El Temor A La Muerte de Charles Spurgeon
El Temor A La Muerte de Charles Spurgeon
El Temor A La Muerte de Charles Spurgeon
El Temor de la Muerte
NO. 3125
UN SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 17
DE DICIEMBRE, 1874.
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 31 DE DICIEMBRE, 1908.
“Y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la
vida sujetos a servidumbre.”
Hebreos 2:15.
Es algo muy natural que el hombre tenga temor de morir, pues, ori-
ginalmente, no fue creado para morir. Cuando Adán y Eva fueron
puestos en el huerto del Edén en el principio, estaban en una condi-
ción tal que podrían haber permanecido allí por miríadas de años, si
hubiesen guardado su integridad. No había razón para que el hombre
no caído debiera morir; pero ahora que hemos pecado, las semillas de
la corrupción están en nuestra carne, y está establecido que los hom-
bres deben morir.
Sin embargo, como si el cuerpo supiera que no fue de acuerdo al
primer decreto del cielo que tuviera que sucumbir a la tierra y al gu-
sano, tiene una renuencia natural a regresar a su último lecho. Y este
temor de la muerte, en tanto que es natural, no es malo. De hecho,
sirve un propósito muy elevado en la economía de la humanidad, pues
habría muchos individuos tentados a poner un fin a esta vida mortal,
si no fuera por el temor de la muerte. Pero poner un fin a su vida por
su propia mano sería un hecho espantoso; probaría que no era un hijo
de Dios, pues “Sabéis que ningún homicida tiene vida eterna perma-
nente en él.” Quiero decir, por supuesto, si tal hecho fuera llevado a
cabo por alguien en posesión de sus sentidos; no estoy juzgando a
quienes han perdido la razón, y que no son responsables de sus actos.
Si alguien en su sobrio sentido cometiere un suicidio, no podríamos
tener ninguna esperanza de vida eterna para él. Sin embargo muchos
se suicidarían si no fuera porque tienen grabado el temor de lo que re-
sultaría al poner así fin a su existencia.
Hasta aquí podrán ver que el temor de la muerte cumple un buen
propósito, y es, en sí mismo, bueno; pero con mucha facilidad puede ir
más allá del punto de ser bueno, hasta la región en que se vuelve un
mal; y yo no dudo que muchas personas piadosas estén imbuidas de
un temor a la muerte que es muy malo, y que produce efectos muy no-
civos. Algunos, sin duda, han sido impedidos de confesar a Cristo, y
de seguirlo plenamente, por causa del temor de la muerte; tal vez no
tanto ahora como en los días de los mártires. En aquel entonces, hubo
espíritus heroicos que iban voluntariamente a la hoguera, o a cual-
quier otra forma dolorosa de muerte que hubiese decretado el tirano
en turno, y alegremente, con gritos de victoria, entregaban sus vidas
que no estimaron preciosas para sí mismos, por causa de Jesucristo.
Pero hubo espíritus tímidos que rehuyeron esa ordalía; amaron la
vida y temieron a la muerte, especialmente en las terribles formas en
que les iba a ser impuesta. Esta huída sería errónea en cualquiera de
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La ley da al pecado su poder condenatorio;
Pero Cristo, mi rescate, murió.”
Además, Cristo los ha librado del temor de la muerte cambiando el
propio carácter de la misma muerte. Ustedes saben lo que Él dijo a
Marta: “Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente;” y
los creyentes ciertamente no mueren en el sentido en que las otras
personas mueren. Ellas mueren para soportar el castigo del pecado;
pero en cuanto a nosotros, ese castigo fue sufrido por Cristo. Todas
nuestras iniquidades fueron cargadas sobre Él, y Él sufrió todo su me-
recido castigo. La muerte no es un castigo para el creyente; es un des-
plazamiento desde este estado del tiempo a otro estado más elevado;
es romper la cáscara que ahora nos aprisiona; es romper el cable que
nos retiene en la costa; es abrir la cadena que detiene al águila en la
roca. La muerte nos suelta para que podamos remontarnos por los ai-
res hasta esa tierra de luz y de amor donde está Jesús, como canta
John Newton—
“En vano mi fantasía procura pintar
El instante después de la muerte,
Las glorias que rodean al santo
Cuando exhala su último suspiro.
Un delicado aliento rompe el grillete:
Escasamente podemos decir, ‘¡se ha ido!’
Antes que el decidido espíritu tome
Su mansión cerca del trono.”
La muerte para el creyente no es una ejecución, es su liberación, es
su manumisión (1), y su admisión a la gloria de Dios.
Cristo ha quitado el temor de la muerte a quienes verdaderamente
Lo conocen, al asegurarnos que nuestra alma no morirá ni se extingui-
rá. Hay un principio vital dentro de nosotros, como Él lo ha dicho:
“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también
ellos estén conmigo, para que vean mi gloria.” No nos entristecemos,
como sin esperanza, en lo relativo a quienes se han dormido en Jesús,
pues sabemos que ellos están para siempre con el Señor. “Estar au-
sentes del cuerpo, y presentes al Señor,” es la revelación divina con-
cerniente a todos los que están en Cristo Jesús por una fe viva. Porque
nuestras almas no morirán jamás, no tememos aventurarnos en el
mundo de los espíritus.
Luego está esa doctrina esencial de la fe cristiana, que no fue reve-
lada a los hombres, en toda su plenitud, sino hasta que vino Jesús;
quiero decir, la doctrina de la resurrección del cuerpo. Es debido al
cuerpo que sentimos algún temor; la corrupción, la tierra, y los gusa-
nos son su herencia, y nos parece algo duro que estos ojos, que han
visto la luz, se apaguen en el suelo; que estas manos, que han estado
activas en el servicio de Dios, permanezcan quietas en la tumba; y que
estas piernas, que han pisado el sendero del peregrino, sean incapaces
de moverse más.
Pero, ¡valor, creyente! Tu cuerpo se levantará otra vez. Podrá estar
enterrado, pero la tierra no lo contendrá. La voz de la naturaleza te or-
dena morir, pero la voz del Omnipotente te ordena que vivas de nuevo.
Porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados—
“De lechos de polvo y de silente arcilla,
A los dominios del día eterno.”
Esta es nuestra consolación: como Jesús murió, y resucitó de los
muertos, “así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en
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él.” Puesto que tenemos este doble consuelo para el alma y el cuerpo,
¿qué más necesitamos?
De esta manera les he mostrado que, para vencer el temor de la
muerte, debemos mirar a Jesucristo en la cruz expiando nuestras cul-
pas, en la resurrección levantándose por nosotros, en la gloria toman-
do posesión de nuestro hogar por nosotros, y a la diestra de Dios pre-
parando un lugar para nosotros, poseyendo todo poder y usándolo pa-
ra llevarnos a Su reino eterno. Y pronto vendrá de nuevo, en toda la
gloria de los postreros días, para resucitar de la muerte los cuerpos de
Su pueblo, a menos que todavía estén vivos en Su venida. Este es
Quien conquista para nosotros el temor de la muerte; es a Él que de-
bemos mirar: “puestos los ojos en Jesús.” Mantengan sus ojos siempre
puestos en Él, y entonces el temor de la muerte no les someterá a ser-
vidumbre.
II. Ahora, en segundo lugar, ¿EN QUÉ OTRA COSA DEBEMOS
PENSAR PARA AYUDARNOS A VENCER EL TEMOR DE LA MUERTE?
Primero, recordemos que si somos llamados a morir, no somos lla-
mados a hacer algo más que Jesucristo no haya hecho por nosotros.
Cuando mi cuerpo baje a la tumba, no será el primer inquilino del se-
pulcro. Miríadas de santos han estado allí antes, y, lo mejor, el Maes-
tro y Señor de los santos ya ha dormido en la tumba. Ustedes recuer-
dan que Jesús dejó el sudario enrollado en un lugar aparte, para que
los que lloran pudieran usarlo para secar sus lágrimas; y los lienzos de
lino en que había sido envuelto, permanecieron juntos para que nues-
tro último lecho pueda estar debidamente cubierto, para que la habi-
tación en que dormimos por última vez, pueda estar bien amueblada.
Más que eso—
“Allí descansó la amada carne de Jesús,
Y dejó un perfume duradero.”
¿Acaso el siervo no debe ser como el Señor? ¿Pide más Él? Si el Rey
mismo ha transitado por ese camino, ¿tendrán miedo Sus guardaes-
paldas, Sus soldados, Su acompañantes, de seguir la misma senda
que desciende? No, amados; siguiendo el rastro del Crucificado hasta
la tumba de José de Arimatea, pueden caminar allí con seguridad. Si
las huellas del rebaño nos han alentado a menudo, ¡cuánto más debe-
rían hacerlo las huellas del Pastor! Entonces, creyentes, no tengan
miedo de morir, pues Jesús murió.
Recuerden, también, que la muerte no nos apartará del amor de
Cristo, ni de Cristo mismo. Él está con nosotros ahora, y Él estará con
nosotros en aquel momento; y, después de la muerte, estaremos con
Él eternamente. Él nos ama hoy, y nos amará mañana, y nos amará
toda la vida; Él nos amará en la muerte, y nos amará por toda la eter-
nidad. Esta es la verdad que Pablo proclamó cuando escribió, “Por lo
cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni princi-
pados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de
Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” En uno de sus inventa-
rios de las posesiones cristianas, él escribe, “sea la vida, sea la muerte,
sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro;” entonces la muerte
es de ustedes si están en Cristo Jesús. Si la agonía pudiera separar a
los miembros del cuerpo místico de Cristo, de su Cabeza, eso sería
ciertamente la muerte; si esa aflicción atroz pudiera dividir el corazón
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quién le pertenece lo que han dejado atrás?” Tal vez un ingrato here-
dero lo malgastará todo en el pecado.
A menudo he admirado la diferencia entre el funeral de un hombre
rico y el de un pobre; le duele a uno, a veces, pensar en el funeral del
rico. ¿Qué piensan los hijos y las hijas del avaro acerca de ello? Están
sumamente interesados en regresar cuanto antes a casa, para escu-
char la lectura del testamento. Pero cuando muere el pobre, es otra
cosa totalmente diferente. Lo acompaña su hija, Juana, que trabaja
por fuera; ella hace su pequeña contribución para el costo del funeral.
Lo acompaña su hijo, Juan, que tiene una esposa y cuatro o cinco
hijos, pero se las arregla para contribuir con algo. Todos los hijos
hacen algo por ayudar; y las lágrimas que derraman por el pobre an-
ciano son lágrimas honestas, pues no se benefician en nada por su
partida, y el dolor en su funeral es real y verdadero. Pero ya sea que
seas rico o pobre en bienes de este mundo, asegúrate que estés entre
“los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.”
Pero la principal manera de vencer el temor de la muerte es creer
firmemente en tu Señor. Generalmente encontrarás que en la medida
que tu fe se fortalece, tu temor de la muerte se disipará, y cuando la fe
se debilita, el miedo entrará para tomar su lugar. Date cuenta que
Cristo es tu Salvador, que Él te ama y se ha entregado por ti, y te ha
salvado con una salvación eterna. Date cuenta que Él ha grabado tu
nombre en las palmas de Sus manos, no, mejor aún, que Él ha inscri-
to tu nombre en Su corazón. Recuerda que aunque una mujer pueda
olvidar a su hijo que amamanta, tu Señor no puede olvidarte nunca; y
que Él ha dicho: “No te dejaré, ni te desampararé;” y entonces podrás
decir, “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal al-
guno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán
aliento.”
Lo siguiente que les exhorto que hagan es caminar mucho con Dios.
Nunca se aparten de la comunión con Él. No pueden sentir temor de la
muerte mientras caminen con Él. Hubo un hombre, ustedes recuer-
dan, que no murió nunca, y la razón fue que caminó con Dios; si al-
guien quiere escapar del terror de la muerte, debe seguir el camino de
Enoc. Es la única manera de elevarse por encima del miedo natural
que nos acosa en todo momento.
Además, para librarse del temor de la muerte, los exhorto a que sir-
van a Dios cada día con todas sus fuerzas. Vivan cada día como si fue-
se su último día. Si cualquier cristiano supiese que contaba única-
mente con un día más de vida, ¡cuánta cantidad de trabajo no termi-
naría en ese día! Entonces hagan eso cada día, puesto que cualquier
noche, cuando duerman, podrían hacerlo por última vez en la tierra;
vivan a un ritmo acelerado; sirvan al Señor con todo su corazón, y
mente, y alma, y fuerza, y traten de completar un día pleno de trabajo
cada día.
Me encontré el otro día con un fragmento de poesía que me impactó
profundamente; me pregunto si los impactará a ustedes, como me im-
pactó cuando la leí—
“Mi trabajo está hecho, y me acuesto para morir;
Cansado y desgastado por el viaje, anhelo descansar;
Di sólo la palabra, amado Señor, y yo volaré,
Como paloma dejada en libertad, para anidar en Tu
pecho.
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‘Todavía no, hijo mío; espera un poco más,
Yo quiero que veles en oración a las puertas de la
gloria.’
Pero, Señor, no tengo fuerzas para velar ni para orar,
Mi espíritu está entorpecido y turbia es mi mirada;
Y voy a entristecer Tu amor despierto, como lo hicie-
ron
Quienes en el huerto dormían, aquella noche pas-
cual.
‘Hijo mío, yo necesito tu debilidad, cada hora
Para manifestar en Mí, que tu debilidad es poder.’
No es por mí que hago esta petición,
Seres amados, por mí, pierden la floración sin par de vida;
Y tiernos, pacientes, sin quejas, silenciosos,
Desgastan su gozo en mi aposento oscurecido.
‘Basta, hijo mío; Yo necesito su amor a ti;
Alrededor de tu lecho, Me ministran a Mí.’
Es suficiente, amado Señor, sí, Amén;
No soltaré más ningún murmullo ni objeción;
Sólo completa Tu obra en mí, y entonces,
Llámame, y pídeme que responda: “heme aquí.”
‘Hijo mío, la señal que esperaba ha sido dada:
Tu obra está terminada; ahora te necesito en el cielo.”
Yo admiro el comentario del señor Whitefield, que les he citado antes,
“trato de guardar todos mis asuntos arreglados de tal manera que, si
muriera en cualquier momento, no representen ningún problema para
los que me sucederán.” Él era tan particular en sus hábitos, que no
podía conciliar el sueño si había siquiera un par de guantes que no es-
taban en su lugar; y a mí me gusta sentir que, en la medida de lo po-
sible, todo esté bien en mis propios asuntos. No me sorprende que al-
gunos cristianos tengan miedo de morir ahora, pues se acuerdan que
no han hecho su testamento. Sencilla como pueda parecerles esta ob-
servación, es un asunto muy importante, pues es algo terrible que un
hombre caiga súbitamente enfermo, y en lugar de pensar en su partida
hacia Dios, tenga que solicitar un abogado; y cuando su razón esca-
samente está lista para ello, tiene que estar haciendo planes acerca de
lo que se hará con su esposa y sus hijos, y con los otros, a los que
quiere beneficiar. Arreglen ese asunto tan pronto como puedan, y re-
suelvan todo lo demás que requiera de su atención, para que puedan
decir: “aquí estoy, como un pasajero en la estación de trenes. Mi equi-
paje está todo listo, y sólo espero subirme al vagón, y partir.” Feliz el
hombre que así está preparado, pues no necesita tener ningún temor
de la muerte.
Y, hermanos, si quieren librarse del temor de la muerte, mi última
palabra de consejo es, usen el telescopio con mucha frecuencia. Miren a
lo lejos, a las colinas eternas, donde se encuentra su herencia celes-
tial, pues toda la gloria que Cristo tiene con el Padre, es suya. Ustedes
se sentarán en Su trono, así como Él se sienta en el trono del Padre.
Ustedes serán coronados, como Él es coronado. Miren por encima de
esta niebla y de esta bruma, más allá de la helada y de la nieve, a la
tierra donde el sol no se pone nunca, donde los días de su aflicción
habrán finalizado para siempre. Que su espíritu se regocije porque,
como son uno con Jesús, ya han tomado, por fe, posesión de la tierra
donde no estarán más sujetos a ningún dolor, ni tribulación, ni triste-
za, ni pecado, ni muerte.
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Felices las personas que tienen un lugar tan bendito donde ir cuan-
do mueran; pero me temo que hay algunos aquí que no tienen esa
perspectiva ante ellos. Para ellos voy repetir una sencilla historia que
ya les he referido a algunos de ustedes antes. He oído de un cierto rey
que tenía un bufón o un “gracioso” para que lo divirtiera, como los re-
yes suelen tener. Pero este “gracioso” no era tonto; tenía mucho senti-
do común, y había pensado sabiamente acerca de los asuntos eternos.
Un día que hubo agradado grandemente al rey, su majestad le dio una
vara diciéndole: “Clarín, allí tienes una vara que debes guardar hasta
que veas a un tonto más grande que tú, y entonces puedes dársela.”
Un día su majestad enfermó, y se pensó que moriría, y muchos fueron
a verlo, y Clarín también fue, y dijo: “¿Qué sucede, su majestad?” “Me
voy, Clarín, me voy.” “¿Dónde va?” preguntó Clarín. “Me temo que muy
lejos,” respondió el rey. “Y, ¿va a regresar, su majestad?” “No, Clarín.”
“¿Entonces, se quedará por largo tiempo?” “Para siempre,” dijo el rey.
“Yo supongo que su majestad tiene listo un palacio allá.” “No.” “Pero yo
supongo que ya se ha provisto de todo lo que va a necesitar allá, ya
que va tan lejos y no regresará nunca. Yo supongo que ya ha enviado
muchas cosas, y se ha provisto de todo con anticipación.” “No, Clarín,”
respondió el rey, “no he hecho nada por el estilo.” “Entonces, aquí tie-
ne, su majestad, tome mi vara, pues usted es un mayor tonto que yo.”
Y si hay un hombre aquí que no haya hecho ninguna provisión para
la eternidad, y que no tenga una mansión, ni ningún lugar dónde que-
darse, ningún tesoro, ningún Amigo, ningún Abogado, ningún Auxilia-
dor allá, es un tonto gigantesco, sin importar quién sea. Que el Señor
le dé a ese tonto un poco de sentido, y lo conduzca a confesar su in-
sensatez, y a mirar a Jesús, que es Salvador, Amigo y Cielo, todo en
uno. ¡Que Dios los bendiga, por Cristo! Amén.
Nota del traductor:
(1) Manumitir: dar libertad a un esclavo. Se usa también en sentido
figurado, con el significado de liberar de cualquier servidumbre o suje-
ción.
http://www.spurgeon.com.mx
Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
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FEAR OF DEATH
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