Como Ser Un Sinverguenza Com Las Señoras

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¿Cómo ser

un

sinvergüenza

con las

señoras?

El primer manual de

seducción del Siglo XXI

EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

Arturo Robsy

España, 2002

Capítulo 1

PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN

Eran las nueve y media de agosto o, para ser precisos, de una noche del
mes de agosto. Felipe, Jorge y yo acabábamos de salir del gimnasio, de
una sesión de karate en la que el profesor nos había demostrado, de
palabra y de obra, cuánto nos faltaba para l egar a maestros.

Aceptablemente apaleados, decidimos l egar hasta una playa cercana a


procurarnos cualquier anestésico en vaso para combatir los dolores físicos
y morales y, de paso, disfrutar del clima, de la flora y de la fauna.

Yo era entonces -y aún se mantiene la circunstancia- el mayor de los tres y,


por lo tanto, el experto. Además, después de hora y media de karate me
sentía por encima de las pasiones humanas o, mejor dicho, por debajo de
los mínimos exigibles para cualquier hazaña.
Nos estábamos en la barra, rodeados de cerveza casi por todas partes,
cuando l egaron dos inglesitas, jovencísimas aunque perfectamente
terminadas para la dura competencia de la especie. Felipe y Jorge sintieron
pronto el magnetismo y, cuando vieron que ocupaban una mesa solas,
saltaron hacia ellas entre cánticos de victoria y ruidos de la selva.

Las muchachas, que sin duda habían oído hablar de los latin lovers y otras
especies en extinción, les acogieron, se dejaron invitar y EJEMPLAR
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mantuvieron

una

penosa

conversación

chapurreada.

A distancia, yo vigilaba la técnica de mis amigos. ¡Bah! Todo se reducía a


¿de dónde eres?,

¿cuándo has l egado?, ¿qué estudias? y ¿te gusta España? Se me escapaba


cómo pensaban seducir a las chicas con semejante conversación.

Gracias a la distancia -y, quizá, a la cerveza que seguía rodeándome


observé que las extranjeras estaban repletas hasta los bordes de los
mismos pensamientos que mis amigos: cuatro personas, como aquel que
dice, pero una sola idea: ¿Cómo hacer para tener una aventurita?

Como yo, gracias al karate, había dejado atrás toda humana ambición,
concluí mis observaciones con una sonrisa de suficiencia y me puse a
pensar en algunos graves misterios de la vida. ¿Por qué, por ejemplo, las
personas que quieren lo mismo, y lo saben, en lugar de manifestarlo a las
claras, se ponen a hablar del tiempo? ¿Un exceso de lecturas de Agatha
Christie?
Quince minutos después se me acercó Felipe: había constatado -o lo que él
hiciera creyendo que constataba- que las cosas no iban bien. Habían
pegado la hebra, pero más al á no sabían ir. Felipe acudía por si yo, que era
el mayor, tenía alguna sugerencia que mejorara la situación.

-Muérdele la oreja. -dije, cediendo a una inspiración transitoria.

-¿A cuál?

-A la morena que no l eva pendientes, no sea que te partas un diente.


Arriba, no; en el lóbulo.

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Sin embargo, mi ocasional alumno no estuvo a la altura. Avanzó varias


veces hacia el objetivo. En

una de el as hasta abrió la boca, pero acababa siempre retirándose hasta


sus posiciones anteriores. Estaba claro que le fal aba el valor.

Diez minutos más, durante los que Felipe sufrió bailando entre el sí y el
no, y se me acercó:

-No me sale. -gimió.

-Es bien fácil: pones la boca a la distancia oportuna y muerdes. Si el pelo


te estorba la maniobra, lo apartas delicadamente con una mano.

Felipe, a aquel as alturas, dudaba ya de mi capacidad como profesor.


Dudaba mucho.

-Es más fácil decirlo que hacerlo.

Aunque seguía por encima de las pasiones humanas, decidí actuar para
demostrar la verdad de mis tesis y para preservar mi fama de cualquier
mácula. Había que descubrir a la humanidad que el camino para l egar a
aquel a inglesita morena pasaba por el mordisco en la oreja.

-My friend Arthur. -dijo Felipe, mostrándome.


Sonreí a mi víctima, me senté a su lado y pregunté si alguien quería volver
a beber: la cortesía me exigía no morder sin antes convidar.

Después dirigí mis ojos a los de la chica y puse la mirada más ardiente que
encontré en el almacén.

Luego, ante la expectación de mis amigos, pronuncie unas sentidas


palabras:

-Tienes el cuel o muy bonito.

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-Gracias.

Aparté el pelo que rodeaba su oreja derecha y, con una sonrisa de triunfo,
se la mordí. La muchacha, sorprendida o no, se estuvo quieta, sin
alborotar. Volví a morder, aprovechando las facilidades y, para demostrar
mi éxito, repartí unos cuantos besos aquí y al á.

Mis amigos tomaron buena nota y, después de l evar a las chicas a sus
casas y citarse con el as, me expresaron su admiración:

-¡Qué tío! Lo que sabes.

¿Y si de verdad sé algo?, me dije. ¿No sería una lástima que estos


conocimientos se perdieran para las generaciones futuras? Así es como
nació el proyecto de este libro de enseñanza y, como hombre agradecido,
guardo un recuerdo para la oreja de una desconocida que jamás volví a ver.

Cuando l egó la hora de la siguiente cita, mis amigos partieron como un


viento del norte: silbando.

-¿No vienes?

-Tres entre dos. -advertí- Id vosotros.

Por la mañana supe que las cosas habían ido relativamente bien y que, más
o menos, estaban emparejados para los próximos doce días.
-Fulanita -me dijo Felipe- no ha dejado de preguntar por ti. Fulanita es la
de la oreja.

Y siguió preguntando por mí hasta que tomó el avión para su Patria.


Seguramente fui el primer EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
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hombre que le mordió la oreja. Nunca se sabe qué puede hacer mel a en el
espíritu de una mujer

pero, sin duda, los mordiscos en la oreja son una poderosa herramienta.

NOTA BENE

Cada maestril o tiene su librillo y cada sinvergüenza su Enciclopedia


Espasa. Aquí vamos a hablar de una clase de sinvergüenzas, los
conquistadores con o sin éxito, incluidos en el viejo arquetipo español del
Don Juan. No hablaremos de otros sinvergüenzas más peligrosos, del
ladrón al falsario, ni de los canal as que pegan a las mujeres o las explotan,
ni de los locos que se dejan pegar por el as, ni de la enorme variedad de
depravados en cuya fabricación parece estar especializándose nuestra
codiciosa sociedad.

Los sinvergüenzas objeto de este estudio, al lado de tantos otros, son unas
almas de la caridad y, salvo en algunos aspectos, unos cabal eros, amantes
admiradores de la belleza y algo obsesivos cazadores de la mujer. Claro
que la caza de la mujer sólo es el paso obligado para cumplir con el
mandato bíblico: creced y multiplicaos.

¡Ah, ¡la multiplicación! Una de las operaciones que más tinta ha hecho
correr y que más ha entretenido al ser humano hasta el invento y difusión
de la televisión. Millones de años después de descubrirse la multiplicación
de la especie, sigue teniendo atractivo.

¿Quién no ha visto, en las proximidades de alguna playa mediterránea, a


una rubita conduciendo una vespa rosa y ha pensado "Señor, EJEMPLAR
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señor"? Pues el sinvergüenza del que tratamos es el que no piensa "Señor,
señor". El va y actúa.

Capítulo 2

EL SINVERGÜENZA EN LA HISTORIA.

Para que nadie sienta complejos, dado lo arduo de la empresa de ser un


buen sinvergüenza, conviene dar un repaso rápido a la historia: alivia a la
moral que titubea.

Zeus era un sinvergüenza. No les digo más.

Con aquel os fantásticos poderes y una imaginación desbordada, tan


pronto se hacía pasar por cisne como por toro o por l uvia, y había pocas
mortales seguras cuando l rondaba por las cercanías. Un maestro.

Con esto queda desmentido el viejo tópico sobre el oficio más viejo del
mundo: primero, el sinvergüenza; después, lógicamente, la mujer
engañada que, por solidaridad, va reuniéndose en casas a tal propósito.

Sin salir de la vieja Grecia, cuna de nuestra cultura occidental, práctica y


discutidora, los sinvergüenzas se nos presentan a cientos.

Divinos, como Marte, Apolo y Pan. Heroicos, como Teseo, que engañó
miserablemente a Ariadna, o Jasón con su historia de Medea. El mismo
Edipo nunca se quedó atrás. O sinvergüenzas simplemente

humanos,

como

Alejandro,

especialista en princesas.

Quizá el más famoso de estos últimos fue Paris que, al raptar a Helena,
hizo posible uno de los más hermosos poemas épicos de la historia.
Es probable que la gran abundancia de EJEMPLAR GRATUITO.
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sinvergüenzas obligara a las mujeres a organizarse en corporaciones de


amazonas que,

de todos modos, no salvaron a Pentesilea de su cruel destino.

Ulises, el más sagaz de los griegos, tuvo sus aventurillas con Circe y con
Nausikaa, y las hubiera tenido con las sirenas si su precavida tripulación
no le hubiera atado convenientemente al mástil de su barco. Aquiles
mismo, tan fuerte e invulnerable, tonteó con Briseida, aunque también con
Patroclo.

El mundo antiguo parece haber sido un hervidero de sinvergüenzas, de


Herodes a Ovidio, desterrado por golfo al Ponto; de César a Calígula o de
Marco Antonio a Tiberio. Petronio, gran cronista y sinvergüenza él
mismo, nos habla del banquete de Trimalción: pues Trimalción, que era
muy parecido a un personaje de nuestra jet-set, comía aparte. Créanme:
una fiera.

En la Edad Media el sinvergüenza se refugia en la nobleza y en los


estudios, l egando incluso a la santidad, tal como le sucedió a San
Francisco de Asís. Nos han quedado vestigios en verso de las hazañas de
los goliardos, y no son de despreciar las barbaridades que cometió Vil ón,
con

envidiable

despreocupación.

También

tenemos la constancia de cómo los nobles se las apañaron para hacerse con
el derecho de pernada, aunque para ejercitarlo no hacía falta más talento
que ser señor de un buen puñado de siervos y de siervas de la gleba.
Nuestro Arcipreste de Hita, Ruiz, hacía de las suyas y lo ponía en verso
para mejor conservarlo en la memoria: don Carnal y doña Cuaresma le
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apretaban. El mismo López de Ayala parece que no paraba de perseguir


serranas aquí y acul á,

aunque no despreciaba a las pastoras, a las que deleitaba con cultísimos


versos que debían provocar no poco desconcierto entre aquel as
analfabetas.

El Renacimiento mismo alborea con obras como el Decamerón de


Bocaccio y los Cuentos de Canterbury de Godofredo Chaucer, a través de
los que se consigue una clarísima visión de cómo se las apañaban los
sinvergüenzas de aquel as sociedades artísticas pero poco tecnológicas.

Para atenernos a España, ¿se puede o no l amar sinvergüenza a Don


Rodrigo, Cava arriba, Cava abajo, hasta que provocó la invasión
musulmana y se dio cuenta de que ya no poseía una vil a que pudiera
llamar suya? Cuentan que Felipe IV, para entretener la soledad del mando,
abría butrones en los muros de los conventos para capturar monjas de buen
ver. Carlos I tuvo tres esposas, pero no sólo a el as: era un hombre a cabal
o entre la Edad Media y el Renacimiento. ¿Y

Alfonso XII y sus salidas de tapadil o? ¿Y la desmedida pasión por las


señoras que sentía el doctor Negrín?

La lista sería imposible: Hernán Cortés con La Malinche. Calixto con


Melibea; los Amantes de Teruel, cada uno con el otro; Don Juan con Doña
Inés y otras muchas; el poeta Espronceda, con su Teresa portuguesa,
parece que fue un romántico con mucho éxito. ¿Y Godoy?

Nuestra misma actualidad parece estar l ena de personajes importantes que


sinvergonzonean con mayor o menor fortuna, desde la empresa
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pública o desde la privada; desde la poltrona o desde la Costa del Sol.


Por eso extraña, con tanto ejemplo real, que uno de los arquetipos
españoles se haya fijado en un personaje de ficción: Don Juan Tenorio,
también l amado, algo antes, el Burlador de Sevil a. Cierto que Tenorio
parece haber existido, pero su fama es pura ficción.

¿No será que, más que a la imagen del conquistador, nuestro arquetipo
responde a la figura del que se imagina serlo y cuelga carteles con sus
hazañas? Y, por otro lado, en una tierra a la que tantos acusan de ser
famosa por su implacable represión, ¿cómo es posible que uno de los
héroes nacionales sea el don Juan, que poco reprimido ha estado en los
últimos quinientos años?

¿Cómo es posible que una de nuestras obras cumbres del teatro


renacentista y de toda nuestra literatura sea la vida y muerte de una
alcahueta, la Celestina, y los desaforados amores de Calixto y Melibea,
nada puros ni inhibidos, por cierto?

En España los sinvergüenzas con las señoras gozan de un extraordinario


cartel, incluso entre el as. Se les admira, y no en secreto sino a voces,
desde los escenarios. Recuerden el prolongado éxito de la obra de Alfonso
Paso Enseñar a un sinvergüenza. Algo hay.

Hasta los más despiadados enemigos de Don Alfonso Guerra, después de


propinarle una crítica demoledora en su tertulia, vacilan un momento y le
dan un punto positivo: Sí, pero hay que ver cómo se le dan las señoras. En
cambio, en tierras tradicionalmente menos reprimidas, estas cosas
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pueden costar un ministerio o la candidatura a la

presidencia de los Estados Unidos o a la del Tribunal Supremo de la


misma nación.

En otros lugares, más influidos por la moral calvinista que equipara la


riqueza a la bendición de Dios y por el a mide el éxito humano del
individuo, acumular dinero es garantía de una vida feliz y admirable.
Aquí, con razón o sin ella, se admira más al Don Juan que al Don Juan
March, y el triunfo es más hermoso y envidiable medido en señoras que en
pesetas.

Aplíquese el lector porque ser un sinvergüenza ayuda a triunfar, siempre


que uno no descienda a la categoría de canalla. Hay que tener estilo.

Sobre todo, estilo. Un sinvergüenza que acepta de las señoras algo más que
su cuerpo, acaba recibiendo feos sobrenombres.

Un amigo mío, un gran muchacho l eno de vida y de alegría, después de


muchos problemas con las chuletas, consiguió ser médico ginecólogo.

Salvo ocasionales correrías en los cotos de enfermeras, no se le podía


acusar de nada al pobre hombre. Al contrario: era un tímido que sólo
reaccionaba cuando la mujer se le había insinuado diez o doce veces o se
lo pedía a las claras.

Medico a fin de cuentas, pronto descubrió que con su sueldo de la


Seguridad Social nunca sería un ciudadano de importancia, y decidió abrir
una consulta particular. Al cabo de dos meses tuvo que enfrentarse a la
cruda realidad: las señoras no acudían a la consulta y, la que iba, no volvía
jamás.

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Parecían preferir a un médico próximo a la jubilación, desatento siempre,


que las trataba a gritos en muchas ocasiones. Además, semejante

ciudadano no se había puesto al día en su materia durante los últimos


cuarenta años. Mi amigo, en cambio, estaba a la última, leía revistas y
disponía, además, de una consulta con aire acondicionado.

-Quizá si me dejo la barba parezca más respetable.

Le mire, tratando de hacerme cargo de su problema. Tenía cara de buen


chico, de esos que dan un rodeo para no pisar a una hormiga.

-A lo mejor se han enterado de lo que me pasó con aquel a enfermera. -


murmuró- Siendo ginecólogo, estas cosas son muy delicadas.
-No sé -confesó- Nunca me ha atendido un ginecólogo e ignoro lo que las
pacientes esperan de él.

Acudí a una de mis más antiguas amigas, a la que había tenido el placer de
engañar varias veces sin resabiarla, y le pedí que fuera a la consulta a que
le hicieran un buen reconocimiento.

Luego me informó:

-Parece muy meticuloso. Sólo te toca cuando es estrictamente necesario.


Pero...

El pero era lo que me interesaba:

-No me gustan los médicos que se ponen nerviosos cuando me ven


desnuda.

-¿Se pone nervioso?

-Y colorado. Tiembla. Le tiemblan las manos, EJEMPLAR GRATUITO.


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los ojos y la voz. Parece un gusano con problemas: no se atreve a mirarte


de frente cuando estás sin ropa.

-¿Y eso es malo?

-Malísimo.

No tenía más remedio que confiar en la palabra de mi amiga. Si las


mujeres reaccionaban así ante la timidez de su médico, el mío estaba
perdido. Necesitaba una intensa campaña de imagen..

-Mal te veo. -le dije.- Eres demasiado correcto y educado y no miras de


frente a tus enfermas.

-Lo hago para no ponerlas nerviosas. Si tú estuvieras enfermo y desnudo


en mitad de una habitación desconocida, ¿te gustaría que una mujer te
echara miradas descaradas?
-Ni descaradas ni de las otras. Eso no me lo dejo hacer. Ni siquiera le
enseño la dentadura a la enfermera de mi dentista.

Comprendía los reparos del médico y

comprendía los reparos de mi amiga. Estábamos frente a un caso de


incompatibilidad moral, de manera que dediqué al problema mis más
potentes pensamientos:

-Vas a tener que dar un escandalazo. -dije al fin.

-¿Estás loco? ¿Crees que un ginecólogo puede hacer esas cosas sin caer en
la miseria?

¿Qué mujer iría a mi consulta?

-¿Qué mujer va?

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Era un pobre antiguo y había que tener paciencia con él, pero, por más que
se lo explicaba, se negaba a entender que la

sinvergonzonería produce beneficios en nuestra tierra. Buena imagen.

-Mañana, muy tranquilo, le metes mano a la primera enferma que te entre


en la consulta.

-Ni hablar. Yo no puedo hacer eso.

-Con un poquito de coñac, sí. Te va en el o el futuro.

-Me dará una bofetada.

-A lo mejor.

-Y, si está casada -insistió él, muy optimista-, vendrá su marido con una
pistola.
-Lo dudo mucho. Si tiene un marido capaz de agarrar una pistola, también
debe de ser capaz de darle una paliza a el a y, en ese caso, no se lo dirá.

-Pero, el Colegio de Médicos...

-Oye: si no se lo dice al marido, menos al colegio de médicos. Lo que hará


será contárselo a sus amigas; a lo mejor presumiendo. Y eso es lo que
queremos.

-¿Lo queremos?

-Sí. Tú mañana le metes mano a una. Que note bien que te recreas en la
suerte, aunque no digas una palabra. Que no se pueda confundir sobre tus
intenciones. Nada de toquecitos profesionales: al bulto.

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-Me moriré de vergüenza.

-Bueno, pero después.

Trabajaba por la mañana en la Seguridad Social y, por la tarde, abría la


consulta. Cominos juntos o, mejor dicho, comí yo preocupándome de que
él se anegara en vino. Luego, las copas del café.

-¿Cómo va ese espíritu?

-Por debajo de la superficie desde hace rato.

Creo que se me ha ahogado.

Le ayudé a ponerse la bata y le empujé a su despacho. La primera enferma,


ni guapa ni fea, salió media hora después, mostrando unos saludables
colores. No pálida de ira.

-¿Qué? -le pregunté.

-¡Uf! Me miraba de un modo...


-¿Qué ha dicho?

-Nada. Como si no lo notara.

-Esto va bien. Mira: para asegurarnos, aplícale el mismo tratamiento a la


segunda.

En realidad, aquel a tarde había bastantes clientes y mi amigo ginecólogo


no dejó escapar a una sola sin su ración. Iba cogiéndole gusto.

-No está tan mal. Si mañana no estoy detenido, quizá abra un poco antes
y...

-Ni hablar: han sido ocho visitas. Tendrás que esperar al mes que viene.

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La voz se corrió. Y la voz decía que mi amigo era un buen médico, pero
algo aprovechado.

Desde entonces, su consulta empezó a prosperar y las enfermas, cuando le


veían enrojecer y temblar, lo achacaban a la dificultad para reprimir sus
poderosos deseos.

Hoy es un médico de éxito gracias a su falsa fama de sinvergüenza.

Con este ejemplo se quiere indicar al aprendiz que los estudios que inicia
en la página siguiente no son un lecho de rosas: es muy difícil entender a
las mujeres y, más todavía, sacar partido de lo poco que los hombres
hemos averiguado de el as al cabo de diez mil años de observaciones
entusiastas.

Las siguientes lecciones darán una orientación sobre los mejores métodos
para sinvergonzonear, pero, como se insistirá a lo largo del libro, todo es
relativo con el as. Todo menos una cosa: para ser un buen sinvergüenza
hay que esforzar mucho el corazón. Y no ser un don Juan. Nada de
presumir.

La clave está en que sean el as las que hablen de ti. Entre el as.
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Capítulo 3

LECCIÓN PRIMERA. ¿QUE ES LA MUJER?

Un poeta tendría mucho qué decir si se le diera la oportunidad con esta


pregunta. También un tocólogo y, sin duda, muchos recién casados se
desatarían en cánticos, inspirados por la ceguera temporal de su situación.

Pero para llegar a ser un sinvergüenza aceptable hay que rechazar los
cantos de sirena y, siempre que la configuración psicológica lo permita,
atenerse a la más estricta realidad. Por ejemplo, a todos nos consta que las
mujeres tienen alma, pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza con el alma
de una mujer? ¿Ponerla en una repisa y contemplarla?

Tome nota el aprendiz: Eche un velo sobre el alma de la mujer.

Una poderosa corriente de opinión insiste en la inteligencia de la mujer. Es


temible. Cuando come una manzana -señala la corriente- se las arregla
para que alguien la coma con el a. Cuando decide que su marido se tire por
la ventana, apunta el tópico, lo mejor es vivir en una planta baja.

Pero, ¿qué puede hacer un sinvergüenza, aun uno modesto, con la


inteligencia de una mujer?

¿Pasarse la vida suministrándole libros que la alimenten? ¿Emplearla


como contable? ¿Y eso no sería una condenada forma de desaprovechar a
la mujer en cuestión?

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En otras palabras: el sinvergüenza, si tal es su capricho, puede reconocer


el alma y la inteligencia de la mujer, especialmente para descubrirlas a

tiempo y resguardarse. Pero el sinvergüenza debe abstenerse de ver a la


mujer bajo ese aspecto y, como ya se ha dicho, debe limitarse a lo más
material de la persona: a cuanto se puede tocar o palpar.
Digan lo que digan algunas feministas embravecidas, una mujer es un ser
maravil oso que puede distinguirse por su rostro lampiño y suave, por sus
cabellos largos, en muchos casos teñidos, por su cuel o delgado sin nuez y,
navegando de norte a sur ojo avizor, por un sinfín de detal es que, tras una
severa inspección, no dejarán lugar a dudas.

Para los más distraídos, he aquí una regla de oro: es el ser más parecido al
hombre de los que se ven en la naturaleza. Anda erguido, aunque con una
ondulación muy peculiar, y habla. Habla mucho y la opinión más
extendida es que lo hace para expresar pensamientos.

Por lo demás, Dios ha puesto en el a el don más poderoso de la tierra: la


bel eza. Cierto que hay mujeres feas, pero nunca tanto como un hombre.

3.1 PSICOLOGÍA Y OROGRAFÍA

a) PSICOLOGÍA

Muchos varones darían un brazo por

desentrañar la psicología de la mujer; unos con fines estrictamente


científicos y otros, los más, con intenciones lúdicas. Ojo: lúdico y lúbrico
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parecen, pero no son lo mismo.

Al aprendiz de sinvergüenza le conviene saber que cada mujer es distinta


pero, en conjunto, son muy parecidas entre sí. Su anatomía les impone
unas pautas de conducta, y sus glándulas, otras.

Como todas tienen anatomía y glándulas, de ahí las semejanzas.

Si uno persiste en ver a una mujer como a un individuo aislado, alguien


llamado María o Sandra, jamás entenderá su alma. El aprendiz de
sinvergüenza debe sacar factor común y atender solamente a la psicología
que todas comparten.

Por ejemplo: ¿Qué es lo que hace que las mujeres l even faldas? El
convencimiento de que sus piernas son atractivas.
Pero, entonces, ¿qué es lo que les induce a vestir pantalones? Lo mismo: el
convencimiento de que sus muslos o sus caderas merecen especial
atención.

Ya tenemos uno de los rasgos característicos de la psicología de la mujer:


la intención, consciente o inconsciente, de captar la atención tanto de los
hombres como de las otras mujeres.

En otras palabras: la mujer lucha por diferenciarse como

individuo,

pero

para

diferenciarse,

curiosamente, resalta lo común a todas las mujeres: su especial estructura


mortal.

El futuro sinvergüenza no debe caer en esta trampa. Una mujer es siempre


una mujer. No debe meterse en ningún otro vericueto psicoanalítico: a
todos los efectos, sólo le interesa saber si sí o si no.

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NOTA ERUDITA

Si el sinvergüenza en ciernes quiere, sin embargo, una visión más seria, le


conviene saber que, según JUNG, muchas mujeres pertenecen al tipo
INTROVERTIDO SENTIMENTAL

¿Qué es eso? Pues personas con los

siguientes rasgos: es dificilísimo captar sus sentimientos, aunque los


tienen. Una esfinge: cerrada, silenciosa e inaccesible. Todo en el a se
desarrol a en lo profundo. Lleva una máscara de indiferencia y sus actos
suelen obedecer a emociones cuidadosamente ocultas. Parece tranquila y
poco desconfiada. Despierta simpatías, sobre todo cuando enseña los
muslos. Ninguna emoción se manifiesta al exterior, pero su interior hierve
en pasiones.

Pero, cuidado. Dos aclaraciones: no todas las mujeres son así y, por
supuesto, las que lo son, lo son mientras no cogen confianza con el
hombre.

Luego sí se le manifiestan. Y con exigencias.

LO FUNDAMENTAL

Lo fundamental de habernos asomado al pensamiento de un tipo tan


prestigioso como Jung estriba en tomar buena nota de algo muy común a
todas las mujeres: Son sentimentales. Usan y abusan de la imaginación y,
hagan lo que hagan, son muy capaces de tener media mente, o tres cuartos,
absorta en sus fantasías. No exteriorizan sus verdaderos sentimientos ni
sus deseos ocultos (sobre todo al hombre) y hierven en pasiones, pero en el
interior.

El sinvergüenza debe apañárselas para sacar EJEMPLAR GRATUITO.


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fuera esas pasiones y ver qué puede hacer con ellas.

MUCHOS MÉTODOS DE CLASIFICACIÓN

Al l egar aquí, el estudioso de sinvergüenza ya habrá descubierto, con


horror, que la cosa es difícil y quizá esté pensando en cómo echar en un
diván de psiquiatra a cada señora para, en tal posición, escarbar en su
mente. Cuidado: si a una señora tumbada en un diván se le intenta escarbar
la mente, suele ofenderse: el a muy probablemente haya consentido en
tomar tal posición bajo otras expectativas.

A la mujer, como se ve, se la puede clasificar siguiendo multitud de


criterios. Rubias, morenas y pelirrojas, por ejemplo. Los exigentes pueden
añadir un cuarto grupo: el de las castañas. El hombre normal suele tener su
tipo ideal y en él ocupa lugar preeminente el color del pelo, la capa.
Pero el buen sinvergüenza, si quiere triunfar en su difícil empeño, debe
olvidarse de ideales y arquetipos.

Rubias, morenas, castañas y pelirrojas, todas son mujeres y no es justo


discriminar. Discriminar conduce al enamoramiento y un enamorado no
puede ejercer de sinvergüenza hasta que se le pase.

Mejor es, pues, dividir a las mujeres en guapas y feas. Descartadas las
feas, las guapas pueden ser delgadas o l enitas, altas o bajas, simpáticas o
ariscas.

Todas las guapas saben que lo son, y muchas feas también: "Sí, sí, la nariz,
pero, ¿qué me dices de estos ojazos?"

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Pero, aunque sepan de sobra cuanto se pueda saber sobre su propia bel eza,
no tienen jamás

reparos en que se lo comuniquen como descubrimiento reciente. La única


objeción puede venir de cómo se les indique lo guapas que son, pues no es
lo mismo exclamar con voz enronquecida y con los ojos fijos en sus
pupilas:

-¡Cielos, qué hermosa eres!

que darle un azote y gritar:

-¡Qué buena estas, cordera! o cualquier otra muestra de populismo


romántico.

EL MEJOR

Suponiendo que el aprendiz de sinvergüenza sepa distinguir entre guapas y


feas por sus propios medios, de la psicología de las guapas sólo le interesa
una cosa: Sí o No. Existen las mujeres que sí y existen las mujeres que no.

Es obvio dedicarse a las que sí y dejar en la reserva a las que no, hasta que
se haya adquirido experiencia. A la larga, el sinvergüenza bien entrenado
prefiere cometer sus sinvergonzonerías con las mujeres que no, ya para ir
superando los retos de la naturaleza, ya para recrearse en lo difícil.

Porque todas las mujeres son que sí, salvo que exista un verdadero
impedimento físico, como haber perdido la mitad del cuerpo o estar
enfundada en una sólida escayola. Este hecho, conocido de antiguo por los
expertos, se basa en que la mujer es también un ser humano, sexuado y
sometido a las idas y venidas de la sangre, a la EJEMPLAR GRATUITO.
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primavera y a la imaginación.

Por prudencia, y por un mínimo de moral que el buen sinvergüenza debe


conservar para ser distinguible de los buitres, hay que descartar a las
mujeres menores de 16 y mayores de 70 y, por supuesto, a las casadas.

Pero, ¿y si las casadas no le descartan a uno?, puede decir el aprendiz,


impaciente.

Valor, mucho valor. Apretar los dientes y sufrir como un hombre.


Últimamente parece haber descendido el número de crímenes pasionales
cometidos por maridos con la mosca detrás de la oreja, pero siguen
existiendo.

-¿Y si me arriesgo a todo? -puede insistir el novicio de sinvergüenza.

Mire: el marido tarda, pero siempre se acaba enterando. Y, si no, la mujer


se encarga de advertírselo en muchos casos. Para fastidiarle a él y a usted.
A las mujeres, en lo más hondo de su silenciosa imaginación, les encanta
que los hombres luchen por el as. Es la voz de la selva.

Queda usted advertido.

NO TENGA REPAROS

Otro tipo de aprendices, con menos osadía, pueden sentir la sensación de


asomarse a un abismo: son muchos años de respetar al ser humano y otros
tantos de admirar la bel eza femenina, tan rotunda y, a veces, tan sutil, casi
espíritu.

¿Cómo puedo ser tan cínico? ¿Cómo puedo EJEMPLAR GRATUITO.


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hacerme a la idea de que tanto da una como otra?

Llegado aquí, pregúntese si tiene vocación de hombre enamorado. Si, por


el contrario, sólo es enamoradizo, olvide sus reparos. ¿No ha oído jamás a
una mujer decir "todos los hombres son iguales"? No es cierto, pero casi
todas lo creen.

También les habrá oído eso de que "los hombres sólo pensáis en lo
mismo". Ellas, más, pero a su estilo.

Así que métase esto en la cabeza: no hay mujer que pueda ser engañada en
las artes amorosas en este Siglo XX- Cambalache.

Consienten porque quieren. El buen sinvergüenza sólo hace una cosa:


darles la oportunidad que el as han imaginado mil veces.

b) OROGRAFÍA

Ya comprenderá que no se habla de verdadera orografía, pero la mujer es,


además, un símbolo, la tierra nutricia, y, como tal, tiene accidentes
naturales: colinas, val es, desfiladeros y hasta terremotos y volcanes. La
forma en que tales accidentes están distribuidos es lo que anima la
actividad.

Para despejar el terreno, hágase una pregunta íntima: ¿Qué parte de la


mujer mira primero? ¿La cara? ¿El pecho? Si viste pantalones, ¿el pubis,
por así decir? No venga ahora con melindres: usted lo sabe y tiene más de
un noventa por ciento de probabilidades de mirar, precisamente, el dichoso
pubis.

¿Por qué? Porque ahí reside una poderosa diferencia, ¿no? Una misteriosa
diferencia, EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA
además.

Tranquilícese: la mujer mira también en la misma dirección, aunque usted


no lo vea. Es muy difícil averiguar si una señora mira o no, salvo en el
caso de que el a quiera que usted lo sepa.

Parece ser que la especie humana, frente a otras que prefieren el olfato a
pesar de ser más engorrosa la maniobra, lanza periódica y
automáticamente miradas de reconocimiento. Los individuos,
involuntariamente, necesitan saber si lo que viene es macho o hembra para
actuar de un modo u otro. Para tal descubrimiento, el punto clave es el
pubis, como decíamos: una prueba irrefutable hasta hace pocos años. Si las
dudas persisten, se explora el pecho. Vivimos en una permanente búsqueda
de señales sexuales y ni los más avezados sinvergüenzas escapan por las
buenas al método natural.

Pero deben hacerlo. A lo largo de los milenios no hay parte propia que la
mujer no haya enseñado u ocultado celosamente, siempre con el proyecto
de captar la atención del macho cazador.

En esta poca tan especial, la mujer tiende a enseñarlo todo para que cada
cual saque sus conclusiones sobre la mercancía. Y, en el fondo, cuanto más
se desnuda una mujer, más se oculta en el interior de su cuerpo, donde es
fama que hal a compañía en sus pasiones profundas y en su imaginación.
La desnudez pública no deja de ser un vestido más (vaya al Anexo I), una
forma de emitir perturbadoras señales sexuales que l amen la atención de
los más receptivos. Luego, nada, claro: el desnudo es un vestido
psicológico.

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Dentro de pocos años, las mismas que ahora se pasean -en verano vestidas
de brisa, pueden ir

cubiertas del cuel o a los tobil os y pasar el tiempo criticando la


desvergüenza de las más jóvenes.
Pero en ningún caso por motivos morales, como tampoco se exhiben hoy
por pura inmoralidad. El sinvergüenza debe sacar de todo esto una simple
observación: todo en la mujer es relativo, incluidos el amor y el desamor.

Sólo hay una parte que la mujer jamás ha cubierto: los ojos, las puertas del
alma. Cierto que el alma femenina no le sirve para nada al sinvergüenza,
pero los ojos, sí. Es muy probable -

pero no seguro- que la mujer-tipo piense que los ojos son su parte más
elevada y espiritual, donde residen y se exhiben su ingenio y sus
sentimientos más hermosos.

De hecho, los enmarca, los colorea, los resalta para atraer sobre el os las
miradas. Pese a todo, sabe perfectamente dónde van los primeros golpes
de vista varoniles: unos cuatro palmos más abajo.

Pues bien: el buen sinvergüenza, en contra de su arraigado instinto, no


debe mirar donde todos y sí a los ojos de la mujer, a uno y a otro,
haciéndolo, además, con intensidad no exenta de lujuria. Ha de usar una
mirada que se parezca lo más posible a esta frase: "Te miro a los ojos con
la misma intención que te miraría el pubis, por así decir, porque tus ojos
son más reveladores aún y están más desnudos". Si esto sucede en una
playa nudista, el efecto es aún más halagador para la señora o señorita.

De toda la extensa orografía a la que venimos EJEMPLAR GRATUITO.


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haciendo referencia, la mirada al ojo produce excelentes

dividendos

porque

dispara

la

imaginación latente de la hembra, capaz de haber construido una novela de


amor, serie X, tres pasos después de haberse cruzado con el sinvergüenza
experto en miradas que abrasan.

De todos modos, la mujer puede agradecer, con rubor o sin él, que se la
mire en cualquier zona y más en aquel as de las que se siente orgul osa,
que son, normalmente, las que más hace resaltar con su atuendo o su
maquil aje. Si lleva el pelo largo y suelto, se trata del pelo; si luce grandes
pendientes, las orejitas; si l eva escote, el cuel o y el pecho; si enseña la
barriga, la cintura o el ombligo. Ante la duda, mirar todo varias veces,
dejando claro que se disfruta con intensidad en tanto queda uno sumido en
la admiración.

ALGO MÁS INTENSO AUN QUE LA MIRADA

La mirada puede transmitir una intensa radiación erótica y convertirse en


una especie de semáforo que indique a la mujer que, de desearlo, puede
satisfacer su imaginación oculta con el centro emisor, siempre que la
mirada no sea sumisa ni de carácter estético, sino un catálogo de
emociones fuertes, cuanto más primarias, mejor.

Pero hasta las miradas más ardientes

palidecen ante los potentes efectos de la palabra, que es cosa mucho más
íntima. Tras mirar los ojos femeninos, nada mejor que hablar de el os a la
propietaria, evitando, eso sí, las preguntas metafísicas tales como ¿de
dónde te has sacado esos ojazos?

-¡Qué ojos tan maravil osos!

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-¡Qué color tan increíble!

-¡Qué luz!

No tenga reparos. Una mujer normal es capaz de creer que tiene cualquier
cosa en los ojos y, según sea la cosa esa, decidir que el hombre que se la ve
está un par de palmos por encima de la inteligencia de un asesor de
imagen o del mismo Herr Einstein.
No lo olvide el aprendiz: la palabra, usada para descubrir la orografía
femenina, es mucho más íntima que la mirada, y profundamente excitante.

No importa la exageración. Nunca se exagera lo bastante:

-Es como si tuvieras un sol en cada ojo.

Se lo creen sin dificultad o, al menos, piensan que nos han sacudido tan
fuerte con los ojos en cuestión que desvariamos por su causa.

-Tus ojos son como una sala azul con cortinas blancas.

No tema: todo vale.

-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso.

Y, si quiere probar que la exageración es lo indicado, añada:

-Con árboles y pájaros cantando.

No le l evarán la contraria.

Con la palabra aplicada a la orografía EJEMPLAR GRATUITO.


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femenina se pueden hacer diabluras. Cualquier lugar, recóndito o


insignificante, puede convertirse en un poema: un lunar, el lóbulo de la
oreja, los

dientes, las pestañas, la pelusil a blanquecina del cogote, la punta de la


nariz, el arco de la ceja.

Para que la palabra ejerza su máximo influjo hay que suministrarla


acompañada con el sentimiento que el accidente orográfico causa en el
corazón del hablante:

-Me asomo a tus ojos y veo un mundo nuevo y misterioso, con árboles y
pájaros cantando. -
atiendan a la segunda parte- Y siento una sensación profunda.

Puede que el sinvergüenza no sepa lo que es una sensación profunda, pero


la homenajeada, sí.

Lo importante para el a es que hace sentir.

Si las palabras comunican secretos, mejor que mejor:

-No se lo he dicho a nadie, pero las orejas de una mujer son como rosas,
como flores.

Diga cualquier cosa de la frente, del flequillo, del mentón, pero no en


público: hay que evitar las carcajadas de los otros varones. Cuente que
conoce a las personas por las manos y que el a las tiene sensibles, precisas,
de artista, aunque sean bastas. Una confesión sobre las manos nunca deja
de causar efectos sorprendentes e íntimos.

Si el a, humilde, le comunica un profundo defecto, como que las tiene frías


o calientes, niéguelo a toda costa y afirme que así le gustan más.

-Frías como el alba.

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-Tibias como el mediodía.

Un buen sinvergüenza no ha de tener complejos. Al contrario, cuando haga


un tratamiento vocal, a base de palabras escogidas, recale en los lugares
más débiles de la estructura femenina. Convierta un ojo l oroso en un ojo
bril ante y sensible a la luz; diga algo inspirado de las puntas de la nariz
frías y enrojecidas, como que prestan a su propietaria un aire de niña
inocente: cuela siempre. Llame esbeltas a las piernas delgadas. No ceje y l
ame turgentes a los muslos gordos. Del pecho pequeño, afirme que la
medida homologada le exige caber en una mano; del generoso diga que,
según Aristóteles, la esfera es la figura más perfecta.

EN RESUMIDAS CUENTAS:
La orografía femenina, aunque dispuesta según los mismos planos, puede
tener apariencias muy diversas en tamaño, forma, tacto y proporción, pero
un sinvergüenza avezado sabe decir exactamente lo mismo de los
elementos y protuberancias más distintos: qué pelo tan luminoso, qué cuel
o tan misterioso, que pecho tan atractivo.

REGLA DE ORO

Hacer un croquis discreto, pero encomiástico, del territorio de una mujer


cualquiera abre muchas puertas, si es que uno cuida de olvidar el realismo
viril. Nada de palabras como culos, tetas, barriga: caderas, pechos o senos,
vientre... Otras, aún más directas, no las use nunca, aunque tenga el objeto
a la vista.

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El buen sinvergüenza ha de ser capaz de acostarse con una mujer sin que
en ningún momento este hecho se refleje en su

conversación. Si se ve forzado a hacer mención de ciertas maniobras,


insista en que está buscando su alma: salva las apariencias:

-Busco tu alma para poseerte entera.

Signifique lo que signifique, hace su efecto. Y

no es que las mujeres se lo crean todo, no. Pruebe a decirles que esta o
aquel a son perfectas y verá.

Lo que sucede es que se creen casi todo lo maravil oso que se dice de el as.
Por dos razones: A).- Ya lo han pensado antes.

B).- Ante la duda, creen que le han sorbido el seso y que las palabras del
varón son hijas de la pasión.

Ignoran, las pobres, que el varón, una vez apasionado, gruñe en lugar de
perder el tiempo hablando.

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Capítulo 4

LECCIÓN SEGUNDA: COMO ELEGIR PIEZA

Impuestos ya sobre lo que es la mujer y los tipos que resultan de su


catalogación científica, el sinvergüenza aprendiz tiene que plantearse una
pregunta clave: ¿Cómo elegir a la víctima?

Muchos hombres afortunados nacen con un instinto extraordinariamente


preciso. Hay quien, sin estudios especializados, es capaz de entrar en un
salón atestado de señoras y, tras una mirada panorámica, decir "aquella"
con un margen de error del 0,1 por cien. Es un don.

O, mejor, un aspecto poco estudiado de la inteligencia práctica. Porque lo


cierto es que la mujer, como los semáforos, se pasa el tiempo emitiendo
una completa y complicada tanda de señales. Luz roja, ámbar y verde. Lo
malo es que, a veces, emite rojo y verde a la vez, o ámbar y verde, y el
éxito depende entonces del instinto.

En principio, la mujer aislada es más accesible que en grupo. Varias


mujeres juntas descorazonan al hombre más curtido, pues le consta lo
sarcásticas y escatológicas que pueden l egar a ser entre el as. En pandil a,
hasta las más tiernas se atreven a todo.

A todo. Recuerdo, como una amarga

experiencia, la tarde en que pasé por delante de tres jóvenes estudiantes de


COU. Silbaron a mi paso y una me dijo, con voz clara y precisa: ¡Vaya
carroza interesante! ¡Así me gustan a mí!

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Enrojecí en el acto mientras notaba la garganta seca y atenazada por una


mano negra. Pero los

hombres, lejos de buscar consuelo en las lágrimas, damos la cara al


peligro y nos enfrentamos a lo difícil con una sonrisa.
Giré sobre mis talones, retrocedí hasta las chicas que me contemplaban
zumbonas, y cogí el toro por los cuernos:

-¿Quién quiere tomarse una Coca-Cola

conmigo y hablar con un carroza?

Las tres, y muy contentas.

La mujer emite con los ojos, con la postura, con el movimiento y hasta con
la evitación de mirar al que debe recibir el mensaje; pero nunca, nunca,
con la palabra. Las palabras tiene que pronunciarlas el hombre para que
ella se de el gustazo de fingir que decide cuando lo ha hecho ya. Antes de
que el hombre tome alguna medida de aproximación, ella sabe si sí o si no.

Salvo en el caso de los muy expertos, el sinvergüenza normal debe evitar


entrar en tratos con políticas o politizadas, con feministas (ir al anexo 2),
con casadas y con devoradoras de hombres, por los riesgos que implican y
por la pérdida de libertad que suponen.

En general, el hombre maduro, de 35 a 45

años, tendrá más éxito con las jóvenes, mientras que el hombre joven lo
tendrá con mujeres mayores que l: por lo visto la naturaleza trata de
compensar las diferencias. También es un hecho que, tanto al hombre
como a la mujer, a medida que envejecen, les gustan los antagonistas más
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jóvenes.

Otra norma que debe tenerse presente a la hora de elegir es que la mujer
nunca, nunca, es lo que parece. Y nunca se porta tan bien con el hombre
como al principio, durante el galanteo. Por eso el buen sinvergüenza,
empeñado en cortar la flor del día, debe hacer lo posible para mantenerse
siempre en esa fase insegura y hermosa.

Y tener siempre bien presente que es en ella cuando mayor peligro de


enamorarse de verdad se corre: nada despierta tanto el amor como tratar
con una persona que nos ama o lo parece: es muy contagioso.

A pesar de saber que la mujer nunca es lo que parece, el hombre tiene que
fiarse de sus observaciones, y aquí surge el gran drama masculino: cada
hombre tiene una especie de hado que le l eva una y otra vez hacia mujeres
del mismo tipo, con las que puede pasarse la vida repitiendo una historia
semejante.

El record de estas coincidencias, en contra del azar y de la voluntad, lo


tiene un conocido que sólo, sólo, ha tenido que ver con mujeres cuyo
nombre empezaba por e. Naturalmente, antes de abordarlas l ignoraba esta
circunstancia, pero por alguna extraña razón sólo se aproximaba a las es.

De este modo, su vida ha sido un continuo ir y venir persiguiendo a Evas,


Elviras, Esperanzas, Emmas, Elisas, Elenas... Es el hado que
mencionábamos antes.

Hay quien sólo consigue morenas o sólo pelirrojas. Pero, en general, estos
casos extremos, tan volcados en un sólo detal e, no suelen darse, y
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la maldición masculina consiste en el tipo

psicológico de las mujeres a las que uno se hace adicto.

Es algo relacionado con las afinidades electivas. Sólo una clase de mujeres
reacciona ante el particular encanto o método de cada hombre. Si sirve la
experiencia propia, no tengo reparo alguno en confesar que yo soy víctima
de las mujeres pensativas, bastante complicadas, algo intelectuales y
cargadas de complejos. No necesito compasión, pero para mí los amoríos
no han sido un lecho de rosas.

Tan pronto como hay por las cercanías una mujer con la costumbre de
bajar los ojos con aire pudoroso, meditabunda, algo tímida o retraída, ahí
estoy yo echándole los tejos: no puedo resistirme al hado. Y es que s cómo
l egar a su fibra sensible: es como un instinto.
Sin embargo, las que me gustan de verdad son las alegres y dicharacheras;
las que nunca han leído ni a Sartre ni a Camus ni murmuran versos de
Miguel Hernández o de Lorca en cuanto te descuidas; las que prefieren las
comedias a las tragedias y, en general, aparentan tener menos sesos que un
chorlito. Me gustan las coquetas zalameras, vanidosas, que piensan mucho
en cómo

agradar;

superficiales,

ligeras

despreocupadas. Pero ese tipo de mujer no se me da.

Cualquier aprendiz de sinvergüenza que se haya colgado las primeras dos


piezas sabrá muy bien la clase de hado que tiene que soportar para el resto
de sus días. Como si fuera un personaje EJEMPLAR GRATUITO.
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de Esquilo, más le vale no intentar oponerse al destino y hacer lo que los


dioses del amor han

decidido que haga, o retirarse de la circulación haciendo penitencia en el


matrimonio.

Una vez que sepa qué tipo de mujer es el único sensible a sus
peculiaridades, debe tener una clara visión de los grados de dificultad con
que se va a encontrar.

Psicológicamente no puede hablarse con razón de señoras más fáciles o


más difíciles, salvo en casos extremos de furor uterino. Quienes deciden el
comportamiento suelen ser las circunstancias; y las más favorables para
los fines del sinvergüenza coinciden en una verdad indiscutible: la mujer
que vive sola, lejos de la familia, sin controles diarios.
En este apartado pueden incluirse las divorciadas. Estas, además de vivir
solas, están hechas, mal o bien, a la vida en pareja y, aunque hayan tenido
motivos muy respetables para separarse, su humana naturaleza les hace
mirar la cama vacía con bastante frustración.

No se pretende decir que todas las divorciadas sean fáciles, sino que
muchas divorciadas pueden ser trabajadas con un alto porcentaje de éxitos,
si el sinvergüenza practicante sabe jugar sus cartas.

Otras mujeres que viven solas pueden ser estudiantes lejos del hogar,
funcionarias jóvenes trasladadas de aquí para al á... Su observación ha
proporcionado al gremio un dato que no es anecdótico: un nivel cultural
más elevado, lejos de poner en guardia a la mujer solitaria, la hace más
vulnerable a las artimañas del sinvergüenza EJEMPLAR GRATUITO.
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experto. A la experiencia diaria me atengo y al hecho de que la formación


superior, al insistir más claramente en la igualdad de los sexos, desarma a

la mujer frente a los razonamientos insidiosos del especialista. La cultura,


como aquel que dice, es enemiga de la intuición.

Un buen cazador de señoras debe, antes de seleccionar su presa, conocer su


estado civil, su profesión, sus circunstancias personales: si vive sola, con
amigas o con la familia, o si ha sido abandonada

recientemente.

Debe

observar

meticulosamente sus costumbres en bares y cafeterías: la mujer que bebe,


por ejemplo, se desinhibe que da gloria verla y, a poco que se pase en la
dosis, experimenta unos calorcil os lascivos de los que se puede sacar
partido.

Normalmente,
es

más

fácil

ser

un

sinvergüenza con la mujer que trabaja que con la que está en su hogar,
porque las posibilidades son directamente proporcionales al número de
horas que pasa en la cal e, sometida a la excitante vida moderna.

La mujer que lee, por ejemplo, es más manipulable que la que no lee,
suponiendo que sus lecturas sean novelas y no ensayos económicos: tiene
una imaginación más receptiva.

Lo mismo pasa con la mujer que trasnocha y, claro, con la mujer que ha
tenido ya varias experiencias, por así decir.

Y la edad: cuanta más edad -dentro de unos límites- en las solteras, suele
darse el caso de una mayor vocación hacia el acoso y derribo, antes de que
se les vaya la juventud.

El que quiera la máxima dificultad para probar EJEMPLAR GRATUITO.


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sus habilidades, que elija a una mujer joven, virgen, que viva en el
domicilio paterno, que tenga que estar a las diez en casa, que posea
elevados

sentimientos religiosos y que sea conocida por su falta de imaginación.

Eduardo Libre, en su ya lejana juventud, pasó por una poca en que la


vanidad se le subió a la cabeza. Presumía de que no se le escapaba una
viva, tal era la maestría alcanzada en la ejecución de sus perversos
designios.
-Cualquiera. -solía decir en cuanto se mojaba los labios en sangría.

-¿Apuestas? -le respondieron una vez los testigos. Y el muy asno fue y
apostó a ciegas.

Había una chica monísima que todavía estaba en Preu, que era una especie
de COU con más mala fe. Muy alegre, muy simpática y muy tierna, pero
famosa por el modo que tenía de clavar los codos en quienes bailaban con
el a y no pensaban en bailar. Todos, incluido Libre, habían intentado el
asalto una y otra vez, siendo rechazados. Se despeñaban desde aquel as
mural as.

Era virgen con toda seguridad. Muy joven, muy lista; buena matemática y,
para colmo de desgracias, vivía con sus padres y no leía novelas de amor.
Tampoco bebía ni fumaba. La novia perfecta, pero una verdadera desgracia
para cualquier sinvergüenza.

-Esa. -le dijeron a Eduardo.

Hombre de temple, sonrió sin demostrar su profundo desánimo.

-Creí que me elegiríais a una fea, para EJEMPLAR GRATUITO.


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fastidiarme. Pero me hacéis la cosa interesante con esta monada.

-Ya, ya.

Se pasó dos horas analizando la situación y proyectando arteros planes.


Aun comprendiendo que estaba perdido no se rindió. Al contrario: fue en
busca de la chica que, encima, se l amaba Inmaculada.

-Inma -le dijo-, me pasa esto y esto.

Le contó todo: su ligereza al pavonearse, su imprudencia al hablar después


de beber sangría y cómo los amigos, convencidos de la dificultad absoluta,
la habían elegido para la apuesta.
Ella se rió, porque era muy simpática y porque era halagador saber que
tenía una fama tan limpia como el cristal.

-Todos

te

temen

-siguió

Eduardo,

insidiosamente.- No ya los chicos del instituto y tus vecinos, sino los


universitarios. Eres tan buena chica, tan imposible como plan, que
procuran esquivarte.

-¿Sí? -dijo el a, no tan halagada.

-Claro. ¿Qué chico se va acercar a una muchacha como tú, sabiendo que no
tiene ninguna esperanza?

-Tú lo has hecho. -respondió Inmaculada sin sonreír.

-Por una apuesta, pero me tocará pagarla como un cabal ero.

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Ya hemos dicho que Inmaculada no era ninguna tonta y, como tenía talento
para las matemáticas, razonaba con mucha lógica aunque

sin comprender los abismos de la mente masculina:

-Entonces, ¿por qué has venido a contarme todo esto?

Eduardo se felicitó en silencio por haber dedicado dos largas horas a la


meditación:
-Yo ya sé que no te dejas ni coger de la mano, pero, aún así, se me ocurrió
que a lo mejor querías burlarte de todos esos y fingir que salías conmigo.

-Si salgo contigo es que salgo contigo. -razonó Inma, implacable.

-Oh, mira: yo no pretendo que te enamores de mí ni mucho menos


enamorarme yo de ti. Pero podríamos darlo a entender, para burlarles.

-¿Cuánto te has apostado?

-Cinco mil pesetas.

-¡Jesús!

Hay que advertir que hablamos de un tiempo pasado, no sólo mejor sino
mucho más económico. Al cambio, aquel as cinco mil podían ser unas
sesenta y cinco mil pesetas de hoy, lo que sigue siendo mucho para un
estudiante que pasa poco tiempo en clase.

Tanto que Inma se apiadó:

-¿Qué tendría que hacer yo?

Desde el día siguiente los apostadores EJEMPLAR GRATUITO.


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empezaron a encontrarse a Inma y a Eduardo en sus bares habituales, en su


discoteca, bailando, en

las cal es usadas como paseo. Eduardo la recogía a la puerta del instituto y
la devolvía, a la hora en punto, en la puerta de su casa.

Por lo demás, era tan frío como un pez. Le hablaba de filosofía, o de


deporte en ocasiones, pero, sobre todo, de otras chicas, tratando de
demostrarle a Inma que el a era distinta y que él no sólo la respetaba sino
que no estaba dispuesto a ponerle un dedo encima.

La muchacha agradecía la delicadeza pero, como se sabía guapa y


simpática, empezaba a preocuparse. De seguir así, asustando a los chicos
que ya no se atrevían ni a aproximarse, veía venir una larga vida de
soledad y aburrimiento.

-Si hubiera sido otra, ¿me hubieras contado lo de la apuesta o hubieras


intentado conquistarme?

-¡Qué

preguntas!

-exclamó

Eduardo,

relamiéndose en silencio- Pero a ti no se te puede conquistar.

Ella enrojeció y se mantuvo en silencio durante un rato, analizando la


situación sin duda.

-¿Por qué?

-Oh, bueno: tú no te fías de ningún chico. Y

haces bien. No dejarías que te l evaran a los bancos oscuros ni que te


dijeran tonterías sobre tus ojos mientras intentaban meterte mano.

Inma volvió a sus análisis, de los que salió fortalecida:

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-Si no me l evas a esos bancos, ¿tus amigos se darán cuenta del truco?
Algunos van por allí con otras, ¿no?

Se estuvieron hora y media sentados en aquel os oscuros e inmorales


asientos. Como Eduardo se mantenía quieto y silencioso, se aburrieron
profundamente hasta que él señaló a una pareja que avanzaba:

-Es Ramón: un apostante.


Ella disimuladamente, bendijo a Ramón

mientras Eduardo se aproximaba y pasaba un brazo por encima de sus


hombros.

-Perdona. -se disculpó- Es lo habitual.

Puso la otra mano en la cintura femenina y aproximó su boca a la orejita:

-Así parecerá que te estoy besando.

Inma, herida, no se explicaba por qué aquel cretino desaprovechaba la


ocasión de besarla de verdad. Eduardo, según decían las malas lenguas, no
solía andarse con rodeos. ¿Carecía el a de sex-appeal? Quizá, porque tan
pronto como Ramón y su pareja se perdieron en la noche, Eduardo soltó
sus diferentes presas y se puso a mirar a las estrel as y a comentar los años
luz que había entre la tierra y la estrel a Alfa de Centauro.

-Vuelve Ramón. -advirtió Inma al cabo.

Eduardo, con toda delicadeza, adoptó su posición de combate y murmuró


al oído de la EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

chica:

-Qué fastidio, ¿no?

-Sí. -dijo Inma, pero por otras razones.

Al dejarla a la puerta de su casa, Eduardo tuvo la humorada de recordar los


acontecimientos del banco:

-Mira que si me hubiera querido aprovechar y te hubiera besado...

-¿Qué?

-Pues que ahora no querrías saber nada más de mí y perdería la apuesta.

Los amigos, seriamente preocupados al


comprobar los avances que iba consiguiendo Eduardo, decidieron hacer
trampas y contaron la historia de la apuesta a las chicas con las que salían,
exigiéndoles discreción.

-Eduardo te está engañando. -le dijeron a Inma sus buenas amigas una hora
después.- Ha apostado a que te conquistaba.

-¿Por qué me ha elegido a mí?

La amiga no perdió la oportunidad de echar unas gotitas de acíbar:

-Porque tienes fama de imposible.

-Pues Eduardo está muy bien. -se defendió Inma.

Los apostadores escucharon las noticias horrorizados: ¡Eduardo estaba


muy bien! Y lo decía aquel a mujer fría después de saber que EJEMPLAR
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todo era un engaño. Miraron sus carteras con auténticos ojos de dolor.

-Ya están ahí. -dijo Inma aquel a noche en el banco.- En cuanto les han
dicho que no me ha afectado el chivatazo han venido a vigilar su
inversión.

Eduardo adoptó su conocida posición de combate y notó que Inma se


aproximaba más de lo estrictamente necesario.

-Se acercan mucho. -murmuró el a.

-Sí. -dijo él.

Inma, en busca sin duda de realismo, pasó su mano por la nuca de Eduardo
y la acarició.

-Hola, chicos. -saludaron los apostantes, heridos profundamente.

Por la noche, Eduardo volvió a echar un vistazo a los últimos


acontecimientos:
-Se lo han creído. Como si te hubiera besado,

¿verdad?

-Pero no lo has hecho.

-Estupendo, ¿no?

A la noche siguiente Eduardo conectó un magnetófono. Había grabado una


conversación con sus amigos y quería que Inma la escuchara: No he
conseguido nada -decía su voz- He perdido la apuesta. Inmaculada está
fuera de mi alcance.

-¡Venga ya! -dijeron otras voces.- Os hemos EJEMPLAR GRATUITO.


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visto dándoos el lote en los bancos.

-No es verdad. He perdido.

Ella, entre la oscuridad, trató de mirarle a los ojos. Eduardo resultaba ser
todo un cabal ero, preocupado por su fama. Demasiado cabal ero quizá.

-¿Por qué has hecho eso?

-Pse.

-Pero has perdido.

-Pse. -insistió.- No quiero seguir con esto.

¿Sabes lo que me cuesta abrazarte de mentira y besarte de mentira?

Ella agradeció la información en silencio.

-Por eso es mejor que lo dejemos ahora, como amigos. Si no, un día voy a
besarte en serio, tú te enfadarás y... No quiero que te enfades conmigo.
Inma tampoco. Apoyó su linda cabecita en el hombro masculino y se dejó
embargar por variadísimas emociones. De todas el as destacaba la
admiración por la honestidad de Eduardo que, sin duda, se había
enamorado de el a.

-¿Tanto te hubiera gustado besarme de verdad?

-Besarte y más cosas. -respondió Eduardo rápidamente

-¿Sí?

-Apretarte. -detal ó.

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-¡Qué bruto!

-No lo sabes tú bien. -confirmó Eduardo, descubriendo los labios de Inma


a muy corta distancia.

Y apretó y besó. Esta vez no pidió disculpas, sino que siguió apretando y
besando. En unos momentos, alternativamente, y en otros, a la vez.

Y a Inma le pareció algo completamente natural además de muy


agradable.

Aquel a noche l egó tarde a casa por primera vez, pero no por última. Eran
otros tiempos y las chicas de diecisiete años tenían del sexo una visión
más idílica que las de ahora: casi nunca se iban a la cama el mismo día
que un hombre les daba el primer beso.

Tardaban más pero, l egado el momento, también ponían más corazón y


sentimiento.

-Vengan las cinco mil cucas. -dijo Eduardo a su debido tiempo, muy ufano
de ser un canal a y de haber falsificado la cinta magnetofónica.

Hubo
algunas

resistencias,

alegando

problemas de forma. Querían pruebas.

-Mi palabra.

La palabra de un sinvergüenza que no fuera cazador ni pescador era


sagrada en aquel os días.

No se dudaba.

-Pero cuéntanos cómo lo hiciste.

Eduardo estuvo a punto de hacerlo pero, de repente, pensó en los ojos de


Inma, en los labios EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

de Inma, en todo lo demás de Inma. Como estaba al principio de su


carrera, no había tenido tiempo

de encanal arse lo suficiente y sí, en cambio, estaba en un tris de


enamorarse. No era el Eduardo Libre que todos conocemos hoy.

Miró tristemente las cinco mil palomas y sintió un lacerante dolor a la


altura del bolsil o, pero su decisión estaba tomada:

-Quise veros las caras de susto. Es mentira.

Nada de nada. -dijo, devolviendo el dinero.

-Nieves me ha dicho que es verdad, que Inma está tan alelada que sólo
puede tratarse de eso.

-Es mentira. -insistió él.- Cuatro besos. Nada.

-Vengan tus cinco mil cucas. -le exigieron sin hacer más preguntas.
Y pagó. Claro que por primera y última vez en su vida. El amor le había
ennoblecido durante unos instantes pero, afortunadamente, no cogió el
hábito.

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Capítulo 5

LECCIÓN TERCERA: EL MÉTODO

PERFECTO

El auténtico seductor, nace. El sinvergüenza, en cambio, puede l egar a


serlo con esfuerzo y aplicación, ya que su objetivo no es seducir a las
mujeres sino aprovecharse de el as, en cierta medida. Ellas, en muchos
casos, también pretenden lo mismo. No todas, claro: algunas. Las
suficientes.

Al margen de la estatura, la simpatía, el color de los ojos y el talento


natural, existe un método perfecto para tener éxito con las mujeres en
cualquier situación. Jorobados, parapléjicos, tuertos, ancianos, feos en
general, enfermos, han conseguido, gracias a él, salirse con la suya.

¿Existe tal fórmula mágica? Sí, y desde la más remota antigüedad. Se


llama éxito. Como el éxito, en nuestra carcomida sociedad, se mide con
tres escalas distintas, el Método Perfecto consiste en

-TENER DINERO, o

-TENER PODER, o

-TENER FAMA.

Si necesitan ustedes una demostración directa, suelten a un famoso actor


de Hol ywood -cuidando de que no sea gay- en una reunión de mujeres.

Las observaciones psicológicas que obtengan se podrán resumir en una


sola frase: se lo rifan sin EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
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que él tenga que hacer el menor esfuerzo.

Lo mismo sucede con los cantantes muy conocidos, cuanto más de rock
mejor. O con las estrel as del deporte, muy especialmente con tenistas y
pilotos deportivos. ¿Y qué pensar de esas despampanantes señoras que se
movieron por las proximidades de Picasso o de Dalí entre otros?

Del Poder también existen cientos de

ejemplos, desde los recientes devaneos del griego Papandreu a las


negaciones de Gary Hart, las concupiscencias de la familia Kennedy, los
muchos ministros ingleses que acaban en la picota a causa de las señoras y,
como es público y notorio, las aventuras de Boyer, de Carvajal, de Guerra
y de tantísimos otros.

El perfume del poder atrae a las mujeres, y no podemos olvidar que los
poderosos, además de poder, tienen fama: he ahí un doble atractivo que
permite al favorecido por la fortuna ser un sinvergüenza de clase extra, si
le apetece.

Por último, los Ricos. En torno a el os van y vienen las mujeres más
espectaculares del planeta. Se casan y se descasan con el as; se amanceban
y se separan. ¿Qué sucede? ¿Es que todas las señoras son así de
materialistas? No todas: algunas. Las suficientes en todo caso. Y, además,
la bel eza es otra fortuna y ya se sabe que dinero l ama a dinero.

Por otro lado, los ricos son siempre poderosos, aunque no tengan el poder
oficial: se lo pueden comprar. Además, ricos y poderosos a la vez, no
pueden menos que ser también famosos.

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Recuerden las andanzas de Onassis, las de

Kashogui y las de tantos otros que l enan las revistas de bid.

No hay método tan perfecto como éste para tener el más increíble éxito
con las señoras: nacer rico o, como el indiano de la zarzuela, volver rico y
poderoso. Ser, al menos, un futbolista de éxito como Maradona, o un
osado piloto de carreras o un valeroso torero.

No es tan fácil. No está al alcance de muchos esta forma cómoda y exitosa


de pendonear, pero no fal a nunca. Cómo será que, en menor escala de
riqueza, sé de un anciano de casi noventa años que, tras casarse varias
veces con señoras más jóvenes, en la actualidad tiene todavía una amante
de veintitantos. Es de suponer que como puro placer estético o como
símbolo de su status de rico. En cualquier caso, quien tuvo, retuvo.

Esta proclividad de las mujeres a hacinarse en torno al éxito, poder, fama


o dinero, ¿quiere decir que son un bien de consumo en un mercado regido
por la oferta y la demanda? ¿Conviene al aprendiz de sinvergüenza
pensarlo así?

El aprendiz puede l evarse un chasco. Hay mujeres que se venden y que,


por lo tanto, se compran; más o menos en idéntica proporción al número
de hombres capaces de hacer lo mismo.

El fenómeno de la mujer en torno a los ricos no tiene que ver, a menudo,


con la codicia: a las señoras el éxito les resulta atractivo, porque es un
atributo viril.

Es muy probable que las mujeres del neolítico EJEMPLAR GRATUITO.


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se apiñaran alrededor del cazador más hábil o gustaran de hacer su vida


próximas al que más cabezas de enemigos cortara. Aún ahora la voz de

la selva palpita en sus cálidos corazones y, ¿qué culpa tienen el as de que


hoy el éxito, lejos de las cacerías con arco y flecha y de las batal as con
hacha de piedra, se mida en dinero, en poder y en fama?

¿Acaso el hombre, muy consciente de estos elementales mecanismos, no


sigue pavoneándose ante la hembra? ¿No corre más el atleta adolescente
cuando le contempla la chica más guapa de la clase?
Un pobre amigo, pesado como él solo, se dedica a esa actividad misteriosa
que los iniciados conocen bajo el nombre de consulting: asesor de
empresas. Y, como es bueno, gana dinero, mucho dinero. Es calvo y
aburrido. Habla muy de prisa y con tono monótono. ¿Qué es lo que hace
cuando le presentan a una mujer?

Le

dice,

directamente,

sus

beneficios

mensuales, lo que le ha costado el último apartamento y el considerable


número de acciones que posee. Es como si dijera: soy calvo, sí, y un
plomo, pero un triunfador en mi mundo.

Y no son pocas las que le resisten toda una noche a pesar de su evidente
presunción.

Otro amigo, mucho más práctico pero menos rico todavía, ha alcanzado un
superior nivel de conciencia que le impide pavonearse como un niño y
hacer a las mujeres el recuento de sus éxitos.

Consciente, sin embargo, de la eficacia del EJEMPLAR GRATUITO.


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método perfecto, mantiene lo que él l ama el capital amoroso, trescientas y


pico mil pesetas en

bil etes de diez mil, que se mete en la cartera las noches que sale a ejercer
de sinvergüenza.

No dice nada de su triunfo, pero abre el bil etero en cuanto tiene una
oportunidad y paga con gesto indiferente. Si un camarero avispado, al
tanto de sus hábitos, le pidiera veinte mil pesetas por dos cervezas, l las
soltaría sin rechistar, agradecido encima por la oportunidad.

Otros, por las mismas razones, se hipotecan para conducir coches


despampanantes, de status.

A bordo de el os cruzan la noche persiguiendo mujeres hermosas. No


pocos se salen con la suya.

En las zonas costeras, nada como un yatecito, aunque uno lo haya tenido
que pagar con sangre.

Pude comprobar la extraordinaria eficacia de los yates cuando di, con un


amigo, la vuelta a una isla del Mediterráneo. Navegábamos de una cala a
otra. Anclábamos en el centro, en aguas todavía profundas, y
aguardábamos como la araña en su red.

Las primeras en l egar solían ser las tripulantes de las tablas de wind-
surfing, aunque no escaseaban las tripulantes de patines o "pedalos"

y hasta las nadadoras solitarias.

Agitábamos ante el as una botella cualquiera y hacíamos ruidos cristalinos


con cubitos de hielo removidos en un vaso. Nos bastaba con hacer un
simple gesto de brazo para que subieran abordo a darnos unos gratos
momentos de conversación, mojadas y casi sin ropa.

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De noche se aproximaban en botes de remo y, a la primera l amada,


abarolaban y pasaban con nosotros unos instantes de esos que los anuncios

de televisión han hecho sinónimo de felicidad: mar, barco, sonrisas y luces


tenues con alcohol de noventa grados.

El yate era un simple velero de once metros, comprado de segunda mano.


Es de suponer que con uno de veintidós los resultados se duplicarán, por lo
menos, y sus propietarios no tendrán dificultad en l enar la cubierta con
hermosos cuerpos tostados por el sol.
Así es como funciona la cosa.

SÍMBOLOS EXTERNOS

El sinvergüenza moderno está de suerte. Hace apenas cien años era


imposible disfrazarse de rico. Tal cosa sólo la conseguían expertísimos
pícaros. Hoy, en cambio, la publicidad ha establecido una serie de
símbolos de riqueza que, ostentados, equivalen a la riqueza misma, lo que
al ana el camino del sinvergüenza que quiera emplear el Método Perfecto.

Hay símbolos externos materiales, que suelen ser caros, pues se trata de
bienes de consumo. De todas formas, la banca moderna, con sus créditos
de financiación, los pone al alcance de cualquiera que esté dispuesto a
sacrificarse por la causa.

Un Rol s, por ejemplo, equivale a tener miles de mil ones a los ojos del
público en general. El sinvergüenza que, con esfuerzos sin cuento,
disponga de un Rol s, puede ir y venir por el mundo con la seguridad de
ser tomado por un archimil onario. Si va con ropa vieja o rota, por
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tener que hacer frente a los plazos, no se preocupe: el tolerante mujerío le


tomará por un

rico excéntrico, lo mismo que si, a la hora de pagar la consumición, pide


dinero a su acompañante hembra con la excusa de haber olvidado la
cartera en el despacho.

Si uno, a pesar de apretarse el cinturón, no tiene forma de l egar al Rol s,


puede intentarlo con los Ferrari. El Mercedes mismo tiene bastante buen
cartel en España. Pero el Mercedes sólo no le bastará, y tendrá que cuidar
más el vestuario, amén de usar reloj y mechero de oro. Pitil era, no.

Hoy en día sólo la usan las señoras.

Como antes se ha mencionado, un barco es señal inequívoca de status,


pero es difícil manejar el barco cuando uno vive en el interior y se haría
muy complicado explicar al alcalde de Madrid las razones por las que el
sinvergüenza aspira a tener un yate amarrado en el estanque del Retiro o
en el lago de la Casa de Campo.

La exhibición de grandes sumas de dinero, si se hace con naturalidad,


como por equivocación, suele ser una buena señal de riqueza. Pero
desaconsejable, primero porque abulta demasiado y, segundo, porque la
inseguridad ciudadana puede convertir una noche de proyectado
desenfreno en una tragedia.

La tarjeta de crédito de oro también es un buen síntoma que la mujer


reconoce con facilidad. Lo malo es que los bancos no las dan más que a los
verdaderamente ricos. En todo caso, puede adquirirse una en el mercado
negro y ponerla en un sitio visible del bil etero, donde otros l evan la foto
de los niños. Y no usarla, en prevención de EJEMPLAR GRATUITO.
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complicaciones legales. Los bancos se muestran

quisquil osos con los sinvergüenzas que van demasiado lejos, aunque sea
por una causa justa.

Afortunadamente existen también símbolos externos intelectuales, para


cuyo uso hace falta solamente mucho cinismo, que es barato, y una nula
moralidad, cosas ambas que un buen sinvergüenza, practicando sin
descanso, puede desarrol ar en pocos meses.

Tales símbolos, por precaución, se han de usar en territorios vírgenes e


inexplorados, donde sea imposible que haya l egado nuestra fama, pues se
basan en la más descarada usurpación de personalidad. Cualquier error
puede truncar la carrera del sinvergüenza, dejándole a disposición del juez.
Yo mismo, con un familiar magistrado, rara vez he usado el sistema.

El truco, como puede suponerse, consiste en inventarse un cargo, una


profesión o una parentela de muchísimo prestigio. La elección, dada la
amplitud del campo, puede ser muy variada, desde hermano o hijo de un
presidente de gobierno bananero a heredero de una corona ducal.
Los expertos, sin embargo, prefieren algo menos l amativo. Con las
mujeres va muy bien fingirse médico endocrino, especialista en dietética
para más detal es y, mientras las manos abarcan cuanto está a su alcance,
dejar que la boca pronuncie máximas hipocráticas y saludables consejos
para reducir el perímetro de las caderas.

Además, las señoras suelen permitir cosas especiales a los médicos más
desconocidos, EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

desde una simple palpación a una inspección ocular de la zona


problemática y de sus

alrededores. Que el consejo no caiga en saco roto, porque es de oro.

Como tantos españoles, tengo un aparato para tomar la tensión, con su


correspondiente estetoscopio. Una vez por semana lo l evo a mi tertulia
para vigilar la presión arterial de mis discutidores amigos.

Tan pronto como me pongo las olivitas en los oídos y adopto la expresión
de pedir que se diga treinta y tres, caen sobre mí todas las miradas
femeninas disponibles en la zona. Algunas miradas cal an pero otras no
pueden contenerse y ya estoy hecho a que docenas de señoras se acerquen
a mi grupo, muy sonrientes, y me pidan una tomadita de tensión.

Algunas me l aman doctor y la experiencia me ha enseñado a


desengañarlas cuanto antes: una vez no oí el título, a causa del
estetoscopio, y fui informado de una larga serie de trastornos gástricos de
origen desconocido.

Así pues, sin testigos que puedan desmentir al farsante sinvergüenza, los
estetoscopios metidos al desgaire en los bolsil os de la chaqueta pueden
ser un pasaporte al éxito y hasta una invitación a realizar un detallado
reconocimiento.

En años más mozos que los actuales, hice varios campamentos juveniles.
Tal práctica consiste en pasarse horas y más horas al sol, acumulando
polvo y tratando de evitar que cientos de niños salvajes se lesionen entre el
os, hieran a los vecinos o causen estragos en el nicho EJEMPLAR
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ecológico más próximo.

En prevención de algún fallo en nuestra tupida red de vigilancia, solíamos


l evar a un estudiante de cuarto o quinto de medicina, al que l amábamos
médico a pesar de su reglamentario calzón corto.

Cerca de nuestro campamento de chicos se instaló uno de muchachas,


girls-scouts más granaditas que nuestras fieras, todas el as bien formadas,
alegres, indisciplinadas y dispuestas a convertirse en un regalo para
nuestra aburrida vista.

La inexperiencia les l evó a beber agua de una fuente poco recomendable y


nos pidieron auxilio de madrugada, la primera vez. Nuestro médico,
dándose a todos los diablos, acudió a contemplar los síntomas y a repartir
negrísimas tabletas de carbón, que hacen milagros entre las víctimas de las
fuentes.

La segunda vez fueron paperas. El cómo se las apañaron aquel as


muchachas para coger paperas en descampado y a la orilla de un mar
delicioso, es un misterio todavía no resuelto. Pero eran paperas.

Cuando el médico cogía su botiquín y sus otros trastos de matar, observé


en su rostro una curiosa expresión, como la que pondría Mefistófeles un
momento antes de hacerle una proposición a Fausto.

-¿Qué expresión? -preguntó el médico.

-Esta. -la imité lo mejor que pude.

-¡Ah! Recordaba unas sabias palabras de mi EJEMPLAR GRATUITO.


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venerable

cátedro:
hay

que

reconocer

completamente al enfermo para no hacer un diagnóstico equivocado.

-¿Completamente

quiere

decir

completamente?

-Eso mismo.

-¿No crees que pesa mucho ese botiquín?

Llegarás con las manos temblonas y eso no es bueno en tu profesión.

No opuso reparos, pues yo era su superior campamental, de manera que le


acompañé en calidad de botiquinero, listo incluso para donar sangre si era
estrictamente necesario.

El estudiante de medicina, que sólo atendía a la voz de doctor, reconoció


tanto como estuvo en su mano, sin dejarse ni una porción, en previsión de
que las paperas fueran sólo un síntoma de algo más grave. Es en el cuel o,
le decían las interesadas, pero él se sacrificaba. De todas formas, una de
las monitoras estuvo presente durante todos nuestros manejos, pues eran
otros tiempos.

Muy bien debió de hacerlo el doctorcete, porque se corrió la voz y, al día


siguiente, dos de las monitoras, las de más categoría, se encontraban fatal
y el médico y yo, dando gracias, volvimos a entrar en acción, soldados de
la salud haciendo una descubierta.
Podría seguir con la explicación detallada, pero es mejor resumirla así:
tres días después la segunda de abordo se empeñaba en l amarme
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angelote y no me permitía regresar al refugio de mi tienda hasta las cinco


de la madrugada. En cuanto

al médico, tan embebido estaba, que sólo fue capaz de recetar aspirinas
hasta el final del turno.

Por eso repito que el consejo no ha de caer en saco roto, porque es de oro.
Los verdaderos médicos no pueden permitirse jugar con la deontología.
Los falsos, sí: por el bien de la causa.

Apropiarse de personalidades o de titulaciones de prestigio entre las


señoras es siempre gratificante, mientras no se practique con mujeres
policía. Los médicos, como hemos visto, tienen un fácil acceso a la
intimidad. Pero, si uno no dispone del oportuno estetoscopio, tiene otras
muchas posibilidades de acción.

Los falsos curas, por ejemplo, se cotizan bastante bien y más ahora que
hacer de clérigo no exige enfundarse en la engorrosa sotana. Por lo visto, a
los ojos de la mujer, el sacerdote está rodeado de la atractiva aura de lo
prohibido, y eso siempre es una buena recomendación. No pocas se
mueren de ganas de hacer pecar a un cura, por estropearle el asunto de la
virginidad o el voto de castidad.

Cuando era joven y seguía estudios reglados en Madrid, los Beatles


estaban iniciando su decadencia y, además, había comenzado ya el
desconcierto en la moda masculina. Yo, ocasional lector de Sartre, a quien
l amaba Jean Paul -eso les indicará mi vanidosa psicología adolescente-,
vestía a menudo de negro. Traje negro, camisa blanca y, sobre el a, jersey
negro que sólo dejaba ver una estrecha franja del cuel o.

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Era, más o menos, existencialista tardío en un Madrid que no había dejado


atrás ciertas fijaciones en torno a la apariencia. Era, además, un
estudiante, y el cargo me exigía tomar vino blanco con limón de doce a
dos en las más acreditadas tascas, alternando el copeo con inteligentes
partidas de chinos.

En un bar, El Laberinto del Tinto se l amaba, jugaba cinco chinadas todos


los días a partir de la una y cuarto. Un espíritu joven dentro de un cuerpo
joven, todo el o rociado con blanco con limón, da bastante de sí, y no
siempre mantenía el lenguaje académico propio del hombre culto.

Meses después de que durasen estos ritos paganos, yo venía observando


cómo una sobrina que despachaba tras la barra me hacía ojitos, me l enaba
más de la cuenta los vasos y me rozaba una y otra vez la mano al
devolverme los cambios.

Canastos, solía decirme yo cuando disponía de tiempo para la reflexión.

Un día, después de haber pedido blancas siendo mano, jugándome el todo


por el todo y perdiendo, dije algo más que canastos: palabras aprendidas
en el Diccionario Secreto de Cela. La muchacha, hecha al lenguaje, se
sonrió de todas formas:

-¡Hay que ver cómo son ustedes! -me dijo.

-¿Quiénes? -pregunté, inspeccionando los alrededores.

-Los curas modernos.

Quedé transido por la emoción: todos aquel os meses disfrazado de


existencialista y pensando que el hombre era un ser-para-la-muerte, sólo
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habían servido para que me tomaran por clérigo contestatario, subespecie


que estaba en auge por

entonces. Y, para colmo, la tabernerita me echaba miradas sensuales.

Aprendiz de sinvergüenza y todo, siempre fui muy mirado con las cosas
del culto. Sólo fui ateo de los 16 a los 17 por haber leído una pijadita del
dr. Freud a destiempo, Tótem y Tabú si no recuerdo mal. Pero, en cuanto se
me disiparon los efectos, volví al redil de la Madre Iglesia y en él sigo, a
despecho de algunas escapaditas pecaminosas que en nada debilitan mi fe.

-¿Cómo, cómo, cómo? -pregunté, por si los oídos me habían gastado


alguna jugarreta.- ¿Has dicho cura moderno?

Ella señaló mis ropas e hizo que sí con la cabeza. Si aquel o que tenía
delante no era un cura, ¿qué era?

-¿No me dirás -intervino uno de los

contertulios, el que l evaba tres cuando pedí blancas de salida- que no eres
cura?

-Claro que te lo diré: no lo soy.

-Y nosotros venga de hacernos lenguas de lo simpático y campechano que


era nuestro cura.

Estábamos seguros de que limpiabas las almas de un golpe.

Había desengaño en sus ojos. Y en los de la muchacha. Cuando me


devolvió el cambio de la ronda perdida se abstuvo de rozarme la mano y
de suspirar: ante sus ojos yo había perdido tres cuartas partes de mis
encantos.

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De todas formas, sospechando que podían estar haciéndome objeto de un


bromazo

tabernario, de regreso a casa en el metro me acerqué a dos mujeres


jóvenes, justo debajo del cartel de se prohibe fumar.

-¿Me da fuego, hermana?

Me lo dieron. Luego, a distancia ya, les oí comentar entre el as:

-¿Te has fijado qué cura tan joven?


Desde entonces, cada vez que uso trajes negros me pongo corbata: no hay
cura moderno que se atreva a tanto.

Se han puesto dos ejemplos de usurpación de personalidad que demuestran


las infinitas posibilidades del método perfecto si uno lo quiere usar sin ser
de verdad rico, poderoso o famoso.

Pero no hay que pasarse.

Una noche, al entrar en una discoteca, me fijé en un tipo, con medio


pedalete, que obligaba a sus acompañantes a l amarle alteza. ¡Ay de quien
le apeara el tratamiento! En la barra, la proximidad me obligó a enterarme
de su personificación: afirmaba ser el hermano del rey.

Este se pasa -me dije- Duque ya es mucho, pero príncipe...

La prueba de que la exageración no había prendido en las mentes


femeninas al í presentes, estaba a la vista: todos los seres con faldas,
incluidos los travestís, esquivaban a su alteza que, por otro lado, usaba del
mese y del tese con demasiada profusión, atípica en un miembro de la
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realeza.

-¿Y ese? -pregunté al barman en un descuido.

-Es el loco. Hoy es el hermano del rey, pero tenía que haberle visto ayer,
que le tocaba ser el hijo de Marilyn Monroe.

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Capítulo 6

LECCIÓN CUARTA: EL SEGUNDO MEJOR

MÉTODO

O el cuarto, a continuación de ese trío de ases compuesto por el dinero, el


poder y la fama. En realidad, se basa también en la fama, pero en la mala,
no en la popularidad.

En otras palabras: el mejor modo de triunfar en este difícil arte de ser un


sinvergüenza con las señoras, es tener fama de serlo. Los más sagaces
científicos no se explican todavía el método del que se valen las señoras
para hacerse con la información, pero el buen sinvergüenza acaba siendo
conocido por todas las mujeres de su ambiente y por muchísimas de otros.

En esta situación, al sinvergüenza famoso casi nunca le faltan candidatas


para la experimentación más avanzada. Candidatas, además, que no se
hacen ilusiones sobre el futuro, aunque también pueden aproximársele las
que tengan intención de redimirle de su sinvergonzonería impenitente.

Pero este método es un círculo vicioso, no a causa de la débil moral del


sinvergüenza, sino porque hay que ser previamente un sinvergüenza para
poder actuar como tal, de modo que el aprendiz nunca puede usar este
sistema garantizado.

Las mujeres, gracias a sus agudos sentidos, descubren a un sinvergüenza


antes que el hombre y rechazan cualquier falsificación. Ni siquiera se
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dejan convencer por la potencialidad de sinvergonzonería del individuo en


cuestión: para el as sólo valen los hechos cuantificables como

número de señoras seducidas, número de hijos adulterinos y otras pruebas


de menor orden.

¿Quiere esto decir que este maravil osos método, basado en el cría fama y
échate a dormir, está vedado a quien se inicia en esta clase de fechorías?
No, o por lo menos, no del todo, gracias a las modernas técnicas
publicitarias.

Yo mismo, gracias a la gran documentación que se maneja en este libro y


al hecho de que muchos datos están tomados directamente de la realidad,
tengo la esperanza de hacerme con una buena mala fama en este sentido.
Es posible que en los próximos meses las señoras se den con el codo en los
restaurantes y en los autobuses al verme entrar: Ese es.

Claro que también es posible que alguna feminista de abordaje desee


politizar estas experiencias psicológicas e inocentes y me propine una
paliza, ya física, ya moral. Pero esto no haría más que incrementar mi
fama de sinvergüenza, de modo que muchas señoras pueden sentir hacia
mí la atracción de los abismos y tirarse de cabeza hacia mi deleznable
psicología.

UN TOQUE DE FILOSOFÍA ILUSTRATIVA

Don Juan l ega a ser Don Juan porque, previamente, ha sido Don Juan.

Mientras usted trata de sacar el sentido de esta enjundiosa frase,


ganaremos tiempo recordándole cómo el Tenorio se pavonea de sus
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éxitos frente a Don Luis: que si esta, que si la otra, que si el cartel en la
puerta... Resultado: fascinación.

Algunos anuncios de detergentes daban una de las claves de este


fenómeno: ¿A quién se lo dijo usted? A mi vecina. O sea, muchas mujeres
actúan como algunos hombres miserables que se pavonean de sus triunfos,
sólo que las mujeres se lo cuentan todo, o casi todo, con detal es que
pondrían los pelos de punta a cualquier varón empedernido.

El hombre, en cambio, no puede hacer esto si aspira a aplicar


correctamente el método. Ha de ser discreto, casi silencioso y conseguir
que sean los demás, las demás a ser posible, las que hablen de él,
corriendo con el peso de la acción.

EJEMPLOS

1.- Uno de estos hombres fuertes y

silenciosos, interesado en una mujer muy especial, tomo la costumbre de


contar a su marido todos sus éxitos con las señoras. Imaginarios, pues
abusaba de la buena fe de su amigo.

Como sinvergüenza de casta, no tuvo reparo en mancil ar el buen nombre


y el honor de algunas mujeres, sólo con la precaución de que se tratara de
señoras que no tuvieran ninguna intimidad con la esposa.

La mujer era detal adamente informada por su inocente marido:

-¿Sabes lo que ha hecho esta vez mi amigo?

Tenía que haber sospechado del desinterés que el a mostraba: sólo las
mujeres que ocultan EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

algo dejan de curiosear en la vida de los conocidos.

-¡Pues esto y esto con fulanita! Yo no sé qué les da.

Ella tampoco y, humana, sentía curiosidad por averiguarlo. Así, un buen


día, el presunto sinvergüenza vio La Mirada, ese rayo inequívoco que es
como la luz verde de los semáforos.

La buena o mala señora siguió exactamente sin saber lo que les daba el
sinvergüenza a las mujeres, pero no dudó de que el as se le entregaban a
docenas. Algo defraudada, hizo comentarios con sus íntimas, reconociendo
su fama de golfo indiscutible.

Y la bola de nieve echó a rodar, cosa que el hombre agradeció,


particularmente durante las largas noches de invierno en provincias.

2.- Un hombre absolutamente normal, algo tímido, en su vida había dado


muestras de propensión hacia la sinvergonzonería. Era tan educado y
correcto que las mujeres, a su lado, se sentían a salvo, lo cual es muy
bueno para la fama de un cabal ero pero pernicioso para encontrar
temporales y agradables compañías.

Baste decir, para terminar el relato, que su confesor le felicitaba por su


prudencia con el sexto. El, en cambio, no: no se abstenía de pecar por
convicción sino por falta de oportunidad.
Un buen día una devoradora de hombres, de esas que no le hacen ascos a
nada, se sintió atraída por él por uno de los métodos que ya se han
explicado: era tan decente y correcto que EJEMPLAR GRATUITO.
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hería su sensibilidad de mala mujer, así que le sedujo y él, sin tener
conciencia clara de los

acontecimientos, se vio lanzado a la vorágine de la carne.

La vorágine, como era de prever, le sentó bien durante unos días; los
suficientes para que otra devoradora, que mantenía una feroz competencia
con la primera, le sedujera en un descuido. El, todo hay que decirlo, estaba
dispuesto a ser seducido tantas veces como fuera posible.

La primera seductora se enteró de la faena de la segunda y hubo una gran


pelea. No por el hombre, que les importaba poco, sino por la vanidad
herida. Pero la excusa era aquel hombre decente y educado que en su vida
había sido capaz de enunciar un piropo.

Aquel o

hizo

ruido.

Además,

ambas

devoradoras aprovecharon para entrar en detal es sobre él. La una le


infravaloraba, para disminuir la vergüenza de haber sido traicionada, y la
otra ensalzaba cada uno de sus detal es físicos e intelectuales. El no lo
sabía, pero había sido puesto en un escaparate bien iluminado y las
mujeres le contemplaban a sus anchas.

Tres días después de estos acontecimientos, nuestro hombre recibió la


visita de un amigo, algo avergonzado:
-Fulanita -dijo- me ha visto en la discoteca y me ha preguntado por ti.

-¿Por mí? -se asombró el interesado,

incrédulo. Jamás las mujeres se habían dedicado a interrogar a sus amigos.

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-Me ha subido al coche y está aquí abajo, esperando. -dijo el amigo.


Enrojeció, porque

percibía cierto papel de alcahuete en su incómoda misión.

-¿Abajo? -aquello superaba a un buen puñado de sus mejores sueños. ¿Y


qué quiere?

-Llevarte a bailar. Que salgas. Ella conduce.

Bajaron ambos, aunque el amigo aprovechó un descuido para escabul irse


como un conejo.

Tras una noche aburrida y algo silenciosa, el a aparcó el coche frente a la


casa de él y suspiró.

Un suspiro femenino en un coche pequeño no deja de enrarecer el


ambiente y hasta hierven las ideas de los hombres más dóciles.

-¿Puedo darte un beso? -preguntó, presa de una de ellas.

La muchacha dijo algo como esas cosas no se preguntan y abrió


ligeramente los labios. El que iba a ser un beso de despedida, se convirtió
en un beso de bienvenida.

Aunque sólo se había hablado de besos, sin mencionar ninguna otra


fórmula cariñosa, el héroe se encontró abrazado, envuelto casi, y aún hoy
jura que mordido.

En la actualidad, y gracias a estas


colaboraciones espontáneas, es un sinvergüenza con todas las de la ley. Las
madres se abstienen de pronunciar su nombre ante las hijas y las hijas, con
más motivo, de pronunciarlo ante las madres.

Los maridos le echan miradas de través. Las esposas no le saludan por la


cal e, pero él oye, a EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

distancia, el ruido de sus pensamientos.

En las noches de descanso, todavía sorprendido, se mira al espejo y se


pregunta:

-¿Pero que les das, c...?

No lo sabe. Ellas, tampoco. Pero podría hacer muchísimas muescas en la


pata de su cama.

3.-El Segundo Mejor Método l ega a producir situaciones de pura


saturación, como demuestra el caso de mi amigo Bil . Bil , para empezar,
se l ama Ramón, pero se es el nombre de guerra que usa.

Es propietario de un negocio turístico. Vive todo el año en una playa de


arenas blancas sobre las que se mece un mar verde esmeralda,
posiblemente pálido de envidia. Bil , por todo patrimonio,

posee

La

Mirada,

un

ojo

desvergonzado y sonriente que, por lo visto, promete paraísos artificiales


cada vez que se posa sobre una cara bonita.
Bil , dadas las circunstancias turísticas, trasnochaba mucho y bebía aún
más. A partir de las once de la noche era capaz de decir cualquier cosa, por
sencil a que fuera, en la seguridad de no recordar palabra al día siguiente.
Pero, en lo tocante a señoras, era del montón y, normalmente, ponía más
interés en la cerveza que en perseguir a las mujeres.

Esto duró hasta una noche en que, l evado por una cierta emoción estética,
varios gin tonics y su simpatía natural, consoló a una joven turista que
tenía que partir al día siguiente hacia su brumoso norte.

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-Si quieres, puedes quedarte quince días más, en mi casa. No te preocupes


de nada. Alberto, otra de lo mismo.

Alberto obedeció, solícito, y también la extranjera. Bil le era más o menos


indiferente, pero no la playa con su arena blanquísima y su mar
transparente. Como era una buena luterana, incapaz de pensar que alguien
le ofreciera algo a cambio de nada, besó a Bil aprovechando un momento
en que la copa se despegó de sus labios.

Bil , o sea, Ramón, quince días después repitió la invitación a otra joven
que iba a abandonar, desolada, la costa, el sol y las noches de bul a.

Hubo suerte y también resultó luterana, perfectamente al tanto del toma y


daca que es la vida.

Hoy Bil ha dejado de beber para poder cumplir con sus compromisos. De
un modo u otro, las chicas del brumoso norte han conseguido enterarse de
su existencia y no pocas son recomendadas por las anteriores.

Bil tiene lo que en televisión se l amaría una apretada agenda. De tal fecha
a tal otra, Britt; de aquí a al á, Beryl; del uno al doce, Gill. Y, así,
sucesivamente. No se da un minuto de descanso y, lo que es ideal para un
sinvergüenza bien acabado: no tiene que hacer el menor esfuerzo para
ejercer. Los mahometanos, para conseguir algo así, tienen que morir en
una guerra santa.
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Capítulo 7

LECCIÓN QUINTA: EL MÉTODO DIRECTO

La nobleza del toro se mide por la rectitud de su embestida, y no hay nada


en un toro que no pueda aplicarse a un sinvergüenza, es decir que nada se
opone a que los sinvergüenzas demuestren su entereza y honestidad
actuando de frente, a pecho descubierto.

Este es el Método Directo que, por desgracia, no está disponible para todas
las psicologías. Hay sinvergüenzas empedernidos que tiemblan sólo de
pensar en el modo mejor de manifestar sus intenciones de
sinvergonzonear, si puede expresarse así.

Los hay que necesitan dejar la iniciativa a la mujer y los hay que prefieren
separar claramente las diferentes fases del galanteo. Pero el sinvergüenza
sabe, en el fondo de su oscuro corazón, que todos los prolegómenos son
una pérdida de tiempo. Ninguno ha dejado de soñar en el milagro de
acercarse a una hermosa mujer y decirle sencil amente: Tú. Y que ya esté
todo hecho.

Lo que sucede es que hay que ser muy especial, tener el corazón valiente y
sólido, y un gran desprecio por la sensibilidad de la mujer, para usar
cualquiera de las muchas variantes del Método Directo.

Hay, por ejemplo, quien toquetea desde el primer momento: pel izcos en el
brazo desnudo, EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

manos al hombro, a la cintura, a la cara, poniendo con los gestos las cartas
boca arriba: esto es lo que hay. Todos sabemos que esto funciona a

veces, aunque en ocasiones es preciso repetir el tratamiento durante dos o


tres días.

Hay quien usa la palabra sin que se le quiebre la voz. Esto y esto, mujer.
¿Qué respondes? Y no cosechan tantos cachetes como dicen algunos
chistes, porque casi todas las mujeres -si están a solas- se sienten
halagadas por estas primitivas manifestaciones de interés personal.

Hay quien se arrima. Directamente: te presento a fulanita. Hola, y se


arrima tanto como puede.

Hay quien deja pasar un cierto tiempo, el de tomarse una tapa de algo, y
mete mano sin pronunciar una palabra. El fracaso tampoco suele conl evar
la anticuada bofetada: todo lo más la mujer separa la mano osada. El
sinvergüenza, entonces, pide otra tapa y vuelve a meter mano.

Es sorprendente el porcentaje de éxitos.

¿Por qué? ¿Les gusta la osadía a las mujeres?

Parece que sí si no hay muchos testigos y si es una osadía exenta de


grosería. Al emplear el Método Directo no conviene usar un lenguaje
fuerte o tabernario.

Los he visto que meten mano hablando de literatura, de política y hasta en


silencio, como quien no quiere la cosa, mirando al tendido.

Supongo que las complacientes afectadas se imaginan que el os no pueden


resistirse a sus encantos.

La grandeza de método directo reside en el gran desparpajo que hay que


tener. Quien consigue esforzar el corazón lo suficiente, l ega a EJEMPLAR
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elevadas cimas y no conoce jamás la vergüenza.

EJEMPLOS

1.- Una vez más este ejemplo forma parte de mi experiencia. Ya supondrá
el lector que sólo pongo los éxitos y que cubro los fracasos con un
estúpido velo, hecho a la medida para tal efecto.

Por
circunstancias

laborales

había

abandonado mis habituales cazaderos y vivía, por cuenta del patrón, en un


hotel. Al í estaba yo, lejos de mi hogar y solo, aburrido y sin raíces. A
veces estos cambios desinhiben a las personas, permitiendo que sus
instintos se sitúen más a flor de piel.

Al segundo día ya había catalogado a todas las mujeres libres disponibles


y había elegido, in mente, a una joven menuda de ojos azules, que era una
auténtica introvertida sentimental. Hablaba poco; se abstraía
completamente al primer descuido; mantenía la vista baja y, en general,
presentaba todos los síntomas de tener una activa imaginación y de ser
muy capaz de decir el amor es lo más importante de mi vida o algo por el
estilo.

Fue relativamente fácil maniobrar en el comedor hasta conseguir que un


camarero bien amaestrado me acompañara a su mesa:

-¿Le importa que este señor se siente aquí, señorita? Todas las mesas están
ocupadas'

El camarero y yo temíamos la misma cosa: que alzara los ojos y


comprobara el número exacto de mesas vacías que se veían a nuestro
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alrededor. Ella, posiblemente interrumpida en una de sus fantasías, no


opuso reparos, aunque bien

pronto descubrí que hacía falta un sacacorchos para extraerle las palabras.

Conseguí, de todas formas, enterarme de su nombre, número y graduación


y de su frustrada vocación de maestra. Ya he dicho que, desarraigado y
frente a una desconocida, mis instintos funcionaban a las mil maravillas,
de modo que no tuve dificultad para hablarle de sus ojos, que eran como
lagos; de la serenidad de su rostro y de que había un no s qué artístico
vibrando, alto y fuerte, en sus gestos.

En efecto: había hecho teatro universitario a pesar de su clarísima timidez


y, además, escribía.

No pregunté qué escribía: analizado su carácter, no podía tratarse más que


de un diario que rebosaría de introspecciones bajo el lema nosce te ipsum.
Si había estudiado griego, el lema quedaría así: gnozi seautón.

-Son cosas muy íntimas. -me confirmó cuando me interés por su particular
arte.

París bien vale una misa, me dije, y me mostré interesadísimo. Como el


lector habrá comprobado, yo estaba usando el método a la gandola, que es
lento, pero seguro.

Para demostrarle que existía una posibilidad de que fuéramos almas


gemelas, le dije que yo también escribía en cuanto tenía una oportunidad y
un trozo de papel, si es que no me había dejado en casa el canuto para
trazar las oes debidamente. Teníamos -insistí al comprobar que el a era
refractaria a las gracias- un punto en EJEMPLAR GRATUITO.
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común: nuestra afición a la pluma.

Ustedes pueden poner aquí esto y lo otro, esto y lo otro, etcétera, hasta que
llegó la hora de cenar y volvimos a compartir la mesa, esta vez sin
excusas. Ella l evaba un cuaderno: sus memorias o algo por el estilo.

Nos sentamos en el salón, juntitos, y empezó a leerme algunos párrafos


escogidos. Al poco, me enteré de que no sabía de dónde venía ni adónde
iba y que tenía dificultades para saber quién era el a. También se
preguntaba por el sentido de la vida y por el objeto de la soledad. La
soledad, siempre según el a, era una especie de prueba unas veces y, otras,
un crisol donde se fundía la personalidad a fuego lento.
Una vez que me enteré del argumento general, desconecté los oídos y me
puse a pensar en una buena crítica que le demostrara que ramos almas
gemelas. Frases como extraordinaria perspicacia o sensibilidad exaltada
cruzaron por mi imaginación como fantasmas.

De

repente

comprendí

que

estaba

equivocando el método. Desde el momento en que aceptó mi compañía,


era seguro que había imaginado cualquier cosa que yo me propusiera hacer
con el a. Y, como seguía siendo una desconocida que no me infundía la
menor inquietud, me decidí por el método directo y me la quedé mirando
fijamente, al acecho del momento oportuno.

Ella se hizo cargo de mi mirada fija, la analizó y siguió leyendo,


levantando de tanto en tanto los ojos hacia mí. Una vez cal ó durante más
de dos EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

segundos y, cansado de tanta verborrea, ya no tuve dudas: me incliné y la


bes en los labios.

Era pasiva. Se dejó hacer sin demostrar casi nada y, al terminar, sonrió. No
hizo preguntas. No habló de lo que acababa de suceder. Se quedó al í, cal
ada, con la vista baja.

-¿Qué piensas? -pregunté, para matar el tiempo.

Ni una palabra. En una situación así, cualquiera puede desorientarse, pero


no un sinvergüenza: cuando es que no la mujer lo dice en el acto. Cuando
es que sí, a veces siente vergüenza. Así que le levanté la barbil a y volví a
besarla: hacía sólo seis horas que la conocía.
Lo que ambos hiciéramos durante la séptima y la octava hora excede del
propósito educativo de este manual. Investigaciones de orden psicológico,
sin duda. Era una Introvertida Sentimental extraordinariamente bien
formada.

Con todo, a estas alturas aún no sé si el a deseaba lo mismo que yo,


víctima de la soledad, o si la timidez le impidió decirme que no. El
Método Directo funciona exactamente igual con las sensuales que con las
dubitativas. Para el hombre, en cambio, equivale a la sensación de lanzarse
desde un trampolín sin saber si el agua estará muy fría o caliente: no hay
seguridad mientras se cae.

2.- Un matrimonio amigo me había invitado a cenar. En verano, bajo un


emparrado, comida inglesa, si es que a algo se le puede l amar comida
inglesa salvo al fuego líquido que mi anfitriona suele l amar pol o al curry
y que está hecho con mucho arroz.

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Mi anfitriona, una rubia muy culta y humorista, atravesaba una temporada


dedicada a las buenas

obras y había decidido casarme o, al menos, emparejarme. Por eso no me


sorprendió que, además del matrimonio y los niños, hubiera una persona
de más en la mesa: una rubia platino de fríos ojos azules, de treinta y cinco
años, recién importada de Inglaterra, donde acababa de divorciarse.

No hablaba ni una palabra de español y la conversación veraniega que


mantuve con ella estuvo l ena de malentendidos. Queriendo decirle que me
gustaba nadar, to swim, le dije que me gustaba to sleep, dormir. Ella quizá
lo tomó como una proposición deshonesta pero, sencil amente, me
catalogó como un tipo original y se abstuvo de hacerme críticas fáciles.

Terminado el último café, mi anfitriona me preguntó si sería una molestia


l evar a la mujer a su casa. Lo era, pues añadía veintitantos kilómetros a
mi ronda nocturna y, a la una de la madrugada, más de cinco son una
barbaridad.
Por otro lado, no me quedaba nada más que comunicarle a mi rubia y el a
parecía hal arse en la misma situación: a los dos nos gustaba nadar; nos
gustaba leer. Ella se había divorciado y, según creí entender, respiraba más
a gusto. Le gustaban las playas, el bitter sin y la música de los Beatles.

Como se comprenderá, apenas si podíamos memorizar más información


del otro.

Hicimos el trayecto en silencio, oyendo sólo el viento en mi coche


descapotado, y algunas palabras escogidas que yo dedicaba a otros
automovilistas refractarios al cambio de luces.

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Estación por fin delante de la casa indicada y descubrí que la buena mujer
no hacía ademán de

bajarse. Mis sentidos, siempre alerta, me advirtieron de la situación:

-Bien- dije, para romper la tensión- Al right.

-¿What?

Me miraba con aquel os ojos fríos y ni mención hacía de dar por


terminado el encuentro. Podía esperar a que yo diera la vuelta para abrirle
la puerta o estar pensando en la forma más fácil de decirme que si quería
pasar a tomar la última taza de café sintético.

Pero yo sabía que no. Me estaba dando una oportunidad para demostrar
cuanto se ha venido escribiendo de los hombres españoles bajo la luna.
Para no cohibirme, dejó de mirarme, pero siguió aferrada a su sil ón.
Calculé que deseaba un beso de despedida y tomé puntería:

-Good night. -dije, levantándole la cara y apoyándome en sus labios como


un cabal ero.

¡Dios mío! Fui recibido con disparos de morteretes y castil os de fuegos


artificiales. El método directo, por una vez, se había convertido en una
espoleta, hasta el punto de que se me hacía difícil distinguir qué parte de
aquel amasijo me pertenecía y qué parte era de la mujer.

Cuando, diez minutos después, mis vértebras empezaron a crujir, no tuve


más remedio que dejar escapar un sonido amoroso:

-¡Uf! -dije.

-¿Quieres pasar a casa? -me preguntó, EJEMPLAR GRATUITO.


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preocupada por mi salud.

Y pasé a la casa y la noche, si puede expresarse así. No obstante, aquí el


método directo fue forzado por la otra parte contratante, que se negó a
abandonar el coche sin recibir manifestaciones de cariño. Había acudido a
la cena con un proyecto muy elaborado para las horras de oscuridad y lo
ejecutó sin importarle gran cosa quién era yo ni cómo era. Naturalmente,
yo actué con el mismo desinterés, pero, a pesar de todo, no dejé de
sentirme vejado.

3.-. Fulanito de Tal era de una buena familia, aunque hiciera lo posible por
disimularlo, ya que estaba en su tercer año de prácticas de sinvergüenza.
Como tantos, había descubierto las excelencias del Método Directo y el
hecho de que la mujer, aun cuando dice que no, suele sentirse halagada si
uno no es un grosero deslenguado.

El l amado acoso sexual es algo con que todas las mujeres cuentan una vez
cumplidos los catorce, y es parte de su ser, hasta el punto que, si no se ven
acosadas de tanto en tanto, pueden sufrir depresiones o complejos de
inferioridad.

Fulanito no pertenecía a esa clase de hombres fuertes y silenciosos


capaces de ensayar el método directo: le gustaban los proyectos más
elaborados, en los que se van añadiendo poco a poco todas las piezas del
rompecabezas de la sinvergonzonería.
Fulanito era propietario de un gimnasio y, en ocasiones muy especiales,
aterrizaba por él y sustituía a la empleada que conectaba los electrodos de
la gimnasia automática. Para quien EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA
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no lo sepa, conviene explicar que existen unos modernos instrumentos de


tortura, terminados en

unos electrodos que se aplican sobre los músculos que necesitan ser
activados. La paciente se tiende, se le colocan los discos eléctricos en las
zonas que quiere afinar o fortalecer y, automáticamente, esos músculos se
contraen y se relajan a efectos de las descargas. Muchas señoras prefieren
esto, tan tecnológico, a una buena sesión de gimnasia sueca.

Una señorita se encargaba de tales

menesteres pero aquel día la empleada estaba de baja. Ese fue el momento
elegido por una joven de ojos verdes, escultural toda el a, capaz de
levantar dolor de ojos a los dos minutos de contemplarla.

Era una mujer moderna que acudía al gimnasio con la misma seguridad
que al médico, completamente fiada en la ética de los profesionales.

A pesar de saber, por sus lecturas educativas, que la hermosura se


marchita y que lo que cuenta es la belleza interior, la joven se había l
evado un susto al probarse el bikini para el cercano verano y, en su opinión
pero no en la de Fulanito, había mucho material sobrante que debía ser
erradicado.

Alguien le dio la dirección del gimnasio y a él acudió sin ninguna prenda


deportiva, con un vestido blanco y ligero y una sonrisa que hacía
tambalearse a los aparatos de gimnasia que la recibían de l eno.

-Aquí y aquí. -dijo, mostrando las zonas que causaban su inquietud: las
tersas proximidades del ombligo y el principio prieto de los muslos.

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Fulanito, que siempre había sido ético, evitó que se le saltaran los ojos
gracias a un profesional esfuerzo. Miró sin ver, dominando sus excitados

sentidos, y le rogó que se echara en la mesa de masajes, maldiciendo la


circunstancia de tener a su masajista fuera de combate: iba a ser una
sesión de mucho sufrimiento moral.

La chica, moderna y confiada en apariencia, se echó en la mesa,


levantándose el blanco vestido hasta el inicio de las costil as falsas.

-¿Me quito algo más? -preguntó.

-No, por Dios. Ya es suficiente.

Con mano delicada, sin apenas rozar la piel femenina, colocó ocho
electrodos: dos a cada lado del precioso y vertical ombligo y dos en cada
cadera. Cada vez que dejaba uno en su sitio murmuraba perdón. Así era de
correcto Fulanito en aquella tarde de prueba.

Ella empezó a recibir las descargas y su cuerpo, al contraerse y relajarse,


era un espectáculo capaz de poner los pelos de punta a cualquier varón
normalmente constituido. Pero no toda la carne es débil: la de el a era
elástica y resistente.

-Es que como mucho. -se disculpó la mujer.

El, cortésmente, y amparándose en lo que veían sus ojos, negó aquel


infundio.

-Sí, sí. Estoy muy angustiada, y la angustia a mí me l eva a la nevera. No


pararía de comer.

Fulanito, siempre deseoso de complacer, afirmó tener su método para la


angustia. Los EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

chinos, grandes observadores, habían dado con varios puntos que, bien
masajeados, convertían la
más negra angustia en el más luminoso optimismo. Y, aquí, cometió el
más grave error: puso sus dedos sobre el espléndido material del que
estaba hecha la muchacha.

Por supuesto que se limitó a lugares inocentes: un centímetro por encima


del entrecejo, los rabil os de los ojos, las sienes, junto a la fontanela
anterior, un dedo por encima de cada oreja... Sitios que no pueden disparar
ninguna alarma roja.

-¡Ah! -dijo el a, y en su voz había una sensual pereza que no se le escapó


al hombre.

-¿Va mejor?

-¡Ah! -volvió a decir el a, más sensual si cabe.

Un duende, o quizá el maligno en persona, aconsejó a Fulanito hal ar por


su cuenta nuevos puntos que potenciaran el optimismo y se dedicó a rozar
suavemente los lóbulos de las orejas, obteniendo varios ¡ah! como
respuesta.

Luego se acordó de su perro y empezó a pasar sus osadas manos por el


pelo suavísimo de la mujer. Una y otra vez. Mientras, el a, con los ojos
cerrados, se contorsionaba a efectos de las descargas eléctricas. Por
último, empezó a rozarle los labios con un pulgar ligero y cargado de
buenas intenciones.

Estaba concentrado en esta última acción cuando descubrió que los ojos
femeninos, bien abiertos, le contemplaban en detal e. Algo había cambiado
en los masajes tranquilizantes y la mujer daba claras señales de haberse
percatado.

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Fulanito comprendió que estaba en uno de esos momentos en que los


biorritmos son de lo más propicio, y recordó sus tres años de aprendizaje
del arte de la sinvergonzonería.
¡Diablos! , se dijo cuando comprendió que no podía dejar que la muchacha
se le escapara y, encomendándose al ángel de la guarda, la besó a los
veintisiete minutos de haberla conocido. Fue, eso sí, un beso casto, suave,
sin apreturas. Un beso con mucho componente espiritual.

Ella cerró los ojos. Cualquier duda que albergara se había disipado y, por
otro lado, debía opinar que los besos son también un buen antídoto contra
la angustia. El, sin mencionar de palabra lo que acababa de suceder, siguió
masajeando los puntos chinos y rozando suavemente los labios.

Luego, otro beso seguido del mismo silencio encubridor, como si nada
sucediera, aparte de los torrentes de adrenalina que invadían hasta los más
diminutos pensamientos.

La sesión de una hora se prolongó dos. Por fin, la muchacha manifestó


estar dolorida, siempre sin mencionar los muchísimos besos que le habían
ayudado a combatir la angustia y, por lo tanto, el hambre compulsiva.

-¿Te vas a ir? -dijo Fulanito después de desconectar los electrodos y


bajarle el blanco vestido.

-Sí.

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-¿No podrías esperar aquí un momento? Nos iríamos juntos. A tomar una
cerveza.

Nunca se sabrá lo que pasó por la cabeza femenina, pero aguardó en


silencio, con la cara impasible pero con el pulso acelerado.

Al día siguiente, y tras una noche de terapia intensiva, ambos se pusieron a


compartir piso durante cuatro meses y unos días. Ella adelgazó de donde
quería. El, al quinto mes, ya roto el embrujo, se encontró con otra alumna
de su gimnasio que también necesitaba combatir la angustia: comía tanto
como podía a causa de los nervios.
Le aplicó el mismo tratamiento, sin variar un solo detal e y, como sucede
en las experiencias de laboratorio, obtuvo los mismos resultados sin decir
en ningún momento nada que tuviera que ver con el amor ni con un sencil
o piropo. Ni siquiera mencionó los besos que distribuía aquí y allá.

REGLA DE ORO:

Si no es usted osado o no se encuentra bajo una presión psicológica muy


potente, no aplique el método directo. Además, es más eficaz con las
desconocidas: las amigas de siempre pueden sentir la tentación de pararle
los pies.

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Capítulo 8

LECCIÓN SEXTA. EL MÉTODO MAS

ANTIGUO: EL PALEOLÍTICO

No se alarme por lo cavernícola que pueda sonar este método: en modo


alguno se trata de sacudir a la señora con una cachiporra y l evársela a
rastras de los pelos. Esos tiempos, si existieron alguna vez, se han vuelto
imposibles desde que la mujer usa el cabel o corto.

Pero no es menos cierto que el Paleolítico existió y que aquellos hombres


y mujeres, cansados de tal ar el pedernal a golpes durante miles de años,
tuvieron mucho tiempo para pensar y descubrir los riesgos de la
consanguinidad. En principio, los conjuraron con la compra de mujeres en
los mercados exteriores.

Según los antropólogos, parece bastante probable que muchos machos de


cada tribu aportaran material genético nuevo comprando o trocando
mujeres de tribus o aldeas vecinas, muy seguramente a cambio de gal inas,
ovejas, cerdos o renos, según las latitudes.

Los pobres, o los simplemente rebeldes, las raptaban. La mujer, así


tratada, se pasó larguísimos milenios curtiendo pieles y, como se ha
indicado, tal ando pedernal, aprovechando para pensar que su destino era
madurar y casarse con un extranjero. Extranjero, en aquella poca dorada,
era cualquiera que viviera unos kilómetros más al á, en otra comunidad.

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Tan largo período de tiempo sometida a unos severos hábitos, ha dejado en


la mujer actual ciertas reminiscencias. Una puede ser su amor a

los abrigos y estolas de pieles o a las piedras tal adas, montadas en col ares
y en anil os. Otra, su indudable interés hacia los forasteros y extranjeros.

Las señoras están mucho mejor preparadas que los hombres para las
novedades, pese a ser el elemento estabilizador y conservador de la
sociedad. La mujer, por ejemplo, es víctima de la moda; no sólo de la
moda en el vestir y en el maquil aje o en la música, sino en el
comportamiento, en el lenguaje y hasta en el amancebamiento.

Por la misma razón, por la novedad que supone, las señoras se interesan
por los extranjeros a causa de la atracción por lo desconocido, mientras
que los varones suelen mantener una peligrosa reserva: ellos, en el
Paleolítico, no se casaban con los vecinos; se liaban a hachazos con el os.

La actitud del hombre respecto a la mujer foránea es, sin embargo, la


misma: atracción. Era el hombre, no lo olvidemos, el que iba a buscar
hembras por las cercanías, para comprarlas o para robarlas, pero siempre
con fines más o menos matrimoniales.

El famoso Rapto de las Sabinas ilustra muy bien este mecanismo: los
romanos pobres invitaron a una fiesta a los sabinos ricos y, en el apogeo
del jolgorio, les soplaron a las señoras: hermanas e hijas, pero también
esposas.

Los sabinos corrieron a armarse de punta en EJEMPLAR GRATUITO.


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blanco, aunque pasó bastante antes de que se presentaran ante la minúscula


Roma, dispuestos a hacer una barbaridad. ¿Y qué pasó? Las sabinas
salieron a interceder por la vida de sus raptores.

Muchas esperaban hijos ya.

Lo cierto, lo seguro, es que aquel os manejos algo brutales les habían


gustado. Una clarísima reminiscencia del Paleolítico. Aún ahora, muchos
hombres eligen a una mujer que no es de su tierra y lo mismo hacen las
señoras respecto de los varones. Quizá más. Parece ser que el misterio es
fundamental en la atracción.

¿Hace falta explicar todavía el método más antiguo, el paleolítico? En dos


palabras: hacerse pasar por extranjero. A veces basta con parecer del
pueblo de al lado o de la capital de más al á, pero, puestos a fingir, mejor
es venir de países exóticos que estimulen la imaginación de la futura
víctima.

Conviene, eso sí, elegir una nacionalidad cuyo idioma sea desconocido por
la presa y, si eso no es posible, insistir en que uno desea, sobre todo, hacer
prácticas de español.

Por cierto: no se deje influir por la propaganda autonomista y ni se lo


ocurra decir que es un extranjero de Cataluña, de Vascongadas o de
Galicia: las mujeres, mucho más realistas que los políticos, no aceptan
tales grados de extranjería.

Se ríen.

Y use el truco con tiento. Ángel, un hombre que, por algún oscuro
misterio, usaba barba de chivo y cuidaba de mantener bien picudas las
cejas, solía caracterizarse de intelectual francés a punto de convertirse en
hispanista y escribir un EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
VENTA

libro. Se valía de unas gafas redondas, sin montura, y de varios Oh, la, la!,
que él pronunciaba

¡Ulalá!
Preguntaba a las mujeres sobre las costumbres españolas y se admiraba de
todo.

¡Qué autobuses tan primitivos! -decía cuando tenía la ocasión. ¡Qué


guardias tan pintorescos! Eso que l evan en la cabeza, ¿es un cajón para
guardar el cuaderno de multas? ¡Ulalá! ¡Qué faldas tan anticuadas! En la
Francia ya no se usan. En bragas directamente.

Créanlo o no, su constante menosprecio le daba buenos resultados.


Además, entre las barbas de chivo, las gafitas y los ulalás, parecía un tipo
extraordinariamente civilizado, de esos que hicieron a pedradas el famoso
Mayo Francés.

Estaba deslumbrando a una buena chica cuando ésta se levantó de la mesa


e hizo señas con la mano.

-¡Cuánto me alegro! Es mi amiga Brigitte: podréis hablar un poquito en


vuestro idioma.

-Oh, no. No has faltá, mugeg. -respondió el sinvergüenza.

Se hicieron las presentaciones y la maldita Brigitte le soltó una rápida y


larga parrafada. El la entendió, pero no podía responder en su francés sin
demostrar su acento extranjero.

-¡Oh, Brigitte! -dijo- Yo también me alegró de haser tu conosimientó y de


que seás de Clermond Ferrand, pero nuestrá amigá no nos entendegiá en
hablando el fransés.

Brigitte, muy europea, se limitó a levantar una ceja y se concentró en la


pintoresca barba del EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

sinvergüenza.

-¿Qué tal el Masisó Sentral? -preguntó él, tratando de romper el hielo.

-Al í sigue. Con montañas.

Al sinvergüenza no le gustó nada aquella sarcástica respuesta.


-¿Tú amás haser del esquí? -insistió él.

-Mais, oui!

-Mais, oui! -repitió, convencido de que sólo dos sílabas no le delatarían


excesivamente.

-Jacques -dijo la española- está escribiendo un libro sobre España.


Sociología. Las costumbres amorosas españolas.

El sinvergüenza enrojeció hasta la punta de la nariz al recibir de l eno la


mirada de Brigitte.

-Le ha sorprendido mucho saber que aquí la gente se besa sin meterse
inmediatamente en un motel.

El pobre hombre pensó en escurrirse debajo de la mesa pero, por pura


dignidad, aguantó a pie firme.

-En siertós ambientés, esó está chocant en la Fransiá. -dijo, tratando de


esquivar al destino.

Brigitte debía de ser una verdadera europea, liberal además, porque no


traicionó a nadie. Sólo se echó a reír impulsivamente.

¡Oh, Jacques! -dijo, tan pronto como pudo EJEMPLAR GRATUITO.


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controlarse.- Es cierto que las costumbres españolas son desconcertantes.


¿Sabías que aquí

los hombres a veces conquistan a las mujeres dándoles nombres falsos?

-Mais, no! -gritó él.

-Mais, oui! -insistió el a.- Y eso no es todo: a veces usan barbas postizas.

El sinvergüenza se dio varios formidables tirones de la suya , para


demostrar que era auténtica.
-¿Y pog qué de las bagbás postisás?

-Misterios.

-También -continuó la española- le ha sorprendido que usemos ropa


interior. Yo le he dicho que mucha es francesa, pero él opina que sólo la
usáis para la exportación.

-Nada como el cuegpó libré de atadugás.

La española tenía que irse a unos recados, pero insistió en que Brigitte y el
sinvergüenza se quedaran juntos, hablando de su Francia natal, tan lejana.
Lo primero que hizo Brigitte al quedarse a solas fue reír a sus anchas
mientras el pobre hombre se sentía a la misma altura que las lombrices.

-¡Qué pueblo, el español! -exclamó el a por fin.

-Grgan puebló. -asintió él.

-¿Tanta importancia tiene el sexo para vosotros que estáis dispuestos a


hacer el ridículo?

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Creía que los españoles morís antes que poneros en evidencia.

-Sólo algunos. Sólo algunos.

-Puesto que conoces bien las costumbres amorosas de los españoles, ¿qué
hacen en un caso así?

El sinvergüenza comprendió al fin: frente a una francesa él era un


verdadero extranjero, con toda su carga de misterios y exotismos.

-Dar a las francesas las gracias por su extraordinaria comprensión. Y, si es


posible, estrecharles la mano como señal de respeto.

Lo hizo así. Pidió más de beber y siguió como siempre:


-¿No estás, por casualidad, interesada en las costumbres amorosas de los
españoles?

-¿Usas ropa interior?

-Claro que no. Siempre cabe la posibilidad de tener que demostrar que soy
francés.

-Creo -suspiró Brigitte- que me vas a tener que enseñar muchas cosas de
España.

-Todas las que tengo.

En realidad, el método de fingirse extranjero es prácticamente el mismo


que el de mentir cueste lo que cueste. Hay sinvergüenzas que sólo dan lo
mejor de sí mismos cuando representan ser otros y usan discrecionalmente
de su imaginación calenturienta.

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No es un método recomendable, porque

siempre es cierto que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, pero hay
quien no es

capaz de evitarlo. El pavo, por ejemplo, hace la rosca, enseñando sus más
bonitas plumas, para l amar la atención de la hembra. El sinvergüenza, ya
que la naturaleza no le ha dotado de hermoso plumaje, se adorna a golpe
de palabras.

Una noche cometí la tontería de salir a tomar algo con un extranjero,


dueño de un restaurante en España. Puede que el lector no conozca a
ningún inglés cocinero, pero existen. Se les suele distinguir porque rara
vez usan monóculo.

El mío tenía tendencia a quitarse años y a presentarse como concertista de


piano de vacaciones aquí, entre concierto y recital. Otras veces, aunque
seguía siendo concertista, adoptaba la nacionalidad italiana y cambiaba el
piano por el arpa, instrumento prácticamente imposible de encontrar en
ninguna parte donde le pudiera crear dificultades. Para colmo, no entendía
absolutamente nada de música.

-Hel o. -dijo a dos muchachas desconocidas que pasaban por nuestras


aguas territoriales.

Cuando era concertista nada podía frenarle.

-Hel o. -respondieron las otras, preguntándose de qué le conocerían.

-¿Os tomáis algo? -les ofreció, en inglés.

-Bueno.

La suerte de los concertistas, sin duda.

Mientras el camarero iba y venía, él se presentó: acababa de l egar de


Alemania, donde EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

había deleitado a los nativos con una ensalada de Bach y un postre de


Mozart. Pero gustar, gustar, le

gustaban los Beatles y los Rol ing. Tarareó una fuga de Bach con toda
desvergüenza.

-El es extranjero. -dijo, para justificar mi presencia.- Español.

Las muchachas me miraron con atención.

Salvo a los camareros, por aquel as latitudes era difícil contemplar a un


español. Mi bigote pareció ejercer un cierto influjo magnético en sus
espíritus turísticos.

-Encantado. -dije en mi idioma.

Pero el concertista, sin aguardar mi permiso, había dado suelta a su


imaginación, después de percatarse de que mi bigote tenía notables
posibilidades:
-Es un coronel de ejército español que acaba de l egar de África, donde
lucha con los moros.

Los suele matar con el machete.

-Oye, oye. -protesté.

-¿En qué parte de África? -me preguntaron directamente. Pero tampoco


tuve tiempo de responder.

-En Angola. -respondió el concertista.

-¿Hay moros al í?

-A mil ares. Los envía El Gadaffi.

Un aura de bizarría me envolvía y las mujeres la percibían claramente. Yo


era uno de los últimos EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

vástagos de aquel os españoles que, después de hundirse con la Invencible,


fueron a despoblar el

Nuevo Mundo según las historias inglesas. Un tipo peligroso.

-No soy coronel. -insistí, avergonzado.

Además, ¿puede haber algún coronel de treinta y tantos años?

-¿No me irás a dejar mal? -me preguntó el concertista, ofendido. ¿Qué te


cuesta serlo durante un rato?

-Querrán que les enseñe la gorra, por lo menos.

-¿No es usted coronel? -preguntó una de las dos, la que había veraneado en
Canarias varias veces, según supe después.

-Comandante. -dijo mi amigo, cediendo un poco.- No entiendo mucho de


grados militares y a veces me confundo.
-¡Comandante! -exclamaron ambas.

-De la Legión Extranjera. -adornó mi amigo.

-¡Oh! -seguramente en la BBC habían repuesto Beau Geste y al í estaba yo


haciendo el papel de Gary Coopper.

-¿Has matado a muchos moros? -me

preguntaron.

-Eso nunca se sabe. -respondí honestamente.

Antes de que pudiera darme cuenta de algo, mi amigo, el concertista in


pectore, me había EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

concertado una cita para el día siguiente. A las nueve. Para todo el día.

-¿Con cuál de las dos? -dije cuando volvimos a estar a solas.

-No sé

Se presentaron las dos. Cuando llegué con mi coche descapotado, tipo


mehari, las dos me aguardaban vestidas de playa y oliendo a crema
bronceadora.

-¿Es un coche militar?

-No.

La milicia parecía ejercer sobre ellas un terrible influjo. No hacían más


que preguntarme cuántos uniformes tenía, si usaba pistola o metral eta y si
había carros de combate que hicieran los cien por hora. También les
interesaba saber cuánta África era de España, además de las Canarias. Y,
sobre todo, ¿qué hacía yo en Angola cuando no mataba moros? ¿Paseaba
por la jungla? ¿Cazaba rinocerontes?

Además, eran dos. No había forma de ponerse tierno con una en presencia
de la otra. Esa otra que, por cierto, me comunicó que, tan pronto como
regresara a Inglaterra, cogería un avión para las Canarias, esta vez con su
boy-friend. O Canarias o los plátanos le tenían sorbido el seso.

Pero yo les gustaba o, al menos, mi bigote de comandante de la Legión y


la posibilidad de que tuviera las manos tintas en sangre mahometana.

También descubrí que aquel as dos no comían al mediodía. Cuando les


propuse ir a restaurar el EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
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soporte

biológico

de

nuestras

atractivas

personalidades, insistieron en seguir tomando el

sol. Ellas desayunaban al alba y comían al crepúsculo. Entre medio, con el


sol y el paisaje les bastaba.

Al dejarlas, el ocaso lo l enaba todo menos mi estómago.

-¿Te veremos esta noche? -me preguntó la que tenía boy-friend.

-Yo -dijo la segunda, cuidando de que no se me escapara el detal e no


puedo salir. Id vosotros solos.

-De acuerdo. -afirmé en cuanto supe que seríamos uno contra una.- Te l
evar a mi casa.

Y así fue. Después de huronear por todas partes en busca de mi uniforme,


le enseñó un cuchil o de monte cualquiera.

-Con esto. -le dije.


Ella, horrorizada, lo desenvainó y se arregló el pelo contemplándose en su
reflejo.

-¿Sabes jugar al monopoly?

No hay palabras para describir lo que pensé: un día de sol, moscas y


hambre y, ahora, una noche de monopoly pagando con dinero falso y
tirando los dados.

-Sin dinero. -dijo cuando empezaba a repartir los bil etitos de juguete.-
Podemos pagar con prendas de ropa.

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Así que otra Regla de Oro: tengan siempre a mano un monopoly. No se


dejen decepcionar por

su aire inocente, porque es susceptible de usos alternativos, al menos


mientras se l eva bigote.

Por

otro

lado,

queda

suficientemente

demostrado lo importante que es ser extranjero en algún momento de la


vida.

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Capítulo 9

LECCIÓN SÉPTIMA. EL MÉTODO MAS


SEGURO: "A LA GANDOLA"

Este método, a la Gandola, recibe su chocante nombre, entre culinario y


cinegético, del paleto al que le preguntaron por su sistema para hacerse
con la paleta de turno:

-A la Gandola. -respondió sin vacilar.

-¿Y cómo es eso?

-Hoy, un regalo; mañana, un requiebro; pasado, otro regalo.

-¡Eso es halagándola!

-Pues eso he dicho: a la Gandola.

Quien conozca los recovecos del espíritu humano, aunque sea del propio,
sabrá que todos nos consideramos especiales. Tenemos cosas muy buenas
que otros no ven. Algunas de el as, ni nosotros; pero están ahí y no hay
nada tan maravil oso como que alguien nos las descubra y nos las
explique.

El hombre, hasta el hombre decente, ha usado este método con resultados


notables desde que el mundo es mundo. Es lento; es pesado, porque a
veces uno no encuentra el halago necesario después de haber inventado
doscientos o trescientos en una semana. Pero es seguro. Es el más seguro.

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Porque las mujeres, como los hombres, necesitan ser distintas por más que
el mundo del

consumo nos uniforme a todos. El halagador profesional restablece en el


as la confianza; las separa de la depresión, que es una dolencia muy
femenina, y las obliga a vivir recordando a todas horas lo perfectas que
son.

La que recibe el tratamiento, mientras dura, vive en el séptimo cielo.


Algunas, anestesiadas por la palabrería, l egan a besar su imagen en el
espejo. Otras se dedican poemas. Las más, aumentan sus gastos de
cosmética.

Además, halagar está al alcance de todos.

Basta con un mínimo de inteligencia para ponerse en marcha con un


piropo. Los expertos son ya otra cosa, porque hace falta una férrea
voluntad para empalmar halagos durante dos horas, haciendo la vista
gorda con los defectos evidentes y, más aún, ocultando el desprecio que
todo espíritu selecto siente por quien ama que le regalen los oídos.

Lógicamente, hay límites para el halago: no se puede hablar de cabellos de


oro a una morena, aunque a lo mejor el a contesta que de niña sí era
rubianca. No se puede ponderar un tal e cuando no hay tal e, sino barriga.
Pero, en general, todo cuela, como se ha dicho en otra lección: ojos como
lagos; manos como brisa; aliento como perfume; pechos como rosales;
hombros como lunas.

Coja el aprendiz algunos libros de versos y exagere cuanto le venga en


gana. Eso mismo de los hombros como lunas, ¿a ver qué diablos significa?
Sin embargo, pruebe y ya verá como la interesada lo toma en
consideración.

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Sólo hay que tener en cuenta un detal e: la víctima agradece más el halago
a su físico que a su espíritu, quizá porque el espíritu es invisible.

Sólo de tanto en tanto, y para desconcertar, conviene admirarse de su


agudísima inteligencia.

Pero a toda esta sencil ez, algunos expertos sinvergüenzas oponen


consideraciones de orden moral. ¿Dónde está el desafío? -dicen- ¿Qué
mérito hay en cazar con red? ¿Dónde se nota el arte y el talento si hasta el
más apocado, a base de insistencia, puede triunfar? Por otro lado, es un
método que causa muchas víctimas entre sus usuarios si estos cometen el
error de casarse: en una pareja, por obligación, una de las dos piezas es la
que manda mientras que la otra es la que se aguanta. Si la mujer ha sido
halagada en exceso y uno hace la tontería de casarse o arrejuntarse con el
a, está claro quién detentará el poder.

Por eso los renovadores del arte tratan de encontrar nuevas formas de
halago y hasta de halagar sin que se note. Hay quien lo hace en silencio,
con los labios cerrados al tráfico de mentiras, sólo para demostrar que el
halago puede elevarse a cimas insospechadas.

Jaime consiguió una verdadera proeza sin apenas abrir el pico, sin
pronunciar siquiera la palabra guapa. Había una mujer en su trabajo:
joven, guapa y sensata, además de religiosa, conservadora y apolítica.

Pero

aquel

prodigio

de

sensatez

conservadurismo

estaba

irremediablemente

enamorada de un bohemio. El tipo aparecía y desaparecía; arrastraba a


Pilar a algún antro extraño frecuentado por barbudos, pintores y
guitarristas y le hacía beber tintorro en lugar de EJEMPLAR GRATUITO.
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algo más selecto.

Luego le daba plantones. Otras veces la enviaba a la porra o le confesaba


estar encaprichado con otra. Era un irresponsable y, como tantos de su
especie, conseguía despertar los mejores y los peores instintos de las
mujeres.

Cuanto peor trataba a Pilar, más le quería ésta, y eso que sufría
profundamente a causa de aquel as desafortunadas relaciones.

Jaime, a sabiendas del riesgo, se convirtió en mudo paño de lágrimas. Y


decimos riesgo porque los hombres que se dedican a consolar a las novias
de otros tienen un mal porvenir si de verdad son unas buenas personas. Si
obran con doblez, como Jaime, la cosa cambia.

El sinvergüenza acompañaba a Pilar a la cafetería. En silencio, escuchaba


todos los lamentos de el a y ponía la cara más paternal que estaba a su
alcance, además de pagar religiosamente los cafés con leche.

Poco a poco su gesto de atención fue convirtiéndose en una calculada


mirada de devoción personal. Cualquier chica mayor de catorce años podía
escuchar su mirada y traducirla con los ojos cerrados: Qué maravil osa
eres. -

decía- Qué mujer única y entera. Besaría la tierra que pisas si fuera tierra
en lugar de moqueta.

Algunos perros, al mirar así a sus amos, se han ganado el título de mejor
amigo del hombre.

Como todos los que cazan a la Gandola, Jaime no tenía prisa. Disfrutaba
de cada momento con la delectación del vicioso del ajedrez que prepara
una jugarreta al adversario. También disfrutaba EJEMPLAR GRATUITO.
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fingiéndose un hombre estable, comprensivo y de confianza.

Un día, por las ojeras y los movimientos bruscos de Pilar, comprendió que
había sucedido una de las habituales rupturas con el bohemio.

Fueron juntos a la cafetería y al í el a destapó sus dolores y los puso,


ordenadamente, sobre la mesa.
Jaime era un virtuoso. Otro cualquiera hubiera jugado a lo seguro y, con
palabras claras, hubiera expresado sus tiernos sentimientos. El, no. El
lanzó la mejor de sus miradas perrunas; se mordió la punta de la lengua
hasta que se le humedecieron los ojos y, apasionadamente, alargó las
manos hasta las de el a.

Pilar aceptó la muestra de comprensión. Pero no era sólo comprensión, se


dijo. Estaba segura de que Jaime la adoraba y comprendió que su vida sin
él, sin los desahogos con él, sería mucho más triste. Le gustaba darle pena,
así que exageró su dolor a ver qué sucedía.

El, delicado, le pasó una mano por debajo de los ojos, como comprobando
que no había lágrimas.

-Tú me entiendes, ¿verdad? -preguntó Pilar Siempre en silencio, apretó sus


manos con fuerza y el a le devolvió la presión. Así estuvieron varios
minutos, hasta que se les quedaron los dedos amoratados.

Pilar creyó comprender que podía hacer con aquel hombre lo que le diera
la gana y decidió que sería un buen cambio en su vida el dejarse adorar
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por él a sus anchas.

-Eres una buena persona.

Sí, sí, se dijo Jaime en silencio mientras fingía el aspecto de un hombre


herido por una luz cegadora.: la emoción del fiel admirador que recibe de l
eno una muestra de agradecimiento.

Miró más fijamente aún a los ojos de la mujer y pronunció una sola
palabra, completamente fuera de contexto:

-Yo...

Ella, agradecida por aquel yo que podía significar cualquier cosa, le besó
la mejil a e insistió:

-La mejor persona.


Jaime enrojeció. Simplemente contuvo el aliento hasta casi ahogarse y no
volvió a permitir ninguna corriente de aire hasta que estuvo púrpura y con
los ojos l enos de lágrimas.

-¿Qué te pasa, Jaime? -dijo Pilar, que sólo buscaba una confirmación.

-Yo... -repitió él, apretando fuertemente la mano femenina que tenía más
cerca.

-¡Ay!

Jaime, ante el grito de dolor, parece ser que no pudo contenerse y la abrazó
a la velocidad del rayo, inquieto por su salud.

-Pilar. -dijo, siempre parco.

Pilar ya tenía los ojos cerrados y adelantaba los labios en busca del beso.
Lo obtuvo sin EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

ninguna dificultad y, por el momento, quedó curada de sus males de amor.

Seducir a la Gandola admite miles de variantes, no en vano es el método


más empleado tanto por los sinvergüenzas como por los decentes, e
incluso por las señoras que, cuando quieren, saben decir una palabra
amable de los músculos o de la inteligencia del hombre al que acechan.

Si se da esa circunstancia, si el hombre que halaga es halagado a su vez, se


puede abandonar todo temor y usar los métodos directos explicados en
otras lecciones.

Cuando Eduardo Libre pasó por su etapa literaria, se las ingenió para liar a
un editor de periódicos y se estuvo medio año publicando un cuento
semanal: no siempre era el mismo. Los cuentos hicieron que aumentara su
colección de anónimos amenazadores, pero también le valieron momentos
de alegría.

Cuando se retiraba del kiosco donde compraba la prensa, una muchacha


jovencísima le tocó el brazo:
-¿Es usted Eduardo Libre?

Como la muchacha estaba sola y no parecía l evar objetos contundentes,


Eduardo se dio a conocer sin ambages. Era él en persona.

-Perdone, pero quería decirle que escribe usted muy bien. Sus cuentos son
geniales.

Sus cuentos no los leían ni sus amigos más íntimos ni sus familiares en
primer grado, no en vano le conocían. Quizá por eso Eduardo no había
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sentido placer más intenso desde que quemó sus

libros de griego y juró olvidarse de los verbos polirrizos.

No se le ocultaba que la muchacha, ni guapa ni fea, con aire intelectual a


causa de las gafas, podía ser una cretina o estar estropeada por continuas
lecturas de Corín Tel ado. Pero enséñenme a un escritor amateur que no
crea que su prosa es genial y yo les enseñar a un falsario.

-Los leo todos. -añadió la chica, que debía tener un aguante sobrehumano.-
¿Por qué siempre escribe hacera con hache?

-Para jorobar al corrector, que es tonto. -dijo él con toda sinceridad.-


Pocos saben que las haceras pueden ponerse la hache cuando les da la
gana.

Lo dice el diccionario.

Eduardo Libre estaba encantado. Nadie, hasta la fecha, había notado aquel
o de las haceras ni su predilección por los predicados verbales.

-¿Quieres tomarte algo conmigo?

-No sé si...

Pero claro que lo sabía, y cinco minutos después estaban en un pub que
ahorraba en puntos de luz. Un ambiente silencioso que invitaba a la
reflexión y a la confidencia. La muchacha le miró las manos una y otra vez
hasta que estuvo segura de que él lo había notado:

-Las manos son lo primero en que me fijo. -dijo entonces.- Por las manos
se pueden saber muchas cosas.

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Eduardo había dicho frases así a muchas lelas y, por un momento, sintió un
vahído: le estaban cazando a la Gandola ante sus propias barbas.

¡Una mocosa de diecisiete o de dieciocho años!

Pero, como nunca se lo habían hecho de un modo tan descarado, decidió


seguir en espera de conseguir buenas observaciones literarias.

-Las ratas también tienen manos. -dijo, aportando un nuevo punto de vista.

Ella se rio, demostrando que entendía el humor sarcástico que estaba


haciendo famoso a Eduardo entre los lectores de las páginas literarias de
los periódicos.

-Los dedos largos suelen significar un espíritu sutil.

Eduardo, que no creía en los espíritus en plural, creía mucho menos en el


espíritu en singular, si era el suyo. De todas formas, no opuso reparos:
tenía los dedos largos y al á cada cual si había alguien capaz de creer que
se los había estirado su elevado espíritu.

-Hay manos -añadió la chica- muy groseras.

Tiemblo sólo de pensar que me pueden tocar con el as.

-A ver las tuyas. -ordenó él, obligado a devolver algún cumplido.

Eran gordezuelas, con las uñas cortas y con algún enrojecimiento. No eran
manos de fregona, pero tampoco de artista.

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-Tú eres una mujer muy realista. -dijo al buen tuntún. Como buen
sinvergüenza sabía que todo

cuela y que hasta las más brumosas se tenían por agudas observadoras de
la realidad.

Luego dejó de prestar atención a lo que decía la muchacha y se enfrascó en


un despiadado análisis de la situación, que se reproduce para que el
aprendiz tome notas:

A).- Una chica desconocida le abordaba,

B).- para halagarle descaradamente

C).- y se dejaba l evar a un pub oscuro

D).- donde emitía tonterías sobre sus manos.

Si esto, en lugar de sucederme a mí, viera que le estaba pasando a otro,


¿qué conclusión sacaría? Miró a la interesada, que murmuraba algo a cerca
de la literatura francesa

No puede ser tan tonta como para que todo sea una casualidad. decidió.

-Bien. -dijo. La abrazó y la besó. Los dientes de ambos chocaron con


fuerza, produciendo un ruido que hubiera desaprobado su dentista. Ella
puso enseguida la lengua, quizá para amortiguar los topetazos y él, como
el beso se prolongaba, se dedicó a hacer una serie de exploraciones
manuales para estimar la calidad de la mercancía.

Una hora después Eduardo Libre recordó algo muy grave:

-Por cierto, -dijo, arrancando los labios de los dientes de el a. ¿Cómo te l


amas?

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El sinvergüenza, aun el aficionado, debe saber que no fal ará nunca a la


Gandola. Es el método
ideal para las personas constantes y tenaces que no se dejan l evar por las
prisas. Uno, con toda frialdad, puede escoger su pieza: ésa. Si persevera, se
verá coronado por el éxito.

Lo malo es que se trata de un método algo aburrido, sin emoción, y sucede


a veces que, cuando uno triunfa, está completamente cansado de la mujer
en cuestión: nada revela tanto el carácter de alguien como pasarse un mes
regalándole los oídos. Siempre se acaba diciendo lo contrario de lo que se
piensa y esto provoca una auténtica saturación.

Es vergonzoso l amar artista a una pintamonas y, si hay oportunidad,


comparar su pintura a la de cualquier escuela italiana del Renacimiento.
Es angustioso

jurar

que

se

comparten

los

sentimientos de una sentimental y permitirle que nos diga frases como las
estrel as nos vigilan sonrientes o quizá nos conocimos al principio del
tiempo, en otra vida.

Provoca múltiples dolores morales l amar modesta a la vanidosa y


espiritual a la materialista.

Rompe el corazón jurar que a uno le gustan las mujeres liberadas o, si no


hay testigos, dejarse contar una receta de cocina. Pero eso es lo exigido
por el método y hay que pechar con el o.

La Regla de Oro es decir lo contrario de lo que se ve: no falla. A la joven,


que parece mayor; a la granadita, que joven; a la nebulosa, que lista; a la
torpe, que hábil; a la fea, que guapa; a la necia, que sensata.
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La mejor innovación, completamente contraria a las normas, se la vi a


Pablo, en el momento de

cruzarnos con una chica monísima a la puerta de una discoteca:

-Fea.

-Marica.

Cualquiera, ante este principio, hubiera dejado correr las cosas, pero no
Pablo. Dio vueltas hasta que nos volvimos a cruzar:

-Fea. -insistió.

-Marica.

Pablo sonreía muy tranquilo. Cuando la vio en la barra, se situó a su lado,


a la izquierda.

-Fea. -saludó.

-Marica.

-He ganado. -dijo Pablo, muy contento.-

Vengan las cinco mil.

Sus ojos no dejaban lugar a dudas: por tu padre, afloja esas cinco mil y cal
a. Pagué, pero dispuesto a no olvidar aquel hermoso bil ete.

La mujercita, aunque despechada, prestaba atención con el rabil o del ojo.

-Quedamos -le explicó Pablo- en ver si sería capaz de l amar fea a la chica
más guapa que viéramos. El creía que tú, tan radiante, me partirías la cara.

-Sí. -dije para ayudar.


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-Pero, no. -remató Pablo.- Por cierto: muy buena tu respuesta. ¡Marica!

Los dos se echaron a reír, muy divertidos.

-¿Qué tomas? -preguntó mi amigo, agitando el pobre billete.- Lo menos


que podemos hacer es gastarnos su dinero. Que se jorobe.

Se lo empezaron a gastar ante mis heladas barbas. En cuanto se cambia un


bil ete de cinco mil uno puede despedirse de él.

-¡Pero qué fea eres! -insistió Pablo ante el regocijo femenino.- ¿Te digo
una cosa? Estaba seguro de que una chica tan guapa no se lo tomaría en
serio. Porque además tienes cara de ser muy lista.

-¡Bah! -dijo el a, quitándose importancia.

-¿Por qué pensaste que te l amaba fea?

-Pensé que estabas borracho.

-Seguro que no pensaste eso.

-Bueno: que querías provocarme.

-Oyes: ¡Que la quería provocar!

-Sí, lo oigo. -suspiré, viendo como el camarero huía con el bil ete.

-¿Ves como eres lista? Te diste cuenta enseguida.

Y así siguieron, dale que te pego, riéndose las gracias. Cuando pusieron un
descanso a música lenta, les vi salir a la pista y abrazarse como dos
adolescentes. Un momento antes de irme oí como EJEMPLAR
GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

Pablo volvía a las andadas:


-Frígida.

-Impotente.

-¡Qué bien mentimos! -exclamó él, encantado.

Y el a, la muy inocente, se moría de risa, incapaz de sospechar que le


estaban dando un tratamiento a la Gandola.

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Capítulo 10

LECCIÓN OCTAVA: MÉTODOS EXTRAÑOS

10.1 EL MÉTODO FELIPE

Mi amigo Felipe, a quien en tiempos mejores enseñó desinteresadamente a


morder orejas, me dejó asombrado con su método de indiscutible éxito.

Estaba yo tomando un café, escondido tras una columna del bar mientras
aprovechaba para pensar las cosas que los sinvergüenzas piensan cuando
descansan. Vi como una sombra furtiva avanzaba hacia una muchacha
solitaria y rubia que contemplaba con ojos hipnotizados los restos de su
cocacola.

La sombra era Felipe, que había elegido víctima y se le aproximaba


planeando como un buitre. Yo había dedicado un par de pensamientos a la
chica, pero su aire aburrido me había l evado a la conclusión de que
esperaba a alguien.

Aquel a circunstancia no arredró a Felipe sin embargo: se sentó a su lado,


pidió de beber y, sin previo aviso, comunicó a la moza:

-My name is Arthur Robsy

Me sorprendí. En tanto el Eterno Retorno de Nietzsche no se pusiera en


funcionamiento, el único Arturo Robsy de aquel a parte del planeta era yo
y en modo alguno Felipe contaba con autorización para usurpar mi
personalidad.

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No obstante, no prorrumpí en rugidos ni l amé a un guardia. Preferí


observar cómo Felipe

maniobraba a su gusto. Y no lo hacía mal: mi nombre parecía haberle


abierto todas las puertas, de manera que, cinco minutos después, la chica y
él se levantaron dispuestos a salir a correr aventuras.

Me dejé ver, con una sarcástica sonrisa puesta al efecto. Felipe, impasible,
me saludó:

-Hola, Felipe. -me dijo. Y partieron.

-Te habrá extrañado, ¿verdad? -me preguntó al día siguiente.

No era la primera ni la décima vez que usurpaba mi personalidad. Se debía


a una cuestión de índole psicológica: él, sencil amente, no era capaz de
ejercer de sinvergüenza l amándose Felipe.

-¿Has probado con Phil ipe?

Era igual de malo. Lo importante estribaba en adoptar, íntegra, otra


personalidad y representarla hasta el final. Así, si recibía un no o un
cachete, no sufría su vanidad.

-Usando tu nombre me desinhibo.

Por algún misterio de su turbia naturaleza, se volvía simpático, osado e


inasequible al desaliento, características imprescindibles del buen
sinvergüenza. Las cosas eran como si le sucedieran a otro y Felipe, al
actuar, adoptaba la actitud del espectador impasible.

Conclusión: éxito arrol ador.

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Pareció recordar algo relacionado con la moral o, quizá, con la ética:

-Oye: ¿no te molestará?

Dije que no, pero no era sincero: a mí jamás mi propio nombre me abrió
tantas puertas femeninas.

Es más: sigo sin explicarme cómo basta con pronunciarlo para que
sobrevenga el éxito.

Son misterios de la Madre Naturaleza. Cuando Felipe se acerca a una


extranjerita y le musita:

-My name is Felipe Gómez, no sucede nada.

Todo lo más recibe un hel o frío y distante.

Exactamente igual que cuando yo digo mi verdadero nombre.

10.2 EL MÉTODO ONÍRICO

El Copyright de este sistema le pertenece a una mujer, pero todo indica


que puede funcionar a la inversa con sólo darle la vuelta al flujo de
electrones

tener

alguna

precaución

suplementaria, porque el hombre es más sensible que la mujer a según qué


perturbaciones del orden cósmico.

Carlos Pérez, licenciado en paro, daba clases de física en tanto le l egaba


la vez de los dos mil puestos de trabajo diarios. Una alumna mayor, que
hacía el bachil erato nocturno desde mucho tiempo atrás y que hasta
entonces había tenido un comportamiento impecable, un día le comunicó
que había soñado con él.

Sorprendido y preguntándose qué tendría que ver el sueño con la ley de


Gay Lusac, siguió adelante con la lección sin temer lo peor. No
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obstante, la curiosidad le venció al concluir la clase, cuando la chica fue la


última en disponerse a salir:

-¿Estaba favorecido en tu sueño?

-No lo sé Los sueños son muy raros.

Y se lo contó: el a andaba por un camino ancho y recto y veía una sombra


que la asustaba.

Al mirarle la cara, de repente, la sombra había sido su profesor.

-Por cierto: l evabas una espada en la mano y una serpiente asomaba de tu


bolsil o.

Lo dijo así, con la mayor inocencia, y se fue.

Carlos había leído a Freud pero, aún así, cogió los tomos de la
Interpretación de los sueños: la sombra bien podía ser el deseo: por eso le
angustiaba. Con lo que no cabían dudas era con la espada y con la
serpiente: símbolos fálicos universales.

-Esta pobre chica no sabe lo que me está contando. -se dijo Carlos.
Prácticamente me ha explicado que se siente atraída por mí.

Dos días después la alumna había vuelto a soñar: estaba desnuda en una
gran soledad y buscaba afanosamente algo que ponerse, aunque fuera un
hoja de parra. Busca que te busca, pasaba por una especie de bosque de
paraguas clavados en la tierra. La tierra, por cierto, olía a Varón Dandy. En
el centro de aquel bosque estaba el profesor, vestido con una capa y un
casco con pincho, como los que usaban el Kaiser y el rey Alfonso XIII.
El - en el sueño, claro- no parecía notar que EJEMPLAR GRATUITO.
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el a -también en el sueño- estuviera desnuda. Al contrario: había


aprovechado para decirle una

frase

críptica

que,

aun

despierta,

la

desconcertaba: los neutrones son redondos, pero los electrones son


puntiagudos.

Ella le había hecho notar su desnudez y él, siempre en el sueño, le había


regalado un paraguas para que se cubriera.

-¿Qué significará?

Carlos juró que lo ignoraba, pero se quedó pensativo a solas. Cualquier


estudioso de Freud leía en el sueño como en un libro abierto: la desnudez,
los paraguas-falo, los electrones puntiagudos, no dejaban espacio para el
error, lo mismo que la tierra perfumada, la mujer misma, en la que se
clavaban todos esos cacharros.

La chica estaba loca por él y, aunque no lo confesara, tenía unos sueños la


mar de excitantes que, además, obligaban a Carlos a moderar su vanidad y
a mirar de otro modo a su alumna: con más simpatía y tolerancia.

Hubo muchos más, cada uno más claro que el anterior. El último, sin
símbolos ya, pareció costarle un poco más a la muchacha: él la había
cogido entre sus brazos y la había desflorado.
-¡Atiza! -dijo Carlos, sintiéndose culpable aunque no considerara posible
que el a estuviera sin pasar por ese trámite.

No lo estaba, como explicó tranquilamente, pero los sueños siempre son


raros. Mientras le daba los detal es, le miraba profundamente y, a veces,
exhalaba suspiros capaces de pasar de un EJEMPLAR GRATUITO.
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golpe tres o cuatro páginas de un libro.

Pero Carlos no se decidía. El infeliz seguía creyendo en la inocencia de la


mujer, que le contaba aquel as cosas escabrosas sencil amente porque
confiaba en él.

-¿Tú has leído a Freud?

-¿A quién?

Carlos creyó tener una idea: le prestaría la Interpretación de los sueños y,


con que el a tuviera la inteligencia de un gril o, comprendería la razón de
sus sueños. Como decía el maestro de Viena, una vez supiera por qué le
pasaban, estaría a punto de curarse. A primera vista, era un plan sin
fisuras, así que le entregó los dos volúmenes.

-No sé ni cómo mirarte. -dijo el a al final de la siguiente clase. He leído


los libros y és, más o menos, lo que significa todo lo que te he estado
contando.

-No tiene importancia. -murmuró Carlos, todo un cabal ero.

-Eran cochinadas.

-Tanto como cochinadas....

-¿Crees que no?

Carlos fingió pensarlo con todo su cerebro entrenado en las


complicaciones de la física moderna:
-Definitivamente, no.

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-Lo peor es que he vuelto a soñar. Pero no sé si...

-Adelante, adelante.

-Yo te devolvía los libros y, al cogerlos tú, se me caía toda la ropa.

-Está claro el significado, ¿verdad?

-Ya lo creo. No sé si seguir.

-¿Por qué no?

-Entonces tú me cogías en brazos.

Carlos midió sus fuerzas y estimó, a ojo, el peso aproximado de su


alumna. Empezaba a sospechar que no había tanta inocencia en ella, pero,
a causa del tratamiento, él también había tenido cuatro o cinco sueños.

La levantó sin excesiva dificultad:

-¿Así?

-Así.

-¿Y luego?

-Tú hacías lo que querías.

Bueno: en realidad Carlos sólo hizo lo que el a había dispuesto desde el


principio. Hay que decir, en su disculpa, que Carlos Pérez no era un
sinvergüenza sino un licenciado en paro. Un buen sinvergüenza hubiera
sospechado en el acto de cualquier mujer que pretendiera contarle sueños
llenos de espadas, serpientes y paraguas.
El Método Onírico, sin embargo, pueden usarlo EJEMPLAR GRATUITO.
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perfectamente los varones, incluso poniendo serpientes. Por ejemplo:

-Y al verte, mi brazo se convertía en una serpiente

Lo que tiene que añadir es poca cosa: unos cuantos símbolos femeninos
como la luna, el agua o, mejor, un lago. Los túneles y una cierta
propensión a entrar en el os con la espada en la mano.

Si la chica no es tonta, que casi ninguna lo es en este campo, entenderá.


Luego, sin poderlo evitar, soñará a su vez, víctima de su imaginación y del
halago que supone que un tipo se pase las noches pensando en el a. El
sinvergüenza, después de diez sesiones, puede mirar de frente a su
víctima:

-He leído a Freud y ya sé lo que significan todos esos sueños.

-¿Sí? -dirá ella, conociendo de sobra el desenlace.

Si el sí es lánguido o ronco, a la carga: obras son amores. Si el sí es frío, a


calentarlo con dos o tres sesiones más. El método, muy sofisticado, no
tiene por qué fal ar.

10.3 EL MÉTODO DE LAS ESQUELAS.

Los años también pasan para el sinvergüenza y l ega un momento en que, a


su pesar, comprende que y no está para discotecas ni para bares de
estudiantes. Es un momento crítico, semejante a la crisis de los cuarenta,
pero mucho más intenso.

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Una vida dedicada al arte -se dice el sinvergüenza en tales circunstancias-


y ya no lo

puedo practicar sin hacer el ridículo o desencadenar


sonrisas

de

compasión.

Normalmente, cuando un sinvergüenza reflexiona así, l eva varios años


haciendo el ridículo y desencadenando sonrisas de compasión.

Pero este dolor de corazón tiene la virtud de despertar en muchos las


dormidas facultades intelectuales, permitiendo así que la universal técnica
del conquistador avance un poco más, rumbo al tercer milenio.

Esto le sucedió a Juan Pons que, a los cincuenta y ocho años, y tras
descubrir que ya no tenía treinta, tuvo una dramática conversación con su
espejo. El espejo sostenía que se le había quedado cara de señor venerable
y que aquel a su sonrisa golfa y provocadora había sido borrada por el
vendaval del tiempo. Decía la verdad.

Acongojado y pensando en la muerte, se puso a leer las esquelas del ABC


en busca de consuelo: él, al menos, seguía vivo. Su subconsciente, que era
tenaz, no se había rendido, de modo que reparó en una minúscula
información:

Rogad a Dios en caridad por el alma de don Fulano de Tal, ingeniero, que
murió a los cuarenta y tres años, habiendo recibido los auxilios
espirituales, víctima de una penosa enfermedad.

Su viuda, Esperanza, y sus dos hijos...

-¡Ajá! -dijo el subconsciente, que era un vil ano, como todos los de su
especie.- La viuda de un hombre de cuarenta y tres no puede tener más
años. Quizá muchos menos. Además, si ha sido EJEMPLAR GRATUITO.
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una penosa enfermedad, es decir larga, esa mujer está en ayunas desde
hace tiempo.
Se vistió de oscuro y acudió al funeral, donde comprobó que la viuda era
joven y estaba desorientada. Pronto, como todas las viudas, florecería y
necesitaría algo más que las ropas negras.

-Pobre Fulano. -dijo, estrechándole la mano.-

Con lo que le apreciaba.

Ella, agradecida, se lo creyó.

-¿No te habló de Juan nunca?

-Sí, creo que sí, pero ahora..

-Comprendo, comprendo. No te preocupes por nada.

Al día siguiente fue al piso de la viuda. Ayudó en esos mil problemas que
causan los desconsiderados que se mueren. Fulano, el muy bruto, no había
hecho testamento: tenía cuarenta y tres años y todo el mundo le decía que
era un catarrito mal curado. Se fue de este mundo convencido de que no le
pasaba nada.

Juan supo ser muy hábil, muy indispensable: un consuelo, un soporte, un


alma buena con un rostro venerable y noble. Si la viuda, en algún
momento, se preguntó por qué su marido jamás le había llevado a casa
siendo tan amigos, dejó de preguntárselo al segundo día.

-Hay que vivir. -animaba él.- Eres muy joven y muy guapa. ¡Ay, este
Fulanito! ¡Qué suerte tuvo!

-¿Por qué?

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-Mírame: yo vivo, pero solo. Soltero, sin cariño.

Si me muriera, ¿quién me l oraría? ¿Qué dejaría tras de mí?


Ella, en esos momentos de debilidad, le consolaba tiernamente. En
ocasiones, le cogía la mano para infundirle valor.

Más adelante, Juan movió de nuevo las piezas y, triste, amenazó con no
volver por aquel a casa.

La viuda, Esperanza, tenía que comprender que tanta asiduidad debía estar
dando qué hablar entre el vecindario.

-¿Cómo? -Por primera vez miró a Juan y vio a un hombre. Un hombre


mayor, seguro,

comprensivo y elegante. Una especie de padre al que, de una forma difusa,


quería.- ¡Qué tontería!

¿Quién va a pensar que tú, que nosotros...?

-Muchos. -dijo Juan, haciéndose propaganda.-

Eres una viuda joven y hermosa, en la flor de la vida. Tierna, cariñosa,


sola...

Los malos pensamientos, ausentes hasta entonces, se insertaron en la


mente de la mujer.

Imaginativa silenciosa, como tantas, permitió que aquel a idea germinara


y diera frutos. Germinaba más de noche, cuando se metía en aquel a cama
enorme y vacía, donde únicamente la soledad podía abrazarla.

Juan, con muchos años de profesión, leía cada una de estas cosas como si
la viuda las l evara escritas en la cara con letras luminosas. De paso, sus
inocentes quejas sobre la propia soledad, no EJEMPLAR GRATUITO.
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hacían más que recordar la suya a la mujer.

Un día, siguiendo su afilado instinto, le cogió las manos y suspiró. Sólo


eso. Cualquier palabra podía ser una barrera o sonar a sacrilegio tras la
muerte del marido. Juan sólo apretó y soltó vapor por la boca, pero el a lo
entendió mejor que si hubiera pronunciado un discurso de veinte folios..

Y pensó en ello, preguntándose si él, que la amaba, se atrevería a más.


Para comprobarlo, hizo una sencil a comedia muy femenina: volvió a
mostrarse apesadumbrada, vencida por la pena.

Juan, rápido y preciso, le cogió las manos como el día anterior.

-¿Qué te sucede? Ea, ea.

-No sé, no sé

La abrazó y le propinó golpecitos en la espalda, para consolarla. No


parecieron surtir efecto: la viuda se acurrucó entre los brazos de Juan y
siguió triste y silenciosa, para ver si el hombre tenía algún otro recurso. Lo
tenía: un beso suave y largo, pero en modo alguno paternal.

Juan notó que la viuda estaba sorprendida de sí misma por haber llegado
tan lejos, así que se anticipó:

-¡Dios mío! -dijo, pero sin separarse ni un milímetro.

-¿Qué te pasa? -preguntó el a, que era la que había estado a punto de


exclamar ese Dios mío.

-Perdona. -murmuró Juan, bien cogido a la mujer.- No sé qué me ha


pasado.

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-No hay nada que perdonar.

Con la conciencia tranquilizada, él siguió, manifestando, de tanto en tanto,


la vergüenza que le producía controlar tan mal sus instintos.

Desde entonces Juan Pons es un fervoroso lector de esquelas, de las que


saca grandes satisfacciones. Parece ser que sus éxitos están en un
porcentaje de ocho a dos, lo cual es una verdadera proeza. Y, por otro lado,
duerme con la satisfacción de prodigar consuelo y compañía a las más
necesitadas.

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Capítulo 11

LECCIÓN NOVENA: UN POCO DE

SERIEDAD

Desde Freud, el mundo ha dado un vuelco: el hombre se pasó milenios


pensando que el sexo estaba donde los ojos y los manuales de anatomía
indicaban y, de repente, resultó que estaba en la cabeza. Como diría la
ciencia hermética, lo de abajo estaba arriba y eso exigía, para ser verdad,
que lo de arriba estuviera abajo y la buena gente se acostumbrara a pensar
con el sexo.

Y se acostumbró.

Aun el más enemigo de los libros habrá leído cientos de el os, desde 1930,
todos dedicados a insistir en que el sexo es el motor de la vida, de la
historia, del comportamiento. Eros y Thánatos, impulso genésico y
thanático y un montón de cosas por el estilo. De manera que el sexo,
despojado de misterio, se ve reducido al coito y, quien no coita tanto como
quiere, acaba en manos de los psicoanalistas, convencido de ser un
fracasado.

Hace apenas treinta años, el hombre que había tenido tres aventuras no de
pago- se sentía excepcional: pensaba cosas grandes de sí mismo y
afrontaba la vida con optimismo al grito de que me quiten lo bailado.

Hoy, en cambio, muchos con cincuenta o más muescas, se sienten


frustrados, insatisfechos y poco atractivos. La culpa la tienen el señor
Freud y EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

sus secuaces, que intelectualizaron el sexo, subiéndolo a la cabeza desde


su lugar de origen.
Los sinvergüenzas han sufrido mucho por esta causa. Hasta Don Juan,
desde su Olimpo, se ha oído l amar afeminado. Pero eso no es nada:
mucho peor ha sido la sexualización, por así decir, de lo cotidiano. Botel
as con forma de mujer; tarros de champú o de gel de baño con apariencia
fálica; pechos al aire en todos los anuncios; coitos a la brava en todas las
películas...

¿Y quién se emociona con lo cotidiano?

¿Quién se deslumbra contemplando, por ejemplo, una nariz, que es cosa


habitual? ¿Quién vibra y enrojece viendo un codo? Los hombres -salvo los
muy fuertes- se están acostumbrando a la mujer en todo su esplendor.
Resultado: la insatisfacción.

No hay misterio.

Encima, el hombre que, inasequible al desaliento, sigue tratando de


sinvergonzonear como en los viejos tiempos, es atacado por la sociedad.
Cientos de sacerdotisas secas y avinagradas le l aman machista y le afean
el hecho de tratar a las mujeres como a mujeres en lugar de como a
compañeros. ¿Dónde vamos a ir a parar si el síndrome de Freud sigue
avanzando y ocupando un lugar en la mente de los publicitarios?

Si se quita la palabrería psicológica a todo este asunto, hoy, como ayer, lo


normal es que las señoras gusten a los hombres y viceversa.

Bastante se complican la vida los unos a las otras durante el galanteo


como para añadir a los problemas toda esa basura psicológica y pseudo
médica que hace que todas las fuerzas se vayan por la boca.

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He recibido muchas quejas de verdaderos y sanos sinvergüenzas que


sufren a causa de la vulgaridad de algunas jovencitas:

-¿Crees que está bien esto? Le hablaba de sus ojos en relación con su
previsible pasión, sólo una hora después de conocernos, y se puso a
explicarme que la píldora la engordaba.
-En el coche, tan pronto como le pasé el brazo por los hombros, empezó a
hablar de que tenía una vagina no sé cuántos: que se le acalambraba.

Los tiempos de la sana cacería parecen haberse quedado atrás. Freud, la


represión antirrepresiva y el sexo en la cabeza son los enemigos naturales
del sinvergüenza porque, por lo visto, hay que tener una buena razón
freudiana para sinvergonzonear. En cuanto te descuidas, alguien te dice
que te gustan las señoras porque tu madre no te quiso lo suficiente de niño
o por todo lo contrario: porque te quería demasiado. O, lo que es peor,
porque estás sublimando tendencias homosexuales que, por otro lado,
están latentes en todos.

¡¡Habrase visto!

A propósito de esto, me encontré con mi amigo Eduardo Libre en un bar.


Tenía la nariz profundamente encajada en un vaso y, aunque incómodo,
parecía meditar con toda la fuerza de su consentida cabeza.

Había sometido a una mujer por el método de a la Gandola, ejecutando,


uno tras otro, todos los EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

pasos de una manera bril ante y magistral. La había convencido de ser, por
lo menos, una diosa, una criatura privilegiada y única sobre la tierra.

Según Eduardo, hubo un momento en que fue como cera entre sus dedos, a
punto de l orar de felicidad al comprender que era una muchacha
excepcional que cualquier día podía ser nombrada reina de unos juegos
florales y académica de la lengua a la vez.

Agradecidísima por haberle ayudado a realizar tales descubrimientos,


decidió hacer lo que todas en esas circunstancias y entregársele. Las cosas
iban bien y las ropas, en orden, iban cayendo de sus lugares entre suspiros
y arrul os gatunos. De repente, aquel espíritu cándido, antes de cualquier
consumación, decidió sincerarse:

-Soy frígida. -dijo en un susurro.


-Bueno. -respondió Eduardo en otro, pues no estaba para reparar en
minucias.

-Voy a un médico, a un sexólogo. -siguió el a, bloqueando un avance por el


flanco.

-¡Ah! -suspiró Eduardo, alarmado ante la posibilidad de una tertulia, y


atacó por el flanco contrario en silencio.

-Tengo una ficha de diez páginas.

-¡Cuántas! -exclamó él, atacando por el centro.

-El médico me dice que tengo que conocer mejor mi cuerpo y mi espíritu.

Según Eduardo, el espíritu de aquel a tonta se abarcaba de un vistazo y,


con sólo apelmazarlo un poco, cabría en una caja de ceril as.

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-Debo de haber tenido, de pequeña, un trauma que no recuerdo.

En fin: según Eduardo, las explicaciones se alargaron lo suficiente como


para que se disipara el instante mágico. El, de amante en ciernes, tuvo que
pasar a asesor sexual, cuya misión en esta vida era despertar las debidas
sensaciones, ora aquí, ora allá.

-¡Es una vergüenza! -clamaba Eduardo cada vez que sacaba la nariz de su
vaso.- ¡No sé adónde vamos a l egar! ¿Sabes lo que extrajo de la mesil a?
Un libro. ¡Un asqueroso libro que le había dado su médico! Nuevas
Técnicas Sexuales. Y pretendía que lo leyéramos juntos, página a página,
antes de seguir adelante.

Me contó más misterios femeninos:

-Por lo visto es muy bueno para las frígidas echarse boca arriba, con las
piernas algo encogidas y separadas, y ponerse las manos un rato en la cara
interna de los muslos y otro rato en el vientre, para ir sintiendo su cuerpo,
por si le da la gana de despertar de una vez.
-Vergonzoso. -le confirmé.

-¡Ja! Lo vergonzoso es la descripción de todas las cabriolas que hay que


hacer para que el cuerpo despierte debidamente. La pobre mujer da tanta
importancia los sentidos que pierde el ídem.

Pidió algo de beber y lo echó al abismo, mascul ando una oscura


maldición dedicada al doctor Freud, que ya hemos citado varias veces.

-Y cuando, cansado, le propuse ¿y si probaras a dar grititos? A muchas les


va divinamente, me EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

miró como si se las viera con un pobre ignorante.

En efecto: la psicología barata, en libro o en médico sexólogo, en informe


Kingsey o en consultorio de revista, ha hecho mucho daño al sinvergüenza,
que es un hombre sano de cuerpo y de espíritu, libre de complejos, y sólo
un poco pecador respecto al sexto mandamiento. Una joya en bruto, tal y
como están las cosas hoy en día.

Hay un poco de todo en la viña del señor. Las que te dicen que el as arriba,
porque, si no, se sienten humil adas. Las que se obstinan en l evar a cabo
todo el trajín sin despojarse de la ropa íntima.

Las que l aman a gritos a su madre que, a veces, puede estar en la


habitación de al lado. Las que se relajan tanto que se quedan inertes
mientras el pobre y sufrido sinvergüenza se pregunta si las habrá matado
de amor. Las que no fuman ni antes ni después, sino durante y, bien
humoradas, te apoyan el cigarril o en salva sea la parte, las muy sádicas.

Y todo porque el sexo está ahora en la cabeza, empapando las neuronas y,


en esas condiciones, cualquier pensamiento normal es imposible. En
muchas ocasiones, la traída y l evada revolución sexual sólo consiste en un
montón de chicas atolondradas tratando de experimentar cosas leídas en
los consultorios de las revistas e iniciando conversaciones escabrosas
cuando más necesario es tener la boca cerrada.
Un amigo me contó un drama personal que puede ilustrar perfectamente
los peligros que corre el buen sinvergüenza si se deja l evar por la pasión y
no descubre a tiempo a las mujeres infectadas por la enfermedad de Freud.

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Este amigo había operado con éxito sobre una muchacha monísima que
estaba pasando las vacaciones de verano donde él. Un buen sinvergüenza
apúntese esta nueva regla de oro-debe terminar sus funciones cuando
despega el avión que se l eva a la mujer de turno. No debe ir más al á.

No obstante, la chica empezó a l amarle por teléfono. ¿Cómo estás? ¿Qué


haces? ¿Sabes que pienso mucho en ti? ¿Por qué no vienes a verme a casa?
¡Lo bien que lo pasaríamos! Cada tres o cuatro días las l amadas se veían
reforzadas por unas

hermosas

cartas

que

recordaban,

poéticamente, los momentos estelares que habían pasado juntos. Eran una
acabada muestra de sentimentalismo, pero tenían un cierto perverso
encanto que inducía a mi amigo a sentirse especial, querido y añorado.
Mal asunto.

Por fin, sus nervios de acero cedieron y, enterado de que la chica sólo
compartía el piso con un hermano artista, famoso por su manga ancha y su
adscripción liberal, emprendió el viaje.

Fue recibido con alegría, paseado por los alrededores, obsequiado con una
muy buena cena en compañía del hermano y, justo antes de que éste
desapareciera discretamente, la muchacha empezó a hacer de las suyas:

-¿Nos vamos a la cama?


Mi amigo vigiló atentamente las reacciones del hermano que, a su vez,
vigilaba las suyas. Era un chico silencioso que pintaba cuadros aceptables
y que estaba en el mundo sólo de oyente. Si tenía EJEMPLAR
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alguna opinión propia, al margen de la calidad de los colores, se la


guardaba para sí.

A los sinvergüenzas no siempre les gusta que sus circunstanciales cuñados


sean testigos de cuando se l evan a la cama a sus disipadas hermanas.

-¿Me has oído? -insistió el a.

El hermano, dispuesto a colaborar, les acompañó pasil o abajo. Su cuarto


estaba al lado del de su hermana y, con las dos puertas abiertas, se produjo
una interesante conversación familiar sobre arte. El hermano les hizo
entrar en su habitación para que el sinvergüenza admirara su última obra.
Luego se sintió repleto de buenos deseos:

-Que paséis buena noche. -dijo, sin ningún retintín.

A mi amigo, hasta entonces, le constaba que la chica era bastante decente


para los parámetros del final del milenio, pero, en el momento de cerrar la
puerta del dormitorio, empezaba a sospechar del aire de normalidad que se
desprendía de la actitud del hermano.

La noche, como era de esperar, fue buena.

Hubo algunos estal idos, un conato de griterío y cierto crujir del


mobiliario, pero nadie pareció molestarse con el o.

Bien temprano, mi amigo se levantó dispuesto a vivir en comunidad.


Pensaba hacer café y servírselo en la cama a su amada antes de que ésta se
pusiera en movimiento para acudir, a las nueve, a su trabajo.

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Hizo el café, no sin tropezarse con el artístico hermano que vagaba por los
pasillos con una
sonrisa triste metida en la boca. Puso todos los adminículos necesarios en
una bandeja y entró en el dormitorio. Eran las ocho.

Ella se despertó con dificultad, aceptó el café y se le quedó mirando con


una concentración tan de agradecer que el masculino corazón latió a pleno
rendimiento. Alargó una mano. Luego alargó la otra y, como aquel que
dice, escribieron el epílogo de la noche.

A las nueve menos cuarto mi amigo salió del dormitorio para tropezarse
con el hermano, que seguía vagando por los pasil os. La muchacha, una
vez satisfechos sus instintos, se había vuelto a dormir y no era posible
despertarla. Urgía el consejo de algún familiar directo.

-Seguramente no quiere ir a trabajar. -dijo el hermano, resignadamente.-


Me tocará ir a hablar con su jefe y a decirle que tiene gripe.

-¿En septiembre? ¿No podrías intentar

despertarla?

-Bueno. -suspiró él aceptando su sino.

-¡Lárgate, maldita sea! -oyó mi amigo a través de la puerta.

A las doce, cansado de aburrirse en la sala de estar, penetró de nuevo en el


dormitorio. Si el a no iba a trabajar, bueno, pero nada se oponía a que
aprovecharan el día y salieran de paseo. Cuando la despertó con varios
movimientos y un beso, el a suspiró, más hermosa que nunca:

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-Cariño.

Aún en extrañas circunstancias, la carne sigue siendo débil. Ya que la


muchacha no parecía dispuesta a levantarse, él se acostó, por
compañerismo más que por otra cosa. Al salir, sobre las dos, el hermano
preparaba la comida en la cocina.

-¿Cómo va todo? -preguntó.


-Le he estado haciendo compañía. -respondió vagamente mi amigo.- Me
parece que no quiere salir todavía.

-Ya. -dijo el hermano, sin dejar de batir los huevos para la tortil a.

Esta es una historia larga que conviene resumir: tres días después la
muchacha seguía en la cama, sin que las apariencias permitieran calcular
cuándo pensaba abandonarla. Cada vez que mi amigo lo intentaba, se veía
abocado a otra agotadora sesión. El resto del día vegetaba por el piso, con
la televisión, con los libros o con la conversación del hermano.

-Voy a tener que l amar a mi madre. -dijo el hombre a la cuarta noche.

-Yo me ir a un hotel. -ofreció mi amigo, dispuesto a no verse envuelto en


un drama familiar y, por otro lado, ansioso de aire libre.

-No, qué va. Cuando llegue mi madre, ya veremos.

A la mañana siguiente, al salir del dormitorio, lo primero que vio fue una
mujer cincuentona, antaño EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
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hermosa, que se dirigió hacia él con desenvoltura.

-¿Cómo está la niña?

La niña estaba satisfecha, pero del todo decidida a no abandonar el lecho.


Mi amigo, sin embargo, dio una contestación confusa porque no estaba
hecho a ciertas modernidades que parecían ser moneda corriente en aquel
a casa.

-¿Puedo entrar a verla? -preguntó la madre muy cortésmente.

-¡Oh! Adelante, adelante. -dijo mi amigo, con la razón algo alterada y la


piel color guinda.

La madre salió unos minutos después y se puso a freír huevos para el


desayuno.
-La niña -explicó- tiene complejo de

culpabilidad. Por eso no quiere salir ni ir al trabajo.

Dice que todo el mundo la mirará.

-¡Ah! -respondió mi amigo.- Me ir ahora mismo.

-No, no. Sería peor. Ya se le pasará. Después de desayunar ve a hacerle


compañía.

-¿Usted cree?

-Sí: mejor que no se pase tanto tiempo pensando.

Cuando avanzaba por el pasil o, camino del dormitorio, contemplado por


los modernos ojos de la madre y del hermano, tenía la sensación de
caminar hacia el pelotón de fusilamiento y hacía planes para huir
descolgándose por la ventana.

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Salió para comer y volvió a salir para cenar.

Como la noche ya había caído y no había más habitaciones, decidió


portarse como un cabal ero y

se ofreció a dormir en el sofá mientras la madre ocupaba su puesto en la


cama de la niña.

-De ningún modo, de ningún modo. -exclamó la madre.- Yo me arreglar


muy bien en el sofá. Ve a hacerle compañía, ve.

Para entonces mi amigo sólo pensaba en huir.

La muchacha, en cambio, parecía hallarse en el mejor de los mundos


posibles.

-Pero, ¿cuándo te vas a levantar?


-No lo sé -respondió, haciéndole cosquil as en una oreja.

-¿Te das cuenta de que todo esto es muy raro?

-Quizá. Pero, mira: esta cama es como estar en el claustro materno de


nuevo. Me encuentro protegida y a salvo. En cambio, en la cal e, todo el
mundo me mira. Todos quieren acostarse conmigo y eso me da mucha
vergüenza.

-Podrías ir, al menos, hasta el comedor. Tu madre está preocupada. Y tu


hermano. Y yo, la verdad es que estoy en una posición muy violenta.

-Pobrecito. ¿Me estoy portando mal contigo?

-Sí. -dijo él con toda sinceridad.

-Ya sé lo que haremos: nos vamos a bañar juntos con agua tibia.

-¡De ningún modo!

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A la sexta mañana mi amigo había tomado una heroica decisión. A las


siete l enó un cubo con

agua fría. A las siete y tres minutos, esforzando el corazón, se lo volcó


encima a la muchacha.

-¡A trabajar! -ordenó.

-No puedo.

La l evó al baño. La duchó. La enjabonó, resistiendo bravamente las


múltiples tentaciones que le producía semejante actividad. La vistió y la l
evó en coche al trabajo.

Luego regresó con un ramo de flores para la madre, cogió la bolsa de viaje
y huyó como un conejo, no sin pensar cosas muy graves sobre la maldita
psicología que preside nuestra vida moderna.
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Capítulo 12

LECCIÓN DÉCIMA. HOLA Y ADIÓS

Uno de los más graves problemas que plantea el ejercicio activo de la


sinvergonzonería, tiene que ver con la forma de terminar la aventura. El
sinvergüenza, aunque cínico, es un sentimental y suele tener reparos
morales a la hora de enviar a la porra a su circunstancial pareja.

No pocos sinvergüenzas han caído víctimas del matrimonio a causa de


estos reparos. Van dejando la ruptura para el día siguiente, una y otra vez,
y, cuando quieren reaccionar, hay un cura adoctrinándoles sobre la
ceremonia que se avecina.

Sólo es posible, para paliar estas trabas morales, l amar la atención de los
sinvergüenzas sobre la forma de actuar de las mujeres ante circunstancias
semejantes. Cuando una ha descubierto que ya no quiere al hombre de
turno, sea marido, novio o arrejuntado, pocas veces vacila en darle la
patada. En estas ocasiones, y sólo en éstas, la sinceridad lo es todo para el
as:

-Ya no te quiero. -dicen.

-No podemos seguir así. Hemos terminado.

Las más sensibles o educadas, añaden:

-Confío en no hacerte mucho daño. Me olvidarás.

Así funcionan en general, con un impecable EJEMPLAR GRATUITO.


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realismo. Además, mucho más previsoras que el hombre, antes de forzar


una ruptura suelen

haberse asegurado una nueva y más excitante compañía. Si nos atenemos a


las estadísticas, son legión las señoras que, antes de pedir el divorcio, han
encontrado un amigo que las comprenda y les ayude a pasar los duros
momentos de la separación. Muchas novias oficiales actúan igual, y no
hablemos de las querindongas.

A los sinvergüenzas, pues, les cabe el alto honor de vengar a los sufridos
corazones masculinos. Muchos son los que vigilan los primeros síntomas
de que la mujer está buscando un nuevo acomodo y, antes de que tengan a
alguien de reserva, las abandonan, sumiéndolas en la soledad que
proyectaban para él.

Pero el auténtico sinvergüenza no debe moverse por odios; ni siquiera por


el loable objetivo de vengar a su género, maltratado por las hembras desde
hace milenios. El sinvergüenza, todo lo más, debe obrar en legítima
defensa tan pronto como comprenda que, de continuar, será él el
abandonado o será él el sometido al antiguo rito del matrimonio.

Un pobre sinvergüenza se dejó atrapar por la costumbre. Su última


conquista, hermosa pero difícil, consiguió vivir con él e invirtió los
primeros meses en revelarse como una soberbia cocinera y una meticulosa
ama de casa.

Como había leído novelas del Siglo XIX, le recibía con las zapatil as y la
bata en la mano; le conducía entre arrul os a un sil ón con orejeras y hasta
le enseñó a fumar en pipa. Luego le daba los periódicos o un libro y le
contemplaba leer EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

mientras hacía ganchil o, en un silencio que otro

más experto hubiera comprendido que no tenía nada de femenino.

El, a los varios meses del tratamiento, acabó cogiéndole cariño y


revisando todos sus realistas razonamientos sobre el matrimonio. Ella
debió leérselo en la mirada, porque redobló sus esfuerzos: le hizo un
jersey, le preparó cal os a la madrileña

alabó
inmoderadamente

su

inteligencia.

El pobre miserable vive ahora entre gatos, toma comida precocinada y no


puede salir de casa sin hacer frente a los gravísimos ataques de celos de su
costil a que, por cierto, cada vez se arregla menos, cada vez sonríe menos
y cada vez habla más.

Este no es el destino que quiere para él un sinvergüenza decente, pero,


dada su actividad, es el que le ronda más a menudo: una espada de
Damocles siempre a punto de caer sobre el pescuezo del interesado. Y sólo
hay una forma de esquivar el hado: acumular el coraje suficiente para
cortar a tiempo.

Si hay l antos, pues nada, a mojarse en lágrimas con una sonrisa heroica.
Si vuelan platos, a esquivar como un buen boxeador. Pero cortando.

El método más eficaz está patentado desde hace siglos, precisamente por
ser el más eficaz: El sinvergüenza, haciendo uso de sus

conocimientos especializados, engaña a una EJEMPLAR GRATUITO.


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nueva mujer y se la l eva a la casa que comparte con la otra. Una vez al í,
con un preciso sentido del tiempo, deja que suceda lo que tiene que
suceder

justo a la hora en que la otra acostumbra a regresar.

Puede darse el caso de que el sinvergüenza y su víctima vivan en casas


separadas. La solución es la misma: darle una cita amorosa y dejarse
sorprender como se explicaba antes. O dejarse ver por las amigas de la
víctima con otra compañía. La ofendida mujer puede conformarse y
retirarse por el foro, pero, más habitualmente, pedirá explicaciones:

-Me han dicho que te vieron aquí y al í y en este otro sitio con una fulana.
Se coge aire y se responde:

-Es tu substituta.

Luego se pasan unos minutos difíciles o unas horas difíciles, según la


vitalidad de la otra parte, y todo está consumado.

Hay muchas variantes. Si uno tiene una voz clara y algo aflautada, la afina
un poco más cuando l ama por teléfono la interesada:

-¿Fulanito? -dice- Sí, ahora se pone. ¡Amooor!

Y luego, cara a cara, negarlo todo con la verdad por delante: a esa hora yo
estaba solo en casa.

Tampoco es desconocida la variante del anónimo. Es mejor hacerlo


recortando y pegando letras multicolores de los anuncios de las revistas
del corazón: afecta más a la sensibilidad femenina.

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Su amigo se entiende con otra.

Treinta o cuarenta suelen dar buenos efectos.

Pero se ha de ser tajante. Nada de

blandenguerías y de dejarse convencer. Como dice la Biblia y no los


políticos, que tu no sea no.

De lo contrario el sinvergüenza puede acabar como Bernardo:

Cansado ya de la aventura e instruido sobre la forma de ponerle fin, buscó


a una sustituta, usando para el o sus métodos habituales. Algún tiempo
después había completado la primera fase del desenganche.

La segunda, era ser sorprendido y afrontarlo todo con entereza. Sin


descuidar detal e y sabiendo que la primera iba a estar merendando en una
cafetería con unas compañeras de trabajo, pasó tres veces por delante de
las cristaleras con la segunda debajo del brazo. Acaramelados,
prácticamente soldados el uno al otro.

-Amor. -le dijo la primera cuando se volvieron a ver a solas.

-¿Eh? -se sorprendió Bernardo, que estaba preparado para el chaparrón


pero no para el cariño.

-Hoy, cuando veía a mis amigas solas o con problemas con sus parejas, me
he dado cuenta de que te quiero muchísimo.

-¿Eh? -volvió a decir Bernardo mientras la mujer se le echaba encima.

Ni una palabra de la otra. Un sinvergüenza EJEMPLAR GRATUITO.


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más cándido hubiera pensado que sus paseos por delante de la cafetería no
habían sido percibidos,

pero bien claro estaba el cambio de actitud de la mujer: por una u otra
razón (quizá una hormona que se hubiera metido por un conducto
prohibido) a la primera le parecía excitante el hecho de compartir a
Bernardo. Una especie de lucha de encantos con la otra.

Así era: disfrutaba pensando que el hombre las comparaba a ambas y,


cuando estaba a solas, se imaginaba

ser

las

dos.

Una

de

esas
complicaciones

psicológicas

que

todo

sinvergüenza acaba experimentando.

Bueno, pues Bernardo no supo ser tajante. Le hubiera bastando con decir
¿es que no me viste?

Adiós. Pero también a él le resultó agradable ejercer de polígamo


autorizado. Saber que el a sabía le producía una protectora sensación de
impunidad.

Total: un día la primera encontró a un sustituto y, según costumbre


femenina, le dio la patada sin ninguna

contemplación.

Bernardo

que,

atendiendo a dos señoras a la vez, había perdido reflejos, se volvió


demasiado solícito con la segunda. Esta, a su vez, se cansó de un
sinvergüenza que se portaba como un marido.

Cosas

como

esta

pasan
cuando

el

sinvergüenza vacila en cumplir con su deber. Los líos han de ser


necesariamente cortos para que las despedidas sean cómodas y asépticas.

Cuando se decide romper, hay que hacerlo en el acto.

E. Libre, por ejemplo, había caído en poder de EJEMPLAR GRATUITO.


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una mística. Era moderna, pero muy buena chica.

Como tantas desorientadas, creía que el sexo ya no tenía que ver con la
decencia y Eduardo no

tuvo interés en desengañarla. Salvo ser tolerante de la cintura para abajo,


era moralista; una persona repleta de religión acomodaticia y de profundas
meditaciones sobre la vida eterna.

No l egaba a preguntarle a Eduardo Libre ni adónde vamos ni de dónde


venimos, pero se notaba que

lo pensaba.

Además, entre

pensamiento elevado y elevado pensamiento, conseguía ser metódica y


ordenada: cuadriculada.

Cada cosa a su hora y en su sitio.

Eduardo se citó con ella a la puerta de su trabajo:

-Pasaré a recogerte -le dijo- cuando salgas.

Llegó media hora después y al í estaba ella, tiesa como un palo, lanzando
al mundo una mirada que dejaba en ridículo a cualquier rayo láser.
Libre, sin bajarse del coche, le silbó.

-¿Cómo te atreves a l egar tan tarde, como si no hubiese pasado nada?

-No es para tanto, mujer. Cinco minutos.

-¡Cinco minutos! -tronó el a.- ¡Cinco minutos!

-No te pongas así.

-Me pongo como quiero. Y, si no te gusta, ya sabes.

Seguramente habló sin pensar, porque no tenía

sustituto,

pero

no

soportaba

la

impuntualidad. Eduardo, que lo sabía, había EJEMPLAR GRATUITO.


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provocado el incidente para ver si decía aquello mismo:

-Y, si no te gusta, ya sabes.

-Lo siento mucho. -respondió mi amigo con cara de haber recibido un


golpe bajo en sus sentimientos. Y puso en marcha el coche para nunca más
volver, sin olvidar el último detalle:-

Nunca pensé que me echarías así.

¡Qué espíritu selecto! No le tembló el pulso. En cuanto a la conciencia, se


la l evó de copas aquel a misma noche y ambos, la conciencia y él, le
declararon su amor a una camarera que les preguntó:

-¿No será mucho ya?

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Capítulo 13

ANEXO I: EL DESNUDO Y EL

SINVERGÜENZA

Hay que suponer que el sinvergüenza, por poco que haya practicado, está
familiarizado con el desnudo. El desnudo vivo y al alcance de la mano. El
estudioso del arte, por ejemplo, también conoce el desnudo, pero desde
otro ángulo.

Lo importante es comprender al sinvergüenza ante el desnudo: un simple


corte lateral en una falda tubo, bien ceñida, le alegra las pajaritas. Un
escote que avanza hasta el fondo de un desfiladero, le pone soñador. A fin
de cuentas, el desnudo es uno de los objetivos del sinvergüenza, sea
aficionado o profesional.

Sabe de sobra que la carne al aire emite unas poderosas señales


magnéticas, siempre que la composición de esa carne esté basada en
cromosomas iguales; XX para ser exactos. Los cromosomas XY no
disponen del mismo

magnetismo a los ojos del sinvergüenza, pues se trata de cromosomas


normalmente más peludos y correosos.

Una mujer vestida sirve, sobre todo, para desnudarla. Los trabajos que el
sinvergüenza emprende desde que se tropieza con la hembra vestida hasta
que se hal a con la hembra desnuda a su alcance son la sal de su profesión
y, con mucho, la parte más interesante y divertida de todo el proceso. Lo
que sucede después, tiende a ser igual a sí mismo siempre, repetido.

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Esto era así hasta hace muy poco. Los más expertos antropólogos y
psicólogos sociales

habían tenido el acierto de señalar que ciertas zonas físicas, una vez
destapadas, eran capaces de producir profundas perturbaciones en el ánimo
varonil. Podríamos señalar esas zonas pero, ¿para qué insistir en lo que
todos saben? Son tres o cuatro.

Pero un ministro de Justicia, en su afán por quitar encanto a la vida


privada de los ciudadanos sinvergüenzas, legalizó hace poco el desnudo
integral, que suponemos que quiere decir el desnudo íntegro o completo.
Cualquier ciudadano comunitario, y mejor si es ciudadano hembra, tiene
derecho a exhibirse en toda su plenitud en los lugares públicos.

Bien es cierto que antes de esta reforma penal ya muchas playas eran un
hervidero de cuerpos al natural, sin aditivos, todo lo más con un poco de
aceite. Y, puesto que las señoras tienen más que enseñar, lógico es ver que
son las señoras las que más enseñan, dada la especial construcción de su
organismo y su psicología basada en la captación de la atención. La
captan. ¡Vaya si la captan!

Pero, ¿qué hace un sinvergüenza cuando l ega a una playa cubierta por mil
ares de hermosos cuerpos al aire? Uno pensaría que todo su trabajo se
concentra en evitar que los ojos se le salten de las órbitas, pero se
equivocaría.

Tanto género al alcance de la vista, al principio puede causar un cierto


mareo pero, tras las primeras experiencias, el sinvergüenza comprende
tres cosas:

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A).- Que su humanitaria actividad no tiene objeto, pues no queda nada que
quitar de los cuerpos femeninos.

B).- Que está recibiendo la l amada de la selva sin poder intervenir puesto
que él no ha provocado el desnudo que contempla y, por lo tanto, carece
del derecho de alargar la mano.
C).- Que no es lo mismo el desnudo en la intimidad, conseguido en noble
lid, en un auténtico duelo de inteligencias y artimañas, que el desnudo en
público: la mujer desnuda en masa va vestida de indiferencia y, en
consecuencia, no pocas veces el sinvergüenza curtido se avergüenza de
mirar lo que le ponen ante los ojos. La sensación se parece a la del cazador
que dispara al perdigacho metido en una jaula: no es deportivo.

No es deportivo mirar a la mujer que está desnuda sin fines vergonzosos.


De eso se trata.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo superar

semejante jarro de agua fría y volver a dar un contenido a la vida? Porque


estos graves problemas se van a plantear cada vez más a menudo. Ha
pasado el tiempo en que el español saltaba sobre la mujer que enseñaba los
muslos, en un intento de mordérselos. El español es ahora europeo y,
piense lo que piense, tiene que vivir entre muslos, reforzando para el o su
autocontrol.

Pero esto, además de l enar las consultas de los psiquiatras con centenares
de miles de reprimidos a la fuerza, puede poner en peligro la
supervivencia misma de la profesión. ¿Para qué luchar, se dirán los
sinvergüenzas del próximo futuro, si basta ir a tal o cual playa para tener a
miles de mujeres desnudas?

En situaciones así el sinvergüenza debe de EJEMPLAR GRATUITO.


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reconvertirse. Si la mujer vestida debe ser

desnudada por un imperativo categórico, la mujer desnuda debe ser vestida


para que la vida siga.

Un joven moderno, muy unido a una joven más moderna todavía, se quedó
de piedra cuando, al l egar a la playa, el a se quitó la parte alta del bikini.
Los vecinos de arena miraban hacia otro lado, porque también estaban
dispuestos a ser modernos. El hombre, en cambio, miraba hacia adentro,
cultivando

la

introspección.

Definitivamente, la modernidad, fuera del dormitorio, le producía


angustia.

-He leído -dijo al cabo de unos minutos- que el sol es responsable de la


mayor parte de los cánceres de piel.

Ella, para que el cáncer tuviera dónde escoger, encendió un cigarrillo.

-El cáncer de mama -insistió él cinco minutos después- es más habitual en


las mujeres que toman el sol sin protección ninguna.

Ella, agradecida por la sugerencia, se cubrió de crema bronceadora con


filtro, después de quitarse la segunda pieza de su bañador.

El buen sinvergüenza siguió devanándose los sesos durante un rato más.

-También se dan muchos casos de infecciones vaginales. A causa de la


arena: parece limpia pero no lo está.

Ella comprobó que la zona interesada

reposaba sobre su impoluta toal a y siguió EJEMPLAR GRATUITO.


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tostándose como un lagarto.

Estaba claro que la dialéctica no penetraba en línea recta en aquel espíritu


femenino. El buen europeo que vivía en aquel sinvergüenza estaba a punto
de disiparse, dejando paso al hombre de las cavernas y a sus gruñidos.
Sólo un momento antes de gritar vámonos de aquí o te la ganas, recordó
que la especie humana había exterminado a otras, como los mamuts,
usando la sagacidad, o sea, las trampas.
Se levantó disimuladamente y acudió al más aproximó puesto de helados.

-El más gordo y el más dulce. -pidió.

Disimuladamente también, lo dejó caer a unos dos o tres palmos de la


muchacha moderna; encendió un cigarrillo y esperó acontecimientos.

Las playas, como todo el mundo sabe, están en el campo, y el campo es el


hábitat ideal para los insectos: sólo en el campo retozan a gusto. Las
avispas, por ejemplo, siempre andan rondando el agua, no se sabe si
muertas de sed o atraídas por los reflejos. Lo que sí es de dominio público
es que las avispas van a la primera tajada de melón que olfatean, a los
vasos de cocacola y, por supuesto, a los helados.

Las avispas, fieles a sus hábitos, acudieron.

Llegó primero la más despierta y corrió a avisar a sus amigas íntimas.


Pronto el avispero entero estuvo al tanto de la novedad: tenían helado de
postre.

-Mira: -dijo el hombre europeo- una avispa.

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¿Has traído el fenergán para las picaduras?

La mujer europea lanzó una aviesa mirada a la avispa, pero ésta no pareció
afectarse demasiado.

-Otra. -dijo el sinvergüenza sin faltar a la verdad.

La muchacha lo constató, intranquila.

-Mira cuántas.

Ella, que ya se tapaba el pecho con las manos, se puso la parte alta del
bikini mientras los himenópteros, en su gula, emprendían vuelos de
reconocimiento por la zona y, ocasionalmente, tomaban tierra en la
barriguita dorada de la mujer.
-Fuera. -decía el a. Un hombre la hubiera obedecido, pero no una avispa.
Así que se puso la parte baja del dos piezas.

-Cuántas. -insistió su compañero, como si le molestara su presencia aliada.

-Vámonos. -ordenó por fin la mujer moderna.

Un nuevo triunfo del espíritu sobre la materia.

Pero no todo es tan fácil. ¿Y el sinvergüenza que acude sólo a la playa,


dispuesto a practicar?

Porque muchos sinvergüenzas, educados a la antigua, creen todavía que


una playa que desborda de mujeres en cueros es un buen sitio para poner
en marcha sus turbias maquinaciones, como si ya tuvieran hecho la mitad
de su hermoso trabajo.

No nos referimos a los pobres infelices que se EJEMPLAR GRATUITO.


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pasean por la oril a hinchando el pecho, ni a los descerebrados que se


desnudan a su vez para impresionar a las multitudes con sus supuestos y

discutibles encantos. Nos referimos a los sinvergüenzas decentes, con


largos años de servicio.

Mal asunto: una mujer que se ha desnudado por cualquier otro motivo que
no tenga que ver con el apareamiento, por así decir, es mucho menos
accesible que una mujer vestida. Entre el a y la realidad construye un muro
insalvable. Sólo con que el sinvergüenza tenga la inteligencia de un
conejo, prescindirá de maniobras de aproximación tales como ofrecerse a
untar de aceite a la víctima o pedirle fuego para su cigarrillo. Tampoco
puede emplear la mirada ardiente, porque la mujer se desnuda para que la
vean pero se molesta si la miran. El pudor la enfría.

Lo más inteligente es irse a buscar mujeres vestidas: alguna suele haber en


los chiringuitos.

Cuanto más vestidas, mejor: con camisa y falda o pantalones.


Con las desnudas solitarias no se puede hacer nada positivo que conduzca
a buen fin, salvo ficharlas para abordarlas luego, una vez vestidas, en la
discoteca o en el chiringuito. No obstante, Eduardo Libre, sinvergüenza
imaginativo, fue a una de estas playas con su máquina fotográfica, eligió
su pieza con toda frialdad y le sacó una foto.

-¿Qué hace usted? -preguntó la señora, afilando con esmero su aguijón.

-Estoy impresionado. -respondió Libre, que disponía de bidones de sangre


fría.- Seguro que es usted modelo.

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-Deme ese carrete.

Eduardo se aproximó un poco más y dio suelta a sus ojos para que
corrieran por donde más se les antojara. Los ojos, obedientes, hicieron un
buen trabajo.

-Dios mío. -dijo Libre, adoptando una expresión admirativa, aunque no se


atrevió a relamerse: no era tan temerario.

La mujer se cubrió. Casi ninguna está preparada para mantener una


conversación en cueros, pues pierden aplomo. De hecho esto hizo que
Eduardo Libre fuera ganando a los puntos: sabía exactamente qué hacer
con una mujer vestida.

-Deme el carrete, por favor.

-¿La he molestado? -preguntó Eduardo,

lamentando haber herido sentimientos tan hermosos.- Le aseguro que no


tenía esa intención.

Soy muy aficionado a la fotografía y la he mirado como un pintor a su


modelo. ¿De veras no es usted maniquí o algo por el estilo?

Ella no era tan tonta como para creerse una mentira así, pero ya estaba
vestida y el muro con que se defendía se había disipado.
-Vamos a hacer una cosa.- propuso Eduardo-Yo le doy el carrete pero, a
cambio, ¿me deja sacarle un primer plano de la cara? No sé si sabe cómo
se le ponen los ojos a la luz del sol.

Ella accedió al trato. Ocho minutos después estaban comiendo patatas


fritas mojadas con cerveza en el chiringuito más aproximó.

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Pero no se deje impresionar por esta historia, porque casi nunca las cosas
salen bien con mujeres que no ha desnudado uno mismo. Y no es fácil
conseguir que se vistan, aun derrochando cara dura.

El sinvergüenza novato debe atenerse a la regla de oro: cazarlas vestidas.


Además, y dada la ley del péndulo, cualquier otro ministro puede prohibir
el desnudo el año próximo, en cuyo caso las prácticas que haga el aprendiz
en este terreno se convertirán en tiempo perdido.

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Capítulo 14

ANEXO II: FEMINISTAS Y POLITIZADAS

A pesar del consejo de ni tocar a feministas y políticas, no es menos cierto


que un buen número de sinvergüenzas sienten atracción por las mujeres
comprometidas: es como el que siente la peligrosa l amada de los abismos.

Nuestra sociedad, constituida en democracia folclórica, ha generado en los


últimos años un número incontable de mujeres así y es justo que el
aprendiz disponga, al menos, de una referencia.

Con todo, no olvide jamás que hay que huir de el as como del inspector de
Hacienda y sólo usarlas en casos desesperados.

Los tiempos, malos siempre para el hombre, empiezan a serlo también


para la mujer. Moisés, sobre cuya inteligencia no nos caben dudas, explicó
a las claras cuál era el castigo por el pecado: el hombre tendría que
ganarse el pan con el sudor de la frente, al menos hasta que se inventara la
bolsa. La mujer, pariría con dolor hasta la l egada de la anestesia y de la
píldora.

Pero es que ahora a la mujer, además de parir, también la hacen trabajar.


La sindican en cuanto se descuida. La l evan a las manifestaciones a
recibir palos de la policía y, en muchos lugares ya, la usan como soldado
hasta que le pegan un tiro.

No extraña que los explotadores de profesión hayan decidido incluir en sus


actividades a la media humanidad que les faltaba, pero sorprende
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que algunas mujeres consideren deseable esta situación: además del


castigo bíblico propio, quieren pasar por el que les cayó a los hombres.

Y, encima, en modo alguno comprenden que sea un castigo, una situación


nada deseable. Como si fueran calvinistas se portan, convencidas de que el
trabajo enriquece. Los hombres, más entrenados, sabemos de antiguo que
sólo es posible enriquecerse haciendo trabajar a los demás.

En fin: ¿cómo aproximarse a una mujer así?

¿Y cómo aguantarse las ganas de revelarle la dura realidad de la vida?


Dada la naturaleza de sus ideas, estas mujeres disponen de menos
imaginación que las restantes. Su visión es en dos colores: blanco o negro;
sí o no. Y sus costumbres, más parecidas a las del varón: les aburre el
coqueteo y el juego del cortejo, o lo consideran humil ante, que es peor.

La primera medida es decirles que sí. Sí al feminismo, por ejemplo. Sí a


su idea política. Si es preciso, ser mucho más radical que el as: que haya
mujeres obispo y papisas, aunque no crean en Dios; que haya mujeres
donantes de semen, aunque sea preciso embarcarlas en un complicado
transplante; que los hombres paran también.

Cosas así. No importa lo imposibles que parezcan: les gusta.


Con las politizadas hay que tener en cuenta un factor añadido: detrás de
una mujer politizada siempre hay un hombre. Ellas, o toman su color y sus
ideas por amor, o las contrarias, por despecho. Pero hay un hombre y hay
que estar atento a su aparición, por si es de mayor tamaño que nosotros.

Una vez trabados los primeros contactos, se EJEMPLAR GRATUITO.


PROHIBIDA SU VENTA

impone usar el método directo. Se puede, quizá, argumentar sobre lo que


opinaba el viejo Marx

sobre el amor libre. Se puede insistir en preguntarse por qué la caza del
compañero sexual debe corresponder sólo al varón.

Pero, ojo: las mujeres normales, o casi, saben tanto como nosotros, los
sinvergüenzas. Es decir, que son muy capaces de fingirse politizadas por
mor de aproximarse al hombre.

Federico militaba. Era un fanático que creía que en la política, en la suya,


estaba la solución de todas las lacras de la humanidad, incluido el aumento
de precio de las patatas. Gracias a su manifiesta tozudez se había labrado
una discreta fama local que hizo que el cartero le l evara una carta
imposible: en el sobre sólo ponía Partido X y la ciudad.

Se lo dieron a Federico para ver qué podía hacer. Una chica, que daba sus
datos personales, había regresado de la emigración. Nacida en Alemania y
dedicada a los estudios desde la guardería hasta la fecha, se sentía
rechazada porque no entendía de política. Había escuchado lo que cada
partido decía y el de Federico le parecía el más político de todos.

Por otro lado, consideraba que militar le ayudaría a hacer amigos y a


ocupar sanamente el tiempo libre. Federico, en un principio, sólo vio la
parte ideológica: ganaba un alma para la causa y eso encendía su fervor.

Por usar el lenguaje del hombre público, Federico contactó. Llamó por
teléfono, concertó una cita y se presentó a el a después de afeitarse
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y perfumarse. La mujer ni era fu ni era fa, pero era mujer, de bastante
tamaño, huesos grandes y ojos

un poco molestos: aunque miraban con la fijeza del búho él lo atribuyó al


interés ideológico.

La segunda clase de política se desarrol ó a bordo del coche. Apenas


empezado a comentar el concepto del hombre como célula social o algo
por el estilo, la mujer dijo que no tenía nada en contra del hombre, como
ente, salvo que solía mostrarse algo brusco haciendo el amor. Demasiado
precipitado. En su sincera opinión, no daba tiempo a que la mujer se
preparara antes de la penetración.

Federico, que se tomaba las cosas al pie de la letra, creyó prudente


observar que no todos los hombre eran iguales, salvo ante la ley. Unos
daban tiempo y otros, no. Según. Sólo por modestia se cayó que él era de
los primeros.

Ella pidió perdón, ya que la culpa también podía deberse a sus medidas.
Por lo visto tenía algo que no era del todo normal y, bueno, sus
dimensiones parecían ajustarse a las de un mechero que mostró antes de
encender un cigarril o.

Federico tomó buena nota y siguió su lección por la parte en que su


ideología insistía en que las clases sociales eran sólo posibles por el
dinero.

Descalificó ardientemente la posibilidad de hacer partidos de calvos


luchando contra partidos de peludos, de altos contra bajos y, por puro
ejemplo, de hombres contra mujeres.

La tercera sesión tuvo lugar a petición de la novicia. Llamó pidiendo hora


y se presentó en EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU VENTA

casa de Federico. El color de la piel y el aroma del jabón indicaban que


acababa de tomar un baño caliente.

Hablaron del concepto de representación.


Ambos pensaban que era una filfa porque la voluntad, al ser potencia del
alma, era personal e intransferible. Las ideas, se representan; las
voluntades, no, y menos las populares.

-¿Te acuestas con las mujeres de tu partido? -

preguntó el a, a traición, en un momento en que Federico cal ó


persiguiendo una palabra oportuna que se le iba.

-No sé -dijo él, pillado por sorpresa.

-¿Cómo que no sabes? ¿No te enteras de algo así?

-Unas veces me acuesto y otras, no.

-¿Se lo pides?

-Sólo cuando estoy seguro de que me van a responder que sí.

-¿Y eso cómo lo sabes? ¿Por la mirada? ¿Por la conversación?

Federico estaba seguro ya de la respuesta que obtendría si se decidía a


hacer la pregunta en aquel momento, pero le producía cierto desasosiego
ver cómo le iba acorralando la chica, que tenía todo el aspecto de un
cazador de recompensas.

-A veces de un modo y a veces del otro.

-¿De qué hablan las mujeres que se quieren acostar contigo?

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-Oh, de cualquier cosa. De las elecciones, por ejemplo.

La muchacha, educada a la europea, se sorprendió:

-¿No hablan de sexo?

-No, no. La mujer que quiere una aventura habla pocas veces de eso.
-No todas son iguales. -advirtió el a.

-Ahí está el dormitorio. -dijo Federico con un hilo de voz.

-Recuerda: -dijo el a, imperturbable- Tienes que darme tiempo.

Esto corrobora lo que decíamos al principio: se trata de mujeres muy


directas, que saben lo que quieren -como las otras-, pero que van y lo
dicen.

De esta historia sólo se han de sacar las experiencias positivas para poder
comportarse como el as lo hacen y ahorrar tiempo y disgustos.

Una vez conocidas y estrechadas las manos, ir directamente al bulto:

-¿Qué piensas del sexo?

Si piensan algo, aunque sea raro, decir esta frase mágica:

-Las relaciones sexuales son una forma más de intercambiar información.

Suele hacer buen efecto. No me pregunten por qué, pero a las mujeres
liberadas les gusta oír esto: deben creer que es lo que se dicen los
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hombres entre el os cuando hablan del asunto.

Pero no olvidar nunca que no hay una norma fija con esta clase de chicas;
ni siquiera el compañerismo masculino. Algunas intentan portarse como
mujeres normales y entonces todo puede complicarse aún más.

Eduardo Libre, por ejemplo, contactó con una feminista

que

conservaba

vestigios
de

imaginación, aunque los escondía. Ignorándolo él, le preguntó por sus


opiniones sobre el sexo y le dijo la frase sobre la forma de intercambiar
información.

-A veces -murmuró el a- es difícil l egar a la intimidad. Aquí, ya ves, todo


es tan cotidiano: los sil ones, el dormitorio detrás de esa puerta...

-Detrás de aquél a. Eso es el baño. -corrigió Eduardo, sin una concesión


sentimental.- Se usa antes y después. Según.

Ella también consideraba fríamente la

situación:

-Quiero decir que la intimidad no es solamente acostarse. Puedes tener


dentro a una persona y sentirte sola, sin comunicación.

-Sí. -dijo Eduardo, porque sabía que a esas hay que decirles que sí.

-La intimidad viene cuando nada es una costumbre. Cuando se actúa de


una forma nueva.

-¿Vamos al coche? -preguntó él, ofreciendo la alternativa.

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Fueron al coche pero, antes, tuvo que buscar su tienda de campaña y un par
de sacos de

dormir. Viajaron varios kilómetros. Montaron la tienda casi a oscuras,


dándose martil azos en los dedos él mientras el a le iluminaba con la
linterna.

Una vez instalados, se pusieron a fumar a la intemperie y a hacer


comentarios sobre lo bonito que era el humo cuando se soplaba a la luz de
la luna. Luego tuvieron que echarse en el suelo, a mirar las estrel as. La
mujer le puso la cabeza en el hombro y Eduardo jura aún que a los seis
minutos creía que le habían arrancado el brazo: no lo sentía del
entumecimiento.

-Si sigues la cola de la Osa Menor l egas a la Osa Mayor. -decía el a- ¿O


no? ¿Es la cola de la Osa Mayor la que hay que seguir?

Eduardo no lo sabía. Marte -dijo, expulsando de una vez todos sus


conocimientos celestes- es rojizo y Venus, azulado.

-¿Oyes a los gril os?

Escucharon a los gril os. A lo lejos sonó, también, el lamento de una vaca.
Un instante después oyeron el canto de un chorlito.

-Parece que dice Pepe Ruiz. -comentó la feminista, que había alcanzado
cierto grado de romanticismo.

Eduardo estornudó, víctima del relente, y aprovechó la convulsión para


que la cabeza de la chica cayera de su hombro. Produjo un ruido sordo al
dar contra el suelo, pero no la disuadió de seguir buscando la intimidad.

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-La cara de la Luna es de hombre. -advirtió.

-De Luno. -murmuró Eduardo, que había alcanzado una especie de fría
conformidad.

-¿No me acaricias?

El frotó aquí y al á, si bien su vieja sensibilidad se había disipado. Le daba


igual frotar a su compañera que restregar las manos por un saco.

Por último, al cabo de las horas, pasaron a la tienda. Gatillazo.

-Eso es que todavía estás tenso. -le disculpó el a.

Eduardo, por pura cortesía, no dijo nada en el momento, pero a mí sí me


confesó lo que pensaba:
-Tendrían que encerrar a todas las cursis que van por ahí de liberadas.
Desacreditan a su sexo y, además, se creen que el hombre es como el
lavavajil as: se aprieta un botón y funciona.

¿Sabes que te digo? ¡Nosotros también tenemos sentimientos!

Pensó en la dama en cuestión y añadió:

-¡Malos sentimientos!

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Capítulo 15

ANEXO III: PESE A TODO

Pese a todo lo dicho en este manual, el aprendiz no debe olvidar que trata
con mujeres y, por lo tanto, estar siempre a punto de enfrentarse con lo
inesperado. Todos los métodos dichos aquí funcionan, pero es fácil
fracasar tratando de aplicarle un a la Gandola a la que desea un Método
Directo, o dando un tratamiento paleolítico a la que necesita el acicate de
la mala fama del sinvergüenza.

Hace falta instinto sobre todo, y una buena disposición para trabajar horas
y más horas en el asunto. El sinvergüenza ha de ser tenaz además de un
buen psicólogo.

En contra de lo que algunos capítulos puedan hacer pensar, el hombre


prudente busca a sus víctimas en su propio ambiente: mujeres de la misma
clase social, del mismo nivel cultural y de una inteligencia aproximada.

Sólo los barones supervivientes se dedican a engañar a las muchachas


humildes y sólo los gigolós atacan a las ricas. Se puede ser interclasista
ocasionalmente, si se tiene conciencia de que esas cosas no salen bien.

Lo que no se puede, en modo alguno, es tratar de cazar a una mujer más


lista que uno ni a una más tonta. Se sufre demasiado en ambos casos y,
además, no es deportivo. A las más tontas se las tiene pena y muchos
matrimonios se celebran por EJEMPLAR GRATUITO. PROHIBIDA SU
VENTA

eso, por pena. La pobre chica -dice el atribulado marido- no se dio cuenta
de que iba en broma.

Con las listas es peor: saben cómo agradarte y el

sinvergüenza puede caer víctima del amor verdadero, que existe.

Y, respecto a las ricas, no olviden esta última anécdota:

Tres días después de haber conocido a una rica heredera -hablamos de


unos tres mil mil ones limpios- y pocas horas más tarde de haberla besado
por primera vez, acudí a retirar unos cheques gasolina de mi banco.

-¿Vas a comprar algo en tal sitio? -me dijo el director que, aunque
banquero, era mi amigo.

-¿Por qué?

-Me han pedido informes bancarios tuyos.

A ningún sinvergüenza le gusta que hurguen en su cuenta corriente.


Aunque no sea Hacienda.

Y, con todo esto en la memoria, mire al frente, elija blanco, hinche el


pecho y tenga presente que sólo cogen peces los que se mojan las bragas.

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FIN

ADVERTENCIA: COMO SER UN

SINVERGÜENZA CON LAS SEÑORAS.

Queda declarado de dominio público por su autor, Arturo Robsy. Todos


pueden copiarlo y difundirlo sin limitaciones de ningún tipo. En su versión
etiquetada de origen, no se cobra nada por él.

Para ediciones convencionales de la presente obra, el autor se reserva


todos los derechos.

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Contenido

Capítulo 1 PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN...................... 2

Capítulo 2 EL SINVERGÜENZA EN LA HISTORIA. ....... 7

Capítulo 3 LECCIÓN PRIMERA. ¿QUE ES LA MUJER?17

Capítulo 4 LECCIÓN SEGUNDA: COMO ELEGIR PIEZA32

Capítulo 5 LECCIÓN TERCERA: EL MÉTODO

PERFECTO ..................................................................... 48

Capítulo 6 LECCIÓN CUARTA: EL SEGUNDO MEJOR

MÉTODO ......................................................................... 64

Capítulo 7 LECCIÓN QUINTA: EL MÉTODO DIRECTO72

Capítulo 8 LECCIÓN SEXTA. EL MÉTODO MAS

ANTIGUO: EL PALEOLÍTICO ......................................... 86

Capítulo 9 LECCIÓN SÉPTIMA. EL MÉTODO MAS

SEGURO: "A LA GANDOLA" .......................................... 99

Capítulo 10 LECCIÓN OCTAVA: MÉTODOS

EXTRAÑOS ................................................................... 113

Capítulo 11 LECCIÓN NOVENA: UN POCO DE


SERIEDAD..................................................................... 126

Capítulo 12 LECCIÓN DÉCIMA. HOLA Y ADIÓS ....... 139

Capítulo 13 ANEXO I: EL DESNUDO Y EL

SINVERGÜENZA .......................................................... 147

Capítulo 14 ANEXO II: FEMINISTAS Y POLITIZADAS156

Capítulo 15 ANEXO III: PESE A TODO....................... 165

FIN ................................................................................. 167

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¿Qué ventajas obtengo por comprar así los libros?

Es mucho más fácil y rápido de recibir. Si se envía por el sistema


tradicional, tarda varios días en llegar. Además, en otros casos, los portes
los pagaría usted, o se le cargarían en el precio final. Sin embargo, al
adquirir libros por este sistema, todos los gastos de envío son gratis, con
el ahorro que supone para usted.

Por otra parte, al ser nulos los gastos de imprenta y distribución, se


ofrecen unos precios que no existen en los libros en papel.

¿Cómo sé que me llegan los libros?

Usted recibirá en la cuenta de correo que elija los libros que adquiera. Este
sistema está probado y garantizado.
¿Es compatible con mi ordenador?

Los libros se envían en formato PDF con la finalidad que sean compatibles
con cualquier sistema (PC, Mac, Linux y otros) y prácticamente cualquier
lector de e-books. Fácil y efectivo.

¿Qué temas se pueden adquirir?

Libros de temática que no se suele encontrar en cualquier librería. Hallará


libros sobre el éxito, sobre el poder, sobre la mente…

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¿Puedo hacer copias?

Por supuesto que si, todas las copias que quiera. No hay ningún
dispositivo que impida hacer copias electrónicas o en papel.

Hacemos esto porque consideramos que ya que usted paga por un


producto, es muy libre de hacer con el lo que quiera (aunque los que
reciban las copias no paguen).

¿Es seguro comprar con tarjeta en Internet?

Comprendo que resulta chocante realizar compras por Internet. El sistema


de pago funciona de tal manera que: es seguro (nadie puede interferir los
datos), nadie conoce el nº de su tarjeta y que yo mismo he hecho la prueba
comprando libros y todo funcionó a la perfección. El sistema de pago
usado es PayPal, en http://www.paypal.es/es

La forma de pago es por medio de la red de protección de la identidad de


VeriSign (VIP, VeriSign Identity Protection), que ofrece un nivel adicional
de seguridad durante la identificación en sitios Web que muestren el
logotipo de VIP con su clave de seguridad de PayPal, por lo que la
transferencia reúne todas las medidas de seguridad

Para saber más:

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Se admite el pago con:

En el caso de que no tenga tarjeta, ya ha habido otras personas en su


situación que lo han solucionado de la siguiente manera: han pedido a otra
persona que si tenía tarjeta fuera el que les realizara la compra. Después le
abonó en metálico el importe de la adquisición.

Me quedan algunas preguntas, ¿me las podría aclarar?

Encantados de ampliar información. Puede enviarme un mensaje en el que


exprese sus preguntas a

[email protected]

Es una forma de agradecerle de antemano la oportunidad de servirle, que


espero tener algún día.

Reciba un cordial saludo

Carlos Martín Pérez


Document Outline
Capítulo 1 PRINCIPIO Y JUSTIFICACIÓN
NOTA BENE
Capítulo 2 EL SINVERGÜENZA EN LA HISTORIA.
Capítulo 3 LECCIÓN PRIMERA. ¿QUE ES LA MUJER?
3.1 PSICOLOGÍA Y OROGRAFÍA
a) PSICOLOGÍA
NOTA ERUDITA
LO FUNDAMENTAL
MUCHOS MÉTODOS DE CLASIFICACIÓN
EL MEJOR
NO TENGA REPAROS
b) OROGRAFÍA
ALGO MÁS INTENSO AUN QUE LA MIRADA
EN RESUMIDAS CUENTAS:
REGLA DE ORO
Capítulo 4 LECCIÓN SEGUNDA: COMO ELEGIR PIEZA
Capítulo 5 LECCIÓN TERCERA: EL MÉTODO PERFECTO
SÍMBOLOS EXTERNOS
Capítulo 6 LECCIÓN CUARTA: EL SEGUNDO MEJOR MÉTODO
UN TOQUE DE FILOSOFÍA ILUSTRATIVA
EJEMPLOS
Capítulo 7 LECCIÓN QUINTA: EL MÉTODO DIRECTO
EJEMPLOS
Capítulo 8 LECCIÓN SEXTA. EL MÉTODO MAS ANTIGUO: EL
PALEOLÍTICO
Capítulo 9 LECCIÓN SÉPTIMA. EL MÉTODO MAS SEGURO: "A
LA GANDOLA"
Capítulo 10 LECCIÓN OCTAVA: MÉTODOS EXTRAÑOS
10.1 EL MÉTODO FELIPE
10.2 EL MÉTODO ONÍRICO
10.3 EL MÉTODO DE LAS ESQUELAS.
Capítulo 11 LECCIÓN NOVENA: UN POCO DE SERIEDAD
Capítulo 12 LECCIÓN DÉCIMA. HOLA Y ADIÓS
Capítulo 13 ANEXO I: EL DESNUDO Y EL SINVERGÜENZA
Capítulo 14 ANEXO II: FEMINISTAS Y POLITIZADAS
Capítulo 15 ANEXO III: PESE A TODO
FIN
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