POUSADELA 2000 El Contractualismo Hobbesiano (O de Cómo para Entender Del Derecho Es Necesario Pensar Al Revés)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

El contractualismo hobbesiano

(o de cómo para entender del derecho


es necesario pensar al revés)
c Inés M. Pousadela*

“El terror del estado de naturaleza empuja a los individuos, llenos de miedo,
a juntarse; su angustia llega al extremo; fulge de pronto la chispa de luz de la
ratio y ante nosotros surge súbitamente el nuevo dios”
(Schmitt, 1990: p. 30)

I. La ciencia política como ciencia deductiva

E
n la construcción del monumental edificio teórico que aparece plasmado,
en su forma más acabada, en el Leviatán, Thomas Hobbes despliega to-
das sus habilidades con miras a obtener el controvertido título de “Gali-
leo de las Ciencias Sociales”. En efecto, Hobbes adopta como modelo para su
empresa el de la ciencia demostrativa, que tiene como puntos de partida axiomas
(verdades evidentes –o sea, verdaderas “en sí mismas”- captadas intuitivamente)
basados en definiciones, a partir de los cuales se demuestran otras proposiciones
llamadas teoremas.
¿Por qué adoptar el modelo de la geometría, e intentar hacer con las ciencias
sociales lo que Galileo lograra para la física? Pues porque la filosofía se encuen-
tra a menudo plagada de absurdos -“no puede haber nada tan absurdo que sea im-
posible encontrarlo en los libros de los filósofos”- (Hobbes, 1992: p. 35) debido
a la falta de método, a la imprecisión del significado de las palabras y a la utili-
zación de términos sin ninguna referencia concreta. Y el error, que en otros cam-
pos tan sólo obstaculiza el avance del conocimiento, tiene en este ámbito conse-

*
Licenciada en Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales de Universidad de Buenos Aires (UBA), y docen-
te en el área de filosofía política de la mencionada institución.

365
La filosofía política moderna

cuencias espantosas. Cuando las palabras se vuelven “emotivas” y son utilizadas


para enunciar preferencias personales en lugar de hechos, todo orden se vuelve
imposible. Y si bien “todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo mo-
do, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios” (Hobbes, 1992: p. 36), en
el estado de naturaleza, en la situación de guerra civil, faltan esos “buenos prin-
cipios” –y por ello están también ausentes la propiedad, la industria, la agricultu-
ra, el progreso, la ciencia. Para que ésta última (y, junto con ella, todo lo demás)
sea posible, es necesaria ante todo la unidad de definiciones. El objetivo que per-
sigue una ciencia de la política es la paz más que la “verdad” con mayúsculas. De
todos modos, la verdad será siempre convencional a los ojos de Hobbes, y ade-
más –como dirá Edmund Burke mucho más tarde- ¿qué importa lo que pudiera
ser metafísicamente verdadero si es, a la vez, políticamente falso?
Entonces: el desafío consiste en instaurar un orden estable, si bien “nada de
lo que los hombres hacen puede ser inmortal, si tienen el uso de razón de que pre-
sumen, sus Estados pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de pe-
recer por enfermedades internas” (Hobbes, 1992: p. 263). No existe un orden na-
tural en los asuntos humanos: el orden debe ser creado. El mismo hombre que in-
venta la ciencia, la matemática, la filosofía, los valores e incluso la verdad, debe
encargarse de construir Estados destinados a durar. Si cuenta con el método co-
rrecto -piensa Hobbes- es capaz de lograrlo. La política puede transformarse en
una ciencia demostrable por la misma razón por la que puede serlo la geometría:
somos nosotros los que creamos las figuras sobre las que razonamos; asimismo,
somos también nosotros quienes creamos los Estados. El punto de partida a la ho-
ra de razonar sobre estas cuestiones no puede ser otro que el hecho ineludible de
la Modernidad: la existencia de individuos libres e iguales, portadores de dere-
chos. O sea, la convicción de que no hay obligación que no se derive de un acto
voluntario de quien la contrae.
Ahora bien, un sistema deductivo, una vez completados los axiomas que lo
ponen en movimiento, no agrega nada nuevo a lo que ya sabemos; sólo aclara re-
laciones antes no percibidas. A diferencia de la inducción no agrega información
nueva, dado que las conclusiones están desde el primer momento contenidas en las
premisas, lo cual significa que nada puede agregarse desde fuera una vez echado
a andar el mecanismo: todo tiene que estar contenido en él desde un principio. En
este caso, ello quiere decir que nada puede agregarse al estado de naturaleza para
explicar el pasaje de éste al Estado, que debe ser deducido de la descripción con
la que contamos, desde un principio, acerca del estado de naturaleza.
Pues bien, lo que según Hobbes resulta evidente para cualquiera (en otras pa-
labras, funciona como axioma) es la descripción del hombre, de sus pasiones y de
los mecanismos que lo mueven. El punto de partida es bien simple: se trata del
supuesto de que todos los motivos e impulsos humanos derivan de la atracción o
repulsión causadas por determinados estímulos externos. Toda conducta deriva

366
El contractualismo hobbesiano

del principio de auto-conservación. Como puede apreciarse, el camino elegido


por Hobbes no es empírico, si bien hay ciertos hechos que contribuyen a poner
en evidencia la verdad indiscutible de los axiomas; véase por ejemplo la reco-
mendación del autor al lector de mirar a su alrededor y, con total honestidad, ha-
cia adentro de sí mismo, para de ese modo comprender qué es en definitiva el es-
tado de naturaleza. A continuación, de esos axiomas deduce Hobbes el derecho
natural y la configuración del estado de naturaleza. Del derecho natural deriva la
ley natural, y finalmente busca, a partir de allí, derivar el Estado.

II. De adelante hacia atrás: el orden de la exposición


¿Puede, como pretende Hobbes, deducirse el Estado a partir del estado de na-
turaleza? Al final del capítulo XIII nuestro autor explica de qué modo sería posi-
ble salir de aquel deplorable estado en que no habiendo propiedad, nociones com-
partidas del bien, el mal, la justicia y la injusticia, ni oportunidad para la indus-
tria, las artes y las ciencias, “la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embru-
tecida y breve” (Hobbes, 1992: p. 103). La solución de Hobbes es extremadamen-
te sencilla: serían ciertas pasiones (básicamente, el temor a la muerte violenta a
manos de otro hombre, junto con el deseo de una vida confortable) de la mano de
la razón (a partir de la cual podrían conocerse las normas de paz, es decir, las le-
yes de la naturaleza que hacen posible la convivencia) las que permitirían poner
fin a la guerra.
¿Es ello verdaderamente posible? Atengámonos a la descripción de la natu-
raleza humana que el propio Hobbes proporciona en los capítulos precedentes, y,
en el mismo capítulo XIII del Leviatán, del estado de naturaleza en que se encon-
trarían dichos seres, con su razón y sus pasiones a cuestas, en ausencia de un po-
der común que los atemorizara a todos.

Razón y pasiones
¿Cómo es el hombre natural? Para empezar, sabemos que la naturaleza hu-
mana se compone tanto de pasión como de razón. El hombre es una especie de
máquina de desear, y el objeto de su deseo constituye el bien, mientras que el ob-
jeto de su aversión recibe el nombre de mal. Las pasiones son los movimientos
que impulsan a los hombres, y a su vez resultan de otros movimientos.
Ahora bien, ¿qué es lo específicamente humano en el hombre? En primer lu-
gar, el lenguaje (convencional y adquirido), que hace posible la ciencia y por lo
tanto la razón. Pero hay además una pasión que los hombres poseen y los anima-
les no, o éstos la poseen en un grado ínfimo en tanto que en los hombres es pri-
mordial: la curiosidad -el “deseode saber por qué y cómo” (Hobbes, 1992: p. 45).
Gracias a ella, la existencia humana no se desarrolla en un espacio de deseos y

367
La filosofía política moderna

satisfacciones inmediatos, sino en un mundo condicionado por la muy humana


ansiedad ante el aseguramiento de futuras satisfacciones. De ahí la constante bús-
queda de medios que conduzcan a esas satisfacciones y de medios que sirvan pa-
ra asegurar esos medios, o en otras palabras, el “perpetuo e incesante afán de po-
der, que cesa solamente con la muerte” (Hobbes, 1992: p. 79).
¿Qué es el poder? Según Hobbes, es poder todo aquello que pueda utilizarse
como medio para conseguir un fin: dotes naturales, habilidades adquiridas con el
tiempo y la experiencia, bienes externos de todo tipo. “Cualquiera cualidad que
hace a un hombre amado o temido de otros, o la reputación de tal cualidad, es po-
der, porque constituye un medio de tener la asistencia y servicio de varios” (Hob-
bes, 1992: p. 70).
Es importante recalcar que los hombres no sólo desean cosas, sino también
vanagloria (sentimiento de poder sobre otros hombres) y honor (reconocimiento
de su poder), virtudes aristocráticas en competencia con las burguesas virtudes
que apuntan al logro de la seguridad de la vida y los bienes. Se trata de un dato
importante porque, como lo apunta Zarka, constituyen, de entre las tres grandes
causas de discordia -competencia, desconfianza y gloria- la única verdaderamen-
te irracional (Zarka, 1987: p. 308-9; Strauss, 1963 : p. 18).

El estado de naturaleza
Una vez disecado el individuo y puestos en evidencia sus mecanismos inter-
nos, es muy simple imaginar cómo sería el estado de naturaleza (por definición,
toda situación en que los hombres viven juntos en ausencia de un poder común
que imponga un orden que los contenga). Ya sabemos cómo es “el” hombre: aho-
ra lo colocamos junto a otros que son exactamente iguales a él y observamos có-
mo se conducen unos respecto de otros.
En ese estado no existe límite alguno para el deseo, como así tampoco para
el derecho. Todos los hombres tienen derecho a todo, de donde se sigue que na-
die puede adquirir un derecho exclusivo a nada.
Los hombres -sostiene Hobbes- son iguales por naturaleza, tanto en fuerza
(dado que hasta el más débil es capaz de matar al más fuerte) como en facultades
mentales, puesto que por un lado la prudencia no es sino la experiencia, y por el
otro nada prueba mejor la distribución equitativa de los talentos que el hecho de
que cada uno está satisfecho con lo que le tocó. Y, lo que es aún más importante,
Hobbes afirma que aunque de hecho no fueran iguales, deberían ser tratados co-
mo tales porque todos ellos así lo esperan. De ahí que esa sea la única forma de
establecer un orden: “los hombres que se consideran a sí mismos iguales no en-
tran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales” (Hobbes, 1992: p.
127). El horizonte de la “igualdad de condiciones” que tanto dará que hablar a

368
El contractualismo hobbesiano

Alexis de Tocqueville, esa igualdad que no por imaginaria deja de tener efectos
bien reales, ya se ha convertido en referente de la legitimidad moderna.
De la igualdad en cuanto a las capacidades, continúa nuestro autor, se deriva
la igualdad de las esperanzas de alcanzar los fines propuestos. Si dos hombres de-
sean lo mismo y no pueden disfrutarlo ambos, se vuelven enemigos. En síntesis,
Hobbes identifica tres causas de discordia activas en el estado de naturaleza y
procedentes de la naturaleza humana: la competencia (por el beneficio), la des-
confianza (por la seguridad), y la gloria (por la reputación). Así, mientras no ha-
ya un poder común que atemorice a los hombres, el estado de naturaleza será un
estado de guerra, real o potencial 1.
En un estado semejante las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injus-
ticia no son en absoluto pertinentes, ya que no constituyen otra cosa que cualida-
des referidas al hombre en sociedad. Lo mismo se aplica al derecho de propiedad,
que es sustituido por la mera apropiación: cada uno “posee” aquello que puede
obtener, y sólo mientras pueda conservarlo. La conclusión es que en estado de na-
turaleza nada puede ser injusto. La fuerza y el fraude se constituyen en las dos
virtudes cardinales. O sea: el estado de naturaleza es, ante todo, un caos de sub-
jetividad. En él cada uno puede utilizar libremente su razón para procurar sus pro-
pios fines; cada uno es juez de lo que es o no racional. Según veremos luego, és-
te se constituirá en un excelente argumento en contra del uso de la razón privada
como lo opuesto de la ley, que es la conciencia pública: así, el soberano contará
entre sus principales tareas las de controlar las doctrinas que se enseñan y predi-
can en sus dominios, impidiendo la difusión de “doctrinas sediciosas”. El lengua-
je es una creación humana, y el vocabulario político, como todas las palabras, co-
munica significados arbitrarios. Pero se distingue de otros usos del lenguaje por
el hecho de que, en este caso, sólo puede haber significados comunes si existe un
poder capaz de imponerlos. Y lo fundamental aquí no es el contenido concreto
que asuma el significado compartido, sino el hecho mismo de que sea comparti-
do: importa mucho menos la verdad, acerca de la cual Hobbes se muestra escép-
tico, que la certidumbre. Después de todo, se trata ni más ni menos que de un sim-
ple dispositivo ordenado al logro de la paz y el orden, y opera del mismo modo
que un semáforo: poco importa si es el verde o el rojo el color que nos ordena de-
tenernos, siempre y cuando ese color signifique lo mismo para todos.
Ninguna pasión –ni tampoco los actos que de ella proceden- es pecado hasta
que una ley la prohibe: “los hombres no pueden conocer las leyes antes de que
sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuer-
do con respecto a la persona que debe promulgarla” (Hobbes, 1992: p. 103). Des-
de esta perspectiva, el soberano es ante todo quien actúa como “el Gran Defini-
dor” 2, lo cual nos remite al problema del status de la ley natural.
Ahora bien, la ley natural no es (como sí lo será para John Locke) indepen-
diente -y por lo tanto limitante- de las pasiones humanas. El derecho natural lo es

369
La filosofía política moderna

menos aún: no es algo “objetivo” que se impondría a los hombres desde afuera (o
más bien “desde arriba” -el Cielo- o “desde adentro” -la Razón-) como una limi-
tación a sus acciones. El derecho de naturaleza tiene para Hobbes carácter facul-
tativo, a diferencia de la ley de naturaleza, que es “obligatoria”, y hace referencia
a la libertad entendida como “ausencia de impedimentos externos” que cada hom-
bre tiene de usar su propio poder como quiera con el fin de conservar su propia
vida. La ley fundamental de naturaleza, por el contrario, es una norma que prohi-
be a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de
conservarla, o bien omitir aquello mediante lo cual cree que su vida puede que-
dar mejor protegida.
Pues bien, de esa ley fundamental se derivan otras, la primera de las cuales
establece la obligación de “buscar la paz y seguirla”, pero aclarando que de resul-
tar imposible obtenerla deben utilizarse todos los medios de la guerra. Dado que
lo que debe hacerse es tender a la paz, la segunda ley natural proporciona los me-
dios para lograrlo: “renunciar al derecho a todas las cosas y satisfacernos con la
misma libertad que concedamos a los demás respecto de nosotros”. Le siguen
otras leyes de naturaleza, tales como las que ordenan cumplir los pactos celebra-
dos, mostrar gratitud por los beneficios obtenidos de otros (de donde surgirían la
benevolencia y la confianza), el mutuo acomodo o complacencia, la facilidad pa-
ra perdonar (garantía del tiempo futuro), evitar la venganza, no manifestar odio o
desprecio por otros, no mostrarse orgulloso ni arrogante (y reconocer, en cambio,
a los demás como iguales), juzgar con equidad, aceptar el uso común de las co-
sas que no pueden dividirse, etc. (Hobbes, 1992: cap. XV). Pero todas éstas,
“cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia”
son, según afirma Hobbes, “contrarias a nuestras pasiones naturales” (Hobbes,
1992: p. 137), es decir, sólo pueden ser efectivas cuando el actor se siente segu-
ro de seguirlas sin que ello redunde en su propio perjuicio. De donde se sigue la
necesidad de establecer condiciones en cuyo marco sea prudente obedecer las le-
yes de naturaleza. Estas leyes sólo lo son en sentido estricto en el interior de un
Estado, cuando pueden ser impuestas, y su violación castigada, por el poder de la
espada. Pero en ese caso derivan su validez ya no de su carácter de leyes divinas
o racionales, sino del hecho de haber sido decretadas por el soberano.
En síntesis: todas las leyes son leyes civiles. Todas ellas, entonces, son váli-
das por el simple hecho de haber sido decretadas por el soberano. Así, las costum-
bres sólo son leyes si y cuando el soberano las ha aprobado (probablemente, con-
sintiéndolas implícitamente). Del mismo modo, el poder soberano de legislar no
está limitado por las leyes existentes: sólo está comprometido por su propia vo-
luntad de prolongar su vigencia. En otras palabras, al estar atado tan sólo a sí mis-
mo, no está limitado en modo alguno.

370
El contractualismo hobbesiano

El imposible momento del contrato


Ahora bien, la idea original de Hobbes consiste en deducir al estado de natu-
raleza de la descripción del hombre y de sus pasiones, y a continuación derivar el
estado a partir de ese estado de naturaleza. Pero lo único que se deduce del esta-
do de naturaleza tal como lo describe Hobbes es la necesidad de un estado; no su
posibilidad. En este sentido, el Estado jamás podría “surgir” del Estado de natu-
raleza. De modo que Hobbes enfrenta el problema opuesto al de Locke en lo que
al momento contractual se refiere. En el caso del segundo, el problema está en la
dificultad implicada por la necesidad de la presencia de un “momento hobbesia-
no” 3. Parece claro cómo harían los hombres lockeanos para escapar al estado de
naturaleza, pero en principio no resulta evidente por qué habrían de hacerlo. En
el caso de Hobbes, las razones para salir de ese estado saltan a la vista; lo que no
parece tan claro es cómo, exactamente, sería posible huir de él.
¿Cómo debería concebirse ese misterioso momento en que, como lo resalta-
ra cínicamente Carl Schmitt, “fulge de pronto la chispa de luz de la ratio y ante
nosotros surge súbitamente el nuevo dios”? ¿Es posible, acaso, pensarlo como un
(inexplicable) “relevo” de las pasiones por parte de la razón? Precisamente así lo
expone, socarronamente, el propio Schmitt, con el objeto de poner en evidencia
el absurdo de semejante ocurrencia. De hecho, una versión tan grotescamente
simplificada de la teoría hobbesiana resulta insostenible incluso frente a la letra
del texto, por no hablar de su “espíritu”. Todo parece apuntar en dirección opues-
ta a la idea de que en el estado de naturaleza predominarían las pasiones, mien-
tras que “luego”, de algún modo, se impondría la razón. Puesto que ambas están
presentes en el hombre que habita el estado de naturaleza, y en ese contexto la ra-
zón no actúa en modo alguno como contrapeso o moderador de las pasiones, si-
no más bien como la encargada de encontrar los mejores medios para satisfacer
sus apetitos.
Según Hobbes, sería la razón, actuando junto con ciertas pasiones –el temor
a la muerte violenta, el deseo de una vida confortable y la esperanza de alcanzar-
la por medio del trabajo-, la que proporciona reglas de paz para la vida en común.
Se podría sugerir, como lo hace Berns, que “al comparar estas pasiones con las
tres grandes causas naturales de enemistad entre los hombres, vemos que el mie-
do a la muerte y el deseo de comodidad se encuentran presentes tanto entre las in-
clinaciones a la paz como entre las causas de enemistad; la vanidad o el deseo de
gloria está ausente del primer grupo. Así pues, la tarea de la razón [consistiría] en
inventar medios de redirigir y de intensificar el temor a la muerte y el deseo de
comodidad, de tal manera que se sobrepongan los efectos destructivos del deseo
de gloria u orgullo” (Berns, 1996: pp. 381-2; Strauss, 1963). El mecanismo de sa-
lida del estado de naturaleza queda localizado en el juego de las pasiones: la cla-
ve estaría en que una de ellas, conducente a la paz (el temor), se sobrepondría a
otra, conducente a la discordia (la vanidad). Sería entonces el temor (que apare-

371
La filosofía política moderna

ce aquí sobreestimado, según creo, en su capacidad para conducir a la paz) el en-


cargado de sustituir a la razón en su papel de domadora de las pasiones dañinas.
Crear un orden estable es, precisamente, doblegar a la naturaleza humana. El
modelo hobbesiano (a diferencia del aristotélico, por ejemplo 4) se compone de
dos momentos opuestos (y no de una serie de momentos sucesivos, incrementa-
les), y el contrato es el pasaje de un momento a su exacto contrario. Semejante
pasaje, claro está, no puede ser más que producto de un artificio.

III. De atrás para delante: el orden de la argumentación y


el argumento del orden
Volvamos a nuestro problema: quien podría actuar como garante del contra-
to –y que por cierto es condición indispensable para que se produzca, ya que
“[l]os pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre” (Hobbes, 1992: p. 137)- no es sino su producto. En el
estado de naturaleza no son posibles pactos, contratos o promesas de ninguna cla-
se, pues la fuerza para que los compromisos sean respetados se reduce al miedo
de los hombres a quienes se perjudica, y este temor es insuficiente, porque en ese
estado “la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lu-
cha” (Hobbes, 1992: p. 116). De modo que, afirma Hobbes, todo lo que pueden
hacer los hombres en estado de naturaleza es inducir al otro a jurar por el Dios
que temen, pero semejante juramento nada puede añadir a la obligación.
La ausencia de un garante es, en efecto, el defecto mayúsculo del estado de
naturaleza, y el pacto se realiza, precisamente, con el objeto de crearlo. En otras
palabras, y parafraseando a Rousseau, sería necesario que el efecto pudiera vol-
verse causa para que los hombres pudieran hacer, antes del Estado, y con el ob-
jeto de constituirlo, lo que sólo pueden hacer bajo un Estado ya constituido. Pe-
ro el efecto no puede volverse causa, mal que le pese a nuestro atribulado autor.
En esas condiciones, no hay contrato posible.
En otras palabras, ¿habría que rescatar la teorización hobbesiana del Estado
exigiendo su fundamentación sobre otras bases, no contractualistas? Esto impli-
caría suponer que la teoría hobbesiana seguiría siendo la misma sin su ingredien-
te contractualista, el cual no sería entonces más que un complemento contingen-
te que no modificaría su sustancia. Sin embargo, la idea de contrato tiene un pa-
pel fundamental en esta teoría. Pero probablemente, para comprender en qué sen-
tido ello es así, sea necesario “pensar al revés”, lo que en este caso significa ‘leer
de atrás para adelante’.
Efectivamente, la teoría hobbesiana no nos ofrece un relato de los orígenes
del Estado sino más bien una base para la fundamentación de su autoridad sobe-

372
El contractualismo hobbesiano

rana. Así, el estado de naturaleza no es otra cosa que la reconstrucción imagina-


ria (lo cual no significa, en absoluto, carente de relevancia empírica) de la ame-
naza omnipresente que se cierne sobre las sociedades humanas. Los hombres han
vivido y viven bajo diversas formas de órdenes políticos más o menos defectuo-
sos, más o menos inestables. El estado de naturaleza es la situación que amenaza
con retornar cuando esos órdenes colapsan, muchas veces a causa del supremo
mal de la desobediencia.
Para ver de qué modo razona Hobbes en este punto, detengámonos en su des-
cripción de las diversas formas de alcanzar el poder soberano. En principio, dice
nuestro autor, habría dos mecanismos para obtener el poder: la fuerza natural (que
funda las relaciones entre padre e hijo y entre vencedor y vencido), de donde sur-
ge el Estado por adquisición, y los acuerdos mutuos, de donde surgiría el Estado
por institución. Ahora bien, esta dicotomía es engañosa. El temor no es el elemen-
to diferencial entre ambos “modelos”, ya que en ambos casos está presente, co-
mo temor al conquistador o como temor mutuo entre hombres libres e iguales. El
temor está siempre presente en los asuntos humanos. Finalmente, el estado hob-
besiano no es otra cosa que “la respuesta del miedo organizado al miedo desen-
cadenado” (Bobbio, 1995: p. 91). Así, el temor resulta compatible con la libertad:
“Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por te -
mor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos” (Hob-
bes, 1992: p. 172). Por otra parte, necesidad y libertad no son incompatibles: to -
das las acciones de los hombres proceden de su voluntad, y por lo tanto de su li-
bertad (Hobbes, 1992: cap. XXI). “Los pactos estipulados por temor, en la con-
dición de mera naturaleza, son obligatorios” (Hobbes, 1992: p. 114). El consen-
timiento sigue siendo libre aunque sea forzado; no es invalidado por el hecho de
que la alternativa sea la muerte. Por el contrario, la radicalidad de la alternativa
sólo vuelve más y más racional al acto de consentir.
En definitiva, cada una de esas formas de dominio puede reducirse a la otra,
y de ambas formas de dominio se deducen los mismos derechos de la soberanía
(Hobbes, 1992: cap. XX). La soberanía por institución es una hipótesis necesaria,
aunque más no sea porque elude el problema de la regresión al infinito. Como
afirma Goldsmith, ella precede lógicamente a la soberanía por adquisición por-
que responde a la pregunta: “¿cómo tiene derecho el líder de este ejército con-
quistador a gobernar su propio ejército? Si la respuesta fuera “por derecho de
conquista”, se estaría partiendo de la desigualdad natural, hipótesis que Hobbes
descarta desde el inicio. Por otra parte, la soberanía por institución es el “mode-
lo”, puesto que pone al consentimiento en primer plano 5. Sin embargo, ello no
impide que cada una sea un caso especial de la otra: “al someterse al conquista-
dor, los hombres autorizan e instituyen como soberano al poder que los amenaza;
al instituir un soberano, los hombres crean un poder suficiente para mantenerlos
supeditados, una autoconquista” (Goldsmith, 1988: pp. 163-4).

373
La filosofía política moderna

Ultimo paso. A la inversa de la tradición que entendía al poder político como


una prolongación del dominio paternal, Hobbes va a describir al poder del padre
(o, más bien, de la madre) sobre el hijo por analogía con el poder político. Así,
sostendrá que ese poder no se justifica “por generación” sino que se adquiere por
consentimiento de los hijos, quienes deben obedecer a quien los ha protegido y
podría no haberlo hecho, “porque siendo la conservación de la vida el fin por el
cual un hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obe-
diencia al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo” (Hobbes, 1992: p. 164).
Y el consentimiento del hijo, como el del súbdito, puede ser o bien “expreso” o
“declarado por otros argumentos suficientes” (Hobbes, 1992: p. 163).
Ahora bien, toda renuncia o transferencia de derechos es motivada, volunta-
ria. Como todos los actos voluntarios, su objetivo es proporcionar algún bien al
renunciante. De donde se sigue que el “derecho básico de autopreservación” es
indelegable e intransferible. Por eso, “[u]n pacto de no defenderme a mí mismo
con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo”; “[p]or la misma razón, es invá-
lido un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía de perdón” (Hobbes, 1992:
pp. 114-5). Lo que no puede cederse voluntariamente no es la vida misma, sino
el derecho, por ejemplo, a resistir a quien lo ataca para quitarle la vida.
Lo que se instaura con el contrato es la relación de protección y obediencia.
“La obligación de los súbditos con respecto al soberano no dura ni más ni menos
que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos”(Hob-
bes, 1992: p. 180), porque el fin de la obediencia es la protección, y los hombres
no renuncian al derecho natural de defenderse a sí mismos. El súbdito queda li-
brado de la obediencia sólo si cae prisionero de otro soberano; si el soberano re-
nuncia al gobierno en su nombre y el de sus herederos; si es desterrado; o si su
soberano se constituye en súbdito de otro. Pero sólo en esos casos, y en ningún
otro, porque la soberanía es absoluta. En este punto, los argumentos de Hobbes
se suman y se refuerzan. Quien tiene derecho al fin tiene derecho a los medios.
Frente al soberano no hay reclamo que valga, ya que de éste no puede suponer-
se que haya pactado, por dos razones: en primer lugar, él no existe en el momen-
to del pacto; en segundo lugar, si él debiera responder ante los súbditos entonces
no sería el “tercero imparcial” que se supone que es, de modo que haría falta co-
locar entre las partes en conflicto a un tercero, que si debiera rendir cuentas en-
tonces no sería tal, y así sucesivamente, precipitándonos en una regresión al infi-
nito. Finalmente, a partir de los pactos mutuos que constituyen el Estado, cada
uno acepta reconocerse como autor de todos y cada uno de los actos del sobera-
no. En síntesis, el deber de obediencia es absoluto.
Pero el Estado tiene una función que cumplir; fue instituido con un objeto
bien definido: “asegurar la paz y defensa común” por medio de la utilización de
“la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno” (Hobbes, 1992: p.
141). O más adelante: “procurar la seguridad del pueblo” (Hobbes, 1992: p. 275).

374
El contractualismo hobbesiano

¿Puede entonces criticarse al gobierno por no estar cumpliendo correctamente su


función? La respuesta es un no rotundo, sencillamente porque si existe, y por el
mero hecho de su presencia, está cumpliendo la tarea que le fuera encomendada.
Su función es preservar la paz y el orden, es decir, impedirnos caer en ese estado
donde la paz y el orden no son posibles. El sentido del establecimiento de esta re-
lación de protección-obediencia reside en que el consentimiento será siempre im-
plícito, inferido de esa relación, tal como decía Hobbes en referencia a la relación
padre-hijo, que en este sentido se constituye en el modelo más transparente: “ca-
da hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo
o aniquilarlo” (Hobbes, 1992: p. 165; el énfasis es nuestro).
Así, el soberano no tiene ninguna obligación respecto de los súbditos: en pri-
mer lugar, no está sometido a las leyes civiles. Justamente, la idea de que el so-
berano está sujeto a las leyes que él mismo promulga es considerada por nuestro
autor como una “opinión repugnante a la naturaleza de un Estado” (Hobbes,
1992: p. 265). Semejante afirmación no significa, en última instancia, que el so-
berano está “sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es él mis-
mo; lo cual no es sujeción, sino libertad de las leyes”. Pero lo grave de esta ve-
nenosa doctrina sediciosa reside en que, puesto que “coloca las leyes por encima
del soberano, sitúa también sobre él un juez, y un poder para castigarlo; ello equi-
vale a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al
segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del Es-
tado” (Hobbes, 1992: p. 266). Sin embargo, en la misma frase arriba citada acer-
ca de la seguridad del pueblo Hobbes afirma también que el soberano está obli-
gado a cumplir con su misión “por la ley de naturaleza, así como a rendir cuenta
a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a él” (Hobbes, 1992: p. 275). Ahora bien,
¿qué significaría decir que el soberano está subordinado a las leyes naturales?
Después de todo, ellas se caracterizan por la ausencia de contenidos sustantivos.
En cuanto a la ley fundamental de naturaleza (la ley de auto-preservación), sólo
implicaría que el soberano está obligado a conservarse a sí mismo. Si no lo hace,
no hay nadie que pueda castigarlo. Como castigo bastará con las consecuencias
naturales y lógicas de sus acciones: su propia disolución. En lo que se refiere a
las restantes leyes naturales, aquéllas que necesitan de la existencia de un juez co-
mún para adquirir validez y a las cuales hemos calificado de “código de conduc-
ta para la vida civilizada”, no se aplican al soberano, que permanece en condición
de naturaleza, del mismo modo en que tampoco eran aplicables al común de los
mortales en ese estado.
Como afirmábamos más arriba, la tragedia del estado de naturaleza residía en
la ausencia de significados compartidos (en esa clave puede interpretarse la dife-
rencia con el estado de naturaleza lockeano). De ahí la importancia de que la ley
civil funcione como conciencia pública.

375
La filosofía política moderna

El derecho se identifica con la moral, y la sociedad sólo tiene una voz y una
voluntad: las del soberano que la constituye en sociedad. En efecto, puesto que la
sociedad es producto de un acuerdo entre individuos que sólo tienen en común el
haber adoptado cada uno la misma decisión de unirse en sociedad erigiendo un
poder soberano, y dado que la sociedad y el soberano se crean en un mismo ac-
to, aquélla sólo existe en virtud de la existencia de éste, y sólo puede actuar a tra-
vés de él. En el marco de esta teoría, toda distinción entre sociedad y Estado es
un error de graves consecuencias: a menos que a la cabeza del Estado haya una
voluntad con fuerza suficiente para imponerse, ya no hay sociedad sino una mul-
titud acéfala y desorientada.

IV. Conclusión: modernidad y contrato


Resulta asombrosa la forma en que Hobbes ensambla este monumental edi-
ficio cimentado sobre la relación de protección-obediencia a partir del reconoci-
miento pleno del desafío político que presenta la Modernidad: construir un orden
estable, puramente terreno, contando por todo material con individuos libres e
iguales, portadores de derechos naturales, pre-sociales, pre-cooperativos. En este
sentido, el individualismo de Hobbes es, curiosamente, aún más radical que el de
Locke. Y, en ambos casos, el poder del Estado y la autoridad del derecho se jus-
tifican únicamente porque contribuyen a la seguridad de los individuos. La única
base racional de la obediencia y respeto a la autoridad es la presunción de que
ellos darán por resultado una mayor ventaja individual que sus contrarias: la anar-
quía, la guerra civil, el estado de naturaleza. La sociedad y el Estado son un me-
ro medio (el más eficaz) para la consecución de los egoístas fines individuales.
Es cierto que no podemos otorgar a Hobbes el título de “padre del liberalismo”,
pese a las suspicacias de Schmitt al respecto. Dicho reconocimiento corresponde en
buena ley a su compatriota John Locke, para el desarrollo de cuya obra, sin embar-
go, era necesario que alguien -Thomas Hobbes, en este caso- encarara una tarea ló-
gica y cronológicamente anterior, puesto que el empeño por establecer un poder,
cualquiera sea, es necesariamente previo a la tarea de reducirlo a sus justos límites.
El pensamiento de Hobbes está repleto de vericuetos y perplejidades. Ante
todo, su teoría concluirá en la legitimidad de todo orden existente. Ahora bien, se
supone que si existe algún motivo por el cual nos interesa pensar acerca de la le-
gitimidad, el mismo ha de residir en nuestra creencia en que debe haber algún cri-
terio para distinguir entre poderes legítimos y poderes ilegítimos. Sin embargo,
Hobbes logra aunar la afirmación de que, siendo los hombres libres e iguales, el
único orden legítimo y estable es el que se impone con su consentimiento, con la
afirmación de que ni la ley natural ni mucho menos el contrato constituyen tal cri-
terio de discriminación entre lo legítimo y lo ilegítimo. Respecto de las formas de
gobierno, por ejemplo, Hobbes defiende explícita y enérgicamente la idea de que

376
El contractualismo hobbesiano

sólo existen tres - monarquía, aristocracia y democracia 6-, y de que todas ellas
son igualmente legítimas. Cualesquiera otras denominaciones, tales como tiranía
u oligarquía, es decir, las clásicamente conocidas como formas “desviadas” o
“corrompidas”, se refieren a esas mismas tres formas mal interpretadas (es decir,
calificadas de ese modo por aquellos a quienes disgustan). Y la diferencia entre
las únicas tres formas de gobierno existentes no reside en un diferencial de poder,
sino en su mayor o menor aptitud para producir la paz y la seguridad. En ese sen-
tido Hobbes considera que la monarquía exhibe algunas “evidentes” ventajas,
aunque también reconoce que padece de algunos inconvenientes que le son intrín-
secos, tal como el problema de la sucesión.
Pero, sin embargo, Hobbes ejecuta su magnífico número de prestidigitación
reservando un lugar de privilegio para la noción de contrato, que, como hemos
adelantado, no es un elemento del que su teoría pudiera fácilmente prescindir, en
tanto constitutivo del carácter plenamente moderno de su pensamiento.
En efecto, podemos junto con Jacques Bidet definir a la modernidad por la
presencia de una metaestructura contractual que determina que toda relación no
contractual, es decir, no fundada sobre el consentimiento, haya perdido su legiti-
midad. La relación moderna por excelencia sería, así, una relación de legitimi-
dad-dominación, puesto que incluso la dominación y la explotación se encuentran
basadas en la igualdad y la libertad. En este sentido el “contrato social” se define
por una cláusula única, la cual establece que las relaciones entre individuos serán
exclusivamente contractuales, excluyendo cualquier forma de ejercicio arbitrario
de una voluntad sobre otra. Por supuesto -recalca Bidet- este contrato afirma tam-
bién ‘lo otro’ del contrato: el establecimiento de una soberanía, del legítimo po-
der de coaccionar a aquellos que pretendan escapar a ese orden contractual.
En este sentido, Hobbes es para Bidet el mayor exponente de un contractua-
lismo central radical, y a la vez el autor que constituye sotto voce el orden libe-
ral, puesto que funda la necesidad de un poder central en el simple hecho de que
sin él no podría esperarse que los contratantes se mostrasen dispuestos a respetar
sus compromisos. Sin Estado no serían posibles las relaciones contractuales inte-
rindividuales y asociativas: ni la sociedad ni el mercado.
En síntesis, el punto de partida de Hobbes es que el orden no es natural ni es-
tá garantizado, sino que el hombre, abandonado a su suerte por los poderes supra-
terrenos, debe procurárselo por sus propios medios. Y si, por añadidura y tal co-
mo lo muestra la experiencia, ya no existe el hombre sino los hombres, siempre
ya individuados, diferentes pero libres e iguales por naturaleza, el único modo de
que ese orden pueda aspirar a la estabilidad es que no sea impuesto sino resultan-
te del mutuo consentimiento. La jugarreta de Hobbes se muestra allí donde se ha-
ce evidente que ese consentimiento, siempre tácito, inferido, implícito, simple-
mente se deduce de la existencia misma del orden. Es allí, precisamente, donde
la legitimidad se disuelve en facticidad.

377
La filosofía política moderna

Bibliografía
Berns, Laurence 1996 “Thomas Hobbes [1588-1679]”, en Strauss, Leo y Jo-
seph Cropsey (compiladores), Historia de la filosofía política (México: Fon-
do de Cultura Económica).
Bidet, Jacques 1993 Teoría de la Modernidad. Buenos Aires, Letra Buena/El
Cielo por Asalto.
Bobbio, Norberto 1995 Thomas Hobbes (México: Fondo de Cultura Econó-
mica).
Bobbio, Norberto y Michelangelo Bovero 1986 Sociedad y Estado en la filo -
sofía política moderna. El modelo jusnaturalista y el modelo hegeliano-mar -
xiano (México: Fondo de Cultura Económica).
Elster, Jon 1993 Tuercas y tornillos. Una introducción a los conceptos bási -
cos de las ciencias sociales (Barcelona: Gedisa).
Galimidi, José Luis 1991ª “Violencia y conquista en la república-Leviatán”,
en revista Cuadernos de Filosofía Nº 36.

Galimidi, José Luis 1991b “Conquista y fundamento en la república-Levia-


tán”, en revista Cuadernos de Etica Nº 11/12.
Goldsmith, M. M. 1988 Thomas Hobbes o la política como ciencia (México:
Fondo de Cultura Económica).
Habermas, Jürgen (???); Teoría de la Acción Comunicativa Tomo I. (Madrid:
Taurus).
Hegel, G. F. 1986 Filosofía del Derecho (México: Juan Pablos Editor).
Hobbes, Thomas 1992 Leviatán o la materia, forma y poder de una repúbli -
ca eclesiástica y civil (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Manent, Pierre 1990 Historia del pensamiento liberal (Buenos Aires: Eme-
cé).
Novaro, Marcos (???); Tesis Doctoral, Cap. 2: “La forma de la representa-
ción política moderna: la Soberanía de Hobbes”: mimeo).
Schmitt, Carl 1990 El Leviathan en la teoría del Estado de Thomas Hobbes
(Buenos Aires: Struhart).
Strauss, Leo 1965 Natural Right and History (Chicago:University of Chica-
go Press).
Strauss, Leo 1963 The Political Philosophy of Hobbes. Its Basis and Its Ge -
nesis (Chicago: University of Chicago Press).

378
El contractualismo hobbesiano

Wolin, Sheldon 1973 Política y perspectiva. Continuidad y cambio en el pen -


samiento político occidental (Buenos Aires: Amorrortu.).
Zarka, Yves Charles 1987 La décision métaphysique de Hobbes. Conditions
de la politique (Paris: Vrin).

Notas
1. Se denomina estado de guerra a aquel en que, aunque momentáneamente
los hombres no se maten unos a otros, no existen garantías para que la paz
pudiera durar; en otras palabras, su naturaleza consiste en la “disposición ma-
nifiesta a ella [la guerra] durante todo el tiempo en que no hay seguridad de
lo contrario” (Hobbes, 1992: p. 102). Resulta interesante la forma en que, en
la concepción hobbesiana, el estado de naturaleza sobrevive como trasfondo
permanente aun cuando existen la sociedad y el Estado que es su garante: así
lo demuestra el comportamiento de los mismísimos hombres civilizados que
viven bajo estados y se encuentran sujetos a sus leyes.
2. La expresión es de S. Wolin, 1973: p. 278.
3. Con esta expresión se refiere Pierre Manent a un momento teórico que de-
be estar presente en toda doctrina que hable del pasaje del estado de natura-
leza al estado social, “puesto que sólo un estado de guerra insoportable, un
mal intolerable puede explicar que los hombres se hayan puesto de acuerdo
para abandonar un estado en el que, en principio, florecían sus derechos”
(Manent, 1990: p. 114).
4. Véase la comparación entre ambos modelos en Bobbio y Bovero, 1986:
pp. 56-68.
5. José Luis Galimidi (1991a), por su parte, hace hincapié en las diferencias
más que en la unidad sustancial de las dos formas de soberanía, a la vez que
resalta su carácter complementario (Galimidi, 1991b).
6. La llamada “monarquía limitada” no tiene real existencia, puesto que si el
poder del rey estuviera limitado éste no sería superior a quienes tienen el po-
der de limitarlo, y por lo tanto no sería soberano. En ese caso la soberanía no
residiría en el rey sino en la asamblea que lo limita, tratándose de una demo-
cracia o de una aristocracia, pero en modo alguno de una monarquía.

379

También podría gustarte