El Dios Del Misterio y La Oracin
El Dios Del Misterio y La Oracin
El Dios Del Misterio y La Oracin
Contenido:
Introduccion.
Un Dios Incomprensible.
Alteridad y proximidad del Eterno. Un Dios que es misterio. La fe en el Dios personal. Tres
puntos de referencia. Manifestaciones.
Un Dios Que es Trinidad.
Un poco de amor puro. Tres personas en una sola esencia. Características personales. Las dos
manos de Dios. Orar a la Trinidad. Vivir la Trinidad.
Un Dios Que es Creador.
Mirad los cielos. El puente de diamante. El hombre, cuerpo y alma. Microcosmos y mediador.
Imagen y semejanza. Sacerdote y rey. El reino interior. El mal, el sufrimiento y la caída del
hombre. Consecuencias de la caída. Nadie cae solo. ¿Un Dios que sufre?
Un Dios Que se hizo Hombre.
Nuestro compañero de camino. Señor Jesús, ten piedad. Doble pero único. La salvación como
compartir. ¿Por qué un nacimiento virginal? Obediente hasta la muerte La muerte, esta victoria.
Cristo ha resucitado.
Un Dios Revelado por el Espíritu.
¿Puños cerrados o manos abiertas? El viento y el fuego. El Espíritu y el Hijo. El don de
Pentecostés. Padres en el Espíritu y locos (necios) en Cristo. Conviértete en lo que eres.
Un Dios Accesible en la Oración.
Las tres etapas de la vida. Tres presupuestos. El reino de los cielos exige esfuerzo. Cambiar de
espíritu. Al Creador a través de la creación. Palabras en silencio. La unión con Dios. Tinieblas y
luz.
Un Dios Eterno.
Se aproxima el final. La primavera futura. Antiguo en el infinito.
Introducción.
“La Iglesia no nos da un sistema; nos proporciona una llave. No nos da el plano de la
ciudad de Dios; nos facilita los medios para penetrar en ella. Podremos perdernos por
falta de un plano, pero, al menos, lo que veamos lo veremos sin intermediarios. Directa-
mente. Realmente. Quien estudia rigurosamente el plano corre el peligro de quedarse en
el exterior, sin encontrar realmente nada” (Padre Jorge Florovski).
San Serapión el Sindonita, célebre Padre del desierto de Egipto del siglo IV, se dirigió en
peregrinación a Roma. Había oído hablar de una reclusa que vivía en una pequeña habitación de
la que no salía jamás. Él, que erraba siempre por montes y por valles, se mostraba reticente con
respecto a ese género de vida. Decidió ir a entrevistarse con ella y la preguntó: “¿Qué haces ahí
sentada?” Ella le respondió: “No estoy sentada; estoy en camino.”
No estoy sentada; estoy en camino, palabras que todo cristiano podría hacer suyas. Ser
cristiano es, precisamente, estar en camino. Los Padres Griegos nos recuerdan que somos como
los israelitas en el desierto del Sinaí. Vivimos en tiendas y no en casas, pues espiritualmente
estamos siempre en camino. ¡Fuera el reloj! ¡Fuera el calendario! Un viaje fuera del tiempo... Un
viaje en la eternidad.
Uno de los términos más antiguos de que nos hemos servido para designar el cristianismo
es el de “Camino.” “Por aquel tiempo,” nos dicen los Hechos de los Apóstoles, “se produjo un
tumulto bastante grave a propósito del Camino” (Hch 19:23). Félix, gobernador romano de
Cesárea, estaba “muy informado sobre lo que concierne al Camino” (Hch 24:22). El Camino es
un término que hace relación al carácter práctico de la fe cristiana; el cristianismo es
totalmente distinto de una teoría sobre el universo y completamente distinto de una enseñanza
escrita. Es el camino que seguimos, el “camino” en toda la plenitud del término: el Camino de la
Vida.
La única forma de descubrir la verdadera naturaleza del cristianismo es comprometernos
con este camino, decidir seguir esta ruta que conduce a la Vida. Entonces empezaremos a ver por
nosotros mismos, puesto que mientras nos mantengamos aparte, no podremos comprender del todo;
necesitamos directrices antes de ponernos en ruta, saber qué señales indicadoras deberemos seguir;
necesitamos también compañeros de viaje. Es prácticamente imposible emprender un viaje semejante
sin la ayuda de los otros, aunque no nos den más que una idea muy vaga de lo que es el camino,
porque nada puede sustituir a la experiencia personal y directa. Cada uno debemos comprobar lo
que hemos aprendido y revivir la Tradición que hemos recibido. “El Credo, decía el
metropolitano Filarete de Moscú, solamente te pertenece si lo has vivido.” Nadie puede hacer un
viaje semejante aferrado en su sillón. Nadie puede ser un cristiano de segunda mano. Dios tiene
hijos, no nietos.
Como cristiano de la Iglesia Ortodoxa, deseo subrayar esta necesidad de experiencia viva.
Para muchos occidentales del siglo XX, la Iglesia Ortodoxa tiene un carácter antiguo y conservador.
El mensaje de los ortodoxos a sus hermanos occidentales parece ser: “Somos vuestro pasado.” Para
los ortodoxos, sin embargo, el respeto a la Tradición no significa en primer lugar y ante todo, la
aceptación de fórmulas o de costumbres anticuadas heredadas de las generaciones anteriores. La
fidelidad a la Tradición es esta experiencia siempre nueva, personal, directa, del Espíritu Santo
en el presente. Aquí. Ahora.
2
Debemos subrayar algo que tiene gran interés para el ortodoxo: el valor de los gestos
simbólicos, como encender un cirio, o el papel de los iconos que transforman la pequeña iglesia en
un rincón “de cielo en la tierra,” lugar preeminente del martirio en la experiencia ortodoxa, ya sea
bajo los turcos desde 1453 o bajo los regímenes comunistas desde 1917. La Ortodoxia parece hoy un
“viejo árbol.” Olvidemos su edad... ¿No sentimos vibrar esta “perpetua resurrección”? Después de
todo, ¿no es esto lo que cuenta? No es un simple vestigio, porque Cristo no dijo: “Yo soy la
costumbre” sino “Yo soy la Vida.”
Esta obra se propone revelar las fuentes de esta “perpetua resurrección.” Quiere poner de
manifiesto algunas de estas señales indicadoras o algunos de estos mojones que jalonan el camino
espiritual. No ha sido concebido para relatar la historia pasada o la condición contemporánea del
mundo ortodoxo: el lector deseoso de documentarse a este respecto puede ver mi obra precedente
The Orthodox Church, Penguin Books. En la medida de lo posible, he evitado repetir aquí lo que
en ella había escrito.
El objeto de este libro es ofrecer una idea de las enseñanzas fundamentales de la Iglesia
Ortodoxa, presentando la fe como un modo de vida y de oración. Este libro bien podría haberse
titulado: Lo que hace vivir a los cristianos ortodoxos. En otros tiempos, cuando todo era más
formal, habría revestido, sin duda, la forma de un catecismo para adultos, con preguntas y
respuestas. No he querido conferir a esta obra un carácter exhaustivo. Trata de la Iglesia y de su
carácter “conciliar,” de la comunión de los santos, de los sacramentos, del sentido del culto
litúrgico de forma breve. Cuando me refiero de vez en cuando a otras confesiones cristianas, no
intento ninguna comparación sistemática. Mi única preocupación consiste en presentar, de
manera positiva, la fe que me hace vivir como ortodoxo.
Deseando hacer oír la voz de otros testigos que tienen más peso que yo, he incluido
numerosas citas, sobre todo al principio y al final de los capítulos. Estos pasajes provienen en su
mayor parte de manuales de oración ortodoxa de los que nos servimos todos los días o de los
Padres, cuyos escritos se remontan a los ocho primeros siglos de la historia del cristianismo
aunque a veces son más recientes. ¿Por qué no podría, en nuestros días, un autor ser llamado
también “Padre”? Estas citas son las “palabras” que me han ayudado más personalmente, los
jalones de mis propias exploraciones a lo largo del camino. Hay muchos otros autores cuyos
nombres no cito y de los cuales he bebido igualmente.
“Salvador nuestro, tú que caminaste hasta Emaús en compañía de Lucas y de Cleofás,
acompaña a tus servidores que se preparan para partir y guárdalos de todo mal” (Oración antes
de comenzar un viaje).
ARCHIMANDRITA KALLISTOS
Un Dios Incomprensible.
“Dios no puede ser captado por el espíritu. Si pudiera ser captado, ya no sería
Dios” (Evagrio Póntico).
“Un día, unos hermanos fueron a entrevistarse con el abba Antonio; entre ellos
estaba el abba José. Deseoso de ponerlos a prueba, el anciano citó un texto de la
Escritura y les preguntó, empezando por el más joven, cuál era su significado.
Cada uno lo explicó lo mejor que pudo, pero a cada uno el anciano le replicó:
3
“Todavía no has encontrado la respuesta.” Se volvió, finalmente, al abba José y le
preguntó: “¿Y tú qué piensas que quiere decir este viejo texto?” Él le respondió:
“No lo sé.” Entonces el abba Antonio dijo: “Verdaderamente el abba José ha
encontrado el camino puesto que ha dicho: No lo sé” (Apotegmas de los Padres
del Desierto).
¿Quién es Dios?
Quien empieza el camino espiritual se da cuenta a medida que avanza, del contraste
impresionante entre la alteridad y la proximidad del Eterno. Empieza por darse cuenta de que
Dios es misterio. Dios: “Totalmente Otro.” Invisible. Inconcebible. Radicalmente trascendente.
Más allá de las palabras. Más allá de toda comprensión. Podemos estar seguros de que el recién
nacido conoce tanto sobre este mundo y lo que sucede en él como nuestros sabios conocen los
caminos de Dios, esos caminos a los que están sometidos los cielos y la tierra, el tiempo y la
eternidad. Los Padres de la Iglesia insisten: “Un Dios comprensible no es Dios,” un Dios al que
pretendiéramos conocer a fondo, a través de los recursos de nuestra inteligencia, resultaría ser un
ídolo hecho a nuestra propia imagen. Semejante “Dios” no es en absoluto el Dios vivo y
verdadero de la Biblia y de la Iglesia. El hombre está hecho a imagen de Dios, pero lo contrario
no es cierto.
Este Dios de misterio está, sin embargo, cerca de nosotros. Con una cercanía única. Lo
llena todo. Está presente en todas partes. Alrededor de nosotros. En nosotros. Está presente. No
es una atmósfera que nos rodea. No es una fuerza sin nombre. Está presente. Personalmente
presente. Pero este Dios que está infinitamente más allá de nuestra comprensión se nos revela
como persona.
Nos llama por nuestro nombre y nosotros le respondemos. Entre nosotros y este Dios
trascendente se establece una relación de amor de la misma naturaleza que la que nos une a
aquéllos que nos son queridos. Conocemos a nuestros hermanos por el amor que nos tenemos.
Así sucede con Dios. Como dice Nicolás Cabasilas, Dios, nuestro rey, es
Estos son los dos “polos” de la experiencia que el hombre tiene de lo divino. Dios está, a la vez,
más lejano y más próximo que todo lo demás. Por paradójico que parezca, estos dos polos no se
anulan sino que cuanto más atraídos nos sentimos por uno de ellos, más tomamos plenamente
conciencia del otro. Cuanto más se avanza en el camino espiritual, más nos parece Dios más
íntimo y más alejado. Cuanto más lo conocemos, más desconocido nos parece. Dios es bien
conocido por el niño pequeño y totalmente desconocido por el más brillante de los teólogos.
Dios ha establecido su morada en “una luz inaccesible”; sin embargo, el hombre se
siente en su presencia, lleno de una amante confianza. Incluso se dirige a él como a su padre.
Dios es el fin. Dios es el comienzo. Dios es el amigo que nos acoge al término del viaje. Dios es
4
nuestro compañero de camino. “Es el albergue en el que pasamos la noche y el término del
viaje” (Nicolás Cabasilas).
Misterio y persona, dos aspectos que vamos a desarrollar.
5
debemos apresurarnos a añadir que su bondad y su justicia no pueden definirse de acuerdo con
nuestras medidas humanas. Si decimos que existe, debemos añadir inmediatamente, que no es un
objeto que existe entre otros; que en su caso la palabra “existe” reviste un sentido totalmente
único. Así, la vía de la afirmación queda equilibrada por la vía de la negación. Ninguna palabra
puede contener la plenitud de este Dios de total trascendencia.
Por eso, el camino espiritual resulta ser un camino de arrepentimiento en el sentido
radical de la palabra. Metanoia, palabra griega traducida por “arrepentimiento,” significa
literalmente “cambio de espíritu.” Para aproximarnos a Dios, necesitamos cambiar de espíritu,
desembarazarnos de nuestra forma habitual de pensar. Debemos convertir, no solamente
nuestra voluntad, sino también nuestra inteligencia. Necesitamos invertir nuestra perspectiva
interior, mantener la pirámide sobre su punta.
Esta “nube oscura” en la que penetramos siguiendo a Moisés aparece con una
resplandeciente oscuridad. Los senderos apofáticos de “la ignorancia” no nos llevan a un vacío
sino a la plenitud. Nuestras negaciones son en realidad superafirmaciones. Aparentemente
destructiva, la aproximación apofática es, a fin de cuentas, afirmativa porque hace que todo
nuestro ser tienda hacia una experiencia inmediata del Dios vivo, más allá de todas las
declaraciones positivas o negativas, de las palabras y del pensamiento.
Esto queda sobreentendido en la palabra “misterio.” Tomada en su sentido propio y
religioso, “misterio” significa no solamente lo que está escondido, sino lo que es desvelado. La
palabra griega mysíerion es de la familia del verbo myein, que quiere decir “cerrar los ojos o la
boca.” En los ritos de iniciación de ciertas religiones mistéricas paganas, se le colocaba una cinta
en los ojos al candidato antes de conducirlo a través de un laberinto; después, de repente, se le
retiraba la cinta y veía desplegados ante él, los emblemas secretos del culto. Es así como, en el
contexto cristiano, entendemos por “misterio” no solo lo “sorprendente” o “misterioso,” el
enigma o el problema insoluble. Un misterio es, por el contrario, algo revelado a nuestro
entendimiento, pero que jamás comprendemos plenamente, porque nos conduce a la profundidad
o a la oscuridad de Dios. Los ojos están cerrados, pero también están abiertos.
Por ello, al hablar de Dios como misterio, llegamos a nuestro segundo “polo.” Dios está
escondido pero de igual modo, nos es revelado. Un Dios revelado como persona, un Dios
revelado como amor.
La fe en el Dios personal.
En el Credo, no decimos “creo que hay un Dios,” sino “creo en un solo Dios.” Entre creer
que y creer en existe una enorme diferencia. Yo puedo creer que alguien o alguna cosa existe y
ello no tendrá ningún efecto sobre mi vida. Puedo hojear la lista telefónica de cualquier ciudad y
creer que algunas (o incluso la mayor parte) de estas personas existen. Sin embargo, no conozco
a ninguna en particular y puede que ni siquiera haya estado en ese lugar. Por el contrario, si le
digo a un amigo “creo en” ti, voy mucho más lejos que el simple hecho de reconocer que esta
persona existe. “Creo en ti,” me vuelvo hacia ti. Cuento contigo. Pongo mi confianza en ti.
Espero en ti; esto es lo que le decimos a Dios en el Credo.
La fe en Dios no tiene nada que ver con la certeza lógica que supone la geometría
euclidiana. Dios no es la conclusión de un proceso de razonamiento. Tampoco es la solución de
un problema de matemáticas. Creer en Dios no quiere decir que aceptemos la responsabilidad de
su existencia porque ésta nos haya sido “probada” por algún argumento teórico. Creer en Dios
es poner nuestra confianza en alguien que conocemos y que amamos. Tener fe no es suponer
que algo es cierto. Tener fe es tener la certeza de que alguien está ahí presente.
6
La fe no es una certeza lógica. Es una relación personal, en el estado rudimentario latente
en cada uno de nosotros. Tiene necesidad de crecer continuamente. Puede coexistir con la duda,
porque fe y duda no se excluyen. Por la gracia de Dios, algunos mantendrán toda su vida su fe de
niño, que les permitirá aceptar todo lo que se les enseña. Sin embargo, en el momento actual,
esta actitud es impensable. Sepamos hacer nuestro este grito: “Señor, yo creo. ¡Ven en ayuda de
mi falta de fe!” (Mc 9:24), que se convertirá para muchos de nosotros en nuestra oración
constante hasta las puertas de la muerte. Sin embargo, duda no quiere decir falta de fe. Dudar
puede querer decir, incluso, lo contrario: que nuestra fe está muy viva, que está creciendo. La fe
no es sinónimo de contentamente fácil; tener fe es asumir riesgos, no cerrarnos a lo
desconocido, sino afrontarlo resueltamente. Cualquier cristiano ortodoxo puede hacer suyas
estas palabras del obispo J. A. T. Robinson: “El acto de fe es un diálogo constante con la
duda.” Como dice Thomas Merton: “La fe es una fuente de preguntas y combates, antes de
convertirse en una fuente de certeza y de paz.”
La fe se transforma, entonces, en una relación personal con Dios. Una relación
incompleta, vacilante, pero real. La fe es conocer a Dios no como una teoría ni como un
principio abstracto, sino como persona. Conocer a una persona es algo muy distinto de conocer
solamente algunos hechos que le conciernen. Conocer a una persona es, esencialmente, amarla.
Sin amor mutuo, no se podría tomar realmente conciencia del otro. No conocemos
verdaderamente a los que detestamos. He aquí, por lo tanto, dos formas menos imperfectas de
hablar de este Dios que sobrepasa nuestro entendimiento: es personal, nos ama. Dos formas de
decir la misma cosa. Por medio del amor accedemos al misterio de Dios. “Puede muy bien ser
amado, pero no puede ser pensado. Por medio del amor se le puede captar y retener, pero nunca
por el pensamiento,” leemos en La nube del no-saber.
Para ilustrar un poco este amor personal entre el creyente y el objeto de su fe, elegiremos
tres ejemplos, “iconos del verbo.” El primero está tomado del relato del martirio de san
Policarpo. Se remonta al siglo II. Los soldados romanos detienen al viejo obispo y lo conducen a
lo que él sabe que va a ser su muerte:
“Al enterarse de que los policías estaban allí, bajó y conversó con ellos; ellos estaban
asombrados de su edad y de su calma y de las molestias que se tomaban para detener a un
hombre tan viejo. Enseguida hizo que les sirvieran de comer y de beber todo lo que
quisieran; les pidió que le concedieran una hora para rezar a su gusto. Se la concedieron y
se puso a orar de pie, lleno de la gracia de Dios, hasta el punto de que, durante dos horas,
no pudo dejar de hablar y los que lo oían estaban asombrados. Muchos se arrepintieron de
haber venido a detener a un anciano tan santo. En su oración, recordaba a todos,
pequeños o mayores, ilustres u oscuros, y a toda la Iglesia católica extendida por toda la
tierra.”
Su amor por Dios y por la humanidad en Dios es tan ardiente que en ese momento crucial
solamente piensa en los otros y no en el peligro que él corre.
“El procónsul insistía y decía: “¡Jura y te dejaré ir, maldice al Cristo!” Policarpo
respondió: “Hace ochenta y seis años que lo sirvo y no me ha hecho ningún mal. ¿Cómo
podría blasfemar de mi Rey que me ha salvado?”
7
El segundo ejemplo es el de san Simeón el Nuevo Teólogo, del siglo XI. Este asunto nos
describe cómo Cristo se le revela en una visión de luz:
“Tú has resplandecido y te has dejado ver por mí que te veía claramente; como yo decía:
“Maestro, ¿quién puedes ser?” entonces me juzgaste digno, a mí, al pródigo, de oír tu
voz. Con qué dulzura me interpelaste, mientras yo estaba asustado, temblaba e intentaba
razonar diciéndome: “¿Qué puede querer de mí esta gloria y la grandeza de este brillo?
¿Cómo he sido encontrado digno de tales bienes?” Yo soy, dices tú, el Señor que por ti se
ha hecho hombre. Y porque me has buscado con toda tu alma a partir de ahora, tú serás
mi hermano, mi coheredero y mi amigo.”
Finalmente, citaremos la oración de un obispo ruso del siglo XVII, san Dimitri de Rostov:
8
Sin caer en sentimentalismos no podemos, sin embargo, ignorarlos. ¿Cómo y por qué aparecen
estos modelos? Si tomo un juego de cartas totalmente nuevo con los cuatro colores colocados por
orden y empiezo a barajar, cuanto más lo haga, más desaparecerá el modelo inicial, sustituido
por una yuxtaposición sin sentido alguno. Pero, en el caso del universo, lo que ha sucedido es lo
contrario. A partir del caos inicial, han emergido modelos cada vez más complicados, cada vez
más impregnados de sentido; entre todos estos, el más complicado, el más lleno de sentido es el
propio hombre. ¿Por qué sucederá en el universo lo opuesto a lo que ocurre con las cartas? ¿Qué
o quién es responsable de este orden y de este plan cósmico? La causa subyace a estas preguntas.
¿No es la propia razón la que me incita a buscar una explicación, a partir de que creo discernir
cierto orden o cierto sentido?
“El trigo estaba al Oriente, el trigo inmortal, que jamás debía ser segado o sembrado. Yo
había creído que estaba allí desde siempre, para siempre. El polvo y las piedras de la calle
eran tan preciosos como el oro... Cuando divisaba a través de los pórticos los verdes
árboles, me sentía transportado de júbilo, encantado: su dulzura, su rara belleza hacían
vibrar mi corazón, me volvían loco de éxtasis. ¡Qué extrañas y maravillosas eran estas
cosas!”
La belleza del mundo, tal como la concibe el joven Thomas Traherne, se aproxima mucho a
algunos textos ortodoxos. Dejemos hablar a Vladímir Monómaco, príncipe de Kíev:
“Señor,
Veo cómo tu providencia ha fijado el cielo, el sol, la luna, las estrellas, la oscuridad, la
luz y la tierra que se extiende sobre las aguas.
Veo cómo tu mano ha aparejado a los diversos animales, los pájaros, los peces.
Veo la maravilla que es el hombre al que creaste del polvo.
Tan variado es el rostro humano que podrías reunir a todos los hombres del mundo
y ninguno tendría el mismo aspecto, pues cada uno, según Tu sabiduría,
Señor, tiene el suyo propio.
¡Qué maravilla que las aves del cielo salgan de su paraíso! ¡Qué maravilla que fuertes o
débiles, vayan hacia todos los países, hacia todos los bosques, hacia todos los campos...,
hacia donde tú los envías!”
9
del futuro para alcanzar el más allá del espacio y del tiempo, la eternidad. Se dice en las
homilías de san Macario:
“En nuestro corazón, hay profundidades insondables que son como un vasito; sin
embargo, se ven en él dragones, leones, criaturas venenosas y los tesoros del mal. Se ven
allí senderos escarpados y ásperos y abismos abiertos. Dios está allí también. Están los
ángeles, está la vida y el Reino, está la luz, los apóstoles, las ciudades celestes y los
tesoros de la gracia: todas las cosas están allí presentes.”
Así, cada uno de nosotros lleva en su corazón un segundo “signo.” ¿Por qué tengo yo
conciencia? ¿Cómo explicar mi sentido del infinito? Hay en mí algo que me fuerza siempre a
mirar más allá de mis límites, una fuente de admiración, de constante trascendencia de mi yo.
El tercer signo es mi relación con los otros seres humanos. Todos hemos conocido,
aunque no sea más que una o dos veces en el curso de nuestras vidas, esos instantes en los que,
de repente, hemos visto abrirse al otro, en toda su profundidad, en toda su verdad. Entonces,
hemos tenido la experiencia de su vida interior como si se hubiera convertido en la nuestra.
Este encuentro con el otro, tal como es de verdad, es también un contacto con lo trascendente,
con lo intemporal. Un encuentro con una realidad más fuerte que la muerte. Decir a otro con todo
nuestro corazón: “te amo” es decirle: “tú no morirás nunca.” En esos momentos de intercambio
personal, comprobamos, no por medio de argumentos sino por convicción personal, que existe
otra vida después de la muerte. Así, en nuestras relaciones con los demás como en nuestra
propia experiencia, conocemos momentos de trascendencia orientados hacia alguna cosa que nos
espera más allá. ¿Cómo podemos ser fieles a estos momentos? ¿Cómo podemos comprenderlos?
Estos tres signos: en el mundo que nos rodea; en nuestro mundo interior y en nuestras
relaciones interpersonales, facilitarán nuestra aproximación. Juntos nos conducirán al umbral de
la fe en Dios. Ninguno es en sí mismo, una prueba lógica. ¿Cuál es, entonces, la alternativa?
¿Necesitamos decir que el aparente orden del universo no es más que un simple azar? ¿Que la
conciencia no es más que el simple resultado del acondicionamiento social? ¿Que, cuando ya no
exista vida en este planeta, todo lo que la humanidad haya experimentado, todas nuestras
potencialidades, serán olvidadas como si nunca hubieran existido? Semejante respuesta me
parece, no solamente insatisfactoria e inhumana, sino también perfectamente absurda.
Es fundamental para mi carácter de ser humano querer buscar en todas partes
explicaciones que tengan un sentido. Hago esto con las pequeñas cosas de mi vida, ¿por qué no
lo iba a hacer con lo más importante? Creer en Dios me ayuda a comprender por qué el
mundo ha de ser como es, con lo que tiene de hermoso y de menos hermoso. Por qué debo ser
lo que soy, con mi generosidad y mi pobreza. Por qué necesito amar a los otros y reconocer su
valor eterno. Sin mi fe en Dios, no puedo concebir ninguna explicación válida. Mi fe en Dios me
permite dar un sentido a las cosas, percibirías como un todo coherente. En esto, es
insustituible. Mi fe me permite encontrarles y elegir un sentido.
Manifestaciones.
Para indicar los dos polos de la relación de Dios con nosotros — desconocido pero
conocido; escondido pero revelado —, la tradición ortodoxa establece una distinción entre la
esencia, la naturaleza o el ser íntimo de Dios, y sus energías, operaciones o las manifestaciones
de su poder. “Está por su esencia fuera de todo, pero está en todo por su poder” (San Antonio).
10
“Conocemos la esencia a través de la energía,” afirma san Basilio, “nadie ha visto nunca
la esencia de Dios, pero creemos en la esencia porque conocemos la energía.” Por la esencia de
Dios, entendemos su alteridad; por las energías, su proximidad. Siendo Dios un misterio que está
más allá de nuestra comprensión, jamás conoceremos ni su esencia, ni su ser profundo, tanto en
esta vida, como en el mundo futuro. Si conociéramos la esencia divina, sería evidente que
conoceríamos a Dios como él se conoce a sí mismo, lo cual es imposible, puesto que es Creador
y nosotros hemos sido creados. Si la esencia profunda de Dios sigue estando más allá de nuestra
comprensión, sus energías, su gracia, su vida y su poder llenan todo el universo y nos son
directamente accesibles.
Por “esencia” entendemos la trascendencia radical de Dios; por “energías,” su
inmanencia, su omnipresencia. Cuando los ortodoxos hablan de las energías divinas, no
designan con este término una “emanación” de Dios, un “intermediario” entre Dios y el hombre,
ni tampoco una “cosa” o un “don” que Dios les concede. Por el contrario, las energías son Dios
mismo, Dios en su actividad, en su propia manera de manifestarse. Quien conoce las
energías divinas, quien participa en ellas, conoce al propio Dios y participa, verdaderamente, en
Dios mismo, tal y como un ser creado puede hacerlo. Recordemos, sin embargo, que Dios es
Dios y que nosotros somos hombres y que, si él puede poseernos, nosotros no podemos poseerlo
a él.
Si es erróneo ver en las energías una “cosa” que nos es concedida por Dios, es igualmente
erróneo considerar que constituyen una “parte” de Dios. La Trinidad es simple, indivisible. No
tiene partes. La esencia es Dios, Dios en su integridad, tal como es en sí mismo. Las energías
son Dios en su integridad, tal como es en la acción. Dios en su integridad está completamente
presente en cada una de sus energías. Establecer la distinción entre la esencia y las energías es
reconocer que Dios en su integridad, es inaccesible, pero también que Dios en su integridad, se
ha hecho accesible para el hombre, rodeándolo con su amor.
Por esta distinción entre la esencia y las energías divinas, podemos afirmar la posibilidad
de una unión mística o directa entre el hombre y Dios (lo que los griegos llamaban la teosis, su
“deificación”), pero, al mismo tiempo, excluimos toda identificación panteísta entre los dos ya
que el hombre participa de las energías de Dios y no de su esencia. Hay unión, pero no hay
fusión o confusión. Aunque “hecho uno” con lo divino, el hombre continúa siendo humano. No
es absorbido, no es aniquilado. Entre Dios y él existe siempre una relación de persona a
persona: “yo-tú.”
Así es pues nuestro Dios: incognoscible en su esencia y conocido en sus energías. Un
Dios más allá y por encima de todo lo que podamos pensar o expresar y, no obstante, un Dios
más próximo a nosotros que nuestro propio corazón. Al elegir el camino apofático, derribamos
los ídolos y las imágenes mentales que nos formamos de él, comprobando lo indignas que son de
su suprema grandeza. Sin embargo, a través de nuestra oración y de nuestra adhesión al otro,
percibimos en todo momento, sus energías, su presencia inmediata en cada ser y en cada cosa.
Cada día, en todas las horas de nuestra jornada, lo tocamos. No estamos en tierra extranjera.
Estamos rodeados por esta realidad con múltiples esplendores. La escala de Jacob “va desde los
cielos a la cruz abrazada”:
11
“Imagina una roca escarpada cortada a pico. Imagina, ahora lo que, probablemente,
sentiría una persona que pusiera el pie en el borde del precipicio y, mirando al abismo no
viera nada a que poder agarrarse. Creo que esto es lo que alma siente cuando pierde pie
en las cosas materiales, en su búsqueda de lo que no tiene dimensiones y existe desde
toda la eternidad. Pues ahí no tiene donde aferrarse, ni en el espacio, ni en el tiempo, ni
en la medida, ni en ninguna otra cosa. Nuestros espíritus no pueden aproximársele.
Entonces, el alma, al resbalar a fuerza de no poder aferrarse al vértigo, enloquece y
vuelve, una vez más, a lo que le es inherente, satisfecha ahora, de saber simplemente eso
acerca de lo Trascendente, que es totalmente diferente de las cosas que el alma conoce”
(San Gregorio de Nisa).
“Alguien está en su casa de noche con todas las puertas cerradas; entreabre una ventana y
un relámpago lo envuelve en su resplandor; sus ojos no pueden soportar ese brillo; en
seguida se protege cerrando los párpados y se dobla sobre sí mismo. Así es el alma
encerrada en las sensaciones; si se inclina hacia afuera, por la ventana de la inteligencia,
queda deslumbrada por el resplandor del testimonio que está en ella, es decir del Espíritu
Santo, y no puede soportar el rayo de esta luz sin velo; en seguida, queda fulminada en su
inteligencia y se repliega sobre sí misma, retirándose al abrigo de las formas sensibles y
humanas” (San Simeón el Nuevo Teólogo).
“El aspecto de Dios es inefable e inexpresable, y no puede ser visto con los ojos
carnales. Su gloria lo hace ilimitado, su grandeza no tiene término, su altura está por
encima de toda idea, su fuerza es inconmensurable, su sabiduría no tiene equivalente, su
bondad es inimitable, su beneficencia es indecible.
Lo mismo que el alma no se ve — invisible como es para todos los hombres —,
pero que los movimientos del cuerpo la hacen imaginar, así Dios no puede ser percibido
por ojos humanos, pero su providencia y sus obras lo hacen ver e imaginar” (Teófilo de
Antioquía).
“La cosa más importante que pasa entre Dios y el alma humana es amar y ser amado”
(Kalistos Katafigiotis).
“El amor de Dios es extático y nos hace salir de nosotros mismos; no deja que quien lo
ama se pertenezca, pues pertenece al bien amado” (San Dionisio Areopagita).
12
en mí mismo al creador del mundo y sé que no moriré porque estoy
dentro de la vida, y tengo la vida que brota dentro de mí.
Él está en mi corazón y continúa estando en el cielo. Aquí y allí se
me muestra igualmente deslumbrante” (San Simeón el Nuevo Teólogo).
El objeto del camino espiritual es que tomemos parte en esta co-inherencia, o pericoresis
trinitaria, dejándonos integrar en el círculo de amor que existe en Dios. Es lo que Cristo pedía a
su Padre la víspera de la crucifixión: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo
en ti, que ellos estén también en nosotros” (Jn 17:21).
¿Por qué creemos que Dios es tres Personas? ¿No es más fácil creer, simplemente, en la
unidad divina, como lo hacen los judíos o los musulmanes? Ciertamente, pero la doctrina de la
Trinidad está ante nosotros como un desafío, como una cruz, cruz, en el sentido literal: “Una
cruz para nuestra forma humana de pensar,” escribía Vladímir Loski. Exige de nosotros un acto
radical de metanoia y no un simple gesto de asentimiento formal: un verdadero cambio en
nuestro espíritu y en nuestro corazón.
¿Por qué, entonces, creer en Dios como Trinidad? En el capítulo precedente, hemos
mostrado que las dos formas más seguras de penetrar en el misterio divino son reconocer que
Dios es personal y que Dios es amor. Estas dos nociones implican reparto y reciprocidad. No
confundamos “persona” con “individuo.” Manteniéndose aislado, sin preocuparse más que de sí
mismo, ninguno de nosotros es una persona auténtica, sino solamente un individuo. El
13
egocentrismo es la muerte de la verdadera persona. Cada uno de nosotros se convierte en una
persona real al entrar en relación con otras, al vivir para ellas o por ellas. Con razón se ha dicho
que no puede existir ser humano hasta que, por lo menos, dos o tres personas entran en
comunicación. Lo mismo se puede decir con respecto al amor: no puede existir en el
aislamiento; presupone al otro. El egoísmo es la negación del amor. Charles Williams nos
muestra su efecto devastador en su novela El descenso a los infiernos: el amor exclusivo es el
infierno. Llevado al límite es el fin de toda alegría y de todo lo que da sentido a nuestras
vidas. El infierno no son los otros, el infierno soy yo, que me segrego de los otros, que me
repliego sobre mí mismo.
Dios es aún mucho mejor que lo mejor que conocemos de nosotros mismos. Si el
elemento más precioso de nuestra vida humana es la relación “yo-tú,” ¿por qué no aplicar esta
relación, en un cierto sentido, al ser eterno de Dios? Precisamente éste es el mensaje de la
doctrina de la Santa Trinidad. En el corazón mismo de la vida divina, de total eternidad, Dios se
conoce como “yo y tú,” de una triple manera y se regocija de ello continuamente. Todo lo que es
inherente a nuestro entendimiento limitado de persona humana y de amor humano, podemos
aplicarlo a nuestro Dios Trinidad, sabiendo perfectamente que en Él significa infinitamente más
de lo que nosotros podremos imaginar jamás.
Persona y amor: vida, movimiento, descubrimiento. La doctrina de la Trinidad nos
recuerda que haríamos mejor en pensar en Dios en términos dinámicos que estáticos. Dios no es
inmovilidad, reposo, perfección inmutable. Para pensar en este Dios trinitario, deberíamos
recurrir al viento, al agua que corre o a la llama que danza. Una de las analogías favoritas de que
nos servimos para evocar a la Trinidad ha sido siempre la de tres antorchas que no forman más
que una sola llama. Los Apotegmas de los Padres del Desierto cuentan que un hermano fue un
día a hablar con el abba José de Panefo. “Padre, dijo el visitante, observo una regla muy modesta
de oración, ayuno, lectura y silencio, según mis fuerzas, e intento permanecer puro en mis
pensamientos. ¿Qué otra cosa puedo hacer?” A modo de respuesta, el abba José se levantó,
tendió sus manos hacia el cielo y sus dedos se convirtieron como en diez antorchas inflamadas.
El anciano dijo: “Si quieres, puedes convertirte en llama.” Si esta imagen de la llama viva nos
ayuda a comprender la naturaleza del hombre en su apogeo, ¿no puede aplicarse de igual modo a
Dios? Las tres Personas de la Trinidad son “completamente como una llama.”
El icono menos decepcionante no se encuentra en el mundo físico, sino en el corazón del
hombre. La mejor analogía es aquélla con la que hemos empezado: saber amar intensamente a
otra persona y saber que a cambio somos amados.
14
una sola esencia.” Existe en Dios una unidad verdadera eterna, al igual que una diferenciación
auténticamente personal: los términos “esencia,” “sustancia” o “ser” (ousia) expresan esta
unidad; el término Persona (hipostasis, prosopon) expresa esta diferencia. Necesitamos intentar
comprender este lenguaje, a veces oscuro, ya que el dogma de la Santa Trinidad es vital para
nuestra salvación.
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no forman más que uno en esencia, no solamente
porque los tres pertenecen al mismo grupo o a la misma categoría, sino porque forman una sola,
única y específica realidad. Destaquemos, en este punto, la importante diferencia cuando
decimos que las tres Personas divinas son una y cuando decimos que tres personas humanas son
una. Pedro, Santiago y Juan son tres personas humanas. Pertenecen a la misma categoría: “el
hombre.” Por estrecha que sea su cooperación, cada uno mantiene su propia voluntad, su propia
energía, cada uno obra según su propia iniciativa. En pocas palabras: son tres hombres y no un
solo hombre. No ocurre lo mismo con las tres Personas de la Trinidad. Hay distinción; nunca hay
separación. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, como afirman los santos apoyándose en el
testimonio de la Sagrada Escritura, no tiene más que una sola voluntad y no tres voluntades; una
sola energía y no tres energías. Ninguna de las tres Personas actúa separadamente,
independientemente de las otras dos. No hay tres dioses, sino un solo dios.
Las tres Personas no obran nunca separadamente, pero hay, sin embargo, en Dios, a la
vez, una auténtica diversidad y una unidad específica. A través de la experiencia que tenemos
de la forma en que Dios se manifiesta en nuestra propia vida, comprobamos que las tres Personas
divinas actúan siempre juntas, aun sabiendo que cada una de ellas actúa en nosotros de manera
diferente. Tenemos la experiencia de Dios como tres-en-uno y creemos que esta triple
diferenciación en la acción exterior de Dios debe reflejar una triple diferenciación en su vida
interior. Hay que considerar la distinción entre las tres Personas como eterna. Una distinción
inherente a la naturaleza de Dios que no se aplica únicamente a su actividad exterior, cuando se
manifiesta al mundo. No veamos en el Padre, el Hijo y el Espíritu “modos,” o “disposiciones” de
la divinidad: no son máscaras con las que Dios se reviste en sus relaciones con la creación para
quitárselas más tarde. Veamos en ellos, por el contrario, a tres Personas iguales y co-eternas. Un
padre humano es más viejo que su hijo, pero cuando hablamos de Dios como “Padre” e “Hijo”
hemos de olvidar el sentido literal de estos términos. Decimos, al hablar del “Hijo,” que “jamás
hubo un tiempo en el que no existiera” y se puede decir lo mismo del Espíritu.
Cada una de las tres Personas es enteramente Dios, completamente Dios. Ninguna de
las tres Personas es más o menos “Dios” que las otras. A cada una de estas tres Personas
corresponde, no un tercio de la divinidad, sino la divinidad en su totalidad. Resaltemos, no
obstante, que cada una de las tres Personas vive y es esta Divinidad de modo bien distinto y
personal. San Gregorio de Nisa insiste en esta unidad en la diversidad:
“Todo lo que es el Padre lo vemos revelado en el Hijo; todo lo que está en el Hijo está
también en el Padre, pues el Hijo entero permanece en el Padre y en él permanece el
Padre entero. El Hijo, que existe siempre en el Padre, no puede ser separado nunca de él y
el Espíritu jamás puede ser dividido del Hijo, que, a través del Espíritu, realiza todas las
cosas. Aquél que recibe al Padre, recibe al mismo tiempo al Hijo y al Espíritu. Es
imposible plantearse una separación o una desunión entre ellos: no se puede pensar en el
Hijo sin pensar en el Padre, ni separar al Espíritu del Hijo. Hay entre los tres un reparto y
una diferenciación que están más allá de las palabras y de la comprensión. La distinción
entre las Personas no obstaculiza la unicidad de su naturaleza, ni tampoco la unicidad
15
compartida de su esencia lleva a una confusión entre las características distintivas de las
Personas. No os sorprendáis de que hablemos de la Trinidad como unificada y
diferenciada a la vez. Recurriendo a un juego de palabras, nos encontramos con una
extraña y paradójica “diversidad en la unidad” y “unidad en la diversidad.”
“Juego de palabras....” San Gregorio vuelve en muchas ocasiones sobre el aspecto paradójico de
la doctrina de la Trinidad, que es, nos dice, algo que está más allá “de la palabra y del
entendimiento.” Dios nos la revela. Nuestra propia razón es incapaz de demostrárnosla. Podemos
evocarla, pero no podemos explicarla plenamente. Nuestra razón es un don de Dios y
aprendemos a servirnos de ella al máximo, aun reconociendo sus límites. La Trinidad no es una
teoría filosófica; es el Dios vivo que adoramos. Llegamos, pues, a un punto en nuestra
aproximación a la Trinidad en el que dialéctica y análisis deben borrarse ante la plegaria
silenciosa.
“Que todo ser humano guarde silencio y permanezca el miedo y temblor” (Liturgia de
Santiago).
Características personales.
La primera Persona de la Trinidad, Dios Padre, es la “fuente” de la Trinidad, su causa,
el principio de origen de las otras dos. El lazo de unidad entre las tres; hay un solo Dios porque
hay un solo Padre. “La unión es el Padre, de quien y hacia quien va el orden de las Personas”
(San Gregorio el Teólogo). Las otras dos Personas vienen definidas cada una por relación al
Padre: el Hijo es “engendrado” por el Padre, el Espíritu “procede” del Padre. En la cristiandad
occidental latina, se considera generalmente que el Espíritu procede del Padre y del Hijo y la
palabra filioque (“y por el Hijo”) ha sido añadida al texto latino del Credo. La Iglesia Ortodoxa
ve el filioque como una adición herética, insertada en el Credo sin el consentimiento de la
cristiandad oriental y considera que la doctrina de la “doble procedencia,” tal como es presentada
comúnmente, es teológicamente errónea y espiritualmente peligrosa. Según los Padres griegos
del siglo IV, a los que la Iglesia Ortodoxa continúa refiriéndose, el Padre es la fuente única, el
solo fundamento de la unidad divina. Al hacer del Hijo una fuente como el Padre, o con el Padre,
se hace el error de confundir las características distintivas de cada una de las tres Personas.
La segunda Persona de la Trinidad es el Hijo de Dios, su “Verbo,” su Logos. Hablar de
Dios como Hijo y Padre es evocar esa corriente de amor mutuo que hemos mencionado
anteriormente. Es también recordar que, desde toda la eternidad, Dios mismo, en tanto que Hijo,
por obediencia y por amor filial devuelve a Dios Padre la existencia que el Padre, por don de sí
paterno, crea eternamente en Él. Por el Hijo y a través del Hijo nos es revelado el Padre: “Yo soy
el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre más que por mí” (Jn 14:6). Es él quien ha
venido a esta tierra, se ha hecho hombre, ha tomado carne de la Virgen María en Belén. Como
Verbo o Logos de Dios, actúa incluso antes de su encarnación. Es el principio de todo orden, el
fin de toda cosa. Él reúne todo en Dios y hace del universo un “cosmos,” un conjunto armonioso
e integrado. El Creador-Logos ha repartido a toda cosa creada su propio logos íntimo, principio
interior que permite a cada cosa ser distintivamente ella misma y que la atrae y la orienta hacia
Dios. A nosotros, artesanos humanos, incumbe discernir este logos presente en el corazón de
cada cosa y hacerlo manifiesto. No tratemos de dominar, aprendamos a cooperar.
La tercera Persona es el Espíritu Santo, la “brisa,” el “soplo” de Dios. Aun reconociendo
que una clasificación totalmente neta es imposible, podemos decir que el Espíritu es Dios en
nosotros, que el Hijo es Dios con nosotros y que Dios Padre está por encima y más allá de
16
nosotros. Como el Hijo nos muestra al Padre, de igual modo el Espíritu nos muestra al Hijo y nos
lo hace presente. La relación es, sin embargo, mutua. El Espíritu nos hace presente al Hijo, pero
es el Hijo quien nos envía al Espíritu. (Notemos la distinción entre “la eterna procedencia” del
Espíritu y su “misión temporal.” El Espíritu es enviado al mundo en el tiempo por el Hijo; pero
por lo que se refiere a su origen en el seno de la vida eterna de la Trinidad, el Espíritu procede
solamente del Padre.)
¿Por qué hablamos de Dios como Padre e Hijo y no como Madre e Hija? En sí misma, la
divinidad no posee ni masculinidad ni feminidad. Aunque nuestras características sexuales
humanas de varón o de mujer reflejen, en su aspecto más elevado y más auténtico un aspecto de
la vida divina, no existe en Dios sexualidad.
Por consiguiente, cuando hablamos de Dios como “Padre,” olvidamos el sentido literal de
la palabra, pensamos y hablamos en símbolos.
No podemos probar por medio de argumentos válidos por qué tendría que ser así, pero
continúa siendo un hecho de nuestra experiencia cristiana que Dios ha elegido ciertos símbolos y
no otros. Nosotros no los hemos elegido sino que nos han sido revelados, dados. Un símbolo
puede ser verificado, vivido, orado. No puede ser probado por medio de la lógica. Estos símbolos
que nos son “dados,” aunque no puedan ser probados, están lejos de ser arbitrarios. A semejanza
de los símbolos con que nos encontramos en los mitos, en la literatura o en el arte, nuestros
símbolos religiosos están enraizados en lo más profundo de nuestro ser y no pueden ser alterados
sin graves consecuencias.
¿Por qué habría de ser Dios una comunión de tres Personas divinas, ni más, ni menos?
Sobre esto, todavía no tenemos una prueba lógica. La trinidad de Dios nos es dada, revelada
por la Escritura en la tradición apostólica y por la experiencia de los santos a lo largo de los
siglos; todo lo que podemos hacer es verificarlo en nuestra vida de oración.
¿Por qué, precisamente, hay esta diferencia entre la “generación” del Hijo y la
“procedencia” del Espíritu? “La generación y la procedencia siguen siendo incomprensibles,”
nos dice San Juan Damasceno. “Se nos ha dicho que existe una diferencia entre generación y
procedencia, pero no comprendemos la naturaleza de esta diferencia.” Los términos
“generación” y “procedencia” son los signos convencionales de una realidad que está mucho más
allá de la comprensión de nuestro cerebro razonador. “Nuestra razón es débil y nuestra lengua es
aún más débil,” destaca San Basilio el Grande. “Es más fácil medir el mar con una tacita que
querer captar la grandeza inefable de Dios con un espíritu humano.” Aunque no puedan ser
17
plenamente explicados, estos signos pueden, como ya hemos dicho, ser verificados. A través de
nuestro encuentro con Dios en la oración, sabemos que el Espíritu es diferente del Hijo, aunque
las palabras no nos permitan precisar esa diferencia.
1. Creación
Dios Padre crea por su “Verbo,” es decir el Logos (la segunda Persona). Crea también
por medio del “soplo de su boca,” es decir el Espíritu (la tercera Persona). Con sus “manos,” el
Padre da forma al universo. Del Logos se dice: “Todo existió por él” (Jn 1:3). Comparemos con
el Credo: “Por Él todo fue hecho.” Del Espíritu se dice que, en la creación, “el viento de Dios
sobrevolaba las aguas” (Gn 1:2). Así, toda la creación lleva el sello de la Trinidad.
2. Encarnación
En el momento de la anunciación, el Padre envía al Espíritu Santo sobre la
bienaventurada Virgen María que concibe al Hijo eterno de Dios (Lc 1:35). La encarnación
divina es una operación trinitaria. El Espíritu es enviado por el Padre para llevar a cabo la
presencia de su Hijo en el seno de la Virgen María. La encarnación es el fruto de la operación de
la Trinidad, ciertamente, pero también de la libre elección de María. ¿Acaso no esperó Dios su
consentimiento, expresado en estas palabras: “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu
palabra” (Lc 1:38)? Sin su consentimiento, María no se habría convertido en la madre de Dios.
La Gracia Divina no destruye la libertad humana, sino que la afirma.
3. Bautismo de Cristo
En la tradición ortodoxa se considera el bautismo de Cristo como una revelación de la
Trinidad. La voz del Padre, “llegada de los cielos,” da testimonio del Hijo: “Este es mi Hijo muy
amado en quien tengo puestas todas mis complacencias.” En ese mismo momento, el Espíritu
Santo, bajo la forma de una paloma, desciende del Padre y se posa sobre el Hijo (Mt 3:16-17).
Este es el himno que canta la Iglesia Ortodoxa el día de la Epifanía (6 de enero), fiesta del
bautismo de Cristo:
18
ha confirmado la inquebrantable verdad de esta palabra.”
4. Transfiguración de Cristo
Entre las tres Personas encontramos la misma relación que en el bautismo de Cristo.
Desde los cielos, el Padre da testimonio: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco,
escuchadle” (Mt 17:5) y como en el bautismo, el Espíritu desciende sobre el Hijo, esta vez en la
forma de una nube luminosa (Lc 9:34). Como afirmamos en uno de los himnos de esta fiesta
celebrada el 6 de agosto:
5. La epiclesis eucarística
La misma figura trinitaria, evidente en la anunciación, el bautismo y la transfiguración,
reaparece en el punto culminante de la eucaristía, la epiclesis o invocación del Espíritu Santo.
El celebrante, dirigiéndose al Padre, dice en la Liturgia de San Juan Crisóstomo:
Orar a la Trinidad.
Volvemos a encontrar la estructura trinitaria de la epiclesis eucarística en la mayor parte
de las oraciones de la Iglesia Ortodoxa. Las invocaciones con las que los ortodoxos comienzan
su oración de la mañana tienen un espíritu trinitario. Estas oraciones son tan familiares y se
repiten con tanta frecuencia que es fácil olvidar su verdadero carácter: la glorificación de la
Santa Trinidad. Empezamos por reconocer a nuestro Dios como “tres-en-uno” al hacer la señal
de la cruz: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.”
De este modo, ponemos el naciente día bajo la protección de la Trinidad. Continuamos:
“Gloría a ti, Dios nuestro, gloria a ti” de esta manera, esta jornada totalmente nueva está
impregnada de un espíritu de celebración, de alegría, de reconocimiento. Viene luego una
oración al Espíritu Santo: “Rey del cielo...,” seguida por la invocación:
“Santo Dios,
santo fuerte,
19
santo inmortal,
ten piedad de nosotros.”
La triple repetición de la palabra santo es un recuerdo del himno “Santo, santo, santo,” cantado
por los serafines en la visión de Isaías (Is 6:3) y por los cuatro vivientes en el Apocalipsis de san
Juan (Ap 4:8). La palabra “santo,” repetida tres veces, es por sí misma una invocación a la
eterna Trinidad. La oración continúa con la frase repetida con más frecuencia en la liturgia:
“Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.” Vigilemos para que la familiaridad de estas
palabras no engendre la desenvoltura. Cada vez que esta frase se repita, es esencial, vital, que
respetemos su verdadera significación como una forma de dar gloria a la Tri-Unidad. Al Gloria,
le sigue otra oración a las tres Personas:
Así continúan nuestras oraciones cotidianas. En cada paso, de forma implícita o explícita, hay
una estructura trinitaria, una proclamación de Dios como “uno-en-tres.” Pensamos en la
Trinidad. Hablamos de la Trinidad. Respiramos la Trinidad.
Volvemos a encontrar esta dimensión trinitaria en la oración más querida por los
ortodoxos, que no tiene más que una sola frase, la “oración de Jesús” de la que los ortodoxos se
sirven, tanto cuando trabajan, como cuando se reúnen. He aquí su forma más corriente:
“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy pecador.”
Parece una oración a la segunda persona de la Trinidad, el Señor Jesucristo y sin embargo, las
otras dos están también presentes aquí, aunque no sean nombradas. En efecto, al hablar de
Jesús, “Hijo de Dios,” hacemos referencia a su Padre; el Espíritu Santo está contenido también
en nuestra oración, puesto que “nadie puede decir Jesús es el Señor, si no es con el Espíritu
Santo” (1 Cor 12:3). Así, la oración de Jesús no solamente está centrada en Cristo, sino que
es trinitaria.
Vivir la Trinidad.
“¿Qué es la oración pura? Una oración que es breve por sus palabras y abundante
por sus acciones. Si vuestras acciones no exceden a vuestras peticiones, entonces,
vuestras oraciones no son más que palabras y falta la semilla de vuestras manos.”
Apotegmas de los Padres del Desierto
Si la oración debe transformarse en acción, esta fe trinitaria, esencia misma de nuestra oración,
¿no deberá manifestarse en nuestra vida cotidiana? Antes de recitar el Credo en la liturgia
eucarística, decimos: “Ámemenos los unos a los otros para que podamos, con un solo espíritu,
confesar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Trinidad una en esencia e indivisa.” “Para que”:
una verdadera confesión de fe en este Dios tres-en-uno no puede ser hecha más que por aquéllos
que se amen entre sí, a imagen de la Trinidad. Existe una relación de fondo entre el amor que
20
sentimos unos por otros y nuestra fe en la Trinidad. Lo primero es la condición previa para lo
segundo y a su vez, lo segundo proporciona a lo primero toda su fuerza y sentido.
Así, lejos de quedar relegada en un rincón y de ser considerada como una pieza de
teología abstrusa que no interesa más que a los teólogos, la doctrina de la Trinidad debería
revolucionar nuestra vida diaria. Como humanos hechos a imagen del Dios Trinidad, estamos
llamados a reproducir en la tierra el misterio de amor mutuo que la Trinidad vive en los cielos.
En la Rusia medieval, san Sergio de Radonez dedicó a la Santa Trinidad el monasterio que
acababa de fundar. Esperaba que sus monjes sentirían entre ellos esta corriente de amor mutuo
que circula entre las tres Personas divinas. Esta es la vocación de los monjes, pero es también
la de cada uno de nosotros. Cada unidad social, la escuela, el taller, la parroquia, la Iglesia
universal, está hecha para convertirse en un icono de la Tri-Unidad. Sabiendo que Dios es tres-
en-uno, cada uno de nosotros se compromete a vivir sacrificialmente en el otro y para el otro.
Cada uno de nosotros se compromete irrevocablemente en una vida de servicio práctico, de
compasión activa. Nuestra fe en la Trinidad nos obliga a defendernos en todos los niveles, en el
plano estrictamente personal o en un grado superior de organización, contra toda forma de
opresión, de injusticia y de explotación. En el combate que sostenemos por la justicia social y los
derechos del hombre actuamos específicamente en el nombre de la Santa Trinidad. “La regla
más perfecta del cristianismo, su definición exacta, su cima, consiste en buscar el bien de todos,”
declara san Juan Crisóstomo; “no creo que sea posible que un hombre se salve, si no trabaja por
la salvación de su prójimo.”
He aquí, pues, las implicaciones prácticas del dogma de la Trinidad, y lo que quiere
decir vivir la Trinidad.
21
“Canto a la divinidad, unidad de tres Personas.
Pues el Padre es luz,
y luz el Hijo,
y luz el Espíritu.
Pero la luz continúa indivisa,
resplandece con la única naturaleza,
pero en los tres rayos de las Personas” (Triduo de la Gran Cuaresma).
“El amor es el reino que el Señor ha prometido místicamente a sus discípulos cuando les
dijo que comerían en su Reino: “Comeréis y beberéis en mi mesa, en mi reino” (Lc
22:30). ¿Qué comerán, qué beberán, si no es el amor? Cuando hemos alcanzado el amor,
hemos alcanzado a Dios y nuestro viaje ha terminado. Hemos llegado a la isla que está
más allá del mundo, allá donde están el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo para quienes
sean toda gloria y todo poder. Que Dios nos haga dignos de temerlo y de amarlo. Amén.”
(San Isaac el Sirio).
“No puede existir Iglesia fuera del amor” (San Juan de Cronstadt).
“Creedme: una verdad que reina soberana desde los flecos del trono de gloria hasta la
más pequeña sombra de la más insignificante de las criaturas, es el amor. El amor es la
fuente inagotable de las olas sagradas de la gracia que vienen de la ciudad de Dios, riegan
la tierra y la hacen fértil. “El abismo llama al abismo” (Sal 42:7); como un abismo en su
infinidad, el amor nos ayuda a representarnos la visión temible de la Trinidad. El amor es
el que modela todas las cosas y las mantiene en la unidad. Es el amor el que da vida y
reanima, el que inspira y guía. El amor es el sello que marca la creación, la firma del
Creador. El amor es la explicación de su obra. ¿Cómo podemos hacer que Cristo
permanezca en nuestro corazón, si no es por medio del amor?” (Padre Teóklitos de
Dionisiou).
“Ayuda a los que están allí a encontrar el reposo. Visita a los enfermos, ven en socorro de
los pobres, pues todo esto es también oración.” (Afraates).
“Un sabio fue a visitar a san Antonio en el desierto y le dijo: “¿Cómo puedes mantenerte,
privado del consuelo de los libros?” Él respondió: “Mi libro, filósofo, es la naturaleza de
los seres y está ahí cuando quiero leer las palabras de Dios” (Evagrio Póntico).
El puente de diamante.
“Tú nos has creado de la nada” (Liturgia de san Juan Crisóstomo). ¿Cómo comprender
la relación de Dios con el mundo que él ha creado? ¿Qué significan las palabras “de la nada,” ex
nihilo? En el fondo, ¿por qué ha creado Dios?
Las palabras “de la nada” significan, en primer lugar y ante todo, que Dios ha creado el
universo por un acto de su propia voluntad. Nada le obligaba a crear. Él eligió crear. El mundo
no ha sido creado sin una intención precisa ni por necesidad. El mundo no es una emanación de
Dios, una efusión divina; es la consecuencia de una opción divina.
Si nada empujaba a Dios a crear, ¿por qué, entonces, ha elegido crear? Suponiendo que
este género de pregunta admita una respuesta sería ésta: Dios ha creado el mundo por amor. En
lugar de decir que ha creado el universo “de la nada,” ¿por qué no decir que lo ha creado “de su
ser,” que es amor? Deberíamos pensar no ya en el Dios artesano, sino en el Dios creador sabio.
La creación es menos un acto de su libre elección que de su libre voluntad. Crear es compartir; la
doctrina de la Trinidad nos lo muestra claramente: Dios no es sólo uno, sino uno-en-tres. Dios es
una comunión de Personas unidas por un amor mutuo. El círculo del amor divino, sin embargo,
no ha quedado cerrado. El amor de Dios es “extático,” en el sentido literal de la palabra. Es un
amor que hace salir a Dios de sí mismo y lo hace crear cosas distintas de sí mismo. Por una
elección determinada, Dios ha creado el mundo, con el fin de permitir a otros seres participar en
su vida y en su amor.
Dios no estaba obligado a crear, lo cual no quiere decir que haya algo accidental o
inconsecuente en su acto creador. Dios es todo lo que hace e incluso su acto de creación es parte
integrante de sí mismo. Cada uno de nosotros ha existido siempre en su corazón. En su
amor. Desde toda la eternidad, Dios conocía a cada uno de nosotros como una idea o un
pensamiento en su espíritu divino. Él tiene para cada uno de nosotros un proyecto particular y
distinto. Nosotros hemos existido siempre para él. Ser creado es empezar, en cierto momento, a
existir también para nosotros mismos.
Puesto que hemos salido de la libre elección de Dios y somos fruto de su libre deseo, el
mundo no es necesario. No se basta a sí mismo: es contingente y dependiente. Dios es el corazón
de nuestro ser; si no, dejamos de existir. En cada instante, nuestra existencia depende de la
voluntad amante de Dios. La existencia es un don de Dios, un don gratuito de su soberanía,
un don que nunca se vuelve a repetir. Es un don y no algo adquirido y que poseamos por
nuestro propio poder. Solamente Dios tiene la causa y la fuente de su ser en sí mismo. Todas las
cosas creadas tienen a Dios como fuente y como raíz. Todas encuentran en él su origen y su
fin. Solamente Dios es nombre, las cosas creadas no son más que adjetivos.
Afirmar que Dios es creador del mundo no quiere decir que haya puesto las cosas en
movimiento por medio de un acto inicial, “al principio,” y que luego hayan funcionado solas.
Dios no es el relojero del cosmos, el que da cuerda al mecanismo y luego deja que funcione solo.
Por el contrario, la creación es continua. Para ser precisos, cuando hablamos de creación no
deberíamos servirnos del pasado, sino de un continuo presente. No deberíamos decir: “Dios ha
hecho el mundo y a mí en este mundo,” sino: “Dios hace el mundo y a mí en este mundo,
entonces, ahora, en este mismo momento y siempre.” La creación no es un acontecimiento del
23
pasado, es una relación en el presente. Si Dios no continuara ejerciendo su voluntad creadora
en todo momento, el universo se derrumbaría inmediatamente en el no-ser. Nada podría existir ni
siquiera un segundo, si Dios quisiera que eso fuera así. Como decía el metropolitano Filarete de
Moscú: “Por la palabra creadora de Dios, todas las criaturas están situadas como sobre un puente
de diamante, debajo del abismo de la infinitud divina y encima del abismo de su propia nada.”
Esto es cierto, incluso, tratándose de satán y de los ángeles caídos y arrojados al infierno; su
existencia es tributaria de la voluntad de Dios.
La doctrina de la creación no tiene por objeto fijar en el mundo un punto de partida
cronológico. Está ahí para afirmar que, en este momento presente, como en cualquier momento,
el mundo existe por Dios. Cuando el Génesis nos dice: “En el principio, Dios creó el cielo y la
tierra” (1:1), la palabra “principio” no hay que tomarla en sentido literal, sino con el significado
de que Dios” es la fuente constante y el soporte de todas las cosas.
Como creador, Dios continúa estando en el corazón de cada cosa. Es él quien las hace
existir. En el plano de la investigación científica, percibimos ciertos procesos o secuencias de
causa a efecto. En el nivel espiritual, que lejos de contradecir a la ciencia va más allá de ella,
discernimos en todas partes las energías creadoras de Dios que sostienen todo lo que existe y
constituyen la esencia misma de todas las cosas. Sin embargo, si bien está presente en todas
partes del mundo, Dios no se identifica en absoluto con el mundo. Nosotros, los cristianos, no
proclamamos un panteísmo, sino un panenteísmo (Dios en todo).1 Dios está en toda cosa; pero está
igualmente más allá y por encima de toda cosa. Dios es, a la vez, “más grande que lo más
grande” y “más pequeño que lo más pequeño.” Según san Gregorio Palamas: “Él está en todas
partes y en ninguna parte, El es todo y no es nada.”
“Dios vio todo lo que había hecho y todo era muy bueno” (Gn 1:31). La creación es
enteramente la obra de Dios. En lo más profundo de ellas mismas, las cosas son “muy buenas.”
La ortodoxia cristiana rechaza el dualismo en sus variadas formas: el dualismo radical,
maniqueo, que atribuye la existencia del mal a un segundo poder que sería coeterno con el Dios
del amor. Rechaza también el dualismo, menos radical, de los gnósticos valentinianos, que ven el
orden material, incluyendo el cuerpo humano, como procedente de una caída precósmica.
Rechaza también el dualismo, más sutil, de los discípulos de Platón, que consideran la materia no
como mala sino como irreal.
En confrontación con el dualismo en todas sus formas, el cristianismo afirma que hay un
summum bonum, un “bien supremo,” es decir Dios mismo, pero que no existe ni puede existir
un summum malum. El mal no es coeterno con Dios. En el principio, no existía más que Dios:
todas las cosas que existen son su creación, ya sea el cielo o la tierra, sean espirituales o físicas,
de manera que en su realidad fundamental todas son buenas.
¿Qué podemos decir, entonces, del mal? Si todas las cosas creadas son intrínsecamente
buenas, el pecado o el mal no es una “cosa” en sí, ni un ser, ni una sustancia existente. “El mal,
en sentido estricto, observa Evagrio, no es una sustancia, es la ausencia del bien, lo mismo que
las tinieblas son la ausencia de luz.” San Gregorio de Nisa asegura que: “No existe mal fuera de
una elección y que tenga subsistencia propia en la naturaleza de los hombres.” “Los demonios
tampoco son malos por naturaleza, escribe San Máximo el Confesor, pero lo han llegado a ser
por un mal uso de sus facultades naturales.” El mal es siempre un parásito. Resulta de la
deformación y del mal uso de alguna cosa buena al principio. El mal reside no en la cosa misma,
sino en nuestra actitud con respecto a esta cosa en nuestra voluntad.
1
Panenteísmo: Dios en todo. La expresión es del Padre Sergio Bulgákov.
24
Se podría creer que calificar el mal como una “falta” es subestimar su fuerza y su
dinamismo. Al mismo tiempo nada es muy fuerte.” Decir que el mal es una perversión del bien y
por tanto una ilusión y una irrealidad, no es negar la poderosa influencia que tiene sobre
nosotros. No existe, en efecto, fuerza más grande en la creación que la libre elección que nos
proporciona consciencia y facultad de entendimiento espiritual. Por eso, el mal uso de esta libre
elección puede tener consecuencias terroríficas.
25
voluntad, sentidos y sentimientos, sino que también somos espíritu. El hombre moderno ha
perdido casi por completo el contacto con el aspecto más verdadero y noble de sí mismo. El
resultado de esta alienación interior se expresa con evidencia en su inquietud, su falta de
identidad propia y su pérdida de la esperanza.
Microcosmos y mediador.
Cuerpo + mas alma. Dos en uno. El hombre ocupa verdaderamente una situación
privilegiada en el orden creado.
Según la visión que los ortodoxos tienen del mundo, Dios ha establecido dos niveles en
las cosas creadas:
— el nivel “noético,” “espiritual” o “intelectual,”
— el nivel material o corporal.
En el nivel “noético,” Dios ha colocado a los ángeles, que no tienen cuerpo material. En el nivel
material o corporal ha puesto el universo físico: galaxias, estrellas y planetas, así como los
diferentes tipos de existencia: mineral, vegetal y animal. Solamente el hombre existe en estos dos
niveles. Por su espíritu o intelecto espiritual, participa del reino noético y es el compañero de los
ángeles. Por su cuerpo y su alma, se mueve, siente y piensa, come y bebe, transforma los
alimentos en energía y participa también en el reino material que pasa en él a través de la
percepción de sus sentidos.
Nuestra naturaleza humana es, por lo tanto, más compleja que la naturaleza angélica y
está dotada de posibilidades mucho más ricas. Visto desde esta perspectiva, el hombre no es
inferior a los ángeles. El ser humano se encuentra en el corazón de la creación Divina. Por
formar parte del reino noético y del reino material es imagen, espejo de la creación entera, imago
mundi. Un “pequeño universo,” un microcosmos. Todas las cosas creadas se encuentran en él.
El hombre puede decir de sí mismo, recordando el poema de Kathleen Raine:
“Porque amo,
el sol hace fluir sus rayos de oro vivo,
hace fluir su oro, su plata sobre el mar...
Porque amo,
los helechos son verdes, la hierba es verde, verdes
son los árboles iluminados al trasluz...
Porque amo,
toda la noche el río fluye en mi sueño,
diez mil cosas llenas de vida duermen en mis brazos,
duermen velando, fluyen reposando.”
26
un cuerpo, como han imaginado numerosos filósofos griegos e hindúes, si su cuerpo no fuera
parte integrante de su ser verdadero sino un simple vestido que se quitaría de vez en cuando o
una prisión de la que intentara evadirse ¿cómo podría actuar de modo conveniente como
mediador? El hombre espiritualiza la creación espiritualizando su propio cuerpo y ofreciéndoselo
a Dios. “¿No sabéis que vuestro cuerpo es un templo del Espíritu Santo que habita en vosotros?”
escribe san Pablo. “Glorifica a Dios en tu cuerpo.” “Os exhorto, por tanto, hermanos, por la
misericordia de Dios, a ofrecer vuestras personas como hostia viviente, santa, agradable a Dios”
(1 Cor 6:19-20; Rm 12:1). El hombre espiritualiza su cuerpo, pero no por ello lo desmaterializa:
por el contrario, la verdadera vocación del hombre es manifestar lo espiritual en lo material y a
través de él. Así se puede decir que los cristianos son los únicos verdaderos materialistas.
El cuerpo es parte integrante de la persona humana. La separación del cuerpo y del alma
por la muerte, es contraria a la naturaleza, contraria al plan original de Dios; una consecuencia de
la caída. Por otra parte, esta separación es solamente temporal, puesto que esperamos, más allá
de la muerte, la resurrección final en el último día, en el que el cuerpo y el alma se reunirán de
nuevo.
Imagen y semejanza.
San Ireneo nos dice: “La gloria de Dios es el hombre vivo.” La persona humana forma el
centro de la obra de Dios, la corona. La posición única del hombre en el cosmos viene indicada,
ante todo, por el hecho de que es “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1:26). El hombre es la
expresión finita de la expresión infinita que Dios realiza de sí mismo.
Algunos de los Padres Griegos asocian la imagen divina o “icono,” según la cual el
hombre ha sido creado en la totalidad de su naturaleza. Relacionan más específicamente la
imagen con el aspecto más noble del hombre, el hombre con su espíritu o su intelecto, gracias al
cual alcanza el conocimiento de Dios y vive en unión con El. Dicho de otra manera: la imagen de
Dios en e! hombre es lo que lo distingue del animal, lo que lo hace persona en el sentido pleno y
verdadero de la palabra, agente moral capaz tanto del bien como del mal, sujeto espiritual dotado
de libertad interior.
El libre albedrío es particularmente importante para comprender y ver en el hombre la
imagen de Dios. Dios es libre: el hombre, por lo tanto, también es libre. Al ser libre, todo ser
humano realiza la imagen divina en él de un modo que le es propio. Los seres humanos no son ni
fichas que se pueden intercambiar, ni las piezas de recambio de una máquina. Cada uno, por su
libertad, es único. Cada uno, por su carácter único, es infinitamente precioso. Las personas
humanas no se miden cuantitativamente: no tenemos derecho a mantener que una persona tiene
más valor que otra o que diez personas tienen más valor que una sola. Tales cálculos son una
ofensa a la verdadera persona. Cada uno de nosotros es irreemplazable y debe, por consiguiente,
ser considerado no como un objeto sino como un sujeto. Encontramos a las personas aburridas y
horriblemente previsibles porque no hemos franqueado el umbral de la verdadera existencia
personal, tanto en nosotros como en los otros, existencia en la que no existen estereotipos y en la
que cada uno es único.
Numerosos Padres Griegos ven una distinción entre la imagen de Dios y la semejanza
con Dios. Para los que establecen la distinción entre los dos términos, la imagen representa la
potencialidad en el hombre de la vida en Dios; la semejanza, la realización de esta potencialidad.
La imagen es lo que el hombre posee desde el principio, lo que le permite comprometerse en el
camino espiritual; la semejanza es aquello a lo que apunta al término de su viaje. “El hombre ha
recibido el honor de la imagen durante su primera creación, pero la plena perfección de la
27
semejanza con Dios solamente le será conferida a la consumación de todas las cosas,” escribe
Orígenes. Todos los hombres están hechos a imagen de Dios y, por corrompida que sea su vida,
la divina imagen que tienen en ellos está simplemente oscurecida y velada; nunca está totalmente
perdida. La semejanza, por el contrario, no es alcanzada más que por los bienaventurados en el
Reino celeste del mundo futuro.
Según san Ireneo, durante su creación primera, el hombre era “como un niño pequeño”;
tenía necesidad de crecer en perfección. En otros términos, era inocente y capaz de desarrollarse
espiritualmente (la “imagen”), pero este desarrollo no era inexorable ni automático. El hombre
estaba llamado a colaborar con la gracia de Dios y así, sirviéndose en el momento oportuno de su
libre arbitrio, estaba hecho para convertirse lentamente, progresivamente, en Dios (la
“semejanza”). La noción del hombre creado a imagen de Dios puede, por lo tanto, ser
interpretada en un sentido dinámico más que estático. Ello no quiere decir que el hombre
estuviera dotado desde el principio de una perfección plenamente realizada, de la más grande
santidad y del perfecto conocimiento; simplemente quiere decir que recibió la posibilidad de
crecer en plena amistad con Dios. La distinción entre imagen y semejanza no implica
evidentemente la aceptación de cualquier “teoría de la evolución,” pero no es incompatible con
ella.
Imagen y semejanza significan orientación, relación. Como hace notar Philip Sherrard,
“el mismo concepto del hombre presupone una relación, un trato con Dios. Al afirmar al hombre,
se afirma a Dios.” Creer que el hombre está hecho a imagen de Dios es creer que el hombre ha
sido creado para estar en comunicación y en unión con él y que, si rechaza esta comunicación,
hablando con propiedad deja de ser un hombre. Un “hombre natural,” separado de Dios, no
puede existir; el hombre apartado de Dios está en un estado perfectamente no natural. La
doctrina de la imagen quiere decir, por consiguiente, que el hombre tiene a Dios como centro
íntimo de su ser. El elemento divino es el elemento determinante de nuestra humanidad; al perder
nuestro sentido de lo divino, perdemos también nuestro sentido de lo humano.
Esto se ha visto confirmado por lo que ha sucedido en Occidente desde el Renacimiento y
de forma todavía más notoria, desde la revolución industrial. El secularismo creciente ha ido
acompañado de una creciente deshumanización de la sociedad, la versión lenin-stalinista del
comunismo es prueba de ello. Allí, el rechazo de Dios fue a la par con la represión cruel de la
libertad del hombre, lo cual no tiene nada de sorprendente, pues la única base sólida para
establecer una doctrina de libertad y de dignidad humana proviene de la certidumbre de que cada
hombre está hecho a imagen de Dios.
El hombre está hecho no solamente a imagen de Dios, sino más específicamente, a
imagen de Dios-Trinidad. “Vivir la Trinidad”... Todo lo dicho anteriormente a este respecto
adquiere una nueva fuerza situado en el contexto de la doctrina de la imagen. La imagen de Dios
en el hombre es una imagen trinitaria y, por ello, el hombre, como Dios, realiza su verdadera
naturaleza a través de una vida de un mutuo compartir. La imagen significa la relación no
solamente con Dios sino también con los otros hombres. De la misma forma que las tres
Personas divinas viven la una en la otra y la una para la otra, así también el hombre, hecho a la
imagen trinitaria, se convierte en una persona real al ver el mundo a través de los ojos del otro, al
hacer suyas la alegrías y los sufrimientos del otro. Cada ser humano es único, pero, aun siendo
único, ha sido creado para estar en comunión con los otros.
“Nosotros, los que compartimos esta fe, deberíamos ver a todos los fieles como una sola
persona... y estar dispuestos a ofrecer nuestra vida por nuestro prójimo” (San Simeón el Nuevo
Teólogo). “La única manera de ser salvado es a través de nuestro prójimo... La intención recta
28
consiste en sentir compasión y ternura ante los pecadores o los enfermos” (Homilías de San
Macario). “Los ancianos tenían la costumbre de decir que cada uno debería hacer suyo lo que le
ocurría a su prójimo. Deberíamos sufrir con él, llorar con él y comportarnos como si
estuviéramos en su cuerpo. Si él estuviera en un apuro, nosotros deberíamos sentir tanta angustia
como si nosotros mismos lo estuviéramos” (Apotegmas de los Padres del Desierto). Todo esto es
verdad porque el hombre está hecho a imagen del Dios Trinidad.
Sacerdote y rey.
Como hecho a imagen divina, microcosmos y mediador, el hombre es sacerdote y rey de
la creación. Conscientemente, deliberadamente, puede hacer dos cosas que el animal no puede
llevar a cabo más que inconsciente o instintivamente. En primer lugar, el hombre es capaz de
bendecir y de alabar a Dios por el mundo. Vale más definir al hombre como un animal
“eucarístico” que como un animal “lógico,” puesto que no vive simplemente en el mundo
contentándose con pensar y aprovecharse de él sino que puede ver en el mundo un don de Dios,
un sacramento de la presencia de Dios, un medio para entrar en comunicación con él. He aquí
por qué puede ofrecer el mundo a Dios como signo de acción de gracias: “Lo que es Tuyo y Te
pertenece lo ofrecemos por todos y por todo” (Liturgia de San Juan Crisóstomo).
El hombre no solamente bendice y alaba a Dios por el mundo, sino que puede reformar y
modificar el mundo, darle un sentido totalmente nuevo. Según el padre Dumitru Staniloae, “el
hombre marca la creación con el sello de su comprensión y de su trabajo inteligente... Para el
hombre, el mundo es más que un regalo, es una tarea.” Una llamada a cooperar con Dios. Somos,
como nos dice san Pablo, “cooperadores de Dios” (1 Cor 3:9). El hombre es más que un animal
lógico y más que un animal eucarístico; es un animal creador. El hecho de que esté hecho a
imagen de Dios significa que es creador a imagen del Dios creador. Asume este papel creador no
a viva fuerza, sino a través de la claridad de su visión espiritual. Su vocación no consiste en
dominar ni en explotar la naturaleza sino en transfigurarla y santificarla. A través del cultivo de
la tierra, la profesión, sus escritos o incluso de la pintura de iconos, el hombre presta voz a las
cosas materiales, permitiendo así a la creación alabar a Dios. La primera tarea que el hombre
tuvo que realizar fue dar nombres a los seres vivos (Gn 2:19-20). ¿Dar nombres no es en sí un
acto creador? Mientras no hayamos dado un nombre a un objeto o a una experiencia, una
“palabra rigurosa” para indicar su verdadero carácter, no podremos empezar a comprenderlo o a
servirnos de él.
Es igualmente importante recordar que durante la eucaristía ofrecemos a Dios los frutos
de la tierra, no en su forma original sino reformados por el hombre: no son haces de trigo lo que
llevamos al altar, sino pan; no son racimos de uvas, sino vino.
Así, el hombre es sacerdote de la creación, pues posee el poder de dar gracias a Dios y de
re-ofrecerle la creación. Es también rey de la creación, ya que posee el poder de modelar y de dar
forma, de unir y de diversificar. Función hierática, función real que san Leoncio de Chipre nos
describe con elegancia:
“A través del cielo, la tierra y el mar, a través de la madera y de la piedra, a través de toda
la creación visible e invisible, venero al Creador, Maestro y Artesano de todas las cosas.
La creación no venera a su artesano directamente, espontáneamente. A través de mí, los
cielos proclaman la gloría de Dios, la luna lo adora, las estrellas lo glorifican, las aguas,
las lluvias, el rocío y todas las cosas creadas le tributan gloria y honor.”
29
El reino interior.
“Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5:8). Hecho a imagen
y semejanza de Dios, el hombre es espejo de lo divino. Conoce a Dios al conocerse a sí mismo.
Cuando entra dentro de sí mismo, ve el reflejo de Dios en la pureza de su propio corazón. Según
la doctrina de la creación del hombre a imagen de Dios, en cada persona, en el más verdadero e
íntimo “yo” de su ser llamado con frecuencia el “corazón profundo” o “el fondo del alma,” existe
un punto de encuentro directo y de unión con el Increado. “El reino de Dios está dentro de
vosotros” (Lc 17:21).
La búsqueda del reino interior es uno de los principales temas de los escritos de los
Padres de la Iglesia. “Parece realmente que el más grande de todos los conocimientos, decía san
Clemente de Alejandría, sea el conocimiento de sí mismo, pues aquél que se conoce a sí mismo
tendrá el conocimiento de Dios y, al tener este conocimiento, se hará semejante a Dios.” Por su
parte, san Basilio el Grande escribe: “Cuando el intelecto no está disperso a través de las cosas
exteriores o disperso a través del mundo por los sentidos, entra dentro de sí mismo y, por sus
propios medios, se eleva hacia el pensamiento de Dios.” “Quien se conoce, conoce todo,” escribe
san Isaac el Sirio, y continúa: “Estáte en paz con tu alma; entonces, el cielo y la tierra estarán en
paz contigo. Penetra con diligencia en la maravillosa morada que está en ti y así verás las cosas
que están en el cielo; pues no hay más que una sola entrada: la escala que lleva al Reino está
escondida en tu alma y en tu alma descubrirás los escalones que te permitirán acceder a él.”
Podemos añadir a estos pasajes el testimonio de un testigo occidental contemporáneo, del
cisterciense Thomas Merton: “En el centro de nuestro ser, hay un punto de la nada que no rozan
siquiera el pecado ni la ilusión; un punto de verdad pura; una chispa que pertenece enteramente a
Dios y que no nos pertenecerá jamás; un punto a partir del cual Dios dispone de nuestras vidas;
un punto inaccesible a las fantasías de nuestro espíritu o a los caprichos de nuestra voluntad. Este
pequeño punto de pobreza absoluta es la gloria de Dios en nosotros en estado puro. Es, por
decirlo así, su nombre escrito en nosotros, tanto como nuestra pobreza, nuestra indigencia,
nuestra dependencia, nuestra filiación. Diamante de las más raras aguas que destella a la luz
invisible del cielo. Está en cada uno de nosotros y, si pudiéramos verlo, podríamos admirar sus
fuegos resplandecientes como un sol que hiciera desaparecer para siempre la oscuridad, la
crueldad de la vida... La puerta del cielo está en todas partes.”
“Huid del pecado,” insiste san Isaac; tres palabras para recordar. Para reflejar el rostro de
Dios, debemos limpiar nuestro espejo. Sin el arrepentimiento, no existe ni conocimiento de uno
mismo ni descubrimiento del reino interior. Se me dice: “Vuélvete a ti mismo; conócete a ti
mismo.” ¿Pero, qué “yo” debo descubrir? ¿Cuál es mi verdadero “yo”? El psicoanálisis nos
revela un cierto tipo de “yo” que nos conduce, con frecuencia, no al pie de la “escala que nos
llevará al Reino,” sino a la escalera que nos lleva a la húmeda cueva infestada de serpientes.
“Conócete a ti mismo” significa “conócete a ti que has brotado de Dios. A ti que estás arraigado
en Dios. Conócete a ti mismo en Dios.” Según la tradición espiritual ortodoxa, solamente
descubriremos nuestro “yo” verdadero, nuestro “yo a la imagen” muriendo a nuestro ser
contrahecho y caído. “El que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16:25). Solamente aquél
que sabe reconocer su yo fingido por lo que vale y lo rechaza está en condiciones de discernir su
verdadero yo, el yo que Dios quiere. Subrayando esta distinción entre el falso y el verdadero yo,
san Barsanufo nos exhorta: “Olvídate a ti mismo y conócete a ti mismo.”
30
El mal, el sufrimiento y la caída del hombre.
En la novela más grande de Dostoievski, Los hermanos Karamázov, Iván lanza un
desafío a su hermano: “Imagínate que los destinos de la humanidad están entre tus manos y que
para hacer definitivamente libres a los hombres, para procurarles finalmente la paz y el descanso,
sea indispensable enviar a la tortura aunque sólo sea a un ser, el niño que se daba golpes de
pecho con su puñito y fundar sobre sus lágrimas la futura felicidad, ¿Consentirías tú, en esas
condiciones, en edificar semejante felicidad? Respóndeme sin mentir.” “No, no consentiría,”
dice Aliosha.
Somerset Maugham cuenta que después de haber visto morir lentamente a un niño a
causa de una meningitis, se sintió incapaz de creer en un Dios de amor. Muchas personas han
visto a su marido, a su esposa, a un hijo o a un padre hundirse en una profunda depresión; en el
reino del sufrimiento, ¿existe algo tan trágico como contemplar a un ser humano afectado por
una melancolía crónica? ¿Cómo podemos conciliar, reconciliar, nuestra fe en un Dios amante,
que ha creado todas las cosas y que ha velado para que fueran “muy buenas,” con la existencia
del sufrimiento, del pecado y del mal?
Empecemos por admitir que no existe ni respuesta fácil ni reconciliación evidente. El
sufrimiento y el mal nos enfrentan con su irracionalidad... El sufrimiento, ya sea el nuestro o el
de los otros, es una experiencia que necesitamos vivir. No es uno de esos problemas teóricos que
podemos resolver explicándolo. Su explicación, si es que hay una, se encuentra más allá de las
palabras. El sufrimiento no puede ser “justificado.” El sufrimiento puede servir, puede ser
aceptado y por ello transfigurado.
Aun manteniendo con justicia cierta desconfianza hacia una solución fácil al “problema
del mal,” encontramos en el relato de la caída del hombre, tal como nos la narra el segundo
capítulo del Génesis (se interprete literal o simbólicamente), dos signos vitales, dos “paneles
indicadores” que hay que leer atentamente.
El relato del Génesis empieza por hablarnos de la “serpiente” (3:1), es decir del diablo,
el primero de esos ángeles que se alejaron de Dios para caer en el infierno por su propia
voluntad. Ha habido una doble caída: la de los ángeles y, después, la del hombre. Para la
Ortodoxia, la caída de los ángeles no es un pintoresco cuento de Radas, sino una verdad
espiritual. Antes de la creación del hombre, había existido ya una separación en el seno del reino
noético: ciertos ángeles permanecieron inquebrantables en su fidelidad a Dios, pero otros lo
rechazaron. “Batalla en el cielo” (Ap 12:7), con respecto a la cual la Escritura no nos da más que
algunas referencias crípticas y lacónicas. Igualmente, ignoramos si Dios considera una
reconciliación en el seno del reino noético, o cómo (o si) el diablo podrá ser rescatado. Satán es
nuestro enemigo y enemigo de Dios.
Destacaremos tres puntos que afectan a nuestros esfuerzos por resolver el problema del
sufrimiento. El primer punto reconoce que, aparte del mal del que nosotros, los seres humanos,
somos personalmente responsables, están presentes en el universo fuerzas extremadamente
poderosas y conscientemente orientadas hacia el mal. Estas fuerzas, aunque no humanas, son
personales. La existencia de tales poderes demoníacos no es ni una hipótesis ni una leyenda; para
muchos de nosotros es una cuestión de experiencia directa. En segundo lugar, la existencia de
poderes espirituales caídos nos ayuda a comprender por qué, en un momento aparentemente
anterior a la creación del hombre, se encuentran en el mundo de la naturaleza desorden, caos y
crueldad. En tercer lugar, la sublevación de los ángeles demuestra que el mal viene de arriba y no
de abajo. No de la materia, sino del espíritu. El mal, como ya hemos dicho, no es “una cosa,” ni
un ser, ni una sustancia. El mal es una mala actitud: lo contrario de lo que es bueno de por sí. La
31
fuente del mal reside en el libre albedrío de los seres espirituales dotados de la facultad de
elección moral, pero extraviados en el ejercicio de esta facultad.
Para nuestro primer “panel indicador,” nos es suficiente con la alusión a la “serpiente.”
Sin embargo, y esto puede servirnos de segundo “panel indicador,” el relato del Génesis
establece claramente que, aunque el hombre haya llegado a un mundo ya empañado por la caída
de los ángeles, nada lo incitaba, sin embargo, a pecar. Eva es tentada por la “serpiente.” Ella
sigue siendo libre para aceptar o rechazar sus sugerencias. Su “pecado original” y el de Adán
consiste en un acto consciente de desobediencia. Es un rechazo deliberado del amor de Dios, la
decisión tomada en completa libertad de volver la espalda a Dios y de centrarse en sí mismo (Gn
3:2; 3:11).
El hecho de que la persona humana posea el libre albedrío y pueda ejercerlo está lejos de
proporcionarnos una explicación elaborada y apenas esboza una respuesta. En resumidas
cuentas, ¿por qué Dios ha permitido pecar a los ángeles y al hombre? ¿Por qué Dios permite el
mal y el sufrimiento? Nosotros respondemos: porque es un Dios de amor. Amor quiere decir
compartir. Amor quiere decir también libertad. Como Trinidad de amor que es, Dios deseaba
compartir su vida con personas creadas, hechas a su imagen y capaces de responderle libremente
a través de una relación de amor. Allí donde no existe libertad, no puede haber amor. La
coacción excluye el amor. Como decía Paul Evdokimov, “Dios lo puede todo..., salvo forzarnos
a amarlo.” He aquí por qué Dios, deseando compartir su amor, no ha creado robots que le
obedezcan mecánicamente, sino ángeles y seres humanos dotados de libre albedrío. Por esa
misma razón, ha corrido un riesgo, pues con el don de la libertad venía también la posibilidad de
pecar; pero quien no corre riesgos, no ama de verdad.
Sin libertad no habría pecado, pero sin libertad el hombre no sería imagen de Dios. Sin
libertad, el hombre no sería capaz de entrar en comunión con Dios en una relación de
amor.
Consecuencias de la caída.
Creado para vivir en comunión con la Santa Trinidad y llamado a progresar en el amor de
la imagen a semejanza divina, el hombre ha elegido, por el contrario, un camino descendente y
no ascendente. Ha rechazado la relación orientada hacia Dios, su verdadera esencia. En lugar de
comportarse como mediador y como centro de unificación, ha instaurado la división: en sí
mismo, entre sus hermanos y él, y entre el mundo de la naturaleza y él. Había recibido de Dios el
don de la libertad, pero ha negado sistemáticamente esta libertad a sus semejantes. Había
recibido el poder de moldear el mundo y de darle un nuevo sentido, una nueva frescura, y se ha
servido de ello de un modo inoportuno para ensuciar y destruir el mundo. Las consecuencias,
sobre todo a partir de la revolución industrial, se manifiestan horriblemente en nuestros días en la
rápida contaminación del entorno.
El “pecado original” del hombre consiste en haberse descentrado de Dios para centrarse
en sí mismo y en haber dejado de considerar el mundo y a los otros humanos como un
sacramento de la comunión con Dios. No vio en ellos un don para reofrecerlo como acción de
gracias al Donante. Se dedicó a tratarlos como posesión suya, cosa suya, algo que podía coger,
explotar, devorar. No miró a las personas y las cosas como lo que representan en sí mismas y en
Dios, sino en función del placer y de la satisfacción que podían proporcionarle. El resultado fue
que se encontró atrapado en un círculo vicioso: su apetito se hizo cada vez más difícil de
satisfacer. El mundo dejó de ser transparente. La ventana a través de la cual contemplaba a Dios
se hizo opaca. El mundo, fuente de vida, se convirtió en corruptible, mortal. “Pues tú eres polvo
32
y al polvo volverás” (Gn 3:19). Lo que se aplica al hombre caído, se aplica también a todas
las cosas creadas, desde el momento en que se ven privadas de su única fuente de vida:
Dios.
Los efectos de la caída del hombre fueron a la vez físicos y morales. En el terreno físico,
los seres humanos fueron presa del sufrimiento y de la enfermedad. Conocieron la debilidad, la
desintegración del cuerpo debida a la vejez. A la alegría de la mujer por dar una nueva vida, se
añadieron los dolores del parto (Gn 3:16). Nada de eso formaba parte del plan inicial de Dios
para la humanidad. Otra consecuencia de la caída consistió en que hombres y mujeres
conocieron la separación del alma y el cuerpo en la muerte física. No consideremos la muerte
física como un castigo, sino como un alivio previsto por un Dios amante, que, en su misericordia,
no quiso que los hombres vivieran para siempre en un mundo caído, encerrados para siempre en
el engranaje de un círculo vicioso del cual eran los propios artesanos. Quiso darles una forma de
liberarse de él. La muerte no es, por lo tanto, el final de la vida, sino el comienzo de su
renovación. Más allá de la muerte física, vemos la futura reunión del cuerpo y del alma durante
la resurrección general, en el último día. Al separar nuestro cuerpo y nuestra alma en la muerte,
Dios actúa como el alfarero: cuando el jarrón que ha fabricado en el torno ha fallado, lo rompe
para rehacerlo (cf. Jer 18:1-6). La liturgia de los funerales en la Iglesia ortodoxa insiste en este
punto:
Como consecuencia de la caída, en el terreno moral, los seres humanos quedaron sujetos a la
frustración, al tedio, a la depresión. El trabajo, en lugar de ser una fuente de alegría para el
hombre y un medio de comunión con Dios, se convirtió en una labor, “con el sudor de su rostro”
(Gn 3:19). Esto no fue todo. El hombre experimentó una alienación interior: debilitado en su
voluntad, dividido contra sí mismo, se convirtió en su propio enemigo, su propio verdugo. “Sé
que nacía bueno habita en mí, es decir, en mi carne, escribe san Pablo, en efecto, querer el bien
está a mi alcance, pero no el hacerlo, puesto que no hago el bien que quiero y obro el mal que no
quiero... ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo?” (Rm 7:18-19,24). San Pablo, no
solamente reconoce la existencia de un conflicto entre el bien y el mal sino que muestra también
cómo, con demasiada frecuencia, nos encontramos moralmente paralizados; con sinceros deseos
de elegir el bien, pero constreñidos a una situación en la que todas nuestras opciones provocan el
mal. Cada uno de nosotros sabe por propia experiencia lo que san Pablo quiere decir.
Sin embargo, añade con prudencia: “Sé que ningún bien habita en mi carne.” Nuestro
combate ascético está dirigido contra la carne y no contra el cuerpo. “Carne” no es “cuerpo.” El
término “carne” tomado en este contexto, se refiere a todo lo que en nosotros es ocasión de
pecado y opuesto a Dios. No es, por lo tanto, solamente el cuerpo, sino el alma del hombre caído
los que se han convertido en sensuales y carnales. Debemos odiar la carne sin odiar el cuerpo,
que es obra de Dios y templo del Espíritu Santo. Una renuncia ascética es, por lo tanto, un
combate contra la carne, aun siendo un combate no contra, sino en favor del cuerpo. Matemos la
carne para adquirir un cuerpo. El ascetismo no es una autoesclavitud, sino el camino de la
33
libertad. El hombre es una maraña de contradicciones; solamente la ascesis le permitirá conocer
la espontaneidad.
El ascetismo, entendido como un combate contra la carne, ese aspecto culpable y caído
del ser, es exigible a todos los cristianos y no sólo a aquéllos que han pronunciado unos votos
monásticos. La vocación monástica y la vocación del matrimonio — la vía de la negación y la
vía de la afirmación — deben ser consideradas como paralelas y complementarias. El monje o la
monja no son dualistas; tratan del mismo modo que el cristiano casado de proclamar la bondad
intrínseca de la creación material y del cuerpo humano. El cristiano casado también está
llamado a la ascesis. La diferencia reside únicamente en las condiciones exteriores en las cuales
tiene lugar el combate ascético. Las dos rechazan el pecado.
La tradición ortodoxa, sin minimizar los efectos de la caída, no cree que lleve consigo
una “depravación total,” como afirman los calvinistas en sus concepciones más pesimistas. La
imagen divina en el hombre ha quedado oscurecida, pero no borrada. El libre albedrío del
hombre ha sido restringido en su ejercicio, pero no ha quedado aniquilado. A pesar de
evolucionar en un mundo caído, el hombre es capaz de sacrificarse con generosidad y con una
compasión amante. En este mundo caído, el hombre conserva en sí cierto conocimiento de Dios
y puede, por la gracia, entrar en comunión con él. Recordemos a los numerosos santos del
Antiguo Testamento, hombres y mujeres como Abraham, Sara, José, Moisés, Elíseo y Jeremías;
recordemos también que hay, además del pueblo elegido de Israel, figuras notables como
Sócrates, que no se contentó con enseñar la verdad sino que la vivió. No es menos cierto que el
pecado humano, el pecado original de Adán, al cual han venido a añadirse los pecados de cada
nueva generación, ha creado una sima, una “abertura” que el hombre es incapaz de llenar por sí
mismo.
34
“Cuando uno de nosotros cae, escribe Alexis Jomiácov, cae solo, pero ninguno de
nosotros se salva solo.” ¿No habría debido decir que nadie cae solo? El starets Zóssima en Los
hermanos Karamázov de Dostoievski, se aproxima más a la verdad al declarar que cada uno de
nosotros es responsable por todos y por todo:
“No hay más que un medio de salvación: toma a tu cargo todos los pecados de los
hombres. En efecto, amigo mío, desde el momento en que respondas sinceramente por
todos y por todo, verás en seguida que es cierto que eres culpable por todos y por todo.”
La única razón de estos textos es, sin duda, recordarnos que incluso antes de la encarnación, Dios
se sentía directamente afectado por los sufrimientos de su creación. Nuestra miseria lo “hería.” Si
respetamos el camino apofático, no atribuiremos a Dios sentimientos humanos sin
discernimiento ni reserva. Podemos, no obstante, afirmar que “el amor hace nuestros los
sufrimientos del otro” (Libro de los Pobres en Espíritu). Si esto es verdad hablando del amor
humano, ¿no es más verdad hablando del amor divino? Puesto que Dios es amor y ha creado el
mundo como signo de amor — y también, puesto que Dios es persona y el hecho de ser persona
implica compartir —, Dios no puede permanecer indiferente a las penas de este mundo caído. Si
yo, un ser humano, permanezco impasible ante la angustia de otro ser humano, ¿cómo puedo
atreverme a decir que lo amo de verdad? He aquí por qué Dios, al contemplar su creación, se
"identifica" con su angustia.
Se dice, y con justicia, que había una cruz en el corazón de Dios antes de que otra fuera
plantada cerca de Jerusalén. Cruz de dolor, cruz de triunfo, inseparablemente...Quien pueda creer
en ello descubrirá la alegría mezclada con su amargura. Compartirá, en el plano humano, la
divina experiencia del sufrimiento victorioso.
35
“Tú, que has cubierto las alturas con las aguas,
que has dado al mar sus limites de arena,
Tú, que contienes todo: el sol te celebra, la luna te glorifica.
Todas las criaturas te ofrecen un himno
a ti, que las has creado y modelado para siempre.” (Triodo de la Gran Cuaresma).
“Señor, tú eres grande y maravillosas son tus obras y ninguna palabra basta para cantar
tus maravillas. Pues eres tú quien por tu voluntad has llevado todas las cosas del no ser al
ser.
Tú, que con tu poder mantienes unida la creación.
Tú, que gobiernas el mundo con tu providencia.
De los cuatro elementos has compuesto la creación.
Con las cuatro estaciones has coronado el ciclo del año.
Ante ti tiemblan las potencias espirituales.
El sol te canta; la luna te glorifica; la luz te obedece;
Tu presencia hace estremecer los abismos;
las fuentes son tus servidoras. Tú has extendido el cielo como una tienda,
has afirmado la tierra sobre las aguas, con la arena, has fijado límites al mar;
has extendido el aire para que los vivos puedan respirar.
Las potencias angélicas te sirven. Los coros de arcángeles te celebran.
Los querubines de ojos innumerables y los serafines de seis alas que Te rodean
con su vuelo velan su rostro porque temen el resplandor de tu gloria inaccesible.
Por los elementos, por los ángeles y por los hombres, por las cosas visibles e
invisibles, sea glorificado tu santísimo nombre, con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y
siempre y por los siglos de los siglos. Amén.” (Oración de la gran bendición de las aguas
en la fiesta de la Epifanía).
“El universo es la viña entregada a los hombres por Dios. “Las cosas han sido
hechas para nosotros y no nosotros para ellas,” dice san Juan Crisóstomo. Todo es don de
Dios para el hombre, signo de su amor. Todo da testimonio de la energía del amor de
Dios, de su benevolencia, de su gracia y nos lo comunica. Por consiguiente, todo es
portador de este divino don de amor. Cada don que nos hacemos unos a otros es signo y
portador de amor. Pero un don exige otro a cambio para que la reciprocidad del amor se
realice. A Dios, sin embargo, el hombre no tiene nada para darle, salvo aquello que le ha
sido dado para sus necesidades. Por eso, su don es sacrificio que ofrece como acción de
gracias a Dios. El don del hombre a Dios es sacrificio y “eucaristía,” en el sentido más
amplio de la palabra.
Al ofrecer el mundo a Dios como un don o como un sacrificio, ponemos en él el
sello de nuestro trabajo, de nuestra inteligencia, de nuestro espíritu de sacrificio, de
nuestro propio movimiento hacia Dios. Cuanto más captamos el valor y la complejidad
36
de este don divino y desarrollamos su potencialidades, aumentando así los talentos que Él
nos ha dado, más alabamos a Dios y le procuramos alegría, al mostrarnos como
interlocutores activos en el diálogo de amor entre Él y nosotros.” (Padre Dumitru
Staniloae).
“Los santos deben hacer penitencia, no sólo por sí mismos, sino también por su
prójimo, va que sin un amor activo, no pueden hacerse perfectos. Es así como el universo
forma un todo y como cada uno de nosotros es ayudado providencialmente por su
prójimo.” (San Marcos el Monje).
“Dios no pide ni desea que tengamos el corazón triste. Quiere, más bien, que por
amor a él nos alegremos y que nuestra alma esté llena de risas. Quitad el pecado y las
lágrimas se vuelven superfinas; donde no hay herida, no hay necesidad de ungüento.
Antes de la caída, Adán no conoció las lágrimas. Así, después de la resurrección de entre
los muertos, ya no habrá lágrimas porque el pecado habrá sido destruido. En efecto,
dolor, tristeza y lamentaciones se habrán ido.” (San Juan Clímaco).
“El abba Isaac decía: “Un día que yo estaba sentado con el abba Poemen, vi que estaba en
éxtasis y, como yo tenía la costumbre de hablarle con mucha libertad, hice una
genuflexión ante él y le pregunté: 'Dime, padre, ¿dónde estas?'.” Él no quiso decírmelo.
Como yo le supliqué, respondió: “Mis pensamientos estaban cerca de Santa María, la
madre de Dios, mientras ella estaba al pie de la cruz del Salvador y lloraba y yo quería
llorar siempre como ella lloraba entonces.” (Apotegmas de los Padres del Desierto.).
38
La tercera palabra es “piedad” que significa amor que obra, el amor que trabaja por el
perdón y la liberación, para recuperar la integridad. Tener piedad del otro es absolverlo de una
falta de la que no se puede liberar solo; es condonar sus deudas; es ayudarlo a triunfar de un mal
del que no se puede curar él solo. “Piedad” recuerda que todo eso es un don libremente
concedido. Quien pide que se tenga piedad de él no puede reivindicar nada, no puede prevalerse
de ningún derecho.
La oración de Jesús expone a la vez el problema del hombre y la solución propuesta por
Dios. Jesús es el Salvador, el Rey ungido, el que ha tenido piedad. La oración nos dice algo
más sobre la persona de Jesús. Al dirigirse a Él como “Señor” e “Hijo de Dios,” hace alusión a
su divinidad, a su trascendencia y a su eternidad. Al servirse del nombre de “Jesús,” ese nombre
personal que le han dado su madre y su padre putativo en su nacimiento humano en Belén, la
oración alude a su naturaleza humana y a la verdadera realidad de su nacimiento como ser
humano.
La oración de Jesús es, por lo tanto, una afirmación de fe en Jesucristo como
verdaderamente divino y plenamente humano. Es el Theónthropos, “Dios-hombre,” el que nos
salva de nuestros pecados, precisamente porque es, al mismo tiempo, Dios y hombre. El hombre
no podía ir a Dios; entonces Dios ha ido hacia el hombre, haciéndose hombre él mismo. A través
del amor que emana de él, a través de este amor incomprensible, Dios mismo se une a su
creación en la unión más estrecha posible: Él mismo se convierte en lo que ha creado. En tanto
hombre, hace de mediador, papel que el hombre había rechazado por su caída. Jesús nuestro
Salvador llena el abismo entre Dios y el hombre porque es a la vez Dios y hombre. Como
cantamos en uno de los himnos ortodoxos de la vigilia de Navidad: “En este día, el cielo y la
tierra, están unidos porque Cristo ha nacido. Dios ha descendido a la tierra y el hombre ha subido
al cielo.”
La encarnación es el acto supremo de entrega por parte de Dios, su forma de restablecer
la comunión entre El y nosotros. ¿Qué habría sucedido si no hubiera existido la caída? Si el
hombre no hubiera pecado nunca, ¿habría elegido Dios, a pesar de todo, hacerse hombre? La
encarnación ¿debe ser considerada, simplemente, como una respuesta a la penosa situación del
hombre caído, o sirve, en cierto modo, a los fines eternos de Dios? ¿No deberíamos mirar más
allá de la caída y ver en el Dios que se hace hombre la realización de su verdadero destino?
No estamos en condiciones de dar una respuesta definitiva. Al vivir las consecuencias de
la caída, no podemos imaginar con claridad cuál habría podido ser la relación de Dios con la
humanidad si la caída nunca hubiera sucedido. Los escritores cristianos han preferido
generalmente limitar sus discusiones sobre la encarnación al contexto de la decadencia del
hombre. Algunos se han arriesgado a enfocar las cosas en una perspectiva más amplia, como san
Isaac el Sirio y san Máximo Confesor en Oriente. San Isaac dice que la encarnación es el
acontecimiento más feliz y gozoso que la raza humana haya conocido jamás. Entonces, ¿por
qué considerar como causa de este gozoso acontecimiento un hecho que habría podido no ocurrir
nunca y que ciertamente jamás habría debido suceder? ¿No es esto injusto? San Isaac insiste en
que veamos en el hecho de que Dios se haya revestido de nuestra condición humana no
solamente un acto de “restauración,” no solamente una respuesta al pecado del hombre, sino
también y fundamentalmente, un acto de amor, una expresión de la misma naturaleza de Dios.
Incluso aunque no hubiera existido caída, Dios, en su amor desbordante y sin límites, habría
optado por identificarse con su creación tomando la condición humana.
Mirada desde este punto de vista, la encarnación de Jesucristo representa mucho más que
una redención de la caída, más que la restauración del hombre a su estado original en el Paraíso.
39
Cuando Dios se hace hombre comienza una era fundamentalmente nueva en la historia y no una
simple vuelta al pasado. La encarnación hace pasar la humanidad a un nuevo registro, a un
estado más elevado que el primero. Solamente en Jesucristo podemos ver reveladas las plenas
posibilidades de nuestra naturaleza humana. Hasta que Él nació, ignorábamos el verdadero
sentido de nuestra condición. El nacimiento de Cristo, decía san Basilio, “es el aniversario de la
raza humana.” Cristo es el primer hombre perfecto, no únicamente en un sentido potencial,
como lo era Adán en su inocencia antes de la caída, sino en el sentido de la “semejanza”
totalmente realizada. La encarnación no es entonces un antídoto contra los efectos del pecado
original, sino una etapa esencial del viaje que va de la imagen divina a la semejanza divina. La
verdadera imagen y semejanza de Dios es el propio Cristo y por esto, desde el primer momento
de la creación del hombre a imagen de Dios, la encarnación de Cristo estaba ya más o menos
subyacente. La verdadera razón de la encarnación no dependería tanto de la condición pecadora
del hombre, sino de su naturaleza no caída, como ser hecho a imagen de Dios y capaz de
entrar en unión con él.
Esto ha sido explicado con detalle por los concilios ecuménicos. Si los dos primeros concilios se
interesaron sobre todo por la doctrina de la Trinidad, los cinco últimos se han interesado por la
encarnación. El tercer concilio — Efeso (431) — declaró que la Virgen María era Théotokos, es
decir “Portadora de Dios” o “Madre de Dios.” Existe en este título una afirmación implícita no
tanto sobre la Virgen como sobre Cristo. Dios ha nacido. La Virgen es madre no de una persona
humana unida a la divina Persona del Logos, sino de una persona única, no dividida, que es a la
vez Dios y hombre.
El cuarto concilio — Calcedonia (451) — proclamó que en Jesucristo hay dos
naturalezas, una Divina y otra humana. Por su naturaleza divina es “uno en esencia” (homousios)
con Dios Padre. Por su naturaleza humana es homousios con nosotros, los hombres. Por su
naturaleza divina es plena y completamente Dios: es la segunda Persona de la Trinidad, el Hijo
“único engendrado” y eterno de Dios, nacido del Padre antes de los siglos. Nacido en Belén, hijo
humano de la Virgen María, no solamente tiene un cuerpo humano como el nuestro, sino un alma
y una inteligencia humanas. No obstante, aunque el Cristo encarnado existe “bajo dos
naturalezas,” es una sola persona única y no dividida y no dos personas que coexisten en el
mismo cuerpo.
El quinto concilio — Constantinopla (553) — retomó los trabajos del tercero y afirmó
que “una de las Personas de la Trinidad sufrió en la carne.” Si se puede decir legítimamente que
Dios ha nacido, tenemos derecho a afirmar que Dios ha muerto. En los dos casos, especificamos
que esto se refiere al Dios-hecho-hombre. Dios, en su trascendencia, no está sujeto ni al
nacimiento ni a la muerte, pero el Logos encarnado está sometido a ambas.
40
El sexto concilio — Constantinopla (680-681) — continuó en la línea del cuarto y
proclamó que si hay dos naturalezas en Cristo, una divina y otra humana, hay también no
solamente una voluntad divina sino también una voluntad humana; sin estas dos voluntades,
Cristo no sería verdaderamente como nosotros. No obstante, estas dos voluntades no se
contradicen ni se oponen, pues la voluntad humana sigue estando sometida en completa libertad
a la voluntad divina.
El séptimo concilio — Nicea (787) — confirmando los cuatro concilios precedentes,
proclamó que puesto que Cristo se ha hecho hombre, se puede pintar su rostro en los santos
iconos; y, puesto que Cristo es una sola persona y no dos, estos iconos no nos muestran su
humanidad separada de su divinidad, sino la sola Persona del Logos eterno encarnado.
Contraste de formulación, en el nivel técnico, entre la doctrina de la Trinidad y la
doctrina de la encarnación. En el caso de la Trinidad, reconocemos una sola y específica esencia
o naturaleza en tres Personas. En virtud de esta unidad de esencia, las tres Personas no tienen
más que una sola voluntad o energía. Por el contrario, en el caso de Cristo encarnado, hay dos
naturalezas, una divina y otra humana, pero una sola Persona: el Logos eterno que se ha hecho
hombre. Allí donde las tres Personas divinas de la Trinidad no tienen más que una sola voluntad
y una sola energía, la Persona del Cristo encarnado tiene dos voluntades y dos energías, que
dependen respectivamente de sus dos naturalezas. Sin embargo, aunque en Cristo encarnado
existan dos naturalezas y dos voluntades, la unidad de su Persona continúa estando intacta: todo
lo dicho, hecho o sufrido por Cristo, relatado en los evangelios, debe ser atribuido a una sola y
misma Persona, el Hijo eterno de Dios que nació como hombre en el espacio y en el tiempo.
Volvemos a encontrarnos con dos principios fundamentales que conciernen a nuestra
salvación y que subyacen en las definiciones conciliares sobre Cristo como Dios y hombre. El
primero es que solamente Dios puede salvarnos. Un profeta o un maestro de virtud no puede ser
el redentor del mundo. Si Cristo debe ser nuestro Salvador, debe ser plena y completamente
Dios. Según el segundo principio, la salvación debe alcanzar el fondo de la indigencia humana.
Para que podamos compartir lo que Cristo ha hecho por nosotros, es necesario que sea plena y
completamente un hombre. Como nosotros.
Por esta razón, asestaríamos un golpe fatal a la doctrina de nuestra salvación si
miráramos a Cristo como los arríanos, es decir si viéramos en él a una especie de semidiós
situado en una penumbra intermedia entre la condición humana y la condición divina. La
doctrina cristiana de nuestra salvación exige que seamos maximalistas. No podemos considerar
a Cristo como “mitad y mitad.” Jesucristo no es Dios al cincuenta por ciento y hombre al
cincuenta por ciento. Es cien por cien Dios y cien por cien hombre. Según la frase epigramática
de san León Magno es totus in suis, totus in nostris, “completo en lo que le es propio y completo
en lo que nos es propio.”
Completo en lo que le es propio: Jesucristo es nuestra ventana al reino divino. Nos
muestra lo que es Dios. “Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único que está en el seno del Padre
nos lo ha dado a conocer” (Jn 1:18).
Completo en lo que nos es propio: Jesucristo es el segundo Adán, el que nos muestra el
verdadero carácter de nuestra propia persona humana. Solamente Dios es el hombre perfecto.
¿Quién es, pues, Dios? ¿Quién soy, entonces, yo? Jesucristo responde por nosotros a
estas dos preguntas.
41
La salvación como compartir.
El mensaje cristiano de salvación no podría ser mejor resumido que con las palabras
compartir, solidaridad e identificación. La noción de compartir es común a la doctrina de Dios en
la Trinidad y a la doctrina de Dios hecho hombre. La doctrina de la Trinidad afirma que lo
mismo que el hombre no es auténticamente personal más que cuando comparte con los otros,
Dios no es una Persona solitaria que permanece sola, sino tres Personas que comparten la vida de
cada una en un amor perfecto. La encarnación es también una doctrina de compartir y de
participación. Cristo comparte plenamente lo que somos nosotros y por eso mismo nos permite
compartir lo que él es en su vida divina y en su gloria. Él se ha convertido en los que nosotros
somos para que nosotros nos convirtamos en lo que él es.
San Pablo expresa esto con ayuda de una metáfora en términos de riqueza y de pobreza:
“Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico se ha hecho pobre por
vosotros, con el fin de enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8:9). La riqueza de Cristo es su
gloria eterna. La pobreza de Cristo es su completa identificación con nuestra condición humana
caída. Retomemos las palabras de un himno ortodoxo de Navidad: “Compartiendo plenamente
nuestra pobreza, has hecho divina nuestra naturaleza terrestre a través de tu unión y de tu
participación en ella.”
Cristo comparte nuestra muerte, nosotros compartimos su vida. Él “se anonadó a sí
mismo” y nosotros hemos sido “exaltados” (Flp 2:5-9). El descenso de Dios hace posible el
ascenso del hombre.
“De modo inefable, el infinito se limita, mientras que el finito se extiende a la medida del
infinito,” escribe san Máximo Confesor.
Como Cristo dijo en la última cena: “Les he dado la gloria que tú me has dado para que
sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, a fin de que sean perfectos en la
unidad” (Jn 17:22-23). Cristo nos permite compartir la gloria divina del Padre. Es el vínculo, el
punto de encuentro: por ser humano, es uno con nosotros; por ser Dios, es uno con el Padre. A
través de él y en él, formamos uno con Dios y la gloria del Padre se convierte en nuestra gloria.
La encarnación de Dios abre el camino a la deificación del hombre. Ser deificado es, de
modo más específico, ser “cristificado”: la divina semejanza que estamos llamados a alcanzar es
la semejanza con Cristo. A través del Dios-hombre Jesús, nosotros “impregnados de Dios,”
“divinizados,” nos convertimos en “participantes de la naturaleza divina” (2 P 1:4). Al tomar
nuestra condición de hombre, Cristo, el Hijo de Dios por naturaleza, nos ha hecho convertirnos
en hijos de Dios por la gracia. En él, somos “adoptados” por Dios Padre y nos convertimos en
sus hijos en el Hijo.
Esta noción de salvación como compartir lleva consigo dos puntos particulares con
respecto a la encarnación. En primer lugar, supone que Cristo no solamente ha tomado un cuerpo
humano como el nuestro, sino también un espíritu humano, un espíritu y un alma como los
nuestros. El pecado, como hemos visto, proviene de arriba y no de abajo. El pecado no es de
origen físico sino espiritual. Lo que exige ser redimido es más la voluntad, el centro de elección
moral que el cuerpo. Si Cristo no tuviera un espíritu humano asestaría un golpe fatal al segundo
principio de salvación, es decir que la salvación divina debe alcanzar en su totalidad nuestra
humanidad.
La importancia de este principio fue puesta de relieve durante la segunda mitad del siglo
IV, cuando Apolinar aventuró la teoría — que le valió ser condenado como herético — según la
cual Cristo en la encarnación tomó un cuerpo humano, pero no un intelecto humano o un alma
racional. A estas alegaciones, replicó san Gregorio el Teólogo que “lo que no es asumido no es
42
salvado.” Quería decir con ello que Cristo nos salva convirtiéndose en lo que nosotros somos. Él
nos cura haciendo suya nuestra humanidad rota. Nos cura “asumiéndola,” haciendo suya nuestra
experiencia humana, conociéndola desde el interior, como si él mismo fuera uno de nosotros. Si
su forma de compartir nuestra condición de hombre hubiera sido en cierto modo incompleta, la
salvación del hombre habría sido también incompleta. Si creemos que Cristo nos ha aportado una
salvación total, creeremos que lo ha asumido todo.
En segundo lugar, esta noción de salvación como compartir implica, aunque muchos no
se atrevan a decirlo abiertamente, que Cristo ha asumido a la vez una naturaleza humana no
caída para salvar la naturaleza humana caída. La epístola a los hebreos insiste sobre esto (y en el
Nuevo Testamento no hay un texto cristológico más importante que éste): “No tenemos un gran
sacerdote que no pueda compartir nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo a
nuestra semejanza, excepto en el pecado” (4:15). Cristo vive su vida sobre la tierra en las
condiciones de la caída. No es un pecador, pero por solidaridad con el hombre caído, acepta
plenamente las consecuencias del pecado de Adán. Acepta no solamente sus consecuencias
físicas: la fatiga, el dolor y eventualmente la separación del cuerpo y del alma en la muerte.
Acepta también sus consecuencias espirituales: la soledad, la alienación, el conflicto interior.
Puede parecer enorme hacer asumir todo eso al Dios vivo, pero la doctrina de la encarnación no
exige menos para ser consistente. Si Cristo hubiera asumido simplemente la naturaleza no caída,
si hubiera vivido su vida terrestre en la misma situación de Adán en el Paraíso, no habría sido
sensible a nuestras flaquezas. No habría sido probado en todo como lo somos nosotros. En ese
caso, ¿cómo habría podido ser nuestro Salvador?
San Pablo llega incluso a escribir: “Al que no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por
nosotros” (2 Cor 5:21). Es más que una transacción jurídica por medio de la cual el propio
Cristo, sin culpa, verá cómo se le imputa nuestro pecado. Cristo nos ha salvado por medio de una
experiencia hecha desde el interior, como si él fuera uno de nosotros. Sintió todo lo que nosotros
sufrimos al vivir en un mundo pecador.
43
En tercer lugar, que Cristo haya nacido de una virgen subraya que la encarnación no ha
implicado la entrada en la existencia de una nueva persona. Cuando un niño nace de unos padres,
una nueva persona comienza a existir. Sin embargo, la persona del Cristo encarnado es la
segunda Persona de la Santa Trinidad. En el nacimiento de Cristo, ninguna persona ha entrado en
la existencia, porque es la persona preexistente del Hijo de Dios la que ha comenzado a vivir con
una forma de existencia tan humana como divina. Así, el nacimiento virginal refleja la
preexistencia eterna de Cristo.
Al ser la persona del Cristo encarnado la del Logos, la Virgen María tiene derecho al
título de Théotokos, “Madre de Dios”; es madre no de un hijo humano unido al Hijo divino, sino
de un hijo humano que es el Hijo engendrado por Dios. El hijo de María es la misma persona que
el divino Hijo de Dios y, en virtud de la encarnación, María es verdaderamente “Madre de
Dios.”
La Ortodoxia, al honrar a la bienaventurada Virgen María como Madre de Cristo, no ve
la necesidad del dogma de la Inmaculada Concepción, definido por la Iglesia católica romana
en 1854, que declara que María, desde “el instante de su concepción por su madre santa Ana,
quedó exenta de la mancha debida al pecado original.” Como ya hemos dicho, la Ortodoxia no
concibe la caída en términos agustinianos, como una empuñadura o una culpa que heredamos.
Como los puntos de referencia son diferentes, este dogma para la Ortodoxia es erróneo. Por otra
parte, para la Iglesia Ortodoxa, la santidad del Antiguo Testamento encuentra su apogeo en san
Juan Bautista. María hace el papel de “vínculo.” La última, la más grande de los justos de la
Antigua Alianza es también el corazón secreto de la Iglesia apostólica (cf. Hch 1:14). Según la
Ortodoxia, la doctrina de la Inmaculada Concepción parece querer arrancar a la Virgen de la
Antigua Alianza para colocarla enteramente en la Nueva. De ser así, María no estaría en pie de
igualdad con los otros santos del Antiguo Testamento y su papel de “vínculo” quedaría por ello
obstaculizado.
Aunque no acepte la doctrina latina de la Inmaculada Concepción, la liturgia ortodoxa
llama a la Madre de Dios la “sin mancha” (akrantos), “toda santa” (panagia), “sin tacha”
(panamos). Los ortodoxos creemos que subió a los cielos donde permanece ahora en cuerpo y
alma con su Hijo. Ella es para nosotros “la alegría de la creación” (Liturgia de San Basilio), “la
flor de la raza humana y la puerta del cielo” (primer tomo del Dogmatikón). Ella es el “tesoro
precioso del mundo entero” (San Cirilo de Alejandría). Podemos decir con San Efrén el Sirio:
“Tú solo, Jesús, con tu Madre, eres santo y bueno. En todo. Pues no hay en ti la menor
empañadura ni la menor mancha en tu Madre.”
Estas líneas nos muestran bien el lugar de honor en que la Ortodoxia tiene a la santa Virgen,
tanto en su teología como en su oración. Ella es para nosotros la ofrenda suprema de la raza
humana a Dios. Siguiendo las palabras de un himno de Navidad:
44
y nosotros te ofrecemos una Madre Virgen.”
45
de la desolación; se siente abandonado, no solo por los hombres, sino también por el Padre. No
podemos explicar cómo el propio Dios vivo puede perder consciencia de la divina presencia.
Retengamos al menos esto como evidencia. Cada palabra pronunciada en la cruz dice claramente
alguna cosa; el grito “Dios mío, Dios mío...,” expresa que, en ese instante, Jesús pasa por la
experiencia de sufrimiento en la separación de Dios. No sólo vierte su sangre por nosotros, sino
que llega incluso a aceptar el alejamiento del Padre.
“Descendió a los infiernos” (símbolo de los Apóstoles). ¿Queremos decir que entre la
tarde del viernes santo y la mañana de Pascua Cristo fue a predicar a los espíritus que nos han
dejado (cf. 1 Ped 3:19)? No existe duda alguna de que esta frase tiene también un sentido más
profundo. El infierno no es un punto del espacio, sino del alma. Es el lugar donde Dios no está.
(Y sin embargo Dios está en todas partes). Si Cristo verdaderamente “descendió a los infiernos,”
esto quiere decir que descendió a las profundidades de la ausencia de Dios. Sí, él se identifica
con la angustia y la alienación del hombre; las ha asumido y, al asumirlas, las ha curado.
Solamente podía curarlas haciéndolas suyas.
Éste es el mensaje de la cruz. Por lejos que tenga que caminar por el valle de las sombras
de la muerte, nunca estoy solo. Más todavía: este compañero es no sólo verdadero hombre como
yo sino también verdadero Dios, nacido del verdadero Dios. En el momento de la mayor
humillación de Cristo en la cruz, es tan Dios eterno y vivo como durante la transfiguración en la
gloria sobre el monte Tabor. Al mirar a Cristo crucificado, veo no solamente a un hombre
que sufre, sino también a un Dios que sufre.
46
La cruz entendida como victoria, nos pone ante la paradoja de la omnipotencia del amor.
Dostoievski se aproxima a la verdadera significación de la victoria de Cristo, cuando hace decir
al starets Zóssima:
“Uno se pregunta sobre todo en presencia del pecado: “¿Hay que recurrir a la fuerza o al
humilde amor?” No empleéis nunca más que amor y así podréis someter al mundo entero.
La humanidad llena de amor es una fuerza temible, sin semejanza con nada.”
La humildad amante es una fuerza terrible: cada vez que renunciamos alguna cosa sin rencor,
libremente, por amor, nos hacemos más fuertes y no más débiles. Jesucristo es el mejor ejemplo.
“Su debilidad era fuerza,” dice san Agustín. El poder de Dios se nos revela no tanto en la
creación del mundo o a través de alguno de sus milagros, como por el hecho de que “se anonadó
a sí mismo” (Flp 2:7). Por amor se ofreció libre y generosamente, aceptando así sufrir y morir.
Este anonadamiento es una realización: Kenosis — humillación voluntaria de Dios — es plérosis
— plenitud — . Dios nunca es tan fuerte como cuando es débil.
El amor y el odio no son simplemente sentimientos subjetivos que afectan al universo
interior de quienes los experimentan sino que son también fuerzas objetivas que alteran el mundo
que nos rodea. Al amar o detestar a otro, lo incito a convertirse en lo que veo en él o en ella. Para
mí, para los que me rodean, mi amor puede ser creador y mi odio destructor. Si esto es verdad
hablando de mi amor, ¿no es incomparablemente más cierto haciéndolo del amor de Cristo? La
victoria de su amor sufriente en la cruz no me muestra únicamente lo que puedo hacer con mis
propios esfuerzos: lo imito, y aún más: su amor sufriente tiene sobre mí un efecto creador,
transforma mi corazón y mi voluntad, me libra de los lazos de la esclavitud, me devuelve mi
integridad, me permite amar de un modo que yo sería incapaz si no hubiera sido amado antes por
él. Se identifica conmigo en su amor. Por lo tanto, su victoria es mi victoria. Por esta razón, la
muerte de Cristo en la cruz es realmente, según la liturgia de san Basilio, “una muerte creadora
de vida.”
El sufrimiento de Cristo y su muerte revisten un valor objetivo: él hizo por nosotros
algo que nosotros seríamos incapaces de hacer sin él. No llegaremos a decir, sin embargo, que
Cristo sufrió en nuestro lugar; digamos más bien que sufrió en nuestro nombre. El Hijo de Dios
sufrió “hasta la muerte,” pero no para que nos veamos libres del sufrimiento, sino para que
nuestro sufrimiento se parezca al suyo. Cristo nos ofrece no un modo de rodear el sufrimiento,
sino un modo de atravesar el sufrimiento; no nos sustituye a nosotros, sino que nos acompaña
hacia la salvación.
¿Cuál es, pues, el valor de la cruz de Cristo para nosotros? En estrecha conjunción con la
encarnación y la transfiguración que la preceden y con la resurrección que la sigue y formando
parte de una sola acción o “drama,” la crucifixión debe ser entendida como la victoria, el
sacrificio y el ejemplo supremos, perfectos. Esta victoria, este sacrificio, este ejemplo son los del
amor sufriente. Así vemos en la cruz:
47
Cristo ha resucitado.
Porque Cristo, nuestro Dios, es verdadero hombre, murió en la cruz con una muerte
humana, en el sentido pleno de la palabra. Porque no es solamente hombre, sino también
verdadero Dios, porque es la vida misma y la fuente de vida, esta muerte no era, ni podía ser, la
conclusión definitiva.
En sí misma, la crucifixión es una victoria; el viernes santo la victoria está oculta, pero en
la mañana de Pascua se manifiesta. Cristo resucita de entre los muertos y, al resucitar, nos libera
de la angustia y del terror: la victoria de la cruz queda confirmada con la prueba brillante de que
el amor es más fuerte que el odio y que la vida es más fuerte que la muerte. Dios mismo ha
muerto. Dios mismo ha resucitado de entre los muertos; ya no hay muerte, pues incluso la muerte
está llena de Dios. Por el hecho de que Cristo ha resucitado, no tenemos que temer a las fuerzas
de las tinieblas o del mal, presentes en el universo. Como proclamamos cada año durante la
vigilia pascual con palabras atribuidas a san Juan Crisóstomo:
Aquí, como en todo lo demás, la Ortodoxia es máximalista. Con san Pablo repetimos: “Si Cristo
no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15:14). ¿Cómo podríamos continuar siendo
cristianos, si creyéramos que el cristianismo está fundado en una ilusión? De la misma manera
que no conviene tratar a Cristo como un simple profeta o maestro, sino como al Dios encarnado,
de igual modo no es suficiente explicar la resurrección diciendo que el “espíritu” de Cristo vivía
en cierto modo entre sus discípulos. Quien no sea “verdadero Dios nacido del verdadero Dios” y
no haya vencido a la muerte muriendo y resucitando de entre los muertos, no podrá ser nuestra
salvación y nuestra esperanza. La Ortodoxia cree que hay una verdadera resurrección de entre los
muertos, es decir que el cuerpo humano de Cristo fue reunido con su alma humana y que se
encontró la tumba vacía. Cuando los ortodoxos participamos en diálogos ecuménicos,
comprobamos que una de las divisiones más importantes entre los cristianos contemporáneos
está entre los que creen en la resurrección y los que no creen en ella.
“De esto sois testigos vosotros” (Lc 24:48). Cristo resucitado nos envía al mundo para
compartir con otros la gran alegría de la resurrección.
48
Qué fácil es decir en cada respiración: “¡Señor Jesús, ten piedad de mí!
¡Señor Jesús, te bendigo, ven en mi ayuda!” San Macario de Egipto.
49
Señor que tanto has sufrido!” (Vísperas del Gran Viernes o Viernes Santo).
50
“Cuando el Espíritu de Dios desciende sobre un hombre y lo cubre con su sombra,
inundándolo con su plenitud, entonces su alma se desborda con una alegría indescriptible,
pues el Espíritu Santo transforma en alegría todo lo que toca.
El reino de los cielos es paz y alegría en el Espíritu Santo.
¡Adquiere la paz interior y a tu alrededor millones encontrarán su salvación!”
(San Serafín de Sarov).
El viento y el fuego.
El Espíritu Santo tiene una cualidad secreta, escondida, que hace difícil hablar o escribir
sobre Él. Como San Simeón el Nuevo Teólogo nos dice:
“Toma su nombre de la realidad en la que descansa, pues no tiene nombre particular entre
los hombres.”
En otro lugar, san Simeón escribe sin referirse específicamente al Espíritu, aunque sus palabras
puedan aplicarse muy bien a la tercera Persona de la Trinidad:
Esta naturaleza inaprehensible se ha hecho evidente por los símbolos de que se sirve la Escritura
para evocar al Espíritu. Es como “una violenta bocanada de viento” (Hch 2:2): su mismo nombre
de “Espíritu” (en griego, pneuma) significa viento o soplo. Como Jesús dijo a Nicodemo: “El
viento sopla donde quiere y tú oyes su voz, pero no sabes ni de donde viene, ni a donde va” (Jn
3:8). Sabemos que el viento está ahí; lo oímos entre los árboles, cuando estamos despiertos por la
noche; lo sentimos en nuestro rostro cuando andamos por las colinas. Pero es inútil tratar de
atraparlo y de retenerlo en nuestras manos. Lo mismo sucede con el Espíritu de Dios: no
podemos pesarlo, medirlo, ni encerrarlo en una caja. Como el aire, el Espíritu es fuente de vida,
“presente en todas partes y que lo llena todo,” siempre a nuestro alrededor, siempre en nosotros.
El aire sigue siendo invisible, pero es el medio que nos permite ver y oír otras cosas. Lo mismo
ocurre con el Espíritu: no nos revela nada por medio de su propio rostro, pero nos muestra el de
Cristo.
En la Biblia, el Espíritu Santo es comparado también con el fuego. Cuando el
Paráclito desciende el día de Pentecostés, los primeros cristianos “vieron aparecer lenguas como
de fuego” (Hch 2:3). Igual que el viento, el fuego es inaprehensible: lleno de vida, libre, siempre
en movimiento. No se puede medir ni pesar ni confinar dentro de límites estrechos. Sentimos el
calor de las llamas, pero no podemos tomarlas ni retenerlas en nuestras manos.
Tal es nuestra relación con el Espíritu. Somos conscientes de su presencia, pero no
podemos representarnos fácilmente su Persona. La segunda Persona de la Trinidad se ha
encarnado y ha vivido en la tierra como hombre. Los evangelios nos relatan sus palabras y sus
hechos. Su rostro nos mira desde los santos iconos. No es, por tanto, difícil representárnoslo en
nuestros corazones. Pero el Espíritu no se ha encarnado. Su Persona divina no se nos ha revelado
bajo una forma humana. En el caso de la segunda Persona de la Trinidad, las palabras
“generación” o “ha nacido,” empleadas para indicar su eterno origen del Padre, nos evocan una
idea clara, un concepto específico, aunque no se pueda interpretar literalmente. El término —
”procedencia” — empleado para indicar la relación eterna del Espíritu con el Padre, no evoca
una idea muy clara. Como jeroglífico sagrado de un misterio que aún no ha sido revelado
plenamente, este término indica que la relación entre el Espíritu y el Padre no es la misma que la
que existe entre el Hijo y el Padre, aunque no se nos precisa cuál es la naturaleza exacta de la
diferencia. En efecto, la acción del Espíritu Santo no puede ser definida verbalmente. Debe ser
vivida y experimentada directamente.
No obstante, a pesar de esta misteriosa cualidad del Espíritu Santo, la tradición ortodoxa
nos enseña dos cosas. En primer lugar, que el Espíritu es una Persona, no una “ráfaga” divina
(como oí un día a alguien), ni una fuerza insensible, sino una de las tres eternas Personas de la
Trinidad; a pesar de su aspecto aparentemente inaprehensible, podemos entrar y entramos de
hecho con El, en una relación personal “yo-tú.” En segundo lugar, el Espíritu, como tercer
miembro de la Santa Trinidad, es co-igual y co-eterno con los otros dos. No es una función que
dependa de ellos o un intermediario que empleen. Una de las razones por las cuales la Iglesia
Ortodoxa rechaza el añadido del Filioque de la Iglesia latina en el Credo, así como la doctrina
occidental de la “doble procedencia” del Espíritu Santo, es precisamente un error que conduce
a despersonalizar y subordinar al Espíritu Santo.
La co-eternidad y la co-igualdad del Espíritu Santo son temas que se repiten en los
himnos ortodoxos de la fiesta de Pentecostés:
52
“El Espíritu Santo fue desde siempre, es y será.
No tiene principio y no tendrá fin,
pero está siempre unido al Padre y al Hijo y en contacto con ellos:
Vida y donante de Vida,
Luz y dispensador de la Luz,
Amor y fuente del Amor.
Por él, el Padre es conocido,
el Hijo glorificado y revelado a todos.
Uno el poder, uno el orden, una la adoración de la Santa Trinidad.”
El Espíritu y el Hijo.
Entre las “dos manos” del Padre, su Hijo y su Espíritu, existe una relación recíproca, un
vínculo de servicio mutuo. Frecuentemente existe la tendencia a expresar la interrelación entre
los dos de un modo parcial, que oscurece la reciprocidad. Como ya hemos dicho, Cristo viene
primero y después de su ascensión a los cielos, envía al Espíritu en Pentecostés. En realidad,
los vínculos mutuos son más complejos y están mejor equilibrados. Cristo nos envía al Espíritu,
pero al mismo tiempo, es el Espíritu quien nos envía a Cristo. Volvamos atrás y desarrollemos la
figura trinitaria antes mencionada.
1. Encarnación
En la anunciación, el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen María y ella concibe al
Logos; según el Credo, Jesucristo fue “encarnado del Espíritu Santo y de la Virgen María.” El
Espíritu es el que envía a Cristo al mundo.
2. Bautismo
La relación es la misma. En el momento en que Jesús sale de las aguas del Jordán, el
Espíritu desciende sobre él en forma de paloma. El Espíritu es quien “comisiona” a Cristo y lo
envía a su ministerio público. Tenemos la prueba de ello en los acontecimientos que siguen al
bautismo. El Espíritu impulsa a Cristo al desierto (Mc 1:12) para que sea probado durante
cuarenta días antes de comenzar su predicación. Al finalizar esta prueba, Jesús vuelve “con el
poder del Espíritu” Lc 4:14). Inaugura su predicación haciendo alusión directa al hecho de que es
el Espíritu quien lo envía. Lee a Isaías (Is 61:1), aplicándose a sí mismo el pasaje: “El Espíritu
del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar la buena nueva a los pobres” (Lc 4:18).
Su título de “Cristo” o “Mesías” significa, precisamente, que ha recibido la unción del Espíritu
Santo.
3. Transfiguración
Una vez más, el Espíritu desciende sobre Cristo. Esta vez no como una paloma, sino bajo
una nube. El Espíritu, que antes había enviado a Jesús al desierto, lo envía a su “éxodo,” a su
muerte sacrificial en Jerusalén (Lc 9:31).
4. Pentecostés
La relación mutua se invierte aquí. Hasta ahora, el Espíritu había enviado a Cristo; ahora,
es Cristo resucitado el que envía al Espíritu. Pentecostés es el objetivo y el cumplimiento de la
encarnación. Según las palabras de san Atanasio: “El Logos se ha hecho carne para que nosotros
podamos recibir al Espíritu.”
53
5. El camino cristiano
La reciprocidad de las “dos manos” no termina aquí. Así como el Espíritu envía al Hijo
en la anunciación, en el bautismo y en la transfiguración, y así como el Hijo, a su vez, envía al
Espíritu en Pentecostés, del mismo modo, después de Pentecostés, el papel del Espíritu consiste
en ser testigo de Cristo, haciendo que Cristo resucitado esté para siempre entre nosotros. Si el fin
de la encarnación es el envío del Espíritu en pentecostés, el fin de Pentecostés es la
continuación de la encarnación de Cristo en el interior de la vida de la Iglesia. Esto es
precisamente lo que hace el Espíritu durante la epiclesis en la consagración eucarística, epiclesis
que sirve de modelo para todo lo que sucede a lo largo de nuestra vida en Cristo.
“Cuando dos o tres, están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt
18:20). ¿Cómo está presente Cristo en medio de nosotros? A través del Espíritu Santo. Gracias a
la presencia del Consolador en nuestro corazón, no conocemos a Cristo de cuarta o quinta mano.
No es una figura de tiempos pasados sobre la que tenemos información a través de los archivos.
Lo conocemos directamente, aquí, ahora, en el presente; es nuestro Salvador personal, nuestro
amigo. Podemos afirmar con el apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20:28). No decimos
simplemente: “Cristo nació” una vez hace mucho tiempo; decimos “Cristo nace” ahora, en este
momento, en mi propio corazón. No decimos: “Cristo murió,” sino “Cristo ha muerto por mí.”
No decimos: “Cristo resucitó,” sino “Cristo está resucitado.” Sí, Él vive ahora, para mí y en mí.
Esta relación íntima, personal, directa con Jesús es precisamente la obra del Espíritu.
Así, el Espíritu Santo no nos habla de Él, sino de Cristo. “Cuando venga Él, el
Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta...
recibirá de lo mío y os lo comunicará,” dice Jesús durante la última cena (Jn 16:13-14). Ahí está
la razón del carácter anónimo o más exactamente de la transparencia del Espíritu Santo: no nos
dirige hacia él, sino hacia Cristo resucitado.
El don de Pentecostés.
Tres puntos especialmente impresionantes tienen relación con el don del Paráclito el día
de pentecostés:
— En primer lugar, es un don para todo el pueblo de Dios: “Todos quedaron llenos del
Espíritu Santo” (Hch 2:4). El don o carisma del Espíritu no es conferido únicamente a los
obispos y al clero, sino a cada uno de los bautizados. Todos son portadores del Espíritu, todos
son, en el sentido literal de la palabra, “carismáticos.”
— En segundo lugar, es un don de unidad: “Estaban todos reunidos en un mismo lugar”
(Hch 2:1). El Espíritu hace que todos, por numerosos que sean, no formen más que un solo
cuerpo de Cristo. El descenso del Espíritu en pentecostés aniquila el efecto de la torre de Babel
(Gn 11:7). Como repetimos en uno de los himnos de la fiesta de pentecostés:
El Espíritu aporta unidad y comprensión mutua, nos permite hablar “con una sola voz.”
Transforma a los individuos en personas. La primera comunidad cristiana' de Jerusalén,
54
inmediatamente después de pentecostés, tenía “todo en común” y tenían “un corazón y una sola
alma” (Hch 2:44; 4:32); ésta debería ser la marca de la comunidad pentecostal de la Iglesia en
cada generación. — En tercer lugar, el don del Espíritu es un don de diversidad: las lenguas de
fuego “dividiéndose, se posaban sobre cada uno de ellos” (Hch 2:3) directamente. No solamente
el Espíritu nos da un don, sino que nos hace a cada uno diferente de los otros. En Pentecostés, no
fue abolida la multiplicidad de las lenguas sino que dejó de ser causa de separación. Antes, cada
uno hablaba en su lengua, pero, de pronto, por el poder del Espíritu, cada uno puede
comprender a los demás. Para mí, ser portador del Espíritu es realizar todas las características
distintivas de mi personalidad; es hacerme realmente libre, verdaderamente yo mismo en mi
unicidad. La vida en el Espíritu posee una variedad inagotable. El mal, y no la santidad, es
aburrido, debido a su repetición. Como decía un sacerdote amigo que pasaba varias horas
escuchando confesiones: “Qué lástima que no haya pecados nuevos!” Nuevas formas de santidad
las habrá siempre.
55
problemas de los otros y de haber aconsejado, los enviará al sacerdote para que puedan recibir el
sacramento de la penitencia y la absolución.
La relación entre hijo y padre espiritual varía enormemente. Algunos visitan a un starets
una o dos veces en su vida o en períodos de crisis, mientras que otros se mantienen en contacto
regular con él, lo ven todos los meses y a veces todos los días. No existe regla fija. La relación
crece espontáneamente bajo la influencia del Espíritu.
La relación es siempre personal. El starets no aplica reglas abstractas aprendidas en un
libro, como la casuística de la Contrarreforma sino que ve a este hombre, a esta mujer, que está
allí, delante de él. Iluminado por el Espíritu, trata de conocer y trasmitir la voluntad de Dios,
única y específica para cada persona. El verdadero starets comprende y respeta el carácter
distinto de cada uno. Lejos de suprimir la libertad interior del otro, la reforma. No tiende a
provocar una obediencia mecánica, sino que lleva a sus hijos hacia un punto de madurez
espiritual que le permita tomar sus propias decisiones. A cada uno le muestra su verdadero rostro
que hasta entonces permanecía escondido. Su palabra es creadora, generadora de vida y da
fuerzas para realizar tareas que parecían imposibles. El secreto del starets consiste en que ama a
cada uno en particular. La relación debe ser mutua: el starets no puede ayudar a quien no desea
seriamente cambiar su manera de vivir ni abrirle su corazón con una confianza amante. Quien va
a un starets con espíritu de curiosidad tiene grandes oportunidades de volver con las manos
vacías.
Al ser siempre la relación personal, el starets puede ayudar a algunos menos que a otros.
No puede ayudar más que a los que le son específicamente enviados por el Espíritu. Así, el
discípulo no debería decir: “Mi starets es el mejor de todos,” sino: “Mi starets es el mejor para
mí.”
Al guiar a otros, el padre espiritual está atento a la voluntad y a la voz del Espíritu Santo.
“Yo no doy más que lo que Dios me dice que dé,” dice san Serafín. “Creo que la primera palabra
que me viene a la cabeza está inspirada por el Espíritu Santo.” Naturalmente no tiene derecho a
actuar así más que aquél que, por medio de sus esfuerzos ascéticos y su oración, ha alcanzado
una toma de conciencia excepcionalmente intensa de la presencia de Dios. Para el que no haya
alcanzado este nivel, semejante conducta sería presuntuosa e irresponsable.
El padre Zacarías habla en los mismos términos que san Serafín:
“Ocurre, a veces, que un hombre no sabe lo que va a decir. Entonces, el Señor habla a
través de sus labios. Aprendamos a orar así: “Señor, que puedas vivir en mí, que puedas
hablar por mí, que puedas obrar a través de mí.” Cuando el Señor habla por boca de un
hombre, sus palabras tienen un significado y todo lo que dice se realiza. La misma
persona que habla se queda sorprendida... Solamente necesita evitar su propia sabiduría.”
La relación entre padre espiritual e hijo espiritual se extiende más allá de la muerte, hasta el
juicio final. El padre Zacarías tranquilizaba así a sus discípulos: “Cuando yo haya muerto, estaré
mucho más vivo de lo que lo estoy ahora; por tanto, no lloréis cuando yo muera... El día del
juicio, el anciano dirá: “Aquí estoy con mis hijos.” San Serafín pidió que se inscribieran sobre su
tumba estas palabras:
“Cuando esté muerto, venid a mi tumba con frecuencia. Cualquier cosa que os abrume o
que os ocurra, venid a decírmelo como cuando estaba vivo. Arrodillaos, liberaos de todo
56
lo que os mantenga tristes. Decidme todo; yo os escucharé. La tristeza se irá lejos de
vosotros. Habladme como lo hacíais antes, porque estoy vivo y lo estaré para siempre.”
¿Qué debemos hacer cuando buscamos un guía y no lo encontramos? Podemos recurrir a los
libros; tengamos o no un starets, volvámonos a la Biblia, nuestra guía constante. La dificultad de
los libros estriba en saber lo que personalmente se me aplica a mí en este momento preciso de mi
peregrinaje. Al lado de los libros y de la paternidad espiritual, existe también la fraternidad
espiritual, la ayuda que nos proporcionan nuestros hermanos. No despreciemos las ocasiones que
se nos ofrecen por este medio. No obstante, los que se comprometen seriamente a seguir el
camino espiritual deberían hacer todos los esfuerzos posibles para encontrar un padre en el
Espíritu Santo. Si buscan con humildad, recibirán sin duda alguna los consejos que necesitan. Es
evidente que, probablemente, no tendrán la oportunidad de encontrar un starets como san Serafín
o el padre Zacarías, pero también hay que tener precaución, pues a fuerza de esperar algo
espectacular, podríamos despreciar la ayuda que Dios está ofreciéndonos. Cualquiera poco
notable a los ojos de los demás puede ser el padre espiritual capaz de hablarme a mí,
personalmente, de pronunciar las palabras de fuego que tanto necesito.
En la comunidad cristiana, un segundo y profético portador del Espíritu es el loco en
Cristo, al que los griegos llaman salos y los rusos iurodivi. Es difícil saber si su “locura” es
consciente y deliberadamente interpretada o espontánea e involuntaria. Inspirado por el Espíritu,
el loco interpreta hasta el final el juego de la metano/a, o “cambio de espíritu.” Testigo vivo de la
verdad, según la cual el reino de Cristo no es de este mundo, da testimonio de la realidad de un
anti-mundo, de la posibilidad de lo imposible. Practica una pobreza absoluta voluntariamente,
identificándose con el Cristo humillado. Como dice Julia de Beausobre: “No es el hijo de nadie,
el hermano de nadie, el padre de nadie y no tiene techo.” Renunciando a la vida familiar, es el
vagabundo, el peregrino que en todas partes se siente en su casa y no se fija en ningún lugar.
Vestido de harapos durante el invierno, durmiendo en una granja o en el porche de una iglesia,
no sólo renuncia a los bienes materiales, sino también a lo que los otros consideran como salud
mental y equilibrio. Sin embargo, se convierte en el instrumento de la sabiduría del Espíritu.
La locura por amor a Cristo es una vocación extremadamente rara. No es fácil distinguir
las “falsificaciones” de lo auténtico. Al final, no existe más que un criterio: “Por sus frutos los
conoceréis” (Mt 7:20). El pseudoloco es vano, destructor, para él y para los demás. El verdadero
loco en Cristo, lleno de pureza de intención, ejerce sobre la comunidad que lo rodea un efecto
vivificante. En el plano práctico, el loco no hace nada útil. Sin embargo, a través de una acción
sorprendente o de una palabra enigmática, con frecuencia deliberadamente provocadora o
chocante, saca a los hombres de su somnolencia y de su fariseísmo. Manteniéndose aparte,
desata una marejada de reacciones en los otros, haciendo aflorar a la superficie su subconsciente
y permitiéndoles de este modo purificarlo y santificarlo. Une la temeridad con la humildad. Al
haber renunciado a todo, es verdaderamente libre. A imagen de este loco en Cristo, Nicolás de
Pskov puso en las manos de Iván el Terrible un trozo de carne sanguinolenta y pudo reprender a
los poderosos de este mundo gracias a una audacia que generalmente nos falta.
57
“¿No os dais cuenta, no comprendéis vuestra nobleza?” pregunta san Macario en sus
Homilías. “Cada uno de vosotros ha sido ungido con el crisma celeste y se ha convertido en un
Cristo por la gracia; cada uno es rey y profeta de los misterios celestes.”
Lo que les ocurrió a los primeros cristianos el día de Pentecostés nos ocurre también a
nosotros cuando después de nuestro bautismo somos ungidos con el crisma o myron. Este
segundo sacramento de la iniciación cristiana en la Ortodoxia corresponde a la confirmación de
la tradición occidental. El recién bautizado, niño de corta edad o adulto, es ungido por el
sacerdote en la frente, los ojos, las ventajas de la nariz, la boca, los oídos, el pecho, las manos y
los pies. La unción va acompañada de estas palabras: “El sello del Espíritu Santo.” Para cada
uno, es un Pentecostés personal: el Espíritu que descendió visiblemente sobre los apóstoles bajo
la forma de lenguas de fuego desciende sobre cada uno de nosotros de manera invisible, pero no
menos verdadera y poderosa. Nos convertimos entonces en “ungidos,” en un “Cristo,” a
semejanza de Jesús el Mesías. Somos marcados con los carismas2 del Espíritu consolador. En
nuestro bautismo y en nuestra crismación, el Espíritu Santo viene con Cristo a establecer su
morada en el santuario íntimo de nuestro corazón. Decimos al Espíritu Santo: “Ven,” pero él
está ya en nuestro corazón.
Aunque los bautizados se muestren indiferentes durante su vida, esta presencia del
Espíritu en ellos nunca es enteramente vana. Sin embargo, si no cooperamos con la gracia de
Dios, si no nos servimos de nuestro libre albedrío para esforzarnos por seguir los mandamientos,
la presencia del Espíritu en nosotros corre peligro de permanecer escondida, inconsciente. Como
peregrinos del camino espiritual, tenemos que avanzar desde este nivel en que la gracia del
Espíritu está presente y es activa en nosotros de una forma escondida hacia la toma de conciencia
que nos hará conocer el poder del Espíritu, abiertamente, directamente, con la percepción total de
nuestro corazón. “He venido a traer fuego sobre la tierra y cómo me gustaría que ya estuviera
encendido” (Lc 12:49). La chispa pentecostal del Espíritu que existe en nosotros desde el
bautismo debe transformarse en una llama viva. Debemos convertirnos en lo que somos.
“Los frutos del Espíritu son caridad, alegría, paz, longanimidad, suavidad...” (Gal 5:22).
La toma de conciencia de la acción del Espíritu debería penetrar en toda nuestra vida interior. No
todos tenemos necesidad de pasar por una experiencia impresionante de conversión; menos
necesario es aún que hablemos “en lenguas.” La mayor parte de los ortodoxos contemporáneos
tienen muchas reservas con respecto a los que ven en el don de lenguas la prueba decisiva e
indispensable de que alguien es verdaderamente portador del Espíritu. El don de lenguas era
frecuente en tiempo de los apóstoles, pero desde mediados del siglo II, se ha hecho cada vez
menos corriente, aunque no ha desaparecido enteramente. Para san Pablo es uno de los dones
menos importantes (cf. 1 Cor 14:5).
Cuando este don es auténticamente espiritual, “hablar en lenguas” representa un “soltar la
presa,” el momento crucial del desmoronamiento de una confianza culpable en nosotros mismos
y su sustitución por el deseo de dejar que Dios actúe en nosotros. En la tradición ortodoxa, este
“soltar presa” reviste, con frecuencia, la forma del don de las lágrimas. “Las lágrimas, nos dice
san Isaac el Sirio, marcan la frontera entre lo corporal y lo espiritual, entre la sujeción a las
pasiones y la pureza.” En un pasaje memorable, dice:
“Los frutos del hombre interior comienzan con las lágrimas. Cuando estéis al borde de las
lágrimas, sabed que vuestro espíritu se ha liberado de este mundo y se ha comprometido
con el camino que conduce hacia el mundo futuro. Vuestro espíritu empezará a respirar el
2
Carismata: plural de carisma, don del Espíritu Santo.
58
maravilloso aire que lo rodea y derramará lágrimas. El momento del nacimiento del niño
espiritual está próximo y se hacen intensos los dolores del parto. La gracia, la madre de
todos, se apresura a hacer nacer místicamente el alma, imagen de Dios, y a conducirla a
la luz del mundo futuro. Cuando llegue el tiempo del nacimiento, el intelecto empezará a
percibir ciertas realidades del otro mundo, el ligero perfume o soplo de vida que el recién
nacido recibe en su cuerpo. Sin embargo, no estamos acostumbrados a este género de
experiencias y, como las encontramos difíciles de soportar, nuestro cuerpo se deja ganar
repentinamente por las lágrimas mezcladas de alegría.”
Existen muchas fuentes para las lágrimas y no todas son un don del Espíritu. Lágrimas
espirituales, de cólera, frustración, despecho, sentimentales, de emoción... Aquí es donde se hace
patente la importancia de un guía espiritual experimentado, un starets. El discernimiento es
todavía más necesario en el caso de las “lenguas.” Frecuentemente, no es el Espíritu de Dios el
que habla a través de estas lenguas, sino el espíritu muy humano de la autosugestión o de la
histeria colectiva. Incluso sucede que “hablar en lenguas” es una forma de posesión demoníaca.
“Queridos no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si vienen de Dios” (1 Jn 4:1).
Por eso, aun insistiendo en la necesidad de una experiencia directa del Espíritu Santo, hay
que insistir igualmente en la importancia del discernimiento y la sobriedad. Nuestra participación
en los dones del Espíritu deben estar exentos de toda fantasía, de toda exaltación sentimental.
Los dones auténticamente espirituales no deben ser rechazados, pero nunca deberíamos buscarlos
como un fin en sí mismos. Nuestro objetivo en la vida de oración no es la búsqueda de
sentimientos o experiencias “sensibles” de un tipo particular, sino simple y solamente
conformar nuestra voluntad a la de Dios. “No busco vuestros bienes, sino a vosotros” (2 Cor
12:14); nosotros le decimos a Dios lo mismo. No buscamos los dones sino al donante.
59
Ven, mi alegría, mi gloria, mis delicias sin fin.” (San Simeón el Nuevo Teólogo).
“Las Personas divinas no se afirman por sí mismas, sino que una da testimonio de la otra.
Ésta es la razón por la cual san Juan Damasceno decía que “el Hijo es la imagen del
Padre y el Espíritu la imagen del Hijo.” De aquí, se sigue que la tercera hipóstasis de la
Trinidad es la única que no tiene su imagen en otra persona. El Espíritu Santo continúa
sin manifestarse como Persona, escondido, disimulando en su propia aparición...
El Espíritu Santo es la unción real que descansa en Cristo y en todos los
cristianos llamados a reinar con él en el siglo futuro. Entonces es cuando esta Persona
divina desconocida u que no tiene su imagen en otra hipóstasis se manifestará en las
personas deificadas: la multitud de los santos será su imagen.” (Vladímir Losski).
60
Un Dios Accesible en la Oración.
“No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2:20).
“No hay vida sin oración. Sin oración, no hay más que locura y horror.
El alma de la ortodoxia consiste en el don de la oración.” (Vasil Rozánov).
“Los hermanos le preguntaron al abba Agathon: “¿Cuál es la virtud que exige mayor
esfuerzo?” Él respondió: “Creo que no hay labor más dura que orar a Dios.” En efecto,
cuando un hombre quiere orar, sus enemigos, los demonios, intentan impedírselo, pues
saben que nada los fastidia tanto como su oración a Dios. En todo lo que emprenda, si
persevera, obtendrá el hombre el descanso, pero para orar, debe batirse hasta su último
suspiro.” (Apotegmas de los Padres del Desierto).
Tres presupuestos.
Antes de extendernos más sobre estos grados o registros, es prudente considerar tres
elementos indispensables, presupuestos en cada momento de la vida espiritual.
En primer lugar, se presupone que el viajero que se compromete en el camino espiritual
es miembro de la Iglesia. Se emprende el viaje con compañeros, no se va solo. La tradición
ortodoxa es intensamente consciente del carácter eclesial del verdadero cristianismo.
Recordamos y completamos un pasaje de Alexis Jomiákov, citado con anterioridad:
“Nadie se ha salvado solo. Aquél que es salvado lo es en la Iglesia, como uno de sus
miembros u en unión con todos sus miembros. El que cree está en comunión de fe. El que
ama está en comunión de amor. El que ora está en comunión de oración.”
62
Muchos rechazan conscientemente a Cristo y a su Iglesia y muchos jamás han oído hablar de Él.
No obstante, pueden ser sin saberlo, verdaderos servidores del único Señor en el fondo de su
corazón por la dirección que dan a su vida. Dios puede salvar a los que nunca han pertenecido a
su Iglesia, lo cual no nos permite, en absoluto, declarar que no tenemos necesidad de ella. No'
existe en el cristianismo una elite espiritual exenta de las obligaciones de una pertenencia normal
a la Iglesia. El solitario en el desierto es tan miembro de la Iglesia como el artesano de la ciudad.
El camino ascético y místico, aun permitiendo desde cierto punto de vista “el vuelo del solo
hacia el Solo,” es sin embargo y al mismo tiempo, una ruta esencialmente social y comunitaria.
El cristiano es el que tiene hermanos y hermanas. Pertenece a una familia, la familia de la Iglesia.
En segundo lugar, el camino espiritual presupone, no solamente esta comunidad en la
Iglesia, sino la vida en los sacramentos. Nicolás Cabasilas insiste en el hecho de que son los
sacramentos los que constituyen nuestra vida en Cristo. Aquí el elitismo no podría encontrar
lugar. ¿Cómo podríamos imaginarnos que existiera un camino para el cristiano “ordinario” — el
camino del culto centrado en los sacramentos — y otro camino para algunos raros elegidos,
llamados a la oración interior? No hay más que un so lo Camino. El camino de los sacramentos y
el de la oración interior no son una alternativa, sino que forman una unidad. Nadie puede
llamarse cristiano si no participa en los sacramentos ni si los trata como un simple ritual
mecánico. El ermitaño, en el desierto, comulgará con menos frecuencia que el cristiano que
habita en la ciudad; digamos que el ritmo de su vida sacramental es diferente. Ciertamente que
Dios puede salvar a los que nunca han sido bautizados, pero aunque Él no tiene que atenerse a
los sacramentos, nosotros sí debemos atenernos a ellos.
Ya hemos destacado antes, en un pasaje de san Marcos el Monje que lo esencial de la
vida ascética y mística está contenido en el sacramento del bautismo; por mucho que una persona
avance en el camino espiritual, no descubrirá otra cosa que la revelación o la manifestación de la
gracia del bautismo. Se puede decir lo mismo de la comunión; lo esencial de la vida ascética y
mística es una profundización, una realización de nuestra unión eucarística con Cristo nuestro
Salvador. En la Iglesia Ortodoxa se da la comunión a los niños a partir de su bautismo. Esto
significa que los recuerdos del cristiano ortodoxo que se remontan a su más tierna infancia,
probablemente estarán unidos a la recepción del Cuerpo y de la Sangre de Cristo y que su último
acto consciente será — al menos, él así lo espera — la recepción de los dones divinos. Su
experiencia de la santa comunión lo seguirá a lo largo de toda su vida consciente. Por medio de
la comunión, el cristiano se hace uno con Cristo y es “cristificado,” “deificado.” A través de
la comunión recibe las primicias de la eternidad. “Bendito sea el que ha comido el pan de amor
que es Jesús, escribe san Isaac el Sirio, pues, ya en este mundo, respira el aire de la resurrección,
delicia de los justos, cuando hayan resucitado de entre los muertos.” “El esfuerzo humano
alcanza aquí su última finalidad, escribe Nicolás Cabasilas, pues en este sacramento alcanzamos
a Dios mismo y Dios mismo se hace uno con nosotros en la más perfecta de las uniones
posibles... Es el mismo final: no es posible ir más allá o añadir algo, sea lo que sea.”
El camino espiritual no sólo es eclesial y sacramental sino también evangélico. Es el
tercer presupuesto indispensable. A cada paso nos dejamos guiar por la voz de Dios que nos
habla a través de la Biblia. Recordemos los Apotegmas de los Padres del Desierto: “Los
ancianos tenían la costumbre de decir: Dios no pide nada a los cristianos, salvo que escuchen las
santas Escrituras y pongan en práctica lo que allí se les dice.” Los Apotegmas insisten también
sobre la importancia de dejarse guiar por un padre espiritual que nos ayude a poner en práctica lo
que nos dice la Escritura: “Le preguntaron a san Antonio el Egipcio: “¿Qué reglas debemos
observar para agradar a Dios?” y él respondió: “Donde estés mantén la imagen de Dios ante tus
63
ojos. En todo lo que hagas o digas, sé un ejemplo sacado de las santas Escrituras y cuando hayas
establecido tu morada, no te apresures a partir de ella. Acuérdate de estas tres cosas y vivirás.”
“La única fuente pura y suficiente de las doctrinas de la fe, escribe el metropolitano Filarete de
Moscú, es la Palabra de Dios revelada y contenida en las santas Escrituras.”
Al novicio que entra en un monasterio, el obispo Ignacio Brianchaninov le da estas
instrucciones que se aplican también a los laicos:
¿Cuál es nuestra actitud ante el estudio crítico de la Biblia tal como se ha practicado en
Occidente durante estos dos últimos siglos? Nuestra inteligencia es un don de Dios y existe un
lugar legítimo para una investigación erudita. Como ortodoxos no podemos rechazar esta
investigación en bloque ni aceptarla íntegramente. Debemos recordar que la Biblia no es una
colección de documentos históricos, sino que es el libro de la Iglesia que contiene la Palabra de
Dios. Por eso no leemos la Biblia de modo individual, aislada, interpretándola únicamente a la
luz de nuestra comprensión personal o según las teorías de moda sobre sus fuentes, su forma y su
redacción, sino que la leemos como miembros de la Iglesia, en comunión con todos los demás
miembros de la Iglesia, a través de los tiempos. El criterio final de nuestra interpretación de la
Escritura es el espíritu de la Iglesia. Esto quiere decir que debemos recordar cómo se explica y
aplica el sentido de la Escritura en la santa Tradición, es decir, cómo es comprendida la Biblia
por los Padres y por los santos y cómo se sirven de ella en el culto litúrgico.
A medida que leemos la Biblia, acumulamos conocimientos, tratamos de elucidar frases
oscuras, comparamos, analizamos, pero eso es secundario; el verdadero objeto del estudio de la
Biblia consiste en alimentar nuestro amor por Cristo, en encender en nuestros corazones el deseo
de la oración y en guiarnos en nuestra vida personal. El estudio de las palabras debería ceder su
lugar a un diálogo inmediato con el mismo Verbo viviente. “Cada vez que leéis el Evangelio,
dice san Tíjon de Zadonsk, el propio Cristo os habla. Mientras leéis, oráis, habláis con Él.”
Así es como la lectura lenta y atenta de la Biblia conduce a la oración, como la lectio
divina de los monjes benedictinos o cistercienses. La tradición espiritual ortodoxa se sirve poco
de los sistemas de “meditación discursiva” elaborados durante la Contrarreforma por Ignacio de
Loyola o Francisco de Sales. En efecto, los oficios litúrgicos en los que participan los ortodoxos,
especialmente durante las grandes fiestas y en la época de cuaresma, son muy largos y contienen
frecuentes repeticiones de textos “clave” y de imágenes. Esto es suficiente para saciar la
imaginación espiritual del practicante, que, de este modo, no necesita repensar y desarrollar el
mensaje de los oficios de la Iglesia en el momento cotidiano de meditación formal.
El que se sienta llevado a la oración, encontrará que la Biblia es siempre actual. No
verá en ella textos compuestos en un pasado remoto, sino un mensaje que se nos dirige a
nosotros ahora. “El que es humilde en sus' pensamientos y está comprometido en un trabajo
espiritual, escribe san Marcos el Monje, cuando lee las santas Escrituras, las aplica a sí mismo y
no a los otros.” Como libro inspirado únicamente por Dios y dirigido personalmente a cada uno
de sus fieles, la Biblia posee un poder sacramental. Transmite la gracia a su lector y lo conduce a
64
un punto de encuentro decisivo. No está excluido en absoluto el estudio crítico, pero el sentido
verdadero de la Biblia solamente aparecerá a aquéllos que la estudien con su intelecto espiritual
tanto como con su razón.
Iglesia, sacramentos, Escritura... tres presupuestos necesarios para nuestro viaje.
Estudiaremos ahora los tres grados:
65
relación con los otros, sabiendo ponernos en su lugar por medio de nuestra compasión y
renuncia. Estas palabras significan que debemos llevar la cruz de Cristo, no una sola vez, en un
gesto grandilocuente, sino cada día: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y
cargue con su cruz cada día” (Lc 9:23). Llevar nuestra cruz cada día, ¿no es compartir cada día la
transfiguración y la resurrección de nuestro Señor? “Como tristes pero siempre alegres; como
pobres aunque hacemos ricos a muchos; como quienes nada tienen, aunque poseemos todo...
como quienes están a la muerte, pero vivos” (2 Cor 6:10).
Cambiar de espíritu.
La vida activa está marcada por cuatro cualidades: saber arrepentirse, saber estar
vigilante, saber discriminar y saber guardar el corazón. Examinemos brevemente cada uno de
estos puntos.
“La salvación empieza por la condenación de sí mismo,” nos dice Evagrio. El
arrepentimiento marca el punto de partida de nuestro viaje. El término griego metanoia,
significa “cambio de espíritu, arrepentimiento.” Entendido de un modo correcto, el
arrepentimiento no es negativo, sino positivo. Esto no quiere decir que uno se apiade de sí mismo
o que esté cargado de remordimientos, sino que se convierte, que centra toda su vida en la
Trinidad. No es mirar hacia atrás lamentándose, sino hacia adelante con esperanza. No es mirar
hacia abajo donde se pudren nuestros defectos, sino hacia lo alto, hacia el amor de Dios. No es
ver nuestras carencias, sino en lo que podemos convertirnos con la ayuda de la gracia divina. Es
actuar sobre lo que vemos. Arrepentirse es abrir los ojos a la luz. En este sentido, el
arrepentimiento no es un acto aislado, un paso inicial, sino un estado continuo, una actitud del
corazón y de la voluntad que debe ser renovada sin cesar hasta el final de la vida. Según san
Isaac de Escete, “Dios exige que nos arrepintamos hasta nuestro último suspiro.” San Isaac el
Sirio añade: “Se os ha dado esta vida para que os arrepintáis y no la malgastéis en otras cosas.”
Arrepentirse es despertarse. El arrepentimiento, este cambio de espíritu, nos lleva a la
vigilancia, nepsis, término griego que quiere decir, en sentido literal, sobriedad, vigilancia, lo
opuesto al estado de estupor producido por las drogas o el alcohol. En el contexto de la vida
espiritual, nepsis significa atención, vigilancia, recogimiento. Cuando el hijo pródigo se
arrepintió, se dice que “entró en sí mismo” (Lc 15:17). El hombre “néptico” es el que ha
“entrado en sí mismo,” que no se deja soñar despierto sin objeto, bajo la influencia de impulsos
pasajeros. El hombre “néptico” es el que posee un sentido, una dirección, una finalidad. Como
nos dice el Evangelio de Verdad (mediados del siglo u); “Es como aquél que se despierta
después de haber bebido y entra en sí mismo... sabe de dónde viene, sabe a dónde va.”
Estar vigilante es, entre otras cosas, estar presentes donde estamos, en este punto
particular del espacio y en este momento preciso del tiempo. Con demasiada frecuencia nos
dispersamos y no vivimos verdaderamente el presente. Nos instalamos con nostalgia en el pasado
o^ vivimos en el futuro, con nuestras inquietudes y deseos. La vigilancia es lo contrario de la
irreflexión: debemos pensar en el futuro, en la medida en que depende del momento presente.
Inquietarse por eventualidades que escapan a nuestro control inmediato es pura y simplemente
derrochar las energías espirituales.
Al crecer en vigilancia y en conocimiento de sí mismo, nuestro peregrino adquiere el
poder de discriminación o de discernimiento (en griego, díakrisis), especie de sentido espiritual
del gusto. Lo mismo que el sentido físico del gusto nos indica inmediatamente si el alimento está
pasado, igual sucede con el “gusto espiritual.” Desarrollado por la ascesis y la oración, permite a
un hombre distinguir entre los diversos pensamientos e impulsos que lo asaltan. Le enseña la
66
diferencia entre el mal y el bien, entre lo superfluo y lo esencial, entre las fantasías inspiradas por
el diablo y las imágenes cuyos arquetipos celestes marcan su imaginación creadora.
La discriminación le permite al hombre darse cuenta cuidadosamente de lo que le sucede,
aprendiendo así a vigilar su corazón, cerrando la puerta a las tentaciones o provocaciones del
enemigo. “Vigila tu corazón más que cualquier otra cosa” (Pr 4:23). Hemos de dar a la palabra
“corazón” de los textos espirituales ortodoxos su verdadero sentido bíblico; no significa
simplemente el órgano físico que late en nuestro pecho, ni la sede de nuestras emociones y de
nuestros sentimientos, sino el centro espiritual del ser humano, la persona humana tal como ha
sido hecha a imagen de Dios, la parte más profunda y más auténtica de nuestro ser, el santuario
interior en el que sólo se penetra pasando a través del sacrificio y de la muerte. El corazón está,
pues, estrechamente relacionado con el intelecto espiritual, del que hemos hablado con
anterioridad. La palabra “corazón” reviste, con frecuencia, un sentido más amplio que el término
“intelecto.” En la tradición ortodoxa, la “oración del corazón,” se refiere a la persona entera,
intelecto, razón, voluntad, sentimiento, tanto como a su cuerpo físico.
Una de las razones esenciales de esta vigilancia es la lucha contra las pasiones. Por
“pasión” entendemos no solo el desenfreno sexual, sino todo apetito o deseo desordenado que se
apodera violentamente del alma: cólera, celos, gula, avaricia, sed de poder, orgullo y otros. Con
frecuencia, los Padres estiman que las pasiones son intrínsecamente malas. Ven en ellas
enfermedades interiores, extrañas a la verdadera naturaleza del hombre. No obstante, algunos
adoptan una visión más positiva y consideran las pasiones como impulsos dinámicos colocados
originariamente por Dios en el hombre y por consiguiente buenos, pero desfigurados en ese
momento por el pecado. En esta segunda y más sutil perspectiva,” nuestro objetivo no es
eliminar las pasiones, sino reorientar su energía. La rabia incontrolada se transformará en una
indignación justificada. Los celos, llenos de desprecio, en un celo por la verdad; el desenfreno
sexual se convertirá en un eros puro. En efecto, se trata, de purificar la pasiones y no de
matarlas; deben ser educadas y no eliminadas. Deben servir a fines positivos y no a fines
negativos. No suprimamos, transformemos.
Este esfuerzo por purificar las pasiones ha de ser llevado a cabo simultáneamente en el
nivel del alma y en el del cuerpo. En el nivel del alma, las pasiones son purificadas por medio de
la oración, por la recepción regular de los sacramentos de la penitencia y de la comunión, por la
lectura cotidiana de la Escritura, alimentando nuestro espíritu con pensamientos sanos, y por
medio de gestos de atención amorosa hacia el otro. En el nivel del cuerpo, las pasiones se
purifican ante todo por medio del ayuno y la abstinencia y con frecuentes prosternaciones
durante la oración. El hombre no es un ángel, sino una unidad compuesta de cuerpo y alma. Por
esta razón, la Iglesia Ortodoxa insiste en valor espiritual del ayuno. Nosotros no ayunamos
porque sea malsano comer o beber. El alimento y la bebida son dones de Dios y debemos
aprovecharlos con placer y gratitud. Ayunamos, no por desprecio a estos dones divinos, sino para
mejor tomar conciencia de que verdaderamente son un don. Ayunamos para purificar nuestra
actitud hacia el alimento y la bebida y hacer de ellos no una concesión a la gula, sino un
sacramento y un medio de comunión con aquel que nos los dispensa. Entendido así, el ayuno
ascético no está dirigido contra el cuerpo sino contra la carne. Su fin no es debilitar el cuerpo de
una manera destructora, sino una forma creadora de hacerle más espiritual.
La purificación de las pasiones conduce eventualmente, con la gracia de Dios, a lo que
Evagrio llama la apaíheia, o “ausencia de pasión.” Por este término entiende no una condición
negativa, como la indiferencia o la insensibilidad, por la que no sentimos la tentación, sino un
estado positivo de reintegración y libertad espiritual, gracias al cual no cedemos a la tentación.
67
La mejor forma de traducir la palabra apatheia sería, sin duda, “pureza de corazón.” Esto
quiere decir que se progresa de la inestabilidad a la estabilidad, de la duplicidad a la simplicidad
o a la unicidad del corazón, de la inmadurez de nuestros temores y de nuestras sospechas a la
madurez de la inocencia y de la confianza. Para Evagrio, la ausencia de pasión y el amor está
estrecha e íntegramente relacionada como las dos caras de una medalla. El desenfreno impide el
amor. Apatheia significa que somos liberados del dominio del egoísmo y del deseo
incontrolado, que nos hacemos capaces de amar verdaderamente.
La persona “sin pasión,” lejos de ser apática, tiene un corazón que arde amor por Dios,
por los seres humanos y por toda la creación. San Isaac el Sirio escribe:
“Cuando un hombre con un corazón así se pone a pensar en las criaturas y a mirarlas, sus
ojos se llenan de lágrimas, pues su corazón se desborda con una compasión extrema. Su
corazón se enternece hasta tal punto que no puede oír hablar de una herida o soportar el
menor sufrimiento infligido a cualquier criatura. Por eso, no deja de orar con lágrimas en
los ojos incluso por los animales irracionales, los enemigos de la verdad y los que la
maltratan, para que sean protegidos y reciban la misericordia divina. Reza también por
las serpientes con una compasión sin medida, que naciendo en su corazón, lo asemeja a
Dios.”
68
través de estos logois, entramos en comunión con el Logos. Dios está por encima y más allá de
todas las cosas.
Además de este principio teológico, la contemplación de la naturaleza requiere
igualmente un principio moral. En el segundo grado, solamente podremos progresar en la medida
en que hayamos andado el primer grado practicando la virtud y observando los mandamientos. Si
nuestra contemplación de la naturaleza no está sólidamente anclada en la “vida activa,” se
limitará a una contemplación estética o romántica y no llegará a elevarse a la altura de lo que es
auténticamente poético o espiritual, allí donde no puede existir percepción del mundo en Dios sin
un arrepentimiento radical, sin la constante metanoia.
La contemplación de la naturaleza tiene dos aspectos correlativos. En primer lugar,
significa que apreciamos la esencia de las cosas, de las personas y de los momentos particulares.
Aprendemos a ver cada piedra, cada hoja, cada brizna de hierba, cada rana, cada rostro humano
en su realidad, en su carácter distinto y en la intensidad de su ser propio. El profeta Zacarías nos
pone en guardia: “¿Quién menosprecia el día de los modestos comienzos?” (Za 4:10). Ninguna
cosa es admirable o despreciable, pues, siendo obra de Dios, tiene un lugar propio en el orden
creado. Solamente el pecado es malo e inútil, como cualquier producto de una tecnología caída y
culpable. Como ya hemos dicho, el pecado no es, sin embargo, una realidad y los frutos del
pecado, a pesar de su aparente solidez y de su poder destructor, comparten la misma irrealidad.
En segundo lugar, la contemplación de la naturaleza significa que vemos en las cosas,
personas y momentos, signos y sacramentos de Dios. Nuestra visión espiritual nos permite ver
las cosas en relieve, con todo el brillo de su realidad específica, y verlas también como si fueran
transparentes, pues, en todo lo creado y a través de todo lo creado discernimos al Creador. Al
descubrir el carácter único de cada cosa, descubrimos también hasta qué punto cada una está
orientada hacia quien la ha creado.
No debemos restringir la presencia de Dios en este mundo a objetos y situaciones
“piadosas,” etiquetando el resto como “secular.” Consideremos todas las cosas como
esencialmente sagradas, como un don de Dios y un medio de entrar en comunión con Él. Esto no
quiere decir que tengamos que aceptar el mundo caído en sus propios límites, error
desafortunado de algunos “cristianos seculares” del mundo occidental contemporáneo. Todas las
cosas son sagradas en su ser verdadero, en lo más íntimo de su esencia, pero nuestra relación con
la creación de Dios ha sido deformada por el pecado original y personal, y no volveremos a
descubrir este carácter sagrado que le es intrínseco hasta que nuestro corazón haya sido
purificado. Sin renuncia, sin una disciplina ascética, no podemos proclamar la verdadera belleza
del mundo, por eso no puede existir verdadera contemplación sin arrepentimiento.
Contemplación de la naturaleza quiere decir encontrar a Dios no solamente en todas
las cosas, sino en todas las personas. Cuando veneramos los santos iconos en la iglesia o en
nuestra casa, recordamos que cada uno de nosotros es un icono viviente de Dios. “Lo que hacéis
a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacéis” (Mt 25:40). Para encontrar a Dios, no
tenemos que dejar el mundo ni aislarnos de nuestros hermanos ni lanzarnos a una especie de
vacío místico. Por el contrario, Cristo nos mira a través de los ojos de los que nos encontramos.
Cuando descubrimos su presencia universal, todos nuestros gestos hacia los otros se
convierten en oración.
Con frecuencia se considera la contemplación como un don raro y sublime. Lo es,
naturalmente, en su plenitud. Pero cada uno de nosotros lleva en sí la semilla de una actitud
contemplativa. De ahora en adelante, yo puedo ir por el mundo consciente de que el mundo es de
Dios y que él está muy cerca de mí en todo lo que veo y toco, y en todos aquéllos con quienes
69
me encuentro. Mis esfuerzos serán torpes e imperfectos, pero ya estoy en el camino de la
contemplación.
Numerosas personas que opinan que la oración sin imagen, la oración del silencio, está
más allá de sus capacidades y para las que las frases familiares de la Escritura o de los libros de
oración acaban por hacérseles fatigosas y estériles, pueden renovar su vida interior practicando la
contemplación de la naturaleza. Al aprender a leer la palabra de Dios en el libro de la creación
descubriendo su firma en todas las cosas, me doy cuenta que frases muy conocidas de la
Escritura adquieren una nueva amplitud. Así es como la naturaleza y la Escritura se completan.
Palabras en silencio.
Cuando más se pone un hombre a contemplar a Dios en la naturaleza, más cuenta se da
de que Dios está por encima y más allá de ella. Al encontrar la huella de lo divino en todas las
cosas, dice: “Esto también eres tú y sin embargo no eres tú.” Así, con la ayuda de Dios, llega al
tercer grado de la vida espiritual, donde no se conoce a Dios sólo a través de su obra, sino por
una unión directa e inmediata.
Para efectuar la transición del segundo al tercer grado, los maestros espirituales de la
tradición ortodoxa nos aconsejan que apliquemos a la vida de oración la vía de negación
denominada aproximación apofática. La Escritura, los textos litúrgicos y la naturaleza, nos
presentan innumerables palabras, imágenes y símbolos de Dios, y nos enseñan a darles su pleno
valor y a servirnos de ellos en nuestra oración. No obstante, estas realidades no pueden expresar
la entera verdad sobre el Dios vivo por lo que se nos anima a equilibrar nuestra oración
afirmativa o catafática con la oración apofática. “Orar es dejar de lado los pensamientos,” escribe
Evagrio, definición muy incompleta de la oración, pero que nos da una idea de la clase de
oración que nos permitirá acceder al tercer grado del camino espiritual. El que se esfuerza en
alcanzar la Verdad eterna más allá de todas las palabras y pensamientos humanos empezará su
espera de Dios en la paz y el silencio, no hablando ya de Dios ni a Dios, sino escuchando
simplemente. “Sabed que yo soy Dios” (Sal 45:10).
Esta quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica la oración de
quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una concentración sobre un fondo de paz
interior. No se debe entender la quietud de una manera negativa, como la ausencia de palabras y
de actividad exterior, ya que es la apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor
parte de nosotros, la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la oración de quietud, el
hesycasta, se sirve también de otras formas de oración: oficios litúrgicos, lectura de la
Escritura, recepción de los sacramentos. La oración apofática coexiste con la catafática y
ambas se refuerzan mutuamente. La vía de la afirmación y la vía de la negación no son una
alternativa; son complementarias.
¿Cómo callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones sobre
la oración. No sirve de gran cosa decirse: “No pienses,” pues la suspensión del pensamiento
discursivo no se obtiene por medio de un simple ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige
que hagamos algo para satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es
70
enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin ofrecer a nuestro
espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de llegar a un vago ensueño. El espíritu
tiene necesidad de alguna cosa que lo mantenga ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar
la paz. En la tradición hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy
breve, “oración jaculatoria,” casi siempre la oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios,
ten piedad de mí que soy pecador.
Cuando recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda imagen o
representación particular. “El novio está presente, pero no se le ve” (San Gregorio de Nisa). La
oración de Jesús no es una forma de meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la
vida de Cristo. Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre las
palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase cargada de sentido, una
invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la relajación, sino la vigilancia. No es un sueño
ligero, sino una oración muy viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo
interior, vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin violencia, sin
exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete espiritual debe estar tenso y no flojo,
pero no tan tenso como para desgarrar los bordes del paquete.
En la recitación de la oración de Jesús, se distinguen tres registros o tres grados. Empieza
con la “oración de los labios” u oración oral. Luego se interioriza y se convierte en “oración del
intelecto,” oración mental. Finalmente, el intelecto “desciende” al corazón y se une a él.
Entonces, comienza la “oración del corazón” o más exactamente la “oración del intelecto en el
corazón.” En este registro, se convierte en oración del ser entero. Ya no es algo que recitemos o
digamos sino algo que somos, pues el fin último del camino espiritual no es una persona que dice
su oración de vez en cuando, sino una persona que es oración continuamente. La oración de
Jesús comienza con una serie de gestos específicos de la oración. Su finalidad es establecer en el
que ora un estado de oración constante, ininterrumpida incluso en medio de otras actividades.
Así, la oración de Jesús empieza con una plegaria vocal, como todas las oraciones. La
repetición rítmica de la frase permite al hesicasta, en virtud de la simplicidad de las palabras de
que se sirve, avanzar más allá del lenguaje y de las imágenes, hasta el corazón del misterio de
Dios. De esta forma, la oración de Jesús se desarrolla, con la ayuda de Dios, en lo que los
escritores occidentales llaman “oración de la atención amante,” en la que el alma reposa en Dios
sin verse molestada por una constante sucesión de imágenes, ideas y sensaciones. En el registro
siguiente, la oración del hesycasta deja de ser el fruto de sus propios esfuerzos y se convierte en
lo que los escritores ortodoxos llaman “espontánea” y los escritores occidentales “infusa.” Dicho
de otra manera, deja de ser “mi oración” y se convierte en la oración de Cristo en mí.
Sería imprudente tratar de suscitar por medios artificiales, lo que es fruto de la acción
directa de Dios. Cuando invocamos el santo nombre de Jesús lo mejor es concentrar nuestra
atención en la recitación de las palabras, pues en nuestros esfuerzos prematuros por acceder a la
oración sin palabras, denominada oración del corazón, podríamos acabar no orando en absoluto y
encontrarnos sentados y medio dormidos. Sigamos el consejo de san Juan Clímaco: “Limita tu
espíritu a las palabras de tu oración.” Dejemos que Dios haga el resto... A su manera. En su
tiempo.
71
concebir o expresar. El camino de la negación se parece a la forma en que pelamos una cebolla o
esculpimos una estatua. Cuando pelamos una cebolla, quitamos una piel después de otra hasta
que ya no existe cebolla. El escultor que desbasta un bloque de mármol destruye con una
finalidad positiva. No reduce el bloque a un montón de guijarros, sino que, por su acción
aparentemente destructiva, extrae de él una forma inteligible.
Sucede lo mismo, en un registro más elevado, con la apófasis: negamos para afirmar.
Declaramos que una cosa no es para poder decir cuál es. El camino de la negación se convierte
en “superafirmación.” Estas palabras, estos conceptos que dejamos de lado, son el trampolín
desde el que nos lanzamos al misterio divino. Tomada en su sentido total y verdadero, la teología
apofática nos conduce hacia una presencia y no hacia una ausencia, hacia una unión de amor y
no hacia el agnosticismo. Por eso, la teología apofática es mucho más que un ejercicio puramente
verbal en el que compensaríamos declaraciones positivas con otras negativas. Su finalidad es
conducirnos a un encuentro directo con el Dios personal, que está mucho más allá de todo lo
que podemos decir de Él, sea positivo o negativo.
Esta unión de amor que constituye el verdadero fin de la aproximación apofática es una
unión con Dios en sus energías y no en su esencia. Si recordamos lo que se ha dicho con respecto
al tema de la Trinidad y de la encarnación, es posible distinguir tres clases de unión:
En primer lugar, existe entre las tres Personas de la Trinidad una unión según la esencia:
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son “uno en esencia.” Esta unión no existe entre Dios y los
santos. Aunque “deificados,” los santos no se convierten en miembros adicionales de la Trinidad.
Dios sigue siendo Dios y el hombre sigue siendo hombre. El hombre se convierte en Dios por la
gracia, pero no se convierte en Dios en esencia. La distinción entre Creador y criatura está
atenuada por el amor mutuo, pero no queda abolida. Por cerca que Dios esté de la persona
humana, Dios seguirá siendo siempre “el Absolutamente Otro.”
En segundo lugar, existe entre la naturaleza divina y la naturaleza humana de Cristo
encarnado una unión “hipostática” o personal. Divinidad y humanidad están tan estrechamente
unidas en Cristo que constituyen una sola persona, pertenecen a una sola persona; en la unión
mística entre Dios y el alma, hay dos personas y no una sola; digamos, para ser precisos, que hay
cuatro personas: una persona humana y las tres Personas divinas de la indivisible Trinidad. Es
una relación yo-tú: El “tú” sigue siendo “tú,” por próximo a él que esté el “yo.” Los santos son
sumergidos en el abismo del amor divino, pero no son aniquilados. “Cristificación” no significa
aniquilación. En la eternidad, Dios es “todo en todos” (1 Cor 15:28), pero Pedro sigue siendo
Pedro, Pablo sigue siendo Pablo y Felipe sigue siendo Felipe. “Cada uno mantiene su propia
naturaleza y su identidad, pero todos están llenos del Espíritu” (“Homilías de San Macario”).
La unión entre Dios y los seres humanos que él ha creado no es según la esencia, ni según
la hipóstasis, sino según la energía. Los santos no se convierten en Dios, pero participan en las
energías de Dios, es decir en su vida, en su poder, en su gracia y en su gloria. Como ya hemos
dicho, las energías no deben ser “objetivadas,” consideradas como un intermediario entre Dios y
el hombre, una “cosa,” o un don que Dios concede a su creación. Las energías son
verdaderamente Dios mismo, no Dios como existe en sí mismo, en su vida interior, sino Dios tal
como se comunica él mismo por el amor que viene de él. Quien participa en las energías de Dios
encuentra a Dios frente a frente, a través de una unión de amor directa y personal, en la medida
en que un ser creado es capaz. Decir que el hombre participa en las energías de Dios pero no en
su esencia, es decir que existe entre el hombre y Dios una unión, pero no una confusión.
72
Tinieblas y luz.
Para referirse a esta “unión según la energía” que va mucho más allá de todo lo que el
hombre puede imaginar o describir, los santos se sirven de paradojas y símbolos. El discurso
humano está adaptado a la descripción de lo que existe en el espacio y en el tiempo e, incluso en
estos terrenos, no nos proporciona una descripción exhaustiva. Cuando toca el infinito y lo
eterno, el discurso humano solamente puede contentarse con alusiones.
Los dos principales “signos” o símbolos de que se sirven los Padres son las tinieblas y la
luz. No se trata, evidentemente, de decir que Dios es tiniebla o luz; hablamos ahora en parábolas
y analogías. Según su preferencia por uno u otro “signo,” los escritores místicos pueden ser
clasificados en “nocturnos” o “solares.” San Clemente de Alejandría (retomando las ideas del
filósofo judío Filón), san Gregorio de Nisa y San Dionisio Areopagita parecen preferir el “signo”
de las tinieblas. Orígenes, san Gregorio el Teólogo, Evagrio, las “Homilías de san Macario,” san
Simeón el Nuevo Teólogo y san Gregorio Palamas se sirven sobre todo del “signo” de la luz.
El lenguaje de las “tinieblas” aplicado a Dios, encuentra su origen en la descripción
bíblica de Moisés en el monte Sinaí. Allí está escrito que Moisés entró desde la “nube oscura en
que estaba Dios” (Ex 20:21). Resaltemos que en este pasaje no se dice que Dios es tinieblas; se
dice que mora en esta nube oscura. Las tinieblas no son ni la ausencia, ni la irrealidad de Dios;
son la incapacidad del espíritu humano para captar la naturaleza íntima de Dios. La oscuridad
está en nosotros y no en Él.
En la base del lenguaje de “luz” se encuentra la frase de San Juan: “Dios es luz y no hay
tinieblas en él” (1 Jn 1:5). Dios se revela como luz durante la transfiguración de Cristo en el
monte Tabor, cuando “su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas
como la nieve” (Mt 17:2). Esta luz divina, percibida por los tres discípulos en la montaña y por
numerosos santos durante su oración, no es otra que las energías increadas de Dios. La luz del
Tabor no es una luz física y creada, ni una luz puramente metafórica, “de intelecto.” Es
inmaterial, pero no por ello es una realidad objetivamente menos existente. Al ser divinas, las
energías increadas superan toda descripción humana, por eso al llamarlas “luz,” caemos
inevitablemente en el lenguaje del “signo” y del símbolo. Sin embargo, no se podría decir que las
energías son simplemente simbólicas. Sirviéndonos del término “luz” para referirnos a estas
energías, elegimos la palabra más apropiada, aunque nuestro lenguaje no podría ser tomado al
pie de la letra.
Aunque no sea física, la luz divina puede ser percibida por el hombre a través de sus ojos
físicos, a condición de que sus sentidos hayan sido transformados por la gracia divina. Sus ojos
no ven la luz por su propio poder natural de percepción, sino por el poder del Espíritu Santo
que actúa en él.
“El cuerpo es deificado al mismo tiempo que el alma” (San Máximo Confesor). El que ve
la luz divina queda totalmente impregnado de ella y su cuerpo resplandece por la gloria que
contempla. Él mismo se convierte en luz. Vladímir Losski no habla simplemente en metáforas
cuando escribe: “El fuego de la gracia, encendido en el corazón de los cristianos por el Espíritu
Santo, los hace brillar como cirios ante el Hijo de Dios.”
Las “Homilías de San Macario” afirman respecto a esta transfiguración del cuerpo del
hombre:
“Lo mismo que el cuerpo del Señor fue glorificado cuando se dirigió a la montaña y
transfigurado en la gloria de Dios y en la luz infinita, igualmente los cuerpos de los
santos son glorificados y resplandecen con una blancura fulgurante... “Les he dado la
73
gloria que tú me has dado” (Jn 17:22). Igual que se encienden numerosas lámparas con
una sola llama, así los cuerpos de los santos, al ser miembros de Cristo, deben ser lo que
Cristo es y no otra cosa... Nuestra naturaleza humana, transformada en el poder de Dios,
se convierte en llama y luz.”
En las vidas de los santos occidentales u orientales, se encuentran con frecuencia ejemplos de
glorificación corporal. Cuando Moisés desciende de la “nube oscura” que rodeaba el monte
Sinaí, “su rostro brillaba y tenían miedo de acercarse a él”; “colocó un velo sobre su rostro,”
cuando habló a los israelitas (Ex 34:29-35). En los Apotegmas de los Padres del Desierto, se nos
relata que un discípulo miró por la ventana de la celda del abba Arsenio y vio al anciano “como
una llama.” Del abba Pambo se decía que “Dios lo había glorificado tanto que nadie podía mirar
su rostro, pues resplandecía de gloria.” Catorce siglos más tarde, Nicolás Motovílov describe así
una conversación con su starets San Serafín de Sárov: “Imaginad en el medio del sol, en el brillo
más fuerte de sus rayos del mediodía, el rostro del hombre que os habla.”
“Que la oración sea tu criterio: si ella va bien, todo irá bien.” (Obispo Teófanes el
Recluso).
“Estar “sin pasión,” en el sentido patrístico y no en el estoico del término, exige tiempo y
esfuerzo. Esto requiere una vida austera, ayuno, vigilia, oración, lágrimas de sangre,
humillación, desprecio del mundo, crucifixión, clavos, lanza en el costado, vinagre y hiel.
Es ser abandonado por todos, sufrir los insultos de los hermanos insensatos crucificados
74
con nosotros, las blasfemias de los que pasan... Y, luego, ¡la resurrección en el Señor, la
santidad inmortal de la Pascua!” (Padre Teóklitos de Dionisiu).
“El intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas
por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de actividad. Es
preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única ocupación que responde
enteramente a su fin...
...Que en todo tiempo el intelecto, se concentre en su santuario interior, de modo
tan exclusivo sobre sus palabras que no se desvíe hacia ninguna imaginación...
...Entonces el alma mantiene la gracia misma que medita y que grita con ella:
“¡Señor Jesús!” como una madre enseñaría a su pequeño la palabra “padre,” repitiéndola
con él hasta que en lugar del balbuceo infantil, ella lo haya llevado a la costumbre de
llamar distintamente a su padre, incluso en su sueño...” (San Diádoco de Fótice).
“¿Qué significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?
El presente relato parece estar en contradicción con la teofanía del comienzo;
entonces era en la luz, ahora es en las tinieblas donde aparece Dios. No pensemos, sin
embargo, que esto esté en desacuerdo con el desarrollo de las realidades espirituales que
consideramos. El Verbo nos enseña que el conocimiento religioso es luz cuando empieza
a aparecer; en efecto, se opone a la impiedad que es tiniebla y ésta se disipa por el gozo
de la luz. Pero cuando el espíritu en su marcha hacia adelante llega por medio de una
aplicación cada vez más grande y perfecta a comprender lo que es el conocimiento de las
realidades y se aproxima más a la contemplación, más ve que la naturaleza divina es
invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no solamente lo que perciben los
sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, va más al interior hasta que penetra, por su
actividad, hasta lo Invisible y lo Incognoscible y allí ve a Dios. El verdadero
conocimiento del que busca y su verdadera visión consiste en comprender que Dios
trasciende todo conocimiento tanto por su incomprensibilidad como por la tiniebla.” (San
Gregorio de Nisa).
75
“En la contemplación mística, el hombre no ve con su intelecto ni con su cuerpo. Ve con
el Espíritu. Conoce con certeza que mira de un modo sobrenatural una luz que eclipsa a
todas las demás. Sin embargo, no sabe con qué órgano ve esta luz. Tampoco puede
analizar la naturaleza de este órgano, pues los caminos del Espíritu son insondables. San
Pablo lo afirma cuando nos dice haber oído “cosas que no está permitido a un hombre
repetir” y haber visto cosas “que no está permitido a un hombre ver”: “¿Estaba en su
cuerpo? ¿Estaba sin su cuerpo? No lo sé” (2 Cor 12:3). Él mismo no sabía si era su
cuerpo o su intelecto quien las veía porque no percibe estas cosas por el camino de los
sentidos, aunque su visión fuera por lo menos tan clara como la que nos permite ver los
objetos que pueden ser percibidos por nuestros sentidos. Quedó “encantado” por la
misteriosa dulzura de su visión; fue transportado no sólo más allá de todo objeto y de
todo pensamiento, sino más allá de sí mismo.
“Esta experiencia feliz, jubilosa, que le sobrevino a Pablo, permitió a su intelecto
entrar en éxtasis y lo forzó a cambiar totalmente, revistió la forma de la luz. Una luz de
revelación, una luz que no le reveló, sin embargo, los objetos que perciben los sentidos.
Una luz sin límites, sin fin, que lo rodeaba por todas partes, se le apareció y brilló a su
alrededor. Un sol infinitamente más luminoso y más grande que el universo. Y él, Pablo,
en medio de esta luz, se convirtió en mirada. Así, más o menos, fue su visión.” (San
Gregorio Palamas)
Un Dios Eterno.
“Para todas las almas que aman a Dios, para todos los verdaderos cristianos, llegará un
primer mes del año, como el mes de abril, un día de resurrección.” (Homilías de San
Macario).
“Cuando el abba Zacarías estaba a punto de morir, el abba Moisés le preguntó: “¿Qué
ves?” El abba Zacarías replicó: “¿No es mejor no decir nada, padre?” “Si, hijo mío,”
respondió el abba Moisés: “Vale más no decir nada.” (Apotegmas de los Padres del
Desierto).
Se aproxima el final.
“Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.” Orientado hacia el
futuro, el Credo termina con una nota de espera. Las cosas últimas deberán ser nuestro punto de
referencia constante a lo largo de toda esta vida terrestre aunque no nos es posible hablar con
detalle de las realidades del mundo futuro. “Queridos, dice san Juan, desde ahora somos hijos
76
de Dios y aun no se ha manifestado lo que seremos” (1 Cor 3:2). gracias a nuestra fe en Cristo,
poseemos a partir de ahora, una relación viva y personal con Dios y sabemos, no de forma
hipotética sino de manera cierta, que esta relación es portadora de una semilla de eternidad. Para
lo que sea conocer la vida, no en la secuencia temporal sino en la eterna, y no en las condiciones
de la caída sino en un universo en el que Dios sea “todo en todos,” no tenemos más que
aproximaciones, una concepción oscura. Por eso, solamente deberíamos hablar con prudencia y
respetar la exigencia del silencio.
Sin embargo hay tres realidades que tenemos derecho a afirmar sin la menor ambigüedad:
que Cristo volverá en su gloria; que a su llegada resucitaremos de entre los muertos y seremos
juzgados; “que su reino no tendrá fin” (Lc 1:33).
Volvamos al primer punto: la Escritura y la Santa Tradición nos hablan
repetidamente de la segunda venida de Cristo. No permiten pensar que, gracias al progreso
constante de la “civilización,” el mundo mejorará, permitiendo a la humanidad establecer el
Reino de Dios en la tierra. La visión que el cristiano tiene de la historia del mundo es opuesta a
este tipo de optimismo evolucionista. Más bien se nos enseña a esperar cataclismos naturales,
conflictos cada vez más destructores entre los hombres, confusión y apostasía entre los que se
llaman cristianos (Mt 24:3-27). Este período de tribulación alcanzará su punto culminante al
aparecer “el hombre impío” (2 Ts 2:3-4) o Anticristo que, según la interpretación tradicional de
la Iglesia Ortodoxa, no será Satán, sino un ser humano verdadero en el que se habrán reunido
todas las fuerzas del mal y que ejercerá durante un tiempo bastante breve su poder sobre el
mundo entero. La segunda venida del Señor pondrá fin bruscamente al reino del Anticristo.
Esta vez, la llegada del Señor no tendrá lugar de un modo tan discreto como durante su
nacimiento en Belén; veremos “al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder viniendo
sobre las nubes del cielo” (Mt 26:64). Así, el curso de la historia terminará de modo repentino y
dramático por medio de una intervención directa del reino divino.
El tiempo de la segunda venida no se nos ha revelado. “No os corresponde conocer el
tiempo y los momentos que el Padre ha fijado con su autoridad” (Hch 1:7). “El Señor vendrá
como un ladrón en plena noche” (1 Ts 5:2). Esto significa que, evitando especular sobre la fecha
exacta, debemos estar dispuestos y vivir con esta expectativa. “Lo que os digo a vosotros, se lo
digo a todos: ¡Velad!” (Mc 13:37). En efecto, llegue pronto o tarde el fin, según nuestra humana
escala temporal, es siempre inminente, siempre próximo, hablando desde un punto de vista
espiritual. Mantengamos nuestros corazones atentos. Recordemos las palabras del Gran Canon
de san Andrés de Creta, que se recita durante la cuaresma:
“¡Alma mía, despiértate! ¿Por qué duermes? El fin se acerca y pronto te sentirás
angustiada. Vigila, pues, para que te proteja Cristo, tu Dios, que está presente en todas
partes y lo llena todo.”
La primavera futura.
En segundo lugar, como cristianos creemos no solamente en la inmortalidad del alma,
sino también en la resurrección del cuerpo. Según el orden divino, en nuestra primera creación,
el alma humana y el cuerpo humano dependen uno del otro y no pueden vivir uno sin otro.
Después de la caída, el alma y el cuerpo son separados en el momento de la muerte corporal,
pero esta separación no es final ni permanente. En la segunda venida de Cristo, resucitaremos
de entre los muertos, en nuestra alma y en nuestro cuerpo, y apareceremos, cuerpo y alma,
ante nuestro Señor en el juicio final.
77
El evangelio de san Juan insiste en el hecho de que el juicio está presente en cada instante
de nuestra existencia terrestre. Cuando, consciente o inconscientemente, elegimos el bien,
entramos ya anticipadamente en la vida eterna. Cuando elegimos el mal, percibimos un sabor
anticipado del infierno. La mejor forma de comprender el Juicio Final es percibirlo como el
momento de la verdad, en que todo será sacado a la luz, en el que nuestros actos y nuestras
opciones nos serán revelados con todas sus implicaciones, en que nos daremos cuenta, con
absoluta claridad, de quiénes somos y de cuáles han sido el sentido y el objeto profundo de
nuestra vida. Entonces, después de esta puesta a punto final, entraremos en cuerpo y alma, en el
cielo o en el infierno, en la vida eterna o en la muerte eterna.
Cristo es el juez; sin embargo, desde cierto punto de vista, nosotros mismos
pronunciamos nuestro propio juicio. Si alguien está en el infierno, no es porque Dios lo haya
encerrado allí, sino porque él mismo lo ha elegido. Los que están perdidos en el infierno se han
condenado ellos mismos, se han esclavizado ellos mismos. Con justicia se ha podido decir que
las puertas del infierno se han cerrado desde el interior.
“En la resurrección, todos los miembros del cuerpo serán exaltados y no se perderá ni un
cabello,” afirman las “Homilías de San Macario” (cf. Lc 21:18). Sin embargo san Pablo nos dice
que el cuerpo de resurrección es un cuerpo espiritual (1 Cor 15:35-46). Esto no significa que en
la resurrección nuestros cuerpos sean, en cierto modo, “desmaterializados,” pues tal como
conocemos la materia, en este mundo caído, con toda su inercia y su opacidad, no corresponde
en absoluto a la materia tal como Dios la ha querido. Liberado de la grosería de la carne caída, el
cuerpo resucitado compartirá las cualidades del cuerpo humano de Cristo durante la
transfiguración y la resurrección. Incluso transformado, nuestro cuerpo resucitado se parecerá al
cuerpo que ahora tenemos: habrá una continuidad entre los dos. Según san Cirilo de Jerusalén,
“Este cuerpo resucitado ya no será el ser endeble que conocemos y sin embargo resucitará
idénticamente el mismo. Habrá adquirido la incorruptibilidad y será transformado por ella... Para
vivir ya no tendrá necesidad de alimentos ni para elevarse de escalas; se convertirá en espiritual,
algo maravilloso y de tan alta dignidad que no podríamos expresar.”
78
Antiguo en el infinito.
Este reino de la resurrección en el que viviremos en cuerpo, y alma, gracias a la
misericordia divina, es, en primer lugar, un reino que no tendrá “fin.” Su eternidad y su infinitud
superan nuestra imaginación caída. Sin embargo, podemos estar seguros de dos cosas: que la
perfección no es uniforme sino variada y que la perfección no es estática sino dinámica. La
eternidad significa una variedad inagotable. Si es verdad, y nuestra experiencia aquí abajo nos lo
prueba, que la santidad no es monótona, sino siempre diferente, ¿no será así también, y en un
grado incomparablemente más elevado, en la vida futura? Dios nos promete: “Al vencedor, le
daré una piedrecita blanca, que llevará grabado un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que
lo recibe” (Ap 2:17). Incluso en el mundo futuro, el sentido profundo de mi persona, que es
único, seguirá siendo un secreto entre Dios y yo. En el Reino de Dios, cada uno forma uno solo
con los otros, aunque seguirá siendo claramente él mismo, marcado con las cicatrices y
características que tenía en vida, ahora curadas, transformadas, glorificadas. Según san Isaac de
Escete:
“El Señor en su misericordia concede el descanso a cada uno según sus obras: al grande
según su grandeza, al pequeño según su pequeñez; pues está dicho: “En la casa de mi
Padre, hay muchas moradas” (Jn 14:2). Aunque no haya más que un solo reino, cada uno
encuentra en este reino lugar y obra a su medida.”
Eternidad significa igualmente progreso sin fin, perpetuo. Es cierto hablando del camino
espiritual, no solamente en esta vida presente, sino también en la del mundo futuro. Avanzamos
constantemente. Avanzamos siempre hacia adelante y no hacia atrás. El mundo futuro no es una
simple vuelta al principio, una restauración del estado original de perfección en el Paraíso, sino
una nueva partida, un cielo nuevo, una tierra nueva, donde las cosas últimas serán más grandes
que las primeras...
San Gregorio de Nisa creía que, incluso en el cielo, la perfección está en la progresión.
Sirviéndose de una paradoja llena de finura, dice que la esencia de la perfección consiste,
precisamente, en no llegar a ser perfecto nunca, sino en tender siempre a una perfección más
grande. Por ser Dios infinito, este esfuerzo constante, esta épktasis, retomando el término de los
Padres Griegos, es ilimitada. El alma posee a Dios, pero lo sigue buscando. Su júbilo es
completo, pero se intensifica. Dios se aproxima siempre a nosotros, pero sigue siendo el otro...
Lo miramos cara a cara, aunque continuemos penetrando el misterio divino. No somos
extranjeros, sino todavía peregrinos, “que van de gloria en gloria” (2 Cor 3:18), hacia una gloria
aún más grande. En toda la eternidad alcanzaremos el punto en que hayamos realizado todo lo
que había que hacer, en que hayamos descubierto todo lo que había que conocer. “En este
mundo, como en el mundo futuro, dice san Ireneo, Dios tendrá siempre algo que enseñar al
hombre y el hombre algo nuevo que aprender de Dios.”
# 45
CE, 2005.
79