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La tía Julia y el escribidor:

retrato del artista adolescente

José Belmonte Serrano


UNIVERSIDAD DE MURCIA

Marco Succio
UNIVERSIDAD DE GÉNOVA

ABSTRACT

There are works that carry in themselves the germ of writing; they can
draw, in an almost metaliterary game, the theoretical framework and the poetics
of the author. This article aims to analyze the evolution of the narrative writing
of Mario Vargas Llosa starting from one of his first novels, Aunt Julia and the
writer. Although very successful, it has been unfairly considered as a secondary
novel within his vast production. The book, however, contains several
autobiographical and theoretical elements which are the key to understand the
writing process of the author and the idea of novel of the Peruvian-Hispanic
writer.

Keywords: Mario Vargas Llosa, aunt Julia, fiction theory, contemporary


narrative, autobiographism.

Existen obras que portan en sí mismas el germen de la escritura, obras


capaces, dentro de un juego casi metaliterario, de dibujar el marco teórico y la
poética de su autor. Este artículo se propone analizar la evolución de la escritura
narrativa de Mario Vargas Llosa a partir de una de sus primeras novelas, La tía
Julia y el escribidor, que, aunque de gran éxito en la trayectoria de su autor, ha
sido injustamente considerada como un relato secundario dentro de su vasta
producción. El libro, sin embargo, contiene numerosos elementos de carácter
autobiográfico y teórico fundamentales para entender el proceso de escritura y la
idea misma de novela que ha mantenido hasta hoy en día el escritor hispano-
peruano.

Palabras claves: Mario Vargas Llosa, tía Julia, teoría de la novela, narrativa
contemporánea, autobiografismo.

CONFLUENZE Vol. XI, No. II, 2019,pp. 290-300, ISSN 2036-0967, DOI: https://doi.org/10.6092/issn.2036-
0967/10277, Dipartimento di Lingue, Letterature e Culture Moderne, Università di Bologna.
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No hay novelistas precoces.


Todos los grandes, los admirables novelistas,
fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento
se fue gestionando a base de constancia y convicción.

M. Vargas Llosa, Cartas a un joven novelista

Cuando en septiembre de 1977 sale a la luz La tía Julia y el escribidor, Mario


Vargas Llosa era un escritor de fama internacional, reconocido en los ámbitos
universitarios de medio mundo, traducido a varias lenguas y con un elevado
número de lectores que esperaban ansiosamente, año tras año, a que se publicara
su siguiente obra. En su libro Historia personal del ‘boom’, José Donoso ya habla del
éxito de las novelas de Vargas Llosa en traducción. Y añade: “En USA, pese a la
crítica equivocada en algunos sectores, sus libros han alcanzado ediciones de
bolsillo. Y en Inglaterra La ciudad y los perros obtuvo la dignidad de clásico al ser
publicada por ‘Penguin Books’” (Donoso, 1972, p. 69).
Su fama arranca, sobre todo, con La ciudad y los perros, pero, con
anterioridad, en 1958, cuando el escritor arequipeño apenas era un muchacho de
poco más de veinte años, ya había aparecido un conjunto de relatos con el título
de Los jefes. Entre este volumen y La tía Julia y el escribidor, hay obras de gran valía
e indiscutible calidad, como La Casa Verde (1965), Conversación en la Catedral
(1970) y Pantaleón y las visitadoras (1973), delicioso texto melodramático al que,
hasta este momento, se le ha dado menos importancia de la que merece. Todo
ello sin contar con dos excelentes obras ensayísticas, de 1971 y 1975
respectivamente: Gabriel García Márquez: historia de un deicidio y La orgía perpetua.
Flaubert y ‘Madame Bovary’.
Todo este nutrido currículo viene a demostrar que en 1977 Vargas Llosa,
que ha cumplido los cuarenta años, ya posee una incuestionable madurez en el
género narrativo, al tiempo que, a través de sus principales ensayos y trabajos
periodísticos y académicos, conoce a la perfección todo lo referente a la teoría de
la novela, hasta el punto de poder desentrañar como un auténtico cirujano los
recónditos secretos de ciertos libros, como es el caso de Madame Bovary, que, sin
duda alguna, marcaron su devenir como escritor. Un teórico de la literatura,
pues, y también un practicante de la misma que aprovecha sus conocimientos
para hacernos entrega de un producto sutil y refinado, original e innovador.
De entre las novelas antes citadas, La tía Julia y el escribidor es considerada
como la más autobiográfica de todas. Aunque tanto en La ciudad y los perros como
en Conversación en la Catedral no falten los elementos de inspiración personal,
extraídos de sus propias vivencias. En este sentido, baste recordar que la
publicación de su novela de 1977, a la que tantas veces nos vamos a referir a lo
largo de este trabajo, desató la reacción de la propia tía Julia – la tía Julia de carne
y hueso –, es decir, Julia Urquidi Illanes, a quien tiene la deferencia de dedicarle
la novela. Con el lanzamiento de su libro Lo que Varguitas no dijo, aparecido en La
Paz (Bolivia) en 1983, quiso matizar y rectificar algunos pasajes de la obra de
Vargas Llosa:

La sorpresa de esta obra – puntualiza Mario Mercado en el prólogo de la misma –


está, sin embargo, lejos de lo que podría presumir un lector que espera

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simplemente un libro de réplica y polémica, en que ese testimonio se impone por


sus valores intrínsecos, por la valentía de una narración que no oculta nada y que
expresa un momento dramático que, de acuerdo a Julia, había sido omitido en la
novela de Vargas Llosa y banalizado en la telenovela que recorrió el continente
(Urquidi Illanes, 1983. p. 10).

La propia Julia Urquidi, acaso sin proponérselo, finaliza su libro con unas
palabras que resultan reveladoras en este proceso que parte del artista
adolescente que, con el tiempo y no poco empeño, termina por convertirse en un
verdadero escritor, como era su meta: “Por esas cosas incomprensibles que tiene
la vida, por esas jugarretas que nos tiene reservadas, un 30 de mayo entré en la
vida de un joven estudiante, y un 30 de mayo salí para siempre de la vida de un
escritor” (ivi, p. 304).
A propósito del autobiografismo de La tía Julia y el escribidor, conviene aquí
recordar ciertas palabras del autor de la obra, quien, desde bien temprano, en sus
primeros textos ensayísticos, como el titulado La novela donde se recoge una
conferencia pronunciada en la Universidad de Montevideo el 11 de agosto de
1966, manifestaba del siguiente modo su opinión al respecto: “Yo creo que todas
las novelas son autobiográficas. La novela sería así una especie de streap-tease. El
novelista en cada uno de sus libros se desnudaría ante los demás” (Vargas Llosa,
1974, p. 17). Un par de páginas más adelante, matiza sus palabras: “Yo decía que
toda novela es, por eso, autobiográfica, y que la habilidad del escritor, del
novelista, no está en crear propiamente sino en disimular, en enmascarar, en
disfrazar lo que hay de personal en lo que escribe” (ivi, p. 19). Muchos años
después, en su libro Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa sigue con la misma
obsesión de entonces, regresa a la teoría de striptease y añade:

Escribir novelas sería equivalente a lo que hace la profesional que, ante un


auditorio, se despoja de sus ropas y muestra su cuerpo desnudo. El novelista
ejecutaría la operación en sentido contrario. En la elaboración de la novela, iría
vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su
imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo (Vargas
Llosa, 1997, p. 22).

Pozuelo Yvancos, para casos muy semejantes al que aquí analizamos,


utiliza el término “figuraciones del yo”. Es consciente del hecho de que cuando
se trata de textos en primera persona, “la crítica eluda sistemáticamente la
indagación en ese tipo de voz que siendo personal no es autobiográfica” (Pozuelo
Yvancos, 2010, p. 30). Por ahí, indica Pozuelo seguidamente, se encuentra una de
las vías más poderosas de la narrativa contemporánea. Y aclara líneas después:

Es una voz que permite construir al yo un lugar discursivo, que le pertenece y no


le pertenece al autor, o le pertenece de una forma diferente a la referencial. Le
pertenece como voz figurada, es un lugar donde fundamentalmente se despliega
la solidaridad de un yo pensante y un yo narrante (ibidem).

Pero lo que más nos interesa para nuestro trabajo es lo concerniente a la


forja de un escritor. Ese autobiografismo, al que antes hemos hecho alusión, se
extiende no sólo a los placenteros y tormentosos amores con su tía Julia – “al
Cadete – decía a sus amigos Carlos Barral, tras el segundo matrimonio de Vargas
Llosa con su prima Patricia – sólo le interesan las mujeres de su familia” (Armas

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Marcelo, 1991, p. 81) –, sino, asimismo, a la manera en la que, por aquellos


mismos años, estaba naciendo un escritor, Varguitas, que crece intelectualmente
a la sombra de un escribidor, Pedro Camacho, que se convierte en su primer
modelo de auténtico profesional de la literatura.
Hay que precisar que Pedro Camacho no es el primer escribidor que
aparece en la narrativa de Vargas Llosa. Uno de los mejores conocedores de la
obra del novelista peruano, José Miguel Oviedo, advierte que los que él
denomina ‘escribientes’ son característicos en sus páginas. Y pone unos
significativos y bien escogidos ejemplos:

el Poeta de La ciudad y los perros, con sus novelitas pornográficas; Zavalita,


‘cacógrafo’ en La Crónica, resignado a la mugre periodística de sus editoriales
sobre perros rabiosos y crónicas policiales; Pantaleón con sus partes oficiales, que
él elabora como muestras involuntarias del estilo Kitsch, en nombre del
nacionalismo, el espíritu institucional y el respeto a las jerarquías; y ahora este
Pedro Camacho que concibe sus estrepitosos radioteatros con una pulcritud y
seriedad ‘científicas’ (Oviedo, 1977, p. 302).

Olvida, no obstante, José Miguel Oviedo la presencia de un segundo


escribidor en las páginas de La tía Julia. No posee, es cierto, la repercusión
mediática de Pedro Camacho, ni su popularidad y fama, pero comparte con éste
una portentosa imaginación y una tendencia innata al uso del lenguaje
hiperbólico. Se trata de Pascual, el compañero de fatigas de Varguitas en Radio
Panamericana. Copia del diario La Crónica aquellas noticias que más pueden
impactar a los oyentes. Sólo que tiene la costumbre de modificarlas a su gusto y
enriquecerlas con adjetivos de su propio acervo: “En el proceloso mar de las
Antillas, se hundió anoche el carguero panameño ‘Shark’, pereciendo sus ocho
tripulantes, ahogados y masticados por los tiburones que infestan el susodicho
mar” (Vargas Llosa, 1977, p. 58). Varguitas hace valer su condición de máximo
responsable y editor de los boletines informativos y suprime aquellas palabras o
pasajes que considera inadecuados o excesivamente grandilocuentes. La reacción
de Pascual, que no oculta sus pretensiones literarias más que periodísticas, es
inmediata: “Este don Mario, siempre jodiéndome el estilo” (ibidem).
La cita inicial de La tía Julia y el escribidor, extraída del libro El Grafógrafo,
del mejicano Salvador Elizondo, supone toda una declaración de intenciones.
Como si la escritura se hubiera convertido en un torrente que arrastra cuanto
encuentra a su paso, imponiéndose, con su fuerza, con su poder de seducción, a
todo lo que rodea al ser humano: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me
veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo
escribiendo ya y también viéndome que escribía…” (Armas Marcelo, 1991, p.
179).
Los amores de Varguitas con su tía Julia transcurren paralelos al
irrenunciable y firme deseo del joven universitario, estudiante de Derecho en una
universidad limeña y director de informaciones de Radio Panamericana, “trabajo
de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico” (ivi,
p. 11), de convertirse en escritor. La aparición en los estudios de Radio
Panamericana de un extraño personaje de origen boliviano llamado Pedro
Camacho, capaz de acaparar gran parte de la audiencia con sus truculentos y
folletinescos seriales radiofónicos, hace crecer el deseo del muchacho por llegar a
ser, en el menor tiempo posible, un escritor dedicado por completo al oficio. Su
legítima aspiración se remonta a sus tiempos de lector, durante su infancia. La

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temprana lectura de las novelas de Alejandro Dumas le hace soñar “con viajar a
Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado
totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo” (ivi, pp. 108-109).
En su libro Historia secreta de una novela, Vargas Llosa sitúa el inicio de su
ininterrumpida admiración por Dumas en el año 1945, cuando lee varias novelas
del autor de Los tres mosqueteros:

Me encantaban (me encantan todavía) y las leía con esa pasión tan pura y tan
ardiente con que uno lee a los diez años. Recuerdo muy bien cómo, cuando en las
novelas de Dumas aparecía la Corte de los Milagros, ese alucinante barrio (según
la visión que nos dieron de él los románticos) del antiguo París, refugio de
aventureros y criminales, yo pensaba inmediatamente en la Mangachería, veía en
el acto a la Mangachería. Esta identificación ha persistido en mi mente. No puedo
oír mencionar a la Corte de los Milagros sin divisar de nuevo, al instante, las
chozas, las chicherías, los perros vagabundos, los burritos (les llamaban piajenos)
y los ruidosos, pendencieros mangaches (Vargas Llosa, 1971, p. 17).

Ya en las primeras páginas de la novela, el tío Lucho define a Varguitas


como “un intelectual” que “ha publicado un cuento en el Dominical de ‘El
Comercio’” (ibidem). A lo largo de la obra somos testigos de esa relación de amor
y odio de Varguitas por la creación literaria, a la que se enfrenta con enorme
entusiasmo, con gran valentía, pero de la que casi nunca obtiene los resultados
deseados. Las continuas ideas que bullen por su cabeza no siempre se ven
materializadas en el papel, como es su deseo. Lo primero es tener una historia
que contar. Después, ponerle un título. Y, a continuación, aplicarle una
metodología que tiene muy clara de antemano: “Quería – expresa Varguitas a
propósito del cuento que piensa titular “El salto cualitativo”, cuya historia le
había sido contada por su tío Pedro – que fuese frío, intelectual, condensado e
irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por aquellos
días” (ivi, p. 59). Rompe casi tanto como escribe. Le surgen las dudas cuando
apenas ha iniciado la primera frase de su texto: “Tenía la certeza de que una falta
de caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una
advertencia (del subconsciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no
servía y era preciso rehacerla” (ibidem). En las páginas de La ciudad y los perros,
donde está ubicado otro de sus escribidores, también se ven claramente
expresadas estas dudas estilísticas del joven aprendiz. Alberto, el escritor de
cartas por cuenta ajena, dirigidas a las enamoradas de sus compañeros del
Leoncio Prado, se llega a dar cuenta de que su lenguaje parece falso e inútil, lo
que le lleva a destruir todos los borradores, “y al fin se decidió a contestarle
apenas unas líneas objetivas: ‘estamos consignados por un lío. No sé cuándo
saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero
que haré, al salir, será ir a verte” (Vargas Llosa, 1963, p. 129).
Merecería un pormenorizado estudio esta novela de 1962. Un trabajo
centrado, principalmente, en ese escribidor/escritor que se va forjando poco a
poco, con trabajos, al principio, de poca monta, de escaso riesgo, pero en los que
no falta la ilusión, el deseo de conseguir fama y prestigio entre sus compañeros
del Leoncio Prado. Alberto, el Poeta, escribe novelitas de apenas cuatro páginas
de extensión, forjadas en muy poco tiempo cada una de ellas, sin apenas
interrupción. Vargas Llosa proporciona al curioso lector algunos párrafos de
estos breves relatos, repletos de truculencias y de tópicos, envueltos en un

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lenguaje artificioso, cercano a las conocidas radionovelas de los seriales del


escribidor por antonomasia, Pedro Camacho:

El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los


pelos, decía ‘basta, basta’, pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa
seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer
quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de
un animal’. Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó
una última frase: ‘La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo
mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente (ivi,
pp. 163-164).

El trabajo en la radio, así como su obligación de asistir, al menos de vez en


cuando, a las clases de Derecho, le deja muy poco tiempo para la escritura
creativa. Así se explica que Varguitas sea capaz de pergeñar las líneas maestras
de un relato en momentos y lugares insólitos. No sólo entre boletín y boletín
informativo, sino, incluso, durante una sesión de espiritismo. Mientras el
médium convoca a los espíritus, el joven aspirante a escritor se dedica a elaborar
mentalmente su cuento sobre un senador:

Se me ocurrió un título enigmático: ‘La cara incompleta’. Decidí, mientras Javier,


incansable, exigía al escribano que convocara algún ángel, o, al menos, algún
personaje histórico como Manco Cápac, que el senador terminaría resolviendo su
problema mediante una fantasía freudiana: pondría a su esposa, en el momento
del amor, un parche de pirata en el ojo (ivi, p. 71).

La tía Julia y su amigo Javier se convierten en los censores de sus cuentos.


Varguitas necesita leer en voz alta sus relatos antes de enviarlos a los dominicales
de los periódicos limeños. Así, el cuento titulado “La humillación de la cruz”,
basado en una historia que le suministra la propia tía Julia, es escuchado por ésta,
quien continuamente le interrumpe para recordarle que nada tenía que ver con el
relato original que ella le había proporcionado de manera oral:

Yo, angustiadísimo, hacía un alto para informarle que lo que escuchaba no era la
relación fiel de la anécdota que me había contado, sino un cuento, un cuento, y que
todas las cosas añadidas o suprimidas eran recursos para conseguir ciertos
efectos (ivi, p. 152).

A la lectura del relato “La tía Eliana” asisten, además de Javier y la tía
Julia, Pascual y el Gran Pablito. Los dos últimos son los únicos que celebran el
cuento, aunque su actitud le resulte a Varguitas muy sospechosa por ser sus
subordinados. Javier, sin embargo, emite una opinión mucho más ecuánime, de
tono crítico, amparándose en el buen gusto y en el sentido común: “Javier lo
encontró irreal, nadie creería que una familia condena al ostracismo a una
muchacha por casarse con un chino y me aseguró que si el marido era negro o
indio la historia podía salvarse” (ivi, p. 277). Del mismo modo, en La ciudad y los
perros también se nos ofrece una considerable lista de títulos con los que se
adornan estas novelitas: Los placeres de Eleodora, Los vicios de la carne, Lula, la
chuchumeca incorregible, La mujer loca y el burro, La jijuna y el jijuno, etc. La temida
reacción del coronel del Leoncio Prado, que tiene ante sí al propio Alberto, es
inmediata: “Hay que tener un espíritu extraviado, pervertido, para dedicarse a

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escribir semejantes cosas. Hay que ser una escoria. Estos papeles deshonran al
colegio, nos deshonran a todos” (ivi, p. 389).
¿Cómo se imagina Varguitas que debe ser un escritor? ¿En qué aspectos
ha de ser modificada la vida de un hombre común para convertirse en un
profesional de la literatura? Varguitas, por aquellos años juveniles, está
convencido de que “una vocación literaria era incompatible con el baile y los
deportes” (ivi, p. 74). Sin baile, sin deportes, y también sin hijos. Las lecciones de
Pedro Camacho no caen en saco roto. Las mujeres y los hijos están ausentes de su
vida para evitar que se traguen su energía. No se puede llegar a inventar e
imaginar si se vive bajo la amenaza de la sífilis. Y añade el infeliz escribidor: “La
mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un
artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los
gatos? Hay que ser originales, mi amigo” (ivi, p. 193). La realidad, al menos en
sus primeros años de escritor, fue pareja a lo que aquí se cuenta como mera
ficción. En Historia secreta de una novela, Vargas Llosa nos relata su gran
descubrimiento a su llegada a Barcelona. Su fracaso a la hora de encontrar un
editor para sus cuentos escritos en Lima durante sus ratos libres tiene una
explicación: “sólo se podía ser escritor si uno organizaba su vida en función de la
literatura; si uno pretendía –como había hecho yo hasta entonces – organizar la
literatura en función de una vida consagrada a otros amos, el resultado era la
catástrofe” (ivi, pp. 48-49).
No faltan, claro está, los tópicos de los que no pudieron apartarse los
escritores hispanoamericanos de la época en la que está ambientada La tía Julia y
el escribidor. Varguitas ve como un ingrediente inseparable de su vocación el
hecho de vivir en una buhardilla de París. El escritor y amigo personal de Vargas
Llosa J. J. Armas Marcelo, define al incipiente novelista peruano de aquellos años
como “un joven inexperto que soñaba, ante la incomprensión y el rechazo de su
padre, con ser un escritor de novelas en el mundo parisino de Hemingway y
Malraux. Y estaba decidido a llevar a cabo sus planes por encima incluso de la
extenuación (Armas Marcelo, 1991, pp. 78-79).

¿En dónde radica la diferencia entre el escribidor de radioteatros Pedro


Camacho y Varguitas, el artista adolescente, el aspirante a escritor que sueña con
su buhardilla parisina? Para José Miguel Oviedo, Camacho es “el retrato
burlesco, la caricatura, del modelo que del escritor tiene Vargas Llosa” (ivi, p.
306). En la novela tendríamos, pues, como avisa el propio Oviedo, “a un escribidor
que sí escribe, que no hace otra cosa que escribir, y a un escritor que no puede
escribir, que se distrae de su tarea, que dispersa su vida en actos ajenos a la
literatura” (ivi, p. 309). Pedro Camacho, como cualquier profesional de la
literatura, posee su poética personal y sus manías. Su inspiración es proporcional
a la luz del día:

Comienzo a escribir con la primera luz – le explica a un Varguitas rendido a sus


pies –. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a
eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas. Pero no importa, ya que en
las tardes y en las noches es cuando más rinde el actor. Tengo mi sistema bien
distribuido (ivi, pp. 56-57).

Para el escribidor Camacho la mejor manera de hacer arte es identificarse,


materialmente, con la realidad. Lo que sucede es que su realidad resulta
esperpéntica, distorsionada, cuando nos hace partícipes de su “secreto”:

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Pedro Camacho, mediante cambios de atuendo, se transformaba en un médico,


en un marino, en un juez, en una anciana, en un mendigo, en una beata, en un
cardenal […] ¿Por qué no voy a tener derecho, para consubstanciarme con
personajes de mi propiedad, a parecerme a ellos? ¿Quién me prohíbe tener,
mientras los escribo, sus narices, sus pelos y sus levitas? […] ¿A quién le importa
que aceite la imaginación con unos trapos? ¿Qué cosa es el realismo, señores, el
tan mentado realismo qué cosa es? ¿Qué mejor manera de hacer arte realista que
identificándose materialmente con la realidad? (ivi, pp. 163-164).

Sobre la realidad y la irrealidad de la literatura ha hablado y escrito


frecuentemente el escritor peruano. En el libro El Buitre y el ave Fénix.
Conversaciones con Mario Vargas Llosa, de Ricardo Cano Gaviria, cuando éste le
pregunta si todos los escritores son realistas, recibe la siguiente respuesta: “Creo
que la única división que se puede establecer a este respecto es que hay literatura
que tiene vida, y literatura que carece de vida… La primera es ‘realista’, la
segunda ‘irreal’” (Cano Gaviria, 1972, p. 60). En La verdad sobre las mentiras,
Vargas Llosa califica la novela de “género amoral” en el que la verdad o la
mentira “son conceptos exclusivamente estéticos” (Vargas Llosa, 1990, p. 10). En
su conocido y ejemplar ensayo sobre Madame Bovary, La orgía perpetua, Vargas
Llosa saca a relucir lo que él considera el aspecto fundamental del método
flaubertiano: “el saqueo consciente de la realidad real para la edificación de la
realidad ficticia” (Vargas Llosa, 1975, p. 88). Y pone unos cuantos y significativos
ejemplos, extraídos de la citada novela francesa:

Para describir las lecturas infantiles de Emma, repasó los viejos libros de cuentos
y de historia que él y sus hermanos habían leído de niños. Antes de iniciar los
comicios agrícolas asistió, con papel y lápiz en la mano, a un evento de este tipo
en el pueblo de Darnétal, y para la enfermedad del Ciego y el remedio que
Homais le recomienda interrogó a Louis Bouilhet, que había sido estudiante de
medicina y le pidió que consultara a especialistas (ivi, pp. 88-89).

¿Pero qué tipo de realidad, cabría preguntarnos, es la que le interesa al


escritor en ciernes, al protagonista de La tía Julia? Sus cuentos se nutren de las
historias que le van relatando los demás, sus amigos, su propia familia, la tía
Julia, con las consiguientes y necesarias modificaciones, con su elemento añadido,
dicho con un término puramente vargasllosiano, que explica y precisa en su
delicioso libro, compartido con Martín de Riquer, El combate imaginario:

Como todo gran creador, Joanot Martorell edificó su novela a imagen y


semejanza de la realidad de su época, utilizando todos los materiales que su
tiempo le ofrecía. Pero si Tirant lo Blanc fuera sólo esto, sería apenas un
invalorable documento, no una gran novela. Además de testimonio ella es,
también, una realidad soberana, porque en sus páginas, Martorell al mismo
tiempo que expresó, rectificó su realidad: al mismo tiempo que dijo la vida, la
contradijo (Martín de Riquer - Vargas Llosa, 1972, p. 28).

Cualquier realidad cabe en las páginas de un relato. Nada es, de


antemano, desechable, ajeno a la creación literaria, como se refleja en las páginas
de La tía Julia: “Interrogando en el estudio de la calle Belén o ante una grabadora,
a artistas de cabaret y a parlamentarios, a futbolistas y a niños prodigio, aprendí
que todo el mundo, sin excepción, podía ser tema de cuento” (ivi, p. 271). En

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Historia secreta de una novela, breve texto en el que Vargas Llosa confiesa no creer
en la inspiración y ser un desairado de las musas, el escritor peruano cuenta con
todo lujo de detalle cómo llevó a cabo su novela La Casa Verde. Hubo, en primer
lugar, un largo periodo de investigación con la lectura de numerosos libros sobre
la Amazonía, enclave en el que situaba la acción de su obra. El escritor, sin
embargo, en esta compleja y laboriosa etapa inicial, considera insuficiente esa
labor y admite ser un ignorante de los árboles, los animales, usos y costumbres
de la selva peruana. Sus escrúpulos y su sospecha de haber idealizado el
ambiente y la vida de la región amazónica le hacen tomar la determinación “de
no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva” (Vargas Llosa,
1971, p. 68). Y así sucede, no sin pocas dificultades, hasta el punto de tener que
convertirse por un tiempo en un supuesto ingeniero comisionado por el
Presidente de la República para estudiar las posibilidades agropecuarias en la
región del Alto Marañón, y conseguir así, con este señuelo, su propósito.
El escritor en formación, Varguitas, admira del escribidor consagrado,
incontestable en su puesto de trabajo, su voluntad de hierro, su capacidad de
trabajo, “esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas
historias” (Vargas Llosa, 1977, p. 232). Un horario de entre quince y dieciséis
horas de lunes a sábado, y de ocho a diez horas los domingos. Y lo que es más
mucho más impresionante: horas “productivas, de rendimiento ‘artístico’
sonante” (ivi, p. 157). Varguitas se sorprende de la celeridad con la que Pedro
Camacho es capaz de rellenar los folios en blanco de su máquina, hasta el punto
de traerle a la memoria la teoría de los surrealistas franceses sobre la escritura
automática:

Escribía con dos dedos, muy rápido. Lo veía y no lo creía: jamás se paraba a
buscar alguna palabra o contemplar una idea, nunca aparecía en esos ojitos
fanáticos y saltones la sombra de una duda. Daba la impresión de estar pasando
a limpio un texto que sabía de memoria, mecanografiando algo que le dictaban
(ivi, p. 158).

No escribe para vivir, sino que vive para escribir, y sin el sentido de la
trascendencia que suele ir parejo al acto de la creación. Cuando Varguitas le
pregunta la razón por la que no publica sus textos, Camacho le responde: “Mis
escritos se conservan en un lugar más indeleble que los libros – me instruyó en el
acto –: la memoria de los radioescuchas” (ivi, p. 159).
Hacia la mitad de la novela, cuando ya conocemos la situación de cada
uno de los personajes, asistimos a una encendida defensa de la vocación literaria
de Pedro Camacho. El futuro novelista, Varguitas, no termina de comprender
cómo puede ser una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que merecía
ese nombre en el Perú. Este controvertido asunto trae consigo la consiguiente
reflexión en la que se adivina el pensamiento crítico, sin cortapisas, del propio
Vargas Llosa:

¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que
detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves
paréntesis de vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas
a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida
colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura
como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien sólo
vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían

José Belmonte Serrano - Marco Succio 298


CONFLUENZE Vol. XI, No. 2

haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un
analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia (ivi, p. 236).

Lo cierto es que el estilo de los cuentos de Varguitas se aproxima cada vez


más a las narraciones truculentas inventadas por Camacho, quien, en ningún
caso, rehúye de los finales de carácter netamente folletinescos, ni de los
consabidos tópicos con los que adorna su relamida prosa: la teutónica Berlín, la
flemática Londres, la pecaminosa París. Varguitas define a Josefina Sánchez, una
de las actrices del radioteatro de Camacho, de la misma o parecida forma
truculenta y grandilocuente con la que éste lo hacía con sus tipos de ficción:

Resultaba imposible adivinar su edad, aunque tenía que haber dejado atrás el
medio siglo. Morena, se oxigenaba los pelos, que sobresalían, amarillos paja, de
un turbante granate y se le chorreaban sobre las orejas, sin llegar
desgraciadamente a ocultarlas, pues eran enormes, muy abiertas y como
ávidamente proyectadas sobre los ruidos del mundo. Pero lo más llamativo de
ella era su papada, una bolsa de pellejos que caía sobre sus blusas multicolores.
Tenía un bozo espeso que hubiera podido llamarse bigote y cultivaba la atroz
costumbre de sobárselo al hablar (ivi, p. 281).

¿Acaso no son tan folletinescas, extravagantes y excéntricas las vicisitudes


del matrimonio de Varguitas con su tía Julia como cualquiera de los seriales que
escribe Pedro Camacho? En uno y otro caso, los finales de cada capítulo –las
narraciones de Camacho para la radio o la historia del precipitado y estrambótico
casamiento – invitan a seguir adelante en la lectura por la intriga aún no resuelta,
por los misterios que hay que desvelar, como sucedía en las mejores novelas del
admirado Dumas.
La tía Julia y el escribidor no es, probablemente, la novela más citada ni la
mejor conocida por los estudiosos de la obra narrativa de Mario Vargas Llosa,
pero frente a otros relatos supuestamente de mayor calado y trascendencia, como
los ya citados La ciudad y los perros, La Casa Verde, Conversación en la Catedral o La
guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, posee una enorme frescura, un
desbordante dinamismo, una gracia singular con las que se ven recompensadas
las expectativas del lector más exigente. Así como otros valores, nada
despreciables, muy enriquecedores, que nos sirven para conocer, más a fondo si
cabe, las ideas de su autor, relacionadas con la teoría de la literatura y con la
creación artística, y que José Miguel Oviedo resume así, de manera magistral:

El libro no sólo responde a la pregunta cómo se escribe la literatura: con


obstinación, locura y una reiterada traición a la realidad; también explica por qué
se escribe, es decir, por un afán, siempre insatisfecho de subsanar una fractura con
la realidad y de elaborar, a partir de ella, ficciones compensatorias en las que los
lectores pueden asimismo reconocerse (Oviedo, 1977, p. 314).

“La tía Julia y el escribidor: retrato del artista adolescente” 299


CONFLUENZE Vol. XI, No. 2

Bibliografía

ARMAS MARCELO, Juan Jesús. Vargas Llosa. El vicio de escribir. Madrid, Temas de
Hoy, 1991.
CANO GAVIRIA, Ricardo. El buitre y el Ave Fénix. Conversaciones con Mario Vargas
Llosa. Barcelona, Anagrama, 1972.
DONOSO, José. Historia personal del ‘boom’. Barcelona, Anagrama, 1972.
OVIEDO, José Miguel. Mario Vargas Llosa. La invención de una realidad. Barcelona,
Seix Barral, 1977.
POZUELO YVANCOS, José María. Figuraciones del yo en la narrativa. Javier Marías y E.
Vila-Matas. Valladolid, Cátedra Miguel Delibes, 2010.
RIQUER, Martín de – Mario, Vargas Llosa. El combate imaginario. Las cartas de
batalla de Joanot Martorell. Barcelona, Seix Barral, 1972.
URQUIDI ILLANES, Julia. Lo que Varguitas no dijo. La Paz, Khana Cruz, 1983.
VARGAS LLOSA, Mario. La ciudad y los perros. Barcelona, Seix Barral, 1963.
VARGAS LLOSA, Mario. Historia secreta de una novela. Barcelona, Tusquets, 1971.
VARGAS LLOSA, Mario. La novela. Buenos Aires, América Nueva, 1974.
VARGAS LLOSA, Mario. La orgía perpetua. Flaubert y ‘Madame Bovary’. Madrid,
Taurus, 1975.
VARGAS LLOSA, Mario. La tía Julia y el escribidor. Barcelona, Seix Barral, 1977.
VARGAS LLOSA, Mario. La verdad de las mentiras. Barcelona, Seix Barral, 1990.
VARGAS LLOSA, Mario. Cartas a un joven novelista. Barcelona, Planeta, 1997.

José Belmonte Serrano es Profesor Titular de la Facultad de Letras de la


Universidad de Murcia (España). Es autor de un centenar de artículos publicados
en revistas de alto impacto europeas, norteamericanas y latinoamericanas, de
varias ediciones críticas y varios libros de ensayo. Entre los principales temas de
su investigación figura el estudio de la Guerra Civil española y la Memoria
histórica, reflejada en la narrativa de autores como Castillo-Puche, Juan Marsé y
Martínez de Pisón.
Contacto: [email protected]

Marco Succio es Investigador de Literatura Española en la Universidad de


Génova. Es miembro del colegio de docentes del Doctorado en Literaturas y
Culturas Clásicas y Modernas de la Universidad de Génova y forma parte del
comité científico de la Cátedra Arturo Pérez Reverte de la Universidad de
Murcia. Ha publicado varios artículos en revistas italianas y españolas y es
también autor del volumen Dal Movimiento alla Movida. Il romanzo spagnolo dal
franchismo a oggi (1939-2011).
Contacto: [email protected]

Recibido: 15/05/2019
Aceptado: 17/10/2019

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