Extrapolacion y Otros Cuentos Theodore Sturgeon
Extrapolacion y Otros Cuentos Theodore Sturgeon
Extrapolacion y Otros Cuentos Theodore Sturgeon
1. Extrapolación
2. Los riesgos de la sinergía
3. El corazón
4. Los íncubos del paralelo X
Theodore Sturgeon
Extrapolación
Y otros cuentos
ePub r1.2
Ariblack 03.10.14
Título original: Sturgeon in Orbit
Theodore Sturgeon, 1978
Traducción: José A. Milestone
***
***
***
—¿Por qué?
La pregunta colgó ofensivamente del aire entre ambos por un tiempo apreciable, antes que el
mayor descubriera que había hablado en voz alta e incrédula.
Ella inquirió con cuidado:
—Mayor, ¿qué tiene hasta ahora en sus notas?
Él bajó la mirada a los pulcros renglones de símbolos.
—Unos pocos hechos. Unas pocas conjeturas.
Con una precisión que lo estremeció en su silla, la mujer dijo fríamente:
—Lo tiene descrito como un pequeño genio tortuoso, con todas las razones para odiar a la
Humanidad. Si no estuviera segura de eso, yo no proseguiría. Mayor —añadió de pronto con voz
diferente—, suponga que le dijera que iba caminando por la calle y que un hombre a quien nunca
había visto en mi vida me gritó repentinamente, me derribó, me golpeó y me arrastró por el arroyo.
Suponga que tuviera cincuenta testigos presenciales de lo que ocurrió. ¿Qué pensaría de ese hombre?
Él miró sus cabellos lacios, sus facciones fuertes, obedientes. A pesar de sí mismo, sintió una
rabia quijotesca hacia el atacante, aún en hipótesis.
—¿No es obvio? El hombre tendría que haber sido un ebrio, un psicópata. Cuando menos, tendría
que haberse engañado, pensar que usted era alguna otra persona. Incluso así, sólo un canalla haría
algo de ese grado a una mujer —descubrió de pronto la facilidad con que ella lo había desviado del
tema y se sintió enfadado—. ¿Qué relación tiene esto…?
—Ya lo verá —atrajo su mirada y él tuvo la sensación que ella por primera vez estaba
examinándolo, mirando sus ojos, su boca; mirándolo como a un hombre, en lugar de una inevitable
máquina parlante en uniforme—. Espero que lo verá —agregó, pensativa. Siguió luego—: Quería
saber por qué se casó conmigo.
«El ejército desea saber eso —rectificó en silencio—. Yo quisiera saber por qué se casó usted
con él».
***
La mujer se suicidó.
Explicó inexorablemente la razón al mayor y éste dejó el lápiz a un lado hasta que concluyó esa
parte del relato. Éste era un informe sobre Reger, no respecto a su esposa. Sus razones fueron buenas,
en su tiempo, y constituyeron una historia de desilusión y derrota, que ha sido y será contada una y
otra vez.
Salió trastabillando al desierto y caminó hasta que cayó; hasta que estuvo segura que no habría
rescate; hasta que escasamente tuvo fuerza para levantar el frasco y beber. Recobró el conocimiento
ocho meses después, en un alojamiento para civiles casados, en la Base Espacial Dos. Había estado
muerta dos veces.
Pasó mucho tiempo antes que supiera lo ocurrido. Reger, quien no se permitía moverse entre la
gente, hacía ejercicio por las noches y la encontró; había caminado hasta cerca de la Base sin saberlo
y Reger casi tropezó con su cuerpo. No era un cuerpo pequeño y él no era un hombre grande, pero en
alguna forma la llevó a su alojamiento, un cuarto con baño tan próximo a la orilla del área como
podía estar, sin salirse de la Base. Aún estaba viva…, escasamente.
Nadie, excepto Reger, podía saber cómo la salvó. Sabía que se encontraba narcotizada o
envenenada y agotada. Halló el medicamento exacto para impedir que se alejara más de la vida, pero
por semanas no pudo hacerla reaccionar. Hacía el trabajo para el cual fue contratado y además la
atendía y nadie supo que estaba ahí. Su corazón se detuvo en dos ocasiones y él lo hizo funcionar
nuevamente, una vez con adrenalina y otra con un shock eléctrico.
Su sistema nervioso se hallaba dañado. Cuando comenzó la convalecencia, él inició la terapia
con drogas. La mantuvo paralizada, sumida en la inconsciencia, para que el lento proceso de
restablecimiento pudiera proseguir sin obstáculos. La alimentación la realizó por vía endovenosa.
Y continuó su trabajo y nadie supo nada.
Y entonces, un día, llamaron a la puerta. Un cuarto y un baño; abrir la puerta era abrir toda la
habitación a un intruso. Ignoró el llamado y se repitió otra y otra vez, tímida, pero insistentemente.
Extrapoló, como siempre, y le desagradó la conclusión. Una mujer en su alojamiento de soltero
creaba una situación que sólo podía significar gente y la gente habla y habla…, y la molestia
repetida, atenuada, que más temía entre todas las cosas.
La tomó en sus brazos, la llevó al cuarto de baño y cerró la puerta. Luego contestó al llamado. No
era nada importante…, una mujer que estaba haciendo una colecta para una fiesta del Día de Gracias,
para los huérfanos del pueblo. Extendió un cheque y se libró de ella, gruñendo repetidamente que
nunca debía volver a molestarlo…, y que hiciera correr la noticia. Eso y la magnitud del cheque
dispuso de ella y de cualquiera como ella.
La reacción casi lo hizo desplomarse, después que la mujer se había retirado. Supo que no podía
prevenir las circunstancias que podrían hacer que fueran otras personas con otros motivos. Una falla
de energía, un incendio, incluso muchachos curiosos o un fisgón; la ley de probabilidades indicaba
que a pesar de su reputación de ser un recluso, a pesar del aislamiento de su alojamiento, alguien
tenía que descubrir su secreto. Ella había estado ya con él por cuatro meses. ¿Cómo podría
explicarlo? Los médicos sabrían que estuvo bajo tratamiento por algún tiempo; la gente de la Fuerza
Aérea y las esposas parlanchinas harían sólo Dios sabía qué clase de escándalo respecto a eso.
Así que se casó con ella.
Necesitó otras seis semanas para fortalecerla lo suficiente para moverla. La llevó a un pueblo a
doscientos cincuenta kilómetros de la base y contrajo matrimonio con ella en la habitación de un
hotel. Estaba bajo la influencia de un hipnótico aplicado con habilidad e instruida cuidadosamente.
No supo nada en la ocasión y no recordó nada después. Reger solicitó luego un alojamiento para
casado, la llevó a la base y continuó su terapia. Que atisbaran. Se había casado y su esposa no
únicamente estaba enferma, sino era tan antisocial como él.
***
—Ahí está su andrófobo —dijo la señora Reger—. Pudo haberme dejado morir. Pudo haberme
puesto en manos de los médicos.
—Usted es una mujer atractiva —indicó el mayor—. Usted era eso y además un desafío…, dos
clases de reto. ¿Podía mantenerla viva? ¿Podía hacerlo mientras cumplía con sus obligaciones? Un
hombre que no compite con la gente, por lo general encuentra alguna otra cosa para enfrentarse a ella.
—Es bastante imparcial mientras aguarda todos los otros hechos —comentó ella amargamente.
—No lo soy —respondió él y se sorprendió agregando—. Es nada más que no puedo mentirle a
usted.
Hubo en la última palabra un leve énfasis que deseó poder borrar.
La mujer lo pasó por alto y continuó su historia.
***
Debió tener alguna clase de conciencia mucho antes de notarlo. Nació otra vez, poco a poco,
consciente de la comodidad y la seguridad, de una alternación de luz y oscuridad, una apreciación
difusa de la forma en que eran satisfechas sus necesidades, una anticipación semiconsciente de su
regreso cuando se encontraba sola.
Él la rodeó de música: el fonógrafo automático cuando se hallaba ausente, el piano cuando estaba
en casa y sin otra cosa que hacer. La música era su gran escape y escapaba profundamente en ella. La
mujer había sido aficionada a la música toda su vida y reconoció en el hombre silencioso una
sensibilidad asombrosa. La seguridad y la influencia de la música ampliaron su conciencia de una
delgada línea a un sendero amplio, hacia adelante y atrás, al pasado y al futuro. Mientras más
avanzaba trastabillando, más apreciaba su presente. Por esto, yació en silencio por muchos días,
cuando pudo haberle hablado, tratando de entender. Cuando al fin estuvo preparada, lo atemorizó
intensamente. Nunca había soñado que nadie pudiera ser tan tímido, tan humilde. No sabía que un ser
humano pudiera sentir tanto desagrado hacia sí mismo. No obstante, poseía fuerza interior y recursos
ilimitados. Era eficiente por completo en todo lo que hacía, excepto en su esfuerzo por hablar con
ella.
Le habló, con terror en los ojos, de su matrimonio y le suplicó que lo perdonara. Parecía que una
palabra áspera de ella lo destruiría. Y ella sonrió y le dio las gracias. Él se alejó en silencio y se
sentó al piano, aunque no lo tocó otra vez mientras ella estaba allí.
Después de eso, ella se recuperó muy rápidamente. Hizo todo lo posible por entenderlo.
Consiguió hacerlo hablar de sí mismo y tuvo cuidado de no ayudarlo nunca, ni de trabajar con él en
nada. Nunca la tocó. Ella comprendió que no lo haría, hasta que estuviera preparado para hacerlo,
así que jamás insistió. Se enamoró de él completamente.
En ese tiempo, el Starscout se hallaba terminado y estaban haciendo las últimas pruebas. Reger
se veía obligado a pasar más y más tiempo en el área de lanzamiento. Algunas veces trabajaba
cincuenta o sesenta horas seguidas y aunque odiaba verlo volver trastabillando a casa, tenso y
fatigado, esperaba con ansia estas ocasiones, porque en su sueño más profundo ella podía entrar de
puntillas a su habitación, sentarse cerca de él y observar su cara, estudiarlo sin la rigidez del control,
encontrar en él al niño de ocho años, aterrorizado y con sangre manando de la muñeca, viendo a un
compañero de juegos con la garganta cortada. Podía aislar en él al poeta, al pintor, hablando,
creando y expresándose sólo en música, pues no podía confiar en las palabras y en las formas. Lo
amó. Podía aguardar. Quienes aman el amor y los que se aman a sí mismos no pueden esperar. Los
que aman a otra persona sí pueden y lo hacen. Así que lo observaba silenciosamente y salía de
puntillas cuando se movía.
Sus extrapolaciones nunca cesaban y tuvo noción antes que ella del hecho que, no siendo un Wolf
Reger, sus necesidades eran diferentes a las de la mujer. Sugirió que se paseara al sol cuando él se
encontraba ausente. Le dijo dónde estaba el expendio de alimentos y provisiones, y le dejó dinero
para que fuera de compras. Ella hizo lo que él esperaba que hiciera.
Después ya no regresó del área de lanzamiento y cuando las cincuenta o sesenta horas llegaron a
ser setenta y ochenta, decidió buscarlo. Para entonces ya conocía alguna gente en la base. Fue a ella,
deteniéndose en la oficina postal en el camino. Los papeles del divorcio la aguardaban allí.
***
***
Ésta fue la cuarta ocasión que borré la cinta y ahora no tengo tiempo para lenguaje
oficial, si voy a informarlo. Una cinta creada para informes de inspección del casco en el
espacio, no es adecuada para la descripción de una invasión espacial. Pero eso tendrá que
ser. Así que éste es Jerry Wain, navegante del Starscout, cautivo en uno de los cruceros
que van a invadir la Tierra. Primer contacto con extraterrestres. Se supone que será un
gran momento en la historia humana. Es probable que sea también uno de los últimos
momentos, precursores de la tragedia.
El Starscout ha desaparecido y Minelli, Joe Cook y el capitán han muerto. Eso nos deja
a mí y a ese bastardo de Reger. Los extraterrestres nos tenían rodeados antes que lo
supiéramos, más allá de Júpiter. Cortaron el explorador con alguna especie de campo o
algo que destrozó el casco en líneas del ancho de una mano. Sin calor ni impacto. Nada
más que polvo fino y se despedazó. Joe no alcanzó a ponerse un traje. El capitán fue a
proa, supongo que para permanecer con la nave y no pudo haber vivido mucho, después
que cortaron la cúpula del cuarto de controles. Los tres restantes sobrevivimos y nos
capturaron. Abrieron a Minelli para ver cómo eran sus entrañas. No he visto a Reger, pero
está vivo, sí. Reger puede cuidarse solo.
Únicamente he visto a dos de los extraterrestres, o quizá vi a uno de ellos dos veces. Si
pueden imaginar un cangrejo hecho de espuma de hule azul, con una amplia falda en
torno, todo de alrededor de cuatro metros y medio de través, es semejante a eso. No soy
biólogo, así que creo que no puedo ser muy útil en los detalles. La falda ondea hacia atrás
y adelante cuando camina. Diría que nada a través del aire; un salto y un deslizamiento,
un salto y un deslizamiento. También camina. Primero pensé que se deslizaba como un
caracol, pero vi una vez un número de patitas, algunas con tenazas. No sé cuántas. De
cualquier modo, son demasiadas. No le he visto ojos, aunque debe tenerlos; hay aquí una
luz grisácea, como en un campo nevado en un día nublado. Proviene del mamparo.
También del piso…, de todas partes.
Calculo que la gravedad es de una sexta parte respecto a la terrestre. La atmósfera es
caliente. Parece ser de gases ligeros. Abrí mi válvula auxiliar de oxígeno y produje una
chispa en ella con el dorso de mi guante y eso fue bastante espectacular. Con seguridad
hay hidrógeno. Y algo más que da un tono anaranjado a la llama. Dedúzcanlo ustedes.
Quisiera saber tanto como Wolf Reger. Aunque no lo emplearía como está haciéndolo él.
El compartimiento donde estoy está vacío completamente. Hay una tronera oval en el
mamparo. Sin marco; parece como si el material del casco nada más hubiera sido hecho
transparente ahí. Al mirarlo desde un ángulo oblicuo, puedo ver que la nave tiene doble
casco y hay una especie de juego óptico que hace posible ver casi directamente a proa y a
popa, aunque diría que el exterior de la tronera está al nivel del casco exterior. No puedo
decirles nada relativo a la fuerza motriz. Casi no los vi antes que nos tuvieran rodeados y
entonces se soltó un infierno. No obstante, los miré mientras flotábamos en el aire y
algunas de las naves estaban maniobrando. No es retroimpulso, eso es seguro. Pueden
salir disparadas y detenerse como si chocaran con un muro. Tienen algún modo de
eliminar la inercia. O la mayor parte de ella. Es bastante duro viajar en ellas, pero el
pasar de mil KPH, o más, a la detención total lo aplastaría a uno contra las paredes, en
lugar de nada más que lanzarlo contra el mamparo, como ocurre. No pueden operar sin
alas en una atmósfera y no las tienen. Todavía no.
Conté veintiséis naves: dieciséis grandes, supongo que ustedes los llamarían cruceros;
cilindros perfectos de entre doscientos cincuenta y trescientos metros. Y diez pequeñas,
esferoides de alrededor de treinta metros de diámetro. Tal vez sean destructores. Son
veloces como un demonio, incluso comparadas con las grandes. Creo que mi cuenta es
precisa y no es necesario que esperen más de ésas. Pero es bastante, con el daño que
pueden hacer.
Cuando nos trajeron, me arrojaron aquí y no ocurrió nada por dieciséis horas, que yo
supiera. Después entró ese primer insecto a través de una especie de fruncimiento en el
muro, que se hizo transparente, se extendió y lo dejó atravesar y luego la pared se hizo
sólida nuevamente. Creo que estuve bastante paralizado por un momento, observándolo y
después preguntándome hacia dónde iba a saltar. Entonces vi lo que llevaba en un
costado, en la falda levantada formando una especie de repisa. Era una pierna de Minelli.
Ustedes saben, ese tatuaje de la muchacha y la nave espacial. Pude ver el extremo superior
del fémur, donde se supone que debe articularse en la cadera. La pierna no le fue cortada.
El miembro había sido arrancado.
Creo que enloquecí un poco. Saqué de mi cinturón la llave para la antena y se la arrojé
antes de saber lo que estaba haciendo. Erré. Creo que no tomé en cuenta la gravedad.
Pasó por arriba. El insecto pareció encorvarse y no pude moverme. Me era posible hacerlo
dentro del traje espacial, pero el traje era como una sola pieza fundida.
El insecto se deslizó hacia mí y se elevó un poco (entonces fue cuando vi todas esas
patitas) y me quitó del cinturón todo lo que podía mover: linterna, llave stillson, carrete de
la antena. No tocó mis tanques; creo que ya sabía respecto a ellos. Por Reger, el
entrometido Reger. Llevó todo al mamparo exterior y de pronto hubo un agujero cuadrado
ahí. Tiró mis cosas hacia afuera y el orificio desapareció, y a través de la tronera pude ver
que mis cosas pasaban, alejándose de la nave a toda velocidad. Así como descubrí el
agujero para los desechos.
El insecto se deslizó hasta la otra pared e iba a dispararle con los surtidores de mis
talones, cuando de algún modo tuve el buen sentido suficiente para no hacerlo. No sabía
qué daño harían y podría emplearlos más tarde. Si alguien está leyendo esto, lo hice.
De cualquier manera, el insecto salió llevando aún la pierna de Minelli y, cuando la
pared estuvo sólida nuevamente, pude moverme otra vez.
Alrededor de tres semanas después recibí otra visita de uno de ellos, pero lo ataqué tan
pronto como estuvo adentro. Se alejó deslizándose por el aire y luego me volvió a
inmovilizar. Creo que después de eso, renunciaron a mí como un caso perdido.
No me alimentan y mis convertidores están bastante bajos. He racionado mi aire y mi
agua todo lo posible, pero ya no es posible la conversión sin una recarga completa y no es
probable que la obtenga. Estaba hambriento, como nunca creía que pudiera estarlo,
después que se agotaron mis raciones de emergencia, pero ya no lo siento. Solamente estoy
débil.
Las naves han estado en actividad todo este tiempo. Calculo, sin instrumentos, que
estamos en el Cinturón, a alrededor de 170-20-95. Busquen desde ese centro en espiral…,
estoy bastante seguro que nos hallamos cerca de esa posición. Apliquen el infrarrojo;
aunque se hayan ido para entonces, debe haber calor residual en esas rocas. Han fundido
una roca grande y ya no queda prácticamente nada de ella. Hacen pasadas rápidas de ida
y vuelta, como un cepillo mecánico para metal. No puedo ver un rayo ni nada parecido,
pero la superficie fluye fundida, al pasar las naves. La benefician. Creo que filtran la
escoria en alguna forma y destilan los metales. No lo sé. Soy navegante. En todo lo que
puedo pensar, es en esas naves pasando de esa manera sobre la Puerta de Oro y Budapest
y LaCrosse, Wisconsin.
Descubrí cómo hacer funcionar la compuerta para desechos. Basta apoyarme en ella.
Es una esclusa con alguna clase de muelles fuertes, por dentro, creo que para proyectar
lejos los desechos de la nave, para que no la sigan en órbita. Debieron saber que estaba
chapuceando con ella, pero nadie me lo impidió. Sabían que no podía ir a ninguna parte.
Aunque supieran respecto a los surtidores de mis talones, probablemente saben que no
podría ir con ellos lo bastante lejos para que les importara.
Bueno, hace seis horas, una especie de punto oscuro comenzó a aparecer en el
mamparo interior. Se hinchó hasta convertirse en una prominencia de las dimensiones
aproximadas de mis dos puños juntos, de color negro brillante, con una especie de campo
de distorsión en torno, de modo que sus orillas eran imprecisas. Por un tiempo no pude
imaginar lo que era. La toqué y después la sujeté y descubrí que estaba vibrando a
alrededor de quinientos ciclos, llenando mi traje con la nota. Pegué mi casco a ella de
inmediato.
La nota continuó, luego cambió de tono y finalmente se extendió en un ruido como un
transportador de cuarenta ciclos y algo empezó a modularlo, y en el momento siguiente
estaba diciendo mi nombre, llano y áspero, sin inflexión. Con seguridad era una vos
artificial. «Wain», decía, aclarándose a medida que repetía: «Wain, Wain».
Así que mantuve la cabeza pegada a ella y grité: «Soy Wain».
Por unos momentos nada más se oyó el transportador y después volvió la voz. No los
molestaré describiendo exactamente cómo sonaba. El lenguaje era rudimentario, pero
claro, como: «Wain, no tenemos planeta, ustedes lo tienen; queremos su ayuda».
Hubo muchos gritos, hasta que capté la idea. Y lo que más deseo decirle es esto: en un
momento en que escuché con verdadero cuidado, oí otra voz, murmurando. Reger…, puedo
jurarlo. Era como si este demostrador de operación de la voz o máquina vocal estuviera
siendo operada por uno de los insectos y Reger estuviera indicándoles lo que debían decir,
pero que no confiaran en que me hablara directamente.
De cualquier modo, los insectos tenían un planeta y le había sucedido algo, no sé qué,
pero la Tierra era más semejante, que cualquiera otra cosa que hubieran visto, a lo que
quieren. Piensan aterrizar, establecer una base y organizar maquinaria para dominarnos.
Tienen esporas que crecerían en nuestra agua marina y la privarían de la mayoría de su
oxígeno, supongo que combinándolo con todos los elementos del océano. Mientras tanto,
convertirían rocas para poner en la atmósfera cualquier otra cosa que requieran.
Así, a sangre fría…, no estaban en contra de nosotros. Cuando uno desmonta un
terreno boscoso, no está intentando especialmente deshacerse de las ardillas y las
termitas. Eso sucede mientras uno trabaja.
Por un tiempo, esperé que podríamos hacer algo, pero me sacaron eso de la cabeza,
parte por parte. Reger les dijo todo. Estudien los antecedentes de ese tipo. Sabe ciencia
atómica, diseño de naves, química y casi toda maldita cosa, y es todo de ellos. Les hablé de
ese campo o lo que sea, con el que paralizaron mi traje; es una aplicación del control de
inercia que tienen sus naves. ¿Saben que si lanzaran una bomba A contra ese campo, no
habría impacto y no estallaría? Incluso podrían arrojarle piedras…, no tendrían inercia al
hacer contacto. Saben que no tenemos flota, solamente media docena de naves
exploradoras y el transporte a la Luna.
Estamos perdidos, eso es todo.
Así que pregunté cuál era la proposición y respondieron que podían utilizarme. No me
necesitaban realmente, pero podían usarme. Dijeron que podría tener cualquier cosa de la
Tierra que deseara y todos los esclavos que pudiera poner a trabajar. Esclavos. Oí que
Reger les decía la palabra. Tendría eso por treinta o cuarenta años, antes que murieran
todos ellos. Trabajaría a las órdenes de Reger. Él iba a dirigir su aterrizaje. También
estaba diseñando alas para que entraran a la atmósfera…, para eso era el metal extraído,
para las alas. Pondrían su base en algún desierto y lo primero que notaría cualquiera,
sería que el oxígeno comenzaba a desaparecer. Y aunque puedan verlos entrar a la
atmósfera, no podrán tocarlos.
Tal vez incluso no debía intentar prevenirlos. Quizá sería mejor que nunca supieran
qué los atacó…
Reger…, es…, ¡ah!, limítate a los hechos, Wain. Algo lo hace odiar la Tierra lo
bastante para…, no puedo imaginar incluso a un cobarde, haciendo esto para salvar el
pellejo. Debe haber alguna otra causa.
La prominencia en el muro comunicó: «Reger dice trabajas con él, puedes confiar».
Sí, puedo confiar. Les respondí lo que podían hacer con su proposición, agregando que
incluyeran a Reger en ella.
Ahora, esto es lo que voy a hacer. Cuando menos a intentarlo: Mi traje es el único que
tiene una grabadora y es interna. Es posible que aún Reger no lo sepa. Lo que haré será
esperar hasta que esta nave comience a desbastar el asteroide. Cobra una velocidad
endemoniada a cada pasada, más de la que pensarían ustedes, debido al campo sin inercia.
Al final del pase hacia el Sol, saldré por la esclusa. Tendré la velocidad de la nave, más la
de los muelles eyectores de la compuerta.
Utilizaré el giroscopio para dirigirme hacia el Sol. He conectado la marcha de mi
surtidor de los talones a mi fuente de oxígeno. Cuando el oxígeno deje de inundar los
escapes, lo cortaré. Espero que para entonces estaré lo bastante lejos para que no me
hallen o no se preocupen por mí. Eso es algo que no viviré para saberlo.
Y he conectado el medidor de combustible a mi señal de auxilio. Cuando se haya
agotado el combustible, la señal dejará de sonar. Debe haber exploradores buscando mi
nave; quizá uno de ellos me recogerá.
Ahora estamos poniéndonos en posición sobre la roca.
Tal vez no pasaré por la esclusa. Quizá me pulverizarán antes que me aleje. Tal vez
verán mis escapes al virar. Quizá captarán la señal cuando se hayan agotado los
surtidores. Tantas probabilidades.
No me llamen héroe por hacer esto. No lo estoy haciendo por ustedes. Estoy haciéndolo
contra Reger. El bastardo Reger…
Fue Jerry Wain, es todo; fuera.
***
El mayor levantó la mirada del informe. Tal vez algún día podría leerlo sin sentir ese escozor en
los ojos.
Levantó las copias para descubrir su propia trascripción. Detallaba fríamente los hechos
pertinentes de su entrevista con la esposa del traidor. La leyó toda otra vez con detenimiento, hasta el
último párrafo, que decía:
RESUMEN: Se indica que el sujeto es un individuo brillante, pero pervertido, y que las
primeras influencias anotadas, además de su modo de vida, han inducido un temor
morboso a sí mismo y una desconfianza profunda a todos los seres humanos, incluyendo a
su esposa. Su habilidad para la extrapolación, además de su imaginación viva, parecen
haber creado en él la certidumbre que había sido traicionado o lo sería ciertamente. Sus
acciones, tal como son relatadas por Wain, son motivadas, al parecer, por la venganza…,
una venganza contra toda la Humanidad, incluyéndose él mismo.
El suscrito quiere hacer hincapié en la naturaleza parcial del parte anterior, basado
como está en la declaración de un hombre bajo una grave presión. Es concebible que
evidencias posteriores puedan alterar las conclusiones declaradas.
***
Cuando las naves fueron avistadas, la grabación de Wain salió de los archivos y fue directamente
a los cables noticiosos. Uno de los columnistas dijo después que la conmoción producida en la
Tierra casi sacó a la Luna de su órbita. De pronto, no existió en ningún lado una cosa semejante a un
arma secreta. De repente, no hubo por el momento nada que pudiera ser llamado nación, únicamente
hubo el estruendo del pánico, el temor y la cólera, y en cada uno de éstos el apellido de Reger,
rodando en los huecos de los Himalaya, estallando en las amplias calles de Buenos Aires y en los
callejones de Londres. Temían a los extraterrestres, pero a Reger lo odiaban.
Sin la grabación de Wain, los extraterrestres podrían haberse acercado o incluso aterrizado, antes
que el mundo estuviera alerta. Sin ella, una alarma general ciertamente hubiera esperado alguna
especie de identificación. Pero la Tierra estaba tan preparada como pudieron disponerla tres mil
millones de seres humanos feroces, temerosos y furiosos en el breve tiempo que tenían.
Las naves llegaron en fila, más veloces que cualquier vehículo hecho nunca por el hombre. Eran
precisamente como las había descrito Wain: dieciséis grandes cilindros, diez pequeños esferoides.
Venían en seis escalones, uno tras otro, todos, excepto uno, compuesto de ambos tipos de naves, y el
restante era una hilera ominosa de cinco de los pesados.
Se dirigieron en línea recta hacia la Tierra, presentando en su única fila el perfil más pequeño
posible al radar terrestre. (Reger conocía el radar). Cuando toda ley conocida de balística espacial
dictaba que con ese rumbo, a esa velocidad, debían zambullirse en el planeta, desaceleraron y
viraron para seguir una órbita, más bien un curso impulsado en torno a la Tierra, al margen del
alcance de los cohetes interceptores (que conocía Reger).
Y ahora podían verse sus alas. Telefax y televisión, periódicos y agencias de gobierno, captaron
sus contornos en minutos. Eran bastante familiares: un diseño de ala de gaviota, que en opinión de un
ingeniero en aeronáutica, tenía «todas las características que podían darse a un ala». Cada una de
ellas, de la raíz a la punta, tenían su propio ángulo diedro. Cada ala tenía su conicidad plana
pronunciada y su inclinación aguda hacia atrás. Aun los pequeños destructores esferoides las
poseían, junto con un botalón para sostener el empenaje de mariposa. Había un diseño terrestre
exactamente como ése…, una superficie aerodinámica de un gran aeroplano estable en extremo para
empleo subsónico. El diseñador: Wolf Reger.
Los exploradores espaciales se elevaron rugiendo para retarlos, cargados de armamento y de
rabia. Enviaron una nube de proyectiles delante de ellos. Había altos explosivos, atómicos,
proyectiles sólidos y un espectro completo de radio en diversas frecuencias, por si acaso.
Las ondas de radio tuvieron tan poco efecto sobre los extraterrestres como las cargas de fusión.
Lentes telescópicos vieron que los proyectiles volaban hacia sus blancos y simplemente se detenían
ahí, para deslizarse en torno a los cascos brillantes y flotar hasta ser llevados a bordo uno a uno.
Y después, los pequeños exploradores intentaron embestirlos y fueron desviados como
pececillos de las paredes de un acuario, para continuar rugiendo en el espacio hasta hacer un viraje
laborioso.
El enemigo voló en círculos por tres días en torno a la atmósfera, conservando su formación y
absorbiendo o ignorando todo lo que podía arrojarles la Tierra.
El mayor llamó por teléfono a la esposa de Reger para preguntarle si había retirado su nombre
del buzón y del timbre de la puerta. Ella respondió indignada que no necesitaba hacerlo y no lo haría.
El mayor suspiró y esa noche envió un pelotón a arrestarla. Estaba furiosa. Sin embargo, aceptó que
tenía razón a la mañana siguiente, cuando vio en el periódico las fotografías de su apartamento.
Incluso habían desaparecido los marcos de las ventanas. En algunos lugares, la chusma rompió hasta
el piso, aun arrojó la bañera desde el décimosegundo piso a la calle.
—Debía saber tanto respecto a la gente como piensa que sabe de Wolf Reger —dijo él.
—Debía saber tanto respecto a Wolf como cree que sabe de la gente —repuso ella.
Había en su compostura una luz que nunca vio antes. El mayor dijo repentinamente:
—Usted sabe algo.
—¿Sí?
—Actúa como si hubiera recibido una carta por entrega inmediata de ese…, de su esposo.
—Es verdad.
—¿Qué?
Ella rió. Era la primera vez que la oía reír y algo con manos, en lo profundo de él, lo oprimió.
—No debía provocarlo, mayor. Si le prometo decírselo a su tiempo, ¿me promete no preguntarlo
ahora?
—Mi obligación es hallar todo detalle que pueda tener influencia en la situación —replicó él con
una voz seca.
—¿Aunque eso no influya lo más mínimo a su comprensión?
—Usted no puede juzgar eso.
—Sí puedo, ciertamente.
El mayor movió la cabeza.
—Nuestra misión es decidirlo. Temo que tendrá que decírmelo, cualquier cosa que sea.
La jovialidad de la mujer se ocultó en su interior y una nueva luz brilló en sus ojos.
—Bueno, no lo haré.
Él comenzó a hablar y luego calló. No necesitaba hacer experimentos para descubrir que esta
mujer extraordinaria no podía ser presionada, coaccionada o aun sorprendida. Dijo suavemente:
—Muy bien. No preguntaré. ¿Y me lo dirá tan pronto como pueda?
—Ni un segundo después.
La retuvo en su oficina. A ella no pareció importarle. Le permitió leer todos los informes de la
invasión a medida que llegaban y observó todo asomo de expresión en su cara.
—¿Cuándo va a admitir que no hay ningún héroe en esta historia, que no hay nadie apagando las
llamas de su vestido?
—Nunca. ¿Alguna vez se ha casado, mayor?
Él pensó agriamente: «¿Te has casado?».
—No —respondió el hombre.
—Sin embargo, ¿ha amado a alguien?
Él se preguntó cómo conservaba sus facciones tan controladas bajo la tensión. Le agradaría
aprender a hacerlo. Contestó.
—Sí.
—Está bien. Entonces únicamente necesita unos pocos datos concernientes a la persona a quien
ama. Nada más que los indispensables para señalar el camino.
—Tres puntos en una gráfica para darle una curva, de manera que pueda conocer sus
características y extenderla. ¿Se refiere a eso?
—Ésa es una de las cosas a las que me refiero.
—Lo llaman extrapolación. La especialidad de su hombre.
—Me agrada eso —dijo ella suavemente—. Me gusta mucho.
Apartó la mirada de él, del cuarto y sonrió ante lo que vio.
—¡Dios! —explotó él.
—¡Mayor!
—Va a ser golpeada —dijo el mayor roncamente—. Va a recibir tal golpe en los dientes…, y no
puedo hacer nada.
—Pobre mayor —comentó la mujer, mirándolo como si fuera un recuerdo.
Se oyó un sonido metálico y un ruido electrónico llenó la oficina. La bocina ladró:
—El enemigo desciende en espiral. Vigilen su trayectoria.
—Ahora verá.
Descubrieron que habían hablado al unísono, pero no era ocasión de cambiar una sonrisa.
—¡Arizona! —exclamó la bocina y agregó—: Alertas… Alertas…
—Alertas un demonio —gruñó el mayor—. Escucharemos los detalles por radio. Venga.
—¿Me llevará?
—No la perderé de vista.
Corrieron a los elevadores y subieron al techo. Un helicóptero los llevó al aeropuerto, abordaron
un avión de retroimpulso y despegaron hacia el sol poniente.
Un cordón ininterrumpido pudo ser tendido en torno de alrededor de 260 kilómetros cuadrados en
hora y media. Fue posible porque lo hicieron inmediatamente después que la flota extraterrestre tocó
la Tierra. Una vez que fue determinado el sitio de aterrizaje, los caminos se congestionaron por el
tránsito, el desierto hirvió con hombres y máquinas, el aire se sacudió con aeronaves, floreció con
paracaídas. El círculo no se había cerrado del todo, cuando la formación descendió casi
precisamente en el centro previsto. Fue una formación esférica, ya no una fila sencilla. Llegó a la
Tierra con dos estruendos: uno, el crujido terrible del aire hendido al cerrarse para cicatrizar, que
rebotó y chocó otra vez; el otro, un sacudimiento de la Tierra misma.
Y el cordón se detuvo, se aplastó, permaneció inmóvil como una mancha, mientras el globo
violento se formaba en el desierto, se rodeaba con su capa de muchos colores, se elevaba al
firmamento y se ataviaba con sus penachos agitados.
Y no hubo demonios ahí, en el desierto, sino el mismo infierno.
Lo vieron desde el aeroplano, porque estaban manteniendo contacto estrecho por radio con el
aterrizaje y esforzando los ojos hacia el crepúsculo, tratando de ver la flota. Su piloto les dijo que
los vio llegar a una velocidad imposible. El mayor no los vio al guiñar, pero vio sus alas, como un
aleteo de papeles en una esquina ventosa, cayendo rotas. Y entonces la bola de fuego luchó con el sol
y por un momento lo derrotó, hasta que se convirtió en un fantasma torcido en un sombrero amplio,
desgarrado.
Pareció pasar mucho tiempo antes que el mayor, con las palmas apretadas sobre sus ojos,
murmurase:
—Usted sabía que ocurriría eso.
—No, no lo sabía —respondió ella, en un murmullo respetuoso—. Sabía que sucedería algo.
—¿Lo hizo Reger?
—Por supuesto —la mujer se agitó, miró la torre de humo y se estremeció—. ¿Todavía no puede
ver?
Él lo intentó.
—Algo…
—Tome —dijo ella—. Le prometí. Mi carta de entrega inmediata.
El mayor la tomó.
—He visto esto. La fotografía de la flota.
Murmuró exactamente como lo había hecho antes:
—Pobre mayor —recobró la fotografía, le dio vuelta, tomó con dedos ágiles su lapicero de oro
del bolsillo del uniforme—. Primero venía un crucero, otro crucero y otro crucero —explicó y trazó
una línea corta por cada uno, seguidas—, y un destructor y otro destructor —dibujó un disco negro
por cada uno de ellos—. Después, el segundo escalón: destructor, crucero, destructor.
Y dibujó así toda la, formación. Él miró las marcas hasta que ella rió.
—¡Capitán!
—¿Sí, señora? —contestó el piloto.
—¿Quiere leer esto al mayor, por favor?
Se lo entregó.
—¿Qué quiere decir con que lo lea? —preguntó el mayor, pero la mujer lo hizo callar.
El piloto miró las señales y devolvió el papel.
—Dice ochenta y ocho, W. R.
—No, no…, diga también los códigos.
—¡Oh…, lo siento! —lo miró nuevamente—. Dice: «Amor y besos. Eso es todo lo que tengo
para ti. W. R.»
—Démelo —ordenó el mayor—. ¡Por Dios, es clave Morse!
—Colgó allí por tres días completos y no pudo leerlo.
—¿Por qué no me lo dijo?
—¿Cómo lo hubiera interpretado, antes que sucediera eso?
Siguió su ademán y vio la gran nube ardiente.
—Es verdad —exhaló—. Tiene tanta razón. ¿Hizo eso nada más que por usted?
—Por usted. Por todos. Debió ser la única cosa que pudo hacer para informarnos de lo que
estaba haciendo. No le permitieron llamar por radio. Incluso no lo dejaron hablar a Wain.
—No obstante, le permitieron desplegar sus naves.
—Supongo que fue porque hizo las alas para ellos; pensaron que él sabría cómo emplearlas
mejor.
—Las alas se desprendieron —preguntó el piloto—. ¿No fue eso lo que ocurrió, capitán?
—Seguro —replicó el joven—. Y no es raro, por el modo en que entraron. Lo he visto suceder
antes. Se puede volar bajo la velocidad del sonido o sobre ella, pero es mejor no hacerlo a esa
velocidad precisa. Me parece que permanecieron todo el tiempo en la barrera, mientras entraban.
—Todo desde una serie de controles…, probablemente un piloto automático, con el rumbo y la
velocidad fijos —miró a la mujer—. Reger lo dispuso —de pronto, movió la cabeza con impaciencia
—. ¡Oh, no! No se lo habrían permitido.
—¿Por qué no? —inquirió ella—. Todas las otras cosas que les dijo resultaron ciertas.
—Sí, pero debieron saber respecto a la barrera. Capitán, ¿cuál es la velocidad del sonido en la
estratosfera?
—Depende, señor. Al nivel del mar, es de trescientos cuarenta metros por segundo. Alrededor de
treinta kilómetros de altura, es de aproximadamente trescientos, dependiendo de la temperatura.
—La densidad.
—No, señor. La mayor parte de la gente piensa eso, pero no es así. Mientras mayor sea la
temperatura, más elevada será la velocidad del sonido. En cualquier forma, la «barrera del sonido»
de la que hablan es únicamente un término conveniente. Lo que ocurre es que se forman ondas de
choque en torno de una nave entre 85 y 115 por ciento de la velocidad del sonido, porque alrededor
de ella parte del flujo de aire es supersónico y otra parte todavía es subsónico, y se sufren patrones
de flujo muy extraños. Algo de las sacudidas son por eso, pero la mayoría son por las ondas de
choque, como las de la nariz, que golpean las puntas de las alas, o las de éstas, que golpean el
empenaje.
—Ya veo. Capitán, ¿podría establecer un plan de vuelo que mantuviera a una aeronave en la
etapa de sacudimientos desde el principio de la atmósfera hasta abajo?
—Imagino que podría hacerlo, señor. Aunque no se padecerían muchas sacudidas arriba de
alrededor de 35 kilómetros. No importa cuál sea la velocidad sónica, el aire es demasiado delgado
para la formación de ondas de choque.
—Le diré lo que hará. Elabore un plan así. Después, llame al radar en Prescott e investigue la
información referente a la aproximación de Reger.
—Sí, señor.
El joven fue a trabajar en su mesa de gráficas.
—Es tan difícil para usted —comentó la señora Reger.
—¿Qué?
—No lo creerá hasta que tenga coordenada su gráfica, con todos los datos y las cifras en su sitio.
Yo lo sé. Lo he sabido todo el tiempo. Es tan fácil.
—También es fácil odiar —observó el mayor—. Probablemente usted nunca ha odiado mucho.
Pero dejar de odiar es un proceso bastante complicado. No hay modo de hacerlo, excepto entender
los hechos. La verdad.
Estaban a cinco minutos de vuelo del hongo, cuando el capitán terminó sus cálculos.
—Es verdad, señor, eso fue lo que sucedió. Pudo haber sido un accidente. Esas naves
permanecieron dentro del 4 por ciento de la velocidad sónica, con impulso, y se hicieron pedazos. Y
hay algo más. El radar dice que desde los 32 kilómetros hacia abajo mostraron una señal distinta.
Como si se hubieran despojado de su campo de inercia.
—¡Tuvieron que hacerlo, o no tendrían ninguna clase de turbulencia sustentadora sobre las alas!
¡No puede usarse una superficie aerodinámica si no la toca el aire! Creo que, por alguna razón, su
escudo de inercia no puede utilizarse cerca de un fuerte campo de gravedad.
—¿Y Reger proyectó la aproximación de esa manera?
—Así parece. Desde treinta kilómetros hasta tierra a esa velocidad…, todo terminó en alrededor
de quince segundos.
—Reger —musitó el piloto. Volvió a los controles y desconectó los automáticos—. Una de las
fotografías de radar mostró el traje espacial de Reger, mayor —dijo—. Parece que saltó en la misma
forma en que lo hizo Wain…, a través de la esclusa para desechos.
—¡Está vivo!
—Depende —el joven miró al mayor—. ¿Piensa que la chusma va a esperar mientras les
explicamos las velocidades?
—Es un dispositivo militar, capitán. Harán lo que se les ordene.
—¿Respecto a Reger, señor?
Volvió su atención a los controles y el mayor volvió pensativamente a su asiento. Mientras
descendían sobre la pista, atrás del cordón, se golpeó de pronto la rodilla.
—Gases ligeros, alta temperatura…, ¡por supuesto esos insectos nunca supieron respecto a una
onda de choque a la que llamamos velocidad sónica! ¿Ve? ¿Ve?
—No —respondió ella.
Él comprendió que la mujer no necesitaba ver. Ella lo sabía.
Tal vez la hembra de la especie extrapolar, sin saberlo, pensó, y la fe intuitiva no es más que
computación a alta velocidad.
Guardó su idea para sí mismo.
El mayor caminó silenciosamente entre la muchedumbre, escuchando. Había soldados y hombres
de la Fuerza Aérea, oficiales de seguridad y civiles. Tras ellos estaba el cordón, apretándose
reduciendo el espacio entre ellos y el área radiactiva. En el cordón, una puerta humana: FBI, CIA,
G-2, examinando a los que se encontraban adentro. El mayor escuchó:
—Tiene que estar adentro, en alguna parte.
—No te preocupes, agarraremos al muy…
—¡Eh George!, te diré lo que haremos. Si lo capturamos, cerraremos la boca. Si lo encuentra el
Ejército, habrá un juicio y toda clase de formalidades. Si lo halla esta chusma, lo destrozarán al
instante.
—¿Y?
—Demasiado rápido. Tú y yo, uno o dos de los otros tipos de aquí…
Desde algún lugar atrás del cordón se oyó un resoplido tremendo y una enorme voz indiferente:
—El micrófono está dispuesto, teniente.
Y después se escuchó la voz del oficial de guerra psicológica:
—Está bien, Reger. Sabemos que usted no deseaba hacerlo. Nadie le hará daño. Recibirá un trato
justo. Entendemos por qué lo hizo. Estará seguro. Nos haremos cargo de usted. Nada más, salga —
hubo una interrupción y luego—: ¡Oh, lo siento, señor!
—No mimará a un hijo de perra como ése en mi presencia —se oyó claramente a través del
amplificador y después, ásperamente—: Reger, salga de allí y acepte las consecuencias. Lo merece y
lo recibirá tarde o temprano.
El mayor escuchó parte de una sugerencia respecto a una operación con una lima para uñas y
después se alejó, para oír:
—Sujetas una cuerda de tripa a un árbol, y le haces caminar en torno, hasta que…
El traje espacial colgaba grotescamente por el cuello contra la pared derruida de un pajar. Un
hombre flaco, con un traje sucio de una pieza, estaba junto a un montón de piedras.
—Tres por diez centavos, caballeros, y las damas gratis. Acérquense y golpeen al hijo de perra.
Prepárense para lo bueno. Gracias, señor. Péguele duro —un cabo levantó una piedra redonda
espacial y la hizo volar. Acertó entre las piernas del traje espacial y la multitud rugió. El hombre
flaco chilló—: ¡Una por cuenta de la casa! ¡Una por la casa! —y le entregó otra piedra.
El mayor tocó en el brazo a un teniente de cara tersa.
—¿Qué sucede?
—¿Eh? ¿El traje, señor? ¡Oh, todo está bien! Los hombres del G-2 estuvieron aquí y se retiraron.
Sí, es suyo. Tiene que estar cerca. Bueno, somos nosotros o lo caliente…, puede escoger. El cordón
está poniendo blindaje para radiación.
—Esto provocará dificultades.
—No lo creo —replicó el teniente—. El mismo general Storms lanzó un par de piedras.
—Hágalo sangrar, cabo —gritó el hombre a un soldado de primera. Saltaba de un pie al otro,
haciendo sonar las monedas en el bolsillo—. ¿Qué pasa, muchachos, lo aman?
—Imagínese, ganando dinero —comentó el teniente, admirado—. Es un payaso.
—Sí, un payaso —aceptó el mayor y se alejó.
—Al ver esto, desearía que Reger hubiera escapado —dijo una voz suave.
—Usted es un tipo raro aquí, señor —observó el mayor cordialmente y por completo fue mal
comprendido.
El hombre huyó y el mayor podría haberse mordido la lengua, cortándola en dos.
«Quiero estar en su lugar —pensó de pronto con apasionamiento—, donde la verdad constituye
una diferencia. Y si fuera un genio para la extrapolación, ¿dónde me escondería?».
—Señor Reger, usted es un hombre razonable —bramó la bocina.
—Tres por diez centavos. Por veinticinco, puede arrojarle un subteniente.
—Debería resistirse. Debía regresar al punto despejado y freírse lentamente.
El cordón avanzó treinta centímetros. «Pensé el chiste más gracioso. Pones vinagre en su esponja
y se la acercas con esta estaca…».
El mayor caminó con lentitud de regreso hacia el cordón y entonces, como una luz cálida,
brillante, se le ocurrió lo que haría si fuera un genio para la extrapolación, atrapado entre los lobos
que avanzaban y las llamas. Sería una llama o un lobo. Pero no podía ser esa clase de llama. No le
era posible ser uno de los lobos que avanzaban. Tendría que ser un lobo que permaneciera en un
lugar y permitir que el avance lo dejara atrás.
Fue y se detuvo junto al hombre. Ésta no era la cara conocida de Reger, hundida, delgada, con la
nariz arqueada.
Descubrió repentinamente que la nariz del hombre estaba quebrada y no magullada. Y un hombre
tendría que vestir esa ropa por semanas, para que estuviera tan sucia.
—Tomaré tres —dijo y entregó diez centavos al hombre.
—¡Qué muchacho, mayor!
Le entregó dos piedras y un trozo de metal. El mayor apuntó con cuidado y dijo por una comisura
de la boca:
—Muy bien, amor y besos. Tenemos que sacarlo de aquí.
El hombre tuvo un momento de inmovilidad total. Tras ellos, el magna voz rugió:
—Puede confiar en mí, señor Reger.
—Y yo confiaré en usted, señor Reger —bramó el hombre en contestación—. Salga y le tiraré un
par de piedras. ¿Ve, mayor? Estoy en una situación que no puedo confiar prácticamente en nadie.
El mayor lanzó su piedra contra el traje espacial. Por un lado de la boca, casi sin mover los
labios, insistió:
—Alta temperatura, gases ligeros. Sé lo que hizo. Permítame sacarlo de aquí.
Lanzó otra piedra, y pegó en el frente del traje espacial.
—Una por la casa, una por la casa. Me gusta el modo en que lo está haciendo, mayor.
El mayor observó quedamente:
—Una cosa que nunca extrapoló, genio. Suponga que ella lo amara tanto que tuviera fe en usted,
cuando tres mil millones de personas odiaban sus bríos —arrojó el trozo de metal y tomó otros diez
centavos—. Lo avisaré. Voy a romperle la nariz —apuntó cuidadosamente y declaró casi por encima
del hombro—: Ella jamás perdió la fe por un segundo. Está aquí. ¿Vendrá?
Lanzó la piedra y pegó en la placa de la cara.
—Ven, Reger —gritó el hombre—. De cualquier modo, recibirás tu merecido tarde o temprano
—levantó una de sus propias piedras y murmuró…, casi gimió—: Podría matarla si regreso…
—Ella podría morir, si no lo hace.
—¡Esto es algo que jamás esperaste, Reger! —exclamó el hombre y lanzó su piedra—. ¿Quieres
gritar un poco? —preguntó a un muchacho con dientes salidos—. Tengo que lavarme la boca.
Caminó hacia la salida móvil en el cordón, con el mayor detrás. El mayor lo empujó rudamente.
—Si no tiene inconveniente —dijo al hombre del FBI—, voy a interrumpir esta empresa.
Cerca de él, un hombre de la CIA gruñó:
—Magnífica idea, mayor. Estaba a punto de confundirlo con Reger, la sucia sanguijuela.
Salieron.
—Nunca pensé que lo encontraría gritando, conversando y mezclándose con la gente —comentó
el mayor.
—Uno hace lo que tiene que hacer —respondió el hombrecillo—. En una ocasión vi que una
mujer levantó la puerta de doscientos setenta kilos de un garaje, con una mano y sacó a su hijo con la
otra.
Trastabilló. El mayor lo sostuvo.
—Hombre…, ¡está agotado!
—Usted no sabe —murmuró Reger. Inquirió repentinamente—: ¿No la ama lo suficiente para
entregarme a ellos? Jamás tendrá una oportunidad mejor.
—¿Dije que la amaba?
—En una forma o en otra.
Callaron el resto del camino hasta la pista de aterrizaje. El mayor admitió, con voz ahogada:
—La amo más que…, lo bastante para… —golpeó un costado del aeroplano—. Lo encontré —
gritó.
La puerta se abrió.
—Sabía que lo hallaría —declaró la mujer.
Ayudaron a subir a Reger. El mayor se sentó junto al piloto.
—Vuele —ordenó.
Pensó: «Sabía que lo encontraría. También tiene fe en mí».
Mucho tiempo después, pensó: «Cuando menos, eso es algo».
Los Riesgos de la Sinergia
Al extraño cosmos de la ciencia-ficción de la Edad de Oro —en donde primero el plural de
fans era fen y una sección de correspondencia en la revista se convirtió en una lettercol y las
actividades de los fen eran fanac, y un pretencioso era un fugghead— llegó Samuel Mines, los fen
nunca supieron de dónde y después de unos pocos números, pocos supieron adónde. Una vez
corrió brevemente un rumor respecto a que Sam había muerto, lo cual provocó un lamento de
angustia por teléfono a larga distancia desde Peoria. No obstante, al escribir esto, tengo en la
mano una carta de Sam Mines quien, como Mark Twain, llama al relato «exagerado»…, y estoy
muy complacido, pues este hombre ha sido muy amado. Dirigía la lettercol con habilidad y
compasión extraordinarias y además con una buena proporción de humor discreto. Engendró
algunas de las mejores cartas que publicaron las revistas, y tales revistas ( Starling Stories y
Thrilling Wonder ) publicaban lettercols como nunca las he visto iguales antes o después. Sucede
que Sam es también un escritor muy bueno en verdad y algún día alguien en la vecindad general
de los Premios Pulitzer lo descubrirá.
***
Era la forma en que estaban respirando, pensó ella con desesperación y disgusto, lo que hacía
que su mente funcionara así. La respiración era abierta en la oscuridad, conscientemente
silenciosa, aunque su intensidad se encontraba fuera de su control. Era silenciosa debido a los
delgados muros de ese horrible lugar, silenciosa para ocultar lo que debió ser abierto y gozoso. E
igual que surgió la compulsión ciega de ser manifiesta y gozosa, aumentó la necesidad de más
control, más silencio. Y entonces fue imposible dejar a su mente descansar y flotar, introducir esa
rara explosión extática de sol. Las paredes se hacían con seguridad más y más delgadas…, y
afuera se apiñaba la gente, escuchando. Más y más gente, le dijo su mente locamente. Personas
con más y más oídos, hasta que ella y Karl estaban intentando permanecer silenciosos y callados
en el centro de una esfera hueca de grandes orejas atentas, un mosaico de lóbulos, pabellones y
orificios oscuros, todos unidos como escamas de peces…
Después, la contención del aliento de él, la sensación de bienvenida, de gratitud…, una
gratitud y un alivio sin razón, pues se basaban nada más en el hecho que ya todo había concluido
pero ¡oh!, silencio.
Luego la pesadez, la inmovilidad…, silencio. Auténtico silencio y no pretensión. Ella aguardó.
La cólera aleteó en ella. Bastante es suficiente. Este peso, esta inmovilidad…
Demasiado peso. Demasiada inmovilidad…
—Karl —ella se movió—. ¡Karl!
Luchó, pero en silencio.
Entonces supo por qué estaba tan silencioso y tan inmóvil. Miró aturdida ese simple hecho y
por un largo momento no respiró más que él y eso fue no respirar en absoluto, pues él había
muerto. Y luego el horror. Y después la humillación.
Su impulso de gritar murió tan abruptamente como él, pero el puro espasmo muscular de eso
la apartó de él, hacia la habitación. Permaneció encogida contra el frío; el resplandor rítmico de
un letrero luminoso en alguna parte, afuera, y otra vez abrió su garganta para que su anhelante
respiración fuera silenciosa.
Tenía que escapar y toda célula viviente en ella gritó por una fuga, chillando. Pero no; de
algún modo tenía que vestirse. Tenía que salir de alguna manera, viajar por corredores donde la
más leve sospecha de su presencia causaría una alarma. Había luces y una gran extensión de
vestíbulo que cruzar…
Y en alguna forma hizo todas estas cosas y escapó a las benditas, ruidosas, indiferentes calles
de la ciudad.
Killilea estaba en otra cantina más, con otra ginebra con agua más en la mano, preguntándose si
ésta iba a ser otra de esas noches.
Probablemente. Cuando uno está buscando a alguien y no recurre a la policía y uno sabe que es
inútil publicar un anuncio en los periódicos, porque ella nunca los lee y no se conoce a nadie que
pueda saber dónde está, pero uno sabe que si ella está bastante trastornada, es bastante infeliz, bebe
en bares…, ¡oh!, entonces uno visita bares. Uno va a cantinas buenas y a bares sucios, a tabernas
vacías y brillantes y a otras polvorientas y oscuras, noche tras noche, sin saber si ella está
destrozándose en la cantina adonde uno fue la noche anterior, o si estará en ese bar mañana, cuando
uno esté en otra parte.
Alguien estornudó explosivamente y Killilea, cuyos nervios siempre habían sido buenos y quien,
además, estaba tan aislado de sus alrededores inmediatos como puede estarlo un hombre, se asombró
al saltar del banquillo del mostrador. Su bebida saltó y disparó hacia arriba una lengua de ginebra,
para lamer el lado de su cuello fríamente. Maldijo, se limpió con el dorso de su mano y se dio vuelta
para ver la fuente de esa monstruosa explosión humana.
Vio a un joven alto, con grandes orejas de color rojo brillante, y lo que sin duda había sido un
pañuelo de exhibición, con el que estaba frotando la manga de pelo de camello de una muchacha, en
el gabinete de enfrente. Las aletas de la nariz de Killilea se distendieron en leve desagrado, mientras
sus labios se extendían con una sonrisa no menos ligera. Una cosa así podría ocurrirle a cualquiera,
pensó, pero, Dios mío, ese tipo debía sentirse como un patán. Y miren al que está en el gabinete con
la muchacha. No sabe qué decir. ¿Y qué diría uno? ¿No escupa a mi novia? Demasiado tarde. ¿Voy a
golpearlo en la boca? Eso no arreglaría nada. Pero si no se hace algo, no es de esperar que su amiga
esté dichosa.
Killilea ordenó otra bebida y volvió a mirar hacia el gabinete. El joven alto retrocedía en una
verdadera nube de disculpas; la muchacha estaba limpiando su manga con una servilleta de papel y
su amigo todavía continuaba sin hablar. Sacó su pañuelo y después volvió a guardarlo. Se inclinó
hacia adelante para hablar, no dijo nada y volvió a erguirse, con expresión desdichada.
—Resultaste ser un magnífico sir Galahad —comentó ella.
—No creo que Galahad se haya encarado jamás a esta situación —respondió su acompañante
razonablemente—. Lo siento.
—Lo sientes —remedó la muchacha—. Eso ayuda mucho, ¿verdad?
—Lo siento —repitió el hombre. Después agregó, un poco enfadado—: ¿Qué quieres que haga?
¿Que estornude contra él?
Ella frunció los labios.
—Eso sería mejor que no hacer nada. Nada, eso eres tú…, nada.
—Mira —protestó él, levantándose a medias.
—¿Vas a algún lado? —preguntó la muchacha agriamente—. Hazlo. Puedo arreglármelas sola.
Ándate.
—Te llevaré a casa —sugirió él.
—No lo harás.
—Muy bien —dijo el hombre. Salió del gabinete, humedeciéndose los labios, desdichado—.
Entonces está bien —repitió.
Dejó caer un billete de a dólar sobre la mesa y caminó hacia la puerta. Ella lo siguió con la
mirada, con el labio inferior saliente, húmedo y malhumorado.
—Gracias por la película en el cine del barrio —le gritó con voz que llenó la cantina.
Él se encogió de hombros con embarazo. Tomó sus solapas y dio a su chaqueta un pequeño tirón
hacia abajo, patético, furioso, y salió sin volver la mirada.
Killilea se volvió otra vez hacia la barra y halló que podía ver el gabinete reflejado en el espejo.
—Gran cosa —observó la muchacha, hablando al estuche de su colorete como si fuera un
teléfono.
El joven alto que había estornudado se aproximó con cautela.
—Señorita.
Ella lo miró calculadoramente.
—Señorita, no pude evitar oír y en realidad fue culpa mía.
—No lo fue —replicó la muchacha—. ¡Olvídelo! De cualquier modo, él no significaba nada para
mí.
—De cualquier manera, usted es muy comprensiva al respecto —insistió el joven—. Quisiera
poder nacer algo.
Ella miró su cara, su ropa.
—Siéntese —dijo.
—¡Mozo! —llamó él, y se sentó.
Killilea miró entonces su bebida y sonrió. Las sonrisas no venían fácilmente a él en esos días y
les daba la bienvenida. Pensó en la pareja que estaba detrás de él. Tal vez tuvieran un gran idilio.
Quizá contrajeran matrimonio y vivieran por años y años hasta que fuesen ancianos y se tomaran las
manos en sus bodas de oro y pensaran en esta noche, este encuentro: «La primera ocasión que me
viste, me escupiste…». La primera vez que él vio a Prue, ella tropezó contra él en un excusado para
hombres. Descabellado, son descabelladas las cosas que pasan.
—La forma en que ocurren las cosas —comentó una voz—. Es descabellada.
—¿Qué? —demandó Killilea, sobresaltado.
Se volvió a mirar al hombre sentado junto a él. Era un hombrecillo con cejas belicosas y ojos
suaves, que se preocupó y se intimidó ante el tono áspero de Killilea. Señaló con un dedo pulgar por
arriba de su hombro y explicó en forma apaciguadora:
—Ellos.
—Sí —aceptó Killilea—. Estaba pensando lo mismo.
Los ojos suaves parecieron confortados. El hombre repitió.
—Descabellado:
La puerta se abrió. Entró alguien. No era Prue. Killilea se volvió otra vez hacia el bar.
—¿Espera a alguien? —preguntó su vecino.
—Sí —respondió Killilea.
—Me iré si llega su compañía —ofreció el hombre con los ojos suaves. Inhaló profundamente,
como si estuviera a punto de hacer algo valeroso—. ¿Puedo conversar con usted mientras tanto?
—¡Oh, diablos, sí! —contestó Killilea.
—El hombre necesita a alguien con quien hablar —observó su vecino. Hubo un silencio tenso,
mientras ambos se esforzaban por encontrar un tema de conversación, después que habían cumplido
con las formalidades—. Hartog —dijo el hombre repentinamente.
—¿Qué? —inquirió Killilea—. ¡Oh!, Killilea —se estrecharon las manos con gravedad. Killilea
gruñó y bajó la mirada a su mano. Estaba sangrando de una pequeña cortada en la palma—. ¿Cómo
diablos me hice esto?
—Permítame ver —pidió el hombre apellidado Hartog—. ¡Oh…! No sé qué… Creo que fue
culpa mía —mostró su dedo derecho, en cuyo dedo medio llevaba una sortija enorme, diseñada
ostentosamente, con el dorado cayéndose en las aristas de la montadura. La piedra había
desaparecido y una de las garras de la montadura apuntaba hacia arriba, aguda y brillante—. Perdí la
piedra ayer —explicó—. No debí ponérmelo. Lo di vuelta hacia el interior de mi mano, como
siempre que vengo a un sitio como éste. Pero ¿qué puedo hacer? —pareció como si estuviera a punto
de llorar. Luchó con el anillo hasta que pudo quitárselo y lo dejó caer en su bolsillo—. ¡No sé qué
decir!
—¡Eh!, no me cortó el brazo —replicó Killilea condescendientemente—. No diga nada. A mí no
—señaló al cantinero—. Dígale a él lo que está bebiendo.
Bebieron en compañía mientras, detrás de ellos, la pareja reía y murmuraba, y el fonógrafo
mecánico expresaba sentimientos idénticos en tonos variados.
—Yo arreglo heladeras —informó Hartog.
—Soy químico —dijo Killilea.
—No me diga. ¿Prepara recetas y todo eso?
—Ésos son los farmacéuticos —rectificó Killilea. Iba a decir más, pero decidió no hacerlo. Iba a
decir que era un químico biólogo especializado en la síntesis parcial y que había desarrollado una
que quisiera poder olvidar y que era tan fascinante que Prue lo abandonó y que eso lo obligó a
abandonar la química para buscarla. Pero hubiera sido tedioso explicar todo y no estaba
acostumbrado a descargar sus aflicciones en la gente. Todavía así, como había dicho Hartog, un
hombre necesita a alguien con quién hablar. «Necesito a Prue para hablar con ella —pensó—.
Necesito a Prue, ¡oh, Dios, sí!». Dijo de pronto—: Usted es inglés.
—Lo fui —admitió Hartog—. ¿Cómo lo sabe?
—Ellos llaman químicos a los farmacéuticos.
—Lo había olvidado —dijo Hartog; y en este caso, en forma extraña, pareció estar
reprendiéndose.
—Está bien —dijo Killilea, sin comprender.
—Me pregunto si me aceptaría una muchacha si la escupiera —comentó Hartog.
—Eso lo hace interesante —observó Killilea.
—De todas formas —repitió Hartog y movió la cabeza sabiamente—. Todas desean la misma
cosa. Cada una quiere obtenerla de manera diferente. Es una cosa endemoniada saber lo que desea
una y no saber cómo lo quiere.
—Eso lo hace interesante —observó Killilea.
Hartog sacó un cigarrillo, sin extraer el paquete de su bolsillo.
—Una ha estado frecuentando el establecimiento de Roby, donde estaba yo hace un momento.
Uno lo sabe respecto a ella, por la forma en que mira a todos, por la manera en que observa. —
Killilea le dio fósforos. Hartog utilizó uno, lo apagó con humo exhalado por la nariz y miró por largo
tiempo el extremo chamuscado—. Una cosita rara. Flaca. Todo mal puesto…, huesuda aquí, plana
acá y tiene nariz grande. Parece hambrienta —lanzó una mirada a Killilea, como si éste pudiera estar
riéndose de él. Killilea no estaba riendo—. Uno siente hambre, pero no de alimentos, ¿comprende?
Killilea movió la cabeza afirmativamente.
—No pude lograr nada con ella —dijo Hartog—. Todo marcha bien, hasta que uno hace tanto así
—extendió los dedos índice y pulgar, separados alrededor de dos milímetros—, de una insinuación.
Entonces ella se atemoriza.
—Simula.
—No —rectificó Hartog. Cerró los ojos contra algo que había dentro de ellos y movió la cabeza
positivamente—. Se asusta…, en realidad. Enséñele una víbora, dispare una pistola; no la
atemorizaría así —se encogió de hombros. Tomó su vaso, lo vio vacío y volvió a dejarlo sobre el
mostrador. Killilea pensó que le tocaba invitar a Hartog. Entonces notó cuán cuidadosamente
desviaba la mirada del vaso de Killilea, que también estaba vacío, y recordó el modo en que había
salido el cigarrillo. Llamó al cantinero y Hartog le dio las gracias—. Organicé un desfile —siguió
Hartog—. Tipos con sistemas para abordar a una mujer. Los mandé de uno en uno a esta cosita de la
que estoy hablándole. Uno empleó palabras dulces. Otro utilizó pulseras. Otro le habló de sus
preocupaciones para ganar su simpatía. Otro mostró simpatía por sus dificultades. Otro tenía un
Cadillac aerodinámico y una gema de cuatro quilates. Otro tenía el pecho velludo. Todo lo que han
conseguido esos especialistas es atemorizarla y no llegar a ninguna parte en absoluto.
—Entonces no los quiere.
—No diría eso si la viera —replicó Hartog, moviendo la cabeza—. Debe haber alguna forma, un
modo. Tengo una teoría respecto a que hay una manera de conseguir cualquier cosa, con sólo hallar
esa manera.
Killilea agitó su bebida. Las cantinas están llenas de filósofos. Pero él no estaba coleccionando
filósofos ni lo pretendía.
—¿Está vendiendo algo? —inquirió con mala intención.
—Mi negocio es la reparación de refrigeradores —le contestó Hartog, al parecer sin entender el
insulto. La ceniza de su cigarrillo cayó sobre su chaqueta, después de lo cual lo sacudió inútilmente
contra la orilla de un cenicero—. Y no sé por qué estoy hablando de ella. Es flaca, como dije. Su
nariz es grande.
—Muy bien, no está vendiendo —aceptó Killilea en tono contrito.
—Le falta el lóbulo de una oreja —comentó Hartog—. Lo vi cuando se echó los cabellos hacia
atrás para rascarse el cuello. ¿Qué es lo que ocurre, señor Killdeer?
—Killilea —rectificó Killilea roncamente—. ¿Cuál oreja?
Hartog cerró los ojos.
—La derecha.
—¿La derecha tiene lóbulo o no lo tiene?
—Tomada por partes —observó Hartog—, es una mujer verdaderamente común. En conjunto, no
sé por qué hace que un hombre se sienta así, pero que me cuelguen si…
«¿Debo explicar a este sabio incoherente —pensó Killilea—, que el día en que conocí a Prue en
el excusado para hombres, salió corriendo, se golpeó la cara con la puerta de vidrio esmerilado y
perdió el lóbulo de una oreja? ¿Y que, por tanto, me agradaría mucho saber si ésta…? ¿Qué había
dicho el idiota? ¿Venía del establecimiento de Roark…? ¿Rory? ¡Roby!».
Killilea se volvió y salió corriendo.
El cantinero parpadeó al abrirse la puerta y después su mirada fría y profesional se volvió a
Hartog. Avanzó. Hartog bebió, se lamió los labios, bebió otra vez y dejó sobre la barra el vaso
vacío. Se encaró con la mirada del cantinero.
—¿Su amigo olvidó algo?
Hartog sacó del bolsillo un rollo de billetes de banco, apartó uno de a veinte dólares y lo dejó
caer sobre el mostrador.
—Nada. Sírvame otra. Tome una usted y guárdese el cambio —se inclinó de pronto hacia
adelante y por primera ocasión habló con un pronunciado acento de Oxford—. Usted sabe, viejo,
estoy extraordinariamente complacido.
Ella no lo vio cuando entró al establecimiento de Roby, lo cual no fue sorprendente. Recordó
cómo se acercaba para ver su expresión, cuando se tomaban de las manos. La única razón por la que
había entrado al excusado para hombres el día que se conocieron (¿fue hacía cuatro años? ¿Cinco?)
consistió en que DAMAS es una palabra más corta que CABALLEROS, pero ahí las puertas decían
HOMBRE y MUJERES y se encaminó a la primera. Tenía buenos anteojos, pero no los usaba sin bajar
antes las persianas.
Llegó hasta una mesa a cinco metros de ella y tomó asiento. Estaba vuelta hacia él casi
directamente, con la expresión vieja, impenetrable, introvertida que tenía su cara rodeada de niebla.
Él había visto esa expresión en la felicidad y en el temor, en meditación tranquila y en momentos de
confusión; sólo debía interpretarse en su contenido. Así que miró las manos que conocía tan bien y
vio que la izquierda estaba plana sobre la mesa y la palma derecha sobre ella, oprimiéndola de la
muñeca a los nudillos, una y otra vez en un movimiento deslizante enérgico que dejaría el dorso de la
mano caliente, roja y dolorida.
«Eso es todo lo que necesito saber», se dijo y se levantó y fue hasta ella. Puso suavemente su
mano sobre las de ella y aseguró:
—Todo estará bien, Prue.
Aproximó una silla a ella y le palmeó un hombro en silencio, mientras ella lloraba. Cuando se
acercó un mozo, lo rechazó con un ademán. Después de un tiempo, pidió:
—Vamos a casa, Prue.
Su extraña cara se levantó repentinamente cerca de la de él. Estaba maltratada, desollada,
marcada con las cicatrices de puro terror. Killilea le tenía tomadas las manos y las oprimió con
fuerza cuando ella comenzó a levantarse. Volvió a dejarse caer, sin fuerza, y tuvo otra vez la
expresión aislada por la niebla.
—¡Oh, no Killy! No. Jamás. ¿Me oyes, Killy? Nunca.
Sólo había una cosa que preguntar. ¿Por qué? Y como sabía que si no hablaba, ella debería
responder a esa pregunta, calló, aguardando.
—Prue, Prue… —parafraseó en su mente la extraña fantasía de Hartog, el advenedizo a quien
conoció esa noche: Organiza un desfile. Pregunta a los especialistas, uno a uno: «¿Qué piensas de una
muchacha como Prue? (Corrección: ¿qué piensas de Prue? No había muchachas como ella). Envía a
una secretaria permanente de las Damas Auxiliares: ¡Snif! Manda a una trabajadora social: ¡Tch! A
un hombre de Broadway: Hmmm… A un hombre poco juicioso… ¡Ah…!». La definición para Prue,
como para la belleza, únicamente podía encontrarse en los ojos de quien la miraba. Killilea tenía una
muy buena. Pues Killilea, tal vez porque era un químico especialista en esteroides y estaba
familiarizado con cuestiones complejas y sutiles, veía las cosas desde alturas y en direcciones que no
eran comunes. Prue vivía en formas que, en conjunto, son llamadas refinamiento; pero Killilea había
aprendido que el único refinamiento auténtico reside en el comportamiento ejemplar y ortodoxo. Se
necesita una postura prudente, cuidadosa e instruida profundamente, para medir los patrones
complicados y cambiantes del comportamiento civilizado. Se requiere una hipocresía ligera y veloz
para pasar del conflicto a la paradoja entre las reglas de la decencia. Un código moral es en realidad
un anagrama obstinado. «Así que Prue —pensaba Killilea— es una inocente».
—¿Y no volver a estar jamás con él? ¿Nunca? ¿Por qué?
—Eso te mataría —explicó ella al fin.
Él rió repentinamente.
—Nos comprendemos más que eso, Prue. ¿Qué cosa horrible me ha ocurrido entonces? ¿O qué
cosa maravillosa te ha sucedido?
Entonces ella le habló de Karl. Le confesó todo.
—Ese hotel ridículo —terminó—. Pareció una especie de… cosa distinta. Conspiramos…, y fue
divertido.
—La salida de allí no fue divertida —conjeturó él.
—No —admitió Prue.
—Pobre Prue. Lo leí en los periódicos.
—¿Qué? ¿Los periódicos?
—Respecto a la muerte de Karl, señorita Brumosa. ¡No respecto a ti…! Tú sabes, él era un
hombre muy importante.
—¿Sí?
Killilea había dejado de impresionarse hacía mucho tiempo, con la incapacidad total de Prue
para asombrarse con las cosas que impresionaban a todos.
—Era una especie de columnista. Más bien un ensayista. La mayoría de las personas lo leían por
sus comentarios políticos. Algunos pensaban que era un poeta. No debió morir. Necesitamos gente
como él.
—Le gustaba El Principito y el condimento de ajíes, y prefería ver los pingüinos a ver conejitos
—dijo Prue, estableciendo sus calificativos—. Yo lo maté, ¿no entiendes?
—Prue, eso es ridículo. Le hicieron la necropsia y todo. Fue un ataque cardíaco.
La muchacha puso la mano izquierda plana sobre la mesa y la oprimió con la derecha,
deslizándola cruelmente.
—Prue —dijo él, y ella dejó de hacerlo.
—Yo lo hice, Killy. Sé que lo hice.
—¿Cómo sabes que lo hiciste?
El terror pasó otra vez por su cara.
—Puedes decírmelo, Prue.
—Porque… —levantó la mirada hacia su cara, inclinándose hacia adelante de ese modo rápido,
atractivo, miope. «Tan raras veces quería ver realmente alguna cosa», pensó Killilea. «Las cosas que
sabe…, la manera en que piensa…, no necesita ver»—. Killy no podría soportar que murieras. Y
morirías.
Él resopló. Después le preguntó en tono suave.
—No te fuiste por eso, ¿verdad?
—No —respondió ella sin titubear—. Pero por eso permanecí alejada.
Killilea hizo una pausa para digerir eso.
—¿Por qué te fuiste?
—Tú ya no eras tú.
—¿Quién era yo?
—Alguien que no veía la nieve antes que tuviera huellas de pisadas, alguien que leía documentos
muy importantes todo el tiempo, mientras comía los crepés Suzettes, alguien que no alimentaba a los
peces dorados —respondió pensativa y agregó—: Alguien que no me necesitaba.
—Prue —comenzó él y buscó palabras. Deseó devotamente que pudiera hablarle en términos de
ketoprogesterona y del onceno oxígeno en una síntesis de cuatro anillos—. Prue, tropecé con algo
muy importante. Algo que…, ¿conoces esas antiguas historias de horror, escritas sobre la tesis que
hay ciertos misterios que no debería saber el hombre? Siempre me burlé de ellas. Ya no lo hago.
Estaba interesado, después fascinado y luego asustado, Prue.
—Lo sé, Killy —dijo ella. Había una comprensión profunda en su voz. Parecía estar intentando
encontrar palabras tanto como él—. Era importante.
La forma en que utilizó el término sugirió «serio» y «obras del mundo» e incluso «pomposo».
—¿No entiendes, Killy —inquirió seriamente—, que puedes tener algo importante o tenerme a
mí? Pero no puedes tener ambas cosas.
Había una protesta galante que hacer respecto a eso y él sabía que no debía hacerla. Si le dijera
lo importante que era ella, la miraría asombrada…, no porque no pudiera entender su importancia
para él, sino porque él habría empleado tan mal el término. La comprendía por completo. Había en su
vida sitio para Prue y para su trabajo, cuando él construía sobre sus núcleos esteroides del modo en
que Bach construía sobre un tema, con seguridad y gozo. Pero cuando el trabajo se hizo «importante»,
excluyó a Prue y a los crepés Suzettes, y al dedo del pie mordido con amor: música de un
crepúsculo, en vez de un crepúsculo gozado a través de la música; el escozor especial a través de la
vista, por el llanto de felicidad y todas las otras frágiles riquezas que ceden cuando lo que es
«importante» llega a ser más grande para un hombre que lo que es vital. Y ella estaba perfectamente
acertada al decir que entonces no la había necesitado.
—Ya lo he abandonado —dijo con humildad—. Todo. No más fraccionamientos. No más
benzoquinonas retenidas. No más laboratorios, no más química. Algunas veces —siguió en el extraño
idioma de ellas— se abre una puerta a un tramo de escaleras que descienden a un prolongado
pasadizo y hay magia en todas partes adonde miras. Y bajas y das vuelta y prosigues, hasta que hallas
adónde conduce todo eso y es un lugar tan malo como puede serlo un lugar. Es tan malo, que no
quieres volver nunca. Es tan malo que no quieres el corredor, ni los escalones. Es tan malo, que
jamás entras otra vez por esa puerta. La cierras, le echas llave y jamás vuelves a acercarte a ella.
—No debías dejar la química por mí —dijo ella.
—No, no debía. No lo hice. Prue, estoy intentando decirte que cerré la puerta hace dieciocho
meses. No por ti. Por mí.
—¡Oh, Killy! ¡No! Pero ¿qué has estado haciendo entonces?
Estaba profundamente, afectada.
—Buscándote.
—¡Oh, querido! —murmuró ella.
—Está bien. Todas esas becas, los premios… Ya no necesito ni siquiera trabajar. Prue, ven
conmigo. Ven a casa.
Ella cerró los ojos tan apretadamente, que sus pómulos parecieron ascender hacia ellos. Movió
la cabeza dos veces con mucha lentitud y una lágrima escurrió entre los párpados.
—No puedo, Killy. No me lo pidas, jamás.
El pensamiento inconcebible lo asaltó y el hecho que éste fuera inconcebible era lo más
elocuente que podía decirse respecto a Prue y a Killilea.
—¿No quieres? —preguntó dolorosamente.
—¿Quiero? No sabes, no puedes saber. ¡Oh, lo deseo tanto! —hizo un gesto vago, rápido, que lo
hizo callar—. No puedo, Killy. Morirías.
Pensó en Karl y en la cosa horrible que le había ocurrido a ella. Llamar traumática a esa
experiencia sería una subestimación fabulosa. Pero ¿qué distorsión peculiar la hacía insistir en que él
podría padecer un daño?
—¿Por qué estás tan segura? —vio su cara y pidió—: Tienes que decírmelo, Prue. Preguntaré y
preguntaré hasta que me lo digas.
Ella se acercó para ver sus ojos. Miró en uno y en el otro. Le tocó los cabellos, un roce como el
soplo de viento tibio.
—Karl no fue el primero. Yo… maté a Landey, a Roger Landey. Los ojos de Killilea se
desorbitaron. Landey, un profesor extraordinario, cuyos cursos de filosofía estaban repletos con dos
años de anticipación, cuya profunda sabiduría y tacto ligero habían formado leyendas antes que
tuviera treinta años…, cuya muerte, cuatro meses antes, hizo que el Evening Graphic publicara una
edición con margen luctuoso.
—No puedo creer realmente que tú…
—Y también a alguien más. Su nombre…, me dijeron su nombre en una fiesta —frunció el ceño y
lo distendió con impaciencia—. Yo tenía para él un nombre que era mucho mejor. Era un
hombrecillo rollizo. Daban ganas de tomarlo en brazos y estrecharlo. Yo lo llamaba «Koala». Lo
veía en el parque. Una vez le di hojas, así fue como lo conocí.
—¿Hojas?
—Los koalas parecen osos de felpa y todo lo que comen es hojas de eucalipto —explicó ella—.
Lo veía todos los días en el parque y empecé a preguntarme si en alguna ocasión habría comido hojas
de eucalipto; me recordaba tanto a un koala, que supongo que pensé que él era uno. Recogí algunas
hojas, me aproximé a él y se las di. Entendió inmediatamente y rió como…, reía como tú, Killy.
Killilea rió a medias en su congoja, imaginando la escena; Prue, tan grave y silenciosa, tendiendo
en silencio las hojas al hombre que parecía un koala…
—Prue —exhaló—. ¡Oh, Prue!…
—También lo maté. En la misma forma que a los otros, igual. Mira —dijo repentinamente—. Me
dio esto.
Y sacó de su portamonedas un pequeño cubo y lo dejó caer en la mano de él. Parecía vidrio azul,
hasta que Killilea descubrió que no era un cubo, sino un cristal monoclínico.
—¿Qué es?
—Es lindo —fue su contestación típica—. Tómalo en tus manos ahuecadas, hace oscuridad y
observa.
Él unió las manos con el cristal adentro y las llevó a sus ojos. El cristal fosforeció…, no,
comprendió excitado, estaba fluorescente con un bello resplandor azul oscuro que tenía el raro «halo
negro» característico del ultravioleta. Pero los luminiscentes no fluorescen sin una fuente de energía
de alguna especie. A menos que…
—¿Qué es?
—¿Quieres decir, de qué está hecho? No lo sé. ¿No es hermoso?
—¿Quién…, quién era este koala? —inquirió débilmente.
—Alguien muy bueno —respondió ella. Después agregó, en un murmullo—: A quien maté.
—No vuelvas a decir eso jamás, Prue —dijo él ásperamente.
—Está bien. Pero es cierto, no importa lo que diga.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Killilea con desesperación—. ¿Cómo es posible hacerte
comprender que en esas coincidencias descabelladas no tuviste ninguna influencia?
—Hazme entender que no podría matarte también en la misma forma. ¿Puedes hacerlo?
—Acepta mi palabra.
—No.
—Confía en mí. Antes confiabas en mí, Prue.
—Me decías las cosas como eran. Me decías cosas que resultaban ciertas. Pero si hubieras
comenzado a decir que esta mesa no es una mesa, que esa alondra no está cantando, sino es ruido que
hace una vaca…, entonces nunca habría confiado en ti absolutamente.
—Pero…
—Pruébamelo, Killy, encuentra una forma, quiero decir, un modo verdadero, no palabras, no
nada más que ideas hábiles ensartadas como un collar de brillantes, todo deslumbrante y en un
círculo cerrado. Pruébalo de una manera real, como las cosas que hacías en química. Constrúyelo y
enséñamelo. No puedes demostrarme que no maté a esos otros, porque lo hice. Pero muéstrame que
no puedo matarte e iré…, volveré a casa.
La miró por largo tiempo. Luego dijo:
—Te lo probaré.
—¿No me pedirás que vaya contigo hasta que lo pruebes?
—No te lo pediré —contestó él pesadamente.
—¡Oh, bueno, bueno! —dijo ella, agradecida—. Porque si me prometes eso, podré verte. Podré
verte y hablarte, Killy, te he echado tanto de menos.
Estuvieron juntos por un tiempo más. Permitieron que el mozo los sirviera. Intercambiaron
direcciones, salieron y se despidieron afuera.
Killilea pensó: «Tenía mi trabajo para mantenerme ocupado y luego tuve que buscar a Prue. Y
pensaba que si no podía hallarla, pasaría el resto de mi vida buscándola. Si podía encontrarla,
pasaría el resto de mi vida con ella. Nunca pensé qué haría si la hallaba y ella no venía a casa
conmigo.
»Y eso fue lo que sucedió. Pero en vez de buscar en el vacío, tengo algo que realizar.
»Una vez que empiece. Pero ¿dónde empiezo?».
En su casa pensó mucho en eso, mientras fumaba y se paseaba. Parte del tiempo pensaba: «Esto
no es un trabajo para mí. Es para un sicopatólogo. —Y parte del tiempo pensó—: ¿Qué puedo hacer?
Sé que me es posible hacerlo, si descubro lo que debo hacer. Pero no puedo». —Y todo ese tiempo
se sintió muy mal. Después, al fin pensó en la parte del problema que era posible tomar en la mano,
mirarla, hacerse preguntas y descubrir algo… El cristal.
Saltó hacia el teléfono, buscó en su cuaderno de números y marcó uno rápidamente. El teléfono
sonó y sonó al otro extremo, y Killilea estaba a punto de renunciar cuando una voz soñolienta dijo
«Hola», sin interrogación.
—Hola. ¿Egg?
La voz despertó con un rugido:
—¿No es Killilea?
—Sí.
—Bueno, Dios todopoderoso. ¿Dónde estuviste? ¿Qué estuviste haciendo durante un año?
Diablos, fue más de un año.
—Investigación —replicó Killilea, mientras oía un bostezo por el audífono—. Dios, Egmont,
acabo de recordar la hora que es. ¿Te desperté?
—¡Oh, está bien! ¡Como dice el hombre, en cualquier forma tenía que levantarme a contestar el
teléfono! ¿No te has acostado o te levantaste temprano?
—Egg, estoy destrozándome los sesos. Algo que leí en algún lado, un cristal con una fuente
interna de energía fluorescente.
—No existe eso —afirmó Egmont.
—Azul. Cerca del ultravioleta —insistió Killilea.
—¿Sabes algo concerniente a la disposición fisionable?
—No. Es monoclínico.
—Hmm. Nop…, ¡eh!…, ¡espera! Eso existe, pero nadie llega a verlo jamás.
—¿No?
—Cuando menos por un tiempo. ¿Azul de alto nivel, dices? Creo que estás hablando del
estilbeno, cristalizado después de una infusión de tritio.
—¡Tritio!
—Como dije. No los encontrarás en las jugueterías esta Navidad. Ni la próxima, ahora que
Pretorio entregó el equipo.
—¡Oh! ¿Ése era uno de sus juegos? —preguntó Killilea.
—Su gran jugada —respondió Egmont—. Estableció de esa manera toda una línea de fuentes de
luz constante. Afirmaba que haría por la cristalografía lo que hicieron los moldes por el taller. Sin
embargo, todavía hay mucho que hacer y Pretorio era quien podía hacerlo. ¿Por qué, Killy? ¿Qué
ocurre?
—Sólo comencé a preocuparme respecto adónde lo leí. Egg, ¿conociste a Pretorio en persona?
—Comí con él en una ocasión. Estaba treinta y ocho sillas al norte de mí. Un banquete de una
convención. A propósito de banquetes y de Pretorio, Killy, ¿recuerdas mi ofrecimiento de llevarte a
la cena de la Junta de Ciencia Ética uno de estos años?
—¡Dios, sí! Eso sería…
—No será —lo interrumpió Egmont—. No iré.
—Pensé que estabas…
—¿Todo entusiasmado? Sí. Aún lo estoy, respecto a la idea principal. Pero el organismo está
casi muerto.
—No lo sabía.
—¿Qué esperabas? —ladró Egmont—. Era la mejor idea del siglo, ¿ves?…, establecer una
verdadera ética para la ciencia en todas sus categorías; estudiar los resultados finales sobre la
Humanidad, de cualquier progreso en cualquier ciencia. Tenían a Pretorio para impulsarla, a Landey,
el filósofo, para guiarla, y a Karl Monck para correlacionarla con la política. Y todos han muerto.
Así que, ¿adónde vas, cuando tu coche pierde repentinamente el motor, el sistema de dirección y el
chofer? Te digo, Killy, si una mente maestra hubiera decidido hundir la primera posibilidad genuina
que ha tenido alguna vez este mundo descabellado de hallarse a sí mismo, no podría haberlo hecho
más eficientemente.
—Pero ¿no podría algún otro…?
Los cables zumbaron.
—¡Algún otro! —exclamó Egmont como si fuera una blasfemia—. Esos tres eran únicos, pero no
es tanto como el hecho que todos eran contemporáneos. ¿En qué otra parte vamos a hallar hombres de
ciencia que puedan dominar la tendencia a la anticiencia?
—¿Eh?
—¡Sí, anticiencia! Incluso los políticos están diciendo que tenemos que volvernos hacia
realizaciones espirituales más elevadas, a causa de lo que ha creado la ciencia. Pero su modo de
hacerlo será impedir que la ciencia cree algo. Es un poco como culpar al armero cada vez que
alguien es herido por un arma, pero eso es lo que está sucediendo. Diablos, cuatro quintas partes de
las historias de las revistas de ciencia-ficción son anticientíficas. —Egmont se interrumpió para
respirar al fin y prosiguió en tonos menos intensos—: Mírame a mí. Montado en una afición salida de
un sueño profundo. Lo siento, Killy. Estoy sermoneando.
—Dios, no —respondió Killilea—. El hombre tiene algo importante para excitarse y se excita.
Egg…
—¿Hmm?
—¿Qué aspecto tenía Pretorio?
—¿Pretorio? Un hombrecillo afable. Rollizo —hubo una pausa, mientras Egmont estudiaba un
retrato mental—. Parecía uno de esos pequeños osos de Australia que trepan a los árboles, ¿sabes
cuáles?
—Un koala.
—¿Ocurre algo, Killy?
—Dios, sí. No, Egg… mira, vuelve a la cama. Encantado de haber vuelto a hablar contigo. Te
llamaré para comer, o beber una cerveza o algo, alguno de estos días.
—Muy bien —contestó Egmont—. Llámame. Pronto, ¿eh? Buenas noches.
Killilea cortó la comunicación lentamente y fue a sentarse sobre el borde de su lecho. «Renuncié
a la química porque estaba a punto de aislar la sustancia más horrible que ha conocido jamás la
Tierra y no deseaba que fuera aislada —pensó—. Pero creo que alguien ha concluido mi trabajo…».
Killilea, como podría atestiguar cualquiera que lo conociera, no era un hombre común. La forma
en que era extraordinario no incluía lugares comunes novelísticos como la familiaridad natural con
teléfonos, taxis y métodos policíacos de un detective privado, y la abundancia de recursos violentos
de un héroe de aventuras. Era un hombre de ciencia, o más bien un exhombre de ciencia, bastante más
seguro de las cosas en las que no creía, que de las cosas en que creía. Sus costumbres personales
tendían hacia las de un ermitaño, aunque no reconocía horizontes intelectuales. Estaba en seria
desventaja con otras personas, debido a una convicción profunda respecto a que la gente era buena.
Y aunque había hallado que en su mayoría eran buenos, los pocos que no lo eran lo sorprendían
invariablemente desprevenido. Su trabajo en bioquímica fue esotérico en extremo y lo hacía solo.
Pero aun cuando sus esfuerzos hubieran sido más generales, no habría trabajado con otro con
comodidad.
Así que ahora se hallaba muy solo; sin aliados ni confidentes. Y, no obstante, siempre trabajó así
en el laboratorio; uno encuentra un ladrillo que se adapte a un ladrillo y ve qué puede construir con
ellos. O sabe qué hacer y halla los ladrillos que servirán para la obra.
Llamó a Prue a la mañana siguiente y no estaba en casa. Así que volvió al restaurante donde la
había encontrado, no esperando verla, sino simplemente porque sintió que podía pensar mejor ahí.
La mesa que ocuparon la noche anterior se hallaba desocupada. Tomó asiento y ordenó comida y
una botella de cerveza y miró la silla que había usado ella. «En algún sitio —pensó— hay un mínimo
común denominador en todo esto. Las muertes de tres grandes científicos liberales en brazos de Prue
y el trabajo que he estado haciendo están relacionados en alguna parte. Porque lo que casi tenía era
una cosa que haría que los hombres murieran en esa forma. Y como funcionaría en los hombres y no
sobre las mujeres, entonces Prue no es el mínimo denominador común».
Un hombre se detuvo bajo el arco que separaba el comedor de la taberna y jadeó fuertemente.
Killy levantó la mirada a la cara asombrada del hombre y luego se volvió para saber qué lo
sorprendió. Una pared, algunas mesas…, nada más. Killilea se volvió otra vez y entonces tuvo
tiempo de reconocer al hombre: el advenedizo filósofo Hartog.
—Hola.
Hartog avanzó con timidez.
—¡Oh! Señor…, eh…
—Killilea. ¿Se siente bien?
Hartog vaciló, con la mano sobre una silla.
—Yo…, padezco un dolor en ocasiones —dijo—. No deseo imponerme.
—Siéntese —invitó Killilea.
Hartog parecía muy alterado.
—Bueno —aceptó y tomó asiento.
Killilea llamó al mozo.
—¿Ya comió?
Hartog movió la cabeza negativamente. Killilea ordenó un bife.
—¿Está bien? —y cuando Hartog afirmó, agradecido, despidió al mozo.
—¿Está bien su mano? —preguntó Hartog—. Lo sentí mucho.
Killilea notó que se había quitado el anillo.
—Le dije anoche que lo olvidara. Eh…, mientras la gente está disculpándose recordé que anoche
salí de ese bar repentinamente. ¿Pagó o no?
—Sí, todo está bien —respondió el otro. Sus cejas espesas se fruncieron—. Tuve la idea que
vino usted en busca de esa muchacha extraña de la que estaba hablando.
—¿Sí?
—Bueno, no quiero entrometerme —comentó Hartog en tono suave—. Nada más me preguntaba
cómo resultó, eso es todo.
Killilea dejó el tema sin contestar hasta que pasó. Terminó su cerveza y levantó la botella para
enseñarla al mozo.
—Las mujeres significan dificultades —dijo Hartog.
—Eso he oído —replicó Killilea.
—Me agrada saber dónde estoy —dijo Hartog reflexivamente—. Por ejemplo, si tengo una
muchacha, me gusta saber si es mía o no.
—Cuando dice su muchacha —preguntó Killilea—, ¿qué significa eso?
—Bueno, usted sabe. Que no anda por ahí.
—¿Habla de mujeres todo el tiempo? —preguntó Killilea con cierta irritación.
Hartog replicó suavemente, sin parecer ofendido:
—Creo que sí. ¿Le enfurece que su muchacha lo traicione? Quiero decir —añadió al momento, en
tono de disculpa—, que tiene una muchacha que anda por ahí.
—Eso no sucedería —contestó Killilea abruptamente—. A mí no.
—¿Es decir, si cualquier mujer se lo hace, la echaría?
—No es eso lo que quiero decir —respondió Killilea.
Se echó hacia atrás un poco y permitió que el mozo pusiera sobre la mesa el bife y las cervezas.
—Fidelidad —prosiguió Hartog—. ¿Qué dice de la fidelidad? ¿No piensa que es una buena
cosa?
—Creo que es una cosa mala —replicó Killilea.
—¡Oh! —exclamó Hartog.
—¿Qué ocurre?
Hartog la emprendió con su bife. Observó con la boca llena:
—Había imaginado que usted sería fiel a una mujer.
—Imaginó bien.
—Pero dijo antes…
—Mire —explicó Killilea—, no sé qué se suponía que significaba la palabra «fidelidad» cuando
comenzó a emplearla la gente, pero ha llegado a significar el ser fiel no a una persona, sino a una
serie de convencionalismos. Es una especie de obediencia. Una mujer que ostenta fidelidad a su
esposo, o un hombre que está hinchado porque es fiel a su esposa…, estas personas están haciendo lo
que hacen una o dos cebras, unas pocas pulgas y millones de perros…, obedecer. El punto es que
tienen que ser entrenados para hacerlo. Deben desarrollar un conjunto especial de músculos para
permanecer obedientes. Es una…, una tarea. Creo que es una cosa mala.
—Sí, pero usted…
—Yo —lo interrumpió Killilea—. Si lo que tengo con alguien no necesita un conjunto adicional
de músculos…, si no deseo ni podría desear a nadie más…, entonces continúo con eso. No porque
sea obediente, sino porque no podría hacer otra cosa. Debería tener el conjunto especial de músculos
para infringirlo.
—Sí —aceptó Hartog, pero suponga que su muchacha no siente lo mismo.
—Entonces no tendríamos nada. ¿Ve a lo que quiero llegar? Si se tiene que trabajar en eso, no
vale la pena.
—Así que cuando no tiene esa clase de vida con alguien, ¿qué hace?…, supongo que divertirse,
¿eh?
—No —respondió Killilea—. Tengo esa clase de vida o ninguna en absoluto.
—Me parece una actitud indolente —comentó Hartog y la timidez de su mirada borró la ofensa
de su afirmación.
Killilea sonrió otra vez.
—Dije que no trabajaría en eso —explicó suavemente—. No dije que no trabajaría por eso.
—Así que espera a una mujer con quien pueda vivir así —observó Hartog— y, si no la
encuentra, renuncia a todas las otras, y si la halla, hace lo mismo. ¿Sí?
—Sí.
—Esos convencionalismos de los que habló —sugirió Hartog—, ¿no exigen esa clase de vida?
—Supongo que sí.
—¿Cuál es entonces la diferencia?
—Creo que está en lo que siente uno cuando lo hace porque quiere y no porque se le dice que lo
haga —replicó Killilea.
—¡Oh!
—Parece decepcionado.
Hartog se enfrentó a sus ojos.
—¿Sí? Bueno, quizá…, tenía a una amiga a quien pensé que quizá debía conocer. Está solo,
¿verdad?
—Sí —contestó Killilea y pensó en Prue con dolor. Luego entrecerró los ojos—. Anoche también
estaba hablando así. ¿Está seguro que usted se dedica al negocio de los refrigeradores?
—¡Oh! No sea impertinente —dijo Hartog—. Es que odio ver solitario a alguien, cuando no
necesita estarlo.
—Es muy bondadoso —respondió Killilea, agriamente—. Quisiera que no se hubiera tomado ese
trabajo.
—Caramba. Está furioso. No debía enojarse. Sólo deseaba hacer lo que pudiera, no me pareció
que estaba equivocado al hacerlo.
Killilea rió, cediendo.
—Killy…
Se levantó de un salto. Prue había entrado tan silenciosamente, que no la vio. Pero ella siempre
se movía así.
—Hola —saludó Hartog.
—Volveré más tarde —dijo Prue a Killilea.
Al oír eso, Hartog se metió a la boca un trozo de bife tan grande como sus dos dedos pulgares
juntos y se levantó.
—De cualquier modo, tengo que retirarme —explicó.
Miró a Killilea y llevó una mano a su bolsillo.
—Olvídelo —replicó Hartog—. Muchas gracias. Hasta la vista.
—Adiós —contestó Killilea.
—Adiós —se despidió Hartog de Prue.
La muchacha se volvió hacia Killilea.
—No había esperado verte tan temprano hoy.
Hartog titubeó apenado, y después se alejó.
—¿Qué ocurre, Prue?
—No me gusta —respondió ella en voz baja.
Killilea recordó tardíamente el relato de Hartog, de sus esfuerzos infructuosos por conseguir algo
de la muchacha rara con un lóbulo. Experimentó un instante de cólera y lo moldeó al momento en
risa, mediante la aplicación de cierta objetividad.
—Es inofensivo —dijo—. Olvídalo, Prue. Siéntate. ¿Ya comiste?
—Quiero una manzana —contestó ella—. Y también tostadas.
Las ordenó profundamente complacido en alguna forma extraña, porque fue innecesario sugerirle
algo más a la muchacha. Era bueno conocerla tan bien. Suave y extraña y tan segura…, Prue…, sintió
una oleada de deseo que casi lo cegó y estuvo a punto de abrazarla con ansia. Pero con el impulso
acudió el pensamiento: «Sé muy bien que una manzana y tostadas es su comida, la única comida que
desea: y sé también que no estaba menos segura cuando dijo que no vendría a casa».
Tomó sus manos y acercó su cara a la de ella, para que pudiera ver su seriedad.
—Prue, necesito ayuda. Tú me vas ayudar, ¿verdad, Prue?
—¡Oh, sí…!
—Tengo que hablar de «cosas importantes».
—No sé si puedo ayudarte en eso.
Sonrió a medias.
—Debo hablar de química.
—No comprenderé.
—Tendré que hablar de «Koala» y de los otros…
—¡Oh…!
—Me ayudarás, ¿verdad?
—Lo intentaré, Killy.
—Gracias, Prue.
—¿Por qué nunca me llamas «querida» y «mi vida»?
—Porque «Prue» significa todas esas cosas y las expresa mejor.
Prue movió la cabeza gravemente ante su explicación, ni halagada ni divertida, habiendo pedido
y recibido información. Esperó.
—Tengo muchas piezas, pero no suficientes —empezó él—. Puedo unir algunas pero no
bastantes. Tienen algún sentido, pero no el suficiente.
Levantó su vaso y estudió el fino encaje de espuma que colgaba de la superficie interna. Limpió
con un dedo un pequeño semicírculo de ella y luego otro, hasta que halló las palabras que necesitaba.
—La química es un país extraño, donde a veces el todo es mayor que la suma de sus partes, si
pones las apropiadas encima. Cuando una reacción termina con azul y otra en caliente y unes los
productos finales y el resultado es más azul y más caliente que el azul y el caliente anteriores, eso es
sinergia.
—Sinergia —repitió Prue obedientemente.
—Lo que me obligó a dejar la química era algo tan fascinante que lo seguí demasiado lejos, y tan
complicado que me llevaría la mayor parte del día explicarlo a alguien que conociera mi ramo tan
bien como yo. Es por una amplia carretera y un viraje abrupto, por un pequeño camino que nadie
sabe que está allí, y luego a través de un sitio fangoso hasta un sendero y después sales adonde nadie
ha estado antes.
»Eso es una analogía y también lo es lo que estaba haciendo. Trataba de entender lo que sucede
químicamente a través de todo el proceso sexual. Tú sabes, es una orquestación con más piezas en su
música de las que empleó nunca algún director. Hay partes sutiles y minúsculas para ser
interpretadas por sustancias químicas hechas con finura y medidas exquisitamente; tanto de las
cuerdas, tanto de los metales. Y hay indicaciones que seguir, en tal forma que las flautas están
silenciosas hasta que pueden atacar el tema que les dan los cornos.
»Y ésa es una analogía de una analogía, la música que llega a su culminación y está escrita del
principio al fin. Pero existen incluso motivos químicos que no están escritos, pues ocurren antes de la
música y después de ella, en silencio. En la cabeza de un hombre, anidada profundamente abajo y
entre las mitades de su cerebro, yace una pequeña espiga que tiene un poder extraño y maravilloso,
pues puede captar un pensamiento a la simple sombra de un pensamiento y con él suena un “la” capaz
de poner a toda la orquesta a murmurar y temblar, afinando. Y hay trabajadores químicos que dejan
caer el telón, envían a los músicos a otro trabajo (todos son muy talentosos y pueden hacer muchas
cosas) y empacan las sillas y los atriles.
»En mi analogía química, hice un modelo funcional de ese proceso; si la cosa auténtica era
música, la mía era poesía que anhelaba crear los mismos sentimientos; si lo genuino era el vuelo de
una golondrina en cacería, lo mío era la trayectoria de un halcón hambriento.
»Lo hice y funcionó y debí dejarlo en paz. Porque a través de eso, encontré una sustancia que
hacía a la música lo que hace uno al apagar el amplificador. Esta sustancia mataba y lo hacía en ese
gran crescendo final. La aislé porque hizo fallar el experimento y tenía que separarse. Entonces el
experimento tuvo éxito…, pero ya había encontrado esta sustancia terrible…, abandoné la química.
Sus manos entrelazadas crujieron repentinamente. Ella las tocó para calmarlas.
—Killy, sin embargo ésa fue nada más que una analogía. No obraría en una persona.
Él levantó la mirada de sus manos a la cara de Prue.
—La analogía era demasiado clara, demasiado cercana. Cualquiera que la entendiera, pudo
concluirla y aplicarla. No necesitas un proyecto Manhattan, excepto para hacer la primera bomba.
Después de eso, todo lo necesario es un fábrica. No necesitas hombres de ciencia…, basta con
ingenieros. Y cuando han terminado, todo lo que se requiere son mecánicos.
»Prue, Prue…, es sinergia, ¿ves? Todos los productos de todas las glándulas de secreción
interna, afinadas y medidas para producir la culminación y luego el disparo y la reacción sinérgica
inundando la médula, donde vive un ser maravilloso diciendo al corazón cuándo latir y a los
pulmones que se llenen de aire, aun enseñando a los dos dedos microscópicos de los cilios que
impulsan a los nutrientes a través de metros de trayecto digestivo. La médula simplemente se detiene
y todo se detiene. Sí, sí, paro cardíaco —casi sollozó.
—Pero Killy…, ¡tú no hiciste nada de eso!
—No, no lo hice. Pero hallé cómo hacerlo y no quiero nada de eso.
—Un sueño —dijo ella—. Un horror. Pero…, es algo que está en un museo. No puede salir.
Veneno en un gabinete cerrado…, una guillotina en un libro de ilustraciones…, no pueden salir a
hacer daño.
—Tú eres mi fiel Prue, porque nunca podrías ver, en mil años, cómo pudo salir esto y hacer daño
a la gente —replicó él pastosamente—. Porque tienes tu mundo y vives en él a tu modo y no tocas
este otro, donde pululan y hacen planes y fermentan el mal otros tres mil millones. Entonces
permíteme decirte la cosa horrible —se humedeció los labios—. ¿Sabes lo que sucedería con esta
sustancia, en un mundo donde los hombres pueden proyectar serenamente el uso de una cosa como
una bomba H? Te lo diré. Sería robada. Sería sintetizada por cubos, por tanques de miles de litros.
Sería rociada como una niebla sobre seres humanos y sus ciudades y sus campos. Y entonces, la cosa
horrible que ya te ha ocurrido tres veces le sucedería a miles, a millones de mujeres. Liebestod…,
muerte de amor.
La cara de Prue estaba pálida como la tiza.
—Entonces fui yo. Me fue hecho…
—¡No! —rugió. Las cabezas de todos los presentes en el restaurante se volvieron y eso fue una
bendición, porque lo devolvió al presente, donde tenía que recordar las apariencias, las costumbres y
los modales y, al hacerlo, aliviar la terrible presión de lo que estaba diciendo—. Esta sinergia es
puramente un complejo de funciones masculinas. El factor sinérgico sería absorbido sin dolor y sin
aviso a través de los pulmones, a través de cualquier pequeña abertura en la piel. Después
aguardaría hasta que lo liberara el impulso adecuado de la mezcla apropiada de hormonas y enzimas
y sus fracciones. Y eso es…
—Liebestod —murmuró ella.
—Todavía no comprendes qué infernal es. Siendo tú, no puedes entenderlo. Tú sabes, haría más
que matar hombres y hacer pasar a sus mujeres por el infierno que ya conoces. Arrojaría a una
ciudad, a toda una nación, a una cultura, a una locura impensable. Tú conoces el número de
enfermedades dolorosas que proceden de la frustración. ¿Quién se atrevería a aliviar la frustración
con un asesino fantasmal como ése suelto en la Tierra? ¿Y los conflictos dentro de cada hombre, una
vez que le fuera definida la cosa? (¡Y debería ser definida, porque el pueblo tendría que ser
advertido!). ¿Por qué otra cosa temería un hombre estar solo, leer, dormir y estar con otros? En una
semana habría suicidios y mutilaciones; en dos, comenzarían a asesinar a sus mujeres para no verlas.
Y todo el tiempo, ningún hombre sabría realmente si el demonio durmiente yacía en su interior o no.
Lo sentiría agitarse y murmurar, estuviera allí o no.
»Y sus mujeres observarían eso y lo comprenderían poco a poco. Y los niños lo verían y jamás
lo entenderían y tal vez eso sea lo peor.
»Y ésta es mi obra.
No podía decirse entonces nada, absolutamente nada. Pero ella pudo estar con él. Le fue posible
permanecer sentada ahí y permitirle saber que estaba cerca, mientras él se perdía por un momento
prolongado en las imágenes terribles que destellaban y quemaban a través de la superficie interna de
sus párpados cerrados…
Al fin pudo ver otra vez. Trató de sonreír, la clase de esfuerzo torturado que una mujer recuerda
toda su vida.
—Así que puedes venir a casa conmigo —dijo con voz temblorosa.
—No, Killy.
Todo lo que hizo fue volver a cerrar los ojos.
—No, Killy, por favor, no —lloró ella—. Escúchame. Entiéndeme. No hiciste el factor…, pero
alguien lo ha hecho. Dices que no hay modo de saber si está dentro de uno o no. Bueno, estaba en los
tres hombres que murieron y puede estar en ti.
—Y puede no estar —replicó Killilea roncamente—. Si no está…, bueno. Y si está…, ¿piensas
que he querido vivir este año y medio pasado?
—¡No importa lo que quieras! —exclamó Prue—. Piensa en mí. Piensa en mí, en ti muriendo de
esa manera, conmigo…, y cada ocasión podría ser la última y todo sería un infierno donde cada
palabra de amor sería una amenaza… ¡No, Killy!
—¿Entonces qué? ¿Qué otra cosa?
—Tienes que detenerlo. Debe haber una forma de impedirlo. Tienes una pista…: Landey, Kart y
«Koala». ¡Piensa, Killy! ¿Qué tenían en común?
—A ti —contestó él cruelmente.
Cualquier otra mujer sobre la Tierra lo hubiera matado por eso. Pero Prue no. Ni siquiera lo
notó, excepto como parte del tema discutido.
—Sí —admitió ella con ansiedad—. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué yo?
—No lo sé —casi a pesar de sí mismo, su cerebro empezó a investigar, a unir, a descartar y a
readaptar—. Todos eran hombres de ciencia. Bueno, Karl Monck. No lo sé…, tal vez era una especie
de científico del pensamiento. Un ingeniero humano.
—Todos eran… buenos —sugirió ella—. Bondadosos y considerados. Les interesaba
verdaderamente la gente.
—Todos eran miembros de la Junta de Ciencia Ética. Pretorio la fundó. Además, va a morir sin
ellos.
—¿Qué se suponía que debía hacer?
—Sintetizar. Hacer que la gente comprendiera la ciencia…, no lo qué es, sino para qué es. Que
los hombres de ciencia de un ramo entendieran a los de otro…, a mantenerlos trabajando con los
mismos fines, con el mismo sentido de responsabilidad. Algo maravilloso, pero no queda nadie que
tenga tanta ciencia como ética al grado que la junta pueda ser otra cosa que un club social.
Los ojos de Prue brillaron. Eso era lo que podía comprender en realidad.
—Killy, ¿no desearía alguien oponerse a una obra así?
—Sólo un loco. ¡Oh!, si una junta así podría…
—Creo que sé lo que haría. ¿Qué clase de loco, Killy?
Lo pensó.
—Quizá como los antiguos «barones ladrones»…, el fabricante internacional de municiones, si
todavía existieran, pero ya no existen, ya que los gobiernos se hicieron cargo de la industria de las
municiones.
—¿O alguien que pudiera intentar vender al mayor postor?
—No lo creo, Prue. Un hombre puede hacerse terriblemente tortuoso, pero no creo que una mente
capaz de razonar una serie de reacciones tan complejas como éstas, no pudiera ver las
consecuencias. Y una consecuencia muy probable es el fin de un medio donde significa algo la
riqueza.
—Toda senda tiene un gran anuncio que dice «No» —murmuró ella.
—Con eso he estado viviendo —dijo él con amargura.
Hubo silencio, hasta que Prue observó:
—Todos eran como tú.
—¿Qué? ¡Oh…!, esos tres…, ¿qué quieres decir, Prue? Karl, con sus profundos conocimientos
sociopolíticos; yo, sin nada excepto desorientación en el mundo cotidiano; Landey, esa filosofía
suya…, ¡oh, Prue! Era un erudito y un humorista; ¡yo no soy eso! Y Pretorio, tu koala…, ¡él y su
cerebro EINAC! No, no puedes estar más equivocada.
—Tengo razón —insistió ella—. Eran como tú. No podría haber estado con ellos, si no hubieran
sido así.
—Gracias —dijo Killilea con ardor—. Pero ¿cómo?
—Ninguno de ellos era… bello —contestó con lentitud Prue—. Todos ellos respetaban al homo
sapiens y a ellos mismos por ser miembros de la especie, pues todos le temían. Todos le temían
como un buen marino teme un huracán; le temían competentemente. Todos reían como tú desde el
fondo. Y todos aún sabían maravillarse como niños.
—No sé en absoluto qué decir a eso.
—Puedes creerme. Puedes creerme, Killy.
—Entonces te creo; pero eso no ayuda —volvió a zambullirse en sus pensamientos, buscando,
moviendo, probando—. Hasta ahora solamente hay una hipótesis. Es descabellada. Pero…, ahí va.
Alguien estaba en contra de ellos tres, quizá por la Junta de Ciencia Ética. Descubrió mis
fraccionamientos y síntesis, de una manera independiente, quizá no. Quizá no —repitió y archivó el
caso en su expediente mental de «pendientes»—. En cualquier forma, triunfa…, no sé cómo inyecta el
factor en esos tres hombres, sin que lo sepan; adivina que los tres te hallarían profundamente
atractiva; se encarga que cada uno te conozca por turno. Debió mantener una vigilancia bastante
estrecha de las cosas todo el tiempo… —Prue se estremeció—, y así los mata.
—Puedes ampliar eso —dijo Prue con voz muerta. Tomó su mano—. No estaba detrás de tres
hombres, sino de cuatro, y quiere que me lleves a casa. Si eso no funciona, intentará otra cosa. ¡Killy,
ten cuidado, sé cuidadoso!
—¿Por qué? —preguntó él e hizo crujir sus nudillos contra un lado de su cabeza—. ¿Por qué?
¿Qué ganaría con eso?
—Tú mismo lo dijiste. Eso inutilizaría la junta, quizá la mataría. ¡Ah, y otra cosa! Si conoce el
factor, cómo hacerlo, cómo utilizarlo, probablemente también sabe que tú lo conoces. No deseará
eso, ¿ves? No desearía que alguien como tú estuviera aquí alerta, aguardando alguna señal de esa
cosa infernal, dispuesto a informar respecto a eso a las autoridades, al gobierno, a la junta. Desearía
que el secreto continuara hasta que fuese demasiado tarde para detenerlo.
—Tendrás que encontrarlo y matarlo.
—No soy un asesino —respondió él.
—No hay alternativa. Te ayudaré.
—Siempre hay otros medios.
Estaba perturbado.
—Maldito sea… Eres tan… maravilloso —dijo ella de pronto.
Otra vez se perturbó. Era la primera ocasión en que la oía decir «maldito sea».
—Tuve una idea —anunció, abstraída.
La frase emocionó la parte de él que siempre tenía nervios vivos hacia ella; tantos ricos
momentos habían comenzado con su repentino «Killy, tuve una idea…».
—A ver tu idea —pidió.
—Fue después que me fui —explicó—, y me encontraba sola y tuve el pensamiento y tú no
estabas allí. Hice una promesa especial de guardarla para ti. Ésta es la idea: Hay una diferencia entre
moral y ética, y sé qué es.
—A ver tu idea —repitió él.
—Un acto puede ser moral y ético. Pero bajo algunas circunstancias, un acto moral puede estar en
contra de la ética y una acción ética puede ser inmoral.
—Hasta aquí, te sigo —dijo él.
—Tanto la moral como la ética son apremios de supervivencia. Pero mira: un individuo debe
sobrevivir dentro de su grupo. Las normas de supervivencia dentro del grupo es la moral.
—Entiendo. ¿Y la ética?
—Bueno, el mismo grupo debe sobrevivir como unidad. La conducta de un individuo dentro del
grupo, con el fin de la supervivencia del mismo grupo, es la ética.
—Será mejor que lo amplíes —pidió Killilea cautelosamente.
—Lo verás en un minuto. Ahora, la moral puede dictar a un hombre una norma tal que le permita
sobrevivir dentro del grupo, pero el grupo mismo puede no tener valor de supervivencia. Por
ejemplo, en algunas sociedades es inmoral no comer carne humana. Pero reprimirse de hacerlo sería
ético, ya que eso estaría en favor de la supervivencia del grupo. ¿Entiendes el enunciado?
—¡Eh! —los ojos de Killilea resplandecieron—. Tú eres maravillosa. Vamos a ver. Bajo Hitler,
era «moral» matar judíos, pero no era ético, en términos de supervivencia de la Humanidad.
—Estaba incluso en contra de la supervivencia de Alemania.
La miró con asombro afectuoso.
—¿Hablaste de todo esto por lo que dije… «No soy un asesino?».
—Parcialmente —contestó Prue—. Aunque admitiera que matar a ese hipotético demonio nuestro
es inmoral, lo cual no acepto, ¿qué dices de la ética de eso?
Killilea sonrió.
—Jaque, coma; mate. Lo mataré —la sonrisa se desvaneció—. Dijiste «parcialmente». ¿Qué otra
cosa aprenderé de este estudio de pragmatismo?
—Te lo diré cuando te hayas desenredado un poco. Es decir, si no lo piensas tú mismo antes.
Ahora: ¿cómo lo encontramos?
—Podemos esperar hasta que me ataque.
—¡Ni siquiera pienses así! —exclamó ella, palideciendo.
—Hablo en serio. Si es la única forma, lo haremos. Pero admito que preferiría hallar otra
manera. Dios, Prue, tiene una identidad. Ha estado cerca, observando…, debió estar cerca. Es
alguien a quien conocemos.
—Comienza con los fraccionamientos. ¿Llevaste notas que pueda haber visto alguien?
—No, después que empecé a sospechar a lo que estaba llegando y eso fue comparativamente
pronto. Hasta entonces, fue bastante rutinario. Te dije qué pasé a un camino secundario del que nadie
sabía.
—¿Pudo haber estudiado alguien tu aparato…, lo que quedó en los alambiques y esas cosas?
—Los alambiques y esas cosas eran limpiados bastante y desmantelados lo suficiente para
desorientar a cualquiera, todos los días, cuando terminaba con ellos —aseguró positivamente
Killilea—. Uno hace tantos trabajos clasificados y secretos, y adquiere esas costumbres. Por
supuesto, parte de ese aparato no… —dijo y movió la cabeza—; no indicaría nada a nadie, a menos
que supieran el orden exacto en que eran ensambladas las cosas.
—Tú no eras miembro de la junta, en absoluto —musitó Prue.
—¿Yo? Era un ermitaño…, ¿te acuerdas? ¡Oh!, seguro, sabía que ingresaría tarde o temprano. De
hecho, tenía una cita para su banquete del mes próximo, que fue cancelada. El amigo que iba a
llevarme va a abandonarla debido a esas muertes. Dice que la junta está agonizando o ya está muerta.
—Ella parecía estar esperando algo, así que preguntó—: ¿Por qué?
Le pareció descubrir un leve encogimiento de contrariedad en los hombros de la muchacha.
—¿Pudo haber sido algo que estaba a punto de hacer la junta, que fuera indeseable o peligroso
para alguien?
—No puedo saberlo —se rascó la oreja—. No obstante, creo que es posible investigarlo.
Espera. No te vayas —se levantó de un salto, se detuvo y se volvió—. Prue —dijo suavemente—, no
te irás, ¿verdad?
—Ahora no —replicó ella, con los ojos brillantes.
Fue hasta el teléfono, puso una moneda en la ranura y marcó el número de Egmont.
—Hola…, ¿Egg? Hola. Habla Killy.
—¿Qué quieres, Killilea?
Ya había comenzado a hablar cuando notó lo formal y fría que era la voz de Egmont. Frunció el
ceño, pero siguió:
—Mira, tú participabas mucho en los actos de la Junta de Ciencia Ética hasta hace poco, ¿no es
verdad?
Hubo una pausa y luego:
—¿Y si así fuera?
—Basta de bromas, Egg —pidió Killilea—. Esto es serio. Lo que quiero saber es, ¿sabes si
Pretorio, o Monck, o Landey, aisladamente o en combinación, tenían preparado algo antes de morir?
¿Alguna bomba o anuncio muy importante, que estaban a punto de hacer en una reunión?
—Cualquier cosa que sepa, Killilea, con seguridad no voy a informarte. Deseo que lo entiendas
con claridad absoluta.
Killilea abrió la boca. Como la mayoría de los hombres que sienten un agrado genuino por la
gente, era vulnerable en grado extraordinario a esas cosas.
—¡Egg! —jadeó y después inquirió, casi tímidamente—. ¿Hablo con Egmont…, Richard
Egmont?
—Soy Egmont y no tengo información para ti, ni ahora ni nunca.
«¡Clic!».
Killilea regresó caminando con lentitud a la mesa, frotándose la oreja, que todavía estaba
ardiéndole. Prue levantó la mirada y se sorprendió.
—¡Killy! ¿Qué ocurrió?
Se lo explicó:
—Egg —dijo—. Diablos, lo he conocido durante…, ¿qué supones que…? ¡Oh, jamás…!
Prue le palmeó el brazo.
—Aborrezco que alguien te haga daño. ¿Por qué no le preguntaste qué sucedía?
—No tuve tiempo —contestó Killilea tristemente—. ¡Eh! —ladró—. Alguien ha estado
influyéndolo. Si puedo encontrar quién…
—Eso es, eso es —aprobó Prue—. ¡Llámalo de nuevo!
De regreso en el gabinete, Killilea apretó la mandíbula y aguardó el primer sonido de la voz de
Egmont. El haber sido sorprendido fue una cosa: el buscar algo que quería urgentemente era
diferente.
—¿Hola?
—Escucha —gruñó Killilea—, corta la comunicación e iré a tu oficina, amordazaré a tu
secretaria y tiraré la puerta a patadas. La única forma en que puedes deshacerte de mí, es por
teléfono.
Pudo oír la respiración furiosa de Egmont. Finalmente dijo:
—No me importa lo que hagas, no obtendrás de mí ninguna información concerniente a la junta.
—¡Espera! —exclamó Killilea al sentir que bajaba el otro receptor.
—¿Bueno, qué? —dijo Egmont.
—Todo lo que deseo saber es qué se te metió en la cabeza desde anoche. Hablas como si le
hubiera pegado a tu abuela y ni siquiera la conozco.
—Eres un miserable alcahuete —gruñó Egmont.
Killilea cerró los ojos con fuerza y contuvo la cólera que había empezado a agitarse en su
interior.
—Egmont —dijo sombríamente—, fuimos amigos por mucho tiempo. Si hicieras algo que no me
gustara podría rechazarte, pero, diablos, primero te diría por qué. Cuando menos me debes eso.
Vamos…, ¿qué te sucede? No lo sé, por Dios.
—Muy bien —aceptó Egmont con voz temblorosa—. Tú lo pediste. Voy a decirte una o dos
cosas que no sabes de tu amigo.
—¿Amigo? ¿Cuál amigo?
—Nada más cállate y escucha —siseó Egmont—. Me haces enfurecer más cada vez que abres la
boca. Jules Croy, ese amigo. Tú y tus preguntas alegres y brillantes respecto a la junta. Ése es el tipo
que está apoderándose de lo que resta de la junta y haciendo de eso una sociedad servil…, un chacal,
un come-mierda.
—Pero yo no…
—Tiene más dinero del que sabe qué hacer con él y nada en qué invertir su tiempo, sino empollar
lo que queda de la maldita… —farfulló y luego gruñó—: Y tú. Espiando, viendo lo que puedes
recoger. También eres apropiado para eso, el ermitaño con un gran nombre en la ciencia, nuevamente
en circulación, atando los cabos sueltos. Bueno, cualquiera con el que pueda comunicarme, no tendrá
nada que darte. ¡Miserable!
—Espera —estalló Killilea—. Eso es demasiado, Egmont. He oído hablar de ese Croy…, ¿quién
no? Pero no lo reconocería si estuviera en este teléfono conmigo. ¡No he cambiado una sola palabra
con él!
La voz de Egmont fue de pronto puro asombro desdeñoso.
—Si no supiera ya que eres una rata, esto lo ratificaría. ¿Con quién comiste hoy?
—¿Hoy? ¡Oh…!, un tipo. Lo conocí anoche. Se apellida Hartog. ¿Qué relación tiene eso con…?
—Mientes hasta el fin, ¿eh? Bueno, te asombrará saber que hoy a la una y media fui a la cantina
del establecimiento de Roby para comer y te vi con mis propios ojos.
—Será mejor que te examines la vista —gruñó Killilea—. ¿Por qué no te tomaste el trabajo de
acercarte y asegurarte?
—Si en alguna ocasión me acerco a Jules Croy lo suficiente para hablarle, le arrancaré la cabeza.
Y desde ahora te digo lo mismo respecto a ti. Y si vuelvo a oír por este teléfono una sílaba, colgaré
tan fuerte que saldrá hasta el otro lado.
Esta vez Killilea estaba preparado y con el audífono lejos de su oído cuando se produjo el golpe.
—Parece que fui visto comiendo con un siniestro personaje que me manchó —explicó a Prue
cansadamente—. No comí con otro que no fuera el hombre a quien viste. Hartog.
—No me agrada —comentó Prue por segunda ocasión en ese día—. ¿Quién fue el villano?
—Su nombre es Croy. Jules Croy —informó Killilea. Prue movió la cabeza vagamente—. Oí
hablar de él. Es uno de esos pulpos de los negocios, un dedo en esto, cincuenta mil acciones en
aquello. Siempre comprando a educadores e investigadores con donativos. Egmont dice que está
intentando hacer de lo que resta de la Junta de Ciencia Ética una especie de Asociación de Padres y
Profesores de lujo. Egg siempre ha sido un verdadero apasionado de la Junta y para él fue como
perder un brazo cuando se cerró. Creo que necesitaba algo para enfurecerse con ello, y la creencia
respecto a que yo espiara en beneficio de ese Croy, se lo proporcionó.
—¿Qué hay de ese hombre con el que comiste, ese Hartog?
—¡Oh!, es inofensivo. En ocasiones es interesante, como uno de esos museos médicos que
presentan réplicas de enfermedades de la piel en modelos de cera de tamaño real. ¿Te hizo pasar
malos momentos?
—¿Quién…, ese hombrecillo?
—Deduzco que te hizo algunas insinuaciones…
—¡Oh! —dijo ella—. Eso nunca me molesta, Killy. Tú lo sabes.
Lo sabía. Cuando alguien la irritaba o la aburría, podía salir del cuarto sin moverse de su silla.
Su disposición nublada era absolutamente impenetrable.
—¡Oh! Pensé…, pero dijiste que te desagradaba —le recordó él.
—No. Dije que no me agradaba. Él… fue quien me presentó a Landey. Y «Koala»…, el doctor
Pretorio, también lo conocía. «Koala» y yo fuimos una vez a una fiesta donde estaba él. Comparado
con ellos, Hartog es un imbécil.
—Conocía a Pretorio…, hmm. Prue, ¿también conocía a Karl Monck?
—No lo sé. No lo creo. Killy, ¿qué sucede?
—Déjame pensar… Déjame pensar —bajó de pronto su mano con fuerza sobre la mesa—. ¡Prue!
Hartog fue quien te halló para mí. Se presentó conmigo en una taberna…, déjame ver si puedo
recordar exactamente cómo…, recuerdo que me interrogó en ese modo extraño suyo. Se aseguró de
mi nombre…, sí y…
Bajó la mirada a la palma de su mano derecha.
—¿Qué es? —inquirió Prue, con terror en la voz ante la expresión en la cara de Killilea.
—Cuando nos estrechamos la mano —informó en tono inexpresivo—, me arañó. Mira. Con una
sortija que llevaba. Un gran anillo barato; no tenía piedra, pero la montadura tenía un filo.
La cólera y el terror se mezclaron y crecieron en la mirada que intercambiaron.
—Tenía razón —murmuró ella—. ¿Ya ves?, si hubiera ido a casa anoche… ¡Oh, Killy!
Él miró su palma. Sintió como si hubiera sido pateado en el estómago.
—¿Hay un…, un antídoto?
Killilea movió la cabeza negativamente.
—No es la clase de cosas que tienen un antídoto. Quiero decir, un veneno ácido puede ser
contrarrestado por una base química de igual fuerza y acción opuesta. Pero las cosas como ésta…,
las hormonas, por ejemplo. La progesterona y la testosterona tienen efectos finales opuestos, pero una
forma muy semejante de producirlos. Tú sabes, nunca hice nada de esta sustancia. No puedo decir
exactamente cómo actúa o cuánto dura, a menos que la haga. Con seguridad tiene un período activo y
después es absorbida y excretada como cualquier hormona. No sé en realidad en cuánto tiempo
ocurrirá. Debo desarrollar una prueba para eso. Otra prueba —dijo con una sonrisa dolorosa.
—Bueno, por lo menos lo sabernos. Ahora…, ese desagradable Hartog. ¿Supones que Egmont
tiene razón? ¿Podría ser realmente Jules Croy?
—Creo que sí. Estoy intentando recordar lo que ocurrió hoy, mientras comíamos. Entró…, sí,
eso, me vio y se detuvo de pronto, y jamás vi un hombre más asombrado.
—Él te envió a mí anoche, ¿no? Debió saber que estabas buscándome. Te cortó con su anillo, te
dijo dónde estaba yo y debió estar seguro que…, ¡no es extraño que se haya asombrado! ¡No debiste
estar vivo hoy! Bueno…, ¿qué dijo?
Fue una especie de conversación filosófica enredada. Como es habitual en él, se refirió a las
mujeres —se quedó pensativo—. Fue como un intento por extraerme información relativa a ti y,
cuando no pudo, a un esfuerzo por encontrar alguna otra mujer para mí y luego algunos sondeos
respecto a por qué no estaba interesado en absoluto. Todo coincide —comentó asombrado—. El
pequeño inadaptado rico, tortuoso, intentando abrirse paso con dinero a los altos niveles de la
ciencia, tratando de apoderarse del control de la Junta de Ciencia Ética, eliminando a los hombres
que no aceptan a los de su clase. La dominará, Prue…, todavía atrae a todo auténtico hombre de
ciencia que tenga más humanidad que una máquina…, y liquidará a los hombres a quienes no pueda
dominar. Tiene mi factor como arma y si eso no funciona alguna vez, puede pensar en otros medios,
ciertamente.
—El factor…, ¿cómo lo obtuvo?
—Eso es lo que no puedo entender —replicó Killilea—. Se lo preguntaremos —miró su reloj—.
Ven. Tenemos cosas que hacer. Necesito un laboratorio.
La chicharra siseó como una víbora. Croy cruzó el cuarto, hizo girar la llave en la puerta y la
abrió.
—¿Dónde están? —preguntó una voz ronca.
—Ahí dentro —respondió Croy—, pero espere…, ¿qué va a hacer?
—¿Qué espera? —inquirió el recién llegado.
Killilea pudo verlo: bajo, pesado, casi sin mentón, frente amplia, con cabellos ralos.
—Va a matarlos —acusó Croy.
—¿Tiene alguna idea mejor?
—¿Ha pensado en los detalles…, lo que sucederá cuando sean hallados los cadáveres, lo que
hará la policía?
El desconocido abrió su abrigo y sacó una caja de madera cubierta de cuero, de lo que debió ser
un bolsillo especial. Lo puso en la mesa y sacó de él una jeringa hipodérmica. Sonrió brevemente.
—Paro cardíaco. Tan común en estos días.
—¿Dos casos al mismo tiempo?
—Hmm. Tiene razón. Bueno…, puedo llevarme a uno de ellos en mi auto.
—Estaba preguntándome —dijo Croy con voz ahogada— si espera que lo haga yo.
El hombre lo miró sin expresión.
—Es una posibilidad.
—Eso significaría que yo tendría que salir de aquí con vida. Usted no desearía eso, ¿verdad?
El hombre rió.
—¡Oh, ya veo! Mi querido amigo, no debe temer. Dejando a un lado las consideraciones de
amistad, aun de admiración, no podría terminar mis planes respecto a la junta, sin usted.
Killilea, con un ojo fijo a la ranura de la puerta, sintió que tiraban con urgencia de su hombro.
Retrocedió y permitió que ella diera vuelta en silencio en torno suyo, para poder ver también.
El hombre se encaminó hacia la alcoba. Croy inquirió llanamente:
—¿Dónde lo he visto antes?
El hombre se detuvo sin volverse. La aguja brilló en su mano.
—No tengo idea. Dudo que me haya visto jamás.
—Sin embargo lo he visto…, en algún lado…
Prue jadeó repentinamente. Killilea la tomó por los hombros y la envió volando con un
movimiento fácil. Cayó en medio de la cama. El jadeo puso alerta al visitante, quien se lanzó hacia la
puerta. Killilea se apartó y dejó que se abriera con violencia. La luz de la sala iluminó la amplia
espalda del hombre cuando se detuvo, parpadeando en la oscuridad, atisbando de un lado a otro.
Killilea se levantó sobre las puntas de los pies e hizo bajar con toda su fuerza el filo de su mano
derecha sobre la nuca del hombre. Éste cayó sin un sonido excepto el del choque y permaneció
inmóvil.
Killilea estaba jadeando como si hubiera subido corriendo una escalera. Se inclinó y levantó un
hombro del desconocido. Cayó sin fuerza al soltarlo.
—Sí, está frío —informó Killilea—. Prue, ¿qué ocurrió? Casi nos delataste… ¡Prue!… ¿Qué…?
Se sentó en la cama, con las manos en la cara, estremeciéndose. Él la abrazó.
—Es «Koala» —dijo ella—. ¡Oh, Killy!, es «Koala».
Croy estaba parado a la entrada, pálido.
—¿Qué dice? ¿Qué significa koala?
—Significa mucho. Vuélvalo sobre la espalda y véalo. Tal vez recordará dónde lo vio.
Croy se inclinó e hizo rodar el pesado cuerpo.
—¡Está muerto!
Killilea corrió hasta Croy, se arrodilló.
—Sí —ratificó.
Recogió un tubo roto, de cristal, lo miró y lo dejó sobre la alfombra. Después comenzó a pasar
los dedos sobre el frente del saco del hombre.
—Cuidado —recomendó Croy.
—¡Oh sí!, aquí está —desabotonó lenta y cuidadosamente el saco, el chaleco y la camisa. La
camiseta mostraba un pequeño punto de sangre, una sola gota. Una aguja estaba clavada en su centro.
Killilea la sujetó, empleando su pañuelo doblado dos veces, y la sacó. Había penetrado nada más
que unos milímetros—. Suficiente —observó Killilea y Croy exhaló un gruñido de comprensión.
—Paro cardíaco —dijo Killilea.
—Todavía va a tener… que explicar… dos cadáveres —le recordó Croy—. Y ni siquiera sabe
quién es éste.
—Sí, lo sé —rectificó Killilea—. Usted también lo sabrá, si lo mira —se inclinó más—. Lentes
de contacto de color café —comentó—. Creo que sus ojos son azules. ¿Verdad, Prue?
Ella exhaló un suspiro prolongado, tembloroso.
—Sí —murmuró ella—. Y usaba una barba para ocultar ese pequeño mentón.
—Barba —repitió Croy y se dejó caer de rodillas—. ¡Doctor Pretorio!
—Tenía que ser. Ahora me siento como los tipos asistentes a ese banquete en que Colón
demostró cómo parar un huevo sobre un extremo.
—Pero está…, ¡había muerto!
—Cuando exhumemos su ataúd, si nos molestamos en hacerlo, hallaremos a quien fue sepultado
realmente en el funeral de Pretorio —dijo Killilea—. Si alguien fue sepultado.
—¿Por qué? —gimió Croy.
Killilea se levantó y se sacudió las manos.
—Lo tenía en un gran concepto, ¿verdad, Croy? ¿Por qué lo hizo? Creo que nunca lo sabremos en
detalle. Pero yo diría que su mente se desquició. Temió a la Junta, que realmente fue su propia
creación, cuando descubrió mi factor y lo quiso para él. Necesitaba hundir la Junta y arrojó su propio
cadáver en el naufragio, junto con su gran reputación. Una mente como ésa, trabajando en contra de la
sociedad en lugar de en favor de ella, estaría más dichosa operando bajo tierra. Me pregunto qué
habría hecho con mi factor.
—Me dijo la semana pasada que la Junta reorganizada dominaría al mundo —informó Croy con
voz débil—. Pensé que estaba halagándome. Creía que era una figura de expresión. ¡Oh, Dios,
Pretorio!
Las lágrimas bajaron por su cara.
—Tendrá que ayudarme —dijo Killilea—. Lo bajaremos a su automóvil y lo dejaremos en él.
—Está bien…, ¿tengo tiempo? —preguntó Croy.
Killilea se acercó a él.
—Enséñeme la lengua. ¡Hmmm! —levantó la muñeca flácida de Croy y pareció pensativo—. En
su condición, calculo que vivirá alrededor de unos cuarenta años más.
Croy sólo lo miró estúpidamente. Killilea lo palmeó en el hombro.
—Tal vez sea moral, quizá sea ética —continuó en tono bondadoso—, pero ni Prue ni yo
podríamos sentarnos a conversar, mientras viésemos morir a un hombre. Recibió una inyección de
citrato de cafeína diluido para hacerlo transpirar y un poco de adrenalina para animarlo.
La mandíbula de Croy subía y bajaba ridículamente. Al fin dijo:
—Pero se supone que…, que tengo que pagar por…
Killilea rió.
—Escuche, filósofo. Si en realidad se siente culpable y desea ser castigado…, viva con ello; no
muera sólo para poder escapar de todas esas noches de insomnio.
Entonces Croy comenzó a reír…
Bajaron juntos el pesado cadáver, mientras Prue exploraba delante de ellos. No vieron a nadie,
aunque ya tenían dispuesta una historia de un amigo borracho. Acomodaron el cadáver
cuidadosamente tras el volante y lo dejaron.
De vuelta en el vestíbulo del edificio de departamentos, Killilea preguntó:
—¿Adónde va?
—A Bilville.
—¡No puede ir hasta allá tan tarde! —exclamó Prue—. Vuelva a subir. Puede estar bastante
cómodo ahí. Hay jugo de naranja en la heladera y las toallas están limpias…
—Pero usted no…
—No —lo interrumpió Killilea secamente—, ella no. Llevaré a mi esposa a casa.
El Corazón
Esta pequeña cosita, en realidad uno de los primeros cuentos que escribí en mi vida, fue
comprada por Ray Palmer. Conocí a Ray hace muchos años, en mi primer viaje a Chicago, y
quedé inmensamente impresionado. Él hizo de la vieja Amazing Stories un éxito aplastante y luego
presentó en sus páginas una de las…, bueno, tramas más impresionantes que hayan llegado a la
prensa pública. Hasta hoy, en las tabernas se inician peleas por el «Shaver Mystery» o el «Shaver
Hoax», dependiendo de quién esté en auge en ese momento. Hay tanta documentación respecto a
que Ray creía en el caso Shaver, como relativa a que no creía en él y, por mi parte, no me importa
mucho: cierto o no, fue un asunto colorido y descabellado y yo disfruté hasta el último minuto de
él y todos los argumentos. Si el lector no está familiarizado con eso, le sugiero que la investigue.
Cualquier aficionado a la C. F. le enseñará el camino. Si no estimula su sentimiento de asombro,
estimulará su sentido de afrenta.
Me agradaría rendir un sobrio tributo a Ray, absolutamente aparte de lo precedente: es uno
de los seres humanos más valerosos que han existido.
***
No me gusta ser pinchado repetidas veces por un índice duro y huesudo hasta que concedo mi
atención a su propietario, particularmente si dicho propietario es un borracho muy persistente, a
quien se ha dicho dos veces que se largue y todavía no ha captado la idea. Pero este ebrio era una
mujer y, en alguna forma, no pude decidirme a golpearla.
—Por favor, señor —insistió.
Libré mi manga de sus dedos. El movimiento fue reflejo, el retroceso involuntario al ver una cara
muerta.
Ella necesitaba una copa; un hecho que constituyó una leve diferencia para mí. Yo también lo
necesitaba. Pero únicamente tenía dinero para satisfacer mis necesidades y nadie ha tenido jamás una
oportunidad de llamarme sir Galahad.
—¿Qué demonios quiere?
No le agradó que le gruñera así; casi me insultó, pero el pensamiento de un trago gratis la hizo
cambiar de idea. Estaba temblorosa. Respondió:
—Deseo hablarle, eso es todo.
—¿De qué?
—Alguien me dijo que usted escribe. Tengo una historia para usted.
Suspiré. Tal vez algún día estaría libre de la gente que dice: a) «¿Dónde obtiene sus ideas?», y b)
«¿Quiere una historia? Mi esposa sería la más…».
—Nena —dije—, no la pondría por escrito aunque usted fuera Mata Hari. Vaya a espantar a otro
con esa cara y déjeme en paz.
Mostró los dientes malignamente y entrecerró los ojos; y luego, con rapidez asombrosa, su cara
se relajó por completo. Aseguró:
—Lo odiaría si no temiera volver a odiar a alguien.
En ese segundo sentí un temor letal a ella y eso por sí solo fue suficiente para interesarme. La
tomé por un hombro al darse vuelta, mostré dos dedos al cantinero y la conduje a una mesa.
Pareció agradecida.
—Un trago —repitió—, y soy pagada por adelantado. ¿Quiere el relato?
—No —repliqué—. Pero adelante.
Lo narró.
Siempre fui muy retraída. No tenía la belleza que tienen otras mujeres y, a decir verdad, la
pasaba bien sin ella. Tenía un empleo regular, maltratando una máquina de escribir para el médico
forense del condado, una habitación bastante grande para mí y unos pocos miles de libros. Creo que
me descuidé un poco. ¡Ah…!, olvidemos los preámbulos. Hay un millón como yo, metidas en
pequeñas oficinas polvorientas. Hacemos nuestro trabajo, mantenemos la boca cerrada y a nadie le
importamos un comino y eso no nos importa.
Solamente que me sucedió algo. Una tarde salía del ayuntamiento, cuando tropecé con un hombre.
Era flaco y cetrino y, cuando choqué con él, se dobló, jadeando. Lo ayudé a levantarse. No pesaba
más de cuarenta y tres kilos. Se colgó de mí por un minuto y se recuperó. Sonrió y dijo:
—Lo siento, señorita. Me acostumbré a mi corazón enfermo hace bastante tiempo, pero desearía
no atravesarme en el camino de otra gente.
Me agradó su actitud. Un choque así y no estaba chillando.
—Mantenga el mentón levantado y no se meterá en el camino de nadie —respondí.
Inclinó su sombrero, continuó su camino y me sentí bien por eso toda la noche.
Lo encontré un par de días después y hablamos por un minuto. Se llamaba Bill Llanyn. Un extraño
apellido galés. Después de un par de semanas ya no sonaba raro. Me gustaría haberlo tenido como
mío. Sí, así fue. Teníamos prácticamente todo en común, excepto que yo tengo la constitución de un
rinoceronte. Por lo menos la tenía entonces. Él tenía un empleo infame como ayudante de director en
un museo de mala muerte. Alimentaba a las víboras y las tarántulas en la sección de animales vivos.
Ganaba para cigarrillos, pero lograba mantenerse porque no podía fumar. Una noche cenamos en mi
apartamento. Enloqueció por mis libros. Era todo lo que podía hacer para entusiasmarlo. ¡Oh, el
pobre hombre! Tardaba diez minutos en subir un piso hasta mi cuarto. No, no era un Tarzán.
—Pero yo…, amé a ese hombrecillo.
—Eso era algo que pensaba que no sabía hacer. Yo…, bueno, no voy a hablar de eso. Estoy
contándole una historia, ¿sí? Bueno, no es un relato de amor. ¿Puedo tomar también su copa? Yo…
Bueno, quería casarme con él. Tal vez piense que sería una broma ese matrimonio. Pero Dios,
todo lo que deseaba era tenerlo cerca, quizá incluso verlo dichoso una vez en su vida. Sabía que
sobreviviría a él pero no pensaba en eso. Quería casarme con él, ser buena con él, hacer cosas por él
y, cuando llegara su llamada, no estaría solo para encararse a ella.
No era pedir mucho… ¡Oh, sí…! Yo tuve que pedírselo. Él no lo hizo…, pero no aceptó. Estaba
sentado en mi sillón, frente al fuego, con un ejemplar de Goethe empastado en color marfil en una
mano y levantó los dedos uno a uno, mientras enumeraba las razones por las cuales no aceptaba. No
ganaba dinero suficiente para sostenernos. Era probable que cayera muerto en cualquier momento.
Era una ruina demasiado débil para que una mujer lo llamara esposo. Admitió que me amaba, pero
me amaba demasiado para colgarse de mi cuello. Opinó que yo debía hallar a un verdadero hombre
viviente para casarme con él. Luego se levantó, se puso su sombrero y dijo:
—Ahora saldré. Nunca había amado a nadie. Me alegra amarte ahora. No volverás a verme. No
me queda mucho tiempo; prefiero que nunca sepas cuando me vaya.
Entonces se acercó a mí y dijo algo más, y maldito sea; eso es por mí, por recordarlo y por usted,
por pensarlo. Pero después que partió, jamás volví a verlo.
Intenté regresar a la vieja rutina de escribir a máquina y leer libros, pero fue duro. Leí mucho,
tratando de olvidarlo, intentando olvidar la cara agostada de Bill Llanyn. Pero todo lo que leía
parecía referirse a él. Creo que escogí el material inapropiado. Schopenhauer, Poe, Dante, Faulkner.
Mi mente giraba y giraba. Sabía que me sentiría mejor si tenía alguna cosa que odiar.
El odio es una cosa rara. Espero que usted nunca sepa qué…, qué grande puede ser. Úselo bien y
es la cosa más destructiva del mundo. Cuando descubrí eso, mi mente dejó de girar en esos pequeños
círculos y empecé a ir hacia adelante. Tuve todo claro en mi mente. Escuche…, permítame decirle lo
que sucedió cuando empecé.
Hallé algo que odiar. El corazón de Bill Llanyn…, el órgano arruinado, ineficaz, que estaba
manteniéndonos separados. Nadie puede saber jamás la loca concentración que puse en eso. Nunca
ha vivido nadie que describa la solidez del odio, cuando comienza a convertirse en algo real. Yo
necesitaba hacer un milagro sobre el corazón del Bill y en el odio tuve una facultad para efectuarlo.
Mi odio alcanzó una magnitud que nada podía resistir. Lo supe tan seguramente como sabe un asesino
lo que ha hecho, cuando siente que su cuchillo se hunde en la carne de su víctima. Pero no fui una
asesina. La muerte no era mi propósito. Deseaba que mi odio se hundiera en su corazón, cortara lo
que había malo y lo dejara cuidar del resto. Estaba haciendo lo que nadie ha hecho jamás…, odiar en
forma constructiva. Si no hubiera estado tan locamente ansiosa por poner en acción mi idea, habría
recordado que el odio no puede crear nada que no sea maligno, causar nada que no sea malo.
Sí, fracasé. Una tarde la semana pasada, mi jefe llegó a la oficina trayendo notas del depósito de
cadáveres, para que las copiara por triplicado y las archivara. Autopsias de muertos que habían sido
encontrados durante las cuarenta y ocho horas anteriores. William Llanyn se hallaba ahí. Causa de la
muerte, paro cardíaco. Miré las notas por largo tiempo. El médico forense estaba, parado, mirando
por la ventana. Creo que notó que mi máquina se detenía sin volver a empezar. Dijo, sin volverse:
—Si está mirando esas notas de paros cardíacos, no me pregunte si hay algo más: pericarditis,
descompensación mitral, nada. Escriba únicamente paro cardíaco.
Pregunté por qué. Respondió:
—Se lo diré, pero que me cuelguen si anoto algo así en los expedientes. El hombre no tenía
corazón en absoluto.
La mujer se levantó y miró el reloj.
—¿Adónde va?
—Voy a tomar el tren que sale —contestó.
Fue hacia la puerta. Me despedí de ella en la acera. Fue hacia la estación. Yo me encaminé al
centro de la ciudad. Cuando la ambulancia de emergencia de la policía pasó aullando junto a mí,
pocos minutos más tarde, no tuve que ir a la vía para ver lo que había sucedido.
Los Íncubos del Paralelo X
Los Íncubos del Paralelo X es el título más horrible que ha aparecido sobre mi nombre y estoy
seguro que Malcolm Reiss, el editor, me perdonará por decirlo. Fue un título típico de Planet
Stories y he estado sentado aquí, tratando de recordar algunos de los títulos de parodia que
inventaba George O. Smith. Los recuerdo, pero no puedo compartirlos con usted, aún en estos
días liberados…
No he visto a Mal en muchos años, pero nos hemos escrito; está sano, cordial y trabajando
duro en Nueva York. Es uno de los primeros descubridores de Ray Bradbury; tengo una carta de
Ray, en la que describe un acto de Mal Reiss, que contiene la más bella de las cosas buenas que
he dicho respecto a los editores en la introducción; una vez rechazó un relato de Bradbury,
porque sabía que lo vendería a una revista mayor y lo hizo. Tengo otro claro recuerdo de Mal
Reiss: dientes. Y Ray Bradbury tiene los dientes más brillantes que he visto en mi vida. Apuesto a
que cuando estaban juntos en el mismo cuarto y sonreían, cualquier tercera persona quedaría,
como cegado por la nieve.
***
«Es más pequeño», pensó Garth, tendido sobre su vientre en la cima de la colina y mirando hacia
abajo la casa de Gesell entre ramas apartadas cuidadosamente. La casa se levantaba muy alta sobre
él cuando era niño, el año pasado, la semana pasada, anoche, en sus sueños. Y ahora, el momento
para el cual se preparó, que aguardó desde el día en que había terminado su mundo, no pudo sentir
emoción ni triunfo…, sólo es más pequeño.
El gran edificio con sus alas extensas, sus antenas receptoras de poder retorcidas, rotas, sus
patios con hierbas amarillas, yacía como en el hueco de algún cuello poderoso, con un acantilado y
la saliente de una montaña oprimiéndolo en su estado apretado, abrigado.
«Debí saberlo —pensó—. Era únicamente un niño cuando partí…, cuando los ffanx…».
Se perdió en el sueño reestimulado, la clara imagen mental de su nave espacial de juguete
flotando en el aire sobre una columna de fuego frío, y su sueño infantil en mundos y después el
estruendo agudo de retroimpulsores, auténticos retroimpulsores, los de los ffanx, que habían puesto
fin a su sueño, a su niñez y a su mundo.
Garth Gesell deslizó una mano de dedos largos bajo su abdomen y sacó una raíz nudosa que lo
lastimaba. «Estaba ahí —pensó—, ahí mismo, junto al edificio principal. Vinieron los ffanx y corrí
alrededor del frente y entre las puertas dobles y tropecé con papá y con Mooley. Y el techo cayó y
Mooley, el gato, corrió a través del fuego y se encontraba desnudo y agonizante, y luego allí estaba la
cabeza de papá con una esquirla a través del puente de la nariz y el extremo de ella en un ojo
reventado, hablándome…, hablando desde un montón de despojos, en medio de la tortura, con
gentileza y grandeza, pidiéndome que salvara una raza y un mundo y un sistema…».
Bueno, había regresado. No estaba de vuelta en casa, pues ése era territorio enemigo ahora. Todo
el mundo retrasado, salvaje, era territorio enemigo para cualquiera que se aventurase fuera de su
colonia, y la aldea adoptada por Garth se hallaba a muchos largos días de marcha detrás de él.
También estaban detrás de él los años de crecimiento, de entrenamiento y de vivir con la fuerza
hostigadora, impulsora, de su promesa infantil a su padre: «Abriré la entrada».
—Abriré la entrada.
Lo dijo en voz alta, intensa, en una profunda nueva dedicación al deseo de su padre. Y entonces
se arrojó con violencia a un lado.
Su subconsciente vigilante, su oído entrenado fueron un poco lentos para evitar el golpe por
completo. El grueso venablo lo golpeó dolorosamente entre los omóplatos, en vez de sepultarse en su
espalda. Rodó sobre él, lo tomó y se levantó de un salto en un solo movimiento fluido, lanzando un
golpe hacia arriba con el venablo. Tuvo la impresión rápida de una figura alta, ancha, dorada, que sin
mover los pies, se flexionó con gracia a un lado para esquivar la punta famélica del venablo.
Entonces hubo un fuerte golpe en la muñeca de Garth y el venablo voló hasta la vegetación.
Garth permaneció, estremecido e impotente oprimiéndose la muñeca y mirando la sonrisa
tranquila del desconocido.
—Te mueves con rapidez, ¿verdad? —observó el hombre. Tenía una cara rústica, sincera y el
acento áspero, rápido de un septentrional. Estaba con las gruesas piernas separadas, las rodillas un
poco flexionadas. Garth tuvo la impresión que desde esa posición, el hombre podía moverse
instantáneamente en cualquier dirección, aún hacia arriba—. Pero no lo suficiente para Bronce —
añadió el hombre.
Garth entendió el nombre y su razón…, la piel dorada y el pelo amarillo; el cinturón y las botas
claveteados eran una característica obvia personal. Bronce tenía en la mano un bastón lanzador
pulido, origen del grueso venablo como bala. Golpeó con él lentamente una palma grande, callosa,
mientras estudiaba a Garth.
—¿Qué buscas?
Garth señaló por encima de su hombro el edificio derruido, abajo, en el hueco verde.
—¿Cómo llaman ese lugar?
—Gesell.
—Yo también soy Gesell.
La cara de Bronce se convirtió en una máscara. El hombre caminó más allá de Garth, dejando
caer su lanzador en la carcaj que colgaba tras de su hombro derecho. Se inclinó, recogió el arma de
Garth y se la entregó.
Garth evitó cuidadosamente darle las gracias.
—Te oí decir que abrirías la entrada.
Garth afirmó con movimientos de cabeza.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó Bronce y en ese instante Garth sintió que había triunfado.
Suprimió una sonrisa.
—No necesito ayuda —respondió.
—Podrías necesitarla —insistió Bronce.
Garth se encogió de hombros como si no le importara. En realidad le importaba mucho. Había
sabido por mucho tiempo que tendría que reclutar alguna ayuda y le agradaban la apariencia de esos
amplios hombros y la habilidad obvia que sin duda intervino en el atavío y en las armas del hombre.
—¿Acaso te interesa si abro la entrada?
Bronce se humedeció los labios. Después contestó, sin tratar de ocultar sus motivos:
—Allí hay mujeres. Miles de ellas. Las mejores, las más vivas en este mundo o fuera de él —
hizo una pausa—. Vengo a este sitio todo el tiempo. Me siento aquí arriba, miro hacia la casa e
intento encontrar una entrada —extendió sus grandes manos—. Si estuvieras tratando de impedir que
llegara a esas mujeres, intentaría matarte. Si puedes ayudarme a llegar a ellas, estoy de tu parte.
Hasta el final. ¿Comprendes?
—Bastante justo —admitió Garth y esta vez permitió que apareciera la sonrisa—. ¿No hay
suficientes mujeres aquí para ustedes?
—No hay suficientes mujeres en todo el maldito mundo. Siete en Prellton…, ésa es mi aldea…, y
cien hombres. Allá en la montaña, en Haddon, hay el doble de mujeres y el triple de hombres.
—¿Así que quieres que la entrada sea abierta para poder tenerlas a todas?
—¿Yo? —chilló Bronce—. No, hombre, solamente quiero una. Una mujer nada más, toda para
mí.
—Veo que eres un hombre razonable —dijo Garth sonriendo—. Puedes ir conmigo.
Bronce pareció como si Garth le hubiera dado un reino y además un par de alas.
—He oído hablar de ustedes, los Gesell.
—Oíste hablar de mi padre —explicó Garth.
—Aún se habla de él.
«Si había un santuario, debía haber una leyenda», pensó Garth.
—¿Por qué no trataron de invadir la casa?
—Algunos lo han intentado en alguna ocasión —replicó Bronce. Lanzó una mirada rápida,
temerosa, al hueco—. Todos han muerto.
—Eso es lo que he oído —Garth estudió a Bronce pensativamente—. ¿Alguna vez lo viste
suceder?
—En una ocasión. —Bronce descolgó de su hombro su carcaj y se agachó en el talud, pasando
los venablos entre sus gruesos dedos mientras hablaba, probando sus puntas, sus astas hendidas,
nerviosamente—. Yo iba a vigilar, con Rob O’Bennet y sus luchadores. Flan de Haddon y sus
hombres hicieron el ataque principal, porque ellos tienen la colonia más grande, íbamos a descender
y a apoyarlos, una vez que entraran a la casa —se interrumpió para humedecer sus labios. Sus ojos
de color ámbar estaban obsesionados—. La casa tenía dos guardianes, entonces como ahora…,
únicamente dos, nada más que dos contra nosotros, doscientos. Los muchachos de Flan lanzaron
gritos que podían oírse sobre la montaña, y atacaron. No hubo una señal de vida en la casa, hasta que
estuvieron en la mitad del patio, ahí… —señaló—, y entonces salieron los guardianes, uno de la
esquina del norte, uno del sur, junto a la pequeña puerta. Hubo un rayo de fuego verde, que no puede
describirse con palabras. —Bronce se cubrió los ojos mientras hablaba—. Lo vi extenderse entre los
guardianes y entonces quedé cegado.
»Cuando pude ver nuevamente, mis muchachos valientes habían desaparecido, dejándome aquí,
en la hierba, frotándome los ojos ardorosos. Y allá abajo, en el patio, yacían Flan y treinta y ocho de
sus muchachos, negros y humeantes.
Hizo una pausa mientras la imagen aterrorizadora moría detrás de sus ojos.
—Después —continuó—, un grupo de nosotros fuimos a Haddon a ver si tantos muertos habían
dejado una viuda para nosotros, pero tenían el lugar bien fortificado con una empalizada.
Garth no hizo ningún comentario.
—Dime lo que sepas de los guardianes.
—Te diré bastante poco —respondió Bronce—. Pero si dijera lo que he oído, estaría hablando
un mes o más. Todo lo que se ve de ellos es esa capucha puntiaguda y el hábito que llega hasta el
suelo. Algunos dicen que hay hombres y mujeres…, o había. Otros dicen que son monstruos. Otros
dicen que son monstruos del otro lado de la entrada.
—Pronto lo veremos —prometió Garth.
—Eres un Gesell —dijo Bronce, con voz ronca por la excitación contenida—. Puedes entrar
como un invitado.
—No puedo —respondió Garth brevemente—. Siento decepcionarte, Bronce, pero ha corrido
mucha agua bajo los puentes desde que nos conquistaron los ffanx. Mi padre construyó la entrada
hace veinte años, pensando que protegería a esas mujeres durante el mes que tomaría, más o menos,
aplastar a los ffanx. Ellos mataron a mi padre y cerraron la entrada. Y para entonces, el mundo era
una ruina, con las mujeres desaparecidas y los hombres luchando por el puñado de ellas que restaban
y el secreto de la entrada encerrado en el cerebro de un niño de ocho años. Y ahora la casa es un
santuario y los centinelas sus guardianes, la ciencia es magia y cada parte del mundo lucha contra las
otras partes.
—¿Qué estás diciendo? ¿No puedes entrar simplemente, tú, un Gesell?
—Todo ha cambiado —insistió Garth con paciencia—. He escuchado los relatos de cada
viajero, leído toda crónica, que hay muy pocas, y todo se reduce a una estupidez: soy el único
hombre viviente que puede abrir la puerta y esos tontos consagrados de allá abajo me matarán al
verme, si me aproximo.
—¿Cómo sé que eres un Gesell? —inquirió Bronce, con renovadas sospechas.
—No lo sabes —replicó Garth. Hizo un movimiento repentino, breve, sin levantar la mirada o
volverse. El tubo pareció saltar de su funda derecha a la mano—. Mira, Bronce.
La cara de Bronce se endureció.
—¿Qué es? ¿Qué es eso?
Garth oprimió un botón en un lado del tubo. Un rayo de luz saltó del tubo y bañó la cara
aterrorizada de Bronce. El gigante gritó y luego permaneció sentado, inmóvil, con los ojos cerrados,
espantado. Garth apagó el tubo y lo volvió a la funda.
—Mi apellido es Gesell —dijo en tono de conversación—, pero me importa un comino si lo
crees o no.
—¿Qué fue eso? ¿Qué fue lo que hizo? Esa luz, esa luz blanca…
—Nada más que luz —respondió Garth y rió. Palmeó al gigante en el hombro musculoso—. Deja
de temblar.
—No debiste hacer eso —dijo Bronce roncamente—. No tienes que asustarme así, Gesell. Dije
que te ayudaría. No estaba retractándome. Te creo.
—Bueno. Ahora cállate y déjame planear esto.
Se encontraron en la cresta de una pendiente arbolada que descendía casi verticalmente hasta el
claro. La casa se hallaba en el centro del claro y más allá había otra elevación…, la misma saliente
de la montaña, no tan alta como la elevación en que se ocultaban. El patio cubierto de hierba no
ofrecía abrigo, excepto por un par de árboles gigantescos, uno de los cuales se levantaba sobre el
edificio central. Una gruesa rama tendía un brazo poderoso, protector, sobre el techo. Garth lo miró y
estudió con detenimiento la pendiente opuesta.
—¡Bronce!
Bronce estaba junto a él, casi empujándolo, en su ansiedad por servirlo.
—¿Qué, Gesell?
—¿Tienes buena puntería?
—Bastante buena, Gesell. Una vez maté a un venado a cien metros.
—¿Cuántos?
—Setenta —rectificó Bronce, encontrándose transfigurado por los ojos profundos de Garth.
Tragó saliva y sonrió.
—Hay cerca de ciento cincuenta hasta la parte superior del risco… ¿Ves la roca allí, arriba de la
casa?
—Ajá. Podría clavar un venablo allí. Sin embargo, no se hundiría con demasiada fuerza.
—¿Podrías ponerlo exactamente allí?
Confiado, Bronce formó un círculo con sus dedos índice y pulgar.
—Podría hacerlo pasar por esto.
—Muéstramelo.
Bronce eligió un venablo y colocó la contera en el alojamiento en forma de copa del extremo de
su lanzador. Probó el suelo bajo sus pies, miró sobre su cabeza en busca de vegetación colgante y se
movió un poco a la izquierda. Permaneció en posición por un momento, fijando ojos hipnóticos en el
risco opuesto. Luego actuó. Su brazo fue una mancha y el bastón fue invisible. Casi crujió al hender
el aire.
Por un breve instante, Garth perdió de vista el venablo por completo. Después, sus ojos
perspicaces captaron su vibración un momento antes que se detuviera, hundido en el tronco de un
árbol a la orilla del risco rocoso. Contuvo el aliento y, en alrededor de un segundo, oyó a través del
tibio aire de la tarde el sonido sordo, suave, sólido, de su impacto.
«¡Increíble!», pensó. Indiferentemente, dijo:
—No está mal. No obstante, odiaría depender de eso si hubiera viento.
Se quitó el cinturón. Vestía una combinación ceñida a la piel, de calzones y blusa de color azul
profundo, con una angosta faja blanca alrededor y abajo de sus axilas y otra debajo de su cintura.
Levantó los brazos y palpó sobre esta línea y tiró de un pequeño anillo, que deslizó por la raya. A
juzgar por los ojos muy abiertos y la boca colgante de Bronce, era la primera vez que veía un cierre
deslizante.
Garth repitió el movimiento con un segundo anillo en la raya inferior y sacó la porción central de
su blusa sobre su cabeza…, un tubo simple, elástico, de material suave y delgado. Pasó su borde
entre los dedos, se detuvo y sacó cuidadosamente un hilo, del que tiró. Comenzó a destejer la tela,
ignorando al atónito Bronce que lo miraba asombrado.
—¿Qué estás haciendo?
—Sirve para algo —dijo Garth—. Quiero que limpies el suelo, bien limpio, en algún lugar
sólido. Necesito un espacio de dos metros por dos, sin una paja siquiera encima, con aire despejado
sobre ella. Encárgate tú.
Intrigado, Bronce obedeció. Cuando ya Garth tenía destejidos nueve metros de hilo, el espacio se
encontraba preparado y Bronce, jadeando, se hallaba de regreso al lado de Garth. Éste se apiadó de
él…, obviamente, estaba a punto de estallar de curiosidad. Levantó el hilo.
—Rompe un pedazo para mí, Bronce.
Bronce tomó el extremo del hilo, lo enredó en torno a sus puños y…
—¡Espera! —exclamó Garth, riendo.
Tomó dos gruesos pedazos de rama, desenredó el hilo de los grandes puños dóciles y enredó un
par de vueltas del hilo en torno a cada trozo de madera, dejando alrededor de quince centímetros de
hilo entre ellos.
—Inténtalo ahora —sugirió—. Agarra la madera, no el hilo.
Aturdido, Bronce tomó los dos pedazos de madera y tiró. El hilo se puso tenso con un tañido
musical, que subió de tono mientras Bronce tiraba. Una expresión de asombro total cruzó su cara.
Descansó, dio vuelta a los dos pedazos de madera, de modo de enredar más hilo y dejar únicamente
cinco centímetros entre ellos. Apoyó la espalda contra un árbol, apretó la mandíbula y, con las
grandes manos cerca de su pecho, comenzó a tirar. Sus bíceps se contrajeron hasta que brilló la piel
tensa. Su cuerpo se apartó en forma visible del tronco en el que se apoyaba, mientras sus músculos
escapulares se anudaban.
Se oyó un crujido ahogado de sus hombros y Garth avanzó, alarmado. Entonces cedió uno de los
pedazos de madera. El hilo penetró como una guadaña en un haz de espigas de trigo y Bronce quedó
jadeando, mirando aturdido el trozo de rama cortado con limpieza. El hilo cayó, entero y sin haberse
distendido.
—Te di la madera porque te hubiera cortado las manos —explicó Garth, sonriendo.
—¿Qué material de ffanx es ése? —jadeó Bronce.
—No es material de ffanx; es estrictamente humano. Fibra con moléculas condensadas, hilada
bajo fuerte bombardeo iónico. Tiene una cohesión lineal del orden de cinco toneladas y media de
prueba y siete y media de resistencia a la ruptura. Y no tiene en absoluto cohesión rotatoria.
—Sí —aceptó Bronce—, pero ¿qué es?
—Es lo que vas a atar a un venablo y a dispararlo para mí sobre la barranca. Ahora vamos a
deshilarlo. Hay trescientos cincuenta metros de hilo en esta camisa. La mitad de eso será suficiente.
Le daremos un poco más.
Por dos horas, mientras las sombras vespertinas se alargaban, trabajaron poniendo
meticulosamente el hilo en una serie de pequeños rollos. Cada vuelta yacía plana y obediente. Poco a
poco comenzaron a alfombrar todo el espacio despejado. Hablaron poco, excepto hacia la
terminación del laborioso trabajo.
—Ya hay bastante —dijo Garth finalmente.
Bronce se irguió y se golpeó en los riñones doloridos.
—Tengo hambre.
—Comamos —replicó Garth.
Bronce tomó sin una palabra su carcaj y su lanzador y se deslizó entre los matorrales. Antes de un
cuarto de hora estaba de vuelta, con dos grandes conejos. Uno tenía un agujero desgarrado en la
cabeza, detrás de los ojos, y el otro aún se hallaba atravesado en las costillas y el corazón por uno de
los venablos. Bronce se agachó, sacó un cuchillo desgastado y desolló uno de los animales, al que
sacó las entrañas con la rápida indiferencia de una larga práctica, y tendió los cuartos tibios y
sangrantes a Garth.
—Escúchame —dijo Garth con la boca llena—. No sé con seguridad quiénes son esos
guardianes. Pero esto lo sé con seguridad…, ese fuego verde que viste no proviene de ellos. Viene
de abajo del suelo…, un campo de energía activado por algo que llevan bajo esos largos hábitos…
¿Por qué me molesto en explicártelo?
—Estoy oyendo —gruñó Bronce, escupiendo un pedazo de nervio.
—Está bien. Ahora, escucha. Se necesitan dos guardianes, ambos sobre la línea de esos cables
del subsuelo, para producir ese fuego. Pero se requieren dos de ellos para hacerlo. ¿Comprendes?
Si puedo quitar del paso a uno de ellos, puedes atacar al otro sin peligro.
—¿Eh?
Bronce limpió sangre de conejo de su mentón.
—¿Me entiendes? Voy a dejarte un minuto y deseo saber qué puedo esperar de ti. ¿Podrás atacar
a un guardián sin peligro de quemarte?
Bronce lo miró.
—Dijiste que puedo hacerlo, ¿no? —preguntó sencillamente.
Garth dejó que su sonrisa apareciera otra vez.
—Creo que vamos a conseguirlo, Bronce —prometió—. Ahora, éste es el plan.
La noche era fría y silenciosa, pero Garth, vestido sólo con su cinturón, sus botas y la más breve
de las trusas, que era todo lo que restaba de su ropa, estaba bañado en sudor, cuando completó el
escalamiento largo y silencioso hasta la cima del risco. Llenó y vació sus pulmones en respiraciones
profundas, mientras caminaba a tientas por la orilla de la abrupta pared rocosa del risco. Encontró el
lugar pelado y el árbol en el que había hundido Bronce su venablo de prueba esa tarde.
Se puso tras el árbol en que aún estaba el venablo de Bronce y, sacando la mano con su linterna
sorda, envió un rápido haz de luz blanca hacia arriba, por el tronco.
Luego esperó.
Había una luna creciente en el firmamento. En algún sitio, un insecto chilló pidiendo grasa, y una
rana arbórea tañó sus cuerdas de piano. Sobre la orilla sólo se veía oscuridad, veinticinco metros o
más de caída recta y luego, apartada de la sombra del risco, a cien pasos de la base rocosa, se
levantaba la sombra arqueada del gran árbol, con su rama extendida sobre el edificio principal, como
un gigante inmovilizado en un ademán de bendición.
¿Dónde se hallaba Bronce? La montaña opuesta era una masa informe de sombra y luz cambiante
de luna. ¿Estaba allí, apuntando cuidadosamente al punto en que vio el haz de luz? ¿O se había ido,
libre del hechizo de asombro y maravilla que proyectó Garth sobre él, caminando de vuelta hacia su
aldea, para pasar esa noche y el resto de su vida especulando respecto a la vez en que casi ayudó a
abrir la entrada?
De pronto, el insecto y la rama arbórea fueron más de lo que pudo soportar Garth. Salió de atrás
del árbol, con un resoplido de impaciencia. Oyó de inmediato un murmullo silbante que se
aproximó…, el aire abanicó su nariz y sus ojos, y algo chocó contra el tronco del árbol. Cayó de
rodillas, mirando la oscuridad y rió a pesar de sí mismo. «Espero haber empleado toda mi estupidez
para esta noche», pensó arrepentido. Había barajado la posibilidad que Bronce no volviera a acertar
en el árbol, especialmente en la oscuridad…, y casi salió del abrigo del tronco del árbol para
detener el venablo con su cabeza.
El venablo no se hundió en el tronco, pues había indicado a Bronce que hundiera la punta en un
pedazo de madera dura; nunca habría podido sacarla del árbol y, para hacer lo que necesitaba hacer,
el extremo del hilo debía estar libre.
Buscó el venablo a tientas y lo encontró. Sacó del bolsillo de su cinturón un par de guantes
moldeados, ligeros, delgados, impenetrables, hechos de la misma materia condensada que su blusa.
Se los puso, levantó el venablo y halló el hilo al tacto. Tiró de él, hasta que, de pronto, sintió dos
tirones enérgicos en sus manos. Sonrió. Ése era Bronce. «¡Buena suerte!».
Tomó un cabo del hilo y dio dos vueltas alrededor del árbol, metió el lazo del cabo bajo la parte
principal, donde fuera oprimida contra el tronco. Un ligero tirón a la parte libre soltaría el hilo.
Respiró profundamente y caminó hasta la orilla del risco. Todo dependía de su cálculo de las
distancias implicadas.
«Eso es», pensó. Tomó con cuidado el hilo en el punto al que lo habían llevado sus medidas y lo
ató a la parte posterior de su cinturón. Se arrodilló y limpio un espacio del suelo y tiró del hilo
cuidadosamente, de manera que quedara libre. Después fue hasta la orilla del risco, levantó las
manos sobre su cabeza y tomó la parte anclada del hilo, donde pasaba en tensión de árbol a árbol a
través del hueco. Miró e intentó no pensar.
Los edificios estaban a oscuras, excepto una difusa luz anaranjada en la casa principal. Pudo ver
sombras, un movimiento ocasional, al pasar figuras inquietas una y otra vez ante la luz, en el interior.
¿Qué diablos estaba haciendo Bronce allí? ¿Había olvidado lo que le había encomendado hacer
después? El gran estúpido.
Del otro lado del cañón llegó un estruendo enorme al caer rodando una roca por la pendiente y,
con él, un grito espeluznante que hizo eco una y otra vez y se desvaneció repentinamente a la
distancia. Sonó como veinte almas perdidas, gritando y contestando desde puntos estratégicos a
ambos lados del valle.
«¡Qué pulmones!», pensó Garth y saltó del risco.
Pudo sentir el hilo que zumbaba en sus manos, al rozarlo el viento de la noche. Colgó por un
momento y luego puso una mano delante de la otra. Y otra vez. Y otra. Su cuerpo comenzó a oscilar
hacia adelante y hacia atrás, mientras él avanzaba. Maldijo en voz baja y contuvo la oscilación con
breves detenciones sincronizadas de sus manos.
Empezaron a dolerle los hombros y trató de olvidarlo. Colgó de una mano por un momento y se
permitió el lujo de bajar el otro brazo, flexionando los dedos. Siguió una mano tras otra y repitió la
operación.
Juntó las manos y cruzó las muñecas, de modo que su cuerpo se volvió hacia la dirección de
donde vino. El risco sombrío que había abandonado ya estaba distante, confundiéndose con la
oscuridad que rodeaba los edificios. Prosiguió. Adelante y debajo de él, el gran árbol se aproximó
más y más, a medida que él avanzaba. ¿Demasiado cerca?
Osciló, con los brazos casi insensibles, los hombros en agonía y las manos reducidas a dos
ganchos rígidamente desobedientes que agarraban, soltaban, agarraban y soltaban, cada vez más
reacios.
Hubo una conmoción junto al edificio. Alguien gritó. ¿Un guardián? En ese instante no habría
distinguido a un guardián, ni le hubiera importado. El universo era una mano tras otra.
¡Llegó! Lo había esperado cada segundo y, cuando llegó, lo tomó totalmente por sorpresa. Sintió
apenas un ligero tirón a su cinto, cuando el extremo del hilo se puso tenso y luego, tras él, lejos, el
hilo se soltó del árbol.
Cayó como un halcón nocturno.
El suelo dio a su rodilla un solo golpe y luego comenzó a elevarse hacia los aleros de la casa.
Llegó al final de su oscilación y toda la tensión desapareció repentinamente de sus brazos. Por una
aterradora fracción de segundo, temió que sus manos entorpecidas no se abrirían. Después, quedó
libre del hilo. Concentró todo su ser en mantener el equilibrio, flexionando las piernas.
El techo oscuro subió y lo recibió. Recibió el choque en los músculos de sus muslos, inclinó un
hombro hacia abajo y rodó.
Luego quedó inmóvil por un minuto largo, lujurioso, y descansó.
Después que Bronce empujó la roca sobre el borde y rugió su terrible desafío en la noche, corrió
como un conejo asustado por el túnel oscuro de un sendero que bajaba oblicuamente por la
pendiente.
—Loco, loco —farfulló.
Ese plan descabellado de Gesell no podía funcionar. Era maravilloso, heroico, brillante, pero…,
descabellado. Y él, Bronce, también estaba loco por pensar en ayudarlo. Regresaría a casa. Había
tenido bastante…, suficiente para relatar a todo Prellton por el resto de su vida.
Pero a pesar de sus pensamientos, sus piernas lo llevaron con cautela pendiente abajo, al patio
letal de la casa de Gesell.
—Línea —dijo una voz.
Era la figura encapuchada de un guardián aguardando en silencio, a la luz de la luna, para soltar
su ardiente muerte verde.
«Ahora me iré a casa», pensó Bronce, muy fría y racionalmente.
Permaneció donde estaba.
Entonces vio al otro guardián, moviéndose como sobre una vía…, en forma lenta, regular, sin
insinuación de movimiento de piernas…, nada más un deslizamiento extrahumano. Los caracoles se
mueven así. Los ciempiés. Las historias de monstruos del otro lado de la entrada inundaron
repentinamente su mente.
Bronce vio algo más. Si el segundo guardián avanzaba más, apartándose de la casa, él, Bronce,
estaría en línea recta entre ambos…
Experimentó una sensación abrupta, intensa en el estómago, como si el conejo de la cena hubiera
vuelto a la vida y saltado. Se puso en pie. Sintió la boca seca.
El segundo guardián estaba ya fuera de su vista, aún moviéndose hacia el punto en que envolvería
a Bronce en llamas verdosas.
—Línea —dijo la segunda voz, y entonces se produjo la primera de las dos más grandes
conmociones en la vida de Bronce.
Con un resplandor de luz blanca brillante, apareció una cara en el aire, a seis metros del suelo,
frente a la pared desnuda del edificio.
—¡Guardián! —cantó una voz profunda, como de órgano.
La cara era la de Garth Gesell.
—¡Gesell! —jadeó un guardián.
Sollozando, corrió hacia la luz. El otro lo siguió lentamente. Bronce pudo empezar a ver, bajo el
nimbo de luz de la cara radiante, todo el cuerpo de Gesell. Pendía en el aire, a alrededor de una
tercera parte de la altura de la pared, con un brazo tendido hacia adelante. La otra mano parecía estar
detrás de su espalda.
—¡Alto! —entonó la voz—. ¡Despójense de sus hábitos, guardianes, pues he vuelto!
El guardián de la izquierda vaciló y se detuvo. Se despojó de su hábito y lo arrojó a un lado. El
otro lo imitó. Las dos figuras desnudas avanzaron hacia el edificio, como sonámbulos. Y mientras lo
hacían, la cara brillante descendió lenta y majestuosamente al suelo. Los guardianes cayeron de
rodillas y se inclinaron hasta la tierra a sus pies. La luz desapareció.
—¿Bronce?
Garth habló suavemente, pero la voz sacó a Bronce de su aturdimiento. Se levantó de un salto y
corrió a través del amplio patio, para recibir su segunda conmoción poderosa.
Garth estaba erguido contra la pared y Bronce notó la rigidez de puro agotamiento en su postura.
—Vigílalos —murmuró Garth y volvió su linterna sorda hacia las dos figuras reverentes.
Una de ellas era una muchacha.
Los caballos salvajes atados por tanto tiempo se encabritaron en el cerebro de Bronce. Hubo una
explosión de deseo que lo sacudió hasta la médula. Se inclinó rápidamente y la tomó por un brazo.
—Levántate.
Lo hizo.
Lo miró con ojos grandes y serenos. No hizo ningún intento por cubrirse. Se encaró a su mirada y
aguardó simplemente.
Había dos clases de mujeres en la Tierra…, las escapadas y las restituidas. Las escapadas se
salvaron de las cacerías de tos ffanx…, por casualidad, por suerte, por pura astucia animal de parte
de las mujeres o de los hombres que las ocultaron. Fueron presa lícita para los ffanx mientras éstos
dominaron la Tierra y eran presa lícita para cualquiera que compitió por cada una de ellas.
Y de las pocas mujeres en la Tierra, tal vez una de cada mil era restituida. Los ffanx habían
sacrificado a las mujeres casi invariablemente. Pero en una ocasión, entre muchísimas, dejaban ir a
la mujer. Ningún humano comprendió jamás por qué. Quizá era capricho, tal vez fue hecho por
experimentación. Pero en la ética rudimentaria de una sociedad heterogénea, oscurantista, todo lo que
restó de la cultura de la Tierra después que los ffanx la conquistaron y fueron destruidos a su vez,
estas mujeres eran sacrosantas. Habían pagado. Su misma existencia en el planeta era una historia y
una elegía; eran el pesar ambulante de la Tierra. Y no debían ser tocadas. Era todo lo que podía
hacerse por su pérdida y su soledad. Ellas lo sabían y ambulaban sin temor.
Los caballos salvajes dentro de Bronce se calmaron. Se amansaron, se tranquilizaron, como si
una mano firme, conocida, hubiera tocado sus belfos nerviosos.
—Hermana —dijo—, lo siento.
Ella apenas inclinó la cabeza. Luego se volvió hacia Garth y preguntó en voz baja:
—¿Qué puedo hacer por el amo?
Garth suspiró.
—Vengo desde muy lejos. Mi amigo y yo necesitamos descansar. Vigilen como siempre lo han
hecho y mañana será otro día y nada volverá a ser igual para ninguno de nosotros.
La muchacha tocó el hombro del otro guardián.
—Ven.
Él se levantó. Era un joven esbelto, ceñudo, con los ojos atemorizados de una ardilla. Tenía la
piel blanca, brazos delgados y una dignidad muy grande.
—Amo —dijo a Garth.
En su voz había sumisión, pero en un sentido infinitamente orgulloso de servicio, más que en uno
humilde. Él y la muchacha entraron al edificio.
—Asexual —observó Bronce.
Era sólo una identificación, carente de desprecio.
—Estoy fatigado —dijo Garth.
—Descansa. Yo vigilaré —ofreció Bronce.
—Puedes dormir también —aseguró Garth—. Estamos adentro, Bronce. Realmente adentro.
—Bronce…
El gigante estaba de pie, con las armas en la mano, antes que hubiera cesado la voz de Garth.
Miró alrededor suyo, no vio ninguna amenaza inmediata y fue hasta el lecho.
—¿Estás bien?
Garth se desperezó lujuriosamente.
—Nunca estuve mejor, aunque siento como si las articulaciones de mis hombros necesitaran
aceite…, ¿qué hay para desayunar?
Bronce fue hasta la puerta y la abrió, llenando sus poderosos pulmones para gritar. No lo hizo. La
muchacha estaba parada ahí, aguardando. Garth la vio.
—Entra… ¡Dios mío, debes estar congelándote!
—No recibí tu permiso… —respondió ella en tono grave.
—Vístete. Y dile al otro guardián que se vista. ¿Cómo te llamas?
—Viki.
—¿Cuál es su nombre…, el del otro guardián?
—Daw, amo.
—Bueno. Mi nombre no es amo. Es Garth o Gesell, como lo prefieras. Éste es Bronce. ¿Hay algo
para desayunar?
—Sí, Garth Gesell.
Garth frunció los labios. La entonación de su nombre fue infinitamente más adoratoria aún que la
de «amo». Dijo:
—Saldremos en un minuto. Deseo que desayunen con nosotros, ¿comprendes? Ambos, tú y el
otro.
—Un gran honor, Garth Gesell.
Sonrió y su sonrisa hizo maravillas en la tensa austeridad de su cara.
Esperó un momento y cuando pareció que Garth no tenía más que decir, salió. Retrocedió hasta la
puerta.
El desayuno fue bastante molesto. Desayunaron en una pequeña mesa en el salón, bajo el retrato
del primer Gesell. Podría haber sido un retrato de Garth cinco o seis años mayor. Siempre se habían
parecido.
Viki, vestida ya con la túnica corta flotante convencional, ceñida sólo por un cinturón ancho,
permanecía retraída y silenciosa, hablando nada más cuando le hablaban y velando su mirada
constante a Garth con sus largas pestañas. Daw miraba todo el tiempo al frente, con ojos redondos,
siempre asombrados, y al parecer hacía lo posible por no mirar directamente a Gesell. Bronce
sonreía ante la turbación de Garth e ignoraba las miradas tímidas de los dos guardianes.
Garth esperó hasta que terminó el desayuno y luego puso sus palmas sobre la mesa.
—Tenemos que trabajar.
Se volvieron a él tan extasiada y obedientemente, que perdió por un momento el hilo de sus
pensamientos. Pareció que Bronce estaba a punto de reír. Garth le lanzó una mirada venenosa y dijo a
los guardianes:
—Pero antes quiero hablarles. Estuve lejos mucho tiempo. Quiero oír la historia de este sitio tal
como la conoces, en particular lo concerniente a la entrada.
Viki y Daw se miraron. Garth insistió:
—Vamos, vamos…
Daw se compuso, cruzó las manos sobre la orilla de la mesa y bajó la mirada.
—En el año de los ffanx —entonó—, en las praderas de Hack y Sack, apareció una luz azul en
forma de una gran puerta arqueada, llena con una luz trémula.
—Confiamos en Gesell —musitó Viki.
—Y salió de esta arcada una criatura del tamaño de una mano y pesada como cuatro veces su
masa en plomo fundido. Olfateó el aire, levantó un poco de tierra y levantó hasta su cabeza una caja
que llevaba, y olfateó a nuestras mujeres. Luego gritó y de la arcada vinieron más de su especie en
cientos de miles, vistiendo atavíos extraños y trayendo máquinas del mal. Y éstos eran los ffanx.
—Confiamos en Gesell —murmuró la muchacha.
Garth abrió la boca para hablar y la cerró abruptamente. Tenía oído fino y había captado la
cadencia de la voz de Daw. Nadie habla así en forma natural. Eso no era un informe era un ritual
salmodiado.
—Al principio el mundo se asombró, al principio el mundo se rió de los ffanx, pues los ffanx
eran tan diminutos y sus naves eran como juguetes y se extendieron por la Tierra sin hacer daño a
nadie y se sometían a la captura y actuaban como muñecos cómicos. Cubrieron el planeta y cuando
estuvieron dispuestos…, atacaron.
Al decir la última palabra, inclinó la cabeza sobre sus manos unidas. Viki canturreó:
—Confiamos en Gesell.
Daw se irguió y su voz se hizo profunda. Sus ojos estaban desorbitados y fijos en el vacío.
Mientras hablaba, Garth se encontró fascinado por el movimiento casi imperceptible de la cabeza
peluda de Bronce, al moverla al compás del ritmo dactílico de las palabras de Daw:
—Atacaron a nuestras mujeres. —Las hallaron en casas y en cuevas y en iglesias; las mataron por
millones. Sus armas eran martillos de fuerza del firmamento, sonidos inaudibles que impulsaban a
hombres fuertes a matar a sus propias hijas y a suicidarse. Y entonces, los malvados ffanx
descendían sobre sus cadáveres.
»Y en ocasiones las conducían, volando en sus pequeñas naves brillantes, golpeando a los
hombres y empujando a las cansadas mujeres a grandes jaulas a la intemperie. Las encerraban en sus
muros de fuerza y destruían todo asalto del exterior y después mataban a todas nuestras mujeres a su
voluntad, ésta hoy y luego la otra, y dos o dos mil a la mañana siguiente. Y la Tierra vio su día más
negro, más afligido…
»La Tierra estaba hundida en la locura.
—Confiamos en Gesell.
—Gesell era un gigante que vivía en una montaña, un creador de maravillas, quien se apartó de
sus obras para resolver los problemas de la Tierra. Entre todos los hombres de la Tierra, solamente
él conoció la naturaleza de los ffanx y de la tierra de donde venían y el hechizo que podía realizar
para destruirlos. Fue él quien inventó un retiro para las mujeres, que aun los ffanx no pudieron
descubrir. Hizo una entrada e hizo pasar mujeres por ella…, mujeres con belleza y mujeres
inteligentes, y cualquiera, y todas las mujeres con hijos que pudieron llegar a la entrada.
»Y la Tierra se había hecho salvaje y los hombres perdieron la razón y asaltaron la montaña de
Gesell y trataron de pasar por la entrada y apoderarse de las mujeres. En algunos era lujuria y en
otros era cobardía. Así que Gesell, contra su voluntad, construyó defensas, nombró a los guardianes,
dio instrucciones de matar a todo el que viniera a atacar, fueran humanos o ffanx.
—Confiamos en Gesell.
—Y ésta es la palabra de Gesell.
»Guarden la entrada con sus vidas. No intenten abrirla, o los ffanx la hallarán y se
apoderarán del tesoro que oculta. Cuando llegue el momento, las mismas mujeres abrirán la
entrada…, o la abriré yo u otro Gesell desde este lado. Pero vigilen bien.
»Ésa es la palabra de Gesell y el fin de su palabra, y solamente él sabe si había más, porque ése
fue el fin de Gesell. Los ffanx vinieron y lo mataron, pero al morir, él lanzó un gran hechizo y ellos
murieron. Murieron en dos mundos y la amenaza ha terminado. Y la Tierra está en la oscuridad y
espera que Gesell retorne y que la entrada se abra. Y mientras tanto, la palabra de Gesell es la
esperanza del mundo:
»Guarden la entrada.
La voz de Daw se apagó. Bronce permaneció sentado, como hipnotizado. Los labios de Viki
respondieron en silencio.
Garth golpeó la mesa repentina, en forma estremecedora.
—Esto va a doler —refunfuñó—. Daw, ¿de dónde vino esa…, esa recitación? ¿Dónde comenzó?
—Es la palabra de Gesell —respondió Daw, asombrado—. Todos…
—La repetimos por la mañana y por la noche —intervino Viki—, para fortalecernos en nuestro
deber.
—Pero ¿de quién son las frases? ¿Quién la inventó?
—Garth Gesell, tú debes saberlo…, o tal vez están poniéndonos a prueba.
—¿Contestarán le pregunta?
—Yo la aprendí de Daw —replicó Viki.
—Yo lo aprendí de Soames, quien la aprendió de Elbert y Vesta, a quienes se la enseñó el mismo
Gesell.
Garth cerró los ojos.
—Elbert… ¡Dios! Era el…
Se interrumpió a tiempo. Recordó a Elbert…, un discípulo soñador con quien su padre tenía
largas y deliciosas discusiones filosóficas y quien, en otros tiempos, barría los laboratorios, Garth
empezó a comprender el nacimiento de este mito, nacido en la mente poética de un inadaptado.
Miró sus caras extasiadas.
—Voy a contarles la misma historia que me narraron ustedes —dijo secamente—, pero sin las
cábalas.
»Gesell fue mi padre. Era un gran y buen hombre. No medía tres metros de altura, Bronce —se
volvió a los guardianes—. Y no era un hechicero.
»Ahora, respecto a la leyenda. “Las praderas de Hack y Sack” son ciénagas al sur de lo que era,
antes que llegaran los ffanx, la ciudad más grande en la Tierra. El nombre auténtico es Hackensack.
El arco azul no era mágico, era ciencia…, era igual que la entrada, aunque de una clase levemente
diferente.
»Los ffanx eran pequeños y pesados porque venían de un lugar donde la estructura molecular está
mucho más comprimida que aquí. Y asaltaron a nuestras mujeres por una buena razón. No fue por
maldad o por deporte. Para ellos era una necesidad vital. Y esa necesidad hizo inútil pensar en
expulsarlos, en derrotarlos. Tenían que ser destruidos, no derrotados. No entraré en los detalles más
profundos de la química interdimensional. Pero quiero que sepan exactamente lo que buscaban los
ffanx…, los comprenderán mucho mejor.
»No hay gran diferencia física entre los hombres y las mujeres. Es decir, la estructura ósea, el
metabolismo, las funciones del corazón, pulmones y músculos son diferentes en calidad aunque no en
especie. Pero existe una cosa que producen las mujeres y los hombres no. Es una sustancia proteica
compleja llamada estradiol. Una de sus partes se llama estradiol beta prima y es en lo único en que
difiere el estradiol humano del de las hembras de animales. Con ella, son mujeres. Sin ella, no son
nada…, frías, asexuales…, arruinadas.
»Así que era esta sustancia la que buscaban los ffanx. Ustedes han oído relatos de lo que querían.
Mujeres. Pero no las necesitaban como mujeres. Querían estradiol por la mejor razón que hay sobre
la Tierra o fuera de ella:
»¡Los hacía inmortales!
Bronce abrió la boca. Viki siguió mirando a Garth extasiada. Las cejas pobladas de Daw estaban
fruncidas, en una expresión que parecía más temor y preocupación que perplejidad.
—Piensen en eso por un minuto. Piensen en lo que sucedería si nosotros, los terrestres,
halláramos una especie de animal que llevara una sustancia que hiciera eso por nosotros…, lo
perseguiríamos despiadadamente.
—Espera un minuto —pidió Bronce—. ¿Quieres decir que esos ffanx no podían morir de una
herida de lanza?
—Dios, no…, no eran inmortales en ese sentido. Nada más en el aspecto de la vejez que, en
cualquier especie, es una condición progresiva causada por la falta de funcionamiento de varias
partes…, particularmente del tejido conectivo. Un extracto complicado que contuviera estradiol beta
humano, restauraría los tejidos conectivos de los ffanx y los mantendría saludables por treinta años o
más. Después, otra dosis los mantendría así.
—¿Dónde está el mundo de los ffanx? —preguntó Daw y luego se ruborizó violentamente, como
perturbado por el sonido de su voz.
—Es un poco difícil explicarlo —dijo Garth con cautela—. Mira, supón que esa puerta —señaló
una puerta interior— se abriera a más de una habitación. Casi puedes imaginarlo; digamos que tienes
que seguir una dirección oblicua para entrar al primer cuarto y perpendicular para entrar al segundo.
Podrías llamar al segundo «mundo paralelo X».
»La entrada y el arco azul en Hackensack eran puertas entre mundos…, entre universos. Estos
universos existen al mismo tiempo y en el mismo espacio…, pero en diferentes frecuencias de
vibración…, no espero que lo entiendan, nadie lo entiende realmente. La teoría es antigua. Nadie le
concedió mucha consideración, hasta que vinieron los ffanx.
—Si hay una entrada, como dices, ¿por qué no encontraron los ffanx el camino al mundo adonde
fueron las mujeres? —inquirió Bronce.
Garth sonrió.
—¿Recuerdas esa puerta? Supón que estuvieras bien familiarizado con la forma en que se abría
esa puerta a uno de los dos cuartos. Luego, imagina que yo viniera y te indicara que en lugar de entrar
directamente o dar vuelta a la izquierda, podías ir hacia arriba y encontrarte en una tercera habitación
más. Así es. Los ffanx jamás pensaron en ir en su arco interdimensional en la dirección que los
llevaría al mundo de la entrada.
»Sin embargo, existía la posibilidad que los ffanx pudieran pensarlo, y puedes apostar a que las
mujeres fueron advertidas y estaban dispuestas a luchar. Pero volvamos a la historia…, debo
decirles todo, para que puedan comprender lo que vamos a hacer; y deberán entenderlo, porque no
quiero ayuda de gente que únicamente obedezca órdenes, deseo ayuda de personas que piensen.
»Muy bien, continuemos. Estoy intentando darles una idea de lo que era mi padre…, un hombre
que trabajaba y se preocupaba, cometía errores y era dichoso y se asustaba y era valiente y todas las
otras cosas que son ustedes.
»Era un hombre de ciencia, un especialista en estructuras moleculares. En los primeros días de la
invasión, capturó a un par de ffanx. Recordarán que entonces no estaban atacando. Mi padre fue el
único hombre que consiguió comunicarse con ellos y lo hizo sin saberlo. Un especialista en materia
condensada puede producir muchos efectos extraños. Una de las cosas que descubrió, fue que el
pensamiento mismo es una vibración muy semejante a las ondas cerebrales de una mente tipo ffanx;
es decir, las corrientes que producían el pensamiento en sus cerebros podían ser cambiados en ondas
que podían captar y traducir sus instrumentos. No halló detalles, pero obtuvo algunos conceptos
generales. Uno de ellos fue que el arco azul era la única salida que habían hecho de su mundo; nunca
viajaban a otros planetas en su universo. Otro fue la naturaleza de su búsqueda en la Tierra. Cuando
descubrió eso, mató a sus especímenes, pero ya era demasiado tarde para entonces.
»Disecó esos pequeños cuerpos prácticamente átomo por átomo. Y encontró cómo destruirlos.
Fue sencillo en sí mismo, pero difícil de obtener un isótopo de hidrógeno que, si era liberado en su
mundo iniciaría una reacción en cadena en su atmósfera. Debido a las diferencias entre las moléculas
de los dos universos (ellos tienen una tabla de elementos como los nuestros, únicamente que más
densa), su hidrógeno atmosférico podía ser trasmutado en hidrógeno libre y trihidrato de arsénico,
con producción de iones de nitrógeno que reproducirían la reacción una y otra vez… Veo que estoy
hablando con enigmas. Lo siento.
»Es suficiente decir que mi padre sabía lo que destruiría a los ffanx, pero tenía que hacerlo él
mismo. Para entonces, los ffanx habían destruido las comunicaciones y el mundo era un caos. Tomó
tiempo, como sabía que sucedería. Así que se dio a la tarea de construir la entrada.
»Obtuvo la idea del propio arco azul de los ffanx, que había visto desde lejos. Hizo lecturas
cuidadosas de esa extraña luz azul y dedujo lo que era. Regresó aquí y probó lo que era. Y al tratar
de construir otra como ésa (creo que proyectaba invadirlos por donde no lo esperasen), tropezó con
la entrada.
»Despedía una extraña luz anaranjada rojiza en vez de azul, y la atmósfera al otro lado era
respirable, en tanto que no lo era en el mundo de los ffanx…, tenían que emplear escafandras y
suministros de aire mientras estaban en la Tierra. Entró y exploró el lugar. Había árboles y agua, y
hasta donde pudo explorar, no existían civilizaciones o animales peligrosos…, nada más encontró
insectos y algunas criaturas parecidas a conejos tan mansos que podían ser tomados con la mano. Y
tuvo la idea de usarlo como un santuario para las mujeres del mundo, mientras trabajaba en el arma
que destruiría a los ffanx.
»Ustedes saben el resto de la historia…, cómo vinieron las mujeres, todas las que él pudo enviar,
y cómo construyó defensas contra las multitudes aterrorizadas, hambrientas de mujer, que asaltaron
este sitio.
»Yo era un niño de solamente ocho años cuando mi padre terminó el arma. Era una cápsula de
veinte centímetros, de aspecto inocente, llena de gas comprimido. Planeaba ir a Hackensack,
viajando por las noches y ocultándose en el día, y preparar un proyector para fijarla en el arco azul.
»Un día después que él me la enseñó, vinieron los ffanx… Estoy convencido que ellos no sabían
lo cerca que estaban de la cosa que los eliminaría. Nunca sabré por qué vinieron entonces…, tal vez
había un grupo de mujeres en el cañón. De cualquier forma, apareció una escuadrilla de sus pequeñas
naves y soltaron uno de sus haces de fuerza sobre el edificio del laboratorio, creo que porque era el
más cercano al camino del cañón, y hundieron el techo. Mi padre fue aplastado y el edificio se
incendió.
Garth respiró profundamente. Le ardían los ojos.
—Hablé con él mientras agonizaba. Después partí con la cápsula.
—Así que fuiste tú quien introdujo el veneno a través del arco azul —comentó Bronce—.
Siempre había oído que fue Gesell.
—Fue Gesell —dijo Viki devotamente.
—Lo hice, sí. De cualquier manera, cuando esa cápsula estalló en su mundo, tuvieron una
atmósfera arseniada. El hidrógeno que respiraban era trihidrato de arsénico minutos después que éste
entraba a sus sistemas circulatorios. No sé cuánto tiempo tardó en matar hasta el último de ellos en su
planeta, pero no pudo haber sido mucho. Y también liquidó a los ffanx que estaban aquí. Todos
tenían que regresar para abastecer nuevamente sus tanques. Creo que jamás volveremos a saber de un
ffanx viviente.
—¿Y dónde has estado todos estos años?
—Desarrollándome. Estudiando. Órdenes de papá. Él fue el hombre más previsor que hubo. No
podía estar seguro de lo que ocurriría en el futuro próximo, pero sabía cuáles eran las posibilidades
y actuó de acuerdo con ellas. Una de las cosas que hizo fue preparar un «hipnogogo», un aparato que
le enseña a uno mientras duerme, no más grande que tus dos puños juntos. Estaba proyectado para mí
e incluía los principios de la entrada y una larga lista de libros de referencia. Viví con eso, mes tras
mes, y cuando tuve edad para moverme a salvo por mis propios medios, comencé a viajar. Fui de
ciudad en ciudad y busqué entre las ruinas de sus bibliotecas y absorbí todo: teoría atómica,
resistencia de materiales, matemáticas superiores, electrónica, hasta que pude empezar a obtener
resultados experimentales.
Miró alrededor de la mesa.
—¿Están dispuestos a ayudarme con la entrada?
—Hicimos un voto… —principió Viki.
—¡No vuelvas con eso! —la interrumpió Garth.
—Hicimos un voto de servir a Gesell durante la vida y después de la muerte —siguió Viki con
perfecta compostura—, y no veo razón para cambiarlo. ¿Y tú, Daw?
—Estoy de acuerdo.
La cara de Daw estaba tensa. Garth pensó por un segundo que iba a oponerse. Pero quizá se
equivocó…
—Bueno —dijo Garth—, cuando los ffanx destruyeron el laboratorio, inutilizaron los
generadores de la entrada, como ustedes saben. Creo que puedo componerlos. Con su ayuda, sé que
puedo hacerlo.
—Espera —exclamó Bronce—. ¿Qué dices respecto a la predicción que las mujeres la abrirán
desde el otro lado?
—Se supone que tienen los medios —replicó Garth—. Poseemos evidencias que prueban que
tenemos que hacerlo…, ellas no han abierto la entrada.
—¿Por qué supones que no lo hicieron?
Garth se encogió de hombros.
—Tal vez temen. Quizá les sucedió algo. ¿Quién sabe? Investiguémoslo.
Viki habló tímidamente.
—Garth Gesell…, han pasado muchos años desde que entraron. ¿Estarán…? Quiero decir,
¿supones que están…?
No pudo continuar.
—Aun las mujeres de cerca de cuarenta y cincuenta años pueden hacer ahora algún bien al mundo
—contestó Garth—. Y no olvides…, muchas de ellas estaban encinta. Habrá nueva sangre para la
Tierra. No obstante, una de las consideraciones más importantes concierne a las mujeres. Entre ellas
había algunos de los mejores cerebros de la Tierra. Arquitectos y doctoras e incluso una diseñadora
de maquinaria. Pero el tesoro más grande entre ellas es Glory Gehman. Era la adversaria amistosa de
mi padre…, casi tan buena como era él en su especialidad y mucho mejor en varias otras. Si todavía
vive, hará más para volver a poner al mundo de pie, que mil otras personas vivientes en la
actualidad. Ya verás…, ya verán. ¡Vamos, a trabajar!
Los días que siguieron fueron un vértigo de actividad. Garth rastreó la antigua fuente de energía y,
para su deleite, la encontró en magníficas condiciones. Casi no había sido utilizada, excepto para la
llama de los guardianes, habiendo sido destruido o quedado en desuso todo el equipo restante. Las
superbaterías que la alimentaban eran de neoturmalina, un cristal complejo que tenía la facultad de
almacenar cantidades enormes en sus facetas. La primera tarea de Garth fue restaurar los grandes
platos solares que cargaban los cristales. Su padre los había diseñado para sustituir la energía
radiodifundida que usaba antes que inventara el cristal de materia condensada.
Los guardianes (Garth abandonó ese término, pero Bronce insistía aún en emplearlo) trabajaron
como castores, Viki adoratoria y silenciosamente, Daw de una manera febril que asombraba a Garth
y encolerizaba a Bronce. El mismo Bronce debía ser vigilado para evitar que esclavizara a los otros.
Garth lo controlaba expresando en voz alta dudas de si podría hacer alguna cosa o preguntándose si
sería lo bastante fuerte para mover esto hacia allá. «Crees que no puedo», murmuraba Bronce y
atacaba la tarea como si fuera un enemigo mortal.
En dos ocasiones, Garth los llamó al laboratorio y anunció que la entrada estaba dispuesta. La
primera vez no sucedió nada cuando cerró el circuito y le tomó ocho días examinarlo y probar los
controles vibratorios. La segunda ocasión, una sábana de frías llamas anaranjadas saltó, tembló y se
agitó por un momento y luego desapareció.
En cada una de estas ocasiones, Bronce censuró a Garth por haber permitido que lo vieran los
guardianes.
—Los haces pensar que eres un superhombre —dijo, disgustado—, y luego los dejas verte
fracasar.
Cuando triunfó, Garth estaba solo en el improvisado laboratorio. Se había inclinado para sustituir
un cristal que se hallaba fuera de fase unas milésimas de ciclo y se volvió al aparato de la entrada…,
y la vio.
Pendía ahí, tranquila y silenciosa, tan bella que lo hizo abrir la boca, tan hermosa que
difícilmente pudo dar crédito a sus ojos. Era anaranjada rojiza en la parte inferior, disminuyendo a
dorada en la superior.
Giró hacia el interruptor. Estaba abierto todavía. Entonces comprendió que su sincronización de
los cristales de cuarzo de frecuencia y los cristales de potencia de turmalina era tan perfecta, que la
entrada había aparecido espontáneamente. Sabía que el fenómeno se sustentaba a sí mismo, pero no
que era espontáneo.
Cerró el circuito como medida de seguridad y permaneció mirando la entrada.
—Lo hice —musitó.
Y casi pudo sentir la presencia de su padre con él, los ojos oscuros resplandecientes y la mano
preparada con la recompensa que más apreciaba el muchacho…, la presión cordial en un hombro.
Garth miró hacia la puerta, pensando en Bronce y en los otros. Luego se encogió de hombros.
—Que duerman. Lo necesitarán.
Atravesó la entrada.
Viki dormía ligeramente en su pequeña celda. Estaba soñando con Gesell, como sucedía a
menudo. Su entrenamiento inicial con el viejo Soames había sido en parte «hipnogógico» y, como la
mayoría del entrenamiento onírico, tendía a ser reestimulado por el mismo sueño. En parte de él se
representó a sí misma en un sueño en el salón principal de la casa de Gesell, donde colgaba el gran
retrato de Gesell. Viki parecía estar contemplando el cuadro que se negaba a ser un retrato del viejo
Gesell; tendía a ser de Garth. Y mientras lo miraba, la cara comenzó a palidecer. La cara estaba
calmada, pero los ojos expresaban preocupación, que se convirtió en terror y después en agonía.
Mientras la miraba, inmóvil, la imagen de su sueño se rasgó repentinamente hacia abajo, por la
mitad, con un sonido que no olvidaría jamás mientras viviera.
Saltó de la cama y permaneció jadeando en el centro de la celda. El sentido de presencia regresó
a ella. Miró alrededor suyo y luego corrió hacia la puerta, anhelante.
Con pánico silencioso, corrió al laboratorio y entró.
Entre los altos electrodos con los cuales se esclavizó Garth por tantas semanas, había una hoja de
llamas. Viki la miró, atónita, y entonces comprendió lo que era tan extraño en ella; no irradiaba
calor. Se acercó a ella cautelosamente.
En el piso, junto al marco inferior del aparato, yacía una mano humana.
Ella conocía esa mano. El cielo sabía que pasó mucho tiempo, durante las comidas, observando
sus movimientos ágiles entre las pestañas entornadas. La vio con bastante frecuencia hurgando en las
complejidades del aparato y se había maravillado de su habilidad.
—Garth Gesell… —gimió.
Se inclinó hacia la mano y únicamente entonces descubrió que estaba salida entre la llama como
a través de una cortina.
La tomó y tiró de ella. Vio el antebrazo, el codo.
—¡Bronce! —gritó.
Apoyó sus pequeños pies descalzos en el marco inferior y levantó y tiró.
El cuerpo de Garth Gesell se deslizó hacia afuera. Estaba salpicado de sangre. La sangre salía
lentamente de sus fosas nasales y de sus oídos. Su cara exánime, tenía la expresión de terror y agonía
que había visto ella en su sueño. Su carne se hallaba manchada y sus labios azules.
Gritó otra vez, un grito sin palabras, de furia contra el destino, más que de temor. Hizo girar el
cuerpo boca abajo, le volvió la cabeza hacia un lado, metió los dedos en la boca sin fuerza y le sacó
la lengua hacia adelante. Luego flexionó su rodilla izquierda, la apoyó entre los muslos y comenzó a
aplicarle respiración artificial.
—¡Bronce! —gritó una y otra vez con cada presión de sus manos firmes.
Bronce apareció en la puerta como un corcel, con las fosas nasales dilatadas y el pecho
musculoso brillante por la transpiración.
—¿Qué es…, qué le estás haciendo?
Avanzó, con su gran mano tendida para apartarla de Gesell.
Ella echó hacia atrás la cabeza.
—Déjame —dijo.
Lo dijo suavemente, pero con tanta intensidad, que él se detuvo como si hubiera chocado con el
asta de una carreta en la oscuridad. Entró Daw, frotándose los ojos.
Ella ignoró a los hombres. Se tendió en el suelo al lado de Garth y puso su cara junto a la de él.
—¡Viki! —exclamó Daw, horrorizado—. ¡Tus votos…, tus votos…!
—Cállate —siseó ella y puso su boca sobre la de Garth.
—¿Qué diablos está…? —inquirió Bronce.
—Déjala —dijo Daw con una nueva voz.
La expresión sorprendida de Bronce fue igual a la expresión natural de Daw, Siguió la mirada de
éste. Las mejillas de Viki y las de Garth se distendían y se hundían en sincronización exacta. En el
silencio repentino, pudieron oír silbar el aire en las fosas nasales arqueadas de Viki.
—Gesell… —murmuró Viki con voz ronca.
Volvió a unir su boca a la de Garth.
De pronto, echó hacia atrás la cabeza. Él tosió débilmente.
—Lo hizo —musitó Bronce—. Viki…, lo hiciste.
Viki rodó como gato y se levantó de un salto. Hundió la mano en un balde de agua y roció la
espalda de Garth con el líquido semicongelado. Él jadeó, hizo una gran inhalación y tosió otra vez.
—Traigan alcohol —ordenó Viki en tono ahogado.
Hicieron girar a Garth sobre su espalda y Daw le levantó la cabeza. Vertieron unas gotas de
alcohol etílico en la boca de Garth. Él se estremeció.
—Alguien me besó —dijo. Yació, respirando profundamente—. La… entrada…, las mujeres han
muerto. Es inútil.
—¿Qué fue? —preguntó Daw—. ¿El aire era venenoso?
—No…, era adecuado…, el que había. Nada más que no había bastante. No sé qué pasó, pero
algo ha utilizado la mayor parte del aire en ese mundo. Perdí el conocimiento antes que me hubiera
alejado mucho. Y las mujeres…
—¿No viste señales de ellas?
—Absolutamente nada. El mundo me pareció vacío. El paralelo X…
Hubo una pausa. Después, Garth inquirió:
—Bueno…, ¿qué hacemos aquí?
Daw se levantó repentinamente de un salto.
—¡Gesell! —chilló—. ¡Gran Gesell, perdóname!
Garth lo miró con curiosidad.
—Daw, te he dicho mil veces que no me llames…
—¡Tú! —le escupió Daw—. ¡Impostor! ¡Apóstata! ¡Eres el demonio! Viniste como el gran Gesell
para invadir el santuario de las mujeres de Gesell. Ningún Gesell se fatigaría, ningún Gesell
fracasaría. Ningún Gesell respondería a las caricias de una mujer.
Bronce estaba de pie.
—¡Un momento…!
Daw levantó los brazos flacos dramáticamente.
—Adelante…, mátame; merezco cien muertes por mi fracaso como guardián. Pero muero en
defensa de Gesell y de sus obras. Es lo menos que puedo hacer —se lanzó de pronto hacia Bronce—.
Mátame ahora…, ¡mátame!
Bronce tendió un brazo poderoso y tomó el frente de la túnica de Daw. Éste lanzó golpes
impotentes. Sus brazos eran mucho más cortos que los de Bronce y todo lo que pudo hacer fue
golpear el bíceps de hierro y patear débilmente las botas del hombre.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Bronce, sorprendido—. ¿Debo aplastarlo?
—No le hagas daño —replicó Garth—. Pero creo que será mejor que lo lleves a dormir.
Bronce levantó su mano libre y aplicó un golpe como un martillazo en la coronilla de Daw. El
pequeño guardián quedó flácido. Bronce lo colgó de su brazo como una frazada.
—¿Y tú? —preguntó a la muchacha.
Viki lo miró con sus grandes ojos y se volvió a Garth.
—Yo sirvo a Gesell.
—Parece haber tres Gesell aquí —observó Garth—. Mi padre, que ha muerto. Yo. Y una especie
de mito del rey Arturo. ¿A cual de ellos estás sirviendo?
—Sólo a ti —exhaló ella.
Se levantó con gracia, lanzó una mirada de sumo desprecio a Daw, quien estaba moviéndose
débilmente, se excusó y salió de la habitación.
—Déjala ir —ordenó Garth a Bronce.
—Puede hacer volar el lugar —protestó Bronce.
—Creo que no lo hará.
—Puedes equivocarte Garth Gesell.
Garth sonrió oblicuamente.
—Lo sabes y todavía eres leal… Quisiera que estos tipos consagrados sintieran lo mismo. No
puedo corresponder a lo que desean que sea.
—Tal vez no puedas —gruñó Bronce—. Pero debes hacerlo. Te dije muchas veces que debías
hacerlo. —Levantó su brazo con Daw en él—. ¿Qué haremos con esto?
—Intentaremos hacerlo comprender.
—Déjame torcerle antes la cabeza. Después podrás meterle la comprensión con un embudo.
Garth rió.
—No será necesario. Sé lo que ocurre en él. Bronce, mucha gente que se consagra a un servicio,
únicamente lo hace como sustituto de la vida ordinaria, a la que no desean enfrentarse. No sucede así
con todos, por ningún concepto, pero sí con él. En estos días, la vida no es fácil, no tengo que
decírtelo. Como guardián, Daw tenía una existencia rutinaria, en la que sabía exactamente qué hacer
y cómo hacerlo. No veía ninguna razón para que eso cambiara jamás. Y entonces llegué y lo reduje al
nivel de un tipo que está cambiando mucho su ambiente, en tal forma que luego podría ser cambiado
todavía más y no le agradó.
—Eso suena bien. Ahora, ¿puedes meter todo eso en su cabeza con un golpe? ¿O debo vigilarlo
durante un año, mientras lo sacas de la mano de la ciénaga que hizo él mismo para revolcarse en
ella?
—Calma, calma —dijo Garth con tristeza.
—Maldito sea, lo necesitas —gruñó Bronce—. Algo está equivocado en el mundo de la entrada.
Había algo torcido en tu idea de entrar a la casa de Gesell cuando te encontré, pero eso no te detuvo.
—Bronce se humedeció los labios—. Creo que, después de todo, soy un poco como ese Daw. Tienes
que ser lo que pienso que debías ser, antes que siga tu juego.
Hallaron a Viki en el laboratorio, mirando la entrada, que llameaba y temblaba fríamente en sus
marcos. Garth y Bronce se pusieron a su lado.
—Si sólo pudiéramos movernos allí —dijo Garth—. Si nada más pudiéramos saber qué sucedió
en la presión del aire.
—Los ffanx lo hicieron —opinó Viki.
—Deja que sea él quien piense, hermana —recomendó Bronce, con la extraña combinación de
aspereza y cortesía que afectaba con ella.
—Ya no hay ffanx, Viki —aseguró Garth—. Si estoy seguro de algo, es de eso.
—Lo sé —admitió Viki—. Quiero decir que los ffanx pasaron de un aire denso a uno
enrarecido…, tú lo dijiste.
Garth se dio un golpe sonoro en la frente.
—Bronce —exclamó con voz respetuosa—, ella es quien tiene cerebro.
—¿Eh?
—¡Escafandras! Estaba tan derrotado, que no podía ver lo que tenía en las narices. Vamos. ¡Al
taller mecánico!
Las escafandras que construyeron en los pocos días siguientes fueron improvisadas, pero útiles.
Tuvieron el diseño básico empleando los extremos superiores redondeados de tanques de presión de
aluminio, una serie de bandas soldadas y una pieza de plexiglás con juntas herméticas. Bordes suaves
y gruesos de espuma de hule sellaban las escafandras alrededor de los hombros, el pecho y la
espalda. La alimentación era aire líquido que pasaba por un calentador químico minúsculo, pero
altamente eficiente.
—No queremos tener ebrios de oxígeno en este viaje —explicó Garth.
Encerraron a Daw en el almacén septentrional. Garth intentó hablarle, pero lo encontró
completamente intratable. Sólo hablaría con el Gesell original, utilizando su nombre para lanzar
maldiciones sobre las cabezas de los impostores.
—¿Qué llevaremos con nosotros?
Ante la entrada, Bronce se hallaba impaciente y emocionado, Garth pensativo y Viki como
siempre, reservada y dispuesta. Reflectores verdes y un generador de humo habían sido colocados
estratégicamente en la línea de defensa del cañón, conectados con los detectores, de manera que
cualquier intruso se asustara si entraba al patio. Era una defensa suficiente para el corto tiempo que
planeaban estar ausentes.
—Mis venablos —propuso Bronce.
—No —dijo Garth—. Lleva mejor esto —le arrojó su explosor—. Es más compacto. No quiero
menospreciar tu brazo, muchacho, pero el explosor tiene un alcance mayor.
—Gracias. —Bronce le dio vuelta en su mano, admirado—. ¿Te he dicho alguna vez que si no
hubieras llevado esto cuando nos conocimos, te habría matado? Nunca me encontré antes a un hombre
con uno de éstos.
Garth rió.
—No había tenido cargas para él por más de cuatro años. Fue buena protección. Pero ahora hay
bastantes cargas, Viki…
—Tengo mi daga. Y un tanque de aire adicional.
—Bueno. Yo llevaré dos tanques adicionales. Eso debe sostenernos. Ahora, éste es el plan: No
tenemos radio. Pude soldar algunas placas delgadas en mi escafandra…, podré oír. No creo que
ustedes puedan hacerlo, a menos que toquen sus escafandras. No los oiré a ustedes, pero sí podré
escuchar los sonidos exteriores. Así que una vez que entremos, estaremos bastante aislados. Todo lo
que puedo recomendar es…, manténganse juntos y no se alejen demasiado. Recuerden que ésta es
solamente una patrulla de reconocimiento preliminar. Luego podremos regresar con más y mejor
equipo. ¿Listos?
Bronce unió los dedos índice y pulgar en el viejo signo.
—¡Listo!
Viki afirmó tensamente con movimientos de cabeza.
Garth giró, acomodó su escafandra sobre sus hombros. Los otros lo imitaron.
Entonces Garth se lanzó a través de la entrada, seguido de Viki y Bronce.
Garth quedó bajo la roca, con el corazón palpitando locamente, pero estudiando con la mirada la
extensión asombrosa de carne callosa que era el pie gigantesco. Otro pie se puso junto al primero y
el primero se levantó y pateó una enorme piedra cercana. Garth sintió que la roca que lo protegía
vibraba alarmantemente. Encogió los hombros y esperó.
Al fin se alejó el pie. Garth salió y quedó en tierra, casi sin atreverse a levantar la cabeza. Las
tres mujeres estaban alejándose de él, reconociendo el suelo con cuidado. Él retrocedió sobre pies y
manos hasta la sombra de una piedra saliente, se puso de pie y miró en torno suyo.
La entrada había desaparecido. Viki también desapareció…; dedujo que tal vez escapó por la
entrada. Bronce fue capturado ciertamente, quizá estaba muerto. Se preguntó qué habría sido ese
fuego verde. Pareció neoturmalina, pero los rayos no quemaron el cuerpo de Bronce, por lo menos
hasta donde él pudo ver. Era un poco como los cristales amortiguadores inventados por su padre,
para absorber y almacenar energía.
Pero un cristal tan grande como ése, con el poder absorbente que debía tener, no podría volverse
contra un ser humano sin ahogar la pequeña reserva electroquímica del hombre.
—Bronce… —dijo en voz alta.
El grande, rudo y fiel Bronce, con su carácter explosivo y sus ideas drásticas. Garth tuvo un
recuerdo instantáneo: la cara de Bronce, cuando Garth lo había contenido, señalándole algunos
resultados de su impulsividad. Adoptaba una expresión aturdida, levemente ofendida, pero siempre
comenzaba moviendo la cabeza en aprobación, antes de haber comprendido si Garth tenía razón o no.
Sintió los ojos ardientes. Después, con un profundo esfuerzo de voluntad, cerró la mente a sus
lamentaciones y se concentró en los alrededores.
Avanzó hasta el tanque de repuesto que había dejado caer Viki, moviéndose cuidadosamente. Lo
puso entre los otros dos tanques que llevaba ya. Viviría un poco más con él.
—Aunque no sé para qué —farfulló.
Lanzó una última mirada desesperada al sitio de la entrada y comenzó a caminar hacia el distante
helicóptero.
A treinta metros encontró una hoja, una cosa tremenda, de más de diez metros de longitud y cerca
de metro y medio en su mayor anchura. La levantó, agradecido. Era muy ligera y esponjosa. Pasó el
pedúnculo sobre su hombro y caminó entre las rocas, arrastrando la hoja. Ésta era casi exactamente
del color del suelo, un camuflaje ideal. Todo lo que necesitaría sería dejarse caer y ponerla sobre él.
Estaba a dos terceras partes del camino hasta el helicóptero, cuando un sacudimiento de la tierra
lo previno. Se volvió y vio las tres mujeres que se aproximaban con rapidez. Parecían estar
paseando, pero sus zancadas eran de entre seis y siete metros y cubrían terreno a una velocidad que
atemorizaba. Se dejó caer y se ocultó. Los pasos se aproximaron más y más, hasta que se preguntó
cómo resistía la misma tierra bajo esa presión monstruosa. Luego pasaron. Se levantó. Caminaban
con la cabeza levantada, hablando en sus sílabas sonoras. Era obvio que ya no lo estaban buscando.
Comenzó a correr. No tenía otra alternativa que permanecer con esas criaturas. ¿Qué haría?
¿Adónde iría si despegaban? No lo sabía.
Subieron a la cabina, una a una. Pudo ver el tren de aterrizaje, ruedas tremendas tan altas como
una casa de dos pisos, que se torció al recibir el peso de las gigantes.
Se oyó una tos sorda y las increíbles aspas del rotor empezaron a girar.
Garth arrojó su hoja y corrió hacia la nave, confiando en su suerte para no ser visto. Cuando
estaba bajo las puntas del rotor, aún tenía que correr la que parecía una distancia imposible. Halló
energía en algún sitio y la aplicó a sus piernas en movimiento.
Un neumático perdió la hinchazón en su base que indicaba la presión del peso. Se elevó del
suelo. Garth se desvió ligeramente y corrió hacia el otro. La rueda saltó hacia arriba cuando él se
aproximaba. Corrió desesperado bajo ella. Sólo quedaba la de proa. Por fortuna era más pequeña
que las otras…, el aro de la rueda llegaba nada más a la altura de su clavícula, cuando el neumático
descansaba en tierra. Pero cuando llegó, estaba levantada del suelo. Gruñó con el esfuerzo y se
impulsó en un salto desesperado.
Su brazo extendido entró al agujero aligerador cuando la rueda se elevaba. Flexionó el brazo
decididamente, cuando su impulso llevó sus piernas en movimiento bajo el neumático. Después metió
el otro brazo a través del agujero. Era lo bastante grande para su cabeza y la parte superior de sus
hombros. Los tanques de aire impidieron que se introdujera más.
Entonces vio horrorizado que la riostra se doblaba sobre él, por una bisagra.
¡El tren de aterrizaje era plegadizo!
Tuvo que volver todo su cuerpo para mirar hacia arriba a través del cristal de su escafandra y lo
consiguió en alguna forma. No tenía manera de calcular la profundidad del hueco para la rueda. ¿Era
lo bastante profundo para recibirlos a la rueda y también a él?
Bajó la mirada.
Tenía que ser bastante hondo…, ¡la nave estaba a treinta metros de altura y continuaba
elevándose!
Se flexionó y metió la punta de un pie en la orilla del agujero. Logró sujetar la horquilla de la
rueda. Se izó, sujetó el otro brazo de la horquilla y se tendió boca abajo en la parte superior del
dibujo del neumático. Después, la rueda estuvo adentro y las grandes aletas del compartimiento se
cerraron. El interior del hueco tocó su espalda, la oprimió y se detuvo.
No podía moverse, pero no estaba aplastado.
Era de noche.
Garth se encontraba agazapado junto a un «edificio» de las dimensiones de una montaña. Se
hallaba construido con partes que parecían secciones de una carretera de cuatro pistas.
Intentó olvidar el vuelo, aunque sabía que lo obsesionaría por años…, la posición inmóvil, el
ligero doblez en su manguera de aire y el torcimiento de su cuello que le habían causado tanto dolor,
y por último el horror del aterrizaje, cuando la rueda a la que se aferraba hizo contacto y rodó.
Envarado como se hallaba, tuvo que lanzarse al suelo delante de ella y quitarse del camino de un
salto.
Caminó siguiendo la pared, buscando una entrada. Lo intentaría hacer por las puertas como único
recurso, pues no sólo se encontraba al final de escalones de dos metros de altura, sino también
estaban inundadas de luz.
Tropezó y cayó pesadamente en un hueco. Tenía alrededor de un metro y cuarto de profundidad.
Se arrodilló, captó un movimiento en la penumbra y se inmovilizó. Ante él se hallaba una abertura
negra, a través de la cual pudo ver las bandas brillantes de color amarillo, de la luz artificial
filtrándose entre las tablas enormes. Y en la penumbra notó algo agazapado junto a él. Era duro y
terso y a un extremo temblaban dos antenas graciosas y sensibles.
Era una cucaracha, casi de la longitud de su pierna.
Se humedeció los labios.
—Después de ti, amiga —dijo cortésmente.
Como si lo hubiera oído, la criatura agitó sus antenas y se deslizó al agujero. Garth llenó de aire
sus pulmones y la siguió.
Bajo el piso había brillo y oscuridad alternados. Cayó dos veces en agujeros y uno de ellos
estaba húmedo. Sucio y decidido, exploró más y más lejos, hasta que perdió todo sentido de la
dirección. No sabía dónde se encontraba el agujero de entrada y ya no le importaba mucho. Sabía lo
que buscaba y al fin lo halló.
Cerca de una pared había una elevación considerable del suelo de tierra por el que caminaba.
Arriba, un gran parche ovalado de luz mostraba la presencia del tremendo agujero que había alojado
un nudo de madera. Trepó hacia él.
Sintió la madera suave bajo sus dedos, como balsa. Comenzó a arrancar pedazos de ella,
agrandando el agujero del nudo. Ahí la tierra estaba alrededor de un metro bajo el hoyo, así que tuvo
que agacharse y trabajar hacia arriba. Fue agotador en extremo, pero continuó hasta que tuvo un
agujero lo bastante grande para sacar la cabeza.
Debido a las pequeñas dimensiones del cristal de la escafandra, tuvo que asomar la cabeza casi
por completo, antes de poder ver algo. Y por el brillo de arriba, tuvo que permanecer ahí un
momento, para acostumbrar sus ojos a la luz… Lo que vio, lo hizo comprender por completo, por
primera vez en su vida, la expresión «¡Y cuando miré, pensé que iba a desvanecerme!».
Se dejó caer otra vez al agujero y quedó jadeando por la reacción. Una de las gigantes estaba
sentada en el piso, apoyada en un brazo extendido delante de ella. ¡Y él había hecho su agujero y
sacado la cabeza exactamente entre sus dedos índice y pulgar abiertos!
Se sentó y miró en torno suyo con mucho cuidado. Siguió el contorno colosal de la sombra de la
muchacha, donde cruzaban las líneas de luz entre las tablas. Y después se tendió a esperar a que se
moviera.
Debió dormitar y, mientras tanto, hacerse inmune a los pasos estruendosos y a los bramidos
subsónicos de las criaturas sobre su cabeza, pues cuando volvió a abrir los ojos, la sombra había
desaparecido. Se arrodilló y asomó la cabeza cautelosamente por el agujero.
El piso se extendía ante él como una llanura despejada. Ocho o nueve de las enormes mujeres
estaban en el cuarto, hasta donde pudo ver. Varias se encontraban en un estado de desnudez que en
circunstancias diferentes lo hubiera intrigado.
Se izó. Los tanques se atoraron en el borde del agujero. Apretó los dientes y esforzó sus piernas
bajo el piso y sus brazos sobre él. Entonces pasaron y al fin estuvo en el cuarto.
Retrocedió cautelosamente, lanzando miradas en todas direcciones. Se aseguró del hecho que
ninguna de las mujeres estuviese mirando en su dirección y corrió hacia el único parche de oscuridad
que pudo ver…, una red de pescar que cubría una ventana, como una especie de cortina; no obstante,
desde su punto de vista, sabía que sería difícil descubrirlo.
Se detuvo para cambiar los tanques, pues el aire empezaba a faltarle y luego examinó la
situación.
Las mujeres se hallaban reunidas en torno a una mesa, cerca del centro de la habitación, hablando
y gesticulando con lentitud. Ninguna se encontraba mirando hacia él. Miró a la derecha. Una pequeña
mesa estaba en el rincón y había otra red de pescar tras ella. Garth caminó hacia aquel lugar, pasó
bajo una gigantesca pata de caoba, levantó los brazos y metió las manos en el abierto tejido de la
cortina. Se estiró alarmantemente cuando apoyó su peso. Esperó hasta que estuvo inmóvil y luego
trepó unos metros. Puso ambos pies en la red y saltó para probarla. Se estiró, pero resistió.
La altura hasta la parte inferior de la cubierta de la mesa, fueron los nueve metros más
prolongados que se había determinado escalar en su vida, pero comenzó a subir. La red parecía
estirarse treinta centímetros por cada medio metro que trepaba. Bajó la mirada y la vio tocar el suelo
y luego empezar a amontonarse.
Recordó repentinamente la densidad increíble de los minúsculos invasores ffanx y una gran luz
iluminó su cerebro.
Excitado, escaló más y más, y al fin llegó a la parte superior de la mesa. Llegó a ella, vaciló a la
orilla por un momento espeluznante, recuperó el equilibrio y se paró en la superficie de madera.
Seguro, sus pisadas se vieron en la superficie de la mesa, al caminar alejándose del borde.
Había un aparato eléctrico sobre la mesa, el cual ignoró. Fue hasta la otra orilla, se agazapó a un
lado de la máquina y miró hacia la mesa en torno a la cual estaban reunidas las gigantes.
Su sangre se congeló.
Bajo un reflector, en el centro de la enorme mesa, había una caja hermética de vidrio. Dentro de
ella, sin su escafandra, yacía el cuerpo de Bronce. La jefa, la que tanto se parecía a Glory Gehman,
estaba manejando los controles delicados de un aparato que movía una serie de varillas que entraban
a la caja a través de manguitos de presión. Al extremo de las varillas había abrazaderas, trozos de
material textil blanco tan rudo como fibra de coco, pinzas, algodón y un escalpelo brillante tan largo
como un mandoble.
«¡Si estaban siendo tan cuidadosas con la atmósfera —pensó—, Bronce debía estar vivo!».
La oleada de alegría que le produjo este pensamiento padeció una muerte rápida, pues fue
seguido por… «y están a punto de vivisectarlo».
Cedió a un leve instante de pánico y desesperación. Corrió de regreso hacia la cortina, como
para deslizarse por ella y atacar a las mujeres. Se detuvo y se dominó.
Miró alrededor suyo. Repentinamente, se irguió y sonrió. Después entró en furiosa acción.
—¿No es lindo?
Las mujeres se reunieron en torno a la figura diminuta.
—No debemos cortarlo hasta que hayan podido verlo el resto de las muchachas. ¡Es un muñeco
adorable! —dijo una.
—Han olvidado que todos los ffanx son como muñecos —comentó la jefa heladamente—.
¿Proponen que tres mil doscientas mujeres, una por una, vean a este pequeño demonio? Tendríamos
una ola de histeria que prefiero no tener que arreglar. Reservemos para nosotras lo que tenemos aquí.
Aprenderemos lo que podamos y lo archivaremos.
—¡Oh!, eres tan apegada al deber —observó la rubia con impertinencia—. Bueno, adelante, si
debes hacerlo.
Se acercaron más. La jefa apoyó los codos en la mesa para dar firmeza a sus manos y manipuló
cuidadosamente las abrazaderas. Una descendió sobre cada muslo de la figura minúscula y la fijó al
suelo de la caja. Dos más inmovilizaron los bíceps y otro par bajó sobre las muñecas. Luego bajó el
escalpelo y tomó posición. La jefa se interrumpió repentinamente.
—¿Dejaron encendido eso?
Se volvieron al unísono hacia el rincón. Una de las mujeres se aproximó y miró.
—No, pero los tubos están calientes.
—Es una noche cálida —observó otra—. Adelante, corta.
Se volvieron a reunir en torno a la mesa. La hoja giró y descendió poco a poco.
—¡Alto! —rugió una voz…, una voz profunda, masculina.
—¡Un hombre! —chilló una de las mujeres.
Otra cerró su túnica rápidamente y la ciñó con el cinturón, una tercera gritó:
—¿Dónde? ¿Dónde? No he visto un hombre en tanto tiempo, que podría…
—¡Glory Gehman! —dijo la voz—. Hally Gehman. Hally por «Aleluya»…, ¿recuerdas?
—¡Gesell! —jadeó la jefa.
—El tonto —gruñó la rubia—. Sabía que un hombre no podría dejarnos en paz. Ésta es su idea de
una broma…, pero dispuso la entrada para funcionar así. No es extraño que hayan entrado estos
pequeños demonios —levantó la voz—. ¿Dónde estás?
Chasqueó los dedos.
—Es una transmisión de alguna clase —aseguró la rubia—. ¡No te ha contestado una sola vez,
Glory! —se volvió hacia el rincón—. ¿Cómo me llamo, doctor Gesell?
Hubo una pausa. Se oyó un sonido en alguna parte, como el chillido de una criatura del campo.
—Todos te llaman Butch, cabeza de estopa —respondió la voz—. Vengan, lombrices.
—¡La grabadora!
Atravesaron corriendo el cuarto y se apiñaron en torno a la mesilla.
—¿Dijiste que estaba apagada? Mira…, ¡la cinta está moviéndose!
Glory tendió una mano para apagarla.
—No la apagues —ordenó la voz—. Escúchenme ahora. Tienen que creerme. Soy Gesell. No
importa lo que vean, no importa lo que piensen, tienen que comprender eso. Ahora, óiganme. Tendrán
oportunidad de probar mi identidad cuando haya concluido.
—Nadie, excepto Gesell, me llamó jamás Hally —comentó Glory.
—¡Shh! —siseó la rubia.
—Estoy en este cuarto y me verán en un momento. Pero antes de eso, Glory, quiero dispararte
algunas matemáticas.
»¿Recuerdas la teoría de la integración vibratoria de la materia? Presuponía que los universos se
interrelacionan. El universo A se presenta por una duración x, un ciclo, y después cesa de existir. Lo
sustituye el universo B; C reemplaza a B; D sustituye a. C., cada vez por un “micromilisub-n-
segundo” de tiempo. Al final de la cadena, se presenta otra vez. Las dos apariciones del universo A
son consecutivas para un observador en dicho universo. Lo mismo ocurre con B y C y los otros. Cada
uno parece continuo a sus observadores, aunque realmente son recurrentes. Todo eso es elemental.
»Éstas son las fórmulas para cada universo teórico en una serie limitada de cuatro continuos
recurrentes entre sí…
Siguió una serie de ecuaciones matemáticas ininteligibles por completo para todas, excepto para
Glory Gehman. Ella escuchó con atención, con sus cejas arqueadas fruncidas en profundos
pensamientos. Sacó de su bolsillo una pizarra y empezó a calcular rápidamente.
—Nota ahora el cambio cuantitativo en la primera fase de cada ciclo. Para lograr una resonancia
general, tiene que haber un cambio. En términos sencillos, si trazas una curva hiperbólica con mano
temblorosa, la curva es la resonancia total de toda la serie de pequeños movimientos cíclicos. Y sólo
hay un modo en que eso puede tener un efecto físico…, en el mismo continuo. Cada ciclo ocurre en
una condición de espacio-tiempo ligeramente alterada. Eso explica la superdensidad de los ffanx y
de todo lo que poseían y manejaban. Lo que era normal para nosotros estaba enrarecido para ellos.
Los veíamos como pequeños androides densos y ellos nos veían como gigantes de moléculas
enrarecidas. Debe haber un punto en el ciclo, en que ellos están enrarecidos en términos de nuestra
condición. Pero las características espaciales son únicamente parte del continuo. La relación del
tiempo debe alterarse con ellas.
»Según mis cálculos, ustedes deben haber estado aquí más de siete, pero menos de ocho meses y
medio, y están esperando con paciencia considerable el mínimo de tres años que tomaría preparar la
cápsula de cianuro para el mundo de los ffanx.
»Les informo con sentimientos confusos que la guerra de los ffanx terminó hace más de veintidós
años terrícolas. El doctor Gilbert Gesell murió en una incursión de los ffanx que cerró la entrada. La
entrada fue abierta otra vez por unos momentos, pero algo se ha descompuesto…, no sé qué. Debo
decirles también que en términos de los patrones de la Tierra, ustedes, lindas criaturas, miden
alrededor de veintitrés metros de altura.
»Así que comprueben sus cifras antes que se precipiten y maten a cualquier ser pequeño y denso
que llegue por una entrada con una escafandra para respirar. Podría ser Garth, el hijo del doctor
Gesell, crecido hasta la altura de quince centímetros y hablando en la grabadora, al funcionar ésta a
su velocidad más alta, y reproduciendo la grabación a baja velocidad…
»Estoy colgado de la red, bajo el nivel de la superficie. Trátenme cuidadosamente, hermanas. He
venido desde muy lejos…
Hubo un movimiento hacia la red y una reacción de horror alejándose de ella.
—Un ffanx —balbuceó alguien—. ¡Mátenlo!
—Debemos matarlo —dijo la rubia—. No podemos correr riesgos, Glory —detrás de su voz,
estaba el horror concentrado de la conquista de la Tierra…, las jaulas de concentración…, la
presencia hueca, lastimera, del puñado de mujeres «restituidas»—. Esto podría ser una trampa de los
ffanx, una nueva arma.
—Las matemáticas…
—¡Al diablo con las matemáticas! —gritó una muchacha desde la orilla del círculo.
—¡Tiene razón!
—¡Tiene razón!
—¡Mátenlo!
Garth subió a la mesa y caminó hacia la grabadora. El círculo de mujeres se abrió al instante.
Garth se esforzó contra los controles enormes, puso con firmeza su escafandra contra el micrófono y
habló agudamente, mientras la cinta corría entre las guías. Después hizo retroceder la cinta, detuvo
los carretes y volvió a hacerlos girar:
—Comprendo eso y debo decir que lo esperaba. Al final seguirán a sus propias conciencias, pero
asegúrense que sea a sus conciencias y no al pánico a lo que obedezcan. Sin embargo, deseo decirles
esto: la Tierra es un caos. Allá hay una nueva edad de ignorancia. Ha regresado a un estado tribal…,
poliándrico en algunas partes, feudal en otras, matriarcal en muchas. Ustedes, tres mil mujeres y las
hijas que tendrán muchas de ustedes, significarán una nueva vida para la Tierra.
El parloteo se intensificó.
—¿Poliandria?
—Una mujer…, varios maridos.
—¡Llévenme a eso! ¡Poli quiere un andro!
—Si él mide quince centímetros aquí, nosotras mediremos veinticinco metros allí. ¡Oh!
Las interrumpió la voz de Garth:
—Desearán saber cómo pueden volver a la talla de la Tierra, o cómo regresar a la Tierra cuando
las dimensiones de allá correspondan a las de ustedes. Yo puedo decírselos. Pero no voy a hacerlo.
Si ustedes pueden discutir respecto a mi vida, yo puedo regatear con ella.
Hizo una pausa.
—Ahora, díganme si han matado a ese muchacho —Garth añadió taimadamente—. Vayan a verlo
otra vez. Mide uno noventa y es ciento dos por ciento hombre.
Una, dos, dos más, fueron hasta la gran mesa, a mirar con ojos reverentes la magnífica miniatura.
Glory, como sensible a un tono de voz que había notado, tomó el micrófono:
—No, no está muerto. Habría muerto, pero disparó con un explosor cuando puse el campo
absorsor de neoturmalina sobre él. Toda la energía que podía absorber el cristal, la arrojó el
explosor.
Garth levantó los brazos hacia el micrófono. Cuando su voz surgió nuevamente, dijo:
—Glory, reúne a las mejores mentes matemáticas que tengas aquí. Quiero darte alguna materia
prima para que trabajes con ella.
Se oyó un estruendo repentino. Para Garth, fue un gran bajo percutiente que golpeó su escafandra
como balas explosivas. Para las mujeres fue una aguda sirena de alarma.
—Calienten el helicóptero —gritó Glory—. Esta vez irán Asta, Marion y Josephine. Jo…,
examina los metales de los transistores en el localizador direccional de la nave. Esta mañana perdía
a cada instante una etapa de amplificación —se volvió hacia el micrófono—. Eso es una entrada.
Muy pronto descubriremos si ha concluido o no la guerra de los ffanx. Voy a dejarte con tu amigo.
Ruega porque estas gatas obedezcan mis órdenes en mi ausencia —dejó caer el micrófono y corrió
hacia la gran mesa—. Butch, pone a ése con el otro. Si tocas a cualquiera de ellos antes que regrese,
te descuartizaré. Ya me oíste.
—Lamentarás eso —respondió la rubia—. Cuando descubras que esos piojosos ffanx han estado
enviando una señal a sus compañeros de juegos, te disculparás. Tú sabes que son telépatas.
—Lo haré de rodillas —prometió Glory—. Mientras tanto, gorda, hazme caso.
Salió corriendo.
—Vamos, órdenes son órdenes.
Garth las vio acercarse. Retrocedió un paso y se detuvo. Había actuado y todo lo que podía hacer
era aguardar. La muchacha rolliza lo tomó delicadamente, intentó llevarlo a la distancia de su brazo,
descubrió que era demasiado pesado y se apresuró a transportarlo. Luego lo bajó con cuidado sobre
la mesa. Una de las mujeres se apresuró con una pequeña jaula. Garth entró a ella y la cerraron. Le
conectaron un tubo y Garth oyó el aire siseando al entrar. Se sintió agradecido por el aumento de
presión; había sentido la piel desollada y distendida por horas.
La mujer rolliza levantó la pequeña jaula y la puso sobre la caja de vidrio en la cual yacía
Bronce. Fue movida una palanca y Garth cayó sin gracia a la caja.
Su primera acción fue correr hacia Bronce y tomarle el pulso. Estaba débil, pero firme. Le soltó
las correas de la escafandra y se la quitó, y luego se arrodilló a su lado.
—Bronce…
No recibió contestación.
—¡Bronce!
Silencio.
—Bronce, amigo…, mira todas esas mujeres.
—¿Eh?
Bronce abrió los ojos y parpadeó como una lechuza. Garth rió.
—Bronce, buscabas mujeres. Mira, hombre.
La mirada de Bronce llegó hasta la pared de vidrio, probó su foco vacilante y atravesó hasta el
exterior. Se sentó erguido.
—¿Para mí?
Luego se desplomó sin sentido.
Garth se sentó y le friccionó las muñecas, riendo débilmente. Después durmió por un tiempo.
El relevo de la mujer rolliza llegó después de un tiempo. Butch rehusó relevar y permaneció con
los codos sobre la mesa y la cabeza inclinada, mirando a los hombres con odio y temor. Se oyó una
especie de llamado distante. Todas las otras mujeres salieron, pero la gran rubia permaneció allí.
Garth tuvo un sueño en el que estaba persiguiendo a una muchacha con capucha café. Ella corría
porque le temía, pero él la perseguía porque sabía que podía demostrarle que no había nada qué
temer. Y cuando ganaba terreno, oyó la voz de Bronce:
—Garth.
Fue muy suave. Intensa, pero débil.
Se sentó abruptamente. Algo duro y agudo lo golpeó en la frente. Salió un poco de sangre. Cayó
hacia atrás, aturdido, y luego abrió los ojos. Vio que Butch había acercado el escalpelo a pocos
centímetros de su frente mientras dormía. Pudo descubrirla mirándolo, con la cara contraída en lentas
convulsiones de risa. El estruendo casi inaudible de su voz fue una cosa tangible que amenazaba al
vidrio.
Garth se volvió hacia Bronce. Se encontraba sobre su espalda, con una de las abrazaderas en
forma de U sobre su garganta. Estaba oprimiéndolo únicamente lo necesario para mantenerlo
inmóvil, presionándolo nada más lo suficiente para poner su cara de color escarlata. Su aliento era
áspero.
—Garth —murmuró.
Se levantó trastabillando. La sangre entró a sus ojos. Hubo otra carcajada profunda del exterior.
Garth enjugó la sangre y caminó vacilante hacia Bronce. El escalpelo bajó silbando y se interpuso en
su camino. Lo esquivó, pero perdió el equilibrio y cayó.
Se oyeron golpes estruendosos sobre la mesa. Al parecer, Butch estaba divirtiéndose
enormemente.
Garth levantó la mirada al escalpelo. Pendía inmóvil. Se arrastró hacia Bronce. Unas pinzas se
dispararon y sujetaron su tobillo. Escapó de ellas, dejando veinticinco centímetros cuadrados de piel
en sus mandíbulas aserradas. Continuó con obstinación. Llegó hasta Bronce, puso un pie a cada lado
de su cuello, sujetó la abrazadera en forma de U y tiró hacia arriba. Bronce rodó a un lado, llenando
sus grandes pulmones. La hoja del escalpelo golpeó de plano entre los omóplatos de Garth y lo
derribó junto a Bronce.
—¿Cuánto tiempo hemos estado aquí? —preguntó Bronce dolorosamente.
—Un día, día y medio. En la Tierra serían ocho o nueve meses. ¿Qué estará haciendo Viki?
Miró en torno suyo. Butch se había ido.
—Aquí vienen las demás. Lo sabremos bastante pronto.
Se levantaron y observaron la marcha lenta, devoradora de distancia, de las gigantes.
—Traen algo… ¡Mira esas caras, Bronce!
—Parecen aturdidas.
—Glory… ¿La ves? La alta y tranquila.
—Veo una alta —replicó Bronce, inexpresivo.
—Está poniendo algo sobre la mesa. ¡Eh!, ¿qué es esa cosa?
—Parece una lápida.
—He oído de prisioneros a quienes hacen cavar su propia tumba —observó Garth—, pero esto…
La piedra fue puesta en la jaula. Grandes manos tomaron ésta y la pusieron en el techo de la caja
de vidrio.
—Apártense.
La piedra cayó y osciló. Garth saltó y se apoyó en ella. Volvió a quedar sobre su base.
Era un monolito áspero, de alrededor de noventa centímetros de altura, cortado de piedra caliza
suave, nívea. Tenía una cámara con una puerta de vidrio.
—Mira eso —exhaló Bronce.
Garth miró.
En la piedra estaban labradas las palabras.
LA ENTRADA
DE
GESELL