Cuentos Policiales Orden Jerárquico
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Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al
sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música
gangosa. Los carteles multicolores prometían un espectáculo estimulante, y
desgranaban los apodos exóticos de las coristas. Él también debió sumergirse, por
fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras
aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad,
bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excitación. Por si eso
fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada,
impregnaba al aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.
Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el
bolsillo, ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito
subterráneo a un piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio
tomar todas las porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse
importancia hablando de lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres,
afortunadamente, ni se refirió a los hechos concretos, identificables, porque si lo
hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba con el oído atento, desde el taburete vecino,
habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la temeridad de un
principiante.
No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar,
amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre
había protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros
ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había
encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los
salones de los ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las
apariencias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores
finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por ejemplo, ya llevaba
encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el pasaje que
lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de
las suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.
En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo,
estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima
que el Doctor, tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en
ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de
costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los
demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él apuntaba alto, muy alto, en la
organización.
Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía
el hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió.
Luego, sus dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi
sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.
El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho
tiempo, la herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja
se había encogido tras infinitos contactos con la piedra de afilar. Dos sunchos
apretaban el mango de madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el
manipuleo. Por supuesto, al Cholo había usado ese cuchillo en el último trabajo,
dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón
más débil, la cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.
Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existencia de una
artillería más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras
instancias del orden jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie
de símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a ascender,
también tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los
poderosos.
Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de
la forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la
posibilidad de que un arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las
tripas. A la vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería
suficiente para él, para Abáscal, cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba
cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único
que pedía era que, cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran chapuceros y
supiesen elegir instrumentos nobles.
Misión cumplida.
“Firmamos contrato”, leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién-
había cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.
Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no
ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido
indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos
contrato” significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en
la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30,
equipado con mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que
Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusiasmo por el
orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro,
era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de
ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.
Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio.
Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso,
lo había condenado irremisiblemente. La orden recibida de arriba había sido
inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba
imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última
instancia, otro de ellos.
El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se
deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que
siguiera avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no
necesitaría ayuda. Y le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su
mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas.
Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del
detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de escombros.
Análisis del relato
Adaptación del artículo: "Orden jerárquico", de Eduardo Goligorsky: poder
anónimo y orden para matar, de Pablo Debussy.