POUSADELA 2000 El Contractualismo Hobbesiano (O de Cómo para Entender Del Derecho Es Necesario Pensar Al Revés)
POUSADELA 2000 El Contractualismo Hobbesiano (O de Cómo para Entender Del Derecho Es Necesario Pensar Al Revés)
POUSADELA 2000 El Contractualismo Hobbesiano (O de Cómo para Entender Del Derecho Es Necesario Pensar Al Revés)
“El terror del estado de naturaleza empuja a los individuos, llenos de miedo,
a juntarse; su angustia llega al extremo; fulge de pronto la chispa de luz de la
ratio y ante nosotros surge súbitamente el nuevo dios”
(Schmitt, 1990: p. 30)
E
n la construcción del monumental edificio teórico que aparece plasmado,
en su forma más acabada, en el Leviatán, Thomas Hobbes despliega to-
das sus habilidades con miras a obtener el controvertido título de “Gali-
leo de las Ciencias Sociales”. En efecto, Hobbes adopta como modelo para su
empresa el de la ciencia demostrativa, que tiene como puntos de partida axiomas
(verdades evidentes –o sea, verdaderas “en sí mismas”- captadas intuitivamente)
basados en definiciones, a partir de los cuales se demuestran otras proposiciones
llamadas teoremas.
¿Por qué adoptar el modelo de la geometría, e intentar hacer con las ciencias
sociales lo que Galileo lograra para la física? Pues porque la filosofía se encuen-
tra a menudo plagada de absurdos -“no puede haber nada tan absurdo que sea im-
posible encontrarlo en los libros de los filósofos”- (Hobbes, 1992: p. 35) debido
a la falta de método, a la imprecisión del significado de las palabras y a la utili-
zación de términos sin ninguna referencia concreta. Y el error, que en otros cam-
pos tan sólo obstaculiza el avance del conocimiento, tiene en este ámbito conse-
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Licenciada en Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales de Universidad de Buenos Aires (UBA), y docen-
te en el área de filosofía política de la mencionada institución.
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Razón y pasiones
¿Cómo es el hombre natural? Para empezar, sabemos que la naturaleza hu-
mana se compone tanto de pasión como de razón. El hombre es una especie de
máquina de desear, y el objeto de su deseo constituye el bien, mientras que el ob-
jeto de su aversión recibe el nombre de mal. Las pasiones son los movimientos
que impulsan a los hombres, y a su vez resultan de otros movimientos.
Ahora bien, ¿qué es lo específicamente humano en el hombre? En primer lu-
gar, el lenguaje (convencional y adquirido), que hace posible la ciencia y por lo
tanto la razón. Pero hay además una pasión que los hombres poseen y los anima-
les no, o éstos la poseen en un grado ínfimo en tanto que en los hombres es pri-
mordial: la curiosidad -el “deseode saber por qué y cómo” (Hobbes, 1992: p. 45).
Gracias a ella, la existencia humana no se desarrolla en un espacio de deseos y
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El estado de naturaleza
Una vez disecado el individuo y puestos en evidencia sus mecanismos inter-
nos, es muy simple imaginar cómo sería el estado de naturaleza (por definición,
toda situación en que los hombres viven juntos en ausencia de un poder común
que imponga un orden que los contenga). Ya sabemos cómo es “el” hombre: aho-
ra lo colocamos junto a otros que son exactamente iguales a él y observamos có-
mo se conducen unos respecto de otros.
En ese estado no existe límite alguno para el deseo, como así tampoco para
el derecho. Todos los hombres tienen derecho a todo, de donde se sigue que na-
die puede adquirir un derecho exclusivo a nada.
Los hombres -sostiene Hobbes- son iguales por naturaleza, tanto en fuerza
(dado que hasta el más débil es capaz de matar al más fuerte) como en facultades
mentales, puesto que por un lado la prudencia no es sino la experiencia, y por el
otro nada prueba mejor la distribución equitativa de los talentos que el hecho de
que cada uno está satisfecho con lo que le tocó. Y, lo que es aún más importante,
Hobbes afirma que aunque de hecho no fueran iguales, deberían ser tratados co-
mo tales porque todos ellos así lo esperan. De ahí que esa sea la única forma de
establecer un orden: “los hombres que se consideran a sí mismos iguales no en-
tran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales” (Hobbes, 1992: p.
127). El horizonte de la “igualdad de condiciones” que tanto dará que hablar a
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Alexis de Tocqueville, esa igualdad que no por imaginaria deja de tener efectos
bien reales, ya se ha convertido en referente de la legitimidad moderna.
De la igualdad en cuanto a las capacidades, continúa nuestro autor, se deriva
la igualdad de las esperanzas de alcanzar los fines propuestos. Si dos hombres de-
sean lo mismo y no pueden disfrutarlo ambos, se vuelven enemigos. En síntesis,
Hobbes identifica tres causas de discordia activas en el estado de naturaleza y
procedentes de la naturaleza humana: la competencia (por el beneficio), la des-
confianza (por la seguridad), y la gloria (por la reputación). Así, mientras no ha-
ya un poder común que atemorice a los hombres, el estado de naturaleza será un
estado de guerra, real o potencial 1.
En un estado semejante las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injus-
ticia no son en absoluto pertinentes, ya que no constituyen otra cosa que cualida-
des referidas al hombre en sociedad. Lo mismo se aplica al derecho de propiedad,
que es sustituido por la mera apropiación: cada uno “posee” aquello que puede
obtener, y sólo mientras pueda conservarlo. La conclusión es que en estado de na-
turaleza nada puede ser injusto. La fuerza y el fraude se constituyen en las dos
virtudes cardinales. O sea: el estado de naturaleza es, ante todo, un caos de sub-
jetividad. En él cada uno puede utilizar libremente su razón para procurar sus pro-
pios fines; cada uno es juez de lo que es o no racional. Según veremos luego, és-
te se constituirá en un excelente argumento en contra del uso de la razón privada
como lo opuesto de la ley, que es la conciencia pública: así, el soberano contará
entre sus principales tareas las de controlar las doctrinas que se enseñan y predi-
can en sus dominios, impidiendo la difusión de “doctrinas sediciosas”. El lengua-
je es una creación humana, y el vocabulario político, como todas las palabras, co-
munica significados arbitrarios. Pero se distingue de otros usos del lenguaje por
el hecho de que, en este caso, sólo puede haber significados comunes si existe un
poder capaz de imponerlos. Y lo fundamental aquí no es el contenido concreto
que asuma el significado compartido, sino el hecho mismo de que sea comparti-
do: importa mucho menos la verdad, acerca de la cual Hobbes se muestra escép-
tico, que la certidumbre. Después de todo, se trata ni más ni menos que de un sim-
ple dispositivo ordenado al logro de la paz y el orden, y opera del mismo modo
que un semáforo: poco importa si es el verde o el rojo el color que nos ordena de-
tenernos, siempre y cuando ese color signifique lo mismo para todos.
Ninguna pasión –ni tampoco los actos que de ella proceden- es pecado hasta
que una ley la prohibe: “los hombres no pueden conocer las leyes antes de que
sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuer-
do con respecto a la persona que debe promulgarla” (Hobbes, 1992: p. 103). Des-
de esta perspectiva, el soberano es ante todo quien actúa como “el Gran Defini-
dor” 2, lo cual nos remite al problema del status de la ley natural.
Ahora bien, la ley natural no es (como sí lo será para John Locke) indepen-
diente -y por lo tanto limitante- de las pasiones humanas. El derecho natural lo es
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menos aún: no es algo “objetivo” que se impondría a los hombres desde afuera (o
más bien “desde arriba” -el Cielo- o “desde adentro” -la Razón-) como una limi-
tación a sus acciones. El derecho de naturaleza tiene para Hobbes carácter facul-
tativo, a diferencia de la ley de naturaleza, que es “obligatoria”, y hace referencia
a la libertad entendida como “ausencia de impedimentos externos” que cada hom-
bre tiene de usar su propio poder como quiera con el fin de conservar su propia
vida. La ley fundamental de naturaleza, por el contrario, es una norma que prohi-
be a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de
conservarla, o bien omitir aquello mediante lo cual cree que su vida puede que-
dar mejor protegida.
Pues bien, de esa ley fundamental se derivan otras, la primera de las cuales
establece la obligación de “buscar la paz y seguirla”, pero aclarando que de resul-
tar imposible obtenerla deben utilizarse todos los medios de la guerra. Dado que
lo que debe hacerse es tender a la paz, la segunda ley natural proporciona los me-
dios para lograrlo: “renunciar al derecho a todas las cosas y satisfacernos con la
misma libertad que concedamos a los demás respecto de nosotros”. Le siguen
otras leyes de naturaleza, tales como las que ordenan cumplir los pactos celebra-
dos, mostrar gratitud por los beneficios obtenidos de otros (de donde surgirían la
benevolencia y la confianza), el mutuo acomodo o complacencia, la facilidad pa-
ra perdonar (garantía del tiempo futuro), evitar la venganza, no manifestar odio o
desprecio por otros, no mostrarse orgulloso ni arrogante (y reconocer, en cambio,
a los demás como iguales), juzgar con equidad, aceptar el uso común de las co-
sas que no pueden dividirse, etc. (Hobbes, 1992: cap. XV). Pero todas éstas,
“cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia”
son, según afirma Hobbes, “contrarias a nuestras pasiones naturales” (Hobbes,
1992: p. 137), es decir, sólo pueden ser efectivas cuando el actor se siente segu-
ro de seguirlas sin que ello redunde en su propio perjuicio. De donde se sigue la
necesidad de establecer condiciones en cuyo marco sea prudente obedecer las le-
yes de naturaleza. Estas leyes sólo lo son en sentido estricto en el interior de un
Estado, cuando pueden ser impuestas, y su violación castigada, por el poder de la
espada. Pero en ese caso derivan su validez ya no de su carácter de leyes divinas
o racionales, sino del hecho de haber sido decretadas por el soberano.
En síntesis: todas las leyes son leyes civiles. Todas ellas, entonces, son váli-
das por el simple hecho de haber sido decretadas por el soberano. Así, las costum-
bres sólo son leyes si y cuando el soberano las ha aprobado (probablemente, con-
sintiéndolas implícitamente). Del mismo modo, el poder soberano de legislar no
está limitado por las leyes existentes: sólo está comprometido por su propia vo-
luntad de prolongar su vigencia. En otras palabras, al estar atado tan sólo a sí mis-
mo, no está limitado en modo alguno.
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El derecho se identifica con la moral, y la sociedad sólo tiene una voz y una
voluntad: las del soberano que la constituye en sociedad. En efecto, puesto que la
sociedad es producto de un acuerdo entre individuos que sólo tienen en común el
haber adoptado cada uno la misma decisión de unirse en sociedad erigiendo un
poder soberano, y dado que la sociedad y el soberano se crean en un mismo ac-
to, aquélla sólo existe en virtud de la existencia de éste, y sólo puede actuar a tra-
vés de él. En el marco de esta teoría, toda distinción entre sociedad y Estado es
un error de graves consecuencias: a menos que a la cabeza del Estado haya una
voluntad con fuerza suficiente para imponerse, ya no hay sociedad sino una mul-
titud acéfala y desorientada.
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sólo existen tres - monarquía, aristocracia y democracia 6-, y de que todas ellas
son igualmente legítimas. Cualesquiera otras denominaciones, tales como tiranía
u oligarquía, es decir, las clásicamente conocidas como formas “desviadas” o
“corrompidas”, se refieren a esas mismas tres formas mal interpretadas (es decir,
calificadas de ese modo por aquellos a quienes disgustan). Y la diferencia entre
las únicas tres formas de gobierno existentes no reside en un diferencial de poder,
sino en su mayor o menor aptitud para producir la paz y la seguridad. En ese sen-
tido Hobbes considera que la monarquía exhibe algunas “evidentes” ventajas,
aunque también reconoce que padece de algunos inconvenientes que le son intrín-
secos, tal como el problema de la sucesión.
Pero, sin embargo, Hobbes ejecuta su magnífico número de prestidigitación
reservando un lugar de privilegio para la noción de contrato, que, como hemos
adelantado, no es un elemento del que su teoría pudiera fácilmente prescindir, en
tanto constitutivo del carácter plenamente moderno de su pensamiento.
En efecto, podemos junto con Jacques Bidet definir a la modernidad por la
presencia de una metaestructura contractual que determina que toda relación no
contractual, es decir, no fundada sobre el consentimiento, haya perdido su legiti-
midad. La relación moderna por excelencia sería, así, una relación de legitimi-
dad-dominación, puesto que incluso la dominación y la explotación se encuentran
basadas en la igualdad y la libertad. En este sentido el “contrato social” se define
por una cláusula única, la cual establece que las relaciones entre individuos serán
exclusivamente contractuales, excluyendo cualquier forma de ejercicio arbitrario
de una voluntad sobre otra. Por supuesto -recalca Bidet- este contrato afirma tam-
bién ‘lo otro’ del contrato: el establecimiento de una soberanía, del legítimo po-
der de coaccionar a aquellos que pretendan escapar a ese orden contractual.
En este sentido, Hobbes es para Bidet el mayor exponente de un contractua-
lismo central radical, y a la vez el autor que constituye sotto voce el orden libe-
ral, puesto que funda la necesidad de un poder central en el simple hecho de que
sin él no podría esperarse que los contratantes se mostrasen dispuestos a respetar
sus compromisos. Sin Estado no serían posibles las relaciones contractuales inte-
rindividuales y asociativas: ni la sociedad ni el mercado.
En síntesis, el punto de partida de Hobbes es que el orden no es natural ni es-
tá garantizado, sino que el hombre, abandonado a su suerte por los poderes supra-
terrenos, debe procurárselo por sus propios medios. Y si, por añadidura y tal co-
mo lo muestra la experiencia, ya no existe el hombre sino los hombres, siempre
ya individuados, diferentes pero libres e iguales por naturaleza, el único modo de
que ese orden pueda aspirar a la estabilidad es que no sea impuesto sino resultan-
te del mutuo consentimiento. La jugarreta de Hobbes se muestra allí donde se ha-
ce evidente que ese consentimiento, siempre tácito, inferido, implícito, simple-
mente se deduce de la existencia misma del orden. Es allí, precisamente, donde
la legitimidad se disuelve en facticidad.
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Bibliografía
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Notas
1. Se denomina estado de guerra a aquel en que, aunque momentáneamente
los hombres no se maten unos a otros, no existen garantías para que la paz
pudiera durar; en otras palabras, su naturaleza consiste en la “disposición ma-
nifiesta a ella [la guerra] durante todo el tiempo en que no hay seguridad de
lo contrario” (Hobbes, 1992: p. 102). Resulta interesante la forma en que, en
la concepción hobbesiana, el estado de naturaleza sobrevive como trasfondo
permanente aun cuando existen la sociedad y el Estado que es su garante: así
lo demuestra el comportamiento de los mismísimos hombres civilizados que
viven bajo estados y se encuentran sujetos a sus leyes.
2. La expresión es de S. Wolin, 1973: p. 278.
3. Con esta expresión se refiere Pierre Manent a un momento teórico que de-
be estar presente en toda doctrina que hable del pasaje del estado de natura-
leza al estado social, “puesto que sólo un estado de guerra insoportable, un
mal intolerable puede explicar que los hombres se hayan puesto de acuerdo
para abandonar un estado en el que, en principio, florecían sus derechos”
(Manent, 1990: p. 114).
4. Véase la comparación entre ambos modelos en Bobbio y Bovero, 1986:
pp. 56-68.
5. José Luis Galimidi (1991a), por su parte, hace hincapié en las diferencias
más que en la unidad sustancial de las dos formas de soberanía, a la vez que
resalta su carácter complementario (Galimidi, 1991b).
6. La llamada “monarquía limitada” no tiene real existencia, puesto que si el
poder del rey estuviera limitado éste no sería superior a quienes tienen el po-
der de limitarlo, y por lo tanto no sería soberano. En ese caso la soberanía no
residiría en el rey sino en la asamblea que lo limita, tratándose de una demo-
cracia o de una aristocracia, pero en modo alguno de una monarquía.
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