1887 Hans Freyer

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HANS FREYER (1887) Alemania

VIDA DE SEGUNDA MANO


Una consideración sobre el tema «vida de segunda mano» debe comenzar, lógicamente, por
la mano que ase y recoge, por la mano que toma posesión y sujeta, por la mano que trabaja y
construye. La posición excepcional del hombre frente al reino animal tiene su fundamento
orgánico tanto en la forma específica de la mano humana, como en su marcha vertical y en el
cerebro perfeccionado, todo ello unido en conexión funcional. La posición vertical hace al
hombre circunspecto y abierto a la impresión del mundo y le deja las manos libres; le hace, en
fin, de naturaleza operativa, como esencialmente es. Y si, con la antropología moderna,
miramos al hombre no como un ser predeterminado por el instinto, ni especializado a través
de ciertas condiciones del contorno, y sí como un ser que remite a una actividad peculiar,
tendremos que considerar la mano como el órgano excelente y, más en concreto, como el
símbolo de la naturaleza del hombre. Con su mano se pone el hombre en juego: su
intervención es lo radicalmente primario e inmediato en el mundo de las acciones y de las
obras. En tanto vivimos en la cultura, vivimos en un espacio de objetos configurados cuya
validez resplandece: en un espacio de materia espiritualizada. Se nos participan y están a
nuestra disposición conocimientos y comprensiones alcanzados por otros, pero sumergidos
en la conciencia general. Medios técnicos e instrumentos, bienes de consumo y formas
estandardizadas, reglas de la vida práctica, están en nuestras manos para el dominio de la
existencia. Las obras de arte y las lenguas nos proporcionan visiones del mundo y emociones
que no hubiéramos podido alcanzar, que nunca nos serían accesibles, puesto que se nos
oponen en gran manera. Toda la vida humana tiene lugar en la normalidad o en el entredicho
de este «espíritu objetivo», conducida y plena de él. Precisamente a esto se llama vivir en la
cultura: vivir no por la propia mano, no de primera mano. Los procesos a través de los cuales
la forma objetiva de una cultura se trueca en vida actual, son extraordinariamente variados. En
el transcurso de la vida diaria no se decide el hombre como individuo, sino que es dirigido por
las instituciones bajo las cuales vive. No entramos en juego, en modo alguno, como personas,
sino que obramos y reaccionamos como «se» obra y reacciona. Nos subsumimos bajo el
«se». Así «se» usa un aparato receptor. Así «se» viste o «se» va al teatro. De este modo
«se» comporta uno. En este estrato de la vida, la categoría del «se» se encuentra plena de
sentido y hasta es saludable. Pero ¡aún queda el proceso de alienación! Imperceptiblemente y
con pasos imprecisos aparece allí donde los procesos de la esquematización y del
vaciamiento invaden los círculos más importantes de la vida y donde prevalecen en el
conjunto más allá de una cierta medida, que, naturalmente, no se fija de modo cuantitativo.
Pero el término intermediario se hace más fuerte, con leyes más independientes, y más
impenetrable, tan pronto como aparece en escena la división del trabajo. Entonces trabaja el
individuo la parte que le corresponde, con el significado aparente de primera mano. Pero el
conjunto, en el cual alcanza su sentido, no es suyo propio, no le es penetrable, se le opone
como una realidad objetiva prepotente. E incluso la porción deja de ser el producto de su
habilidad manual; no es más su obra, sino un derivado del plan de producción, en el cual el
trabajador se engloba como fuerza productiva. El proceso de alienación culmina
definitivamente con la aparición de la máquina. Entonces se invierte la relación del trabajador
tanto respecto a sus medios de trabajo como a su producto. Pues mientras el instrumento era
manejado, movido e impregnado de vida humana por la mano que con él trabajaba, la
máquina, dirige el trabajo del hombre y se sirve de él. Ella es ahora quien impone al trabajador
su vida: su vida de máquina. Así, el hombre, en la medida en que pertenece a ese modelo,
queda reducido a un mínimo. Para decirlo concretamente: sólo cuenta con los impulsos y
disposiciones que apenas podrían abstraerse de la naturaleza humana y cuya acción
constante el mismo modelo se atreve a garantizar, gracias al orden que él establece; así,
cuenta con un instinto de conservación, con su voluntad de aprovechar las oportunidades que
se le ofrezcan, con cierta tendencia a mejorar si le resulta provechoso (aunque con ésta
cuenta en grado variable, pues siempre presupone también su pereza y su inclinación a la
inercia), por fin con su propensión al bienestar y con algunos vínculos elementales con mujer
e hijos. Así "toman" a los hombres los sistemas secundarios; es decir: proyectan un orden
social que pueden llevar a cabo sujetos así dispuestos y que los ocupa constantemente". En
la actualidad se usa mucho la palabra «ascética» para señalar la disposición que el hombre
debería adoptar a fin de no convertirse definitivamente en juguete de la civilización de
consumo. A mí no me gusta gran cosa ese concepto, porque me parece demasiado patético,
a menos que se le reduzca al sentido llano de la palabra griega, que significa simplemente
ejercicio. Mas es entonces cuando surge la cuestión decisiva de si el hombre se sirva por sí
mismo para apropiarse, o si, según nuestro cuadro anterior, está en su alma el mantillo en el
cual hunde sus raíces lo recibido. El orden interno y la legalidad de la vida de segunda mano
son amenazados e incluso destruidos en una civilización que ofrece sus bienes de consumo a
la carta, que facilita cada vez más exoneraciones, más esquemas regulares de conducta
patentados, y, por ello, cada vez mayor número de posibilidades de desviación y de
satisfacciones compensatorias y que retribuye al entrar en ella con los premios de la
comodidad y del prestigio social. Y esto es también aplicable a la vida activa, por ejemplo, al
trabajo profesional, pues la personalidad del hombre se torna virulenta en primer lugar allí
donde pone en juego más que la simple función que se le exige.

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