Ojala Tu Nunca - Javier Miro
Ojala Tu Nunca - Javier Miro
Ojala Tu Nunca - Javier Miro
finales de los años 70. César huye por su vida. No recuerda quién es
ni por qué lo persiguen los cazadores. Solo sabe que dispone de una noche
para cruzar el muro que separa la España controlada por el Tercer Reich de la
zona soviética. Para ello, necesitará toda la ayuda que pueda conseguir. Pero
¿cómo fiarse de alguien si ni tan siquiera está seguro de quién es él mismo?
Ojalá tú nunca es un original mecanismo de relojería que explora la
naturaleza de la memoria, la identidad y el tiempo; una cuenta atrás por un
laberinto de mentiras que unos personajes acostumbrados a sobrevivir detrás
de una máscara se verán obligados a recorrer hasta alcanzar la sorprendente
revelación final.
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Javier Miró
Ojalá tú nunca
ePub r1.0
Café mañanero 28-12-2022
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Título original: Ojalá tú nunca
Javier Miró, 2020
Ilustración de la cubierta: Tithi Luadthong
Editor digital: Café mañanero
Primera edición EPL, 2022
ePub base r2.1
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OJALÁ TÚ NUNCA
Javier Miró
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Para ti, papá.
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Los principios de la justicia se escogen
tras un velo de ignorancia.
JOHN RAWLS
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La mejilla de César está aplastada contra el suelo. Sabe que es el suelo porque
ya no queda vacío por el que seguir cayendo. Sus nervios silencian un dolor
que se propaga desde la sien hasta algún punto más allá de las rodillas. El
brazo derecho se extiende frente a sus ojos, rendido, con los dedos
acariciando sin cariño la áspera superficie que lo sostiene. El brazo izquierdo
no existe, perdido bajo el cuerpo que lo aplasta de cualquier forma. Sin
embargo, de algún modo, replica los latidos del corazón. Más y más débiles.
Débiles. Las piernas se repliegan contra el estómago simulando una posición
fetal no aprehendida, como tratando de proteger el resto del cuerpo, de
reconfortarlo, de conservar ese calor que se le escapa.
César se muere. Es una certeza tan rotunda como el suelo que le aplasta la
mejilla. La consciencia ya ha empezado a abandonarle, y eso evita que el
pánico se desate. Mejor así. El sistema nervioso ha empezado a fallar, los
sentidos no responden. No consigue diferenciar entre lo que le muestran los
ojos y lo que en realidad ve. En su cabeza se repite una y otra vez una
secuencia absurda, inconclusa, como una grabación en bucle en la que él
corre, cae, vuelve a correr, vuelve a caer. Su mente parece haber perdido la
pista de lo que ha quedado atrás. Poco a poco abandona el interés en lo que
está por venir.
De pronto, un parpadeo, un coletazo de raciocinio le devuelve al presente,
al cemento sobre el que yace. Su único horizonte. Siente el frío recorrerle,
ganando posiciones por las trincheras de su cuerpo; desde las extremidades
hasta las profundidades de los órganos. Es justo ahí, en las entrañas, donde un
fuego va licuando las paredes interiores. César siente el líquido huir de las
llamas, formando riachuelos de vida que buscan un hueco por donde filtrarse.
Y salir de él, y saltar al vacío, y ganar el suelo, y desparramarse hasta teñirlo
todo de esa materia oscura que, hasta entonces, moraba entre sus carnes.
Más allá de él, en el mundo de los todavía vivos, el infierno. Rugidos
distorsionados, descargas proyectadas sin fin, ecos que hacen vibrar el aire y
la piedra. Desarticulados. Crueles. La cólera se agita en el ambiente. Les
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golpea a todos, aunque César ya no consiga distinguir quiénes son. Corren a
su alrededor, pisan con sus botas militares, agreden con sus movimientos. Y
un poco más allá, una pira que eleva sus llamas al cielo.
El fuego brilla en las pupilas de César, en esos ojos detenidos que van
perdiendo la humedad. La ve arder, la máquina. Traumtruhe. Su
revestimiento de madera envuelto en llamas, los componentes y circuitos
derritiéndose y desprendiendo una humareda tóxica. Más o menos igual que
lo que le ocurre a él. Traumtruhe ardiendo. El cofre de los sueños, el artefacto
maravilloso que vinieron a robar. Traumtruhe consumiéndose. César no sabe
si puede verlo o solo se lo imagina, en una broma final de su psique
moribunda; como cuando se consulta el reloj para al instante olvidar qué hora
es.
Una broma soberbia. La mejor del mundo.
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Las manos están arriba, tal y como exigen las voces. Son ladridos que hieren
la voluntad, que someten. Proceden de los soldados que surgen de cualquier
rincón que pudiera servir de escondrijo. Los pómulos apretados contra los
fusiles de asalto; el ojo fijo en el punto de mira; y en el centro del mismo,
César y sus compañeros. Les superan en número cuatro a uno. Cinco a uno.
Más aún, porque todavía no han terminado de abandonar las sombras. Les
estaban esperando.
—¡Es una trampa! —se lamenta uno de ellos, César no reconoce quién.
Además de obvio, es demasiado tarde.
Los militares actúan con celeridad, maniobrando como los han adiestrado.
Los rodean. Sacan al conductor de la grúa a empujones. Lo obligan a tenderse
con las manos unidas en la nuca, la nariz aplastada contra el pavimento.
Los ocho componentes del comando de cazadores renegados, hasta hacía
unos segundos tan seguros de sí mismos, tan arrogantes enfundados en sus
trajes Jäger, ahora son dóciles reses. Los focos de luz azulada tiñen con un
inquietante fulgor metálico sus máscaras de cazadores. Los rostros de los
soldados evidencian que, pese a todo, no han perdido la capacidad de infundir
terror.
César reconoce las insignias de la Wehrmacht sobre el uniforme del
soldado que le registra y le despoja del Erinnerungslöscher. No es más que un
chaval. Le trata como un bulto que hay que empaquetar deprisa. Le levanta la
máscara y, de súbito, la sudorosa cara de César entra en contacto con el
ambiente del hangar. Su piel se refresca al tiempo que piensa en la misión. No
hace falta ser un genio para reconocer el fracaso.
El científico observa los semblantes de sus compañeros, también
despojados de sus máscaras, brazos arriba, con la dignidad de pájaros
desplumados. Busca gestos de coraje, pero solo encuentra preocupación,
angustia, rabia. También aceptación. Ninguno de ellos le devuelve la mirada,
demasiado ocupados en lidiar con sus propios fantasmas. Tampoco Emma
repara en él, pese a que se detiene unos segundos en ella. Nada, solo su gesto
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desafiante de cazadora insensible; mandíbula apretada, frente alta y pupilas
dilatadas pese a la repentina saturación lumínica. La careta mostraba mayor
sentimiento.
No hay nada que hacer. César busca entre los soldados. Con recelo,
temeroso de reconocer por fin la cara de Hans entre ellos. Trata de sacarse ese
pensamiento de la cabeza mientras se gira levemente a su izquierda. Busca sin
pretenderlo la silueta de la Traumtruhe. No ha quedado demasiado lejos de su
posición. En realidad, un solo soldado se interpone entre la máquina y él; el
chico joven que ha terminado de cachearle y le apunta a la espera de nuevas
instrucciones. El científico intenta no mirar la máquina con demasiada avidez
para no delatar el loco pensamiento que acaba de brotar de su mente.
Devuelve la mirada a sus compañeros, ese puñado de lunáticos que se
pasaron de intrépidos. Están perdidos, aunque César esconde una treta que en
ningún caso va a salvarles el cuello, pero que a lo mejor sí dará significado a
la misión. Con los dedos entrelazados tras la cabeza, se palpa el punto exacto
donde Sebastián le inyectó la última dosis. Se acaricia la piel de la nuca
mientras su cabeza se retuerce en cálculos obscenos que le aceleran el pulso.
No piensa que tal vez aquel nuevo disparate solo obedezca al efecto de las
drogas.
Entretanto, sus camaradas van obedeciendo de mala gana. Los primeros
ya están apoyando una rodilla en el suelo para luego seguir con la otra; torpes
con los dedos entrelazados en la coronilla. Emma es una de ellos. César
piensa que la cazadora no tiene forma de imaginarse lo que va a pasar. Trata
de no reírse de sí mismo mientras se autoconvence. La sangre le bombea con
fuerza bajo la piel de sienes, axilas y las enguantadas palmas de las manos. Es
por aquello que está a punto de hacer, por el vértigo que le produce la idea.
Procura no mirar al soldado que le separa de la máquina. Sabe que con un
movimiento rápido bastará, pero desconoce si tendrá suficiente arrojo y
destreza para llevarlo a cabo. No es un hombre de acción. Toma aire. Solo
tiene que apartar el fusil y, con él, el resto del militar. Luego no hay más que
correr. Correr hacia la Traumtruhe. Correr.
Por suerte para su plan, César no es el único que se resiste a cumplir las
órdenes. Varios de los cazadores todavía permanecen en pie, atrayendo la
furia de los militares. A él le dejan de lado por el momento. Su porte de
inofensivo hombre de ciencia es el camuflaje perfecto para pasar
desapercibido. Eso le da unos segundos, quizá más. Tal vez el tiempo
suficiente para llegar a la máquina y destruirla. Él conoce mejor que nadie
cómo. La clave está en la batería, en sus componentes inflamables. Calcula
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los movimientos por última vez, obviando las altas probabilidades de fracaso.
Se ve con ganas. En realidad es el alud de drogas que recorre sus vasos
sanguíneos, pero él no lo sabe. No lo quiere saber.
Ante la insistencia del enemigo, amaga con irse al suelo. Pero pronto hace
lo que solo en sus pensamientos cabría esperar. Se incorpora, se gira, las
manos de repente separadas de la cabeza; los brazos desplegados, libres,
encuentran la caña del fusil de asalto. Lo agarra y tira con fuerza. Consigue
desplazar al soldado pegado al arma, lo empuja. La suma del ímpetu y la
sorpresa hacen que este pierda el equilibrio. César está a punto de ser
arrastrado también por la inercia de la caída, pero logra sobreponerse. Con la
engañosa sensación de que ha sido más fácil de lo que esperaba, echa a correr.
Ignora los bramidos de los militares a su espalda. Sigue obcecado. Ya casi
lo tiene. La máquina no está tan lejos. Se oyen disparos, cuatro, cinco, su
atención no es capaz de correr y además llevar la cuenta. Siente tres
aguijonazos, uno por debajo del riñón derecho, el otro muy cerca de donde
debe de estar el corazón, se teme. No sabría situar el tercero. Son golpes
secos, seguidos de una explosión lacerante en el interior. Para su sorpresa, la
sensación que acompaña a la descarga no es comparable con el dolor. Es otra
cosa. Las piernas quieren obedecerle, pero parecen volverse de lana. Se
derrumba. Una vez en el suelo, incapaz de completar con éxito otra acción
distinta a la de boquear, comprueba que todavía le restan unos pasos para
llegar a la Traumtruhe. La máquina prodigiosa también ha recibido, como
mínimo, tres balazos.
César da descanso a los músculos del cuello y los hombros que por algún
motivo todavía luchan. Hunde la cabeza hasta besar el suelo; está frío y su
sabor es agrio. Entonces oye el estallido. Nota el calor. El cacharro
maravilloso que vinieron a robar acaba de saltar por los aires.
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La oscuridad es tan absoluta que se traga las luces que se aventuran más allá
de la barandilla. Las escaleras metálicas tiemblan levemente bajo los pasos
del comando, acompañándolos mientras se adentran en aquel ambiente gélido
y húmedo de gruta inmensa. Aquel peculiar olor va abriendo vías en los
recuerdos de César. En el lienzo negro del vacío, el científico intuye cosas
que antes permanecían indefinidas, cubiertas por las brumas de la amnesia.
Acaba de recordar que tienen que descender seis niveles de escaleras antes de
alcanzar el suelo. Ni uno menos.
—El interruptor de las luces está ahí, si queréis encenderlas —dice César
cuando por fin llegan abajo, apuntando con la linterna a la pared que queda
junto al arranque de las escaleras.
—No queremos. Gracias, señor —replica Sebastián con falsa amabilidad.
Tras la máscara, César se permite descargar sobre su superior una mirada
de odio visceral.
—Andando —ordena el Unteroffizier.
Se vuelve y dirige el haz de luz hacia las primeras estructuras que
encuentran entre las tinieblas. Son una especie de andamios de un par de
metros de fondo que ascienden hasta donde es capaz de distinguir el ojo.
Forman calles cuadriculadas cuya procedencia y destino son desconocidos.
No importa, César parece saber por dónde ir. Ni así consigue templar los
nervios. Teme que ese sea el lugar donde se encuentre frente a frente con
Hans. Que esté agazapado tras algún rincón, esperando la oportunidad para,
esta vez sí, terminar con él.
—De modo que este es el trastero de la Gestapo —comenta Sebastián
alumbrando la estructura.
—En realidad pertenece a la SISVA. Todo lo que no se quiere que esté
fuera está aquí metido —dice César, reafirmando sus palabras con la cabeza.
Nadie le ve hacerlo.
—¿Todo? —pregunta Julián.
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—Ejemplares singulares, únicos o insustituibles —responde César como
recitando de memoria. No sabía que esa información se encontraba en su
cabeza—. No hay nada repetido a no ser que su cantidad tenga algún valor de
por sí. Por ejemplo, hay pocos libros, pero muchos fusiles.
—Todo lo que no pueden quemar —comenta Sebastián.
—Scheiße, una lástima no poder verlo entero —dice Julián.
—Mañana te traigo a la sesión matinal —responde Laura.
Sus palabras son acompañadas por un coro de risas que se extinguen
enseguida.
—Estoy hablando en serio, Arschloch —insiste Julián—. Seguro que
tantas armas interesan a los rusos.
—Vamos a dejar las cruzadas de la Señorita Pepis para otro momento y
mejor nos centramos en lo que tenemos entre manos, ¿alles klar? —interviene
Sebastián cuando Laura ya tenía la réplica perfecta preparada.
De cuando en cuando, el contenido de los andamios recibe la luz de las
linternas, permitiendo entrever cajas de madera, objetos envueltos en lonas,
plásticos y otros embalajes más o menos rudimentarios. A veces se revelan
partes que no han quedado cubiertas; otras es posible adivinar el contenido
del envoltorio por la forma. Instrumentos musicales, muebles, aparatos de
radio, gramófonos, cámaras fotográficas, esculturas, cuadros, archivos. Un
bazar de lo olvidado y lo prohibido.
César va notando el pesar en las piernas. No sabe si es debido al ajetreo de
la noche o al respeto que le suscita aquel almacén. Se palpa la herida del labio
y siente un aguijonazo que le hace detenerse y quejarse. Nadie hace amago de
preguntarle si le pasa algo. Sigue adelante, pero pronto su linterna ilumina un
trozo de verja metálica, más propia de un cercado en medio del monte que de
un hangar subterráneo ultrasecreto.
—Ya casi estamos —dice torciendo a la izquierda.
La verja está coronada por alambre de espino, a unos tres metros de altura.
Al poco, alcanzan una portezuela a la que Emma acude sin que nadie se lo
indique. El candado no resiste ni un segundo en las manos de la Jägerin.
Varios siseos suenan en la oscuridad, procedentes de los Dosiergeräte que los
cazadores aplican sobre sí mismos. Y mientras César se pregunta cómo de
conveniente es que sus compañeros de misión se saturen las venas con más
droga, nota un súbito pinchazo en la nuca. Se vuelve con un movimiento que
es a la vez nervioso y cómico. Pronto encuentra a un inexpresivo Jäger
empuñando un dosificador. El científico comprende qué ha ocurrido.
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—Ni se te ocurra decir nada —se adelanta Sebastián—. Una picadita de
epinefrina no te va a hacer ningún daño, y tienes que estar al cien por cien.
Cuando estemos al otro lado podrás llevar la vida que quieras. Hacerte
abstemio, no tomar ni café, meterte en un convento, me la sopla. Pero ahora te
necesitamos despierto, ¿estamos?
César va a replicar, pero se da cuenta de que no sabe qué. No hay razones
que le valgan a ese pelotón suicida. Esta sensación queda confirmada cuando
busca apoyo en las máscaras de los demás, tal vez por instinto, como si fuera
a encontrar allí un atisbo de comprensión. Nada. Ni siquiera Emma. El
científico resopla. Asiente. Y la misión sigue su curso.
Al poco acceden a un espacio similar al que acaban de abandonar, solo
que a una escala más razonable. Los andamios han sido sustituidos por
estanterías que guardan cajas, líquidos en frascos de vidrio, rocas,
herramientas, cables, transistores, artefactos de uso desconocido. Nada se
libra de llevar atada una etiqueta.
—Ya estamos en el laboratorio —dice César.
—No me digas.
—Es el almacén del laboratorio —completa César, ignorando el
comentario del Unteroffizier—. Ya estamos cerca.
Su voz queda cercenada cuando la luz de la linterna se topa con un objeto
voluminoso. Lo reconoce incluso tapado bajo aquella recia tela azul. Los
cazadores necesitan varias pasadas para completar sus contornos. Es fácil de
confundir con un mueble desproporcionado, o con una suerte de órgano de
iglesia.
—Eso es la Traumtruhe.
—En marcha, muchachos —dice Sebastián de inmediato—. Vamos a
necesitar una grúa para mover este cacharro.
Como científico que sabe el trabajo que hay detrás de ese artefacto, y que
conoce de lo que es capaz, César esperaba otra reacción en los Jäger. Puede
que admiración no, pero sí algo de respeto. En cambio, apenas reparan en él.
—Al final de aquel pasillo tiene que haber una —indica César—. Es
pequeña, pero servirá para llevar la máquina hasta la rampa de salida. La
plataforma de la Traumtruhe tiene unas vías por donde caben los brazos de la
grúa.
Nadie le está escuchando. Le molesta ser ignorado, aunque al momento
agradece la paz. Sin darse cuenta, juguetea con el Hauptschlüssel dentro del
bolsillo. La llave maestra que permite usar la máquina, que hasta esa misma
noche pertenecía al jefe de su proyecto y ahora es suya. La toquetea, le da
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vueltas pensando en la posibilidad de traicionar al Staat. De hacerlo caer.
Quién sabe si al propio Reich.
Se siente nervioso. No encuentra acomodo en ninguna postura. Carga el
peso de una pierna a la otra. Está calculando los posibles efectos de la droga
en su organismo cuando, de súbito, las luces se encienden. La oscuridad se
apresura en retroceder con un parpadeo. Oye los gritos antes de ver al primer
soldado.
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el plástico blancuzco contra el estómago. Pasan unos segundos en los que
nadie dice nada. Solo el sonido estático e invariable de la cámara.
—¿Qué motivo os trae aquí? —pregunta por fin la voz.
—Nuestros dememorizadores necesitan revisión —responde Sebastián.
De nuevo, el silencio. César contiene el aliento, temeroso de que el aire
que pueda exhalar revele sus verdaderas intenciones. Un zumbido procedente
de la cerradura le sobresalta. Sebastián empuja el portón con ambas manos,
abriéndole el camino.
—Vamos —dice, entre serio y triunfal.
Acceden a un corredor que se intuye enorme entre la penumbra. Les
recibe un hombre de uniforme; un soldado de mediana edad, de complexión
fuerte aunque en evidente falta de forma.
—Levantad los brazos —dice con un tono que aúna el cansancio con la
monotonía. El gesto de su cara lo acompaña.
César obedece. Deja que el guardián proceda a asegurarse de que no
esconde nada ilegal ni inesperado bajo los pliegues de la ropa. Cuando
termina, pasa al Unteroffizier, que le espera con los brazos también
levantados. Empieza el nuevo registro, que se detiene en el mismo instante en
que nota que está siendo encañonado. César aprieta el Erinnerungslöscher
con ambas manos. El soldado ahoga un grito cuando reconoce la luz verde
que le acaricia la cara. Sebastián no tarda en reaccionar. Acude presto a la
ventanilla que comunica el pasillo con la garita. Saca su propio
dememorizador, lo acciona sin llegar a disparar, solo lo justo para intimidar al
otro vigilante.
—Quieto —ordena Sebastián sin necesidad de levantar la voz—. Mueve
una pestaña y te achicharro los sesos.
La advertencia surte efecto.
—Abre, vamos.
El vigilante no necesita que se lo vuelva a decir. El Unteroffizier accede al
interior de la garita sin dejar de apuntar. Saca las esposas que el guardia lleva
enfundadas en el cinturón.
—Póntelas. Por detrás de la espalda. Ahora.
No hay voluntad de contradecir al portador del temible
Erinnerungslöscher. Enseguida llega César con el otro prisionero, también
esposado. Sebastián procede a aplicar el Dosiergerät en sendos cuellos de los
guardias. Uno y otro se derrumban, primero contra la pared; luego, de
cualquier modo, contra el suelo. Para cuando eso ocurre el Unteroffizier ya no
está pendiente de ellos. Echa una ojeada a los monitores de seguridad con una
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mueca de suficiencia. De las más de veinte pantallas solo permanecen
encendidas cuatro. Las imágenes que muestran están en calma, como si en
lugar de retransmitir en vivo enfocasen fotografías.
«¿Ves cómo funcionaría?», parece estar diciéndole sin palabras a César
mientras busca algo. Sus movimientos están cargados de una arrogancia que
al científico le resulta, más que molesta, ofensiva. A duras penas reprime un
inesperado impulso de estamparle la cara contra los monitores.
—Ya está —dice el Unteroffizier accionando un interruptor. La imagen
que muestra la puerta lateral por la que llegaron se repliega sobre sí misma
hasta quedar reducida a un punto insignificante en mitad de la pantalla. Que
muere—. Ve a por los demás. Recuerda que tienes que cerrar una puerta si
quieres abrir la otra.
César asiente y sale.
—Y no olvides cubrirte el cabezón.
Detrás de la máscara le rechinan de rabia los dientes, pero obedece. Acude
a la primera puerta, la abre poniendo cuidado de cerrarla a sus espaldas,
atraviesa el recibidor en penumbra. Al otro lado, en la calle, le esperan dos
sombras amorfas, negras, sin más detalle en ellas que las caretas lechosas que
le observan desde donde debería haber rostros.
—Muévete, Arschloch —le impreca uno de ellos. Es la voz de Julián.
Ambos pasan casi arrollando a César. Los tres esperan a que el acceso
quede cerrado y, entonces, oyen el zumbido que abre la segunda puerta. El
Unteroffizier sale a su encuentro. Porta el Dosiergerät en la mano derecha.
Dentro del recipiente de cristal baila un líquido ambarino que César no
reconoce. Aunque se imagina para qué lo quiere el jefe. Se lo lleva al cuello,
aprieta el gatillo y suena el siseo característico. Sebastián gime de doloroso
placer.
—Ya puedes ir yendo a por el Hauptschlüssel —dice el jefe con su
habitual tono de mariscal de campo—. Emma, tenlo bien cerquita. Que podáis
oleros los pedos. Os quiero aquí en cinco minutos. ¡Fünf! Julián, tú te
encargas de ir dejando pasar a los demás. En marcha.
Los cuatro se dispersan al momento. César guía a Emma, que le sigue un
par de pasos atrás, según la costumbre Jäger. Deben mantener las formas,
incluso cuando no hay un alma cerca y todo sonido en el edificio procede de
sus pisadas. Suben las primeras escalinatas, amplias, monumentales. Tuercen
a la derecha, donde encuentran los haces de las linternas de una patrulla de
vigilancia. Ambos cazadores se funden con las sombras de la pared más
cercana. No son vistos, ni siquiera el perro vigilante los detecta. El traje Jäger
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es único para camuflarse. Incluso su olor pasa desapercibido. Los soldados
pasan de largo. Emma le da un toque en el hombro a César, indicándole que
puede seguir adelante. Él logra a duras penas que las piernas le obedezcan y
reanuda la marcha. Guía a su compañera hasta una puerta cercana; enorme,
como todo en aquel edificio desproporcionado. Una inscripción junto a ella,
por algún motivo, todavía en español, reza: «Gestión de investigación y
recursos». Cerrada, como César ya advirtió que estaría.
Emma mira a un lado y a otro. Solo encuentra oscuridad, a veces
interrumpida por la escasa claridad que filtran los ventanales. Insuficiente
para saber si hay otra patrulla en las inmediaciones. Eso no la detiene.
Introduce una mano entre las ropas y extrae un artilugio que apenas se le ve
entre los dedos.
—Luz —dice.
César trastea en su capa, palpando con torpeza sobre su superficie. No ha
tenido tiempo de familiarizarse con los múltiples bolsillos que oculta. Puede
sentir la impaciencia de su compañera mientras consigue dar con la linterna.
La enciende. Emma le agarra la muñeca y le dirige el brazo con energía hasta
que alumbra el pomo. Luego acerca a la luz un nuevo aparato. Como casi
todos los artilugios Jäger, tiene forma de pistola. Un mango, un gatillo y
luego lo demás. César se está preguntando qué puede ser cuando Emma hace
coincidir el diminuto cañón con el ojo de la cerradura. Un leve sonido
mecánico suena unos instantes. Tal vez suficiente para delatarles. El científico
ya está pensando en volver sobre sus pasos cuando la puerta se abre.
Abandonan el pasillo con celeridad. Ahora están dentro de una estancia
espaciosa y lóbrega, a juego con el resto del edificio. Hay un par de mesas
con sillas a ambos lados, y puertas, cuatro. César ilumina con la linterna las
paredes de la sala y con un incómodo presentimiento recuerda que se la
conoce al detalle. Se toma un par de segundos para sacudirse la impresión y
atraviesa un vano que lleva a un distribuidor paralelo al pasillo del que
proceden. Giran a la izquierda, caminan unos metros hasta que César apunta
con la linterna hacia un picaporte en concreto. Ilumina más arriba para
reconocer la placa y luego lo vuelve a bajar.
—Aquí es.
Antes de que pueda terminar, Emma lleva la pequeña pistola al cerrojo.
La puerta cede en lo que dura un pestañeo. Ella se incorpora justo en el
mismo momento en que él descubre, con un sobresalto, encaramada a un
rincón como una araña espectral, una cámara que les observa. El piloto rojo se
asoma débil entre la abrumadora oscuridad. Es la única señal de vida que da.
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Por lo demás, es un trasto inerte. No es la primera ante la que Emma y él han
desfilado desde que están allí dentro, pero sí la más cercana. Si lo que le han
contado es cierto, no hay por qué temer.
—Los ratones no se acercan donde huele a gato —repite para sí
intentando tranquilizarse. Se lame la herida del labio. Le escuece. Resopla.
Las bisagras anuncian con un chirrido que la Jägerin se dispone a
franquear la puerta. César la sigue mudo. La linterna muestra lo que solo
puede ser el interior de un despacho. Él ilumina el escritorio que encuentra
junto a la única ventana. Acude al mueble y rebusca entre los cajones hasta
que por fin da con una caja de madera. Lleva grabada simbología celta y está
cerrada. Emma la toma sin pedir permiso.
—Demasiado pequeño para la Schlossmaschine —comenta
inspeccionando el cerrojo.
Da un chasquido con la lengua para, a continuación, rebuscar en el
interior de la capa con la mano libre. Una navaja multiusos. Negra, por
supuesto. La abre en una llave que a simple vista parece un tubo de metal. La
introduce por una rendija y hace palanca. El cerrojo cede con un crujido ante
la presión.
Ansioso, César agarra la caja con ambas manos. De su interior extrae el
Hauptschlüssel sin apenas mirarlo. Se lo está metiendo en el bolsillo cuando,
de pronto, se encienden las lámparas en el recibidor. Unos pasos se acercan a
la puerta, la única entreabierta de todo el pasillo. El científico intercambia una
mirada de urgencia con Emma, pero no diferencia gesto alguno tras la
inexpresividad de la máscara. Ella acude en un par de zancadas al ángulo
muerto detrás de la puerta y se queda detenida. Mientras, él permanece en pie
sin saber qué más hacer sino esperar.
Así lo descubre el soldado cuando acciona el interruptor del despacho. Por
suerte, solo es uno. Hay sorpresa en su rostro, seguida por una mueca que va
más allá del asombro. Es el efecto del atuendo Jäger. Nunca falla. El militar
no parece encontrar las palabras que busca, incrédulo mientras César solo
acierta a devolverle el silencio. Justo antes de que pueda haber alguna otra
reacción, Emma ya le ha inyectado en la nuca una dosis de un líquido que, a
simple vista, tiene las características del agua. Aunque el científico sabe de
sobra que eso no es agua. Al soldado solo le da tiempo de tocarse el pinchazo,
volverse, mirar horrorizado la máscara de la Jägerin, y desmoronarse con
todo su peso.
—Ayúdame a moverlo —ordena Emma—, tiene pinta de pesar como un
yunque.
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Lo atan con sus propias esposas al radiador, las manos por detrás de la
espalda. Lo amordazan y lo dejan encerrado a oscuras.
Cuando regresan a la entrada principal se encuentran con un aquelarre de
diez cazadores arremolinados en una nube negra. César piensa que deben de
ser sus compañeros de misión, aunque siempre existe la posibilidad de que
todo haya salido mal y que en realidad se dirijan hacia una reunión de
auténticos Jäger. Le resulta difícil controlar la impresión.
—Respira —le susurra Emma por la espalda—. Si no son de los nuestros,
todavía podemos pasar desapercibidos.
César piensa que sus camaradas tampoco tienen forma de saber que él es
él y no otro. Demasiada incertidumbre para unos nervios que responden tan
mal a la acción. La tensión va en aumento con cada paso que les acerca. Los
cazadores ya han reparado en su presencia; diez máscaras les escrutan con la
misma expresión anónima y vacía. César cree que no lo va a soportar. Algo
en su interior le dice que salga corriendo, que pida ayuda.
—¿Lo tenéis? —pregunta de pronto la voz de Sebastián.
—Sí —responde Emma.
El científico suspira contra el plástico.
—En marcha, entonces.
Dos de ellos se quedan vigilando la garita y el acceso al exterior. César
guía a los demás. El Unteroffizier le entrega dos manojos de llaves. El
científico las manosea hasta identificar una que sobresale, muy distinta al
resto. Puede que el cerrojo que le corresponde sea resistente al aparato de
reventar cerraduras de Emma. La toma y va con ella por delante como si
blandiera una espada que nadie más puede ver. Pronto alcanzan unos pocos
peldaños que bajan hasta una puerta metálica cuyo aspecto desentona con la
suntuosidad del resto del edificio. La entrada al almacén que guarda la
Traumtruhe.
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—Se han ido —dijo don Cosme cuando volvió de la calle a mediodía—.
Los rusos se han ido.
Nuevas oleadas de comentarios sobrevolaron nuestras cabezas. Los
adultos nos mandaron callar mientras ellos daban vueltas a las mismas ideas.
Todavía tuvimos que esperar a la tarde hasta que nos dieron permiso para salir
a la calle. Bajamos la escalera en tropel, tratando de guardar silencio, dejando
que nuestras babuchas hablaran por nosotros, que mostrasen nuestro
nerviosismo. Bordeamos los escombros que casi bloqueaban el portal y
dejamos que la brisa nos acariciase el pelo y la cara. Cómo nos aturdía la luz
del sol, cómo nos hería los ojos. Hacía meses que no experimentábamos algo
semejante. Diana no me soltaba la mano, temiendo que me fuera a escapar o a
caer en alguno de los charcos. Como si yo tuviera energías para echar una
carrera. La calle seguía tan llena de desperdicios y jaramagos como yo la
recordaba. Una ciudad que, para mí, siempre había sido así de inhóspita.
Un vecino señaló lo alto de un edificio que hacía esquina y que daba a la
avenida. En su tejado había una construcción extraña, una adición bastarda
que rompía las proporciones de la fachada.
—Un nido de ametralladora, César —me dijo el señor—. Está
abandonado a la carrera. Hasta se han dejado las armas atrás.
Por algún motivo aquello le resultaba interesante y gracioso. Diana
respondió dándome un apretón en la mano. Se volvió hacia mí sonriendo. Sin
terminar de entenderlo, yo también le devolví la alegría que me había
contagiado. Algo muy bueno estaba sucediendo. Por fin.
Recorrimos la avenida sorteando los socavones, los charcos y las
montañas de escombros. Encontramos a otros grupos de personas igual de
sucios y harapientos que nosotros; con la misma expresión consumida y
expectante. Llevaban nuestra dirección. Más adelante, al otro lado de los
restos de un edificio derrumbado que obstruían buena parte de la calzada,
parecía encontrarse lo que todos buscábamos: un rumor mecánico
acompañado de una vibración. No era la primera vez que lo oíamos. Hasta yo
sabía qué era.
Sorteamos la colina artificial ayudándonos de las manos. Aquellos
cascotes eran traicioneros. Cuando alcanzamos la cima, la vimos. Una
columna de tanques, blindados y otros vehículos verde cacería atravesaba el
cruce. Iban al paso de los soldados, que avanzaban en formación. No llevaban
estandartes, aunque se habían cuidado de dejar bien visibles sus símbolos
estampados en los vehículos. A mí me parecieron idénticos a los de los rusos.
Así se lo hice saber a madre, y ella me mandó callar al instante.
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Los asistentes contemplaban mudos aquel desfile que nadie había
preparado. Algunos levantaban el brazo hacia ellos, en un gesto seco, casi
agresivo, con el codo estirado y los dedos de la mano muy juntos y tiesos. No
hubo reacción en los militares, pero sí en los civiles. Iban animándose por
momentos a hacer aquel saludo. Se oyeron algunas consignas, también secas
y duras como ladridos, en una lengua que yo jamás había escuchado antes.
Madre también levantó el brazo. Nosotros la imitamos.
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Sebastián, indiferente a la vacilación de su acompañante, echa un último
vistazo y reanuda la marcha sin avisar. César le sigue, qué otra cosa podría
hacer. Ahora está sirviendo bajo sus órdenes, pese a que su rango equivalente
como científico del Staat es superior. Él es Alfer, alférez, mientras que el
Unteroffizier, solo sargento. Esto le lleva por segunda vez en lo que va de
noche a rememorar sus años de servicio militar y en la universidad. De
pronto, cae en la cuenta de que está recordando con mayor fluidez. Siente una
inquietud que casi llega a ser alegría. En las últimas horas ha aprendido que
debe aprovechar estos raros instantes de lucidez para explorar lo que su
cabeza todavía se niega a facilitar. No acepta eso que le han dicho los Jäger
de que es más que probable que nunca llegue a recuperar lo borrado. Le azota
un vacío atroz de solo imaginárselo.
Toma aire buscando calmarse, aunque su mente ahora prefiere mostrarle
las caras de esos cazadores fanfarrones; gañanes que hablan delante de él
como si no estuviera, como si no fuera capaz de comprender lo que dicen. Los
odia. Y les está ayudando.
Sacude la cabeza mientras sigue caminando. Quiere repasar lo que sabe
hasta el momento, tanto lo que es capaz de recordar por sus propios medios
como lo que le han contado. No es mucho. Para colmo, está desordenado.
Pasajes de su infancia, de cuando era joven, la universidad y poco más. Todo
lo demás queda envuelto en brumas. Salvo su trabajo, claro. Eso puede
recordarlo con solo concentrarse, como ya ha comprobado en distintas
ocasiones. Es el motivo por el que es valioso para Sebastián. Lo necesita para
que le diga lo que sabe, para que le lleve a la Traumtruhe. La máquina
maravillosa que está a punto de superar la fase experimental y que nadie sabe
hasta dónde será capaz de llegar si alcanza su máximo exponente. Por eso le
han interrogado y le han hecho ese absurdo test. Por eso está ahí, en la calle,
de madrugada, codo con codo con el jefe de los Jäger renegados, y no
tratando de ponerse a salvo al otro lado del muro. Directo hacia el cuartel
general de la SISVA: símbolo del control del Staat. Su lugar de trabajo. La
boca del lobo esperándoles. Abierta. Salivando.
Se siente como una marioneta sin voluntad. Y sin embargo quiere
ayudarles. Quiere redimirse, arreglar de alguna manera todo el daño que sabe
que ha causado. Reparar los años al servicio del Mal. Y no hay mejor forma
para ello que atacando al Staat, al Reich, a cualquier cosa que huela un poco a
su antiguo mundo.
Una sacudida recorre la espalda de César y se ramifica hacia los
miembros, la nuca y el cuero cabelludo. Miedo. Le gustaría no ser tan
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cobarde, tener arrestos como estos cazadores. Como Emma, esa desconocida
que dice ser su pareja. Tan cercana y tan distante. Esa forma de modular la
voz, de mirarle, de hacer que confíe en él. Y, al mismo tiempo, esa frialdad y
esa brutalidad. Quiere creerla, se está esforzando en ello. Pero no puede
superar las dudas. ¿Estarán esos volantazos en su comportamiento
relacionados con el estrés por lo que ha pasado esta noche? ¿Serán fruto de la
impotencia? ¿O a lo mejor todo aquello no es más que una distorsión de su
imaginación? Sea cual sea la respuesta, se ve ajeno a esa mujer. No siente
amor, ni deseo, ni siquiera afinidad, se teme. Es una suerte de incomodidad
que le invade cuando ella clava esos iris verdes en él. Cuando le escruta
ocultando pensamientos que a él se le escapan. Y que en realidad no le
importan.
El científico registra una vez más sus recuerdos y la respuesta es el vacío.
Ni un parpadeo, ni un pálpito. Si alguna vez la amó, eso se ha perdido. César
descubre que el corazón no tiene memoria. Que si la cabeza no lo procesa, los
sentimientos no responden. Ese amor puro al que cantan los poetas es una
gran mentira.
De pronto, un movimiento del brazo derecho del Unteroffizier le saca del
ensimismamiento. Es una señal que dice: «¡Atento!». César levanta la cabeza.
Ya están muy cerca, a escasas dos calles. Siguen avanzando en silencio,
adentrándose en aquel barrio que los madrileños siguen conociendo como
Moncloa y que ahora lleva el nombre de un, al parecer, reputado arqueólogo
alemán. De su abrupta memoria rescata un dato trivial: hubo un tiempo en que
alguien proyectó construir en la zona un campus universitario. Luego llegaron
las guerras civiles y el sueño se terminó. En su lugar, aquellos terrenos fueron
cedidos a la SISVA.
Ya tienen contacto visual. César contempla el edificio: alto, sombrío, una
mole gris sobre gris. Está trazado con la fría racionalidad que solo las
construcciones gubernativas son capaces de alcanzar. Las estatuas de águilas,
grifos y otros seres mitológicos adornan las esquinas y trepan por la fachada
sin conseguir suavizar su impacto. Más bien al contrario. Sebastián aminora el
ritmo. No buscan la entrada principal, sino un postigo secundario situado en
un callejón por donde nunca pasa nadie. Se aproximan perseguidos por sus
sombras y las cámaras emplazadas en los puntos estratégicos. Ha parado de
llover.
El cazador se detiene a la derecha del soportal. Deja que César se
aproxime. En silencio, la máscara inanimada del Unteroffizier lo mira con un
brillo expectante. «A ver si es cierto eso de que recuerdas todo acerca de este
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edificio», parece querer decirle. César manda callar sus propios pensamientos.
Está concentrado en el complejo pomo de aquella puerta, formado por
distintos anillos situados en paralelo; la combinación correcta desbloquea el
acceso, la incorrecta hace sonar la alarma. El plástico que le cubre la cara no
transpira y el sudor se le acumula en grandes goterones con tendencia a caer.
Resopla. Manipula el pomo con la torpeza que le dan los nervios. Sus guantes
parecen haber crecido de golpe tres tallas. Gira uno a uno los anillos. Se
cerciora hasta cuatro veces de que están como él quiere. Pulsa el botón con
una incertidumbre difícil de asumir.
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Apoya ambas manos sobre la mesa con un golpe que restalla y daña los
tímpanos. Ahora quedan tan cerca que se pueden oler.
—¡Eso no tiene ningún sentido! —ruge.
—Ya lo sé —tartamudea César, encontrando serios problemas para
desviar la mirada—. Imagina cómo es para mí.
Por desgracia para él, su voz rota no despierta ningún tipo de empatía en
toda la habitación.
—Me estás intentando vender la burra —le dice el jefe Jäger agarrándole
por las solapas—. ¡¿Es eso, gilipollas?! Dímelo ahora que todavía estás a
tiempo.
El científico no consigue decir nada. Trata de defenderse anteponiendo las
manos en un gesto que solo se puede entender como patético. Se cubre el
labio roto, que palpita enloquecido. César siente que es un imán que tarde o
temprano atraerá los golpes del Unteroffizier.
—Está limpio, jefe, ya te lo he dicho —dice la voz de Emma desde algún
punto de las sombras que César no sabe precisar. Debe de estar a su derecha,
pues es ahí hacia donde se gira Sebastián—. El test es claro: no nos está
mintiendo.
El Unteroffizier le suelta de un empujón. César se detiene contra el
respaldo de la silla. Intenta no mover un músculo. Apenas lo justo para
respirar.
—Ya sé lo que dice el puto test —suelta Sebastián, de nuevo erguido—.
¿Puedes explicar entonces qué ha pasado aquí?
No recibe contestación. Sin embargo, lo que llega después no se puede
considerar como silencio. La tensión vibra en el ambiente, se cuela entre las
volutas de humo. De súbito, una idea brota en la cabeza de César. Su memoria
reciente, la que sí funciona como debería, le trae la clave.
—Me dememorizaron —dice—. En algún momento, un Jäger, uno de
verdad, distinto a vosotros, quiero decir; me debió de atrapar y usar el
Erinnerungslöscher contra mí. Pero, por algún motivo que desconozco, me
escapé. O me dejó ir, o me ayudaron, no lo sé. Por eso me borró solo una
parte de los recuerdos.
—Eso es una tremenda gilipollez —sentencia Sebastián—. ¿De dónde has
sacado esa idea?
—En la comisaría, en casa de Lucrecia —tartamudea—. Un tipo lo dijo.
—En casa de Lucrecia —repite con desprecio el Jäger—. Un tipo. ¿No
fue ahí donde te partieron la boca?
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César puede sentir cómo se ríe de él. Incluso intuye otras sonrisas a su
alrededor. No sabe qué ocurre. Su cara debe de estar expresando esta pregunta
pese a no pronunciar palabra.
—Es mentira —aclara Emma con apatía.
—¿Qué es mentira?
—Los Erinnerungslöscher, César. No borran los recuerdos.
—¿Cómo? Pero si yo lo he visto. Tú… Te he visto usarlo. Y el
Programa…
—Lo que tú has visto es el efecto aturdidor que tienen. Atontan, eso no te
lo voy a negar, pero es lo único que hacen. Y si la luz predominante es azul,
ni siquiera eso. Lo que sí funciona es el chute de escopolamina que les
metemos a los fugitivos una vez que los pillamos. Lo del Erinnerungslöscher
es un paripé, un truco que queda muy bien en televisión y mantiene
acojonados a los enemigos del Staat, pero nada más. ¿Cómo piensas que una
cosa tan pequeña puede freír de verdad la cabeza de alguien en unos pocos
segundos? En serio.
Aquella pieza no encaja de ninguna forma en los esquemas del científico.
Para alguien cuyos recuerdos son tan imprecisos, la posibilidad del engaño es
demasiado devastadora.
—Eso es, amigo. Todo es una mierda —dice Sebastián, leyendo sus
pensamientos en su cara. Sonriendo—. Una Scheiße fresca y maloliente. ¿A
que te gusta?
—¿Qué otra opción nos queda? —pregunta una voz desde las brumas. Un
desconocido para el científico. Podría ser Julián.
—Que se haya quedado así de un golpe en la cabeza mientras se duchaba
—responde la otra mujer del grupo. César tiene menos dudas sobre su
nombre: Laura.
—No, la amnesia no funciona así —replica otro desde un rincón—. Uno
no olvida por las buenas unas cosas sí y otras no.
—Pues entonces que se haya escapado de un pozo de Reeducación a
medio freír.
—¿Quién? ¿Este despojo? —dice el probable Julián—. Si no podría
escaparse ni del revisor del tranvía.
—Además, que es imposible —agrega Emma—. No ha dado tiempo a
todo eso. Esta misma mañana estaba en casa, que yo lo vi. Es imposible que
en menos de doce horas lo hayan apresado, llevado a Reeducación y
comenzado el lavado de cerebro. Borrar tanta cantidad de recuerdos lleva
días.
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—Y solo han dejado intacto lo referente a su trabajo y otras pocas mierdas
de su vida que no interesan a nadie, ¿verdad? —vuelve a intervenir Sebastián
dirigiéndose con saña hacia él—. ¡Qué bien, qué suerte tenemos!
César no responde. A él también le parece una situación absurda.
—A lo mejor han querido mantenerlo en secreto por eso de ser un
científico —vuelve a opinar uno de ellos.
—¿Lo dices en serio? —pregunta Emma—. Qué va, todo lo contrario.
Con lo que gusta el morbo, en la TNA habrían anunciado a bombo y platillo
que en el Programa iban a retrasmitir la cacería contra un traidor. Olvídalo.
Silencio.
—Se nos agotan las opciones —dice el Unteroffizier.
—A lo mejor es por algo relacionado con su trabajo —dice Laura—. A lo
mejor ha estado probando algo en el laboratorio que le ha dejado listo.
—Pero él trabaja en la Traumtruhe, no en los aparatos de freír sesos.
—No —dice Emma—. Eso puede ser. En la fase final de sus
experimentos estaban colaborando con el equipo de neurobiólogos
americanos que llegaron el mes pasado. Los tipos esos de Yale. Eso es, sí.
—¿Cómo sabes tú eso? —pregunta César. No lo pone del todo en pie,
pero está convencido de que se trata de información clasificada. Se queda
dándole vueltas a la réplica que iba a dar, y su voz va perdiendo fuerza hasta
quedar en un balbuceo sin sentido.
Ella, por su parte, no le responde, amparada tras el humo y las sombras.
—A ver, tú —le dice el posible Julián—, ¿cómo funciona exactamente el
cacharro este en el que estás trabajando y que vamos a llevarnos?
—Bueno, no es una pregunta sencilla, las…
—No tenemos tiempo para escuchar esto otra vez —interrumpe Sebastián
de malos modos—. Tenemos que tomar una decisión antes de que el
Kommandant empiece a preguntarse dónde cojones se han metido doce de sus
putos cazadores en una noche tan movidita como esta. ¿Qué decís vosotros?
—No creo que mienta —se limita a decir una voz grave después de un par
de segundos—. Ha pasado el test sin problemas y no tiene pinta de ser alguien
capaz de burlarlo. Y menos de ser un espía.
—Yo creo que es una trampa —dice Laura de sopetón.
—¿Así de claro? —pregunta Sebastián.
—Así, sin vaselina ni nada —responde ella—. Quiero decir: tampoco creo
que esté mintiendo, pero me da muy mala espina. Creo que todo calza
demasiado bien y eso no me gusta. Nada es así de fácil. Nunca.
—En esas mismas estoy yo —afirma Sebastián.
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—A ver, ya digo que mentir no miente —zanja Emma—. Además, lo
conozco bien. No es capaz colar una bola tan elaborada y mucho menos de
mantenerla y quedar convincente. No tiene esas habilidades sociales.
El científico va a protestar ante eso, pero nadie le hace caso.
—¿Entonces? —pregunta el Unteroffizier con un deje de impaciencia.
—Veo posible el accidente en el laboratorio. En los últimos tiempos les
pasan cosas así más a menudo de lo que pensáis. Trabajan con máquinas
experimentales que requieren unas cantidades bárbaras de energía. Y sus
sistemas de seguridad son más cutres de lo que presumen.
En ese momento César comprende que ella debe de ser la encargada de
conseguir información perteneciente a su experimento. De otra forma no
hablaría con tanta autoridad.
—Según tú somos unos paranoicos y nos preocupamos por nada, ¿no? —
pregunta Sebastián.
—No deja de ser paradójico que esto lo diga una espía durante una
reunión secreta y conspiradora, pero sí, sois unos paranoicos y os preocupáis
demasiado.
Todos menos César ríen. Los que tienen un cigarro encendido, dan una
calada de celebración.
—¿Los demás? —consulta Sebastián dirigiéndose al resto de la sala.
Uno a uno, los que no se han pronunciado todavía van dando sus
pareceres, ya sea con un par de palabras secas o con un gesto que César no
consigue adivinar.
—Sois una panda de cabritos —exclama Sebastián—. ¿Al final voy a
tener que ser yo el que decida?
—Ya has tomado tu decisión, reconócelo —dice Julián—. Ya te ves con
toda la pasta que nos van a soltar los rojos por entregarles el cacharro ese.
Retirado por fin. Todo el santo día tirado en una playa a miles de kilómetros
de este agujero, bebiendo de un coco y rodeado de isleñas en…
—Ya saltó el machito —le interrumpe Laura.
Se oyen algunas risas en la sala.
—No hago esto por dinero —replica Sebastián en un tono que podría
considerarse teatral—. Ni se os ocurra dudar de mis principios.
Más risas.
—¿Significa esto lo que creo? —El Unteroffizier se detiene para escuchar
un murmullo que parece de asentimiento—. ¿Vamos a tener el cuajo de
meternos en la puta sede de la SISVA y birlarles su cacharrito bonito?
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Desde la posición de César se capta como el revuelo va ascendiendo. Los
sonidos inconexos empiezan a sintonizar. Hay movimientos de brazos,
incluso alguna palmada. Se forman corrientes de aire, efímeros remolinos que
el humo se entretiene en hacer visibles. Hay nuevas caladas acompañadas de
los inconfundibles siseos de los Dosiergeräte inoculando sus dosis en los
cuellos de los cazadores. Inquieto, César se pregunta si es más droga lo que
necesitan en estos momentos.
—Muy bien, pimpollo, solo nos quedas tú —le dice Sebastián,
agachándose hacia él, esta vez en son de paz. Hace visibles sus iris de color
gris acero, invadidos por unas pupilas en expansión.
—¿Qué?
—Que nos digas qué piensas hacer. ¿Vas a colaborar con nosotros?
—¿Tengo alguna otra opción? —replica César, arrepintiéndose al
instante. No esperaba sonar tan sincero.
Hay risas a su alrededor. Su reacción ha debido de resultar muy cómica.
—Muy buena respuesta —dice el sargento, ensanchando la sonrisa—.
Parece que el ratón de laboratorio se hace el duro. Eso está bien. Te lo pondré
más fácil: ¿quieres que terminemos de una vez con las cacerías, con el
Programa, con la represión, con el muro, con el Staat? ¿Quieres acabar con
toda esa mierda que tú has ayudado a construir?
César se retuerce en la silla, traga saliva. Sabe que el robo de la
Traumtruhe será un golpe para la SISVA, pero duda que pueda lograr todo
eso que promete Sebastián. Pretende embaucarle. Se piensa que por ser débil
va a responderle lo que él quiera. Le odia; a él y a todos los cazadores. Haría
cualquier cosa por borrarlos del mapa, o por lo menos por tenerlos lejos.
También odia al Staat y lo que representa. Eso incluye a su propio ser. Se
detesta. Tiene que arreglar sus errores, tiene que solucionar lo que el César
del pasado le ha estado haciendo al mundo. No puede vivir con ello.
—Sí.
—¡Sehr gut! Eso es lo que quería oír. Ahora dinos bien clarito, sin
tecnicismos ni palabros, en qué puedes servirnos.
El científico se recompone en su asiento. Se aclara la garganta, seca y
asediada por el tabaco que satura la atmósfera.
—Sé cómo llegar hasta la Traumtruhe y sacarla de allí. Si me dais tiempo,
también puedo conseguiros el Hauptschlüssel, la llave que lo activa.
—Música para mis oídos.
—Pero hay protocolos de seguridad que no conozco —repone César—.
Tengo permiso para entrar en horario laboral, no a estas horas.
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—De eso me encargo yo —contesta el Unteroffizier con su aire
pendenciero.
Si enfadado ya le resulta odioso, contento es insufrible. César aprieta los
dientes antes de proseguir.
—Luego están las cámaras. Los alrededores están sembrados de ellas. Y
dentro del edificio es mucho peor.
—El sistema de vigilancia del cuartel general de la SISVA —repite
Sebastián como recordándose una lección a sí mismo—. No creo que
tengamos problemas con esas cámaras.
El científico frunce el ceño. No comprende aquella afirmación. Los demás
sí que lo encuentran muy gracioso, pero ninguno hace el intento de sacarle de
la ignorancia.
—Las cámaras que rodean al edificio de la SISVA están fuera de servicio
—le informa Emma con desgana—. Lo mismo ocurre con las de dentro. Solo
las de los controles de seguridad de los accesos funcionan, y nada más si son
accionadas por los vigilantes.
—Pero eso no tiene pies ni cabeza.
—¿Verdad? —replica ella—. Pues díselo a los mandamases de la SISVA,
que así hacen y deshacen a sus anchas sin que nadie meta las narices en sus
negocietes.
La boca de César no consigue articular palabras. Nada parece tener
sentido.
—Que son un señuelo, figura —interviene Laura—. Que no hace falta
vigilar un sitio que todo el mundo evita. O dicho de otro modo, que los
ratones no se acercan donde huele a gato.
Las risas de los presentes vuelven. Mientras, César asiente.
—Va a ser esta noche —dice Sebastián—. Redoblarán la vigilancia
cuando descubran que en la cacería han atrapado a un pollo que no es el que
andan buscando. Se van a volver muy locos buscándote, César, así que esta es
nuestra única oportunidad. ¿Algún problema con eso?
Es la primera vez que se dirige a él por su nombre. No sabe si es buena
señal o la peor de todas. Si no fuera porque es imposible, diría que Sebastián
es la encarnación del mismo Hans. Siente el mayor impulso de rechazo hacia
él desde que lo conoce. Lo estrangularía con sus propias manos.
—Está bien. Esta noche —dice con un gesto que pretendía ser una
sonrisa.
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más que la fachada visible. Como si llevase siempre puesta la máscara Jäger.
Ella es quien le conoce mejor que él mismo y la única que puede darle las
claves de su propia personalidad. Dadas las circunstancias, no sabe si eso es
una ventaja o un error a reparar.
De verdad que le gustaría fumar. Ya es una necesidad. Al parecer, la
adicción es más fuerte de lo que había supuesto. Da un trago al agua que
queda en el vaso de cartón que le dieron al llegar. Insuficiente.
—¿Desde cuándo eres, ya sabes, una de ellos? —pregunta el científico,
demasiado ansioso como para aguantar callado.
Emma le mira con una mueca de cierta sorpresa que no tarda demasiado
en manejar. No esperaba que le preguntase algo. O a lo mejor llevaba
esperándolo desde el principio. Se toma unos segundos para calibrar la
respuesta.
—Desde abril.
—No sé en qué día estamos —le recuerda él.
—Perdona. Medio año. Ahora es noviembre… Pues eso, medio año largo.
—¿Qué te hizo cambiarte de bando?
Ella arruga la frente como recordando. Por lo demás, se comporta con la
suficiencia habitual.
—Estaba harta de la injusticia. Quería cambiar las cosas. ¿Por?
—En realidad, mi duda es por qué no lo habías hecho antes, o mejor,
cómo es posible que llegases a colaborar con este disparate desde un
principio.
Es una acusación. Ella la encaja con flema, en una pose casi
imperturbable.
—Las cosas no son tan simples, César —dice tras una pausa—. A veces
no tienes elección.
—¿Y yo? ¿Por qué no me rebelé yo?
Estas palabras hacen que se detenga un momento. Si por dentro duda no
permite que sus músculos lo exterioricen. Aspira con fuerza antes de volver a
los cables del cacharro. Está buscando las palabras correctas.
—Son tiempos difíciles —dice—. A todos nos ha tocado tragar mierda
para sobrevivir.
Ese «todos» tiene los bordes afilados. Al instante se dibujan imágenes en
la cabeza de César. Vuelve a verla en acción, ruda y desalmada, atacando a
aquel desconocido, hace una hora o menos, reduciéndolo, dememorizándolo.
«Lo he hecho por tu bien», le hubo dicho entonces.
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—Ha sido una cuestión de supervivencia —continúa—. Tú y yo, como
tantos y tantos en nuestra misma situación. Supervivientes. Nada más que eso.
—Pero tú al menos te has levantado. Dime, ¿por qué yo no hice nada si tú,
que eres mi pareja, estabas metida hasta el cuello en un complot contra el
Staat?
—Estás de broma, ¿verdad? Tú ahora no lo sabes porque te lo han
borrado, pero luchar contra el Reich desde dentro es suicida. Lo vigilan todo
sin descanso y desconfían de sus propios trabajadores más que de ningún otro.
Los Jäger estamos acostumbrados al peligro y podemos vivir bajo la presión
constante, pero tú…
—Soy un ratón de laboratorio, ya —completa él—. Me hubiera dado
igual, te lo juro.
—Permíteme que lo dude.
—¿Qué quieres decir?
Ella toma una buena bocanada de aire.
—Quiero decir que las cosas cambian. Tú has pasado por una experiencia
traumática que te ha hecho cambiar de perspectiva, lo cual me parece
perfecto. Pero no siempre es fácil verlo todo con claridad. No con tanto
control, tanto miedo y tanta propaganda.
—Sigo teniendo miedo.
—¡Toma, y yo también! Todos aquí lo tenemos, no te confundas. Yo,
además, temo por ti y por mí. Así que hazme caso en lo que te digo, que lo
hago por tu bien. Termina de quitarte la camiseta interior.
—¿Cómo diste conmigo? —pregunta César, dejando la última prenda que
le cubría el torso sobre una silla cercana.
—De chiripa. A última hora, cuando era casi inevitable, un contacto me
anunció que tu nombre estaba en la lista de la cacería de esta noche. Me puse
de inmediato a organizar tu rescate.
—¿Fuiste tú quién lo organizó?
Hay un tono acusatorio en esa pregunta. Ella se toma unos segundos en
contestar.
—Mira, no me siento orgullosa de haber enviado a esa gente a por ti. Sé
que han cogido a la mayoría de ellos y ahora la Gestapo les estará curtiendo el
lomo a base de bien. Tuve que tomar una decisión a toda prisa y no me dio
tiempo a calcularlo todo. Es algo que va a recaer sobre mi conciencia, pero no
me arrepiento, que lo sepas. Eres un científico importante, sí, pero también
eres mi novio.
—¿Sabían a lo que iban?
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La Jägerin duda por un instante. Lo justo para que él lo note.
—Claro que sí.
Silencio.
—Esa gente se sacrificó por mí —repite César casi para sí—. Por
salvarme.
—Ya te he dicho que no estoy orgullosa de ello. Pero fue necesario. Si
supieras de la que te has librado no tendrías tantos remilgos, créeme.
El científico está convencido de que a ella le da igual; que finge que le
importan los demás. Siente impotencia porque él quiere que le importe, y sin
embargo ni siquiera es capaz de recordar las caras de esos tipos que le sacaron
de la cacería. No es mejor que ella y eso le corroe.
Mientras tanto, la Jägerin le va conectando al pecho los electrodos. La
superficie gomosa tiene un tacto desagradable. Se fijan a la piel por succión,
creando tiranteces que son especialmente molestas cuando hay implicado
algún vello. Además, están fríos. César respira con pesadez, esperando a que
Emma termine de repartirle esos chismes por el torso y le coloque aquella
especie de corona que en lugar de ser de oro y brillantes es toda hierro y
cables.
—Tú y yo no tenemos por qué ser enemigos —le dice ella en tono
conciliador—. Todo lo contrario. Estamos en el mismo bando.
César aprieta los labios. Le duelen. Se concentra en mirar algún punto de
la pared.
—Venga, ¿vas a seguir enfadado conmigo? —le pregunta Emma—.
¿Enfurruñado como un niño pequeño?
Él sigue sin contestar.
—César, mírame. Ya está bien. ¡Mírame! Soy tu novia, joder.
Sus caras se encuentran a menos de una cuarta de distancia. César se topa
con sus ojos; esos luminosos ojos verdes que no le suenan de nada.
—Eso es lo que tú dices —le responde al fin.
Ella le mantiene la mirada. Lo observa con detenimiento, con el gesto
severo del matemático ante un problema fácil que se le resiste.
—Eso me ha dolido —dice. El tono de su voz apenas se puede identificar.
No es feliz, desde luego.
No la cree, pero esa afirmación le toca algo en el pecho. No donde se
encuentran agarrados los electrodos, sino más adentro. Toma aire para decir
algo, pero se detiene cuando ella se incorpora y le da la espalda. Acude a
consultar el monitor que opera otro cazador, espectador mudo hasta el
momento.
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—Lo siento —dice el científico al cabo de un rato. No ha sido del todo
sincero.
Ella asoma la cara por encima del aparato. Vuelve a posar su mirada verde
en él. Pese a que ha relajado un poco el gesto, sigue habiendo algo inquietante
en ella. Asiente sin agregar nada más. En lugar de ello, mueve la mesa que
sostiene el monitor, la gira y arrastra sobre sus ruedas hasta ponerla frente a
él. La pantalla muestra un fondo claro de color indefinido, dividido en dos
partes por una franja oscura y vertical.
—Este test nos ayudará a conocer tu estado un poco mejor —dice ella.
—Queréis saber si digo la verdad.
—Esa es una interpretación un poco demasiado libre —replica Emma.
—¿No te fías de mí? —pregunta César muy serio—. Soy tu novio.
Ella se lo queda mirando con el mismo gesto de antes. Casi puede oír sus
pensamientos calculando la situación.
—Me fío de ti más que de mí misma —afirma con una rotundidad que
obliga a César a desviar la mirada—. Pero no es a mí a quien hay que
convencer. Si en esta prueba tenemos los resultados que espero, los que están
en esa habitación de ahí te escucharán. Para eso, claro está, tienes que
hacerme caso y colaborar. Y eso empieza por quitar esa puta cara de
guindilla. Estoy aquí por ti. Porque te quiero. Entérate ya de una vez.
De nuevo esa variación en la voz que César había notado antes. Esa sutil
inflexión que consigue que, de golpe, pase de ser fría y dura a cariñosa. Y
viceversa. No sabe cómo lo hace, pero consigue encandilarle. No obstante,
esta vez pretende oponer resistencia; no se dejará engatusar así como así.
Mientras él trata de luchar contra sus instintos, ella le va explicando el
funcionamiento del test. Se trata de una serie de enunciados que debe valorar
del uno al cinco dependiendo del grado en el que los acepta o rechaza. Un
simple teclado que queda justo al alcance de su mano derecha le sirve para
elegir las distintas opciones.
—También puede haber imágenes —le informa Emma—. ¿Listo?
Sin esperar a que él responda, aparecen las primeras letras en el monitor.
Emma se sienta fuera de su alcance visual. La corona no le deja girar el
cuello, y entre unos aparatos y otros casi no puede mover el resto del cuerpo.
Poco puede ver más allá de la pantalla. Comienza a leer las preguntas. Se trata
de cuestiones variadas de diversa complejidad, apenas conectadas entre sí, si
no completamente peregrinas. Tras prestar atención a las primeras, César
comprende que no necesita un alto grado de concentración para responder.
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—Todavía me duele el hombro del golpe que me diste —dice el
científico, asegurándose de que Emma le oye—. Creo que lo tengo inflamado.
—Te lo estoy viendo ahora mismo y solo está un poco rojo. Céntrate en el
test, hazme el favor.
—La espalda también me duele —continúa él.
—Ya te he explicado lo que pasó, César —dice ella seria—. También te
he pedido perdón.
—Y me dejaste solo en ese lugar horrible. Esa comisaría llena de
lunáticos. Me dieron una paliza.
—Bueno, al final te saqué de ahí, ¿no? —replica ella, conservando a duras
penas la paciencia.
—Alguien que me quisiera de verdad jamás me dejaría allí de esa manera.
No recibe respuesta. Las preguntas siguen sucediéndose en la pantalla y él
las sigue contestando.
—Tampoco me drogaría en contra de mi voluntad —continúa César,
aunque se calla al escuchar un portazo.
No se oye nada más.
—Responde a las putas preguntas —dice el otro Jäger de la habitación.
—¿Emma?
—Ha salido a fumarse un pito por ahí. Mejor para ti. La otra opción era
retorcerte el cuello, Arschloch.
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*
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«excursiones». Al igual que me ocurría a mí, él también hubiera preferido
estar haciendo cualquier otra cosa, como dirigiendo a soldados de verdad en
maniobras de verdad. Con todo, era amigo de soltar discursos cuando la
ocasión era propicia. Esta, al parecer, lo era.
—Supongo que vosotros, pipiolos, sabéis cómo se llama esta plaza,
¿verdad? —preguntó con su acento tirolés que a ratos tan difícil se hacía de
entender.
—Trafalgarplatz, señor —respondieron varios de mis compañeros, los
más entusiastas.
El oficial asintió con un gruñido.
—Su nombre viene de una gran batalla que los ingleses ganaron hace
poco más de ciento cincuenta años. Podéis preguntar los detalles a vuestro
amigo el medio africano.
Todas las miradas se dirigieron de repente hacia mí. Herr Kommandant
solía llamarme así porque decía que todos los españoles éramos unos perros
mestizos con mezcla de las peores sangres existentes. Y yo era el único
becado español presente, por lo que me tocaba aguantar esas burlas en
exclusiva. No importaban mis ojos claros, mi piel pálida, ni mi pelo castaño.
Por supuesto que no era lo único que me decía, ni tenía la exclusiva de las
vejaciones. A la hora de humillarnos, Herr Kommandant mostraba un
sorprendente repertorio y una portentosa memoria.
—La batalla de Trafalgar, el veintiuno de octubre de 1805. Los ingleses le
dieron una buena paliza a una banda de españoles y franceses. Sí, eran
grandes guerreros los ingleses. Siempre lo fueron. Hasta que nosotros los
derrotamos. Y ahora de ellos solo queda esta escoria que podéis ver aquí: una
partida de patanes, incapaces y timoratos. Todos los hombres de verdad de
esta isla están muertos o pudriéndose en una celda. Ese es el único destino de
los enemigos del Reich, que os quede claro.
Pese a que no había riesgo de que se dignase a dirigirnos la mirada, no me
atrevía a apartar los ojos de él. Herr Kommandant sentiría como una afrenta
que no le prestásemos atención absoluta y eso sería motivo suficiente para
que nos castigase. Con la fusta primero, con el arresto después. Yo notaba el
mismo temor en muchos de mis compañeros, cosa que no ocurría con los
otros hombres en formación. Los obreros miraban al frente con desidia,
vencidos, agradeciendo no tener que contemplar la cara de ese militar que
ladraba más que hablar. Benditos ellos que no comprendían.
—Pese a todo, el pueblo ario honra el valor y la virtud. Por eso mismo se
ha conservado el nombre de esta plaza y no ha sido sustituido por otro más
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apropiado, como ocurre con la mayor parte de los espacios públicos de Neues
London. Y eso que esta plaza tiene el inmenso honor de albergar una
representación de nuestro líder.
Todos alzamos la vista hacia la imponente estatua de bronce que señalaba
el guante de Herr Kommandant. Un Adolf Hitler dorado, heroico,
semidesnudo, apolíneo y coronado de laureles, subido a un pedestal de no
menos de veinte metros de altura. Justo bajo sus pies se encontraba una
plataforma decorada con relieves.
—Es una escultura del maestro Arno Breker, el Fidias de nuestro tiempo.
Ocupa el lugar donde una vez hubo una columna que celebraba la victoria de
Nelson, el almirante que entregó su vida en Trafalgar. Muy lamentablemente,
fue destruida durante el Blitz —explicó con media sonrisa—. Ese bloque que
veis a los pies de nuestro líder no es un simple cajón, sino una copia exacta
del Ara Pacis de Augusto de Roma. Adolf Hitler victorioso porta los símbolos
del pueblo ario. Lo guía hacia la gloria, su único destino posible. Solo
después de su conquista viene la paz y cualquier otra cosa que se pueda
considerar importante para la prosperidad de una nación.
Desde mi posición, de fondo, podía ver los restos de lo que un día fue la
National Gallery. A menudo fantaseaba con las leyendas que la rodeaban. Se
contaba que fue vaciada por los propios británicos para salvar las obras de los
bombardeos. No obstante, los rumores decían que más de la mitad de las
piezas estaban en paradero desconocido. Posiblemente destruidas, o en manos
de los mandamases del partido, o guardadas por algún héroe anónimo que
todavía creía en las remotas posibilidades de resurgimiento de este país. El
resto, como la gran mayoría del contenido de los principales museos
europeos, estaba en la Museumsinsel de Berlín. O tal vez en las dependencias
personales del Führer, gran amante del arte.
En eso pensaba cuando vi que Herr Kommandant se volvía por vez
primera hacia nosotros. Me cuadré de inmediato y contuve la respiración,
esperando que no hubiera advertido mi despiste.
—Esta ciudad nunca volverá a ser una capital imperial. Su tiempo ya
pasó, como le ocurrió a la propia Roma. Ahora es un puerto secundario dentro
del nuevo orden del mundo. Recordad la importancia de la guerra en el ciclo
vital de las civilizaciones. Toda Inglaterra fue purificada con fuego, y ahora
nos corresponde a nosotros reconstruirla desde sus cenizas. Y reconstruirla
correctamente, para que no vuelva a torcerse y convertirse en una traidora de
la raza.
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»Nos queda un gran trabajo por delante, y para cuando volváis a vuestras
casitas aquí todavía seguirán las obras. Por eso, que no os pueda el ansia.
Encontrad la fuerza en vuestro interior; por algún sitio debe de andar
escondida. Seguid las instrucciones a rajatabla. No os sintáis tentados de
reutilizar elementos de las ruinas que todavía no han sido retiradas, por
impresionantes y monumentales que parezcan. Vamos a dejarlas así,
destrozadas, decayendo con el paso de los años. Son órdenes directas del
líder. Serán las cicatrices de la ciudad para los hombres del futuro. Para que
vean que no solo somos capaces de levantar las más grandiosas estructuras,
sino que también tenemos el poder y la voluntad de erradicarlas.
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—Emma.
—Cállate y sigue caminando.
—¡Emma!
—Te he dicho que te calles, joder.
—Me da igual. ¡Emma!
César acelera hasta poder alcanzarla. La agarra del hombro, tira con
fuerza. No solo consigue detenerla, sino también volverla hacia él, máscara
contra máscara. Escrutan la superficie del plástico del otro en silencio, como
si esperasen descubrir algún sentimiento allí reflejado. Nada. Solo los jadeos
producidos por la carrera.
—¿Qué coño quieres? —pregunta ella.
—Dime qué ha pasado.
—¿Tú qué cojones crees?
—Dímelo.
—Lo he hecho por tu bien —se limita a contestar la Jägerin.
—¿Mi bien? ¿Qué tiene que ver mi bien con eso que acabas de hacer?
—Pero ¡te quieres callar! —replica ella apretando los dientes. Se
revuelve, mira a un lado y a otro de la calle, nerviosa. Toma aire antes de
volver a hablar—. Hazme el favor de cortar con esta mierda y de hacer lo que
te digo. Es peligroso estar aquí. Luego tendrás tus putas explicaciones.
Esto no le sirve a César. Vuelve a preguntarle, todavía más alterado que
antes. Trata de agarrarle de nuevo del hombro, pero ella se zafa con un
movimiento enérgico. Es una advertencia de lo que es capaz de hacer. La
mujer va a contestarle, pero se detiene para volver a vigilar los alrededores,
como si hubiera olvidado lo visto hace cinco segundos. Ha localizado la
cámara que hay incrustada en un balcón, apenas una docena de metros más
allá. Les tiene en mitad de su objetivo. De nuevo, toma aire antes de hablar.
—Mira, sé que esto ha podido resultar algo confuso, pero es necesario.
—¿Algo confuso, dices? —exclama él agitando los brazos. Gesticula con
el cuerpo para compensar la expresividad que la máscara le resta—. Hemos
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condenado a muerte a ese pobre infeliz.
—No lo hemos condenado a muerte.
—Ah, ¿no? ¿A qué, entonces? Algo mucho peor, cojones.
—¿Y a ti desde cuándo te importa tanto la gente?
Esto consigue detener a César de modo casi milagroso. Se hace el
silencio. De vez en cuando, caen gotas desordenadas. Es una de esas
ocasiones en las que el cielo no se decide entre llover o no.
—¿Qué quieres decir? —pregunta aturdido.
Emma da un paso hacia su novio, intenta sujetarle por los brazos. Ahora
es él quién se sacude. Ella responde mostrándole las palmas de ambos guantes
negros.
—Por favor, César, estamos en medio de la calle. Tienes que
tranquilizarte.
El científico dice algo más que, tras el plástico, se queda en un parloteo
ininteligible.
—César…
—Déjame en paz —contesta él.
Se da la vuelta y comienza a andar. No obstante, su viaje se queda en un
amago. En no más de tres o cuatro movimientos precisos, Emma golpea y
somete a César. El científico cae prisionero de la efectiva llave de la Jägerin.
La rodilla de la mujer le presiona entre los omóplatos y le empuja contra el
suelo. Apenas puede respirar y es peor cuanto más lucha por soltarse. Solo es
capaz de ver asfalto mojado. Forcejean unos segundos más, no sabría decir
cuántos. En vano; ella es la única vencedora. De repente, César nota algo
metálico y frío en el cuello, como si le estuvieran tocando con una moneda
que lleva demasiado a la intemperie. Antes de ser consciente de lo que en
realidad se trata, siente el pinchazo seguido del característico siseo del
Dosiergerät. Gruñe, se remueve, todo para nada.
—¡Déjame!
—Cierra la boca y escucha de una puta vez —dice ella, acercándosele al
oído. Puede notar su aliento rozándole la mejilla, aunque sabe que es
imposible—. He cazado a ese hombre. Me han enviado un aviso y lo he
cazado. No es lo que pretendía, pero ¿sabes qué?, es a lo que me dedico. Así
puedo mantener la normalidad y sacarte de la calle para que estés a salvo. De
nada, por cierto.
—¿Qué le van a hacer? —pregunta César con un hilo de voz.
—Le van a freír los sesos. Está jodido, pero eso ya nos da igual. Sí, joder,
nos da igual. Forma parte de los sacrificios que hay que hacer por el bien
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mayor. Escúchame. Te quiero mucho y sé que te han hecho una gran putada,
pero no voy a permitir que lo arruines todo. Vas a venir conmigo adonde yo te
lleve, caminando como ya te he dicho que se siguen los cazadores, sin más
preguntas, ni «oye, Emmas», ni mierdas que no sabes qué significan. Cuando
hayamos llegado adonde te digo, te juro por lo que más quieras que te voy a
dar todas las explicaciones que necesites y más todavía. Te doy mi palabra.
¿Alles klar?
Por respuesta, César emite un quejido entrecortado e inaudible. Emma
levanta la rodilla y él vuelve a respirar con normalidad. Acelerado, pero
normal. Ella se incorpora y él la imita. Todo mojado, César se queda
detenido, observando el blanco de la máscara de la mujer. Controla la
respiración de forma pésima. No dice nada. Solo puede pensar en lo ocurrido,
en las palabras de la cazadora. Por algún motivo, su cerebro no entiende que,
en ese momento, se está calmando por el efecto de la escopolamina que fluye
por su torrente sanguíneo.
—Yo a ti no te quiero —replica él con rabia.
Emma no responde. El plástico que le cubre la cara parece tan
impermeable a sus sentimientos como al agua. César sigue dispuesto a plantar
batalla, aunque poco a poco va perdiendo las fuerzas. Muy pronto no le
quedan ni motivos.
—Vamos —dice ella sacudiéndose la ropa como intentando quitarse de
encima las malas sensaciones. Se le desprenden algunas gotas de lluvia que
brillan doradas bajo los focos. Reanuda la marcha.
César la sigue.
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Un nuevo trueno. Ella permanece en el sitio, maldice, duda. César gana su
posición, a sabiendas de que un Jäger nunca debe hacer eso. Le quiere mirar a
los ojos, pero la máscara le devuelve la misma mueca ausente que ya conoce.
—¿Emma?
Ella se sujeta un aparato que lleva trabado en el cinturón, a la izquierda, al
lado opuesto de donde se enfunda el Erinnerungslöscher. Es una caja negra,
voluminosa, todavía portátil. En su cara mayor lleva unas palabras impresas
en naranja. «Brieftaube II, —lee César—. Paloma mensajera II». Tiene una
lente rectangular por la cara que mira hacia su portadora. A través de ella se
puede ver un cartel con letras móviles que van girando hasta construir
palabras. «Olavideplatz SO», dice.
—Hay un cambio de planes —responde por fin Emma.
—¿Qué?
No le contesta, o si lo hace queda tapado por la tormenta. Busca algo
dentro de su capa que César reconoce enseguida: uno de esos frasquitos
chatos que se enganchan al Dosiergerät. El color esta vez es un violeta
antinatural. Con una destreza que solo da la práctica, lo intercambia con el
que estaba usando hasta ese momento; uno sin color. Se lo lleva al cuello y
dispara. El científico no consigue oír ni el siseo ni el leve gemido de su
compañera. Ella le hace un gesto ofreciéndoselo, pero él se niega. Prefiere
estar lo más lejos posible de ese cacharro. Emma se encoge de hombros,
vuelve a intercambiar los frasquitos y lo guarda todo bajo la capa.
—Andando.
Sale disparada con un rumbo muy distinto, casi opuesto al que llevaban en
un principio. César la sigue aturdido. O lo intenta. Pronto comprueba que
necesita de toda la velocidad de sus piernas para no quedar atrás. Las calles
van pasando, los truenos se van sucediendo y, cada cierto tiempo, siguiendo
un patrón incierto, ella se detiene a inspeccionar el aparato de su cadera.
Luego vuelve a levantar la cabeza y escudriña los difusos alrededores,
emborronados bajo el diluvio. De buenas a primeras se aúpa al capó de un
Volkswagen Tipo 1 negro. Permanece allí arriba un rato, centrándose en algo
que debe de haber más allá. César por fin la alcanza, empapado de una
irritante mezcla de lluvia y sudor. Todo jadeos. Observándola ahí subida, por
primera vez considera de verdad que se haya vuelto loca.
—¿Me puedes decir qué está pasando? —grita César. Sus pulmones se
quejan, le exigen que reserve el oxígeno para ellos, que no lo derroche en
preguntas.
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Ella no escucha, los sentidos enfocados en algún punto del horizonte
próximo. Es un halcón hambriento oteando una pradera. Consulta el
pulsómetro de su brazalete. Debe de dar una cifra de vértigo. César pregunta
algo más, recibiendo por toda respuesta un salto al suelo.
—¡Agáchate! —le ordena al mismo tiempo que se baja del coche.
—¿Qué?
Ella le agarra por una solapa y tira hacia abajo con una fuerza inapelable.
Se lleva un dedo a los labios inertes de la careta pidiendo silencio. A César no
le cuesta obedecer. En ese momento ven pasar a un hombre, dos calles más
allá.
—Vamos —dice la cazadora, poniéndose de nuevo en pie en cuanto el
hombre sale de su campo de visión.
César la imita a duras penas. A cada zancada que ella da, lo deja un poco
más atrás. Emma gira hacia la primera calle que queda a su izquierda. No es
la misma que aquel hombre tomó, aunque sí lleva idéntica dirección. Esprinta
como si le fuera la vida en llegar a la siguiente esquina. César se queda atrás,
sobrepasado por la carrera y por un nuevo trueno que le suena a carcajada, a
un vozarrón que desde el cielo se burla de su lentitud. Emma se detiene antes
de alcanzar el final del callejón. Acecha el otro lado sin mover un músculo.
César todavía está lejos, pero puede ver cómo ella extrae la porra extensible y
la despliega. Emma aguanta unos instantes con todos los sentidos volcados
sobre aquella esquina. Pronto aparece la presa; su trote forzado e irregular
sugiere que las fuerzas le fallan. También que la desesperación le guía tan
bien como un chispazo a un caballo desbocado.
La Jägerin sale tras él sin ser vista ni oída. Se acerca, acomoda el cuerpo,
levanta la porra, descarga un golpe medido contra la rodilla. El fugitivo cae
con un grito, escurriendo varios metros su miseria sobre la acera encharcada.
Solo el neumático de un Opel Rekord es capaz de detenerle. Trata de
incorporarse, pero la asaltante ya está encima. El hombre renuncia a
levantarse. Por instinto trata de bloquear los golpes con brazos y piernas.
Panza arriba. Parece que es eso lo que ella esperaba, porque de inmediato le
asesta una estocada tremenda con la punta de la porra en la boca del
estómago. De tratarse de un objeto punzante lo habría atravesado. El hombre
boquea en busca de oxígeno. Mientras lo intenta, Emma lo termina de
inmovilizar. Se coloca sobre él, la rodilla en el pecho, saca el dememorizador
y lo levanta de un tirón para desenrollar el cable. Apunta. El rostro del
fugitivo se torna de un verde antinatural que las gotas de lluvia no consiguen
llevarse.
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Aprieta el gatillo.
La luz se hace más intensa. Espanta las sombras de la cara, elimina sus
rasgos, lo envuelve todo de un verde eléctrico espectral. Ya no hay nariz, ni
cejas, ni ojos, ni boca, solo una mancha amorfa en la que no se adivina
detalle. Un borrón siniestro. César lo contempla con el corazón encogido.
Quiere retirar la mirada, pero una fuerza morbosa le obliga a dejar los ojos ahí
clavados. Desea que Emma pare. Siente el impulso de quitarle el arma,
empujarla si es necesario. Sin embargo, no se mueve del sitio, hipnotizado por
aquella luz que reconoce, no sabe de qué. Una luz que por algún motivo le
recuerda poderosamente a Hans. Y mientras se retuerce, luchando contra sí
mismo para dominar el pánico y no salir huyendo, aquel hombre sin rostro
sigue siendo devorado por el foco verde. Más y más. Más y más.
Emma lo suelta cuando su presa deja caer la cabeza. Es la señal de que ha
perdido la consciencia. Detiene la acción del Erinnerungslöscher y lo enfunda
de nuevo. Luego saca el Dosiergerät y le aplica en el cuello una dosis doble
de líquido transparente. Se levanta contemplando su trofeo. César mira a la
cazadora necesitado de respuestas, aunque en el fondo sabe lo que acaba de
ocurrir. Un vehículo negro llega para interrumpir la conversación que no
están teniendo. Se trata de un híbrido entre una ambulancia y un coche
fúnebre. Negro, por supuesto, adornado con los símbolos del Reich y del
Umerziehungslager. Se detiene junto a ellos al tiempo que abre las puertas
Bajan tres hombres, uno inspecciona, los otros dos se llevan al detenido. Lo
introducen en el vehículo y cierran de un golpe.
Emma intercambia con el supervisor palabras incomprensibles para
alguien profano en la jerga Jäger. A César le resultan algo así como dos
mercaderes liquidando una transacción rutinaria. Luego, después de que ella
firme un documento que el hombre le tiende, se dan un apretón de manos,
hacen el saludo de rigor y el hombre entra en la furgoneta. Les dejan solos.
Emma se sacude las ropas. Ahora apenas llueve.
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—¿A qué esperas? —pregunta la inconfundible voz de Emma. Aunque
suena con un tono feroz que él no ha visto en ella. Un nuevo registro casi
autoritario.
—Esto es una cagada —contesta un hombre. Si César no está equivocado,
se trata de aquel que le trajo agarrado del brazo y le dejó allí. No recuerda el
nombre. Uno de sus agresores, en cualquier caso.
—Esto no depende de tu opinión, Arschloch —replica Emma, brava.
—Oye, a mí no me hables así.
—Te hablo como me sale del coño, monigote. ¿Qué? ¿Eh?
Hay un silencio tenso. Intervienen otras personas. Es posible que para
impedir que se enzarcen.
—¡Abre la puta puerta de una vez! —ordena la cazadora.
No recibe una respuesta inmediata. No importa, algo metálico termina
removiéndose dentro de la cerradura.
—Me parece que no sabes muy bien quién es este tío —insiste el hombre
—. O eso, o es que se te ha ido la cabeza.
—Sé lo que me hago.
Es lo último que César escucha antes del chirrido de la puerta al abrirse.
La oscuridad de su celda da paso a la tenue luz de tres lámparas de aceite
accionadas a la mínima potencia. Casi suficiente para cegarle. Entre sombras,
ve los rostros amenazantes de cuatro hombres. Ellos le golpearon y le
encerraron, y ahora, al parecer, le devuelven la libertad. El científico se fija en
Emma. Una sensación agridulce se libera en su interior al verla. Es un alivio
de digestión lenta, pero alivio, al fin y al cabo.
—Vámonos de esta puta comisaría —dice ella manteniendo el tono
desafiante.
Pronuncia esas palabras con un especial desdén. Él la sigue a través del
largo pasillo. No se despiden, dejan que el último trueno lo haga por ellos.
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escrita: nada de distensión. No con el intruso allí. Se siente como un
pararrayos a solas con una tormenta.
El científico repara en la anciana. Su edad se desmarca de la de los demás,
no admite comparación. Eso dicen sus arrugas, las manchas de su piel y el
brillo penetrante de unos ojos que sin duda han visto desfilar mucha vida.
—Debes de estar pensando que somos unos bárbaros —dice por fin la
señora—. No contestes, no importa.
César, en efecto, iba a dar alguna explicación vacía que olvida al instante.
Ella arquea los labios componiendo una sonrisa cargada de dobles
significados. Silencio.
—Así que enemigo público, ¿eh? —le termina diciendo.
El científico no comprende en un principio, pero pronto recuerda el
Programa. Siente un escalofrío.
—Eso creo —responde sin demasiado convencimiento.
Los dos hombres sentados a su izquierda y derecha se acomodan para
mirarle mejor. Por la hostilidad que muestran, César intuye que no han
encontrado apropiada su respuesta. Traga saliva.
—¿Y qué has hecho para merecerte semejante distinción? —sigue
preguntando la anciana.
—Nada —responde ahora con más cuidado—. No he hecho nada.
—Ya —replica con una carcajada sin alegría—, como todos.
—No, quiero decir que no lo recuerdo.
—¿No lo recuerdas? ¿Te has dado un golpe o algo? —pregunta el hombre
de la barba canosa, segundo en edad. Reconoce su voz de antes, de cuando
llegó a aquel edificio. Es Ernesto.
—No. Quiero decir, no lo sé.
Un murmullo recorre la sala. La anciana no participa en el mismo. Sus
ojos están fijos en César. Le interroga en silencio. Le incomoda. Ella parece
ser consciente de esto, pero no por ello para.
—¿Tienes hambre?
Con tanto sobresalto, el científico no había pensado en comida desde el
despertar.
—No lo sé —tartamudea.
—¿Tampoco? ¡Vaya, qué mala suerte tenemos! Y nombre, ¿tienes?
—César.
—Bueno, algo es algo. Yo soy Lucrecia, la madre de este hogar —dice
con un gesto de ambas manos que muestra mucho más de lo que se ve—.
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Claudio, cariño, ve a la cocina y trae a nuestro invitado algo de lo que haya
quedado de la cena.
—Gracias —dice César casi en un susurro.
—No tienes por qué darlas. En realidad debería pedirte disculpas: solemos
ser mucho más amables, pero, dadas las circunstancias, esto es todo lo
hospitalarios que podemos permitirnos ser —le dice, señalándole con el dedo
marchito y torcido, castigado por la artrosis.
César no entiende a qué se refiere. Busca en las caras de los presentes
alguna pista y solo encuentra miradas punzantes. Entonces descubre qué está
ocurriendo. Es el uniforme que viste. Lo temen y lo detestan a un mismo
tiempo.
—Yo no soy uno de ellos —dice, agarrándose las solapas negras.
—Ni te molestes —le interrumpe ella—. No eres el primero que aparece
por aquí de esa guisa. Nos hacemos una idea.
—No es raro que tu amiga la cazadora venga a dejarnos un regalito a la
puerta de casa —dice el hombre mayor con una voz cargada de inquina.
César podría sentirse ofendido, aunque prefiere dejarlo pasar. Con la
memoria seca, su orgullo es capaz de tragarse prácticamente cualquier cosa.
No obstante, el científico echa en falta a Emma por primera vez en toda la
noche. También la maldice.
—Tranquilo, no vas a quedarte a vivir aquí —dice Lucrecia con una risa
pedregosa. Sus ojos parecen brillar ahora más que cuando él llegó, quizá otro
efecto mágico de la paupérrima iluminación.
Sus palabras encuentran a César desprevenido. Si no fuera porque sabe
que es imposible, diría que esa mujer puede leerle la mente. De pronto, una
ventana se abre en su cabeza, arrojando luz allí donde solo había negrura.
—¿Vosotros sabéis algo de mí? —pregunta—. Quiero decir, sabéis lo que
me ha pasado, ¿no?
—Más o menos —responde la señora, acomodándose contra el respaldo
con un quejido—. No tenemos los detalles, ni falta que hacen. Han puesto tu
nombre en la lista de la cacería de esta noche y has conseguido escapar antes
de que te frieran.
—Del todo —completa Ernesto—. Lo más seguro es que te estuvieran
dememorizando cuando te salvaron.
A César se le aparecen de súbito fogonazos. Proceden de su memoria
reciente, de esa misma noche, hace solo unas horas. Recuerda la persecución,
la angustia. Son imágenes que no ha podido detenerse a analizar. No ha
habido tiempo. Además, es un trauma que su cerebro prefiere arrinconar.
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—¿A qué te refieres? —le pregunta.
—Pues que te han dememorizado a medias —interviene el barbudo—. Sí,
compañero, te han jodido pero no del todo. Puedes darte un cantazo en los
dientes.
Hay un revuelo en la sala. También en la cabeza de César. La diferencia
es que en el exterior la tendencia es a la calma y en el interior va a más. Por
suerte para él, justo ahora regresa de la cocina el joven Claudio con su cena.
La escalada se interrumpe. El chico le ofrece un cazo lleno de lo que podría
llamarse sopa. César lo toma con un escueto «gracias». Sopla sobre la
superficie, más por costumbre que por notar algo de calor ascendiendo. Da
una cucharada. Es como sorber de un charco. Aguanta el tipo sin saber si está
mostrando su desagrado. Nadie le dice nada, al menos.
Toma aire. Lo suelta. Trata de mantener la compostura. Falla por mucho.
—¿Qué va a pasar conmigo?
Su pregunta queda en el aire. Se cruzan varias miradas y ninguna palabra.
—Si tienes suerte, pasarás al otro lado —responde la anciana—. Y por
«suerte» me refiero a que tengas algo que ofrecerle a Sebastián: dinero o
secretos.
Eso le recuerda lo que Emma le estuvo repitiendo con tanta insistencia
antes de salir hacia allá. Secretos. De eso es millonario. Le asaltan
reminiscencias de su trabajo: datos, números, lugares, fechas. Por
recomendación de la Jägerin ha escondido todo lo que sabe sobre esto, algo
embarazoso justo ahora, cuando sufre una marea de información difícil de
contener. Vuelve a recordar las palabras que tantas veces le repitiera ella antes
de llegar allí.
«Por lo que más quieras, no reveles nada de tu trabajo».
—Por desgracia para ti, estás en manos de gente muy peligrosa —
continúa Lucrecia.
—¿Te refieres a Sebastián?
Ya había oído a Emma hablar de él. Cuanto más avanza la noche, más se
alarga su sombra.
—Un sargento de los cazadores. Un perro viejo.
—¿Y Hans? —pregunta César de sopetón—. ¿Conoces a Hans?
—No tengo el gusto —responde la anciana, encogiéndose de hombros.
César no termina de entender la conexión que se ha hecho en su cabeza.
Parecía tan lógico preguntarle a Lucrecia que ahora se siente confundido al
verse sin respuesta.
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—Esos cazadores renegados van a sacarte todo lo que puedan antes de
dejarte marchar —sigue diciendo la mujer—. Son peores que sanguijuelas. Lo
siento por ti, pero tendrás suerte si consigues pasar al otro lado por tu propio
pie.
—Perdona, pero hay algo de lo que todos habláis y no sé si me termino de
enterar. «El otro lado» es… —se interrumpe a sí mismo el científico hasta
quedarse callado.
El silencio que se hace a continuación es el más denso hasta el momento.
Como si se hubiera abierto un abismo bajo la mesa del centro y nadie se
atreviera a moverse para no ser absorbido.
—¿Qué? —pregunta César nervioso.
—Pensé que ya nadie podría sorprenderme de ninguna manera, pero vaya
si lo has conseguido. ¿No has visto el muro?
El científico se queda en blanco. El cerebro le está diciendo que esa
pregunta no tiene lógica cuando su mente rescata una imagen, una sola, tan
vívida que se siente atropellado por ella. Pertenece al momento cercano y, a la
vez, difuso de cuando despertó. El muro. Ya lo ve mucho más claro.
—Veo que sí —afirma Lucrecia, leyendo su gesto.
—Al otro lado están los rusos —dice César, más para sí que para los
demás. No sabe si recordando o adivinando.
A partir de este momento intervienen los otros asistentes. Alzan sus voces
con un coraje insospechado unos minutos atrás. Discuten; no se aclaran con
los términos a usar.
—Al otro lado no hay nada —afirma Ernesto—. Los rusos; más de lo
mismo.
Su comentario provoca una oleada de protestas más o menos airadas. La
anciana, no obstante, no presta atención al jaleo. Deja que los alegatos de
unos y otros resbalen por su impertérrita figura. César entiende que aquello es
en realidad una conversación privada entre ella y él. Una mueca ahora
configura de forma distinta el mapa de arrugas de su cara. Podría ser una
sonrisa.
—Vosotros sois demasiado jóvenes para acordaros de los comunistas —
dice Ernesto alzando la voz por encima del bullicio—. Y si no, es que sois tan
zoquetes de haber olvidado la guerra.
Son varios los que le replican con un discurso que al científico le suena;
aunque no sepa poner en pie de qué. El hombre les contesta de malas formas,
les dice que no saben nada, que mejor que se callen. Y a partir de ahí, de
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nuevo el caos; una maraña de voces que tratan de imponerse, destinadas más
a acallar a los rivales que a convencerlos.
Muy pronto, la magnética mirada de Lucrecia vuelve a acaparar su
atención. Y él se deja. Poco a poco la sala va volviendo al silencio, a esa tensa
cordialidad del principio. La anciana sonríe sin separar los labios y le cede el
turno al científico tendiéndole una cuarteadísima mano.
—¿Quiénes sois?
La anciana rompe a reír. Nadie más parece entender la gracia, cosa que a
ella le da lo mismo. Sigue hasta quedar satisfecha.
—Somos las presas habituales de las cacerías —contesta—. Somos
perseguidos, fuera de la ley, enemigos públicos, parias, escoria, Abschaum,
como dicen ellos. Somos disidentes. Y como no tenemos a dónde huir,
vivimos aquí, en una comisaría abandonada, como tantos y tantos otros
edificios en Madrid. Esperando que nos encuentren y nos quiten de en medio.
Eso somos.
César no sabe si conocía esa realidad. De entrada, le suena poco probable
que exista gente como ella dice. Contrasta los datos con lo que recuerda y lo
que ha averiguado desde que despertase. Las pocas piezas que encajan
parecen estar del revés.
—¿Una comisaría? —pregunta—. ¿Por qué una comisaría? ¿No debería
ser el último sitio donde esconderse para un fuera de la ley?
Nadie responde.
—Esto era una comisaría. Ya no existen, son cosas del pasado, como la
policía misma. No, no digas nada, si lo normal es que no entiendas ni media.
De hecho, me alegra comprobar que esta situación no tiene sentido para una
mente virgen. Me hace pensar que no nos hemos vuelto locos, después de
todo. Gracias al Cielo. —Toma aire y cierra los ojos. Cuando los vuelve a
abrir, estos han ganado humedad y no miran a ningún punto en concreto—.
Me has dicho que el Programa sí que lo conoces, ¿verdad? Pues ahí tienes
todas las respuestas. No hay más.
—Las cacerías sustituyeron a la policía —conjetura César.
—Y los cazadores a los policías —asiente Lucrecia—. Esos maníacos
convirtieron las calles en un plató de televisión, con esos focos y las
asquerosas cámaras. Cualquier cosa que obstaculizara la visibilidad se quitó
de en medio. ¿No te has preguntado por qué no hay árboles en las calles? No,
seguro que no, los jóvenes no reparáis en esas cosas.
—Pero —tartamudea César— ¿cómo?
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—Pues engañándonos, ¿cómo va a ser? Nos prometieron el fin de la
violencia, del crimen, de la segregación, las persecuciones y la injusticia.
Mejor que lo del otro lado, por muchos derechos y rentas universales que
ofreciesen los rusos. Pero lo que nos dieron fue la maldita TNA y ese
Programa del infierno. Y ni esa es la respuesta a tu pregunta. En realidad lo
hicieron porque podían, porque estamos encerrados. Porque les pertenecemos
y pueden hacer con nosotros lo que quieran.
—Entonces, ¿los fugitivos de las cacerías? ¿Quiénes son?
—Enemigos públicos. Ya no hay ladrones. Nadie se atreve a quebrantar la
ley. Eso dicen, por lo menos. De cualquier forma, da lo mismo, siempre hay
candidatos a ser cazados. Los nuevos criminales somos los insurgentes.
Cualquiera que se atreva a llevar la contraria al régimen. O solo a pensar. Da
lo mismo.
Las cacerías, el Programa. Aquellos conceptos, hasta entonces vagos,
cobran cuerpo. Se hacen reales. Y no es más que el principio. César no quiere
creer las historias que corretean de acá para allá por los pasillos de su mente.
No puede ser.
—La gente que apresan en las cacerías —supone él sin fuerza— van al
Umerziehungslager, a Reeducación.
Conoce la respuesta, por supuesto que sí; pero por algún motivo su cabeza
ha decidido darse una segunda oportunidad. Necesita situarse. Algo anda mal
en su interior. Una grieta raja de lado a lado sus recuerdos. Y lo que recién
nace de ella es un monstruo a cuyos ojos no quiere mirar.
—¿Tienes hijos, César? —pregunta Lucrecia tras tomarse un rato para
considerar la respuesta. Algo ha cambiado en ella.
Cierto runrún se incrementa en la sala, llega a un minúsculo punto álgido
y vuelve a decaer. Sin embargo, no termina de desaparecer. El científico
duda. Rebusca para no encontrar nada. Hunde la mirada en el dibujo
geométrico de la alfombra a sus pies, tratando de concentrarse.
—No lo sé —responde.
La anciana vuelve a tomarse un tiempo para leer la mueca de su cara.
—Imagino que si los tienes no serán más que niños. Adolescentes, si
acaso. Toda la vida por delante, aunque no les envidio; les espera un futuro
horrible. Yo tengo tres, dos hombres y una mujer. Mayores que tú. Han
sobrevivido a las dos guerras civiles con sus respectivas posguerras. Se las
han visto y se las han deseado para sacar adelante sus vidas y las de sus
propios chiquillos. Mucho han luchado y mucho se han dejado por el camino.
Pero nada de eso importa ya. Nada importa cuando te envían a Reeducación.
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César sabe y no quiere saber. La criatura de su interior sigue creciendo. Le
rasga la piel sin compasión. Ya no solo le muestra imágenes; le trae
sensaciones, recuerdos que puede oler, tocar, saborear. Le trae un mensaje: él
sabe.
—Mis hijos ya no me reconocen —dice Lucrecia. Por primera vez su voz
pierde estabilidad—. Han olvidado su vida, su familia, incluso a aquellos que
se fueron. Sus propios hijos. Mis nietos.
El hombre de la barba se levanta y acude a confortar a la anciana. Por un
momento no sabe cómo abordarla.
—Ojalá tú nunca tengas que ver como tus hijos mueren en vida —dice
ella, las cejas levantadas, las arrugas de la frente encrespadas como olas de un
mar embravecido.
El científico no da crédito. Se siente tentado a intervenir, pero no tiene
capacidad de reacción ante las nuevas verdades que se alzan en su cabeza. Un
calor nacido en el bajo vientre le trepa por las entrañas. Le muerde. César
cambia de postura buscando corregir esta inquietud, pero no puede. Un sudor
incómodo brota por todo él. Conoce la respuesta a la perfección. Él sabe.
La anciana llora. Lo mismo ocurre con alguno más de los presentes. Eso
al científico le da igual. Alguien maldice desde un punto indeterminado del
salón. Varios lo secundan. César no los escucha, está demasiado concentrado
en obstruir el hueco por donde quiere escapar el monstruo. Le hiere, le
desgarra en su búsqueda de luz. Sabe que no debe contar lo que podría contar.
Por muy punzante que sea la culpabilidad que se expande en él. Emma le
repitió varias veces que bajo ningún concepto debía desvelar a qué se
dedicaba él en los laboratorios. Tantas horas de experimentos, de pruebas. Él
sabe que no todos los desgraciados que van a Reeducación tienen la
oportunidad de rehacer sus vidas. Aquellos que no cumplen los estándares de
la raza se convierten automáticamente en cobayas humanas. A juzgar por los
rasgos de Lucrecia, sus hijos no serían de los mejor parados.
—¿Qué te pasa? —le pregunta el tipo sentado a su izquierda.
César vuelve en sí. Siente la cara empapada. Las manos le tiemblan. No,
es todo él quién se sacude.
—Nada —contesta. La mentira empieza a ser evidente incluso a la luz de
aquellas pocas velas.
—Bebe un poco, anda —le ofrece el hombre, acercándole una jarra de
latón.
César responde mostrando la palma de una de sus manos, en un gesto que
no se sabe si es para rechazar el agua, decir que se encuentra bien o
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protegerse. O para esconder el rostro. Siente una fuerza que le abre en canal.
Él sabe. No oye las voces que le dirigen. Siente que le gritan, le zarandean.
Pero en realidad nadie le toca.
—Yo sé lo que pasa en los centros de Reeducación —tartamudea al fin.
El tiempo se detiene justo cuando todos los presentes miran a César. Esa
amenaza fantasmal podría servir para acallarle. Sin embargo, las palabras no
dejan de apretársele en la garganta.
—Yo soy uno de ellos, por lo menos lo era hasta que me borraron la
memoria. Es de lo poco que todavía recuerdo.
A medida que los presentes van desentrañando las palabras de César, el
silencio se desquebraja como una capa de escarcha bajo el peso de las botas.
Murmullos, voces, acusaciones, el científico no necesita alzar la cara para
saber qué ocurre a su alrededor. Van a por él. No tarda demasiado en recibir
el primer golpe. Se cubre, lo que no evita que le rompan el labio.
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*
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sepulcro. Nuestros compañeros tampoco estaban rondando la puerta del aula y
en el interior las bancas estaban vacías. Cuando regresamos al pasillo ya nada
nos quitaba la sensación de que éramos los únicos allí. Aquello no podía
significar nada bueno; el nuevo plan de estudios establecía que no se debían
interrumpir las clases bajo ninguna circunstancia. Comenzamos a andar con la
esperanza de encontrar respuestas. Nuestros pasos nos llevaron por inercia a
la cafetería. La encontramos abarrotada y, lo que era más extraño aún, en
silencio. Casi.
Atravesamos la puerta y atrajimos las miradas de dos o tres de los
muchachos que allí se apiñaban, los más cercanos. La sorpresa y la
incredulidad nos impidió comprender antes que lo que en realidad hacían
todos era escuchar la única radio del establecimiento, una viejísima Blaupunkt
de madera, modelo Stockholm. Pocas cosas hay más frustrantes que tratar de
seguir el hilo de una conversación radiofónica cuando se llega tarde a ella.
Peor cuando todo el mundo responde a tus preguntas mandándote callar.
Descubrí de qué se trataba cuando escuché la palabra «Cachemira».
Entonces crucé la mirada con Beatriz, pero me dio la sensación de que ella ya
sabía qué ocurría. Era así de avispada. Solo nos restaba conocer hasta dónde
habían sido capaces de llegar. Lo que se sabía en ese momento apenas ofrecía
respuestas. El incidente había tenido lugar mientras todavía dormíamos, unas
horas atrás. Todo apuntaba a un intercambio masivo de misiles entre India y
Pakistán. Algo cercano a la destrucción total. Sin embargo, aquel periodista,
uno de los locutores más famosos, invitaba a ser escéptico. Su voz era la voz
de la propaganda. No había horror en sus palabras ni en su entonación.
Aquello le parecía inevitable, lógico. Justo. Los presumibles millones de
víctimas no importaban en absoluto. Eran un dato estadístico más, lo mismo
daba que resultasen tres o treinta millones.
No podíamos decir que fuera inesperado. India y Pakistán llevaban años
amenazándose con desencadenar el holocausto nuclear. Y sus respectivos
aliados, matones de patio de colegio, les alentaban. De alguna manera, era
interesante y excitante llevar a la práctica lo que los manuales indicaban en
caso de ofensiva atómica. Estudiar in situ las consecuencias de la guerra total.
Además, los habitantes de esas tierras remotas eran bárbaros; eran menos que
personas, como no dejaba de recordar el locutor. Les culpó en varias
ocasiones por su incapacidad de resolver sus diferencias de un modo distinto.
A ellos y a la URSS, claro, la incuestionable ejecutora de la tragedia en la
sombra. A ratos podía intuirse la sonrisa en sus labios.
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Pronto el periodista dejó de manejar nueva información y comenzó a
exponer las ideas en bucle. A saber cuánto llevaba así. Para entonces, el
murmullo empezó a crecer en la cafetería. Había una inquietud muy diferente
a la de la radio. Aquello era más crudo, estaba más cercano al espanto. Sin
embargo, no tardaron en brotar las sonrisillas y los comentarios jocosos por
parte de los estudiantes más populares. El primer chiste detuvo a los
alarmistas, a aquellos que ya se preguntaban por el destino del mundo, por si
seríamos nosotros los siguientes en salir disparados por los aires. Eso nos
salvó de que soltásemos las lenguas y dijéramos lo que no debíamos. Incluso
en una situación como esa había que guardarse de los oídos de la Gestapo.
Mejor así.
—César, vámonos —me susurró Beatriz.
Yo me limité a asentir. Recuerdo una rara excitación, un sentimiento
atravesado en el estómago, que era a un mismo tiempo entusiasmo y
descomposición. Consulté el reloj y descubrí con asombro que llevábamos
casi una hora allí pendientes del transistor. A medida que abandonábamos la
cafetería, los más encendidos ya caldeaban el ambiente animando a los
japoneses a seguir el ejemplo de los indios y borrar a China del mapa. Desde
fuera escuchamos sus voces a coro en una versión improvisada de un
conocido cántico de estadio de fútbol.
Beatriz caminaba con la cabeza hundida entre los hombros. Y yo, yo no
quería pensar. No compartía su turbación, aunque la comprendía. Eso me
decía a mí mismo, desde luego. Me convencí de que lo mejor era dejarla por
su cuenta, que las mujeres son demasiado aprensivas con estos temas. A decir
verdad, mi mayor preocupación en ese momento era saber cómo harían para
encajar las clases perdidas en el ya de por sí atestado plan trimestral. Por lo
demás, yo estaba bien. Normal. Como siempre.
—Me parece que me voy a casa —dijo Beatriz. Era lo que venía
murmurando desde muchos pasos atrás.
—¿En serio?
Me devolvió una mirada indescifrable. Pedía ayuda al mismo tiempo que
me desafiaba. Sus músculos faciales se contrajeron formando pequeñas
arrugas donde solo había piel tersa. Recuerdo haberme conmovido. Y
alertado.
—¿No prefieres tomar un café? —le pregunté.
—Creo que voy a vomitar —contestó.
—Venga, no es para tanto.
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Su respuesta fue un brusco giro hacia los servicios, empujón a mi hombro
incluido.
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César hace el amago de detenerse a sacudir la capa Jäger, pero Emma le toma
del brazo y tira de él. Su respuesta primaria es oponer resistencia, preguntar a
santo de qué tanta prisa si se encuentran dentro de un portal, a oscuras, a
cubierto de la lluvia, los focos y las cámaras. Ella vuelve a tirar de él, es toda
la respuesta que recibe. César obedece, más por temor a quedar rezagado que
por asimilar lo que ocurre. Sube las escaleras casi a tientas, sin separar la
mano de la barandilla, intentando hacerse una idea de por dónde va. Bajo las
botas siente el tacto amable de las tablas acomodando las suelas. Un par de
peldaños por encima, Emma asciende con soltura. O bien su máscara le
proporciona la capacidad de ver en la oscuridad, o no necesita ojos para
abrirse paso por aquel edificio. El científico se siente entregado a la voluntad
de aquella mujer que no deja de ser una desconocida. Y lo odia.
Abandonan el bucle de la escalera llegados al tercer piso. Caminan unos
pasos, no demasiados, hasta detenerse donde la linterna muestra una puerta.
Se oyen unas llaves, un cerrojo, un chirrido de bisagras mohosas y crujidos de
madera añeja. Ella cruza el umbral y él la sigue. El nuevo espacio resulta ser
un piso que rezuma abandono. Por las ventanas penetra el inevitable
resplandor de la calle. Eso basta para alimentar unas pupilas acostumbradas a
la escasez.
—Ya puedes quitarte la careta —susurra ella tras cerrar con cuidado. Su
voz casi vuelve a la normalidad.
César obedece, ahora sí, con mucho gusto. Ambos sacuden las ropas.
Traen consigo una buena porción de la lluvia.
—¿Dónde estamos? —pregunta él.
Emma le indica con las manos que no alce tanto la voz.
—Eso no importa ahora —contesta. Al mismo tiempo, se lleva un dedo a
su oído izquierdo. También señala al exterior.
Al científico le resulta inverosímil, pero entiende que ella quiere decir que
hay, o puede haber, micrófonos cerca. Asiente.
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—Ven conmigo —dice Emma. Sin esperar a comprobar si su compañero
la sigue, comienza a recorrer el pasillo.
César va tras su estela, no puede ser de otra forma. Mira a un lado y a
otro, a las habitaciones que se abren a su paso de forma asimétrica. A veces
las persianas están bajadas, e incluso así la luz que se cuela por los huecos
alcanza para distinguir paredes vacías, muebles cubiertos con sábanas,
lámparas huérfanas de bombillas, polvo, suciedad, dejadez. El científico se
estremece con cada crujido que sus pisadas sacan al parqué. Pronto ganan la
sala del fondo, un cubículo negro cuya ventana no es traspasada por claridad
alguna. Debe de dar a un patio interior. Todo lo que ahora ven se lo deben a la
linterna de la Jägerin. Enfoca un mueble pegado a la pared, un piano al que la
sábana no ha terminado de cubrir por completo. La mujer se agacha e
introduce con precisión la mano en un hueco semiescondido. Acciona algo
que emite un sonido seco, casi un golpe, que dentro del piano se expande con
un eco de estéril musicalidad. Luego lo empuja hacia un lado sin esfuerzo
aparente. César esperaba mayor resistencia del instrumento cuando da con el
truco: en el suelo quedan los raíles que el piano va dejando atrás.
En el tabique les espera un boquete abierto a mazazos. Emma lo
inspecciona con la linterna. Al otro lado, no mucho más allá, hay una plancha
metálica cuya superficie lisa solo es interrumpida por un tirador. Una puerta.
Emma se inclina hacia ella y llama repetidamente con los nudillos protegidos
por la piel del guante. Parece tratar de compensar la falta de contundencia con
la reiteración. Pero en realidad no está llamando, descubre César, sino que
envía un mensaje en Morse. «H-o-l-a, a-l-o-h», entiende, maravillado ante la
habilidad de lectura que no sabía que tenía. Poco después del último toque,
oyen un sonido mecánico desde la otra parte. La puerta se corre a un lado,
también sujeta sobre raíles. El tenue resplandor de un candil les da la
bienvenida.
—Pasa —le invita ella.
César titubea. Necesita pensárselo antes de agacharse y cruzar. Cuando lo
hace, Emma recoloca el piano en su posición original. Acceden a una
habitación de dimensiones parecidas a la que acaban de abandonar, solo que
el suelo está medio metro más abajo. El científico comprende que se debe a
que han cambiado de edificio. No hay ventanas, ni bombillas, ni muebles,
solo una lámpara de queroseno depositada en el suelo. Junto a ella, pegado a
una sombra varias veces mayor que su dueño, un único hombre les espera. La
llamita apenas consigue iluminar sus rasgos, aunque no es difícil distinguir un
semblante serio, ceñudo. Sin saludo ni otra muestra de cortesía, el tipo cierra
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la puerta, la atranca y luego la esconde tras un falso armario movido por
bisagras. El camuflaje resulta de una perfección inusitada. A continuación,
toma la lámpara con una mano.
—Conmigo —dice.
El científico imita a Emma. Los tres forman una fila estrecha. Salen a un
pasillo demasiado alargado como para pertenecer a una vivienda. Tuercen a la
derecha y vuelven a torcer hasta alcanzar un espacio diáfano que la lámpara
es incapaz de desentrañar en su totalidad. César cree que es un patio interior o
algo similar. El aire allí es frío e impersonal como el de una fábrica.
—Aquí —indica el hombre.
Se detienen en mitad de ningún sitio. Son tres, pero no se hacen
compañía. El guardián se limita a sujetar la lámpara y a permanecer en pie.
Hay una burbuja invisible que lo aísla del resto y que no desea ver traspasada
bajo ningún concepto. Es posible que Emma ya conociera esta peculiaridad
del hombre, por lo que no pierde ni un segundo con él. Se dirige a César, le
escruta en silencio de arriba abajo, cerciorándose de que está bien. Este,
incómodo, la deja hacer, hundiendo la mirada en los alrededores, como si
pudiera encontrar algo más allá del omnipresente vacío que les envuelve.
—Hacía tiempo que no te dejabas caer por aquí, Emma —dice una voz
grave surgida de la oscuridad.
La Jägerin alza un poco el rostro hacia unas alturas imprecisas. César
también intuye que las voces proceden de un piso superior.
—Buenas noches, Ernesto.
—¿Qué es esta vez? —replica el hombre. No hay cordialidad en su voz.
—Necesito asilo —responde ella con un gesto que, más que señalar a
César, lo muestra. Como una res en día de feria.
—¿Qué ofreces?
—Lo acostumbrado.
—No es suficiente —replica Ernesto—. Esta vez queremos cuatro
bombonas.
—Imposible. Ya os dije a ti y a Lucrecia que los repartos están siendo
controlados con lupa y que no podemos subir la cuota. No de momento.
Además, solo necesito una hora. Después de ese tiempo volveré y ya no
sabréis nada más de él.
—Eso dijiste la última vez.
La cazadora toma aire y recoloca la posición de los pies.
—No tengo tiempo que perder, Ernesto. Tres bombonas de butano. Una
hora. Ni un minuto más.
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Hay un murmullo indescifrable que puede significar cualquier cosa. César
se siente juzgado por una bandada de murciélagos. No sabe si quiere entender
lo que está ocurriendo. Va a protestar, pero ella se lo impide con la mano. Le
lanza una mirada seca que le dice que preste atención. O que se calle.
—Ni un minuto más —concede el hombre llamado Ernesto.
Ella asiente, aunque es un gesto que probablemente nadie más que César,
a su lado, ve.
—¿Cómo que te vas?
—Escúchame, César, voy a salir a reunirme con los míos. Voy a
comprobar que está alles in Ordnung para tu llegada. Enseguida volveré a por
ti, ¿eh? Mientras tanto, aquí vas a estar bien. Esta gente es de fiar.
—¿Cómo que te vas? —repite él con mayor urgencia. Patético—. No me
dijiste nada de esto antes. En el bar me dijiste que nos íbamos a poner a salvo.
—Ya sé lo que te dije en el bar y es toda la verdad —responde ella, sus
ojos verdes clavados en los de él—. Solo necesito tiempo para organizarlo
todo, solo es eso. Confía en mí.
El científico todavía protesta, aunque no sea capaz de hacerlo con
verdaderas palabras.
—Confía en mí —repite ella—. Vas a estar bien. Yo jamás te dejaría en
un sitio donde te pudiera pasar algo.
Esas palabras no consiguen confortarle. César experimenta una suerte de
enojo que le paraliza y contraría a partes iguales. Esa mujer le está
traicionando.
—Vas a estar bien. Te quiero.
César no le responde. Sabe que no tiene elección. De pronto, cae en la
cuenta de que hay dos hombres entre las sombras que antes no estaban. Dos
formas difusas que se han materializado como espectros. Que le aguardan.
—Volveré a por ti, ¿de acuerdo? —dice ella—. Y recuerda todo lo que te
dije. Todo.
Él está asintiendo cuando ella lo abraza. El olor de su cuello y su cabello
se cuela por entre los huecos que ofrece la capa. César lo inspira, se llena de
él. Y no siente nada.
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«Tú también eres importante», reza un cartel que ocupa una fachada entera
que da a la plaza de Antón Martín, pocos pasos más allá de la puerta del bar.
Muestra una joven madre cargando con su niño en los brazos. Ambos rubios,
de ojos azules y mejillas sonrosadas. Inmensos.
Emma aprieta el paso para ganar la calle Parsifal como si tratase de
cumplir con un horario demencial. Todavía no se han cruzado con un alma y
no hay previsión de ello. Siguen avanzando, ignorando las cámaras apostadas
aquí y allí. Ir a la estela de Emma invita a una suerte de indiferencia hacia lo
demás. César, no obstante, prefiere tener controladas las esquinas en todo
momento, aunque sea de reojo.
Bordean la plaza de Richard Wagner, luego la de Jacinto Benavente,
evitan las proximidades de la Puerta del Sol Victorioso y pasan de puntillas
sobre los raíles del tranvía en la calle Mayor. Nunca siguen una línea recta
más de una manzana. Tuercen y retuercen esquinas, tantas como el intricado
plano les permite. Esto no les libra de la persistente lluvia. De la vigilancia
electrónica tampoco. Se pegan a la pared para evitar el insoportable vacío de
la plaza de los Estados Unidos de la América Atlántica. Desembocan en la
calle Leganitos y se dejan fluir cuesta abajo. A medio camino, Emma se
detiene frente a un portal, con una nueva pistola preparada entre los dedos. La
hace coincidir con la cerradura y la desbloquea sin problema. El portón se
abre, ofreciendo las entrañas de una caverna que se traga toda la luz que ellos
traen consigo.
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El altavoz del televisor Grundig 610 monopoliza el ambiente y, con él, todos
los sonidos que contiene el bar. La emisión del Programa es casi lo único que
se puede oír. Eso le da lo mismo a César. Aislado del resto, con la cabeza
entre las manos, se enfrenta a un imposible: tratar de comprender.
A no ser que mienta, el Programa le ha mostrado una realidad castrante,
inverosímil. Lo trágico es que de algún modo aquello tiene sentido. Los pocos
recuerdos que guarda así se lo dicen. Eso lo vuelve todo un poco más
abstracto.
Se empecina en que no puede ser. Intenta convencerse de que los sentidos
le han estafado aprovechándose del desastre de su memoria. Se dice a sí
mismo que ha tenido que entender mal. No es ningún programa lo que ha
estado viendo, sino una especie de película o documental. O eso o que, por
algún motivo, está sufriendo un brote psicótico. Un escalofrío le azota solo
con contemplar semejante posibilidad. ¿Ha sufrido episodios así antes? Siente
pánico, por momentos le cuesta controlar la respiración. Desearía no ser tan
consciente. Este pensamiento le lleva a valorar la posibilidad de que, tal vez,
se trata de un sueño. Ojalá. De ser así sería la primera ocasión en la que es
capaz de mantener la lucidez. Sigue siendo una posibilidad extraña. Inspira.
Espira.
Se centra en la persistente amnesia. Sus temores se están confirmando: no
es un mal pasajero. Sigue ahí, haciendo un borrón con lo poco que es capaz de
recordar. Rebusca y, casualmente, se topa con sus estudios universitarios y
con artículos que ha leído sobre temas relacionados con el cerebro y la
memoria. Él ha escrito sobre el tema, incluso ha publicado en revistas
especializadas. Ha dado charlas, le han ovacionado.
De nuevo las imágenes del Programa vuelven a él. Frescas como charcos
sobre alquitrán. Ha conseguido burlarlas por unos minutos, pero la zozobra
está ahí de nuevo. La cacería, la brutalidad. El horror. Imágenes surreales que
se confunden con sus todavía más surreales recuerdos. No sabe qué ha visto,
no sabe qué pensar. La persecución está demasiado cercana. Siente los golpes
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como si los hubiera acabado de recibir. Huele la humedad de la lluvia que le
impregnaba los pulmones mientras huía. Los cazadores. Y el Programa. Ya
empieza de nuevo a perder el control. Lucha por no dejar que la respiración se
le vaya, aunque sea a riesgo de hiperventilar.
Vuelve a su cabeza ese Andrés. Está convencido de que no se llama
exactamente así, pero no termina de recordarlo. Tampoco acierta con lo que le
dijo. Ni siquiera retiene cómo era su cara. Vuelve a él la teoría de que está
soñando, o que eso al menos es parte de un sueño. No sabe si lo prefiere así.
Alza la mirada para encontrarse con el mismo bar de hace unos minutos.
No sabe cuánto lleva ahí, como tampoco sabe cuánto lleva despierto. Los
cuatro tipos sentados a la misma mesa alrededor del tapete de mus. Las cartas
descubiertas, abandonadas mientras sus dueños no quitan ojo al Programa. El
quinto hombre, tras la barra, haciendo como el que seca un vaso, está igual de
hipnotizado por el resplandor del televisor. Todos ignoran a César, y es mejor
así. No sabe qué cara tendrá en estos momentos. Intuye que no muy sana. Ni
cuerda.
Esos caminos transita su mente en el momento en que suena la campanilla
suspendida sobre el marco de la entrada. Un nuevo cliente accede al bar. Justo
bajo el marco, quieta, mirando a los presentes sin dar ni recibir saludos, una
figura negra con cara blanca de rasgos muertos. Un Jäger. Como los de la
televisión. Como los de la calle de hace un momento. La reacción
generalizada es contener el aliento mientras el recién llegado los escruta en
silencio, uno por uno. No obstante, al poco aquellos pobres diablos saltan de
sus sillas, empujados por la presencia espectral. La televisión y su murmullo
acaban de ser degradados.
—Fuera —ordena el cazador con voz recia. El acento antinatural que le da
la máscara encubre, mal que bien, cierto atisbo de feminidad.
César hace el amago de huir junto a los demás, pero el guante del cazador
le detiene en la distancia. Se dirige a él y solo a él. El científico se queda
petrificado. Recuerda al instante la sensación de estar siendo perseguido, los
consejos del tal Andrés (¿de verdad era ese su nombre?), las imágenes del
Programa donde cree haber visto su propia detención, la fuga por las calles.
Se siente estúpido. Ahora, además, teme por su vida.
—Tú también —ordena el Jäger al camarero.
—Pero, pero… es mi bar —responde este.
—He dicho fuera. Sal y cruza la calle. Quédate quieto debajo de un foco,
donde las cámaras te puedan ver bien. Espera ahí hasta que nos hayamos ido.
Ahora.
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Su voz es una ley cincelada en basalto. El camarero se somete y en
cuestión de segundos les deja solos. César observa al cazador que tiene
enfrente. El Jäger le devuelve la mirada. Este adelanta un paso. César
retrocede dos. Se detienen para volver a estudiarse. Tras cerciorarse de que
están solos, el cazador hace lo impensable: desplaza la capucha y retira la
máscara. Aparece una mujer de pelo moreno y corto, cara ovalada y ojos
verdes que hablan de un sentimiento para él ignoto.
—César —dice.
Él desconfía. Duda que revelar el rostro y llamar por su nombre al
perseguido sea el protocolo a seguir en una cacería. Algo no va bien. Da un
nuevo paso atrás. El gesto de ella vira en un suspiro de la sorpresa al
escepticismo.
—¿César? —pregunta. Parece menos segura que hace justo un momento.
Él vuelve a retroceder un paso, más asustado todavía. Ella se detiene.
Mueve los ojos de un lado a otro, como pretendiendo encontrar sobre alguna
mesa la respuesta que se le escapa.
—¿Qué te pasa, César? ¿No me reconoces?
Este sigue reculando. Piensa con horror que no le debe de quedar mucho
más bar por el que retroceder. La cazadora reacciona mostrándole sus guantes
vacíos, inofensivos.
—Soy yo, Emma.
César se detiene. Mantiene la guardia en alto.
—Ánder te habló de mí. Recuerdas haber hablado con Ánder, ¿verdad?
Trabaja para mí, es de total confianza.
El científico asiente en un gesto que debería ser más sencillo de ejecutar.
Está pensando que el nombre que buscaba era Ánder, no Andrés, cuando da
un bote porque la cazadora vuelve a intentar aproximarse.
—¿Qué te ha pasado, César? —pregunta ella, dando unos pocos pasos
cortos. Su cara arrastra una mueca estúpida; de adivinar lo que está
ocurriendo y, a la vez, no querer creérselo.
—No lo sé —balbucea él con una sinceridad hiriente.
—Soy Emma, César, ¿de verdad que no te acuerdas de mí?
—No me acuerdo de nada. De casi nada.
—Soy Emma, César. Tu novia. Puedes confiar en mí —agrega tras
pensárselo por unos momentos.
Él no le responde. Ella ya se encuentra a medio metro. Da un último paso
y lo estrecha contra su cuerpo. César no reacciona, se queda rígido, frío ante
el apretón que recibe por parte de esos brazos extraños y más fuertes de lo que
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hubiera esperado. Se mantiene inmune a los sentimientos que la mujer le
pretende contagiar.
—Menos mal que hemos podido dar contigo, César. Ya pensaba que te
perdía.
La Jägerin se separa de él sin soltarle del todo. Le mira a la cara. No
encaja bien encontrar el gesto tirante, dominado por el recelo.
—¿De verdad que no te acuerdas de mí? —pregunta de nuevo.
—No, ya te lo he dicho. No recuerdo casi nada.
El científico trata de leer el semblante de ella. Hay preocupación, pero
también otros matices que son impermeables a él. Los ojos se mueven a toda
velocidad. Así también debe de estar funcionando su cabeza.
—Está bien —le asegura—, no sé lo que ha pasado, pero encontraremos
la solución. Te sacaré de aquí, te llevaré al otro lado, iremos juntos: sé cómo
hacerlo. Pero para que lo podamos conseguir voy a necesitar de toda tu
colaboración, ¿alles klar?
—¿El otro lado?
Ella le da espacio, no sabe si para dejar que se exprese o para evitar que se
le pegue la amnesia. Lo escruta, incrédula.
—¡Qué hijos de puta! —maldice. César no entiende a quiénes o a qué se
puede estar refiriendo—. Tú solo haz lo que yo te diga y quizá antes de que
acabe la noche seremos libres.
Ser libre. Ese concepto tiene un efecto balsámico. Libre al fin,
emancipado de las cadenas que le atan, de la angustia de la persecución, de
las responsabilidades que siente que le atosigan. Entonces un pensamiento se
le cruza como un fogonazo.
—¿Conoces a Hans? —pregunta sin pensar.
—¿Qué? —contesta ella haciendo una mueca de incomprensión—. No sé
de qué Hans me hablas. ¿Hans qué más?
César no puede ofrecer ninguna pista adicional. Solo que es alguien que le
está persiguiendo, que sabe que está relacionado con los males que lo azotan.
Un nombre sin rostro. Alguien a quien teme y con quién está seguro de que
tarde o temprano terminará encontrándose.
El científico calla, abrumado por una repentina invasión de recuerdos
inconexos que le llegan como una riada. Hans ha abierto las compuertas. Algo
le atraviesa los pensamientos hasta quedarse varado en mitad de su
conciencia. Es grave, importante. De pronto lo ve con una inusitada claridad.
—¿Y mi trabajo?
Emma no consigue salir de su sorpresa.
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—Mi trabajo —se explica César—, estoy en mitad de un proyecto que
está a punto de ser presentado al señor Escalona. En el laboratorio me
necesitan. No puedo faltar ahora.
La cazadora tarda en reaccionar. Las palabras que busca parecen
escurrírsele entre los guantes.
—Creía que no recordabas nada.
—Casi nada, te lo he dicho ya tres veces.
—¿Y tu trabajo es parte de eso que sí recuerdas?
César lo piensa unos instantes. Su trabajo está ahí, aislado, pero, de alguna
manera, disponible. No había caído en lo raro que es que haya sobrevivido a
la amnesia. Es una novedad que le inquieta y que, al mismo tiempo, le
reafirma de alguna manera.
—Creo que sí —responde a la vez que recuerda.
—Crees.
—Sí, creo —replica César, molesto—. No me acuerdo de qué he hecho
esta mañana, pero sí de que tengo entre manos un proyecto muy importante
que está casi terminado. Cuanto más pienso en ello, más recuerdo. Con lo
demás no es así.
—¿Lo demás?
—Todo lo demás. Bueno, me acuerdo de algunas cosas más. Mi niñez,
mis años de estudiante, no sé. Todo esto es una locura.
Algunas lágrimas se asoman a los ojos del científico. Emma lo escruta en
silencio, mapeando la nueva situación al mismo tiempo que su cara se va
volviendo más y más inexpresiva.
—Es posible que esta noche tengamos más jaleo del que pensaba.
—No entiendo.
—No hace falta ahora. El plan es básicamente el mismo; sigue empezando
por salir de este bar, y cuanto más deprisa, mejor. Vamos a esquivar a los
Jäger que deben de estar rondando la zona, y vamos a burlar las cámaras.
—¿El otro lado? —vuelve a preguntar él.
—Sí, ponernos a salvo. Ya te contaré con más detalle. Pero primero te voy
a llevar a un lugar seguro, con gente de confianza. A ellos no debes contarles
nada sobre tu trabajo, ¿me entiendes? Aunque lo recuerdes a todo color y
tengas unas ganas locas de compartirlo con el mundo. Nada.
—¿Por qué?
—Porque es algo que por ahora debe quedar en secreto, César. Hasta que
yo te diga. Tú hazme caso. ¿Lo has entendido?
—Sí —responde él. Lo mismo podría haber respondido «no».
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—Wunderbar. Toma, ponte esto.
—No.
—Toma —insiste ella.
César vuelve a rechazarla. Girando la cabeza primero, apartándola con
una mano después. Emma lo observa incrédula. Baja la mirada al contenido
de la bolsa de viaje que tiene en su regazo y de ahí vuelve a mirar la cara del
científico. El gesto arisco y ambos brazos cruzados, apretados contra el
pecho. César pretende parecer imperturbable, pero hasta un crío parecería más
seguro de sí mismo. Es consciente de ello. La mujer deja caer los hombros.
Chasquea la lengua.
—¿Me puedes decir qué pasa? —pregunta con toda la paciencia que es
capaz de reunir.
El científico no hace el intento de contestar. Su mirada ni siquiera anda
cerca de ella, que está a un solo paso.
—¿Piensas quedarte toda la noche ahí sentado?
—No quiero ponerme eso. Sé qué es, quiénes lo llevan. Los he visto en el
Programa —señala hacia el televisor que refleja, insistente, imágenes de una
cacería—. Y también en la calle hace un rato. Persiguiéndome.
Emma vuelve a mirar la bolsa, se gira hacia el televisor y de vuelta a él.
Está a punto de decir algo, pero se echa atrás en el último momento. En su
rostro se intuye que entiende los lastimeros motivos de César, pero que le
parecen justo eso: lastimeros. Aprieta la mandíbula. Es su forma de anunciar
sin palabras que siente una apremiante necesidad de salir de allí.
—César… —dice Emma, incapaz de continuar la frase sin perder los
nervios. Inspira hondo—. César, mírame. Vamos, mírame. Sé que ahora
mismo todo es bastante confuso para ti.
—¿Confuso? No, bueno, sí, pero sé muy bien que no quiero vestirme
como uno de esos Jäger.
—Escúchame, César. Escúchame, por Dios. No sé qué has visto en la
televisión o en la calle, pero te entiendo. Sí, te entiendo, coño, déjame acabar.
No voy a convertirte en un cazador, joder. Solo es un truco para engañarles.
—¿Por qué hablas de ellos como si fueran extraños para ti? Mírate.
—Es distinto. Yo estoy de tu parte.
El científico vuelve la cara. Mira hacia las cristaleras que aunque dan al
exterior no dejan ver nada porque están empañadas.
—No quiero salir. Me encontrarán.
—César —la voz de Emma es cada vez más tirante—. Me encantaría
poder discutir todo esto contigo, pero no es posible. Tenemos que largarnos y
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tiene que ser ya. Mucha gente ha arriesgado su libertad esta noche para que tú
tengas la oportunidad de huir. No la cagues ahora, joder.
Él no comprende, aunque esas palabras darían sentido a aquellos que le
sacaron de la calle y le protegieron de los cazadores. Como el tal Ánder,
como ha dicho ella. Sin darse cuenta, vuelve a encontrarse con la mirada
verde de la cazadora. Quiere confiar, pero no es más que una mujer vestida de
pesadilla que dice conocerle. Siente la impotencia atenazarle los miembros y,
mientras se deshace en dudas, ella por fin extrae el traje negro de la bolsa.
—La careta no, por favor —pide el sin que le salga del todo la voz.
Es la máscara lo que la mujer sujeta entre los dedos en ese preciso
instante.
—Sin ella te reconocerán —dice—. Sabrán que no eres un Jäger de
verdad. Entonces sí que estarás perdido. Estaremos perdidos.
César no responde. Asimila la información con esfuerzo. Intenta tragar
saliva, pero tiene una tabla atravesada en la garganta. Mira las prendas negras.
Dobladas sobre las manos de Emma parecen inofensivas. Se levanta, se quita
la chaqueta. Ella le entrega la zamarra negra. Es de su talla.
—También los pantalones —dice la mujer—. Lo tuyos no valen, tienen
que ser negros.
El científico los toma, mira a su alrededor y se dirige hacia donde una
señal indica que se encuentra el baño.
—Puedes cambiarte aquí. A mí no me importa.
—A mí sí —responde él. Se gira hacia la puerta sin importarle la reacción
que pueda tener ella.
Vuelve al poco. Las botas le están esperando junto a la silla, abiertas, con
los cordones desperdigados a izquierda y derecha. Esto sí le parece buena
idea, ya que sus zapatos son dos pantanos donde sus pies solo pueden
naufragar. Se sienta, se las calza. Son cómodas y calientes. También pesadas.
Emma le ayuda con la capa. Cierra el broche y da un paso atrás para
valorar el resultado.
—Perfecto —aprueba—. Coge esto y andando.
César toma de las manos de Emma los guantes de piel curtida, negra,
cómo no. Bajo ellos se encuentra la máscara, blanca, parcialmente
translúcida. El plástico duro de tacto hostil. Es Emma quien se la coloca. El
científico se queda detenido, pasivo, sintiéndose como un reo al que le cubren
la cabeza para la ejecución. No se explica por qué esa experiencia le resulta
tan cercana. Puede escuchar su propia respiración chocar húmeda contra la
superficie del plástico. Está experimentando algo cercano a la repugnancia
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cuando nota un repentino pinchazo en el cuello, seguido de un siseo. Da un
salto atrás con un chillido.
—Pero ¿qué cojones…?
Ella le muestra ambas manos. En una porta lo que parece una pistola en
miniatura. Un frasco de vidrio deja ver un líquido de un amarillo insano.
—Es para manejar mejor los nervios. No pasa nada.
El científico tarda en comprender, lo que todavía le indigna más. La
frustración se le atraganta entre los dientes.
—Es solo una picadita de clorpromazina. A ti te gusta.
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Toma la palabra el de la derecha, exultante pero estático. Se cuida de solo
mover los labios y un poco la cabeza para las palabras a las que da mayor
énfasis. Que tal y como puede comprobar César, son casi la mayoría.
Cede la palabra a su compañero girándose unos centímetros hacia él. Este,
aún más rubio, muestra mayor entusiasmo pero menor capacidad expresiva.
No puede, ni pretende, esconder un marcado acento de la costa este
americana. Su nombre es Harry y su compañero español se llama Antonio.
Más que tutearse, dan la impresión de ser viejos compadres a los que solo las
cámaras impiden comportarse como desearían.
Uno y otro se felicitan por la velada que están viviendo. Una de las más
impactantes de los últimos meses. Años, puntualiza uno de ellos. Luego se
sucede una serie de expresiones y términos que, sin duda, deben de tener un
significado que César desconoce. Un dialecto para el que hace falta estar
familiarizado. Las reacciones que provocan en los otros hombres del bar lo
confirma.
El científico se siente perdido. Sin embargo, hay algo familiar en todo
aquello. Esos dos presentadores tienen caras que él ha visto varias veces pero
no sabe dónde, como parientes de amigos, gente anónima de fondo, fácil de
olvidar. César se concentra, y nada.
Entretanto, el tono de los presentadores va subiendo. Hablan de
sectarismo, de terroristas, de enemigos, de criminales, de peligro. Profieren
improperios con la misma soltura con la que hacen chistes y se carcajean.
Están contentos y a un mismo tiempo irritados. Se muestran a sí mismos
como defensores del orden y la justicia; paladines que no temen a nada ni a
nadie pese a estar expuestos ante los muchos peligros que aseguran que les
rodean. César cree estar de acuerdo.
Antonio realiza un gesto cortés a cámara y, de súbito, el plano fijo,
frontal, cómodo y luminoso del estudio da paso a una imagen distante,
diagonal, móvil y salpicada de sombras. El televisor transmite ahora un frío
que atraviesa la pantalla. Un hombre, uno normal, corre en la noche. Lanza
miradas fugaces a sus espaldas. Está huyendo y no se conoce de qué.
Tampoco hay oportunidad de apreciar su rostro con detalle. Podría ser
cualquiera.
Antonio no ha abandonado del todo a los televidentes. Su voz en off suena
tan clara como antes. Dice que la presente repetición está dedicada a todos los
miembros del Escuadrón de Zapadores del Séptimo Regimiento de Infantería
de Marina desplegado en Angola, que están siguiendo la retransmisión vía
satélite. Harry también sigue ahí y, por supuesto, también quiere saludar a
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dicho escuadrón. Les dedica distintos apelativos. «Héroes». «Campeones».
«Hermanos».
Mientras tanto, las imágenes van mostrando la secuencia como lo que
realmente es: una persecución. Una cacería, como lo llaman ellos. César ata
cabos con espanto. Pero no es hasta que aparecen los encapuchados de negro
que el científico pierde el aliento. Siente un abismo formándose en su interior.
Las capas negras. Las máscaras blancas. Los cazadores se despliegan a un
lado y a otro, se ciernen sobre el fugitivo. La huida solo puede estar destinada
al fracaso.
Entonces alguien roba el guion. Aparece en escena e interrumpe lo
inevitable. Ayuda al perseguido, aunque este no lo reconozca como un aliado
y también huya de él. La secuencia se vuelve caótica. Hay un rápido cambio
de planos, momento en el que César reconoce con un sobresalto algún rasgo
en el rostro del prófugo. Eso cree al menos, pero la imagen es demasiado
sucia y él está demasiado lejos de la pantalla. Debe de haber sido una broma
de su maltrecho cerebro.
La persecución continúa y los presentadores siguen con sus comentarios.
Es algo divertido, un entretenimiento estupendo. Retransmiten las jugadas sin
importarles que se vean golpes terribles, caídas aparatosas, miembros
fracturados. Entonces, entre risas, el tal Harry menciona un nombre, «César
Pulido», acusado de traición. No, acusado, no: un traidor a todos los efectos.
El científico se queda inmóvil; la estatua de un hombre sentado a una mesa
que consume televisión. Comprende que está presenciando su propia cacería.
Esa que ocurrió hace unos momentos y de la que todavía conserva confusos
fogonazos. Su pulso no para de acelerarse y apenas es capaz de controlar el
sudor y el temblor de sus manos. Siente cristales de hielo que se le expanden
por el pecho mientras el vientre se le descompone.
Entran en escena más espontáneos, como los llama Antonio. Rodean a los
cazadores, incluso les golpean. Y otro grupo hace lo mismo con el fugitivo, el
César televisivo; y se lo llevan. Antonio lamenta que la señal se pierda en ese
momento, que los saboteadores hayan destrozado todas las cámaras de esa
calle y la perpendicular. Aparece la imagen de la escena vista desde
demasiado lejos, con los protagonistas cruzando la calzada y saliendo de
plano.
Vuelve a enfocarse el plató. Ambos presentadores conservan la misma
posición inicial. Antonio mantiene la sonrisa, aunque se le nota la excitación.
Lo mismo ocurre con su compañero. Anuncian que, pese a los
inconvenientes, la cacería ha llegado a buen término y que tanto el fugitivo
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como sus secuaces han sido arrestados. César da un respingo en la silla. Mira
a los lados. No termina de entender. El televisor vuelve a ofrecer imágenes de
la calle. De otra, al parecer, pues en la noche sobreiluminada todas parecen la
misma. El número de cazadores es difícil de cuantificar. Cada uno de ellos
reduce a un hombre. Los irrigan con el destello de sus dememorizadores.
César se pone en pie y se acerca al aparato. Busca en balde caras
conocidas entre los arrestados. Ni siquiera lo logra cuando se encuentra a
escasas dos cuartas de la pantalla, tan cerca que los parroquianos del bar le
increpan. Le dicen que se quite de en medio. Él tarda en reaccionar, aturdido.
Entretanto, el programa continúa. La manecilla de un reloj que no deja de
girar pese a todo. Caiga quien caiga.
No hay datos definitivos de los enemigos públicos arrestados, anuncia
Antonio, sin embargo, es casi seguro que se trata de miembros de la peligrosa
organización terrorista BCA. Harry hace un chiste al respecto y Antonio le
corresponde con carcajadas. Golpes en la mesa. Siguen recreándose con esta
ocurrencia y con otras derivadas de la misma. César vuelve a perderse en ese
argot que todos menos él comprenden.
Los presentadores anuncian una pausa. Dan paso a un espacio que
califican de muy importante y recuerdan que el programa continuará a la
vuelta con más cacerías. Piden a su audiencia invisible y muda que no se
retire. Hay un fundido a negro, suave pero repentino. Muy pronto la pantalla
cambia a un tono de mayor claridad. Surgen letras de la nada que crecen
veloces y van formando palabras, una por vez, acompañadas de una enfática
locución y música impactante. «Violencia, inseguridad, miedo, corrupción,
libertinaje». Las imágenes empiezan a sucederse. Son fragmentos de
grabaciones de guerras, campos de concentración, refugiados, ejecuciones,
explosiones nucleares. El locutor habla del pérfido vecino comunista, de
crueldad, de espejismo, de un engaño urdido por las mentes más retorcidas.
Luego, excepto el tono, cambia todo. Las imágenes se suceden a un ritmo más
armónico y son también más amables. Como la música, ahora amable aunque
decidida, que no deja de acompañar. El nuevo vocabulario está formado por:
«civilización, democracia, firmeza, baluarte de orden, justicia, más
democracia, raza, presidente electo Duque Conrado de Mirasierra, justicia,
democracia». César no lo recuerda, pero intuye que nadie rebaña las palabras
del mismo modo que este locutor. Está seguro de conocer su nombre, aunque
ahora no logre ponerlo en pie.
Lo que viene a continuación no le entra por los oídos sino a martillazos.
El mencionado presidente habla a cámara con un mensaje para la ciudadanía.
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La imagen un poco más retrasada que el sonido. «Histórica erradicación del
crimen, sistema más perfecto y evolucionado del mundo, destino histórico,
firmeza contra los males venidos del Este, desarrollo técnico sin parangón,
gran labor de los científicos patrios». El monólogo sigue y sigue, pero ya
resbala sobre César, que pierde el interés casi por obligación. Nada le da las
respuestas que necesita. Todavía en pie, recorre los metros que le separan de
su mesa. Teme que con el siguiente paso no consiga sostenerse y se derrumbe.
A sus espaldas finaliza el discurso. Suenan con brío los primeros acordes del
Horst Wessel Lied.
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Europa. Por eso mismo el Staat y el mismo Reich requieren de vosotros que
estéis a la altura. Ya sé que os han estado preparando para esto en vuestras
clasecitas. También sé que la mayoría de vosotros ha servido varios años en el
extranjero y que tiene formación militar. Nada de eso importa aquí. Es ahora
cuando se va a demostrar de lo que de verdad estáis hechos. Es ahora cuando
vamos a ver vuestro compromiso con la causa.
No nos habían dado la orden de firmes, y era raro. El ejército lo
impregnaba todo en la SISVA y nosotros estábamos integrados en la cadena
de mando. Sin embargo, por algún motivo se nos trataba como civiles. Era un
alivio, pero también una forma de hacernos sentir menos que ellos. De
decirnos que éramos herramientas en sus manos. Útiles, sí; reemplazables,
también.
Herr Leutnant hizo una seña a un hombre que esperaba junto a la puerta
de la sala contigua y que yo no había advertido. Luego continuó.
—Las pruebas que van a comenzar ahora son vitales para el éxito de
nuestra empresa. Se acabó el tontear con perros y ratas. Desde hoy jugáis en
primera.
Un total de cuatro soldados hicieron aparición. Sujetaban a un hombre con
el cuero cabelludo grisáceo y pálido de quien acaba de ser rapado. Una simple
bata cubría mal que bien su piel velluda y más bien morena. Fue inútil el
forcejeo. Terminó de igual modo atado a la silla, inmovilizado. Resoplaba con
los dientes apretados, la cara hinchada en varios puntos.
—No hace falta apagar las luces —dijo Herr Leutnant al profesor titular
—. Eso es solo cuando queremos pasar desapercibidos, y es importante que el
sujeto nos vea. Hay gente que opina que no se debe experimentar con seres
humanos, que es una crueldad y una aberración. Muchos de ellos lo dicen por
ignorancia o debilidad, pero de todos modos yo les doy la razón. Es verdad,
jamás hay que experimentar en humanos. Es algo que nunca se debe hacer y
me repugnaría profundamente si alguien lo hiciera. —Se acercó al cristal y
apuntó con el dedo—. No obstante, eso que tenéis ahí no es un ser humano.
Es una criatura inferior, un animal. Y es cierto que, como superiores, nuestro
deber es defender la naturaleza y los seres que en ella habitan. Así como
también lo es que tenemos el derecho de servirnos de ella para nuestro
beneficio. Ojo, no es capricho, sino evolución.
Herr Leutnant hizo una pausa. Se alejó del cristal para dar una nueva
vuelta. Nos fue mirando a la cara uno a uno. Nosotros no sabíamos si
atenderle a él o al sujeto de la silla. Con los militares cualquier respuesta era
siempre la equivocada.
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—Lo sabíamos, ¿verdad, Herr Kapitän? —preguntó a su superior—. Por
mucha clase teórica y películas que les hagan ver en la universidad, nos llegan
blanditos. Tiernos como corderitos. Lo veo en vuestras caras, pequeñines. No
aprobáis esto, no lo veis bien. Os da miedo, os asquea. Bueno, no pasa nada,
siempre hay una primera vez. Para eso mismo estoy yo aquí, para erradicar
vuestros escrúpulos. Profesor, haga el favor de decirle a sus pupilos quién es
el individuo en cuestión. Guardamos las fichas de todos y cada uno de ellos
con este motivo: recordar que no son mejores que las ratas o los perros.
Adelante, profesor, dígales.
—Sujeto 14 917 —dijo este tras aclararse la voz. Leía un informe de su
carpeta—. Acusado de agitar revueltas obreras, comunismo, pertenencia a
organización terrorista y espionaje. En su casa se encontraron libros
prohibidos, material propagandístico y un manual para fabricar artefactos
explosivos.
—Angelito —apostilló Herr Leutenant —. Agitador, comunista, terrorista
y espía. Casi nada. Un traidor como la copa de un pino. Ha hecho méritos
para estar ahí sentado, ¿no os parece? Él ha elegido esto, no vosotros. Él es el
culpable, él es el juez y el ejecutor. No vais a hacer nada erróneo, de eso ya se
ha encargado él solito. Lo que sí vais a hacer es sacar algo de un elemento
que, de otra forma, no solo sería inútil, sino pernicioso. No veo una acción
más acertada y noble. —El oficial giró sobre sus talones y comenzó a
deshacer el camino andado. La emoción se le empezaba a subir a la cara en
forma de color—. Nuestra misión vital todavía no ha terminado, la guerra
sigue estando ahí mientras los rojos no hayan desaparecido, todos lo sabéis. Y
si todavía no hemos prevalecido es por culpa de individuos como ese de ahí.
¿Os imagináis cómo sería el mundo sin alimañas como él? ¿La cantidad de
problemas que ahora estarían resueltos si no fuera por sucios traidores que
van propagando la necedad y la sinrazón? Nunca habría estallado esa sucia
revolución bolchevique en los Estados Unidos, por ejemplo. Si no fuera por
bichos como ese de ahí, ahora no estaríamos luchando contra los rusos,
porque no habría rusos. Los habríamos aplastado hace años. Décadas.
—Y sin embargo, conozco gente que opina que fue esa revolución la que
hizo que los yanquis se derrumbaran y que, por lo tanto, nosotros pudiéramos
vencer en la Segunda Guerra Mundial —dijo de pronto Herr Kapitän. Era la
primera vez que oíamos su voz. Tenía el español más perfecto que yo nunca
hubiera oído de un extranjero.
—Tonterías —refunfuñó Herr Leutnant con menor convicción—. Los
americanos no hubieran podido superar a la Wehrmacht de ningún modo. Con
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los ingleses derrotados se habían quedado solos. A los japoneses a lo mejor
les daban problemas, pero a nosotros jamás. Los rusos se aprovecharon de la
situación y los atacaron por la espalda. Nada más.
—A lo mejor nosotros no hubiéramos podido con rusos y americanos al
mismo tiempo —replicó Herr Kapitän. Aquella confrontación a todas luces le
divertía—. Si se hubieran aliado, habrían terminado con nosotros.
—¿Aliados los rusos y los americanos? Imposible. Con todos mis
respetos, Herr Kapitän, esas son elucubraciones que no vienen a cuento y que
solo servirán para confundir a los estudiantes.
El joven oficial soltó una risita contenida pero de algún modo cáustica. No
sabíamos si realmente pensaba así o si solo había intervenido para pavonear
su español impecable a la vez que demostraba su superior capacidad de
razonamiento. Observó por un momento la cara que se nos quedó y, con un
leve gesto, le dio permiso a Castro para que continuara. Este se volvió hacia
nosotros, recuperando la compostura y devolviendo a su semblante esa mueca
canina de los oficiales que tratan con sus inferiores.
—¿Alguna pregunta? Perfecto, así me gusta.
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—Vamos a ponernos en marcha y que sea lo que tenga que ser —dice
Ánder. Parece que sus palabras están más destinadas a convencerse a sí
mismo que a informar al científico.
—¿Ponernos en marcha? ¿Dónde estamos? ¿Qué quieres de mí? ¿Quiénes
eran esos de negro que me perseguían? —se va interrumpiendo César a sí
mismo.
Ánder resopla. Algo no está yendo bien, y no es la peor noticia.
—No tengo tiempo para esta mierda —dice—. Mi misión es sacarte de
aquí y ponerte a salvo. ¿Quieres que te pillen los Jäger?
—¿Los Jäger?
—Sí, imbécil, los cazadores. Los de negro. Pues si quieres que al final te
pillen sigue gritando y no me hagas caso, hostias. Venga, quítate ese abrigo y
toma esta gabardina.
—¿Qué?
—Ellos saben cómo vas vestido. Este cambio les despistará lo justo. Toma
también este sombrero. Rápido.
La intención inicial de César es protestar, pero de algún modo la reprime.
Siente potentes los latidos del corazón en rincones inverosímiles de su
anatomía mientras agarra las prendas que Ánder le tiende. Las mira, no para
ver si son de su gusto, sino para preguntarse qué hacer con ellas.
—¡Dale! —le apremia Ánder.
César suelta la ropa sobre el capó del coche a su izquierda, un BMW Glas
3000 azul cobalto que en la penumbra es negro. Se quita el abrigo, lo dobla
sin saber a qué tanto cuidado, lo deposita sobre la chapa. Examina la nueva
gabardina al derecho y al revés con gesto escéptico. Ánder toma el abrigo y lo
mete dentro de una maleta que por su tamaño casi podría ser un maletín.
—Ya. Escúchame bien: ahora voy a abrir esta puerta. Vas a salir solo. Sí,
tú solo. Y no la vas a joder. Vas a ir hacia donde te voy a decir. Rápido pero
seguro, sin dudar delante de las cámaras, ¿de acuerdo? Sal y ve a tu derecha,
sigue la calle hasta que ya no puedas continuar. Ahí encontrarás una calle que
corta, León se llama. Tómala a la izquierda y métete en el primer bar que veas
antes de salir a la plaza. Quedará también a tu izquierda. No tiene pérdida.
—¿No hay cámaras en esa otra calle?
—Hay cámaras en todas las putas esquinas, pero no están esperando que
aparezcas por ahí, así que con suerte pasarás desapercibido.
—¿Con suerte?
—Sigue mis instrucciones y ve directo adonde te digo. No te demores ni
un segundo. Recuerda, paso firme, sin dudas.
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—¿Y luego? —pregunta confundido.
—Espera allí a que llegue Emma. Sí, Emma, la reconocerás en cuanto la
veas. Vamos.
La idea de ver por fin una cara conocida reconforta al científico. No le da
tiempo a desarrollar más este pensamiento, pues Ánder se dirige a grandes
trancos al portón metálico para los coches. César cae en la cuenta de que
saldrá a una calle distinta que no sabe si ha visto antes en su vida. Traga
saliva. Hay un postigo disimulado en la chapa, de dimensiones humanas,
pensado para cuando los conductores son peatones. La mano de Ánder se
aferra al pomo. Lo acciona retorciendo todo el brazo en un escorzo. Abre una
rendija y la luz le baña media cara de amarillo.
—Vía libre —susurra sin alegría. Le escruta aprovechando los pocos
centímetros que les separan—. Dale.
Le deja caer una mano sobre el hombro izquierdo en un gesto que podría
considerarse de compañerismo pero que solo sirve para dirigirlo. Lo
acompaña hasta que sale por completo. Cierra en cuanto los pies de César
vuelven a sentir los adoquines de la calle. El portazo metálico a su espalda le
espolea. Los zapatos repican con nervio sobre el pavimento mojado. Trata de
permanecer sereno, pese a que su pulso le exige que eche a correr. O a volar.
No llueve, algo que puede cambiar de un momento a otro. Descubre que
olvidó abrochar un par de botones, lo que propicia que la gabardina aletee a
diestra y siniestra con un entusiasmo nada acorde con la situación. Tiene una
discusión interna a favor y en contra de detenerse a subsanar esto. Sigue
adelante. La calle León se cruza a pocos metros. Busca de soslayo una placa
que se lo confirme, pero en su lugar solo encuentra una cámara que le mira
inquisitiva. Tuerce a la izquierda y la deja atrás. Ve el cartel iluminado. Tres
letras negras sobre fondo amarillo: «BAR», sin más. Lo esperaba algo más
lejos. Amplía la cadencia de sus zancadas, y no es hasta que solo le resta un
paso cuando reflexiona que a lo mejor se está equivocando: de
establecimiento, de camino, de confiar en ese Andrés.
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Está corriendo. Jadea. Está corriendo y jadeando. Cree poder recordar por qué
lo hace, aunque lo cierto es que se trata de la primera vez que piensa en ello.
Tiene la sensación de que corre y jadea desde el principio de los tiempos. No,
en realidad había estado en aquel parque hasta hace unos momentos. Desde
cuándo, no lo puede saber. Luego tuvo que salir huyendo. Huye, sí. Huye de
Hans. No le ha visto, pero sabe que se encuentra en las inmediaciones. Detrás
de él, también corriendo, al acecho. Cerca.
Aprieta la carrera. Las imágenes de la noche están entrando nuevas en su
cabeza: los edificios que le rodean, las farolas que deja atrás, los coches, el
pavimento encharcado. Sabe que existía esa calle antes, solo que no podría
decir desde cuándo. Sigue corriendo. Sigue y sigue hasta que el pecho le dice
basta. Busca un escondrijo tras unos contenedores. No es lo mejor, pero al
menos ya no está al descubierto. Su jadeo se convierte en tos. Se retuerce
sobre sí mismo. Cuando consigue recomponerse un poco se encuentra las
manos temblorosas, la piel mojada y cruzada de venas. Se palpa la ropa por
encima buscando algo que no termina de saber qué es. Entretanto, la
respiración prosigue su ritmo implacable, como si persiguiera batir una
plusmarca.
César alza la cabeza para comprobar que desde su posición apenas
consigue distinguir algo. Se levanta poco a poco, torpe por la mezcla de
cansancio, nerviosismo y temor a ser visto. La calle es un páramo de cemento.
Noche cerrada infestada de las sombras que dejan los focos amarillos. Ni un
solo sonido, ni un murmullo. Esto le anima a salir de su escondite y continuar
su camino, pese a no tener ni idea de si existe ese camino. Unos metros más
adelante descubre un cruce de vías que pasaría por normal de no ser por el
muro que lo secciona. El científico trata de enfocar. No entiende lo que sus
ojos quieren mostrarle. Se acerca.
El muro existe. Es gris, alto, firme, basto, coronado por una pieza metálica
redondeada. Aquello no debería estar allí. Puede que él tampoco. Se acerca
todavía más, lo toca. Es áspero, de hostil hormigón. Mira a la esquina del
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edificio más cercano. Arriba en la cornisa, justo al lado de una placa azul casi
vencida por la herrumbre que anuncia «calle de Serrano», una cámara le
escolta. Le está apuntando. Negra toda ella.
César busca en las inmediaciones algo o alguien que pudiera darle una
pista, pero allí sigue sin haber un alma. Camina pegado al muro, recorriendo
su superficie con la palma de la mano, como si la ciudad fuera a volverse más
amable en respuesta a esta caricia. Por algún motivo tiene la certeza de que la
calle Serrano era una amplia avenida. Y ahora solo queda un muñón. Un
callejón forzoso por el que apenas hay espacio para que circulen los
automóviles de uno en uno. El muro alcanza el primer piso de los edificios
que dan a él. Las terrazas y ventanas están todas tapiadas, cegadas con
ladrillos y sin cariño. Tampoco hay árboles o postes, solo un espacio inerte
vigilado por focos, cámaras y las ocasionales torretas. Él continúa caminando,
bajando aquella calle mutilada hasta que llega a una suerte de plaza. El muro
no se detiene allí, sino que la cruza de parte a parte, en una cicatriz urbana
que tapa el acceso a la Puerta de Alcalá y el Parque del Retiro. El monumento
le observa taciturno desde el otro lado, con su antigua magnificencia castrada
por las circunstancias. César se siente acorralado, no sabe si es por la
impresión de ver la puerta así o porque el espacio abierto lo asfixia. O a lo
mejor porque todavía siente la presencia que le persigue. Hans. Vuelve la
urgencia, la necesidad de correr. Tiene que ponerse a salvo.
Deja atrás el muro. Busca calles recónditas, más estrechas, que le
proporcionen algo que se asemeje a un refugio. Entonces ve una arcada vacía,
perfecta. Se introduce sin pensarlo y se parapeta tras la pared de ladrillo. Se
trata de un pórtico cerrado a la calle por columnas, abierto a ella por arcos. Es
un buen lugar para atender sus heridas, las que sabe que tiene aunque no se
vean. Se deja caer hasta quedar en cuclillas, cabeza gacha mirando el
pavimento allí donde se arremolinan las sombras y las grietas. Sus
pensamientos se levantan en desbandada hacia otros parajes. El pecho le sube
y le baja, le sube y le baja.
Se obliga a pensar, a recordar. Esto no debería resultarle tan difícil; es
científico. Sí, científico. Eso lo sabe. No es demasiado ni está muy definido,
aunque tiene la sensación de que, si indaga un poco, podrá saber más. Y
alrededor de su profesión solo parece haber vacío. No debería ser así. Se
aprieta las sienes con los puños.
—Vamos —se dice.
¿De dónde viene? Una pregunta tan simple y, sin embargo, tan imposible
de contestar. Se siente impotente. Nunca antes se había enfrentado a una
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amnesia de ese calibre. Eso cree. Descarta estar borracho o bajo los efectos de
alguna droga. Esa puede ser la respuesta. Se toca, se mira las manos, cuenta
hasta diez. Todo ello sin tener ni idea de por qué lo hace ni qué resultado
espera conseguir. Más frustración.
Toma aire con intención de recordar, de sacar algo del fondo de su
memoria. Entonces distingue imágenes. No son demasiadas, pero es algo.
Tiene la extraña sensación de que no ha perdido los recuerdos, sino que se le
ha olvidado cómo acceder a ellos. Si es que eso tiene sentido. Aprieta los ojos
y saca los dientes. Ve una larga cola frente a una tienda de ultramarinos. La
calle está sucia y cubierta de un polvo que no se va por más que sople el
viento. Nadie alza la voz, nadie se ríe; es de mala educación. Su madre,
inmensa a su lado, le manda callar y no le deja ir a jugar con los otros niños.
Ella viste de negro de la cabeza a los pies, como todas las demás mujeres. Y
huele fatal.
De vuelta a la realidad, César se detiene un momento. Mira al fondo de la
galería sin ver nada. Cierra los ojos de nuevo. Exhala un aliento cálido que
forma una efímera nube de vaho. Se reincorpora al tren de las imágenes de su
cabeza. Recuerda llorar de hambre, cerrar muy fuerte los ojos por la noche
para conseguir ahuyentar la sensación de estómago vacío. Recuerda mirar al
cielo buscando las nubes de lluvia que llenasen los barreños. Su madre le
mandaba a hacerlo porque ella no se atrevía; porque temía volver a ver la
aviación allí arriba. Recuerda algún bombardeo aislado, poca cosa, decía su
tía, nada comparado con antes de que él naciera. Esa guerra sí que fue mala.
Decía eso para animarles mientras se apretaban en el sótano y rezaban para
que el edificio no se les hundiera sobre las cabezas.
De repente, los sentidos de César se centran en un punto al fondo de la
galería. Ha podido ser un coche o algún objeto movido por el viento. Se
queda detenido y en silencio, lo que no le ayuda a descubrir ninguna novedad.
Pasan unos segundos, tres, cinco, diez. Nada. Entonces lo vuelve a oír, más
claro, acompañado por algo que ha oscurecido un instante la luz que entra por
uno de los arcos.
Hans. Viene a por él. Tiene que salir de ahí. Ya.
Corre. No está todavía recuperado y, sin embargo, corre. Ni él ni sus
zapatos están hechos para la carrera, se teme. Las suelas siguen siendo igual
de finas y duras, demasiado para absorber el impacto contra el suelo. Además,
tienen una acusada tendencia a resbalar. Sus rodillas sufren. Las zancadas
resuenan en la calle; una sucesión alocada de chasquidos. En su interior es
diferente. Allí los pasos retumban como mazazos en un tabique de un edificio
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a punto de venirse abajo. Le sacuden las articulaciones y le aprisionan el
pecho. Mira hacia atrás en un movimiento desesperado que casi le hace
zozobrar. Nada, solo la ciudad desierta, sobreiluminada, casi tanto como el
día. Aterradora.
Sigue corriendo cuando, por su izquierda, encaramada a una pared, surge
una sombra. Es un hombre. Para cuando puede verle la cara, ya lo tiene
encima. César intenta esquivarlo con la agilidad de un buque mercante. Se
echa a un lado, trastabilla. De no ser porque logra apoyar las manos en un
Lloyd Alexander verde agua, hubiera caído cuan largo es. Mira al recién
llegado, que parece no estar reparando en él, sino en algo que viene más atrás.
—¡Corre! —le grita.
César no comprende. Siente el impulso de responderle, pero no tiene el
aliento necesario. Entonces se gira y ve lo que ese extraño está observando a
sus espaldas. Es un espectro que se alza con una negrura que no hay farola
capaz de espantar. La máscara blanca está fija en su objetivo. Él.
Retoma la huida, más fuerte, con más empuje, con más miedo, con menos
reservas. Toma una esquina sin otro motivo que dejar la angustia atrás. De
milagro no vuelve a terminar en el suelo. Se gira en repetidas ocasiones, sin
orden. Entonces ve el rostro hierático y blanco envuelto en sombras
emergiendo de detrás de un buzón. Demasiado cerca. Se lanza a por él, trata
de agarrarle. César no tiene tiempo más que de virar con todo hacia la pared
más cercana. Choca el hombro contra su superficie, se tropieza, pero consigue
esquivar el ataque. Lo deja atrás sin saber si es un espectro nuevo o si es el
mismo que le perseguía, que posee la capacidad de materializarse allá donde
desee.
Llega otro hombre, también salido de la nada. Lleva la cara cubierta con
un pañuelo, como un bandido. No es una máscara blanca. Se desentiende de
César y va directo a por el fantasma. Ambos se enzarzan en una pelea cuyo
desenlace trae sin cuidado al científico. Mira a izquierda y derecha. No
encuentra un lugar donde esconderse.
—¡Eh, aquí!
Dos hombres en la acera de enfrente, distintos, anónimos. Sus rostros
también se ocultan bajo bufandas o pañuelos. Le hacen señas, lo llaman por
su nombre. Él tiene que detenerse un instante para corroborar que, en efecto,
César es como se llama. No sabe si hacerles caso o seguir adelante. Seguir.
Vacila sin llegar a detenerse por completo. Los hombres se le acercan y la
garganta le quema. Cuando los tiene a un par de pasos, el científico descubre
que no quiere estar con ellos, que todavía le falta calle para seguir huyendo.
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Ya es demasiado tarde, lo paran. Él lucha por repelerlos sin mucha
convicción. En el fondo, está tan exhausto que desea confiarse a ellos. Solo
quiere descansar.
—Ven, vamos —dice uno.
—¿Quiénes sois? —pregunta entre jadeos—. ¿Qué queréis?
—¡Vamos, joder!
César se calla en señal de conformidad. O de agotamiento. Los
desconocidos lo agarran de los brazos y él se deja. Permite que lo lleven casi
en volandas, que crucen la calzada, que se dirijan a un lugar que parecen
conocer y él, por supuesto, no. Desea confiar en ellos, pero se siente como un
cordero camino al altar de los sacrificios. No puede evitar fijarse en una
cámara que cuelga de sus propios cables, destrozada, humeante. Más allá hay
otra en el mismo estado, y otra, y otra más allá.
Entran a un portal, uno enorme como otros tantos de la zona. Dos de los
hombres se quedan fuera y, al mismo tiempo, de su interior salen otros dos.
No dicen nada, parece obvio que es innecesario. La puerta se cierra y César se
queda dentro, a solas con uno de ellos. Todavía le agarra del brazo.
El hombre se descubre. Su cara, sus rasgos, podría haberlos visto en
cualquier sitio antes; no obstante, le resultan desconocidos. Quiere preguntar,
pero sigue sin resuello.
—Sígueme. Ni una palabra hasta llegar al garaje. ¿Entendido?
—¿Qué? —pregunta César casi sin resuello.
—Las preguntas, en el garaje. Ahora, ven conmigo. Seguimos en peligro.
Vamos.
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—Vamos, César —dice el Jäger—, que no se diga que las ratas de
laboratorio no tenéis coraje. —Se ríe. Está disfrutando con cada paso que dan
—. Traidor asqueroso.
Eso ha sido innecesario.
—Déjame en paz —acierta a decir César. Suena a súplica.
Darío suelta una carcajada. Es el primero en entrar en la siguiente sala. Ya
han llegado, tan pronto. Hay más hombres de blanco que no son guardias ni
parte del cuerpo de cazadores ni de la Gestapo. Son científicos. Llevan
puestas mascarillas que les tapan boca y nariz, lo que no impide apreciar el
gesto de disgusto que ponen al verle. No los reconoce, pero seguro que
conoce a la mayoría, aunque trabajen en distintas áreas. Y ellos por
descontado que le conocen a él. «¿Tú también?», parecen querer exclamar.
Sobre la cabeza llevan unas aparatosas gafas que de momento miran al techo.
Dos de ellos recogen a César, con cuidado lo llevan hacia la única silla de la
estancia, un artefacto extraño que intercala almohadillados con estructura
metálica. Tiene correas de un extremo al otro, con sus brazos abiertos,
esperándole. Los científicos le despojan de los grilletes, una libertad efímera.
Cierran los cinturones alrededor de tobillos, muslos, cintura, cuello,
antebrazos, muñecas, frente. La resistencia de César es pasiva, patética. Solo
hay un conato de rebeldía que las correas resuelven sin mayor problema. Ya
está, bien sujeto al trono. Desde su posición apenas puede ver lo que pasa a
los lados. Con la nuca aplastada contra el frío cuero ha perdido la movilidad
del cuello. Hay máquinas enormes que cubren las paredes desde el suelo hasta
el techo. Emiten luces y sonidos que no sabe interpretar.
El Jäger se queda allí, contemplando cómo los científicos van ultimando
los preparativos, moviéndose alrededor de César, yendo de aquí para allá. No
ha perdido la sonrisa de sátiro, se puede intuir incluso tras la mascarilla. Le
insulta, le adelanta lo que va a ocurrir. Y ya no es una amenaza. Luego se
acerca a uno de los técnicos, casi en el límite del campo de visión de César.
Le entrega un sobre cerrado.
—Esto es… —titubea el técnico.
—Es lo que es —replica Darío, reafirmando la voz, imponiendo su
jerarquía—. Órdenes de arriba.
Todavía intercambian un par de frases más que a César se le escapan,
inmerso en el protocolo de su propia ejecución. Que sigue adelante.
—Abre la boca —le indica uno de los operarios. Él no puede obedecer,
paralizado por el terror—. Vamos, no lo pongas más difícil. Abre la boca.
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César accede. Deja que le introduzcan aquel palo cubierto por una
superficie gomosa. Lo aprieta con los dientes. Ese parece ser su único
propósito, después de todo. Los nervios le pueden. Llora. Lo siguiente que
viene es una máscara que le cubre el contorno de los ojos, desde la nariz hasta
el nacimiento del cabello. Y con ella la oscuridad total. Él la recibe con un
gemido de espanto. Lucha, se retuerce contra la silla. Es inútil, no se movería
aunque sufriera una deceleración súbita de cien kilómetros/hora a cero; eso
dicen los test mecánicos que César también utiliza en sus experimentos.
Escucha el ronroneo del aparato entrando en calor. Ya empieza el proceso y él
está en plena crisis nerviosa. Según sus cálculos, ya debería haberla superado.
No podía estar más lejos de la realidad.
Alguien da una orden, seguida de un zumbido antinatural que sube y sube.
Ya ve la luz verde aparecer en la pantalla que tiene a escasos centímetros. Las
lágrimas no le van a proteger de ella. El resplandor crece hasta ocupar todo el
espacio. César siente cómo la luz se posa sobre la piel que da forma a sus
párpados, mejillas, nariz, cejas. No da calor, ni frío, aunque su cuerpo
reacciona a ella. De hecho, es lo último que nota cuando el chorro se abre y
vierte su carga sobre él. La potencia del haz parece querer estamparle contra
el asiento, pero en realidad está tirando de él. Aspira con avaricia, extrayendo
el contenido de su cabeza y volcándolo en un recipiente de plástico, cables y
circuitos.
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La biblioteca privada del director general sigue siendo reconocible dentro del
canon de la SISVA, pero carece de la oficialidad que rezuma el resto del
edificio. Sus paredes cubiertas de estanterías, sus libros antiguos, la chimenea
en la que cabría un adulto de pie, la mesa de lectura, los sillones acolchados
que aprovechan la luz del ventanal. Parece situarse en un punto
espaciotemporal muy distante de aquella sede, aquella ciudad, aquel país. En
los diecisiete años que César lleva allí trabajando nunca había visto el jardín
que ahora contemplan sus ojos. Ni siquiera sabía de su existencia. Tanto
verde es casi lascivo.
Le encantaría disfrutar de ese remanso de paz que acaba de descubrir,
pero es el peor momento posible. Frente a él, a un lado del ventanal, dos
hombres comparten un robusto sofá de piel. Dos señores, muy distintos entre
sí, pero de idéntico aire altivo. Sus puros desprenden una lengua de humo
azulado que cae hacia arriba. Uno de ellos, a la derecha, es Estanislao
Satrústegui, jefe supremo del cuerpo de cazadores. El otro, rígido como una
estaca, es Ulysses Zechariah Conroy, director de la TNA, Televisión Nacional
Adaptada. Le observan sin pudor, con unos ojos que, más que ver, sacan
lecturas. El tercero en discordia, sentado al otro lado de César, en un sillón
gemelo del suyo, es Raynard Schwarzhaus, director general de la SISVA, su
superior de mayor rango y beneficiario de tan espléndida biblioteca. Alejado,
sentado a una mesa fuera del círculo principal, espera Doroteo Escalona, jefe
directo de César, presente por si hay alguna pregunta que contestar.
Desprovisto de voz, en cualquier caso.
Por descontado, la situación de César allí es eventual. No había pedido
algo así, aunque imaginaba que los jefes gordos querrían estar enterados de lo
que él tiene que contar. Sujeta el puro entre dos temblorosos dedos temiendo
que se le escurra. Se trata de un ejemplar caro, algo de contrabando cuyo
valor él no es capaz de apreciar. Lo que en realidad desearía es un cigarrillo
que le calmase los nervios. Por prudencia, calla; no conviene andar
importunando a esos hombres con su falta de sofisticación. El poder que
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tienen a este lado del muro es inmenso; bien podrían hacer caer en desgracia a
cualquiera. Con el nimio gesto de levantar un teléfono.
El silencio sigue dilatándose, y cuando César piensa que no se puede
arrepentir más de haberle confesado a su jefe lo que le confesó, descubre que
sí, que puede. En su cabeza se imagina creativas formas de ser eliminado,
borrado de la existencia para siempre. Mientras, en la estancia ya se ha
hablado lo suficiente; se han llenado las copas y se han prendido los cigarros.
El hielo está más que roto.
—Alegra esa cara, hombre —le dice Raynard Schwarzhaus. Su alemán de
Hamburgo es limpio y fácil de entender. A César le recuerda a una de sus
profesoras de bachillerato. Una arpía sin corazón—. Estamos celebrando algo
importante.
—Sí, señor —responde César, sin comprender qué quieren decir esas
palabras. Así lo intuyen los presentes.
Hay miradas oblicuas, cargadas de intención, de recelo, de información
para él clasificada. También hay medias sonrisas solo interrumpidas por
sorbos al coñac o chupadas al habano. El científico se siente como un novato
que por equivocación se ha quedado encerrado junto a los líderes del curso.
—Este no sabe ni dónde tiene la cara —comenta Estanislao Satrústegui,
resoplando. Su alemán es tosco, lleno de sonidos poco o nada germanos.
—Suéltalo ya, Raynard —dice Ulysses Conroy con un acento que suena
demasiado americano. Boston, Philadelphia o algún otro punto de la costa
este, por supuesto—. Y así también nos enteramos nosotros de una buena vez
de lo que andas tramando.
Schwarzhaus casi consigue contener media sonrisa. Entretanto, el
nerviosismo de César no para de escalar. Su espalda ha roto a sudar, las sienes
le arden, pero por nada del mundo se atrevería a formular la pregunta que le
ronda con insistencia. Eso, sin duda, lo presiente el director general. Un
destello sádico reluce en sus ojos. Le mira como miraría una araña a una
mosca inmovilizada a la que todavía no ha decidido comerse.
—¿Por qué crees que estás aquí, César? —le pregunta.
El científico conoce la respuesta. No obstante, duda. Hay alguna variable
que no maneja.
—Por lo que le he confesado al profesor Escalona, señor.
—Esa es sin duda una parte. Pero no todo. Solo la mitad más pintoresca.
Los tres hombres ríen, aunque Satrústegui parece más bien incomodarse
en su lado del sofá. No es nada comparado con la sensación que recorre a
César.
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—Tú sabes de sobra a lo que nos dedicamos en esta casa, ¿verdad, César?
—pregunta Raynard—. Existen docenas de equipos de investigación como el
tuyo y otros tantos laboratorios. No todos pueden dedicarse a artefactos como
la Traumtruhe; gran trabajo el que estáis haciendo ahí abajo, por cierto. En
fin, la mayor parte de los científicos se dedica a mejorar los cacharritos de los
cazadores —dice, poniendo la mano con forma de rudimentaria pistola; una
impecable uña le apunta— y a otras cosas relacionadas con la
dememorización. Dime, César, ¿qué puedes contarme de la dememorización?
La pregunta le coge a traspié. Es una cuestión tan simple que no puede ser
lo que parece. Tampoco está relacionada con su propósito allí. Su superior
trama algo.
—Información básica, señor —responde tras carraspear—. No es mi
campo; sé que se trata de un borrado de memoria por medio de aparatos
ópticos. La usan en las cacerías los miembros del cuerpo Jäger contra los
traidores.
Hay más risas en la sala. Más sorbos y caladas.
—Muy bien. ¿Y cómo es ese borrado de memoria? —insiste
Schwarzhaus.
César duda. Algo va mal.
—Parcial en un primer momento, señor. Luego, en los centros de
Reeducación se convierte en total para a continuación proceder a rehabilitar a
los ciudadanos.
—¿Veis, amigos?, ¿qué os dije? Un estudiante aplicado —dice su
superior, desatando nuevas risas en la estancia. Deja pasar unos segundos con
una innecesaria pausa dramática—. ¿Qué pasaría si te dijera que tenemos un
artefacto recién testado que puede borrar recuerdos concretos a voluntad?
César no quiere decirle que eso es irreal; que, o está bromeando, o se
equivoca. Por mucho, además. No lo diría en alto bajo ningún concepto.
—No te hacía tan incrédulo, César —le dice su superior sonriendo—. No,
no hace falta que lo niegues, se te ve a la legua que no me crees. Y de verdad
que tendrías motivos para ello; esto que te digo parece sacado de una novelilla
de esas de ciencia ficción. Pues no, no miento. Hemos testado diferentes
variables, tanto temporales como espaciales, incluyendo la profundidad del
campo cognitivo, y hemos recibido una tasa de acierto superior al 98 %.
Estamos borrando memoria a voluntad.
El científico se lleva una mano a la boca. Esos datos imposibles tendrían
poderosas repercusiones.
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—Pero eso no es todo —continúa Schwarzhaus, complacido por el efecto
que sus palabras están teniendo en su subordinado—. Como es lógico,
podemos leer grosso modo los recuerdos de un sujeto, aislarlos del resto,
extraerlos y cargarlos sobre un soporte que también hemos terminado de
desarrollar. ¿Qué te parece?
César al fin consigue separar la mano de los labios, lo que hace que los
demás asistentes rían con mayor gusto. Ellos ya conocían la noticia, o acaso
han sabido de ella hace unos minutos, lo que no les impide paladear la
sensación de superioridad. Beben, dan caladas.
—Aunque hasta que esa tecnología no esté adaptada a los
dememorizadores, no estaremos seguros del todo —dice Satrústegui,
volviendo de pronto a la seriedad y dirigiéndole una mirada de desafío a
Schwarzhaus. César teme a las personas que tienen esa facilidad para cambiar
de ánimo.
—Bueno, ahora mismo el cacharro ocupa una habitación entera y necesita
ser operado por cinco técnicos. Tú tranquilo, Estanis. Sabes que estamos en
ello, pero que no es prioritario. Esto, en cambio, va a cambiarlo todo.
Al menos una decena de posibilidades desfilan por la cabeza del
científico. Obviamente, no osa pronunciar ninguna en voz alta. Sabe que el
riesgo de parecer estúpido es demasiado elevado. Algo que prefiere evitar
frente a esos hombres.
—Los de Reeducación estarán encantados con esto —comenta Ulysses
Conroy, hablando a través del cristal de la copa que se lleva a los labios.
—Esos inútiles —agrega Satrústegui. Más que acomodarse, se remueve
torpe y hace chirriar la lustrosa piel que aguanta su peso.
—Les facilitaremos la tarea de borrado, por supuesto —responde
Schwarzhaus—. Pero no nos quedemos chapoteando en la superficie: hay
mucho más. Con esta nueva máquina podremos saber quién es leal y quién un
traidor sin necesidad de espías. Podríamos hacer sondeos cada cierto tiempo
entre nuestros trabajadores, o sobre toda la población si nos apetece. Ningún
traidor se podrá ocultar de nosotros, ni siquiera las ratas esas que infestan las
comisarías. Conoceremos las intenciones de todos y borraremos aquello que
no nos interese.
—Incluso podremos borrar esas perniciosas ideas libertarias que al final
derivan en traición, por ejemplo —dice Conroy apuntando con los dedos que
sujetan el habano—. Iríamos siempre un paso por delante del enemigo.
—Una gran idea, Ulysses —dice Raynard Schwarzhaus—. Y luego, una
vez esté todo lo nocivo eliminado, podemos seguir contando con los traidores,
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simplemente porque ya no sabrán que lo fueron ni por qué. Ahorraremos
mucho trabajo y dinero y, sobre todo, ya no hará falta reeducar.
—A ver si esto significa el fin de esa panda de chupasangres de
Reeducación —apostilla Estanislao Satrústegui.
Conroy y Schwarzhaus asienten. Por sus momentáneos gestos pensativos,
se puede adivinar que están imaginando ese escenario. Un mundo feliz.
Mientras, la mente de César carbura a toda velocidad. Nuevas conexiones se
están forjando en su cerebro con cada nueva posibilidad que vislumbra. Él no
debería estar ahí. No debería haber confesado. Ahora no solo pende sobre su
cabeza la espada de la Gestapo, sino que se abren nuevas y tétricas
posibilidades. El pulso le presiona y siente un extraño vacío en el pecho. Se
lleva el puro por inercia a los labios. Llena la boca de un humo amargo y
maloliente. Más que soplarlo, lo vomita.
—Como César es uno de los científicos más brillantes de su equipo y le
presuponemos una gran inteligencia, ya se imaginará qué tiene que ver
semejante noticia con esta reunión, ¿no es así?
El interpelado se aclara la garganta. Siente la expectación, las miradas que
recaen sobre él, que lo empujan, lo toman de las solapas, lo zarandean
exigiendo una respuesta inmediata.
—Creo que sí, señor.
—Los traidores —dice Ulysses Conroy en una voz que es un susurro. Se
relame, ya casi saboreando su presa.
—Eso es, la dichosa célula de espías comunistas que tenemos infiltrada en
algún punto de este edificio —confirma Schwarzhaus—. Ahora que podemos
saber qué se le pasa por la cabeza a cualquiera, será muy simple dar con ellos.
—¡Cómo se nota que soy el único aquí que sabe cómo funcionan los
espías! —se desmarca Estanislao Satrústegui—. Pasar por el cacharro ese a
toda la plantilla no servirá para nada. Esos bastardos se nos han estado
escabullendo desde hace más de cinco años. Cinco que sepamos. Son más
escurridizos que una mala diarrea. Si organizamos un espectáculo de tal
calibre tendrán tiempo de salir huyendo y llevarse con ellos todo lo que saben.
Y los necesitamos vivos. No, lo que nos hace falta es una operación rápida y
eficaz que termine con todos ellos de un plumazo y sin ruido, sin publicidad.
—Tiene razón nuestro amigo —dice Conroy torciendo el gesto.
—Y tanto que la tengo.
—No adelantemos acontecimientos, señores —dice Raynard Schwarzhaus
mostrando las palmas de las manos. Nunca pierde la compostura—. Tal y
como dice Estanis, no hemos estado intentando agarrar a esos malnacidos
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como para ahora mandarlo todo a tomar viento por ponernos nerviosos. No, lo
que vamos a hacer es algo más sutil. Vamos a infiltrar a uno de los nuestros
en ese grupo —dice, señalando a César con un gesto de sus rubias cejas. El
resto de ojos de la biblioteca recae sobre él.
Esto toma por sorpresa al científico. Había descartado esa posibilidad por
demasiado descabellada. La sola idea de verse haciendo de contraespía es
peor que ridícula. No ha podido oír bien. Mientras tanto, los tres peces gordos
se ríen abiertamente de él, de su cara, de su confusión, de su futuro. Pronto
uno de ellos se desmarca. De nuevo, el malcarado Estanislao Satrústegui.
—Pero no sabemos quiénes son los traidores.
—Tenemos una buena pista —replica Raynard Schwarzhaus tras dar un
sorbo de coñac—. ¿César?
A eso sí puede responder el científico. De hecho, es el motivo por el que
está presente en la reunión. Aunque ya no quiera. Se siente acusado y
amenazado; tiene motivos para ello. Toma aire, traga saliva.
—Conozco a uno de los espías, señor, señores.
Cualquier señal de distensión se corta al instante. Solo el humo de los
puros sigue en movimiento, etéreo y ajeno al suspense de los vivos.
—Una, en realidad —sigue diciendo César—. Se llama Emma Arango y
es miembro del cuerpo de cazadores.
—¡Eso es imposible! —ruge Satrústegui, tan enérgicamente que vierte
parte del contenido de su copa sobre la alfombra—. El cuerpo está limpio.
—Sí, en efecto —responde Raynard—. El cuerpo de cazadores está más
que limpio y nadie duda de él, pero César tiene información privilegiada que
debemos considerar.
—¿Qué información va a tener este mindundi? Nada más que mentiras.
¿Qué pasa, Raynard, te vuelves ahora contra mí? Mira que si me buscas me
vas a encontrar.
—Calma, camarada, calma. No es nada de eso.
—¿Por qué no se me ha informado antes de estas sospechas? —exige
Satrústegui.
—Todavía no era el momento, Estanis, relájate. De todos modos, ahora
que contamos con el nuevo aparato leementes, podremos conocer la verdad y
llegar hasta el fondo del asunto.
—¿Qué propones? —pregunta Satrústegui, desafiante—. ¿Quieres que
usemos el cacharro ese contra la tal Emma Arango para saber si es una
traidora?
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—No, no —contesta Schwarzhaus. Sus ojos centellean—. Y menos desde
que nos has dicho que no debemos llamar demasiado la atención. No, vamos a
cuidarnos de no dar pasos en falso.
—¿Entonces? —pregunta Conroy, excitado.
—La respuesta, de nuevo, es César —dice, señalando al científico con la
mano del coñac.
Satrústegui recela. Conroy arquea las cejas. A César se le encoge el
corazón.
—Vas a dememorizarle a él —dice el estadounidense, de nuevo, con su
voz susurrante y su alemán cada vez más americanizado—. Vas a usar el
nuevo artefacto para quitarle parte de la información que tiene y que así no
puedan encontrar nada raro. Incluso podría pasar el test de Karl-Mayer. Lo
acogerán sin dudarlo.
—Pero ¿qué decís? —interrumpe Estanislao—. ¿Habéis perdido el juicio?
¿Por qué motivo iba a dejarse engañar así el comando espía más escurridizo al
que jamás nos hayamos enfrentado?
—Porque le conocen —dice Ulysses Conroy. Está suponiendo sobre la
marcha. Para él es un juego excitante.
Raynard Schwarzhaus mira a César. Quiere que hable, que confirme la
suposición del estadounidense. Este siente el ritmo cardiaco aumentar. El
cuello de la camisa le aprieta, el cinturón también. Un cerco de sudor sobre
ambos brazos del sillón lo delata.
—Emma es mi pareja —contesta.
La reacción es una levísima bocanada de aire, un suspiro de sorpresa
seguido de un sobrecogimiento que desemboca en un morboso entusiasmo.
—¿Te has estado metiendo en la cama con una espía, hijo? —le pregunta
Satrústegui inclinándose hacia él—. ¿Siendo tú uno de los científicos más
destacados de un proyecto ultrasecreto? ¡Menuda lumbrera estás hecho!
César no responde. No hace falta.
—Le han estado espiando de cerca, le conocen y, además, él tiene acceso
a mucha de la información que ellos andan buscando —sigue adivinando
Conroy, cada vez más animado—. Y como nosotros ahora podemos elegir
qué borrar de su memoria, se convertirá en el anzuelo perfecto.
Schwarzhaus asiente. Dibuja una sonrisa que muestra blancos y afilados
colmillos.
—Sabemos que los espías van tras la Traumtruhe —dice el superior de
César. Se inclina para rellenar la copa de Satrústegui, que acepta a medias,
con los labios muy apretados—. Quieren hacerse con ella antes de que la
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enviemos a Berlín. Saben que estamos a punto de ponerle un lazo y montarla
en un avión. Y de eso nos vamos a aprovechar. Así que limpiaremos la cabeza
de César, pero solo de aquello que no nos interesa, por supuesto. Dejaremos
otras cosas al azar. No sé, algunos recuerdos de infancia y juventud, por
ejemplo. Y lo relativo a su trabajo, claro. Todo lo demás sobra para nuestros
intereses, empezando por esta conversación. Así tendremos nuestra coartada
y, además, conservaremos los valiosos conocimientos de nuestro querido
amigo. Todavía puede ser muy útil para el Reich.
—No va a funcionar —sigue rezongando Satrústegui—. Si esos malditos
espías han conseguido burlar nuestro sistema de inteligencia todo este tiempo,
no creo que sean tan torpes como para que les colemos un infiltrado así como
así. No se van a fiar de él; no se lo van a tragar.
—No, es perfecto —interviene Conroy, iluminado—. Ellos no tienen
forma de saber que nosotros podemos borrar recuerdos a voluntad. De hecho,
como saben que sus dememorizadores no hacen nada estarán más
convencidos de ello. Se pensarán que lo hemos intentado dememorizar, o que
se ha escapado de un centro de Reeducación.
El científico se sobresalta al oír eso. Se confirma lo que todos sus colegas
de departamento sospechaban: los dememorizadores que utilizan los Jäger no
funcionan.
—Así, además, podemos culpar a los de Reeducación —dice Raynard
Schwarzhaus jocoso—. Dos pájaros de un tiro.
—Eso es. No podrán sospechar. Al revés, los espías verán la posibilidad
de usar los conocimientos que tiene César sobre la SISVA como una
oportunidad. ¡It’s brilliant!
Raynard Schwarzhaus sonríe complacido.
—¿Alguna pregunta, caballeros? —Se dirige a sus dos colegas, ignorando
a César, que todavía no ha asimilado su papel en todo esto.
Conroy y Satrústegui se miran entre sí. Están a un tiempo satisfechos y
ansiosos.
—Perfecto —dice Schwarzhaus—. No hay tiempo que perder. Lo primero
que debemos hacer es encarcelar a César y emitir con carácter inmediato una
orden de cacería. Ulysses, necesitamos al menos tres personas que testifiquen
contra él antes de la hora de comer.
—Sin problema.
—Muy bien, yo me encargaré de que el papeleo esté listo. Contando con
lo que me han dicho en el laboratorio, hay que empezar la dememorización
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unas horas antes de que caiga la tarde. Si todo va bien, César será el
protagonista estelar de la cacería de esta misma noche.
—Estará todo dispuesto —confirma Conroy.
—Todo esto está muy bien, pero ¿cómo haremos para asegurarnos de que
la noticia llega a los sediciosos? —pregunta Satrústegui.
—Bueno, parece que en la SISVA no hay secretos para ellos —responde
Schwarzhaus—. Se enterarán.
—Esto me parece algo muy importante y, por lo que veo, no está tan bien
pensado como debería —insiste Satrústegui—. Estamos confiando demasiado
en la capacidad de esos malditos espías. ¿Y si no se enteran? ¿Y si lo hacen
demasiado tarde?
—Podemos difundir la noticia entre los cazadores antes de que empiece la
cacería —interviene Conroy—. Así sí que lo sabrán seguro.
—¡Ya he dicho que el cuerpo está limpio, hostias! —exclama Satrústegui
en un nítido castellano.
—Vale, vale, Estanis, ya lo sabemos —dice Raynard—. Nadie duda de la
limpieza de tu amado cuerpo. Solo estamos cerciorándonos de que el plan sale
adelante, y creo que la idea de Ulysses de difundir la noticia entre los
cazadores es excelente. Necesitaríamos que contases con alguien de tu
absoluta confianza para llevar este asunto con discreción.
Satrústegui aspira con fuerza hasta llenar los pulmones con un aire que
luego resopla.
—Sí, Darío es el hombre —contesta.
—Perfecto, pues. Coméntale el plan, ya sabes, sin demasiado lujo de
detalles.
Por enésima vez en lo que va de reunión, Estanislao Satrústegui tuerce el
gesto.
—Dudo mucho que eso garantice que los espías se enteren, pero vosotros
veréis.
—Estupendo —sonríe Schwarzhaus complacido—. Vamos allá.
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La llave con la que juguetea es la prueba definitiva. No es una
alucinación, no es uno de esos brotes esporádicos que tantas veces ha
estudiado. Es real. Y no le importa. Al menos, no le había importado hasta
este instante. Toma aire sin quitar el ojo de encima a la llave. Suspira.
La encontró en un hueco de un mueble de la cocina, camuflada tras un
trozo de madera fabricado a propósito. Una llave que abre una taquilla que
guarda objetos pertenecientes a Emma. Objetos que nunca son los mismos,
que van cambiando. Y que contienen información cifrada sobre el proyecto
Traumtruhe. Su proyecto.
Descubrió la traición, la falsedad y el interés en que se cimentaba su
relación. Y le dio igual. No sería del todo exacto decirlo así, pero sí que dejó
que su vida transcurriera por los mismos cauces. No la quería perder. Podía
no quererle; le valía con que lo fingiera. La necesitaba en su vida.
Aunque eso ha cambiado esta misma mañana. Y ha sido por culpa de
Hans. Había leído varias veces su nombre en documentos que ella guardaba
en esa taquilla secreta. Un código, un nombre en clave que encubría a alguien.
Un pez gordo dentro de los traidores. Había otros nombres falsos, pero por
algún motivo el suyo estaba recubierto de un halo especial. Fue así como se
desarrollaron los celos hacia aquel ente que podía ser cualquier cosa. Se
obsesionó con Hans. Podría parecer una locura, una más en su vida vuelta del
revés.
De modo que cuando se le presentó la oportunidad de averiguar quién era
ese tal Hans, no dudó en lanzarse tras ella. No le importó ausentarse del
trabajo por primera vez en su vida. Ni siquiera por enfermedad había faltado.
Esa misma mañana, en las escasas dos horas que coinciden entre la vuelta del
trabajo de ella y la salida de él, hicieron el amor y desayunaron juntos.
Actuaron con naturalidad, por supuesto. Pese a que, a estas alturas, la
insalubridad era la tónica general en la relación. Entonces ella recibió tres
mensajes desde su localizador. Separados entre sí por uno y dos minutos
exactos. Era la clave que él ya conocía. Pertenecía a los avisos de Hans.
Cuando la cazadora le dijo que tenía que volver a salir, que su trabajo no
entendía de horarios, él le respondió que sí, que qué lástima, pero que sin
problema. A los pocos segundos de que ella se marchara, salió tras su pista.
Una vez en la calle, vio que su novia entraba en la cafetería más cercana;
aquella donde habían desayunado tantas veces. Se movía aprisa, tal y como
fue entrenada. Pidió algo, pero después no permaneció ni un segundo en el
mismo punto de la barra. Fue a otro sitio que él no pudo atisbar desde su
posición. Debía de ser el servicio, o el teléfono tal vez. Al poco regresó. No
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había tenido tiempo ni de hacer pis ni de llamar. Aunque sí podría haber
enviado alguna señal corta que algún receptor de línea telefónica pudiera leer.
Él sabía que existían aparatos así, toscos pero funcionales. Como el
localizador del que nunca se despega. Eso debía de ser. Ella se tomó de un
trago algo que venía en taza y humeaba. Soltó un billete y, sin esperar la
respuesta del camarero, se marchó. Fue directa a una boca de metro. Cambió
de tren dos veces antes de volver a salir a la superficie, en la estación de
Botschafter. Caminó con paso decidido hacia un parque cercano, esquivando
a las personas que iban a trabajar o a llevar a los niños al colegio.
Como era de esperar a esas horas, el parque estaba desierto. Allí solo
había charcos, un jardinero, un hombre solitario y, muy alejado, el propio
César enfundado en su abrigo, escondido tras su bufanda. Emma bajó el ritmo
y el hombre solitario la terminó interceptando casi de casualidad. Siguieron
caminando juntos hasta introducirse en una zona de setos alargados que
quedaba incomunicada del resto. César los perdió de vista al instante. Se
aproximó lo justo hasta tenerlos en el punto de mira. Se miraban el uno al otro
más juntos si cabe, casi pegados, sosteniéndose una mano, la izquierda él, la
derecha ella, tal vez no como lo harían dos enamorados, pero de forma
innecesaria en cualquier caso. No había visto el beso traidor, no lo necesitó
para tener la certeza de que había ocurrido. Y que no era la primera vez.
Entonces le vio la cara. Aquel tal Hans era uno de los cazadores, un
Unteroffizier. Lo había visto pululando por la sede de la SISVA al caer la
noche, husmeando por los laboratorios Dios sabe por qué. ¿Ernesto?
¿Cristóbal? ¿Sebastián? No sabría decir el nombre, pero ya le daba igual. Ahí
estaba la doble traición de Emma, la mujer a la que había estado haciéndole el
amor un rato antes. La ira lo arrancó del césped que pisaba y se lo llevó a un
bar lejos de allí.
Por qué ahora sí y antes no, no lo sabe. Ha llegado a muchas conclusiones
y ninguna le ha servido para nada, pues se ha terminado decantando por la
primera decisión, la que ya se le ocurriera en el mismo parque. Va a
denunciarla. Va a hacer que esos sucios espías bolcheviques caigan con todo
su peso; si puede ser de forma cruenta, mejor. Así le hará el mayor daño
posible, así se vengará. Sabe que no cuenta con pruebas que aportar, que
depende de que encuentren algo en la taquilla y esta podría estar vacía como
en tantas otras ocasiones. Pero le creerán. Siempre dan crédito a algo así.
Será un héroe, le recompensarán por terminar con estos traidores a la raza,
estos saboteadores del destino histórico al que está abocado el glorioso
movimiento. Le ascenderán, incluso pondrán su nombre a alguna calle, o a
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alguna plaza. No es tan complicado, con el afán del Staat por cambiar el viejo
callejero del Madrid libre y democrático. Además, toda una vida al servicio
del Reich bien lo merece. Para ese momento, cuando haya ascendido en la
jerarquía y sea alguien importante, no le faltará nadie a su lado que llene su
soledad y le haga olvidar el vacío, que es para lo único que han demostrado
servirle las mujeres.
Sí, esto es lo que va a hacer, piensa mientras descuelga el teléfono. Marca
la extensión de su superior, Doroteo Escalona. Suena el primer tono de
llamada.
Le duele la cabeza y el pecho le abrasa, pero, en realidad, si se fija con
detenimiento, todo esto es lo mejor que le ha podido pasar jamás.
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AGRADECIMIENTOS
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COLOFÓN
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JAVIER MIRÓ (Sevilla, 1981) es licenciado en Historia y desde 2013 se
dedica a tiempo completo a su pasión, las letras. Es fundador y director de la
web especializada en literatura independiente «Libros Prohibidos». También
asesora literariamente a nuevos autores a través de la agencia editorial que
dirige, Autorquía, y de su canal de YouTube: «Javier Miró, Recursos para
escritores». En 2014 publicó Rebelión 20.06.19, su primera incursión en el
género de la ciencia ficción especulativa. La Armadura de la Luz es su
segunda novela.
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