Sacrosanctum Concilium 5-12
Sacrosanctum Concilium 5-12
Sacrosanctum Concilium 5-12
SACROSANCTUM CONCILIUM
SOBRE LA SAGRADA LITURGIA
CAPÍTULO I
5. Dios, que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad" (1 Tim., 2,4), "habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes
maneras a nuestros padres por medio de los profetas" (Hebr., 1,1), cuando llegó la
plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu
Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como "médico
corporal y espiritual", mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad, unida
a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto en Cristo se realizó
plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino. Esta obra de
redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que
Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el
misterio pascual de su bienaventurada pasión. Resurrección de entre los muertos y
gloriosa Ascensión. Por este misterio, "con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su
Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado de Cristo dormido en la cruz nació
"el sacramento admirable de la Iglesia entera".
6. Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, Él, a su vez, envió a los
Apóstoles llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda
criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del
poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar
la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno
a los cuales gira toda la vida litúrgica. Y así, por el bautismo, los hombres son injertados
en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con El y resucitan con
El; reciben el espíritu de adopción de hijos "por el que clamamos: Abba, Padre" (Rom.,
8,15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo,
cuantas veces comen la cena del Señor, proclaman su Muerte hasta que vuelva. Por eso,
el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo "los que recibieron
la palabra de Pedro "fueron bautizados. Y con perseverancia escuchaban la enseñanza de
los Apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración, alabando a Dios, gozando
de la estima general del pueblo" (Act., 2,14-47). Desde entonces, la Iglesia nunca ha
dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo "cuanto a él se refiere en
toda la Escritura" (Lc., 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual "se hacen de nuevo
presentes la victoria y el triunfo de su muerte", y dando gracias al mismo tiempo "a Dios
por el don inefable" (2 Cor., 9,15) en Cristo Jesús, "para alabar su gloria" (Ef., 1,12), por
la fuerza del Espíritu Santo.
7. Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo
en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del
ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se
ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su
fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza.
Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El
quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo
que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio
de ellos" (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es
perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su
amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.
Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo.
En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación
del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra
de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia,
cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción
de la Iglesia.
9. La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres
puedan llegar a la Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión:
"¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en El sin haber oído
de El? ¿Y como oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?"
(Rom., 10,14-15). Por eso, a los no creyentes la Iglesia proclama el mensaje de salvación
para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo,
y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar
continuamente la fe y la penitencia, y debe prepararlos, además, para los Sacramentos,
enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularlos a toda clase de obras de
caridad, piedad y apostolado, para que se ponga de manifiesto que los fieles, sin ser de
este mundo, son la luz del mundo y dan gloria al Padre delante de los hombres.
11. Mas, para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la
sagrada Liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su
voz y colaboren con la gracia divina, para no recibirla en vano. Por esta razón, los pastores
de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes
relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella
consciente, activa y fructuosamente.
12. Con todo, la participación en la sagrada Liturgia no abarca toda la vida espiritual. En
efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe, no obstante, entrar también en su
cuarto para orar al Padre en secreto; más aún, debe orar sin tregua, según enseña el
Apóstol. Y el mismo Apóstol nos exhorta a llevar siempre la mortificación de Jesús en
nuestro cuerpo, para que también su vida se manifieste en nuestra carne mortal. Por esta
causa pedimos al Señor en el sacrificio de la Misa que, "recibida la ofrenda de la víctima
espiritual", haga de nosotros mismos una "ofrenda eterna" para Sí.