sintió cómo se le
quebraba el corazón en dos. Una mitad luchaba por el derecho a permanecer al lado de ella para
siempre, cuidarla y amarla de la manera que ella merecía. La otra mitad insistía en su obligación
de erradicar la amenaza restante, no solo para Eryn, sino para otros como ella. Además, eso
representaba una oportunidad de restablecer su honor e integridad sin los cuales, gracias a Eryn,
había descubierto que no podía vivir.
Ahora que había llegado el momento de dar a conocer su decisión, dudó. Podría llevarle
meses, quizás años, compensar el error de haber abandonado a sus compañeros, o incluso poder
limpiar el mundo para que las familias de los miembros del servicio no tuvieran que temer
represalias. ¿Con qué derecho le pediría a Eryn que esperase tanto? Su corazón se llenó de plomo
al pensarlo.
Stanley interceptó la mirada dolorida de Ike con los ojos enrojecidos.
—Lo hiciste bien, Ike —le dijo con voz ronca—. Lo hiciste muy bien.
—Gracias, señor.
—No hay necesidad del «señor» —le recordó Stanley—. Ahora eres un civil.
Ike entrecerró los ojos.
—A menos, por supuesto —continuó Stanley—, que quieras dejar de serlo —dijo con las cejas
alzadas.
Eryn se soltó del abrazo de su padre y miró a Ike fijamente.
Él no se atrevía a mirarla a los ojos. Stanley lo había puesto justo en el dilema, el hijo de puta.
Y, sin embargo, ya se había decidido, así que ¿qué sentido tenía ocultarlo? Cuanto antes
supiera la verdad, antes podría volver a la vida que solía llevar.
—Quiero volver a entrar, señor —reconoció en voz baja.
Capítulo 20

Eryn intentó animarse. Aquí estaba, disfrutando de una comida a domicilio en su propia casa de
Georgetown, con los dos hombres que más amaba en el mundo. Estaba rodeada de comodidades,
pero el impactante anuncio de Ike de que regresaba al ejército le había robado su tranquilidad.
Hizo a un lado su taza de sopa tom yum y se dirigió a su padre.
—¿Cuándo tienes que volver? —La idea de que los dos la dejaran al mismo tiempo amenazaba
con hundirla en la desesperación.
—No voy a volver —contestó él—. He renunciado a mi mando, cariño.
Eryn lo miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Tú qué?
—Trabajaré en el Pentágono, voy a asesorar al Presidente y al Estado Mayor Conjunto. Espero
que no te importe si me quedo aquí mientras busco mi propia casa.
Ella observó a Ike y vio cómo removía sus tallarines pad thai.
—Por supuesto que no. —Al menos no la iban a abandonar del todo—. Espero que no lo hayas
hecho solo por mí, papá.
—No, no. —Stanley imitó el gesto de Ike—. Le he dado treinta años de mi vida a los marines;
eso es suficiente. Es hora de disfrutar de mi hija y de mi perro.
Eryn buscó la mirada de Ike, pero este no levantó la cabeza de su comida. Ojalá se sintiera
como su padre.
—¿Te das cuenta de que va a haber un período de reajuste? —añadió su padre con suavidad.
Pensando en la confianza que necesitaría para volver a caminar sola en lugares públicos, Eryn
tragó con fuerza. Esperaba que Ike fuera quien la acompañase durante los días y semanas
siguientes a su terrible experiencia. Pero con su padre aquí para hacerlo, no había nada que le
impidiera volver a la guerra de inmediato.
Cogió los cartones de comida vacíos, usándolos como excusa para levantarse de la mesa.
—Enseguida vuelvo. —Eryn huyó a la cocina para recuperar el control.
Una vez que atravesó la puerta, arrojó las cajas a la basura y abanicó su cara sonrojada, con la
esperanza de detener las lágrimas que amenazaban con aflorar. Ella había prometido que no se
aferraría a Ike cuando llegara el momento de tomar caminos separados, pero...
Su mirada se posó en las cerámicas pintadas de colores brillantes de los estantes. De repente,
le quedó claro por qué su madre había elegido vivir en Jordania cuando podía haber recibido un
mejor tratamiento médico en los Estados Unidos. La idea de un océano que la separase de su
marido había sido demasiado para ella, especialmente cuando sabía que su tiempo juntos llegaba
a su fin.
Eryn sentía lo mismo por Ike, y tenían toda la vida por delante.
Al oír que su padre comenzaba a levantarse de la mesa, ella salió de su angustia y regresó al
comedor para llevar el postre. Pero, en una obvia táctica para dejarla a solas con Ike, dijo que le
dolía el vientre y se dirigió a las escaleras.
Ike empezó a recoger la mesa. Eryn se le unió, siguiéndole hasta la cocina donde enjuagaron
los platos y guardaron las sobras con un grado de intimidad cargado de tensión.
—¿Cómo está tu barbilla? —preguntó él mientras buscaba un paño de cocina.
—Mejor gracias a la lidocaína —admitió. Necesitó varios puntos para cerrar el corte hecho
por el cuchillo del terrorista.
Ike exhaló un suspiro tan profundo, que ella se preguntó si su barbilla era la causa o es que al
fin iban a discutir su futuro.
—Deberías descansar —dijo—. Me quedaré en el sofá.
—Ike, tenemos que hablar.
—Vamos, Eryn. Ya has tenido un día infernal.
Su respuesta no fue nada alentadora.
—Estoy bien. —Ella quería que esta discusión quedase atrás—. Quiero que sepas que entiendo
por qué vuelves —dijo directa al grano—. Lo sé. Te sientes como si hubieras abandonado a tus
compañeros, como si les hubieras dado la espalda. —Ella tragó con fuerza, decidida a no
convencerlo—. Lo entiendo. Te admiro por ello. Solo quiero que sepas que voy a esperarte...
—No —dijo él, cortándola con brusquedad.
Eryn parpadeó ante su dureza. ¿No quería volver a verla? ¿Cómo podía alejarse de lo que
habían compartido?
—¿Qué quieres decir con que no?

Mierda. Ike tiró el paño de cocina a un lado. El dolor en los ojos de Eryn lo estaba matando,
porque él era la causa. ¿No se daba cuenta de que dejarlo ir era lo mejor para ella? ¿Por qué iba a
someterse al tormento de la separación, sin saber si él regresaría de una sola pieza, y privándose
del tipo de amor que ella merecía?
—No quiero que me esperes. —Se obligó a mentir.
Eryn hizo un sonido que era en parte risa, en parte sollozo.
—¿Por qué? Eso no tiene sentido.
—Tiene mucho sentido.
—Explícame.
—En primer lugar, puede que no vuelva.
—¡Lo harás! —Ella agarró la parte delantera de su camisa—. ¡Lo harás, Ike! ¡No te atrevas a
decir eso! —Pero su cara estaba pálida por el miedo.
—Vamos, Eryn. —Se negó a bajar la guardia—. No soy lo que necesitas. Soy un hijo de puta
con un montón de problemas y muy buena puntería. Sabes que puedes encontrar a alguien mejor
que yo. No malgastes tu vida conmigo.
—¡No me digas lo que tengo qué hacer! —Su gesto combativo podría haberle divertido en
otras circunstancias—. Es mi vida. ¡Y no te considero un desperdicio!
Ike buscó en sus ojos brillantes. Parecía sincera en su protesta. Tal vez debería pedirle que lo
esperase. Dividido entre la razón y el sentimiento, la besó con dulzura. De cualquier manera,
nunca se cansaría de esto, ni de ella.
La habitación parecía girar. La fricción entre sus lenguas en pugna despertó en él un deseo
cargado de desesperación. Su pasión lo volvió duro como una roca.
—Ámame, Ike —le suplicó ella entre unos besos que le robaban el alma.
Un acto como ese anularía sus palabras. Sin embargo, el recuerdo de su pasión podría ayudarlo
a vencer el calor abrasador, el viento frío y el peligro que se avecinaba.
La apoyó contra el mostrador y la sentó en el borde para ponerla a una mejor altura. Ella lo
rodeó con las piernas, sin prestar atención a su vestido levantado hasta la cintura. Un vistazo al
encaje color melocotón hizo que el latido de Ike se acelerase al máximo.
Como siempre, todo parecía encogerse en el espacio que lo rodeaba mientras él se perdía en
su gusto, en su textura. Con su corazón saltando como un pistón, buscó su hendidura caliente entre
sus muslos. Eryn se agachó, presionando ansiosa contra su tacto. Ike metió una mano bajo sus
bragas y sondeó su humedad.
Con una ardiente necesidad de reclamarla por última vez, se desabrochó los botones de la
bragueta y liberó su erección. Tirando de sus caderas hasta el borde del mostrador, hizo a un lado
el elástico y se sumergió ciegamente en su calor, amortiguando su grito de aliento con un ardiente
beso.
La empujó más profundamente, atrayéndola con fuerza hacia él. La respuesta de Eryn fue igual
de feroz. Con las manos apoyadas en el mostrador a sus espaldas, ella se enganchó con las piernas
a su cintura y se arrojó sobre él. Los únicos sonidos en la cocina eran sus rasgados alientos, sus
gemidos apagados y la húmeda fricción entre sus cuerpos agotados.
Bajo la mano que sujetaba su pecho derecho, Ike podía sentir el martilleo de su corazón.
Masajeó su pezón rígido, espoleándola hacia su liberación, rezando para que ella llegara antes
que él.
Estaba a punto de ser envuelto por un relámpago de calor blanco, cuando se dio cuenta de que
estaban teniendo relaciones sexuales sin protección.
«¡Ah, mierda!». Pero no podía parar. El agarre de Eryn se hizo más intenso. Podía sentirla
tensarse con el éxtasis. Si no le cubría la boca ahora mismo, su padre la oiría con toda seguridad.
Ella gritó en sus labios, sus apretadas paredes se contrajeron a su alrededor tan dulcemente
que lo hizo sucumbir. Casi se le doblaron las rodillas ante la intensidad de su placer mientras se
hundía en lo más profundo de ella.
Su primer pensamiento, cuando pudo articular alguno, fue: «Perro egoísta. ¿Cómo iba a seguir
con su vida si él la dejaba embarazada?».
Se retiró y se abalanzó sobre las toallas de papel junto al fregadero, tiró de un puñado y se las
dio a Eryn.
—Lo siento —murmuró, mirándola deslizarse del mostrador y ajustarse el vestido, con la cara
de un rosa brillante.
Ike intentó recomponerse después de sentirse como la peor escoria. Solo la había engañado
para que pensara que había esperanza para ellos. Tenía que hacer algo para abrir los ojos de Eryn
a la realidad. Pero ¿qué?
Justo entonces, Eryn acortó el espacio que los separaba. Lo rodeó con sus brazos y puso su
mejilla contra su pecho. El gesto lo llenó de un anhelo sin fondo.
—¿Me amas, Ike? —le preguntó mirando hacia arriba. Sus ojos eran exquisitamente azules, y
tenía los labios hinchados por sus besos.
«Mierda». No podía mirarla a los ojos y decir una mentira absoluta. Pero tampoco la
condenaría a años, ni siquiera meses de espera por un hombre que arriesgaría su vida día tras día.
—Mañana quiero llevarte a un lugar —dijo, inspirado por una idea repentina.
—¿A dónde? —Su voz reflejaba el dolor de que él había ignorado su pregunta.
—Al hospital Walter Reed.
Ella frunció el ceño.
—¿Conoces a alguien allí?
—Tu padre dice que mi observador, Spellman, está ahí.
—El que se escondió contigo —dijo, demostrando lo mucho que había escuchado.
—Sí. Pisó una mina después de que me marchase.
Las pecas en su nariz se hicieron más pronunciadas a medida que palidecía.
—¿Vendrás conmigo a visitarlo? —insistió.
—De acuerdo —dijo ella. Luego lo liberó a regañadientes, con cada línea de su cuerpo
reflejando el dolor por su rechazo.
Ike intentó resistirse, no arrojarse a sus brazos y decirle: «podemos intentarlo, nena. Lo haré lo
mejor que pueda». Pero luego se la imaginó esperándole, recostada sola en la cama por la noche,
rezando por su seguridad, observando las noticias con temor, y su determinación se endureció.
Diablos, no. Ya había sufrido bastante el mes pasado. No quería que volviera a pensar en la
Guerra contra los terroristas. Ese era su trabajo.
—Dejaré una manta y una almohada en el sofá —murmuró ella, volviéndose hacia el pasillo.
—Gracias. —Pero entre la agonía de dejar a Eryn, y sus temores por el futuro, dudaba de que
pudiera dormir.
—Nos vemos por la mañana —añadió ella con una nota obstinada.
Eryn no se iba a rendir tan fácilmente, reconoció él, tan animado como angustiado. Pero cuando
ella viese a Spellman y se diera cuenta de lo que podía pasarle, cambiaría de opinión. Contaba
con ello.

El Centro Médico del Ejército Walter Reed era un hospital gigantesco, de buen gusto, con amplios
y brillantes pasillos y obras de arte modernas. Pero aun así olía como un hospital, recordándole a
Eryn las ocasiones en que había acompañado a su madre a sus tratamientos. «Ahora soy más
fuerte», se recordó a sí misma.
Sin embargo, cuando llamaron a la puerta de Spellman, no pudo sofocar su aprehensión. Miró a
Ike, pero no vio miedo, solo firmeza.
—Adelante —dijo una voz firme.
Ike entró en un apartamento diseñado para pacientes que necesitaban rehabilitación a largo
plazo. Le había advertido que Spellman había perdido varios miembros, aunque Eryn no estaba
preparada para lo que vio: un joven tan terriblemente mutilado, que su visión era más que
espantosa. La reconstrucción y la cirugía plástica le habían dado un rostro, pero no era simétrico.
—¡TT! —exclamó con un ceceo que indicaba daño en el paladar—. Mierda, ¿eres tú? —
preguntó dejando a un lado el mando de un videojuego.
—Sí, soy yo. —Si Ike estaba tan sorprendido como Eryn, no lo demostró—. ¿Qué demonios te
ha pasado?
Para alivio de Eryn, Spellman se rio de la franqueza de Ike. Es mejor dirigirse al elefante en la
habitación que ignorarlo, ¿verdad?
—¿A mí? —contestó—. ¿Qué demonios le ha pasado a tu pelo?
Ike se frotó una mano sobre su cabeza plateada y sonrió.
—Que estoy envejeciendo, supongo.
Spellman les hizo señas para que se acercaran.
—¡Ven aquí!
Ike tomó la mano extendida del hombre y se inclinó para abrazar a su antiguo compañero de
equipo. La emoción que contorsionó los rasgos de Spellman le hizo un nudo a Eryn en la garganta.
Ike finalmente se incorporó.
—Quiero que conozcas a Eryn, la hija del general McClellan. Eryn, este es Anthony, el Ojo de
Águila.
—Ya no, teniente. —Anthony le ofreció su única mano—. Te vi en las noticias —dijo,
presionándole con la firmeza de un hombre fuerte y sano. Su ojo la contempló con aprecio—. Eres
aún más guapa de cerca.
Ella se sonrojó.
—Gracias.
—No podía creer que habían montado una cacería por usted, teniente. Tuve la tentación de
llamar a la CNN y aclarar su historia. ¿Quieren algo de beber? Tengo bebidas en la nevera.
—Estoy bien. —Ike miró a Eryn.
—No, gracias —dijo ella, mirando a su alrededor—. Esto es muy bonito. ¿Estabas jugando con
la Wii?
—Sí, es parte de mi terapia. Estoy conectando mi cerebro para que el lado derecho se haga
cargo de la movilidad de mi mano derecha.
—¿De verdad? —Como educadora, Eryn estaba intrigada. La asaltaron muchas preguntas, pero
vio que Ike lo estudiaba con disimulo. Tenían cosas que discutir, reconoció—. Creo que tomaré un
trago —dijo ella, alejándose.
Sacó una Coca-Cola Light del mini-bar, se sentó junto a la ventana y observó el tráfico que
circundaba el camino en forma de U. Con un oído en sintonía con la conversación de Ike y
Anthony, escuchó al exobservador describir cómo la carta que había recibido de su novia, lo
había hecho caer en picado como si hubiese pisado una mina, dándose cuenta demasiado tarde de
lo que era.
La parte superior de la cabeza de Eryn se volvió fría.
—Eso no es lo que Cougar me dijo —declaró Ike.
—¿Qué te dijo?
—Que te culpaste por lo que pasó en Yaqubai.
—Claro que no. Emitimos un voto, ¿recuerdas? Hicimos lo que creímos correcto —afirmó
Anthony.
Al otro lado de la habitación, Ike miró a Eryn con pesar.
—Sí, bueno, me lo tomé muy mal. Pero estoy listo para volver.
Anthony pareció sorprendido.
—¿De verdad?
—Iré esta tarde a la oficina de reclutamiento de la Marina. El general McClellan dice que
puede hacer que el Equipo 18 me recoja en seis semanas. Una vez que esté dentro, me conectaré
con una unidad de reserva que está a punto de desplegarse. Debería estar en marcha en cuatro
meses.
Anthony echó un vistazo rápido a Eryn.
—¿Una misión de seis meses? —preguntó.
—Sí.
Tras sumar el número de meses que Ike estaría comprometido -casi un año-, el corazón de Eryn
se encogió. ¿Podría esperar un año entero? Por lo que ella entendió sobre el deber de reservista,
la movilización de un año garantizaba que no habría más viajes largos al extranjero.
—Hombre, hazte un favor —murmuró Anthony, lanzando su voz de tal manera que se suponía
que Eryn no debía oírlo, excepto que su audición se había agudizado por sus años en las aulas—.
Déjala libre. Tienes que tener la mente despejada.
—Te escucho —murmuró Ike.
Con la sensación de que había sido pisoteada, Eryn miró sin ver a la gente que caminaba en el
exterior. De repente, se dio cuenta de lo que Ike podría haber intentado decirle la otra noche: Que
no podía permitirse el lujo de tener una novia. Tenía que concentrarse en el momento, cada
segundo de cada minuto de cada hora, si quería seguir vivo.
Oh, Dios. Lo último que ella quería era ser un peligro para él. Por supuesto, no lo había dicho
así. En vez de eso, insistió en que él no era lo que ella necesitaba; que ella merecía algo mejor. En
realidad, ahora veía que era ella quien tenía el poder de herirlo.
Estaba segura de que no cambiaría de opinión como lo había hecho la novia de Anthony, pero
cualquier noticia suya podría arruinar la concentración de Ike. Podría tener un accidente de coche,
romperse una pierna escalando, despertar sus celos sin quererlo. La más mínima distracción
podría acabar con su vida.
¡Oh, Ike! Él había tratado de decirle esto anoche, solo para terminar confortándola, haciéndole
el amor. Dependía de ella dejarlo libre, o al menos fingirlo. Ella tendría que convencerlo de que
ver a Anthony la había hecho cambiar de opinión.
Treinta minutos más tarde, después de que Ike perdiera contra Anthony en su videojuego,
sugirió que era hora de que se fueran.
Eryn besó la mejilla del antiguo observador, susurrándole al oído que vendría a visitarlo. Él
sería su único vínculo con Ike, aparte de su padre, quien sabía que supervisaría la carrera de Ike.
Ninguno de los dos habló mientras cruzaban el pasillo y tomaban el ascensor hacia la planta
baja. Ella era consciente de cada una de sus miradas de reojo, pero mantuvo su cara apartada, sin
darle ninguna razón para sospechar que su corazón ya estaba suspendido en el tiempo.
Tomaron el autobús y el metro de vuelta a su barrio en Georgetown. Mientras tanto, Ike seguía
actuando como su vigilante protector.
Por desgracia para ella, ya no necesitaba su protección. Lo que necesitaba era llorar en la
ducha y una siesta con Winston.
Un año parecía toda una vida.
Mientras subían los escalones hacia su casa, Ike la agarró de la muñeca. Eryn se giró a
regañadientes, y miró sus ojos inyectados en sangre desde un escalón más alto que el suyo.
—¿Ves lo que podría pasarme? —dijo él bruscamente.
«Ahí está», pensó Eryn. El aroma de las flores de cerezo, los gases de los tubos de escape y
los restaurantes exóticos se mezclaban con la brisa fresca que agitaba su cabello. Ella quería decir
que aún pensaba esperarlo. Pero la advertencia de Anthony resonó en su mente, sin dejarle
elección.
—Vete, Ike, si eso es lo que quieres. —Su voz salió notablemente firme mientras memorizaba
su querido rostro—. Solo prométeme que no pensarás en mí, ni una vez. —Tragó con fuerza,
añadiendo las palabras que no quería decir—. Y tenías razón. No puedo hacerlo. No puedo
esperarte y preocuparme e imaginarte de vuelta como Anthony. Simplemente no puedo.
Toda expresión desapareció de su cara, haciendo que su corazón se rompiese. Después de todo
el trabajo que había hecho para que él se abriera a ella, no podía creer que lo había alejado de esa
manera. Pero solo lo hacía para protegerlo.
Ike bajó los ojos y asintió, aceptando su decisión sin comentarios. Pero luego dejó caer su
frente sobre su hombro. Permaneció allí, en esa postura de rendición desesperada durante varios
largos minutos. Las lágrimas rebosaban en los ojos de Eryn. Su mano subió para acariciar las
suaves cerdas plateadas de su nuca. «Lo siento», intentó decir. «Por supuesto, esperaré. Esperaré
todo el tiempo que sea necesario».
El tiempo pasó ante ellos mientras compartían ese último encuentro que la acompañaría a
través de los largos y solitarios meses que se avecinaban.
No tenía elección. Su corazón pertenecía a Ike. Y a pesar de sus palabras en sentido contrario,
ella sería la primera en darle la bienvenida a casa, cuando finalmente regresara.
Capítulo 21

—¡Jackson! Eryn sonrió sorprendida al hombre parado en la puerta de su casa.


—¿Cómo estás? —Su piel color moka se había oscurecido con el sol de agosto, haciendo que
sus ojos gris-verdosos fueran aún más sorprendentes.
—Estoy genial. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Iba a dejar esto en tu buzón cuando escuché tu música.
—Sí, estaba haciendo ejercicio. —Hizo un gesto en dirección a su ajustado traje de yoga—.
¿Quieres entrar?
—Solo si no te interrumpo —dijo con una rápida mirada.
—No, ya he terminado. —Ella dio un paso atrás para dejarlo entrar—. Es verano —añadió
encogiéndose de hombros—, así que tengo mucho tiempo libre. —Eso era algo positivo, ya que le
había sido imposible concentrarse en el aula, con su corazón y la mente a medio mundo de
distancia.
—Hola, Winston. —Jackson se detuvo en la entrada para saludar al perro, que se le acercó
moviendo la cola con entusiasmo.
—¿Puedo ofrecerte un trago? ¿Té helado?
—Claro.
Lo dejó en la sala de estar para traerle un vaso alto de la cocina.
—Bonito lugar —dijo cuando ella regresó.
—Gracias. Ya nunca doy por sentado que estoy en casa. Ponte cómodo.
Jackson se sentó en el sofá con su bebida. Eryn apagó su DVD de ejercicios, y ocupó un sillón
frente a él. Su mirada se deslizó hacia el sobre que tenía en sus manos.
—¿Qué pasa?
—Es el informe final de la investigación —dijo extendiéndolo sobre la mesa de café.
Cuando Eryn cogió el grueso paquete, los recuerdos de los horrores de la primavera pasada la
asaltaron. No tenía mucha prisa por leer el informe, pero había preguntas de las que seguía
queriendo respuestas.
—¿Te importaría hacerme un resumen? —le pidió ella.
—No hay problema. El portátil del terrorista nos dio la mayor parte de la información que
necesitábamos. Tenía varias cuentas registradas a nombre de Franklin Smith. La TSA emparejó
ese nombre con su foto y determinó que voló a Dulles en enero, llevando un pasaporte australiano
y un visado de estudiante. Pero sus registros dentales no coinciden con los del verdadero Frank
Smith, cuya identidad adquirió en el camino.
—Entonces, ¿quién era?
—La TSA nos dio la dirección que había dado en su formulario I-94. Había estado viviendo
con primos lejanos que lo llamaban Farshad. Farshad de la provincia de Helmand.
—Farshad —repitió Eryn, temblando mientras recordaba su cara extrañamente suave—.
¿También son terroristas sus primos?
—No lo parece. Todos ellos son ciudadanos estadounidenses. Algunos son miembros
moderados de la Hermandad. Insistieron en que no tenían ni idea de lo que estaba tramando.
—¿Les crees?
—No hay nada que sugiera que compartan su inclinación extremista. Ninguno de ellos perdió
hijos en Afganistán tampoco. El hijo de Farshad fue asesinado en 2008 en un ataque aéreo
liderado por la coalición.
—Y ordenado por mi padre —añadió Eryn sombríamente—. Me dijo que el nombre de su hijo
era Osman. —Se agarró a los brazos del asiento pensando en Ike, que seguía lidiando con el terror
en su día a día.
—Los detalles están todos en el informe —añadió Jackson con delicadeza—. La razón por la
que no lo atrapamos antes fue porque nunca se reunió cara a cara con los extremistas que
sospechábamos, no hasta que tuvo que hacerlo. Compartían una cuenta de correo electrónico en
línea, dejando mensajes entre sí en la carpeta de borradores. No había nada transmitido, nada que
pudiéramos interceptar.
—Inteligente —reconoció ella mientras recordaba al pobre Itzak con una punzada. Se habría
graduado en junio.
—Probablemente ni siquiera debería decirte esto, pero...
Las palabras de Jackson le hicieron levantar la cabeza.
—¿Qué?
—Nos enteramos de que Farshad era profesor de religión en Helmand. Cuando aún estaba allí,
enseñó a los radicales a eludir las medidas de seguridad de Estados Unidos. Él fue primero,
allanando el camino, proveyendo inspiración. Su objetivo era ponerle un nuevo rostro al
terrorismo.
Eryn palideció al pensar en los espectadores que habían entrado a la web para presenciar su
ejecución.
—No te preocupes —se apresuró a tranquilizarla—. La NSA está por todas partes. La CIA ya
tiene un año de información, y a Spec Ops le han dado una lista de todos los sospechosos. Van a
cazarlos a todos.
Sorprendida, Eryn imaginó el placer de Ike al participar en tal misión.
—Eso sí, es información clasificada. Tendrás que guardártelo para ti misma —añadió Jackson.
—Por supuesto.
Su mirada se detuvo en ella.
—¿Cómo te va sin él?
Obviamente, sus pensamientos sobre Ike eran muy obvios. Ella miró sus manos.
—Estoy bien. —Cuando aún había clases, ella logró distraerse, pero los días habían pasado
rápidamente. Con menos obligaciones con que mantenerse ocupada en verano, el dolor en el pecho
se había convertido en un compañero constante. Se había sentido desolada cuando su período
llegó con una semana de retraso, destruyendo la poco práctica esperanza de que llevara en su seno
al bebé de Ike.
—Perdí a mi esposa en un accidente automovilístico hace unos dos años —dijo Jackson.
—Oh, Jackson. —Ella lo miró sorprendida—. Lo siento mucho. No tenía ni idea.
Jackson miró la alfombra un momento y aclaró su garganta.
—Solo digo que si alguna vez necesitas un amigo —su tez oscura se oscureció—-, alguien con
quien pasar el rato... Será un honor para mí.
Ella buscó alguna intención en su cara.
—Deberías saber que espero a Ike —le espetó.
Jackson inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
—Entonces es un hombre afortunado, pero la oferta sigue en pie.
La había pillado con la guardia baja, pero ¿por qué no? La mayoría de sus amigas tenían
maridos que las mantenían ocupadas. Necesitaba salir más, especialmente por las tardes cuando el
tiempo se ralentizaba.
—De acuerdo —dijo ella al fin—. Eso sería genial.
—De acuerdo —repitió Jackson, mostrando sus fuertes y blancos dientes—. Te llamaré pronto.
Con su paso un poco más ligero, Eryn lo siguió hasta la puerta. Ella lo vio deslizarse en el
familiar Taurus y automáticamente escudriñó la calle en busca de peligro.
Jackson nunca podría ser un sustituto de Ike, pero sí podría ser un amigo. Y le vendría muy
bien uno ahora mismo.

Un viento helado azotó las oscuras y estrechas calles de Naw Zad, haciendo revolotear la basura y
rodar las latas. La puertas y persianas que no habían sido voladas en el asedio hacía tres años,
gemían en sus bisagras. Ike apoyó la espalda contra una pared que se desmoronaba y cuestionó la
aprensión que se estaba gestando en su interior.
La última vez que estuvo en Naw Zad, había sido destruida en una operación llamada La ira de
Cobra. El esfuerzo masivo de la coalición había matado cientos de insurgentes talibanes, incluido
Osman de la provincia de Helmand, el hijo del terrorista de Eryn. Los supervivientes habían huido
de la ciudad devastada. No había quedado nada más que edificios desmoronados, calles
manchadas de sangre y perros salvajes alimentándose de la carnicería.
A su regreso, hacía cuatro meses, se sorprendió al ver más de sesenta tiendas que prosperaban
en el centro de la ciudad, así como un bullicioso mercado. Las fuerzas afganas patrullaban las
calles con la esperanza de disuadir la reinfiltración de los insurgentes, pero nadie podía distinguir
a los militantes de los agricultores cuando mantenían sus armas escondidas bajo sus túnicas.
Señalando a su escuadrón para que esperara, Ike cuestionó sus sentidos como si fuera una
enredadera extendiendo sus ramas. El aire frío olía a suciedad y a aguas residuales. Una lata vacía
pasó junto a sus pies, y fue suficiente para erizarle el pelo de la nuca. A lo lejos, un perro aulló.
La inteligencia suministrada por el FBI había demostrado ser impecable al principio. El
equipo de Ike había sorprendido a media docena de antiguos alumnos talibanes del Maestro,
Farshad, en las semanas siguientes a su llegada. Pero a medida que las semanas se convertían en
meses, los pocos que quedaban se volvieron más difíciles de encontrar, saltando de un pueblo a
otro. El último hombre al que acorralaron se había disparado en la cabeza antes de poder
atraparlo. Eso solo significaba una cosa: los insurgentes los estaban esperando, y eso nunca era
bueno.
Deslizándose a lo largo de la pared de un edificio abandonado, Ike echó un vistazo a la
siguiente calle. La visera de visión nocturna de su casco le mostró una luz vacilante que brillaba
en la ventana de un segundo piso justo al otro lado de la calle. El resto del bloque parecía
desierto. Su objetivo se había refugiado en lo que antes había sido un hospital en las afueras de
Naw Zad. Según la información de Ike, se trataba de Farshad, el primo hermano de Helman.
Los pensamientos de Ike se dirigieron a una imagen de Eryn encerrada en el abrazo de Farshad,
con su cuello rasgado por su cuchillo. Qué extraño que su mundo y este, a miles de kilómetros de
distancia, estuvieran tan íntimamente conectados.
Volviendo al presente, miró su reloj. Tenían veinte minutos para revisar el edificio y
determinar sus puntos de entrada. El movimiento apodado como La Nueva Cara del Terror, pronto
se extinguiría antes de cobrar impulso, salvando a las familias de los líderes militares del horror
que habían atacado a Eryn.
No podía dejar de pensar en ella, por mucho que le hubiese ordenado que no lo hiciera.
Arriesgaba su vida a diario por dos razones: para honrar a sus compañeros de equipo caídos y
para asegurarse de que Eryn nunca más volviera a vivir con miedo. Puede que ella no lo estuviese
esperando, pero todo esto valía la pena, siempre y cuando se hiciera bien el trabajo.
«Así que concéntrate, maldita sea».
Ike se giró hacia sus hombres y les informó de su hallazgo con una serie de señales de su mano,
añadiendo que él tomaría la delantera. Como siempre, Rogue, que era pequeño y ligero de pies,
iba el primero. Pero el desasosiego que irritaba la nuca de Ike lo impulsó a asumir el mayor
riesgo. Los otros eran más jóvenes, menos experimentados.
Bajo la atenta mirada de Rogue, Ivy y Jones, corrió en cuclillas por el camino y se lanzó a una
hondonada hecha por los cañones aéreos. Las ratas, sorprendidas por su acercamiento, chillaron y
se dispersaron. El hecho de que estuvieran aquí, significaba que la pila de basura apilada contra
el edificio era fresca.
Ike le echó al apestoso montón un vistazo superficial. Mientras cargaba su arma y levantaba
una mano para señalar a Rogue que se acercaba, un repentino presentimiento le puso el pelo de
punta. Miró a la basura por segunda vez, y le hizo un gesto a Rogue para que se detuviera.
Plástico y botellas y cajas de vidrio roto habían sido cuidadosamente apiladas una encima de
la otra. Con demasiado cuidado. Era como si alguien hubiera querido encubrir un... ¡Demonios!
Con un grito de advertencia, empezó a correr.
Sintió la explosión del artefacto improvisado antes de escucharlo. Al mismo tiempo, el aire
pareció encogerse a su alrededor. Sintió como se le rompía el tímpano izquierdo. ¡Wump! La
explosión sonó plana y hueca.
Se dio cuenta de que había sido lanzado por los aires.
«Oh, mierda», murmuró una voz calmada y sin emoción justo antes de que una pared de
bloques de cemento, iluminada por la explosión, se estrellase contra su cara.

Mientras Jackson conducía su elegante Nissan GT-R a lo largo de la acera, Eryn observó las
ventanas iluminadas en ambas plantas de su casa y se preguntó por qué su padre seguía despierto.
Jackson puso el freno de mano, pero mantuvo el motor en marcha. El calor salía de las rejillas
de ventilación para protegerse del frío de febrero. En los seis meses que habían sido amigos,
había mantenido su palabra de pasar el rato. El hecho de que su padre aún viviera con ella podría
haberle disuadido.
—Gracias —dijo Eryn, dirigiéndole una sonrisa tensa—. Ha sido divertido. —Habían llevado
a la hija de once años de Jackson a la pista de patinaje del Pentágono. Naomi Jackson se había
aferrado a la mano de Eryn toda la noche, cuando no estaba empujándola hacia su padre en un
esfuerzo obvio por provocar el romance.
Inclinando la cabeza para verla mejor, Jackson buscó su expresión.
—¿Qué pasa, Eryn? Algo te molesta.
Con un suspiro, ella miró los olmos desnudos que se alineaban en su calle. Cuando los árboles
volvieran a brotar, Ike regresaría de Afganistán. Al menos, eso es lo que su padre le había dicho.
—No podemos seguir haciendo esto, Jackson —decidió—. No es justo para Naomi. No es
justo para ti.
Aspiró profundamente y lo dejó salir.
—Solo somos amigos, Eryn —dijo él, cansado.
—Naomi necesita más que eso. La viste esta noche. Necesita una madre.
Jackson permaneció en silencio.
—Lo siento mucho —murmuró ella, tocando la manga de su abrigo.
El hombre forzó una sonrisa.
—No lo sientas. Supongo que aún espero que Colleen regrese, como Calhoun.
—Oh, Jackson. —Retorciéndose en su asiento, ella le dio un rápido abrazo—. Ojalá pudiera
hacerlo mejor.
Le besó la frente.
—Está bien. Estoy bien. No te preocupes por mí.
Buscando en sus estoicos rasgos signos de pensamientos suicidas, ella puso una cálida mano
sobre su mejilla.
—Podemos seguir siendo amigos —le dijo—. Solo échale el ojo a la mujer correcta, ¿de
acuerdo?
—Lo haré.
—Buenas noches, Jackson. —Ella se bajó del coche deportivo de baja altura, le envió un
último saludo, y corrió por el aire helado hacia la puerta de su casa.
Mientras subía los escalones, el recuerdo familiar de la frente de Ike contra su pecho la asaltó
como casi cada vez que subía los escalones de su casa. Pero esta noche, tal vez debido a la
confesión emocional de Jackson sobre su anhelo por la muerte de su esposa, le picaron los ojos.
Metió la llave en la cerradura y encontró la puerta abierta.
Detrás de ella, el motor de Jackson rugió y retrocedió. Al entrar, su padre salió de la sala de
estar. Al ver su expresión demacrada, sintió que la sangre escapaba de su rostro.
—¿Qué ocurre?
Él se acercó lentamente y puso sus manos sobre sus hombros.
—Es Ike —dijo sombríamente—. Está herido.
Las llaves se le cayeron al piso de madera.
—¿Cómo de herido? —Su voz era apenas un susurro.
—No lo sé. Recibí la noticia hace una hora. Fue alcanzado por un artefacto explosivo casero.
—Oh, Dios. —Le vino a la mente una visión de Ike con el aspecto de Anthony Spellman.
—Lo están transportando a Lanstuhl, Alemania.
Unas manchas oscurecieron su visión. El pasillo empezó a girar. Sintiendo que iba a
desmayarse, buscó a tientas la camisa de su padre. Su último pensamiento cuando él la sujetó, fue
que Ike la necesitaba.... y ella estaba tan lejos.

—Disculpe –le dijo un médico, interceptando su apresurada caminata por el pasillo del hospital
—. Solo los miembros de la familia son admitidos en la UCI. ¿Quién es usted?
—Soy el general McClellan. —El tono del comandante transmitió toda la autoridad de su
rango—. Esta es mi hija, Eryn. Estamos aquí para ver a Isaac Calhoun.
El doctor no parecía impresionado.
—¿Es usted de la familia?
—No.
—Entonces no puede entrar.
—Por favor —suplicó Eryn—. Acabamos de volar desde los Estados Unidos. ¿No puede hacer
una excepción?
—Sin excepciones.
—¿Se da cuenta de quién soy? —La pregunta atronadora de su padre hizo que el personal de la
enfermería se congelara y los mirase.
Los labios del doctor se apretaron.
—Las reglas son las reglas. Además, soy un civil —agregó con un levantamiento burlón de sus
cejas.
—¿Cómo está Ike? ¿Puede decirnos eso al menos? —suplicó Eryn—. Es el SEAL de la Marina
traído de Afganistán.
El doctor pensó por un momento, mirando por el pasillo hacia la UCI.
—Oh, sí. Bueno, tiene una contusión grave, heridas de metralla y quemaduras de segundo
grado. También puede haber algunos problemas en la columna vertebral, pero es demasiado
pronto para saberlo. La buena noticia es que es receptivo.
—¿Qué... qué significa eso? —Un sudor húmedo le inundó la piel—. ¿Cuál es su pronóstico?
—Nuestra preocupación más inmediata es que entre en coma y no salga. Ahora mismo sus
probabilidades son del cincuenta por ciento —dijo el doctor sin pasión—. Si sigue respondiendo,
esas probabilidades mejorarán.
Sentía que se iba a desmayar de nuevo. ¿Cincuenta y cincuenta?
Su padre la rodeó con un brazo mientras ella se desplomaba contra él. Ike. Tenía que verlo.
Tenía que hacerlo.
—Lo siento —dijo el doctor con poca simpatía—. Si quieren rezar, hay un capellán por aquí
en alguna parte.
Su padre se animó.
—Un capellán. Sí, lo haremos —declaró—. Encuéntrelo por nosotros, ¿quiere?
Con los ojos risueños por la torpeza del general, el médico se volvió para hacer lo que le
pedía. Eryn le dirigió a su padre una mirada de interrogación. Este le apretó el hombro y le ordenó
que se callara hasta que el médico desapareciera.
—Papá, ¿qué estás pensando? —siseó ella.
Él miró hacia abajo con un brillo en sus ojos.
—Tengo una idea —admitió—, y no quiero oír ninguna protesta.
—¿Qué clase de idea?
—Confía en mí. Es lo mejor para los dos —dijo. Acercándola más, le susurró al oído.
Eryn jadeó.
—¡Eso es horrible! No podemos hacer eso.
—¿Por qué no? —Su padre no parecía ni un poco arrepentido—. El doctor dijo que era
receptivo. Si no quiere hacerlo, encontrará la forma de negarse.
—¿Y no será bastante humillante? —gritó ella.
La boca de su padre se curvó en una sonrisa.
—En absoluto —prometió—, porque conozco a ese chico, Eryn. Se casará contigo en un abrir
y cerrar de ojos.

Le tomó veinte minutos persuadir al capellán del Cuerpo de Marines para que hiciera los honores,
en secreto y sin el conocimiento del doctor. La amenaza de su padre de promover o destruir la
carrera del hombre aseguró finalmente su cooperación.
—¿Quién firmará el registro? —preguntó el capellán en un último intento por escapar de la
trama.
Su padre agitó un trozo de papel bajo su nariz.
—Calhoun me nombró su agente cuando se reincorporó al ejército. Si él no puede firmarlo, lo
haré yo.
Con una mueca de resignación, el capellán calvo los acompañó por el pasillo hacia la UCI.
Miró a la vuelta de una esquina y esperó a que un médico desapareciera en la sala de operaciones
antes de lanzarse a través del pasillo y conducirlos furtivamente a través de una puerta cerrada.
—Ahora vuelvo —susurró el capellán, dejándolos solos.
Eryn miró a su alrededor. Estaban de pie en una habitación suavemente iluminada y llena de
instrumentos y monitores que emitían pitidos rítmicos y oscilantes. Una figura blanca yacía atada a
una camilla rodeada de media docena de instrumentos unidos conectados a esta mediante cables y
tubos. ¿Ike? Su cuello estaba envuelto en un grueso aparato ortopédico.
Ella quiso que sus débiles rodillas la llevaran más cerca. El shock la obligó a agarrarse a la
fría barandilla de metal mientras se daba cuenta de que estaba envuelto casi por completo en gasa
blanca. Miró más allá de las vendas y los tubos que transportaban oxígeno a sus fosas nasales, y
reconoció los firmes contornos de su boca y su mandíbula, tan familiares, que un sollozo escapó
de su garganta. ¡Oh, Ike!
Ella se inclinó sobre él, asaltada por un olor dulce y medicinal que le pareció irreal. La parte
no vendada de su cara estaba roja e hinchada, su ojo ennegrecido, pero afortunadamente no
desfigurado. Ella se inclinó sobre su único oído bueno, y le habló en un murmullo.
—Ike, cariño, soy Eryn. Estoy aquí. He venido a estar contigo.
Sus pestañas parpadearon, pero sus ojos permanecieron cerrados.
¿Eso era una respuesta? Tomó su mano sobre las mantas, encerró sus dedos entre los suyos, y
la envolvió una oleada de su calidez.
—¿Puedes oírme, Ike?
No había duda alguna sobre la lenta curvatura de sus dedos. Las lágrimas inundaron los ojos de
Eryn. Miró a su padre, que había acudido junto al pie de la cama.
—Me ha oído —dijo inclinándose de nuevo sobre Ike—. Vas a estar bien, amor. Vas a
lograrlo. —Tenía que hacerlo. Una probabilidad del cincuenta por ciento no era nada para un
hombre como Ike, un hombre que había desafiado las estadísticas desde el día en que se graduó en
el entrenamiento de los SEAL.
—Pregúntale —le dijo su padre mirando a la puerta—. No tenemos mucho tiempo.
Eryn dudó. No se sentía cómoda obligando a Ike. ¿Y si no quería casarse con ella? Después de
todo, había elegido volver al servicio antes que quedarse con ella. ¿Qué la hizo pensar que él
cambiaría de opinión ahora?
Por otro lado, le enfermaba la idea de tener que separarse de él hasta que saliera de la UCI.
—Ike, cariño, necesito pedirte un favor —comenzó ella, hablando lenta y claramente en su
oído—. Papá y yo no podemos estar aquí. Solo la familia puede entrar. Pero papá sugirió… —Se
detuvo, sintiendo miedo de decir las palabras—. Que... bueno, si tú y yo nos casamos, aquí y
ahora, entonces podríamos quedarnos y visitarte hasta que te mejores.
Ella buscó en su impasible cara cualquier signo de falta de voluntad o total rechazo.
—Nunca pensé que yo sería quien dijera esto, pero... ¿te casarías conmigo, Ike? Lo entenderé
si no quieres, pero te quiero mucho, cariño, y espero que lo hagas. Dímelo apretando mi mano, ¿de
acuerdo? Un apretón significa, sí; dos significan...
Él le apretó la mano, tan rápido, que ella se preguntó si habría entendido lo que le estaba
pidiendo.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó su padre.
—Ha apretado una vez. Creo que ha dicho que sí. ¿Eso ha sido un sí, Ike?
Le apretó la mano de nuevo, más fuerte, más despacio. Era definitivamente un sí. Su corazón
pareció expandirse. Eryn rio a carcajadas, medio alegre, medio asustada.
La puerta se abrió, interrumpiendo su arrebato. Para su alivio, era solo el capellán con dos
enfermeras, una de las cuales puso un jarrón de margaritas en la mesa junto a Ike.
—Somos los testigos —explicó la mujer con un guiño conspirativo.
—Acabemos con esto —dijo el capellán, que sudaba visiblemente. Abrió un libro litúrgico y
comenzó a leer—. Queridos hermanos, estamos reunidos en presencia de amigos y familiares...
De repente, los párpados de Ike se agitaron. Eryn, que no había apartado los ojos de su querido
rostro, dio un grito de asombro, y el capellán se detuvo un instante. Cuando continuó, sus palabras
parecieron desvanecerse en la distancia mientras Eryn permanecía inclinada y sonriendo a Ike
mientras él tenía abiertos sus vívidos ojos verdes.
De repente, el capellán se dirigió a ella.
—¿Quieres, Eryn McClellan, tomar a este hombre como tu marido, para amarlo y respetarlo,
en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, desde hoy en adelante, todos los días de
tu vida?
Nunca había sentido esa familiar pregunta tan pesada como ahora. Las posibilidades de
supervivencia de Ike eran sombrías. Estaba en peligro de caer en coma. Sus heridas podrían
dejarle con problemas cognitivos. Y aquí estaba ella, vinculando su futuro con el de él. ¿Estaba
loca? Por otra parte, ¿alguna novia tenía la garantía de ser feliz para siempre? No. Ni una sola.
Ella podía garantizarle un amor incondicional, algo que probablemente Ike nunca había
experimentado, ni siquiera de niño. Ya fuese que su vida durara solo unas horas o décadas, ella lo
amaría con todo su corazón.
—Lo haré —dijo con convicción. Una de las enfermeras comenzó a llorar.
En ese momento, la puerta se abrió y todos se alarmaron. Allí estaba el doctor, mirándolos
indignado.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —exigió.
La cara del capellán subió siete tonos de rojo. Ignorando la interrupción, se apresuró a
terminar el servicio.
—Y tú, Isaac Calhoun, ¿aceptarás a esta mujer como tu esposa, para amarla y respetarla, en lo
bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, desde hoy en adelante, todos los días de tu
vida?
—Un apretón para un sí —dijo su padre en voz baja.
Todos los ojos volaron a la mano de Ike mientras este miraba directamente a los ojos de Eryn.
—Esto es absurdo. El paciente no puede hablar —protestó el médico.
—Espere —imploró una de las enfermeras.
Los únicos sonidos eran los del monitor cardíaco que se aceleraba a un ritmo fuerte y
constante, el zumbido de la máquina de oxígeno y el murmullo silencioso de las tenues luces de la
parte superior. Con el aliento encerrado en sus pulmones, Eryn esperó a que la poderosa y
bronceada mano de Ike indicara su decisión.
«Vamos, Ike. Di que sí. Déjame quedarme contigo».
Por fin, cercó sus dedos con un agarre seguro y enérgico, que no mostraba signos de relajarse,
jamás.
—¡Eso es un sí! —anunció su padre, sonriendo triunfalmente al médico contrariado y sin
palabras.
—Entonces, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os declaro a los dos marido
y mujer —terminó rápidamente el capellán, haciendo una señal de la cruz en el aire.
Las enfermeras se dieron la vuelta y se abrazaron. El general McClellan fue a firmar en el
registro matrimonial en nombre de Ike. El médico levantó las manos y se fue sin decir nada más.
La mirada nublada de Eryn permaneció fija en su nuevo esposo. Anhelaba sellar su unión con
un beso. Ignorando los tubos que serpenteaban en su nariz, dejó caer un ligero beso en sus labios,
encontrando gasa y un toque de vello facial. Llevó sus manos unidas a sus labios y besó sus
nudillos. Lentamente, un dedo cada vez, hasta abrir su puño. Parecía estar buscando algo. Ella
puso la palma de su mano en su mejilla y la dejó inmóvil, mojada por sus lágrimas.
Desde el momento en que su mirada posesiva la miró por primera vez, ella había sido suya. Y
seguiría siendo suya mientras vivieran.
—Tienes que vivir por mí, Ike —le dijo ella en voz baja—. Vive por mí.
Una lágrima escapó por el rabillo del ojo y corrió hacia su vendaje. Sabía que él la había oído.
Ella sabía que él lucharía para salir adelante.
Epílogo

Eryn se puso derecha sobre el asiento del conductor.


—No puedo creer que estemos aquí —dijo mientras conducía el Durango entre los pilares de
ladrillo hacia el camino de entrada que los llevaba directos a su escapada a la montaña. En la
parte trasera del Durango, que había sido entregado desde la Base Anfibia de Little Creek por una
compañera de equipo, Winston se quejó, haciéndose eco de su emoción.
—Tienes que cambiar a la tracción a las cuatro ruedas —declaró Ike, con una pequeña sonrisa
en los labios.
—¿Así? —preguntó ella, haciendo lo que le había visto hacer un par de veces el año anterior.
—Eso es todo.
Nunca había sido tan feliz en su vida. Ike había engañado a la muerte, saliendo de la UCI al día
siguiente de su matrimonio. Cuatro meses de rehabilitación cognitiva en Bethesda le habían dejado
prácticamente como nuevo. Todavía sufría dolores de cabeza ocasionales. Su espalda estaba
marcada por quemaduras y tenía las extremidades salpicadas de cicatrices de metralla. Estaba
parcialmente sordo del oído izquierdo y aún no había sido autorizado a conducir, pero, para un
hombre cuyas probabilidades habían sido del cincuenta por ciento, a ella le parecía bastante bien.
Habían pasado todas las noches de esos cuatro meses conociéndose mejor. Por lo que Eryn
podía decir, Ike había recorrido un largo camino desde el hombre silencioso y sombrío que la
había protegido del FBI y de los terroristas. Parecía estar en paz consigo mismo. Pero él aún
guardaba tanto dentro de sí, que ella no tenía idea de lo duro que le estaba resultando su baja
médica del equipo SEAL.
Tenía que estar preguntándose qué haría a partir de ahora. Si volvería a enseñar supervivencia
y seguridad, en cuyo caso, Eryn tendría que renunciar a su trabajo para vivir en una cabaña con un
arsenal en el sótano... o si tendrían que vivir separados. La preocupación por su futuro le hizo
pisar el acelerador con un secreto pánico.
—Despacio y con calma —la tranquilizó Ike.
El camino de entrada presentaba varios barrancos nuevos donde la nieve derretida había
arrastrado la grava. El Durango se desplazó a través de ellos.
—Tengo un trabajo a mi medida —murmuró Ike.
«A mi medida». ¿Por qué no había dicho «a nuestra medida»?, se preguntó Eryn.
Agarró con más fuerza el volante, y observó cómo él bajaba la ventanilla del pasajero. Una
brisa fresca y primaveral entró en el interior del vehículo, con un aroma de hojas jóvenes y granito
caliente, que le trajo el recuerdo de cuando escaparon de los soldados y se escondieron del
helicóptero.
Todo eso parecía una gran aventura en retrospectiva, al menos hasta que Farshad de Helmand
arruinó toda la diversión que había causado sin pretenderlo.
«Ya casi llegamos», pensó Eryn, acelerando en la última curva.
Allí estaba la cabaña, tan pintoresca y bucólica como siempre, a la sombra del roble. La
pintura todavía descascarillada; el porche ahora se inclinaba hacia un lado. Pero el cerezo y la
forsitia estaban en plena floración, añadiendo un colorido espléndido a un ambiente austero.
—Está tal y como lo recuerdo —dijo ella mientras aparcaba junto a la cuerda que colgaba del
roble, un poco más amarilla ahora.
—Solo que más desmoronada —respondió Ike, mirando hacia el sol que ya se ocultaba.
Por mucho que lo intentara, no podía imaginarse viviendo aquí todo el año. En una época,
cuando el FBI y los terroristas la perseguían, le había ofrecido todo lo que siempre había querido:
Ike y seguridad. Pero ahora que la amenaza había quedado atrás, el lugar parecía tan... aislado.
¿Podría abandonar a sus alumnos de la escuela Edmund Burke? ¿Qué haría si tuviese que vivir
aquí?
Ike al fin notó su introspección.
—¿Estás bien, cariño?
Eryn forzó una sonrisa.
—Claro. Genial. —No sería justo pasarle sus preocupaciones al día siguiente de su alta del
hospital.
—Deja tus cosas —dijo, con una sonrisa en sus ojos—. Quiero mostrarte algo.
Intrigada, dejó de preocuparse por su bolso o su equipaje; después de todo, estaban en una
zona segura y remota. Ike dejó salir a Winston de la parte de atrás y luego vino a recogerla.
Atrapando su mano en la de él, la llevó alrededor de la casa hacia el sendero del jogging.
Los recuerdos de sus carreras matutinas la asaltaron. El aroma de la hierba salvaje y el susurro
del viento les dieron la bienvenida mientras se adentraban en el bosque de hojas escasas,
persiguiendo al sol, que había empezado a hundirse detrás del pináculo de la montaña. Winston
los acompañó, explorando el sendero.
Eryn lo siguió con esfuerzo, sorprendida por la forma física y la fuerza de Ike solo cuatro
meses después de su lesión.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo verás. —Él la empujó hacia arriba en la última parte de la pendiente hacia la roca,
donde una vez había inspeccionado el valle.
—¿Allí arriba? —Eryn miró la inmensa mole, completamente confundida.
—Vamos. Te ayudaré.
Unos minutos más tarde, estaba a punto de alcanzar la cima de la roca con la ayuda de las
manos de Ike bajo su trasero. Él le dio un pellizco juguetón en las mejillas que la hizo reír
mientras se arrastraba con las manos y rodillas sobre la piedra calentada por el sol. Ike se le unió,
empujándola más cerca de la cornisa que sobresalía por encima de una gran caída. Se situó a su
lado, la rodeó con su brazo por la cintura y respiró hondo.
Ella sintió que él había superado su estrés. La sensación de que habían dado un giro completo
se deslizó sobre ella.
A sus pies, el valle de Shenandoah se extendía bajo una puesta de sol de color ámbar. Un
halcón recorrió los cielos y, en algún lugar cercano, mugió una vaca.
—Me gusta estar aquí —admitió, mirándola de reojo—. ¿Y a ti?
Sujeta solo a aquella masa de aire, ella no estaba tan relajada como él, pero no se lo hizo
saber.
—Es espectacular —admitió.
Ike se inclinó de pronto y metió una mano en el bolsillo de los vaqueros que ella le había
comprado, como devolución parcial por el pago de los gastos de vestuario del año pasado. Algo
brilló entre las yemas de sus dedos.
El corazón de Eryn dio un vuelco.
—¡Ike! —Él sujetaba un delicado anillo de oro.
—Ya era hora de que te comprara uno de estos.
Miró fijamente el pulido y reluciente círculo en un silencio aturdido.
—¿Quieres ver si te queda bien? —La insinuación de incertidumbre en su voz hizo que ella
deslizara su dedo anular con cuidado a través del frío metal.
—Claro que sí. Me está Perfectamente —concluyó, moviendo los dedos con admiración—.
Gracias. —Ella lo rodeó con un brazo y besó su cálida mejilla.
La cogió de la mano izquierda en su lugar, donde el anillo de boda que ella le había comprado
hacía un mes, ya adornaba su dedo.
—Ahora somos como un viejo matrimonio. Tan pronto como ahorre algo de dinero, te
conseguiré un anillo de diamantes.
—Hemos hecho todo al revés —señaló Eryn con una sonrisa de pesar. No es que ella lo
hubiese hecho de otra manera. Mirando sus manos y los anillos que simbolizaban su compromiso
mutuo, se preguntó si ahora era el momento y el lugar para plantear sus preocupaciones. Levantó
la mirada y encontró a Ike estudiando intensamente su perfil.
—¿Qué vas a hacer ahora, Ike? —se atrevió a preguntarle—. ¿Dónde vamos a vivir?
Una sonrisa acechaba en las esquinas de sus ojos.
—Pareces un poco preocupada —apuntó él.
Eryn respiró hondo.
—No, en realidad no.
Ike se rio ante su evidente mentira.
—Bueno, te alegrará saber que ayer recibí una oferta de trabajo.
—¿En serio? —Ella se puso en guardia ante la inesperada noticia—. ¿Qué clase de oferta de
trabajo?
—Se trata de un empleo en Seguridad Nacional, dirigiendo un grupo de trabajo antiterrorista.
La idea de que se fuera a Oriente Medio hizo que se le estremeciera el corazón.
—¿Dónde trabajarías? —preguntó débilmente.
—En McLean —dijo él—. En el Centro Nacional Antiterrorista.
Ella dejó escapar el aire que estaba conteniendo. McLean estaba justo fuera de la
circunvalación de Washinghton D.C.
—¿Vas a aceptarlo? —Por favor, Dios, sí.
—Bueno, sí. —Ike inclinó la cabeza para ver más de cerca su mirada—. ¿Quieres que lo haga?
«Más que nada, pero...».
—¿Estás seguro de que serás feliz viviendo en la ciudad? —Ir a las montañas era lo único en
lo que podía pensar mientras estaba en rehabilitación.
Él le dedicó una sonrisa.
—Lo que quieres decir es, ¿no preferirías vivir aquí como antes, enseñando supervivencia y
seguridad?
—Uhmm… —Su boca se secó mientras él parecía sopesar esa opción. Si eso le hacía feliz,
ella haría que funcionase, de alguna manera, de alguna forma.
—Eres demasiado buena para mí, ¿lo sabías? —le dijo empujándola suavemente sobre la
manta de líquenes que tenía detrás—. Serías muy infeliz viviendo aquí.
—Podría negociar. Solo me importa tu felicidad, Ike. Eso es lo único que me importa.
—Es imposible que pueda ser más feliz de lo que soy ahora mismo, al tenerte en mi vida, para
siempre, y este lugar al que escapar.
Su sincera confesión hizo que sus ojos se abrieran de par en par. Ike, su reticente protector,
había recorrido un largo, largo camino en el departamento de sentimientos sensibles. Ella alisó su
suave y plateado cabello a un lado de su cabeza.
—Te quiero —dijo ella.
Ike se inclinó y la besó con una dulzura tan dolorosa, que ella se fundió con el deseo. Las
palabras no podrían haberlo dicho más claramente: él también la amaba.
—Volvamos a la cabaña —sugirió Eryn mientras le mordisqueaba el cuello.
—¿Qué tiene de malo este lugar? —Él deslizó sus manos deliberadamente bajo el suéter de
cachemira de ella.
Su aliento se detuvo mientras él desabrochaba el broche en la parte delantera de su sostén. De
repente, Eryn fue muy consciente de la dura cremallera que tenía contra su muslo.
—¿Aquí arriba? —preguntó incrédula—. ¿Ahora?
—¿Qué sentido tiene ser dueño de una montaña si no puedes desnudarte en ella?
Ella tuvo que admitir que él tenía razón.
—Alguien podría vernos aquí arriba —argumentó.
Ike arqueó una ceja.
—Entonces, ¿qué? Así es como Naked Creek obtuvo su nombre.
Le llevó un segundo darse cuenta de que estaba bromeando.
—Oh, qué demonios. —Con un abandono temerario, Eryn se quitó el suéter por la cabeza y lo
arrojó por encima de su cabeza.
En el mismo instante, Winston comenzó a ladrar desde la base de la roca.
—Silencio —dijeron ambos a la vez.
Todo quedó en calma. La fresca brisa en el torso desnudo de Eryn contrastaba exquisitamente
con el calor de la hábil boca de Ike.
—Oh, Ike, te he echado de menos —gritó, acunándolo en su pecho.
Él se acurrucó sobre ella.
—Yo más aún, princesa —contestó, asentándose entre sus piernas. Luego le quitó el resto de su
ropa poco a poco, besando cada centímetro de piel expuesta.
Perdida en su encuentro sexual, Eryn vio como el cielo se teñía de un bonito tono de rosa. Ella
oyó a duras penas sus palabras susurradas contra su corazón.
—Te amo.
Cuando Ike desnudó la pálida piel de su espalda, el sol ya se había deslizado a través del cielo
detrás del peñasco más alto de Overlook Mountain, proyectando una sombra de modestia sobre lo
que se llamó desde ese día Naked Rock.
Agradecimientos

Cuando terminé este libro, sentí que había dado a luz a un elefante bebé. En serio, el trabajo fue
intenso; el período de gestación fue interminable. Mis pobres lectores habían esperado durante
mucho tiempo esta precuela de mi serie de Equipos Especiales Antiterroristas. Confío en que no
se sentirán decepcionados.
Mi nuevo elefante bebé es el resultado de un esfuerzo de equipo impresionante compartido por
un grupo de individuos increíbles, todos los cuales ofrecieron su tiempo y talento sin una pizca de
recompensa monetaria. Me faltan las palabras para expresar mi gratitud, pero deseo reconocer a
cada uno de ellos individualmente.
Stephen Winegard, agente inmobiliario de tiempo compartido, usted pasó por alto la necesidad
de venderme unas vacaciones en Massanutten Resort. En vez de eso, me llevó por todos los
caminos secundarios alrededor de su ciudad natal de Elkton, lo que me proporcionó el escenario
perfecto para mi libro. ¡Gracias!
Agente Especial de Supervisión Retirado del FBI, Steven Brown, usted trabajó
incansablemente conmigo para que mi investigación del FBI pareciera auténtica. Le deseo que
disfrute de salud y tenga éxito en la publicación de sus propios libros, incluyendo su fabuloso
misterio: Redimiendo a los muertos.
Rachel Fontana, amiga y lectora, sufriste cada manifestación de este libro hasta que se
transformó en una historia que valiese la pena contar. Me hiciste saltar de una cuerda a quince pies
sobre el agua, una experiencia que nunca hubiera disfrutado de no haberlo hecho tú primero.
Espero que sepas cuánto valoro tu amistad.
Don Klein, una verdadera joya de ser humano, usted condujo todo el camino desde Minnesota
hasta Virginia para conocerme; se convirtió en el primer y único miembro efectivo de mi club de
fans, y editó cada bendita palabra de mi manuscrito de trabajo, varias veces. El amor no tiene un
regalo más grande que este.
Janie Hawkins, sacaste el brillo de un manuscrito que era claramente aburrido. ¿Recuerdas
cuando mi mantra era «Tres años y medio para la libertad»? Bueno, eso fue hace casi seis años.
Tu propia libertad estará aquí antes de que te des cuenta. Aguanta, Toots. (Buen consejo. ¿Te suena
familiar?).
Jeff Wilson junto con con Naval Special Warfare, tomaste tiempo de tu apretada agenda para
asegurarte de que mis escenas de acción fueran creíbles. No puedo esperar a leer tu libro de los
Navy SEAL, El anillo de Traiteur. Y qué raro que fuésemos al mismo instituto y a la misma
universidad y nunca nos conocimos.
Trish Dechant, una autora prometedora con un talento inherente con el que desearía haber
nacido, y que roció las especias adecuadas para sazonar el producto final.
No puedo pasar por alto a mi editora, Sydney Baily, y a cuatro fabulosos lectores que se
tomaron el tiempo de encontrar la miríada de errores tipográficos a lo largo de mi historia:
Marilyn Harper, Amy Johnson, Jennie Carpenter y Helen Freeto. ¡Tu lealtad me conmueve!
Y un agradecimiento especial a mi publicista, Shannon Aviles, por compartir su sabiduría en
marketing tan generosamente, sin pedir nada a cambio. Mis oraciones por ti nunca cesarán.
Por último, pero no menos importante, debo agradecer a todos mis fieles lectores que juran que
leerían cualquier cosa que yo escriba y que no esperaron tan pacientemente a que terminara este
nuevo libro. Necesitaba con desesperación su aliento y su apoyo. Gracias a todos y cada uno de
ustedes por su lealtad.
Tengo la bendición de tenerlos a todos ustedes como parte de mi equipo.
Si te ha gustado este libro no te pierdas
El Navy SEAL Sam Sasseville está cansado de rescatar a Madison Scott, la hija de un magnate
petrolero, de los problemas que ella misma origina. Apenas unas semanas después de sacarla de
un ambiente plagado de drogas en México, Maddy desaparece en Paraguay.
Inspirada por su difunta madre ecologista, Maddy sigue sus pasos luchando contra los pozos
petrolíferos de su familia, aunque ese maldito Navy SEAL que tanto la desespera no esté de
acuerdo.
Pero cuando unos terroristas intentan atraparla y un asesino va tras ella, Maddy y Sam por fin
tendrán un objetivo común: mantenerla con vida.
Es entonces cuando Sam deberá enfrentarse a una elección difícil: amar a Maddy tal y como es
o alejarse de ella para siempre.

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