Rubí

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Rubí

De Santiago Serrano

A Claudio Castro, quién me permitió espiar en el mundo de su infancia.

“Nadie puede controlar la vida”; se dijo el viejo peón. Cuando, entre la bruma del amanecer, vio al
potro árabe montado sobre la yegua pura sangre. Ella estaba signada a parir sólo caballos de carrera.
¿Cómo había logrado salir del box y entrar al corral?; se preguntó el hombre. Luego, recordó con
temor que él era el encargado de poner el cerrojo. Se santiguó y estuvo seguro que todo el castigo
caería sobre sus espaldas. Así fue, los dueños del haras lo despidieron cuando se detectó que la pura
sangre estaba preñada. Antes de partir, se acercó a la yegua y acarició su cabeza. Ella lo miró con
los ojos tiernos de una futura madre, ya algo latía en su interior con la persistencia de la vida.
Mientras el viejo caminaba hacia la tranquera se le dibujó una sonrisa. “Nada es porque sí, hasta los
errores pueden traer vida”, afirmó y se fue silbando bajito por la pendiente que desembocaba en la
ruta.

Pasaron unos meses, hasta que una noche iluminada de refusilos y relámpagos fue el escenario de
la llegada de la heredera o la bastarda, como la llamaban los dueños del haras. La yegua pasó el
tiempo imprescindible con su cría. Las separaron sin brutalidad, pero con la frialdad de quienes
creen en la pureza de la raza como la medida justa. La pura sangre y el potro árabe no volvieron a
encontrarse nunca más. Fueron vendidos a otros establecimientos. El “error” fue resuelto, sólo
quedaba un tembloroso detalle, la bastarda. La potrilla estaba flaca y frágil. Allí sólo podía ser motivo
de futuros problemas, por ello la subieron a una camioneta y fue entregada, sin moño de regalo, a
una familia vecina.

El camino hacia su nuevo destino no fue largo, pero para ella fue una aventura increíble observando
el panorama de montañas, valles y ríos que atravesaron. Ni remotamente imaginaba lo que le
esperaba. La camioneta se detuvo y la hicieron bajar. Las patas, aún temblorosas, de la renegrida
recorrieron los metros hasta una tranquera que sería la entrada a su nuevo destino. Unos gritos
agudos surgieron de la casa y tres pequeñas siluetas se recortaron observando a la visitante. Sus
alturas iban de mayor a menor. El más alto era un niño delgado y frágil como la potrilla, una niña
asombrosamente asustada y un pequeño movedizo que lanzaba los mayores alaridos. La “bastarda”
sintió por primera vez un contacto cálido, cuando el mayor la acarició y la abrazó. Hubo algo de ese
primer encuentro y de ese cuerpo tan frágil, como el de ella, que despertó una confianza ciega en
quien sería su amo. Amo por el amor y no por la dominación. Escuchar la voz de él era motivo
suficiente para que ella levantara sus orejas y se dirigiera sin reticencias a su encuentro.

Una tarde ambos varones, que eran inseparables, se reunieran junto a ella en un largo conciliábulo.
Dudosos y excitados por algo que la renegrida no podía comprender. Del mismo que los bebés no
saben, la potrilla desconocía la trascendencia de lo que ocurría. Se estaba decidiendo su nombre,
ese que llevaría hasta el final de sus días y mucho más. El menor y movedizo se le acercó y la miro
con ojos curiosos, Recorrió todo su cuerpo color azabache, hasta que se detuvo en la mancha blanca
que tenía en la frente. La cara del niño se iluminó, como un científico que encuentra la respuesta
tan buscada. Salió corriendo hacia la casa. Volvió al instante con un lápiz labial rojo en su mano y
pintó la mancha. Ambos niños gritaron al unísono: “Rubí. Tiene un rubí en la frente” Por unanimidad
la bautizaron, sin agua bendita, ni bendición papal. Sería Rubí, hasta la eternidad.

Por la noche la potrilla era llevada a la pequeña caballeriza, tenía tres boxes y pronto conoció a sus
compañeros de dormitorio. Un potro brioso y un petiso fanfarrón. Los tres dormían y hablaban, en
su idioma de relinchos, hasta quedarse dormidos. El potro contaba sus andanzas con el señor de la
casa, se jactaba de ser su propiedad exclusiva. El petiso de las locuras de su jinete enloquecido, que
era el menor de los chicos. Rubí en un principio hablaba poco, no tenía casi nada que contar y
escuchaba las andanzas de sus experimentados compañeros.

Las piernas de la potranca fueron poniéndose cada vez más fuertes, ya que su amo la alimentaba y
la cuidaba todo el tiempo. Comenzó a corretear por el corral y luego, de algunos desequilibrios que
la asustaron, dominó plenamente su musculatura. Aquella noche habló ante sus compañeros de lo
bien que lo había hecho. Estos la miraron y simplemente le respondieron: “Correr sin jinete es fácil,
eso lo hace cualquier animal de cuatro patas. Ya te traerán un domador y vas a saber lo que es
bueno”. Ambos lanzaron una carcajada equina y Rubí pasó toda la noche preocupada. ¿Podría ella
ser capaz? ¿Quién sería el domador que le enseñaría a sangre y rigor el arte de correr de a dos?

Como todas las mañanas, Rubí estaba expectante para poder escuchar la voz de su niño. Cuando la
oía corría hacia él, mientras miraba su silueta. Él era pequeño y frágil, a pesar de ser el mayor de los
hermanos. Su mirada era intensa y cuando sonreía lo hacía con toda su boca y sus ojos de un verde
similar al campo que los rodeaba. Ella lo quería profundamente, no entendía lo que eso significaba,
pero decidió que si había alguien en el mundo que tenía que dominarla sería él. Una tarde de
verano el niño hizo el intento de montarla. Rubí, no dudó, le dio la mayor demostración de confianza
que un caballo puede dar. Sintió sobre su lomo el peso de su cuerpo y las piernas de él la abrazaron.
Toda la familia vio, asombrada, como ambos caminaban y luego corrían como experimentada dupla.
El potro y el petiso se miraron azorados. Esa noche en el “dormitorio” Rubí no paró de hablar de esa
experiencia maravillosa, ambos compañeros la escucharon con silencio respetuoso.

Comenzó un tiempo de carreras desenfrenadas. Jinete y caballo se entendían como si fueran uno
solo. Cuando se armaban competencias entre los vecinos, la mayor diversión era superar a los
competidores y mirar hacia atrás para ver la enorme ventaja que les sacaban. Juntos en la pista,
eran mucho más que dos. Despertaron admiración entre quienes los rodeaban. El niño frágil e
inseguro comenzó a pisar cada vez más fuerte. La “bastarda”, como la habían llamado alguna vez,
miraba con cierta indiferencia al resto de los boquiabiertos equinos.

“Nadie puede detener la vida”; se dijo, para sí, el viejo peón cuando descubrió que esa yegua
majestuosa era el resultado de su “error” Reflexionó: “En la vida hacer lo que se debe no siempre
trae el mejor resultado. Los errores son extrañas jugarretas que hace la vida para dejar que surja lo
que debe surgir” Caminó hacia el muchacho y Rubí. No pudo evitar sentir emoción al acariciar el
pescuezo renegrido. No le confesó al jinete lo que sucedió aquella noche, sólo miró los ojos de la
yegua. Ella, con esa enorme intuición de los caballos, no necesitó palabras para entender y luego de
lanzar un relincho, salió a plena carrera con su muchacho a cuestas. El viejo los vio perderse en el
horizonte, se enderezo la gorra y sintió un orgullo que agrandó su figura en el paisaje. Se fue silbando
bajito, como era su eterna costumbre.

Si Rubí creía haber descubierto todo, se equivocaba. La aventura de su vida recién estaba
comenzando. Comenzaron las cabalgatas a las montañas. Jamás olvidaría el momento que se lanzó
a escalar y conquistar esos enormes gigantes. Ella iba delante con su jinete y detrás venía el petiso
fanfarrón con el niño pequeño sobre su lomo. Ese cuarteto haría historia. Cada escapada era una
nueva aventura. Eran prófugos, sin haber escapado de ninguna prisión. Eran piratas sin parche en el
ojo, ni pata de palo. Eran una banda de delincuentes sin robos, ni crímenes. Eran el Llanero Solitario,
Plata, Toro y su caballo Scout. Se perdían en el reloj y en el paisaje. Estaban en un mundo mágico
donde nada importaba más que ellos y la naturaleza. Rubí gustaba mucho de un momento en
especial, el instante en que acampaban. El petiso quedaba atado de un árbol, pero ella estaba libre.
Una libertad muy especial. Esa libertad que sienten los que saben que pertenecen a algo o a alguien,
pero no necesitan riendas para confirmarlo. Ella sabía que pertenecía a su jinete y él no la
abandonaría por nada en el mundo. El muchacho tenía el mismo sentimiento y sabía que con sólo
llamarla ella estaría dispuesta a venir a la carrera. La noche caía lentamente sobre las montañas y la
figura de los cuatro aventureros se disolvía entre las sombras, mientras una fogata cocinaba lo que
los muchachos habían cazado.

La vida, por ser vida, no es sólo felicidad. Una madrugada en el establo, la muerte se hizo presente.
El potro brioso murió sorpresivamente dentro de su box. Rubí y el petiso relincharon hasta que
alguien llego de la casa y descubrió el cuerpo del enorme caballo sin vida. La familia entró en
desesperación. Nunca habían vivido algo semejante. Para no descuartizar al animal tuvieron que
hachar las maderas del habitáculo. El padre de la familia, hacha en mano, tiro abajo el box. Así
pudieron sacar el cuerpo del potro y enterrarlo. Nada fue igual desde ese día. La muerte les enseño
que los caballos necesitan envejecer en libertad para vivir y morir a su antojo.

El tiempo es arena que se escurre entre las manos irremediablemente. Las aventuras continuaron
pero en forma más aislada. Un día cesaron. Los chicos se convirtieron en hombres y mujeres. Cada
vez era mayor el tiempo que Rubí quedaba en el establo. Su jinete había viajado lejos a estudiar y él
era el único que podía montarla, nadie más. Sólo una vez la yegua permitió a la madre de su
muchacho subirse sobre su lomo. En realidad, lo hizo por encontrar parecido el aroma que esparcía
del cuerpo. Cuando comprendió su error, su reacción hizo que la madre no volviera a intentarlo.
Una yegua adulta que no se puede montar, ¿para qué podía servir? Ella no era feliz y el fantasma de
la muerte del potro hizo que la familia tomara decisiones. Una mañana llegó un camión y subieron
a Rubí. El viaje no fue demasiado largo. La yegua caminó con su jinete hasta la tranquera de un
campo desconocido. Alguien la recibió y la condujo hacia adentro. No hubo despedida. El niño,
convertido en hombre, no lloró. Ella, tampoco. Ambos se separaban hacia distintos rumbos. La vida
es un viaje eterno, pero no existen compañeros perpetuos. Jamás volverían a verse, eso fue lo que
creyeron.

Rubí vivió varios años más. Era inevitable para ella, cuando corría por el campo, sentir el peso del
niño sobre su lomo. Muchas veces, levantaba sus orejas creyendo escuchar su voz. Nunca lo extrañó.
Él estaba con ella. El niño se había quedado a su lado, mientras el hombre se había marchado a
hacer su vida.
Nada es casual, por eso quién cerró los ojos de Rubí fue el mismo viejo peón que permitió su
nacimiento. Este la acarició y caminó unos pasos para cavar el pozo donde la enterraría. Arrastró
su cuerpo, mientras se decía: “Nadie puede detener a la vida, nadie puede escapar de la muerte”
Ocupado en tirar tierra sobre Rubí, no pudo ver como esta salió lanzada a plena carrera hacia el
horizonte. Una carrera sin punto de llegada. Un galope majestuoso que hasta hoy continúa. Cada
tanto, Rubí, se aproxima a donde vive el hombre, su único jinete. Lo hace siempre por las noches
cuando él duerme. Rubí hace bajar al niño que lleva sobre el lomo y lo empuja con la cabeza para
que se recuesten juntos. Ella los mira, tan iguales y tan diferentes. Luego, sale a pastar como en la
montaña. Mientras ella lo hace, hombre y niño se reencuentran.

Buenos Aires, 14 de junio de 2015

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