Las dos caras del Playboy
La culpa era del Playboy que habíamos comprado Nacho y yo. Empezaba a estar
harto de la maldita revista. Estaba casi seguro de que tenía algún tipo de maldición,
no hacía más que complicarme la vida. Primero, el marrón de pagarla en el quiosco,
que me tocó a mí. Nacho ponía la pasta y yo daba la cara, ese era el trato. ¡Lo pasé
fatal! La vieja que me atendió no veía un pimiento y se puso a gritarle a su hijo,
que estaba recogiendo los paquetes de revistas que le acababan de llegar: '¿Cuánto
vale el Playboy este?'. Sentí como si trescientos pares de ojos se hubieran lanzado
a mi cogote y trataran de arrancármelo. Le supliqué a Nacho que nos fuéramos,
pero él me sujetó del brazo y me soltó: 'Venga, Marcos, no seas nenaza'. Entonces
sentí que mi cuerpo se convertía en una central nuclear, por eso ni me enteré
cuando la vieja me dijo el precio.
Claro que esto no fue nada en comparación con lo que vino luego. Ahora, que ha
pasado lo que ha pasado, daría lo que fuera porque hubiese sido Nacho quien se
hubiera llevado la revista a casa. Pero la hazaña de comprarla me dio a mí ese
derecho, en mala hora.
Antes de despedirnos, Nacho quiso echarle un vistazo, así que fuimos al parque y
nos sentamos en un banco. ¡Uf, qué fuerte! ¡Menudo material! Me temblaban las
manos. Los dos estábamos tan impresionados con aquellas tetas gigantescas que
ocupaban casi toda la página, que ni cuenta nos dimos de que no estábamos solos;
hasta que oímos aquellas palabras que nos traspasaron como dardos venenosos:
¡Qué vergüenza! 'Unos niños tan pequeños viendo esas porquerías.' No sé qué nos
sentó peor si lo de 'porquerías' o lo de 'unos niños tan pequeños'. Pequeña era mi
hermana, que tiene diez años, pero yo no soy ningún crío. ¡Vamos hombre, un
respeto!, que tengo catorce años. ¿Qué se creía esa señora? ¡Pero, por Dios, si le
sacaba más de una cabeza!
Cuando por fin nos despedimos Nacho y yo, estuve por decirle que se llevara él
primero la revista, yo ya estaba un poco quemado de tanto percance. Pero tenía
sus palabras: '¿Qué pasa, tienes miedo? Venga, no seas nenaza' (era su insulto
favorito). Así que cogí la revista, la enrollé y me la metí debajo de la cazadora,
enganchada al cinturón. Me pareció el mejor sitio para ocultarla de la vista del
público y evitar así posibles comentarios. Claro que enseguida me arrepentí. Fue
justo al acabar de cruzar un paso de peatones, corriendo (como voy casi siempre).
Oí una voz de chica que gritaba a mis espaldas: '¡Eh, chaval, se te ha caído esto!'
Instintivamente me toqué el lugar donde debía estar la revista y noté que no
estaba. ¡Menudo papelón! Todavía me caen goterones de sudor al recordarlo. En
ese momento comprendí que el chaval ese era yo.
Y sólo tenía dos opciones: una, volver atrás y recoger lo que era mío; dos, hacerme
el longuis y seguir sin el maldito Playboy. Hubiera elegido esta última sin dudar, si
no se me hubiera aparecido la cara de Nacho con expresión feroz. Me mataría si no
se lo devolvía. Pensé incluso en dejarlo y comprar otro, pero estaba sin blanca y
hasta el sábado no me darían la paga. Pensé también en pedirle dinero a mi
hermana, pero solo imaginar en volver a pasar por el trance de pagar la revista en
el quiosco...
El sudor me corría por la cabeza como un riachuelo, empapándome el cogote. Tenía
que decidirme rápidamente si no quería que la chica me volviera a gritar y se
enterara mucha más gente de que aquel Playboy era mío. Me volví y la vi. Era una
tía impresionante, creo que se parecía a la de la revista; no en las tetas, que no se
las veía porque iba con un chaquetón, pero sí en la melena y, si me apuras, hasta
en la cara. ¿Y si era ella la chica del Playboy?
Crucé sin mirar si venían coches y a punto estuve de desaparecer bajo las ruedas
de uno de esos antropoides motorizados que venía a toda velocidad. ¡Menudo
frenazo tuvo que dar! De película de James Bond. Por su cara supe que le hubiera
gustado llamarme atontado y tirarse a mi cuello, pero, como era paso de cebra, no
le quedó más remedio que morderse la lengua.
Esa deshonrosa situación y la ostentosa portada de la revista que me esperaba en
manos de aquella chica hicieron que al llegar a la otra acera me sintiera tan ridículo
que apenas la miré a la cara. Agarré la revista, murmurando un 'gracias' que sonó
como 'as', y salí pitando con ella en la mano.
Claro que esta tampoco fue la peor de las cosas que me ocurrieron por culpa de la
revistita de marras. Al entrar en casa, volví a guardarla dentro de la cazadora, esta
vez remetida por el pantalón, no se me fuera a caer de nuevo. Entonces oí la voz
del portero: 'Haces bien en esconderla, como te la vea tu madre...'. ¡Qué tío, no se
le escapa una, debería ser detective privado en lugar de portero! Noté que la
central nuclear volvía a encender mi cuerpo como una bola de fuego. Y hasta que el
ascensor llegó al quinto no conseguí apagar del todo el incendio.
Por fin logré llegar a mi cuarto sin despertar sospechas. Allí, tumbado en la cama,
abrí el preciado tesoro. Tan ensimismado estaba con el cómic de la enfermera que
hacía un striptease en el quirófano dejando bizcos a todos los médicos, que ni oí los
zapatos de mi madre por el pasillo, ni siquiera la puerta que se abrió; únicamente
su voz, la inconfundible voz de mi madre. Entonces ocurrió todo tan rápido que
únicamente recuerdo el cortocircuito que el timbre de su voz me provocó en el
cerebro. Di un salto en la cama y escondí la revista debajo de la almohada, todo a
un mismo tiempo. '¿Qué hacías?', me preguntó. Me indignó su pregunta y salté:
'¿Qué pasa, no puedo descansar un rato?'. '¡Chico, hay que ver cómo te pones por
una pregunta! ¿Preguntar es ofender?', dijo. Procuré calmarme para que se fuera
cuanto antes, era la táctica mejor. 'Te he dicho mil veces que llames antes de
entrar en mi cuarto', dije más apaciguado. 'Y he llamado, pero no has respondido. Y
como he visto luz... he pensado que podías encontrarte mal.' 'Pues ya ves que
estoy bien', respondí. Pero mi madre siempre adivina todo lo que me pasa y, no sé
por qué, me pareció que sabía que le estaba ocultando algo. Quizá me había visto
esconder el Playboy debajo de la almohada...
Claro que, si lo vio, hizo como si no lo hubiera visto. Y además se dio cuenta de que
lo último que me apetecía era seguir charlando con ella, porque dijo: 'Bueno,
entonces me voy'; y se fue, cerrando la puerta tan suavemente como la había
abierto. Lo malo es que yo me quedé con la duda de si me había visto esconder la
revista; estaba seguro de que mañana entraría a curiosear en mi cuarto. Lo mismo
pensaba que había escondido un porro o algo así.
¡Menuda tela! Ya podía encontrar un buen escondite para que mi madre no
descubriera el maldito Playboy. Y es que Nacho me había prohibido llevarlo al
colegio por dos razones: una, porque fueran a pillarnos con él y, dos, porque iban a
querer mirarlo todos y se iba a armar una buena.
Este fue el quinto percance de todos los que pasé, pero no el peor. El peor era en el
que me encontraba en este preciso momento. ¡La que había liado! A ver cómo salía
de esta. Hasta ahora, lo único que había hecho era reconstruir una y mil veces los
hechos, volviendo atrás del todo, al momento en que aquel maldito Playboy había
llegado a mis manos. Pero eso no solucionaba el problema que tenía. Y era bien
patente. Ahí estaba la sábana recién mojada, el cuerpo del delito, y se veía
claramente que no era pis, porque el pis la hubiera empapado mucho más y olería a
pis; además, tampoco quería que pensaran que me había hecho pis...
Volví al momento en que sonó el despertador, cuando todavía estaba bajo los
influjos de aquellas tetas gigantescas. Desde luego estaba más claro que el agua
que aquella revista tenía algún tipo de maldición diabólica. Si no, no habría tenido
un sueño tan húmedo. Su recuerdo me producía una sensación extraña, de placer y
miedo. Y encima, había ocurrido justo en el momento de despertarme. Si hubiera
sido a mitad de la noche, a estas horas se habría secado, en cambio así...
¿Cuánto tiempo tardaría en secarse la sábana? Pensé en hacer yo la cama, pero eso
sería lo más sospechoso de todo, entonces seguro que mi madre la desharía
completamente y la descubriría mojada. Otra solución era esconder la sábana y
poner otra limpia. Pero ¿y si me descubría mi madre en plena operación? De pronto
se me ocurrió una idea genial, de esas que solo se tienen una vez en la vida,
cuando te ponen entre la espalda y la pared y no te queda más remedio que
sobrevivir.
En dos zancadas me planté en el cuarto de baño y cogí el secador de pelo de mi
hermana. Luego, en otras dos, me planté en mi cuarto y enchufé el secador. Estaba
a punto de terminar, cuando me sorprendió mi hermanita, especialista en este tipo
de sorpresas.
-¿Qué haces? ¿Por qué estás secando la cama? -me preguntó.
-Porque quiero, tú ocúpate de tus asuntos -le respondí malhumorado.
Pero mi hermanita, que es muy sensible, enseguida acusó el mal trato y se puso a
canturrear:
-¡Te has hecho pis! ¡Te has hecho pis! ¡Te has hecho pis!
Me abalancé sobre ella y, como primera medida, le tapé la boca. A continuación le
expliqué que se me había manchado la sábana con Coca-cola y me la cargaría con
mamá porque nos tiene terminantemente prohibido llevar bebidas y comida a
nuestro cuarto.
A mi hermana siempre le gusta que la haga partícipe de mis secretos, así que,
seguro de que no volvería a gritar, le quité la mano de la boca. Pero ella sintió que
tenía la sartén por el mango y quiso sacar provecho de la situación. Los niños de
ahora son demasiado espabilados.
-Si me dejas jugar hoy con tu Game Boy, no le digo nada a mamá -dijo con cara de
ángel.
¡Mi Game Boy! Me dieron ganas de darle dos tortas; una por pedirme mi mayor
tesoro, otra, por poner esa cara de ángel cuando estaba portándose como un
auténtico demonio.
-¡Vale! -dije desesperado. ¿Qué iba a hacer? Como siguiéramos discutiendo, me
cazaría mamá secando la sábana.