Articolo 34208 3 10 20191230
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Marco Succio
UNIVERSIDAD DE GÉNOVA
ABSTRACT
There are works that carry in themselves the germ of writing; they can
draw, in an almost metaliterary game, the theoretical framework and the poetics
of the author. This article aims to analyze the evolution of the narrative writing
of Mario Vargas Llosa starting from one of his first novels, Aunt Julia and the
writer. Although very successful, it has been unfairly considered as a secondary
novel within his vast production. The book, however, contains several
autobiographical and theoretical elements which are the key to understand the
writing process of the author and the idea of novel of the Peruvian-Hispanic
writer.
Palabras claves: Mario Vargas Llosa, tía Julia, teoría de la novela, narrativa
contemporánea, autobiografismo.
CONFLUENZE Vol. XI, No. II, 2019,pp. 290-300, ISSN 2036-0967, DOI: https://doi.org/10.6092/issn.2036-
0967/10277, Dipartimento di Lingue, Letterature e Culture Moderne, Università di Bologna.
CONFLUENZE Vol. XI, No. 2
La propia Julia Urquidi, acaso sin proponérselo, finaliza su libro con unas
palabras que resultan reveladoras en este proceso que parte del artista
adolescente que, con el tiempo y no poco empeño, termina por convertirse en un
verdadero escritor, como era su meta: “Por esas cosas incomprensibles que tiene
la vida, por esas jugarretas que nos tiene reservadas, un 30 de mayo entré en la
vida de un joven estudiante, y un 30 de mayo salí para siempre de la vida de un
escritor” (ivi, p. 304).
A propósito del autobiografismo de La tía Julia y el escribidor, conviene aquí
recordar ciertas palabras del autor de la obra, quien, desde bien temprano, en sus
primeros textos ensayísticos, como el titulado La novela donde se recoge una
conferencia pronunciada en la Universidad de Montevideo el 11 de agosto de
1966, manifestaba del siguiente modo su opinión al respecto: “Yo creo que todas
las novelas son autobiográficas. La novela sería así una especie de streap-tease. El
novelista en cada uno de sus libros se desnudaría ante los demás” (Vargas Llosa,
1974, p. 17). Un par de páginas más adelante, matiza sus palabras: “Yo decía que
toda novela es, por eso, autobiográfica, y que la habilidad del escritor, del
novelista, no está en crear propiamente sino en disimular, en enmascarar, en
disfrazar lo que hay de personal en lo que escribe” (ivi, p. 19). Muchos años
después, en su libro Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa sigue con la misma
obsesión de entonces, regresa a la teoría de striptease y añade:
temprana lectura de las novelas de Alejandro Dumas le hace soñar “con viajar a
Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado
totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo” (ivi, pp. 108-109).
En su libro Historia secreta de una novela, Vargas Llosa sitúa el inicio de su
ininterrumpida admiración por Dumas en el año 1945, cuando lee varias novelas
del autor de Los tres mosqueteros:
Me encantaban (me encantan todavía) y las leía con esa pasión tan pura y tan
ardiente con que uno lee a los diez años. Recuerdo muy bien cómo, cuando en las
novelas de Dumas aparecía la Corte de los Milagros, ese alucinante barrio (según
la visión que nos dieron de él los románticos) del antiguo París, refugio de
aventureros y criminales, yo pensaba inmediatamente en la Mangachería, veía en
el acto a la Mangachería. Esta identificación ha persistido en mi mente. No puedo
oír mencionar a la Corte de los Milagros sin divisar de nuevo, al instante, las
chozas, las chicherías, los perros vagabundos, los burritos (les llamaban piajenos)
y los ruidosos, pendencieros mangaches (Vargas Llosa, 1971, p. 17).
Yo, angustiadísimo, hacía un alto para informarle que lo que escuchaba no era la
relación fiel de la anécdota que me había contado, sino un cuento, un cuento, y que
todas las cosas añadidas o suprimidas eran recursos para conseguir ciertos
efectos (ivi, p. 152).
A la lectura del relato “La tía Eliana” asisten, además de Javier y la tía
Julia, Pascual y el Gran Pablito. Los dos últimos son los únicos que celebran el
cuento, aunque su actitud le resulte a Varguitas muy sospechosa por ser sus
subordinados. Javier, sin embargo, emite una opinión mucho más ecuánime, de
tono crítico, amparándose en el buen gusto y en el sentido común: “Javier lo
encontró irreal, nadie creería que una familia condena al ostracismo a una
muchacha por casarse con un chino y me aseguró que si el marido era negro o
indio la historia podía salvarse” (ivi, p. 277). Del mismo modo, en La ciudad y los
perros también se nos ofrece una considerable lista de títulos con los que se
adornan estas novelitas: Los placeres de Eleodora, Los vicios de la carne, Lula, la
chuchumeca incorregible, La mujer loca y el burro, La jijuna y el jijuno, etc. La temida
reacción del coronel del Leoncio Prado, que tiene ante sí al propio Alberto, es
inmediata: “Hay que tener un espíritu extraviado, pervertido, para dedicarse a
escribir semejantes cosas. Hay que ser una escoria. Estos papeles deshonran al
colegio, nos deshonran a todos” (ivi, p. 389).
¿Cómo se imagina Varguitas que debe ser un escritor? ¿En qué aspectos
ha de ser modificada la vida de un hombre común para convertirse en un
profesional de la literatura? Varguitas, por aquellos años juveniles, está
convencido de que “una vocación literaria era incompatible con el baile y los
deportes” (ivi, p. 74). Sin baile, sin deportes, y también sin hijos. Las lecciones de
Pedro Camacho no caen en saco roto. Las mujeres y los hijos están ausentes de su
vida para evitar que se traguen su energía. No se puede llegar a inventar e
imaginar si se vive bajo la amenaza de la sífilis. Y añade el infeliz escribidor: “La
mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un
artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los
gatos? Hay que ser originales, mi amigo” (ivi, p. 193). La realidad, al menos en
sus primeros años de escritor, fue pareja a lo que aquí se cuenta como mera
ficción. En Historia secreta de una novela, Vargas Llosa nos relata su gran
descubrimiento a su llegada a Barcelona. Su fracaso a la hora de encontrar un
editor para sus cuentos escritos en Lima durante sus ratos libres tiene una
explicación: “sólo se podía ser escritor si uno organizaba su vida en función de la
literatura; si uno pretendía –como había hecho yo hasta entonces – organizar la
literatura en función de una vida consagrada a otros amos, el resultado era la
catástrofe” (ivi, pp. 48-49).
No faltan, claro está, los tópicos de los que no pudieron apartarse los
escritores hispanoamericanos de la época en la que está ambientada La tía Julia y
el escribidor. Varguitas ve como un ingrediente inseparable de su vocación el
hecho de vivir en una buhardilla de París. El escritor y amigo personal de Vargas
Llosa J. J. Armas Marcelo, define al incipiente novelista peruano de aquellos años
como “un joven inexperto que soñaba, ante la incomprensión y el rechazo de su
padre, con ser un escritor de novelas en el mundo parisino de Hemingway y
Malraux. Y estaba decidido a llevar a cabo sus planes por encima incluso de la
extenuación (Armas Marcelo, 1991, pp. 78-79).
”
Para describir las lecturas infantiles de Emma, repasó los viejos libros de cuentos
y de historia que él y sus hermanos habían leído de niños. Antes de iniciar los
comicios agrícolas asistió, con papel y lápiz en la mano, a un evento de este tipo
en el pueblo de Darnétal, y para la enfermedad del Ciego y el remedio que
Homais le recomienda interrogó a Louis Bouilhet, que había sido estudiante de
medicina y le pidió que consultara a especialistas (ivi, pp. 88-89).
Historia secreta de una novela, breve texto en el que Vargas Llosa confiesa no creer
en la inspiración y ser un desairado de las musas, el escritor peruano cuenta con
todo lujo de detalle cómo llevó a cabo su novela La Casa Verde. Hubo, en primer
lugar, un largo periodo de investigación con la lectura de numerosos libros sobre
la Amazonía, enclave en el que situaba la acción de su obra. El escritor, sin
embargo, en esta compleja y laboriosa etapa inicial, considera insuficiente esa
labor y admite ser un ignorante de los árboles, los animales, usos y costumbres
de la selva peruana. Sus escrúpulos y su sospecha de haber idealizado el
ambiente y la vida de la región amazónica le hacen tomar la determinación “de
no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva” (Vargas Llosa,
1971, p. 68). Y así sucede, no sin pocas dificultades, hasta el punto de tener que
convertirse por un tiempo en un supuesto ingeniero comisionado por el
Presidente de la República para estudiar las posibilidades agropecuarias en la
región del Alto Marañón, y conseguir así, con este señuelo, su propósito.
El escritor en formación, Varguitas, admira del escribidor consagrado,
incontestable en su puesto de trabajo, su voluntad de hierro, su capacidad de
trabajo, “esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas
historias” (Vargas Llosa, 1977, p. 232). Un horario de entre quince y dieciséis
horas de lunes a sábado, y de ocho a diez horas los domingos. Y lo que es más
mucho más impresionante: horas “productivas, de rendimiento ‘artístico’
sonante” (ivi, p. 157). Varguitas se sorprende de la celeridad con la que Pedro
Camacho es capaz de rellenar los folios en blanco de su máquina, hasta el punto
de traerle a la memoria la teoría de los surrealistas franceses sobre la escritura
automática:
Escribía con dos dedos, muy rápido. Lo veía y no lo creía: jamás se paraba a
buscar alguna palabra o contemplar una idea, nunca aparecía en esos ojitos
fanáticos y saltones la sombra de una duda. Daba la impresión de estar pasando
a limpio un texto que sabía de memoria, mecanografiando algo que le dictaban
(ivi, p. 158).
No escribe para vivir, sino que vive para escribir, y sin el sentido de la
trascendencia que suele ir parejo al acto de la creación. Cuando Varguitas le
pregunta la razón por la que no publica sus textos, Camacho le responde: “Mis
escritos se conservan en un lugar más indeleble que los libros – me instruyó en el
acto –: la memoria de los radioescuchas” (ivi, p. 159).
Hacia la mitad de la novela, cuando ya conocemos la situación de cada
uno de los personajes, asistimos a una encendida defensa de la vocación literaria
de Pedro Camacho. El futuro novelista, Varguitas, no termina de comprender
cómo puede ser una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que merecía
ese nombre en el Perú. Este controvertido asunto trae consigo la consiguiente
reflexión en la que se adivina el pensamiento crítico, sin cortapisas, del propio
Vargas Llosa:
¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que
detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves
paréntesis de vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas
a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida
colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura
como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien sólo
vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían
haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un
analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia (ivi, p. 236).
Resultaba imposible adivinar su edad, aunque tenía que haber dejado atrás el
medio siglo. Morena, se oxigenaba los pelos, que sobresalían, amarillos paja, de
un turbante granate y se le chorreaban sobre las orejas, sin llegar
desgraciadamente a ocultarlas, pues eran enormes, muy abiertas y como
ávidamente proyectadas sobre los ruidos del mundo. Pero lo más llamativo de
ella era su papada, una bolsa de pellejos que caía sobre sus blusas multicolores.
Tenía un bozo espeso que hubiera podido llamarse bigote y cultivaba la atroz
costumbre de sobárselo al hablar (ivi, p. 281).
Bibliografía
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Hoy, 1991.
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Recibido: 15/05/2019
Aceptado: 17/10/2019