Jose Maria Lassalle I

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ENTRE LA LUZ MAQUIAVÉLICA

Y LAS SOMBRAS DE LA DEMOCRACIA.


UNA REFLEXIÓN POLÍTICA SOBRE
LA ANTIPOLÍTICA COMO FORTUNA

Between Machiavellian Light and the Shadows


of Democracy. A Political Reflection
on Anti-Politics as Fortune

JOSÉ MARÍA LASSALLE


Universidad de Cantabria

Cómo citar/Citation
Lassalle, J. M. (2016). Entre la luz maquiavélica y las sombras de la democracia.
Una reflexión política sobre la antipolítica como fortuna.
Revista de Estudios Políticos, 172, 235-249.
doi: http://dx.doi.org/10.18042/cepc/rep.172.08

Resumen

El artículo analiza la vigencia del pensamiento maquiavélico con la finalidad de


enjuiciar de forma propositiva nuestro tiempo. Un tiempo, convulso e inestable, en
el que la alianza entre fortuna y antipolítica agrega una extraordinaria fuerza desesta-
bilizadora. En este escenario, la invocación a la virtud, tal y como propuso Maquia-
velo, sigue teniendo validez. Restablecer una política basada en la deliberación plural
y en el compromiso con las virtudes de la ejemplaridad, la veracidad y la autenticidad,
puede permitir ganar la partida a la fortuna.  Al menos, si se quiere eludir las aristas
cortantes de la antipolítica y combatir así la inquietante sombra de la democracia que
es el populismo.

Palabras clave

Poder; democracia; antipolítica; populismo; fortuna; maquiavélico; regenera-


ción política; virtud.
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Abstract

This paper analyzes the validity of Machiavellian thinking in order to explore


the contemporary era in a purposeful way. The current time can be characterized as
troubled and unstable, with the alliance between great wealth and fortune and
anti-politics adding an extraordinary destabilizing force. In this scenario, the invoca-
tion of virtue, as was suggested by Machiavelli, remains valid. Resetting politics based
on plural deliberation and engagement with the virtues of excellence, veracity and
authenticity, may allow the overcoming of wealth and fortune. At the very least, this
is necessary if we want to avoid the sharp edges of anti-politics and to fight populism,
the disturbing shadow of democracy.

Key words

Power; democracy; anti-political; populism; fortune; Machiavellian; political


regeneration; virtue.

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La irrupción de los populismos como efecto de la crisis que padecen las


democracias europeas permite recuperar la fuerza teórica de Maquiavelo. Gra-
cias a su obra tenemos un instrumento de análisis muy útil. Tanto para inter-
pretar lo que sucede como lo que puede llegar a acontecer en el futuro. En este
sentido, es difícil discutir la actualidad de su pensamiento. Maquiavelo está
vivo. Y con él, sus libros. Especialmente El príncipe, que sigue gozando de
buena salud después de cinco siglos de vida, pues, su escrutinio de la política
conserva toda su energía fundadora y despliega una fertilidad de análisis que
lo hace reivindicable como lectura necesaria si queremos enjuiciar con voca-
ción propositiva nuestro convulso e inestable tiempo.
La actualidad de Maquiavelo reside en que escribió sobre la política des-
de la distancia desapasionada de quien ofrece reflexiones intemporales sobre el
poder. Ello fue fruto de la experiencia política que acumuló durante los cator-
ce años que sirvió como secretario de la República de Florencia (1498-1512).
A pesar de los sinsabores y amarguras que cosechó durante estos años, lo cier-
to es que fue una etapa que le sirvió como semillero de ideas. De hecho, no
puede entenderse su pensamiento sin el soporte de la experiencia política. Las
obras de mayor nivel de especulación, esto es, El príncipe, los Discursos, el Arte
de la Guerra o la Historia de Florencia, por citar las más conocidas, nacieron de
un entrecruzamiento de «escritura y teoría dentro de un pensamiento en el
que estaba presente todo el horizonte de la conducta humana, basada y ratifi-
cada en los hechos por la política» (Ferroni, 2006: 41).
El estilo de Maquiavelo está desprovisto de la ansiedad por lo inmediato
que subjetiva y debilita la fuerza de los análisis de fondo. Circunstancia que
contribuye a que su mirada política sea vocacionalmente objetiva y que su
escritura adopte una plasticidad tan descarnada que recuerda un escalpelo que
disecciona los tejidos de la realidad sin ápice de temblor en el pulso de quien
lo esgrime. Algo que curiosamente ha producido el efecto contrario entre mu-
chos de sus estudiosos, pues, como veremos más adelante, no pueden evitar
que, cuando escriben sobre él, muestren un rictus nervioso de rechazo que
distorsiona el análisis de su obra al teñirlo con altas dosis de subjetivación. Es
verdad que este rictus es más propio del pasado que de la actualidad. De una
tradición dogmática que, sin embargo, ha logrado que el recelo hacia Maquia-
velo sobreviva. No en balde, «nos ha legado la imagen de un hombre perverso
sentado en su mesa de la Cancillería maquinando insidiosas intrigas», circuns-
tancia que los hechos conocidos sobre su vida desmienten, pues los «años
comprendidos entre 1499 y 1512 nos muestran a un verdadero hombre de
acción que entre los desplazamientos con objeto de reclutar soldados para la
milicia florentina, las constantes visitas al frente de Pisa, los viajes impuestos
por las legaciones que tuvo que cumplir, o la revisión de las fortificaciones,
junto al arquitecto Sangallo, recorrió tantas leguas a caballo que se podría

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decir de él lo que decía de sí mismo Ludovico Ariosto «y de poeta me convir-


tieron en hombre a caballo» (Navarro Salazar, 2013: XLIII y LXXI).
Entonces, ¿por qué ha sido víctima de tanto vituperio? Probablemente
por su inapelable sinceridad argumentativa. Porque fue capaz de escribir sobre
la política sin prejuicios moralizantes ni ideas preconcebidas. Tarea esta que
suscita una gran incomodidad entre aquellos que creen que la política debe ser
argumentativamente binaria: una actividad que solo puede ser respetable a
brochazos de simpleza. Algo que, como es lógico, no casa bien con un pensa-
dor sofisticado y complejo que escribía con la lógica de un ajedrecista consu-
mado, con movimientos fundados en las reflexiones que extraía del taccuino o
libro de notas en el que dejó registrada la geografía personal y profesional de
su trayectoria como secretario de la Segunda Cancillería. Un pensador que no
podía ocultar que lo era pero que, al mismo tiempo, afrontó esta tarea sin re-
nunciar a la política activa sobre la que reflexionaba. De hecho, si analizára-
mos dónde reside el eje de gravedad de esta aparente dicotomía, habría proba-
blemente que concluir que Maquiavelo fue básicamente un político que se
enorgullecía de ello. Pensaba y actuaba como tal, pero sin descuidar su faceta
teórica y analítica, pues siempre tuvo claro que hacía política desde las ideas y
la gestión. Este es el motivo de que nos ofrezca una visión de ella tan angulosa
y compleja que, además de renunciar al plural mayestático de algunos teóri-
cos, no evita indagar sobre los porqués y los sentidos más profundos de la
teoría política. Y todo ello sin incurrir en el vicio de esa lógica monista denun-
ciada por Isaiah Berlin y que cree que en política para cada pregunta hay una
sola y única respuesta. Tesis que repugnaba intelectualmente a Maquiavelo ya
que consideraba que era un grave error político interpretar la realidad confor-
me a ideas preconcebidas. Quizá por eso mismo Popper concluyó un puñado
de siglos después que el monismo determinista conduce directamente hacia la
utopía revolucionaria, la arcadia reaccionaria o, lo que es más frecuente en
nuestros días, la redención populista.
Todas estas circunstancias descubren en Maquiavelo la fibra inconsciente
del político falible e imperfecto que tiene que decidir dentro del magma ines-
table que provoca la fortuna. Palabra tan querida por él y sobre la que también
reflexionó Berlin al describir la naturaleza esencialmente trágica de la figura
del político, pues detrás de toda elección pugnan alternativas y opciones legí-
timas que son irreconciliables entre sí. Elegir es, por un lado, perder lo
desechado y, por otro, exponerse a las consecuencias de no haber acertado.
Esto hace que la decisión política nunca sea fácil. Los efectos de ella no solo
impregnan la piel moral del político sino que afectan a la cosa pública y al
interés general que trata de administrar. El acierto o error actúan como condi-
cionantes psicológicos de la decisión que, además, se ve sometida a la acción
incontrolable del azar y la fortuna. Circunstancias todas ellas que entorpecen

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no solo la eficacia sino también la coherencia misma de la política (Jahanbe-


gloo, 1993: 189).
Esta reflexión también la comparte Maquiavelo. En su caso contribuye a
la naturaleza especulativa de su perfil como un político en el que la tragedia de
la decisión forma parte de su estructura de pensamiento y acción. Precisamen-
te este hecho es una de las causas que explican, en mi opinión, la incomodidad
que provoca en el mundo de las ideas políticas. Sobre todo entre los teóricos
puros. Entre aquellos que visten su análisis con el manto inmaculado de la
crítica, la que sea. Extremo que indignaba a Marco Aurelio, un político de
entrañas tan filosóficas como prácticas. Baste recordar aquello que respondía
a quienes cuestionaban su gobierno desde la teoría: «¡Qué lamentables son
estos pequeños hombrecillos que juegan a ser políticos y, como se los imagi-
nan, tratan los asuntos de Estado como filósofos!… ¡No esperes la República
de Platón!» (Hadot, 2013: 478).
Y es que frente a los absolutos utópicos y la simpleza binaria de los po-
pulismos, el pensamiento maquiavélico parece hacer propia de manera plásti-
ca la tesis de Marco Aurelio. Primero, porque aborda los problemas de cual-
quier sociedad compleja, conflictiva y plural sin apriorismos ni verdades pre-
concebidas. Segundo, porque emplea una lógica instrumental que, además de
ser metodológicamente escéptica y tolerante, busca soluciones empíricas y
falibles a partir de una pluralidad argumentativa que opera con sutileza en las
raíces mismas de los conflictos. El motivo de todo ello hay que buscarlo en
que Maquiavelo es una rara avis weberiana. Concurren en él las condiciones
de político y científico. Político que aplica la ética de la convicción y científico
que asume la ética de la responsabilidad y, además, hace ambas cosas al mismo
tiempo e indistintamente. Se produce de este modo un hermanamiento en su
persona que, dentro de un todo complejo y unitario a la vez, consigue proyec-
tar sin medias tintas la autenticidad plástica que evidencia las dificultades del
gobernante que no puede eludir el titubeo trágico que acompaña la decisión
política (Croce, 1981: 205-206).
El pensamiento maquiavélico es, por tanto, todo menos un ejercicio de
cinismo que elude el contacto con las aristas de la realidad. Maquiavelo es
auténtico y complejo. Compromete su quehacer intelectual con el fin propo-
sitivo de la acción y su instrumentación operativa. Y no olvidemos, en este
sentido, que la acción política siempre deja huella y surte efectos ya que es
consecuencia de una decisión que busca cambiar la realidad. De ahí que Ma-
quiavelo viviera atrapado dentro de un activismo que incidió de forma plásti-
ca en su obra y que era el resultado de una suerte de fascinación por la propia
acción política que, como demuestra Mauricio Viroli, hacía que despreciara la
vida contemplativa, tal y como relataba repetidamente a sus amigos al contar
que «prefería, con mucho, ir al infierno para conversar sobre política con los

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grandes hombres de la Antigüedad, antes que ir al paraíso a morirse de tedio


con los santos y beatos» (Viroli, 2002: 15).
Que Maquiavelo contradijera a Pascal al apostar por la condena eterna
del infierno y despreciar la paz beatífica de los cielos es revelador de su perso-
nalidad y de sus inquietudes intelectuales y morales. Las consecuencias de ello
siguen en pie. Baste decir que todavía hoy, cuando se habla de algo o de al-
guien con la adjetivación de maquiavélico, se proyecta sobre el destinatario
una repulsa moral que tiene mucho que ver con la que provocó la lectura de
El príncipe entre los teólogos de la contrarreforma. Una repulsa que con el
paso del tiempo se secularizó e impregnó, incluso, con los tintes ideológicos
del siglo xx. Para Leo Strauss, el padre y maestro de los neocons que asesoraron
a George Bush, Maquiavelo era un «maestro del mal». Alguien que vivía den-
tro de las máximas de gansterismo público y privado (Strauss, 1958: 9). Plan-
teamiento que hacía suyo también Antonio Gramsci cuando lo describía
como un teórico realista a sueldo de la burguesía capitalista florentina que se
dedicaba a justificar la violencia represiva del nuevo orden político a través de
la razón de Estado y no de los anticuados argumentos morales del Aquinate y
sus predecesores (Lefort, 2010: 97).
¿Cómo es posible que dos antípodas ideológicos como Strauss y Gramsci
asuman esta visión crítica hacia la obra de Maquiavelo perpetuando las que
anteriormente introdujeran Saavedra Fajardo, Campanella o Prezzolini, por
citar solo algunos clásicos de su estudio? Sin duda por su estilo que, como era
señalado anteriormente, aborda una reflexión que mantiene un cuerpo a cuer-
po con la realidad de la política y que hace que esta muestre toda su confusa
policromía; circunstancia que ha llevado a que finalmente sea percibido como
un autor interesadamente ambiguo. Un intelectual que estaba al servicio de la
legitimación desnuda del poder a través de un solapamiento de tesis que se
contraponen formando un todo heterogéneo y cambiante. Algo parecido a un
poliedro en mutación y que hace que Isaiah Berlin detectase veintisiete inter-
pretaciones contradictorias sobre su pensamiento. Extremo que, como bien ve
el pensador liberal, lejos de ser un reproche a su obra es la explicación de una
originalidad excepcional y fértil debido a que cartografió la compleja, move-
diza y circunstanciada superficie de la política que irrumpe con la Moderni-
dad y que entiende aquella como una materia de estudio sujeta a sus propias
leyes (Berlin, 2000: 89-150).
Precisamente esta naturaleza poliédrica sería consecuencia de lo que se
apuntaba antes: del empeño sincero e inédito en la historia de las ideas de di-
seccionar la política sin tapujos ni velos moralizantes. Motivo este que hace
que se muestre en toda su complejidad y lo que hace que, junto a la lectura
condenatoria de la tradición más dogmática, se añadan lecturas radicalmente
enfrentadas a ella. Como sucede con Croce, Schmitt, Cassirer o Burckhardt

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que, desde posiciones diferentes, invocan su idoneidad teórica. Bien porque


blande los argumentos de una especie de técnico de la política que analiza los
protocolos de gestión del poder liberado de pasiones o indicadores metafísi-
cos, bien porque se reivindica como un esteta que interpreta el Estado como
la obra de arte total (Del Águila y Chaparro, 2006: 21-30).
El problema de todas las interpretaciones es que aisladas tergiversan la
originalidad de una reflexión que introduce un tipo de escritura que objetiva
el cambiante ámbito de su estudio al hacer creer que emancipa la política de
la ética cuando es algo mucho más sutil. En realidad, Maquiavelo representa
políticamente una mirada tan rupturista como fue la teoría heliocentrista res-
pecto a la tradición geocéntrica. Al igual que Copérnico —que en 1543 pu-
blicó su De Revolutionibus Orbium—, Maquiavelo hizo lo mismo con El prín-
cipe. Mostró que la política se desenvolvía dentro de un sistema dinámico y
circunstanciado que trazaba su particular órbita gravitacional en relación con
otras que interactuaban entre sí y que estaban subordinadas a una unidad as-
tronómica central que, en su caso, ya no era la estática moral cristiana sino la
voluble y cambiante fortuna. Así, por seguir con el ejemplo heliocéntrico,
Maquiavelo sustituyó el geocentrismo de un sistema ptolemaico que identifi-
caba la moral con el núcleo de una visión plana y sin accidentes de la política
por otro sistema más complejo y matizado. Una visión donde la política pasó
a ser la víctima de una sintonización azarosa de factores que la situaban en los
márgenes de una realidad que giraba alrededor de una fortuna que era dueña
y señora de todo, pues: «Cuando la fortuna quiere que se produzcan grandes
acontecimientos, sabe cómo hacerlo, eligiendo a un hombre de tanto espíritu
y virtud que se dé cuenta de las oportunidades que ella le ofrece. Y lo mismo
sucede cuando quiere provocar la ruina, escogiendo entonces a hombres que
contribuyen a arruinarlo todo» (Maquiavelo, 2003: 291).
Para Maquiavelo la observación de la política del Renacimiento eviden-
cia que la gestión de la cosa pública está modelada dentro de un marco de
incertidumbre sistémica que, además, es fluyente al desaparecer la red de se-
guridad y esclusas morales que proporcionaba la religión cristiana. En los Dis-
cursos dice al respecto que «las cosas de los hombres están siempre en movi-
miento y no pueden permanecer estables» (Maquiavelo, 2003: 51). La política
pasa a estar expuesta a los caprichos de una fortuna cambiante y movediza que
identificó con «las fuerzas que se quedan más allá del control humano» y que
obligan a que no sea aquella predecible apriorísticamente ni explicable dentro
de unos patrones monistas y únicos. Al hacerlo, relativiza el contexto de la
gestión política e impulsa un activismo que no ve en la fortuna un muro de-
terminista infranqueable que aboque al pesimismo, sino una oportunidad que
sirve para lo contrario. Y es que lejos de bloquear la acción, crea las condicio-
nes para estimularla virtuosamente. Hace de ella una palanca motivadora de

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la voluntad. Un acicate que elude el determinismo paralizante de la fatalidad


que salvaba la fe en el orden medieval y que, en el Renacimiento, se transfor-
ma en «reto y no un impedimento; un pie para la acción» (Del Águila y Cha-
parro, 2006: 176).
Y es que como reconoce el propio Maquiavelo de forma explícita en El
príncipe:

No me es desconocido que muchos tenían y tienen la opinión de que las cosas


del mundo son gobernadas de tal modo por la fortuna y por Dios, que los hom-
bres con su prudencia no pueden corregirlas, e incluso que no tienen ningún
remedio; por esto podrían juzgar que no vale la pena fatigarse mucho en tales
ocasiones, sino que hay que dejarse gobernar por la suerte. Esta opinión está más
acreditada en nuestro tiempo a causa de las grandes mudanzas de las cosas que se
vieron y se ven todos los días, fuera de toda conjetura humana… Sin embargo,
como nuestro libre albedrío no está anonadado, juzgo que puede ser verdad que
la fortuna sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que también ellas
nos dejan gobernar la otra mitad, aproximadamente, a nosotros. Lo comparo
con uno de esos ríos fatales que, cuando se embravecen, inundan llanuras, derri-
ban los árboles y los edificios, quitan terreno de un paraje y lo llevan a otro… Y,
a pesar de que estén hechos de esta manera, no por ello sucede menos que los
hombres, cuando están serenos los temporales, pueden tomar precauciones con
diques y esclusas, de modo que, cuando crece de nuevo, o correrá por un canal,
o su ímpetu no será tan licencioso ni perjudicial (Maquiavelo, 1983: 143-144).

Con esta visión, Maquiavelo abre una ventana de oportunidad para que
la libertad humana sea posible en política sin tutelas religiosas. Con esta ma-
niobra introdujo una cuña de luz liberadora en un mundo sumido en una
incertidumbre estructural tras la desaparición de un plan superior que nacía
de la voluntad divina y que generó la pérdida para el político de ese libro de
instrucciones morales que le permitía saber a qué atenerse y qué decidir en
cualquier momento. Tarea que solo podía llevarse a buen término si se despla-
zaba el mundo de la fe mediante la cuña de un concepto que, como hemos
visto un poco más arriba, se asociara con la fortuna, aunque dentro de una
arquitectura dialéctica que desplegara todos los efectos liberadores pensados
por Maquiavelo, concepto que encuentra en la idea romana de virtud. De ahí
que esta pase a ser nodal dentro de su visión heliocéntrica de la política, pues
a través de ella despliega una especie de teoría gravitacional sin la que es im-
posible desentrañar la pulsión ejemplarizante y pedagógica que acompaña
todo su pensamiento.
Y es que para el pensador florentino la política solo puede ser eficaz en el
manejo de la cosa pública si se enmarca dentro de una visión humanamente

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liberadora que, a través de la virtud cívica, resista el embate inesperado y cons-


tante de la fortuna. Pero no solo a título individual del gobernante sino colec-
tivamente también, pues Maquiavelo defiende una auténtica pedagogía colec-
tiva que, generación tras generación, renueve el propósito de los hombres de
ganar la partida a la incertidumbre del azar desafortunado gracias a esa virtú
inspirada en la energía cívica que edificó la grandeza de Roma. Una energía
latina que brotaba de la voluntad de no tener más amo que la propia libertad y
que, doblegando la naturaleza que inclina a los hombres a ser víctimas de su
propia perversidad y corrupción, propiciaba acciones políticas orientadas hacia
un marco institucional y un relato épico de comunidad que sacase de los ciu-
dadanos y sus gobernantes lo mejor de ellos mismos. Y siempre con el objetivo
de elevar el listón de la ejemplaridad excelente de unos y otros dentro de un
clima de competencia virtuosa que acreciera aquella idea heraclitiana de que el
carácter de los hombres es su único destino, individual y colectivamente.
Por todo ello, la virtud maquiavélica actúa como el eje organizador de su
teoría. Lo hace en tensión con la fortuna, como hemos visto; de ahí que la
política postmaquiavélica se haga trágica y humana al mismo tiempo, incor-
porando una ética cívica que alimenta una moralidad política per se y que se
basa en una legitimidad propia, que deja de ser estática y trascendente —tal y
como sucedía durante la Edad Media— para asumir otra asentada sobre una
realidad conflictiva y en permanente cambio. Esta nueva realidad en ebulli-
ción que surge con la Modernidad renacentista no solo relativiza lo preexis-
tente sino que obliga a observar los hechos sin interpretaciones aprioristas que
liberen al político de la difícil responsabilidad de tener que decidir trágica-
mente, esto es, de elegir con la sola ayuda de su propia e intransferible expe-
riencia y sin más cobertura que los propios ideales y la afirmación de la propia
independencia decisoria que el político debe basar en su virtud, su vocación
de servicio público y su celosa defensa del interés general.
Atrás queda la moralidad religiosa y, más concretamente, cristiana que
había fundado la política desde Platón y que buscaba armonizar lo real y lo
ideal, la vida terrena y la supraterrena a partir del respeto de una verdad abso-
luta ligada al sacrificio de lo mundano a lo trascendente. Una moralidad que
en los siglos xix y xx se ideologiza y que hace posible esa «política de la fe»
que, según Michael Oakeshott, defiende que es posible alcanzar la perfección
mediante el esfuerzo humano o que la humanidad puede lograr la salvación
colectiva gracias a una especie de jacobinismo planificado que cumpla con
celo riguroso la rígida observancia de una ideología que interpreta el mundo
sistemáticamente (Oakeshott, 1998: 50 y 62). Algo que explica la irrupción
de esos dioses terrenales del siglo de los totalitarismos y que conforme a prin-
cipios absolutos han precipitado a la humanidad en infinidad de desastres
colectivos y que, como veremos más adelante, actualiza y suaviza en términos

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postmodernos su relato fideísta bajo la presión de los populismos que sacuden


y cuestionan la estabilidad institucional española y europea.
¿Por qué adelanto esta última conclusión? Porque la vigencia del pensa-
miento maquiavélico después de cinco siglos sigue en pie, ya que hoy en día
compartimos un escenario semejante al estado de ánimo y las condiciones que
hicieron posible la irrupción de aquella fortuna de la que hablaba Maquiavelo
y que llevó a experimentar la sensación shakesperiana de que todo lo sólido se
desvanecía en la turbulencia de las controversias y de la incertidumbre. De
manera que, parafraseando a Rafael del Águila y Sandra Chaparro: «El de-
rrumbe del medioevo arrastró consigo un proceso de deslegitimación de tal
magnitud y profundidad, que acabó afectando a las raíces mismas de la segu-
ridad»; de modo que «los individuos… aislados y desubicados, se vieron en-
frentados a una situación anómica, esto es, de completa ausencia de normas…
[Una situación que] reflejaba asimismo la aguda conciencia de la ineficacia
para tratar nuevos y urgentes problemas con los recursos mentales, las herra-
mientas institucionales y los argumentos usuales» (Del Águila y Chaparro,
2006: 16).
Este contexto que acabamos de mencionar y que reproduce nuestro
tiempo es lo que lleva no solo a reclamar la actualidad de Maquiavelo sino,
sobre todo, su idoneidad operativa cinco siglos después debido a la capacidad
inagotable de sugerencias que aloja en su seno su pensamiento y la fertilidad
de soluciones que todavía ofrece dentro de un contexto tan desafortunado e
inquietante como el que gravita sobre nuestro presente. No en balde, fue
George Sabine el que no dudó en bautizarlo como «el teórico político del
hombre sin amo» (Sabine, 1992: 258). Y hoy precisamente, más que nunca,
se requieren hombres sin amo que sean capaces de liderar la política dentro de
una tradición republicana que ensalce la virtud cívica e impida, mediante el
despliegue de una política virtuosa, que la antipolítica del tirano o la multitud
se adueñen de los resortes de la decisión a golpes de arbitrariedad y manipula-
ción de la opinión. Se trata de impedir que la antipolítica triunfe y pueda
torcer la ley a su antojo.
De ahí la importancia de un teórico de los hombres sin amo como era
Maquiavelo. Alguien que cree que recae sobre las espaldas de los ciudadanos
el peso de la dignidad democrática, pues, en la medida en que son celosos de
ella obligan a sus gobernantes a serlo también. Un pulso ejemplarizante de
clase que propicia, como sucedió en la Roma republicana, que se potencie la
energía de la ciudad y su vocación virtuosa (Lefort, 2010: 288). Esta vocación
virtuosa es lo que vivifica la República y lo que la mantiene en pie, por dentro
y fuera, siendo el respeto a la ley la prueba de que las instituciones son acepta-
das y obedecidas por todos. No hay que olvidar que, como señala en los Dis-
cursos: «un ciudadano perverso no puede obrar mal en una república que no

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esté corrompida» (Maquiavelo, 2003: 345). Y es que si no se da este respeto a


la ley no hay república ni tampoco ciudadanía, pues, a sus ojos únicamente
«las repúblicas y ciudadanos virtuosos son aptos para la acción política» (Del
Águila, 2009: 4). Una invocación a la virtud que hay que explicar ya que para
Maquiavelo los ciudadanos tienen ante sí la responsabilidad de tener que ele-
gir y asumir que ser libre y no tener amo es una tarea tan dura y sacrificada que
debilita la voluntad cívica y propicia el arrastre de los populismos y la dema-
gogia. Enfermedades que nacen de la fatiga cívica a la que aboca la democracia
cuando la complejidad de las cosas desborda la toma de decisiones y la lógica
de la representación y la institucionalidad. Enfermedades que, siguiendo la
expresión de Margaret Canovan, lejos de ser antidemocráticas son, en reali-
dad, sombras de la propia democracia, pues, no son el otro de esta sino la
sombra que la persigue permanentemente, ya que la movilización populista
emerge de la brecha que se da entre las caras redentora y pragmática de la de-
mocracia cuando predomina y se excede la segunda menoscabando su entraña
popular (Canovan, 1999: 2-16).
En este sentido, si no hay un ejercicio de esa responsabilidad cívica la
república está muerta y la democracia se transforma en demagogia populista.
Maquiavelo lo vio con nitidez. Para él, la república era el imperio de la ley y el
combate de la corrupción. De hecho, como reconoce expresamente: no existe
«cosa de peor ejemplo en una república que hacer una ley y no observarla,
sobre todo si el que no la observa es quien la ha hecho» (Maquiavelo, 2003:
146); a lo que añade: «un pueblo donde por todas partes ha penetrado la co-
rrupción no puede vivir libre, no ya un breve espacio de tiempo, sino ni un
minuto siquiera» (Maquiavelo, 2003: 146). Por tanto, el sumatorio de ambos
factores destruye la democracia y la edificación de esta a partir de una comu-
nidad de hombres sin amo. Amenazas que Maquiavelo cree poder desactivar
si los ciudadanos están dispuestos responsablemente a asumir que ser libre y
no tener amo son tareas muy duras y sacrificadas que merece la pena afrontar
ejemplarmente. Retos que requieren voluntad cívica y anhelo de libertad res-
ponsable, y que hoy en día conservan su actualidad. No solo por los motivos
ya mencionados sino porque en el seno de las democracias avanzadas el ejerci-
cio de la libertad requiere altas dosis de información compleja cuyo estudio y
análisis pueden hacer desfallecer a la mayoría y propiciar una coyuntura de
fatiga y decepción generalizados. Circunstancia que algunos pueden aprove-
char para, empleando la palanca de las emociones y la desafección que provo-
ca la gestión cotidiana de la complejidad, manipular la opinión pública a im-
pulsos de esa especie de fast thinking que, en palabras de Bourdieu, trasvasa a
la política esa lógica de urgencia e inmediatez reflexiva que produce sobre la
ciudadanía los mismos efectos que el fast food a nuestra dieta.

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La ingesta de esta bazofia de consumo masivo que ensalza la simpleza al


servicio de la inmediatez de respuestas tiene sus consecuencias políticas. La
más acusada es la retroalimentación de la incertidumbre que, lejos de amorti-
guar el miedo de la sociedad a no tener respuestas para los problemas de fondo
que nos aquejan, lo agrava y agudiza, pues, entre otras cosas, «el incremento
del volumen de información ya no hace disminuir sino, por el contrario, mul-
tiplica la incertidumbre» (Greppi, 2012: 146). En este sentido, las amenazas
más reales e inquietantes que pesan sobre nuestras democracias son las sensa-
ciones de desilusión, decepción y miedo provocadas por la crisis. Unas ame-
nazas que sumadas han puesto en crisis la institucionalidad democrática y su
relato fundante a partir de un maridaje antipolítico entre populismo y técnica
que pasa cotidianamente factura a los anclajes sociales de legitimidad de la
Modernidad política. Un maridaje que hace posible que nuestro mundo evo-
lucione vertiginosamente a lomos de un Leviatán aparentemente salvífico y
neutro que instituye un nuevo paradigma universal de progreso y perfectibili-
dad humana. Un Leviatán que cobra vida instituyendo la utopía de un ciber-
mundo que reivindica la democracia virtual en tiempo real y en forma de 140
caracteres; la anulación del tiempo mediante la comunicación digital y la des-
aparición de la facticidad corporal como soporte de la identidad; así como esa
mercantilización colectivizada de las emociones individuales que fluye a través
de las redes sociales y que alcanza su apogeo a impulsos de las shitstorms anó-
nimas que sacuden el tejido digital como pogromos postmodernos, confir-
mándose de este modo la tesis que Paul Virilio resume a la perfección en el
título de su ensayo El cibermundo, la política de lo peor.
Desestabilizada la Modernidad política, el ideal cívico que articuló la Ilus-
tración yace profundamente debilitado debido al creciente peso social de «los
ciudadanos mal-educados frente a los ciudadanos educados» (Greppi, 2012:
136). Una mala educación cívica que es una renuncia explícita a los ideales de
una república de hombres sin amo, al tiempo que se subordina la cotidianidad
política a nuevos absolutos y dogmatismos que niegan la autoridad intelectual
bajo el peso de una sobreabundancia no jerarquizada de información consumi-
da sin esfuerzo. Y ello porque si «la escuela ya no proporciona a los ciudadanos
los instrumentos que necesitan para hacerse una idea propia de las cosas que
importan, para ser ciudadanos de facto y no de iure; si ya no hay intelectuales que
puedan iluminar la acción y la opinión desde un saber falible, pero abierto a la
crítica de las ideologías y los prejuicios; y si los medios de comunicación distor-
sionan sistemáticamente la percepción del entorno; si es así como son realmente
las cosas, entonces, quizá no haya más remedio que concluir que el ideal ilustra-
do de la publicidad ha dejado de ser una meta tangible, que pueda orientar un
proceso de transformación social» (Greppi, 2012: 158). La suma de todas estas
circunstancias abundan en la amenaza populista que se describió más arriba y

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que hay que relacionar con la advertencia que Byung-Chul Han desliza cuando
afirma que las sociedades libres evolucionan hacia estructuras de poder capaces
de manipular, controlar y vigilar a los hombres sin recurrir a mecanismos de
represión directa o indirecta, pues basta la psique como espacio de acción. Se
opera dentro de los seres humanos y se desarrolla una forma de coacción social
de las masas mediante una psicología digital. Así, la suma de populismo y técni-
ca conforma una especie de «sociedad de la vigilancia digital, que tiene acceso al
inconsciente colectivo, al futuro comportamiento social de las masas y desarrolla
rasgos totalitarios. Nos entrega a la programación y al control psicopolíticos.
Con ello ha pasado la época biopolítica. Hoy hacemos rumbo a la época de la
psicopolítica digital» (Han, 2014: 106-109).
La urgencia de recuperar a Maquiavelo en este contexto se hace más evi-
dente que nunca. Y con él, la invocación teórica que hace del hombre sin amo y
de las repúblicas de ciudadanos virtuosos que no se dejan arrastrar por la fatiga
postmoderna y el miedo que extiende esa especie de fortuna, también postmo-
derna, que es la incertidumbre que provoca que el conocimiento interpretativo
de la realidad haya dejado de ser un punto de referencia estable en la vida públi-
ca y privada (Greppi, 2012: 152). Frente a la desorientación de muchos hay que
recuperar el humanismo cívico nacido en la Roma republicana. Es necesario
adaptarlo al lenguaje y los compromisos de nuestro tiempo. Hay que promover
ese vivere civile e libero que invocaba Maquiavelo y que es, en sí mismo, un ejem-
plo a seguir. A pesar de los momentos difíciles que vivió, supo siempre conciliar
una mirada crítica y desencantada con la defensa radical de la libertad política,
que «era para él lo máximo a lo que podemos aspirar; de hecho, constituía la más
alta aspiración de cualquier ser humano digno de tal nombre». Y como la defen-
sa de los ideales republicanos exigía entonces y exige hoy también ciudadanos
virtuosos «capaces de enfrentarse al mundo despiadado con el saber y la voluntad
que resulten necesarias», entonces, su máxima aportación queda a través de sus
obras ya que se encargó de dejar en ellas el propósito de formar «con su pluma
ciudadanos virtuosos» (Del Águila y Chaparro, 2006: 30).
Volver a la virtud para recuperar la pujanza de la democracia es el lema
de una auténtica regeneración política. Al menos, si quisiéramos eludir las
aristas cortantes de la antipolítica y combatir así esa inquietante sombra de la
democracia que es el populismo y su invocación a una igualdad radical basada
en la destrucción de cualquier jerarquía, incluso de aquella que, según Ma-
quiavelo, era la única legítima y que nacía de no querer abandonarse a la for-
tuna, pues, «donde los hombres tienen poca virtud, la fortuna muestra más su
poder, y como ella es variable, así mudan las repúblicas y los estados a menu-
do, y cambiarán siempre hasta que no surja alguien tan amante de la antigüe-
dad que regule las cosas de modo que la fortuna no tenga motivos para mos-
trar su poder a cada momento» (Maquiavelo, 2003: 296).

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Poner freno a esa tentación de abandonarse es la gran tarea que se abre en


el camino. Si el oficio de la virtud, decía Cicerón, es la acción, hay que adap-
tarse a las circunstancias y reobrar sobre ellas combatiendo ese abandono a la
fatalidad de una fortuna que nos viene de la sensación de que la voluntad
humana ha dejado de gobernar la realidad para ser gobernada por ella. Y aun-
que la fortuna no admite que los hombres la venzan oponiéndose a ella, como
insistía Maquiavelo, «jamás deben abandonarse, pues, como desconocen su
fin, y como la fortuna emplea caminos oblicuos y desconocidos, siempre hay
esperanza, y así, esperando, no tienen que abandonarse, cualquiera que sea su
suerte y por duros que sean sus trabajos» (Maquiavelo, 2003: 292). Merece la
pena el esfuerzo y el empeño de no querer ser víctima de la antipolítica popu-
lista. Los consejos maquiavélicos están vivos. Su invocación a la virtud sigue
siendo apasionante. Y ello porque hacen posible tejer una interacción social
alrededor de valores que impiden ceder al abandono que nos hace buscar
amos. Como veía Maquiavelo, luchar, aunque se pierda, tiene un valor ejem-
plarizante en sí mismo. La derrota no afecta a la dignidad moral de la acción,
pues en el proceso se hace más libre y mejor quien decide cambiar las cosas. Al
menos más libre y mejor que si se abandona el combate, pues, como decía
Borges, de lo que nunca se arrepiente uno es de ser valiente. Restablecer una
educación humanista y una política basada en la deliberación plural y en el
compromiso con las virtudes de la ejemplaridad, la veracidad y la autentici-
dad, nos hará más capaces para no cejar en el empeño de ganarle la partida a
la fortuna. Como señala en los Discursos, debemos esforzarnos, sí, pero en la
dirección correcta, no movernos en pos de utopías consoladoras ni ilusiones
paralizantes, «debemos conocer y aceptar las leyes que rigen el mundo real
haciendo análisis detallados de la realidad, de la veritá effetuale della cosa, de la
verdad basada en los hechos, en los datos concretos, en esos datos que nos
suministran la reflexión, la historia y la experiencia» (Del Águila y Chaparro,
2006: 207).

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