Relatos Increibles 05
Relatos Increibles 05
Relatos Increibles 05
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Distribución gratuita
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Índice
Editorial.......................................................................................................................07
El neumático..............................................................................................................14
En la escuela..............................................................................................................29
Renacer.......................................................................................................................37
Muro de honor...........................................................................................................48
Editorial
Tengo el gusto de presentarles el quinto número de nuestra revista. Aun llevamos un lige-
ro atraso de un mes pero en esta oportunidad les traigo dos buenas noticias.
La primera de ellas tiene que ver con las ilustraciones. Como se podrán dar cuenta, entre
los autores hemos incluido a nuestros ilustradores, por la simple razón de seguir el significado que
le da la RAE a esa palabra. Un autor es toda persona que ha producido alguna obra científica,
literaria o artística. De esta manera, queremos resaltar el invaluable aporte de todos nuestros ilus-
tradores que va a la par de los escritores de nuestros cuentos. Sin todos ellos, Relatos Increíbles
no tendría tanta calidad. En ese sentido, para complementar la labor de ambos, por primera vez
hemos logrado ilustrar todos los cuentos de este número.
La segunda noticia se refiere a nuestra segunda convocatoria. En vista de la buena acogida,
hemos decidido ampliarla una semana más. De tal manera, podrán enviarnos sus cuentos hasta el
7 de marzo. No pierdan esta oportunidad para participar en nuestra revista.
En esta ocasión les presentamos siete cuentos. Uno de ellos se trata de la primera entrega
de una saga mayor de relatos, a cargo de un autor que ya conocemos: Julio Cevasco. Oscuro es
una saga de corte medieval y fantástico que presenta a un personaje inmortal que tendrá que so-
brevivir en una sociedad tan putrefacta como él mismo. “Cuando la noche caza” es el comienzo
de esta historia.
Luego tenemos tres historias de terror de características bastante disímiles. En una de ellas,
Jorge Zarco nos presenta a un adolescente que tendrá que enfrentar sus propios miedos alrededor
de una piscina. En cambio, Luis Eugenio Panza, nos presenta a un grupo de colegiales, que can-
sados de tanta rutina idearán la salida más macabra posible a su aburrimiento. Mientras Eduardo
Romero recrea a dos seres inhumanos que empiezan a cuestionar el sentido de sus propias vidas.
También tenemos dos cuentos de fantasía. En uno de ellos, Javier Velásquez nos presenta
a un voluntarioso mensajero que tendrá que enfrentar la traición y los horrores más inimaginables.
En el otro, Yulia Huamán, nos presenta la historia mítica que se encuentra detrás de las hormigas.
Finalmente, tenemos un cuento de ciencia ficción, que es también nuestro cuento de por-
tada. En ese relato, Miguel Huertas nos presenta el dilema futurístico que se da entre la vida eterna
y nuestra verdadera sobrevivencia en el espacio. ¿Podemos vivir eternamente felices?
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Cuando la
noche caza
Oscuro - Parte 1
Por: Julio Cevasco
Relatos Increíbles
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Con un movimiento rápido se desanudó el pantalón, lo dejó caer, y, despacio, empuñó un
miembro diminuto y regordete. Oscuro lo observó, y si bien el fuego en la sartén calentaba el espí-
ritu del forajido, el suyo todavía permanecía frío. Esa noche, inmóvil, el carnicero aguardaba como
una piedra en el corazón del bosque.
―Las he visto más grandes y mejores ―escuchó a la niña murmurar. Pero la mocosa reci-
bió una bofetada que la dejó perniabierta, tendida junto a las llamas. Tras limpiarse la sangre del
rostro lanzó un escupitajo rojo.
―Te odio. Mi madre decía que las pollas grandes eran mejores que las pollas como la tuya,
que por eso engañaba a padre, y lo abandonó.
―¿En serio, primor? ―El bandido respiró, y le lanzó una mirada a su acompañante― Eso
no fue lo que nos dijo mientras la violábamos. Parecía gustarle. Si hasta tú nos vistes, ternura.
Los dos hombres sonrieron. Oscuro no distinguía si eran caníbales de los guetos o soldados
del imperio. Pero en el fondo le daba lo mismo. Esa noche tenía hambre y se encontraba de caza.
El carnicero se acercó despacio en la penumbra, como una sombra, y observó a la prisionera bajar
la cabeza, sometida. El cuerpo de la madre se encontraba desnudo sobre un charco carmesí, sus
muñones estaban podridos y, mientras los bandidos freían sus manos, la prisionera las observaba
lamiéndose los labios.
―Quieres comértela ¿no es cierto? ―le preguntó el del miembro al aire al rascarse la cabe-
llera larga y andrajosa― Descuida, mocosa, que no vamos a dejar que te chille la tripa. Te aseguro
que mami sabe tan bien muerta a como sabía viva. Luego me lo agradecerás chupándome la polla.
El antropófago con las manos en jarras se plantó frente a la mocosa y, luego de reír, se in-
clinó y le presionó las mejillas.
―Un momento. Para ―le advirtió su compañero, quien aún no terminaba de freír―. Escu-
cho algo que se mueve tras los arbustos.
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Relatos Increíbles
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Esa noche, mientras el carnicero caminaba sobre la grama observaba al hombre temblar,
retorcido en el barro que se teñía de rojo. Su cuchilla le atravesaba el ojo a la cría, quien ya había
muerto; y la punta perforaba el bajo viente de su captor. De reojo vislumbró un trozo de carne en el
charco que se formaba sobre el barro. El hombre aún no moría.
―Tenías una polla gorda y pequeña ―le dijo tras pararse sobre ella y pisotearla hasta que
se volvió una maza―. Pero ahora ya no te queda nada.
Luego agachó la cabeza y las tripas comenzaron a sonarle. Entonces se dio la vuelta para ver
a los cadáveres: el de la cría y el de su madre yacían casi juntos, y el del antropófago continuaba
ardiendo. En ese momento un olor a carne quemada y a pelos chamuscados inundó el sotobosque
y el carnicero pensó que era un buen cambio, por lo menos para empezar la noche.
Luego de arrastrar los cuerpos de las mujeres, los echó como dos sacos de carne sobre el
cadáver mutilado. Oscuro se pasó la lengua por los labios y, con la vista, buscó entre las jabas ro-
cas y leña para quemar. Tras encontrarlas asintió poco antes de que unos grajeos poblaran el cielo.
Entonces las tripas le rugieron de nuevo y, de pronto, echó un pedo.
―Nada mejor para empezar la noche ―dijo.
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El neumático
Por: Jorge Zarco
E l agua de la piscina de aquel chalé estaba demasiado oscura, aun siendo todavía de día
y con la luz apagada de la hora mágica acercándose al crepúsculo.
Un neumático de camión flotaba a modo de colchoneta sobre el centro de sus oscu-
ras aguas y la radio vomitaba un especial sobre personalidades insólitas. Jota, resigna-
do, se había quedado absolutamente solo cuando a su hermano mayor le dio por irse,
con su nueva novia, al nuevo pub del pueblo cercano donde se podría escuchar música metal.
Sus padres no volverían hasta mañana y ya eran casi las seis de la tarde en pleno agosto, lo
que le aseguraba unas dos horas más de día antes de anochecer completamente.
Soplaba un viento fresco, de atardecer veraniego a la sombra, lo que era mejor que el me-
diodía y hacía más llevadero estar a la intemperie.
Pero a Jota el mes de agosto siempre se le había antojado bastante siniestro, a pesar del
bochorno, las vacaciones y lo buenas que estaban tanto la antigua como la nueva novia de su her-
mano. Incluso, a pesar de sus recién estrenadas quince primaveras y del clima festivo que había
en el pueblo y que parecía contagiar el ambiente. Como si el miedo que nos acompaña en nuestro
divagar cotidiano nunca se hubiera ido de vacaciones. Pero Jota sabía que la angustia que lo acom-
paña a uno, sobre todo en esa espantosa edad que es la adolescencia, no solía tomarse días libres.
Aquel chalé no estaba alejado del pueblo, pero si alguien lo asaltase a medianoche y matase
a sus ocupantes, posiblemente nadie se percataría de ello hasta demasiado tarde, como siempre. El
temor flotaba en aquella zona desde unos cinco años atrás. Cuando un eslavo asesinó a toda una
familia en una vivienda cercana tras dejar un reguero de chalés ensangrentados a lo largo de toda
la “pacífica” Europa comunitaria. Y nadie recordaba (o no quería recordar por temor a crear brotes
de racismo) de donde venía.
Una canción del grupo de Pop-Rock británico “Stone Roses”, sonaba por la radio. A Jota
le gustaba el llamado “Brit-Pop”. Lo encontraba melancólico por sus melodías que, más o menos,
traducía superficialmente por los apurados conocimientos de inglés que poseía y que le hacían sen-
tirse menos solo en momentos como aquel.
El neumático negro era un recambio de camión, más duro y más resistente que un flotador
convencional y flotaba siempre en la solitaria calma de la piscina. El agua temblaba por la brisa
creando ondulaciones en la eterna calma de la piscina, mientras el sol aprovechaba los momentos
de reinado antes de ocultarse tras la línea del horizonte.
Ahora sonaba “Devo”, un grupo norteamericano de tecno-pop experimental que reinó entre
finales de los setenta y comienzos de los ochenta. Había conseguido, con el paso del tiempo, esa
oportuna etiqueta que llaman “de culto”. Jota ojeaba una revista de música de su hermano que
incluía una historieta de una sola página. El comic era belga, o eso es lo que le dijo Víctor que así
se llamaba, aunque sus colegas le llamaran “Venom” por un popular grupo metal al que era muy
aficionado.
La trama trataba de una mujer que vivía sola en una casa solitaria en medio de un bosque.
Para matar el tiempo, componía puzzles de muchas piezas que podía tardar días en completar. Ya
estaba a punto de acabar el último, que había comenzado días atrás, cuando se percató que la ima-
gen creada era la de un loco furioso que acechaba tras una ventana demasiado parecida a la suya.
Y entonces se oyó un ruido de cristales…
Jota recordó una de esas leyendas urbanas que circulan por los institutos, sobre un monta-
ñista que por falta de víveres y brújula, se había perdido en medio de una montaña invadida por la
nieve y la niebla. Caminando casi a ciegas en medio de la más absoluta noche, creyó ver un puñado
de luces, que confundió con las luces de un posible pueblo cercano, y al acercarse se percató que
los faros en realidad eran los ojos brillantes de una manada de lobos hambrientos.
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Relatos Increíbles
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y hasta pensó si no estaría mal tirarse al agua pese al cloro y las advertencias de su padre sobre la
irritación ocular que podría coger. Aunque estuviese fría, total era agosto y verano, y aquello no era
la alta montaña y las noches no se hacían lo que se dice, heladas.
Pero se sorprendió a sí mismo, inquietándose más de la cuenta, al levantarse al coger la
pértiga con la que limpiar la superficie de la piscina, que con suerte solían ser unas pocas hojas
muertas. Entonces, creyó ver sobre la superficie del agua algo similar a un chapoteo, apenas un
flash visual de unos pocos segundos… como si algo nadara en el interior de las oscuras aguas. Jota
no quiso preocuparse, pero en su cerebro saltó el resorte “inquietud”. Un pequeño anillo que se
extendía hasta desaparecer llamó su atención:
—¡Mierda de agua tan oscura, si se pudiera ver el fondo! —Soltó mosqueado la pértiga,
quizá para que en su cerebro no saltase el resorte: “miedo”. Su padre le había dicho que esa oscu-
ridad era por el cloro y las paredes de hormigón pintadas de negro. Maldecía a su hermano por no
haber pintado las paredes de blanco o azul marino. Las dejó negras como el carbón para marcarse
una vacilada ante un par de impresionantes tetas muy adictas a lo siniestro y que terminaron siendo
magreadas por un colega suyo, haciéndole quedar como un gilipollas.
En la radio volvió a sonar la voz del locutor: —En el lago Virginia de Tanzania, el exceso
de explotación del ecosistema de sus aguas está acabando con la raza de carpas autóctona del lugar,
lo que amenaza con crear una alarmante hambruna en uno de los países más pobres de África Cen-
tral—.
Jota recordó, por las carpas de Tanzania, que su padre en octubre del año pasado, durante un
frío y ocasional fin de semana, había arrojado a la piscina unas tres o cuatro crías de caballa para
que “engordaran”. A los días siguientes de su improvisada piscifactoría, sus cadáveres flotaban en
la superficie con una nube de moscas atraídas por la putrefacción. Víctor sufrió un ataque de risa
mientras papá se hundía en el desánimo. Y es que la piscina nunca había estado libre de cloro. Claro
que se decía que las medusas podían sobrevivir en las “aguas muertas”, aquellas que carecían de
oxígeno, y es posible que como especie marina pudiese sobrevivir al cloro.
¿Las medusas, en su piscina? Aquello era un imposible. ¿Quién es tan retrasado como para
meter una medusa en una piscina? Pero Jota no iba a echarse atrás por ese pensamiento, ni mucho
menos, aunque “algo” había empezado a martirizar sus nervios…
La radio había echado una canción de Phil Collins de mediados de los ochenta, cuando ya
había empezado su etapa en solitario, antes de volver a vomitar otra vez noticias fuertes:
—Ayer murió a los cuarenta años el escritor ucraniano Piort Aseyev en su residencia de
Odessa. Aseyev había pasado los últimos años de su vida intentando llevar a juicio al cineasta
underground americano Nick Foden, al que acusaba de haber plagiado su novela “La garra de la
muerte” para el argumento de su película “Los que se ocultan”, rodada en mil novecientos noventa
y nueve y jamás exhibida públicamente al morir tres de sus intérpretes y dos técnicos en unos “du-
dosos” accidentes. Aparte de morir la novia del director dos semanas después de concluido el roda-
je. La demanda del escritor jamás prosperó en parte porque casi nadie vio la película, ya que Foden
solo se permitió un pase sorpresa en un pequeño festival en Rotterdam, tras el cual desapareció
para siempre la única copia disponible de la película. Casualidad irónica, Aseyev estaba entre los
escasos diecisiete espectadores que la vio por casualidad. El propio Aseyev jamás volvió a escribir
y murió el pasado sábado de una sobredosis de morfina, a la que se había enganchado durante el
frustrante proceso para llevar a Foden a juicio en una causa que nunca prosperó y en la que nunca
fue auxiliado por entidad cultural o judicial alguna, ya que Aseyev siempre fue un desconocido
en su Ucrania natal. El destino de Nick Foden no fue mucho mejor, se volvió adicto al crack y a
la ketamina. Nunca volvió a ponerse tras la cámara. Afirmando a la desesperada que jamás había
leído el manuscrito de Aseyev e incluso desconocía su identidad; ambos nunca coincidieron. Lo
inquietante es que Foden agonizó en un cubil lleno de yonquis en Los Ángeles el día de su cuarenta
cumpleaños, el mismo día de Aseyev cumplía dicha edad y fallecía en Odessa.
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Relatos Increíbles
Demoniaca coincidencia, ya que ambos tenían un parecido físico muy inquietante, que daría
a pensar que se trataba de gemelos. Además de correr la leyenda de que ambos eran hijos de una
mujer moldava que los entregó en adopción llamada Tatiana Foden Aseyev. Descansen en paz.
Aquella noticia devolvió a Jota a la realidad. Por pura lógica tenía que pensar que al fondo
de la piscina no le pasaba nada por muy oscuras que estuviesen sus aguas… y que el neumático
se posicionase siempre en su centro. Tenía que tener una lógica que explicase aquello en vez de
dejarse llevar por supersticiones. Empezó a sonar por la radio una canción de un casi olvidado gru-
po de heavy metal de los setenta: “Pentagram”, pioneros de lo siniestro e inspiradores de “Black
Sabbath”, “Judas Priest”, “Iron Maiden” o ”Fear Factory”.
Contagiándose de coraje, se levantó y agarró la pértiga para irse acercando el neumático
hasta la orilla de su piscina, hasta tenerlo al alcance de la mano. Miró el agua oscura y haciendo
un profundo respiro para darse valentía, se dejó caer a cuatro patas sobre sus manos y rodillas a
fin de tener un punto de apoyo que le permitiera mantener el equilibrio sin necesidad de mojarse,
simulando las cuatro patas de un perrito. Se sintió ridículo en aquella postura, pero al menos no se
caería al agua, navegando suavemente sobre aquel neumático de camión a modo de donut gigante.
El agujero del centro le permitía ver subir y bajar el nivel del agua sin que esta jamás le alcanzara.
No tenía nada que temer y de hecho sintió la tentación de zambullirse hasta el fondo y desde
allí volver a saltar para propulsarse hasta la superficie. Pero no se movió, y se limitó a dejarse me-
cer por la brisa… hasta que se dio cuenta que el neumático había vuelto a posicionarse en el centro
mismo de la piscina y que su posición volvía a ser fija e inmóvil.
Pensó que el agua oscura siempre le había inquietado por lo que podía esconderse debajo
de ella, y que por eso siempre había preferido la piscina al agua del mar. Se oían historias que en
Australia los caimanes habían invadido piscinas privadas sofocados por el calor y habían atacado
por sorpresa a sus propietarios. Pero lo máximo que podía meterse allí era una culebra de campo, y
no había oído leyendas urbanas al respecto. Hasta el agua de los ríos le daba cosa por qué se llenaba
de peces y animales de toda clase, y el agua de las playas le asustaba por las medusas. Pero intentó
controlarse y miró fijamente el agua oscura.
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Un destello plateado volvió a brillar bajo la superficie y en su cerebro se conectó la palabra:
pánico. Y entonces, perdiendo la noción del tiempo y el espacio, el agua negra desapareció y Jota
se vio de pronto levitando en el vacío. El líquido se había esfumado y había dado a otra realidad:
un enorme hueco de escalera de caracol hecho de mármol similar al coral, de una altura de unos
diez pisos. Jota recordó al instante que también sufría vértigo y a la vez se repetía que aquello no
podía estar sucediendo mientras flotaba suspendido en el vacío y veía por el agujero del neumático
el gran hueco por donde debía haber estado el ascensor. El hueco de todo gran edificio modernista
por el que amenazaban con precipitarse los vecinos y los suicidas hasta el feliz aterrizaje. Podía
respirar la atmósfera de un interior fresco con buena ventilación y limpiado con lejía perfumada,
lo que no hacía menos terrorífica su caída en picado hacia lo que parecía una cocha de mar gigante
con sus fauces cerradas y tan blanca como el resto del entorno. Jota miró asustado a su entorno en
todas direcciones antes de volver la mirada al vacío que caía por el hueco de su neumático flotante.
Pensó que de no tratarse de una alucinación provocada por el pánico, había saltado a otra
dimensión por alguna razón desconocida, puesto que el entorno que le rodeaba no le daba ninguna
opción de huida. Al menos de momento… y entonces creyó en aquel instante entender la situación
de aquel imposible. Quizá por eso el neumático se posicionaba siempre en el centro de las aguas,
para poder ejecutar un salto dimensional entre dos mundos cuya puerta de entrada era el centro de
su piscina.
Jota pensó en qué clase de seres habitarían aquel hueco de mármol y cuál sería su aspecto;
y si podría llegar a verles desde el agujero de su neumático. No es de extrañar que nadie se hubiese
atrevido a bañarse desde el año pasado. Aquellas caballas debieron ser los primeros cosmonautas
hacia aquella dimensión, hacia el hueco de la escalera.
Quién sabe si no se ahogaron por el cloro o el oxígeno de aquel abismo que se extendía
bajo sus pies en aquel lugar imposible donde no podrían haber sobrevivido…y entonces el silencio
que rodeaba a Jota se cortó de pronto con una especie de gigantesco eructo similar a unas enormes
tripas revolviéndose.
¡Y entonces Jota empezó a caer al vacío a bordo de su neumático como si la fuerza de la
gravedad hubiese vuelto a traición, y no pudo parar su caída mientras veía abrírsele las fauces al
Leviatán que habitaba en el fondo de aquel hueco!
Una boca de forma vaginal infectada por millones de dientes de piraña dispuestos a darle a
Jota la bienvenida, por lo que no paró de chillar mientras se sumergía en aquella abominable oscu-
ridad.
Dándose cuenta en pocos segundos que tragaba agua y se revolvía en líquido elemento, el
agua con cloro de su oscura piscina, dio unas violentas patadas para salir hacia la superficie ayu-
dándose de paso con brazadas. Emergió justo delante de la escalerilla y salió por ella de dos saltos
y cayó rodando sobre el borde de cemento que le rodeaba. Sintiéndose a salvo ante el inminente
crepúsculo, respiró aliviado.
Perdió la noción del tiempo mientras juraba que no revelaría su viaje ni a locos ni a cuerdos.
La radio comenzó a soltar los primeros sones de Sting cantando al frente de “The Police”,
“Spirits in a Material World”, y a Jota le invadió la euforia de haber vivido una experiencia fuera
de serie, preguntándose si su hermano y su padre no habrían tenido el mismo viaje y se lo callaron
como haría él. Pero el peligro no por ello dejaría de existir. Oyó a lo lejos un coche acercándose
con música metal a bordo, era su hermano acompañado de un doble claxon.
Volvió a mirar la superficie del agua y otro chapoteo plateado le hizo saltar: pensó en medu-
sas caminando sobre dos patas. El neumático había vuelto a posicionarse en el centro de la piscina,
como si quisiera no volver a moverse jamás pese a la brisa y el viento. Oyó pisadas.
Su hermano salió de la creciente oscuridad y le sonrió: —¿Qué tal la tarde?
Y sin quererlo, volvió a pensar en medusas caminando sobre dos patas…
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Relatos Increíbles
Jota hubiese dicho mil cosas al mismo tiempo pero solo soltó: —Nada del otro mundo.
Víctor fue en busca de su nueva novia, mientras Jota se quedaba mirando la superficie de
la piscina donde su hermano y su nueva novia y quizá el mismo se dieran un chapuzón. Por unos
instantes vio un resplandor plateado bajo su superficie, similar a las ondas que deja una piedra al
chocar con el agua quieta. Salvo que el impacto se había producido bajo la fina línea acuática que
separa el agua de la superficie. Allá donde la oscuridad no dejaba penetrar a la vista.
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Los mensajeros
de la noche
Por: Javier Velásquez
Relatos Increíbles
L os días grisáceos venían teñidos del rojo adorno de la guerra en Feddertown. Las ba-
tallas se habían extendido no solo a través de las tierras sino en el tiempo. Los años
enseñaron a las partes que la comunicación con los aliados era fundamental; así lo ha-
bía aprendido el reconocido coronel Johan Wigmund, quien escribía con detenimiento
un comunicado desde su campamento al noroccidente de Feddertown, a unos aliados
importantes. Dado el gran valor de las comunicaciones para la los periodos bélicos, los aspirantes
a transportar las misivas debían ser eficientes y de confianza. Por eso tras un año de preparación el
mensajero, de rasgos serios e insanos, Heinrich Grand, tendría la oportunidad de poner a prueba lo
aprendido y hacer su aporte en la guerra.
El recorrido que lo llevó a lo que iba a ser su encomienda más importante, no era del todo
complicado. El desespero por la búsqueda de la victoria había llevado a los rebeldes liberalistas,
comandados por Wigmund, a valerse de trabajadores de las poblaciones lejanas de las ciudades
porque cumplían los requisitos más importantes para llevar mensajes que comprometían la vida de
muchos y las arcas de otros. Los más ágiles, resistentes y fuertes eran las mejores opciones. Tam-
bién se buscaban algunos con astucia suficiente para salirse con la suya al encarar el enemigo, aun-
que esto implicaba riesgos con individuos desafiantes. Así que para evitar cualquier problema con
el traslado de epístolas, el seguimiento, la convocatoria y elección era muy rigurosa. Le exigían
algo particular a los osados hombres: que fuesen analfabetos. Por esto se les probaba de diferentes
maneras, a unos se les hacía llegar tratados, comunicaciones de confiscación de predios, amenazas
u ofertas jugosas a sus hogares iletrados, y si no mostraban interés, protestas o quejas por estos
textos, empezaban el proceso de ser parte de la escueta mensajería con fines militares. Los elegidos
se beneficiaban con jugosas propuestas de trabajo y terrenos al terminar el conflicto.
No eran muchos los emisarios, y muchos menos los que contaron con la suerte de participar
en la mensajería de los más altos mandos, como Heinrich Grand, quien ahora tenía una misión de-
finitiva para cambiar el curso de la guerra que se estaba librando y, tal vez, el destino de muchos.
Fue así que la azul y nublada mañana de un sábado el coronel Wigmund, con su pulcro
uniforme que lo enaltecía como comandante, le entregó personalmente la misiva a un anonadado
Heinrich:
—Antes de esconderse por completo el sol, por el viejo camino de Ylión, que atraviesa un
olvidado cementerio, allí verás una abandonada biblioteca… Nadie debe verte. Hijo, serás recom-
pensado cuando regreses.
El nervioso Heinrich, con harapos de gentuza del vulgo y su vieja bolsa, a pesar de que sus
rasgos no lo demostraban, expresó su admiración al líder castrense que tenía en frente:
—Gracias señor, prometo entregar cuanto antes el mensaje.
Un teniente los interrumpió acercándose a Wigmund y consultándole por su firma para
completar el formato para asignar escoltas al mensajero, este con un gesto de molesta negación se
apartó mirando fijamente a Heinrich:
—Este valiente errante no necesita escoltas. Pienso que solo retrasarán su paso, y además,
teniente Hegg, no pienso arriesgar más hombres. Doy fe en que nuestro mensajero solo necesita
provisiones, ¿no es así señor Grand?
Sin conocer las consecuencias de esto, el vulgar mensajero solo asintió y sonrió a los mili-
tares, dio media vuelta y salió de la gran tienda de campaña del coronel y partió a su destino.
El viejo camino de Ylión siempre estuvo en boca de todos los pobladores, cuando de perso-
nas desaparecidas, gritos y sonidos extraños, se trataba. Muchas explicaciones se ofrecían a estos
raros eventos. Heinrich también había crecido escuchando las leyendas sobre este viejo sendero o
lo que quedaba de este, y ahora era recorrido por este iletrado en soledad. Pero, pensar en todo ello
no detenía al mensajero, y más que la jugosa recompensa ofrecida por cumplir tan importante tarea,
sentía algo de orgullo y honor al realizar y cumplir esta encomienda.
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Después de todo, pensaba, era mejor ser partícipe que simple víctima de la avanzada de
la temible armada fiel al patriarca Anglaenon, Señor de Feddertown. Se decía que usualmente
azotaban poblaciones lejanas y dejaban pueblos más desolados de lo que ya estaban, en busca de
milicianos del cuerpo civil. Debido a esto no era raro que en las casas se sobreviviera contra enfer-
medades, hambre y tiros.
Pero, por suerte, el camino que recorría no tenía ninguna cabaña habitada. El pueblo más
cercano estaba a dos horas a caballo, un factor favorable más que negativo. Con ritmo seguro el
hombre recorría el sendero apreciando cómo la vegetación se apoderaba del terreno y devoraba los
últimos restos de un asentamiento que un día allí fue habitado. A pesar de la seguridad de su mar-
cha, lo inquietaba la tranquilidad del lugar. Esto lo dejaba expectante a emboscadas enemigas, que
eran comunes en senderos solitarios, o de ladrones al asecho. Un temor débil a las leyendas con las
que había tenido contacto también lo invadía.
Entrada la tarde, Heinrich decidió darse un descanso vespertino. El camino, según había
escuchado, no era tan largo si se recorría a marcha segura, por lo que comió y bebió confiado,
descansó un poco, y siguió pensando en los misterios que rodeaban el lugar. Pronto su atención se
vio atraída por el mensaje que iba en su bolsa, sacó el paquete que le habían dado, ojeó el sello que
usaba el líder miliciano liberalista y sintió el deseo de leer el motivo por el que arriesgaba su vida,
pero un lejano fuego de sonido de cañones lo interrumpió.
Se levantó agradeciendo que se escucharan lo más lejos posible del lugar donde se encon-
traba. Guardó el paquete y continuó su marcha por el sendero ambientado por un nublado atardecer.
Con el sol escondiéndose, el emisario ingresó al olvidado cementerio que el admirable
Wigmund le había mencionado. En el lugar se distinguía unas cuántas tumbas a un lado y al otro
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Relatos Increíbles
lado del terroso camino, que se iba haciendo más estrecho conforme avanzaba la vista, la maleza
también había devorado y profanado el descanso de los muertos. Más adelante se veía una antigua
pero bella estructura de estilo difícil de apreciar para el analfabeto caminante. Se sentía admirado
por las ventanas, balaustres en lo alto y el arco que adornaba la entrada de esta.
Se trataba de la inmensa biblioteca y se notaba su abandono, con las plantas invadiendo sus
esquinas. Ver tal construcción le dio una pequeña satisfacción por haber culminado el trayecto y,
también, por ver por primera vez una estructura así de diferente a las viejas casas y las comunes
iglesias que se veían en su pueblo. Pero su entrenamiento le recordó que debía conservar cautela
antes de ingresar, a pesar de que no pareciese haber allí más que abandono y leyendas. Por lo que
caminó con mucho más cuidado, se salió un poco del camino, bordeando algunas tumbas y pasando
lo que quedaba de una derruida valla de piedra, para llegar, desde el lado izquierdo del lugar, a las
escaleras y postrarse allí algo eufórico.
Había llegado y ya el sol exhibía sus últimos rayos de luz. El azul se hacía más profundo en
el cielo, y con la inquietud de unos minutos en espera, sacó con recelo, mirando cual lunático a su
alrededor, el paquete. Desató la cuerda y con su mano derecha levantó la tela que cubría un libro.
Con algo de extrañeza tocó su dura tapa y lo abrió. Se topó con garabatos ininteligibles, pero, con-
tra toda creencia de sus empleadores, sabía leer, solo que lo que estaba plasmado en el texto eran
códigos encriptados. Avergonzado de sí mismo por abusar de la confianza del coronel y romper su
pacto, metió la cabeza entre las rodillas y posó su mano izquierda con el libro apuntando hacia el
suelo. Repentinamente levantó su cabeza por un leve sonido y se percató de la caída de una carta
sobre uno de los sucios escalones. Rápidamente tomó la carta e intentó guardarla, pero repentina-
mente escuchó del lado derecho de la biblioteca varios pasos. Instintivamente guardó la misiva
en sus harapos, envolvió el libro con la tela y lo ató para meterlo en su bolsa, levantándose de un
salto trató de abrir la olvidada puerta infructuosamente. En vista de eso, corrió desesperadamente
al extremo izquierdo de la biblioteca pero una extraña fuerza empujó fuertemente su cuerpo contra
la pared y perdió el conocimiento.
Al recuperar la conciencia, Heinrich se vio rodeado por extraños con túnicas negras que
escondían sus rostros. Uno de ellos ojeaba el libro que le habían encomendado entregar. Sintió ira
pero estaba apresado por un fuerte dolor de cabeza y desventaja numérica. Una sensación de impo-
tencia lo invadió por completo cuando al girarse vio que se encontraba dentro de la biblioteca, la
cual en la parte trasera tenía sus muros y parte del techo caídos, desde donde se alcanzaba a divisar
el profundo azul del cielo nocturno. Al observar a otro lado, vio a uno de los extraños individuos
con un objeto de apariencia metálica, el cual se abrió exhibiendo extrañas terminaciones puntia-
gudas, levantó una pesada tapa metálica de lo que parecía una abertura, sin tocarla con sus manos,
como si fuese magia.
Su curiosa impresión no duró mucho cuando los hombres lo levantaron violentamente,
mientras pronunciaban de manera aberrante ininteligibles palabras, y a empujones lo arrojaron al
oscuro hoyo recién abierto.
La caída dejó al emisario tendido en el suelo adolorido, pero sin heridas graves, por lo que
se reincorporó mareado y sollozando, para echar un vistazo a su alrededor y notar una imponente
oscuridad que lo hizo sentir sofocado.
La única luz que llegaba a sus ojos era la nocturna luz de la abertura por la que había sido
arrojado por sus captores, y de la cual se escuchaban difícilmente conversaciones entre estos. En-
tonces, un repugnante olor penetró su nariz y lo empujó a buscar una posible salida. Palpando des-
esperadamente entre la oscuridad, se estrelló con un muro y siguió este para encontrar una abertura
pero no se topó con ninguna notando que el lugar era minúsculo. Se sintió cada vez más desespe-
rado. Al tratar de retornar a la luz, esta desapareció con el sonido de la tapa metálica sellando el
hueco en el que se encontraba y dejando solo un pequeño haz de luz proveniente de la luna.
∞ 24 ∞
El ambiente le pareció más opresivo para su respiración. Se dejó caer de rodillas con toda
esperanza desvanecida, pero al rato recordó la carta, la buscó en sus harapos abruptamente verifi-
cando si aún la tenía, y de su pecho sacó la misiva restaurándole así un halito de esperanza. Abrió
por fin la misiva y se acercó a la única fuente de luz lunar para leer el contenido de esta, buscando
razones válidas para morir. En su esfuerzo por leer algunas oraciones, un sonido, un horrible susu-
rro, seguido de un fuerte golpe, lo embistió fuertemente dejándolo con las manos vacías y lejos de
la escasa iluminación.
Escuchaba un extraño movimiento, algo acercándose, y al tratar de levantarse sus manos
tocaron una grotesca sustancia viscosa embarrada en el suelo. El anormal susurro proveniente de la
oscuridad lo inundaba de terror, llevándolo al borde de la locura. Retrocedió tropezando frenética-
mente para huir del invisible peligro. Pensó en la carta que debía recuperar, así que rodeó el lugar
sin perder el haz de luz de vista. Se abalanzó sobre la carta que aún era visible gracias al nimio
destello y la abrió desesperadamente para leer a voz viva tartamudeando:
—La ca… La cabra de los di… diez mil retoños…—
Repentinamente, aquello que lo perseguía se detuvo. El aterrado mensajero Heinrich no
escuchó ni un paso ni un susurro más, un descanso a su favor para recuperar el aliento, pero lo que
sucedió después lo dejó sin aliento casi al punto de desmayarse. Una sobrenatural imitación de voz
humana se desprendió de la oscuridad:
—¡Iä! Shub… ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! —
Esta inteligible emisión hizo que el emisario perdiera todas sus fuerzas y sus sentidos fueran
corrompidos por un horror indescriptible. Ante Heinrich, quien se hallaba arrodillado observando
sin parpadear la oscuridad, una criatura con forma de cangrejo, tan grande como un hombre robusto
y de textura rígida y rosácea, con una cabeza cubierta apéndices, se acercó a la escasa luz que ahora
le permitía divisar aquel ser sacado de los sueños más aberrantes y desquiciados.
Heinrich, inmóvil por el más profundo miedo, vio como aquella aberración retrocedió hacia
la oscuridad para luego aparecer avanzando violentamente, pero esta vez no contra él, sino, con
la ayuda de dos inmensas alas, para impulsarse hacia la tapa del hoyo y golpear fuertemente esta,
lanzando sonidos que solo se podían interpretarse como sufrimiento de una criatura infernal.
∞ 25 ∞
Relatos Increíbles
El bestial ser cayó fuertemente de nuevo al suelo cerca del atónito mensajero, emitiendo de nue-
vo extraños sonidos, que, al percatarse Heinrich, no producían eco en el oscuro lugar, más bien
parecían que provenían de su cabeza, como si desde su mente se originaran, como si estuviese
enloqueciendo.
Tembloroso, sollozando y agotado retrocedió apretando la carta con su mano, y repitió lo
que había osado leer con anterioridad:
—La ca… La cabra de los di… diez mil retoños…—
Para luego, llevado por un efímero impulso, gritar de manera hilarante:
—¡La cabra de los diez mil retoños! ¡Sáquenme de aquí! —
Al guardar silencio, desde la superficie podían oírse gritos y sonidos de lucha. Posible ayu-
da, pensó Heinrich, quien escuchó el ceder metálico de la tapa que rompió la oscuridad con un leve
destello de luz lunar. Una voz informó:
—¡Tomen la cuerda! —
El mensajero se arrojó con gratitud a la cuerda que le habían arrojado y se aferró a esta para
ser sacado, por fin, a la superficie. Unos hombres lo ayudaron a levantar para dejarlo en un lugar
a salvo. Le dieron un poco de agua y lo tranquilizaron. Agradeció a los desconocidos que luego lo
dejaron para ayudar sacar a la criatura de la cloaca, la cual taparon con un inmenso trapo y llevaron
rápidamente hacia el interior del edificio.
Su atención se vio atraída por otros tipos que traían consigo a varios de aquellos extraños
que lo habían arrojado al hoyo. Aún los reconocía por sus túnicas. Mientras uno de ellos reía mor-
dazmente avisando:
—¡Jajaja! ¡Ya viene la oscuridad! —
La luz emitida por la luna desapareció debido a imponentes nubarrones que se asomaban en
el horizonte. Heinrich alcanzó a ver, a pesar de la oscuridad presente, cómo de los pisos superiores
de la vieja biblioteca descendieron varias horribles criaturas similares a la que ya se había visto.
Estas cayeron pesadamente cerca a los derrotados extraños de túnicas oscuras y enérgicamente
empezaron a reducirlos. El miedo volvió a Heinrich con aquel frenesí, de cangrejos bestiales y
hombres. Fue testigo de cómo las cabezas de aquellos que fueron sus captores, eran arrancadas por
las criaturas con la ayuda de algunos hombres, mientras otras de esas alimañas se acercaban con
extraños objetos cilíndricos a las víctimas.
Esta masacre hizo que toda dicha desapareciera, pero esta vez sin dejarse petrificar por
el terror, se levantó para correr lejos de allí. Atravesó a toda velocidad los derruidos muros de la
estructura y salió rumbo al bosque. En el camino tropezó fuertemente con una roca. Adolorido y
en el suelo, intentó levantarse rápidamente pero una extremidad no humana lo ahorcó. Intentando
librarse repitió sin aliento lo único que pudo recordar de la encomienda:
—Cabra… mil reto…re… ¡agh! —
Fue liberado por el horrible ser de aspecto de cangrejo que se alejó un poco de él, a la vez
que uno de los hombres con aspecto compasivo se acercó con una lámpara, pasándole de paso la
carta e iluminándole para que la leyera:
— (…) La cabra de los diez mil retoños.
Esto es, querido coronel Bradford, lo que debe ser pronunciado si se ve ante las criaturas del bos-
que. Así evitará que sus hombres y usted, por supuesto, sea atacados por estas horripilantes bestias,
quienes se tornan agresivas si se percatan de nuestra presencia. Pero de comunicarse, le contesta-
rán con imitaciones de voces humanas y mostrarán interés. Por otra parte, aún sigo estudiando la
fijación que tienen por las cabezas de sus víctimas. Tenga presente que el contacto con estos seres
puede darnos una ventaja en batalla a aquellos que somos fieles a nuestro señor Anglaenon, pero
en criaturas así no podemos fiarnos. Por eso, le envío este mensaje junto con la ubicación de una
de esas criaturas que tenemos cautiva, para que sea estudiada y descubierta su debilidad, para ser
destruida junto con otras similares que habitan el bosque. Empero, he iniciado un plan y dado ins-
∞ 26 ∞
trucciones para que los liberalistas ataquen, atrapen y torturen a estos seres. Así serán vistos como
los verdaderos enemigos, siendo diezmados tanto por la gloriosa armada del patriarca como por las
extrañas criaturas, consiguiendo, tal vez, la victoria definitiva sobre el enemigo.
(…) No permita que el enemigo se entere de esta oportunidad con las criaturas, sería nuestra perdi-
ción. Solo resta rogarle que haga lo posible por matar al ser que he capturado, ya que este llama a
los suyos si se ve en apuros. Son inteligentes y si estas cosas son vistas por la mayoría de nuestros
hombres serán derrotados por la locura que conlleva divisar a esos demonios. No habrá guerra ni
habrá victoria si todos somos subyugados por esto temibles seres de leyenda.
Espero su pronta respuesta.
Coronel J. Wigmund
La decepción impidió que Heinrich leyera la carta en su totalidad. Con lo leído, bastó para
desmoronar hasta la última pizca de esperanza y fuerzas que le quedaban. Dejó caer con resigna-
ción su cuerpo en el suelo. Ya no sentía miedo, era más fuerte la decepción, y admirando la bóveda
celeste, lo último que vio fueron rostros humanos, agradeciéndole, según podía leer en sus labios,
junto a cabezas con apéndices que le manoseaban el rostro, mientras desprendían su mente de su
cuerpo para introducirla en un líquido verdoso dentro de un tubo, junto a muchos otros cerebros
humanos, recolectados por estas criaturas que, según las leyendas de alrededores de Feddertown,
descendieron de la profunda noche para apoderarse de las mentes humanas y torturarlas por toda la
eternidad, lazándolas al vacío.
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Relatos Increíbles
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En la escuela
Por: Luis Eugenio Panza
Relatos Increíbles
C ada vez que entraba un profesor, entre varios lo agarraban y lo mataban. Tenían divi-
didas las tareas, y ya sea por coerción o por locura colectiva las cumplían a rajatabla.
Entraba el profesor por la puerta del fondo del aula, y sin mirar mucho saludaba a nadie
en particular, de manera resignada, caminando por el pasillo hacia el pizarrón, cuando
era agarrado por tres de los chicos por atrás. Pablo el más alto tapándole la boca para
que no gritara, Marcos y Flor, la machona que muchas veces se agarraba a las piñas con los pibes
del quinto año —y ganaba— lo atrapaban desde atrás agarrándolo firmemente de los brazos, en una
llave de esas de la lucha en la que todo vale. Solo sabían una llave efectiva, pero la hacían los dos
a la vez, cada uno por un lado, y la ejecutaban de forma meticulosa para asegurarse que el profesor
no zafara. Después estaban los que lo ejecutaban, Ramiro y María del Carmen, desinteresados de
simbolismo agarrándolo de la cara y dándola vuelta para un costado hasta que hiciera ruido como
que ya estaba. Alejo, Miranda, Zair y Esteban sujetaban el cuerpo ya muerto, con el peso cambiante
y convirtiéndose rápidamente en una bolsa de papas, lo tomaban de los brazos de Marcos y Flor
como si fuera una posta, para ir a llevarlo con cuidado al otro rincón del aula, a la pila, para que no
se viera cuando alguien entrara. Viéndose de afuera era un ejercicio de física, de esos que el profe-
sor cuya cabeza yacía sobre el pie derecho de la de Psicología y bajo el vientre de la de Literatura
hubiera estado orgulloso unos días, o tal vez unas horas, atrás. Miranda y Zair, los más lógicos
y endebles de los cuatro, calculaban precisamente el punto de gravedad del cuerpo muerto, y lo
agarraban en los lugares exactos para tener que hacer la menos fuerza posible, con una intuición
que solo puede provenir de alguien que, de tanto hacerlos a conciencia, ya tiene internalizados los
cálculos. Alejo y Esteban eran menos exquisitos, pero tenían horas de entrenamiento en gimnasio
para respaldar su incompetencia física/matemática. El resto de la clase se dividía en campanas, en
gente encargada de cerrar la puerta cuando el profesor llegara, y hasta en chicos cuya labor consis-
tía solamente en tachar la materia de todos los calendarios, lo único que se venía a parecerse a un
ritual. Con el simbolismo más básico, la materia que dictaba el profesor que acababan de matar se
anulaba completamente, desaparecía en su totalidad de una existencia pasada, presente o futura y
se hacía una con la nada.
La distribución de tareas y roles no solo garantizaba el rendimiento de toda la operación,
que alcanzaba porcentajes tan satisfactorios que más de un administrador se sentiría tentado de
analizarla, sino que también servía para mantener a todos ocupados en algo, participando, y para
que ninguno se detuviera a pensar o quisiera desvincularse de la fría locura del resto del grado.
Resultaba difícil saber cuándo y cómo es que esta había comenzado. Las teorías eran va-
rias, y, si bien muchas encontraban puntos en común con las demás, lo cierto es que existían tantas
teorías como chicos dentro en el año. Treinta y uno, para ser exactos. Las causas que se barajaban,
entre murmullos por temor al buchoneo del de al lado, eran:
1. El liderazgo de Marcos.
2. El bullying de Alejo y Esteban.
3. La falta de futuro asegurado tras la escuela secundaria.
4. La intolerancia de Miranda por un sistema educativo que no la comprendía a ella ni a cual-
quiera que quisiera educarse, y un plan que supuestamente ella vendría gestando en secreto desde
hace años.
5. La posible expulsión de Gerardo, quién, quizás desalentado de antemano por la espada de
Damocles que se cernía sobre él desde mayo, no parecía encontrarse del todo en la revolución de
los estudiantes.
6. El profesor Ledesma.
7. La represión de las mentes y la imposibilidad de protesta desde abajo.
∞ 30 ∞
Junto con estas, de forma aún menos abierta muchos culpaban a la clara homosexualidad
reprimida de Alejo y a la necesidad de resaltar de María del Carmen, capaz de cualquier cosa con
tal de llamar la atención de cualquier persona que se encuentre en un radio de diez kilómetros de
distancia.
En la pila del rincón, mientras tanto, el número de cuerpos se hacía cada vez más grande.
Lo que había empezado con el cuerpo enjuto y ya enfermo del señor Guzmán, al cual la muerte ni
siquiera había conseguido empeorar, ahora constituía una masa informe de carne y fluidos diver-
sos que debía ser abanicada con carpetas oficio para evitar que los olores se propaguen. A Juan,
encargado de “refrigerar” los cuerpos con su destartalada carpeta del Barza, le recordaba la vez
que en primaria Diego había tirado las cuatro bombitas de olor que habían comprado, pisándolas
fuertemente frente al escritorio de la de Actividades Prácticas. La reacción de la profesora había
sido cerrar la puerta y las ventanas, para que, encerrados como ratas, se señalen los unos a los otros
con el dedo y empiecen así a caer los culpables.
La situación se iba a hacer rápidamente insostenible, y algunos empezaban a manifestar sus
dudas, incluso mostrándose claramente escépticos en el caso de Gerardo, de si iba a ser posible
continuar hasta las seis y cuarto que es la hora del timbre para irse a casa, cuando Miranda anuncia
con todo el peso de una premonición que dos de los docentes de la pila tenían que ir a otras clases
con otros años. Lo afirma con total certeza, como si tuviera la agenda de estos profesores en la
mano. A Ruiz lo deben estar esperando en primero, dice, y a Ledesma, la puta que lo parió a Ledes-
ma, lo deben haber estado esperando en quinto desde la hora pasada. A Ledesma nadie lo iba a ir
a buscar, pero Ruiz era un problema, porque si se quedaba mucho tiempo solo primer año alguien
iba a enterarse por el bardo. Y cuando mandasen a alguien a buscarlo, por más que se encargasen
de esa persona, en algún momento todo iba a saltar. Las dudas empezaron a correr de un lado para
otro, cada vez más descontroladamente, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Marcos y de
puños de Esteban, que golpeaba el aire, al no tener una persona específica contra la cual dirigir sus
amenazas.
No había nada que hacerle, el grupo empezaba a fragmentarse, cuando Zair propone que él
y Miranda vayan a la sala de profesores, diciéndoles a los otros docentes que Ruiz los había man-
dado, como para pedirle a otro profesor que lo vaya a cubrir a primero hasta que él pueda terminar
una actividad. Era rebuscado, sí, e inmediatamente empezaron a negarse tanto Alejo como Flor, a
los que solo les ganó en intensidad la protesta de Gerardo, para pedir que no manden a los tragas,
y exigir que lo dejasen ir a él en su lugar. Con su intervención el argumento ya estaba perdido de
antemano. No iba a haber nada que Alejo o Flor pudieran decir en forma de protesta, ahora que
Gerardo se había proclamado de su lado, y de todas maneras era innegable que los nerds eran los
únicos que contaban con la suficiente credibilidad para hacer funcionar un plan tan descabellado.
Parte 2
Ni Miranda ni Zair volvieron al aula. Los esperaron diez minutos, comiéndose las uñas y
temerosos de que su plan no estuviera funcionando, y luego llenos de bronca por la traición, por la
falta de huevos de esos dos que se habían largado a la primera de cambio. Claro que nunca habían
sido aceptados en el grupo, y francamente siempre habían sido discriminados, más Marcos y algu-
nos de sus seguidores empezaron a hablar de la unidad que formaban todos aquellos del tercer año,
más importante que cada uno de sus integrantes, que tanto Zair como Miranda habían violado. El
resto de la clase opinaba de maneras diversas. Algunos escuchaban atónitos como Alejo y Esteban
concordaban conque la unidad del curso había sido traicionada, porque tenían presente la forma en
que siempre habían tratado tanto a Zair como a Miranda. Otros se dejaban convencer, y comenza-
ban a abuchear a los tragas. Los argumentos parecían atenuarse o radicalizarse por el valor semán-
tico que contenía la pila de cadáveres mal abanicados. En cualquier caso, con la fuga de Miranda y
Zair, solo quedaban veintinueve en el aula.
∞ 31 ∞
Relatos Increíbles
∞ 32 ∞
desangraba al curso, a los frágiles fragmentos del equilibrio destrozado y a la falta de cemento
humano capaz de aglutinar a las diferentes individualidades que empezaban a hacerse notar en-
tre los rincones más insospechados del aula. Era solo cuestión de tiempo para que alguno de los
veintinueve alumnos restantes se percatara de lo insignificante que resultaba, a fines prácticos, la
diferencia entre matar profesores o a otros compañeros, con los cuales frecuentemente compartían
enemistades de años. Nadie hubiera discutido la racionalidad de matar al profesor Ledesma, pero
¿cuál era la lógica para un Juan Manuel, para un Mariano, de matar a la profesora Ollervides de
literatura que se venía con esas minifaldas en verano, y seguir las ordenes de Marcos, o peor, de
Gerardo, que siempre los habían maltratado? ¿Cuál podía ser la motivación de una Guada o de un
Santiago de matar a pobres diablos como el señor Guzmán para perderse entre los altibajos emo-
cionales de Alejo, o en el terremoto generado por la necesidad de atención de María del Carmen?
Para un grupo de adolescentes que eventualmente debería lidiar con la responsabilidad de un aula
llena de cadáveres, no puede dejar de sorprender lo parcos que se encontraban todos por quedar en
medio de un fuego cruzado.
Este sería un buen momento para interrumpir la historia, para terminar en un todos contra
todos que escale hasta que queden irreconocibles todos los presentes en una inmensa bola de carne
y fluidos liberados por músculos nunca más tensionados, y en una bella moraleja en donde todo
cierre de manera casi pulcra, aséptica, de status quo inquebrantables y felicidad sin límites para
todos los que puedan costeársela, pero no, no pasó así, y hasta se podría afirmar que nunca hubiera
podido pasar de esa manera, desde el momento que, justo cuando la situación estaba a punto de
desbordarse, justo cuando la preceptora Ruth comienza a preguntar por Ruiz en la sala de maestros,
para llevarlo a primer año, Juan se da cuenta que la profesora Ollervides comienza un frenético
letargo por intentar incorporarse, sacándose a Ledesma de encima y destrabándose de las piernas
del señor Guzmán, para emerger desorientada y triunfal en un grado en estado de ebullición, en una
revolución truncada cuyos miembros parecerían haberse olvidado por qué estaban peleando
Parte 3
La supervivencia de Ollervides no tuvo que ver ni con su destreza física ni con lo poderoso
de sus encantos, recalcado hasta el cansancio por los varones del grado, en especial por los elogios
desmedidos de Alejo, casi poéticos en una chabacanería entremezclada con un conocimiento sobre
moda que sorprendía hasta al más descuidado. Incluso en este día, en la más inapropiada de las
situaciones, Miranda hubiera podido asegurar haber escuchado a Alejo comentarle a Esteban que
los pantalones blancos de bambula, incrustados como calzas de los 80’s en el culo de Ollervides,
tenían el único propósito de provocarlos. Y es debatible, porque es poco probable que Ollervides
se haya levantado a las seis y media de la mañana con ojeras inmaquillables, tanteado para apagar
la alarma del celular en una puteada balbuceada, y arrastrado hasta su placar en penumbra, sin
siquiera tener tiempo para desayunar un pancito con mermelada y un poco de manteca, y pensado
en que ese día se iba a ir a la escuela vestida como puta para calentar a los pendejos de tercer año.
Y es debatible, también, porque Alejo no puede haber tenido experiencia de primera mano de los
80’s, y porque su forma de decir bambula es casi venenosa, como si se llenara los pómulos como
dos naranjas con todo lo más efervescente de esa palabra y la hubiera escupido despacito, así con
asco, como si estuviera fermentando una chicha que pueda usarse como veneno para ratas.
Pero esto no importa, porque en ese momento Miranda ya no se encontraba en el aula,
habiéndose alejado de esta historia, quizás en busca de escritores mejores que puedan darle la im-
portancia que ella realmente se merece, o quizás también, porque no, para buscar un psicólogo que
la ayude a superar los sucesos de una tarde en diez o quince años de terapia. Y tampoco importa
porque Ollervides continuaba incorporándose, apoyando el peso de su cuerpo en su brazo izquier-
do, y este en el cráneo de Martínez, que todavía tiene piel y carne pero ya es cráneo, ante la mirada
estupefacta de un Ramiro y una María del Carmen que no pueden comprender qué es lo que se les
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Relatos Increíbles
puede haber pasado por alto, qué es lo que pueden haber hecho mal, culpándose mutualmente pero
para sus adentros para no faltar el respeto, por un error tan difícil de condenar, por haber hecho mal
la maniobra con uno, con solo uno de los profesores en su primer día matando. El que haya nacido
sabiendo que arroje la primera piedra, que buscar culpas es fácil.
El grado en general compartía la estupefacción de Ramiro y María del Carmen, porque
la profesora levantándose dificultosamente de la pila de cadáveres les recordaba a alguna de las
tantas películas de zombis que habrían podido ver. Quién sabe si a cada uno le recordara una es-
cena o incluso una película diferente. Los zombis no existen, claramente, pero recordemos que
el promedio del coeficiente intelectual del curso había bajado un par de puntos con la partida de
Miranda y Zair, y no se nos vaya a olvidar que se trata de un grupo de adolescentes, susceptibles
en sus hormonas descontroladas y en las bolas de pus concentrado proliferando a lo largo y a lo
ancho de sus cuerpos, confundidos por su participación directa o indirecta en una seguidilla de
crímenes de primer orden y en una revolución maoísta acelerada hasta lo absurdo en lo que parece
haber sido un pedo pasajero, descargado en un colectivo lleno a las siete de la mañana, odiado por
varios, amado por alguno, y prontamente olvidado. La confusión es comprensible, y lo importante
de la misma, en última instancia, es ver como Ollervides tuvo tiempo para incorporarse, para recu-
perarse parcialmente del shock, e incluso para comenzar a vislumbrar qué estaba pasando, cuando
lo más lógico hubiera sido remendar el error de Ramiro y María del Carmen, que le puede pasar a
cualquiera, y seguir con el plan hasta que este decante naturalmente, sin la necesidad de la inter-
vención sobrenatural de una desorientada profesora en pantalones de bambula que puede o no que
hayan sido escogidos para levantarse a los pibes de tercer año.
Y Marcos habla, o intenta hablar, pero sus fugaces codeos con el poder y con el liderazgo
son más frágiles de lo que pensaba, y poco hubieran podido hacer contra la figura poco plausible
de Ollervides sobre su pila de cadáveres, porque ahora son de ella, porque ahora nadie en el curso
hubiera podido disociarlos de la figura que se cierne sobre estos, ni hubiera intentado disputar la
autoría o la responsabilidad de la montaña de carne comenzándose a pudrir en una esquina del
aula, alegando que ellos, que ellos, que todos ellos se hubieran puesto de acuerdo como por arte
de magia para cumplir distintos roles y ejecutar a todos los profesores que entren al aula. No era
probable, y no hubiera sido creíble, y es solamente la magnitud de la falacia, lo implausible del
argumento, que rompen el encanto y que devuelven la timidez a todo el grupo de adolescentes que
conforman el grado, dejando entrever la superficialidad irresponsable de una cocoritéz que puede
desaparecer sin dejar rastro, o mejor dicho dejando un montón de chicos confundidos y desorien-
tados en sus nuevos cuerpos de personas grandes, con esa inmaterialidad que solo puede tener un
corcel que a medianoche se convierte en calabaza.
Y la profesora Ollervides los mira, su mirada recorriendo toda el aula sin quedarse en nin-
guno de los ojos que la esquivan, que parecen intentar hacer foco en la esquina del pizarrón, en el
reborde de sus bancos, en el cierre de una cartuchera, y hasta en el más osado de los casos más allá
de la ventana, en algún punto entre las hojas eternamente secas y siempre a punto de caerse del
árbol en permanente otoño afuera del aula, y los sueños y ansiedades de una miríada de futuros po-
sibles que ya nunca se concretarán, que se quedarán truncados por haber tomado una, dos, quizás
cientos de malas decisiones en un punto de inflexión que parece habérselos chupado a todos con
la terrible gravedad de una estrella que se apaga, para no mirar a la profesora, a los cadáveres, o
incluso a los dos bancos libres en donde todavía están por siempre olvidadas las mochilas de Zair y
de Miranda. La mirada de Ollervides no los juzga, no, sino que sus ojos sonríen, y luego ella, son-
ríe trastabillándose en el tenue y pasajero equilibrio de la tarima de colegas que tarde o temprano
será desmontada, pensando en las dos docenas de chicos que intentaron trascender, tomar acción y
convertirse en algo más, y que de ahora en más va a tener comiendo de la palma de su mano.
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Construyendo
un nuevo sol
Por: Yulia Huamán
Relatos Increíbles
L as terratinas eran una de las tantas comunidades de hormiguitas que viven en la Tierra.
Ellas se sentían muy importantes pues guardaban un secreto que ningún otro animal
conocía. Este misterio había pasado de tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, hijos,
nietos, bis nietos a tataranietos, y así había ocurrido desde el inicio de los tiempos.
Un día muy particular, Matrina, matriarca de las terratinas, quien era una amante
observadora de la naturaleza, había descubierto que gracias al Sol y su vital luminosidad todas
las criaturas en la tierra salían de sus hogares cada mañana: a cantar, conversar, reír, jugar y amar
llenas de alegría. Ella notó que en los días nublados y obscuros todos se guarecían en sus casas y
salían de ellas sólo por necesidad de alimento.
Esto la entristeció muchísimo y sintió la responsabilidad de dejar claras indicaciones a las
viejas y sabias hormigas de la comunidad si ello se repetía.
Llegó el mes de marzo y las terratinas que sólo veían lo que estaba al frente, a la derecha,
izquierda y debajo de ellas porque su constitución no les permitía mirar el cielo; empezaron a ver
que pedacitos de sol caían en la Tierra. Caían por todas partes y todo el tiempo. Corrieron en busca
de Matrina para preguntarle qué tenían que hacer. Matrina que ya estaba a punto de morir les dijo
en su último suspiro de vida: “Deben construir un nuevo sol”.
Las hormigas más sabias reunieron a las más jóvenes y les contaron el secreto que sólo ellas
conocían, advirtiéndoles que no lo compartan con nadie más pues significaría una terrible noticia
para todos los seres vivientes. Así que la hormiguita más vieja levantó la voz para que todas escu-
charan y dijo: “Cada año caen pedacitos de sol en la Tierra, el Sol ya está viejito y está muriendo.
Es nuestro deber reunir todos sus pedazos y construir un nuevo sol. Hagámoslo por la vida en la
Tierra y la vida de todos los que viven en ella”. Dicho esto, todas las homiguitas tomaron en sus
bocas un pedacito de sol y los empezaron a juntar, así lo hicieron durante miles de años.
Los animales que las veían decían: “¡Qué hormigas tan laboriosas! Llenas de alegría y di-
cha; cada otoño empiezan a juntar todas las hojas amarillas, mostazas y doradas que caen de las
flores y árboles. ¿Qué las motivará a hacerlo?”
Ahora que tú también sabes el secreto, no te pongas en su camino y déjalas trabajar. Lo
hacen con mucho amor por ti y por mí.
∞ 36 ∞
Renacer
Por: Eduardo Romero
Relatos Increíbles
C uando llegué, mi hermano ya estaba allí. Pude ver el brillo incandescente de sus ojos
desde mucho antes de llegar a él. Me esperaba sentado en una piedra solitaria a orillas
del lago de sal, bajo el cielo cubierto de nubes grises. A lo lejos se oía el rumor de las
olas que morían en la playa desierta. El viento hería mi rostro con gotas de lluvia tenue.
No se inmutó ni desvió la vista del horizonte cuando me acerqué. Me senté a su lado
sin decir nada. Entre nosotros las palabras sobran. Somos hermanos, después de todo. Nacimos
aquí, en este lago de sal, hace tanto tiempo que ya perdí la cuenta de los años. El motivo que nos
ha traído hasta aquí es el mismo. Yo sabía que lo encontraría aquí y él sabía que me encontraría
aquí también. No nos hemos visto desde que nacimos, y sin embargo no hay nada que necesitemos
saber el uno del otro.
Hemos venido porque estábamos perdidos. Hemos venido porque todo lo que antes eran
nuestros dominios se había convertido en una prisión con forma de laberinto. Porque la misma idea
de existir nos resultaba insoportable. Porque la simplicidad del motivo de nuestras vidas se había
disuelto lentamente, como un cubo de hielo a la intemperie.
¿Qué es de una serpiente cuando ya no puede dislocar sus mandíbulas para tragar a sus
presas? ¿Qué es de una hiena que ya no soporta la idea de comer carroña? ¿Qué destino les espera?
¿Qué hacer cuando no existe una razón para poner los pies sobre la tierra cada mañana?
Hemos venido al lugar que nos vio nacer para tal vez aquí hallar una respuesta. Para hallar
de nuevo un faro que nos guíe en medio de las tinieblas de la inmortalidad.
Nuestra semilla no surgió espontáneamente en este lago. Aquí nuestras larvas sólo incuba-
ron su forma humana, después de cruzar el océano. Surgieron de nuestro Padre, el Iceberg Negro,
que flota en los mares helados del sur. El instinto nos dice que es allí donde debemos ir.
Nos pusimos de pie y echamos a andar hacia el mar. Cruzamos con pasos lentos el lago de
sal, con el agua hasta las rodillas. Al fondo descansaban unos enormes gusanos negros, nuestros
futuros hermanos menores. Al igual que nosotros, ellos también despertarán un día y su cuerpo
viscoso mudará de piel y se transformará en algo parecido a un ser humano. Luego se arrastrarán
fuera del lago, abrirán los ojos, verán esa eterna nube gris que cubre estas tierras y se dirigirán a la
ciudad y se perderán en ella.
Llegamos a la orilla del mar y nuestra mirada se fijó en el horizonte, como si pudiéramos
ver desde allí a nuestro lejano Padre. A un lado, a lo lejos, desembocaba la gran cloaca de la ciu-
dad. Las aves y las ratas se arremolinaban alrededor. Las aguas corrompidas que brotaban de ella
manchaban el océano hasta perderse de vista.
Sin decir palabra nos adentramos en el mar al unísono, disfrutando del cuchillazo frío y el
sabor salado de sus aguas. Pasamos las olas dando unas brazadas y poco después ya estábamos en
mar abierto. Desde allí era cuestión de dejarse llevar por la corriente secreta. Nadie ha oído hablar
de ella pero, incluso si la conocieran, ¿quién la usaría? ¿Qué navío querría dirigirse al reino de los
hielos eternos?
Flotamos a la deriva sin el menor esfuerzo, casi verticales, con la cabeza y los hombros
fuera del agua. Nuestros cuerpos no tienen casi densidad. A veces el mar se encrespa y las olas nos
suben y bajan como si fuéramos un par de botellas. A veces todo está tan tranquilo que temo que la
corriente haya cesado de fluir.
Pero la corriente sigue allí, empujándonos silenciosa al encuentro con nuestro Padre. Nos
empuja incluso en las peores tormentas, cuando el mar desata su furia salvaje y las olas parecen
titanes furiosos que arremeten entre sí.
En una de esas tormentas vi por primera vez los restos flotando. Probablemente llegaron
hasta aquí al salir de la cloaca, donde yo y mi hermano los arrojábamos siempre. Eran una miría-
da de ojos. Eran tantos que resaltaban como estrellas en la noche. Sus pupilas, extrañamente, aún
tienen el brillo de sus dueños cuando estaban vivos. Un globo ocular aislado, sin párpados que lo
rodeen, parece estar gritando eternamente de horror. Conozco esa expresión muy bien. Esos ojos
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color caramelo que pasan a mi lado, por ejemplo, pertenecían a un niño de cabellos negros, hablar
suave y sonrisa nerviosa que torturé y degollé hace mucho tiempo. Cuando terminé con él tenía esa
expresión en sus ojos. Nunca olvido a mis presas. A ninguna de ellas. Recuerdo desde la primera
hasta la última. Mi hermano también ha reconocido a muchas de sus antiguas presas, lo noto en su
rostro y en la luz de sus ojos que titilan en medio de la tormenta.
Es una sensación extraña reconocer cada uno de los miles de ojos que te lanzan su grito
mudo de terror. Puedo recordar cada detalle de sus antiguos dueños; sus cuerpos, su voz, sus gestos,
y lo que le hice a cada uno de ellos. Hasta hace poco, con tan sólo repasar esos momentos hubiese
tenido una erección brutal y unos orgasmos oceánicos. Pero eso cambió. Un día, de pronto, cuando
vi la cabeza de una de mis víctimas en el suelo, noté que no había sentido ningún placer. Destajar
a esa criatura fue algo mecánico, casi como respirar. Ya no fue como la cópula salvaje en busca de
un orgasmo; se había convertido en un trámite biológico para procrear.
No comprendí lo que me sucedía. Me pasé días sentado en mi casucha mirando el cielo
blanco a través de la ventana, desconcertado. ¿Qué me había pasado? ¿Cómo es que de pronto la
misma esencia de tu ser cae en el camino, y tú sigues andando a pesar de ello?
∞ 39 ∞
Relatos Increíbles
Busqué más presas. Les di el mismo tratamiento que a las anteriores. Pero ya no era lo mis-
mo. El torturarlas y cortarlas en pedazos no tenía efecto en mí. Sus miradas suplicantes y sus voces
lastimeras ya no me inspiraban lujuria, sino rabia. Una rabia fría y desmedida, incontrolable, que
desataba sobre ellas como queriéndoles hacer pagar por mi inapetencia. Era como arrojar un plato
de comida al piso por no poder sentir los sabores en el paladar.
Ahora que veo flotar los restos de nuestras víctimas en la tormenta, condenadas a ser inco-
rruptibles como nosotros, me doy cuenta de la magnitud de nuestra obra. Su extensión es tal que
se pierden en el horizonte. Al pasar el campo de ojos, nos encontramos con las vísceras. Son tantas
que parecen sargazos de color de rosa. Se enredan en mis miembros como los tentáculos de un
animal que quisiera arrastrarme a las profundidades. Aún me sigue maravillando la longitud de las
vísceras que caben en un ser humano. La primera vez que quise desplegarlas totalmente en el piso
de mi casucha no me alcanzó el espacio.
Luego vinieron los huesos. De todos los tamaños y texturas. En los cráneos veo sonrisas
tétricas de bienvenida. Qué gusto verte de nuevo, parecen decir.
Entonces las olas gigantescas se tiñeron del color rojo oscuro de la sangre. Su calidez nos
hirió y acabamos cubiertos por ella. Volví a sentir su sabor dulzón en la boca, y tuve que limpiarme
los ojos con la mano para librarme del espeso líquido que me cegaba.
La tormenta amainó y los primeros bloques de hielo comenzaron a aparecer. Se hicieron
más numerosos a medida que avanzábamos. El cielo se oscureció aún más. Lentamente se abrió un
claro entre unas enormes montañas de hielo y lo vimos. Allí estaba. Nuestro Padre, el Iceberg Ne-
gro, justo frente a nosotros. Su pico visible se extendía retorciéndose en las alturas hasta casi tocar
el techo de nubes grises. Pero lo que asomaba sobre la superficie era tan sólo su cetro. Su cuerpo se
extendía infinito en las profundidades del mar helado.
Entonces sentimos un rugido sordo que surgía de sus entrañas ocultas y cubrió el espacio
circundante, estremeciéndonos. Era como un saludo de bienvenida. Parecía decir que nos estaba
esperando. El pico empezó a hundirse lentamente y las aguas formaron un gigantesco remolino
a su alrededor y nosotros comenzamos a girar y a caer con ellas. Pudimos ver entonces la mole
descomunal que quedaba ahora al descubierto. El estruendo de las aguas al caer era ensordecedor.
Seguimos cayendo y las tinieblas empezaron a apoderarse de nosotros. Sólo entonces comprendí
lo que nos había pasado. Era el fin de una era y el comienzo de otra. Nos fusionaríamos en las pro-
fundidades con nuestro Padre. El Iceberg Negro se elevaría omnipotente sobre el mar helado hasta
cubrir el último vestigio de luz de este mundo y las tinieblas serían eternas y nuestro reino infinito.
Íbamos a renacer.
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La noche sin fin
Por: Miguel Huertas
Relatos Increíbles
E l pitido del despertador sacó a Leila de las nieblas del sueño, en las que aún veía, y
la devolvieron a la oscuridad. De inmediato los sistemas domóticos de la vivienda se
pusieron en funcionamiento.
—Buenos días, señora— saludó alegremente Justine, la Inteligencia Artificial que
controlaba el edificio.
Leila respondió con un gruñido hosco, aún medio dormida, mientras los apéndices mecáni-
cos comenzaban a incorporar su cuerpo delicadamente.
—Tiene un mensaje...
—Luego— cortó Leila con brusquedad.
La IA enmudeció mientras los servomecanismos tomaban los blancuzcos miembros de la
mujer y comenzaban a introducirlos en el sistema de soporte cinético. Los brazos de Leila, finos y
frágiles como ramitas secas cubiertas de piel arrugada rematadas en manos retorcidas y nudosas,
fueron guiados suavemente hasta que encajaron dentro de los grandes tubos articulados del soporte.
Sus piernas, muertas mucho tiempo atrás, eran un ángulo recto arrugado en cuyo vértice sobresalía
una rodilla grande y bulbosa. Justine se ocupó de situarlas y sujetarlas en las plataformas bípedas
del soporte cinético. Por último, los controladores neurales se hundieron en su sistema nervioso,
comenzando en la base del cráneo y recorriendo su columna vertebral.
Las células de energía que alimentaban el traje se activaron secuencialmente. El primer
zumbido correspondió al motor de las extremidades superiores, y Leila volvió a sentir fuerza en sus
brazos y a notar cómo se movían sus dedos a medida que los sistemas del soporte sustituían a los
nervios desgastados mucho tiempo atrás. Después se activaron las células de energía posteriores,
y las piernas del traje se irguieron hasta alzarla dos veces por encima de la altura que realmente
tendría de poder mantenerse en pie por sí sola. La conexión de los sistemas propioceptivos del
traje con su sistema nervioso central era tan perfecta que hasta podía fingir que estaba moviendo
los dedos de los pies, por más que supiese racionalmente que eran apéndices de carne inútil a los
que la vida había abandonado hacía tiempo. Los brazos servomecánicos de su fiel IA extrajeron el
sistema de respiración asistida de sus fosas nasales, y la mujer contuvo el aliento.
Por último, la célula de energía del torso se activó, y el armazón metálico se cerró con un
chirrido alrededor del marchito cuerpo de Leila. El oxígeno comenzó a fluir dentro del traje, y ella
respiró con gusto y cierto alivio. Repetía el mismo proceso cada mañana desde hacía más tiempo
del que podía recordar, pero el pequeño lapso de tiempo que había desde que Justine le retiraba
la respiración asistida hasta que el soporte comenzaba a suministrar aire respirable seguía produ-
ciéndole cierta ansiedad. Las tinieblas de sus ojos ciegos se disiparon cuando los fotorreceptores
del soporte comenzaron a bombear información al córtex visual de su cerebro. En menos de tres
minutos, la anciana atrapada en un cuerpo marchito se había transformado en un coloso metálico,
un cefalotórax de titanio del que emergían cuatro poderosas extremidades.
Leila activó el sistema holográfico, y sólo entonces se giró para mirarse en el enorme es-
pejo que había junto a su cama. En el centro del tórax gris acero, junto al vocalizador, brillaba su
avatar, una imagen holográfica que mostraba el rostro que había tenido Leila hacía mucho tiempo:
unos ojos oscuros y despiertos que brillaban en un rostro altivo y anguloso. Hacía décadas que no
se atrevía a mirar su verdadera cara, una masa de carne blanda cuya piel color bronce había ido
palideciendo hasta tomar un tono blanquecino; un cráneo huesudo apenas cubierto por un pellejo
arrugado.
Apartó el corpachón mecánico del espejo y se concentró en la sensación de sentir sus brazos
y sus piernas moviéndose de nuevo, disipando la angustia de los primeros momentos del día en los
que sólo era un cerebro horrorizado atrapado en un cuerpo inmóvil.
—Buenos días, Justine— dijo Leila.
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—Buenos días, señora— susurró dulcemente la voz de la IA junto a su oído—. La tempera-
tura en el interior del soporte es de 298 K. El nivel de oxígeno en el aire suministrado es del 22%.
—Mantenlo así, Justine. Gracias.
—Por supuesto, señora- respondió la IA con la actitud solícita marcada por su programa-
ción—. Tiene un mensaje del señor Nubai en el que le pide que acuda al Centro de Investigación y
Desarrollo lo más rápidamente posible. ¿Quiere que reproduzca el mensaje exacto?
Hizo un gesto de aquiescencia, y de inmediato la IA habló con la voz grave de Nubai:
—Lo hemos conseguido. Ven de inmediato.
Leila aguardó a que el mensaje continuara, pero Justine permaneció en silencio.
—¿Ya está?
—Afirmativo, señora. Duración del mensaje: tres segundos.
Leila se extrañó. Nubai era dado a enviar mensajes de más duración de la que ella desearía,
y jamás hubiese creído que le fuera posible no acompañar un audio con imágenes o vídeo. Tanta
prisa, o tanto secretismo, le picaba la curiosidad.
Ordenó a Justine que preparase su transporte, y pronto estuvo viajando a cientos de metros
por encima del suelo en el vehículo oval. Debajo de ella, el Nexo se extendía bajo ella como una red
de trazado perfectamente regular de avenidas y parques urbanos. Los edificios no se alzaban mucho
por encima del suelo, pero como icebergs de vidrio y acero se hundían en la tierra, creciendo hacia
el subsuelo, donde ardía sin cesar el gigantesco reactor de fusión que alimentaba la ciudad.
Por encima de ella y más allá del horizonte, detrás del falso cielo azul celeste, se erigía la
cúpula que separaba el edén del Nexo de la tierra muerta y devastada por la energía nuclear que se
extendía sin límites más allá.
El Centro de Investigación y Desarrollo era el edificio más alto del Nexo, y alzaba su torre
en espiral hasta casi tocar las nubes artificiales. Tiempo atrás, esa torre había simbolizado el desa-
rrollo de la especie humana y su civilización, la eterna superación en espiral que había llevado al
ser humano a tocar las estrellas. Eso había sido antes de la guerra que había herido de muerte la
vida fuera del Nexo, antes de que los genetistas los apostaran todo para salvar a las personas de la
muerte, antes de que los hombres y mujeres se volviesen cascarones estériles que envejecían poco
a poco sin llegar nunca a morir. Antes del Interregno.
El vehículo encajó con un chasquido en la plataforma de estacionamiento, y Leila se dirigió
con pasos pesados hasta la entrada.
∞ 43 ∞
Relatos Increíbles
—Bienvenida, señora Leila— dijo una voz femenina que parecía emerger de las mismas
paredes del edificio—. Soy Sherezade, la Inteligencia Artificial del Centro. Si tiene la amabilidad
de seguirme.
Un pequeño cuerpo robótico le salió al paso y la precedió por los anchos pasillos del Cen-
tro de Investigación. En dos ocasiones se encontraron con robots similares, de estilizados cuerpos
humanoides la mitad de altos que ella. No pudo evitar pensar que las pequeñas figuras, todas ellas
controladas por Sherezade mediante señales inalámbricas, se parecían más a una persona que ella
misma, embutida en el enorme corpachón del soporte cinético.
Nubai la esperaba en una amplia sala circular en cuyo centro estaba el procesador principal,
una enorme terminal de ordenador recubierta de holograma que mostraban cascadas de datos dife-
rentes.
El soporte cinético en el que iba el científico levantó un enorme brazo tubular a modo de
saludo y los apéndices servomecánicos que hacían las veces de dedos se agitaron alegremente. El
avatar de Nubai brillaba en el centro del cefalotórax de titanio, mostrando a un joven de tez oscura
y amable que lucía una sedosa melena negra. Leila no pudo evitar imaginar el verdadero rostro del
hombre, probablemente una arrugada y calva cabeza de ojos ciegos, muy similar a la suya.
—¿Cómo van las cosas? — preguntó Leila a modo de saludo.
—Ya sabes, Sherezade hace casi todo el trabajo y del resto ocupan Ada y Bea, así que lo
único que me queda es dedicarme a la vida contemplativa— bromeó Nubai.
Leila sonrió, y su avatar mostró una sonrisa encantadora con dientes perfectos y blancos
como perlas.
—Como si eso fuera posible. Bueno, ¿por qué estoy aquí?
—Cuántas prisas. Cualquiera diría que no tienes la eternidad por delante.
Leila encogió los anchos hombros de titanio.
—Soy curiosa.
El avatar de Nubai sonrió.
—Lo sé— dijo él—. También eres la mujer más importante del mundo.
Leila trató de negarlo:
—Sin duda, Harún...
—Harún es un pobre desgraciado a tu lado, y lo sabes. Es tu voz la que se escucha más alto
en el Consejo. La mayoría del Nexo te escucharían a ti antes que a cualquier otra persona.
—Puede que así sea— dijo Leila, sabiendo que era verdad.
—Dime, ¿cuál es la población actual de seres humanos?
—Ciento seis mil— respondió al momento.
—¿Y cuántas personas había hace veinte años?
—Ciento once mil— dijo una vez Justine le hubo susurrado la respuesta.
—¿Cómo murieron?
Leila permaneció en silencio. Su IA iba susurrándole en el oído:
—Hadi, suicidio. Idris, accidente. Geralt, accidente. Fátima, suicidio. Lenora, suicidio.
Elia, suicidio.
—Silencio— ordenó a Justine. Después dijo a través del vocalizador: —¿A dónde quieres
llegar, Nubai?
El avatar holográfico del científico mostraba un gesto serio, trascendental.
—¿Has pensado alguna vez cómo es posible que seamos así?
—En el tercer año de... — empezó ella.
—No, no. Eso es lo que pasó. Yo hablo de cómo pasó. ¿Cómo pudieron los genetistas de
antaño domar la apoptosis y al mismo tiempo evitar la mitosis descontrolada?
Leila hizo un gesto de irritación que agitó el brazo servomecánico.
—Ese conocimiento se perdió al comenzar el Interregno— le recordó.
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—Puede buscarse nuevamente. Comprender qué cambios se hicieron en el genoma humano,
y cómo era antes del cambio.
—Pero... ¿Para qué? — musitó Leila, sin comprender.
—Tenemos una esperanza de vida ilimitada. Sin embargo, hay accidentes, o personas que
deciden poner fin a su vida. La longevidad ilimitada vino de la mano de la esterilidad. La especie
humana está condenada a la extinción.
El avatar de Leila entrecerró los ojos, estudiando el rostro holográfico del joven Nubai.
—Pretendes revertirlo— dijo en un susurro.
—Míranos, Leila. Cascarones estériles de lo que una vez fueron personas, atrapados en una
noche sin fin. Nunca morimos, pero tampoco dejamos de envejecer. No seríamos nada sin nuestras
IA. No se puede decir que estemos realmente vivos.
—Yo me siento viva— replicó Leila, aspirando una buena bocanada del aire proporcionado
por el generador de oxígeno del soporte cinético.
Nubai extendió los brazos metálicos.
—Llamamos a este cuerpo soporte cinético. Es un eufemismo con el que evitamos enfren-
tarnos a la verdad. Es un cuerpo nuevo, porque el nuestro es tan viejo que no funciona. Sólo nuestro
sistema nervioso sigue activo, gritando de horror cada mañana al palpar la verdad, hasta que nos
embutimos en estos trajes y fingimos que somos los dueños de nuestras vidas —tronó él—. ¿No lo
cambiarías, Leila? ¿No renunciarías a la mortalidad a cambio de la fertilidad, a cambio de comen-
zar de nuevo el progreso de la humanidad, ahora detenido? ¿A cambio del conocimiento?
—¿Cuántos años hemos vivido, Nubai? Los seres humanos atesoran en su mente más cono-
cimiento que en ninguna otra etapa histórica.
—Puede que tengas razón, pero sólo si tomas a las personas de una en una. Pero considéralo
de otra manera: piensa en los seres humanos en conjunto. ¿Cuánto ha avanzado la ciencia en los
últimos cien años? Nada. No sólo no avanzamos, sino que poco a poco vamos perdiendo los logros
que las generaciones pasadas consiguieron. Usamos el reactor de fusión del Nexo, pero sabes que
seríamos incapaces de construir otro. La tecnología y el desarrollo científico que teníamos antes del
Interregno es sólo un sueño perdido ahora.
—Mucho se perdió entonces...
—Lo perdimos, Leila. Tú, y yo, y los otros. Viviendo sin límite alguno y con las Inteligen-
cias Artificiales haciendo de nuestras niñeras nos hemos limitado a existir. No hay nuevas genera-
ciones que ocupen nuestro lugar, no hay progreso. Estamos estancados, inmóviles. Sólo duramos,
vemos las décadas pasar, y nos iremos apagando uno a uno, hasta que la humanidad ya no exista.
—Pero si conseguimos comprender el cambio en el genoma y revertirlo...
—Moriríamos, Nubai.
—Sí, Leila. Pero conquistaríamos la fertilidad. La humanidad sobreviviría, y progresaría
sin fin, cada vez más alto, como una espiral. Como la doble espiral del ADN.
El avatar de Leila sacudió la cabeza, pero los hombros del soporte cinético se cuadraron
formando un bastión de titanio.
—Pero, al fin y al cabo, Nubai... ¿Qué importancia tiene? No podemos volver al nivel de
desarrollo científico de los viejos tiempos. No podremos descifrar los entresijos de nuestro genoma.
—No lo entiendes, Leila. Ya lo hemos hecho. Encajé esta mañana la última pieza del puzzle.
Podría desarrollar un método que revirtiese el proceso.
—¿Cómo...? — comenzó a decir Leila, pero de pronto descubrió que no le salía la voz.
Si su cuerpo no fuese un coloso de titanio, se hubiese tambaleado.
—Piénsalo bien, Leila. Millones, miles de millones de seres humanos sanando y repoblan-
do este mundo herido. Saliendo de esta atrofia, de esta larga noche, expandiéndose a través de las
estrellas una vez más.
La voz de Nubai estaba cargada de vida.
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Relatos Increíbles
—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó Justine—. He detectado un aumento del ritmo
cardíaco de...
Leila ordenó silencio y trató de controlar la sensación de mareo.
—Nubai, eso es... Extraordinario. Pero tendrás obstáculos. Habrá quienes no quieran en-
frentarse a la muerte, ni siquiera por algo tan elevado.
El avatar del científico sonrió.
—Por eso estás aquí, querida amiga. Sé que habrá quienes se opongan, incluso quienes
piensen que todo sacrificio será menor comparado con seguir viviendo. Pero serán una minoría. El
Consejo te escuchará. Moriremos, para que millones puedan vivir.
—¿Ya has difundido el descubrimiento? — preguntó.
—No me he atrevido. De momento sólo está aquí, en el procesador central— explicó Nubai
señalando con un brazo mecánico la masa de terminales y pantallas que se alzaba en el centro de la
sala—. Quería esperar a que me aconsejaras sobre el mejor curso de acción. ¿Deberíamos esperar
a la siguiente sesión del Consejo? ¿O sacarlo todo a la luz y forzar una sesión extraordinaria?
—Has sido muy precavido. Te felicito— dijo Leila, y golpeó a Nubai con toda la fuerza del
soporte cinético.
El enorme brazo servomecánico se disparó, estrellándose contra el centro del cefalotórax
de Nubai y reduciendo el mecanismo holográfico a un amasijo de metal destrozado y chispas. El
rostro amable del científico desapareció para ser sustituido por un caos de píxeles desordenados, y
el enorme cuerpo cayó al suelo con un impacto que retumbó por todo el Centro. Leila se giró hacia
el procesador y alzó ambos brazos para descargarlos al unísono sobre los terminales.
—¡NO! — aulló Nubai, aferrando la pierna metálica del soporte cinético de ella.
La pierna de Leila, gruesa como una viga, se disparó como un pistón y aplastó el brazo de
Nubai a la altura del codo, separando la tenaza que atrapaba su tobillo del resto del cuerpo mecáni-
co. Nubai comenzó a ponerse en pie.
—Justine, rompe el núcleo de la célula de energía del brazo izquierdo— ordenó ella con
sombría determinación.
—Por supuesto, señora— respondió afablemente la IA.
Leila extendió un brazo hacia Nubai, casi como para ayudarle a levantarse, y la mano saltó
por los aires cuando el estallido de plasma brotó hacia adelante. Las piernas del soporte cinético
del científico desaparecieron bajo la explosión de luz y quedaron convertidas en una masa inútil de
metal fundido.
Nubai suplicaba desde el suelo, convertido en una enorme cucaracha metálica a la que una
niña traviesa hubiese puesto boca arriba y arrancado las patas. Leila hizo caso omiso de sus lamen-
tos.
Golpeó el terminal con toda la fuerza de su brazo restante, barriendo los componentes elec-
trónicos y reduciéndolos a chatarra.
—¡LEILA, POR FAVOR!
—No voy a morir, Nubai. No quiero morir— gruñó, castigando el procesador con la fuerza
de un martillo neumático.
Ada y Bea, las compañeras de Nubai en el Centro, irrumpieron en la sala aplastando el suelo
con los pasos de coloso de sus soportes. No necesitaron más que un vistazo para lanzarse hacia ella.
Una alarma comenzó a aullar, sacudiendo los cimientos del Centro de Investigación. Nubai
debía de haber activado los protocolos de seguridad de la IA. No tenía mucho tiempo.
Giró para enfrentarse a las científicas. Arrancó un componente electrónico del tamaño de
una cama grande y se lo arrojó a la más cercana, que se limitó a apartar la pieza de metal chispo-
rroteante con su enorme brazo de titanio. La segunda se acercaba por su flanco izquierdo. Su avatar
mostraba a una mujer joven con la cara tensa en una mueca de determinación.
Leila rompió una segunda célula de energía, y la descarga de plasma impactó en el centro
del cefalotórax, atravesando el titanio y abrasando al ser humano que había debajo. La mujer aulló
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durante un segundo, con el lamento agónico amplificado por el vocalizador, y después quedó en
silencio. El soporte cinético cayó hacia atrás con estruendo, como una marioneta sin hilos. Una
nube de humo se alzaba de su centro.
—¡Estás loca! — gritó la otra mujer con la voz convertida en desesperación rasgada.
—Sobrevivir no es demencia, Ada. Es la condición humana— dijo fríamente Leila.
Nunca se había sentido más cuerda. Nunca se había sentido más viva.
—La has matado— sollozó la otra.
—Una muerte necesaria. No me obligues a hacerlo de nuevo. Márchate.
—No.
Rompió otra célula de energía. El chorro de plasma salió disparado sin control, fallando
por un palmo y abriendo un humeante agujero en la pared del la estancia. El brazo derecho cayó
inmóvil, sin energía que lo alimentase.
La científica se lanzó hacia Leila, y ambos soportes cinéticos chocaron y cayeron en una
masa de brazos mecánicos y chirridos de protesta de sus servomotores.
Leila gritó de rabia, se zafó del abrazo de oso y pateó a Ada en el hombro, apartándola de
sí y girándose hacia el procesador medio destruido. ¿Cuántas células de energía había roto? No era
capaz de recordar el número. ¿Dos? Sí, dos. Estaba segura.
—Justine, dos más— ordenó.
Ada se había puesto en pie y avanzaba rápidamente, alzándose sobre ella como una torre de
titanio.
—Señora...
—¡Ahora!— le rugió a la IA.
Los estallidos de energía golpearon el procesador, fundiendo el metal y abrasando los deli-
cados componentes electrónicos, borrando la investigación como si jamás hubiese existido.
—¡NO! — gritó Nubai, y después comenzó a gimotear: —No, no, no, no, no.
Las extremidades inferiores del soporte de Leila habían dejado de funcionar, más parecidas
a sus piernas reales que nunca. La oscuridad la envolvía. Los fotorreceptores también habían muer-
to.
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? — rugía Ada.
—Me lo agradecerás con el tiempo— respondió Leila, inmóvil en el suelo—. Nadie... Nadie
quiere...morir. Nadie...
No obtuvo respuesta. Jadeó, buscando aire. Respiró una bocanada, y luego otra. Sus pulmo-
nes comenzaron a arder.
—Justine... — dijo con hilo de voz.
Sólo había silencio. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Sentía los ojos a punto de
reventar.
—Justine... — vocalizó con desesperación.
—¿Señora?
La voz llegaba desde muy lejos, entrecortada. Leila aspiró una gran bocanada de aire que
no alivió la asfixia.
—Señora, los niveles de oxígeno... por ciento...
No, no. Había contado bien las células de energía que había partido. Le quedaba una. Tenía
que quedar una.
—El soporte cinético... energía suficiente, señora. No po...
La voz se apagó, esta vez para siempre. Leila comenzó a toser desesperadamente.
Trató de moverse, pero su cuerpo no le respondía.
No puedo morirme. Tengo que vivir. Tengo que vivir.
Trató de respirar una vez más en su sarcófago de titanio, produciendo estertor atroz.
QUIERO VIVIR.
La oscuridad se abrió ante ella como una gran boca.
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