A Un Clic de Ti - Sofia Ortega Medina
A Un Clic de Ti - Sofia Ortega Medina
A Un Clic de Ti - Sofia Ortega Medina
Sofía Ortega
Copyright © 2022 Sofía Ortega Medina
A un clic de ti.
1ª edición.
—Solo explícame una vez más por qué estoy aquí —se queja mi
hermano, repantigado en el sillón del avión, en pleno vuelo hacia Madrid,
queda poco para iniciar el descenso.
—Maurizio... —le regaña mi padre, sin apartar sus ojos oscuros del
periódico que está leyendo—. ¿Qué es lo que no entiendes de formar parte
de la junta directiva de HB, hijo? —Baja un poco el periódico para mirarle
a través de sus gafas de lectura que usa desde hace un par de años—. Tienes
treinta y cinco años, ¿en algún momento vas a madurar?
—Para eso ya está él —me da una patada en la pierna, sonriendo con su
habitual picardía—, ¿a que sí, fratellino? —canturrea el apodo, como
siempre—. Tendremos que diferenciarnos en algo, papà, no solo en el color
de los ojos.
Me contengo para no soltar una maldición. Fratellino... No soporto que
me llame así y, aunque tengamos la misma edad, técnicamente, soy unos
minutos mayor que él.
—Os diferenciáis en muchas más cosas —refunfuña mi padre—. Y por
eso Francesco me sucederá a partir de hoy. Podíais haberlo hecho los dos,
pero...
Maurizio cierra los ojos, se coloca los auriculares inalámbricos en las
orejas y desconecta del sermón que hasta a mí me cansa. Yo miro el exterior
a través de la ventanilla, a mi derecha, desconectando también, aunque lo
hago con un pellizco en el pecho.
Piero Bianco es un hombre muy trabajador, muy listo y a sus casi
setenta años continúa levantando pasiones entre las mujeres, sin importar la
edad que tengan; es atractivo, de tez bronceada, pelo abundante de color
gris, con pequeñas entradas, y se mantiene en forma. Todo eso está genial,
pero tiene la fea costumbre de comparar a sus dos hijos, halagando sin cesar
a uno y tratando al otro como si siguiera siendo un niño caprichoso que no
crece.
—¿Me estás escuchando tú al menos, Francesco? —me pregunta, en un
gruñido por lo mal que le sienta la actitud de mi hermano.
Giro el rostro en su dirección y asiento, con una sonrisa que no alcanza
mis ojos. Odio esta situación, es incómoda, no me gusta que le trate así, es
que ni siquiera le da una oportunidad, directamente da por hecho que
Maurizio necesita una niñera, y que esa niñera soy yo. Sin embargo, eso se
acaba hoy. Comienzo en la sede de Madrid como director general,
reemplazando a mi padre en el puesto que ha ejercido desde que mi abuelo
se jubiló. Continuará en la junta directiva, pero ahora seré yo el que más
poder de decisión tendré, y no me hace sentir nada bien estar por encima de
mi hermano, con el que he trabajado en la sede de Florencia desde hace más
de diez años.
Maurizio no es ningún niño, sabe lo que hace, es muy astuto, observador
y tiene unas ideas innovadoras muy buenas, pero, aunque no dijo nada
cuando nuestro padre anunció que se retiraba, sé que le dolió que fuera yo,
sin él, quien le sucediera. No necesito mirar sus ojos azules para
confirmarlo. Somos gemelos, sentimos cuándo el otro no está bien, es algo
que no podemos explicar, pero así es.
—Dime, papà.
—La señorita Rivera nos espera en la sede —añade—, le dije que no
hacía falta que se acercara a buscarnos al aeropuerto, aunque insistió,
siempre lo hace.
Ahora sí muestro mis dientes al sonreír, pero agachando un poco la
cabeza para que mi padre no se dé cuenta. Nunca la ha llamado por su
nombre, ni siquiera entre nosotros, y eso que es como una hija para él y
para mi madre, la adoran. Es su asistente personal, es decir, la mía a partir
de hoy. Lleva en la empresa desde que terminó Turismo, desde hace diez
años.
El avión privado aterriza sin contratiempos en el aeropuerto Adolfo
Suárez Madrid-Barajas, a las ocho y media de la mañana de un frío y
encapotado lunes de mediados de octubre. Nos esperan dos coches negros
con chófer en la pista, en uno se monta mi hermano, y en el otro, mi padre y
yo.
La sede madrileña de la cadena HB, Hoteles Bianco, está en el barrio de
Salamanca, ocupa un edificio completo, antiguo y blanco, en la calle
Alfonso XII, entre la plaza de la Independencia y el paseo de la Infanta
Isabel, frente a El Retiro. Me conozco Madrid de memoria, no me disgusta,
pero prefiero mi amada Florencia. A Maurizio, en cambio, sí le encanta la
capital española y suele pasar muchos fines de semana al año.
Haciendo esquina, cruzando un pequeño paso de peatones que inicia la
calle perpendicular, se encuentra nuestro hotel. Solo tenemos uno en cada
ciudad y todos guardan el encanto de la misma, edificios que por fuera no
hemos restaurado y que por dentro no son modernos, sino que se trata de un
lujo hogareño, igual que las oficinas.
Traspasamos la puerta giratoria que conduce al amplio y luminoso
vestíbulo de las oficinas de HB, de mármol blanco. Dos guardias de
seguridad inclinan sus cabezas hacia nosotros, gesto que correspondemos.
En el centro, justo debajo de la gran cúpula del edificio, hay una recepción,
donde trabajan dos chicas rubias, vestidas con camisa blanca, un traje de
chaqueta gris claro y zapatos de tacón bajo a juego. Una tercera chica,
morena, delante de la mesa, de pie, espera con las manos entrelazadas.
—¡Señorita Rivera! —exclama mi padre, adelantándose para tomar de
una mano a la última chica, que le dedica una dulce sonrisa.
—Bienvenido de nuevo, señor Bianco. —Su sonrisa es sincera y
cariñosa.
—Le he dicho mil veces que me llame Piero. —Le da un apretón.
—Y yo, que me llame Manuela. —Se ríen, ella lo hace con una
delicadeza que me hace tragar saliva.
—Por fin va a conocer a mis hijos. —Se gira hacia nosotros y va a
agarrarme del brazo, pero Maurizio avanza hacia ella el primero.
—È un vero piacere, signorina Rivera[1]. —La aparta de nuestro padre
para besarle el dorso de la mano, desplegando todo su encanto de
mujeriego.
Entonces, Manuela arruga la nariz, abre los ojos sobremanera hacia él y
sus mejillas pierden el color, tanto que frunzo el ceño, preocupado. Camino
decidido hacia ella. Antes de que caiga al suelo, la tengo entre mis brazos.
—Mio Dio... —murmura mi hermano, espantado—. Jamás una mujer
había reaccionado así ante mí. —Se frota el cuello como si le hubieran
asfixiado.
Suelto un gruñido y me encamino hacia los sofás que hay a la izquierda,
donde la deposito con cuidado, sin soltarla, arrodillándome. Mi padre ya
está llamando a una ambulancia, pero le indico que cuelgue el teléfono, no
hace falta. Se ha desmayado por la impresión. Lo sé. Les digo a las chicas
de la recepción que vayan a por alcohol para despertarla y un vaso de agua.
—Manuela —le susurro, con un brazo debajo de su nuca y moviendo el
bote de alcohol abierto en su nariz. La arruga ligeramente—. Vamos,
piccola, déjame ver esos ojos verdes.
Murmura algo sobre un italiano moreno, intentando alzar los párpados.
Le retiro el alcohol cuando sus ojos claros enfocan los míos a través de sus
gafas de pasta negras. Vuelve a arrugar la nariz y a abrir los ojos en exceso,
el momento para levantarme.
—Soy Francesco Bianco, señorita Rivera. Él es mi hermano Maurizio, a
quien acaba de conocer. —Ya no susurro, pero le hablo con suavidad—. Se
ha desmayado, ¿cómo se encuentra? —Meto las manos en los bolsillos del
pantalón y las aprieto, intentando desvanecer mi repentina tensión.
Una de las chicas le entrega el vaso de agua.
—Gracias. —Bebe a sorbitos y respira hondo. Sus uñas están pintadas
de color violeta—. Estoy bien, no sé qué...
Pero no continúa hablando porque Maurizio, pálido todavía, se acerca a
ella.
—Discúlpeme si la he incomodado.
—No, no... —Se pone en pie, muerta de vergüenza y deseando huir de
él.
Aprieto mis manos de nuevo. La situación es surrealista para casi todos.
—¿Seguro que está bien, hija? —se interesa mi padre, muy afectado—.
Lleva unas semanas con mucho estrés, estos dos meses han sido caóticos y
la he presionado mucho. Será mejor que se vaya a casa y se tome unos días
libres.
—De ninguna manera, señor Bianco. La junta directiva ya les está
esperando. ¿Me acompañan? —Le entrega el vaso vacío a la recepcionista y
se gira para encaminarse a los ascensores, al fondo, seguida de nosotros
tres.
Me resulta cautivadora la sencilla elegancia de Manuela Rivera, en
especial el movimiento de sus caderas al andar, más anchas que el resto de
su cuerpo.
Discretamente, se estira la chaqueta negra con cierto nerviosismo. Es
corta, con un volante abajo, el cuello rígido y abierta, sin botones, dejando
entrever la blusa del mismo color, de satén muy fino con topos negros de
terciopelo, los vi antes; lo acompaña con una falda de tubo con una abertura
en la parte de atrás, negra también, como los zapatos, de un tacón muy alto
y fino que cubre sus pies, y de una suela roja muy famosa. Hasta el lápiz
que sujeta sus oscuros cabellos en un moño bajo a modo de flor, sin un solo
mechón fuera de su sitio, parece estar hecho solo para ella. Tremendamente
femenina. La ropa es a medida y exclusiva, ¿de su madre, la gran
diseñadora de moda Lena Suárez?
No me hace ninguna gracia que Maurizio haya desplegado su encanto,
va a ser mi asistente personal, lo ha sido para mi padre los últimos diez
años, no es una simple empleada y está más que cualificada para el puesto.
No quiero líos, que a mi hermano cuando le llama la atención una mujer no
hay quien le pare hasta que termina en sus sábanas, pero reconozco que no
me extraña, es una mujer muy atractiva. Solo espero que el susto que mi
hermano se ha llevado le dure hasta regresar a Florencia esta misma noche
y no se le ocurra pisar esta sede, porque a Madrid viene mucho.
El ascensor se detiene en la última planta, donde están el archivo, el
despacho de Manuela Rivera y el de su secretaria; al otro lado de la
barandilla de cristal por la que se ve el resto de los pisos del edificio —
todos diáfanos, sin puertas, menos este—, se sitúa la sala de juntas y el
despacho de mi padre.
La reunión dura menos de una hora. Firmo los papeles pertinentes,
convirtiéndome en el nuevo director general de la cadena HB, y brindamos
con champán entre todos.
Maurizio me acompaña a mi despacho. Yo sonrío con discreción, pero él
frunce el ceño.
—¿Este es el despacho di
papà?
—Lo cambié —le contesta Manuela. Sus mejillas están sonrosadas, se
mantiene junto a la puerta abierta, con las manos entrelazadas en el regazo,
y parece esforzarse en no apartar la mirada de la mía—. Le pedí a su padre
que me mandara una foto de su despacho de Florencia e intenté hacerlo
igual para que se encuentre lo más cómodo posible, señor Bianco.
—¡Es verdad! —exclama mi hermano, girando sobre sus pies.
Mi padre siente predilección por los tonos naturales, yo soy más de
oscuros, grises casi negros, en realidad, como lo son todos mis trajes y los
de Maurizio, nos hacemos la ropa a medida en el mismo sastre y tenemos
gustos casi idénticos.
—El bonsái es... —Carraspea ella, señalando la planta que hay en una
esquina del escritorio, el cual se sitúa frente a la puerta, delante del ventanal
que ofrece las vistas a El Retiro—. Es mi regalo de bienvenida. Yo lo
cuidaré, no se preocupe, aunque si no le gusta, solo dígamelo y me lo
llevaré. —Se ajusta las gafas, empujándolas por encima de la nariz, pero
estas descienden de nuevo a donde estaban, sus largas pestañas rozan la
montura al parpadear.
—Gracias, señorita Rivera, no hará falta que se lleve el bonsái.
Asiente, tragando saliva.
—¿Prefiere conocer a los empleados ahora? —me sugiere.
—Buena idea —comenta mi hermano—. Yo me voy a ver a Hugo,
¿puede decirme dónde está su despacho, señorita Rivera? Me refiero a
Hugo Fernández, el...
—... director de marketing —termina por él en una exhalación ahogada.
La respiración de ella se ha alterado, sus pechos estiran la blusa y la
chaqueta con rapidez. Mi hermano retrocede un par de pasos y me mira,
muerto de miedo. Yo no sé cómo logro contener las carcajadas.
—Planta quinta. —Apenas la oímos—. Enseguida vuelvo, señor Bianco
—añade hacia mí antes de salir corriendo.
—Il
papà habla maravillas de ella —dice Maurizio—, pero no sé yo si
esta ragazza está muy cuerda. No es normal su actitud conmigo. —Menea
la cabeza, me hace un gesto de despedida y se marcha en busca de su amigo
Hugo.
Me siento detrás del escritorio y enciendo el ordenador. Lo primero que
hago es comprobar los e-mails.
Cinco minutos después, Manuela toca la puerta abierta con los nudillos.
Alzo mi mirada y descubro que sus mejillas ya no están coloradas, que
respira con normalidad y que porta una tablet y un bolígrafo táctil en las
manos.
—Cuando quiera le enseño las oficinas y le presento a los empleados.
Asiento. Me levanto. Me abrocho la chaqueta y le indico con la mano
que me preceda.
Terminamos el recorrido y las presentaciones una hora más tarde. El
edificio cuenta con doce plantas y con más de cien empleados. A quien no
hemos visto ha sido a Hugo, de hecho, la zona de marketing no la hemos
pisado.
De nuevo en mi despacho, la señorita Rivera se ofrece a traerme un café.
—¿Cómo lo desea, señor Bianco?
—No se moleste —le respondo, quitándome la chaqueta para colgarla
en el respaldo de mi gran silla de piel—. Cuando me apetezca uno, iré yo a
por él.
—Es parte de mi trabajo. —Frunce el ceño, confusa.
—Era parte de su trabajo cuando mi padre era su jefe, pero ya no.
—¿Qué quiere decir? —Avanza despacio hacia mí, hasta que el
escritorio es lo único que nos separa.
Tecleo en el ordenador unos segundos con rapidez, inclinado, sin
sentarme.
—Le acabo de enviar por correo electrónico su nuevo contrato, señorita
Rivera. Discúlpeme, debí haberlo hecho antes.
—¿Nuevo... contrato?
—Con sus nuevas funciones. Léalo tranquilamente y, si tiene dudas,
pregúnteme. No cierre al salir, por favor, me gusta trabajar con la puerta
abierta.
Hasta que no sale de la estancia, muy nerviosa por el nuevo rumbo en su
carrera profesional, no me siento. Ni se da cuenta de que mi hermano se la
está comiendo con los ojos.
Maurizio entra nada más marcharse ella, y lo hace relamiéndose los
labios. Se acomoda en el sofá alargado de cuero que hay a mi izquierda, con
los brazos desplegados en el respaldo, a sus anchas.
—No —zanjo, mirándole, sabiendo lo que está pensando.
Él se echa a reír.
—Resulta que era su novia.
Me mantengo en silencio, muy serio.
—La señorita Rivera era la novia de Hugo —me aclara—. Lo dejaron
hace dos meses.
—Es amigo tuyo, no me creo que nunca la hayas visto o te la haya
mencionado. —Enarco una ceja—. Era la asistente personal di
papà hasta
hoy.
—Una vez —murmura, pensativo—, pero no había casi nada de luz, yo
iba un poco borracho y no pude verle bien la cara. Y estamos hablando de
Hugo, le gusta demasiado el sexo como para atarse a una sola mujer. Si
papà se hubiera enterado de lo poco que la ha respetado a sus espaldas, le
hubiera despedido.
Aprieto la mandíbula. No hace falta ser muy observador para darse
cuenta del halo de inocencia que desprende Manuela Rivera.
—Ahora, la señorita Rivera trabaja para mí, Maurizio. Olvídate de ella.
—Me conoces, fratellino, olvidarme de una mujer tan bella no está en
mi diccionario, pero no te preocupes, intentaré que tú no te enteres de nada.
—Me guiña un ojo.
Eso es, precisamente, lo que me preocupa.
2
∞∞∞
No soy capaz de concentrarme el resto de la mañana. Imposible. Y se
me hace eterna. Me late el corazón más rápido de lo normal y sus ojos
oscuros no abandonan mi mente.
A las dos en punto, me acerco otra vez a su despacho.
—Voy a salir a por comida, ¿le apetece que le traiga algo, señor Bianco?
—¿Ya son las dos? —Se frota la cara, espabilándose—. Gracias —se
levanta y se coloca las mangas de la camisa—, pero he quedado para
almorzar con mi padre y mi hermano. ¿Le apetece unirse a nosotros?
—¡No!
Sus manos se congelan al ir a coger la chaqueta ante mi exclamación.
—Me... me refiero a que ya he... ya he quedado —balbuceo, notando
mis mejillas arder.
Ni loca paso tiempo con Maurizio, lo evitaré todo lo que pueda. Cada
vez que recuerdo lo que pasó hace dos meses, mi cuerpo se estremece. Con
lo tranquila que era mi vida hasta hace unas horas...
—Con Paola —adivina, ajustándose la chaqueta.
Entreabro la boca, sorprendida. ¿Cómo...?
—Lo sé casi todo sobre usted, señorita Rivera. Y lo que no sé, terminaré
sabiéndolo. —Pasa por mi lado, cortándome la respiración por culpa de su
aroma, el mismo que el de Maurizio—. Para después de comer, necesito los
últimos informes del HB de Barcelona, quiero empezar a hacer unos
pequeños cambios.
Asiento, incapaz de hablar.
—Dele un beso a mi prima de mi parte. —Y se marcha.
Menudo día...
Acabo agotada, física y emocionalmente.
Entro en mi casa pasadas las diez de la noche. Vivo en el ático de un
edificio de cinco plantas, al otro lado de El Retiro. Siempre lo cruzo
paseando para ir a trabajar o volver a mi apartamento, pero hoy, por primera
vez, estoy tan cansada que he llamado a un taxi.
Me quito los tacones mientras suelto el bolso pequeño de mano en la
mesita circular que hay junto a la puerta, de madera y estilo vintage, en un
tono verde claro y rasgado, precioso, a juego con el resto de la vivienda.
Camino hacia la cocina, la puerta de la derecha, y me sirvo una copa de
vino rosado espumoso que saco de la nevera. Lo saboreo, con los ojos
cerrados. Hasta gimo por el placer que siento en este instante: sola, por fin
en casa tras una larguísima jornada laboral.
Cuando estoy metida en la bañera llena de espuma, cotilleo Instagram
en busca de los gemelos Bianco. Tienen una cuenta cada uno, la de
Maurizio es pública y le siguen más de diez millones de seguidores; la de su
hermano es privada, con solo dos mil seguidores. No obstante, son famosos,
y hay un sinfín de fotos de Francesco, solo o acompañado de su familia.
Me acosté con Maurizio, y creía, desde hace dos meses hasta hoy, que
nunca sentiría nada igual con un hombre como con él, pero estaba
equivocada, la intensa mirada de Francesco me ha confirmado que nunca se
puede decir «nunca».
3
∞∞∞
∞∞∞
Pero ¿qué...?
Corro hacia mi cuarto, a la izquierda del salón. Sin encender la luz,
sorteo los muebles, acercándome a la ventana.
Y le veo. A Francesco, en su terraza, con el teléfono en la mano, a
oscuras también, pero gracias a las farolas de la calle, su silueta es
inconfundible para mí. Se me disparan las pulsaciones. Con que esas
tenemos, ¿eh?
Me quito el vestido, quedándome en sujetador de encaje y copa en
triángulo, que parece un top porque no tiene cierre, y medias tupidas.
Vuelvo al salón, pero ahora me tumbo en el sofá, que se encuentra colocado
dando la espalda a la terraza, con la cabeza en el brazo derecho y mis
piernas, subidas en el respaldo, cruzándolas lentamente en los tobillos.
Tecleo una respuesta.
F:
Parece que a ti sí se te ha escapado algo... ¿Dónde has dejado el vestido?
M:
Ni idea.
F:
Deberías tener cuidado si vas perdiendo ropa, corres el riesgo de acabar
desnuda.
M:
Tú, en cambio, lo que deberías es entrar en calor, hace frío fuera.
F:
Es que no puedo moverme de donde estoy, mis pies no me hacen caso...
M:
¿Qué tal ahora?
F:
Mucho mejor... Gracias.
M:
De nada. Los vecinos estamos para ayudarnos, ¿no?
F:
Claro que sí. ¿Tú necesitas algo?
M:
Pues es que yo tengo mucho calor aquí dentro.
F:
Quizás deberías ponerte más... cómoda.
M:
Debería, el problema es que si me pongo más cómoda voy a perder toda
la ropa, ya sabes, porque luego no sé dónde la dejo.
F:
Pero recuerda que siempre puedes diseñar algo nuevo después y
reemplazarla por la que has perdido, por ejemplo, el sujetador que llevas
ahora.
M:
Tienes toda la razón...
F:
¡Cazzo, Manuela! ¡Eso no se hace!
M:
Soy una mujer libre, ¿no? Puedo hacer lo que quiera, contigo y con
cualquiera.
F:
Eres mía, Manuela, aunque todavía no lo sepas, pero yo sí lo sé, yo lo
tengo muy claro, y si le dije a mi hermano que entre tú y yo no había
nada, es porque soy muy escrupuloso con mi intimidad, lo sabes desde el
primer día.
M:
¿Por qué no me dijiste esto cuando colgaste? ¡Has dejado que siguiera
enfadada!
F:
Porque tú sola pusiste una barrera entre nosotros después de lo que pasó
con mi padre. Me hablaste de usted otra vez, cuando me acerqué a tu
despacho para saber cómo estabas, para que habláramos de lo que había
pasado, y te centraste en el trabajo.
M:
Parece que tú y yo no coincidimos...
Me pongo la camiseta ancha que uso para estar cómoda en casa, la tengo
debajo de la almohada, y me siento en el centro de la cama, con el móvil en
las manos. Tengo el corazón acelerado, no me gusta el rumbo que está
tomando la conversación. Las cosas se hablan, pero es que de verdad que
parece que él y yo no coincidimos, y si es así desde el principio...
Recibo otro mensaje de Francesco.
F:
¿A qué te refieres?
M:
A que yo ya intenté hablar contigo la semana pasada y reaccionaste
mal, el día que nos fuimos a Florencia. Ahora lo he hecho yo. No sé,
Francesco...
F:
Creía que eso estaba olvidado, me perdonaste... ¿Y qué es lo que no
sabes?
M:
No sé qué hacemos... ¿Jugar? ¿Acostarnos sin acostarnos? Y mientras
tanto, trabajamos juntos, pero tu padre no me quiere como tu asistente
ejecutiva y tampoco quiere que haya algo entre nosotros. Cerraste la
puerta de tu despacho por primera vez, pero oí sus gritos perfectamente.
Por eso puse una barrera contigo, no quiero buscarte problemas.
F:
No me gusta lo que estás insinuando.
M:
No estoy insinuando nada, solo creo que deberíamos... seguir siendo
jefe y empleada.
No me responde enseguida, y esto me altera la respiración. Me levanto
de la cama. Camino por la habitación de un lado a otro.
Hasta que recibo la ansiada respuesta...
F:
Si es lo que quieres... La veré mañana en la oficina, señorita Rivera.
Buenas noches.
∞∞∞
—Por cierto, reserve una mesa para comer, por favor, para tres, usted
también vendrá —me pide, al terminar de repasar la agenda a la mañana
siguiente.
—¿En algún restaurante en particular?
—Que sea italiano, es lo que quiere Aitana.
—¿Aitana Sánchez? —Me hierve la sangre—. ¿Es con quien vamos a
comer?
—Sí. —Me mira, enarcando una ceja—. ¿Algún problema?
—Ninguno. —Me levanto de la silla—. ¿Quiere que empiece con algo
en particular de todo lo que hay que hacer hoy?
—Con el informe del último trimestre. Tráigamelo en cuanto lo tenga
terminado.
Asiento y me marcho, sintiendo sus ojos clavados en mí.
Aitana Sánchez... La odio. Con toda mi alma.
Es la arquitecta que se encargó del último hotel que hicimos, el de
Barcelona, pero ha seguido trabajando para nosotros en las reformas que
hemos llevado a cabo en el resto de los hoteles que tenemos en España. La
última vez que la vi fue hace seis meses.
Respiro hondo y me centro en el informe del último trimestre de la
empresa.
A las dos en punto, salimos de las oficinas para ir al restaurante Don
Giovanni. Está tan cerca que vamos andando, a unos cinco minutos.
El trayecto es silencioso entre él y yo. Apenas hemos hablado hoy. No
parece enfadado, pero está muy serio y casi ni me ha mirado. He provocado
yo esta situación, lo sé, pero antes me derretía trabajando con Francesco,
era como estar en la cima de la montaña más alta, constantemente, la
sensación de vértigo era increíble... Pero hoy no es así, hoy me siento mal,
decepcionada y frustrada conmigo misma, y eso me hace estar incómoda
con él.
—¿Llevas mucho esperando, Aitana? —se preocupa Francesco cuando
el maître nos conduce a nuestra mesa, donde ya está ella.
Es rubia de pelo por los hombros y flequillo recto tapando la frente,
tiene unos ojos azules tan claros que resultan llamativos, y su cuerpo
delgado y alto está enfundado en un traje de chaqueta y pantalón ancho de
color azul, muy elegante. Es guapa, y siempre ha sabido arreglarse; es de
esas personas a las que todo les queda bien, hasta un disfraz de calabaza.
Cuánto la odio...
—Acabo de llegar, tranquilo. —Se inclina para darle dos besos,
prácticamente se abalanza sobre él—. ¿Manuela? —dice Aitana, pasmada al
verme—. ¿Desde cuándo vienes a las comidas de negocios?
Allá vamos...
—Desde que es mi asistente ejecutiva —le contesta Francesco, cortante
y con el ceño fruncido, antes de indicarle que se vuelva a sentar, y
sujetarme la silla para que haga yo lo mismo, entre ella y él.
—Enhorabuena por tu ascenso, entonces. —Sus ojos azules sonríen con
malicia antes que su boca. Se retira el pelo rubio hacia atrás, mostrando su
cuello de manera coqueta—. ¿Y bien, Francesco? —Aletea las pestañas—.
Aquí estoy, ¿qué necesitas de mí?
El camarero se acerca con las cartas y nos pide las bebidas.
—Yo quiero una copa de vino blanco —le pide Aitana.
—Para ella y para mí, vino rosado, por favor —le indica Francesco,
refiriéndose a mí—. ¿Cuáles tienen?
No me ha preguntado, no ha dejado que decida por mí misma, debería
enfadarme, pero lo que siento es un intenso regocijo en el estómago y una
sonrisa que lucha por salir. En su casa bebí vino rosado, sabe que me gusta.
Y el regocijo se intensifica cuando el camarero le entrega la carta de
vinos, la abre y me la tiende a mí en la página donde están los vinos
rosados.
—¿Alguno en especial, señorita Rivera?
No entiendo de vinos, solo pruebo y, si me gusta, lo disfruto.
—Este no está mal. —Señala uno al percatarse de mi indecisión.
Asiento, sonriendo ya, y se lo pide al camarero.
—¿Francesco? —le llama Aitana, forzando una sonrisa.
Se ha dado cuenta, perfectamente, de lo que ha hecho él conmigo, y le
revienta... Es que la señorita no soporta no ser el centro de atención. Mi
sonrisa se ensancha.
—Encarguemos primero la comida —indica él.
—Pídete los raviolis, Manuela —me dice ella, ladeando la cabeza—, te
sentarán genial.
—No, es alérgica a las trufas —le contesta Francesco, con el ceño
fruncido otra vez.
¿Cómo sabe eso?
—Es verdad, se me había olvidado —miente Aitana, sonriendo de
nuevo con malicia.
—¿Vosotras...? —comienza él, extrañado.
—Estudiamos juntas en el colegio —le explica ella—, estábamos en la
misma clase.
—Por desgracia —murmuro muy bajo.
Francesco me mira, pero yo me obligo a no levantar la vista de mi carta
de platos.
El camarero nos sirve las bebidas y nos toma nota de la comida.
—Quiero hacer otro hotel en Barcelona —le anuncia Francesco a
Aitana, dejándome atónita—. Mi abogado me ha hablado de dos terrenos
perfectos para ello.
—¡Eso es una gran noticia! —le obsequia ella, muy contenta.
Pero yo no me alegro. ¿Por qué no sabía nada? ¿Por qué no me lo ha
dicho antes?
¿Y qué significa esa sonrisa que le está dedicando a la arpía de Aitana?
Inician una conversación en la que parece que soy invisible.
Esto te lo has buscado tú solita, Manuela... Eres su asistente ejecutiva,
solo intervienes en las reuniones si él te da la palabra.
Cuando terminamos el postre, ella ataca, sin importarle que esté yo
presente:
—Hay un hotel muy cerca de aquí en el que hice una pequeña reforma
hace un par de meses. ¿Qué te parece si vamos tú y yo allí y te enseño
algunas cosas que creo que pueden ir muy bien con el estilo de los Hoteles
Bianco? —Otro aleteo de pestañas—. Es algo... —se humedece el labio
inferior— diferente a todo lo que habéis hecho hasta ahora, pero eres el
nuevo director general de HB, un cambio siempre es bueno.
—Me parece bien. —Sonríe.
¡Le parece bien! ¡Y encima sonríe!
Finjo que me están llamando al móvil.
—Perdonad, es mi madre. Me voy yendo a la oficina. Luego nos vemos,
señor Bianco.
—Salúdela de mi parte, señorita Rivera.
Ni le miro.
—Manuela —se despide Aitana, sonriendo con malicia—, nos veremos
pronto.
—En mis pesadillas —murmuro otra vez muy bajo.
Y me largo, pegándome el teléfono a la oreja.
¡Dios!
Dos horas después... ¡Dos horas después! Estoy peleándome con la
impresora, en mi despacho, porque se ha atascado el papel, cuando
Francesco aparece, ¡por fin! La sonrisa de pura satisfacción que tiene en la
cara, y el hecho de que trae la corbata en la mano y la camisa abierta en el
cuello, hace que le pegue una patada a la impresora.
—Hay que abrir el compartimento lateral para sacar el papel atascado —
me dice, con una expresión de suficiencia que me saca de quicio.
Me acerco y le cierro la puerta en las narices, ya no necesito tenerla
abierta.
13
Parpadeo, atónita.
—¿Se lo has dicho?
—¿A él? —Abre los ojos sobremanera—. Ni de coña. Y me lo ha
enviado desde el e-mail personal, no es tonta.
—Sí es tonta, te lo ha enviado a tu correo de HB. Hablamos ahora con
Paola, a ver qué nos cuenta de ella.
Nos decantamos por un pequeño local que hay en la manzana siguiente,
al que van muchos ejecutivos y abogados que trabajan por la zona, donde
sirven todo saludable, nada de hamburguesas, pero es que no tenemos
tiempo de ir a por una. Mañana, le prometo a Luna, pediremos a un Burger
King para que nos lo traigan a la oficina.
Cuando vamos a pagar, los gemelos Bianco hacen su aparición, y las
mujeres presentes, y algún hombre, contienen el aliento, incluidas Luna y
yo. Llevan el mismo traje, mismo corte, mismo gris marengo, pero
Maurizio lo conjunta con una camisa negra con el cuello abierto, dándole
un toque oscuro muy interesante, y Francesco, con una camisa blanca y una
corbata gris, aportando una rectitud que resulta tan atrayente que me dan
ganas de arrancarle la corbata para ponérmela en los ojos y que me lleve al
archivo...
Los ojos azules del primero barren el lugar, complacido por ser el centro
de atención; los ojos marrones del segundo, mis favoritos, van directos
hacia mí. Y pensar que me acosté con él el viernes por la noche... y que
tengo toda la intención de volver a hacerlo... Pero ¿cuándo? Como tenga
que esperar al fin de semana...
Avanza hacia nosotras y le hace un gesto al camarero para que no nos
cobre.
—¿Por qué no utilizas la tarjeta de la empresa? —me pregunta al oído
—. Tienes una a tu nombre desde que eres asistente ejecutiva.
No me siento cómoda haciendo eso, mi sueldo ya es bastante generoso.
—Se me olvida —miento—. Gracias por la comida. Luna, ¿nos vamos?
Ella asiente, cogiendo la bolsa.
—Que os aproveche, principesse —nos desea Maurizio, haciendo que
Luna me clave las uñas en el brazo.
Comemos haciendo videollamada con Paola por el ordenador, sentadas
en torno a mi mesa.
—Es una arpía
—nos cuenta sobre Greta, la secretaria de Maurizio en
Florencia—, con todo el mundo menos con él. Siempre que hace algo mal,
le echa la culpa a otro. Y nos tiene amenazadas a todas.
—Explica eso —le pido.
—Con acostarnos con Maurizio. —Suelta una carcajada—. Dice que
hará lo imposible para echarnos de la empresa si se entera de que alguna se
acuesta con él.
—¿A ti también?
Asiente, antes de darle un mordisco a su sándwich de pollo.
—¿No sabe que estás casada, nada menos, que con un directivo de HB?
—Alzo las cejas.
—Greta está obsesionada con Maurizio y cree que todas buscamos
acabar en su cama.
—Mira a Luna—. Se ha vuelto loca cuando ha
terminado vuestra videollamada. Ha tirado todas las cosas que tenía en la
mesa, chillando.
—Pues a Luna le ha mandado un e-mail nada bonito. —Bebo un sorbo
de mi zumo de pomelo.
—¿Ya te ha amenazado? Qué rápida... —Suelta otra carcajada—. Pues
su obsesión no le deja ver que no tiene nada que hacer con él.
—Será porque es idiota —contesta Luna, algo pálida—, porque me ha
parecido guapísima.
—Maurizio nunca se ha acostado con nadie que trabaja en HB, tiene un
código con eso. Según Gio
—así es como llama a su marido—,
Maurizio
puede parecer que se toma todo con demasiada calma, pero luego es el
primero, como digno hijo de Piero Bianco, al que no se le escapa nada,
encuentra solución para cualquier problema y hasta en vacaciones está
pendiente de HB.
—No entiendo por qué Piero solo puso a Francesco al frente de la
empresa —comento, con el ceño fruncido.
—Nunca se han llevado bien Maurizio y su padre. Se parecen mucho,
pero trabajan de manera totalmente diferente. Y Maurizio tiene algo innato
que su padre, no: don de gentes. No le cuesta convencer a los inversores,
sabe siempre qué frase usar, tiene a todo el mundo en la palma de la mano
y, lo más importante, no se estresa, o, al menos, no permite que nadie le vea
nervioso. Es una gozada trabajar a su lado, porque, además, tiene tiempo
para todo el mundo, aunque sean cosas insignificantes.
—Igual que su hermano. —Sonrío.
Luna se disculpa para ir al baño, dejándonos solas.
—Amore —me dice Pao, terminándose el sándwich—, ¿cuándo me vas
a contar lo de Francesco y tú?
—Pues... —Se me borra el color del rostro—. ¿Lo...? ¿Lo sabes?
—Esa no debería ser tu reacción.
—Frunce el ceño—. Lo que deberías
decirme es: «Ay, Pao, hermana del alma, no sabes cuánto siento no
habértelo contado todavía, pero... bla, bla, bla».
Me siento fatal. Tiene toda la razón...
—Ay, Pao... —Suelto lo que queda de mi comida y me llevo las manos a
las mejillas—. ¿Cómo lo has sabido?
—Por el baile que compartisteis en la fiesta de su padre. Os estabais
comiendo con los ojos, Manuela, pero, además, él te miraba como si
estuviera arrepentido de algo contigo. Hasta Gio se dio cuenta.
Y Piero también...
Luna vuelve, pero justo Piero la llama al despacho de Francesco para
hablar con ella, y aprovecho para contárselo a Paola, todo, aunque
resumido, no queda mucho para terminar nuestro rato de descanso.
—¡No vuelvas a ocultarme algo así! —Me señala con el dedo,
agitándolo.
—Es que tampoco sé qué hay entre nosotros...
—¿Te importa? ¿Necesitas un nombre, amore? —me pregunta, sabiendo
la respuesta, sonriendo.
Sonrío despacio, negando con la cabeza.
—No. Por primera vez... —Me encojo de hombros, suspirando, con las
mariposas revolviendo mi estómago con sus gritos—. Quiero dejarme
llevar.
17
El lunes es eterno.
Y el martes.
El miércoles estoy harto. ¡Cazzo! Tener a mi padre pegado a mí, sin
dejar de observar cada uno de mis movimientos...
A la una y media de la tarde ya no puedo más. Cojo mi portátil en
cuanto él se encierra en el baño y me instalo en el despacho de Maurizio, en
el sofá que compró ayer, alargado, de cuero, muy parecido al mío; está a la
derecha de su gran mesa de cristal, debajo de la ventana.
—No quiero bromas —le advierto al ver su expresión.
Pero los hombros de mi hermano convulsionan hasta estallar en
carcajadas.
Hasta contagiarme a mí. Y no sé por qué coño me río, no me hace ni
puta gracia, estoy cabreado, esta situación es una mierda, en mayúsculas,
siento que mi puesto de trabajo pende de un hilo y sin ningún motivo, y eso
que soy el hijo del dueño, supuestamente no debería peligrar. Pero aquí
estoy, riéndome de mí mismo, después de haber huido de mi padre como si
fuera un crío que acabase de escaparse de casa.
Nos calmamos y continuamos a lo nuestro.
Entonces, el gran Piero Bianco aparece de sopetón y suelta el aire al
verme allí. En cuanto se marcha, sin decir una sola palabra, dejando la
puerta abierta, Maurizio y yo volvemos a reírnos, con fuerza, dándonos
igual que nos oiga.
Cuando Manuela entra para pedirle algo a mi hermano, se me cortan las
carcajadas. Esta mujer pretende matarme esta semana... Va más corta de lo
que es habitual en ella, y hoy, además, lleva un vestido ceñido a sus pechos
y cintura, de manga larga y estrecha y cuello redondo; los Louboutin no
faltan, y camina como si hubiera nacido sobre ellos. El lápiz recogiendo sus
cabellos me provoca una fuerte sacudida.
—Toma. —Maurizio le entrega una carpeta—. En la página tres.
—Gracias. —Le sonríe Manuela.
—A la vuelta del tour, convocaré la reunión de la junta para el nuevo
hotel en Barcelona —les anuncio a los dos—. Señorita Rivera, ¿le
importaría buscar el presupuesto final de la construcción del ya existente?
Aitana me lo trajo como un modelo del nuevo, pero no sé dónde lo he
puesto. —Mentira.
—Sí, claro. —Se da la vuelta para salir y obedecerme, pero cae en la
cuenta de un dato importante—. Está en el archivo.
Clic.
Sus pupilas se dilatan y su respiración se entrecorta.
Clic.
Estira los hombros. Se humedece el labio inferior lentamente.
—A lo mejor tardo. Hay muchos papeles allí.
Me la como con los ojos.
—Alguien debería organizar el archivo —propone mi hermano, ajeno
por completo a lo que sucede entre ella y yo.
—Yo puedo hacerlo un rato cada día —se ofrece Manuela, mordiéndose
ahora el labio.
Puede hacerlo. Un rato. Cada día.
—Necesito ese presupuesto ya —le apremio, casi en un gruñido.
Ella asiente y se marcha, deprisa.
Espero veinte segundos, los cuento mentalmente, y la imito,
agradeciendo que Maurizio no me interrogue y que mi padre esté hablando
por teléfono en mi despacho con la puerta cerrada, le escucho reírse.
Entro en el archivo, cerrando tras de mí. Las luces están dadas, Manuela
ya está aquí.
El corazón me late a toda prisa. Me tiemblan las manos mientras me
aflojo la corbata. Tengo tantas ganas de ella que no sé si voy a ser capaz de
controlar la situación.
Contiene el aliento cuando estoy a un par de pasos de distancia. He sido
sigiloso, pero la colonia que uso llega siempre antes que yo. Está de
espaldas a mí, apretando las manos a ambos lados de su cuerpo. Le quito el
lápiz del pelo de un tirón, le tapo los ojos con la corbata y mis manos se
pierden por debajo de la falda suelta de su vestido, para atrapar sus caderas
y apretarla contra mí, quiero que sepa cuánto la deseo.
—Francesco... —gime, clavándome las uñas en las piernas.
—Te he echado de menos, Manuela... —le susurro, respirando sobre sus
cabellos.
Dice que yo huelo muy bien, pero ella es afrodisiaca. Huele a tentación
y yo con Manuela quiero pecar. Continuamente. He sido un niño bueno toda
mi vida, ya no más.
Con ella siempre quiero tomarme mi tiempo, llevarla al límite, que me
suplique que le haga el amor de una jodida vez porque no soporte que siga
tocándola y besándola por todo el cuerpo. Es una mujer hecha para que yo
la adore, pero intensamente, entregándome a ella hasta la locura, para que
no tenga ninguna duda de que jamás podrá pasar desapercibida para mí.
—Así que puedes organizar el archivo un rato cada día... —Me encanta
que sus medias sean de liguero, es mucho más fácil tocarla, solo tengo que
retirar un poco sus braguitas y...
Gime otra vez. Yo jadeo, sorprendido de lo excitada que está.
—Yo también te he echado de menos... —confiesa, arqueando las
caderas hacia mi mano.
¡Cazzo!
La inclino sobre la mesa del rincón, abriéndole las piernas con las mías.
—Va a ser rápido, piccola, no tenemos tiempo con mi padre aquí
vigilándome como un carcelero.
Se sujeta a los laterales de la mesa, apoyando la mejilla en ella. Su
sonrisa me arranca un gruñido de pura satisfacción. Le quito las
pecaminosas braguitas de encaje, guardándomelas en el bolsillo de la
chaqueta. Me desabrocho los pantalones, me saco la camisa y me bajo los
calzoncillos hasta el culo.
Y la penetro, desde atrás, con dureza, arrancándole un grito.
Rápidamente, le cubro su hermosa boca con mi mano y, con la otra, la
sujeto de la cadera. Sus gemidos quedan amortiguados en mi palma
mientras salgo de su cuerpo y vuelvo a entrar como un desesperado. Yo
tengo que morderme la lengua para no gritar también del gustazo que siento
al estar en su interior. Abraza mi miembro con la misma desesperación que
siento por quedarme para siempre dentro de ella.
Apenas unos segundos después... Cazzo, unos segundos nada más... El
orgasmo comienza a consumirla, me clava las uñas en la mano que cubre
sus labios y en la que sujeta su cadera. Acelero todavía más mis
movimientos y me pierdo con ella en un clímax tan poderoso que me deja
sin respiración.
Aterrizo sobre su espalda, intentando recuperar el aliento.
Imposible. Me supera el placer que siento con Manuela. Pero no me
asusta. Dame más, joder, necesito más...
No sé cuántos segundos pasan. ¿Minutos? ¿Horas? La estoy aplastando,
pero no quiero moverme. Sigo duro, caliente, necesitado de más Manuela.
Cazzo, tengo mono de ella y ni siquiera he salido de su cuerpo...
A regañadientes, obligándome a hacerlo, me aparto y le coloco la falda.
Pero, cuando se incorpora de la mesa, le arrugo la tela entre los dedos,
pegándola a mí y suspiro con fuerza en su pelo. Soy incapaz de calmarme.
Quiero más. Quiero atarla a mi cama, literalmente, y beber de su cuerpo
hasta hartarme, y sé que no voy a hartarme nunca de ella. Otra cosa
imposible.
Manuela gime, se gira entre mis brazos, deprisa y temblorosa, y, a
ciegas por la corbata, busca mi cara con las manos. No tiene que tirar de mí,
voy al encuentro de su boca tan ansioso como ella. Nos estrechamos el uno
al otro, acunando nuestras mejillas, chupando nuestros labios, succionando
nuestras lenguas... La empujo hasta que se sienta en el borde de la mesa.
Abre sus sexys piernas y me cuelo entre ellas, dándole un empujón que nos
roba un largo gemido a los dos.
Pero nos detenemos al escuchar un golpe en la puerta. Solo uno, escueto
y directo.
—Vámonos —le digo, ayudándola a bajar al suelo. Le quito la corbata
—. Ha sido Maurizio.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. —Me encojo de hombros—. Es cosa de gemelos.
—Espera... —Me hace el nudo de la corbata mientras me arreglo la
camisa y los pantalones—. ¿Lo sabe?
Serio, asiento.
—Paola también —me confiesa, con la cabeza agachada.
Paola es su mejor amiga y sabe lo nuestro. Vale. Respiro hondo,
conteniéndome para no aullar.
—¿Querías de verdad el presupuesto del hotel? —me pregunta,
sonriendo con timidez antes de salir del archivo.
—Te quería a ti aquí. —Me arrodillo a sus pies y, sin apartar mi
hambrienta mirada de la suya, le coloco las braguitas, subiéndoselas muy
despacio.
El suspiro entrecortado que se le escapa me enciende otra vez.
El lápiz no se lo devuelvo.
—Vaya con mi fratellino... —murmura Maurizio, en cuanto me reúno
con él—. Voy a tener que decirle a la familia que de modosito no tienes
nada.
Y se ríe, claro.
—¿En algún momento...? —comienzo, pero no puedo terminar la
pregunta.
—Ya sabes que no me acuesto con nadie del trabajo. —Me entiende sin
necesidad de pronunciar palabras a veces.
—Pero volviste a Madrid porque Manuela te gustó. ¿Hubieras roto tu
código por ella? —Siento una presión en el pecho al querer saber esto.
—Si a ti ella te hubiese dado igual, si nunca os hubierais acostado antes
de que fueras el director general... Sí, dudé en romper mi código con ella.
—Entrecierra los ojos—. Tu ragazza tiene algo. Es muy bella, pero no me
refiero a eso. —Arquea las cejas—. Es su mirada, parece que grita que
quiere comerse el mundo lanzándose sin paracaídas, pero nunca lo va a
hacer. Y esa contradicción llamó mi atención.
Sonrío. Manuela necesita que alguien le muestre todo lo que tiene por
delante, y ella sola perderá el miedo que la reprime. Y, cuando llegue ese
momento, va a ser una explosión de fuegos artificiales. Lo sé.
—Vamos a organizar el tour —anuncia mi padre, presentándose en el
despacho de Maurizio—, que mañana nos vamos y...
—El tour ya está organizado —le corto, enarcando una ceja—. Y lo
repasaré con la señorita Rivera. Yo, sin ti. —Me giro para mirarle, metiendo
las manos en los bolsillos del pantalón—. Soy el director general, te guste o
no. Podría echarte de las oficinas ahora mismo, y estaría en mi derecho. —
Sonrío, sin una pizca de humor—. Si he permitido que te instales en mi
despacho y si he aceptado que vengas al tour, es por respeto a ti porque eres
mi padre. —Él enrojece de rabia, pero me da igual—. Si no te gustan mis
decisiones, propón una votación para nombrar a otro director general. —
Desvía la mirada—. Ah, claro, es que tampoco te conviene.
Me mira de nuevo, más calmado, y... se cruza de brazos. Craso error.
—No soy ningún estúpido —continúo, acercándome—. Nunca te has
metido en mi vida privada, pero sospechas que hay algo entre Manuela y
yo, ¿y qué haces? Traer a Alessandra Berruti para que sustituya a Manuela
porque no te gustó que la ascendiera a asistente ejecutiva. Manuela —me
río, sin alegría—, esa misma chica a la que, supuestamente, has querido
como si fuera tu hija los últimos diez años.
—Hasta Florencia —recalca Maurizio, serio—. La invitasteis a comer la
mamma y tú, y nada más llegar a nuestra casa le dijiste que era una
empleada más, en sus narices, papà. —Se levanta de su silla.
—Y lo era para él: una empleada más —bufo, enfadándome—. No la
ascendiste. Diez años siendo tu mejor secretaria, hablando maravillas de
ella, como persona y como profesional, pero no la ascendiste a asistente
ejecutiva. —Entorno mis ojos—. Nunca se te pasó por la cabeza, ¿a que no?
Cuadra los hombros, dejando caer los brazos, pero cierra las manos en
dos puños.
—Me dijiste que la junta desconfiaba de mí y que por eso estarías donde
yo esté trabajando, para que se tranquilizasen las aguas —le recuerdo—. Ya
dudo de que eso sea verdad. —Aprieto la mandíbula—. Has venido para
controlarme, y espero que no para convencerme de fusionarme con Berruti,
porque no habrá ninguna fusión. —Niego con la cabeza—. Ahora, si no te
importa —le rodeo, camino a la puerta—, te instalas en la sala de juntas, el
despacho del director general dejó de ser tuyo hace ya unas semanas. —Y
me voy a mi despacho.
Mi padre se marcha de las oficinas, hecho un basilisco. Vuelve a no
replicar. La última vez que actuó así, se instaló aquí. A ver con qué me
sorprende en esta ocasión, aunque mañana comenzamos el tour y sé que va
a venir a pesar de esta discusión.
∞∞∞
Es noche cerrada cuando Manuela llama a mi puerta y agita una bolsa de
sushi, sonriendo.
—¿Qué hora es? —le pregunto, frotándome los ojos.
—Casi las once. —Se quita los zapatos y camina hacia mí, que estoy
sentado en mi silla de piel—. Pensé que tendrías hambre. ¿Te queda
mucho?
Voy girándome a medida que avanza.
—¿Hay alguien más en la oficina?
Niega con la cabeza.
—Tu hermano también se fue hace un rato.
—Perfecto. —La tomo de la cintura y la siento en mis piernas, de lado.
Ella se ríe, sonrojada.
—Tú también deberías haberte ido, piccola. —Rodeo su cintura y
respiro en su cuello, cerrando los ojos—. Despegamos a las seis y media de
la mañana.
—Soy la asistente ejecutiva del señor Bianco, no puedo irme hasta que
lo haga él.
—Qué jefe tan explotador, tendré que hablar con él.
—No hace falta, luego sabe... recompensarme bien.
Cazzo...
Beso su piel detrás de la oreja, con la punta de la lengua. Se estremece.
—Toma. —Me tiende unos palillos y retira el ordenador y los papeles
que hay esparcidos para colocar la bandeja de sushi que ha encargado,
incluida la salsa de soja.
No se mueve de donde está. Cenamos, en silencio, hambrientos los dos.
—¿Por qué ha vuelto tu padre a trabajar aquí? —me pregunta, cuando
terminamos, todavía con ella en mi regazo—. Perdona —se disculpa
enseguida, levantándose—, no es asunto mío.
En realidad, sí lo es.
—Para controlarme. Y porque quiere una fusión con los Berruti, pero
pierde el tiempo, le dije que no. ¿Los conoces?
—El padre de Alessandra es amigo de tu padre. —Asiente—. Tiene una
cadena hotelera por Europa, es lo único que sé. —Recoge los restos de la
cena para tirarlos a la papelera del rellano.
Cuando vuelve, me pongo en pie y me coloco la chaqueta.
—Te acompaño a casa.
Paro un taxi en la esquina.
—Oye, Francesco —me dice Manuela, sentados en la parte de atrás del
coche—. ¿Cómo sabías que soy alérgica a las trufas?
—Porque en la cena de Navidad de la empresa de hace cuatro años casi
te ahogas. —Frunzo el ceño—. El camarero se confundió y te puso un plato
que no era para ti.
Estaba más pendiente de ligar con algunas clientas que de estar atento a
su trabajo.
—Pero tú nunca has asistido a las cenas de Navidad de HB de Madrid, y
tu padre tampoco estuvo en esa, estaba enfermo, se quedó en Florencia.
No respondo.
—Normal que te enteraras —añade, haciendo una mueca—, aquella
equivocación hizo que una ambulancia me llevara al hospital, donde estuve
tres días ingresada.
Aprieto la mandíbula. Cuando Manuela comenzó a asfixiarse y Luna se
dio cuenta de que la salsa de su plato llevaba trocitos de trufas, el
desgraciado del camarero, acojonado, salió corriendo del restaurante.
Manuela estuvo a punto de morir. Me aseguré de que le despidieran.
18
«Sé que no hemos hablado mucho los últimos años, pero sigues siendo
mi amiga y sé cuándo necesitas un rescate. Disfruta esta noche, desconecta,
y mañana comemos juntos y lloras otra vez, pero conmigo».
Ha sido un fin de semana tan increíble que parece que floto cuando
traspasamos las puertas de la oficina de Madrid antes de las nueve de la
mañana.
Y, como en Nueva York, lo hacemos cogidos de la mano, aunque
todavía no están ni las recepcionistas. En cuanto dejo mi abrigo y mi bolso
en mi despacho, corro al de Francesco y me arrojo a su cuello para besarle
esos pocos minutos que tenemos todavía a solas.
Por desgracia, son solo unos segundos, Maurizio se asoma por la puerta
abierta con su traviesa sonrisa al vernos acaramelados.
—Y yo que creía que París era la ciudad del amor... —Chasquea la
lengua, divertido.
Cuando me acerco para darle un abrazo, entre risas y con el cuerpo
temblando por culpa de mi italiano, me toma de la mano izquierda
buscando algo.
—¿Y el pedrusco? Muy mal, fratellino. ¿Cuánto más piensas esperar?
—¡Cazzo, Maurizio!
—exclama Francesco, avergonzado.
—¡Venga ya, hombre! —Suelta una carcajada—. Tu cara es ese
emoticono con los corazones en los ojos. Y también la tuya, bella Manuela.
—Me guiña un ojo.
—Quiero ver tu cara de emoticono cuando llegue Luna —le contesta su
hermano.
A Maurizio se le corta la diversión de golpe.
—Tú sí que sabes apagar una fiesta. —Furioso, da media vuelta y se
marcha.
—¿Luna? —repito, atónita—. Tú sabes algo...
Sonriendo, asiente.
—Maurizio se lanzó en el desfile de la fiesta de tu madre. Luna le
rechazó.
—¡Ay, madre! —Me llevo las manos a la boca—. ¡Eso es lo que le pasa!
—Desencajo la mandíbula—. Espera... ¿A Maurizio le gusta Luna?
—Le encanta Luna —me corrige.
—¡Ay, madre! ¡Ay, madre! —Me río, entusiasmada—. Pero a Luna
también —frunzo el ceño, confusa—, ¿por qué le rechazó? ¿Qué le dijo?
—Maurizio se largó, y han estado como el perro y el gato desde
entonces. Le he aconsejado que hable con ella para aclarar las cosas, pero
todavía no lo ha hecho.
Escuchamos unos suaves tacones saliendo del ascensor. Le doy un
rápido beso a Francesco y voy a mi despacho, donde encuentro a Luna
quitándose el abrigo. Cierro la puerta tras de mí y la señalo con el dedo.
—Primero, dame un abrazo, que hace más de una semana que no nos
vemos —bromea ella, al entender mi gesto, pero lo hace con tristeza en la
mirada.
Le doy un abrazo bien fuerte y la tomo de las manos.
—Ya lo sabes —afirma.
—¿Por qué le rechazaste? —le pregunto, con mucha suavidad.
—Porque me he enamorado de él, Manuela... —Agacha la cabeza—. No
quiero ser una conquista más de Maurizio Bianco. —La expresión de dolor
que transmite me pincha en el corazón—. ¿Sabes la cantidad de mujeres por
las redes sociales que aseguran ser su novia? ¿Sabes la cantidad de fotos en
las que le etiquetan con alguna? Y nunca se le ha visto en una relación
estable. —Se suelta y se acomoda en su silla de piel—. No quiero ser una
más.
—¿Has hablado con él? —Me siento en la mía, girada hacia Luna.
—No. Y lo peor de todo es que se largó, sin más. Pasamos una noche
genial, Manuela... —Sus ojos centellean de una manera preciosa—. Estuvo
muy raro conmigo antes del desfile, y en el desfile, con mucha formalidad,
dejó de llamarme principessa, y no sé por qué, no sé qué hice, pero en la
fiesta volvió a ser el que era —sonríe sin darse cuenta—, volvió a hacerme
temblar con su sonrisa y con ese brillo juguetón que tiene en sus ojos... —
Suspira—. Estuvimos bailando toda la noche, me acariciaba la cara o la
mano continuamente... Y cómo me miraba... Me sentí tan especial... —
Estira los hombros y enciende el ordenador—. Pero como no quise besarle,
se largó enseguida y cuando le vi en la oficina ni siquiera me miró. Ni
siquiera me mira —se corrige—. Que se lo quede Greta para ella sola.
—Maurizio nunca ha intentado nada con nadie que trabaja en HB, pero
contigo sí, eso tiene que significar algo.
—Este no es su sitio, Manuela, ni yo soy su secretaria fija, Maurizio está
aquí de forma temporal, no tiene que verme más la cara después de
acostarse conmigo, con regresar a Florencia es suficiente.
Alguien llama a la puerta.
—Adelante —anuncio.
Es Maurizio el que entra, muy serio.
—Buenos días, Luna.
—Buenos días, señor Bianco.
Él traga saliva, con el ceño fruncido.
—¿Puedes cambiar mis reuniones de hoy a mañana? Voy a estar con mi
hermano.
—Por supuesto.
—Gracias. —Y se marcha.
Uf... Suelto el aire que estaba reteniendo.
—Menuda tensión...
—Pues este es mi pan de cada día desde el desfile de tu madre. —Se
levanta—. Voy a por un café, ¿te apetece?
—Vale. Estaré en el despacho de Francesco.
—Genial... —masculla antes de salir de la estancia.
Me dirijo allí, donde encuentro a los hermanos Bianco retándose con la
mirada.
—¿Todo bien?
—Perfecto —zanja Maurizio, pasándose las manos por el pelo. Su
chaqueta está en el respaldo del sofá—. Empecemos con el informe.
—Ya está hecho, hay que repasarlo —le indica Francesco, entregándole
una copia que saca de la impresora, en la esquina del escritorio.
Pero su hermano está tan nervioso que comienza a leer de pie,
paseándose por el espacio. Francesco me imprime otra copia para mí.
Apenas unos minutos de silencio incómodo después... Un grito. Dos
tazas rompiéndose contra el suelo. Un golpe seco.
—Joder, lo siento... —murmura Maurizio, agachándose para incorporar
a Luna del suelo.
—¡No me toques! —exclama ella, gesticulando, con la blusa chorreando
café, transparentándose su sujetador—. ¡Mira cómo me has puesto!
Y él la mira. La analiza... embobado.
—¡Maurizio! —exclama otra vez, muerta de vergüenza.
—Lo... lo siento...
Luna suelta un nuevo grito, ahora de manera histérica, y se marcha,
resonando con fuerza sus tacones. Corro tras ella.
—Me voy a casa —me dice, en nuestro despacho, a punto de echarse a
llorar—, me cambio y vuelvo, pero vivo lejos, ya lo sabes.
Voy al estrecho armario que hay en el rincón de la derecha y saco uno de
los dos vestidos que guardo por un «por si acaso», uno para el buen tiempo
y otro de invierno; es sencillo, de punto, ceñido al cuerpo, pero que tiene un
lazo de satén en el lateral del cuello.
Cuando se cambia, se sienta en mi silla, según le indico, sonriéndole con
cariño. Le deshago el moño y se lo reemplazo por una trenza de raíz,
dejándola caer en el hombro contrario al lazo. Giro la silla hacia mí y mi
sonrisa se hace más tierna.
—Te está un pelín grande, pero te queda muy bien, estás preciosa.
—Gracias —pronuncia en un hilo de voz.
—¿Qué te parece si voy a por uno de esos cafés con una onza de
caramelo que tanto te gustan?
—Trae dos. —Sus mejillas se colorean con intensidad—. A Maurizio le
encantan.
Asiento y me marcho.
Decido pasar la mañana con Luna, cada una inmersa en su trabajo, pero
lo prefiero, ella se siente arropada, aunque no hablemos, y yo no tengo que
lidiar entre los hermanos Bianco, que estaban de un humor terrible cuando
le entregué el café con caramelo a Maurizio.
Suena el teléfono fijo que compartimos. Descuelga Luna. Se sonroja...
Cuelga y teclea en el ordenador. A los pocos segundos, chasquea la lengua
y sale deprisa del despacho, dejando la puerta abierta. Se dirige al de ellos y
le dice algo a Maurizio. Lo que me hace fruncir el ceño es la reacción de él:
se le cruza el semblante.
—No es la primera vez, Luna.
—Lo guardé en la intranet, Maurizio, como siempre.
—¿Ahora soy Maurizio, y no el señor Bianco? —Se cruza de brazos—.
Redáctalo de nuevo. Da gracias de que he cambiado las reuniones para
mañana. Te quedarás hasta que lo termines.
Ella estira los hombros y se da la vuelta para marcharse.
—¿Lo ves, Francesco? —le dice a su hermano—, ¿ves cómo era un
error intentar nada con ella? La situación es incomodísima, joder, y, encima,
lleva desde entonces, supuestamente, perdiendo cosas que ha hecho. —Bufa
—. Si no sabe actuar con profesionalidad, me busco a otra secretaria, o
traigo a Greta, que trabaja mil veces mejor que Luna, joder. Qué
equivocado estaba con ella...
Luna lo ha oído todo... Se tapa la cara, rompiendo a llorar, y corre hacia
el baño.
Voy al despacho de Francesco. Este, con voz baja y afilada, le está
exigiendo a Maurizio que vaya a disculparse, pero el otro se niega.
—No sé qué ha pasado —comienzo, seria—, pero eso de que Greta
trabaja mil veces mejor que Luna es mentira.
—No te metas en esto, Manuela.
Francesco, furioso, se levanta de un salto y le señala con el dedo.
—No vuelvas a hablarle así.
Maurizio se frota cara.
—Perdona, Manuela... —Alza las manos.
—Tranquilo.
—Parece que las cosas que ha estado haciendo Luna no aparecen en la
intranet cuando Maurizio las necesita —me explica Francesco, con las
manos en las caderas.
Arrugo la frente.
—Eso es muy raro. ¿Desde cuándo?
—Desde que Maurizio intentó besarla y salió huyendo cuando le
rechazó.
—Basta ya con eso —se queja, cabreado.
—Luna es mi compañera —la defiendo—, sé cómo trabaja y trabaja
muy bien. Si lo que guarda en la intranet no aparece cuando lo necesitas es
porque alguien lo ha movido o borrado de allí. —Recuerdo, entonces, cierto
e-mail que recibió Luna...—. Esperad aquí.
Me dirijo al baño. Golpeo la puerta con suavidad.
—Luna.
—Ahora salgo, Manuela.
—Sal ya, por favor.
Oigo el grifo del lavabo, y el secador de manos.
Cuando se reúne conmigo en el rellano, sus ojos están rojos y
ligeramente hinchados.
—Necesito que me contestes a algo.
—Dime. —Asiente, preocupada.
—¿Greta ha seguido amenazándote por e-mail?
Resopla.
—Desde hace dos semanas no para. Ya ni siquiera los leo.
—Desde el desfile —murmuro, caminando deprisa a mi mesa.
Cojo mi móvil y busco fotos de Maurizio en la fiesta de mi madre. Hay
tantas de él en Instagram que tardo, pero las encuentro.
—Manuela, ¿qué pasa? —Me ha seguido.
—Esto es lo que pasa. —Le muestro una foto en la que salen Luna y él,
riéndose, en plena pista de baile, cogidos de la mano—. Y hay varias más.
—Ya lo sabía. —Se ruboriza, dolida, girando la cara.
—Enséñame los e-mails de Greta —le pido.
Confusa, me entrega su tablet, mostrándome su correo electrónico
abierto. Me la llevo al despacho de Francesco y se lo muestro yo ahora a
Maurizio.
—¡No, Manuela! —exclama Luna.
—Sí, Luna. Tiene que saberlo. Te ha acusado injustamente, y sin
conocimiento de todo esto. Estoy segura de que ha sido Greta la que ha
estado estropeando tu trabajo para que Maurizio te despidiese, que es lo que
ha pretendido desde el principio.
Los hermanos Bianco leen con atención y en silencio las amenazas de
Greta hacia Luna, que no para de retorcerse las manos.
—Hay fotos vuestras en las redes sociales —añado, con el móvil en la
mano—. Qué curioso que, desde entonces, las amenazas de Greta son más
numerosas y que todo lo que hace Luna se borra misteriosamente de la
intranet.
Según nuestro contrato, trabajamos desde el ordenador, pero, en cuanto
terminamos algo y lo subimos en la intranet, tenemos la obligación de
guardar otra copia, en físico, en el archivo, de los informes más importantes
y, después, borrarlo del ordenador. Me parece un error, las veces que se ha
caído la intranet hemos tenido que transcribir los archivos que no han
podido recuperar los informáticos, y otros, de menor importancia, se han
perdido, como los de Luna de las últimas dos semanas.
Francesco menea la cabeza, incrédulo. Maurizio empalidece.
—¿Por qué no me lo has dicho? —le pregunta a Luna, casi en un
susurro.
Ella traga saliva, rodeándose los brazos.
—Ni siquiera he leído los de la semana pasada.
Le devuelve la tablet.
—Lo siento, Luna.
No responde, sino que se marcha, cabizbaja.
—¿Sabes algo más de Greta? —quiere saber Maurizio, mirándome.
Asiento despacio.
—Las cosas que nos ha contado Paola.
—Llámala, por favor, por videoconferencia.
Eso hago.
Paola no se corta en contarles cómo es Greta con todo el mundo, y lo
irritable de más que está desde que Maurizio se instaló en Madrid y nombró
secretaria a Luna. Los dos alucinan, y no es para menos, esa mujer está
loca.
Francesco se mantiene callado, pero, cuando terminamos la
videollamada, se pone en contacto con el Departamento de Recursos
Humanos de la sede de Florencia para que preparen el finiquito de Greta.
—Que esperen a que yo llegue —le pide Maurizio, colocándose la
chaqueta—. Estaré de vuelta mañana a primera hora. Y avisa ya a los
miembros de la junta para reunirnos el viernes, el informe está perfecto, y el
del tour por España, también. Solo tengo que terminar el estudio que me
pediste de Estados Unidos para un nuevo hotel, de aquí al viernes lo tengo
hecho. —Me da un beso en la mejilla, muy serio, y se va de HB, al
aeropuerto.
Francesco se pellizca el puente de la nariz. Yo le acaricio el brazo,
animándole.
—¿Te importa si ayudo a Luna con lo que Greta le ha borrado? —le
pido—. Lo necesita para las reuniones de Maurizio de mañana.
Entonces, me estrecha entre sus brazos y me besa en la boca,
desesperado, ansioso, devorándome... Sonrío, extasiada, cuando me deja
respirar.
—Lo haré yo, sé lo que es —me responde, sin soltarme—. Llévate a
Luna de aquí, se merece el resto del día libre.
—¿Acabarás tarde hoy? —Comienzo a jugar con su corbata de manera
distraída.
—Seguramente, y el resto de la semana. —Apoya su frente en la mía—.
He estado los tres últimos días con el móvil desconectado y más de una
semana en la sede de Nueva York, tengo que recuperar ese tiempo. Lo
siento, piccola.
Más lo siento yo, sobre todo porque, al día siguiente, quien espera a
Francesco en la recepción es...
Alessandra Berruti.
31
∞∞∞
La reunión con la junta es todo un éxito. Todos han votado a favor para
construir un Hotel Bianco en Boston, al igual que el resto, después de que
Maurizio se encargara de explicarles, con datos y demás, el nuevo rumbo
que queremos que tome HB. Es un gran salto, pero a ninguno le da miedo.
Todos queremos más.
Mi padre también. Ha llegado a la reunión, puntual, se ha sentado, ha
permanecido en silencio, no ha dudado en el voto y se ha marchado. No es
eso lo que ha llamado mi atención, sino la tristeza que he visto en sus ojos
caídos, y eso no se puede fingir, ni siquiera puedes disimularlo. No me
arrepiento de lo que le dije, creo que ya era hora de que alguien lo hiciera,
pero tengo el estómago en un puño.
Llevo un rato sentado en mi despacho, cuando Alessandra entra como
un vendaval, indignada, rabiosa, está hasta colorada.
—¿Cómo te atreves a dejarme plantada y de esa manera?
Me pellizco el puente de la nariz. Estoy cansado de esto, en serio.
—Ambos sabemos que fue mi padre quien avisó al Ritz de que ibas a
acompañarme a la cena, no yo, y sin yo saberlo, así que, oficialmente, no te
dejé plantada, y tampoco tengo por qué cogerte el teléfono, devolverte las
llamadas o responder tus mensajes, no te debo explicaciones, tú y yo ni
siquiera somos amigos. —Me siento frente al ordenador y tecleo mis claves
para desbloquear la sesión—. He aceptado ayudarte por tu padre, de mí no
vas a sacar nada más. —La miro, y continúo, de lo más tranquilo—: Y la
próxima vez que te dirijas a Manuela, espero que lo hagas con el respeto
que se merece. No eres nadie en HB, Alessandra, ni en mi familia ni en mi
vida. Ella sí lo es, de hecho, tiene autoridad para echarte de aquí, y también
es mi mujer, la única que hay y quiero que haya en mi vida, que no se te
olvide otra vez. Y te agradecería que te centrases en prestar atención las dos
horas que he permitido que estés aquí. —Le señalo una de las dos sillas que
flanquean el escritorio frente a mí.
Tarda, me asesina con la mirada, enrojece más, pero se sienta.
Está callada ni me hace preguntas, tampoco apunta nada, y sé que no
tiene una mente privilegiada, su cerebro es normal y corriente, así que sigo
con la sensación de que estoy perdiendo el tiempo con ella; mañana sí me
hará preguntas, las que debería hacer hoy, y será volver a empezar. No lo
entiendo.
Y se va con la misma indignación con la que ha venido.
Entonces, veo a Manuela salir de su despacho e ir tras ella. Me acerco al
rellano, pero sin que me vean, pegado a mi puerta. Estamos en la última
planta, hay mucho espacio libre, las escucho perfectamente, aunque mi
piccola no alce la voz:
—Sé lo que pretendes —le acusa Manuela, en italiano.
—Ya somos dos, querida. —Ni se gira para mirarla—. La diferencia es
que yo sí voy a tener su anillo en el dedo, tú solo eres la zorra que le
calienta la cama.
—Tu padre no está enfermo.
¡¿Qué?!
—A tu padre no le pasa nada, Alessandra, lo he comprobado. A mí no
me engañas. Lo que no sé es si Piero está detrás de esto y...
—Ese es un idiota sentimental. —Bufa, mirándola con un odio que me
estremece—. Resulta que ahora no quiere la fusión, que no quiere perder a
su mujer... Otra idiota sentimental... —Menea la cabeza.
¿Mi madre?
—A mí la fusión me da igual —continúa Alessandra—, y mi padre
nunca me va a dejar el negocio, ni siquiera si me lo enseña Francesco, pero
¿sabes una cosa? —Se ríe—. Es que no lo quiero. ¿Trabajar? ¿Yo? ¿Y para
la empresa de mi padre? Por favor... Pero si son hoteles de cuatro estrellas...
—Hace un ademán de desprecio—. Y la vida es demasiado buena como
para malgastarla trabajando. El dinero sí me gusta, por supuesto, como a
todo el mundo, y Francesco es el director general de HB, una de las
empresas más importantes del mundo, con hoteles de cinco estrellas gran
lujo, los mejores. —Estira los hombros.
Manuela está alucinada, y no es la única... Parpadea y respira hondo.
—Yo no soy la zorra que le calienta la cama —le contesta, sonriendo,
tranquila—, pero tampoco voy a explicarte lo que sí soy para él y lo que él
es para mí, porque no merece la pena, igual que tú. —Se adelanta y toca el
botón del ascensor—. Y, ahora, vas a largarte de aquí para no volver, ni a
pisar HB, incluidos los hoteles, ni a acercarte a ningún Bianco. Me
aseguraré de que Seguridad no te deje entrar, y de que Piero y Beatrice
sepan la clase de persona que eres. —El ascensor abre sus puertas.
—No te creerán.
Se acabó. No necesito escuchar más.
—Pero a mí, sí —sentencio, caminando con determinación hacia ellas
—. Largo de aquí, Alessandra, ya has oído a mi mujer.
Empalidece por haberla pillado, pero se recompone enseguida y se
abalanza sobre Manuela, chillando como una loca y tirándola al suelo.
Maurizio y Luna aparecen cuando estoy intentando separarlas. Todos en
la oficina oyen el jaleo y se asoman a las barandillas. Gracias a que llama
alguien a Seguridad, no hay nada que lamentar salvo los arañazos en la cara
de mi piccola, arañazos que pienso curarle a besos, pero después de avisar
al hotel de que echen de inmediato a Alessandra Berruti y prohibir su
entrada en cualquiera de la cadena, les mando hasta una foto. Un problema
menos.
Tomo a Manuela de la mano y la llevo a mi despacho. Está hecha un
desastre, con el pelo revuelto, los arañazos, las gafas mal colocadas y tan
colorada por la rabia que no puedo evitarlo... Me río, con ganas, y hacía
tanto que ni me acuerdo de la última vez.
Mi rayo de esperanza...
36
∞∞∞
∞∞∞
—¡Luna! —grita Maurizio, entrando en nuestro despacho como un
vendaval, por enésima vez esta mañana.
Es viernes y la reunión de la junta para votarle como codirector general
de HB le tiene tan nervioso que no deja de ir de un lado a otro pidiendo
cosas que a lo mejor tiene en la mano...
—Dime, Mau. —Ella esconde una sonrisa.
—Me he manchado la camisa, ¿tienes un espray de esos quitamanchas?
—¿Dónde? —Se levanta de su silla y se acerca a él.
—Aquí. —Se señala un punto en el pecho de la camisa negra, retirando
la corbata.
Estrena corbata: negra, fina y con motivos navideños; son pequeños,
pero llaman la atención, es divertida, pero elegante, muy él. Se la regaló
Luna para hoy.
—No veo nada.
—Sí, mira bien. —Intenta estirarse la camisa, pero es a medida, así que
se frustra—. ¿Tienes un espray de esos o no?
Niega con la cabeza, a punto de echarse a reír.
—Genial... —gruñe Maurizio, con las manos en las caderas y una pierna
adelantada.
Luna me mira y estallamos las dos en carcajadas. Él gruñe más.
—¿Qué ocurre ahora? —inquiere Francesco, reuniéndose con nosotros,
portando la chaqueta de su hermano en las manos.
—Que está de los nervios —le responde Luna, tomándole de la nuca—.
Mau, va a salir bien. Todos van a votar a favor, tienes el respaldo de tu
padre y ningún miembro de la junta se atreve a contradecirle, pero porque
confían en su buen criterio. Relájate, ¿vale?
Gruñe otra vez, pero la aprieta contra su cuerpo en un arrebato y le da
un beso que me da hasta vergüenza presenciar.
Francesco me guiña un ojo, sonriendo con travesura. Le coloca la
chaqueta a Maurizio y los cuatro nos dirigimos a la sala de juntas. Piero es
el último en llegar, aumentando los nervios de su hijo pequeño, que se pasa
las manos tantas veces por el pelo que lo va a desgastar; lleva una carpeta
en las manos y le acompaña el abogado de la empresa y otro hombre, el
notario que estuvo cuando Francesco firmó los papeles convirtiéndose en el
director general.
Nos da un beso en la mejilla a Luna y a mí. A continuación, de pie
frente a la mesa, detrás de Francesco, que preside en el extremo más
cercano a la puerta —Maurizio está en el otro—, explica el motivo de la
reunión, muy formal, bien estirado y atractivo en su traje azul oscuro.
—Os he citado hoy porque quiero disculparme ante mi hijo delante de
todos vosotros. Maurizio está tan capacitado para ser director general como
Francesco. Expandirse por Estados Unidos ha sido cosa de los dos, porque
siempre han trabajado en equipo, y en equipo deben liderar HB. Propongo
una votación para que sea codirector junto con su hermano.
Maurizio contiene el aliento. Francesco no deja de sonreír. Los demás se
sorprenden, y no es para menos dado lo mal que ha hablado siempre de él,
pero se les pasa rápido, como dijo Luna, confían en su buen criterio y todos,
sin excepción, votan a favor.
Entonces, cuando brindamos con champán, recuerdo que esta será,
seguramente, mi última reunión de la junta...
Me disculpo para ir al baño, voy a echarme a llorar en cualquier
momento, llevo aguantándome toda la semana, valorando currículums que
nos han llegado desde el lunes que colgué en la web que necesitábamos
cubrir el puesto de asistente ejecutivo. Las entrevistas comenzarán a la
vuelta de año nuevo.
Me coloco las gafas a modo de diadema y me apoyo en el lavabo de
mármol, temblando.
—¿Manuela? —me llama Piero, golpeando con suavidad la puerta—.
¿Estás bien?
—Sí. —Me seco las mejillas con rapidez—. Ahora mismo voy.
Inhalo una gran bocanada de aire y la expulso, aunque no me sirve de
nada.
Salgo y le encuentro esperándome.
—¿Qué ocurre, Manuela? —Está muy preocupado.
Este es el Piero Bianco que conocía..., pero ahora es mejor, ahora sí me
trata con cariño, me tutea, me acepta como pareja de su hijo y hasta me
llamó al móvil ayer para preguntarme si podíamos organizar una comida
mañana para conocer a mis padres.
—Me voy, Piero. —Las lágrimas vuelven a mojar mis mejillas—. Me
voy de HB.
Parpadea, pasmado.
—Manuela, si lo haces por lo que te dije...
—Lo hago por mí —le corto, esforzándome en sonreírle—. Tenías razón
en una cosa: este no es mi sitio. —Mi voz se rompe—. Voy a lanzarme a la
moda, yo sola, ya estoy preparada, pero... —Me estrujo la blusa en el pecho
—. Me da la sensación de que si me voy de HB es alejarme de Francesco, y
sé que es una tontería porque ya vivimos juntos desde que volvimos de
Florencia. —Suspiro, entrecortada—. HB nos unió y ahora yo me voy de
aquí...
Me seca el rostro con un pañuelo de tela.
—Te vas de aquí, pero, gracias a Dios, Francesco ha salido a mi Bea —
sonríe, colocándome las gafas en su sitio—: siempre te dejará libre,
Manuela, pero ten por seguro que volará muy cerca de ti, porque, como
digno hijo de su madre, cuando entrega su corazón lo hace para siempre. —
Me tiende la mano, la acepto y me besa en el dorso—. Si de algo me he
dado cuenta en estas últimas semanas, es de que el tiempo nunca retrocede
ni se detiene, así que olvídate del miedo y convierte los momentos que
pases con Francesco en los recuerdos más felices de tu vida. Y si él los
inmortaliza con su cámara, mejor.
Sonrío, por fin, de verdad, aunque las lágrimas no me abandonan.
39
Las semanas pasan tan rápido que cuando quiero darme cuenta estamos
a finales de abril.
Cuando me fui de HB lo hice con una mezcla de ilusión y miedo que
hoy sigue creciendo. Crece mi ilusión, cada día estoy un pasito más cerca
de hacer realidad mi sueño, ese que jamás creí posible. Sin embargo, por
desgracia, crece también mi miedo...
—¿Qué te pasa? —inquiere Valerie, sentadas la una al lado de la otra
tomando una copa de vino en un restaurante, mientras esperamos a Cassie
para comer.
—Solo estoy cansada. Es el jet lag. —Miento a medias, jugando con el
vaso de agua entre las manos.
Aterricé hace un par de horas en Nueva York. Es sábado, aproveché que
Francesco estaría este finde con mi madre en Mallorca para una sesión de
fotos.
Ya es la tercera vez que vengo; salvo la primera, he viajado sola, sin mi
italiano, y coincidimos tan poco que en esta ocasión pisar suelo
neoyorquino no me está resultando nada agradable. Comienzo a estar
cansada. Muy cansada. No sé cómo mis padres siguen tan felizmente
casados con la relación que llevan.
—¡Hola, niñas! —nos saluda Cassie, acercándose a nosotras, seguida de
un hombre que parece de su misma edad, alto, delgado y con entradas en su
pelo encanecido.
Nos levantamos y la abrazamos con cariño, las dos a la vez, entre risas
de emoción por estar las tres juntas. Las presenté en febrero y congeniaron
tan bien que quedan muy a menudo, y me encanta que lo hagan. Sé por
Cassie que las tazas de chocolate caliente que comparten están siendo una
especie de terapia para Valerie. Cassie continúa siendo muy importante en
el mundo de la moda, un mundo que lleva Valerie en la sangre, a pesar de lo
que le sucedió. Y yo necesito que mi amiga se reconcilie con la moda.
—Quiero presentaros a Noah Williams, un gran amigo mío —nos dice,
sonriendo—. Noah, estas son Valerie y Manuela, de las que tanto te he
hablado.
Me gusta mucho la calidez que transmiten los ojos marrones de Noah.
Espera... ¿Noah Williams?
Miro a mi amiga, que está tan boquiabierta como yo, aunque a mí se me
ha desencajado la mandíbula, ella procura que no se le note. Pero es que...
¡Ay, madre! Sé quién es Noah Williams: un empresario textil muy
importante, con numerosas tiendas de ropa femenina y masculina por todo
Estados Unidos, ropa casual de precios asequibles para un público medio.
¡Es amigo de Cassie! Tengo que contárselo a Francesco cuanto antes...
¡Estoy alucinando!
—Es un placer. —Me estrecha la mano, la mía está temblando, y no es
para menos.
No obstante, mis nervios se desvanecen cuando va a hacer lo mismo con
Valerie. Aguanto la respiración por su posible rigidez, salta a la vista que
este hombre nada en la abundancia, la americana, la camisa y el pantalón de
pinzas son impecables, exclusivos y a medida, y lleva un reloj muy caro. Le
ha reconocido igual que yo. Un hombre con poder a su lado... Mala
combinación.
Sin embargo, para mi total sorpresa, ella le saluda con tranquilidad,
hasta le sonríe. Sus ojos se cruzan con los míos y se avergüenza al
percatarse del orgullo con el que la miro, pero ni puedo ni quiero evitarlo.
Nos sentamos y pedimos la comida a un camarero.
Logro olvidarme del cansancio durante un par de horas, disfrutando del
rato que pasamos los cuatro, Valerie incluida, riéndonos las dos de las
anécdotas que nos cuentan Cassie y Noah.
Tienen una complicidad muy bonita, se conocen desde pequeños.
Fueron juntos al mismo colegio y, aunque se separaron en la universidad,
pues él estudió en Boston y ella se quedó en Nueva York, nunca perdieron
el contacto, sino que su amistad se fortaleció cuando Cassie quedó viuda,
muy joven, y, años después, le ocurrió igual a Noah.
—¿Hasta cuándo te quedas, Manuela? —me pregunta él, al salir del
restaurante.
—El martes regreso a Madrid, esta vez la visita es relámpago.
Lo decidí nada más aterrizar, cuando el piloto de los Bianco me
preguntó cuándo quería volver a España. Solo serán tres días, esta vez me
ha costado venir, pero la experiencia y los conocimientos de Cassie, la
ayuda que me está brindando con mi pequeña firma, está siendo tan buena
que me da rabia no vivir en la misma ciudad que ella... ¿Por qué la vida se
empeña en complicarnos? Pero las mejores cosas son las que más esfuerzo
conllevan, ¿no?
—¿Te gustaría desayunar conmigo el lunes? No hemos parado de hablar
de Cassie y de mí —se ríe, agarrando a su amiga del brazo—, pero, en
realidad, he venido a comer con vosotras porque me han hablado muy bien
de ti como diseñadora, no solo como persona. Cassie me ha contado todo lo
que quieres hacer —añade—, me gustaría que me hablaras de ello y me
mostrases alguno de los diseños que quieres lanzar, siento mucha
curiosidad, si no es un inconveniente, claro.
—Por supuesto que no. —Mi ilusión de hoy se multiplica por cien mil.
¡Es Noah Williams! Y un gran amigo de Cassie, si ella confía en él, yo
también—. Me encantaría desayunar contigo el lunes.
Nos intercambiamos los teléfonos y quedamos el lunes a las ocho en una
cafetería del Upper East Side. Se despide de las tres con un beso en la
mejilla y se marcha en el coche que le estaba esperando aparcado frente al
restaurante, no sin antes ofrecerse a llevarnos a donde quisiéramos, pero
declinamos, nos apetece dar un paseo por Central Park.
—Bien —dice Cassie, cuando nos sentamos en un banco, frente a la
explanada del parque, con ella entre Valerie y yo, agarradas del brazo—. Te
toca, mi niña.
—¿A mí? —Frunzo el ceño—. ¿Qué es lo que me toca?
—Hablar. —Me sonríe con ternura—. Tienes los ojos caídos.
Suspiro.
—Solo... estoy cansada.
—Eso lo has dicho antes —me recuerda Valerie—, y no me lo he
tragado.
—Es que es cierto. —Mis ojos se desvían al gran césped perfectamente
cortado de la explanada, donde un grupo de chicos están jugando al fútbol
americano. Hace frío, pero con sol—. Estoy cansada. —Suspiro otra vez—.
De ver poco a Francesco. —Cassie me aprieta la mano con cariño—.
Coincidimos tan poco desde que me fui de HB, y estos tres meses se me
han pasado tan rápido, que últimamente me estoy cuestionando si merece la
pena tanto sacrificio.
—Siempre la merece, mi niña. Mira a tus padres.
—Pero es que yo no quiero una relación como la de mis padres. —Mis
ojos se llenan de lágrimas que no puedo evitar que mojen mis mejillas
enseguida—. Sería tan fácil que él dejara HB y se dedicara a la fotografía...
—Sonrío con tristeza—. Sería mi fotógrafo, no solo el de mi madre.
Compartiríamos un sueño, juntos... —Agacho la cabeza—. Pero jamás se lo
propondré. Me dijo una vez que dejar HB lo sentiría como una traición a su
familia.
—Y, sabiendo eso, tú no podrías ser feliz si él dejara HB por ti —
adivina Cassie.
No hace falta que conteste. Tampoco hizo falta cuando hablé de esto con
Paola y Luna, ellas también me entienden. Las cuatro están siendo un gran
apoyo para mí, qué pena que no pueda llorar en sus hombros cuando lo
necesite, salvo en los de Luna, las otras tres me pillan un poco lejos. La
distancia a veces es una mierda...
Valerie se cambia de sitio para estar a mi otro lado y rodea mis hombros,
apoyando su cabeza en la mía.
—Me encanta esta ciudad —susurro, admirando los rascacielos que se
ven por encima de Central Park—. Tenéis suerte de vivir aquí.
—¿Nunca te lo has planteado? —me pregunta Valerie, con suavidad.
—¿Vivir aquí? —Sonrío sin querer, provocando que se rían por lo obvia
que soy—. Pero no voy a hacerlo. Solo me faltaba añadirle un océano a mi
relación con Francesco...
Las dos suspiramos.
—Tenía veintiocho años cuando perdí a mi marido —comienza Cassie,
con la mirada al frente, perdida en los recuerdos—. Era periodista de
investigación, y se implicaba muchísimo, era todo un revolucionario, no se
quedaba callado, era lo que más me gustaba de él. —Respira hondo y
continúa—: Viajaba por todo el mundo en busca de una noticia, había veces
que estábamos varios meses sin vernos. Hace cuarenta años no había
móviles ni correos electrónicos, pero nos escribíamos cartas, muchas. —
Sonríe, con los ojos centelleando de un amor puro e incondicional que me
estruja el corazón—. Cuando estábamos juntos, el mundo parecía detenerse.
Nos encerrábamos en casa, echábamos la llave y podía estallar una guerra
que nunca nos enterábamos. —Nos reímos con suavidad las tres—. Ese
tiempo juntos, aunque fuera poco, hacía que mereciera la pena el tiempo
que pasábamos separados.
»Todavía hoy —me mira, emocionada—, no me arrepiento de haber
dedicado más tiempo a la moda que a él, ni le guardo ningún rencor por
haber dedicado él más tiempo a su profesión que a mí. Hay que cuidar el
amor, cada día, con un beso, con una videollamada, con una carta —me
acaricia la mejilla—, pero antes tenemos que cuidarnos a nosotros mismos.
Si no persigues tu sueño, no serás del todo feliz a su lado, mi niña; si
Francesco no persigue su sueño, tampoco lo será del todo a tu lado. Siempre
habrá algo que os falte. Y si en algún momento hay un océano entre
vosotros, cuando volváis a estar juntos —se inclina—, haced que merezca
la pena el sacrificio de veros poco. Manuela, el verdadero amor siempre es
suficiente para seguir adelante.
—Muy cierto —conviene Valerie, sonriendo.
Suspiro, entrelazando mis manos con las de ellas.
Horas después, de madrugada, me despierta el móvil vibrando en la
mesita de noche. Descuelgo enseguida al ver que es Francesco por
videollamada.
—Te desperté, piccola, lo siento.
Su sonrisa niega sus palabras, y me encanta, eso significa que estaba
deseando hablar conmigo, verme, aunque sea a través de la pantalla y
adormilada.
No sé si está sentado o de pie, no puedo distinguir nada, salvo una
pequeña luz encima de su cabeza, un ruido de fondo que no logro
identificar y los auriculares inalámbricos en sus orejas.
—Es que hemos acabado muy tarde, no he podido ni contestarte al
mensaje que me enviaste, ha sido un día muy intenso.
—No lo sientas. —Se me saltan las lágrimas.
—¿Manuela? —Se preocupa—. ¿Estás llorando?
—Es que... Nos vimos ayer, pero te echo de menos...
—Yo también, amore mio. —Su sonrisa es preciosa, resplandece su
rostro.
—¿Qué tal ha ido la sesión de fotos? —Me seco las mejillas y acomodo
las dos almohadas en el cabecero de la cama para quedar medio
incorporada.
—Sin parar.
—Sus ojos brillan llenos de ilusión—. Prepararé las fotos
esta semana, tu madre las quiere para publicarlas en las redes sociales y en
la web en verano.
Sonrío, sintiendo una paz increíble por lo feliz que es cuando hace fotos.
—Cuéntame tú, piccola. Me escribiste diciéndome que habías conocido
a Noah Williams.
—¡Ay, madre, Francesco! —Me siento, emocionada, de repente, al
recordar la comida con Noah—. ¡He conocido a Noah Williams! —
exclamo, como una fanática.
Suelta una gran carcajada.
Se me pasa volando la hora que estamos charlando.
Mi ilusión se multiplica de nuevo, pero mucho más que cuando Noah
me ha propuesto enseñarle mis diseños. Francesco se alegra tanto o más que
yo por todo lo que estoy haciendo, igual que me sucede a mí cuando me
cuenta más detalladamente la sesión de fotos en Mallorca.
Por momentos como este, en el que parece que se ha detenido el mundo,
el tiempo, el espacio..., sí merece la pena tanto sacrificio. Claro que sí.
—¿Tienes que levantarte temprano? —quiere saber, cuando bostezo sin
darme cuenta.
—No. He quedado con Cassie por la tarde, en su casa, tengo la mañana
libre para dormir.
—Pues no te quito más horas de sueño. Descansa, piccola.
—Tú también. —Me tumbo—. Te aviso cuando me despierte.
Me lanza un beso que me hace suspirar. Le lanzo yo otro y colgamos.
Me quedo dormida enseguida, con las mariposas bailando en mi
estómago y una sonrisa en la cara.
No sé cuándo, no sé ni qué hora es, pero algo roza mi mejilla. Noto
mucha claridad, pero me cuesta abrir los ojos, me pesan sobremanera, sigo
agotada.
El roce ahora es en mi nariz.
Y en mi frente.
¿Y ese aroma amaderado y marino...?
Parpadeo hasta enfocar la visión. La luz del sol entra a raudales en la
habitación.
Y le veo. A mi italiano, frente a mí.
—Eres tan hermosa, Manuela... —me susurra, ronco, muy ronco.
Está sentado en el borde de la cama, inclinado hacia mí, acariciándome
el rostro con los nudillos y mirándome con deseo y amor a partes iguales.
—¿Es un sueño? —pregunto, extendiendo las manos hacia su cara—.
Parece tan real...
—Si es un sueño —se descalza con los pies—, sigue soñando conmigo.
—Se mete vestido dentro de la cama. Nuestros cuerpos se entrelazan
lentamente.
—¿Y si no lo es? —Mi boca está a apenas un milímetro de la suya.
Me besa, muy despacio, provocando que me estremezca y un leve
gemido brote de mis labios.
—Si no lo es, entonces hay que vivir este momento, que solo tenemos el
presente.
Otro beso, tan lánguido que mi pierna sube a su cadera y mis caderas se
arquean contra las suyas.
—Francesco... —Me cuesta mantener los ojos abiertos—. Ese ruido
cuando hablamos...
—Estaba en el avión. El piloto ya sabía que tenía que venir a Mallorca a
por mí después de traerte aquí. —Me roza la nariz con la suya,
descendiendo hacia mi cuello, que ladeo para que tenga pleno acceso—. Por
eso fue un día muy intenso de fotos. Tu madre también sabía lo que tenía
pensado. —Su aliento toca mi piel, erizándola por completo—. Me dejó sus
llaves. —Su lengua resbala hacia mi escote, pronunciado por lo ancha que
es la camiseta—. Es mía. —Su voz se ha vuelto más profunda—. Y es
blanca.
—Te la quité el mes pasado. —Enredo los dedos en su pelo—. Para
dormir con tu olor aquí sin ti.
Clava sus ojos en los míos.
—Ya no te hace falta. —Me la quita de un tirón, quedándome solo en
braguitas—. Ya estoy aquí contigo.
—¿Hasta cuándo? —Se me detiene el corazón.
—Estos tres meses han sido un infierno, Manuela —me confiesa, con
una mirada ardiente—, así que esta semana soy todo tuyo, me la tomo libre,
no aguanto más... —Suspira con fuerza—. No hace falta que regresemos el
martes, estaremos aquí hasta el domingo si quieres. Sé que te encanta
Nueva York y Cassie te está ayudando mu...
Le interrumpo, lanzándome a su boca.
La emoción, el deseo, el amor que siento por Francesco... Todo se
mezcla. Estalla. Me desborda.
—Haremos que funcione —le prometo.
41
Un mes después...
∞∞∞
∞∞∞
∞∞∞
[1]
Es un verdadero placer, señorita Rivera.
[2]
Serás mi perdición...
[3]
Estoy loco por ti...
[4]
Mi perdición...
[5]
Eres bellísima, Manuela, siempre.
[6]
Y tú eres el amor de mi vida...
[7]
Mi perdición... Tú eres mi perdición...
[8]
Te necesito...
[9]
Mi perdición...
[10]
Estoy loco por ti...
[11]
Sueña conmigo, pequeña.
[12]
Duerme tranquila, mi bella niña, también velaré tus sueños...
[13]
Estás muy guapa hoy.
[14]
Hueles tan bien hoy... ¿Nueva colonia?
[15]
Sí, es una colonia nueva, pero te prefiero a ti. Siempre.
[16]
Me encantas celosa, pero no hago otra cosa que pensar en ti...
[17]
Ninguna mujer me ha hecho sentir lo que siento contigo...
[18]
Ni ninguna otra lo hará. Me arruinaste, Manuela...
[19]
Y tengo toda la intención de que pagues por ello...
[20]
Tu castigo será pasar el resto de tu vida conmigo...
[21]
Y te juro que nada ni nadie te separará de mí...
[22]
Empezó como una obsesión, pero ya no puedo callarlo más...
[23]
Amor mío, quiero que vueles y llegues tan lejos como te mereces. No tengas miedo, a mí
nunca me vas a perder por el camino.
[24]
Amor mío... Cuánto te he echado de menos...
Agradecimientos
Desde que esta historia empezó a rondar mi cabeza hasta que le he puesto el
punto y final, he tenido a mi lado a las mejores personas que he conocido
(si algo he aprendido con ellas es que nunca es tarde para que tu mundo se
complete). Han hecho que esta novela cuente, que yo me haya esforzado
más, que haya buscado lo mejor de mí hasta ahora... Y si alguien consigue
esto es alguien por el que merece la pena luchar, sin importar el final.
Ey: ¿Qué sería de mí sin ti? ¡No me faltes nunca! Y vente ya, por favor... Si
supieras la cantidad de veces que sueño con tenerte aquí... Si supieras la
cantidad de veces que pienso: "un día menos"... Me conoces, sabes que solo
quiero rodearme de personas especiales, no me basta lo común ni lo
corriente. Ojalá pudieras mirarte a través de mis ojos... Pero no te
preocupes, seguiré recordándote cada día que la vida, por muy desgraciada
que sea a veces, nos ha puesto en el camino de la otra y eso solo significa
una cosa: hasta el infinito y más allá.
Marta, Anita y Carla: sois maravillosas... Gracias infinitas por formar parte
de esta historia, por escucharme cuando lo necesito y por sacarme sonrisas
sin pretenderlo, pero, sobre todo, por ser auténticas.
Mis Valkilectoras: sois como Pepito Grillo, solo hace falta un silbidito y
acudís. Gracias por hacer del mundo un lugar más bonito.
Gracias...
Sofía
About The Author
Sofía Ortega
Parece que nunca es el momento, ni antes ni ahora, pero las decisiones que
se toman dependen del corazón; el de él ha dicho basta y el de ella tiene una
capa de hielo alrededor.
Connor está atado a una mujer a la que odia, y Alice está centrada en
montar su escuela de equinoterapia, decidida a olvidarle, pero él se empeña
en seguir colándose en su habitación a escondidas...
¿Qué pasará cuando ella descubra que el motivo por el que huyó hace cinco
años tiene un nombre diferente al que creía: Jamie?
Hace doce años, Martina renunció a todo por alguien que no merecía la
pena. Hoy ha vuelto al pueblo, divorciada, con su hija y siendo el bicho raro
que todos han creído siempre. Está muerta de miedo... pero ¿y si el destino
le tiene guardada la aventura de su vida?
Hace siete años, Samu pidió el traslado a Nololvides con la única intención
de huir del dolor. Cree que nada es eterno y que las segundas oportunidades
no existen, pero su corazón, hoy, ha despertado, por fin... ¿Qué pasará,
entonces, cuando su mundo comience a llenarse de estrellas?
Un regalo incalculable.
Palabras de hojalata
Perdí la ilusión cuando le perdí a él, y me he dado cuenta cuando lo he
dejado todo y me he venido al pueblo, con el yayo.
ANA.
Bastian
Había una vez tres hermanos médicos a quienes llamaban «los tres
mosqueteros», porque eran inseparables, porque se cubrían las espaldas,
porque adonde iba uno los otros lo seguían y, sobre todo, porque los tres
eran irresistibles...
Una condena...
Un secreto...
Y bailar samba.