Ariel Álvarez Valdés (S.F.) - Qué Sabemos de La Biblia Antiguo Testamento
Ariel Álvarez Valdés (S.F.) - Qué Sabemos de La Biblia Antiguo Testamento
Ariel Álvarez Valdés (S.F.) - Qué Sabemos de La Biblia Antiguo Testamento
BIBLIA?
Antiguo Testamento
Ariel Álvarez Valdés es Licenciado en
Teología Bíblica por la Facultad Bíblica
Franciscana de Jerusalén (Israel), con la
distinción de Summa cum Laude, y Doctor
en Teología Bíblica por la Universidad
Pontificia de Salamanca, donde obtuvo la
máxima calificación por su tesis “La Nueva
Jerusalén: ¿ciudad celeste o ciudad
terrestre?”.
Como parte de sus estudios ha realizado
numerosos viajes académicos por Egipto,
Jordania, Turquía, Grecia y la Península del
Sinaí.
En la Argentina es profesor de Sagradas
Escrituras en el Seminario Mayor de
Santiago del Estero, y de Teología en la
Universidad Católica de la misma ciudad.
En el año 1996 fue incorporado a la
Asociación Bíblica Italiana, y en 1998 fue
designado miembro honorario del Instituto
de Filosofía del Derecho de la Universidad de
Lomas de Zamora. En 2003 fue incorporado
a la Asociación Bíblica Española.
Desde hace varios años se dedica a la
divulgación popular de la investigación
científica de la Biblia, a través de escritos y
conferencias en la Argentina y en el
extranjero.
Ha publicado más de 200 artículos sobre
temas bíblicos en diversas revistas de la
Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela,
Bélgica, Chile, Colombia, México, Alemania,
España, Estados Unidos, Francia, Portugal,
Ucrania, Suiza, Rumania e Israel.
Dictó conferencias y cursos bíblicos en
España, Ucrania, Chile, Colombia y México.
Entre sus obras publicadas figuran:
¿Qué sabemos de la Biblia? Antiguo
Testamento
- ¿Qué sabemos de la Biblia? Nuevo
Testamento
- Enigmas de la Biblia (en 13 volúmenes)
- ¿Puede aparecerse la Virgen María?
- ¿Prueba Dios con el sufrimiento?
- Lo que la Biblia no cuenta
- ¿La Biblia dice siempre la verdad?
- La Nueva Jerusalén: ¿ciudad celeste o
ciudad terrestre?
Sus libros y artículos han sido traducidos al
italiano, inglés, francés, alemán, flamenco,
ruso, ucraniano, rumano, portugués y chino.
ARIEL ÁLVAREZ VALDÉS
¿QUÉ SABEMOS
DE LA BIBLIA?
Antiguo Testamento
Bajalibros.com
ISBN 978-987-09-0235-5
Con las debidas licencias
Queda hecho el depósito que ordena la ley
11.723
© SAN PABLO,
Riobamba 230, C1025ABF BUENOS AIRES,
Argentina,
e-mail: director.editorial@san-
pablo.com.ar
PRESENTACIÓN
El Antiguo Testamento
palestino
En el siglo I de la era cristiana, los judíos
(que tan sólo aceptaban, como es lógico, el
Antiguo Testamento), aún no habían
definido la lista completa de sus escritos; es
decir, no habían clausurado la Biblia. Seguía
abierta la posibilidad de que aparecieran
nuevos libros a engrosar las Sagradas
Escrituras.
Pero desde hacía ya varios siglos,
especialmente a partir de la destrucción de
Jerusalén en el s. VI a.C. y de la desaparición
del estado judío libre, se venía acentuando
en las autoridades religiosas la preocupación
por asegurar la conservación de la fe en el
pueblo; para ello, se dieron cuenta de que era
necesario fijar oficialmente la lista de las
obras en las que se reconocía esa fe del
pueblo de Israel. Porque si bien los libros
que circulaban entre los círculos religiosos
contenían sin duda ideas teológicas
correctas, también había otras que parecían
dudosas e incluso francamente peligrosas.
En la práctica, pues, se fueron imponiendo
algunos libros que eran de indudable
inspiración divina, y fueron aceptados como
Escrituras Sagradas. A este conjunto de
libros oficiales, que la comunidad judía
reconoció como inspirados y que contenía la
doctrina auténtica, es al que hoy damos el
nombre de “canon” (palabra que significa
“norma”, “regla”), ya que refleja la regla de
vida con la que deben guiarse quienes creen
en ellos.
Los libros que fueron rechazados, con el
tiempo recibieron el nombre de “apócrifos”
(= que significa “ocultos”) porque al ser de
doctrina dudosa se los consideraba “de
origen oculto”.
En el primer siglo de nuestra era, la
comunidad judía de Palestina había llegado a
reconocer en la práctica 39 libros como
sagrados.
Los Setenta
Simultáneamente en esa época vivía en
Alejandría, ciudad egipcia sobre la costa
mediterránea, una importante colonia judía.
Era la más numerosa fuera de Palestina, ya
que contaba con más de 100.000 israelitas.
Como estos judíos de Alejandría no
entendían ya la lengua hebrea, en el siglo III
a.C. habían hecho traducir la Biblia (o sea, el
Antiguo Testamento) a la lengua que ellos
hablaban, es decir, el griego, y en la liturgia
de sus sinagogas empleaban esta versión. La
llamaban “Los Setenta”, porque según una
vieja tradición había sido hecha casi
milagrosamente por 70 sabios.
Pero esta versión de Los Setenta tenía una
particularidad: además de los 39 libros que
habían traducido del canon hebreo añadía
algunos otros textos, algunos también
traducidos del hebreo y otros surgidos
directamente en griego.
Los judíos de Palestina nunca vieron con
buenos ojos estas diferencias de sus
hermanos alejandrinos, y rechazaban
aquellas novedades.
Desde antiguo hubo, por lo tanto, dos listas o
“cánones” ligeramente distintos de las
“Escrituras”: el palestinense y el alejandrino.
En atención al destinatario
Los primeros cristianos, que habían oído
decir a Jesús que él no había venido a
suprimir el Antiguo Testamento sino a
plenificarlo y completarlo (Mt 5, 17),
reconocieron también como parte de sus
Biblias los libros que usaban los judíos. Pero
inmediatamente se vieron en dificultades.
¿Debían usar el canon breve de Palestina o el
canon largo de Alejandría?
Frente a este problema los cristianos, que se
hallaban extendidos a lo largo de todo el
Imperio Romano, y que no sabían hablar el
hebreo puesto que el idioma común en todo
el cercano oriente desde hacía trescientos
años era el griego, se decidieron por la
versión griega.
Por lo tanto, al usar la versión de Los Setenta
de la Biblia, aceptaron también otros 7 libros
que venían incluidos en ese canon más largo.
Para no ser confundidos
Cuando en el transcurso del siglo II los
judíos vieron que los cristianos también
habían aceptado y utilizaban el Antiguo
Testamento como parte de sus Biblias,
resolvieron clausurar ellos definitivamente
su canon. Y como reacción contra los
cristianos, prefirieron el canon más corto, es
decir, el de Palestina.
Fijaron así su Biblia (el Antiguo Testamento)
en 39 libros. Y hasta el día de hoy el pueblo
hebreo conserva como Escritura Sagrada los
39 escritos que integraban el antiguo canon
de Palestina.
En las comunidades cristianas, en cambio, y
sin que la Iglesia resolviera nada
oficialmente, con el correr de los siglos se
fue imponiendo en la práctica más bien el
uso de los 46 libros.
De cuando en cuando se alzaban algunas
voces discordantes dentro de la Iglesia que
querían tener sólo los 39 escritos aceptados
por los judíos. Entre quienes propugnaban
por el canon más corto estaban san Cirilo de
Jerusalén (s.IV), san Epifanio (s.V), san
Gregorio Magno (s.VII), y ya en épocas
modernas el cardenal Cayetano.
Un nombre difícil
Desde entonces, las iglesias llamadas
“protestantes” y las sectas nacidas de ellas
han caminado en la historia con esta laguna.
Para los católicos, pues, el Antiguo
Testamento consta de 46 libros, 39 escritos
en hebreo, y 7 en griego.
A estos últimos, por haber sido objeto de
disputas, y teniendo en cuenta que
ingresaron en la lista oficial sólo
tardíamente, se les dio el nombre de
“deuterocanónicos” (del griego “deuteros” =
segundo), para significar que pasaron en un
segundo momento a formar parte del canon.
En cambio los primeros, no habiendo estado
nunca en discusión, son llamados
“protocanónicos” (del griego “protos” =
primero) ya que desde el primer momento
integraron el canon.
Gracias a los modernos descubrimientos
arqueológicos, entre ellos los de Qumrán, ha
quedado confirmado que no todos los libros
deuterocanónicos fueron originalmente
escritos en griego. Conocemos por ejemplo
que el libro de Tobías estuvo compuesto
anteriormente en arameo, mientras que los
de Judit, Baruc, Eclesiástico y 1º Macabeos lo
fueron en hebreo. Solamente de 2º
Macabeos y Sabiduría puede decirse que
fueron redactados en griego.
Un detalle no previsto
Dentro de las cientos de páginas que
contiene la Biblia, es muy fácil encontrar
exactamente una palabra o frase cualquiera
en muy poco tiempo gracias al sistema de
capítulos y versículos que tiene, y que se
emplea para citarlas.
Pero cuando los autores sagrados
compusieron individualmente los libros que
luego formarían parte de la Biblia, no los
dividieron así. En efecto, nunca imaginaron,
mientras escribía cada uno su obra, que ésta
terminaría siendo leída por millones y
millones de personas, explicada a lo largo de
los siglos, comentadas cada una de sus
frases, analizado su estilo literario. Ellos
simplemente dejaron correr la pluma sobre
el papel bajo la inspiración del Espíritu
Santo, y compusieron un texto largo y
continuo desde la primera página hasta la
última.
Fueron los judíos quienes, al reunirse los
sábados en las sinagogas comenzaron a
dividir en secciones la Ley (es decir, los cinco
primeros libros bíblicos, o Pentateuco), y
también los libros de los Profetas, a fin de
poder organizar la lectura continuada.
Nació así la primera división de la Biblia, en
este caso del Antiguo Testamento, que sería
de tipo “litúrgica” puesto que era empleada
en las celebraciones cultuales.
El ensayo judío
Como los judíos procuraban leer toda la Ley
en el transcurso de un año, la dividieron en
54 secciones (tantas, cuantas semanas tiene
el año) llamadas “perashiyyot” (=
divisiones). Estas separaciones estaban
señaladas en el margen de los manuscritos,
con la letra “p”.
Los Profetas no fueron divididos enteros en
“perashiyyot”, como la Ley, sino que se
seleccionaron de ellos 54 trozos, llamados
“haftarot” (= despedidas), porque con su
lectura se cerraba en las funciones litúrgicas
la lectura de la Biblia.
El evangelio de san Lucas (4, 16-19) cuenta
que en cierta oportunidad Jesús fue de visita
a su pueblo natal, Nazaret, en donde se había
criado, y cuando llegó el sábado concurrió
puntualmente a la sinagoga a participar del
oficio como todo buen judío. Y estando allí lo
invitaron a hacer la lectura de los Profetas.
Entonces él pasó al frente, tomó el rollo y
leyó la “haftarah” que tocaba aquel día, es
decir, la sección de los Profetas
correspondiente a ese sábado. Lucas nos
informa que pertenecía al profeta Isaías, y
que era el párrafo que actualmente ha
quedado formando parte del capítulo 61
según nuestro moderno sistema de división.
El ensayo cristiano
Los primeros cristianos tomaron de los
judíos esta costumbre de reunirse
semanalmente para leer los libros sagrados.
Pero ellos agregaron a la Ley y los Profetas
también los libros correspondientes al Nuevo
Testamento. Es por eso que resolvieron
dividir también estos rollos en secciones o
capítulos para que pudieran ser
cómodamente leídos en la celebración de la
eucaristía.
Nos han llegado hasta nosotros algunos
manuscritos antiguos, del siglo V, en donde
aparecen estas primeras tentativas de
divisiones bíblicas. Y por ellos sabemos, por
ejemplo, que en aquella antigua clasificación
Mateo tenía 68 capítulos, Marcos 48, Lucas
83 y Juan 18.
Con este fraccionamiento de los textos de la
Biblia se había logrado no sólo una mejor
organización en la liturgia, y una celebración
de la palabra más sistemática, sino que
también servía para un estudio mejor de la
Sagrada Escritura, ya que facilitaba
enormemente el encontrar ciertas secciones,
perícopas o frases que normalmente hubiera
llevado mucho tiempo hallarlas en el
intrincado volumen.
Lo hizo un arzobispo
Pero con el correr de los siglos se acrecentó
el interés por la palabra de Dios, por leerla,
estudiarla, y conocerla con mayor precisión.
Ya no bastaban estas divisiones litúrgicas,
sino que hacía falta otra más precisa, basada
en criterios más académicos, donde se
pudiera seguir un esquema o descubrir
alguna estructura en cada libro. Además se
imponía una división de todos los libros de la
Biblia, y no sólo los que eran leídos en las
reuniones cultuales.
El mérito de haber emprendido esta división
de toda la Biblia en capítulos tal cual la
tenemos actualmente correspondió a
Esteban Langton, futuro arzobispo de
Canterbury (Inglaterra).
En 1220, antes de que fuera consagrado
como tal, mientras se desempeñaba como
profesor de la Sorbona, en París, decidió
crear una división en capítulos, más o menos
iguales. Su éxito fue tan resonante que la
adoptaron todos los doctores de la
Universidad de París, con lo que quedó
consagrado su valor ante la Iglesia.
Se conserva el manuscrito
Langton había hecho su división sobre un
nuevo texto latino de la Biblia, es decir, de la
Vulgata, que acababa de ser corregido y
purificado de viejos errores de transcripción.
Esta división fue luego copiada sobre el texto
hebreo, y más tarde transcripta en la versión
griega llamada de Los Setenta.
Cuando en 1228 murió Esteban Langton, los
libreros de París ya habían divulgado su
creación en una nueva versión latina que
acababan de editar, llamada “Biblia
parisiense”, la primera Biblia con capítulos
de la historia.
Fue tan grande la aceptación que tuvo la
minuciosa obra del futuro arzobispo, que la
admitieron inclusive los mismos judíos para
su Biblia hebrea. En efecto, en 1525 Jacob
ben Jayim publicó una Biblia rabínica en
Venecia, que contenía los capítulos de
Langton. Desde entonces el texto hebreo ha
heredado esta misma clasificación.
Hasta el día de hoy se conserva en la
Biblioteca Nacional de París, con el número
14417, la Biblia latina que empleara el
arzobispo de Canterbury para su singular
trabajo y que, sin saberlo él, estaba destinado
a extenderse por el mundo.
Más cortas, son mejores
Pero a medida que el estudio de la Biblia
ganaba en precisión y minuciosidad, estas
grandes secciones de cada libro, llamadas
capítulos, se mostraron ineficaces. Era
necesario todavía subdividirlos en partes
más pequeñas con numeraciones propias, a
fin de ubicar con mayor rapidez y exactitud
las frases y palabras deseadas.
Uno de los primeros intentos fue el del
dominico italiano Santos Pagnino, el cual en
1528 publicó en Lyon una Biblia toda entera
subdividida en frases más cortas, que tenían
un sentido más o menos completo: los
actuales versículos.
Sin embargo no le correspondería a él la
gloria de ser el autor de nuestro actual
sistema de clasificación de versículos, sino a
Roberto Stefano, un editor protestante. Éste
aceptó, para los libros del Antiguo
Testamento, la división hecha por Santos
Pagnino, y resolvió adoptara con pequeños
retoques. Pero curiosamente el dominico no
había puesto versículos a los 7 libros
deuterocanónicos (es decir, a los libros de
Tobías, Judit, 1º y 2º Macabeos, Sabiduría,
Eclesiástico y Baruc), por lo cual Stefano
tuvo que completar esta labor.
El trabajo definitivo
En cambio la división del Nuevo Testamento
no fue de su agrado, y decidió sustituirla por
otra, hecha por él mismo. Su hijo nos cuenta
que se entregó a esta tarea durante un viaje a
caballo de París a Lyon.
Stefano publicó primero el Nuevo
Testamento en 1551, y luego la Biblia
completa en 1555. Y fue él el organizador y
divulgador del uso de versículos en toda la
Biblia, sistema éste que con el tiempo se
impondría en el mundo entero.
Esta división, al igual que la anterior en
capítulos, también fue hecha sobre un texto
latino de la Biblia. Sólo en 1572 se publicó la
primera Biblia hebrea con los versículos.
Finalmente el papa Clemente VIII hizo
publicar una nueva versión de la Biblia en
Latín para uso oficial de la Iglesia, pues el
texto anterior de tanto ser copiado a mano
había sido deformado. La obra vio la luz el 9
de noviembre de 1592, y fue la primera
edición de la Iglesia Católica que apareció
con la ya definitiva división de capítulos y
versículos.
La minuciosidad sabida
La disposición en capítulos y versículos de la
Biblia ha sido el comienzo de un cada vez
más profundo estudio de este libro.
Hoy de la Biblia conocemos hasta sus más
pequeños detalles. Sabemos que sus
capítulos son 1.328. Que posee 40.030
versículos. Que las palabras en el texto
original suman 773.692. Que tiene 3.566.480
letras. Que la palabra Yahvé, el nombre
sagrado de Dios, aparece 6.855 veces. Que el
salmo 117 se encuentra justo en la mitad de
la Biblia. Que si uno toma la primera letra “t”
hebrea en la primera línea del Génesis, y
luego anota las siguientes letras número 49
(49 es el cuadrado de 7) aparece la palabra
hebrea “Torá” (= Ley) perfectamente escrita.
El libro ha sido puesto en la computadora,
minuciosamente analizado, cuidadosamente
enumerado en todos los sentidos, al derecho
y al revés, y descubierto las combinaciones y
las cábalas más curiosas imaginables. Se ha
encontrado la frecuencia constante de
determinadas palabras a lo largo de los
distintos libros, hecho misterioso ya que
quienes los escribían no sabían que iban a
terminar formando parte de un volumen más
grueso.
Ha sido sometida a cuantos estudios puedan
hacerse. Ahora sólo falta que nos decidamos
a vivir lo que enseña, y a creer lo que nos
promete, con el mismo ahínco.
Para reflexionar
1) ¿Cómo fue dividida primeramente la
Biblia en el pueblo judío para facilitar su
lectura?
2) ¿Por qué razón dividieron los cristianos
a la Biblia en capítulos y en versículos?
3) ¿Quién le puso los capítulos y quién los
versículos?
4) ¿Fue una tarea bien hecha y precisa?
¿Por qué?
5) ¿Cuánto tiempo por día o por semana le
dedico a la lectura de la palabra de Dios?
6) Jesús en la sinagoga de Nazaret sintió
que se cumplía en él lo que leía en la Biblia
del profeta Isaías. ¿Cómo se cumple en mi
vida la palabra que leo en la Biblia?
Para continuar la lectura
J. Trebole Barrera, La Biblia judía y la
Biblia cristiana, Editorial Trotta, Madrid
1993.
¿EL MUNDO FUE CREADO
DOS VECES?
En el principio, un problema
Quien lee la Biblia sin estar prevenido, se
encuentra ya en la primera página con un
gran problema: al comenzar el libro del
Génesis no sólo halla dos veces la narración
de la creación del mundo, sino que además
de manera tan contradictoria, que no puede
menos que quedar perplejo.
En efecto, el capítulo 1 del Génesis narra el
relato tantas veces oído cuando niños en el
catecismo, según el cual al principio de los
tiempos todo era caótico y vacío, hasta que
Dios resolvió poner orden en esa confusión.
Antes de ponerse a trabajar, al igual que
cualquier operario, lo primero que hizo fue
encender la luz (1, 3). Por eso en el primer
día de la creación nacieron las mañanas y las
noches.
Luego decidió ubicar un techo en la parte
superior de la tierra para que las aguas del
cielo no la inundaran. Y creó el firmamento.
Cuando vio que el suelo era una sola mezcla
barrosa, secó una porción y dejó la otra
mojada, con lo cual aparecieron los mares y
la tierra firme.
Sucesivamente con su palabra poderosa fue
adornando los distintos estratos de esta obra
arquitectónica con estrellas, sol, luna,
plantas, aves, peces y reptiles. Y por último,
como coronación de todo, formó al hombre,
lo mejor de su creación, al que moldeó a su
imagen y semejanza. Entonces decidió
descansar. Había creado a alguien que podía
continuar su tarea.
Esta le había llevado 6 días. Y todo lo había
hecho bien.
Y se contradicen
Pero el problema no es sólo éste. Si
comenzamos a hacer una minuciosa
comparación entre ambos capítulos
encontramos una larga lista de
contradicciones que dejan al lector pasmado.
De entrada llama la atención la diferente
manera de referirse a Dios en ambos textos.
Mientras Gn 1 lo designa con el nombre
hebreo de Elohim, en Gn 2 se lo llama Yahvé
Dios.
El Dios de Gn 2 es descripto con rasgos más
humanos. Él no crea, sino que “hace” las
cosas. Sus obras no vienen “de la nada” sino
que las fabrica sobre una tierra vacía y árida.
El Dios de Gn 1, en cambio, es trascendente y
lejano. No entra en contacto con la creación,
sino que desde lejos la hace surgir, como si
todo lo creara de la nada.
De esta manera, mientras Dios en Gn 1 crea
el mundo solo con su palabra (por eso repite
constantemente: “Dijo Dios... y así fue”), y al
sonido de su voz van brotando las criaturas
del universo, en Gn 2 Dios debe trabajar
manualmente. Como un alfarero, moldea y
forma al hombre (v. 7). Como un agricultor,
siembra y planta los árboles del paraíso (v.
8). Como un cirujano, opera al hombre para
extraer a la mujer (v. 21). Como un sastre,
confecciona los primeros vestidos a la pareja
porque estaban desnudos (3, 21).
Más divergencias
Mientras en Gn 1 Dios crea el mundo en 6
días y luego en el 7º descansa, en Gn 2 sólo
le lleva un día todo el trabajo de la creación.
En Gn 2 Yahvé crea únicamente al varón, y al
caer en la cuenta de que está solo y de que
necesita una compañera adecuada, después
de probar darle los animales por
compañeros, le ofrecerá la mujer. En cambio
en Gn 1 Dios desde un principio hizo existir
al hombre y a la mujer simultáneamente, en
pareja.
Mientras en Gn 1 los seres van surgiendo en
orden progresivo de menor a mayor, es decir,
primero las plantas, luego los animales, y
finalmente los seres humanos, en Gn 2 lo
primero en crearse es el hombre (v. 7), más
tarde las plantas (v. 9), los animales (v. 19), y
finalmente la mujer (v. 22).
Mientras Gn 1 sostiene que antes de la
creación del mundo sólo había una masa
informe de agua, Gn 2 dice que antes de que
se creara el mundo todo era un inmenso
desierto (v. 5).
En Gn 1 la finalidad que Dios le asigna al
hombre en el mundo es: “Sean fecundos y
multiplíquense, y llenen la tierra y
sométanla; manden en los peces del mar y en
las aves de los cielos y en todo animal que se
arrastra sobre la tierra” (Gn 1, 28), es decir,
un magnífico programa de progreso y
señorío sobre el mundo, mirando al futuro.
En cambio en Gn 2 dice que “Yahvé Dios
tomó al hombre y lo dejó en el jardín del
Edén para que lo labrase y cultivase” (Gn 2,
15). Un proyecto mucho más humilde.
El segundo es primero
Haciendo esta lectura comparativa, nos
damos con la sorpresa de que la Biblia
incluye una doble y a la vez contradictoria
descripción de la creación.
Los estudiosos llegaron a la conclusión de
que no pudieron haber sido escritas por la
misma persona, y piensan más bien que
pertenecen a autores diversos y de distintas
épocas. Como sus nombres no llegaron hasta
nosotros, ni podremos saberlos nunca,
llamaron al primero “sacerdotal”, porque lo
atribuyeron a un grupo de sacerdotes judíos
del siglo VI a.C. Y al segundo autor, ubicado
en el siglo X a.C., “yahvista”, porque prefiere
llamar a Dios con el nombre propio de
Yahvé1.
¿Cómo se escribieron dos relatos opuestos?
¿Por qué terminaron incluidos ambos en la
Biblia?
El primero que se compuso fue Gn 2, aunque
en la Biblia aparezca en segundo lugar. Por
eso tiene un sabor tan primitivo, espontáneo,
vívido. Durante muchos siglos fue el único
relato con el que contaba el pueblo de Israel
sobre el origen del mundo.
Fue escrito en el siglo X a.C., durante la
época del rey Salomón, y su autor era un
excelente catequista que sabía poner al
alcance del pueblo en forma gráfica las más
altas ideas religiosas.
Con un estilo pintoresco e infantil, pero de
una profunda observación de la sicología
humana, cuenta la formación del mundo, del
hombre y de la mujer como una parábola
oriental llena de ingenuidad y frescura.
La gran decepción
Cuatro siglos después de haberse compuesto
este relato, una catástrofe vino a alterar la
vida y la fe del pueblo judío. Corría el año
587 a.C. y el ejército babilónico al mando de
Nabucodonosor, que estaba en guerra con
Israel, tomó Jerusalén y se llevó cautivo al
pueblo.
Y allá en Babilonia fue la gran sorpresa. Los
primeros cautivos comenzaron a arribar a
aquella capital y se dieron con una ciudad
espléndida, con enormes edificios,
magníficos palacios, torres de varios pisos,
acueductos grandiosos, jardines colgantes,
fortificaciones, y lujosos templos.
Ellos, que se sentían orgullosos de ser la
nación bendecida y engrandecida por Yahvé
en Judea, no habían resultado ser sino un
modesto pueblo de escasos recursos frente a
Babilonia.
El templo de Jerusalén, edificado a todo lujo
por el gran rey Salomón, y gloria de Yahvé
que lo había elegido por morada, no
constituía sino un pálido reflejo del
impresionante complejo cultual del dios
Marduk, de la diosa Sin y de su consorte
Ningal.
Jerusalén, orgullo nacional, por quien
suspiraba todo israelita, era una ciudad
apenas considerable en comparación con
Babilonia y sus murallas, mientras su rey,
ungido de Yahvé, nada podía hacer frente al
poderoso monarca Nabucodonosor, brazo
derecho del dios Marduk.
Para salvar la fe
La situación no podía ser más decepcionante.
Los babilonios habían logrado un desarrollo
mucho mayor que los israelitas. ¿Para qué
habían rezado tanto a Yahvé durante siglos y
se habían abandonado confiados en él, si el
dios de Babilonia era capaz de dar más
poderío, esplendor y riqueza a sus devotos?
Aquella catástrofe, pues, representó para los
hebreos una gran desilusión. Pareció el fin
de toda esperanza en un Mesías, y lo vano de
las promesas de Dios en sostener a Israel y
transformarlo en el pueblo más poderoso de
la tierra.
¿Tal vez el Dios de los hebreos era más débil
que el dios de los babilonios? ¿No sería ya
hora de adoptar la creencia en un dios que
fuera superior a Yahvé, que protegiera con
más eficacia a sus súbditos y le otorgara
mejores favores que los magros beneficios
obtenidos suplicándole al Dios de Israel?
Se desmoronaron, entonces, las ilusiones en
el Dios que parecía no haber podido cumplir
sus promesas, y el pueblo en crisis comenzó
a pasarse en masa a la nueva religión de los
conquistadores, con la esperanza de que un
dios de tal envergadura mejorara su suerte y
su futuro.
Nace un capítulo
Aquellos sacerdotes comprendieron que el
viejo relato de la creación que tanto conocía
la gente (= Gn 2) había perdido fuerza. Era
necesario escribir uno nuevo donde se
pudiera presentar una vigorosa idea del Dios
de Israel, poderoso, que destellara
supremacía, excelso entre sus criaturas.
Comienza así a gestarse Gn 1.
Por eso, lo primero que llama la atención en
este nuevo relato es la minuciosa descripción
de la creación de cada ser del universo
(plantas, animales, aguas, tierra, astros del
cielo) a fin de dejar en claro que ninguna de
éstas eran dioses, sino simples criaturas,
todas subordinadas al servicio del hombre
(vv. 17-18).
Contra la idea de un dios bueno y otro malo
en el cosmos, los sacerdotes repiten
constantemente, de un modo casi obsesivo a
medida que va apareciendo cada obra creada:
“y vio Dios que era bueno”, o sea, no existe
ningún dios malo creador en el universo. Y
cuando crea al ser humano dice que era
“muy bueno” (v. 31), para no dejar así ningún
espacio dentro del hombre que fuera
jurisdicción de una divinidad del mal.
Finalmente, el Dios que trabaja seis días y
descansa el séptimo sólo quería ser ejemplo
para volver a proponer a los hebreos la
observancia del sábado.
Un Dios actualizado
De esta manera la nueva descripción de la
creación por parte de los sacerdotes era un
renovado acto de fe en Yahvé, el Dios de
Israel. Por eso la necesidad de mostrarlo
solemne y trascendente, tan distante de las
criaturas, a las que no necesitaba ya moldear
de barro pues le bastaba su palabra
omnipotente para crearlas a la distancia.
Cien años más tarde, alrededor del 400 a.C.,
un último redactor decidió componer en un
libro toda la historia de Israel desde el
principio, recopilando viejas tradiciones. Y se
encontró con los dos relatos de la creación.
Resolvió entonces conservarlos a los dos.
Pero mostró su preferencia por Gn 1, el de
los sacerdotes, más despojado de
antropomorfismos, más respetuoso, y lo
puso como pórtico de toda la Biblia. Pero no
quiso suprimir el antiguo relato del yahvista,
y lo colocó a continuación, no obstante las
aparentes incoherencias, manifestando así
que para él, Gn 1 y Gn 2 relataban en forma
distinta la misma verdad revelada, tan rica,
que no bastaba un relato para expresarla.
Darwin y el Génesis
Según la Biblia, Dios formó a Adán, el primer
hombre, con barro del suelo. De una costilla
suya hizo a Eva, su mujer. Y luego los colocó
en medio de un paraíso fantástico. Ambos
vivían desnudos sin avergonzarse, y Dios por
las tardes solía bajar a visitarlos y charlar con
ellos (Génesis 2).
Esta historia, que nos entusiasmaba cuando
éramos niños, nos pone en serias
dificultades ahora que somos grandes. La
ciencia moderna ha demostrado que el
hombre ha ido evolucionando a partir de
seres inferiores, desde el Australopitecus,
hace unos 3 millones de años, pasando por el
homo habilis, el homo erectus y el homo
sapiens, hasta llegar al hombre actual.
Hoy sabemos, pues, que el hombre no fue
formado ni de barro ni de una costilla; que al
principio no hubo una sola pareja sino
probablemente varias; y que los primeros
hombres eran primitivos, no dotados de
sabiduría y perfección.
¿Por qué, entonces, la Biblia relata así la
creación del hombre y de la mujer?
Sencillamente porque se trata de una
parábola, un relato imaginario, que pretende
dejar una enseñanza religiosa a la gente.
Lo compuso un anónimo catequista hebreo,
a quien los estudiosos llaman el “yahvista”,
probablemente en el siglo VII a.C. En aquel
tiempo no se tenía ni idea de la teoría de la
evolución. Pero como su propósito no era el
de dar una explicación científica, sino
religiosa sobre el origen del hombre, eligió
esta especie de cuento en el que cada uno de
los detalles tiene un mensaje religioso, según
la mentalidad de aquella época. Trataremos
ahora de averiguar qué quiso enseñarnos el
autor, con esta narración.
La creencia popular
El primer detalle que llama la atención es
que el hombre haya sido creado de barro.
Dice el Génesis que en el principio, cuando la
tierra era aún un inmenso desierto, “Yahvé
Dios amasó al hombre con polvo del suelo, y
sopló sobre sus narices aliento de vida; y
resultó el hombre un ser vivo” (v. 7).
Para entender esto, hay que tener en cuenta
que a los antiguos siempre les había llamado
la atención ver cómo, cuando moría una
persona, poco tiempo después se convertía
en polvo. Y habían llegado a la conclusión de
que el cuerpo humano estaba
fundamentalmente hecho de polvo. La idea
se extendió por todo el mundo oriental, a tal
punto que la encontramos inserta en la
mayoría de los pueblos. Los babilonios, por
ejemplo, contaban cómo sus dioses habían
amasado con barro a los hombres; y los
egipcios representaban en las paredes de sus
templos a la divinidad amasando con arcilla
al Faraón. Griegos y romanos compartían
igualmente esta opinión.
Cuando el escritor sagrado quiso contar el
origen del hombre, se basó en aquella misma
creencia popular. Pero agregó una novedad a
su relato: que el ser humano no es
únicamente polvo sino que posee en su
interior una chispa especial de vida que le
viene de Dios, que lo distingue de todos los
demás seres vivos, y que lo convierte en
sagrado. Y no sólo el rey o el Faraón, sino
también el hombre de la calle. Eso quiso
decir cuando contó que Dios “le sopló en la
nariz”. Empezaba, así a revolucionarse la
concepción antropológica de la época.
Compañías inadecuadas
Frente a esto, dice el Génesis, Dios busca
corregir la falla mediante una nueva
intervención. Con gran generosidad crea todo
tipo de animales, los del campo y las aves del
cielo, y se los presenta al hombre para que
les ponga a cada uno un nombre y le sirvan
de compañía
(v. 19). Sin embargo para el hombre no
encontró un compañero adecuado. Tampoco
los animales resultan una compañía para él
(v. 20). ¿Dios se ha equivocado de nuevo?
Luego de reflexionar, intentará subsanar su
segunda equivocación mediante una obra
definitiva: “Entonces Yahvé Dios hizo caer
un profundo sueño sobre el hombre, el cual
se durmió. Le quitó una de las costillas, y
rellenó el vacío con carne. De la costilla que
Yahvé Dios había tomado del hombre formó
una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces éste exclamó: esta vez sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne.
Será llamada varona porque del varón ha
sido tomada” (vv. 21-23).
Finalmente Dios tiene éxito. Puede sonreír
satisfecho porque ahora sí ha conseguido un
buen resultado. El hombre encontró su
felicidad completa con la presencia de la
mujer.
Eva y la costilla
Pero el momento culminante de la narración
y de alguna manera el centro de todo el
relato, lo constituye el detalle de la mujer
formada de la costilla de Adán.
Nuestro autor emplea aquí una bellísima
imagen para dejar a los lectores una lección
grandiosa. Para crear a la mujer, Dios no
tomó un hueso de la cabeza del hombre,
pues ella no está destinada a mandar en el
hogar; pero tampoco la hizo de un hueso del
pie, porque no está llamada a ser la servidora
del hombre. Al decir que la crea de su
costilla, es decir, de su costado, la coloca a la
misma altura que el varón, en su mismo
nivel y con idéntica dignidad.
En aquella sociedad marcadamente
machista, donde la mujer carecía de derechos
y tenía casi el rango de un animal, al servicio
exclusivo de su marido y un instrumento
para su placer, el autor quiere expresar la
igualdad absoluta de los dos sexos. Al señalar
que ambos tienen el mismo origen (las
manos de Dios), y que ella era su ayuda
“adecuada”, deja sentado el más grande y
auténtico principio feminista de la historia.
Tal atrevimiento de declarar a la mujer
semejante al varón, debió de haber irritado
enormemente a sus contemporáneos, y sin
duda constituyó una idea revolucionaria en
su época.
Amor y embarazo
¿Qué es lo que había descubierto el autor y
que tanto le preocupaba? Había constatado
que ciertas realidades de la vida, que
deberían ser motivo de alegría para todos,
eran más bien causa de sufrimiento y de
dolor. Tal vez muchos ni se daban cuenta, o
las consideraban como algo natural e
inevitable. Él, sin embargo, ya no las
soportaba, y se revelaba ante esta situación.
Empezó a hacer una lista de estos males que
iba descubriendo. En primer lugar tenía una
esposa, igual que sus vecinos y amigos. Y vio
que algo tan bueno y hermoso como el
matrimonio, en la práctica era un
instrumento de dominación. La mujer se
sentía atraída por el marido, pero él la
consideraba un ser inferior, la privaba de
ciertos derechos, la trataba como a un objeto.
¿Por qué esa ambigüedad del amor? Y
escribió: “Hacia su marido va la apetencia de
ella, pero él la domina” (Gn 3, 16).
En segundo lugar, había visto cómo los
embarazos de su mujer la esclavizaban y
aumentaban sus sufrimientos. Más aún,
había presenciado el parto de sus numerosos
hijos, y en cada uno había visto gemir y
padecer a su mujer inexplicablemente. ¿Por
qué la llegada de una nueva vida, motivo de
alegría para el hogar, se hacía en medio de
tantos dolores? Y escribió: “Tantas son sus
fatigas cuantos son sus embarazos. Con
dolor debe parir los hijos” (Gn 3, 16).
El gran descubrimiento
Y el yahvista al llegar a este punto se
preguntó: ¿por qué sufrimos todos estos
males? ¿De dónde han salido? Está
convencido de que de Dios no pueden venir.
Su fe le enseñaba que él es bueno y justo,
que quiere el bien de los hombres, y que
nunca habría puesto como parte de la
creación estas desgracias.
Quizás oyó muchas veces a amigos y vecinos
decir: “¡Paciencia, hay que soportar. La vida
es así. Es la voluntad de Dios!”. Pero él se
revelaba ante el hecho de buscar en Dios y en
su religión un justificativo para una falsa
paciencia, que pacte con esta situación de
dolor. En esto él discrepaba incluso con las
otras religiones, que atribuían todos los
males a la acción directa de Dios. Para el
yahvista no. Lo que estaban sufriendo todos
no podía tener la aprobación de Dios.
Y entonces, aunque con una mentalidad aún
primitiva, llegó a un gran descubrimiento: la
situación en la que el pueblo de Israel y toda
la humanidad se encuentran, es en realidad
una situación pasajera de “castigo”, es decir,
una consecuencia de nuestros pecados. Y por
lo tanto somos los únicos responsables de lo
que nos pasa.
Esta tesis, revolucionaria, tenía una doble
ventaja. Por un lado, significaba una visión
optimista y esperanzadora de la vida. Al no
ser nada de esto querido directamente por
Dios sino “situación de castigo”, no se
trataba de algo definitivo sino provisorio y
pasajero, de lo que se podía salir en cualquier
momento. Y por otro, llevaba a reflexionar
sobre la parte de responsabilidad de cada uno
en los males que aquejaban a la sociedad.
Nace el Paraíso
Esta lista de males le sirvió, pues, al escritor
sagrado para elaborar un elenco de lo que
serían los “castigos de Dios” a los primeros
hombres (Gn 3, 14-19). Ella reflejaría la
situación en la que toda la humanidad vive
actualmente.
Pero aún le faltaba resolver otro problema. Si
el mundo, tal como estaba, no era querido
por Dios, entonces él no podía seguir
consintiendo un mundo así. No era el plan
originario de Dios. ¿Y cuál era la voluntad de
Dios para el mundo? Quería saberlo
exactamente, pues de lo contrario, no sabría
cómo actuar.
Y ahí estaba el problema: el autor no lo sabía.
Ignoraba cómo debía ser un mundo
funcionando según la voluntad de Dios. Él
sólo conocía este mundo equivocado, y
ningún otro.
Entonces, ¿qué hizo, para responder a
semejante interrogante? Inspirado por Dios,
tomó la lista de males que había compuesto
(Gn 3, 14-19) e imaginó una situación
inversa, de bienestar, en la que no se daba
ninguno de ellos. Ese sería el mundo ideal,
querido por Dios, y que nos estábamos
perdiendo por culpa de nuestros pecados. El
resultado de esta elaboración imaginaria fue:
el Paraíso.
En efecto, el Paraíso del Génesis no es sino
la descripción de un estado de vida
exactamente opuesto a lo que el autor
conocía y experimentaba todos los días en su
vida.
La propuesta atrapaba
La tierra ya no está maldita. Es fértil y
produce toda clase de árboles frutales,
exquisitos y llamativos (2, 9). Ya no hay
sequía, pues el riego está garantizado por un
inmenso río que baña el jardín, y que se
divide en cuatro grandes brazos (2, 10).
¡Nunca un israelita había imaginado tanta
agua junta!
El trabajo ya no es más motivo de fatigas y
frustración. En el Paraíso la tarea es liviana:
cultivar el jardín y cuidarlo (2, 15). Teniendo
en cuenta la abundancia de agua que había a
mano, resulta un trabajo placentero.
Ya no hay enemistad entre el hombre y los
animales. Al contrario, éstos existen para
acompañar al hombre, y son aquello que el
hombre quiere que sean. Por eso se dice que
él “puso nombres a todos los animales
creados por Dios”.
Por último en el Paraíso, Dios ya no infunde
miedo. Es amigo de los hombres, “se pasea
por el jardín a la hora de la tarde” (3, 8), y
convive con ellos en la mayor intimidad, sin
que su presencia sea motivo de espanto ni
los haga esconderse.
El primer homicida
Cuenta la Biblia que Adán y Eva engendraron
dos hijos, Caín y Abel (Génesis 4). El mayor
se dedicaba a la agricultura y el menor era
pastor. Los dos hermanos eran muy
religiosos, y le ofrecían a Dios los frutos de
sus trabajos: Caín los productos del campo y
Abel los primeros nacidos del rebaño.
Pero a Dios, sigue diciendo el Génesis, sólo
le agradaba la ofrenda de Abel. No se aclara
la razón de tal preferencia, ni cómo se enteró
Caín de la diferencia que Dios hacía. Sólo
describe el enojo y la amargura de Caín ante
la actitud divina. Entonces Dios se dirigió a
él con una frase misteriosa: “¿Por qué andas
irritado y pones tan mala cara? Si haces el
bien podrás levantar la cabeza. Pero si no
obras bien, a la puerta está el pecado
acechando como fiera que te codicia, y a
quien tienes que dominar” (v. 7).
Pero Caín no quiso escuchar a Dios, y
comenzó a alimentar el odio contra su
hermano Abel. Hasta que un día lo invita a ir
al campo, y allí lo atacó y lo mató.
La enigmática esposa
Pero sobre todo llama la atención una serie
de contradicciones y detalles incoherentes
con la historia y con el resto del relato.
Comienza diciendo que Caín era labrador y
Abel pastor de ovejas (v. 2). Pero si ambos
hermanos son hijos de los primeros
hombres, eso es imposible. Según la
paleontología, los primeros seres humanos
que aparecieron sobre la tierra hace
2.000.000 de años, vivían de la caza, de la
pesca, y de los frutos espontáneos del suelo.
La domesticación de animales sólo surgió
10.000 años a.C., y la agricultura más tarde
aún, unos 8.000 a.C. ¿Cómo podía Caín
conocer la agricultura y Abel ser pastor?
Además, en el v. 4 se cuenta que Abel ofrecía
a Dios los primeros nacidos de su rebaño y la
grasa de los animales. Pero fue muchos
siglos después, en el monte Sinaí, cuando
Dios le ordenó a Moisés que el pueblo le
ofreciera los primogénitos de los rebaños (Éx
34, 19) y las grasas de los animales (Lev 3,
12-16). ¿Cómo podía ofrecer Abel lo que aún
no estaba mandado?
Más adelante Caín invita a su hermano a
salir juntos afuera, al campo (v. 8). Pero
¿acaso vivían ya en las ciudades?
Luego de su crimen Caín exclama:
“Cualquiera que me encuentre me matará”
(v. 14). ¿Quién va a poder matarlo, cuando
no existen más que Adán y Eva?
Pero quizá lo que más ha asombrado a los
lectores de la Biblia es leer en el v. 17 que
“Caín se unió con su mujer, y ella quedó
embarazada”. ¿De dónde sacó una mujer
Caín? Algunos han llegado a suponer que se
trata de Eva, ¡nada menos que su propia
madre!, ya que en esa época no habría estado
prohibido el incesto.
Todo esto ha perturbado durante siglos a la
gente, que se hace tales preguntas.
El héroe Caín
Hoy los estudios bíblicos enseñan que la
historia de Caín presenta tantas
incoherencias, porque pasó por tres etapas
sucesivas hasta terminar donde hoy está en
el Génesis.
En un principio era un cuento popular,
transmitido oralmente, e independiente del
relato de Adán y Eva. En él se narraba la vida
de un antiguo héroe llamado Caín, fundador
de la tribu de los cainitas, vecinos de los
israelitas. Caín vivió en una época ya
avanzada de la humanidad, por eso en su
historia se hablaba de ciudades construidas,
de un culto a Dios desarrollado, de muchas
naciones que poblaban la tierra, y se
mencionaba la agricultura y la ganadería.
La leyenda comenzaba contando cómo el día
de su nacimiento su feliz madre lo celebra
con una frase de mucha estima y cariño: “He
adquirido un hijo varón con la ayuda del
Señor” (Gn 4, 1). Quizá se trataba, en el
cuento original, de un ser semidivino,
bastante conocido en el antiguo oriente. Que
era una figura famosa se deduce porque, en
la Biblia, se acostumbra a explicar el nombre
de las personas importantes. Y el Génesis da
una explicación del nombre “Caín”, diciendo
que significa “adquirir”.
Cuando el niño se hizo grande, se convirtió
en el fundador de una famosa tribu beduina,
llamada de los “cainitas”, que habitaba en el
desierto, al sur de Israel.
La historia incluía también su casamiento,
quizá con alguna de las muchas jóvenes
pertenecientes a los clanes que por entonces
habitaban el desierto, y el nacimiento de su
hijo Henoc (4, 17).
El homicida Caín
Esta historia que los cainitas contaban
orgullosos de su propio fundador, Caín, llegó
a oídos de los israelitas, quienes la
modificaron en varios aspectos.
En primer lugar, les llamaba la atención el
hecho de que los cainitas vivieran en pleno
desierto, apartados de las tierras cultivadas y
dedicados al pillaje y al saqueo de otras
tribus. Y creyeron que esta vida penosa y
errática se debía a un castigo de Dios, que los
había condenado a vivir así por algún delito
cometido por su fundador. ¿Qué clase de
delito? No lo sabían, pero como los cainitas
asolaban permanentemente los cultivos de
sus tribus hermanas de raza, imaginaron que
se trataba de un delito contra su hermano.
Por eso agregaron en el relato que tenía un
hermano, llamado Abel, al que lo mató.
Como los cainitas adoraban a Yahvé, el
mismo Dios que los israelitas, también
añadieron que “Caín ofrecía a Yahvé sus
frutos”.
Además estos beduinos eran famosos por las
terribles venganzas que perpetraban contra
quien mataba a uno de sus miembros. Por
eso pusieron en el cuento: “Cualquiera que
mate a Caín lo pagará siete veces” (v. 15).
Es posible que los cainitas manifestaran
externamente su pertenencia a la tribu por
medio de un signo o tatuaje. Por eso, el texto
refiere que Caín tenía una señal “para que
nadie que lo encontrase lo atacara” (v. 15).
Allá en el Ararat
Existe una montaña que tiene el preciado
privilegio de ser la más visitada, escalada,
investigada y ventilada por los medios de
comunicación. Se trata del célebre monte
Ararat.
Toda su alcurnia le viene de que, según la
Biblia, fue el lugar donde encalló el arca
tripulada por Noé y sus tres hijos luego de
terminado el famoso diluvio universal, que
acabó con la vida de hombres, animales y
plantas del planeta.
El Ararat es una pequeña cadena montañosa
de 13 kilómetros de largo, ubicada entre los
actuales países de Turquía y Armenia. Tiene
dos cimas principales: el Ararat Mayor al
norte, de 5.165 m. de altura, cubierto por
nieves eternas, y el Ararat Menor al sur, de
4.300 m.
Según la tradición, la nave de Noé con su
particular zoológico habría llegado a la
primera de ellas, en la ladera sudoeste, que
pertenece a Turquía, y varado a una altura de
2.000 m. Por ello, desde muy antiguo el
monte se ha visto envuelto por un halo de
fascinación, y ha gozado de una singular
veneración.
En torno a la lluvia
Según la Biblia, llovió durante 40 días y 40
noches sin parar
(Gn 7, 17). Pero sabemos que el ciclo
hidrológico de evaporación que provoca las
lluvias, resulta incapaz de proveer semejante
cantidad de agua.
Asimismo dice que la masa de agua cubrió
todo el mundo. Esto resulta imaginable en
una época en que se pensaba que la tierra era
un disco plano de dimensiones reducidas, y
que la bóveda que la recubría, es decir el
firmamento, permitía acumular más
rápidamente las aguas. Pero ¿podemos
seguir pensando que en 40 días de lluvia se
cubrió todo el planeta, hoy que sabemos que
tiene una superficie de 509.880.000 km2?
Afirma también que las aguas subieron 7 m.
por encima de los montes más altos de la
tierra (Gn 7, 19-20). Ahora bien, el monte
más alto del planeta es el Everest, con 8.846
m. Por lo tanto, para que las aguas alcancen
esta altura de casi 9 km, hacía falta que todos
los mares subiesen a razón de 222 m. por día.
Pero cualquier meteorólogo confirmaría el
hecho de que si las nubes que actualmente
están en nuestra atmósfera se precipitaran
de repente sobre todo el mundo, el globo
quedaría apenas cubierto por menos de 5 cm
de agua.
Colón y la Biblia
Cuando Cristóbal Colón llegó a las costas de
América nunca imaginó que su naciente
empresa, además de los problemas políticos,
económicos, culturales y étnicos que
suscitaría, iba también a conmocionar al
mundo de la Biblia.
Si aquel día Colón hubiera arribado a las
Indias, que tanto buscaba, no habría habido
mayores dificultades. Pero poco a poco se fue
tomando conciencia de que en realidad había
hallado un “mundo nuevo”, según afirmó
Américo Vespucio once años después, en
1503. Y eso significaba que los nativos recién
aparecidos no eran asiáticos, sino que
pertenecían a un grupo de gente desconocida
hasta ese momento. Y las cosas así
planteadas resultaban un serio problema
para los teólogos y eruditos de aquella época.
Todos de uno
En el siglo XVI se pensaba que todos los
pueblos del mundo descendían
originalmente de Noé, tal como lo cuenta el
capítulo 10 del Génesis.
Según éste, una vez desaparecidos todos los
habitantes de la tierra a causa del diluvio,
solamente sobrevivieron los tres hijos de
Noé, es decir Sem, Cam y Jafet, con sus
respectivas mujeres. A partir de ellos
comenzó a repoblarse nuevamente la tierra.
Y a continuación se da la lista de todas las
naciones del mundo y su progresiva
expansión.
Esta tabla etnográfica, documento único de
la literatura antigua ya que no encontramos
ningún otro tan completo en todas las demás
literaturas, servía en la Biblia para mostrar
cómo la descendencia de Noé cumplió el
mandato divino de crecer, multiplicarse y
llenar la tierra (Gn 1, 28), con lo que Noé
pasó a ser el nuevo progenitor de la
humanidad.
La gran familia
El capítulo enseña finalmente la unidad
fundamental de todos los hombres dentro de
la diversidad. Por estar todos unidos en la
sangre de una gran familia, todos son
hermanos y a todos ama Dios de la misma
manera, cualquiera sea su lengua, sus
costumbres o el color de su piel.
Si después entre los pueblos del mundo Dios
va a elegir a uno, no es para que se guarde tal
elección sino para que preste el servicio de
llevar sus promesas a todas las familias de la
tierra (Gn 12, 3). La humanidad entera, pues,
ha tenido el mismo origen y camina hacia el
mismo destino.
De Génesis 10 se puede obtener una
sugestiva filosofía. Ciertos organismos, como
las Naciones Unidas, encargada de velar por
las justas relaciones entre los países del
mundo, tendrían aquí mucho en qué
inspirarse.
Por no haber sabido comprender las viejas
enseñanzas de este escrito trimilenario sobre
la unidad del género humano en la
fraternidad de una familia, nuestro siglo ha
presenciado horrendos crímenes, odios
raciales y genocidios que para nada condicen
con la fraternidad que habría enseñado Noé a
sus hijos.
Un rudo castigo
Hace algún tiempo, una revista de
divulgación científica dio la sorprendente
noticia de que habían sido descubiertos los
restos de la famosa torre de Babel. Pero para
los modernos estudios bíblicos, ¿ese episodio
bíblico sucedió realmente?
Según el libro del Génesis (11, 1-9), la torre
de Babel era un inmenso edificio que los
primeros pobladores de la humanidad habían
empezado a construir, y a la que pretendían
levantar tan alta que llegara hasta el cielo.
Pero cuando la obra estaba a medio hacerse
se les apareció Dios, ofendido, y les propinó
un severo y ejemplar castigo: hizo que
aquellos hombres empezaran a hablar en
idiomas distintos, de tal manera que no
pudieran entenderse. Estupefactos y
confundidos, los frustrados constructores se
dispersaron cada uno con su propia lengua.
Así nacieron los diversos idiomas que existen
en el mundo.
Pero la narración ofrece numerosas
dificultades para quien se decide a leerlo con
cuidado.
Ya tenía explicación
En primer lugar, el relato de la torre de Babel
aparece abruptamente, y en total
contradicción con lo que el Génesis había
contado antes de los hijos de Noé. En efecto,
en 10, 5 al hablar de los descendientes de
Jafet, hijo menor de Noé, afirma: “Estos se
desparramaron y poblaron las islas de las
naciones y sus diversas regiones, cada cual
según su propia lengua, familia y nación”. Lo
mismo se dice en los vv. 20 y 31 sobre los
descendientes de los otros hijos de Noé.
O sea que la Biblia ya había enseñado la
dispersión de los hombres, a partir de los
hijos de Noé, y la aparición de nuevos
idiomas y pueblos distintos. Y no atribuye tal
división a un castigo de Dios, sino al natural
desarrollo y evolución del hombre.
Esta contradicción tan evidente nos hace
pensar que el relato de la torre de Babel no
pretendía explicar realmente el por qué de
las distintas lenguas en el mundo. ¿Para qué
se escribió, entonces?
Un relato de maravillas
Ahora bien, Babilonia era una ciudad
grandiosa, riquísima y deslumbrante, que se
había convertido en el corazón del mundo
antiguo.
No sólo famosa por sus majestuosas
construcciones (templos, palacios, jardines
colgantes, fortificaciones, esculturas), sino
sobre todo porque dentro de sus murallas se
agolpaban y convivían gentes de todas las
razas y pueblos, atraídos por el comercio, las
riquezas, y la cultura que en ella se respiraba.
Tal variedad de razas y lenguas la pondrían a
la altura de nuestras metrópolis modernas,
como Nueva York o Londres.
Entre todos sus monumentos, el más
sugestivo y deslumbrante debió de ser su
zigurat, es decir, su torre escalonada, tan alta
“que tocaba el cielo”. Se lo llamaba
“Etemenanki” (que significa “Fundamentos
del Cielo y de la Tierra”).
Frente a tanta grandeza, los extranjeros que
la visitaban quedaban maravillados, y al
regresar a su lugar de origen contaban
extrañas historias, más o menos inventadas,
sobre su magnificencia, sus grandes
construcciones, su cultura y la confusión de
lenguas y dialectos que en ella se oían por la
diversidad de pueblos que la habitaban.
El cambio de sentido
Estos visitantes y viajeros también
comenzaron a difundir los relatos que habían
oído allí, sobre la construcción de la ciudad y
su zigurat.
Y no tardaron en ser conocidos por los
habitantes del desierto, los nómades y los
beduinos. Ahora bien, éstos recelaban de la
vida de las ciudades y del culto a sus dioses.
En especial, sentían desprecio por Babilonia,
que había obtenido su grandeza y esplendor
gracias a la mano de obra y a la riqueza de los
pueblos vecinos, a los cuales había sometido
y dominado.
De este modo, la vida en la gran ciudad, sus
vicisitudes, y la dificultad de la comunicación
derivado de la mezcla de gente y de lenguas
diversas, aparecían frente a sus ojos como
una maldición y un castigo de Dios por sus
pecados.
Entonces estas historias de la ciudad y de la
torre, comenzaron a teñirse con otro sentido.
Y lo que era expresión de piedad original en
ellos, se convirtió en signo de idolatría y
orgullo en la reflexión teológica de los
beduinos.
El tercer significado
Alrededor del siglo VII a.C., un anónimo
escritor, a quien se lo suele llamar el
“yahvista”, compuso las primeras páginas del
Génesis. Y al hallar en la tradición hebrea
esta narración, la encontró muy apropiada
para agregarla a continuación del arca de
Noé.
De esta manera, la historia de la torre de
Babel quedó incorporada al Génesis, y
adquirió un significado mucho más
profundo. Entró, así, en su tercera y última
etapa, la actual.
¿Con qué intención puso el autor sagrado
esta historia aquí? El relato anterior sobre el
pecado de Adán y Eva (Gn 2-3) mostraba
cómo la comunidad conyugal se resiente y
sufre cuando se deja de lado a Dios. Con la
torre de Babel, quiere mostrar cómo la
comunidad social y política se dispersa, se
desintegra y resiente cuando se acomete una
empresa a espaldas de Dios.
Los constructores de la ciudad y la torre ya
no son gente piadosa (como en la primera
etapa), ni tampoco gente idólatra (como en la
segunda). Ahora (tercera etapa), se trata de
gente que prescinde de Dios en sus
iniciativas.
El mensaje religioso es claro: ninguna
sociedad puede mantenerse cuando sus
habitantes emprenden cualquier proyecto,
cualquier obra, cualquier actividad, en la que
se descarte a Dios. Las consecuencias serán
nefastas: habrá ruptura en la unidad y la
armonía, será imposible que la gente se
entienda, y la obra quedará
irremediablemente a medio hacerse.
El Dios de la zarza
También el pueblo de Israel, en su etapa más
antigua, creía que existían todos estos dioses
protectores de los demás pueblos. Pero en
determinado momento abandonaron a todos
ellos y admitieron uno solo, para adorarlo
con exclusividad: Yahvé.
La pronunciación de esta palabra ocasionó
un pequeño problema. En efecto, mientras
muchos sostienen que ésta era la forma
correcta de pronunciarla, otros piensan
erróneamente que se decía “Jehová”.
¿Cuál es el origen de este error? Para
averiguarlo debemos remontarnos al libro
del Éxodo, donde se cuenta que cuando Dios
decidió liberar a su pueblo Israel de la
esclavitud egipcia, eligió a Moisés para
conducir la colosal empresa. Un día,
mientras éste se hallaba pastoreando las
ovejas de su suegro, se le apareció en una
zarza en llamas y le manifestó su voluntad de
sacar a los hebreos del país de los faraones
(3, 1-10).
Moisés quiso saber el nombre particular de
este Dios que se le manifestaba tan
sorpresivamente, y a quien él no conocía, y le
dijo: “Si voy a los hijos de Israel y les digo
que el Dios de sus padres me ha enviado a
ellos, y me preguntan cuál es su nombre,
¿qué les responderé?”. Dios le contestó: “Yo
soy el que soy”. Y añadió enseguida: “Así
dirás a los israelitas: Yahvé me ha enviado.
Éste es mi nombre para siempre y por él seré
invocado de generación en generación” (3,
14-15).
¿Cómo llamarlo?
Hoy en día no hay nadie, modernamente
informado, que lea o pronuncie Jehová. Cada
vez es mayor el número de los que piensan
que la forma correcta del nombre de Dios en
el Antiguo Testamento era Yahvé, aunque en
su manera de escribir no existe uniformidad.
Unos transcriben fielmente “Yahvéh”, otros
“Yahvé”, y otros, en fin, “Yavé”.
Poco a poco las Iglesias protestantes, que en
este sentido son las más conservadoras, van
aceptando las conclusiones de los modernos
estudios y superando el viejo error. Incluso
los nuevos comentarios así como las Biblias
de muchas de las Iglesias separadas ya traen
la grafía “Yahvé”.
Al principio de este artículo sobre el nombre
de Dios, decíamos que era un problema
pequeño. Es que en realidad a Dios le
importa poco que pronunciemos su nombre
de un modo o de otro, o que lo llamemos
Altísimo, Todopoderoso, Eterno o Señor. Lo
que más le interesa no es la palabra que está
en los labios, sino la fe y el amor que
mostramos en nuestras obras.
Si le preguntásemos cómo prefiere Dios que
lo nombremos, seguramente nos diría con
las palabras de Jesús: “Ustedes, cuando oren,
digan así: Padre nuestro, que estás en el
cielo...”.
Para reflexionar
1) ¿Cuáles son los posibles significados de
la palabra “Yahvé”?
2) ¿Por qué se prohibió entre los judíos
tomar en falso el nombre de Dios en Éx
20, 7?
3) ¿Qué es lo que llevó al pueblo de Israel
a olvidar la pronunciación del nombre de
Dios?
4) ¿Qué argumentos existen para probar
las auténticas vocales que tenía esa
palabra?
5) Actualmente, ¿qué actitudes nuestras
nos indican que hemos tomado en vano el
nombre de Dios en la sociedad?
6) ¿Qué parte de culpa corresponde a los
cristianos en la falta de fe de los no
creyentes?
Para continuar la lectura
Alberto Vidal Cruañas, Encuentro con la
Biblia, Ediciones Paulinas, Madrid 1989.
¿CUÁL ES EL ORIGEN
DE LOS DIEZ
MANDAMIENTOS?
¿Doce mandamientos?
La Biblia dice claramente que los
mandamientos son 10 (Deut 4, 13; 10, 4).
Pero aquí está la primera dificultad: cuando
los contamos nosotros, en realidad no
aparecen 10 sino 12 mandamientos. Éstos
son:
1º: No tendrás otros dioses fuera de mí (v. 3)
2º: No te harás escultura ni imagen alguna
(v. 4)
3º: No te postrarás ante ellas ni le darás
culto (v. 5)
4º: No tomarás el nombre de Yahvé tu Dios
en vano (v. 7)
5º: Recuerda el día del sábado (v. 8)
6º: Honra a tu padre y a tu madre (v. 12)
7º: No matarás (v. 13)
8º: No cometerás adulterio (v. 14)
9º: No robarás (v. 15)
10º: No darás falso testimonio contra tu
prójimo (v. 16)
11º: No desearás la casa de tu prójimo (v.
17a)
12º: No desearás la mujer de tu prójimo (v.
17b)
La propuesta judía
Sin embargo el judaísmo oficial no siguió
esta división. Cuando los rabinos escribieron
el Talmud, su libro sagrado, propusieron otra
manera de contarlos. Consideraron el v. 2
como si fuera el 1º mandamiento, cuando en
realidad es sólo el prólogo o presentación del
Decálogo (“Yo Yahvé, soy tu Dios, que te ha
sacado del país de Egipto, de la casa de la
esclavitud”). Luego, para formar el 2º
reunieron los tres siguientes, o sea, la
prohibición de tener otros dioses, de
fabricarse imágenes, y de postrarse ante ellas
(vv. 3-5). El 3º mandaría no tomar el nombre
de Dios en vano. Del 4º al 9º se toman en el
orden que siguen. Y el 10º reuniría en uno
solo la codicia de la mujer del prójimo y de
los bienes ajenos.
Todos los judíos adoptaron esta segunda
división, que también contaría con 4
mandamientos hacia Dios y 6 hacia los
hombres.
La propuesta cristiana
Pero en el siglo V san Agustín, uno de los
mayores doctores de la Iglesia, propuso una
tercera división de los mandamientos. A
semejanza de los rabinos del Talmud,
afirmaba que los preceptos de no tener otros
dioses, no fabricarse imágenes, y no
postrarse ante ellas, eran en realidad un solo
mandamiento dicho de diversas maneras
pero referido a lo mismo: evitar la idolatría o
el culto de falsos dioses. Por eso entendía
que había que juntar los tres (v. 2-6) y hacer
un solo mandamiento. Pero éste no sería el
2º, como para los rabinos, sino el 1º.
Así, Agustín coloca como 2º mandamiento el
siguiente de no tomar en vano el nombre de
Dios, y como 3º el de santificar las fiestas.
Pero por haber juntado los primeros
mandamientos, ahora le faltaba uno para
completar la lista de 10. Entonces desdobló
el 9º mandamiento del v. 17 en dos distintos:
el 9º que prohibía desear la mujer del
prójimo, y el 10º referido a los otros bienes
del prójimo. Fue el primero en proponer en
este versículo dos mandamientos distintos.
La nueva clasificación de Agustín sólo
reconocía 3 mandamientos para con Dios,
mientras que los otros 7 eran para con el
prójimo. Según él, una razón de conveniencia
lo llevó a esto: con tres preceptos referidos a
Dios quedaba mejor “insinuada” la Santísima
Trinidad.
Esta tercera manera de dividir los
mandamientos fue seguida por casi todos los
teólogos cristianos y estudiosos medievales,
y se impuso luego en la Iglesia Católica.
Mandamientos cristianos
En la nueva lista se suprimió del 1º
mandamiento lo de los otros dioses, y fue
formulado de una manera positiva y más
perfecta: “Amar a Dios sobre todas las cosas”.
El 2º, de las imágenes, quedó eliminado pues
su significado era el mismo que el del
anterior: no caer en el culto de cosas que
reemplacen a Dios. Su lugar fue ocupado por
el mandamiento que seguía de no tomar el
nombre de Dios en vano.
Del 3º, sobre santificar un día de la semana
en memoria del Señor, sólo se modificó el
día. En vez del sábado se impuso el domingo,
por la resurrección de Cristo.
El 6º prohibía el adulterio, es decir, que una
mujer casada se uniera a otro hombre. Pero
no estaba prohibido que un hombre casado
se uniera a cualquier mujer soltera. La
Iglesia lo convirtió en la prohibición más
profunda y exigente de “no fornicar”, es
decir, se proscribió la relación
extramatrimonial tanto del hombre como de
la mujer.
El 7º “no robarás”, que en el lenguaje hebreo
se refería al secuestro de una persona, se
convirtió en el más genérico de “no hurtar”,
que incluía cualquier clase de propiedad.
El 8º aludía exclusivamente a no dar falso
testimonio en los juicios. Por ello se le
agregó “ni mentir”, para adaptarlo a
cualquier otra circunstancia de la vida.
Finalmente el 10º, que ordenaba no desear a
la mujer ni a los demás pertenencias del
prójimo, fue desdoblado en dos: el 9º,
referido en primer lugar y solamente a la
mujer, y el 10º sobre los demás bienes del
hombre.
De esta manera la Iglesia reelaboró y
actualizó el elenco de los 10 mandamientos,
para que pudieran estar a la altura de la
nueva moral cristiana. Por eso es que no
coincide la lista de los mandamientos de la
Biblia con la que nos enseñaron en el
catecismo. Pero ¿puede la Iglesia cambiar los
10 mandamientos?
Ahora sí la voz
Se comprende, entonces, lo fácil que era caer
en un concepto mágico de la divinidad. Tener
la imagen a disposición de uno era tener los
poderes del dios a su voluntad, ejercer una
especie de dominio sobre él, manejarlo a su
antojo, poseer un dios a la medida humana.
Y esto podía poner seriamente en peligro la
identidad de Yahvé. Él se manifestaba libre y
espontáneamente donde quería, muy por
encima de las fuerzas de sus criaturas, y
dirigiendo el curso de la historia según su
parecer.
Durante el tiempo en que esta idea no se vio
amenazada, no hubo dificultad. Pero a partir
del siglo VIII a.C., el pueblo de Israel cayó
fuertemente en la tentación. Entonces los
profetas hablaron. ¡Y cómo!
Oseas fue el primero en denunciar los
sacrificios y el incienso que el pueblo ofrecía
a las imágenes de divinidades extranjeras,
creyendo así poder obtener sus favores.
Isaías, un poco más tarde, ridiculizará
despiadadamente su culto mágico. Con la
mitad de un árbol, dice, hacen fuego para
calentarse y un asado para saciarse, y con la
otra mitad hacen un dios, lo adoran, y le
dicen: “sálvame, pues tú eres mi dios”. La
sátira es sangrienta.
Jeremías y Ezequiel, en el siglo VII a.C.,
censurarán hasta el símbolo más leve de la
divinidad, como ser una piedra o un pedazo
de madera, para que no creyeran así poder
manejarla.
Aún no había llegado el tiempo en el cual el
hombre podía adorar a Dios en figura
humana.
No va más
San Pablo, que había vivido un tiempo
cumpliendo la antigua Ley, comprendió muy
bien la nueva disposición al hablar de
“Cristo, la imagen de Dios” (2Cor 4, 4). Y en
un hermoso himno canta que Cristo “es la
imagen de Dios invisible” (Col 1, 15). Jesús,
hablando un día con el apóstol Felipe, le
había anticipado: “Él que me ve a mí, ha
visto al Padre” (Jn 14, 8).
Por lo tanto, si Dios mismo ha querido dejar
de permanecer oculto y hacerse ver en una
imagen, ¿quiénes somos nosotros para
prohibir representarlo?
Como se ve, el mandamiento sobre las
imágenes en el Antiguo Testamento tenía
una función pedagógica, y por lo tanto era
temporal. Transcurridos los siglos y llegada
la madurez de los tiempos, al pasar el peligro
pasó también el mandamiento. Así lo
entendieron los cristianos desde muy
antiguo. Por eso empezaron a hacer
imágenes de Cristo y representar escenas de
su vida, ya que ayudaban al pueblo a
acercarse a Dios. Los cementerios, las
iglesias y los templos se poblaron con éstas
por el valor psicológico que ostentaban como
soporte de la oración. Con el tiempo, se
convirtieron en la Biblia de los niños y los
iletrados.
Al mismo tiempo, cuando ellos enumeraban
los mandamientos, salteaban siempre el 2º, a
la par que desdoblaban el último en dos para
que siguieran siendo 10. Las listas de
mandamientos que nos llegaron escritas
desde el siglo IV ya no incluyen la
prohibición de las imágenes. Por eso llama la
atención que las sectas modernas intenten
conservarlo.
La imagen obligatoria
Cuando Jesús, el Hijo de Dios, tomó
fisonomía humana, mostró el carácter
temporal del mandamiento en cuestión, y la
utilidad de las representaciones sensibles
para la catequesis y la oración. Lo que
impresionó a los contemporáneos de
Jesucristo era que “lo hemos visto, lo hemos
contemplado, lo hemos tocado”, como decía
Juan (1Jn 1, 1).
Si bien hay que evitar la superstición y los
errores en el empleo que de ellas hacemos,
nunca podemos basarnos en la Biblia para
prohibirlas, como erróneamente hacen
algunas sectas e iglesias.
Pero sobrepasando esta cuestión, hay una
imagen que no podemos dejar de fabricar: la
imagen de Cristo en nosotros. Pablo
escribiendo a los romanos afirmaba que
“Dios los eligió primero y los destinó a
reproducir la imagen de Cristo en sus propias
vidas” (8, 29). No labrarla sería malograr
nuestro destino.
Cada acción, cada obra que realizamos, cada
contribución a la justicia del mundo, al bien
común, a la solidaridad, va cincelando
radiante, exacta, precisa, la imagen de
Jesucristo en nuestras vidas. Al final debe
salirnos casi perfecta. Jesús mismo lo había
pedido: “Sean perfectos, como el Padre del
Cielo es perfecto” (Mt 5, 48).
Para reflexionar
1) ¿Qué sentido tenía la imagen para los
pueblos del Antiguo Testamento?
2) ¿Por qué fueron prohibidas las
imágenes entre los israelitas?
3) ¿Qué sentido tienen las imágenes para
los católicos de hoy?
4) ¿Hay desviaciones entre la gente de
nuestro pueblo con respecto al uso de
imágenes en el culto? ¿Qué clase de
desviaciones?
5) ¿Con qué actitudes trato de forjar en mi
vida la auténtica imagen de Jesús?
Para continuar la lectura
J. Severino Croatto, “La exclusión de los
‘otros dioses’ y sus imágenes en el
decálogo”, en Revista Bíblica Nº 23,
Buenos Aires 1986.
¿PERMITIÓ MOISÉS EL “OJO
POR OJO Y DIENTE POR
DIENTE”?
Venganzas desgarradoras
Al leer estos pasajes, muchos cristianos se
sienten escandalizados. ¿Cómo es posible
que la Biblia proponga la Ley del Talión, y
nada menos que tres veces? ¿Cómo Dios,
que inspiró las leyes de Moisés, pudo
sugerirle que incluyera una norma tan cruel?
Para responder a esta cuestión, es necesario
tener en cuenta tres elementos.
Primero: que en el antiguo Oriente existía
una práctica muy extendida, casi que se
había convertido en ley sagrada: la ley de la
venganza. Pero esta costumbre se cumplía de
manera tal, que las venganzas eran siempre
mucho mayores que las ofensas hechas.
Si, por ejemplo, alguien le cortaba un dedo a
otro, sus parientes lo buscaban y se
vengaban cortándole al ofensor un brazo. Y si
uno perdía la pierna, su clan le cortaba al
adversario las dos, o inclusive la cabeza.
En el caso de que una persona diera muerte a
una oveja de su vecino, éste podía llegar a
matar todo el rebaño del otro. Y si se mataba
a un hombre, sus familiares lo reparaban
matando al asesino con su mujer y sus hijos.
A falta de policía
El libro del Génesis ofrece un ejemplo de
estas tremendas venganzas, practicadas en
épocas primitivas. Allí se cuenta que Caín,
luego de matar a su hermano Abel, huye y se
esconde. Entonces una voz, que en el libro
aparece como de Dios, pero que en realidad
sería de la propia tribu de Caín, exclama: “El
que mate a Caín, deberá pagarlo siete veces”
(4, 15).
Pero la muestra más terrible de estas
sangrientas venganzas la tenemos en un
cántico compuesto por Lamec, el hijo de
Caín, que decía: “Yo maté a un hombre, por
una herida que recibí. Y a un joven, por un
moretón que me hizo. Porque si Caín será
vengado siete veces, Lamec lo será setenta y
siete veces” (Gn 4, 23-24).
Tales prácticas pueden resultarnos
demasiado sanguinarias. Pero en una época
en que no existía la policía, ni una autoridad
central que pusiera orden en la sociedad, el
temor a la venganza por parte del enemigo
frenaba y desalentaba los crímenes y los
intentos de violencia.
Ahora bien, si es cierto que el temor a estas
venganzas ponía orden en la sociedad, por
otra parte se cometían innumerables abusos,
y se generaba una espiral de violencia tal,
que con frecuencia culminaba en guerras y
exterminios de tribus y clanes enteros. Un
simple golpe en la mejilla podía
desencadenar una batalla campal.
La misma Biblia nos relata cómo una joven
muchacha llamada Dina, fue raptada y
violada por Siquem. Entonces sus hermanos,
para repararlo, fueron a donde vivía el
violador y lo asesinaron a él, a su padre y a
todos los jóvenes varones de la ciudad (Gn
34, 1-31).
La túnica y el manto
En el segundo ejemplo, dice que si alguien
nos hace un juicio para quitarnos la túnica
debemos darle también el manto.
Aquí también hay mucho más de lo que
aparece superficialmente. La “túnica” era
una especie de vestido largo, generalmente
hecho de algodón o lino, que se usaba sobre
el cuerpo y llegaba hasta las rodillas. Aun el
hombre más pobre poseía generalmente más
de una túnica para cambiársela
frecuentemente. En cambio el “manto” era
una prenda rectangular, hecha de tela gruesa.
Durante el día se la usaba sobre los hombros
como parte del vestido exterior, y durante la
noche como manto para dormir. Por lo
general se tenía un solo manto.
Ahora bien, la Ley judía establecía que a un
deudor se le podía quitar con un juicio la
túnica. Pero nunca el manto, ya que podía
ser pobre, y tener sólo eso para abrigarse de
noche (Éx 22, 25-26).
Al ordenar Jesús simbólicamente que un
cristiano entregue también el manto, que no
podían quitarle legalmente, quiso decir que
uno no debe vivir pensando
permanentemente en sus derechos, sino en
sus deberes. No debe vivir obsesionado por
sus privilegios, sino por sus
responsabilidades. El verdadero discípulo no
es el que pone “sus derechos” por encima de
todos, cuidando que no se lo “atropelle” en lo
más mínimo. Es el que sabe posponer aún
sus derechos, cuando de esta forma puede
ganar a alguien para el Maestro.
El primer obstáculo
Siempre ha maravillado a los lectores de la
Biblia el relato en el que los israelitas, bajo
las órdenes de Josué, habrían conquistado la
ciudad de Jericó. El hecho (relatado en Josué
6), está situado alrededor del año 1200 a.C.,
época en la que suele situarse la llegada de
los hebreos a Palestina, la Tierra Prometida,
procedentes de Egipto.
Según el relato bíblico, la primera ciudad
enemiga que encontraron fue Jericó, un
centro importante y rico (Jos 6, 24), rodeado
con murallas altas y poderosas (6, 5). En su
interior habitaban los cananeos, pueblo bien
pertrechado, con un rey, con servicios
secretos de inteligencia (Jos 2, 2), y con un
valeroso ejército entrenado para la guerra.
Los israelitas, en cambio, no eran sino una
banda desorganizada de tribus y clanes que
venían huyendo de la esclavitud de Egipto.
Antes de que llegaran, Dios había prometido
entregarles el país entero, de norte a sur y de
este a oeste, en sus manos. Y he aquí que,
apenas llegados, se erguía frente a sus
menguadas fuerzas, como un escollo
infranqueable, la majestuosa y soberbia
Jericó. ¿Cómo podrían conquistar todo el
país, si la primera ciudad les resultaba ya
inconquistable?
El ardid insólito
En ese momento Dios habló a Josué, y le
explicó la estrategia que debía emplear para
vencer a Jericó. Se trataba de un extraño
ritual. Durante siete días marcharían en
círculo, en torno a la ciudad, llevando el Arca
de la Alianza. Los sacerdotes irían tocando
las trompetas, mientras el resto del pueblo
los acompañaría con un solemne silencio.
Darían una vuelta cada día y volverían al
campamento.
“El séptimo día –dice la Biblia– se
levantaron al alba y dieron siete vueltas a la
ciudad del mismo modo. Solamente ese día
dieron siete vueltas a la ciudad” (6, 15).
Luego de la séptima vuelta, Josué dijo al
pueblo: “Lancen el grito de guerra, porque
Yahvé les ha entregado la ciudad” (6, 16). “Al
oír el toque de las trompetas, el pueblo lanzó
estrepitosamente el grito de guerra, y las
murallas de la ciudad se derrumbaron.
Entonces el pueblo asaltó la ciudad, cada uno
de frente a donde estaba, y la tomaron” (6,
20).
Así, mediante esta insólita táctica sugerido
por Dios mismo, el pueblo de Israel
exterminó a todos los habitantes de Jericó,
prendió fuego a la ciudad, y la redujo a un
montón de escombros y restos calcinados.
La batalla de Jericó aparece como un
acontecimiento militar clave para el pueblo
de Israel, ya que le abrió las puertas de la
conquista de Palestina.
¿Milagro o terremoto?
¿Qué es lo que sucedió realmente en la
batalla de Jericó? Durante siglos las
opiniones de los biblistas estuvieron muy
divididas. Iban desde el rotundo “imposible”,
hasta la fe ciega en un milagro de Dios.
Algunos pensaban en un fenómeno natural,
es decir, en un terremoto que justamente
habría ocurrido ese día. Otros afirmaban que
las vueltas dadas alrededor de la ciudad
distrajeron a sus defensores, y el alarido de
guerra y las trompetas los habrían espantado
y perturbado. Otra hipótesis sostenía que la
expresión “muro de la ciudad” es una
metáfora para designar la “guardia de la
ciudad”, y que decir “el muro se derrumbó”
significa que “los soldados quedaron
impotentes” cuando atacaron los israelitas.
Y por supuesto, no faltaban los que lo
entendían como una intervención directa de
Dios, que derribó las murallas de Jericó para
favorecer a los israelitas.
La verdad de la fe
Todos estos elementos nos indican que, si
bien pudo existir una “batalla de Jericó” real,
como dijimos antes, la Biblia nos cuenta
cómo la interpretaron ellos, es decir, lo que
su fe les enseñaba. Y quizá se les vino la idea
de relatarla así, inspirados en la procesión
que todos los años realizaban, desde el
santuario vecino de Guilgal, alrededor de las
ruinas para conmemorar la conquista.
A los israelitas nunca se les hubiera ocurrido
escribir una crónica objetiva y fría de la
batalla de Jericó, al moderno estilo de
nuestros historiadores. No les hubiera
servido de nada. Ellos escribían para que sus
relatos fueran leídos en el templo, en sus
reuniones y grupos de oración. Y narrar,
escueta y sobriamente, que sus antepasados
al llegar a la Tierra Prometida sostuvieron
una tibia refriega con quienes en ese
momento habitaban las ruinas de Jericó,
además de dejar de lado la visión de la fe, no
habría ayudado a sostener ni alimentar la
creencia en Dios, de los fieles.
En cambio el relato de la procesión alrededor
de la ciudad, el clamor del pueblo, el
emocionante sonido de las trompetas, y las
murallas derrumbándose, sí que enardecía a
los lectores, excitaba y reavivaba la fe de
cuantos lo escuchaban, y acrecentaba la
confianza en Yahvé.
Y por otra parte el escritor sagrado estaba
diciendo la verdad: fue Dios quien había
demolido para ellos las murallas de Jericó
(eso sí, varios siglos antes) en atención a sus
oraciones.
La nueva Jericó
¿Cayeron, pues, las murallas de Jericó?
Alguna vez, por supuesto que sí. Pero el
relato bíblico no pretende decirnos que
cayeron de una manera angelical e ingenua, y
que basta tocar trompetas para vencer los
obstáculos de la vida. No. Así lo contaron los
israelitas, porque en aquel tiempo era el
modo más comprometido que tenían de
hacerlo. Pero saber que se trata de un
lenguaje simbólico y de fe nos permite
abandonar posturas simplistas y utópicas, y
reinterpretar de un modo más acertado su
mensaje.
Al igual que la antigua Jericó, también hoy
existe un mundo del mal encerrado tras sus
firmes fortificaciones: las injusticias sociales,
la mentira, la corrupción, el desprecio por los
más débiles, el hambre. Y esas estructuras
levantadas, cual poderosas murallas,
impiden que los hombres entren en la
salvación, es decir, en un nuevo tipo de
sociedad donde la dignidad de todos sea
respetada, y donde todos tengan derecho a la
educación, al trabajo, y a vivir en paz, que
constituye la nueva Tierra Prometida.
Hoy hacen falta, pues, trompetas válidas para
vencer esta fortaleza injusta y perversa: las
trompetas de la solidaridad, del servicio, de
la fraternidad, del testimonio de vida.
Pero las trompetas solas no bastan. Josué
ordenó un grito de guerra al unísono. La
condición esencial para que la Iglesia venza y
debilite las estructuras injustas es su unidad,
su unión.
La Iglesia sabe que la batalla de Jericó es
eterna, y que se prolonga a través de los
siglos. Por eso el sonido de las trompetas
prolongado durante siete días nos muestra
que con el servicio constante del anuncio del
evangelio, el testimonio de vida, y sobre todo
la unidad de la Iglesia, puede ser destruida la
soberbia Jericó, parapetada tras sus torres de
egoísmo, de pecados sociales y de
corrupción.
El día que la Iglesia grite con su ejemplo de
vida y su unidad, todo lo que sea enemigo del
hombre quedará convertido en escombros.
Para reflexionar
1) Según la Biblia, ¿cómo cayó la ciudad de
Jericó? Y según la arqueología, ¿cómo fue
que la habría conquistado el pueblo de
Israel?
2) ¿Por qué los escritores sagrados
cuentan de una manera especial el relato
de la conquista de Jericó?
3) En nuestra sociedad actual, ¿qué
características tiene la ciudad del mal que
vemos, y que nos impide alcanzar un país
mejor, prometido por Dios?
Para continuar la lectura
W. HinkerK. Speidel, Si la Biblia tuviera
razón..., Editorial Studium, Madrid 1972.
¿DIOS ORDENÓ A OSEAS
CASARSE CON UNA
PROSTITUTA?
Un curioso pedido
El profeta más extraño que jamás haya
existido en Israel es, sin duda, Oseas. Pocos
conocen su historia, pero ella está allí, en la
Biblia, como curioso testimonio de lo que
puede pasarle a alguien cautivado por Dios. Y
hasta el día de hoy sigue asombrando a
cuantos, desprevenidamente, se acercan a
leer las Sagradas Escrituras.
Oseas era un joven israelita, nacido en una
ciudad norteña del país a comienzos del siglo
VIII antes de Cristo. Aunque no sabemos su
profesión, la riqueza de sus sermones nos
permite imaginar que era un hombre culto.
Cierto día, alrededor del año 745 a.C., Dios le
dio una misteriosa orden: “Anda, toma para
ti una mujer prostituta y ten hijos de
prostitución” (Os 1, 2).
Aun en épocas tan liberales y permisivas
como la nuestra, resultan embarazosas tales
palabras en boca de Dios.
El misterio de la segunda
mujer
Pasa el tiempo y Oseas no puede olvidar a la
hija de Dibláyim. La ama inmensamente y no
puede vivir sin ella. Para dejar de quererla y
apartarla de su recuerdo la agrede
llamándola “prostituta” (2, 7), pero
comprende que su agresión brota más bien
del amor que siente que del desprecio.
Intenta vengarse, entonces, reclamándole
que le entregue los regalos que le hizo,
humillándola en público (2, 11-12), pero nada
logra.
Hasta que, viendo lo inútil de todo esto,
decide conquistarla nuevamente, perdonarla
y traerla de regreso a casa, aun cuando ella
no le pidiera disculpas (2, 16-17).
Eso pensaba, cuando se da con que ella vive
ya con otro hombre, un amigo de él. El
perdón entonces se vuelve imposible. La Ley
de Moisés lo prohibía. Según el
Deuteronomio: “Si uno se casa con una
mujer y luego no le gusta por algún motivo, y
le escribe un acta de divorcio y se la entrega,
y ella se va de la casa y se casa con otro,
entonces el primer marido no podrá casarse
otra vez con ella pues está contaminada” (24,
1-4).
La única solución que le quedaba al pobre
Oseas era infringir la Ley. Y tanto era su
amor, que no duda un instante en hacerlo.
Paga al hombre que vivía con ella un rescate
(una especie de dote, como indemnización
por los gastos de ella, práctica habitual en
esa época) y la regresa a su casa. Es la
“segunda mujer” que aparecía en el relato.
Nace un predicador
A partir de ese momento Oseas salió a
predicar las nuevas ideas que había
descubierto. Y durante veinte años se
convirtió en el profeta del amor de Dios.
Visitó las ciudades israelitas más
importantes, se presentó ante el palacio del
rey, concurrió a los templos, y llenó las
plazas y el mercado con su mensaje.
Denunciaba el pecado del pueblo, que se iba
tras otros dioses, y el castigo que se merecía.
Pero también anunciaba algo nuevo para la
época: que Dios amaba a su pueblo y estaba
dispuesto a perdonarlo.
El hecho de que Oseas descubriera la
vocación de profeta a raíz de su conflicto
matrimonial, explica el vocabulario tan
especial que usará toda su vida. En efecto, a
Dios lo llama “el marido” (2, 18); al pueblo
de Israel, “esposa” (2, 4); a la alianza hecha
en el monte Sinaí, “matrimonio” (2, 21); a los
otros dioses, “amantes” (2, 7); al abandono a
Dios, “adulterio” y “prostitución” (2, 4); y
describe la época de los primeros tiempos
como “un noviazgo” (2, 16-17).
Era cosa de Dios
Pasaron los años. Cerca ya de su ancianidad,
y no queriendo que se perdiera el recuerdo
de cuanto había predicado, Oseas decidió
recoger todas sus experiencias en un libro.
Y meditando sobre su historia pasada hizo
un segundo descubrimiento. En su
mentalidad primitiva (propia del Antiguo
Testamento) pensó que lo que había vivido
no había sido por casualidad. Todo era
voluntad de Dios, que lo había hecho pasar
por tales penurias para que él descubriera el
amor divino por los hombres.
Entonces proyectó hacia el pasado, hacia el
primer momento de su boda, las palabras de
Dios que en realidad había escuchado mucho
más tarde. Y comenzó su libro diciendo:
“Dios le dijo a Oseas: Anda, toma para ti una
mujer prostituta y ten hijos de prostitución,
porque la tierra se está prostituyendo
totalmente apartándose de Yahvé” (Os 1, 2).
La revolución del amor
Muerto Oseas, su prédica causó un impacto
tremendo. Nunca nadie había afirmado
antes, que Dios fuera capaz de “amar” al
hombre.
Hasta ese momento Yahvé era conocido sólo
como un Dios de justicia, que castigaba al
pecador y recompensaba a los buenos. Y
según todos los predicadores anteriores a
Oseas, Dios retribuía a los buenos con sus
bienes y sus favores. Pero nada más. De ahí a
“amarlos” había una gran diferencia.
Afirmar ahora que ese Dios justiciero,
estricto y severo, era también capaz de amar
al hombre, implicaba una revolución. A nadie
se le había ocurrido hasta el siglo VIII a.C.
Y había una explicación. El verbo “amar” en
hebreo (= ahab) tenía demasiadas
resonancias sexuales, para poder aplicárselo
a Dios en relación al hombre.
Por eso cuando Oseas, aquel oscuro marido
que meditando en la soledad de su drama
intuyó que Dios era capaz de amar al
hombre, salió a predicarlo, produjo una
conmoción impresionante. La teología dio un
salto hacia adelante, y progresó
enormemente el conocimiento de Dios. Ya
nada sería lo mismo a partir de entonces.
Ciclotimia teológica
Si nuestro hipotético lector conociera un
poco de lenguas antiguas, advertiría también
diferencias en el hebreo en que fue escrito el
libro.
Los capítulos 1 al 39, por ejemplo, están
redactados en forma solemne, concisa,
mesurada. Pero desde el capítulo 40 Isaías
adopta un estilo más retórico, apasionado,
afectuoso, con repeticiones constantes y
enumeraciones detallistas que antes no
empleaba. Y en el capítulo 56 Isaías vuelve a
cambiar de estilo: decae su nivel poético y su
retórica se torna menos elevada.
Además de estas anomalías históricas y
literarias, podemos advertir en el libro un
tercer grupo de irregularidades: las ideas
teológicas.
En los capítulos 1 al 39, por ejemplo, aunque
Isaías presenta a Yahvé como el Dios de
Israel, enseña que sí existen otros dioses
entre los pueblos vecinos. El profeta espera
la llegada de un Mesías glorioso
descendiente de David, que salvará al pueblo.
Nunca habla de Dios como creador, y su
concepción de la historia está muy poco
desarrollada.
En el capítulo 40, como pasó en las dos veces
anteriores, las enseñanzas de Isaías cambian
abruptamente. Ahora el único Dios que
existe en todo el mundo es Yahvé; los otros
dioses no son nada
(41, 21-24; 44, 6-8). Por primera vez sostiene
que Dios es “creador” del mundo (40, 28; 44,
24; 45, 12). Y que Dios es “redentor” de Israel
por haberlo sacado de la esclavitud de Egipto
(41, 14; 43, 14; 44, 6).
En el capítulo 56, Isaías vuelve a cambiar su
teología. Ahora sólo le interesan los detalles
del culto, de la liturgia y del Templo. Ya no
piensa más en el Mesías. Y los principales
personajes de sus sermones son los
sacerdotes de Jerusalén, a quienes antes
ignoraba.
Isaías Júnior
Hasta que en 1788, Johann C. Doderlein,
biblista alemán, produjo una revolución en
los estudios de Isaías, al publicar un libro
demostrando que sólo los capítulos 1 al 39
son realmente del profeta Isaías. Los c. 40 al
66, decía, fueron compuestos siglos más
tarde por un poeta anónimo que vivió en
tiempos del exilio de Babilonia, alrededor del
540 a.C., que algún compilador los añadió
mucho después como si fueran realmente de
Isaías.
Doderlein dio a este profeta anónimo el
nombre de “Segundo Isaías” o
“Deuteroisaías” (del griego “déuteros” =
segundo).
Un siglo más tarde, en 1892, otro erudito
alemán llamado Bernard Duhm descubrió
que los capítulos 56 al 66 pertenecen a un
tercer profeta, distinto de los otros dos, que
habría vivido y predicado décadas más tarde,
cuando el pueblo judío había regresado ya
del exilio babilónico. Y lo llamó el
“Tritoisaías” (del griego “trítos” = tercero).
El 1, el 2 y el 3
El número 1 simboliza a Dios, que es único.
Por ello indica exclusividad, primado,
excelencia. Así, cuando Jesús le contesta al
joven rico: “¿Por qué me preguntas por lo
bueno?; uno solo es el Bueno” (Mt 19, 17). Y
sobre el matrimonio: “Ya no son dos sino
una sola carne; y lo que Dios unió no lo
separe el hombre” (Mt 19, 6). O cuando dice:
“El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30).
También cuando Pablo expresa “Todos
ustedes son 1 en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).
“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios” (Ef 4, 5). En todos
estos casos, el 1 simboliza el ámbito divino.
En cambio el 2 representa al hombre, pues
en él hay siempre dualidad, división interior
por culpa del pecado. Esto aclara algunos
enigmas del evangelio. Por ejemplo según
Marcos Jesús curó a un solo endemoniado
en Gerasa (5, 2); pero según Mateo eran 2
(Mt 8, 28). Según Marcos sanó a un solo
ciego en Jericó, llamado Bartimeo (10, 46);
pero según Mateo eran 2 los ciegos (20, 30).
Según Marcos en el juicio contra Jesús se
presentaron “algunos” falsos testigos (14,
57); pero Mateo aclara que eran 2 (26, 60).
¿Quién está contando la verdad? Ambos,
pues mientras Marcos nos da la versión
histórica, Mateo usa el número simbólico.
El número 3 expresa “totalidad”, quizá
porque 3 son las dimensiones del tiempo:
pasado, presente y futuro. Decir 3 equivale a
decir “la totalidad” o “siempre”. Así, los 3
hijos de Noé (Gn 6, 10) representan a la
totalidad de sus descendientes. Las 3 veces
que Pedro negó a Jesús (Mt 26, 34)
simbolizan todas las veces que Pedro le fue
infiel. Las 3 tentaciones que Jesús sufrió del
diablo representan todas las tentaciones que
él tuvo durante su vida. Y a Dios en el
Antiguo Testamento se lo llama el 3 veces
Santo, el que tiene toda la santidad (Is 6, 3).
El 4 y el 5
El número 4 en la Biblia simboliza al
cosmos, al mundo, ya que 4 son los puntos
cardinales. Así, cuando se dice que en el
Paraíso había 4 ríos (Gn 4, 10), significa que
todo el cosmos era un Paraíso antes del
pecado de Adán y Eva. O sea, no se trata de
un sitio determinado, como piensan algunos
que todavía lo andan buscando en algún
lugar de oriente. Y cuando Ezequiel llama al
Espíritu de los 4 vientos para que soplen
sobre los huesos secos (Ez 37, 9), no es que
haya 4 vientos, sino que invoca a los vientos
de todo el mundo. Y cuando el Apocalipsis
cuenta que el trono de Dios se asienta sobre
4 seres (4, 6), quiere decir que se asienta
sobre todo el mundo, que la tierra entera es
el trono de Dios.
El 5 significa “algunos”, “unos cuantos”, una
cantidad indefinida. Así, se dice que en la
multiplicación de los panes Jesús tomó 5
panes (= algunos panes). Que en el mercado
se venden 5 pajaritos por dos monedas (=
algunos pajaritos). Que Isabel, la madre de
Juan el Bautista, luego de su embarazo se
escondió en su casa por 5 meses
(= algunos meses). Que la samaritana del
pozo de Jacob tenía 5 maridos (= varios
maridos). Jesús emplea frecuentemente el 5
en sus parábolas en este sentido indefinido:
las 5 vírgenes prudentes y las 5 necias, los 5
talentos, las 5 yuntas de bueyes que compran
los invitados al banquete, los 5 hermanos
que tenía el rico Epulón. Y Pablo, hablando
del don de lenguas, dice: “Prefiero decir 5
palabras (= algunas pocas) comprensibles,
que 10.000 en lenguas” (1Cor 14, 19).
El 7, el 10 y el 12
El número 7 tiene el simbolismo más
conocido de todos. Representa la perfección.
Por eso Jesús dirá a Pedro que debe perdonar
a su hermano hasta 70 veces 7. También
puede expresar la perfección del mal, o el
sumo mal, como cuando Jesús enseña que si
un espíritu inmundo sale de un hombre
puede regresar con otros 7 espíritus peores, o
cuando el evangelio cuenta que el Señor
expulsó 7 demonios de la Magdalena.
Por su sentido de perfección, esta cifra
aparece referida frecuentemente a las cosas
de Dios. El Apocalipsis es el que más lo
emplea: 54 veces para describir
simbólicamente las realidades divinas: las 7
Iglesias del Asia, los 7 espíritus del trono de
Dios, las 7 trompetas, los 7 candeleros, los 7
cuernos y 7 ojos del Cordero, los 7 truenos,
las 7 plagas, las 7 copas que se derraman.
Muchos se equivocan cuando toman este
número como si fuera una cantidad o un
tiempo reales.
La tradición cristiana continuó este
simbolismo del 7, y por eso fijó en 7 los
sacramentos, los dones del Espíritu Santo,
las virtudes.
Por su parte, el número 10 tiene un valor
mnemotécnico; al ser 10 los dedos de las
manos, resulta fácil recordar esta cifra. Por
eso son 10 los mandamientos que, según la
tradición bíblica, Yahvé dio a Moisés
(podrían haber sido más), y 10 las plagas que
azotaron a Egipto. También por esta razón se
ponen sólo 10 antepasados entre Adán y Noé,
y 10 entre Noé y Abraham, aun cuando
sabemos que existieron muchos más.
Otro número simbólico es el 12. Significa
“elección”. Por eso se hablará de las 12 tribus
de Israel, cuando en realidad el Antiguo
Testamento menciona más de 12; pero con
esto se quiere decir que eran tribus
“elegidas”. Igualmente se agruparán en 12 a
los profetas menores del Antiguo
Testamento. También el evangelio
mencionará 12 apóstoles de Jesús, que
resultan ser más de 12 si comparamos sus
nombres; pero se los llama “Los Doce”
porque son los elegidos del Señor. Asimismo
Jesús asegura tener 12 legiones de ángeles a
su disposición (Mt 26, 53). El Apocalipsis
hablará de 12 estrellas que coronan a la
Mujer, 12 puertas de Jerusalén, 12 ángeles,
12 frutos del árbol de la vida.
Otros números con mensajes
El número 40 también tiene un simbolismo:
representa el “cambio” de un período a otro,
los años de una generación. Por eso el
diluvio dura 40 días y 40 noches (pues es el
cambio hacia una nueva humanidad). Los
israelitas están 40 años en el desierto (hasta
que cambia la generación infiel por otra
nueva). Moisés permanece 40 días en el
monte Sinaí, y Elías peregrina otros 40 días
hasta allí (a partir de lo cual sus vidas
cambiarán). El profeta Jonás predice la
destrucción de Nínive en 40 días (para darles
tiempo a que cambien de vida). Jesús
ayunará 40 días (porque es el cambio de su
vida privada a su vida pública).
Por su parte el número 1.000 significa
multitud, gran cantidad. En el libro de Daniel
se dice que el rey Baltasar dio una gran fiesta
con 1.000 invitados (5, 1). El Sal 90 sostiene
que 1.000 años para nosotros son como un
día para Dios. Salomón ofreció 1.000
sacrificios de animales en Gabaón (1Rey 3,
4), y tenía 1.000 mujeres en su harén (1Rey
11, 3).
A veces este número puede entrar en
combinación con otros. Así, el Apocalipsis
dice simbólicamente que al final del mundo
se salvarán 144.000, porque es la
combinación de 12 x 12 x 1.000, y significan
los elegidos del Antiguo Testamento (12), y
los elegidos del Nuevo Testamento (x 12), en
una gran cantidad (x 1.000).
Finalmente quedan algunos otros
simbolismos menores. Como cuando san
Lucas cuenta que Jesús eligió a 70 discípulos
para enviarlos “a todos los lugares y sitios
por donde él tenía que pasar”
(Lc 10, 1). No está dando una cifra real, sino
simbólica, ya que según Génesis 10, el total
de pueblos y naciones que existían en el
mundo era 70. Lucas, hombre de mentalidad
universalista, al decir que Jesús mandó 70
misioneros, quiso decir que los mandó para
que el evangelio llegara a todas las naciones
del mundo.
También san Juan encierra un mensaje
cuando cuenta que en la pesca milagrosa los
apóstoles obtuvieron 153 peces (21, 11). ¿Por
qué tanto interés en dejar registrado este
detalle sin importancia? Es que en la
antigüedad se creía, entre los pescadores,
que 153 era el número de peces que existía
en los mares. El mensaje era clarísimo para
los lectores de aquel tiempo: Jesús vino a
salvar a gente de todas las naciones, razas y
pueblos del mundo.
Qué es la reencarnación
La reencarnación es la creencia según la cual,
al morir una persona, su alma se separa
momentáneamente del cuerpo, y después de
algún tiempo toma otro cuerpo diferente
para volver a nacer en la tierra. Por lo tanto,
los hombres pasarían por muchas vidas en
este mundo.
¿Y por qué el alma necesita reencarnarse?
Porque en una nueva existencia debe pagar
los pecados cometidos en la presente vida, o
recoger el premio de haber tenido una
conducta honesta. El alma está, dicen, en
continua evolución. Y las sucesivas
reencarnaciones le permiten progresar hasta
alcanzar la perfección. Entonces se convierte
en un espíritu puro, ya no necesita más
reencarnaciones, y se sumerge para siempre
en el infinito de la eternidad.
Esta ley ciega, que obliga a reencarnarse en
un destino inevitable, es llamada la ley del
“karma” (= acto).
Para esta doctrina, el cuerpo no sería más
que una túnica caduca y descartable que el
alma inmortal teje por necesidad, y que una
vez gastada deja de lado para tejer otra.
Existe una forma aún más escalofriante de
reencarnacionismo, llamada
“metempsicosis”, según la cual si uno ha sido
muy pecador su alma puede llegar a
reencarnarse en un animal, ¡y hasta en una
planta!
Ya Job no lo creía
Pero los judíos jamás quisieron aceptar la
idea de una reencarnación, y en sus escritos
la rechazaron absolutamente.
Por ejemplo, el Salmo 39, que es una
meditación sobre la brevedad de la vida, dice:
“Señor, no me mires con enojo, para que
pueda alegrarme, antes de que me vaya y ya
no exista más” (v. 14).
También el pobre Job, en medio de su
terrible enfermedad, le suplica a Dios, a
quien creía culpable de su sufrimiento:
“Apártate de mí. Así podré sonreír un poco,
antes de que me vaya para no volver, a la
región de las tinieblas y de las sombras” (10,
21-22).
Y un libro más moderno, el de la Sabiduría,
enseñaba: “El hombre, en su maldad, puede
quitar la vida, es cierto; pero no puede hacer
volver al espíritu que se fue, ni liberar el
alma arrebatada por la muerte” (16, 14).
La irrupción de la novedad
Pero alrededor del año 200 a.C. se iluminó
en el pueblo judío el tema del más allá. En
esa época apareció la fe en la “resurrección”
después de la muerte. Y con esa noción,
quedó definitivamente descartada la
posibilidad de la reencarnación.
Según esta novedosa creencia, al morir una
persona, recupera la vida de inmediato. Pero
no en la tierra, sino en otra dimensión
llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir
una vida distinta, sin límites de tiempo ni
espacio. Una vida que ya no puede morir
más. Es la denominada Vida Eterna.
Esta enseñanza aparece por primera vez, en
la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel
le revela este gran secreto: “La multitud de
los que duermen en la tumba se despertarán,
unos para la vida eterna, y otros para la
vergüenza y el horror eterno” (12, 2). Por lo
tanto, queda claro que el paso que sigue
inmediatamente a la muerte es la Vida
Eterna, la cual será dichosa para los buenos y
dolorosa para los pecadores. Pero será
eterna.
La segunda vez que la encontramos, es en un
relato en el que el rey Antíoco IV de Siria
tortura a siete hermanos judíos para
obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría
el segundo, dijo al rey: “Tú nos privas de la
vida presente, pero el Rey del mundo a
nosotros nos resucitará a una vida eterna”
(2Mac 7, 9). Y al morir el séptimo exclamó:
“Mis hermanos, después de haber soportado
una corta pena, gozan ahora de la vida
eterna” (2Mac 7, 36).
Para el Antiguo Testamento, entonces,
resulta imposible volver a la vida terrena
después de morir. Por más breve y dolorosa
que haya sido la existencia humana, luego de
la muerte comienza la resurrección.
Invitación a la
irresponsabilidad
Pero no sólo las Sagradas Escrituras impiden
creer en la reencarnación, sino también el
sentido común.
En efecto, que ella explique las simpatías y
antipatías entre las personas, los
desentendimientos de los matrimonios, las
desigualdades en la inteligencia de la gente, o
las muertes precoces, ya no es aceptado
seriamente por nadie. La moderna psicología
ha ayudado a aclarar, de manera científica y
concluyente, el por qué de éstas y otras
manifestaciones extrañas de la personalidad
humana, sin imponer a nadie la creencia en
la reencarnación.
La reencarnación, por lo tanto, es una
doctrina estéril, incompatible con la fe
cristiana, propia de una mentalidad
primitiva, destructora de la esperanza en la
otra vida, inútil para dar respuestas a los
enigmas de la vida, y lo que es peor, peligrosa
por ser una invitación a la irresponsabilidad.
En efecto, si uno cree que va a tener varias
vidas más, además de ésta, no se hará mucho
problema sobre la vida presente, ni pondrá
gran empeño en lo que hace, ni le importará
demasiado su obrar. Total, siempre pensará
que le aguardan otras reencarnaciones para
mejorar la desidia de ésta.
Solamente una vez
Pero si uno sabe que el milagro de existir no
se repetirá, que tiene sólo esta vida para
cumplir sus sueños, sólo estos años para
realizarse, sólo estos días y estas noches para
ser feliz con las personas que ama, entonces
se cuidará muy bien de maltratar el tiempo,
de perderlo en trivialidades, de desperdiciar
las oportunidades. Vivirá cada minuto con
intensidad, pondrá lo mejor de sí en cada
encuentro, y no permitirá que se le escape
ninguna coyuntura que la vida le ofrezca.
Sabe que no retornarán.
El hombre promedio, a lo largo de su vida,
trabaja 136.000 horas; duerme otras
210.000; come 3.360 kilos de pan, 24.360
huevos y 8.900 kilos de verdura; usa 507
tubos de dentífrico; se somete a 3
intervenciones quirúrgicas; se afeita 18.250
veces; se lava las manos otras 89.000; se
suena la nariz 14.080 veces; se anuda la
corbata en 52.000 oportunidades, y respira
unas 500 millones de veces.
Pero absolutamente todo hombre, promedio
o no, creyente o no, muere una vez y sólo
una vez.
Antes de que caiga el telón de la vida, Dios
nos regala el único tiempo que tendremos,
para llenarlo con las mejores obras de amor
de cada día.
Para reflexionar
1) Las civilizaciones más antiguas, ¿qué
pensaban sobre la muerte y el más allá?
2) ¿Como apareció la idea de la
reencarnación?
3) ¿Qué dicen los actuales estudios
sicológicos sobre los fenómenos que antes
se tomaban como pruebas de nuestra
reencarnación en otros cuerpos?
4) ¿Qué pasajes bíblicos podemos oponer a
esta doctrina?
Para continuar la lectura
Salas, Biblia y catequesis (Vol. III),
Editorial Biblia y Fe, Madrid 1987.
SEGÚN LA BIBLIA
¿EXISTE EL PURGATORIO?
¿Aparece en la Biblia?
Desde que Lutero en el siglo XVI se separó
de la Iglesia, y declaró que “la existencia del
purgatorio no puede probarse por las
Sagradas Escrituras”, la Iglesia Católica se
esforzó en buscar textos bíblicos con los
cuales demostrar a los protestantes que la
Biblia sí habla de su existencia. Y en esta
disputa se cometieron muchos abusos.
Por ejemplo, se citaba como prueba Mt 12,
32: “Al que diga una palabra contra el Hijo
del Hombre se le perdonará, pero al que la
diga contra el Espíritu Santo, no se le
perdonará ni en este mundo ni en el otro”. Y
se razonaba: si Jesús aclara que hay ciertos
pecados que no pueden perdonarse en el otro
mundo, es porque otros sí pueden
perdonarse allí; por lo tanto, existe el
purgatorio.
Esta interpretación no tiene en cuenta que la
frase “ni en este mundo ni en el otro” es
propia de la mentalidad semita, que suele
citar los dos extremos para significar
“nunca”. Por lo tanto la frase quiere decir
que nunca serán perdonados los pecados
contra el Espíritu Santo. Pero no pretende
hacer ninguna afirmación sobre el
purgatorio.
¿Y san Pablo?
El texto bíblico más citado en favor del
purgatorio es 1Cor 3,
10-17. Pablo, escribiendo a los corintios,
divide a los predicadores del evangelio en
tres categorías; los que han usado buenos
materiales en su edificación (v. 14), los que
en vez de edificar han destruido
(v. 17), y los que han sido mediocres en la
elección de los materiales de construcción.
Hablando de estos últimos dice: “si su
construcción llega a quemarse, se quedará
sin nada; pero él mismo se salvará como
quien pasa a través del fuego” (v. 15). Es en
esta tercera categoría donde fijan su atención
los comentaristas, que sostienen que “a
través del fuego” implica la doctrina del
purgatorio.
En realidad todo el pasaje no es más que una
simple alegoría de una casa que se incendia,
en donde el fuego tiene un valor
exclusivamente figurativo, no real. Su
sentido es que los fieles menos fervorosos
también podrán salvarse, pero con muchas
fatigas y a duras penas. Pablo sólo se refiere
al esfuerzo que deberán hacer los mediocres
para salvarse, pero no plantea el tema del
purgatorio, ni lo menciona nunca en ninguna
de sus cartas.
La alegría de estar en el
purgatorio
Estábamos acostumbrados a ver el
purgatorio como un castigo divino por el
pasado pecador del hombre, una especie de
“infierno con salida”. Sin embargo no es así.
En realidad es una gracia de Dios. La última
gracia concedida para que el hombre se
purifique con vistas a un futuro junto a él. Es
la posibilidad gratis que Dios le da de poder
madurar radicalmente al amor. Es el instante
en el que el hombre transforma
completamente su vida para poder mirar a
Dios cara a cara y entregarse a él en un
abrazo eterno. Por eso durante la misa no se
dice que los fieles del purgatorio estén
atormentándose, sino que “duermen ya el
sueño de la paz”.
Sin duda tenía razón santa Catalina de
Génova cuando escribía: “No hay felicidad
comparable a la de los que están en el
purgatorio, a no ser la de los santos en el
cielo. Este estado debería ser ansiado más
que temido, pues sus llamas son llamas de
inmenso amor y nostalgia”. ¡Cuánto nos falta
a nosotros, del siglo XX, para poder llegar a
esta intuición del siglo XV!
El purgatorio es la espléndida doctrina de la
esperanza y de la solidaridad cristiana.
Enseña que la muerte no acaba con las
relaciones de los hombres; que éstos pueden
seguir ayudándose, mediante actos de amor,
tal como lo hacían cuando vivían aquí en la
tierra.
El purgatorio es, al fin de cuentas, el
sintético grito de que el amor es más fuerte
que la muerte.
Para reflexionar
1) ¿Qué es lo que popularmente se cree
cuando se habla del Purgatorio?
2) Si bien la existencia del Purgatorio es
un dogma de fe, ¿cuáles son los puntos
firmes que la Iglesia oficialmente propone
a sus fieles para que crean?
3) ¿Por qué debe sostenerse la existencia
del Purgatorio?
4) ¿Tiene sentido rezar por nuestros
difuntos? ¿Por qué?
Para continuar la lectura
L. Boff, Hablemos de la otra vida,
Editorial Sal Terrae, Bilbao 1984.
ANEXO:
LOS ESTUDIOS BÍBLICOS
Y LAS PENURIAS DEL P.
LAGRANGE
El fraile abogado
El P. Lagrange nació en Bourg-en-Bresse
(Francia) en 1855, en el seno de una piadosa
familia, de la cual recibió sus primeros
conocimientos religiosos. Terminada la
escuela secundaria estudió en la Universidad
Católica de París, hasta obtener el doctorado
en Derecho en 1878. Pero nunca llegó a
ejercer su profesión, pues al año siguiente, y
luego de mucho pensarlo, ingresó en la
Orden de Santo Domingo, en la que fue
ordenado sacerdote en 1883.
Entre 1884 y 1886 enseñó Historia de la
Iglesia, y luego Filosofía y Sagrada Escritura,
hasta que sus superiores, viendo la pasión
que demostraba por la Palabra de Dios, lo
mandaron a Viena para estudiar las antiguas
lenguas orientales: hebreo, siríaco, árabe,
egipcio jeroglífico y asirio, mientras se
iniciaba poco a poco en los temas de crítica
bíblica.
La idea del joven Lagrange era regresar a
Francia para emprender estudios bíblicos
con un equipo de frailes dominicos. Pero
estando en Viena sucedió un hecho que iba a
cambiar totalmente su vida. En abril de 1890
sus superiores decidieron enviarlo a
Jerusalén para fundar una escuela bíblica.
Lagrange, según lo confesó él mismo, quedó
aterrado al recibir la noticia, que sonó como
un repique fúnebre en sus esperanzas. Pensó
en la dificultad para desarrollar allí cualquier
labor intelectual, lejos de sus libros, fuera del
mundo académico, y en un lugar tan lejano e
inhóspito. Pero fiel a su espíritu de
obediencia, que lo iba a caracterizar durante
toda su vida, con gran sufrimiento marchó a
Tierra Santa, después de haber escrito en su
diario espiritual: “Jesús mío, me consuela
pensar que tú también has experimentado
este dolor”.
La Escuela Bíblica
A pesar de sus temores, al llegar tuvo una
especie de deslumbramiento o, en sus
palabras, un “éxtasis histórico”. Se sintió
cautivado por esa tierra donde habían nacido
las Escrituras, y comprendió que no había
lugar en el mundo más apropiado que ése
para llevar a cabo los estudios que tanto lo
apasionaban. Sin dudarlo más emprendió
una titánica labor organizativa y nueve
meses más tarde, en noviembre de 1890,
inauguraba en el convento de San Esteban la
que iba a ser la famosísima Escuela Práctica
de Estudios Bíblicos, a la que dedicará sus
desvelos en los siguientes cuarenta y cinco
años.
En un país que entonces no ofrecía ningún
recurso intelectual ni económico el P.
Lagrange, solo, comenzó a enseñar hebreo,
árabe, asirio, historia y arqueología, sin más
material escolar que una mesa, un pizarrón y
un mapa, en un precario local que había sido
matadero municipal. Y en su discurso
inaugural esbozaba lo que sería más tarde su
programa de vida: “Dios, donándonos la
Biblia, no invitó a la inteligencia humana a
chochear sino a progresar. Él le ha abierto un
campo indefinido de progreso en la verdad”.
Como se ve, tempranamente había tomado
conciencia de la importancia de la
investigación científica para ilustrar la fe de
la Iglesia.
El método histórico
El P. Lagrange desde un comienzo se mostró
partidario de aplicar en la exégesis bíblica un
método bastante desconocido todavía entre
los católicos, llamado el método histórico, o
histórico-crítico. ¿Y en qué consistía?
Desde mediados del siglo XIX los grandes
descubrimientos históricos, arqueológicos y
científicos plantearon al estudioso de la
Biblia un grave problema, pues éstos
parecían hallarse en contradicción con los
relatos bíblicos. Surgió así un serio
interrogante: ¿cómo conciliar estos hallazgos
con la veracidad de las Escrituras, que son
Palabra de Dios?
Se desató, entonces, un famoso debate entre
los exegetas para resolver la aparente
contradicción entre las ciencias y la fe,
conocido como la “cuestión bíblica”. La
solución estaba en abandonar la lectura
primaria o ingenua de la Biblia que hacía la
exégesis tradicional, para reemplazarla por
otra más seria que tuviera en cuenta el
trasfondo histórico de la Biblia. Era
necesario, pues, emplear un nuevo método
de lectura, llamado el método histórico, que
permitiera situar el Libro Sagrado dentro de
los límites y condicionamientos de la época
en que surgió, a fin de poder descubrir la
verdadera intención de los autores bíblicos al
redactar sus obras.
Según este método, por ejemplo, cuando el
autor del Génesis compuso el relato de la
creación del mundo no quiso brindarnos una
crónica de los hechos realmente sucedidos,
sino dejarnos algunas enseñanzas para
nuestra salvación, según la mentalidad de
aquella época.
El P. Lagrange propuso este método y lo
explicó en un famoso libro publicado en 1903
que se volvió un clásico: “El método
histórico”. Pero desagraciadamente cayó tan
mal dentro de la Iglesia, que nunca más pudo
ser reeditado hasta 1967.
Es que el nuevo método había nacido en un
ambiente antirreligioso, cargado del
racionalismo, el iluminismo y el
cientificismo del siglo XIX, los cuales
rechazaban la dimensión sobrenatural de las
Escrituras y ridiculizaban la fe, reduciéndola
al ámbito de lo mitológico e irreal.
A pesar de este primer fracaso, el P.
Lagrange, con su genial intuición, estaba
convencido de que era posible utilizarlo
provechosamente en los estudios bíblicos.
Por eso comenzó su labor en la Escuela
Bíblica aplicándolo sin cansancio.
La Revista Bíblica
Al principio el P. Lagrange comenzó a dar a
conocer los frutos de sus investigaciones a
través de conferencias en Jerusalén. Pero
bien pronto su fama se extendió por todas
partes, de manera tal que empezó a recibir
invitaciones de diversos seminarios de
Francia, de otros países de Europa y de los
Estados Unidos.
Cuando llegó a Roma la noticia de sus
numerosas invitaciones, las autoridades
eclesiásticas consideraron peligrosa tan
intensa actividad divulgativa, y le
prohibieron aceptarlas. Entonces nació en él
la idea de fundar una revista científica,
altamente especializada, que le posibilitara
difundir ampliamente el pensamiento de la
Escuela. Así, en 1892 fundó la Revista
Bíblica, que llegará a ser con el tiempo no
menos famosa que su Escuela.
Como era de esperar, la revista aumentó la
desconfianza de las autoridades eclesiásticas,
por lo que el P. Lagrange, siempre obediente,
escribió a sus superiores: “si mis tendencias
parecen peligrosas con gusto callaré, a pesar
de mi convicción íntima de que estamos en
el camino de la verdad”. Y aunque por el
momento no se le impidió publicar, todos
sus artículos quedaron sometidos a la
censura romana, que cada vez se volvía más
susceptible con las enseñanzas del díscolo
dominico. Así, debió resignarse a ver cómo
algunos miembros de su propia Orden
desaconsejaban la lectura de la revista, o
prohibían su entrada en las comunidades, y
cómo algunas congregaciones retiraban sus
estudiantes de la Escuela Bíblica.
El congreso de Friburgo
Una de las polémicas más arduas que suscitó
la crítica histórica en aquel entonces se
centraba en el autor del Pentateuco. Durante
siglos se había sostenido que era Moisés.
Pero en 1678 el sacerdote francés Richard
Simon, y más tarde el médico Jean Astruc en
1753, lo habían puesto en duda.
El P. Lagrange hacía tiempo que había
llegado a este mismo convencimiento, y
decidió tomar posición pública al respecto,
aun a costa de arriesgar su tranquilidad y su
reputación. Para ello resolvió concurrir al
Congreso Católico de Friburgo, que se
celebraba en 1897, a fin de exponer su
pensamiento sobre tan candente tema. Pero
justo antes de su viaje se enteró de que la
Congregación del Santo Oficio había
condenado la afirmación, propuesta por la
crítica bíblica, de que ciertos versículos de la
1º carta de Juan no eran auténticos. El P.
Lagrange tomó esta medida como una
advertencia a lo que él iba a decir en el
Congreso. Y en una carta a sus superiores les
decía: “Estoy convencido de que una exégesis
católica sólida exige libertad de discusión,
que nos permita poner, al servicio de la fe,
las armas de nuestros enemigos cuando son
buenas. Pero tengo también fe absoluta en la
obediencia. Y si los tiempos no ha llegado
todavía, esperaré hasta que tenga el
consentimiento de mis superiores”.
De este modo su participación en el
Congreso se tornó dudosa. Las autoridades
dominicas resolvieron, entonces, para evitar
problemas, someter a la censura romana la
ponencia que el P. Lagrange pensaba hacer
en Friburgo. Y luego de ser fuertemente
discutida, ésta finalmente se aprobó.
Ya en el Congreso, el P. Lagrange realizó una
famosa exposición negando la autenticidad
mosaica del Pentateuco. Y con ella dejó
asentado uno de los principios
fundamentales de la exégesis bíblica: que la
autoridad religiosa de la Biblia no depende
de la autenticidad literaria de sus libros (es
decir, que Moisés sea el redactor del
Pentateuco, que Isaías sea autor del libro que
lleva su nombre, etc.) sino de la inspiración
divina en los redactores del texto,
quienquiera que éstos hayan sido. Este
principio fue totalmente revolucionario para
la época, y a pesar de haberlo expuesto con
tanta claridad, habrá que esperar casi setenta
años antes de que un documento oficial de la
Iglesia (la constitución Dei Verbum del
Concilio Vaticano II, aprobada en 1965)
aceptara esta distinción entre la autenticidad
del autor y la inspiración.
Por fortuna la ponencia del P. Lagrange no
provocó la tempestad que se temía en el
Congreso. La reacción del auditorio había
sido moderada y respetuosa. Sintiéndose
alentado por el éxito concibió la idea de
publicarla en la revista Bíblica. Y así, a
comienzos de 1898 apareció su escrito
titulado “Las fuentes del Pentateuco”.
Pero una cosa era presentar sus ideas en un
Congreso frente a un grupo de sabios, y otra
muy distinta era darlas a conocer
masivamente a un clero no demasiado
ilustrado y excesivamente fundamentalista.
Y esta vez la exposición del P. Lagrange sí
suscitó violentas reacciones. La prensa lo
atacó duramente, y el Patriarca Latino de
Jerusalén llegó a denunciarlo ante el Santo
Oficio por “racionalismo” y “desviacionismo
protestante”. Nadie parecía comprender al P.
Lagrange, y todos parecían dispuestos a
emprender una violenta batalla contra
cualquier novedad que viniera a cambiar lo
que se había sostenido durante siglos. Con
su humildad habitual, el fraile dominico se
limitó a comentar: “Sigo creyendo estar en la
verdad. Pero si me condenan lo aceptaré”.
Felizmente la tormenta esta vez no lo
alcanzó. Pero sí a algunos de sus amigos y
discípulos, quizá menos prudentes, que
perdieron sus cátedras o debieron dejar de
publicar por seguir sus ideas.
La noche oscura
Apenas muerto León XIII, se desató una
violenta campaña contra el P. Lagrange. En
1904 el jesuita Delattre publicó un libro
contra el método histórico-crítico. El general
de la Compañía de Jesús escribió a todos sus
provinciales previniéndolos contra “un
proceder subversivo que llaman método
histórico”. Los profesores que se habían
mostrado simpatizantes con las nuevas ideas
fueron retirados y reemplazados.
Frente a esta virulenta andanada, el P.
Lagrange intentó defenderse escribiendo un
pequeño volumen titulado “Aclaración sobre
el método histórico a propósito del libro del
P. Delattre”, pero sus superiores no
permitieron su publicación. Solicitó entonces
de nuevo autorización para publicar su
“Génesis”, pensando que con él podría
aportar argumentos sólidos para la
discusión, pero a pesar de que los
consultores lo encontraron irreprochable
desde el punto de vista teológico, la
respuesta oficial se mantuvo la misma: no es
oportuno. Y como si esto fuera poco, al
dominico le aguardaba aún el golpe más
cruel de todos: la Comisión Bíblica se
pronunció en 1906 a favor de la autenticidad
mosaica del Pentateuco, contra la cual él
tanto había predicado.
Aquí es donde puede admirarse al P.
Lagrange en toda su grandeza. Lejos de
rebelarse o de resentirse, hizo un acto de
total sumisión al Papa y le escribió: “Si Su
Santidad cree conveniente que yo deje de
ocuparme de los estudios bíblicos, los
abandonaré sin titubear. Sólo le suplico que
se digne creer en la buena intención que me
ha motivado hasta hoy”. Pero sólo obtuvo el
silencio por respuesta.
A comienzos de 1907 la situación se agravó:
el P. Lagrange recibió una prohibición del
propio Papa de publicar cualquier
comentario al Antiguo Testamento, sea en
forma de libro, o de artículo, o de cualquier
otra manera. Mientras tanto el jesuita
Delattre había publicado un nuevo ataque
contra el P. Lagrange, al que sus superiores
tampoco le permitieron contestar. Él,
siempre manso, escribía: “Me duele nuestra
inferioridad en los estudios críticos. Hay
libertad para atacarme, y no para
defenderme. Pero sé muy bien que no se
remedia nada en la Iglesia fuera de la
obediencia”.
Ese año fue infausto para cualquier intento
de novedad en los estudios bíblicos, pues la
Iglesia extremó la lucha contra el llamado
“modernismo”, acusándolo de sacrificar la fe
a la cultura moderna en un vano intento por
conciliarlas. El Santo oficio excomulgaba, el
Índex de libros prohibidos impedía toda
novedad en las lecturas, la Comisión Bíblica
frenaba los estudios con sus declaraciones, y
la Comisión Consistorial, que controlaba en
aquel entonces la enseñanza en los
seminarios, excluía a los profesores de
tendencia progresista. El papa Pío X, por su
parte, dio a conocer el decreto
“Lamentabilis” y la encíclica “Pascendi”,
ambas para refutar los errores de los
modernistas. Y como corolario, en 1909 fue
creado el Instituto Bíblico Pontificio de
Roma, presidido por el jesuita Fonck, con el
fin de controlar de cerca a la Escuela Bíblica
de Jerusalén.
El réprobo
Con el ánimo fogueado por tanto lucha, el P.
Lagrange decidió abandonar sus estudios
sobre el Antiguo Testamento, como le había
ordenado, y trabajar en un comentario al
evangelio de Marcos. Dos años más tarde
estaba listo, y envió al superior de la Orden
el manuscrito de su obra con la intención de
que esta vez sí se lo dejaran publicar. Pero
lejos de recibir aliento alguno, los
comentarios de Roma fueron bastante
reticentes. No obstante, el libro fue
publicado en París en 1911. Y como era de
esperar, pronto se levantaron contra él las
mismas críticas que despertaban todas sus
obras. Particularmente la Comisión Bíblica le
cuestionaba su afirmación de que el
evangelio de Marcos sirvió de fuente para los
evangelios de Mateo y Lucas, lo cual ponía la
redacción de éstos en una fecha posterior a la
entonces aceptada. Además, al no considerar
a Marcos como simple relator sino como
verdadero autor, comprometía el valor
histórico del relato evangélico.
Por una causa o por otra, todas las obras del
P. Lagrange merecían la reprobación de
Roma. Pero la noche oscura no había caído
aún. Ésta llegó en junio de 1912 cuando
recibió un decreto de la Comisión
Consistorial en el que el Papa ordenaba que
todos sus libros fueran retirados de la
formación de los futuros sacerdotes. Aunque
no se trataba de una condena sino de una
medida provisional, hasta tanto se analizaran
sus obras con mayor profundidad, fue un
fortísimo golpe para el P. Lagrange.
Entonces, con la imperturbable serenidad de
siempre, le envió una carta al Sumo Pontífice
para expresarle su dolor por haberlo
entristecido, y su total obediencia: “Siempre
me someteré de mente y de corazón, sin
reservas, a las órdenes del Vicario de Cristo.
Permanezco arrodillado ante Su Santidad
para implorar su bendición”.
Luego le envió una carta al Superior de la
Orden, comunicándole que renunciaba a
seguir dictando su curso de Sagradas
Escrituras, a continuar trabajando en un
comentario al evangelio de Lucas que había
comenzado, y a escribir sobre cualquier tema
bíblico. Incluso ofrecía alejarse de su querida
Jerusalén durante un año, y a transformar la
Revista Bíblica en una publicación de
estudios palestinenses y orientales.
El Papa quedó impresionado de la actitud
que el P. Lagrange demostraba en ambas
cartas. No obstante se limitó a manifestar:
“Lo felicito por su entera sumisión”. Y aceptó
sus propuestas.
La noche había caído sobre el P. Lagrange.
De sus más íntimos pensamientos, de su
dolor, en los dramáticos momentos vividos
nada sabemos, salvo un comentario hecho a
un amigo, en el que por primera vez se lo oyó
quejar: “Soy un barco a la deriva. Si hasta
hoy serví a la Iglesia con la acción, ha llegado
el momento de servirla con la inacción. Soy
un hombre terminado”.
La reivindicación
Fiel su palabra el P. Lagrange regresó
calladamente a París, y allí se exilió. Él
mismo se impuso un duro silencio, al que
sólo interrumpió para predicar en público
durante el Adviento. Tal era el temple de este
hombre que su primer sermón lo dedicó a la
fidelidad al Magisterio de la Iglesia: “Nuestro
deber es amar al Papa. Él debe moderar
nuestros esfuerzos, él debe ordenarnos no
avanzar allí donde nuestra generosidad nos
impulsa. Ésa es nuestra prueba, y la
aceptaremos sólo si amamos bien al Papa”.
Era la misma consigna que había dejado a
sus discípulos en Jerusalén antes de partir.
Durante todo este tiempo la actitud del P.
Lagrange resultó admirable, ya que nadie
recordó jamás una sola palabra en privado de
amargura o de reproche hacia el Papa.
Sorpresivamente, en mayo de 1913 el P.
Lagrange recibió una comunicación del
Superior de la Orden indicándole que debía
presentarse inmediatamente en Roma.
Temió lo peor: que se le notificara una
condena doctrinal con la que tantas veces se
lo había amenazado, y a la que, por supuesto,
iba dispuesto a someterse. Su temor fue
mayor cuando, al llegar a Roma, el Superior
le dijo simplemente que dos días después iba
a ser recibido personalmente por el Papa.
Pero grande fue su asombro al ver que Pío X
lo recibía con gran benevolencia, lo felicitaba
por su leal y pronta sumisión, y le anunciaba
que podía regresar a Jerusalén para retomar
sus clases y la dirección de la Escuela. Sin
haberlo esperado, el tiempo de prueba y del
exilio (casi un año) había terminado. O al
menos así parecía.
Inmediatamente regresó a Jerusalén, y en
julio de 1913 se encontraba nuevamente en
su ciudad amada con una infinidad de
proyectos, como cuando hacía más de veinte
años llegaba por primera vez. Mientras tanto,
en Francia la prensa publicaba la noticia:
“Las desgracias del P. Lagrange terminaron.
El sabio exegeta está en Jerusalén a donde
retornó con la enseñanza y los trabajos que
le han valido en el mundo de la ciencia una
merecida autoridad”.
Pero una nueva calamidad se cernía sobre
Europa y Oriente Medio: los negros
nubarrones de la guerra. Y el conflicto estalló
finalmente en agosto de 1914. El P. Lagrange
por ser francés, se encontró de pronto en
territorio enemigo, puesto que Palestina
formaba parte del Imperio Otomano y éste
luchaba del lado de Alemania en contra de
Francia. Los turcos lo arrestaron junto a
otros sacerdotes franceses y los llevaron a
Damasco para internarlos. Pero la rápida
intervención del Papa logró que finalmente
fueran liberados y enviados a Roma. Así, la
Escuela Bíblica debió cerrar sus puertas por
cuatro años, hasta después de finalizada la
guerra.
Mientras tanto en Roma la situación del P.
Lagrange no era demasiado favorable. Había
muerto el papa Pío X cuando por fin éste lo
había rehabilitado, y había sido nombrado un
nuevo pontífice: Benedicto XV.
En 1920 el nuevo Papa dio a conocer la
encíclica “Spiritus Paraclitus”, que si bien
estimulaba los estudios bíblicos, no lo hacía
en la dirección seguida por Lagrange. Por
otra parte, era partidario de fundar en
Jerusalén una sede del Instituto Bíblico de
Roma, con el que los jesuitas pensaban
reemplazar a la Escuela Bíblica, cuyo futuro
se tornaba dudoso.
Sin amedrentarse, el P. Lagrange reabrió su
Escuela Bíblica de Jerusalén y se abocó a su
infatigable trabajo. Así, en 1921 estaba
terminado su comentario al evangelio de
Lucas. Volvió a intentar la autorización para
su ya inveterado “Génesis”, pero no la logró.
Cuando poco después volvió a quedar Roma
sin Papa y resultó elegido Pío XI, el P.
Lagrange se llenó de nuevas esperanzas, ya
que este pontífice era un reconocido
intelectual y un antiguo abonado a la Revista
Bíblica. Pero una vez en el trono de Pedro el
Santo Padre se limitó a bendecir al P.
Lagrange y a decirle que necesitaba tiempo
para examinar a fondo las cosas. El dominico
pensó que sólo se trataba de tener paciencia
y esperar.
El tiempo final
En 1923 el P. Lagrange dio a conocer su
comentario al evangelio de Lucas, y dos años
más tarde el de Juan. Cumplidos ya los
setenta años, había publicado, además de
centenares de artículos, sus cuatro
monumentales comentarios a los evangelios
y el “Método histórico”. Pero su “Génesis”, a
más de un cuarto de siglo de compuesto, no
había recibido aún la autorización para ser
publicado. En 1926 apareció su “Sinopsis
griega” y en 1927 “El Evangelio de
Jesucristo”, una vida de Jesús sin pretensión
erudita que escribió como una saludable
preparación para la muerte. El libro tuvo un
inesperado y súbito éxito, y mereció la
bendición de Roma. Pero, como había
sucedido casi invariablemente en su vida, se
desaconsejó su lectura en los Seminarios con
el argumento de que los seminaristas
necesitaban más piedad que ciencia.
No obstante todas estas dificultades el P.
Lagrange continuaba publicando. En 1933,
salió de la imprenta una “Historia del canon”
y en 1935, su “Crítica textual”.
Entonces, ya con ochenta años sobre sus
espaldas y con cuatro décadas y media de
trabajo en Jerusalén, sintió que sus fuerzas
declinaban y que no podía continuar con su
labor, por lo que solicitó su retiro. Una vez
más, silenciosamente y con profundo dolor,
se despidió de sus discípulos y de su amada
Escuela y en 1935 regresó a Francia.
Allí retomó su labor intelectual. Pero las
autoridades romanas, apegadas todavía a una
exégesis simplista, seguían bloqueando su
labor, y a sus ochenta y un años aún no le
habían dado autorización para publicar el
“Génesis”, escrito hacía casi cuatro décadas.
No obstante ello, consideró que era necesario
hacer una revisión de este libro, nunca
publicado aún, y actualizarlo con los
descubrimientos científicos de los últimos
años. Así, a pesar de su edad, emprendió el
proyecto con admirable entusiasmo.
Mientras trabajaba en esta empresa, intentó
publicar en la Revista Bíblica un artículo
escrito en 1907 sobre los Patriarcas, pero los
censores romanos se opusieron por razones
de oportunidad. Entonces preparó un
artículo sobre la evolución religiosa de Israel.
Y una vez más, por orden de Roma, debió ser
retirado.
Continuó trabajando sobre el Génesis y
dando conferencias, hasta que sus fuerzas lo
abandonaron definitivamente. El 8 de abril
de 1938 sufrió una crisis como consecuencia
de una congestión pulmonar. El médico nada
pudo hacer. Mientras recibía la
extremaunción el P. Lagrange exclamó: “Me
abandono a Dios”. Y luego murmuró
quedamente: “Jerusalén, Jerusalén”.
Su vida se apagó suavemente el 10 de abril.
Sus restos fueron enterrados en el Convento
de Saint Maximin, donde permanecieron
hasta 1967, año en el que fueron trasladados
a su amada Jerusalén e inhumados en el
corazón de su Escuela, la basílica de San
Esteban.
La victoria póstuma
Hasta sus últimos días, el P. Lagrange
soportó la humillación de que sus artículos
fueran censurados, que sus libros fueran
prohibidos, que sus ideas fueran combatidas
sin fundamento. Pero el triunfo sobrevendrá
después de su muerte.
A partir de 1939, cuando fue elegido Papa,
Pío XII, pudo vislumbrarse un nuevo
amanecer para la exégesis crítica. Los
primeros signos se manifestaron en la nueva
actitud de la Comisión Bíblica (cuyo
presidente y secretario eran dos antiguos
discípulos del P. Lagrange), que en 1941
condenó la excesiva desconfianza
conservadora hacia la moderna investigación
bíblica, y apoyó decididamente la exégesis
crítica.
Pero fue la publicación de la Divino afflante
Spiritu, de Pío XII en 1943, la que puso fin a
las controversias. Esta encíclica, verdadera
carta magna del progreso bíblico, no sólo
anunciaba que ya habían sido superados los
tiempos del temor, sino que alentaba a los
exégetas a utilizar todas las herramientas de
la ciencia moderna para realizar su trabajo.
Pero la más importante contribución del
documento es haber aceptado que en la
Biblia se dan diferentes géneros literarios, lo
que permitía interpretar adecuadamente los
problemas históricos que plantean las
Escrituras. De este modo, de muchos de los
libros que antes se pensaban históricos en
sentido estricto, se podía decir o que no lo
eran en absoluto o que lo eran sólo en un
sentido amplio y no técnico. Quedaba así
oficialmente reconocido el esbozo que sobre
los géneros literarios había hecho por el P.
Lagrange hacía cuatro décadas. El cardenal
Arzobispo de Tolosa celebró la aparición de
la Divino afflante Spiritud diciendo: “La
carta del Soberano Pontífice está hecha para
acallar a estos ignorantes que son los
fundamentalistas”.
Estas orientaciones se vieron reforzadas por
otras declaraciones de la Comisión Bíblica,
como cuando en 1948 respondió al Cardenal
Suhard afirmando que los primeros 11
capítulos del Génesis no contienen historia
en sentido moderno.
Finalmente la constitución “Dei Verbum” del
Concilio Vaticano II, promulgada en 1965,
afianzará definitivamente esta línea de
pensamiento, al afirmar que lo que la
Escritura enseña “firmemente, con fidelidad
y sin error, es la verdad que Dios quiso que
se consignara en las sagradas letras para
nuestra salvación”. Y agrega: “Habiendo
hablado Dios en la Sagrada Escritura por
hombres y a la manera humana, para que el
intérprete comprenda lo que él quiso
comunicarnos, debe investigar qué
pretendieron expresar realmente los
hagiógrafos... Para descubrir la intención de
hagiógrafos, entre otras cosas hay que
atender a los géneros literarios... pues la
verdad se propone y expresa ya de una
manera, ya de otra en los textos de los
diversos géneros literarios”.
Así, el Concilio ponía término a cien años de
controversias en lo que a crítica histórica se
refiere y consagraba las enseñanzas del
P. Lagrange.
Por último, el documento de la Comisión
Bíblica “La interpretación de la Biblia en la
Iglesia” de 1993 sostiene que “el método
histórico-crítico es el método indispensable
para el estudio científico del sentido de los
textos antiguos”, a la vez que rechaza la
lectura fundamentalista de la Biblia al
considerarla como “una forma de suicidio del
pensamiento”.
Como dijo el Cardenal Saliège con motivo de
la publicación de la Divino afflante Spiritu:
“En las moradas eternas, seguramente el
P. Lagrange habrá cantado: ¡Amén, amén,
aleluya, aleluya!”.