Naturaleza Fria

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REDIMIDA

POR LA MISMA SOCIEDAD BIENPENSANTE QUE LA RECHAZÓ TIEMPO


ATRÁS.

DIVIDIDA ENTRE LA LUZ DEL AMOR Y LA OSCURIDAD DE SU ALMA.


MALDITA POR UNA NATURALEZA SALVAJE QUE LA PERSIGUE ALLÁ DONDE VA…

De un día para otro, Juliet ha pasado de dormir en una sucia celda a


hacerlo en la habitación de una dama con sábanas de seda y un alegre
fuego en el hogar. Sin embargo, no ha dejado atrás las tinieblas.
Mientras lucha por encontrar una cura a su extraño mal, un sanguinario
asesino en serie está sembrando el terror en Londres… parece que la
naturaleza oscura persigue a Juliet allí donde va.
Megan Shepherd

Naturaleza fría
Naturaleza salvaje - 3

ePub r1.0
Titivillus 13.12.15
Título original: A Cold Legacy
Megan Shepherd, 2015
Traducción: Víctor Manuel García de Isusi

Editor digital: Titivillus


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PARA LENA Y NUESTROS AVENTUREROS
DE LAS TIERRAS ALTAS ESCOCESAS
Capítulo Uno
La última posada de la carretera a Inverness no era un sitio en el que morir.
Una lluvia gélida azotaba las contraventanas mientras me inclinaba sobre un
cuenco de sopa en un rincón de la planta baja del edificio. Al otro lado de la
mesa, Montgomery se frotaba la cicatriz del brazo y miraba por la ventana,
oteando la carretera embarrada para comprobar que no nos seguían. En el piso de
arriba, justo encima de nosotros y encadenado para proteger a los demás clientes,
Edward se moría.
Le cogí las manos a Montgomery y percibí su nerviosismo en ellas.
—Estamos a salvo. Nadie nos seguiría tan al norte.
Cubierto con una camisa raída y protegido por la pistola que llevaba al
costado se encontraba el joven con el que había convenido casarme. En mi dedo
llevaba su anillo de pedida de plata, arañado y abollado después de haber tenido
que escapar apresuradamente de Londres. Durante los tres últimos días, Lucy,
Edward y yo habíamos viajado apiñados en la caja del carruaje, mientras
Montgomery y Balthasar nos conducían, sin quejarse a pesar de la lluvia y de la
nieve, al norte, a la mansión Ballentyne, el hogar de Elizabeth von Stein, donde
teníamos la esperanza de escondernos.
Entrelacé los dedos con los de Montgomery. Yo tenía las manos frías, como
siempre. Las suyas eran cálidas y fuertes. Eran las manos de un cirujano, no de
un sirviente, pero imagino que eso ya no tenía ninguna importancia. Ahora, igual
que yo, no era sino un fugitivo.
Seguía mirando por la ventana.
—No dejo de pensar en que la policía nos encontrará.
—No hemos dejado ninguna pista. Además, Elizabeth se ha quedado allí
para asegurarse de que no sospechaban de nosotros. No hay razón alguna para
que nos relacionen con las… las muertes.
Muertes. Asesinatos, debería haber dicho. Días atrás, en los laboratorios del
sótano del King’s College, habíamos dado vida a cinco de las criaturas que había
en los tanques y que tanto se parecían a las de mi padre, y estas habían asesinado
con saña a los miembros más peligrosos del club en cuestión. No podía quitarme
de la cabeza la imagen de la sangre chorreando del tajo que el doctor Hastings
tenía en el cuello.
Montgomery y yo aún no habíamos hablado de lo que había sucedido en el
King’s College, aunque era consciente de que tantísima violencia lo perturbaba.
Había sido terrible… pero necesario. Aunque, por lo visto, no pensaba igual que
yo.
—Fuimos muy concienzudos —añadí con voz seca.
Puso mala cara. A punto estaba de responderme cuando una carcajada ahogó
sus palabras.
Molesta, me giré hacia la chimenea, donde una decena de hombres y mujeres
con la cara enrojecida y estridentes trajes y vestidos de raso intercambiaban
historias y disfrutaban de pintas de cerveza. Formaban parte de la compañía de
teatro que iba de feria de invierno en feria de invierno. Además de nosotros, no
había más clientes en la posada. Una mujer con el pelo ralo acabó de contar una
historia de fantasmas con un portentoso eructo y los demás estallaron en
risotadas.
No me di cuenta de lo tensa que estaba hasta que Montgomery se inclinó
hacia mí y me sugirió:
—Ignóralos.
—Contar historias de fantasmas es una fantochada —musité—. Bastantes
cosas aterradoras hay ya en el mundo. Solo un idiota querría pasar miedo a
posta.
En el piso de arriba se oyó el crujido de una tabla y me senté erguida, miré
hacia el techo y me pregunté qué tal lo llevaría Edward. Aunque habían pasado
unos días, no lograba entender cómo había sido capaz de envenenarse. Ya había
intentado suicidarse otras veces —intentos fallidos de acabar con el monstruo
que habitaba en su interior—, pero la bestia siempre había sido más fuerte. Hasta
el instante final, cuando la bestia y él estaban a punto de fundirse del todo, no
había sido capaz de tomar el arsénico. Habría muerto en cuestión de horas de no
ser porque Montgomery había robado medicinas en una botica de las afueras de
Liverpool con las que contrarrestar los peores efectos del veneno. No era una
cura, pero le daba una oportunidad.
Ahora, presa de la fiebre y de los delirios, Edward estaba atrapado en algún
punto entre la vida y la muerte, entre ser él mismo o la bestia. Lucy estaba con
él, atendiéndolo, sentada en la cama, mientras Balthasar montaba guardia en la
puerta.
Las tablas dejaron de crujir, lo que me tranquilizó. Me incliné hacia delante y
dejé que el pelo me tapara el rostro mientras jugueteaba con el anillo.
—¿Nos llamas idiotas, muchacha?
Me retiré el pelo de la cara para ver quién se estaba dirigiendo a mí. Se
trataba de un hombre delgado pero con una enorme tripa que hacía que le tirase
la casaca barata de raso verde que llevaba. «El jefe de la troupe», supuse.
La sala se había quedado en silencio, excepto por el crepitar del fuego y el
ruido de la posadera limpiando los vasos. Nadie de la compañía se reía.
—Era una conversación privada —le respondí—. No debería haber estado
escuchando si no quería enterarse de lo que pensamos.
El hombre enarcó las cejas, sorprendidísimo de que una mujer le hablase con
tal franqueza. Se levantó, cogió su taburete y se sentó tan cerca de mí que olí su
aliento a cerveza amarga.
—Tienes un acento muy fino. De la ciudad, ¿eh? Si sois listos, daréis media
vuelta —dijo, bajando la voz con aire muy teatral—. Tan al norte suceden cosas
extrañas. Fogonazos de luz de colores. Pozos de agua negra. Se dice que la mitad
de las mujeres huelen a bruja.
Pretendía asustarme, pero no lo estaba consiguiendo.
—Es probable que sea el jabón —respondí—. No creo que sea usted capaz
de reconocer ese olor.
La posadera rio con disimulo y Montgomery me apretó la mano.
—Lo que menos falta nos hace es llamar la atención —me susurró al oído.
Tenía razón. Empecé a girarme, pero el hombrecito agarró mi taburete con
una fuerza extraordinaria y me arrastró hacia él hasta que me tuvo a pocos
centímetros.
—Si tienes alguna historia de fantasmas mejor, muchacha… Cuéntanosla.
Montgomery suspiró y yo entrecerré los ojos. Debería haber subido a la
habitación. Debería haberlo dejado estar, pero estaba agitada y mi paciencia se
había convertido en un monstruo enojadizo. Si aquel hombre pensaba que no
tenía horrores que contarle, se equivocaba.
Abrí la boca. Podía hablarle de un demente que se había retirado a una isla
para experimentar con animales hasta que consiguió que hablasen y caminasen a
dos patas. O de un asesino que acechaba en las calles de Londres y que dejaba en
el lugar del crimen flores blancas manchadas de sangre. Podía subir y abrir la
puerta de la habitación de Edward para que la bestia sacase sus garras de quince
centímetros de largo y enseñase a aquellos titiriteros algo terrorífico de verdad.
—Tenemos por delante un viaje muy largo —respondió Montgomery por mí
—. Estamos muy nerviosos. No pretendíamos ofenderles. —El tono de su voz
era tan cortante que el hombre, aunque refunfuñando, volvió junto a la
chimenea. La mujer del pelo ralo soltó otro eructo.
—Sé cuidar de mí misma.
Montgomery arqueó una ceja.
—Sí, tirándole la sopa y peleándote con él. No es la primera vez que te
advierto de que tenemos que pasar desapercibidos. Voy a ver los caballos ahora
que todavía queda algo de luz. Cómete la sopa antes de que se enfríe. Te hace
buena falta.
Se puso el impermeable y salió de la posada. Fuera lo recibió la lluvia gélida.
Sola en la mesa e ignorando el escándalo que armaban los histriones, me quedé
un rato mirando el humo que salía de la sopa mientras calculaba la distancia que
nos quedaba hasta Ballentyne. Llevábamos tres días de viaje, pero la lluvia y la
nieve —además de un radio roto— nos habían retrasado, por lo que tal vez
quedase otro día entero para llegar. No era mucho tiempo para conseguir
estabilizar la fiebre de Edward hasta que fuéramos capaces de dar con una cura.
Oí unos pasos que se acercaban a la mesa y un hombre se dejó caer en la silla
de Montgomery. Dejé de hacer cálculos al tiempo que fruncía el ceño. Llevaba el
mismo traje estridente y de color verde que los demás actores, pero no lo había
visto entre ellos porque, de haberlo visto, no me habría olvidado de él. Tenía el
pelo y la tez morenas, así que se trataba de un extranjero proveniente de África o
de América. Entorné los ojos de nuevo.
—Ya le he dicho a su jefe que no les voy a contar ninguna historia.
—No es eso lo que quiero —su voz era grave y áspera, con trazas de un
acento lejano—, sino a ti, guapa.
Enarqué una ceja y me preparé para hacer realidad los miedos de
Montgomery y tirarle la sopa a alguien, pero sacó una baraja del tarot y la puso
sobre la mesa.
—O, mejor dicho, conocer tu destino.
Hice un gesto de impaciencia. Supongo que debí de parecerle la perfecta
víctima crédula: una jovencita con un vestido caro y que estaba muy lejos de
casa.
—Creo que ha querido decir que quiere mi dinero, pero siento decirle que no
creo en la buenaventura. Si me disculpa… —Hice ademán de levantarme.
Esbozó una sonrisa extraña y le dio la vuelta a la primera carta. Intenté no
mirar cuál era, pero me pudo la curiosidad.
El loco. En la carta aparecía un viajero con un hatillo al hombro y un perro
que lo seguía de cerca. Me quedé muda. El perro se parecía al mío, a Sharkey, y
yo estaba de viaje, aunque me dije que no era difícil deducir que una mujer en
una posada iba de viaje.
—¿Por qué ha elegido esa carta?
—Yo no la he elegido. Te ha elegido ella a ti.
Hice otro gesto de impaciencia.
—¿De verdad hay gente que se traga tanto teatro? Porque conmigo no
funciona.
Di media vuelta para marcharme. Tenía que comprobar qué tal estaba
Edward y relevar a Lucy y a Balthasar. Mañana iba a ser un largo día de viaje y a
todos nos vendría bien dormir.
—Dices que no crees en la buenaventura —comentó con la mano en la
siguiente carta—, pero estás intrigada, ¿a que sí? Ven, guapa. Una carta más.
Aunque sabía que era un truco, los pies no me respondieron. Giré la cabeza y
miré el mazo de mala gana.
—Vale, una más.
Sacó la carta. El emperador; un hombre con aspecto arrogante, el pelo cano y
una corona artificiosa.
—Un hombre ocupa tus pensamientos. ¿Un amante? ¿Un hermano? —Me
observó detenidamente—. No, un padre.
Me dejé caer en el taburete con todos los sentidos alerta. El fuego seguía
chisporroteando mientras los titiriteros susurraban entre sí. Noté que el corazón
me latía con fuerza. Sabía que no eran más que tonterías pero, de pronto, sentía
gran curiosidad por saber qué más iba a decirme el adivino, cuyo gesto dejaba
claro que se estaba entreteniendo.
—Hazme la pregunta que tienes en la cabeza. Luego, juzga por ti misma si la
buenaventura es o no real.
Tragué saliva y eché un vistazo a la sala con ciertos remordimientos. No me
lo estaba creyendo, claro está. Hacía tiempo que la ciencia había refutado la
adivinación… Y, aun así, deslicé una moneda por la mesa, bajé la voz e intenté
no mostrarme desesperada por oír lo que tenía que decirme.
—Sí, es mi padre. Quiero saber…
Pero no podía seguir. Los recuerdos de mi padre eran como una mano que
me estrangulaba, que me silenciaba. El adivino me miró fijamente a los ojos. Los
suyos estaban llenos de chispitas doradas. Sentí como si la habitación se
ensombreciese.
—Ejerce un poderoso influjo sobre ti, ¿eh? Influjo del que te gustaría
deshacerte, pero no te resulta tan fácil. Los hijos jamás escapan de los padres.
Sus palabras me conmovieron y volví a tragar saliva mientras miraba hacia
otro lado.
—Yo sí. Está muerto.
El adivino ni siquiera pestañeó.
—En estos casos, la muerte no sirve de nada.
Por unos instantes, sus palabras me sumieron en el silencio. Pensé en mi
padre, en su pasión por la ciencia, en su facilidad para concentrarse en la tarea
que tenía entre manos, en la ambigüedad de su moral, en su locura. De todo
aquello había visto pinceladas en mí misma. Imaginé cómo sería cuando
envejeciera: una científica con el pelo gris, brillante pero terrible, igual que él.
Uno de los histriones que había junto al fuego soltó una carcajada chillona y
parpadeé. La sala volvió a parecerme iluminada y también recuperé el
pensamiento racional.
—Sé cómo funciona esto —dije a toda prisa—. Usted no es adivino, tan solo
se le da bien interpretar la apariencia y los gestos y peculiaridades de las
personas. Es fácil llegar a la conclusión de que una joven tiene algún problema
con un hombre, por lo que pone sobre la mesa las posibilidades más obvias y
calibra mi reacción. A continuación, deja que sea yo misma quien extraiga sus
propias conclusiones. Usted no va a hacer sino decirme generalidades que
pueden aplicársele a cualquiera.
Me puse en pie, satisfecha de mí misma. Sin embargo, no podía negar que
una pequeña parte de mí estaba dispuesta a creer. En un mundo dominado por la
ciencia, no iría mal un poco de magia.
—Quédese la moneda —le dije con suavidad y me di la vuelta para
marcharme.
—La plata y el oro no son la única moneda —me respondió él, también con
suavidad—, con la virtud se paga en todo el mundo.
Me recorrió un escalofrío. De pronto, sentí como si volviera a ser una niña,
sentada en el regazo de mi padre mientras él leía voluminosos libros de su
biblioteca. Eurípides, en aquella encuadernación de cuero tan ajada. Había
intentado leer la frase cuando empezaba a aprender a leer, pero mi padre,
impaciente, la había acabado por mí.
«La plata y el oro no son la única moneda —había leído él—, con la virtud
se paga en todo el mundo».
Era una de las frases favoritas de mi padre. Apreté los dientes.
—¿Por qué ha dicho eso? ¿Por qué ha elegido esa frase en concreto?
Mi pregunta quedó apagada por unos pasos frenéticos que descendían por la
escalera. Todos los ocupantes de la sala se giraron para mirar a Lucy, que se
tambaleaba sin respiración. La chica tenía la mirada perdida desde que habíamos
dejado Londres. Se había enterado de que su padre era una persona perversa que
había financiado los experimentos criminales del mío y que había conspirado
con el King’s Club para sacar adelante aquella ciencia. Además, había
descubierto que el hombre del que estaba enamorada era un monstruo. Había
sido imposible consolarla después de que Edward se envenenara.
Me miró a los ojos. Ya no tenía la mirada perdida, sino desorbitada, lo que
me aceleró las pulsaciones.
—¡Juliet, corre, la fiebre ha remitido!
Capítulo Dos
Tiré de Lucy hasta la caja de la escalera, donde nadie pudiera oírnos.
—Se ha incorporado —dijo resollando—. Me ha mirado a los ojos y ha
dicho mi nombre. Lo he visto.
Edward llevaba tres días delirando, murmurando sinsentidos y luchando con
las cadenas. La prometedora —y peligrosa— idea de que recuperase la salud me
sacudió como una descarga eléctrica.
—Ve a buscar a Montgomery. Está en el establo. Date prisa.
Salió a la carrera por el vestíbulo y yo subí las escaleras de dos en dos,
pisándome el vestido. Abrí de par en par la puerta de la habitación de Edward:
era una habitación pequeña con una única cama, con el somier de cuerda, y una
cómoda vieja. Inclinado sobre Edward había un hombre gigantesco que parecía
un monstruo de hombros deformados y cara peluda, aunque para mí era como de
la familia.
—¿Es cierto, Balthasar? ¿Está lúcido?
—No estoy seguro, señorita —respondió titubeando y con sus grandes dedos
entrelazados—. Ahora mismo delira, eso está claro. Si ha tenido algún momento
de claridad, yo no lo he visto.
Me senté en la cama para tocarle la frente, que tenía cubierta de sudor.
—Edward —le susurré—, ¿me oyes?
Edward había estado enamorado de mí hacía un tiempo, y esperé que el
sonido de mi voz se abriese paso a través de su delirio. Sin embargo, lo único
que hizo fue apartar la cabeza de golpe como si mi tacto lo quemase. Llevaba
unas gruesas cadenas enrolladas en el torso que le mantenían las manos atadas
como medida de precaución. Poco les había faltado a la bestia y a él para
convertirse en uno solo en las últimas horas que habíamos pasado en Londres y,
ahora que habíamos conseguido neutralizar el veneno, no sabíamos con quién —
o con qué— nos encontraríamos cuando le bajase la fiebre. ¿Habría vencido una
de las mitades o se habrían fundido en una personalidad híbrida? Fuera como
fuese, Montgomery había insistido en que no le quitáramos las cadenas y yo no
me había opuesto. Al fin y al cabo, no tenía muy claro si quien se había
enamorado de mí era Edward o la bestia. Aunque quizá fuera más acertado decir
«obsesionado». En grado sumo, de hecho.
—Entonces, ¿no has visto cómo se incorporaba y hablaba?
Balthasar torció el gesto, indeciso. Había desarrollado un instinto protector
hacia Lucy, pero no era mentiroso.
—No, señorita —admitió—. Estaba al otro lado de la puerta. Creo que la
señorita Lucy… creo que tal vez lo desea tanto que se lo ha imaginado.
Sentí el pinchazo de la decepción en el corazón. Claro. Todos esperábamos
con ansia que Edward se recuperase, por lo que era fácil creer en los milagros.
Aquel era el joven que había vuelto a la isla para protegerme, que había
comprendido tanto mi lado oscuro como el luminoso. Nadie más había estado en
mi ático con goteras de Londres, junto con mi perro sarnoso y un edredón
harapiento. Y aun así, yo era todo lo que quería.
Acerqué la mano a unos centímetros de su hombro. Tenía los ojos cerrados y
el rostro inmóvil, como si estuviera muerto. Notaba su pulso, acelerado como un
caballo desbocado. Me resultaba verosímil que se hubiera sentado y hubiera
dicho algo. No podía culpar a mi amiga por haberlo imaginado. Menos aún
cuando, unos minutos antes, me había mostrado tan dispuesta a creer las palabras
de un adivino.
Lucy entró trastabillando, acompañada de Montgomery, que había cogido su
maletín de médico. Montgomery se arrodilló junto a Edward y examinó sus
signos vitales con la pericia de un cirujano.
—¿Y? —preguntó Lucy muy nerviosa.
Montgomery se quitó el estetoscopio y se pasó la mano por la cara, pero me
dio tiempo de ver el gesto de tristeza. Hubo un tiempo en el que ambos hombres
habían estado enfrentados, pero eso había cambiado después de que Edward se
sacrificara por nosotros. Al desentrañar la clave del diario de mi padre habíamos
descubierto que había creado a Edward a partir de la sangre de Montgomery.
Ahora, Edward era lo más parecido a un hermano para Montgomery, en cuerpo y
alma.
—Sigue teniendo mucha fiebre. La temperatura es muy alta, no ha remitido.
—Se ha sentado —insistió ella—. Me ha mirado y era Edward. ¡Lo juro! No
era el monstruo.
Los demás nos sentíamos incómodos porque no queríamos decirle lo que
pensábamos: que el estrés y la falta de sueño estaban haciendo que tuviera
visiones.
—Sé que te preocupas por él —le dije con suavidad—. Todos nos
preocupamos, pero tenemos que prepararnos para cualquier eventualidad. La
bestia era fortísima. No hay muchas posibilidades de que Edward haya
conseguido vencerla.
Lucy se pasó la mano por los rizos oscuros. Tenía los ojos enrojecidos por el
cansancio y se reflejaba en ellos un destello de locura.
—Juliet, te juro que lo he visto levantarse. Y lo he visto a él.
Le puse la mano en el hombro, en un gesto amable, mientras Montgomery
guardaba el instrumental.
—Venga, vamos a la cama. Tienes que descansar. Montgomery se encargará
de cuidar de Edward unas horas.
Hizo ademán de objetar de nuevo, pero rompió en un sollozo de frustración.
Me la llevé hasta la habitación que compartíamos y nos tumbamos en el colchón
de paja, que me daba picores a pesar de las muchas capas de mi vestido. Las
paredes eran tan finas que oí a Montgomery caminar arriba y abajo en la
habitación de al lado mientras hablaba con Balthasar en susurros y discutían
acerca de cuánto tiempo más podría sobrevivir Edward a aquella fiebre. Estaba
tan preocupada y somnolienta que me notaba torpe. Además, no era capaz de
quitarme de la cabeza las palabras del adivino.
El viento silbaba y me arrebujé en la manta. Lucy estaba exhausta y se
durmió enseguida. Me quedé observando cómo el reflejo de la débil luz
jugueteaba en su rostro mientras las pesadillas se cebaban con ella. Al moverse,
se le había quedado al descubierto un hombro y se le puso la piel de gallina. La
tapé hasta el cuello. En ese momento entre la vigilia y el sueño, los miedos
volvieron a asaltarme. ¿Nos encontraríamos con un cadáver encadenado cuando
despertáramos? ¿O ganaría la bestia y perderíamos a Edward para siempre?
Daba vueltas y más vueltas a aquellos pensamientos, como hace un panadero
con la masa. Mi padre había ganado en vida, pero resulta que también me estaba
ganando una vez muerto. Había creado a Edward y ahora se erigía en árbitro de
su destrucción. Me sumí en el sueño, mientras el enfado y la preocupación se
enredaban con la inquietud que me provocaba la conversación con el adivino.
Era imposible que me hubiera leído la mente, eso lo sabía… pero, claro, también
era cierto que muchas de las cosas que pensaba que eran imposibles se habían
revelado reales: como las personalidades múltiples, los animales parlantes y la
posibilidad de resucitar a los muertos.
Volví a centrarme en la conversación que había tenido con Elizabeth en el
carruaje antes de que nos dejara en Derby. En secreto, entre susurros, le había
preguntado: «Pero no es el final, ¿verdad? Me refiero a la muerte». Me había
mirado con miedo porque se había dado cuenta de que yo había atado cabos y
había entendido cuál era la oscura historia de su familia, a la que tanto el
profesor como ella solo habían hecho alusiones. Sus antepasados de Suiza… que
tuvieron que salir huyendo y cambiarse el apellido…
«¿Cómo se apellidaban?», había insistido yo. «Frankenstein», había admitido
ella por fin.

Abrí los ojos de par en par y, a oscuras, no supe dónde estaba. Un colchón que
me causaba picores, una única ventana por la que se veía la niebla. Me había
quedado dormida y había soñado con cosas imposibles.
En el carruaje, después de salir de Londres, Elizabeth me había revelado que
su familia descendía de Victor Frankenstein, el doctor brillante y legendario de
antaño, pero insistió en que sus descubrimientos científicos se habían perdido en
el olvido, junto con sus diarios. No había manera de repetir sus procedimientos y
devolver la vida a los muertos.
Exhalé el aire de los pulmones, y solo entonces me di cuenta de que lo había
estado conteniendo. Seguidamente me levanté de la cama, con el vestido color
lavanda que llevaba puesto arrugado. Giré el pomo de la puerta en silencio y salí
al pasillo para ir a ver a Montgomery.
Tan al norte, los días eran más cortos, pues la oscuridad se tragaba parte de la
mañana y parte de la noche, pero en aquel momento la primera luz del día
entraba por las ventanas del pasillo. Balthasar, con Sharkey hecho un ovillo a la
altura del pecho, dormía a la puerta de la habitación de Edward. Pasé por encima
de ellos con cuidado y entré de puntillas en la habitación. La puerta crujió un
poco y me fijé en que la cama estaba vacía.
Desde el salón llegaban voces y olor a café y bizcochitos recién hechos. El
estómago me recordó que la noche anterior solo había cenado un poco de sopa.
Bajé las escaleras y, una vez en el salón, me quedé de piedra.
Cuatro oficiales de la policía británica miraban hacia la barra, de espaldas a
mí, mientras hablaban con la posadera. Me puse tensa. El mero crujido de una
tabla podría alertarles de mi presencia.
—Dos chicas menores de dieciocho años que viajan con un sirviente que
rondará la veintena, además de con un hombre muy alto y deformado, y puede
que con un joven caballero —comentó uno de ellos.
No me atrevía a moverme. La posadera me miró con disimulo un mero
instante para advertirme. La policía nos buscaba a nosotros y ella lo sabía.
—¿Están seguros de que pasaron por aquí?
—Límpiate las orejas, mujer. He dicho que no tenemos certeza de nada. El
despacho dice que nadie los ha visto desde que huyeron de Londres, así que
estamos buscando por todas las carreteras principales por precaución. También
en las estaciones de tren y en los puertos, tanto en los barcos que llevan al
continente como en los que zarpan rumbo a América.
Otro de los oficiales se apoyó en el borde desportillado de la barra, aburrido.
—¿Cómo iban a dejar Londres para venir a un sitio como este? Ni los
criminales se esconderían en cenagales y prados llenos de mierda de oveja.
La posadera entrecerró los ojos. Las relaciones entre ingleses y escoceses
nunca habían sido fáciles, y estaba claro que aquellos cuatro eran más ingleses
que el té flojo. A la mujer se le iba poniendo la cara roja por momentos mientras
otro de los oficiales ojeaba los libros de contabilidad que había junto a la caja.
Le atizó con un trapo.
—Eh, no le he dado permiso para mirar esos libros.
—¡No vuelvas a darme con ese trapucho! —soltó el policía.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Contuve el aliento y di un paso
hacia atrás.
—Entonces, ¿has visto a alguien que encaje con esa descripción o no? —
insistió el jefe—. Tenemos trabajo.
La posadera me miró de nuevo mientras se mordía el interior del carrillo. La
mujer no nos debía nada. Éramos tan ingleses como los policías. Con que dijera
una sola palabra, acabaríamos en el interior del carruaje de detenidos y nos
llevarían a Londres para que nos juzgaran por asesinato. Una vez más, no pude
evitar que me viniera a la cabeza la imagen del doctor Hastings con los ojos
arrancados.
Di otro paso hacia atrás y una tabla crujió. Antes de que los oficiales se
dieran cuenta, la posadera sacudió la barra con el trapo y les respondió:
—Desde luego, si han pasado por aquí, no los he visto.
Me sentí la mar de aliviada, pero el alivio duró poco. Mientras la posadera
hacía ruido con unas jarras de metal, alguien me cogió por detrás y me llevó
hasta el pasillo lateral. Casi se me salió el corazón por la boca mientras me
agachaba para buscar el cuchillo que llevaba en la bota. Solo me relajé al
reconocer el olor de Montgomery, a heno y a cera de vela.
—Nos están buscando —le susurré.
—Lo sé. He preparado el carruaje y lo he escondido detrás del pajar.
Balthasar y yo nos encargaremos de Edward. Ve a avisar a Lucy y bajad nuestras
bolsas a la parte de atrás tan rápido como podáis.
Me apresuré a subir la escalera trasera, pero con pasos silenciosos. Por la
noche me había burlado de Montgomery por darles de comer a los caballos y
decirme que iba a esconder el carruaje. En aquel momento, en cambio, sus
preparativos ya no me parecían demasiado cautelosos.
Sacudí a Lucy, que se despertó jadeando, y la ayudé a ponerse el vestido sin
perder un instante.
—¿Cómo nos han encontrado? —susurró asustada.
—No, aún no saben que estamos aquí. Están buscando por todas las
carreteras principales. Ahora, tendremos que seguir por las secundarias.
Avanzaremos más despacio, pero no podemos arriesgarnos a que nos detengan.
Juntas, guardamos en las bolsas las pocas pertenencias con las que
viajábamos, y bajamos por la escalera trasera más en silencio que los ratones. A
Sharkey lo llevaba debajo del brazo. Empezaba a amanecer por los páramos
orientales, que estaban cubiertos por una densa mortaja de niebla plateada. Si
conseguíamos desaparecer en aquella niebla mientras la policía seguía distraída,
tendríamos una oportunidad de escapar.
Detrás de la posada, los caballos pisoteaban la tierra endurecida y, debido al
frío que hacía, expulsaban por los ollares chorros de vapor cálido mientras
Montgomery los guarnecía.
—Ya he metido a Edward en el carruaje. Sé que no hace falta que te recuerde
lo débil que está. Balthasar irá dentro con vosotras; su apariencia es muy
peculiar y no queremos llamar la atención.
Abrí la puerta del coche y vi a Edward tumbado a lo largo en uno de los
asientos, gimiendo algo incomprensible. Tenía los ojos cerrados y las cadenas
seguían atadas con fuerza. Entré y ayudé a Lucy a subir. Balthasar entró
atropelladamente detrás de nosotras y se puso a Sharkey en el regazo. Tan en
silencio como le fue posible, Montgomery llevó los caballos hasta el camino y,
poco a poco, los pasos de estos fueron perdiéndose en la niebla, hasta que
estuvimos tan envueltos por ella que no se veía ni la posada. Entonces, chasqueó
el látigo y los caballos rompieron a galopar.
Me agarré a la ventana para mantener el equilibrio. Lucy estaba sentada al
lado de Edward, con su cabeza en el regazo, y le pasaba los dedos por el pelo
empapado de sudor, al tiempo que le musitaba palabras dulces con las que le
aseguraba que superaría la fiebre y que no tardaría en volver a comer bizcochos
de canela. Me daba pena decirle que lo más probable es que Edward no la oyera,
y que no iba a recordar nada de lo que le estaba diciendo. Balthasar no tardó en
quedarse traspuesto; era capaz de quedarse dormido en cualquier lado.
Apartaba las cortinas de gasa cada pocos minutos para asegurarme de que no
nos seguían. Hasta que no transcurrieron un par de horas, no empecé a relajarme.
La niebla fue disipándose a eso del mediodía, y comprobé que los brezales eran
interminables, un mar de colinas rojizas y tierra congelada, preciosa a pesar de
su desolación, hipnótica a pesar de su monotonía. En un par de ocasiones
pasamos por aldeas, meras agrupaciones de granjas de piedra con chimeneas
cubiertas de musgo que no dejaban de echar humo; en una ocasión nos cruzamos
con un granjero, viejo y encorvado, a lomos de un pollino.
Por lo demás, solo había brezales, nubes de tormenta más al norte y las
incesantes palpitaciones de mi corazón.
Capítulo Tres
La tarde se iba oscureciendo a medida que la tormenta crecía. El estallido de un
trueno repentino hizo temblar el carruaje y pegué un salto. Las primeras gotas de
lluvia, gélidas, golpearon la ventana. Pensé en Montgomery, que estaba solo en
el pescante, encogido bajo su impermeable para protegerse de la lluvia y del
viento.
El resplandor de un relámpago iluminó las negras nubes. Miré por la ventana
para ver si divisaba en el horizonte los farolillos bamboleantes que indicarían
que la policía nos seguía en su carruaje, pero no vi nada.
Un trueno sonó tan cerca que Lucy se despertó, estremecida. Me miró a los
ojos.
—Solo es una tormenta —le dije con suavidad.
Balthasar se inclinó hacia ella y le dio unas palmaditas en la mano. Su oscura
zarpa envolvió por completo los delicados dedos de la muchacha. Tiempo atrás
aquel hombretón le daba pavor, pero ahora Lucy le devolvió el apretón y le puso
bien el cuello de la camisa, que llevaba torcido.
—¿Me tendrá miedo el servicio de Ballentyne? —le preguntó.
Lucy se echó a reír.
—Al principio, a todo el mundo le das miedo. Eres como un horror con patas
—le respondió, mientras le sacudía con dulzura el polvo del abrigo raído—. Pero
en cuanto te conozcan, te adorarán, como yo.
Me volví hacia la ventana y vi luces delante, inmóviles. Otra aldea. No, era
más grande. Un pueblo. Después de no haber presenciado sino un puñado de
signos de vida durante los últimos días, la perspectiva de cruzar un pueblo,
aunque fuera muy pequeño o estuviera en ruinas, me ponía nerviosa. Lucy
también arrugó la frente.
—En un lugar tan pequeño no habrá un puesto de policía, ¿verdad?
Con ademán protector, apoyó una mano en el pecho de Edward. El hombre
movió los labios, pero no emitió sonido alguno.
—Yo diría que no —respondí dubitativa—. En cualquier caso, estoy segura
de que abandonarán la búsqueda dentro de unos cuantos días.
En realidad, mi frase sonó a promesa vacía, y la dura mirada que me echó mi
amiga me confirmó que era consciente de ello.
Según nos acercábamos, las luces adquirieron la forma de velas en las
ventanas y de farolillos colgados en las puertas. El pueblo no era más que unas
cuantas carreteras embarradas que se cruzaban, pero después de tanto páramo
desolado olía a civilización.
Montgomery paró frente a una taberna. Se acercó a la puerta del carruaje y la
abrió solo un resquicio para que la lluvia no nos mojara.
—Voy a preguntar por dónde seguir. No podemos estar lejos.
Lo observamos cruzar la calle embarrada como si la lluvia gélida no lo
afectase lo más mínimo. En la ventana de la taberna apareció una cara. Una
mujer abrió la puerta y Montgomery habló con ella durante unos instantes, tras
lo cual volvió a trancadas por el barro.
—Estamos en Quick. La mansión se encuentra a ocho kilómetros de aquí.
—¿Lo has oído? —le murmuró Lucy a Edward mientras le acariciaba el pelo
—. Casi hemos llegado. Aguanta un poco más. Una vez allí, te curaremos.
Montgomery me miró. Ninguno de los dos quería recordarle a Lucy que la
posibilidad de que la fiebre de Edward remitiese —y apareciera la bestia—
quizás era más aterradora que la propia fiebre. Al menos, delirando no suponía
ninguna amenaza.
—Pues sigamos adelante —le susurré—. Y date prisa.
Cerró la puerta y, en un instante, volvíamos a estar en marcha dejando atrás
Quick. Al poco, el pueblo no era más que una serie de luces que iban
desdibujándose en lontananza. La tormenta fue en aumento, por lo que transitar
por la carretera se convirtió en algo todavía más complicado. Durante el viaje,
Edward no había dejado de mover los ojos a uno y otro lado bajo los párpados.
Un trueno sonó cerca y Lucy gritó. Montgomery azotó a los caballos con
más fuerza. Nos llevaba por aquella carretera irregular a toda velocidad con la
intención de dejar atrás la tormenta. Me giré para mirar por la ventana de atrás.
La lluvia caía a cántaros y, a uno de los lados, en paralelo al camino, se veía una
cerca de piedra.
—Debemos de estar acercándonos —comenté.
—Pero no vamos a llegar —dijo Lucy angustiada—. ¡Como siga
conduciendo así nos vamos a estrellar!
El camino se hizo más ancho y más recto, lo que nos permitió viajar más
rápido. Un relámpago cayó cerca de nosotros y me deslumbró. Los caballos se
encabritaron. Lucy chilló y se tapó los ojos, pero yo no podía dejar de mirar. El
rayo había caído en un enorme roble que había crecido retorcido tras siglos de
ventoleras. El árbol se incendió a pesar de la lluvia y vi que un tajo humeante —
la marca de muerte dejada por el rayo— lo recorría de arriba abajo. Me quedé
observando hasta que la lluvia apagó casi todas las llamas, aunque la madera
siguió humeando y escupiendo cenizas calientes en mitad de la noche.
Los caballos piafaron y me agarré a la ventana para no caerme. A esa
velocidad, bastaba con que pisáramos una piedra para que el carruaje volcara y
se hiciera añicos. Era una locura ir tan rápido. ¿Acaso no podría Montgomery
calmar a los caballos?
Justo cuando creía que el carruaje estaba a punto de perder el control, se
detuvo de golpe y salí despedida contra los asientos de delante. Me enredé entre
los brazos de Lucy y las cadenas de Edward tintinaron. Balthasar gruñó y por fin
se despertó. Mientras intentábamos recobrarnos y levantarnos del suelo, se abrió
la puerta.
Montgomery estaba bajo la lluvia. Temí que fuera a decir que se había roto
otro radio, que alguno de los caballos estaba cojo o que íbamos a tener que pasar
la noche bajo aquella terrible tormenta.
Pero, entonces, vi las luces que había detrás de él y la noche cobró la forma
de una mansión de piedra con varias torres y faroles brillantes que resplandecían
en las ventanas mientras las gárgolas del tejado vomitaban la lluvia en el patio de
piedra.
Montgomery me miró por debajo del ala de su sombrero y dijo:
—Hemos llegado.

La aldaba de hierro estaba helada, pero llamé una y otra vez. Lucy estaba a mi
lado, pegada a mí, con la manta por encima de la cabeza. A ambas nos caía la
lluvia por la cara. En el patio, Montgomery sujetaba los caballos para evitar que
volvieran a encabritarse. Balthasar seguía en el carruaje, junto con Edward y
Sharkey, que estaban escondidos. Una cosa era que llegasen desconocidos en
mitad de una noche tormentosa y, otra, que lo hiciesen acompañados de un
monstruo, un paciente delirante y envuelto en cadenas de pies a cabeza, y un
chucho callejero.
La puerta se abrió por fin y lo hizo con un chirrido. Consciente de que debía
tener un aspecto horrible, intenté secarme la lluvia de la cara y rebusqué la carta
de presentación que llevaba a salvo en los pliegues del vestido. Elizabeth me
había dicho que la señora McKenna era el ama de llaves y me esperaba encontrar
una mujer de aire severo con un moño apretado y entrecano. Muy al contrario, la
que estaba al otro lado era una mujer joven y tremendamente guapa, con la piel
del color de la miel de trébol y el pelo suelto y oscuro. Si se había sorprendido al
recibir sin previo aviso y por la noche a extraños empapados, no dio muestras de
ello.
—Siento llegar sin avisar —dije bien alto para que se me oyera por encima
del martilleo de la lluvia—. Venimos de parte de Elizabeth von Stein. Soy su
pupila.
La mujer no abrió más la puerta. Su rostro no mostraba expresión alguna,
excepto, quizá, la de una leve sospecha. El estilo de su vestido era anticuado y
puritano y la tapaba desde el mentón hasta los pies. Llevaba guantes blancos,
aunque no me quedaba claro si era por motivos religiosos o por el frío.
Lucy me lanzó una mirada inquisitiva y enseguida supe qué estaba pensando.
La joven, con aquel pelo tan negro y la piel oscura, parecía gitana. ¿Qué haría
una gitana tan al norte de Escocia… y vestida como una puritana?
—¿Podemos pasar? —pregunté, dado el hosco silencio de la mujer.
Miró a Montgomery y, tras llevarse la mano al cuello del vestido, jugueteó
con el último botón.
—¿La pupila de Elizabeth? —dijo, en un tono de voz monocorde—.
Elizabeth no tiene pupilas.
—Su tío, el profesor Von Stein, era mi tutor, pero ha fallecido hace poco y
Elizabeth me ha acogido. Tengo papeles para demostrarlo. —Miré hacia el
carruaje—. Le estaríamos muy agradecidos si nos dejase guardar los caballos en
el establo durante la tormenta.
De mala gana, la mujer señaló con el mentón hacia la zona este de la casa.
Montgomery llevó allí los caballos y nos dejó solas. La mujer abrió más la
puerta para que pudiéramos pasar, tras lo que la cerró acompañada de los
chirridos de los goznes. El sonido me sobresaltó. Estábamos en el centro de un
gran vestíbulo, empapando el suelo de piedra, y Lucy tenía los ojos como platos.
La estancia era de estilo gótico y, por su apariencia, muy antigua. En las paredes
había tapices que habían perdido el color y que no hacían sino acumular polvo.
Una imponente escalera de piedra ascendía hasta el piso de arriba, del que
colgaba una araña que titilaba. La luz era sorprendentemente intensa. Para
empezar, me pareció que no se trataba de luz de velas pero ¿cómo era posible
que Elizabeth tuviera electricidad tan lejos de núcleos urbanos?
La joven gitana empezó a caminar. Lo hacía arrastrando los pies.
Me llevé una mano helada al pelo para quitarme los rizos de la cara.
—Me llamo Juliet Moreau y mi amiga es Lucy Radcliffe. Tome la carta de
presentación que me escribió Elizabeth…
Intenté desatarme los botones para sacar la carta humedecida, pero tenía los
dedos entumecidos. El fuego que ardía en el recibidor principal no era suficiente
para quitarme el frío. Mientras rebuscaba entre las distintas capas de ropa, un
reloj dio la hora desde otra habitación, lo que solo sirvió para remarcar el
profundo silencio que reinaba en la casa. Miré a Lucy. No había esperado un
recibimiento tan frío en Ballentyne y, por lo que a mi amiga respectaba, parecía
dispuesta a salir corriendo y pasar la noche a la intemperie.
Oímos que una puerta se cerraba de golpe en la otra punta de la mansión y
me giré hacia la entrada. La mujer gitana avanzó despacio hasta un rincón
alejado, donde se oían voces bajas de hombre y pisadas fuertes que se acercaban.
Montgomery y Balthasar entraron en la habitación con las manos en la nuca,
como si fueran prisioneros de guerra. Los seguía un sirviente con el pelo gris y la
cara afilada como la de un zorro hambriento, que les apuntaba a la cabeza con un
rifle.
—¡Alto! —chillé—. ¡Somos amigos de Elizabeth!
El sirviente me ignoró.
—Les he encontrado dos pistolas y este rifle. Llevan un hombre encadenado
en el carruaje. Un prisionero, lo más probable. Deberíamos avisar a alguien de
Quick para que telegrafíe a la policía.
Se me desbocó el corazón.
—¡No es ningún prisionero!
Mi tono sonó tan cortante que se quedaron sorprendidos. El hombre ladeó la
cabeza para mirarme y me fijé en que le faltaba la oreja izquierda; en su lugar,
solo había una cicatriz irregular. Lucy se pegó a mí.
—Se llama Edward Prince y está muy enfermo —proseguí—. Lo llevamos
encadenado para que no se lastime a sí mismo por efecto de su delirio. No es
ninguna amenaza y tampoco lo somos nosotros, por lo que puede bajar el arma y
olvidarse de avisar a la policía. —Me enfrasqué en la búsqueda de la carta de
Elizabeth hasta que por fin di con ella y se la tendí de malos modos a la joven—.
Es de Elizabeth. En ella explica…
—Sé leer —respondió con frialdad la mujer, mientras la abría.
Lucy me agarró. Acostumbraba a ser mucho más valiente que yo, pero me
temo que ella destacaba en los salones de baile o de té. Allí, sin embargo, en el
último bastión de la civilización antes de llegar a la Escocia más salvaje, era la
primera vez que la veía quedarse sin palabras.
La mujer acabó de leer y miró al otro sirviente.
—Dicen la verdad.
Aunque había esperado que la carta disipase sus sospechas, su voz sonaba
todavía más fría que antes. Aun así, el hombre bajó el arma.
Montgomery se quitó el sombrero y se echó hacia atrás el pelo, que tenía
empapado.
—Balthasar, trae a Edward y nuestras maletas, por favor.
Balthasar se sacudió como hacen los perros cuando están mojados, dio media
vuelta y emprendió la marcha. Se oyó un trueno y la luz de la araña se atenuó,
con lo que el vestíbulo quedó casi en penumbra mientras el viento aullaba.
Enseguida, la lámpara recuperó la potencia.
—Me llamo Valentina —dijo la muchacha con sequedad—. Después del ama
de llaves, yo soy quien manda. Él es Carlyle, el guardabosques. No estamos
acostumbrados a que Elizabeth envíe invitados, y mucho menos, pupilos.
—Lo entiendo, pero estamos poniéndoles el suelo perdido de agua. —
Acompañé la frase de una risita nerviosa—. ¿Hay algún sitio en el que podamos
secarnos y calentarnos? Estamos congelados —añadí. No podía dejar de temblar
y no era solo por el frío.
Valentina señaló con la cabeza la gran chimenea, en la que ardía un alegre
fuego.
—Esperen aquí. Voy a comunicarle a McKenna que han llegado.
Intercambió otra mirada con Carlyle, que la siguió fuera del recibidor.
Nos quedamos en el silencioso vestíbulo. Por encima de nuestras cabezas
colgaban retratos antiguos y desvaídos de personas que parecían observarnos de
verdad. Se me puso la carne de gallina, como si las paredes tuvieran ojos y
oídos, y estuvieran todos fijos en nosotros.
Por fin, Lucy rompió el silencio al acercarse al fuego con paso decidido.
—¿Tan terrible sería que nos ofrecieran una toalla? —siseó por lo bajo—.
¿Un poco de té? Ni que fuéramos leprosos.
Me alegraba de que, por lo menos, pudiera hablar. Nos acurrucamos junto a
la chimenea y acercamos las manos al fuego. Montgomery colgó su
impermeable en un gancho que había al lado.
—Elizabeth me advirtió de que no estaban acostumbrados a las convenciones
sociales —dije, para disculparlos.
Lucy se mofó. Detrás de ella colgaba un pesado tapiz de hilos deslucidos en
el que se representaba a un jabalí.
—¿Que no están acostumbrados? ¡Pero si parece que se hayan criado entre
lobos! No creo que Elizabeth fuera a tolerar un comportamiento así en caso de
que estuviera aquí. ¡Han apuntado a Montgomery con un rifle!
Me froté las manos frente al fuego y pensé en el día en que conocí a
Elizabeth. Me había arrastrado al interior de la casa del profesor por una de las
ventanas de la cocina y me había dejado caer al suelo de baldosas. Quizá no
debiera sorprenderme por aquel recibimiento.
—Debemos confiar en su buena voluntad —dije—. Me alegro de haber
salido del carruaje. Además, Elizabeth llegará dentro de unos días…
Una puerta se cerró de golpe y Valentina entró, aunque sin toalla o manta
alguna con la que secarnos. Si se había dado cuenta de que estábamos calados
hasta los huesos y temblando, esto debía de proporcionarle una satisfacción
perversa.
—Carlyle ayudará a su amigo a descargar el carruaje y a subir al caballero
enfermo. McKenna dice que los lleve abajo para que conozcan al resto del
servicio. Han llegado en un momento muy desafortunado. Estamos en mitad de
un funeral.
Lucy se puso pálida y preguntó:
—¿Quién ha muerto?
Valentina esbozó una mueca con los labios. Era la primera muestra de
emoción que veíamos entre tanto mal humor.
—El último grupo de extraños que llamó a esta puerta.
No me quedó claro si era una broma.
—Síganme. El suelo estará congelado hasta el primer deshielo de primavera.
No podemos enterrar los cadáveres hasta entonces, así que celebramos los
funerales dentro.
Dudé.
—¿Dentro? ¿Dónde?
La muchacha me miró a los ojos y me di cuenta de que no estaba tan segura
de querer saber dónde los guardaban. Por lo visto, la mansión Ballentyne no era
un refugio tan seguro como yo había esperado.
—Ya lo verá. Espero por su bien, señorita Moreau, si de verdad es usted la
pupila de la señora, que tenga una constitución tan fuerte como la suya.
Capítulo Cuatro
Valentina nos guio por las escaleras de la húmeda bodega con una palmatoria en
la mano, a pesar de que el camino estaba iluminado con luz eléctrica.
—Es mejor no confiar en la electricidad —explicó por encima del hombro—.
La luz se ha ido en innumerables ocasiones cuando estaba aquí abajo y esto está
más oscuro que la cueva del diablo.
Cuanto más bajábamos, más frío era el aire. Bajo la tenue luz, mi aliento se
condensaba en nubes. No me extrañó que guardaran allí los cadáveres, pues la
temperatura y los gases sulfúricos del moho los preservarían casi en perfectas
condiciones hasta el deshielo de primavera. Además, las paredes de piedra
impedían el paso de las alimañas.
Montgomery me seguía de cerca, pero Lucy iba un poco más rezagada, con
la bastilla levantada como si no quisiera arrastrarla por los resbaladizos peldaños
de piedra de la escalera de caracol. Por fin llegamos abajo, donde oímos un
sonsonete lejano proveniente de una habitación situada algo más adelante, de la
cual salía un ligero resplandor de luz eléctrica.
—Fue la plaga —comentó Valentina.
—¿La plaga? —se interesó Lucy.
—Los que han muerto. Los mató la plaga. Vagabundos que seguían el
circuito de ferias de invierno. Había varias mujeres y niños entre ellos.
Hablaba como si nada, como si los niños muertos fueran como las ovejas del
paisaje. Lucy jadeó, pero a mí no me impresionó la actitud directa de la
muchacha. En Londres, todo se limitaba a acudir a meriendas donde la cubertería
era de plata; todo era muy refinado, muy educado. Al menos, aquellas personas,
por hoscas que fueran, no cerraban los ojos ante los peligros que las rodeaban.
Lucy se levantó aún más la falda, como si la plaga pudiera estar agazapada
entre las piedras húmedas del suelo, y Valentina sonrió. Entramos detrás de ella
en una sala donde una decena de sirvientes, más o menos, la mayoría de ellos
niñas, se reunían alrededor de una cruz de latón dispuesta en un altar.
—¿Una capilla? —me susurró Lucy—. ¿En el sótano?
Asentí. Había oído hablar de sitios así. En las zonas de clima tan frío en las
que durante la mitad del año era casi imposible salir a la calle sin congelarse, las
casas antiguas solían tener su propia capilla. Parte de esta —medio en ruinas—
parecía datar de la Edad Media.
Algunas de las niñas levantaron la mirada cuando entramos, muertas de
curiosidad. Ninguna de ellas iba vestida de forma tan puritana como Valentina,
aunque llevaban prendas recatadas y pasadas de moda. El contraste de sus ojos
risueños y sus mejillas coloradas era muy grande. Era evidente que los finados
les daban igual, porque me fijé en cómo intercambiaban unos pocos comentarios
emocionados acerca de los elegantes vestidos que llevábamos Lucy y yo, y de lo
atractivo que era Montgomery. Valentina les chistó y volvieron a concentrarse.
En la zona principal de la sala había una mujer de más edad con una trenza
pelirroja en la que empezaban a asomar algunas canas, vestida con unos
pantalones de hombre, de tweed, cuyos bajos llevaba metidos dentro de unas
gruesas botas de goma. Leía, con fuerte acento escocés, unos versos lúgubres de
un libro encuadernado en cuero. Todavía no había advertido nuestra presencia.
Cuando me fijé mejor, me di cuenta de que, en realidad, todos los sirvientes
eran mujeres, la mayoría de ellas poco más que niñas. ¿Dónde estaban los
hombres, aparte del viejo guardabosques?
Montgomery se quedó en el quicio de la puerta, como si cruzarla fuera
sacrilegio. Cuando lo miré, fruncía el ceño.
—¿Qué te pasa?
Se inclinó y me respondió al oído:
—Los muertos. No esperaba que hubiera tantos.
Las sirvientas se movieron y me di cuenta de a qué se refería. Había una
decena de cadáveres sobre las bancadas de piedra y también en el suelo,
amortajados con sábanas blancas. Me dio un vuelco el estómago, pues me
recordó a la sala de autopsias del King’s College, donde las víctimas de Edward
yacían de la misma manera. Supuse que, después de la masacre, habrían
dispuesto de igual manera al doctor Hastings y a los otros a los que yo había
matado. Sus esposas e hijos habrían tenido que acercarse para identificar los
cadáveres. De repente, me mareé.
Lucy contuvo el aliento y se santiguó.
—No te preocupes —le susurró Montgomery—, hace tiempo que los
gérmenes habrán desaparecido. No hay peligro de que nos contagiemos.
Valentina paseó entre las sirvientas y pasó sin ceremonias por encima de uno
de los cadáveres, para susurrar algo a la mujer de más edad, que nos miró de
repente mientras pronunciaba unas últimas palabras. En cuanto el breve servicio
concluyó, la mujer pelirroja nos pidió que la siguiéramos al pasillo.
—¡Dios mío! —dijo mientras se llevaba una mano al pecho—, ¿¡extraños
durante una tormenta así!? ¡Y mira que llegar durante el funeral de estas pobres
almas…! Deben de estar ustedes sorprendidos. ¡Pero si están congelados!
Seguro que, además, se mueren de hambre.
La mujer se comportaba con un aire maternal que hizo que me sintiera
cómoda incluso entre los muertos, lo que me quitó un gran peso de encima. Al
menos, alguien nos recibía como era menester.
—¿Es usted la señora McKenna? —le pregunté.
—Así es, querida. Mi familia lleva generaciones ayudando a los Von Stein a
llevar esta mansión. Están ustedes en buenas manos, se lo prometo. Y siendo la
señora quien los envía, ¡son más que bienvenidos! —Se giró hacia la capilla—.
Lily, Moira, id a preparar las habitaciones de la segunda planta para nuestros
invitados.
Dos de las chicas mayores salieron al pasillo, más que agradecidas de poder
abandonar aquel tétrico funeral. La señora McKenna me cogió las manos, luego
se las cogió a Lucy, e incluso estrechó las enormes manos de Montgomery. Nos
las frotó, como si fuéramos niños, y chistó al comprobar lo frías que las
teníamos.
—Acompáñenme, ratoncillos, que los voy a calentar.
Miré una última vez los cadáveres. El ama de llaves me puso una mano en el
hombro y me hizo apartar la mirada.
—Sí, es una pena. Se refugiaron aquí hace un par de semanas. No podía
negarme y menos cuando viajaban con tantos niños. La señora habría hecho lo
mismo. Pero traían la plaga consigo, que se los llevó a todos de la noche a la
mañana. Dudo mucho que tengan parientes que vayan a venir a reclamar los
cadáveres.
—¿Ninguno de ustedes contrajo la enfermedad? —pregunté mientras
ascendíamos por la escalera de caracol.
Valentina nos seguía en silencio.
—¡No, gracias al cielo! Los vagabundos dormían en el establo de las cabras.
Ordené a Carlyle que lo quemara, por precaución, aunque en esta zona y en esta
época del año, hace demasiado frío como para que las enfermedades se
extiendan con facilidad. Además, mantenemos la casa muy limpia.
Me sorprendió que tuviera conocimientos de biología, pero no más que el
hecho de que Valentina supiera leer. Era raro que los sirvientes hubieran recibido
educación, en especial en zonas tan rurales.
Llegamos a la cocina, una estancia cavernosa en la que rugía un fuego sobre
el cual se estaban asando dos gansos en un espetón. Tenía tanta hambre que me
dio un vuelco el estómago. Era una chica delgaducha la que estaba preparando el
asado. Se mordía las uñas mientras nos observaba con sus ojillos redondos. El
ama de llaves abrió una lata y nos tendió a cada uno de los tres un bizcocho
crujiente.
—Con eso aguantarán hasta la hora de cenar. Ahora, les llevarán a sus
habitaciones y mañana les enseñaré la mansión y los terrenos; si amaina la
tormenta, claro. A veces llueve tanto que los diques se rompen y la carretera de
Quick queda inundada durante días. Más de una vez nos hemos quedado
incomunicados. Como si viviéramos en una isla. —Me tendió el candelabro que
había en la mesa—. Tome. Lo más probable es que nos quedemos sin
electricidad si el viento sigue soplando así. Sigan a Valentina, que será quien les
enseñe sus dormitorios. Me aseguraré de que las chicas cuiden de su amigo
enfermo. Tiene fiebre, ¿no es así? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Es
terrible. Lo acomodaremos en una habitación con chimenea para que esté
caliente.
—Sería estupendo… —empezó a decir Lucy.
—No —la interrumpió Montgomery—. Nada de fuego. Ni tampoco objetos
punzantes. Y asegúrense de que la habitación tiene una cerradura resistente. Nos
encargaremos de él nosotros, no sus muchachas.
El ama de llaves enarcó las cejas y miró a Valentina, pero, como los buenos
sirvientes, no hizo preguntas.
—En ese caso, nada de fuego. Y una habitación con una cerradura adicional.
—Hizo una pausa—. ¿Les importa que lea la carta de presentación?
Se la tendí y la leyó. Luego, levantó la mirada con expresión de sorpresa y
nos miró a Montgomery y a mí.
—¿Prometidos? —preguntó.
Detrás de ella, la cocinera delgaducha carraspeó.
—Sí —respondí preocupada—. ¿Hay… hay algún problema?
Teniendo en cuenta que iban tapadas hasta el cuello y que no les asomaban ni
las muñecas, puede que fueran de esas personas tan religiosas que no aprobaban
que Montgomery y yo viajáramos juntos sin estar casados.
—Ninguno, ratoncillo. —La señora McKenna miró a la delgada cocinera,
que esbozaba una sonrisa tan luminosa que parecía fuera de lugar en aquella casa
—. Es solo que, con excepción del viejo Carlyle, están ustedes en una casa de
mujeres. Hace muchísimo tiempo que no tenemos ocasión de celebrar
acontecimientos como bodas. A las chicas les encantaría ayudar con los
preparativos. Quizás en primavera, después del deshielo, o en verano, cuando el
campo esté florido. Las animaría mucho, sobre todo después de un invierno tan
duro como este.
Sonreí.
—Nos encantaría que nos ayudaran y la primavera sería una buena época.
Con el bizcocho en la tripa, Montgomery a mi lado y las muchachas riéndose
solo de pensar en planes de boda, aquello empezaba a parecerse más a un hogar,
por lo que hice un esfuerzo para convencerme de que la sensación de
incomodidad que había sentido al llegar solo había sido producto de los nervios
del camino.
Le apreté la mano a Montgomery, pero la mirada de preocupación que me
lanzó me hizo pensar que él no se sentía tan tranquilo como yo.

—La mansión tiene tres plantas, sin contar el sótano —explicó Valentina
mientras nos guiaba escaleras arriba.
Balthasar nos seguía con las tres bolsas de viaje al hombro. Dos de las
sirvientas lo flanqueaban con sábanas de lino limpias en los brazos y, de vez en
cuando, alzaban la vista para mirarlo. Una de ellas era coja, por lo que caminaba
casi tan despacio como él. No solo no se mostraban asustadas, sino que parecían
fascinadas por su presencia.
—Y sin contar las torres —continuó Valentina—. Hay una en el ala sur y otra
en la norte. La del norte es la más grande. Allí se encuentra el observatorio de la
señora. Yo soy la única que tiene llave, debido a lo delicado que es el equipo que
se guarda allí. Me ha enseñado a usar la mayor parte de los telescopios,
refractores y cartas astrales. A su vez, yo enseño a las chicas mayores. A
menudo, se considera malo que las niñas estén educadas, pero estoy decidida a
que las que vivan aquí tengan la cabeza bien amueblada —dijo, mientras me
lanzaba una mirada fría—. Entre McKenna y yo nos las arreglamos bastante bien
durante las ausencias de Elizabeth. Aunque todas ansiamos su retorno, claro está.
Las escaleras crujían y la mujer nos explicó que los dormitorios y una gran
biblioteca, donde servían el desayuno, ocupaban la mayor parte de la segunda
planta. Las habitaciones de las sirvientas estaban en la tercera planta, y
McKenna y ella tenían dos grandes dormitorios en las esquinas del desván.
Carlyle dormía en el apartamento que había sobre el pajar. Con su mano
enguantada, me tendió dos llaves en un aro.
—Una es la de su habitación y la otra es la de su amigo enfermo. Pueden
ustedes ir a cualquier parte de la casa que no esté cerrada con llave; es decir, el
observatorio y los aposentos de la señora.
—¿Y mi perro?
—Carlyle lo ha llevado al pajar. Allí hay muchas ratas a las que podrá dar
caza.
Lucy se sorprendió.
—¿Se supone que ha de comer ratas?
Valentina lanzó una mirada fulminante al elegante vestido de ciudad que
llevaba Lucy.
—No me había fijado en que fuera un perro de la realeza. ¿Quiere que le
pongamos una cama de plumas y un cuenco de plata?
Lucy respiró hondo. Solo faltaba que le saliera humo por las orejas. Dudo
mucho de que alguna vez le hubieran hablado con tanta osadía, y mucho menos
una sirvienta. La cogí por el brazo y la retuve.
—Con ratas será suficiente —dije.
Valentina esbozó una ligera sonrisa y siguió subiendo las escaleras.
Llegamos a la segunda planta, donde se abría un largo pasillo iluminado por
las titilantes luces eléctricas. Las ventanas estaban flanqueadas por cortinas
gruesas y entre ventana y ventana había colgados retratos antiguos.
—La familia Ballentyne —nos explicó Valentina mientras señalaba los
cuadros—. Ese de ahí es el bisabuelo de la señora; y esa mujer, su bisabuela.
—Pensaba que los dueños de la casa eran los Franken… digo… los Von
Stein —dije.
—¿Se refiere a Victor Frankenstein? No es necesario que se ande con
secretos, señorita Moreau. Elizabeth confía del todo en nosotras y nos ha
contado la historia de su familia. Los Ballentyne eran los propietarios originales
de esta mansión. El primer lord Ballentyne la construyó en 1663 sobre las ruinas
de las estructuras anteriores. Era algo excéntrico. Por lo visto, se volvió loco.
Montgomery se detuvo para que a Balthasar le diera tiempo de alcanzarnos.
Las dos muchachas seguían a su lado y escondían sonrisitas con las manos. La
de la cojera se acercó hasta donde estaba Valentina y le tiró de la falda. La
muchacha se agachó para ver qué quería.
—La chica dice que su silencioso compañero, el señor Balthasar… Se llama
así, ¿no? Dice que es como de la familia. —Señaló un pequeño retrato colgado
junto a una lámpara eléctrica que no dejaba de parpadear—. Dice que es el
espíritu de Igor Zagoskin.
En el cuadro aparecía un hombre grande, jorobado y con el rostro cubierto de
barba, que vestía un traje pasado de moda. Balthasar, perplejo, parpadeó al ver el
retrato. El parecido era asombroso.
—¿De quién se trata? —preguntó Montgomery.
—Era uno de los sirvientes de confianza de lord Ballentyne, allá por 1660.
Se dice que era un hombre muy inteligente, fuerte como un toro. Ayudó a
Ballentyne en sus estudios de astronomía.
Balthasar parpadeó unas cuantas veces más, incapaz de salir de su asombro;
luego, sonrió a la niña coja.
—Gracias, señorita —le dijo—. Me gusta su aspecto. Espero estar a la altura.
—Este es su dormitorio, señorita Moreau —comentó Valentina.
Abrió una puerta que daba a una habitación de la que salía olor a cerrado,
como si hiciera décadas que nadie la utilizaba. No obstante, estaba muy limpia y
ordenada. Balthasar dejó mi bolsa sobre la suave alfombra. Valentina me dio una
llave más pequeña.
—¿Para qué es? —le pregunté, pues la puerta del dormitorio solo tenía una
cerradura.
—Es un regalo de bienvenida de McKenna —dijo, y sonrió—. Seguro que lo
entenderá enseguida. Lord Ballentyne fue muy imaginativo cuando construyó
esta casa.
La sirvienta de la cojera soltó una risita nerviosa y Valentina le chistó para
que parara y se la llevó de la habitación empujándola con suavidad con la mano,
con lo que me quedé sola mientras el ama de llaves les enseñaba sus dormitorios
a los demás.
Me acerqué a la ventana pero, con tanta lluvia, apenas se veía nada. Cayó un
relámpago que iluminó algo blanco y fantasmal. Di un respingo. Parecía una
sábana enorme que giraba a una velocidad vertiginosa y me llevé la mano al
corazón antes de darme cuenta de qué se trataba: era un molino.
Ahora ya sabía cuál era la fuente de la electricidad que alumbraba la
mansión. En las demás ventanas de esta ala también titilaban luces y me
pregunté cuáles serían las habitaciones de Montgomery y de Lucy, y en cuál
habrían puesto a Edward. Me sentí mal al pensar en él. Ojalá las premoniciones
de mi amiga se cumplieran; ojalá la fiebre remitiera y se curara de la bestia
milagrosamente.
Por desgracia, no era tan optimista como ella. A veces, las cosas no salían
bien. Como lo de la masacre del King’s Club, por ejemplo. Aquella había sido
una solución desagradable y cruel, por mucho que hubiera servido para que
nosotros nos salváramos.
¿La evitaría, si pudiera volver atrás?
No fui capaz de responder, y corrí las cortinas, cansada de que no me
abandonaran aquellos pensamientos que me hacían sentir tan culpable. Al
terminar de correrlas, vi que quedaba al descubierto una parte de la pared en la
que había una puerta secreta. La llave pequeña que me había dado Valentina
encajaba a la perfección, por lo que la giré y abrí la puerta.
Dejé escapar una exclamación de sorpresa al darme cuenta de que al otro
lado había un dormitorio idéntico al mío, solo que en él, de pie y desvistiéndose
frente a un armario, había un hombre. Montgomery se dio la vuelta nada más oír
la puerta. Los tirantes le caían a los lados y tenía el pelo suelto y aún mojado por
la lluvia.
—Habitaciones comunicadas —le expliqué mientras le enseñaba la llave—.
Este es el regalo de bienvenida de la señora McKenna. Qué escandaloso. Por lo
visto, el servicio no es tan puritano como sugiere su ropa.
Intenté parecer alegre. Desde que habíamos salido de Londres apenas
habíamos hablado y no quería que nuestra vida en la mansión comenzara con
mal pie. Se acercó a mí y me acarició la mejilla, pero distraído.
—¿Qué sucede?
—Hay algo que no me gusta —respondió—. Los cadáveres en el sótano, la
casa en sí, los sirvientes que nos reciben apuntándonos con un arma de fuego…
La expresión de su rostro reflejaba cierto miedo, lo que apagó mi alegría.
Montgomery no solía temer a nada.
—Mejor esto a que nos arresten por asesinato.
Arqueó una ceja. No estaba convencido.
—Sí, bueno. El ama de llaves ha sido amable y nos han acogido sin
reticencias, pero esconden algo. Lo huelo.
—¿No será que hueles a viejo? —Intenté aliviar la situación una vez más—.
Porque son las alfombras.
Se puso tenso. No estaba de humor para bromas.
—Esto no es Londres —insistí, más seria en esa ocasión—. Está claro que
Elizabeth no les tira mucho del bocado y que no tienen ni idea de qué hacer con
nosotros. Ya has visto con qué desprecio ha mirado Valentina a Lucy, como si
fuera a darnos un patatús si no tomamos nuestra tacita de té y nuestras pastitas
de las cinco —dije, mientras le ponía la mano en el pecho y empezaba a
juguetear con el botón de arriba—. Yo diría que tiene celos de nuestros vestidos
elegantes y de las casonas en las que vivimos.
Por un instante, permanecimos como ante un espejo, cada uno a un lado de la
puerta mientras, fuera, el viento seguía silbando. Tensó la mandíbula y dio un
paso atrás, por lo que dejé caer la mano.
—Ya no tenemos casona alguna. Nunca podremos volver a Londres…
debido a que asesinaste a tres personas.
Parpadeé. El fuego crepitaba y su calor intentaba apartarnos aún más. Se me
aceleró el corazón.
—Sabes que no tenía elección. No es que quisiera hacerlo.
—Eso no es lo que dijiste entonces. En tu mirada vi las ganas que tenías de
matar al inspector Newcastle. ¡Lo quemaste vivo! —Hizo una pausa, como si le
costara respirar y apoyó los brazos a los lados de la puerta. Abrí la boca de par
en par con intención de negar la acusación, pero no pude—. A veces, me
recuerdas tanto a tu padre que me da miedo.
El dolor que me produjeron sus palabras me impregnó todo el cuerpo, al
igual que hacía el humo de la chimenea con las cortinas y la colcha; y me
resultaba tan difícil apartarlo como lo sería quitar aquel olor de colcha y cortinas.
—Fue mejor que dejar que siguieran con la investigación de mi padre —
respondí en mi defensa—. Habrían hecho daño a muchísimas personas. Mi padre
los habría ayudado, no detenido.
Maldijo en voz baja.
—No debería haber dicho nada.
Me llevé la mano a la frente para intentar calmarme, porque me hervía la
sangre.
—No, no te disculpes. Dijimos que siempre seríamos sinceros el uno con el
otro. Y, ya que estamos, creo que deberías estar agradecido de que tengamos un
techo bajo el que cobijarnos y que dejes de cuestionar la generosidad de
Elizabeth. Esta gente no tiene nada de malo… y yo tampoco.
Le cerré la puerta en las narices, eché la llave y me apoyé de espaldas en ella.
Llamó, al tiempo que decía mi nombre, pero no respondí. Me metí en la cama
casi arrastrándome y pensé en lo que acababa de decir Montgomery. Era verdad
que me había obsesionado con dar vida a las criaturas de los tanques a pesar de
saber que con aquello no conseguiría sino un baño de sangre. Puede que el
adivino tuviera razón. Leer el futuro era una tontería, pero lo que había sentido a
raíz de sus predicciones había sido muy real: como si no pudiera escapar de mi
padre, ni siquiera estando muerto. Puede, pero solo puede, que tuviera que dejar
de enfrentarme a ello.
Capítulo Cinco
Esa noche, soñé que estaba en casa del profesor, en la calle Dumbarton, en el
mismo sótano donde habíamos tenido retenida a la bestia.
Bajaba la escalera poco a poco, escuchando el tap-tap-tap de las zarpas sobre
el suelo de piedra. Cuando miraba entre los barrotes del ventanuco de la puerta,
sin embargo, no me encontraba con sus ojos amarillos, sino con la calidez del
trópico y el olor a mar. Estaba de nuevo en la isla de mi padre, en la playa, con el
agua hasta los tobillos, observando la nube de humo del volcán en un cielo
despejado.
—Ahora estás prometida —decía una voz detrás de mí—, pero sabes muy
poco de él.
La bestia salía de entre las palmeras. Solo la había visto de noche, o entre
sombras. A plena luz del día, se parecía más a Edward: una persona normal y
corriente, solo que con los ojos de color amarillo oro.
—Montgomery y yo crecimos juntos. Lo conozco mejor que a nadie. Pero
tiene secretos.
Se detenía a algo más de un metro de mí. Desprendía un olor dulce y agrio a
la vez, como las Plumeria manchadas de sangre que me dejaba en Londres.
—Ya te advertí en una ocasión acerca de sus secretos. Te gusta pensar que no
me oíste, pero aquí estoy, en tu pensamiento, como una voz de la que no puedes
huir.
De pronto, me empezaba a doler horrores la cabeza.
—¿Recuerdas lo que te dije? —me preguntaba.
Yo me apretaba la sien con la mano.
«Pregúntale a Montgomery acerca de los archivos del laboratorio de la isla
de tu padre. Pero los que no viste», me había dicho.
Abrí los ojos de par en par y me incorporé de golpe. El olor del sótano del
profesor me rodeaba como si se tratase de una niebla. Intenté ponerme de pie,
pero el recuerdo me lo impedía hasta que me di cuenta que no se trataba más que
de la ropa de cama, en la que estaba enredada.
«En Escocia —me recordé a mí misma—. Estoy en Escocia, no en la isla».
Me levanté y abrí la ventana para que entrase el aire fresco de la noche.
Había parado de llover, pero el olor a ciénaga era intenso. Daba igual lo
profundo que respirara, no podía olvidarme de aquel horrible sueño.
Miré hacia la puerta que daba a la habitación de Montgomery. Acaricié el
fino anillo de plata que llevaba en el dedo y que brillaba a la luz de las velas.
Mi futuro marido.
¿Me habría equivocado al desoír la advertencia de la bestia?
La preocupación hizo que me doliera el estómago. No quería volver a una
cama vacía, donde me esperaban sueños aterradores y donde no podía dejar de
pensar en que mi prometido podía estar ocultándome secretos. Decidí buscar el
dormitorio de Edward y asegurarme con mis propios ojos de que la bestia no
había vuelto.
Me eché por encima una bata vieja que encontré en el armario. Era larga y de
encaje, muy femenina aunque pasada de moda. Cogí el candelabro y abrí la
puerta en silencio.
En el pasillo no se oía nada. Todos dormían a pierna suelta. Pulsé el botón de
las luces eléctricas situado en la pared, pero no se encendieron; seguro que se
había ido la luz con la tormenta. Miré por el agujero de la cerradura de la
primera puerta a la que llegué. Se trataba de una habitación más pequeña que la
mía, pero mucho más acogedora. Me sorprendió comprobar que la cama estaba
vacía y que su ocupante estaba acurrucado frente a la chimenea, sobre las piedras
más cálidas, con la cabeza apoyada en sus grandes y peludos brazos, roncando
con suavidad. Era Balthasar. Sharkey dormía en su regazo y movía las patitas,
seguro que cazando conejos en sueños. Balthasar debía de haber bajado al pajar
a por él. La escena era tan tierna que me reconfortó como si estuviera acurrucada
frente al hogar con ellos.
Una de las tablas del pasillo crujió y me incorporé como por resorte, pero no
era nada, solo la propia casa al asentarse. Aun así, me recorrió un escalofrío
cuando miré por la siguiente cerradura. Sobre la mesa había media docena de
velas encendidas, como si a su ocupante le diera miedo la oscuridad. Oí un leve
murmullo y la figura se dio la vuelta, dejando al descubierto unos rizos oscuros y
un rostro pálido no muy diferente del mío. Lucy.
Solo quedaba otra habitación de invitados, que tenía que ser la de Edward.
Miré por el agujero de la cerradura. Allí también brillaba una vela, pero en la
mesita de noche. Edward yacía inmóvil como un cadáver sobre la cama: ni
pestañeaba ni respiraba, con lo que no podía saber si estaba vivo. Las cadenas
que tenía alrededor del pecho y de los brazos destellaban a la luz de la vela.
Me estremecí. La servidumbre debía de pensar que estábamos locos por
encadenar a un joven de quien decíamos que era nuestro amigo, pero si supieran
la verdad, todavía nos tendrían más miedo. Cogí la llave de su habitación, y me
dispuse a abrir la puerta.
De repente, un rostro bloqueó el agujero de la cerradura. Grité al tiempo que
me tambaleaba hacia atrás. Un ojo me miraba desde el otro lado. Era de color
blanco lechoso, totalmente carente de color. Parpadeó. Grité.

Montgomery fue el primero en salir al pasillo. En cuanto me vio, corrió a mi


lado.
—¿Qué ha sucedido? —me preguntó.
Toda la tensión de nuestra pelea había desaparecido de su tono de voz. Se
oyó un portazo, y luego, otro, y oímos pasos en el piso de arriba. Intenté
recuperar el aliento.
—Una cara —dije jadeando—. Hay alguien en el dormitorio de Edward.
La incredulidad hizo que arrugara la frente. Fue hasta la puerta y giró el
pomo a uno y otro lado.
—Sigue cerrada. Solo Valentina y tú tenéis llave.
Lucy abrió la puerta de su habitación y asomó el rostro somnoliento por la
rendija.
—¿Juliet? Me ha parecido oír un grito.
La señora McKenna apareció en lo alto de la escalera con Valentina a su
lado. Ambas llevaban camisones amplios.
—¿Ha sido usted la que ha gritado, señorita Moreau? —preguntó la primera.
—He visto a alguien en la habitación de Edward. Maldita sea, voy a entrar.
Giré la llave y abrí la puerta. Entramos apresuradamente. Edward seguía en
la cama, inconsciente, con la frente sudorosa. Me iba el corazón a toda velocidad
mientras miraba detrás de las altas cortinas. Montgomery abrió el armario de
golpe y Lucy se agachó para mirar debajo de la cama. Ninguno de los tres
encontró nada. ¿Habría sido cosa de mi imaginación?
La señora McKenna me miraba interesada.
—La persona que ha visto… —empezó a decir mientras lanzaba una mirada
recelosa a Valentina—, ¿podría describirla?
—No sé si era hombre o mujer. Solo le he visto el ojo, que me miraba a
través de la cerradura. Era completamente blanco, como si el iris hubiera perdido
el color.
La señora McKenna y Valentina volvieron a mirarse, mucho menos
misteriosas en esta ocasión. Me sentía como si me estuviera perdiendo algo que
ambas compartían.
—¿Saben de quién se trata? —les preguntó Montgomery.
—Sí, claro que lo sabemos —respondió el ama de llaves al tiempo que
esbozaba una mueca que podía ser tanto de enfado como de divertimento, era
imposible decirlo.
Se acercó a un óleo descolorido con un marco dorado que era tan alto como
ella. Me quedé sorprendida al ver que lo abría como si fuera una puerta, con sus
chirriantes goznes y todo, y que entraba a toda prisa en lo que debía de ser una
alcoba o un túnel y agarraba algo que se movía en su interior.
Oí un forcejeo cuando lo que quiera que fuera intentó escapar, pero
enseguida cedió, soltó un suspiro cortante y dejó que el ama de llaves lo sacara
de allí.
Nadie se quedó más sorprendido que yo cuando la mujer salió agarrando a
un niñito del cuello de la camisa. Era pequeño, de unos cinco años, con el pelo
oscuro y desgreñado y un entrecejo que rivalizaba con el de la tabernera de la
carretera principal. Tenía una rata blanca, viva, en el hombro; una mascota. Lucy
puso cara de asco.
Cuando la señora McKenna lo sacó a la luz, le vi los ojos. Uno era de un
intenso color marrón y, el otro, de un blanco lechoso.
—¿Es este el intruso, señorita?
—P-pues… sí.
Lo soltó.
—Se trata del señorito Hensley, cuyo paradero desconocíamos desde el
desayuno. Desaparece a menudo; aunque siempre vuelve, antes o después,
cuando tiene hambre. Debería haber mirado en las paredes.
—¿El señorito Hensley?
—Así es, el hijo de la señora Elizabeth. —El ama de llaves me miró
extrañada—. ¿Acaso no se lo ha comentado?
Noté como si se me helara la sangre. Había pasado un mes en Londres con
Elizabeth, compartiendo nuestros secretos, convirtiéndonos en familia, como
quien dice, y jamás había mencionado siquiera que tuviera un hijo. ¿Por qué?
El ama de llaves le dio una palmada en el culo y lo empujó hacia Valentina.
—Venga, muchachito, a la cama. Deja en paz a nuestros invitados, no vayan
a pensar que la casa está embrujada.
Valentina extendió una mano, sin guante ahora que estaba en camisón. Me
fijé en ella, bajo la larga manga, y vi que era tan pequeña y blanca que me llamó
la atención, pues parecía de un tono diferente al resto del cuerpo. Me pregunté si
la pigmentación de la piel se habría aclarado debido a algún accidente químico.
Eso explicaría, sin duda, por qué llevaba guantes la mayor parte del tiempo,
teniendo en cuenta que no se comportaba como una puritana.
El chiquillo se alejó con ella por el pasillo, cogido de su mano. Con aquella
ropa y aquel ceño fruncido casi no parecía un niño, sino un hombre que vivía en
un cuerpo demasiado pequeño para él. Que llevara los zapatos arañados y tuviera
mugre en las uñas era claro indicativo de que aquellas escapadas eran frecuentes.
—Siento las molestias —se disculpó la señora McKenna mientras cerraba el
cuadro—. Es una casa vieja llena de túneles. Se dice que lord Ballentyne el Loco
los construyó para confundir a los espíritus que pudiera haber vagando por los
pasillos, aunque yo diría que es más probable que fuera para ocultarles su
destilería a las autoridades británicas. Hoy en día, nadie los utiliza excepto
Hensley. Son bastante peligrosos. Hay clavos sueltos, ladrillos salidos y alguna
que otra trampa que instaló el mismo señor por si acaso lo perseguían. Mañana
le pediré a Carlyle que selle esta entrada con unos clavos, con lo que no tendrán
que volver a preocuparse de que alguien vaya a importunar el sueño de su
amigo.
—Muchas gracias —respondí.
—En cuanto a la electricidad, las chicas harán todo lo que puedan por
repararla por la mañana. Hasta entonces, encontrarán más velas en los armarios.
Esperemos que no haya más incidentes, ¿eh?
Asentí, incómoda, y respondí:
—Esperemos.
Las sirvientas volvieron a su habitación y, al cabo de unos minutos,
Montgomery también se retiró, con lo que Lucy y yo nos quedamos a solas con
Edward. Ella se sentó en la cama a su lado y le peinó un mechón que le caía
sobre la frente.
—Está ardiendo —musitó—. Ha debido de alterarlo tanto alboroto.
Le puso la mano en la cadena, a la altura del pecho, y jugueteó con el
candado como si no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Pero yo sí que me
daba cuenta: Lucy quería liberarlo de aquellas cadenas para que pudiera sentarse
y ser el de siempre. Pero yo no tenía tan claro que aquello fuera posible. Ya no.
—Lucy, está delirando —dije con delicadeza—, ni siquiera sabe que estamos
aquí.
Me miró exasperada.
—Soy yo quien se ha ocupado de él desde Londres y soy quien mejor conoce
sus estados de ánimo. Juro que se despertó en la posada, cuando veníamos de
camino…, y me da igual lo que pienses.
Había dejado de escucharla, sorprendida por lo que estaba sucediendo en la
cama. Acababa de ver, con claridad, cómo Edward parpadeaba. Por unos
instantes pensé que me lo había imaginado, pero entonces abrió los ojos y me
quedé boquiabierta.
—Juliet, ¿qué sucede? —me preguntó mi amiga antes de seguir mi mirada
hasta la cama, tras lo que soltó un gritito.
Edward volvió a parpadear, se retorció de dolor, lúcido por primera vez
desde que había tomado el veneno.
—Lucy… —dijo con voz ronca.
—¡Edward! —Se echó encima de él y le pasó las manos por el pelo, que
tenía empapado en sudor—. ¡Sabía que estabas mejor!
Me llevé la mano a la boca, aún junto a la puerta, como si tuviera miedo de
creérmelo.
—Edward, ¿eres tú?
—Juliet… —dijo él, haciendo una mueca de dolor—. Escuchadme…
Tosió y las cadenas repiquetearon. Se tumbó en la cama, presa de la fiebre
una vez más. Me recordaba tanto al náufrago esquelético que habíamos
rescatado en el Curitiba, que el corazón me empezó a latir con una fuerza casi
dolorosa. En aquel entonces, estaba al borde de la muerte. Ahora parecía estarlo
todavía más.
—Edward, ¿me oyes? —le preguntó Lucy—. Llevas días delirando.
Montgomery te ha dado medicinas para intentar neutralizar el veneno.
Me acerqué, agarré con fuerza uno de los hombros de mi amiga y la eché
hacia atrás.
—Ten cuidado, no sabemos si se trata de Edward o de la bestia —la advertí.
—¡Por supuesto que es Edward!
El hombre movió los párpados y aparté aún más a Lucy, a pesar de su
insistencia y de las cadenas de él.
—Escuchadme —insistió—, ya no puedo enfrentarme a la bestia. Quizá esta
sea la última vez que me oigáis.
Las dos lo miramos boquiabiertas y Lucy negó con la cabeza.
—¡Te estás recuperando! —dijo, en tono implorante—. ¡Te vas a curar!
Se miraron.
—Lucy, no creas que no me he dado cuenta de todo lo que has estado
haciendo por mí, cuidándome y creyendo en mí todo este tiempo. Tu coraje me
ha dado fuerza y ha sido suficiente para que siguiera enfrentándome a la bestia.
Pero, aun así, no puedo luchar toda la vida. —Tragó saliva, como si tuviera la
garganta como el esparto—. Hubo un momento, un instante, en el que ambos
fuimos el mismo. Vi los recuerdos de la bestia porque también eran los míos. Sé
todo lo que ella sabe; conozco todos sus secretos…, y tiene muchos. La bestia ha
estado haciendo su propio estudio, sus propios experimentos.
Me miró a mí. No quedaba dulzura en aquellos ojos. Si aún me amaba, era
un sentimiento que estaba muy escondido detrás de la desesperación. Ahora me
necesitaba como científico, no como antigua amante.
—¿A qué te refieres? —dije, al tiempo que me atrevía a acercarme un paso.
—La bestia robó investigaciones a los del King’s Club, cosa de la que jamás
llegué a enterarme. Descubrió su propio origen. Cuando tu padre me creó,
cometió un fallo. Utilizó un pedazo del cerebro de un chacal enfermo. Estaba
infectado con una cepa de rabia que, combinada con la malaria de Montgomery,
dio pie a una enfermedad híbrida que está aquí —hizo un movimiento brusco
con la mano, hasta donde se lo permitían las cadenas, para señalarse la cabeza—,
en lo más alto de la columna. En lo que se denomina «cerebro de reptil», porque
controla los impulsos y el instinto. Si está dañado, puede dar paso a
personalidades múltiples. Es la bestia, Juliet. Es ella. Si consiguieras cortarlo,
reemplazarlo o drenar sus humores enfermos, entonces me curarías de ella. Y la
bestia siempre lo ha sabido. Ha intentado ocultarnos la información a ambos.
No podía hablar. La cabeza me daba vueltas por la gran cantidad de
información. ¿Sería verdad que la bestia no era sino una manifestación de un
cerebro enfermo? El enemigo contra el que tanto había luchado… ¿reducido a
una cepa híbrida de rabia y a una mala cirugía?
Lucy, con los ojos como platos, se giró a toda prisa hacia mí.
—¿Se podría hacer?
No sabía mucho de cerebros enfermos, pero los libros que había leído
apoyaban su teoría. Había leído casos de personas que habían sufrido daños en el
lóbulo posterior y que, de pronto, hablaban con un acento extranjero que jamás
habían tenido. A un hombre bondadoso le habían pegado un tiro que le había
atravesado la corteza, tras lo que su personalidad pasó a ser muy violenta.
—No lo sé —respondí con voz temblorosa—. Quizá. Montgomery es mucho
mejor cirujano que yo.
Miré hacia el pasillo, preguntándome qué pensaría de aquella situación.
Aunque Edward fuera como un hermano para él, en lo biológico al menos, no
dudaría en matarlo si suponía la más mínima amenaza.
Edward tosió. Dijo algo, pero no llegué a entenderlo.
—¿Qué has dicho?
—Que no dejéis que muera… —repitió entre toses, con voz más fuerte—. Os
arrepentiríais.
Me puse recta de golpe. Esa voz… no era la de Edward. Era la de una
criatura que tenía garras y unos refulgentes ojos amarillos.
—¡Lucy, apártate! —Casi le arranqué el brazo al retirarla de la cama—. ¡Es
la bestia! ¡Él también está ahí…!
La miraba como yo, con los ojos fuera de las órbitas. Edward volvió a toser y
giró la cabeza sobre la almohada. De nuevo quedó inconsciente. Observé su
rostro céreo; puede que no se pareciera a la de la bestia, pero esa voz la hubiera
reconocido en cualquier lado.
Lucy se zafó de mí.
—¿Edward? —dijo, al tiempo que lo sacudía—. ¿Edward?
Echó mano a las cadenas e intentó abrir el candado.
—¡Quieta! —dije, volviendo a apartarla—. Ya lo has oído, no puede
enfrentarse a la bestia toda la vida. Si le quitas las cadenas, no sabemos a quién
estarás liberando.
—¡No podemos quedarnos sin hacer nada! ¡Tenemos que avisar a
Montgomery!
Empecé a pasear de un lado para otro a los pies de la cama, intentando
discurrir la mejor manera de lidiar con aquella situación.
—No. Esperaremos a que vuelva Elizabeth. Ella ha estudiado cirugía. Ella
sabrá si lo que ha dicho Edward es verdad. Tenemos que mantener esta
conversación en secreto. Si Montgomery creyese que la bestia puede resultar
peligrosa… podría hacer algo drástico.
Lucy abrió la boca de par en par.
—¡Nunca le haría daño a Edward! ¡Como quien dice, son hermanos!
—Quizá no sea Edward mucho tiempo más.
Por fin la convencí para que nos fuéramos; cerré la puerta con llave, y giré el
pomo para cerciorarme.
—¿Seguro que podemos confiar en Elizabeth? Nos ha mentido. Nos dijo que
no tenía hijos, pero mira el niño del ojo extraño.
—Lo ha arriesgado todo por nosotros. De hecho, ahora mismo está
intentando que la policía no siga nuestro rastro. El profesor confiaba en ella,
cosa que, para mí, es más que suficiente. Ella sabrá cómo proceder.
Soltó un suspiro profundo y lleno de reservas.
—Espero que tengas razón.
La abracé un buen rato para confortarla y la acompañé a su habitación. Sola
en el pasillo, pegué la oreja a la puerta de Edward y lo oí respirar —a él o a la
bestia—. Se me aceleró el corazón. Intenté olvidar sus crípticas palabras y
también lo rara que era aquella casa. Lo cierto es que Elizabeth me había
advertido de que nos encontraríamos con gente que no estaba acostumbrada a las
convenciones sociales. Me dije a mí misma que no corríamos ningún peligro y
que la mansión era el sitio más seguro en el que cuidar de Edward. Sus motivos
tendría Elizabeth para guardar secretos. A pesar de los miedos de Montgomery,
el mayor de los peligros estaba fuera, más allá de los brezales.
Capítulo Seis
Cuando nos despertamos por la mañana, comprobamos que los diques de los
páramos se habían desbordado a causa de la tormenta y que la carretera de Quick
se había inundado. No es que me importara estar incomunicada, en especial con
la policía buscándonos, pero eso podría retrasar la llegada de Elizabeth. Estaba
ansiosa por preguntarle por la cura que, según Edward, había descubierto la
bestia; además de por otros detalles peculiares de la mansión… como Hensley.
La señora McKenna aprovechó para llevarnos a visitar los terrenos que no
estaban anegados. A lo largo de los siguientes días, nos enseñó el establo de las
cabras y el estanque de los gansos, el invernadero de cristal que había junto al
salón de baile y el sótano, en donde guardaban frutas y hortalizas. Incluso nos
llevó al piso de los sirvientes, sencillo y muy ordenado. Nos explicó el programa
educativo de Valentina con las más pequeñas, pues les enseñaba a leer y escribir,
a hacer sumas y restas; y nos contó que, poco a poco, estaba enseñando a las
mayores los trabajos más sofisticados de la mansión. Aquella naturaleza
autosuficiente de la casa me parecía admirable, mientras que a Montgomery le
preocupaban los pasadizos secretos y la gran cantidad de puertas cerradas. Por su
lado, a Lucy no le gustaba mucho ni la polvorienta mansión ni sus sirvientas
paliduchas; lo único que la reconfortaba, en los pocos momentos que pasaba
alejada de la cama de Edward, era la generosidad de la señora McKenna en lo
referente a la comida.
—Mamá nunca me deja comer así —comentó un día mientras degustaba
unas lonchas de bacón para desayunar—. Dice que si no cuido mi figura, los
hombres no me mirarán.
Valentina carraspeó con desdén. Se inclinó sobre el bufé y siguió enseñando
a dos de las chicas a abrillantar la plata.
—A las mujeres no nos hicieron para que nos ataran como a gallinas en
Navidad. Las mujeres necesitamos algo de grasa en el cuerpo, en especial en
invierno. —Llevaba los guantes, que ocultaban aquellas extrañas manos blancas
—. Cualquier hombre que piense lo contrario no es bienvenido en esta casa.
Tanto ella como el ama de llaves miraron fijamente a Montgomery, que
estaba junto a la ventana, examinando los brezales como si esperase que de ellos
surgieran fantasmas. Como nos habíamos quedado calladas, dio media vuelta.
—¿Disculpad?
—No se preocupen por él —les dije—, es tan salvaje como los páramos. A él
le da igual que me coma uno o dos bollitos de más.
Por cómo nos miraba, era evidente que no sabía de qué estábamos hablando.
—Veo que hay huellas de ruedas en el patio —observó—. ¿Quiere eso decir
que la carretera vuelve a estar transitable?
El ama de llaves asintió.
—Carlyle ha llevado la mula a Quick en cuanto ha amanecido. Seguro que
está más embarrada que la bañera del diablo, pero se puede pasar por ella.
Montgomery esbozó una sonrisa forzada.
—Juliet, Lucy y tú deberíais ir a dar un paseo hasta Quick. El aire fresco os
vendrá bien. Podrías hablar acerca del vestido de novia con la modista.
Lo miré con cara de pocos amigos. Había mantenido las distancias desde la
discusión que habíamos tenido la primera noche, por lo que su repentina
amabilidad parecía fuera de lugar.
—¡Tu vestido de novia! —exclamó Lucy—. Tiene razón. Si por ti fuera, te
casarías vestida con un saco de arpillera. Podríamos hablar con la modista y…
—dijo, pero enseguida bajó la mirada y se mordió los labios—. Pero ¿cómo
vamos a dejar a Edward solo…?
Me lanzó una mirada cargada de intención. Edward no había vuelto a
despertarse del delirio febril desde aquella noche, hacía tres días, pero lo
sucedido nos había dejado tocadas a ambas.
—Balthasar y yo cuidaremos de él —respondió Montgomery rápidamente—.
Iremos a buscaros enseguida si percibimos algún cambio. —Me dio un
empujoncito en el hombro—. Venga, marchaos. Piensa en todas estas chicas, a
las que vas a decepcionar si no vistes un verdadero vestido de novia, blanco y de
encaje.
¿Montgomery bromeando? Ahora me quedaba claro que hacía bien en
sospechar acerca de sus motivos para querer que me alejara. Me incliné hacia él
y le susurré:
—¿Y la policía?
—Lo pregunté cuando veníamos —respondió él, también entre susurros—.
En Quick no hay policía, solo un anciano con un telégrafo. Es un pueblecito.
Tiene más ovejas que habitantes.
Lo observé detenidamente. ¿Por qué tendría tantas ganas de que me
marchara? Se me ocurrió que quizá quisiera investigar la mansión, cosa que no
sabía si debería permitir, y menos con Edward en un estado tan precario. Por otro
lado, no podía negar que tenía curiosidad por saber qué descubría. No es que
pensara que Elizabeth era sospechosa de nada, pero era imposible ignorar que
entre los cadáveres del sótano, el hijo del que no nos había hablado y los
pasadizos secretos, en la mansión Ballentyne las apariencias engañaban bastante.
Disimulé al tiempo que hacía un gesto de impaciencia.
—De acuerdo. Todo sea por mi poco gusto.
Pero en cuanto los demás dejaron de prestarnos atención, volví a mirarle con
cara de pocos amigos. Cuando volviéramos, lo acosaría a preguntas hasta que me
contara lo que había descubierto.

Nos marchamos justo después de desayunar. El aire fresco nos animó el espíritu,
en particular a Lucy. En cuanto empezó a pensar en la boda, no dejó de hablar de
patrones y tartas y de que, tan lejos de Londres, iba a ser imposible encontrar un
ramo de novia como era debido.
—Me resulta increíble. ¡Vas a casarte tú primero! Siempre pensé que el
mundo se acabaría antes de que eso sucediera. ¿Quién te va a llevar al altar?
—Carlyle, supongo.
Hizo una mueca.
—Es muy arisco.
—Sí, pero es el único hombre que hay en la mansión.
Alcanzamos lo alto de una colina mientras charlábamos animadamente, pero
nos detuvimos de repente. Ante nosotros teníamos el tronco quemado del roble
que había recibido el impacto del rayo el día en que habíamos llegado. Todavía
olía a quemado. Me recordó el miedo que había pasado aquella noche, casi una
semana atrás, huyendo tanto de la policía como de la tormenta. Qué
desesperados estábamos.
Lucy había dejado de sonreír.
—Espero que Elizabeth venga pronto. Temo irme a la cama por las noches y
que, cuando me despierte por la mañana, Edward haya muerto. No dejo de
pensar que sabe tanto de medicina que seguro que puede hacer algo por él.
Me cogió del brazo y lo apretó. Era evidente que estaba desesperada.
—En la biblioteca hay libros de medicina. Los estudiaré para ver si alguno
trata de la enfermedad cerebral de la que nos habló Edward y así, cuando vuelva
Elizabeth, podré explicárselo todo de corrido.
Aunque no insistió, se quedó pensativa y resultó evidente que mi respuesta
no la había satisfecho.
Llegamos a Quick a última hora de la mañana, y visitamos las pocas tiendas
que había; luego comimos en la taberna y fuimos a ver a la modista. Atendía en
una sala pequeña que ocupaba la mitad de la parte trasera de una de las tiendas
del pueblo. La mujer tenía unos rollos de encaje amarillento que le daba
vergüenza enseñar a una muchacha con tantísimo estilo como Lucy. Ojeamos
libros de patrones y de muestras de telas mientras me tomaba medidas. De vez
en cuando veía algún vestido que me llamaba la atención y no podía evitar
pensar en tiempos mejores, en Montgomery con traje y yo con ese vestido en
una capilla, rodeados de todos nuestros familiares y amigos. Pero esas imágenes
se desvanecían enseguida. Toda mi familia estaba muerta y la única que tenía
Montgomery era un muchacho encadenado.
Cerré el libro de patrones y salió una nube de polvo. Lucy levantó la mirada
de las muestras de tela.
—¿Qué te parece este encaje?
La tela que me señalaba era preciosa. Una única tira ondulada, lo bastante
sencilla como para adecuarse a mi gusto. Cuando la toqué, casi pude verme
vestida con ella.
«Voy a casarme», me dije a mí misma. Estaba, al mismo tiempo, contenta e
incómoda. ¿Mejorarían las cosas cuando fuéramos marido y mujer? ¿Importarían
tanto nuestros secretos? ¿Olvidaría Montgomery, con el tiempo, que yo había
matado a aquellos tres hombres a sangre fría? ¿Lo olvidaría yo?
—Es perfecto —respondí, intentando sonreír.
Lucy sacó unos billetes de su bolso e intercambió unas frases con la modista,
a quien le faltó tiempo para prometerme que sería la novia más guapa al norte de
Inverness. No me habría importado ser la más fea a cambio de un futuro
tranquilo para nosotros.
—¡Qué ganas tengo de que el vestido esté listo! —comentó Lucy mientras se
ponía el abrigo fuera—. Te haremos un moño como el de esa actriz de Brixton.
Seguro que Elizabeth tiene algún prendedor que pueda dejarte.
No paraba de hablar, pero yo solo le prestaba atención a medias, porque me
había fijado en un montón de periódicos viejos que había en la calle, a la puerta
de la taberna. «Opinión de un caballero sobre la masacre de Navidad», decía el
titular en negrita, que destacaba como si fuera una acusación. Volví a pensar en
aquel salón ensangrentado del King’s College, donde las criaturas de los tanques
habían asesinado a tres personas. Me acerqué y, cuando leí quién firmaba el
artículo, a punto estuve de morir del susto. Lo había escrito John Radcliffe… ¡el
padre de Lucy!
—Mira, es Carlyle con el carro —dijo Lucy. Me cogió de la mano y di un
respingo—. Debe de ir de vuelta a la mansión. Seguro que nos lleva y, así, no
estropeamos tanto las botas. Este barro es horrible.
Dejé de mirar el periódico para que ella no se fijara y descubriera en él el
nombre de su padre. La chica le hizo un gesto a Carlyle y el anciano
guardabosques guio a la mula hacia donde estábamos.
—No es que haya mucho sitio, pero pueden apretarse ahí, muchachitas —
dijo, mientras señalaba con la cabeza un hueco que había entre enormes cestas
llenas de verduras.
Volví a mirar el periódico.
—Ve tú. —Y empujé a Lucy hacia el carro—. Solo hay sitio para que una de
nosotras vaya cómoda. Yo iré andando. Quiero estar un rato a solas. Voy a
casarme y claro… hay que pensar en tantas cosas.
—¿Estás segura? —me preguntó Lucy mientras subía al carro y me miraba.
Carlyle, sin embargo, azuzó a la mula y el carro empezó a moverse con un
tirón. Me despedí de ella con la mano mientras se sentaba entre los cestos y me
devolvía el saludo. Estuvimos así hasta que el carro desapareció tras la colina.
Me agaché y cogí el periódico. Era de hacía una semana: noticias ya pasadas,
pero que me resultaban tan cercanas que casi podía oler la piel húmeda de las
criaturas de los tanques y ese toque salado que tenía el líquido en el que se
conservaban.

Apesadumbrado, he asistido recientemente al funeral de tres colegas, de tres miembros muy


estimados de la sociedad.

Así empezaba el artículo. Recordé los ojos de color azul claro del hombre y me
estremecí. Como financiero del King’s Club, era evidente que Radcliffe no era
inocente, aunque tampoco era el peor de sus miembros. A él lo que le importaba
era el dinero, no la ciencia. Por eso, tanto él como los miembros menos
importantes del club seguían con vida. Por no mencionar que Lucy jamás me
habría perdonado que matara a su padre.

Como es natural, me horrorizó enterarme de esta tragedia, pero me quedé más atónito si cabe al
descubrir que esos tres colegas, que había considerado mis amigos, estaban involucrados en un
complot para hacer daño a las clases sociales más desprotegidas de Londres. Lo peor de todo, sin
embargo, es haber perdido a mi hija, Lucy, que, por lo visto, estaba presente en la universidad
aquella noche. Desapareció al poco de que aconteciera la masacre, y su madre y yo estamos
preocupadísimos…

Suspiré aliviada. El señor Radcliffe estaba rechazando formalmente su


involucración con el King’s Club, tal y como habíamos imaginado. Su hija y yo
nos habíamos quedado muy sorprendidas al encontrar en su despacho un cerebro
humano preservado en una sombrerera, pero nunca habíamos sospechado que
fuera más que un mecenas. Con aquel artículo, me quedaba claro que estábamos
en lo cierto. Era un banquero, no un asesino. Lucy se alegraría de saber que su
padre había cortado todos los lazos con aquella organización. Puede que incluso
se animase un poco.
Guardé el periódico debajo del abrigo y miré en dirección a la mansión. El
cielo se había llenado de nubes densas y bajas, y casi ocho kilómetros separaban
Quick de Ballentyne. Emprendí la vuelta a buen paso, con los brazos cruzados y
sin dejar de pensar en el artículo.
La masacre de Navidad.
Me había obsesionado con devolver a la vida a las criaturas de los tanques.
Con sentir la calidez de su cuerpo, contar los latidos de su corazón. Y lo más
inquietante es que, en parte, lo había disfrutado. A mi padre también le
entusiasmaba su trabajo. ¿Estaba predestinada a ser como él, aunque no
quisiera?
«Los hijos jamás escapan de los padres», me había dicho el adivino.
El sol empezó a esconderse en el horizonte, lo que significaba que
anochecería antes de que llegara a la casa. Empecé a caminar más deprisa, pero
no podía dejar de pensar en todo aquello. Había veces en que casi notaba a mi
padre en la cabeza. Había leído bastantes ensayos sobre genética como para
saber que los hijos heredaban los rasgos de los padres. Incluso la personalidad.
Incluso la inclinación a la locura. ¿Era aquello lo que había querido decirme el
adivino? Puede que no sirviera de nada enfrentarme a mí misma, que fuera
imposible huir de la Moreau que había en mí.
Debía de estar a unos dos kilómetros de la mansión cuando oí, entre los
brezales, un chillido parecido al llanto de un niño. Me quedé de piedra. El miedo
a que Hensley o alguna de las sirvientas más pequeñas se hubieran perdido hizo
que me diera un vuelco el corazón.
Alarmada, me levanté el pesado vestido de invierno y me metí por el brezo
en dirección al sonido. El suelo, que acostumbraba a estar helado, se había
descongelado un poco y las botas se me hundían en él, con la consiguiente
probabilidad de que me quedara atrapada en algún cenagal. Cruzar un brezal era
mucho más complicado de lo que parecía, y a cada paso que daba me quedaba
enganchada y los brezos se me clavaban como espinas. Los lloros se volvieron
más fuertes. Ascendí hasta una colina pequeña con sumo esfuerzo. Allí el terreno
era más firme, y vi un lodazal en cuyos bordes aún quedaba hielo. En él había
una oveja atrapada hasta el cuello.
Tomé aire. «Al menos no es un niño», pensé, aunque tampoco me sentí muy
reconfortada, porque los balidos desesperados del animal seguían clavándoseme
en el corazón. Tras de mí, la carretera apenas se veía ya. No podía quedarme en
los brezales cuando estaba a punto de caer la noche… pero la oveja se ahogaría o
se congelaría si la dejaba allí.
Empecé a bajar la colina. Me latía el corazón muy deprisa, advirtiéndome de
que me apresurara. Había muy pocos árboles, por lo que me costó unos
preciadísimos minutos encontrar una rama. Me acerqué al cenagal todo lo que
pude. La oveja había dejado de luchar y baló entristecida en cuanto me vio.
Acerqué la rama del árbol para que se apoyara en ella, pero por mucho que
corcoveara el animal, no conseguía salir. Me agaché más para ver si podía
cogerla de la lana cubierta de barro. La oveja volvió a agitarse y conseguí rozarle
el cuello con los dedos, justo antes de resbalar y meterme en el cenagal hasta los
tobillos.
El lodo estaba tan frío que me hizo gritar. Acababa de estropear el vestido
hasta el punto de que ya solo serviría para trapos, pero ahora estaba dentro y
llegaba hasta el animal. Me acerqué unos pasos más mientras el barro intentaba
tragarme, y agarré la oveja por el cuello y por una pata. Tiré de ella, pero se
revolvió, atemorizada, y eso hizo que nos hundiéramos aún más las dos. El barro
me iba subiendo por las medias. Tenía tanto frío que me estremecí. Intenté sacar
un pie, pero no pude moverlo.
De repente, me di cuenta de que ya no estaba salvando a la oveja, sino que
estaba tan atrapada como ella.
El pánico me aceleró el pulso. Solté al animal y me agarré a la rama del
árbol, pero no estaba sujeta a nada, así que me quedé con ella en la mano y me
hundí más en la ciénaga.
La oveja balaba desesperada, asustada por mis movimientos, y se sumergió
aún más.
El sol se puso.
Iba a morir allí.
Grité con tanta fuerza como pude hasta que me quedé afónica, hasta que no
vi más que una luz tenue en lontananza, hasta que la oveja se rindió.
Hasta que una figura apareció en el horizonte, en el ocaso, tan irreal como un
fantasma.
Capítulo Siete
Hasta que no se acercó, caminando con pericia por entre los brezos, y la luna no
cayó sobre su figura encapuchada, no reconocí de quién se trataba.
—¡Elizabeth!
Se acercó rápido, pero con cuidado, como si se hubiera pasado toda la vida
internándose por cenagales —cosa que en realidad, supuse, así habría sido—.
Llevaba un abrigo largo de color marrón y un vestido de viaje, manchados ahora
de turba. No me di cuenta de que llevaba un rifle hasta que no estuvo a pocos
metros.
—¡Deja de moverte! Así solo lo empeoras.
Se tumbó en el suelo y me tendió el rifle.
—Agárralo y no te muevas. Voy a sacarte, pero tenemos que ir poco a poco.
Sujeté con fuerza el arma, con el corazón desbocado, evitando con todas mis
fuerzas el instinto de ponerme a agitar las piernas. Centímetro a centímetro, fue
tirando del rifle hacia ella, dándole al barro tiempo de resbalar y liberarme. Pero
el vestido se me había enganchado a las raíces del fondo y, por mucho que ella
tirara, no conseguía sacarme.
—El vestido está enganchado. Vas a tener que quitártelo.
Tenía los dedos agarrotados, pero empecé a desabrochar la fila de botones de
la parte delantera. Cuando lo conseguí, el agua se empezó a colar por mi ropa
interior y a congelarme la piel, pero me sentí menos pesada, más libre… A
Elizabeth apenas le costó entonces sacarme hasta la orilla del lodazal. Estaba de
barro hasta la cabeza y no podía parar de temblar. Me envolvió con su capa
mientras yo me acurrucaba en el suelo y olía su aroma a agua de rosas.
—Dios mío, Elizabeth, casi me ahogo.
De pronto oí un tiro y grité, sobresaltada. El aire se llenó de olor a pólvora.
Había disparado a la oveja para que dejara de sufrir. El pobre animal se hundió
en el lodo, formando parte ahora del brezal.
Me limpió el barro de la cara.
—He oído tus gritos desde la carretera. ¿Qué haces aquí sola?
—Había ido a Quick a encargar mi vestido de boda. Dios mío, ahora parece
una estupidez. He oído a la oveja y…
—Ay, qué niña tan tonta. Mi carruaje espera en la carretera. Gracias a Dios
que tuve que detenerme en Liverpool, o no habríamos coincidido. Venga, vamos
a casa antes de que mueras congelada. Valentina sabe qué hierbas poner en un
baño para conseguir reanimar la circulación.
Me pasó un brazo por los hombros y me llevó por los serpenteantes senderos
del páramo. Ya había anochecido y las nubes escondían la luna. El caballo
expulsaba vapor por los ollares. Me ayudó a subir al carruaje.
Me dejé caer en el asiento.
—Habría muerto si no hubieras pasado por aquí.
Se inclinó hacia mí y me frotó la rodilla.
—Los Von Stein se jactan de aparecer siempre en el momento adecuado.
—¿Has descubierto qué sabe la policía? ¿Todavía nos siguen? He leído un
artículo acerca de la masacre escrito por el padre de Lucy: no nos menciona.
Me frotó las manos, porque las tenía congeladas.
—Ahora mismo tienes que preocuparte de entrar en calor, no de la policía.
Desde luego, te prometo que hoy no van a asaltar la casa.
Sin embargo, la expresión de su rostro era de preocupación, y se llevó una
mano al abrigo para guardar bien un papel doblado que a punto había estado de
caérsele del bolsillo.
Unos trescientos metros más adelante oímos los gritos de Montgomery y
Lucy, que nos buscaban, pero fue Balthasar quien primero dio con nosotras.
Abrió la puerta del carruaje y me abrazó. Montgomery llegó corriendo poco
después.
—Juliet, ¿qué ha sucedido?
Temblaba tantísimo que no podía ni responder.
Me acarició el pelo, el rostro, las manos, como si pretendiera asegurarse de
que estaba intacta. Puede que hubiera tensión entre ambos, pero aún me amaba.
—Balthasar, amigo, llévala a la mansión lo más rápido que puedas —le dijo.
No tuve fuerzas para objetar cuando Balthasar me cogió en brazos y me llevó
hacia las brillantes luces. Una vez en la casa, la señora McKenna me envolvió
con una manta y dijo que enseguida me subiría un té con bizcochos para
calentarme el estómago. Me llevó arriba, donde Valentina ya había preparado un
baño de hierbas. El ama de llaves me ayudó a quitarme la ropa interior,
completamente estropeada, y a meterme en el agua caliente.
—No sé cómo darle las gracias, señora McKenna.
—Ya basta de formalidades, ratoncillo, que ha estado usted a punto de morir.
Llámeme McKenna, como todo el mundo.
El agua se puso marrón casi de inmediato, pero me dio igual. Aguanté la
respiración y me sumergí en ella, para que me empapara el pelo, e imaginé que
se trataba de un baño de barro en vez de uno de agua aromatizada con rosas. ¿Y
si hubiera muerto? Estábamos todos preocupados por Edward pero, a decir
verdad, el mundo no era un lugar seguro. Cualquiera de nosotros podía morir en
cualquier momento.
Salí de debajo del agua y me puse a toser para recuperar la respiración.
Cuando abrí los ojos, vi que McKenna se había marchado. En vez de ella, era
Elizabeth quien estaba junto a la bañera, todavía con el vestido de viaje, mientras
que Valentina guardaba las hierbas que había utilizado para el baño.
Me cogió de la mano.
—Ay, niña tonta. Tienes que cuidar de ti misma. La gente confía en lo que
haces. No puedes correr riesgos absurdos como este si quieres llegar a dirigir la
mansión algún día.
La miré sorprendida. Valentina, que se había agachado para recoger unas
hierbas que se le habían caído, también se quedó inmóvil.
—¿Cómo que dirigir la mansión?
Elizabeth miró a Valentina con indecisión. Parecía arrepentida, como si
deseara retirar lo que acababa de decir.
—Valentina, ¿puedes dejarnos unos minutos? Luego hablaremos tú y yo.
La chica se quedó mirando a mi tutora, y entre ellas tuvo lugar un
intercambio silencioso de información que no fui capaz de dilucidar;
seguidamente, la joven acabó de recoger las hierbas y salió apresuradamente de
la habitación.
Cuando nos quedamos solas, Elizabeth respiró hondo.
—Juliet, el profesor y yo queríamos que fueras nuestra heredera.
Casi se me resbalaron las manos del borde mojado de la bañera.
—Pupila sí, pero… ¿heredera?
—Sí, heredera de todo. La mansión. Los terrenos. Todo lo que tenemos.
Al otro lado de la puerta se oyó el ruido de una lata al caerse, seguido del de
unos pasos que se alejaban a todo correr. Valentina se había quedado escuchando
en el pasillo. Hice ademán de llamarla, pero Elizabeth negó con la cabeza.
—No lo hagas. Creo que estará muy molesta. No debería habértelo dicho
delante de ella. No me he parado a pensar y ha sido un tanto cruel por mi parte.
Antes de partir hacia Londres, estuvimos hablando de que un día se haría con el
gobierno de la casa si no encontraba una heredera adecuada en los próximos
años. Entonces me enteré de que el profesor te había tomado bajo su custodia, y
de que incluso teníamos cierto parentesco. —Me dedicó una sonrisa cálida—.
Ella sabía que existía la posibilidad de que apareciera algún familiar lejano, pero
estará decepcionada. No te preocupes, en casa siempre habrá sitio para ella.
Valentina era la menor de mis preocupaciones. ¿Heredera de Ballentyne?
Aquello era suficiente como para que la cabeza me diera vueltas.
—Pero, ¿y Hensley? Es tu hijo. Es él quien debería heredarlo todo.
Puso una cara muy rara.
—Hensley…, sí. Tendría que haberme dado cuenta de que acabaríais
conociéndolo. Por desgracia, Hensley nunca estará capacitado para dirigir una
mansión de estas proporciones. Tiene un defecto en el cerebro.
—¡Oh, cuánto lo siento! ¿Por eso no nos hablaste de él? ¿Quién…? —
empecé a decir, pero luego me detuve un momento—. ¿Quién es el padre?
No era una pregunta educada, pero las mujeres como Elizabeth y yo nunca
nos habíamos caracterizado por nuestra corrección.
—Un novelista estadounidense. Lo conocí cuando fui allí a visitar a un
familiar en 1889. Él no lo sabe, pero tampoco importa. —Suspiró y acarició la
toalla—. Tampoco era tan buen novelista.
Me sentó bien sonreír después de todo lo que había pasado.
—Bueno, uno no escapa de la muerte a diario. Sécate y dame un momento
para que hable con Valentina; luego tendremos una charla como es debido.

Cuando por fin conseguí eliminar todo rastro de barro de las uñas y de entre los
dedos de los pies, me reuní con Elizabeth, Montgomery y Lucy, que estaban
sentados frente al fuego en la biblioteca de la segunda planta, hablando en voz
baja. Valentina no estaba allí e imaginé que se habría retirado a su dormitorio,
intentando recuperarse del mazazo de haberse quedado sin herencia. Hensley
estaba sentado a los pies de su madre, y me sorprendió que estuviera despierto,
pues ya era más de medianoche, pero hacía meses que no la veía, y seguro que la
había echado muchísimo de menos. Me producía una enorme curiosidad saber
qué defecto tenía en el cerebro y si estaría relacionado con el hecho de que
tuviera los ojos de color distinto. Elizabeth le acariciaba el pelo con aire
distraído y él se lo acariciaba a su vez a su rata.
La tela de mi bata crujió un poco al entrar, y Elizabeth me lanzó una sonrisa
de medio lado.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí… Bueno, creo que sí. —Miré al niño, porque no tenía claro si estaba
bien que oyera hablar de muertes, persecuciones policiales y asesinatos, pero él
jugaba en silencio con la rata, ignorándonos—. Me preocupa mucho más ese
papel que estás intentando esconder en el abrigo.
Lucy y Montgomery se sentaron más erguidos. Elizabeth enarcó una ceja y
sacó el papel.
—Sí que eres observadora. Bueno, supongo que, antes o después, os
hubierais enterado.
El papel estaba arrugado y estropeado. Era demasiado grueso para ser una
carta, y tampoco era del tamaño adecuado. Mientras lo desdoblaba con sus
elegantes manos, se me desbocó el corazón. El estilo de las letras más grandes
me sonaba.
—Es una circular, un cartel —explicó, como si lo lamentara—. De esos que
cuelgan para ofrecer recompensas por criminales y fugitivos. En este caso, siento
muchísimo tener que decir que eres tú quien aparece en él. La policía no ha
abandonado la búsqueda.
Me lo tendió y lo examiné con atención. Lucy se levantó, se puso detrás de
mí y lo leyó por encima de mi hombro. Estaba viendo mi propio rostro, un
retrato a plumilla hecho por un dibujante de la policía que no me había visto
jamás. Los ojos eran idénticos, pero la mandíbula era demasiado ancha y la
frente también, lo que me daba aspecto de degenerada.
Sentí un ligero mareo. Montgomery cogió el cartel.
—Mil libras de recompensa —leyó— a cambio de información que ayude a
capturar a Juliet Moreau, de Londres, a quien se busca por asesinato. Edad:
diecisiete. Última residencia conocida: Dumbarton Oaks…
No llegué a oír el resto de sus palabras porque la cabeza me palpitaba. Lucy
me puso las manos en los hombros, lo que me devolvió a la realidad, pero tuve
que esforzarme por seguir respirando.
—Es ridículo —comentó Montgomery a voz en grito—, no tienen pruebas
con las que demostrar que Juliet fue la responsable.
Pero sí lo era.
Lucy estaba pálida.
—Ha sido mi padre, ¿verdad? Ha sido él quien se lo ha contado a la policía,
¿verdad?
—No, no ha sido él —respondí a toda prisa, aliviada al menos de poder
consolar a alguien. Saqué el artículo del periódico y se lo tendí—. He encontrado
este artículo en un periódico de hace unos días que he visto en Quick. Reniega
del King’s Club y comenta lo entristecido que está por tu desaparición. No nos
culpa por lo sucedido, al menos, en público.
Lucy agarró con fuerza el periódico.
—¿Que está preocupado por mí?
Se sentó y leyó con gran atención cada palabra.
Elizabeth suspiró.
—Me temo que fue el inspector Newcastle quien se lo dijo. Lo llevaron al
hospital debido a las graves heridas que había sufrido. Murió a las pocas horas,
pero le dio tiempo a contar lo que había sucedido. Mataste a gente muy
importante, Juliet. Alguien asociado con ellos está peinando el país en tu busca,
pero da lo mismo; no darán contigo siempre que permanezcas aquí escondida.
La policía desconoce la existencia de la mansión y, en cualquier caso, no sabe
que pertenece a mi familia, porque está a nombre de un primo lejano de
Alemania. Tardarían años en darse cuenta, y solo si les diese por investigar los
registros, aunque ni siquiera sabrían lo que están buscando.
Cogió una botella de ginebra que había en una mesita auxiliar y nos sirvió
una copa a cada uno, aunque Lucy y Montgomery la rechazaron. Montgomery,
de pie, se metió el cartel en el bolsillo.
—Voy a enseñárselo a Balthasar, pero preferiría que la servidumbre no
supiera nada de todo esto. Es mejor que desconozcan nuestro pasado.
Salió a trancadas de la biblioteca. Elizabeth se bebió la ginebra que había
dejado y también la de Lucy.
—Sé que es impactante —dijo—, pero te aseguro que aquí estás a salvo. Me
parece más importante que nos ocupemos de la salud del señor Prince. McKenna
me ha dicho que sigue vivo y que recupera la conciencia y vuelve a perderla, lo
que es todo un milagro. Con la cantidad de arsénico que tomó, una persona
normal habría muerto en cuestión de días.
—Sí, en cuanto a él… —empecé a decir, pero luego intercambié una mirada
con Lucy y bajé la voz—. Hay algo importante de lo que tenemos que hablar.
Hace unas noches tuvo unos minutos de lucidez. Nos dijo a Lucy y a mí que la
bestia era consecuencia de una enfermedad que tenía en el cerebro y que se
curaría si drenábamos o trasplantábamos el órgano enfermo.
Entrelacé las manos mientras le explicaba el resto de lo que Edward había
dicho y por qué no se lo habíamos contado a nadie.
—Pensamos que con tus mayores conocimientos médicos, quizá se pudiera
hacer algo —añadió Lucy, cuya desesperación alumbraba la luz del fuego.
—Entiendo —respondió mi tutora antes de quedarse callada y pensativa,
mientras el fuego crepitaba y chisporroteaba.
Hensley gateaba por el suelo, a los pies de su madre, y le dejaba pedacitos de
queso seco a la rata. Esta intentaba escapar, pero él la agarraba con fuerza y la
abrazaba contra el pecho.
—No te vayas —le decía—, que no es seguro.
Elizabeth le murmuró al oído que lo mejor era que ella misma le diera un
poco de pan para que se calmara, y el niño transigió y le entregó la rata. La
mujer la guardó en el bolsillo, que abotonó para que no escapara. No pude evitar
fijarme en que el animal no se movía. Preferí no preguntarle nada al respecto,
pues lo de Edward era muchísimo más importante.
La mujer soltó un largo suspiro.
—Me alegro de que confiéis tanto en mí, pero me temo que he de daros una
mala noticia al respecto. En algunos casos, el trasplante de órganos es posible.
He trasplantado un hígado y he oído decir que se ha hecho también con
pulmones y riñones; incluso con un corazón, cuya función de bombear la sangre
cumplieron unas bombas artificiales mientras duraba el proceso. Sin embargo, el
cerebro es una parte central de la vida. Si se corta o se daña la columna vertebral
o el complejo craneal, la muerte es inmediata. Es imposible practicarle un
trasplante de cerebro a una persona viva. Toda una paradoja, como veis. El
procedimiento lo curaría, pero tendría que estar muerto para que se pudiera
llevar a cabo.
El fuego crepitaba con más fuerza mientras que la esperanza iba
desapareciendo del rostro de Lucy y empezaba a temblarle el labio inferior.
—Puedo hacer que sus días sean tan agradables y confortables como sea
posible —añadió Elizabeth con suavidad—, pero me temo que nada más. Si ha
de vencer a la bestia, tendrá que hacerlo por sí mismo.
—¡Pero no tiene fuerza suficiente! —protestó mi amiga antes de levantarse
airada del sofá, llorando, y salir de la habitación a todo correr.
Me puse de pie para ir detrás de ella, pero me detuve. ¿Qué iba a decirle para
consolarla?
Hensley estaba adormilado, y su madre lo cogió en brazos. Era complicado
reconciliar sus dos partes. Siempre me había parecido una cirujana brillante,
pero fría, como mi padre. Ahora también veía su faceta de madre.
Tragué saliva.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté con tranquilidad.
Ladeó la cabeza como si no comprendiera a qué me refería.
—Para ignorar las voces de tu cabeza —aclaré—. Las que no te dejan ser
feliz. Las que le piden más a la vida. Más libertad, como los hombres, por
ejemplo, que pueden estudiar lo que quieren, ir adonde quieren y estar con quien
quieren.
Esbozó una sonrisa tensa y cogió el vaso con Hensley dormido ya al hombro.
—Las ahogo con ginebra, pero no sería una buena tutora si te recomendara
esa solución.
Capítulo Ocho
Pasaban los días, y la fiebre de Edward no mejoraba.
Vagábamos por la mansión como fantasmas inquietos. McKenna intentaba
aliviar nuestra pesadumbre hablando de la boda. Había ordenado a las chicas que
podaran los árboles para que, en primavera, estuvieran floridos y hermosos, y
nos hizo varias comidas para que las probáramos y decidiéramos cuál
preferíamos para el festín; pero era imposible ignorar los quejidos lastimeros que
salían del dormitorio de Edward. Lucy pasaba día y noche a su lado.
—Vas a enfermar —le dije una mañana—. Tienes que descansar. Yo cuidaré
de él.
—Tu manera de tratar a los pacientes es deplorable —me soltó mientras
intentaba que él comiera un poco de sopa—. Lo hostigarías tanto que no querría
ponerse bien.
Siguió intentándolo con la sopa, pero Edward apartó la cabeza, con los ojos
vidriosos y desenfocados, y murmuró algo incomprensible. A ratos, parecía que
nos conociera y, de repente, rechazaba el cuenco y se estremecía.
—Está empeorando —musitó Lucy mientras le limpiaba la sopa que le había
caído—. Me da igual lo que diga Elizabeth, no puedo dejar de pensar en que…
—Se quedó callada, como si hubiera visto algo por encima de mi hombro—.
¡Por Dios! ¿Has visto eso? ¡Parece que los páramos estén ardiendo!
Me giré hacia la ventana y vi unas enormes llamas que iluminaban la
oscuridad en los campos bajos. Pegué la cara al cristal.
—¡Montgomery! ¡Balthasar! ¡Corred! —los llamé.
No tardaron en aparecer y señalé por la ventana.
—¡Los campos están en llamas! —dije entre jadeos—. Quedaos con Edward,
que voy a avisar a Elizabeth —exclamé mientras daba media vuelta y me
disponía a salir de la habitación.
—Juliet, espera. —La voz de Montgomery era tranquila, calmada,
desenfadada—. No es más que una hoguera. Mira.
Forcé la vista para ver en la oscuridad. Tenía razón: era una hoguera
controlada en los campos de abajo. Me sacudí la tensión respirando hondo.
—Es el festival de la Noche de Reyes —me explicó Montgomery—. En esta
zona es una fiesta pagana. Carlyle me lo contó ayer, mientras lo ayudaba a cortar
leña. La gente de las Tierras Altas lo celebran aquí porque en los alrededores no
hay sacerdotes que se lo impidan.
Las llamas eran cada vez más altas, y restallaban y soltaban chispas.
Entonces vi que había personas alrededor de la hoguera, algunas de ellas
bailando. Me dio un vuelco el corazón. Edward estaba tan enfermo que hacía
mucho que no bailábamos y nos divertíamos así.
—Debe de estar toda la casa allí —comenté—. Ahora entiendo por qué no se
oye ni un alma por aquí.
Lucy chistó mientras forzaba la vista para apreciar el fuego con más detalle.
Su rostro dejaba claro que estaba exhausta.
—Mira que no invitarnos… —soltó.
—Lo más probable es que hayan pensado que no aprobamos las fiestas
paganas —le dije—. Al fin y al cabo, nosotros somos londinenses civilizados.
Lucy hizo un gesto de impaciencia.
Balthasar se dirigió a Montgomery con las manos entrelazadas.
—Nunca he ido a una fiesta —dijo. Luego se quedó callado y olió el aire—.
Cerdo asado con miel. A Sharkey le encanta el cerdo asado. ¿Podemos ir?
La pregunta divirtió a Montgomery.
—Por supuesto que sí. Además, estoy seguro de que Sharkey será
bienvenido.
Balthasar sonrió y empezó a ponerse bien la camisa, pero sus dedos eran
muy torpes. Lucy le ajustó el cuello y le abrochó el botón de arriba, tras lo que le
sacudió los hombros.
—Ya está. Ahora, todas las damas querrán bailar contigo.
A Balthasar le cambió la cara.
—No sé bailar.
—¿¡Que no sabes bailar!? —dijo Lucy—. Pues bueno, Montgomery,
enséñale. Tú también deberías ir, Juliet, o alguna de esas chiquillas intentará
robártelo.
—Solo iré si tú vienes también.
Miró hacia la cama.
—No puedo dejar a Edward.
—Que McKenna cuide de él. Solo van a ser unas horas. Venga, necesitamos
divertirnos.
Se mordió el labio, indecisa, pero le hicieron ruido las tripas.
—¿Cerdo asado habéis dicho?
Le sonreí y le cogí la mano; luego tiré de ella hasta que estuvimos fuera de la
casa. Una ráfaga de frío nos heló las piernas, y grité mientras empujaba a Lucy
hacia la calidez de la hoguera. Durante unos cientos de metros nos encontramos
entre la mansión y la fogata, bajo las estrellas, y sentí un acceso repentino de
felicidad. Después de llevar días encerrados en aquella casa sofocante, mi alma
ansiaba vivir un poco. Por un instante, me encantó estar allí, lejos del resto del
mundo, en un paraje tan salvaje y libre.
El campo estaba lleno de gente, la mayoría forasteros y artistas itinerantes
del circuito de invierno, pero reconocí a las sirvientas y algunos rostros que me
sonaban de Quick. El violinista era el propietario de la taberna. Nos pidió que le
echáramos una moneda en el sombrero mientras una de las chicas, Lily, nos
acercaba una jarra de sidra caliente. Uno de los artistas eructó. Sorprendida, me
di cuenta de que se trataba de la misma anciana que nos habíamos encontrado en
la posada cuando subíamos camino de Inverness. Me fijé mejor en sus
compañeros y reconocí al líder delgaducho de la compañía, representando un
número que tenía algo que ver con un burro. No vi al adivino.
Me estremecí solo de pensar en él. «Los hijos jamás escapan de los padres».
¿Habrían llegado a esta fiesta por casualidad, teniendo en cuenta la de
celebraciones de Noche de Reyes que había por todo el norte? La coincidencia
me inquietó, pero entonces nos alcanzaron Montgomery y Balthasar, con las
piernas húmedas por el rocío, y Sharkey se acercó al fuego e intentó morder las
llamas. Me relajé. Era una compañía de teatro y aquello era una fiesta. ¿Por qué
iba a ser raro que estuvieran allí?
Vi a Elizabeth por entre las llamas. Llevaba una gran estola de piel que
parecía sacada de las páginas de un libro de historia de los vikingos, y con el
pelo suelto parecía un hada fuerte y bella. No me extrañaba que se hubiera ido de
la ciudad; al fin y al cabo, aquí era una reina.
—Pensaba que no querríais venir —me dijo tras rodear el fuego—. De lo
contrario, os habría avisado.
—Tú no le digas al vicario que hemos venido; si se entera, no querrá oficiar
la boda de dos paganos.
Sonrió.
—Lo tienes allí mismo —dijo, mientras señalaba con el mentón hacia un
grupo de hombres mayores. Estaban al otro lado de la hoguera y bebían de una
manera de lo más impía—. De hecho, ha sido él quien ha traído la cerveza.
La noche pasó entre música y risas, y conseguí quitarme de la cabeza la
preocupación de Edward, aunque solo fuera durante aquellas horas robadas.
Lucy desapareció, jugando con las más jóvenes bajo las estrellas y, después de
un rato, fui a buscarla. Una de las sirvientas me señaló el campamento
provisional que había levantado la compañía de teatro, dispuesto en el borde del
campo. Caminé por la hierba alta y me arrebujé en el abrigo con fuerza. La
encontré junto a una tienda de madera y seda. Un hombre de piel oscura estaba
leyéndole la palma de la mano, musitándole cosas que la tenían con los ojos
como platos.
Era el adivino.
Le dio un coqueto beso a mi amiga en la mano y ella rio cuando nuestras
miradas se cruzaron.
—¡Juliet! ¡Acaba de leerme el futuro! ¡Voy a casarme con un conde! ¡No me
digas que no es maravilloso! —Me cogió de la mano y me obligó a acercarme a
él—. Ahora, tú.
El adivino ni pestañeó, ni hizo ademán de reconocerme, y volví a sentirme
inquieta.
—Tienes las manos heladas —le dije a Lucy—. Espérame junto a la hoguera,
que voy enseguida.
Sonrió y fue a reincorporarse a la alegría, con lo que el adivino y yo nos
quedamos solos. Era como si a nuestro alrededor solo estuviera la noche.
—Es usted —le dije—, el de la posada.
A modo de respuesta, se adelantó y me cogió la mano. Esbozó una extraña
sonrisa y me subió un escalofrío por la columna.
—Tienes manos de cirujano, guapa —dijo, tras colocar la palma de mi mano
sobre la suya—. ¿También tienes cabeza de cirujano?
Me sorprendió que hablase de cirujanos.
—Lucy le ha estado hablando de mí, ¿verdad? No es justo que usted sepa
tanto de mí y que ni siquiera me haya dicho cómo se llama.
—Jack Serra —dijo, con una reverencia muy pomposa.
—Es raro que nuestro camino vuelva a cruzarse. ¿Me está siguiendo?
Soltó una risotada.
—Seguimos las ferias de invierno. Es el mismo recorrido año tras año.
Miré hacia la hoguera. La música y las risas, en torno a las llamas, parecían a
un mundo de distancia. Casi era incapaz de reconocer a Montgomery junto a los
músicos, pero veía que estaba enseñándole a bailar a Balthasar.
—Quiero saber el resto de mi futuro. Empezó en la posada, pero no acabó.
Ladeó la cabeza.
—No se puede apremiar al futuro.
Me empezó a latir el corazón con más fuerza. ¿Cómo era posible que fuera
capaz de saber tantas cosas de mí con solo mirarme? ¿No era una tontería que yo
estuviera allí, cuando era consciente de que no había ninguna ciencia que
predijera el futuro? Oí unas voces suaves provenientes del bosque, de donde un
hombre y una mujer, dos de los integrantes de la compañía, salían cogidos de la
cintura. Me sonrojé al pensar en lo que habrían estado haciendo.
Jack Serra me pasó su largo dedo índice por la palma de la mano.
—Los hijos jamás escapan de los padres —me dijo, tal y como había hecho
en la posada—. Me contaste que tu padre está muerto, pero has cruzado un
campo frío, alejándote de tus amigos, para venir a verme… porque para ti no
está muerto, ¿verdad? Su espíritu sigue vivo.
—No creo en fantasmas. —Me tembló la voz.
Se mofó.
—¿Fantasmas? Ni yo. Da más miedo pensar que llevamos el fantasma de
nuestros padres en nuestro interior. Cada decisión que tomamos, cada error que
cometemos, es cosa de ellos, que toman parte en nuestras decisiones. Los padres
son como el arroyo del que nace el río. El arroyo corre colina abajo y el río
también. Ambos acaban en el mismo sitio: en el océano.
Llevaba alrededor del cuello al menos una veintena de amuletos que
colgaban de cuerdecitas de cuero retorcidas. Se quitó uno de ellos y me lo puso
en la mano. Era de hierro y tenía la forma de un remolino hecho con líneas,
como si se tratase de un río. Me quedé mirándolo como traspuesta.
—¿El océano? ¿Es un símbolo de la locura?
Sonrió.
—El océano no es más que el océano. En cuanto a los símbolos, las cosas
simbolizan lo que uno quiere —dijo.
Me puso el amuleto al cuello y dejó que me cayera sobre el pecho, donde
brilló bajo la luz de la luna como si fuera agua de verdad.
—No lo entiendo. ¿Quiere decir que no tiene sentido que intente cambiar su
curso?
Su mirada me dejó claro que se estaba divirtiendo. Luego, señaló la hoguera
y dijo:
—Tus amigos van a echarte de menos como no vayas pronto con ellos,
guapa.
Quería hacerle tantas preguntas. Una vocecilla en mi cabeza me decía que
aquello de la buenaventura no era real, pero estaba tan desesperada que me
habría creído cualquier cosa. Sin embargo, Jack Serra permaneció con la mano
extendida, claro indicativo de que quería que me fuera.
Así lo hice y, de camino a la brillante luz de la fogata, me escondí el amuleto
debajo del vestido. Respiré hondo unas cuantas veces e insistí en que era
imposible adivinar el futuro, que aquel hombre no era más que un charlatán que
quería unas monedas. Aunque, ahora que lo pensaba, no me había pedido que le
pagara.
Al otro lado del fuego, Lucy le estaba enseñando a Balthasar un paso de
baile. Montgomery estaba junto a ellos, dando consejos al primero. Balthasar lo
pisó, pero Montgomery se echó a reír y le dio unas palmaditas en la espalda. No
pude evitar sonreír. Montgomery no solo tenía muy buen corazón, sino que
seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en la vida. Lo que más
quería yo en el mundo era que, un día, cuando nos hubiéramos casado, no
volviera a haber secretos o tensiones entre nosotros.
Una de las sirvientas mayores, Moira, se acercó a él tímidamente y le tiró de
la manga para llamar su atención. Montgomery se agachó y la chiquilla le
susurró algo al oído.
—Quieren que baile con ellas —dijo una voz a mi lado.
Era Valentina, que llevaba un vestido con mangas largas y fumaba un
cigarrillo Woodbine. Me puse un poco tensa, porque no sabía si me odiaba
después de que Elizabeth me hubiera nombrado heredera. No llevaba los
guantes, y me fijé con más atención en sus manos. Nadie podía tener la mano de
un color tan diferente del resto del cuerpo. Subrepticiamente busqué signos de
blanqueamiento, pero no había decoloraciones. Tenía los dedos delicados y
pequeños; demasiado, de hecho, para alguien de su estatura. La curiosidad me
invadió.
Le dio una calada al Woodbine, y la manga del vestido le cayó hacia atrás,
dejando al descubierto una parte del brazo llena de arrugas. Una cicatriz. Una
idea horrible se me pasó por la cabeza: ¿sería posible que aquella mano no fuera
suya, sino de otra persona? Elizabeth había dicho que había hecho trasplantes…
—Al fin y al cabo, por aquí no hay muchos hombres jóvenes —continuó
diciendo mientras señalaba a las chicas que bailaban con Montgomery.
Me aclaré la garganta y desvié la mirada de su muñeca, cosa que me costó
mucho.
—¿A qué se debe? Que no haya servidumbre masculina, me refiero.
—No creo que se deba a nada en particular. A Elizabeth la conocen en la
región porque es capaz de curar dolencias y enfermedades, pero solo las mujeres
tienen los arrestos necesarios para venir. Los hombres piensan que es bruja.
Todos, menos Carlyle. Ese hombre no creería en brujas ni aunque se le sentase
una encima.
Echó la ceniza del cigarrillo y me quedé mirando la manga.
—¿Qué tipo de dolencias?
Sonrió, como si supiera por dónde iba.
—Enfermedades raras. A veces, incluso, reemplazar extremidades.
La curiosidad se avivó en mi interior y me olvidé de la desconfianza que
sentía hacia ella. Miré con fijeza su mano, tan pequeña y tan blanca, y, en tono
vacilante, empecé a decir:
—Disculpe, pero no he podido evitar reparar en que tiene la mano de un
color y un tamaño peculiares en comparación con el resto del brazo.
Se rio a carcajadas.
—Señorita Moreau, solo le falta quedarse mirando con la boca abierta. Debe
de tener usted cerebro de científico. No me extraña que Elizabeth la haya
nombrado su heredera.
Su tono de voz se endureció mientras pronunciaba aquella última palabra, y
noté que la incomodaba. Elizabeth me había dicho que había hablado con ella
acerca de la situación y que la muchacha no me guardaba rencor, aunque, en
aquel momento, su resentimiento parecía tan denso como el humo. ¿Acaso era
yo la única que se daba cuenta? Puede que, con intención de ganarse su favor, se
comportase de forma distinta cuando Elizabeth estaba delante. Ahora bien, ¿para
qué iba a querer ganarse el mío? De hecho, más bien sería todo lo contrario.
Le dio otra larga calada al cigarrillo.
—Cuando llegó aquí, pensé que debía de ser usted alguien especial para que
Elizabeth la hubiera elegido, pero, por más que intento descubrir a qué se debe,
soy incapaz de hacerlo. No ha demostrado usted el más mínimo interés en el
gobierno de la hacienda. No ha visitado los terrenos más alejados, no ha venido a
ver mis clases a las demás chicas, ni ha acompañado a Carlyle en ninguna de sus
salidas para ir a comprar provisiones. Dígame, ¿para qué quiere, entonces, ser la
señora de Ballentyne?
Me quedé boquiabierta por la franqueza de su pregunta.
Tiró el cigarrillo de golpe.
—Lo que imaginaba, ni siquiera le interesa ser la señora. Le ha caído en el
regazo como un bonito juguete nuevo y, como cualquier otra niña malcriada, lo
coge sin saber lo preciado que es. Pues Ballentyne no es un juguete, señorita
Moreau. Es un santuario. Estas chicas no tienen otro sitio al que ir. Elizabeth les
ha dedicado la vida, igual que McKenna y yo. Si no está usted preparada para
comprometerse de la misma forma, debería irse. En Ballentyne no hay sitio para
niñas mimadas a las que solo les interesan los juguetes bonitos. Lo mejor que
podría hacer por la mansión es largarse. —Pisó el cigarrillo con todas sus
fuerzas.
Me embargó una sensación de enfado. Valentina no se daba cuenta de que
tenía preocupaciones mucho mayores que una herencia que tardaría décadas en
recibir. Me dieron ganas de cruzarle la cara, pero una mano fría me cogió del
brazo.
—¡Vamos, Juliet! —dijo Lucy, mientras tiraba de mí con una jarra de
cerveza en la mano—. ¡Vamos a bailar!
Nunca me había sentido tan contenta de dejar una conversación, aunque
todavía me hervía la sangre. Hasta que mi amiga no me cogió de las manos y
empezamos a dar vueltas alrededor del fuego, junto a las demás parejas, no
empecé a relajarme. Girábamos en torno a Balthasar y a la sirvienta de la cojera,
y luego alrededor de Montgomery y Elizabeth. No podía dejar de mirar molesta
a Valentina, que había encendido otro cigarrillo y lo fumaba la mar de calmada.
Me pregunté si, en efecto, Elizabeth le habría trasplantado las manos. Unos
dedos que no eran suyos y una piel que le pertenecía a otra chica. A una muerta,
lo más seguro. Aquella posibilidad hacía que el corazón me latiera a toda
velocidad. ¿Qué otros secretos guardaba mi tutora?
Girábamos alrededor de las demás parejas mientras Lucy reía sin descanso.
La compañía de teatro se mezclaba con las sirvientas y los habitantes de Quick.
No vi al adivino entre la multitud, lo cual me tranquilizó.
El violinista gritó algo y cambiamos de pareja. Montgomery vino a por mí,
para decepción de las demás chicas, y se puso a bailar conmigo el reel escocés
que empezaba a sonar. Sharkey se nos metía entre los pies y en varias ocasiones
estuvimos a punto de tropezarnos, pero Montgomery se reía y me acercaba más
al fuego. Empecé a sudar. Con las estrellas, el violinista y la buena compañía, la
noche parecía irreal.
Después de otro baile más, lo dejé libre.
—Las demás me van a matar como no te comparta —le expliqué, y me fui de
su lado.
Me acerqué a Elizabeth, que estaba junto al fuego rodeada por los residentes
de la mansión, quienes se lo estaban pasando la mar de bien bajo la luz de la
luna.
—Me gustaría hablar contigo. De Valentina.
La mujer levantó una ceja.
—¿Está siendo desagradable por lo de la herencia? Me ha parecido que la
conversación que acabáis de mantener era un poco acalorada. Tiene mal carácter,
pero solo es el pronto. Dale unos días para que lo digiera y se le pasará. Adora la
mansión, así que seguro que le interesa llevarse bien con la futura señora.
—No es por la herencia, sino por sus manos. A menudo lleva guantes,
pero…
Una vocecilla nos interrumpió:
—Mamá… —Hensley tiró de su abrigo.
—Un momento, cariño —le dijo sin dejar de mirarme—. ¿Las manos? Ah,
creo que ya sé a qué te refieres. Juliet, no te imaginas los avances médicos que
he conseguido aquí…
—Mamá… —repitió.
—Y la electricidad del molino solo es el principio. Mi idea es que el año
próximo…
—¡Mamá! —exclamó el niño, en tono más insistente.
—Ay, cariño, pero ¿qué es tan importante? —dijo.
Elizabeth se volvió hacia él y contuvo una exclamación. Estaba un poco
embriagada por el alcohol y por lo tarde que era, así que, en un primer momento,
no entendí qué es lo que había hecho que se quedara callada. El violinista dejó
de tocar de golpe y algunas de las niñas ahogaron un grito.
—Mamá, he tenido un accidente.
Una chica gritó detrás de mí. Me pareció que se trataba de Lucy, pero no
podía apartar la mirada del niño. Era como si lo que veía diera vueltas y vueltas,
como si me cerebro insistiera en que lo que estaba viendo no podía ser verdad.
Me subió la bilis a la garganta.
Una rama del grosor de mi muñeca le atravesaba el pecho a Hensley: por
detrás arrastraba por el suelo, y por delante sobresalía una punta, de la que
manaba sangre muy despacio. Noté un escalofrío en las piernas. Nadie podía
sufrir una herida así y seguir caminando. Al menos, nadie que estuviera vivo.
Capítulo Nueve
Elizabeth cogió a Hensley y empezó a susurrarle palabras de consuelo al oído.
Con un estirón rápido, Carlyle le extrajo la rama del cuerpo y, juntos, se lo
llevaron a la mansión mientras los demás nos quedábamos patidifusos.
—¿Has visto eso? —me susurró Lucy con los labios azules.
Empezó a desvanecerse, pero Balthasar la cogió antes de que se desmayara.
—Súbela a su dormitorio —le pedí mientras me llevaba una mano a la
cabeza para combatir mi propia sensación de mareo—. Y quédate con ella, por si
recobra la conciencia.
Asintió, pues a todas luces era el único que no parecía impresionado por la
imposibilidad de lo que acabábamos de ver, y se la llevó hacia la casa. El fuego
seguía chisporroteando, pero nadie movía ni un músculo. Por la cara de las
sirvientas, me di cuenta de que sabían cuál era la dolencia del niño. Igual que los
habitantes de Quick. Incluso los histriones. Nosotros éramos los únicos que
desconocíamos el secreto. En nombre de Dios, ¿qué estaba pasando?
Al otro lado del fuego, Valentina fumaba con toda la tranquilidad del mundo.
A esto era a lo que debía de haberse referido al hablar de las afecciones que
curaba Elizabeth: a que Elizabeth había ido más allá de los límites de la ciencia y
me había mentido al decir que las investigaciones científicas de su ancestro se
habían perdido. Como si supiera lo que estaba pensando, la muchacha se me
quedó mirando y sonrió.
«Me odia —pensé. Estaba más claro que el agua—. Me odia porque
Elizabeth me ha nombrado a mí heredera y no a ella. Uno no se recupera con
tanta facilidad de un golpe así».
Montgomery me agarró de la muñeca y tiró de mí hacia la casa.
—¡Más despacio! —grité—. ¿Qué te pasa?
—Nos vamos de aquí. Desde la primera noche he sabido que pasaba algo
raro.
—¿Marcharnos? ¡No podemos irnos! ¿Qué pasa con Edward?
No redujo el paso ni cuando estuvimos cerca de las luces de la mansión.
Había luz en una de las habitaciones del piso más alto de la torre sur, que
siempre estaba cerrada. Seguro que era el laboratorio y que Elizabeth estaba allí,
operando a Hensley.
Se detuvo ante la puerta principal con una mano en el picaporte de hierro.
—Ya has visto a ese niño. No era humano. Al menos, ya no.
—Tenemos que darle a Elizabeth la oportunidad de explicarse.
—¿Explicar el qué? Nos ha mentido. Los estudios de Victor Frankenstein no
se perdieron. Debe de haber estado practicándolos en secreto. Y en un niño, nada
más y nada menos.
Oímos pasos en el patio de gravilla, detrás de nosotros. Eran Valentina y las
más jóvenes, que también volvían a la mansión. Cogí a Montgomery por el
cuello de la camisa.
—Ya hablaremos de esto a solas. Vamos.
Entramos a toda prisa en la casa y subimos la escalera hasta mi habitación,
donde tendríamos cierta privacidad. No podía quitarme de la cabeza el ojo
blanco de Hensley. ¿Habría muerto siendo un niño y lo habría devuelto a la vida
mi tutora? ¿Estaría cosido de pies a cabeza, como las manos de Valentina? Ahora
entendía por qué no podía ser su heredero.
Respiré hondo. Elizabeth no estaba loca; por lo menos, no como lo había
estado mi padre. No era ambiciosa como él. ¿Por qué lo habría hecho entonces?
—Ahora está claro —dijo Montgomery mientras caminaba frente a las
ventanas—. La cojera de la pequeña. La oreja que le falta a Carlyle. ¿Sabes qué
pasó el día en que fuiste con Lucy a Quick?
Después de haber estado a punto de morir en el cenagal, lo último en lo que
se me había ocurrido pensar era en por qué Montgomery había querido que
saliera de la mansión, pero en aquel instante recuperé el interés por saberlo.
—Investigaste, ¿verdad? ¿Qué descubriste?
—Nada, y no porque no lo intentara. Valentina no me quitó ojo en todo el
día. No se apartaba de mí por miedo a lo que pudiera encontrar. Las sirvientas
deben de ser prisioneras, o deben de estar locas para dejar que Elizabeth
experimente con ellas. Deberíamos irnos antes de que consideren que hemos
visto demasiado y quieran detenernos. Podemos llevarnos a Edward en el
carruaje. No será difícil convencer a Lucy, siempre y cuando Edward venga con
nosotros, y Balthasar irá adonde yo vaya.
—¿Y adónde vamos a ir? La policía nos está buscando por todo el país; por
todas las carreteras, puertos y estaciones de tren, con la esperanza de arrestarnos
y llevarnos de vuelta a Londres.
—Nos esconderemos hasta que todo haya pasado. Sé cómo vivir en los
bosques.
—¿En los bosques? Estamos en invierno. ¿Te imaginas a Lucy en un bosque,
viviendo de bayas?
Se pasó una mano por la cara.
—Me da igual lo peligrosos que sean los bosques, es mejor que quedarse
entre estas cuatro paredes.
Negué con la cabeza.
—No. Elizabeth jamás nos haría daño. Lo arriesgó todo para ponernos a
salvo de la policía. ¿De verdad crees que, de repente, iba a convertirse en una
malvada porque hayamos descubierto su secreto? Ella también conoce los
nuestros… y son igual de escandalosos.
Se detuvo. El pelo le caía suelto sobre la frente.
—Lo único que hacíamos era operar a animales. No devolvimos a la vida
ningún muerto. Eso va contra natura, Juliet. Elizabeth juega a ser Dios.
—¡Mi padre sí que jugaba a ser Dios!
—Sí, y por eso lo mataste. Y mataste a tres miembros del King’s Club por la
misma razón. ¿Qué te hace pensar que Elizabeth es diferente de ellos? Eres tú la
que siempre dice que las mujeres podéis ser tan crueles como los hombres.
Empecé a caminar por el lado contrario de la habitación, mordiéndome el
interior de la mejilla hasta que me hice sangre.
—No es porque sea mujer. Es porque…
«Es porque es como yo».
Me detuve, atónita ante mis propios pensamientos.
—No va a hacernos nada por lo que acabamos de presenciar. Hablemos con
ella y si después sigues pensando que tenemos que irnos, nos iremos. ¿De
acuerdo?
Tenía los hombros tan tensos que era evidente que, si por él fuera, ya
estaríamos en el carruaje, galopando como locos en mitad de la noche y dejando
atrás la verdad. Pero no se puede huir de la verdad para siempre.
—Prométeme que no pasará como la última vez —me susurró—. Nada de
ciencia antinatural. Nada de jugar a ser Dios, ni siquiera aunque el fin justifique
los medios.
Di un paso atrás. Tal vez se debiera a la conversación que acababa de
mantener con Jack Serra, pero tenía tan presente a mi padre que bien podría
haber estado allí, en la habitación, con nosotros.
—¿De verdad confías tan poco en mí como para pensar que me convertiría
en un monstruo como mi padre?
No le confesé que era un miedo que yo también albergaba.
—Claro que no —dijo, tras haber suavizado la expresión—. No pretendía
decir eso.
Permanecimos así un rato, cada uno por su lado, con el viento aullando en el
exterior. Por fin, Montgomery me cogió las manos.
—A veces, me recuerdas a tu padre —dijo con tono amable—, pero no
quería decir que vayas a volverte loca, como él. Tienes un padre y una madre,
¿recuerdas? Frente a las taras de tu padre están las fortalezas de tu madre. Era
una mujer adorable, ¿no te acuerdas?
Me encogí, como si me hubieran pinchado con una aguja, y la preocupación
por Hensley, los experimentos de Elizabeth e incluso el estado de Edward, se
esfumaron. Mi madre. Podía verla si cerraba los ojos. Pómulos altos y siempre
sonrojados, un pelo oscuro y siempre recogido con pulcritud mientras cantaba
los salmos en la iglesia. Todo lo contrario al semblante frío de mi padre. Cuando
yo era pequeña, mi madre se había dedicado a ayudar a los demás. Los domingos
de invierno, después de misa, se quedaba con otras damas para tejer calcetines
para los reclusos de la cárcel de Bryson. En una ocasión le había preguntado por
qué no me tejía calcetines a mí; a modo de respuesta, ella me había llevado a
Whitechapel y me había enseñado a los vagabundos que había allí, con los dedos
de los pies congelados. Fue la primera vez en la que me di cuenta de lo que
significaba el dinero y de lo terrible que sería que lo perdiéramos.
Me quedé mirando a Montgomery, traspuesta, sin acordarme de la discusión
anterior.
—¿De verdad crees que podría ser como ella en vez de como mi padre? —le
pregunté esperanzada.
Era una posibilidad que jamás se me había pasado por la cabeza. Tenía
helados los dedos de la mano, así que los flexioné y, por primera vez en lo que
parecían años, tuve la sensación de que entraban en calor.
Relajó la expresión.
—Ya eres como ella, solo que no te das cuenta.
Me miré las manos, elegantes y pálidas. ¿Por qué no me había fijado nunca
en lo mucho que se parecían a las de mi madre? Ni en lo mucho que tenía de
ella, aunque no me hubiera parado a pensarlo hasta entonces. La sombra de mi
padre era tan alargada que había ocultado todos los demás caminos que podía
tomar en la vida.
—Juliet, prométeme que vas a pensar más en parecerte a ella. En especial,
después de lo que hemos visto esta noche. Me preocupa, porque estás en una
casa dedicada a experimentar.
Mi madre tenía sus partes malas, pero me quería. Había cuidado de mí.
Había respetado las Sagradas Escrituras, había visitado a huérfanos y había
tejido calcetines para los encarcelados, pero, sobre todo, jamás había cruzado la
línea de la ciencia inmoral.
Tomé aire. Sí, por mis venas también corría su sangre. Ella me ayudaría a
tener los pies en la tierra cuando nos enfrentáramos a lo que fuera que Elizabeth
llevaba a cabo en su laboratorio de la torre.
—Te lo prometo.
Capítulo Diez
Elizabeth estuvo encerrada en la torre, con Hensley, toda la noche y el siguiente
día entero. Montgomery y yo esperamos a que acabara, mirando —por la
ventana que quedaba al final del pasillo— cómo salía el sol y, horas después,
volvía a ponerse. No dejaba de pensar en mi madre y en la posibilidad de seguir
sus pasos en vez de los de mi padre. Pasé aquellas horas muertas pensando en lo
que recordaba de ella: en cómo me ayudaba a decorar el árbol de Navidad, en el
primer par de zapatillas de baile que me había comprado, en las historias que me
contaba antes de que me fuera a dormir.
Por fin, la puerta se abrió con un chirrido.
Me puse en pie de un salto y me aparté el pelo de los ojos. Elizabeth estaba
en la puerta, limpiándose las manos con una toalla. Aún llevaba el vestido verde
de la noche anterior, pero se había quitado la magnífica estola de Reina de las
Hadas y, en aquel instante, parecía más bien una madre preocupada.
—Suponía que querríais respuestas —dijo.
McKenna apareció por detrás de ella con un cesto lleno de tela
ensangrentada en los brazos y bajó las escaleras. Cuando llegó a mi altura, se
detuvo y me pidió:
—Tenga una mentalidad abierta, ratoncillo. Esta es una casa pacífica.
Ninguna de nosotras, la señora incluida, sabemos siquiera qué es la crueldad —
dijo. Luego bajó la mirada y se alejó por el pasillo.
Las luces eléctricas que iluminaban las escaleras de piedra parpadearon.
—¿Qué tal está Hensley? —le pregunté con calma.
Sonrió.
—No me cabe duda de que estará causando problemas en pocos días.
Montgomery cruzó los brazos y soltó:
—Queremos saber la verdad respecto a él.
—Sí, bueno… supongo que tendré que contárosla me guste o no. —Suspiró
y bajó las escaleras—. Vamos al observatorio. Hablaremos allí. Estoy agotada y
las estrellas siempre consiguen que me quede dormida. Seguidme.
No me molesté en decirle que el sol acababa de esconderse y que todavía no
habían salido las estrellas. Nos guio escaleras abajo, por pasillos a derecha e
izquierda, todos ellos con el mismo aspecto; luego subimos un tramo de
escaleras con una barandilla nueva y candelabros de latón recién abrillantados.
El observatorio era una sala con el techo muy alto y de cristal que estaba en la
torre del norte. El equipo astronómico que había allí era impresionante: pesados
sextantes de plata, un telescopio y una biblioteca llena de mapas celestes…
Elizabeth se acercó a un globo de constelaciones y abrió un compartimento
secreto que se ocultaba en el interior, del que sacó una botella de ginebra Les
Étoiles y tres vasos.
—Les Étoiles —comentó mientras sujetaba la botella con expresión irónica
—. Significa «las estrellas» en francés. Ya os he dicho que siempre consiguen
que me quede dormida.
Montgomery se sentó en un taburete y yo en un sillón de cuero, y admiré
cómo se ponía el sol por la ventana del observatorio. Elizabeth se sentó frente a
mí y empezó a darle sorbos a la ginebra. Se había quitado el mandil y los
guantes, pero se le había quedado una pequeña salpicadura de sangre en la cara.
—Nos mentiste con eso de que los estudios de Frankenstein se habían
perdido —le espetó Montgomery.
La mujer cambió de posición.
—Juré no contarlo y no veía ninguna razón por la que debierais saberlo; al
menos, no en aquel momento. Si vuestro amigo, el señor Prince, no se hubiera
envenenado, la historia de mi familia no habría llegado a desvelarse en el viaje
desde Londres. ¿Devolver la vida a los muertos? ¿Qué persona en su sano juicio
iba a creérselo?
—¿Lo sabía el profesor? —le pregunté.
—Sí, todos los Von Stein lo hemos sabido siempre. El tercer lord Ballentyne
tuvo una hija que dio a luz al hijo bastardo de Victor Frankenstein en 1786. Ella
le ayudó con sus investigaciones y fue capaz de repetir los procedimientos pero,
después de que él muriera, supo que debía mantenerlo en secreto —nos contó,
mientras golpeaba el vaso con un dedo—. Cuando os dije que los diarios de
Frankenstein se habían perdido, no era del todo cierto. Los tengo yo y están muy
bien escondidos. Siempre los hemos llamado Diarios Originales.
—¿Y qué es lo que contienen?
—Todo lo necesario para recrear el trabajo de Frankenstein. Instrucciones tan
detalladas acerca del proceso de reanimación que hasta el cirujano más bisoño
podría seguirlas. El conocimiento se le ha ido pasando a cada uno de los
guardianes de la familia.
—¿Con qué motivo? —preguntó Montgomery.
—El poder de derrotar a la muerte no es algo que se descubra a diario. Puede
que llegue un momento en el que sea necesario. Una epidemia en la que se
pierdan tantas vidas que sea imprescindible mantener la población estable o
revivir a un gran líder que muera antes de tiempo. Tenemos reglas estrictas que
restringen cuándo podemos usar esta ciencia. Un código. Se llama Juramento de
la Anatomía Perpetua. En ciento once años no se ha dado jamás el caso de que
tuviéramos que utilizarla.
Sentí una especie de ronquera al hablar:
—Pero has roto las reglas al devolver a la vida a Hensley.
Soltó una risotada seca y crispada y cogió el vaso.
—Ay, Juliet, pensaba que ya te habrías dado cuenta —dijo, y dio un sorbo a
la ginebra—. Hensley no es hijo mío. Era el chiquitín del profesor.
Ahogué un grito. Me acordé de la habitación de bebé cubierta de polvo que
había en Dumbarton: los juguetes antiguos, la cama para niños y el retrato de la
pared.
—¿Thomas?
Asintió.
—Hensley era su segundo nombre. Ya te dije cuando salíamos de Londres
que el profesor había coqueteado con la aplicación inmoral de esta ciencia. De
hecho, cruzó la línea. Thomas se puso enfermo y murió de repente, y la esposa
del profesor, una semana después. Se volvió loco de pena. Trajo el cadáver de su
hijo aquí, a Ballentyne, y lo reanimó.
No sentía los pies, pero el corazón me latía cada vez más rápido. Lo habían
conseguido. Habían derrotado a la muerte. Ni siquiera mi padre había soñado
con algo tan maravilloso.
—Sabía que había sido una equivocación, pero no era capaz de volver atrás,
de matar a su hijo una vez más. Y tampoco podía llevar a Londres a un chiquillo
que todos sabían que había muerto.
—Así que lo dejó a tu cargo.
Me miró de una forma extraña.
—Yo no soy sino la última señora de Ballentyne que cuida de él. Hensley
nació seis años antes que yo. Tiene cuarenta y un años, aunque ni su cuerpo ni su
cerebro han envejecido.
Me recosté, anonadada. Todo lo que aquello significaba para el mundo…
Una cura para las plagas, la vida eterna. Tenía razón, era maravilloso y terrible al
mismo tiempo; y era muy fácil abusar de ello.
Montgomery se inclinó hacia delante y le preguntó:
—¿Sabían esto los del King’s Club?
—Algunos de los miembros más importantes lo sospechaban, y es por lo que
enviaban a gente como Isambard Lessing a hacernos preguntas. Pero nunca ha
sido más que un rumor. Si supieran la verdad… —Se estremeció—. No
respetarían el juramento, os lo aseguro. Le devolverían la vida a cualquiera que
sirviera para sus propósitos.
—Bueno, no tenemos que preocuparnos por eso —comenté—. Ahora que
sus líderes han muerto, los demás miembros se han diseminado, tal y como
predijimos. La carta de John Radcliffe en el periódico es prueba de ello.
Montgomery flexionó los nudillos.
—Puede, pero hay otras asociaciones en otras ciudades, en otros países. Hay
mucha gente sin escrúpulos que estaría encantada de sacar beneficio de la
ciencia de Frankenstein. Es muy peligroso que exista algo así. Habría que
quemarlo.
—Bajo ningún concepto —soltó Elizabeth. Los ojos le echaban chispas—.
Hemos guardado el secreto durante seis generaciones y está a salvo.
—Las sirvientas lo conocen —señaló Montgomery.
—No te preocupes por ellas, su lealtad hacia mí es total. Es una de las
ventajas de proporcionar a las personas partes del cuerpo que han perdido. Las
he operado a todas excepto a McKenna que, en cualquier caso, lleva Ballentyne
en el alma. Su familia se ha ocupado de la mansión durante generaciones. No
podría llevar esta casa sin su ayuda. La mayor parte del trabajo que he hecho en
las niñas o bien lo oculta la ropa, o bien se trata del ojo o la lengua extraños en
los que no os habéis fijado. Irán a la tumba con el secreto y darían la vida por
proteger Ballentyne.
Pensé en la mirada de odio que me había lanzado Valentina junto a la
hoguera. ¿Cabía la posibilidad de que su enfado fuera cosa, no de los celos, sino
del miedo que le daba que yo supusiera una amenaza para los secretos tan bien
guardados de la mansión?
Afuera, el cielo se nubló y los páramos se oscurecieron. La noche había
caído y no había estrellas. Aquellos parajes eran tan remotos… Era tan fácil
perderse allí.
Por el rabillo del ojo vi un destello blanco cerca de la puerta y me di la vuelta
justo a tiempo de ver unos rizos oscuros y un vestido de noche blanco que
doblaban la esquina. Lucy. Debía de haberse escapado de Balthasar. ¿Cuánto
habría oído?
Miré a Elizabeth, que caminaba junto al escritorio inmersa en sus
pensamientos, pasando los dedos por una fila de libros polvorientos. Seguro que
no se había dado cuenta de la presencia de la fisgona de mi amiga.
—Has dicho que solo eres una de las señoras de Ballentyne que ha
pronunciado el juramento —comentó Montgomery—. No tienes hijos, así que
me pregunto si la decisión de nombrar heredera a Juliet tiene algo que ver con
dicho juramento.
Estuve a punto de atragantarme con la ginebra. Nunca me había planteado
que, al hablar de herencia, se refiriera a algo que no fuera la casa, pero la cara
que puso Elizabeth me confirmó que Montgomery había dado en el clavo.
—Así es. No tenía intención de hablaros de esto tan pronto, pero después de
que muriera el profesor, me convertí en la única persona que conserva estos
conocimientos. Si algo me pasa, se perderá un siglo entero de secretos. Ya te he
nombrado heredera de Ballentyne, Juliet, de la casa y de los terrenos; pero tengo
intención de que heredes también los secretos de Ballentyne; de enseñarte la
Anatomía Perpetua.
Montgomery me agarró la mano con fuerza.
—Ha prometido que nunca practicará ese tipo de ciencia.
Lo miré extrañada.
—Tiene razón, he prometido dejar todo eso atrás —dije poco a poco.
Elizabeth me lanzó una mirada cortante.
—¿A quién se lo has prometido? Tú eres de las que toma sus propias
decisiones. Además, es lo que quería el profesor. Por eso te adoptó.
Sacudí la cabeza, confundida.
—No, no es verdad. Me adoptó porque se sentía culpable por no haber
podido salvar a mi padre. Quería darme la oportunidad de tener una vida normal.
Elizabeth me dedicó una mirada de compasión y me di cuenta de lo tonta que
había sido.
—Me temo que eso no es del todo cierto. Te adoptó porque no tengo hijos.
Necesitábamos a alguien joven a quien pasarle los conocimientos. Alguien que
fuera tan inteligente como para entender cómo funciona esta ciencia y que
tuviera una mentalidad abierta. Alguien que no se echara las manos a la cabeza y
saliera corriendo. Había oído contar que le habías cortado el tendón al doctor
Hastings y pensó que serías una buena candidata.
Cerré los ojos. Tenía frío pero, al mismo tiempo, el sudor me estaba
empezando a perlar la frente. Aún recordaba el día, ya hacía casi un año, en el
que el profesor había ido a buscarme a la cárcel y me había explicado que me iba
a nombrar su pupila.
«¿Por qué lo hace?», le había preguntado.
«Porque no pude detener a su padre hasta que no fue demasiado tarde —
había respondido—. Pero no es demasiado tarde para usted, señorita Moreau.
Todavía no».
—Eras justo lo que estábamos buscando —me dijo Elizabeth, con una voz en
la que se mezclaban la esperanza y el afecto maternal—. Eso no significa que él
no te quisiera como a una hija o que yo no te considere parte de la familia. Esa
es la razón de que los Von Stein hayamos mantenido este secreto durante tanto
tiempo: que somos una familia, y los lazos familiares nos hacen fuertes.
Cuidamos los unos de los otros, Juliet. —Hizo una pausa—. Yo he cuidado de ti,
a pesar de haber corrido riesgos muy grandes.
Montgomery me apretó la mano.
—Porque quieres algo de ella.
—Te equivocas. Porque quiero darle algo. Conocimiento. Confianza.
Familia. Una familia que no va a decepcionarla.
Temerosa de hablar, miré la mano con la que me agarraba Montgomery. Se lo
había prometido, pero lo había hecho antes de saber que existía un juramento y
un código de conducta y que una ciencia así era, en efecto, posible. ¿Qué era
más importante, mantener una promesa o la posibilidad de alcanzar logros tan
importantes?
Me puse de pie antes de que la tentación se volviera demasiado fuerte.
—No soy como mi padre. Te equivocas al pensarlo.
Le hice un gesto a Montgomery para que nos marcháramos, pero Elizabeth
me cogió del brazo. Le miré la mano, con aquellos dedos largos y diestros; los
dedos de un cirujano. Como los míos.
—No estoy loca —aseguró—. No tengo ninguna intención de jugar a ser
Dios. Los secretos que he jurado guardar tienen la capacidad de salvar el mundo.
No podría haber una razón más noble.
Cerré los ojos. ¿Noble? ¿Acaso mi atracción por la ciencia oscura tenía
ramificaciones nobles? Me latía el corazón más rápido que nunca. Montgomery
dio un paso hacia mí.
Elizabeth cogió un libro que había sobre el escritorio y me lo tendió.
—Toma, es la biografía del primer lord Ballentyne, el que construyó la
mansión. Antes de tomar una decisión, léela para saber, al menos, de qué te
estarías alejando —dijo, al tiempo que me lanzaba una mirada feroz—. Léela
esta noche.
Cogí el libro un poco alterada y Montgomery y yo volvimos a nuestras
respectivas habitaciones. Le dije que necesitaba pasar unas horas a solas para
pensar. En cuanto cerré la puerta, abrí el libro. Un papel con la letra apresurada
de Elizabeth cayó al suelo. Debía de haberlo escrito mientras Montgomery y yo
estábamos distraídos con la fisgona.
«Montgomery es un buen hombre, pero nunca entenderá por qué las mujeres
como nosotras hacemos lo que hacemos. Si quieres aprender la verdad, yo te lo
enseñaré todo», decía el mensaje.
Me recorrió un escalofrío. Hice una bola con el papel y la tiré al fuego para
que nadie más la leyera. Miré la puerta que daba a la habitación de mi
prometido. No me gustaba tener secretos con él, pero por importantes que fueran
las promesas, a veces la curiosidad era demasiado fuerte.
Capítulo Once
Unos minutos después, cuando la nota de Elizabeth ya se había convertido en
ceniza, alguien llamó con fuerza a la puerta. Cuando abrí, Lucy entró a todo
correr.
—¿No es increíble? —exclamó, con las mejillas rojas por la emoción—.
¡Reanimación, Juliet! ¡Es increíble!
Me senté en la cama, deseosa de estar a solas para poder darle vueltas al
tema.
—Ya —susurré.
—Hace un siglo que tienen un poder así y solo lo han usado en una ocasión,
con ese chiquillo. Piensa en toda la gente a la que podrían haber devuelto a la
vida: Beethoven, Darwin, Charles Dickens…
—Es una ciencia peligrosa —la interrumpí, más seca de lo que debería—.
Los Von Stein hacen bien en mantenerla en secreto.
La emoción desapareció de su rostro por un instante, pero enseguida volvió a
brillar.
—¿Es que no ves lo que significa? Resuelve la situación paradójica de la que
nos habló Elizabeth; aquello de que, para salvar a Edward, primero tenía que
morir. —Se quedó callada, con un destello de locura en la mirada—. Ahora es
posible. La muerte ya no tiene por qué volver a ser el fin.
Me aparté de ella.
—¿Qué es lo que estás sugiriendo?
Se acercó tanto a mí que casi pude oler su sudor febril.
—Ya sabes lo que estoy sugiriendo. Matamos a Edward, luego lo operamos
para extirparle la parte de su cerebro que está enferma y lo devolvemos a la vida.
Estará curado del todo.
Me aparté aún más de ella, hasta que noté el frío cristal de la ventana en la
espalda y no pude ir más allá. Me llevé una mano a la cabeza, que me daba
vueltas. Por lo normal, Lucy hablaba de vestidos y de maquillajes, no de
experimentos con los muertos. No sabía quién era aquella muchacha con los ojos
desorbitados. Tomé aire.
—Es imposible.
—¿Ah, sí? Puede que Elizabeth hiciera un juramento, pero podríamos buscar
la manera de convencerla. Tan solo tendríamos que drenar la parte del cerebro
que está enferma, cortarla si es necesario, para asegurarnos de que la bestia
desaparece y, después, devolverle la vida a Edward. Hemos dejado que luche por
su cuenta, pero está perdiendo. ¡Necesita nuestra ayuda!
—Lucy, tendríamos que matarlo —le solté, en tono muy cortante—. ¿Estás
preparada para hacerlo?
Tenía las mejillas coloradísimas, pero su mirada era cada vez más radiante.
Me cogió el brazo con tanta fuerza que me clavó los dedos.
—Yo no… pero tú sí.
Me sacudí su mano. Me costaba respirar. Me alejé de la ventana.
—No pienso matar a Edward. Asesinar no es un chiste. No es una decisión
que se tome a la ligera.
Parecía que se le fueran a salir los ojos de las órbitas.
—Pues no te costó matar al inspector Newcastle. Y a tu padre.
Me quedé boquiabierta ante sus acusaciones. No se trataba de una extraña;
era Lucy, mi mejor amiga, una muchacha con muy buen corazón pero que, en
aquellos instantes, no estaba siendo capaz de razonar.
—Vete a la cama. Por la mañana te darás cuenta de la locura que supone lo
que propones y me agradecerás haberte impedido que lo pusieras en práctica.
Abrí la puerta para que se fuera, pero ni se movió. Los ojos no le ardían ya
con tanta viveza.
—Jamás pensé que vería el día en que Juliet Moreau fuera tan cobarde como
para no hacer lo que fuera necesario para salvarle la vida a un amigo. Aunque
supusiera tener que acabar con ella primero.
Salió dando un portazo.
Tuve que hacer un esfuerzo por no ir tras ella. Era mejor así. El dolor la
estaba desquiciando y no se daba cuenta de la locura que suponía matar a
Edward para curarlo y, después, devolverle la vida.
De hecho, ¿podría hacerse? ¿Podría hacerlo yo?
Me acosté, exhausta. Era una noche muy oscura, las horas brujas entre la
medianoche y el amanecer, en las que todo parecía posible, y en las que la idea
de devolverle la vida a un amigo no parecía más rara que la de iluminar una
mansión remota con luz eléctrica. Si una de ellas era posible, ¿por qué no la
otra?
Montgomery me diría que debía mantenerme apartada de cualquier asunto
que se pareciera a la ciencia oscura de mi padre. Me recordaría que se abría otro
sendero ante mí, el de mi madre.
Cerré los ojos para concentrarme en rememorar su rostro y me vino a la
mente un recuerdo de cuando tenía siete años y mis padres me habían llevado a
una feria en Vauxhall Gardens. Había caballos que hacían acrobacias,
malabaristas chinos, ventrílocuos… Mi madre se había abanicado con el
programa y había pinchado a mi padre diciéndole que acabaría escapándose con
la mujer barbuda. Él le había jurado que nunca se enamoraría de una mujer que
tuviera más barba que él y ambos se habían reído.
—Vamos al salón de música, Juliet —me había dicho ella—, que están
tocando a Vivaldi a dos pianos.
—¿Vivaldi? ¿Ese compositorcillo repetitivo? —se había mofado él—. Yo me
voy a ver las monstruosidades. El niño con cara de perro; Mary, la peluda de
Borneo. —Se quedó callado, como si fuera la primera vez que se daba cuenta de
la atención que yo prestaba a cada una de sus palabras, y luego me preguntó—:
¿Quieres venir?
Se me había acelerado el corazón. Era la primera vez que me invitaba a hacer
algo los dos solos.
La cuestión es que no recordaba con quién de los dos había ido: si con mi
madre a escuchar la música de piano o con mi padre a ver la ciencia disparatada.
Tenía en blanco lo que había sucedido a continuación. ¿Por qué era incapaz de
recordarlo?
Hundí la cabeza en la almohada. Ahora, hasta el pasado se me ocultaba, no
solo el futuro. Y, a la luz del plan de Lucy, el futuro parecía la mar de
importante. ¿Qué era peor: dejar que Edward sucumbiera a la bestia o ir contra
Dios —y Montgomery—, haciéndolo pedazos primero y cosiéndolo después?
No paré de dar vueltas en la cama durante horas, intentando ver el futuro
antes de darme cuenta de que conocía a alguien que era especialista justo en eso.
Me levanté de la cama con el olor a manzanas de caramelo de mi infancia en la
cabeza. Todavía era de noche, pero en el horizonte se veía el resplandor que
avisaba de la llegada del alba. Me vestí a toda prisa; salí de la casa aún en
silencio, y corrí por el campo. Los titiriteros habían acampado allí la Noche de
Reyes, hacía dos noches, y tenía miedo de que se hubieran ido, pero enseguida vi
sus tiendas bajo las estrellas, que empezaban a apagarse. Según me acercaba, la
oscuridad ocultaba las manchas y roturas de las tiendas, cuyo conjunto parecía
una aldea de hadas, mágica y olvidada en el tiempo.
—No está bien salir a pasear de noche —dijo una voz a mis espaldas—. Es
una traición a los espíritus errantes.
Di media vuelta y me encontré con la silueta de Jack Serra recortada contra
la luz de la mañana, tan oscura que no podía ver la expresión de su rostro. Me
erguí.
—Resulta irónico que lo diga un artista ambulante.
—Nosotros deambulamos de una manera en concreto. Me pregunto si es tu
caso, señorita Moreau.
Crucé los brazos con fuerza, tanto para protegerme del frío como de su
impertinente pregunta. Se acercó más y levantó la puerta de tela de su tienda. En
el interior, una lámpara brillaba con suavidad y dejaba a la vista una cama bien
hecha y una pila de ropa bien doblada. Dudé si entrar, dado que era un extraño, y
él se echó a reír, como si me hubiera leído el pensamiento.
—No tienes nada que temer, guapa. Confía en mí. ¿Acaso no has venido por
eso?
Lo miré con mala cara.
—¿Ahora también puede leer el pensamiento, señor adivino?
—Puedo leerte el rostro. Con eso me vale. Vamos, entra.
Lo seguí al interior mientras se sentaba en un taburete. La tienda era más
cálida de lo que esperaba, pero seguí con los brazos cruzados.
—No llegó a explicarme qué significaba la buenaventura que me leyó —dije,
mientras buscaba con la mano el amuleto del agua que me había dado y que
todavía llevaba colgado al cuello—. Eso de que un hijo es como un río que fluye
hacia el océano. Explíquemelo, por favor. Le pagaré lo que quiera.
Extendí la mano para que me la leyera, pero no la cogió.
—Vaya, pensaba que no eras supersticiosa.
—Parece que estos días tengo una mentalidad mucho más abierta. Además,
usted sabe tanto sobre mí que me gustaría saber qué es lo que tiene que decir.
A la luz de la lámpara, era evidente que me temblaba la mano. ¿Qué pensaría
de mí, de que me hubiera presentado allí sola poco antes de amanecer para
obligarlo a que me leyera la buenaventura? Si me estaba juzgando, desde luego,
no se le traslucía en el rostro. Entonces, me cogió la mano. La suya era cálida.
—Pretendes que te diga algo que te tranquilice —dijo mirándome a los ojos
con sus ojos marrones—. Tienes que tomar una decisión y quieres que la tome
por ti, pero la vida no es así.
Se me habían quedado secos los labios.
—Por favor, necesito ayuda.
—El destino es un concepto delicado. Donde nací, la gente no se preocupa
por el futuro, sino que vive el momento. Si tiene hambre, come. Si está cansada,
duerme. Lo único que dicta su vida son la tierra, las estaciones y sus propios
instintos.
—Pero se gana usted la vida prediciendo el futuro.
Esbozó una sonrisa de medio lado.
—Por algo me fui de allí —dijo, al tiempo que me apretaba la mano para
confortarme—. El río puede ser bueno, guapa. Puede saciar al sediento y llevar a
los viajeros a tierras mejores. También puede ser cruel. Un río enfadado puede
destruir todo lo que se ponga en su camino.
—¿Quiere decir que tengo elección? —dije, en un tono de voz esperanzado
—. ¿Puedo elegir si ayudar o destruir?
Era lo mismo que Montgomery me decía una y otra vez, que podía elegir ser
como mi madre o como mi padre. El adivino me miró apenado, como si mi
esperanza no fuera sino un sueño infantil.
—El río siempre corre colina abajo, guapa. Siempre.
Aquello me dejó fría.
—Entonces, ¿no puedo dejar de ser quien soy? —exclamé. Siguiendo un
impulso, le cogí la mano y se la apreté con fuerza—. ¡Dígamelo, por favor!
¡Déjese de adivinanzas! ¿Estoy destinada a ser como mi padre? Tengo que
saberlo. Tengo que tomar una decisión. Uno de mis amigos está enfermo y tengo
la posibilidad de salvarlo, pero solo si sigo los pasos de mi padre… cosa que juré
que no haría. ¿Qué debo hacer?
Oí ruidos en el exterior: el roce de telas de otras tiendas, el bostezo de un
hombre y el ruido de ollas y sartenes. Los demás comediantes estaban
despertando.
—Deberías irte.
—¡Por favor! —dije, clavándole las uñas en la palma—. No sé cómo es que
sabe tanto de mí y no me importa. Creeré en la magia si es necesario… Pero
ayúdeme.
Se quedó callado, mirando cómo le apretaba la mano. Habría dado lo que
fuera por saber qué estaba pensando.
—Para tomar la decisión adecuada, has de conocer bien los dos caminos que
se te presentan. Tienes que conocer a tus demonios antes de saber si seguirlos.
Me eché hacia atrás, aún sentada, pensando en sus palabras. «Conocer mis
demonios». Bajo la titilante luz de la lámpara, aquello tenía mucho más sentido
que todo que me había dicho hasta el momento. Antes de pensar si llevar a cabo
el plan de Lucy, tenía que saber si de verdad era posible curar a Edward
matándolo y devolviéndolo a la vida. Solo Elizabeth podía ayudarme con
aquellos demonios en particular, y ella ya me había hecho una oferta.
—Piensa con cuidado en lo que acabo de decirte.
Asentí mientras fuera se oían más ollas y sartenes.
—Gracias —dije, mientras me metía el amuleto de nuevo bajo del vestido.
Hasta que no eché a correr por el campo, mientras amanecía, no me di cuenta
de que no me había mirado las líneas de la mano en ningún momento.
Capítulo Doce
Esa noche, después de que todo el mundo se hubiera acostado, fui hasta las
escaleras de la torre sur, las que daban al laboratorio de Elizabeth. Por entre las
rendijas de la puerta salía un poco de luz, que me atrajo como una llama a una
polilla.
Noté que me tocaban el hombro y di un respingo. Elizabeth se acercó por
detrás. Olía a agua de rosas.
—Veo que leíste la nota. ¿Quiere decir eso que has decidido aprender mis
secretos?
Asentí, con la esperanza de parecer convencida. Sonrió.
—Bien, pues entra conmigo.
La seguí por las escaleras, pero me quedé sorprendida cuando nos detuvimos
un piso por debajo del laboratorio. Abrió una puerta que daba a una sala redonda
con muebles de madera muy sencillos y que estaba iluminada por una lámpara
que apenas daba luz. Había una chica dormitando, que se despertó y se frotó los
ojos.
—¿Está pasando mala noche otra vez, Lily?
—No, hoy no, señora.
—Estupendo, pues vuelve a tu habitación. Yo cuidaré de él esta noche.
La chica recogió su labor de punto a medio terminar y se fue en silencio. Con
un dedo, Elizabeth me indicó que la siguiera. El hogar estaba frío y la habitación
parecía poco más que una celda, hasta que me tropecé con un objeto pequeño.
Miré al suelo para ver de qué se trataba y vi que era un pato de madera con una
cuerda.
Elizabeth descorrió una cortina de tela gruesa, detrás de la que Hensley
dormía a pierna suelta en una camita. Se arrodilló junto a la cabecera y le
acarició el pelo.
—Siéntate —me susurró mientras hacía un gesto para que me pusiera a su
lado.
Me arrodillé con cuidado al tiempo que ella le ponía bien el cuello del pijama
al niño.
—Solo tiene pesadillas después de las operaciones. Normalmente, no hay
nada que le impida dormir. Supongo que es una de las ventajas de saber que no
puedes morir.
Me mordí el labio, atraída por el sueño del chiquillo. Parte de mí sabía que
no debería estar allí, escuchando sus explicaciones; pero había otra parte de mí
que sentía una curiosidad grandísima. Me acerqué un poco más.
—¿No puede morir?
—Muy pocas cosas acabarían con él. El fuego sí, por ejemplo. Casi todo lo
demás puedo remendarlo para que quede como nuevo.
—¿Cómo funciona su cuerpo?
—Como el tuyo y el mío, solo que con más vigor. A pesar de ser tan
pequeño, es tan fuerte como tres hombres adultos.
Le desabotonó la camisa con cuidado para que no se despertase. Tenía más
de treinta cicatrices en el pecho, un rompecabezas de carne y puntos; más de
treinta años de heridas que tanto el profesor como ella le habían curado.
Me dio un vuelco el corazón, pero la curiosidad era cada vez mayor.
—No siente dolor —me explicó entre susurros mientras miraba las cicatrices
con tanta admiración como yo—. Cuando se hace daño, sabe que puedo
arreglarlo. Hace que sea mucho más intrépido que cualquier otro niño.
Me llevó hasta una puerta cerrada y la abrió con una llave que llevaba
colgada al cuello. Era un almacén lleno de baúles y juguetes viejos, y lo más
sorprendente de todo era que había una pared entera llena de jaulas con decenas
de ratas blancas.
—¡Cuántas! Pensaba que solo tenía una.
—Sí, él también —dijo, mientras metía una mano en el bolsillo de su mandil
blanco—. Es muy cuidadoso con ellas… casi siempre. A veces no sabe medir su
propia fuerza y mata alguna por accidente.
Sacó la mano del bolsillo y vi que llevaba en ella la rata con la que el niño
había estado jugando la noche en la que yo casi me había hundido en el cenagal.
El recuerdo hizo que se me encogiera el corazón.
—Es la de la noche en que volviste a Ballentyne —susurré—. La asfixió
cuando estábamos en la biblioteca, ¿no? Pensaba que eran imaginaciones mías.
Elizabeth asintió.
—No quería hacerlo. Siempre me las llevo antes de que se dé cuenta de lo
que ha hecho. Las tiro en los brezales. Así, los zorros no atacan a las gallinas —
dijo, mientras contemplaba la rata muerta—. Con todo lo que ha pasado, no he
tenido oportunidad de tirar esta, que guardé en el laboratorio.
—Entonces, ¿no sabe que las mata?
—No —respondió mientras le acariciaba la cabeza al animal—. Y es mejor
que siga siendo así. Ni crece ni envejece, pero su cuerpo se deteriora con el paso
del tiempo y su cerebro ya no funciona como debería. Empieza a ser
impredecible. No sé cómo reaccionaría si supiera que su querida mascota solo es
una de las muchas que ha matado a lo largo de la vida y que yo he ido
reemplazando.
Me estremecí al pensar en ello.
—Mejor que mate ratas que a las niñas —comentó Elizabeth—. Le gusta
estar con ellas y podría hacerles daño sin querer y con la misma facilidad.
Gracias a las ratas, tiene algo en lo que centrar la atención.
Crucé los brazos. Si Montgomery estuviera allí, me diría que nos fuéramos
de inmediato. Pero no estaba.
—¿Quieres que te cuente la historia de Victor Frankenstein? —me preguntó
mientras miraba la rata muerta que tenía en la mano, y luego sonrió ligeramente
—. Las leyendas son verdad, pero no lo cuentan todo. Tenía diecinueve años
cuando empezó con sus experimentos; era un poco mayor que tú. Su familia era
de Ginebra. Pensadores muy adelantados para su tiempo. Lo enviaron a
Ingolstadt para que estudiara ciencias, pero su madre murió de escarlatina antes
de que él partiera. Estaba destrozado. Se obsesionó con la idea de vencer a la
muerte, de crear seres humanos que no murieran.
Se quedó callada y acarició la piel de la rata.
—La criatura que creó era… bueno, no muy diferente a la que describen las
leyendas. Dos metros y medio de altura, con la piel amarillenta y andares muy
torpes. Algunas leyendas dicen que carecía del don de la inteligencia y del habla,
pero es mentira. De hecho, era bastante listo. —Hizo una pausa—. Creo que, si
hubiera sido un ser estúpido, su historia habría sido muy diferente.
Las ratas se subían unas encima de las otras y olisqueaban nuestros extraños
aromas con sus naricillas, pero Elizabeth no les prestaba atención.
—Victor huyó, aterrado por lo que había hecho. Pensó que la criatura moriría
congelada pero, al igual que Hensley, no sentía ni frío ni calor. Necesitaba
comer, pero no mucho. Tenía fuerza suficiente para romper las puertas, con lo
que sobrevivió y salió al mundo. Con el tiempo, Victor tuvo que salir a darle
caza. No se volvió a saber nada de ninguno de los dos.
—¿Y es esa la ciencia que quieres enseñarme?
—Solo la hija de Henri Moreau podría entender lo importante que es.
—También soy hija de Evelyn Chastain, que se desmayaría solo de oír
mencionar a la criatura de Frankenstein en su presencia. ¿Por qué estás tan
segura de que me parezco a mi padre y no a ella?
Enarcó una ceja. A modo de respuesta, cogió un mandil que había en un
colgador cerca de la puerta y me lo tendió.
—Póntelo y veremos a cuál de los dos te pareces más. Esta será la primera
lección: lleva puesto siempre el mandil si no quieres ensuciarte. Ensuciarte
mucho.
Capítulo Trece
—Me preguntaste acerca de las manos de Valentina —empezó a decir mientras
subíamos el resto de los escalones hasta el laboratorio, cuya puerta estaba
cerrada con llave—. Llegó aquí hace dos años, medio muerta debido a la gran
cantidad de sangre que había perdido. Había seguido un largo camino,
persiguiendo un rumor que corría entre artistas itinerantes según el cual yo podía
devolverle las manos. Tuvo un accidente con un hacha mientras unos hombres
cortaban leña, y las traía en una cesta de mimbre; pero no me sirvieron de nada.
Estaban muy dañadas, y se las tiré a los zorros.
—¿De dónde sacaste las manos que tiene? —dije, mientras seguíamos
ascendiendo por la escalera.
—En las afueras de Quick hay un monasterio. Tienen un cementerio donde
se entierra a gente de toda la región. De allí es de donde saco la mayor parte de
la materia prima.
«¿Materia prima? —pensé—. Di mejor partes de cadáveres».
—Aquí, tan al norte, la tasa de mortandad es muy alta. Pude elegir entre las
manos de tres chicas de su misma edad. Había una muy reciente que había
muerto al dar a luz, lo que facilitaba el trasplante. Me gustaría haber encontrado
un cadáver con una coloración más parecida a la suya, pero no hay muchos
gitanos por esta región. No le importó. Estaba tan agradecida de poder volver a
usar las manos que decidió dedicarle la vida a Ballentyne. La verdad es que no
entiendo cómo nos las arreglábamos antes de que llegara. Enseña astronomía y
filosofía a las niñas, además de punto. Puede que no tengan otro futuro que el de
lecheras, pero eso no quita para que reciban una buena educación.
Tenía tantas preguntas que me daba vueltas la cabeza. ¿Sabían los monjes lo
de los cadáveres o los robaba cuando caía la noche? Lo más probable es que
enviara a Carlyle a hacer el trabajo sucio; pero, claro, el hombre estaba muy
mayor. Quizá por eso Elizabeth había sido tan amable con Balthasar, porque
quería que ocupara el puesto de Igor Zagoskin como ayudante de laboratorio.
La seguía por la escalera de la torre con paso nervioso. Cada peldaño me
acercaba a secretos que había querido conocer desde que era pequeña, cuando
curioseaba por el ojo de la cerradura del laboratorio de mi padre. Metió la llave
en la puerta, pero no la abrió.
—Una vez hayamos entrado, no hay vuelta atrás. Te lo voy a preguntar una
vez más: ¿estás segura de que quieres aprender todo esto?
Con intención de reafirmarme en que debía conocer bien mis demonios antes
de decidir si seguirlos o no, eché mano al amuleto del agua de Jack Serra que
llevaba al cuello, debajo del vestido. En realidad, no estaba traicionando la
promesa que le había hecho a Montgomery, porque no estaba siguiendo los
pasos de mi padre. Solo estaba ante la puerta, mirando el camino para ver
adónde llevaba.
Me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.
—Sí.
Abrió la puerta. Estaba tan ansiosa que me fijé en todo sin centrarme en
nada: la redondez de las paredes de la torre, que le daban al laboratorio un
aspecto de gigantesco útero de piedra; las baldas y armarios de madera; los
libros y papeles apilados y ordenados, pero sin esa obsesión de mi padre —de
hecho, no había nada en la sala que me recordase su frío y estéril laboratorio—.
Se notaba que tenía el toque de una mujer, desde el mandil que colgaba de un
gancho, a la tetera y la taza de té que ya se había quedado frío hacía rato. Incluso
había un dibujo de inseguros trazos infantiles, firmado por Hensley. Lo único
similar era la mesa de operaciones, en el centro, con las mismas esposas de cuero
y el mismo serrín debajo —aunque allí estaba inmaculado— para empapar la
sangre.
Encendió una lámpara.
—¿Qué piensas?
La estancia era cálida y las contraventanas estaban cerradas para protegerla
del viento. Casi me resultaba confortable, no como mi ático de Londres. Sentí la
imperiosa necesidad de echarme por encima el edredón harapiento y
acurrucarme junto al fuego, sentada en la mecedora.
—Es mucho más confortable de lo que esperaba.
—Me alegro.
Cerró la puerta con llave, y luego se acercó a la mesa y dejó con cuidado
sobre ella la última rata que había matado Hensley. Miré con atención sus
piececitos y la cola, que parecía una cuerda. Era reveladora la forma en que el
pelo se le había apelmazado alrededor del cuello.
—Hensley quiere ser protector, pero no sabe la fuerza que tiene. Esta no la
vamos a tirar a los zorros porque podría resultarnos… educativa.
Me quedé mirando la barra de metal que descendía del techo con forma de
cúpula y me di cuenta de que se trataba de un pararrayos invertido. Estaba
conectado a cables que se le aplicaban al cadáver.
—¿Vamos a reanimarla? —dije, sin poder ocultar la emoción en mi tono de
voz.
A continuación, cogió varios viales y unas cuantas piezas de instrumental
quirúrgico de diferentes armarios.
—No —me respondió en un momento dado tras lanzarme una mirada rápida
—. Voy a reanimarla. Tú te vas a limitar a observar, sin tocar nada. No es un
procedimiento complicado, pero es peligroso, incluso con un paciente tan
pequeño. Coge esa pinza, por favor.
Le tendí la pinza de metal y la utilizó para colocar varios cables metálicos en
la punta del pararrayos, para después conectarlos a distintos puntos de la rata.
Luego, le inyectó al animal un líquido turbio en el corazón. Me fijé en todos los
detalles con los ojos abiertos como platos. El procedimiento no era tan distinto
de mi plan para despertar a las criaturas de los tanques. La diferencia principal
era, claro está, que aquellas criaturas estaban vivas, en un estado de suspensión,
y que la rata estaba muerta.
Sentía una gran expectación y me mordí el interior de la mejilla. Iba a ver
cómo acontecía lo imposible. La derrota de la muerte.
—Pero no hay tormenta —comenté—. No va a caer ningún rayo.
—El molino proporciona la suficiente energía para animar criaturas pequeñas
como ratas, conejos y pájaros. Cada vez que trasplanto algún miembro humano
también se necesita una pequeña descarga eléctrica para estimular los nervios
dormidos. He llevado a cabo estos procedimientos menores decenas de veces. El
pararrayos… Bueno, solo hay un caso en el que necesitaríamos tanta potencia de
golpe.
Bajé la voz:
—Para un cadáver, te refieres, ¿no? Para un ser humano.
—Sí. El pararrayos no se ha usado desde que el profesor le devolvió la vida a
Hensley, hace treinta y cinco años.
Me quedé mirando cómo acababa de conectar los cables. Después de años
estudiando ciencia en los libros, ansiaba ser yo quien llevara a cabo el
procedimiento. Tuve que entrelazar las manos.
Me miró.
—Quizá quieras taparte los oídos. Chillan cuando vuelven a la vida. Incluso
las ratas.
No me moví siquiera. No podía. Todos y cada uno de mis músculos estaban
concentrados en el pequeño cadáver que había sobre la mesa de operaciones. Se
acercó a la pared, donde había una palanca y un dial conectados al cableado
eléctrico del molino.
—Te lo he advertido. —Y bajó la palanca.
Una especie de zumbido y una ligera vibración llenaron la estancia, como
antes de que caiga un rayo. Notaba la electricidad en los cables y en las partes
metálicas de la mesa de operaciones. Durante un buen rato, en el que contuve el
aliento, no sucedió nada. No apartaba la mirada de la rata. ¡Qué blanco tenía el
pelito y qué inmóvil estaba! ¡Qué ojitos tan negros, apagados por la muerte!
¿Sería muy diferente con un ser humano? Al fin y al cabo, los seres humanos
compartían los mismos sistemas neurobiológicos fundamentales de los animales.
Los mismos nervios y sinapsis. Por eso había conseguido mi padre convertir a
aquellos animales en criaturas capaces de caminar y hablar.
Sonó un chasquido y di un respingo. Empecé a sudar, como si mi padre me
estuviera observando.
Elizabeth ajustó el dial y la electricidad empezó a chisporrotear de nuevo por
los cables conectados a la rata. Noté que se movía… un ligero estremecimiento.
Si hubiera pestañeado me lo habría perdido; pero estaba completamente segura
de lo que había visto. Y otra vez. Una de las patitas de la rata se retorció con los
pulsos de la electricidad. De pronto, ya no estaba en una torre, sino en el King’s
College, con Lucy, observando cómo aquellos estudiantes le practicaban una
vivisección a un conejo al que no habían anestesiado previamente. El animal
había sacudido una pata trasera, lo mismo que la rata. Solo que entonces me
había irritado, no emocionado. Aquellos estudiantes torturaban al conejo,
poniéndole fin a su vida lenta y dolorosamente. En cambio, en esta ocasión y
ante mis propios ojos, Elizabeth estaba haciendo justo lo contrario: estaba
devolviéndole la vida a la criatura. Estaba enmendando la injusta muerte que
había sufrido. Si a la rata le dolía, ¿qué importaba un poco de dolor a cambio de
recuperar la vida?
Su cuerpo se estaba calentando, sufría espasmos y volvía a la vida mientras
las corrientes eléctricas iban dándole calambrazos en el corazón. Elizabeth
volvió a girar el dial y la rata se convulsionó de pies a cabeza.
Sus chillidos parecían demasiado humanos para un ser tan pequeño. Me
encogí, pero no me tapé los oídos. Quería oírlo. Me gustaba. Era el grito de la
vida abriéndose paso por el mundo una vez más; el grito de la voz de lo
imposible; el grito de la muerte, luchando por reinar, justo antes de desvanecerse
entre las sombras.
Elizabeth bajó la palanca y el crepitar que recorría la sala cesó. Se acercó a la
mesa, junto a la que observamos cómo revivía el animal. Con cuidado, le quitó
los cables y le sacó la aguja del corazón. Una pequeña gotita carmesí le manchó
el inmaculado pelo blanco. Sangre. O, mejor dicho, vida.
De golpe, la rata se dio la vuelta, parpadeó, arrugó la naricilla. Era evidente
que en aquellos primeros movimientos erráticos estaban presentes tanto el
pánico como el letargo. La acaricié y noté que tenía el corazón desbocado y que
la sangre volvía a regar sus rígidos capilares. Si le devolviéramos aquella rata a
Hensley, jamás sospecharía siquiera lo que había pasado. O quizá se la pidiera a
Elizabeth para quedármela como mascota. Un ejemplo vivo de las
impresionantes posibilidades de la ciencia y un recordatorio para mí de que me
dedicaría a devolver la vida a esas criaturas, no a quitársela, como aquellos
estudiantes de medicina.
Apreté con fuerza el amuleto de Jack Serra. Me había dicho que debía
conocer mis demonios y ahora ya los conocía: tenían la forma de una rata blanca
que arrugaba su naricilla rosada. Había descubierto que la reanimación era
posible. La ciencia que lo hacía posible era sofisticada, pero su ejecución era
simple. Con tiempo e investigación, estaba segura de que podría hacerlo. El plan
de devolver a Edward a la vida ya no me parecía una locura. De hecho,
empezaba a parecerme cruel no ponerlo en práctica.
Tal y como había dicho la bestia, llevaba la ciencia en la sangre. A pesar de
toda la bondad de mi madre, el amor de mi padre por la ciencia latía en mis
venas con mucha más fuerza. En Londres me había dado miedo cruzar la línea y
convertirme en él. En cambio, ver la rata me había convencido. La bestia tenía
razón, igual que Jack Serra. El río siempre corre colina abajo. Era imposible
intentar escapar de lo inevitable.
Elizabeth me quitó la rata de las manos con cuidado y la metió en un tanque
de cristal junto con una bola de algodón que olía a alcohol y a algo amargo.
Anestesia. Luego, cerró la tapa, lo que me sorprendió.
—¿Cloroformo? ¡Pero eso la va a matar!
—Lo sé —respondió calmada.
—Pero si le has devuelto la vida.
—Para enseñarte —dijo, sin apartar la mano de la tapa del tanque—. Lo he
hecho por ti, no por ella. Que esta sea la segunda lección de la noche: nada
vuelve de entre los muertos sin algún cambio. Ya has visto los efectos que tuvo
en Hensley. Esta rata podría ser más fuerte que las demás y su comportamiento
podría resultar impredecible. Si la devolviese a las jaulas con las demás, podría
matarlas aunque no fuera su intención.
Negué con la cabeza. Aquella información no me gustaba. ¿Íbamos a curar a
Edward de la bestia para exponerlo a otros efectos secundarios tal vez más
peligrosos?
—Pero no lo sabes. Podría quedármela yo y cuidar de ella.
Su mirada, fría, no varió ni por un instante, lo que me supuso aún más dudas.
—No lo hacemos para tener mascotas. No lo hacemos para que los seres
queridos vuelvan a la vida. Hay reglas, Juliet. Un código. Hasta que jures que
nunca usarás esta ciencia más que como establece ese código, solo te dejaré que
veas cómo lo hago. Cuando esté segura de que tu ética está por encima de todo
reproche, te dejaré que seas tú quien baje la palanca.
Tragué saliva mientras miraba cómo la rata se retorcía en dos ocasiones antes
de quedarse quieta. Cerré los ojos.
—Tienes razón, lo siento. Lo juro.
No tenía claro si le estaba mintiendo. De hecho, ya no estaba segura de nada.
Me quité el delantal y, medio mareada, me dirigí hasta las escaleras de
caracol de la torre. Necesitaba aire fresco, necesitaba pensar. Salí afuera, a la
noche, y caminé por los jardines bajo un cielo sin luna. De noche, todo adquiere
una apariencia diferente. Había explorado los jardines de Ballentyne de día y
había podido comprobar que no eran sino una serie de plantas descuidadas y
enredadas, pero, en aquel momento, las formas parecían fantasmas
amenazadores.
Si Edward moría, ahora sabía que podíamos devolverle la vida, pero ¿a qué
precio?
La bestia había asegurado que me amaba al mismo tiempo que me clavaba
las garras en el hombro y me hacía sangrar. Era una obsesión retorcida, un
trastorno. ¿Cambiarían las cosas después del procedimiento? Una terrible
imagen de Edward apareció en mi cabeza: de vuelta de entre los muertos,
abrazando a Lucy con tal fuerza que la asfixiaba, tal y como Hensley hacía con
sus adoradas ratas.
Mientras los pies me llevaban por los jardines de regreso a Ballentyne, me
fijé en que, en la escalinata de la entrada, una luz oscilaba hacia atrás y hacia
delante. Era McKenna, vestida con un jersey de hombre, que caminaba de acá
para allá con una antorcha. Debía de haberme visto salir de la casa y estaba
buscándome. Eché a correr hacia ella.
—McKenna —dije, resollando mientras subía las escaleras—. Siento haber
salido. No me he parado a pensar en que alguien podría preocuparse.
Me quedé sorprendida al ver que su inquietud no iba a menos y que apenas
me miraba.
—¿Haber salido? Calle, ratoncillo. Como si fuera la primera. La mitad de las
chiquillas se pasan horas correteando por los terrenos.
Su tono era calmado, pero oteaba con preocupación los brezales y no paraba
de mover los dedos. Me arrebujé en el abrigo.
—Entonces, ¿a quién está buscando?
—A Valentina. Tenía que haberme despertado a medianoche. Hacemos los
horneados de la semana en la madrugada de los sábados. Pero no ha venido a
despertarme. Y no hay rastro de ella, desde ayer. La puerta de su dormitorio está
cerrada y es la única que tiene llave.
—¿Y por qué iba a haberse ido?
La mujer suspiró preocupada.
—La señora confía en Valentina pero, si me lo pregunta usted, diré que
siempre he notado algo raro en esa chica. No me malinterprete, se interesa
muchísimo por la mansión, pero hay en ella una oscuridad de la que nunca podrá
deshacerse. Me preocupa que dicha oscuridad haya venido a por ella.
Me recorrió un escalofrío y McKenna cruzó los brazos como para protegerse
del frío.
—Puede que haya venido a por todos nosotros —susurró.
Capítulo Catorce
Estuvimos todo el día esperando a que Valentina apareciera, pero no dio señales
de vida. Por la noche, incluso Elizabeth estaba tan preocupada que canceló las
lecciones de Anatomía Perpetua hasta que apareciera. Organizamos una
búsqueda en la que se implicó todo el servicio de la casa. Yo fui al jardín sur,
pues tenía miedo de acercarme siquiera a los brezales.
—¡Valentina!
Por mucho que gritara, no obtenía respuesta. Una hora después, medio
congelada, volví a la escalinata donde montaban guardia Elizabeth y McKenna.
Esta última me dio una taza de sidra caliente.
—¿Se sabe algo? —pregunté.
McKenna negó con la cabeza mientras apretaba la mandíbula con fuerza, en
un gesto de preocupación.
—No, aunque Moira ha explicado que la oyó llorar hace unas noches,
cuando se enteró de que la heredera iba a ser usted, señorita Moreau. Ninguno de
nosotros la había visto llorar jamás.
—¿Cree que ha huido por mí?
La sensación de culpa hizo que me doliera el estómago. ¿De verdad le
importaba tanto la mansión? Puede que, cuando la encontráramos,
consiguiéramos dejar a un lado nuestras diferencias y llegar a un acuerdo. Podía
ser mi consejera, como lo era McKenna de Elizabeth. Yo podía ser la propietaria
de la mansión y ella, su corazón.
McKenna cruzó los brazos con fuerza.
—No se sienta culpable, ratoncillo. Esperemos que aparezca pronto.
La puerta se abrió un resquicio, poco a poco, y por ella asomó una carita de
ojos dispares. Era Hensley. En cuanto vio a Elizabeth, se acercó a ella y le cogió
de la mano. Llevaba al hombro una rata blanca que olisqueaba el aire frío.
Intercambié una mirada con mi tutora.
—¿No puedes dormir, cariño? —le preguntó Elizabeth.
—Quiero que Lily me lea un cuento.
—Ahora mismo, cariño, Lily está ocupada. Todas las chicas lo están. Ha
desaparecido una persona y la están buscando. Me temo que vas a tener que
esperar.
La miró con su ojito blanco y, después, se fijó en los brezales.
—¿Quién ha desaparecido?
—Valentina.
Puso cara de confundido.
—No, no ha desaparecido.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Resopló y acarició el animal con demasiada fuerza.
—No quiero hablar de ella, ¡quiero que me cuenten un cuento!
Elizabeth y McKenna se miraron preocupadas, y yo me arrodillé para
ponerme a su altura.
—Hensley, yo te leeré un cuento si primero nos dices qué le ha pasado a
Valentina.
—Se ha ido. La vi hacer la maleta.
—Pero su dormitorio está cerrado con llave, ¿cómo la viste?
Suspiró, exasperado.
—La vi desde las habitaciones estrechas.
Elizabeth contuvo una exclamación de sorpresa y se dirigió a mí.
—Así es como llama a los pasadizos, pero no hay ninguno en el ala de los
sirvientes, ¿no, McKenna?
La anciana ama de llaves se pasó la mano, llena de arrugas, por el pelo,
intentando recordar.
—No estoy segura, señora. Los mapas de los pasadizos datan de 1772, pero
los papeles son tan viejos y están tan estropeados que casi no sirven para nada.
En caso de haber algún pasadizo, no puede ser muy alto, teniendo en cuenta el
tejado abuhardillado. De existir, seguro que solo Hensley y alguna de las chicas
más pequeñas podrían pasar por él.
—Y tú, Juliet —me dijo Elizabeth—. Tú eres capaz de doblarte como una
caña. Ve por ese pasadizo a ver si consigues entrar en su habitación y abrir la
puerta desde dentro. Nosotros te esperaremos en el pasillo. Hensley, ¿podrías
enseñarle a la señorita Juliet desde dónde viste hacer las maletas a Valentina?
Luego te leerá un cuento, cariño.
Me cogió de la muñeca con su manita, que era mucho más fuerte de lo que
cabría esperar.
—Vamos, señorita Juliet, que le voy a enseñar las habitaciones estrechas.
—Tenga cuidado —me advirtió McKenna—, recuerde que los pasadizos son
peligrosos.
Me llevó con la lengua fuera por los pasillos y la despensa de la cocina.
Descorrió un pestillo oculto que había debajo de la remolacha en conserva y
abrió una puerta; seguidamente, sacó una vela y unas cerillas del bolsillo. Entró
a gatas, con la rata en el hombro. La acarició con un dedo y, después, me dijo
con aire solemne:
—Sígame de cerca y no morirá, señorita Juliet.
Puede que el hombre que había mandado construir la mansión estuviera loco,
pero era un genio en lo que a ingeniería se refiere. Mientras seguía a Hensley por
entre las paredes, arrastrándonos por suelos de piedra y por túneles cubiertos de
telarañas, me maravilló la inteligente arquitectura que había hecho posible la
existencia de aquellos pasadizos: habitaciones ocultas debajo de las escaleras,
puertas secretas en paneles de madera… Enseguida me di cuenta de a qué se
refería McKenna con lo de los peligros. En dos ocasiones pasamos por debajo de
vigas llenas de clavos roñosos medio salidos que, a mi entender, pretendían ser
una especie de trampa.
—Hensley, ¿tienes en la cabeza el mapa de todas las habitaciones estrechas?
—dije, mientras echaba una ojeada a un pasadizo lateral—. ¿Adónde lleva este?
Dio media vuelta y me cogió del brazo, lo cual me hizo dar un respingo. Me
señaló un hueco que había ante mí y por el que bien podría haberme caído. Grité
y retrocedí unos pasos; habría sido una caída de tres pisos.
—Sí, señorita —dijo con tranquilidad—. Lo sé todo acerca de las
habitaciones estrechas.
Todavía tenía el corazón acelerado cuando empezamos a subir por una
escalera de piedra tan estrecha que rozaba en ambas paredes con los hombros, y
bajamos por otra por la que solo cupe encorvada.
—¡Hensley, más despacio! —le pedí mientras pasaba por encima de una
especie de conducto de ladrillo.
Miró hacia atrás con una sonrisa, pero no disminuyó la velocidad. Por fin le
di alcance y me señaló una rejilla de chimenea llena de hollín excepto por una
zona, que estaba limpia. Seguro que la habían usado hacía poco. Moví la rejilla
adelante y atrás hasta que encontré un panel que se descorría. Al otro lado ardía
un gran fuego. Asustada, di un salto hacia atrás.
El chiquillo soltó una risita.
—Es la chimenea de la biblioteca.
Me quedé mirando y me di cuenta de que por la rejilla se veía la majestuosa
biblioteca, en la que no había nadie, aunque quedaban algunos libros abiertos en
los sillones de terciopelo verde. Señaló el suelo del pasadizo, que se veía más o
menos bien gracias a la luz de la chimenea. En el polvo había unas huellas un
poco mayores que las mías.
—¿Son de Valentina?
Asintió y me tiró del vestido.
—Por aquí.
Dobló a toda prisa una esquina del laberinto de pasadizos y renuncié a
intentar memorizar el mapa. Lo seguí arrastrando los dedos por la pared para
guiarme, aunque esperaba no clavarme ninguno de aquellos clavos roñosos. A
pesar de las trampas, no podía sino maravillarme por lo extraño que me parecía
todo aquello. A Lucy y a mí nos habría encantado jugar al escondite en aquellos
pasadizos cuando éramos pequeñas.
Llegamos hasta otra puerta, detrás de la cual se veía luz, y me detuve.
—¿Adónde da esta?
—A la habitación de su amigo, el de las cadenas. Al principio decía su
nombre en sueños, señorita Juliet. Ahora dice el del la señorita Lucy, que viene a
verlo por las noches aunque esté enfermo y ni siquiera sepa que le hace
compañía. Le robó la llave a Valentina.
Pero bueno, ¿acaso había estado espiándonos a todos? No le di más
importancia porque solo era un niño y lo más probable es que aquello no fuera
sino un divertimento inocente. Lo seguí por un pasadizo tan estrecho que tuve
que esforzarme para pasar, luego por unas escaleras y, por fin, me señaló otra
rejilla. Descorrí el panel y eché una ojeada. Se trataba de una habitación sencilla
con una cama de metal y una cómoda. Era uno de los dormitorios de las
sirvientas, uno de los más grandes, con ventanas en dos de las paredes. La ropa
estaba tirada por todos lados. En el suelo vi un guante blanco y alargado.
—¿Es la habitación de Valentina?
Asintió.
Tiré del pestillo hasta que se abrió. La puerta tenía que ser muy antigua, pero
los goznes no chirriaron cuando la abrí: hacía poco que los habían engrasado. La
muchacha debía de conocer los pasadizos mejor de lo que nos había hecho creer.
Entré en su habitación por la pequeña chimenea. Hensley me siguió mientras
se sacudía las manos. En una de las esquinas había un baúl medio abierto y lleno
de pertenencias. Me acerqué a él. Al mismo tiempo, el pomo de la puerta de
entrada se movió a uno y otro lado y me asusté.
—¿Juliet? —Era la voz de Montgomery—. ¿Habéis conseguido llegar?
—Sí —respondí mientras intentaba abrir la puerta—. Estoy con Hensley,
pero no voy a poder abrir la puerta a menos que tenga la llave.
—Ha venido Carlyle, que va a quitar las bisagras. ¿Ves algo que explique por
qué se ha ido?
Me acerqué un paso más hacia el baúl. Hensley se dirigió a una mesita
auxiliar y abrió una caja, de la que salió el aromático olor de sus cigarrillos
Woodbine.
—Hensley, ¿cuándo fue la última vez que la viste? —le pregunté mientras
me arrodillaba junto al baúl.
—Hace dos noches, después de cenar. Estaba enfadada y me daba miedo que
le hiciera daño a mi rata, así que la escondí. Estaba escribiendo en un libro. Y
llorando. Y diciendo palabras que mamá dice que no hay que decir.
En el baúl había gran cantidad de cosas que no eran propias de una doncella,
por mucho que tuviera un puesto de responsabilidad como Valentina: una
cartuchera, aunque la pistola no estaba, y también una decena de monederos de
cuero, que estaban vacíos.
Oí cómo las bisagras crujían mientras Montgomery y Carlyle intentaban
quitarlas con un destornillador.
—Mire, ese es el libro en el que siempre escribía —comentó el niño
señalando el baúl.
Se trataba de un librito encuadernado en cuero. Un diario, del que habían
arrancado una buena cantidad de páginas. Las pocas que quedaban eran de hacía
unos meses y hablaban de sus progresos enseñando a las demás niñas y de cómo
pensaba mejorar la eficacia de varios proyectos. Luego, el resto de las páginas
estaban arrancadas con furia. Comprobé la fecha de la última anotación: el día
antes de que llegáramos a Ballentyne.
—Hensley, por favor —le dije incómoda—, ¿podrías comprobar si quemó
papeles en la chimenea?
Toqueteó las cenizas con sus deditos y me trajo unos cuantos papeles
calcinados y con los bordes rizados, parecidos al papel de las páginas del diario.
—Solo son restos. Lo que estaba escrito se ha quemado.
Me mordisqueé el labio, pensativa. Pasé las páginas del diario desde el final
hasta llegar a la primera que no estaba arrancada. A la luz de las ventanas, me
fijé en que había unas marcas apenas visibles. Pasé el dedo por ellas y se me
ocurrió una idea.
—Hensley, tráeme un poco de carbón de la chimenea.
Fui hasta el escritorio, de donde cogí una hoja de papel y la puse sobre la
página marcada del diario. Hensley me tendió un trocito de carbón y empecé a
pasarlo por el papel.
—¿Alguna vez has calcado la inscripción de una tumba? —le pregunté—. El
carbón marca el papel, pero deja espacios en blanco donde están las letras. Yo
diría que aquí podemos usar el mismo principio.
Se quedó mirando cómo, igual que por arte de magia, lo último que había
escrito la muchacha en la libreta aparecía en el papel. Era evidente que Valentina
había estado escribiendo con furia, porque las letras se habían marcado en varias
páginas, lo que suponía una mezcolanza de palabras que, al principio, no tenían
ningún sentido:
«Whitehall Place, 4…».
«… no puede llevar una mansión…».
«… Juliet Moreau lo va a estropear todo».
Me quedé sin aliento cuando vi que mi nombre estaba todavía más marcado
que lo demás.
—¿Qué es esto, señorita?
Hensley estaba otra vez mirando en la caja de cigarrillos, pues ya se había
cansado de lo que yo estaba haciendo, y había descubierto una hoja de papel
doblada escondida en el interior. Tenía algo que me resultaba familiar, así que la
cogí.
Me quedé pálida. Era el cartel de la policía en el que se ofrecía una
recompensa por mi captura; el que Montgomery había escondido con cuidado.
Valentina debía de habérselo robado.
De pronto el cartel, la dirección y lo que Valentina había escrito cobraron
sentido. Antes de que pudiera decir nada, Carlyle sacó la puerta de las bisagras.
Hensley dio un respingo y agarró la rata con fuerza para protegerla.
Levanté la vista y Montgomery y yo nos miramos. Entró a todo correr en la
habitación.
—¿Qué es eso?
Le enseñé el cartel.
—Debió de encontrarlo. Creo que ha ido a Londres a hablar con la policía.
En su diario aparece una dirección… Quemó las páginas, pero he hecho un
calco. Creo que es la dirección de Scotland Yard. Va a delatarnos.
Me quedé mirando mi cara de tinta en el cartel, pero él me lo arrebató de las
manos.
—¡Ni hablar! ¡Le habré dado alcance antes de que llegue a Edimburgo!
Capítulo Quince
—Puedo dar con ella —aseguró Montgomery. Apenas podía seguirle el paso
mientras bajaba a toda velocidad por la escalera principal—. Rastreé a todas las
bestias de tu padre en la jungla y eran mucho más sigilosas que una doncella de
veinte años. Balthasar me acompañará. Tiene mejor olfato que el mejor sabueso
de caza.
—¡Espere!
Hensley bajaba las escaleras corriendo detrás de nosotros y agarrando la rata
con muchísima fuerza. Carlyle lo seguía a cierta distancia.
—¡Prometió contarme un cuento!
Montgomery me miró como diciendo que no podíamos permitir que algo así
nos retrasara. Subí las escaleras y le di una palmadita en la cabeza al niño.
—Te prometo que te contaré uno, pero ahora no puede ser. —Vi a Lily y a
Moira al pie de la escalera, que venían a buscarnos, y lo empujé con cariño hacia
ellas—. Seguro que Lily te cuenta una historia.
Entrecerró los ojos y empezó a ponerse rojo de rabia. Puede que tuviera la
fuerza de tres hombres, pero seguía siendo un niñito testarudo y ahora no podía
perder el tiempo leyéndole cuentos. Alcancé a Montgomery en el recibidor, justo
cuando rompía la portezuela del armero de la mansión.
Elizabeth entró al oír el ruido y se acercó corriendo, seguida de Balthasar y
de Lucy.
—Balthasar, corre al granero y dime si falta alguno de los carruajes —le
ordenó Montgomery.
—¿Te has vuelto loco? —le preguntó Elizabeth mientras observaba a
Balthasar, que en ese momento salía corriendo—. ¡Eso fue lo primero que
comprobamos cuando desapareció! En cuanto a las armas, ¿para qué las
necesitas?
—Hemos entrado en la habitación de Valentina —le expliqué—, y tenemos
pruebas de que pretende denunciarnos a Scotland Yard.
Elizabeth se puso pálida.
—¿Valentina? Jamás hubiera imaginado que fuera capaz de hacer algo así.
Le entregué el diario.
—Su diario. He calcado algunas de las páginas que ha arrancado. Al parecer,
no confía en que yo sea capaz de llevar Ballentyne y cree que si me entrega a la
policía se librará de mí.
Maldijo y desdobló el cartel, que yo había vuelto a guardar en el diario. La
puerta principal se cerró de golpe y Balthasar entró con paso torpe.
—El coche de caballos ha desaparecido —nos informó—. Alguien ha tapado
unas pacas de heno con una lona para engañarnos. Los caballos están pastando,
pero no he visto la yegua alazana por ningún lado. Es la única capaz de tirar del
carruaje.
Montgomery se rio.
—¿El coche de caballos? No puede hacer más que unos pocos kilómetros por
hora en ese trasto, sobre todo si solo lleva a la yegua. ¿Por qué iba a arriesgarse?
—Es el más sencillo de conducir —comentó Elizabeth—. Y no se le dan bien
los caballos.
—Bueno, pues nos aprovecharemos de ello —comentó Montgomery—.
Llevaremos la calesa. Es el doble de rápida, en especial con el macho moteado.
Nos lleva un día de ventaja, pero va mucho más lenta.
Fue al perchero que había junto a la puerta y echó mano de su impermeable.
Cogí un rifle del armero y me miró con mala cara, pero le sostuve la mirada.
—Pienso ir contigo y no intentes convencerme de lo contrario. No peso tanto
como para hacer que la calesa vaya más despacio y soy buena tiradora.
Suspiró.
—Como si fuera a servir de algo intentar detenerte. Venga, vamos.
Salimos a la noche armados con los rifles. Los demás nos siguieron. Hasta
Lucy se puso una chaqueta y vino.
—Tú quédate aquí, Lucy —le pidió Montgomery—. Alguien tiene que
cuidar de Edward.
Me miró y recordé cómo había acabado nuestra última conversación: ella se
había ido airada de mi habitación, enfadada porque yo iba a permitir que Edward
siguiera sufriendo. No me había atrevido a contarle que Elizabeth me estaba
dando clases por las noches y que, en realidad, estaba planteándome lo que me
había sugerido. Todavía no me sentía preparada para darle tantísima esperanza.
—Ven un momento —le dije al tiempo que señalaba el guadarnés, donde
bajé la voz—. Sé que sigues enfadada conmigo.
Se retorció las manos.
—Sí, lo estoy, pero te quiero; por muy enfadada que esté. Me da miedo lo
que pueda pasar si encontráis a Valentina.
—No es rival para nosotros —le aseguré para tranquilizarla—. Es importante
que te quedes aquí y cuides de Edward. No lo desencadenes y vigílalo de cerca.
Cuando vuelva… hablaremos de nuevo de lo que tú ya sabes.
Estaba tan consternada que no sabía ni si había oído lo que acababa de
decirle. Le apreté el brazo.
—Volveré muy pronto, te lo prometo.
Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero asintió. Cuando volvimos al granero,
Balthasar ya estaba atando el caballo moteado a la calesa. Elizabeth puso varias
mantas de tartán en la parte trasera.
—Las temperaturas van a bajar de cero esta noche. Tapaos bien con las
mantas y bebed esto para manteneros calientes —dijo, entregándome una
botella.
McKenna se acercó frotándose las manos.
—Ay, era una chica muy solitaria. Sé que es horrible que pretenda
entregarles a la policía, pero, aun así, no me gustaría que le pasara nada.
—No vamos a hacerle daño —le aseguré—. Tan solo pretendemos evitar que
hable con la policía.
—Juliet, tenemos que irnos —dijo Montgomery, mientras me tendía una
mano para ayudarme a subir.
Estábamos muy apretados, así que Balthasar me pasó un brazo por la espalda
para hacer un poco más de sitio.
—Apóyese en mí, señorita, que yo le daré calor.
Montgomery chasqueó las riendas y el semental partió al trote. Lucy salió
corriendo del establo, con el rostro resplandeciente a la luz de la luna.
—¡Tened cuidado!
—¡Tú también! —le respondí.
Por un instante me pregunté si no estaría cometiendo un grave error al
marcharme. Lucy tenía una mirada furibunda cuando me había propuesto el plan
de asesinar a Edward y reanimarlo. ¿Qué era más peligroso, que Valentina fuera
a la policía o dejar sola a Lucy con Edward?
Montgomery volvió a chasquear las riendas y la calesa empezó a coger
velocidad en mitad de la noche. Gracias a aquel transporte más ligero, aunque
fuéramos tres, tomamos la carretera de Quick por lo menos al doble de velocidad
que nuestra presa.
—Si queremos atraparla, no podemos parar —comentó Montgomery—. Con
el carruaje, se verá forzada a ir por las carreteras principales. Intentad descansar
mientras podáis.

Cabalgamos hasta el alba, e incluso entonces seguimos haciéndolo. La mañana y


la tarde transcurrieron entre carreteras interminables que se veían todas iguales,
con el brezo cubierto por una capa de hielo que hacía que los campos parecieran
sembrados de esqueletos de cristal. McKenna nos había puesto una bolsa con
bizcochos y manzanas, que comimos de camino para no tener que parar más de
lo necesario. Montgomery enseguida identificó las rodadas del carruaje por los
caminos embarrados.
—Su caballo se está cansando —dijo mientras examinaba las huellas—.
Puede que dentro de una hora o dos la veamos a lo lejos. Si hay alguien que va a
ir a la cárcel, va a ser ella, por robar una pertenencia de Elizabeth, no tú.
Me dio un vuelco el corazón. La cárcel. Recordé una vez más los calcetines
que había tejido mi madre para que a los prisioneros no se les congelasen los
dedos en invierno. ¿Habría dado caza mi madre a una persona que solo quería lo
mejor para la mansión?
Balthasar giró la cabeza y parpadeó por el frío. Se le habían helado aquellas
largas pestañas que tenía.
—¿Qué sucede, señorita? —me preguntó.
—Nada —le respondí sin darme cuenta de que había hablado en voz alta—.
Estaba pensando en mi madre. Me habría gustado que la conocieras. Era una
buena mujer.
Montgomery asintió bajo la ancha ala de su sombrero y comentó:
—Tras el funeral de mi madre, me dijo que en casa de los Moreau siempre
habría un sitio para mí. Era guapa y considerada; como tú, Juliet —dijo, pero
justo en ese momento vio algo en la carretera que le llamó la atención y frunció
el ceño—. Qué raro… La carretera principal a Londres sigue por la izquierda,
pero las huellas de Valentina van por la de la derecha. —Detuvo el carro en la
bifurcación—. Esta carretera atraviesa el bosque de Kielder camino de
Brampton. Es un lugar sin importancia.
—¿Estás seguro de que es su rastro el que seguimos? —le pregunté.
—No podría estar más seguro —dijo.
Después chasqueó las riendas y giró hacia el bosque de Kielder.
No tardaron en aparecer árboles a ambos lados del camino, hasta que nos
encontramos en un bosque denso y lleno de sombras. El suelo estaba congelado,
con lo que era imposible seguir sus huellas. Me mordí el labio deseando que las
dotes de rastreador de Montgomery no nos hicieran perdernos.
Transcurridos diez minutos por el bosque, Balthasar se irguió, alerta, y dijo:
—Huelo el caballo ahí delante.
Montgomery y yo no tardamos en ver en la lejanía el punto negro que
Balthasar había detectado con su agudo olfato. Montgomery chasqueó con más
fuerza las riendas para que el caballo fuera más rápido.
—Es el coche de caballos de Ballentyne, no hay duda —dijo—. Lo conduce
como una loca. Si no nos ha visto todavía, no tardará en hacerlo, pero da lo
mismo. Con tantos árboles a los lados no puede desviarse hacia ninguna parte.
Intentaré ponerme a su lado y sacarla del camino. Juliet, prepara el rifle, por si
acaso.
—Prometí no hacerle daño.
—Yo no.
Volvió a chasquear las riendas y le ganamos más terreno. Su carruaje pegaba
saltos con los baches y se movía a uno y otro lado con los baches del camino. Iba
tan rápido que en cualquier momento podía volcar.
—Preparaos —nos dijo Montgomery.
Más adelante, el camino giraba con brusquedad, lo que hizo que
desapareciera de la vista durante unos momentos. Y cuando tomamos nosotros la
curva, ¡resultó que ya no estaba allí!
—¡Maldita sea! —exclamó Montgomery.
Me latía muy fuerte el corazón.
—¡Allí! Ha girado y se interna por el bosque. Hay un sendero
suficientemente ancho como para pasar.
—Ha perdido la cabeza —comentó Montgomery—. Es imposible que
consiga atravesar el bosque con el coche de caballos.
Azuzó al caballo moteado para que se internara entre los árboles. El carro
daba saltos cada vez que pisaba alguna raíz o bache y tuve que agarrarme a los
lados para no salir despedida.
—¡Ponte a su lado si puedes! —le grité.
—El sendero no es lo bastante ancho.
Pero enseguida estuvimos tan cerca que pude distinguir su pelo oscuro al
viento.
—¡Valentina, detente! —le grité.
Me lanzó una mirada cargada de odio antes de que nos separaran unos
árboles. Balthasar tuvo que agacharse a toda prisa para evitar una rama. Cuando
dejamos atrás aquellos árboles, pude verla de nuevo con claridad.
—¡Valentina, detente y hablemos!
—¡Quería Ballentyne! ¡Llevo años ganándome el favor de Elizabeth! ¡Tenía
quince años la primera vez que oí hablar de ella a unos actores en una feria!
¡Una mujer que vivía libre como si fuera un hombre, que era capaz de hacer
milagros que nada tenían que ver con la brujería y que enseñaba a las chicas lo
que quisieran aprender… pero solo a las que tenían deformidades! ¡Sabía que
esa era la vida que quería… e hice lo que tenía que hacer!
Levantó una mano, que llevaba sin guante a pesar del frío. Al lado de su
muñeca, mucho más oscura, parecía de porcelana blanca. Me subió la bilis por la
garganta cuando me di cuenta de lo que estaba insinuando.
—¿No lo entiende, niña mimada? ¡Me corté las manos para que me
admitieran en Ballentyne! ¡La izquierda me la corté yo misma, pero pagué a un
hombre para que me cortara la derecha! —dijo, al tiempo que chasqueaba las
riendas con más fuerza—. ¡Lo sacrifiqué todo… y usted lo ha estropeado!
—¡No es culpa mía!
—¡Claro que sí… y voy a encargarme de que vaya a la cárcel por ello!
Grité cuando otro árbol nos separó y Montgomery se vio obligado a
desviarse un poco del sendero. Valentina no tuvo tanta suerte y, además, tampoco
era tan buena conductora. No vio el árbol a tiempo y, aunque la yegua consiguió
esquivarlo, la parte trasera del carruaje chocó contra el tronco y una rueda quedó
destrozada. El vehículo volcó con gran estruendo y el animal, ya suelto, se
perdió entre los árboles con la mitad del arnés aún alrededor del cuello. El
carruaje había salido despedido a gran velocidad y se oían los gritos de
Valentina, a los que me uní cuando vi lo que pasaba.
El carruaje chocó contra otro árbol, la parte de atrás giró y dio una vuelta. Y
otra más. El sonido de la madera al astillarse resonó por el bosque. Grité. Parecía
que el tiempo pasara a toda velocidad. No podíamos hacer nada para impedir lo
que estábamos presenciando. Vi su pelo oscuro cuando salió despedida del carro.
Desesperada, intentó agarrarse a lo que fuera con sus manitas de porcelana, pero
no lo consiguió. El carruaje se hizo añicos contra otro árbol.
Enseguida supe que aquel sonido no se me olvidaría en muchos años.
Capítulo Dieciséis
Montgomery detuvo el carruaje en seco y los tres bajamos de un salto. Tuvimos
que abrirnos paso entre raíces retorcidas para llegar hasta el coche de caballos.
Estaba volcado de lado y tan destrozado que casi resultaba irreconocible. Fui la
primera en oír los gemidos de Valentina.
—¡Está aquí!
Rodeé el carruaje y me tropecé con un radio roto. En cuanto la vi, me quedé
inmóvil y me llevé una mano a la boca para evitar gritar. La zona del pescante se
había desprendido por completo y Valentina estaba atrapada debajo.
—¡Balthasar, te necesito!
Me arrodillé a su lado y empecé a apartar los trozos de madera que menos
pesaban. Tenía el pelo pegado a la cara y cuando se lo retiré, vi que le caía un
hilillo de sangre por la boca. Tosió y la tos llegó acompañada de más sangre. Me
fijé en el travesaño que la tenía atrapada: le había caído justo encima de los
órganos vitales. Balthasar y Montgomery llegaron en ese momento, pasando
como podían entre los restos.
—Aguanta, que vamos a intentar liberarte —le dije.
—Juliet Moreau —respondió enfadada, con una voz que era apenas un
susurro—, una niña mimada con juguetes bonitos a la que no le importa nada ni
nadie.
—¡Chist! Calla —insistí, y le hice una seña a Balthasar—. Por aquí. ¿Puedes
levantar este madero?
—Sí, señorita.
Cogió uno de los extremos con sus enormes manos e hizo un gran esfuerzo
por quitárselo de encima a la muchacha, que gimió una vez más y escupió más
sangre por la boca. Balthasar lanzó el travesaño a un lado.
—Montgomery, ¿puedes hacer algo por ella? —le pregunté mientras volvía a
arrodillarme a su lado.
Él también se arrodilló pero ni se molestó en examinar sus heridas; se limitó
a cogerla por los hombros.
—¿Adónde ibas? Te has desviado de la carretera de Londres. Si no ibas a
Scotland Yard, ¿adónde ibas?
—¡Montgomery, que se muere!
Me ignoró y siguió centrado en la chica, que volvió a toser sangre. Luego,
soltó una risita carente de alegría.
—Puede que me hayan detenido a mí, pero no estoy sola. Hay una persona
desesperada por dar con usted, señorita Moreau. Con todos ustedes.
—¿Con quién ibas a reunirte? —le exigió Montgomery.
Se convulsionó una, dos veces, y los labios se le mancharon por completo de
sangre; se dobló contra el carruaje destrozado.
Me llevé la mano a la boca.
—Ha muerto…
Balthasar se quitó la gorra en señal de respeto y Montgomery se inclinó
hacia ella y el pelo le cayó sobre los ojos. Respiró hondo, se lo retiró de la cara y
empezó a registrarle los bolsillos.
—Montgomery, ¿es necesario?
—Tenía planeado reunirse con alguien. Tenemos que saber con quién. Quería
que te arrestaran, así que no sientas simpatía por ella.
Buscó en los bolsillos del abrigo, en los que no encontró nada, y entonces se
fijó en un bolsito de cuero que Valentina llevaba cruzado al pecho. Cortó la tira
con el cuchillo y sacó un puñado de telegramas.
—Déjamelos —le pedí.
El espacio en el que el telegrafista solía escribir la dirección del remitente
estaba en blanco. Valentina debía de haberlos enviado desde Quick,
especificando que no quería que se supiera su ubicación.
El primero decía:

EN RESPUESTA A LA CIRCULAR ESPECIAL


CONOZCO EL PARADERO DE JULIET MOREAU
CUÁL ES LA RECOMPENSA

Sentí que me invadía el pánico. ¿Ya se había puesto en contacto con Scotland
Yard? Leí los demás telegramas a todo correr.

RECOMPENSA DE 10 000 LIBRAS


INVESTIGACIÓN PRIVADA NO HABLE CON LA POLICÍA
DÓNDE ESTÁ USTED

Me quedé parada. ¿Una investigación privada de alguien que no quería que la


policía se involucrara? Eso daba más miedo todavía. ¿Quién iba a querer dar con
nosotros sin que se enterase la policía?
Valentina respondía:

SU IDENTIDAD ES ANÓNIMA
TAMBIÉN LA MÍA
ENCONTRÉMONOS PARA HACER UN TRATO

El último telegrama decía:

NOS ENCONTRAREMOS EN EL HOTEL STONEWALL DE INVERNESS


EN LA VÍSPERA DE SAN TIMOTEO

—¿Qué dicen? —me preguntó Montgomery.


—No es la policía la que nos está buscando, al menos no de forma oficial —
respondí confundida—. Pero eso no tiene sentido… Era la policía la que nos
buscaba en la posada.
Estudió los telegramas.
—Puede que alguien esté pagando a unos cuantos oficiales para que lleven a
cabo una investigación que no tiene nada que ver con la policía. Pero ¿quién?
Matamos a todos los miembros del King’s Club que podrían haber querido
desquitarse.
—Debimos de olvidarnos de alguno. O quizá se trate de algún miembro de la
familia del doctor Hastings.
Un cuervo graznó sobre nuestra cabeza y di un respingo, sobresaltada.
—Tenemos que ir a ese hotel que hay en Inverness —comentó Montgomery
—. Tenemos que descubrir con quién iba a reunirse. Esto no terminará nunca a
menos que sepamos quién está detrás de la búsqueda. —Miró al cielo; el sol
estaba empezando a bajar—. Estamos a unas pocas horas de la ciudad; si no
salimos ya, el contacto podría marcharse.
—¿Y el cadáver? —preguntó Balthasar—. No está bien dejarlo aquí.
—Lo sé, amigo mío —respondió Montgomery—. Lo cristiano sería
enterrarla, pero ahora mismo no me siento muy cristiano y se nos acaba el
tiempo. Rezaremos una oración por ella de camino.
Balthasar soltó un gemido grave que resonó en su garganta, pues le apenaba
dejarle el cuerpo a los cuervos, pero siguió a Montgomery hasta nuestro carro
con gesto obediente.
Le puse una mano en el hombro.
—Alguien encontrará la yegua y seguirá sus huellas hasta aquí. Cuando la
encuentren le darán un funeral adecuado.
Montgomery chasqueó las riendas. Miré hacia el sol, que apenas brillaba
detrás de unas finas nubes de invierno. Una ráfaga de viento hizo que me
recorriera un escalofrío y bebí un trago del brandy que nos había dado Elizabeth.
Me entonó el cuerpo y me calentó, pero también me hizo tener un mal
presentimiento.
¿Con quién nos encontraríamos? Y, ¿por qué esa persona, fuera quien fuese,
quería dar conmigo a toda costa?

Inverness era una ciudad moderna e industrial, más sucia que Londres y mucho
más fría. El carro, sin duda, era un vehículo extraño, pero nadie nos prestaba
atención, pues todo el mundo estaba concentrado en arrebujarse en su abrigo y
llegar cuanto antes a casa para la cena. Nos detuvimos para preguntar cómo
llegar al hotel y nos enteramos de que Stonewall era el hotel más lujoso de la
ciudad. Cuando llegamos y vimos las luces palaciegas del mismo, el mal
presentimiento fue a más.
—Sea quien sea su contacto, debe de tener mucho dinero si se aloja aquí —
comenté.
—Eso mismo pienso yo. Sobornar a policías de Scotland Yard no es barato.
Bajamos del carro en un callejón que quedaba entre dos sombrererías.
—Debemos ir con cuidado —dijo Montgomery—, seguro que te reconocen
nada más verte, Juliet; y lo más probable es que quien nos persigue conozca
también mi identidad. Quizá incluso la de Balthasar.
Me asomé por la esquina de una de las sombrererías y vi que frente al hotel
paraban carruajes de los que subían y bajaban caballeros y damas. Todos ellos
iban muy bien vestidos, lo que suponía un enorme contraste con nuestra
vestimenta más apagada, típica del norte.
—Tengo una idea. Hay más de una forma de que no nos reconozcan.
Balthasar, quédate aquí con el carro y prepárate para escapar. Montgomery,
acompáñame.
Saltamos en silencio la verja del hotel, que daba al jardín, y entramos por la
puerta trasera, donde los mozos descargaban cajas llenas de repollos. Le indiqué
a Montgomery que cogiera una caja para que pareciera uno más. Entramos en la
cocina, que estaba sumida en la frenética preparación del banquete de San
Timoteo. Una suerte, porque nadie se fijó en nosotros.
Me solté el moño y me hice una trenza poco apretada, tras lo que le toqué el
hombro a la ayudante de cocina que parecía más joven y le dije:
—Se suponía que empezaba hoy, pero no me han dado el uniforme todavía.
La muchacha casi ni me miró, pues estaba haciendo esfuerzos para que no se
le cayera el plato que llevaba.
—En la segunda puerta de ahí —comentó al tiempo que me señalaba un
pasillo con el mentón—. Y date prisa, que necesitamos mucha ayuda.
Tiré de Montgomery por el pasillo hasta el cuarto de la ropa. Él llevaba ya
pantalones oscuros, por lo que fue suficiente con una camisa blanca y un mandil.
Yo me vestí como una camarera.
—Confía en mí, va a salir bien —le dije mientras me ataba los lazos del
delantal—. Fui sirvienta durante años. Nadie se fija en ti. Es como si no
existieras.
—No es necesario que me lo expliques —respondió mientras me daba la
vuelta y acababa de atarme los botones del vestido—. Recuerdo muy bien lo que
significa ser sirviente. —Volvió a darme la vuelta. En aquella habitación tan
pequeña, estábamos a centímetros el uno del otro. Me puso las manos en la
cintura—. Recuerdo que lo que más quería en la vida era que te fijaras en mí.
Que hablaras conmigo.
Tragué saliva, muy consciente, de pronto, de su proximidad. Nos habíamos
distanciado desde la masacre del King’s Club, lo que me provocaba una tensión
que me devoraba por dentro. Sin embargo, lo amaba con todas mis fuerzas.
—Yo te hablaba.
—Solo porque no tenías con quien jugar. O para pedirme que te encendiera
la chimenea del dormitorio.
Le pasé los brazos alrededor del cuello y lo miré a los ojos.
—Bueno, pues ahora me fijo en ti —le dije con suavidad—, y me gustaría
pasar el resto de la vida contigo. Y, a partir de ahora, seré yo quien encienda el
fuego.
Me besó. Fue un beso rápido, pues no queríamos que nos encontrasen allí;
pero, en cualquier caso, me hizo pensar que habíamos dejado de lado las
diferencias. Me pasó un mechón por detrás de la oreja.
—Juliet, ten mucho cuidado.
—Tú también.
Abrí la puerta y volvimos a la cocina a hurtadillas. Las camareras llevaban
bandejas idénticas de servir, así que yo también cogí una. Montgomery se unió a
un grupo de camareros preparados para servir el vino. Nos miramos una última
vez antes de que las puertas se abrieran y entráramos al gran comedor.
Después de la gran cantidad de luz que había en la cocina, no estaba
preparada para la tenue luz de las velas, la música cálida del cuarteto de cuerda y
el murmullo suave de las conversaciones de la clase alta. Por unos segundos, me
sentí dividida entre los distintos periodos de mi vida, pues había nacido en un
mundo tan rico como aquel y había acabado en la calle, trabajando de
limpiadora. A decir verdad, no estaba segura de cuál de los dos me gustaba más.
Eché una ojeada a la fila de camareros que estaban al otro lado de la sala.
Montgomery les sacaba unos centímetros de altura a los demás, y su pelo largo
destacaba a pesar de que lo llevara recogido, pero dudaba mucho de que ninguno
de los comensales fuera a darse cuenta, porque estaban todos imbuidos en sus
trivialidades.
La chica que iba detrás de mí me pegó un empujoncito porque, sin darme
cuenta, me había quedado rezagada. Seguí a las dos camareras que estaban
sirviendo sopa en tazones de porcelana y fui poniendo panecillos con unas
pinzas. Mantenía la cabeza gacha para que los mechones que se me habían salido
de la trenza escondieran mi rostro en parte, pero me esforcé al máximo por
buscar alguna cara conocida en el salón. El hombre u hombres que me estuvieran
buscando tenían que estar aquí, en alguna parte.
Mi grupo de camareras fue hasta la siguiente mesa, donde Montgomery
estaba sirviendo vino en dirección contraria a las agujas del reloj. Nos miramos
al cruzarnos.
—¿Has visto algo? —le susurré.
—Aún no. Fíjate en las sillas vacías; podrían haberle reservado un sitio a
Valentina.
Asentí y seguimos sirviendo en direcciones opuestas. No tenía ni idea de a
quién debía buscar. ¿Y si se trataba de un miembro de los Hastings, que estaba
furioso conmigo por haber matado a uno de sus familiares? ¿O de alguien que
supiera que tenía relación con el Lobo de Whitechapel y el rastro de asesinatos
sangrientos que había dejado tras de sí?
Estaba tan imbuida en mis pensamientos que tropecé con otra camarera y se
me cayó el panecillo que llevaba en las pinzas. Pegué un gritito al ver que caía
en el regazo de un caballero joven con el pelo oscuro. Las demás camareras se
quedaron de piedra.
—Lo siento muchísimo, señor —tartamudeé mientras adelantaba las pinzas
para coger el bollito.
Me miró enfadado y sacudió la servilleta molesto.
—Pensaba que el Stonewall tenía los mejores camareros —dijo.
Su comentario hizo reír a los demás comensales de la mesa. Fue entonces
cuando me fijé en que había una silla libre y me puse tensa. Frente a mí, un
hombre me miraba sin quitarme ojo. Era más mayor, de pelo cano y ojos azules.
Un hombre en quien solo había pensado de pasada desde que habíamos salido de
Londres: el señor John Radcliffe, mecenas del King’s Club y antiguo colega de
mi padre. El padre de Lucy.
Capítulo Diecisiete
Se me cayó la bandeja de panecillos. Las demás chicas gritaron cuando las
empujé para escapar hacia la puerta de la cocina. Busqué a Montgomery a la
desesperada y vi que, en mitad del desconcierto, él también se dirigía allí.
Entré a toda prisa. Él había llegado antes que yo y me lo llevé a la habitación
de la ropa.
—¡La persona que nos persigue… —empecé a decir resollando— es
Radcliffe! Pensaba que no era más que un banquero que se había dejado llevar
por los demás. Y ese artículo del periódico en el que decía que se arrepentía de
haber tenido que ver con el King’s Club…
—Quizá lo escribiera con la esperanza de que lo leyéramos y dejáramos de
preocuparnos por él. De hecho, le ha salido bien, ¿no? No sé cuáles serán sus
planes, pero está claro que lo hemos infravalorado. Tenemos que marcharnos de
aquí.
Miré con cuidado hacia la cocina, que estaba sumida en el caos después de lo
sucedido.
—No lo veo —susurré—. No sabemos si está solo o con un grupo de
personas. Podría tener gente apostada en todas las puertas.
Montgomery estudió el caos de la cocina.
—Desde luego, no ha dado ninguna alarma, ni ha comunicado que hay
fugitivos en el edificio, por lo que debe de querer mantenerlo en secreto.
—¿Por qué nos seguirá? ¿Será por Lucy? En el artículo decía que tanto su
esposa como él la echan muchísimo de menos.
Montgomery enarcó una ceja.
—¿Cuántas veces te manipuló tu padre con eso del cariño para lograr sus
propósitos? Estoy seguro de que, quiera lo que quiera, solo está utilizando a
Lucy para conseguirlo. Mira… ¡la puerta de atrás! —exclamó. De nuevo volvía
a estar abierta porque entraban más mozos con cajas de verduras—. Venga,
salgamos a la carrera. Volvamos al carro con Balthasar e intentemos despistar a
Radcliffe.
—¡Dios, espero que nos salga bien! —dije, al tiempo que cogía aire.
—¡Vamos! —me susurró.
Abrimos de golpe la puerta del cuarto de la ropa y corrimos cuanto pudimos
por la cocina, intentando no empujar al horno a ninguna de las cocineras ni tirar
las cajas de verduras de los mozos. Algunos de ellos gritaron sorprendidos. Si
Radcliffe no había sabido dónde estábamos escondidos, estaba claro que ya lo
había descubierto.
Salimos como rayos por la puerta de atrás y nos alejamos de la conmoción de
la cocina. Fuera soplaba un viento gélido.
—¡Por aquí! —me dijo Montgomery, y corrí tras él.
Me quité el delantal, que cayó al suelo volando por detrás de mí. Al mismo
tiempo, una estridente alarma de la policía empezó a sonar calle abajo.
—Pues parece que sí que ha dado la alarma —musité.
Oímos pasos por detrás de nosotros, pero no nos atrevimos a perder el
tiempo mirando atrás. Cruzamos el jardín del hotel y el laberinto de callejuelas
que discurría por detrás de las tiendas elegantes. Me lloraban los ojos del frío.
Por fin giramos la calle en la que nos esperaba Balthasar con el carro.
—¡Prepara el caballo, que nos vamos! —le pidió Montgomery.
Se oyó un disparo detrás de nosotros y Montgomery gritó.
Me detuve bruscamente. El sonido me golpeó como si hubiera sido a mí a
quien habían alcanzado. Me di la vuelta como una exhalación. Montgomery
tenía una herida en el hombro. Un agente, que se había quedado con cara de
susto después de disparar, sujetaba una pistola con mano temblorosa a una
manzana de donde nos encontrábamos. Seguro que había aparecido
respondiendo a la alarma.
—¡Balthasar, han herido a Montgomery!
Balthasar apuntó con el rifle al agente, que saltó para ponerse a cubierto tras
una tienda. Aquello me dio tiempo suficiente para ayudar a Montgomery a llegar
al carro a trompicones. Balthasar me tendió el rifle mientras él se hacía cargo de
las riendas.
—¡Vámonos! —le grité.
Azuzó el caballo, que salió a toda velocidad y corrió por las callejuelas
mientras Montgomery se retorcía de dolor. Me acordé del beso robado y rápido
del cuarto de la ropa. No estaba preparada para que hubiera sido el último.
El carro saltaba con los baches del desigual pavimento de adoquines y yo
agarraba el rifle con mucha fuerza. El mundo pasaba a nuestro lado a toda prisa
y tan solo veía destellos de toldos y marquesinas, de puertas de iglesia y de
festivas coronas de flores. Había tanta niebla que casi no podía distinguir nada
aparte de los edificios que dejábamos a cada lado.
—¿Nos están siguiendo? —le pregunté.
—No, señorita. Olería sus caballos.
Era un alivio, dado que Montgomery seguía sangrando.
—No es nada. Me ha dado en el hombro —murmuró con los ojos cerrados
por el dolor—. Estoy bien.
—¡Te han disparado!
—Ni que fuera la primera vez.
Balthasar se metió a toda prisa por una carretera secundaria, y luego, por
otra. Habíamos salido de la ciudad sin señal de que Radcliffe nos persiguiera;
aun así, y por si acaso, Balthasar cruzó una y otra aldea para despistarlos.
Mientras avanzaba la noche, y dado que mi atención estaba centrada en
Montgomery, apenas advertí que el paisaje cambiaba: primero la ciudad, luego
los pueblos y, por último, los interminables brezales. Gracias a la conducción de
Balthasar, el caballo galopaba a una velocidad buena y constante. Hice lo que
pude para atender al herido, y luego le acaricié la cabeza.
—Solo serán unas horas. Llegaremos por la mañana. Aguanta. Creo que
hemos escapado.
—Tenemos que llegar a Ballentyne —dijo, entre toses—. Allí no nos
encontrarán.
—¿Estás seguro? Radcliffe tiene muchos contactos y recursos.
—También Elizabeth. No nos ha encontrado hasta ahora y no nos encontrará.
La mansión ni siquiera está a su nombre. Valentina era la única que podría
haberle revelado nuestro paradero, pero está claro que ya no va a decírselo —
dijo. Apoyó una mano sobre la mía, pero estaba tan débil que ni siquiera me la
apretó—. Los demás sirvientes de Elizabeth son leales. Mientras
permanezcamos en Ballentyne, estaremos a salvo.
Me mordí el labio mientras seguíamos por los páramos.
—No entiendo qué es lo que quiere. Él no sabe nada de ciencia, solo buscaba
beneficio económico. Ahora que la ciencia ha desaparecido, ya no puede ganar
dinero.
Montgomery se agarró el hombro.
—Asesinaste a tres de sus colegas.
Me quedé observándolo.
—¿Crees que es por venganza?
Ni siquiera se me había ocurrido que Radcliffe pudiera considerar algo más
que socios al doctor Hastings, a Isambard Lessing y al inspector Newcastle;
aunque había una foto en el pasillo de la universidad en la que se los veía juntos
cuando eran más jóvenes. Hacía décadas que se conocían. ¿Serían más que
socios? ¿Serían confidentes? ¿Amigos incluso?
—Es lo único que se me ocurre —respondió Montgomery—. Podríamos
preguntárselo a Lucy. Ella lo conoce mejor que nadie.
—Está tan preocupada por Edward que recibir más malas noticias podría
acabar con ella —dije, al tiempo que soltaba un suspiro de frustración—.
Supongo que no importa lo que Radcliffe quiera, ¿no? Mientras sigamos en
Ballentyne no nos encontrará. Quizá ni siquiera sea necesario contarle a Lucy
que es él quien nos está persiguiendo.
Cuando el alba empezó a despuntar, Quick apareció en el horizonte y
comprendí que ya estábamos llegando. Poco después, cerca de la mansión, me di
cuenta de que nunca me había alegrado tanto de ver la silueta familiar de la
casona. Elizabeth curaría a Montgomery y volveríamos a estar a salvo detrás de
aquellas paredes. En cierta manera, era como volver a casa.
Balthasar acercó el carro a la puerta de entrada tanto como pudo y bajó de un
salto para ayudarme a llevar a Montgomery al interior. Era raro que Lucy y
Elizabeth no estuvieran en la puerta para ayudarnos. Seguro que habían estado
haciendo guardia para ver si llegábamos. De hecho, cuando llamé con fuerza a la
puerta, me pareció que la casa estaba muy tranquila, demasiado.
—¡Elizabeth! —grité—. ¡Somos nosotros! ¡Montgomery está herido!
Montgomery hizo un gesto de dolor. No vino nadie a abrir.
—Ya deberían estar despiertos —comenté—. ¿Dónde estarán?
Llamé aún más fuerte y, sorprendida, vi que la puerta cedía unos pocos
centímetros. No estaba cerrada. Un escalofrío me recorrió la columna al oír el
chirrido de los goznes cuando empujé la puerta unos cuantos centímetros más, lo
suficiente para atisbar el interior.
—Juliet, espera. Algo va mal. Deja que Balthasar pase primero.
Balthasar abrió la puerta y entró.
—¿Hola? —dijo tras dar unos pasos.
Le respondió el silencio. Sacó la cabeza.
—Quédese aquí, señorita. Voy a mirar en la cocina y en los dormitorios de la
planta de arriba.
Asentí y me puse a caminar, indecisa, sin saber si debía preocuparme más
por la respiración dificultosa de Montgomery o por el hecho de que,
aparentemente, todos los habitantes de la casa habían desaparecido. Esperamos
veinte minutos. Treinta. Pero ni rastro de Balthasar.
—No puedo más —dije—. Ha tenido que pasarle algo. Voy a entrar.
Montgomery me lanzó una mirada de desaprobación.
—¡Ni lo sueñes!
—Digamos que no estás en disposición de impedírmelo. Quédate aquí e
intenta no congelarte.
Fui al carro y cogí una manta y dos rifles. Le puse uno en la mano a
Montgomery y verifiqué que el otro estaba cargado. Respiré hondo y entré en el
recibidor.
El sonido de mis botas sobre el suelo de piedra resonó por la estancia. La luz
eléctrica no funcionaba, y parecía que la enorme chimenea llevara horas
apagada. Toqué las cenizas con la mano y comprobé que estaban frías. Me
sacudí la palma. Me latía tan fuerte el corazón que lo sentía en las sienes. Me
dirigí a la escalera que subía a la planta de nuestros dormitorios, alumbrada tan
solo por la luz del amanecer, que entraba moteada por las ventanas.
Iba por la mitad de las escaleras cuando oí que en la cocina se caía una olla y
me di la vuelta.
—¡Balthasar! ¿Eres tú?
Bajé poco a poco las escaleras y crucé el vestíbulo hasta el pasillo de atrás, el
que daba a la cocina. Llevaba el rifle en ristre aunque, sin luz eléctrica, aquello
estaba tan negro como la boca del lobo. Solo era capaz de distinguir las sombras
de las puertas que había en el pasillo. En cambio, las ventanas de la cocina
permitían que entrara bastante más luz.
Había una olla pequeña en el suelo.
—¿Balthasar? —dije, intentando que no me temblara la voz.
Sentí una presencia detrás de mí y oí lo que parecía la suela de una bota.
Sobresaltada, intenté darme la vuelta, pero unas manos fuertes me agarraron
antes y me quitaron el rifle. El olor a humo y a carne me produjo arcadas.
—Hola, amor mío.
Me giró y me vi justo delante a Edward, que no era Edward. Los rasgos eran
los mismos, y su cuerpo no había aumentado de tamaño, pero estaba segura de
que se trataba de la bestia.
—¿Me has echado de menos? —me preguntó con sonrisa ladina.
Capítulo Dieciocho
—No parezco el mismo, ¿eh? —añadió al ver que la sorpresa me había dejado
sin habla—. Por fin nos hemos mezclado, Edward y yo. Él ha vencido en lo
físico y yo en lo mental. Mi cerebro en su cuerpo. Es un pequeño sacrificio, pero
podré con ello.
Mil y un miedos se me agolparon en el pecho. De alguna forma, la bestia
había derrotado a Edward. Se había apoderado de él, había conseguido
deshacerse de las cadenas y, a todas luces, había asesinado a Lucy y a todos los
demás de la casa. Sentí que me sudaba la frente. Sabía que debería temerle y, en
efecto, lo hacía, pero también sentía una terrible afinidad con él.
«Tú y yo somos más parecidos de lo que quieres creer». Me había dicho en
una ocasión.
—¿Cómo has roto las cadenas? —susurré al tiempo que retrocedía un paso.
La mesa de la cocina me impidió alejarme más.
Sus ojos amarillos brillaban a pesar de la poca luz que había. Era la única
parte de él que no pertenecía a Edward.
—No ha sido necesario. Lucy las abrió. Estaba convencida de que Edward
seguía aquí, pero hacía tiempo que yo había ganado la batalla. Me resultó
sencillo fingir que era él, que estaba delirante y débil. Lucy había planeado
rebanarle la garganta y le aseguraba que solo sería temporal, que la señora de la
casa lo devolvería a la vida. Un buen truco, la verdad. Pero no fue capaz de
matarlo. Qué alma tan cándida. —Se acercó un paso—. Fue entonces cuando
dejé de fingir y me di a conocer.
Me hervía la sangre.
—¿Qué le has hecho?
Agarró el cañón del rifle como si no le diera ningún miedo.
—Es tan bonito que te preocupes tanto por ella.
Se estaba burlando de mí, lo que hizo que me hirviera la sangre.
—¿Dónde está? ¿Y dónde están Elizabeth y Balthasar?
—Ese cachorrito gigante debería haberme olido a una legua. Supongo que
estaba muy preocupado porque su señor está sangrando en la entrada —dijo. Se
inclinó hacia delante y apoyó ambas manos en la mesa, una a cada lado de mí—.
Sí, claro, yo también tengo buen olfato.
—¿Dónde están?
Lo tenía a pocos centímetros de mí, tan cerca que sentía el calor de su piel.
Siempre había creído que la bestia estaría fría, pero la furia ardía en su interior,
como me pasaba a mí.
—No te preocupes por ellos, amor mío.
—¡Deja de llamarme así! Ni siquiera eres una persona de verdad. Edward
nos explicó que eras la manifestación de una enfermedad, una cepa de rabia,
malaria y órganos animales dañados. Eres un virus que ataca a un huésped. ¡No
puedes vivir por ti mismo porque ni siquiera eres real!
Le centellearon los ojos amarillos como si le hubiera pegado una bofetada.
—¿Una enfermedad? —susurró—. Sí, es cierto. Puede que naciera a partir de
una enfermedad, pero ¿a partir de qué naciste tú, Juliet? Puede que mi perversa
naturaleza sea física, mientras que la tuya es psicológica; pero no por eso es
menos terrible. Mi identidad, en cualquier caso, se basa en la carne. La tuya no
es sino una serie de ideas que tu padre te metió en el cerebro —dijo, inclinando
la cabeza hacia un lado—. ¿Te ha contado ya Montgomery el secreto que te ha
estado guardando todos estos años?
Apreté los dientes para contener mi furia.
—Ah, ya veo que no. Ya decía yo… Porque, de lo contrario, no estarías aquí.
—Si de verdad lo sabes, cuéntamelo —le solté—. Deja de jugar conmigo.
—Pero es que eso es justo lo que quiero: jugar al gato y al ratón. Depredador
y presa. —Se irguió, con el rifle aún en la mano—. Por desgracia, empiezo a
cansarme de jueguecitos. No son sino niñerías y ambos somos adultos, ¿no?
Volvió a apoyarse en la mesa y sus labios quedaron a pocos centímetros de
los míos. El miedo me atenazó el estómago.
—Vi a Montgomery en el laboratorio de tu padre —me susurró al oído—. Él
no sabía que estaba observándolo. Quemó todo un archivador junto con una
carta. Solo leí la primera línea: «Para mi hija. Es hora de que sepas la verdad».
Respiré hondo. ¿Había quemado Montgomery una carta que me había escrito
mi padre? ¿Qué decía? ¿Y qué había en ese archivador? Nunca había estado tan
confusa.
—Mientes, como haces siempre. Dime dónde están Lucy y Elizabeth.
—Podría llevarte con ellas, pero no creo que fuera a gustarte. ¿Sabes que
tienen un sótano lleno de cadáveres? Me preguntó a qué se dedicará la señora de
la casa. Puede que seamos almas gemelas. De todas formas, quedaba espacio
para otros muchos cadáveres.
Por un instante, sentí como si el mundo se detuviera. Parpadeé y repetí para
mis adentros lo que acababa de decir. No me lo podía creer. ¿Las habría matado?
—¡No!
Me lancé contra él y le agarré la cara, pero me cogió de la muñeca y se rio de
mí con un sonido gutural que le salía del fondo de la garganta.
—No te hagas la sorprendida —dijo. Se zafó de mí con facilidad, me cogió
de las manos y se puso a bailar un vals conmigo—. ¿Recuerdas cuando nos
besamos debajo del muérdago en el baile de Londres? Ay, ¡ansiaba bailar
contigo! Ahora podremos bailar toda la vida. Esta casa puede ser nuestra; el
lugar en el que escapar del mundo.
—¡Estás loco! ¡Como les hayas hecho daño, te mataré!
—Desde luego, podrías intentarlo.
El corazón me latía con mucha fuerza y me decía que me apartara de él, pero
era demasiado fuerte. Cerré las manos, preparada para atacarle con lo primero
que encontrara en la cocina de McKenna. Una sartén de hierro. Un rodillo de
amasar. Tenía que acercarme a los cajones.
Un disparo reverberó en la cocina y la bestia se quedó quieta. Grité del susto
y le pegué un empujón para alejarme de él al tiempo que su sangre oscura
salpicaba mi vestido y también el suelo. Intentó agarrarme, pero me agaché para
esquivar su mano.
—¡Juliet! —dijo Montgomery. Estaba apoyado en el vano de la puerta, con
un rifle en las manos—. ¡Corre! ¡Por aquí!
Le di otro empujón a la bestia, que me clavó las uñas. Gruñendo, le metí los
dedos en la herida del hombro, por donde le había entrado la bala. Rugió de
dolor y conseguí tirarlo al suelo, tras lo que pasé por encima de él con la pesada
falda y corrí hacia la puerta.
—¡Salgamos! —dije—. ¡Podemos despistarlo en los jardines!
—Hace mucho viento; le llevará nuestro olor.
En la cocina se oían gritos de enfado, además del estrépito de ollas y
sartenes. Me encogí. Lo único que quería era hacerme un ovillo y esconderme
del mundo.
—Por aquí —dijo una vocecilla en el vestíbulo.
Miré a uno y otro lado, pero allí no había nadie. ¿Habría sobrevivido alguien
a la ira de la bestia? Montgomery señaló los tapices polvorientos que
flanqueaban la gran chimenea. Uno de ellos se movió y una carita asomó tras él.
Tenía un ojo de color blanco lechoso; el otro, marrón.
—¡Hensley! —exclamé.
Ayudé a Montgomery a llegar renqueando al tapiz. Detrás de él se ocultaba
un panel de madera que el niño deslizó a un lado para que entráramos a los
pasadizos secretos. Me levante la falda para entrar e intenté ayudar a
Montgomery a subir, pero pesaba mucho. Me quedé sorprendida cuando
Hensley, que apenas le llegaba a Montgomery a las costillas, lo levantó con
facilidad y lo metió en el túnel. Cerré el panel y nos envolvió la oscuridad.
—Por aquí —dijo el chiquillo con esa voz fina que tenía.
—¿Estás solo? ¿Queda alguien más?
—¡Chist! La criatura nos va a oír. No sabe que existen las habitaciones
estrechas.
Se movía tan rápido que casi no podíamos seguirle el paso. La cabeza me
daba vueltas mientras me tropezaba con los ladrillos sueltos. ¿Cómo iba a matar
a la bestia estando Montgomery herido y con la única ayuda de un niño?
¿Dejaría que Montgomery se marchara si me ofrecía a quedarme con él y a
bailar por la cocina como si estuviera loca?
Hensley bajó a todo correr un tramo estrecho de escalones, pero a
Montgomery le costó un poco.
—¡Hensley! ¡Hensley, espéranos! —le grité tan alto como me atreví.
Al final de la escalera me topé de pronto con una pared que marcaba el final
del pasadizo. Hensley no respondió a mis llamadas.
—¡Maldición, lo hemos perdido! —dije.
Oí un chillido en la oscuridad, aunque no hubiera sabido decir si se trataba
de un niño, de una rata o de un gozne roñoso. Me dio un vuelco el corazón.
Palpé la pared hasta que mis dedos dieron con una pequeña abertura, demasiado
baja y estrecha para los anchos hombros de Montgomery.
—Podrás pasar arrastrándote —me dijo Montgomery—. Déjame aquí. Tengo
el rifle. Ya has oído a Hensley, la bestia no sabe que existen estos pasadizos.
Negué con la cabeza.
—No quiero dejarte aquí.
—Tienes que hacerlo.
Le di un beso para intentar transmitirle mi amor, haciendo oídos sordos a lo
que la bestia había vuelto a decirme sobre el secreto que me había ocultado.
Luego, me arrastré por el pasadizo a gatas. Oí ruidos por delante de mí, en
alguna parte, una especie de arañazos que me dejaron sin aliento. ¿Sería una de
las trampas de lord Ballentyne el Loco? No podía dar media vuelta, ni aunque
quisiera. Gateé más deprisa, desesperada por respirar. Por fin, llegué a la
puertecita que había al fondo. Busqué un pomo, un tirador, pero no había nada
salvo el liso final del túnel. Aporreé la puertecita. La empujé con el hombro.
Pedí que alguien me ayudara a salir.
De pronto, se abrió. La luz me hizo daño en los ojos. Unas manos fuertes
tiraron de mí para sacarme de aquel túnel húmedo. Tosí mientras intentaba
recuperar el aliento y parpadeé una y otra vez cuando un frío gélido, me puso la
piel de gallina.
Retrocedí, pues tenía miedo de que fuera la bestia, pero no me topé con unos
ojos de color amarillo, sino que a mis pies encontré un suelo de piedra que me
resultaba familiar, cadáveres amortajados con sábanas blancas y dispuestos sobre
bancos, y una cruz de latón en la pared de piedra. Estaba en la capilla. Una
muchacha morena y con los ojos tan azules como los míos me cogía de las
manos.
—¡Lucy!
Me invadió una sensación de alivio. Detrás de ella estaban Elizabeth y
McKenna, y todas las sirvientas, acurrucadas para darse calor entre sí. Balthasar
iba de un lado para el otro cerca de la puerta.
—¡Juliet! —respondió Lucy—. Balthasar nos ha contado lo que ha sucedido.
Teníamos miedo de que la bestia te hubiera atrapado.
—¡Y yo pensaba que os había matado a vosotras! Es lo que me ha insinuado
—dije, al tiempo que la abrazaba con fuerza.
—Estaba jugando contigo —respondió ella, correspondiendo a mi abrazo—.
Nos ha encerrado aquí esta mañana, cuando se ha aburrido de meternos miedo.
¿Dónde está Montgomery?
—A salvo, de momento. Está en los pasadizos, pero ha recibido un disparo.
Necesita atención médica cuanto antes —dije, echando un vistazo a la capilla—.
¿Dónde está Hensley?
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Lo has visto? Ha desaparecido. Justo antes de que despertara la bestia, le
he negado una segunda ración de pudin y ha salido corriendo la mar de
enfadado.
Se estiró las mangas, pero me dio tiempo a ver unos verdugones azulados.
Me quedé muy sorprendida; asfixiar ratas era terrible, pero hacerle daño a la
propia Elizabeth…
—Nos ha ayudado a Montgomery y a mí a escapar de la bestia, pero acaba
de desaparecer.
Elizabeth asintió.
—Bueno, seguro que está más a salvo que ninguno de nosotros. Y tú también
deberías volver a meterte entre las paredes. La bestia no tardará en volver para
controlarnos y no deberías estar aquí cuando lo haga.
—Si me permite, señorita —me dijo Balthasar con las manos entrelazadas—,
creo que sé cómo puede engañarle. Si consigue convencerle de que se ha ido de
la mansión en dirección a los brezales, él también abandonará la casa y usted
puede volver por los pasadizos y, quizá, ayudar a las demás señoritas a escapar.
Elizabeth pensó en ello.
—No es mala idea. Si consiguiéramos salir, hay un sótano oculto en el pajar,
que es donde lord Ballentyne escondía la cerveza de invierno. Allí estaremos a
salvo porque los animales enmascararán nuestro olor.
Crucé los brazos en torno al pecho para darme calor y pensé en lo que
acababan de decir. No teníamos muchas alternativas. Montgomery estaba herido.
Hensley había vuelto a desaparecer y, a juzgar por los moratones de la muñeca
de Elizabeth, cada vez era más impredecible.
Oí pasos en las escaleras mientras le daba vueltas a todo aquello. Lucy se
giró hacia mí.
—¡La bestia! ¡Corre, Juliet, a las paredes!
—¡No da tiempo! —comentó Elizabeth mientras miraba una de las mortajas
de los muertos y la levantaba—. Túmbate junto al cadáver. El olor a podrido
enmascarará el tuyo.
Me tiré al suelo y me metí debajo de la sábana. Intenté ignorar el cuerpo frío
y rígido que tenía al lado. Su olor era característico, pero no era ese olor dulzón
de la carne putrefacta, sino que olía más bien a sangre y hielo. Elizabeth acabó
de acomodar la sábana por encima de mí justo cuando se abría la robusta y
gruesa puerta de la capilla.
Los pasos se acercaron.
Capítulo Diecinueve
Me tapé la boca con la mano. Oía respirar a los demás y llorar a algunas de las
sirvientas más jóvenes, además de unos pasos fuertes. Esperaba oír el tap-tap-tap
de las garras de la bestia sobre el suelo de piedra, pero no fue así. ¿Habría
perdido las garras? Me preguntaba qué sería lo que había pasado en el interior de
ese cuerpo. La bestia había ganado, pero había tenido que pagar un precio.
—Bueno, bueno… —soltó mientras paseaba entre sus cautivos—. ¿Qué tal
estáis aquí? ¿Todavía no os habéis congelado? Qué pena.
—No puedes tenernos aquí el resto de la vida —le soltó Elizabeth—. No, al
menos si te gusta vivir en esta casa. Necesitarás a alguien que mantenga la
electricidad y alimente a los animales.
—¿Los animales? —dijo, mientras soltaba una carcajada seca—. Deberías
preocuparte más por tu destino. Decidme, ¿habéis recibido alguna visita
inesperada?
Por el rabillo del ojo veía a la persona con la que estaba compartiendo
sudario. Era una muchacha más joven que yo que tenía el cabello pelirrojo
brillante y el rostro lleno de pecas. El frío le había dejado abiertos los párpados y
tenía las córneas congeladas. Tenía también sangre seca en los labios. Cerré los
ojos.
—¿Visita? —dijo Elizabeth—. Aquí solo hay una puerta y tú eres el único
que tiene llave. —Hizo una pausa para darle dramatismo a la respuesta—.
¿Acaso ha venido alguien? No habrán venido Juliet y Montgomery, ¿verdad?
—¡Cállate! Lo único que debería preocuparte es no morir de hambre aquí
abajo.
—Esa es la cuestión —le respondió sin miedo—, nosotras nos moriremos de
hambre, pero tú también. Deja que salgan un par de sirvientas y se encarguen de
la cocina. Con lo que ellas cocinen no nos moriremos de hambre… ni tú
tampoco —dijo. Se hizo el silencio durante un buen rato y me desesperé por
saber lo que sucedía—. Venga, hombre, ¿qué vas a hacer, matar las ovejas y
comértelas crudas? No es una comida adecuada. ¿No preferirías unas chuletas de
cordero con romero y patatas con mantequilla de guarnición? McKenna hace
unas chuletas de cordero de lo más suculentas, te lo aseguro.
Me pregunté si Elizabeth se habría dado cuenta de lo mismo que yo, que la
bestia era más humana que antes. Semanas atrás, unas patatas asadas no le
habrían apetecido lo más mínimo. No era solo que le faltaran las garras, sino
también que había encerrado a Elizabeth y a las demás en vez de matarlas. ¿Se
debería a que había cierta humanidad en él? ¿Se podría razonar con él?
—Es una propuesta interesante, señora —dijo, aunque por su tono de voz
supe que se le hacía la boca agua—. Pero no conozco a sus sirvientas y, por
tanto, no confío en ellas. Prefiero ser yo quien elija a alguien.
Oí el ruido que hicieron sus botas al girar y, después, oí un grito de una de
las chicas… un grito que reconocí enseguida.
—Lucy —dijo con voz grave y seductora—, siempre has estado enamorada
de Edward, ¿verdad? Pues se ha ido, pero tenemos un parecido formidable.
Cuida de mí ahora. Acompáñame —dijo. Lucy gritó mientras la bestia la
arrastraba hacia la puerta—. Espero que sepas cocinar.
La puerta se cerró de golpe y oí cómo giraba la gran llave. Elizabeth me
quitó rápidamente la sábana de encima. Me levanté como una exhalación para
apartarme cuanto antes del cadáver de la pelirroja y resollé con fuerza para
recuperar el aliento. Me alejé hasta la pared, poniendo tanta tierra de por medio
con los cadáveres como me fue posible.
—Se ha llevado a Lucy —dijo Elizabeth.
—Ya. —Me apreté la frente con las manos intentando pensar—. Y correrá
peligro en cuanto la bestia sepa que no tiene ni idea de cocinar. Podría pagarlo
tanto con ella como con cualquiera de vosotras. Me da igual que ya no se
parezca a un monstruo porque, en cualquier caso, eso es lo que es —dije. Apreté
el puño con tanta fuerza que se me clavaron las uñas en las palmas.
Elizabeth abrió la puerta del pasadizo secreto y sacó una llave de un bolsillo
oculto de la enagua.
—He conseguido ocultársela a la bestia. Es la del laboratorio. Allí
encontrarás todo tipo de instrumental que puede usarse como arma. Nunca he
sabido si los pasadizos llevan hasta allí, por lo que tendrás que entrar por la casa.
Se acercó a McKenna y volvió con un pequeño costurero que me puso en la
mano.
—Para Montgomery.
—Gracias. Volveré a por vosotras en cuanto pueda.
Me interné por el pasadizo gateando, pero Elizabeth me tocó en el hombro.
—Juliet, espera. Si ves a Hensley, dile por favor que se ande con cuidado. Y
ándate con cuidado tú también; la bestia no es el único ser impredecible —dijo,
al tiempo que se llevaba la mano a la muñeca herida—. Como la mayoría de los
niños, Hensley tiene cambios de humor por cualquier cosa. Ahora bien, a
diferencia de la mayoría de ellos, tiene una fuerza sobrehumana. No siempre se
da cuenta de que está haciendo daño a un ser querido.
Tragué saliva, inquieta.
—Lo entiendo.
Seguí adelante hasta que el túnel se ensanchó un poco y, a la luz que entraba
por las junturas de las vigas, conseguí desandar las huellas polvorientas que yo
misma había dejado antes.
—¿Montgomery? —susurré tan alto como me atreví.
—Aquí —respondió con voz débil.
Gateé más rápido hasta llegar adonde estaba él. Se había resguardado en un
hueco que quedaba fuera de la vista y había dejado un rastro de gotitas de sangre
tras de sí. Le toqué el pelo, la cara y los brazos para asegurarme de que estaba
bien.
—Toma —le dije mientras le ponía en las manos el pequeño costurero—. Me
lo ha dado Elizabeth para tu hombro.
—¿Elizabeth? ¿Está viva?
—Todos están vivos. La bestia los ha encerrado en la capilla. —Hice una
pausa—. Ha cambiado, Montgomery. La bestia se ha mezclado con Edward y
ahora es más humana que antes.
En las sombras, no pude ver su expresión.
—¿Acaso cambia eso las cosas?
Cerré las manos con fuerza. Hay momentos en los que hay que ser
compasivo, pero este no era uno de ellos.
—No. Se ha llevado a Lucy. Si no lo detenemos, vete tú a saber lo que le
hará. Además, no estoy preocupada solo por ella. Tenemos que sacarlos a todos
de la casa para que tú y yo podamos enfrentarnos solos a la bestia. A Balthasar
se le ha ocurrido una idea. Si alguno de nosotros consiguiera atraerlo fuera de la
casa, el otro podría poner a salvo a las sirvientas por los pasadizos —dije. Fruncí
el ceño al fijarme en su herida—. Aunque me temo que tú tampoco puedes
ayudarme.
—Me ha dado en el hombro, no en las piernas. Puedo caminar. Me coseré la
herida y, después, me escabulliré de la casa y soltaré las cabras. Las olerá y
saldrá a investigar. Eso debería darte tiempo suficiente.
Asentí pensativa.
—Tenemos que acordar una señal para que sepas que todo el mundo está a
salvo y puedas atraer a la bestia de vuelta a la mansión —dije, mientras
tamborileaba con los dedos en la pared—. ¡El molino! Mancharé la lona de las
aspas de otro color a modo de señal.
—Es buena idea. Prométeme que, cuando los hayas puesto a todos a salvo, te
quedarás con Balthasar. Yo os protegeré.
Me cogió la mano. Entrelacé mis dedos con los suyos. ¿Y quién iba a
protegerlo a él?
—Venga, Juliet, ve, que te necesitan. Pero… —Me atrajo hacia él—, ten
cuidado.
Me besó y deseé quedarme así con toda la vida. Ninguno de los dos éramos
ángeles. Ambos habíamos cometido pecados que deberíamos reparar… pero mi
amor por él no había disminuido.
Dejó de besarme y dijo:
—Vete.
Gateé entre las paredes; fui subiendo por los antiguos cimientos y llegué a
otro hueco en el que encontré una escalera estrecha. Llevaba hasta una trampilla,
la cual daba a una habitación oscura que olía a animales: a pelo, heces y a paja.
Era la habitación secreta donde Elizabeth guardaba las ratas. Me sacudí el polvo
de las manos mientras estas empezaban a chillar, muy probablemente porque
pensaban que era Elizabeth, que les traía la comida.
—¡Chist! —les dije—. ¡Que me vais a delatar!
Tomé aire. Solo tenía que cruzar la habitación de Hensley, subir la escalera
de caracol y ya estaría en el laboratorio. Cerré los ojos para concentrarme en
escuchar pisadas. No se oía nada excepto los crujidos habituales de la casa y mi
propia respiración entrecortada. «Ahora o nunca».
Crucé la habitación corriendo y subí las escaleras tan rápido como pude,
agarrando con fuerza la llave de Elizabeth. Temía que la bestia me estuviera
siguiendo de cerca. Me lancé contra la puerta del laboratorio, la abrí, entré y la
cerré de golpe. No podía dejar de jadear. ¿Habría hecho demasiado ruido al
cerrarla? Fui a la ventana. El sol estaba en lo alto. Tan al norte, los días de
invierno eran demasiado cortos. No había ni rastro de Montgomery ni de la
bestia, pero las cabras estaban sueltas en el patio delantero. Montgomery ya
había llevado a cabo la mitad de su plan.
Me centré en los armarios del laboratorio. Sierras para cortar hueso, bisturíes
y escalpelos. Me hice con una cesta de mimbre y metí en ella todos los objetos
afilados que encontré. Cogía el instrumental como si fuéramos viejos amigos.
Cualquiera de aquellas herramientas, si se blandía de forma adecuada, podía
provocar una herida mortal. En un cajón encontré una pistola plateada. También
la metí en la cesta.
Cuando salí del laboratorio me sentí más segura. Desanduve mis pasos por
los pasadizos, evitando las antiguas trampas de lord Ballentyne el Loco, y miré
por rejillas y mirillas hasta que encontré la cocina. Allí estaba Lucy, sola junto al
horno, con uno de los libros de recetas de McKenna. Era evidente que estaba
perdidísima.
—Lucy —le susurré por la mirilla—. Aquí.
Abrí el panel lo suficiente como para sacar la mano. Chilló al ver la mano
saliendo por la pared, pero enseguida se repuso y se acercó corriendo.
—¡Juliet, menudo susto me has dado! —susurró.
—La bestia no ha vuelto, ¿verdad?
—Hace unos veinte minutos que he oído que alguien cerraba de golpe la
puerta principal…, creo que ha salido. Me ha dicho que prepare un banquete,
pero se ha llevado los cuchillos y todos los objetos afilados. ¿Cómo voy a pelar
las patatas? ¡Pero si casi no sé ni cómo es una patata sin cocinar!
—Tengo un plan. He cogido del laboratorio instrumental médico que podría
servirnos de arma, por lo que voy a equipar a todos los de abajo y a liberarlos
mientras la bestia está distraída. Cuando dé la señal, Montgomery la atraerá
hacia la casa. Balthasar y yo estaremos esperando aquí. En cuanto oigas ruido,
escóndete. En la despensa, debajo de las remolachas en conserva, hay un panel
que da a los pasadizos. Escóndete allí y espera que vaya a buscarte. No te
internes por los pasadizos porque podrías caer en alguna de las trampas de lord
Ballentyne. Toma.
Le tendí uno de los bisturíes por la mirilla. Lo cogió con tanta aprensión
como si se tratara de una de las ratas de Hensley. Puso cara de angustiada.
—Es culpa mía, ¿verdad? He sido una tonta al soltar las cadenas, pero es que
ha sido tan convincente… y era igualito a Edward. Para cuando me he dado
cuenta de que me había engañado, era demasiado tarde. Tenía un cuchillo no
muy distinto de este. Pensaba cortarle el cuello para que Elizabeth lo devolviera
a la vida curado, pero no he podido hacerlo.
Le apreté la mano.
—Considérate afortunada. Ser capaz de matar sin apenas planteárselo no es
algo bueno. Además, se habría liberado de una u otra manera. Esta confrontación
era inevitable.
Estudió su reflejo en el resplandeciente filo del bisturí.
—Como vuelva a presentárseme la oportunidad… no la desaprovecharé.
Aquella frase me dio escalofríos. No quería dejarla sola en aquella cocina
enorme, pero la bestia podía volver en cualquier momento. Montgomery no
podría distraerla para siempre.
—Tú tan solo recuerda que da igual el aspecto que tenga, ya no es Edward.
Volví a apretarle la mano, cerré el panel y me sumergí de nuevo en el mundo
de la oscuridad.
Capítulo Veinte
Se me empezaba a dar bien ir de un lado para el otro por los pasadizos, hasta el
punto que entendí por qué le gustaba tanto a Hensley. Cuando aprendí a
moverme con soltura sorteando los clavos y los escalones irregulares, me pareció
que estaba tan apartada del mundo que todo parecía posible.
Llegué hasta la puertecita que daba a la capilla y llamé con una melodía corta
que seguro que Balthasar reconocería —«Canción de invierno», que solía
cantarme mi madre—. En efecto, abrieron la puerta y fue su feísima y adorable
cara la que apareció.
—Tenemos que darnos prisa —dije.
Les enseñé la cesta con armas y se la tendí. Para las más pequeñas,
escalpelos, pues aquellos cuchillos harían que se sintieran a salvo, pero no se
lastimarían por accidente; para Elizabeth y McKenna, los bisturíes más grandes.
Elizabeth miró el suyo y, después de negar con la cabeza, echó mano a la cesta
para coger una pesada pinza de metal.
—Prefiero armas contundentes y potentes —dijo.
—¿Ha encontrado a la señorita Lucy? —me preguntó Balthasar con los
labios fruncidos en un gesto de preocupación.
—Está en la cocina. Le he explicado dónde debe esconderse si las cosas se
ponen feas. Ahora, voy a llevaros hasta la puerta de atrás y, desde allí, tendréis
que ir al pajar. Balthasar, quiero que tú vayas el último, por si acaso… —Hice
una pausa mientras observaba la entrada al pasadizo. Era muy estrecha y, por
tanto, resultaba imposible que él pudiera pasar por allí—. Aunque, creo que no
va a poder ser. Vas a tener que quedarte aquí. Montgomery o yo vendremos a
abrir la puerta en cuanto podamos.
Se rascó la nuca.
—No me gusta, señorita. Montgomery y usted ahí arriba, solos contra la
criatura…
Le sonreí e intenté parecer valiente, pero había algo en él que siempre hacía
que se me desmoronasen las paredes del alma. Me acerqué y le di un beso en la
mejilla.
—En la isla aprendí un par de cosas. Puedo ir de un lado para el otro de la
mansión sin que la bestia oiga nada en absoluto. Enseguida vuelvo.
Entré gateando por el pasadizo, seguida de Moira y de las más jóvenes;
cerraban el grupo Elizabeth y McKenna.
—Id por donde yo vaya —les pedí—. No toquéis las paredes si podéis
evitarlo, porque hay clavos sueltos. Y no os desviéis por los pasadizos: hay
algunos que se abren al vacío —dije. Estaba tan oscuro que solo veía sus ojos
abiertos de par en par a causa del miedo—. Venga, vamos.
Gateábamos al ritmo de la más lenta, una de las más pequeñas. Tenía tanto
miedo por lo que pudiera estar pasando fuera que el corazón me latía con fuerza.
La bestia podía haber descubierto a Montgomery, o peor, podía haber vuelto ya a
la casa. ¿Cómo reaccionaría si descubría que en la capilla solo quedaba
Balthasar?
Me llevé la mano al bolsillo, donde había guardado la pistola. Si se me
presentaba la oportunidad de disparar, no podía fallar.
Seguimos avanzando entre las paredes. Bajamos una escalera precaria y
pasamos por una zona de alcantarillado, donde por fin pudimos ponernos de pie.
La luz entraba parpadeando por una rejilla cuadrada que conseguí abrir con
ayuda de Elizabeth. Entró aire fresco. Fuera hacía muchísimo frío, pero después
de haber estado encerradas en la capilla, donde la temperatura era todavía más
baja, sentir el calorcito del sol era la gloria.
Pasé por encima de la rejilla y salté al otro lado. Observé con gran atención
si había alguien en los jardines del sur y en los páramos de más allá, pero no vi
el más mínimo movimiento. No sabía adónde habría llevado Montgomery a la
bestia, pero había funcionado.
—Elizabeth, ve pasándome a las niñas.
Fueron saliendo despacio, de una en una, y se sacudieron el polvo de la ropa.
—Nosotras seguimos a partir de aquí —me dijo mi tutora—. Haz lo que sea
necesario, pero ten cuidado.
—Sí.
McKenna y ella llevaron las niñas al pajar, al que fueron entrando de una en
una. Ahora que estaban a salvo, corrí hacia el molino, cuyas aspas giraban
bastante rápido gracias a la brisa de mediodía. Subí la escalera que había en uno
de los lados. Busqué en la cesta cuatro viales de tintura de yodo que Elizabeth
conseguía a partir de la remolacha y fui manchando las aspas con el líquido de
color rojo oscuro según pasaban. Cuando las miré, daba la impresión de que las
velas blancas estuvieran manchadas de sangre. Era una señal perturbadora, pero
efectiva.
Dejé la cesta, de la que cogí solo un cuchillo que me metí en la bota —en el
bolsillo llevaba la pistola— y fui hasta la puerta delantera, poco a poco,
protegiéndome los ojos mientras miraba hacia los brezales para ver si veía a
Montgomery. Quedaban pocas horas de sol. Deberíamos enfrentarnos a la bestia
antes de que cayera la noche, porque, sin electricidad, solo ella, cuyos sentidos
eran muchísimo mejores que los nuestros, sería capaz de ver.
Enseguida comprobé que mi señal había funcionado, porque Montgomery
apareció por la esquina de la mansión, corriendo todo lo rápido que podía sin
mover demasiado el hombro.
—¡Métete en la casa, que me sigue de cerca!
Abrí la puerta. La bestia dobló la esquina detrás de él, a unos siete metros.
Corría con torpeza, como si no estuviera acostumbrado a un restrictivo cuerpo
humano. Los ojos le brillaban de ira.
—¡Corre! —le grité a Montgomery.
Subió los peldaños de la escalinata de dos en dos con una mueca de dolor en
el rostro. Apreté el pomo con fuerza, como si así fuera a conseguir que llegara
antes. Por fin, cruzó la puerta y la cerré de golpe enseguida. En un segundo, la
bestia se estrelló contra ella, gruñendo de frustración.
—¡Hay más de una forma de entrar! —gritó desde el otro lado.
Me acerqué a Montgomery y le miré el hombro.
—¿Estás herido?
—Me ha golpeado una vez, pero sin las garras no es tan peligroso.
—No tardará en entrar por una ventana. Todos están a salvo en el pajar,
menos Balthasar, que sigue en la capilla. Ve a buscarlo y yo iré a por Lucy.
Luego, nos encontraremos aquí.
Mientras él iba dando tumbos hacia el sótano, me quedé allí, saqué la pistola
y comprobé que estuviera cargada. A continuación, fui a la cocina. Estaba vacía,
exceptuando el cesto de patatas, que Lucy ni había tocado, y una serie de ollas y
sartenes tiradas por el suelo; debía de haberlas dejado allí para que el ruido la
advirtiera si entraba alguien.
—¿Lucy? —la llamé. No me respondió. Abrí la puerta de la despensa—.
Lucy, ¿estás ahí?
Se oyeron cristales rotos, aunque no sabía dónde, y me di la vuelta. Seguro
que había sido la bestia, para entrar en la casa, lo que significaba que no me
quedaba mucho tiempo. Me agaché frente a la trampilla y la aporreé.
—¡Lucy, responde!
Nada. Empecé a preocuparme. ¿Adónde habría ido?
De pronto, unas manos me cogieron los tobillos y me sacaron de la despensa
con muchísima fuerza. Grité y braceé intentando encontrar algo a lo que
agarrarme, pero los azulejos no eran una buena superficie. En cuanto estuvimos
en la cocina, mi agresor me soltó de golpe y me di la vuelta como pude para ver
de quién se trataba. ¡La bestia!
Tenía una expresión más viva y misteriosa que nunca. Habían creado a aquel
ser a partir de la sangre de Montgomery, pero jamás había visto similitudes entre
ellos. Ahora, en cambio, veía algo que me recordaba a él. No fue la forma de la
nariz ni la separación de las orejas, sino algo en los ojos, en lo más profundo de
ellos, y aunque solo fuera por un instante fugaz, olvidé a quién tenía delante.
Saqué la pistola a toda prisa y le apunté con ella.
—No te acerques.
Ladeó la cabeza. No estaba preocupado. Oí una voz extraña en mi cabeza
que me susurraba que nunca había tenido una apariencia tan humana.
—¿Por qué no me atacas?
—¿Por qué no me disparas tú?
Volví a apuntarle. Aquello no era más que otro juego para él: me dejaba
atisbar en él un rastro bien calculado de humanidad para confundirme y, luego,
cuando yo empezara a dudar, hacerme pedazos. Apreté los dientes. Le apunté
entre las cejas, a ese cerebro enfermo que era el origen de todo. Lo tenía a tres
metros. Era imposible fallar. Sin embargo, mi dedo era incapaz de apretar el
gatillo.
—¿Y bien? —dijo acercándose un paso más, como si quisiera facilitarme el
tiro—. Ahora que me tienes delante, matarme ya no te resulta tan sencillo, ¿eh?
Porque, sin mí, no hay nada más siniestro que tu propio corazón. Siempre he
sido más cruel que tú. Sin mí, te quedarás sola y tendrás que enfrentarte a tu
propia capacidad para hacer el mal.
—Cállate —le siseé mientras amartillaba el arma.
Le ordené al dedo que disparara. «Está jugando contigo. Diría lo que fuera
para que le perdonaras la vida». Por mucho que lo intenté, no pude apretar el
gatillo. En cierta manera, por terrible que fuera, estaba de acuerdo con lo que
acababa de decir. La presencia de la bestia hacía que yo no fuera la persona más
violenta de la cocina, ni la más sombría. Además, era Edward quien me estaba
mirando… y tal vez un poco de Montgomery. Incluso había un poco de mí en él.
—No puedes hacerlo, ¿eh? —dijo.
Detecté en su voz un tono de compasión que jamás había percibido antes.
De pronto, uno de los armarios se abrió y Lucy salió de él con el bisturí en la
mano. En ese instante entendí por qué había ollas y sartenes por el suelo: las
había sacado del armario para tener un sitio donde esconderse.
Se lanzó contra la bestia.
—Puede que ella no, ¡pero yo sí!
Capítulo Veintiuno
Lucy le clavó el bisturí en el cuello a la bestia antes de que pudiera reaccionar.
Me quedé helada. ¿De verdad era aquella mi amiga, la muchacha a la que todo le
asustaba, la que nunca se había atrevido siquiera a pisar una araña?
—¡Tendría que haberlo hecho la primera vez! —gritó.
Le hundió aún más el instrumento quirúrgico y la sangre empezó a caer al
suelo, pero él consiguió quitarse a Lucy de encima. Grité cuando se apartó y le
quitó a Lucy el cuchillo, que cayó al suelo y rebotó con un sonido metálico.
En ese momento, Montgomery y Balthasar aparecieron armados en la
entrada de la cocina. Por un instante, Montgomery puso cara de sorpresa, pero el
gesto desapareció enseguida. Era un cazador experimentado y enseguida apuntó
a la bestia.
Esta se tapó la herida del cuello con la mano y salió tambaleándose por la
puerta de atrás hasta el invernadero. Balthasar salió corriendo tras él, mientras
Montgomery se arrodillaba a mi lado.
—¿Estás herida?
Negué con la cabeza.
—Date prisa. Si va al pajar, podría encontrar a las niñas.
Se oyó un bramido proveniente del invernadero que interrumpió mis palabras
y todos giramos la cabeza de golpe.
—¡Es Balthasar! —gritó Lucy.
Los tres corrimos hasta el invernadero. De camino, solo se me ocurrían
situaciones terribles, como que la bestia le hubiera clavado un cuchillo a
Balthasar en las tripas y lo hubiera abierto en canal como a sus víctimas
londinenses.
Montgomery fue el primero en llegar y se paró en seco. Cuando lo alcancé y
vi lo que pasaba, me llevé la mano a la boca.
—Dios bendito.
Balthasar estaba de pie en uno de los lados del jardín, entre dos estatuas
blancas, una de un ciervo y otra de un zorro. No tenía ni un rasguño, aunque
jamás había visto tal cara de susto. Rugió de nuevo, pero no de dolor, sino de
miedo.
La bestia yacía en el centro del invernadero, en un charco de sangre que cada
vez se hacía más grande. No era necesario verle la cara para saber que estaba
muerta. Había visto suficientes cadáveres a lo largo de mi vida como para
reconocer un pecho que no respira, unos miembros que cuelgan sin vida.
Frente a ella, muy quieto, estaba Hensley. Tenía los brazos manchados de
sangre hasta el codo, pero también salpicaduras y restos de carne alrededor de la
cara y del cuello de la camisa. En las manos sujetaba el corazón de la bestia, rojo
y goteante.
Nos miró calmado y se pasó el dorso de la mano por la mejilla, para
limpiársela de sangre.
—Estaba cansado de él. No era nada divertido —comentó.
Acto seguido, tiró el corazón al suelo, que salpicó al caer sobre el charco de
sangre.
Un escalofrío de terror me recorrió la columna, vértebra a vértebra. Estaba
convencida de que no existía criatura más peligrosa que la bestia, pero ahora
yacía muerta a mis pies, derrotada con suma facilidad por un chiquillo que había
muerto tres veces. Cuando miré a Montgomery y a Lucy, vi que ambos estaban
tan pálidos como yo.
Hensley me miró.
—Bueno, ¿ahora ya me puede leer un cuento?

Sentada en uno de los sofás verdes de terciopelo, observé ponerse el sol desde
las ventanas de la biblioteca de Ballentyne. Aún estaba vestida con mis ropas
ensangrentadas y le leía a Hensley un cuento del folclore escocés. Me temblaban
las manos según pasaba las páginas y también la voz al leerlo. Montgomery
estaba sentado frente a mí con la pistola plateada escondida en la chaqueta y
apuntando a Hensley por si acaso, de pronto, cambiaba de humor.
Acabé la historia y el niño se arrebujó contra mí con ojos somnolientos.
—Otra, por favor.
Miré a Montgomery, que asintió con solemnidad. Seguí leyendo. Después de
aquella sorprendente muestra de violencia, habíamos decidido hacer lo que nos
pidiera mientras Lucy y Balthasar iban a buscar a Elizabeth. No sabía qué pensar
de aquel niño que se acurrucaba a mi lado. Observándolo mientras escuchaba un
cuento para irse a la cama, era difícil imaginar que fuera capaz de cometer un
acto de tamaña violencia.
Oí pasos que se acercaban a la puerta y Elizabeth entró con cara de susto. Lo
más seguro era que Lucy le hubiera explicado lo sucedido. Moira la seguía de
cerca. Se acercó apresuradamente hasta donde estábamos y cogió a Hensley en
brazos.
—Bueno, cariño, ya basta de cuentos por ahora —le dijo, intentando que no
se le notara la preocupación en la voz—. Mira lo sucio que estás. Moira te va a
dar un baño y, luego, te leerá todas las historias que quieras.
Le pasó al chiquillo somnoliento, que seguía dando cabezadas y frotándose
los ojos con el puñito. Hasta que no se fueron de la biblioteca y cerraron la
puerta, no respiré tranquila.
—Maldita sea, Elizabeth, no nos dijiste que fuera tan peligroso.
Me miró con dureza.
—Os ha salvado la vida, ¿no?
—Pero tú no has visto qué cara tenía. Ha matado a la bestia en un arrebato
porque no le divertía. Le ha arrancado el corazón del pecho como si estuviera
quitando malas hierbas.
Elizabeth se tocaba el cuello de la blusa mientras iba de un lado para el otro.
—No lo hace con malicia. A nosotras nunca nos ha hecho daño a propósito.
—Siempre que hagamos lo que quiere —le dije—. ¿Y si nos negamos a
jugar con él o a leerle cuentos? —pregunté, mientras le miraba los cardenales
que tenía en la muñeca.
Elizabeth se bajó la manga de la blusa con aire nervioso.
—Llevo quince años lidiando con él. Soy muy capaz de controlarlo. Voy a
poner a dos sirvientas para que lo vigilen noche y día. Mientras, le he pedido a
Lily que limpie la cocina y el invernadero, y que se encargue del cadáver de la
bestia. Deberíais cambiaros, estáis llenos de sangre.
Lucy se miró el vestido como si ni siquiera se hubiera dado cuenta.
—Quiero ayudar —dijo con voz temblorosa—. Con el cadáver. Antes era
Edward, y lo mínimo que puedo hacer por él es encargarme de su cuerpo.
Se dirigió hacia la puerta.
—Lucy, espera —le dijo Elizabeth—. Todavía tenemos que hablar de un
asunto y tú eres parte importante de él —dijo. Luego se volvió hacia
Montgomery y hacia mí—. En la capilla, Balthasar me ha contado lo que
sucedió cuando perseguíais a Valentina.
Intercambié una mirada con Montgomery.
—Murió en un accidente. Nosotros no la matamos.
—Y os creo. Su muerte es desafortunada, porque era parte esencial de esta
casa. Se lo diremos a las más pequeñas cuando sea el momento adecuado;
aunque, ahora mismo, me preocupa mucho más el señor Radcliffe. Balthasar me
ha dicho que es él quien os está buscando. ¿Estáis seguros de que no os ha
seguido hasta aquí?
—Del todo —respondió Montgomery—. Balthasar habría olido los caballos
si nos hubieran perseguido. No podremos acercarnos a ninguna ciudad durante
unos meses, quizás incluso durante uno o dos años, pero es un precio muy bajo a
cambio de estar a salvo.
Lucy se había estremecido al oír el nombre de su padre.
—¿Es mi padre quien nos persigue?
La miré con preocupación.
—Oh, no sabes cuánto lo siento. No quería que te enteraras. No te preocupes,
lo despistamos en Inverness. Sigue sin saber dónde está la mansión.
—Pero… en el artículo que escribió en el periódico… dice que se arrepiente
de haberse asociado con el King’s Club… que fue un error por su parte.
—Tenemos la sensación de que está intentando limpiar su nombre para que
nadie sospeche de sus verdaderas intenciones —comentó Montgomery.
—¿Sus verdaderas intenciones? —repitió Lucy, que se había puesto pálida.
—Venganza, suponemos. Porque matamos a sus colegas.
—Pero, ¿y eso de que mi madre y él estaban preocupados por mí? ¿No
podría ser ese el motivo de que nos esté buscando?
—No lo creo —respondí con suavidad—. Yo diría que solo pretendía atraerte
y que nos delatases. Lo siento. Sé cómo debes sentirte. Mi padre también usaba
el cariño para manipularme.
Cruzó los brazos por encima del vestido ensangrentado, como si se negara a
creerlo.
—Entonces, ¿les da lo mismo lo que haya sido de mí? —dijo.
Se pasó una mano por el pelo, que tenía todo revuelto, y salió corriendo al
pasillo mientras ahogaba un sollozo. Quise correr detrás de ella, pero
Montgomery negó con la cabeza.
—Dale tiempo. Tiene que asumir acontecimientos y situaciones muy duros.
Elizabeth, con las manos un poco temblorosas, cogió la botella de ginebra y
se sirvió un vaso.
—Pobrecita —dijo. Luego bebió un trago, cerró los ojos y se apoyó en las
estanterías—. Todavía me cuesta creer que Valentina os delatara. Pensaba que la
conocía mejor. Aun así, le organizaremos un funeral. Y también a la bestia;
bueno, supongo… aunque fuera un monstruo.
—No —dije—. Vamos a llorar el fallecimiento de Edward, no la muerte de
la bestia. Era por Edward por quien nos preocupábamos; en especial, Lucy. Ya
has visto que está rota de dolor… —dije.
Me quedé callada y ladeé la cabeza hacia la puerta por la que había salido
esta.
Estaba molesta por lo que le habíamos contado de su padre, sí, pero no había
dicho ni una palabra de Edward. Me parecía muy raro que, dado lo enamorada
que estaba de él, no estuviera llorando porque había muerto.
Sentí un cosquilleo detrás de la oreja, como si hubiera tenido un idea. O,
mejor dicho, como si empezara a albergar una sospecha. En todo momento, mi
amiga había querido que Edward muriera para curarle y reanimarlo más tarde.
Había admitido que le había soltado las cadenas y que tenía pensado cortarle la
garganta mientras dormía. Eso había sido antes de que la bestia se desmandase,
claro, pero la cuestión era que había conseguido lo que pretendía: Edward estaba
muerto. Justo lo que ella quería.
¿Cabía la posibilidad de que aún quisiera devolverlo a la vida? Negué con la
cabeza para sacudirme pensamientos tan sombríos. No, Lucy no podía estar
pensando en actuaciones tan extremas. Entonces, ¿por qué estaba haciéndolo yo?
—En lo que respecta a Radcliffe —empezó a decir Elizabeth—, lo conozco
un poco y no es una persona que se dé por vencida con facilidad. Yo diría que
ahora reanudará la búsqueda con vigor renovado. Deberíamos enviar a alguien
para que averigüe qué está planeando y se asegure de que no descubre nuestro
paradero —dijo. Miró por la ventana, hacia los campos del sur, donde habíamos
celebrado la Noche de Reyes—. Creo que deberíamos enviar a Jack Serra. Tiene
talento para escabullirse entre las sombras. Los suyos se marcharon hace unos
días, pero no creo que estén más allá de Galspie. Carlyle puede enviarle un
mensaje.
—¿Jack Serra? —dijo Montgomery con el ceño fruncido.
—Es uno de los artistas ambulantes de la compañía de teatro —le explicó
Elizabeth—. Puede que no lo reconocieras en torno a la hoguera. Las compañías
como la suya siempre están de un sitio para el otro en esta época del año. Seguro
que puede colarse en Londres sin llamar la atención y enterarse de qué está
tramando Radcliffe.
Montgomery y yo intercambiamos una mirada y él asintió.
—Pues hazlo, y agradéceselo de nuestra parte.
—Voy a ver qué tal está Hensley. Y, por amor de Dios, daos un baño. Comed
algo e iros a dormir —dijo. Abrió la puerta, pero se quedó quieta—. Siento
mucho lo de Edward —añadió, para después aclararse la garganta—. Y sé que
esto suena un tanto trivial ahora mismo, pero la modista de Quick ha enviado
varios pares de zapatos a juego con el vestido que te está haciendo para que te
los pruebes. Mañana te los llevarán a tu habitación.
Se marchó y cerré los ojos con fuerza.
Una boda, un funeral y el padre de mi mejor amiga peinando el campo para
darnos caza y vengarse de nosotros.
—Pensaba que vivir en Ballentyne sería sencillo —comenté.
Montgomery se me acercó y me dio un beso en la sien.
—Y lo será, pero todavía no.
Capítulo Veintidós
A lo largo de los siguientes días, el desánimo se apoderó de la casa. Las
sirvientas estaban acostumbradas a los experimentos extraños —de hecho,
muchas de ellas tenían cicatrices que les había dejado Elizabeth al operarlas—,
pero no estaban preparadas para la bestia. Intenté explicarles que su cuerpo lo
habitaban dos almas, una buena y la otra mala; pero, claro, no habían conocido
al mismo Edward que yo.
Montgomery se volcó en el trabajo para evitar pensar en la muerte de
Edward. La pértiga del carro se había estropeado cuando volvíamos de
Inverness, y le puso clavos, uno tras otro, hasta que le sangraron las manos. Lucy
también siguió a lo suyo, como si la muerte de Edward no la afectase; ayudaba a
las sirvientas más pequeñas y seguía con las clases de lectura de Balthasar. La
observé con atención en busca de síntomas de pena, pero no vi nada, cosa que
aún me inquietó más.
Celebramos un funeral en la capilla. McKenna bajó por cortesía, con sus
gruesas botas de goma, pero se quedó en la puerta, como si tuviera miedo de que
su presencia fuera a molestarnos. Formamos un círculo alrededor del cuerpo
amortajado. Elizabeth había reparado el cadáver para que estuviera presentable:
le había metido el corazón en la cavidad torácica y le había cosido las heridas.
Lucy se mordía las uñas. Creía que lo normal sería que se pusiera histérica, pero
ni siquiera tenía los ojos enrojecidos.
Balthasar sacó algo del bolsillo del chaleco y lo puso sobre el pecho
amortajado de Edward. Era una flor de papel hecha con torpeza, pero dulce e
infantil.
—Es un gesto precioso —le dije.
—Me enseñaron a hacerlas los comediantes.
Me fijé en la flor y me quedé sorprendida. Era raro que Balthasar entablara
conversación con nadie, ni siquiera con borrachos, vagabundos y trapisondistas.
McKenna sacó una Biblia y Balthasar se ofreció para recitar unos pasajes.
Pasaba las páginas con esos dedos enormes y toscos, pero lo hacía de forma
delicada y leía con voz firme.
—Ayúdanos a encontrar la paz en tu querida gracia —leyó mientras seguía
las palabras con el dedo— y alúmbranos para que salgamos de la oscuridad.
«¿Qué tiene de malo la oscuridad? —resonó la voz de la bestia en mi cabeza
—. Sin oscuridad, tampoco hay luz. Sin mí, no existe Edward. Sin tu padre, no
existirías tú».
Sentí un escalofrío.
Después del funeral, recorrí la casa de un lado para el otro hasta que todo el
mundo se hubo ido a la cama, y entonces llamé a la puerta de Montgomery.
Estaba ya acostado, leyendo a la luz de las velas, pero nada más ver la expresión
de mi rostro, cerró el libro.
—¿Qué te sucede?
Me pellizqué el puente de la nariz mientras me sentaba al borde de la cama.
—Lo que ha leído Balthasar en el funeral me ha hecho pensar. Mi padre
podría haber salvado a Edward, lo sé. No te lo había contado, pero dejé que un
adivino me leyera el futuro: Jack Serra. Me aseguró que estaba destinada a
seguir los pasos de mi padre. Creo… que tenía razón. Si lo hubiera hecho, yo
también podría haber salvado a Edward.
Me di la vuelta, con miedo de que mi confesión alejara a Montgomery aún
más de mí. Por el contrario, me acarició el pelo.
—Es un adivino, nada más. Ya sabes cómo trabaja esa gente. Dicen algo
vago y dejan que seas tú quien le busque significado.
—Sí, lo sé, pero esa es la cuestión. Con lectura de mano o sin ella, mi padre
significa algo para mí. No puedo negarlo. Hasta los últimos años no se volvió
loco. De hecho, era un científico brillante.
La fuerte mano de Montgomery me pasó un mechón suelto por detrás de la
oreja.
—Lo recuerdo. Yo también lo quería, ya lo sabes. Pero también era un
monstruo.
—¿Crees que…? —Me quedé sin voz—. ¿Crees que yo también soy un
monstruo?
—Por supuesto que no —susurró—. Puede que no haya estado de acuerdo
con todas las decisiones que has tomado, pero no me casaría contigo si pensara
que lo eres.
—Lo de devolver a la vida a aquellas criaturas y dejar que matasen a los
hombres del King’s Club… —Volví a quedarme sin voz—. Me pareció bien,
Montgomery. Estaba haciendo justicia. Me sentí poderosa.
Dejó de acariciarme. Aunque mi padre lo había educado para que fuera su
sucesor, él había conseguido resistirse a la tentación de seguir sus pasos. Yo no
había sido tan fuerte.
—Lo sospechaba —dijo con tranquilidad—. Es lo que más miedo me da.
Se acarició con gesto distraído la cicatriz de la punta del dedo, que era por
dónde había extraído mi padre la sangre para crear a Edward.
—Lo siento —susurré—. Siento muchísimo lo que hice en el King’s College
y siento lo que le sucedió a Edward. Sé que también es duro para ti. Edward y tú
no habéis tenido oportunidad de trataros como hermanos.
Me miró sorprendido. Ni siquiera estaba segura de que se hubiera permitido
sentir pena. Cuando habían asesinado a Alice, su amiga, en la isla de mi padre,
se había puesto furioso. Ahora intentaba cuidar de mí, pero yo no era la única
que lo estaba pasando mal.
Se miró la punta del dedo.
A la luz de la vela, parecía tener el pelo de oro. No pude evitar acariciárselo.
¿Qué más daban unos pocos secretos cuando la muerte estaba tan cerca?
—Te amo —le susurré—. Siento lo que he hecho. Siento las peleas, las
discusiones.
Le acaricié la mejilla y sentí el duro hueso de su pómulo. Era difícil creer
que el muchacho al que amaba era de carne y hueso, y que tenía un corazón en el
pecho. A nuestro alrededor, los sonidos de la casa retumbaban con fuerza, como
el latido de mi corazón. Lluvia en las ventanas, fisuras asentándose. Cerró los
ojos.
—Yo también te amo.
Me incliné sobre él y le di un beso. Su mano, grande y fuerte, encontró la
suave combinación de seda alrededor de mi cintura. Cada vez que nos
besábamos me sentía de una manera diferente. Nueva. Todavía teníamos mucho
que aprender el uno del otro, para bien o para mal, y quería pasar la vida
descubriéndolo.
—Tenía tanto miedo de que la bestia te matase —me susurró en la mejilla—.
Nunca debería haberte dejado sola.
Acaricié su pecho desnudo con la punta de los dedos. Su bronceado había ido
disminuyendo con el paso de las semanas, pero la historia de la isla estaba
escrita en cada una de las cicatrices y rasguños que tenía en la piel. Un día,
cuando esto acabara, las cicatrices no serían sino recuerdos que estaría en
nuestra mano olvidar.
Me soltó la trenza y me pasó los dedos por los mechones.
—Puedo cuidar de mí misma. Sé disparar un arma y usar un cuchillo. Sabes
que no me vas a perder.
Se quedó quieto y me miró a los ojos.
—Hay más de una manera en la que podría perderte.
Oí, en la cabeza, unas voces que me recordaban entre susurros lo que había
sucedido en el laboratorio del King’s Club, en Londres: cómo había devuelto a la
vida a las criaturas de los tanques con una determinación rayana en la locura, y
cómo había sentido la misma emoción en el laboratorio de Elizabeth, con la rata
reanimada. ¿Conocería Montgomery el lazo que me había unido a la bestia?
¿Sabría que, en el último instante, no había sido capaz de apretar el gatillo?
Volví a besarle. Esa vez, no con tanta delicadeza. Buscó con la mano la curva
de mi cintura y frunció la tela, mientras con la otra mano me levantaba el
dobladillo para acariciarme la rodilla. Una oleada de electricidad me recorrió el
cuerpo. Mi cabeza no dejaba de pensar en cosas que solo me había atrevido a
soñar por las noches.
—Tanta muerte —dijo—. Lo único en lo que podía pensar durante el funeral
era en quién de nosotros será el siguiente. —Tragó saliva y, cuando volvió a
hablar, lo hizo conteniendo la respiración—: No esperemos hasta primavera,
Juliet. He querido casarme contigo desde la primera vez que te vi en Londres, en
aquella habitación de El Jabalí Azul, tirando a Balthasar unos bizcochos secos.
Casémonos antes. La semana que viene. Podría ser una ceremonia sencilla. Lo
que tú quieras.
Le puse la palma de la mano en el pecho.
—¿La semana que viene?
—Con la vida que llevamos, ¿quién sabe lo que nos pasará mañana?
Tenemos que ser felices mientras podamos. —Se quedó callado—. A menos que
hayas cambiado de parecer, claro está.
Se me relajó el corazón.
—Claro que no.
Miré el anillo de plata que llevaba en el dedo anular. Montgomery y yo
deberíamos contarnos muchas cosas antes de que nuestra relación fuera sólida.
Los secretos que nos guardábamos, la locura que me había poseído durante la
masacre del King’s Club… Pero, ¿qué era más importante, nuestro amor o los
secretos?
Giré el anillo.
—Pues la semana que viene.
Besó el anillo que yo llevaba en el dedo y esgrimió una sonrisa.
—En ese caso, dentro de pocos días serás la señora de James.
Me comía con la mirada y se detuvo en mi hombro desnudo. Al día siguiente
anunciaríamos la boda y llenaríamos de alegría aquella mansión melancólica.
Por mucho que el futuro fuera incierto, al menos lo afrontaríamos juntos.
Capítulo Veintitrés
Elizabeth concentró toda su atención al día siguiente en vigilar a Hensley por si
acaso daba muestras de haberse vuelto más violento. Su cuerpo no envejecía,
pero se deterioraba. Admitió que le había reemplazado el hígado —que era lo
primero que había empezado a fallarle— en dos ocasiones, y el corazón, en una.
En ese momento era el cerebro lo que nos preocupaba; cabía la posibilidad de
que se le estuviera degenerando la materia gris y que eso estuviera llevándolo a
comportarse de forma irracional. Después de la bestia, lo último que
necesitábamos era otro loco.
Lo único que iluminaba nuestra vida era la inminente boda. A McKenna fue
a quien más ilusión le hizo el cambio de fecha y se puso con los preparativos a
todo correr; les pidió a las más jóvenes que fueran a los páramos en busca de
plantas bonitas, y se pasó la mañana haciendo pasteles para que eligiéramos el
que más nos gustaba.
—Me he tomado la libertad de elegir mis tres recetas preferidas —nos dijo
—. Bueno, de entre aquellas para las que hay ingredientes en esta época del año.
Venga, díganme cuál prefieren para el gran día.
Desde el funeral de Edward, me había sentido como si me faltara un pedacito
de corazón, pero, por no hacerle un feo, cogí un tenedor y probé el pastel de
chocolate. Tuve que reconocer que estaba delicioso. También probé un poco de
los otros dos. Cuando Montgomery y yo nos miramos por encima de los
pasteles, sonreí por primera vez en varios días.
—¡Oh, después de la muerte del pobre señor Prince y de Valentina, este
debería ser un día especialísimo para la mansión! —dijo McKenna, que
parloteaba como una gallina clueca—. Nadie se ha casado en la mansión desde
que contrajo matrimonio la madre de Elizabeth, hace cosa de cuarenta años. No
era más que una niña, no mucho mayor que Moira ahora mismo. Un duque
londinense vino para entregar a la novia. Era un tío lejano. Llegó con unos
caballos preciosísimos; nunca los habíamos visto tan bonitos —comentó para sí,
rememorando tiempos pasados.
Sus palabras me dieron una idea.
—Si me disculpáis, tengo que hacer un recado.
Antes de que pudieran reaccionar, le di otro mordisco a uno de los pasteles y
me lo tragué mientras salía de la casa y cruzaba el patio.
—¿Balthasar? —dije, al tiempo que asomaba la cabeza en el establo—.
¿Estás aquí?
Oí un canturreo apagado en el guadarnés. «Canción de invierno», la canción
que me cantaba mi madre. Balthasar salió de la habitación con una vara curva de
pastor, pero dejó de tararear y se ruborizó en cuanto me vio.
—Hola, señorita. Perdone que estuviera cantando. Sé que debería estar de
duelo, pero es que a las cabras les gusta mucho la música —dijo, mientras le
rascaba a una cabra detrás de la oreja—. Me alegro de verla fuera de la casa,
tomando el aire. Después del funeral, tenía miedo de que la señorita Lucy y
usted permanecieran encerradas durante días.
—Supongo que la vida en la mansión debe continuar, con Edward o sin él —
dije, al tiempo que observaba cómo le daba de comer a la mula de Carlyle—. Es
muy considerado por tu parte que ayudes con los animales.
—No me importa. Me gusta estar ocupado. Y, exceptuando a Moira, a las
muchachas no les gusta ensuciarse las manos. A Moira le gustan los caballos. En
especial, ese alazán grande —dijo. Me quedé sorprendida cuando me tendió un
manojo de zanahorias—. Écheme una mano, señorita. Si la vida en la mansión
ha de continuar, también debe hacerlo la suya.
Cruzamos hasta el establo bajo una lluvia fina. Balthasar olía un poco a
humedad, como Sharkey después de que hubiera estado correteando por los
brezales cubiertos de rocío. Era un olor que había acabado por gustarme.
—Por eso he venido. Por lo de tener que seguir adelante después de lo de
Edward. Balthasar, ¿podría pedirte un favor?
—Claro, señorita.
—Es por Lucy. Se está haciendo la valiente, pero sé que la muerte de Edward
tiene que estar destrozándola por dentro. Le caes tan bien que me gustaría saber
si podrías cuidar de ella: intentar que salga a tomar un poco de aire, ayudarla a
que le enseñe a Sharkey algún truco más.
Se irguió, orgulloso.
—Por supuesto, señorita.
Llegamos a las conejeras y abrí la primera para que Balthasar dejara las
zanahorias marchitas, que acercó al conejo nervioso.
—Toma, amiguito, hoy es un día especial.
Fuimos a la siguiente y Balthasar siguió con su forma amable de darles de
comer. Pensé en lo diferente que se comportaban Hensley y él con los animales.
El niño creía que se preocupaba por sus mascotas pero no se daba cuenta de que
las asfixiaba de tanto que las quería. Balthasar, en cambio, sabía muy bien la
enorme fuerza que tenía pero era capaz de usarla con moderación.
Cuando acabamos de dar de comer a los conejos, se despidió tocándose el
sombrero y dio media vuelta para volver al establo.
—Balthasar, espera. Decirte lo de Lucy no era la razón principal por la que
he venido a verte —dije. Había empezado a llover más fuerte y nos refugiamos
en el alero del pajar. Me sequé la cara con la mano—. Montgomery y yo hemos
decidido no esperar a primavera para casarnos. De hecho, vamos a hacerlo la
semana que viene. Una ceremonia íntima; los residentes de la mansión.
Abrió los ojos de par en par. Antes de que me diera tiempo a seguir
hablando, me dio un abrazo de lo más cálido. Su reconfortante olor a humedad
desató en mí una oleada de emociones y me apoyé en él al tiempo que cerraba
los ojos y deseaba que aquel momento durara.
—Me alegro, señorita. Es una buena noticia.
—Tengo que pedirte otro favor. La tradición dice que debe ser el padre de la
novia quien la lleve al altar —dije. Estaba tan emocionada que tuve que tragar
saliva—. Me gustaría que tú hicieras los honores.
Volvió a abrir como platos sus enormes ojos marrones y se apoyó en uno y
otro pie mientras se rascaba la nuca.
—¿Yo, señorita?
—Mi padre está muerto y no tengo familia, así que me gustaría que me
acompañara un buen amigo.
Esbozó una amplísima sonrisa. Volvió a abrazarme y sentí que se me iba el
frío, que me reconfortaba. Yo también lo abracé. Balthasar era la bondad
personificada, con sus grandes músculos y su olor a perro. No todo lo que
hubiera sido creado en un laboratorio tenía por qué ser una abominación. A
veces, podía incluso convertirse en un gran amigo.
Perdí la cuenta del tiempo que pasé con Balthasar en el establo, ayudándolo a
limpiar y pensando en la boda, mientras Sharkey dormía junto a las escaleras de
madera del altillo. Fue un rato muy tranquilo, hasta que me fijé en que se ponía
un poco tenso y soltaba un rugido grave.
Me di la vuelta y vi que Hensley estaba en la puerta, solo, quieto, acariciando
a su rata.
Me alarmé. ¿Dónde estaba Elizabeth? ¿Dónde estaban las chicas que se
suponía que tenían que cuidar de él? Nos miraba con aquel ojo blanquecino
como si nos traspasase. A punto estaba de agacharme a coger el cuchillo que
llevaba escondido en la bota cuando Lily apareció corriendo, justo detrás de él.
—¡Ya te he encontrado! —dijo, como si hasta ese momento hubieran estado
jugando, pero era evidente que había miedo en su tono de voz—. Hensley,
recuerda que no puedes salir corriendo. Moira se ha asustado.
—Moira me ha dicho que tenía que echar la siesta, pero no me apetecía.
—Ya, pero se te olvida la fuerza que tienes y les has hecho daño, aunque
haya sido sin querer.
Se encogió de hombros.
—Mamá la curará. Mamá lo cura todo.
Miré a Lily por encima de Hensley y vi miedo en sus ojos.
—Balthasar, ¿por qué no acompañáis Lily y tú a Hensley a la mansión? Yo
iré a ver a Moira. ¿Está bien?
—Creo que sí, señorita —respondió Lily—. La señora está con ella en la
torre.
Volví apresuradamente a la casa y subí corriendo la escalera de caracol.
—¿Elizabeth? —dije, al tiempo que llamaba a la puerta del laboratorio.
Oí voces amortiguadas al otro lado y, al rato, pasos. Alguien abrió la gruesa
puerta de madera. Elizabeth se relajó al ver que era yo.
—Ah, Juliet, estoy acabando con Moira. Hensley y ella han reñido. Pasa.
¿Que habían reñido?
Entré y cerré la puerta. La chica estaba sentada en la mesa de operaciones de
espaldas a mí y con las manos en el regazo. Me fijé a toda prisa en sus manos,
sus orejas y sus pies, porque tenía curiosidad por saber qué parte del cuerpo le
había dañado Hensley. ¿Le habría roto un dedo? ¿Tendría una magulladura en la
garganta? Cuando empecé a rodear la mesa, la muchacha me miró y ahogué un
grito.
El ojo derecho —los tenía de color verde— no estaba en la cuenca.
—¡Bu! —bromeó, acercándome las manos.
Retrocedí de un salto y grité. Ella, en cambio, sonrió.
—Dios mío —solté tras respirar hondo—. ¿Estás bien?
Se encogió de hombros, despreocupada, aunque ahora había entrelazado las
manos con fuerza.
—Enseguida lo estaré. La señora me ha dado medicinas para el dolor. Me
estaba peleando con Hensley para meterlo en la cama. Se ha abalanzado sobre
mí, he caído hacia atrás y me he dado en la cara con la esquina de la cama.
Elizabeth me miró como si pensara que iba a decirle algo y soltó:
—Antes de que digas nada, soy consciente de que se está volviendo más
impredecible. Voy a hablar con Carlyle para que le haga una habitación con
barrotes en el sótano; algo parecido al lugar donde teníais encerrada a la bestia.
Puede que cuando acabe toda la locura de la boda, Montgomery y tú podáis
ayudarme a dibujar los planos.
En la mano derecha sujetaba un objeto redondo con una gasa estéril. Era uno
de los ojos de los cadáveres del sótano. Observé, fascinada, cómo Elizabeth unía
el nervio ocular y metía el ojo con cuidado en la cuenca.
La chica se lo tapó con la mano, respiró unas cuantas veces y lo abrió. Era de
color verde oscuro, casi idéntico a los suyos. Parpadeó varias veces y me sonrió.
Lo que hasta hacía unos instantes había sido una cara deformada, volvía a ser la
bonita cara de la pecosa Moira.
Se bajó de la mesa.
—Gracias, señora.
Elizabeth, asintiendo, garabateaba en un diario médico una serie de notas
acerca del procedimiento que había utilizado.
—De nada. No te preocupes, no volverá a suceder. A partir de ahora, cuidaré
en persona de él y voy a pedirle a McKenna que te asigne otra labor. Recuerda
que debes estar sin hacer nada hasta que se pasen los efectos de la sedación. No
quiero que vuelvas a perder el ojo porque no caminas recto.
Moira bajó a toda prisa la escalera de la torre. Elizabeth cogió un trapo y
empezó a limpiar el instrumental que había utilizado. Tenía los hombros tensos
porque, sin duda, le preocupaba que Hensley estuviera empeorando. Reconocí la
pinza que había utilizado, porque era la misma que había elegido el día en que la
bestia nos había atacado. Todo el instrumental volvía a estar en la pared,
ordenado, como si no hubiera pasado nada; pero el cadáver de Edward seguía en
el sótano, preservado por el frío, junto con todos los demás. Sentí un escalofrío.
Se fijó en lo que estaba mirando.
—Me falta un escalpelo —comentó—. Una de las pequeñas debió de
perderlo. Deberíamos dar con él.
Acabó de limpiar la estancia y la mesa de operaciones, y se deshizo del ojo
estropeado de Moira en el mismo contenedor hermético de cristal en el que
tiraba las ratas muertas de Hensley. Imaginé a los zorros comiéndose el ojo.
Se quitó el mandil y se alisó el vestido.
—Me alegro de que vayas a casarte antes. Los preparativos serán una buena
distracción para Hensley, hasta que construyamos la celda en el sótano.
Jugueteé con el anillo y se dio cuenta.
—¿Estás nerviosa? —preguntó. Al ver que no respondía, prosiguió—: Es
normal sentirse así antes de casarse. Fui a la boda de tus padres, ¿sabes? Hacía
años que no pensaba en ello. —Se apoyó en el aparador—. Tu madre estaba
nerviosa. Era casi tan joven como tú y pensé que era tonta por unirse tan pronto
a un hombre, por mucho que fuera tan fascinante como tu padre. Era un buen
partido, ¿sabes? Atractivo, inteligente, rico… Y tu madre era una mujer
bellísima —dijo, con un suspiro—. Estaba tan atrapada en su hechizo, que ni
siquiera se paró a conocerlo. Con Montgomery y contigo es diferente. Está claro
que vosotros os amáis de verdad.
Tragué saliva y me miré las manos, que había entrelazado. ¿De verdad
conocía a Montgomery? Elizabeth notó mi repentino cambio de humor y me
puso una mano en la frente.
—No estarás enferma, ¿verdad? No me digas que has empezado a ponerte
otro de esos horribles corsés.
—No, no es eso.
¿Me atrevía a contarle que había secretos entre Montgomery y yo? ¿Lo de la
carta misteriosa que había quemado? ¿O que yo había reanimado una rata y no
se lo había contado?
—Estoy preocupada por Radcliffe —le dije, aunque no era toda la verdad—.
Tengo miedo de que guarde un as en la manga, algo que no se nos haya ocurrido.
Me preocupa que no hayamos tenido noticias de Jack Serra desde que lo enviaste
a Londres. Ha pasado más de una semana. —Respiré hondo mientras jugueteaba
con uno de los escalpelos de la pared—. Quizá sea una tontería celebrar una
boda en un momento como este.
Rodeó la mesa y se acercó a mí.
—Solo habríamos sabido algo de Serra tan temprano si lo que hubiera
descubierto fueran malas noticias. Te lo aseguro, no hay manera de que Radcliffe
pueda dar con este sitio. En Londres, nadie sabe que esta mansión pertenece a mi
familia. Además, aunque lo descubriera, este lugar es una fortaleza. Los vikingos
atacaron la estructura original en el siglo X y unos saqueadores lo hicieron en
1790. ¡Ah!, y unos revolucionarios en 1880. Nadie ha conseguido entrar, nunca
—dijo, al tiempo que me apretaba los brazos—. ¿O es que acaso te preocupa otra
cosa, como la noche de bodas?
Me ruboricé y ella esbozó su típica sonrisa de medio lado.
—Puede que no esté casada, pero no soy una santa en lo que se refiere a los
temas de alcoba. Si necesitas consejo, espero que vengas a pedírmelo.
—No, no —respondí a toda prisa—. Que no necesito consejos, vamos. Lo
que de verdad me preocupa es que hace meses que no tenemos una vida normal.
Empiezo a pensar que estoy maldita y que maldigo a todo el que se acerca a mí.
Que esta boda acabará en tragedia —dije.
Volví a bajar la mirada y me sentí tonta al escuchar en alto mis propios
miedos. Elizabeth me dio una palmadita en el brazo.
—Oh, lo dudo. No te he contado cómo fue la noche de bodas de Victor
Frankenstein, ¿verdad? Fue en esta misma casa. Iba a casarse con su prima
Elizabeth; sí, una tocaya. Pero no llegó a hacerlo. Le había prometido a su
creación que le haría una mujer que fuera como él, una novia reanimada… pero
en el último instante cambió de opinión y destruyó el cuerpo. La criatura estaba
furiosa, así que se quedó con la novia de Victor. La asesinó momentos antes de
la boda en esta misma habitación.
Abrí los ojos como platos.
—¡Es terrible!
De nuevo esbozó aquella sonrisa suya.
—Y tanto. Pase lo que pase el viernes, no creo que vaya a ser peor.
—Eso espero.
Inquieta, empecé a jugar con mi anillo de pedida una vez más.
—Vaya, he vuelto a ser demasiado tétrica. Se me olvida que no todo el
mundo ha pasado la vida con los fantasmas de mis ancestros. No te preocupes,
querida, que Radcliffe no va a venir. Controlaré a Hensley. No van a asesinar a
nadie en tu noche de bodas —dijo. Me tendió el tarro de las ratas, en el que
también estaba el ojo de Moira, y me dijo—: Venga, sé una buena chica y
échales esto a los zorros antes de cenar.
Capítulo Veinticuatro
Era una labor desagradable la de deshacerse de animales muertos y restos
humanos. Seguí el camino que iba por detrás de la mansión y discurría entre los
sulfúricos vapores de las ciénagas. Empezaba a caer la noche y tenía tanta
hambre que me rugía el estómago, a pesar del asqueroso contenido del tarro de
cristal.
Vi un destello de color rojo anaranjado que se metía a toda prisa entre dos
arbustos. Me detuve. Por entre las ramas de uno de los arbustos me observaban
los ojillos negros y vivos de un zorro. Decidí que ya me había alejado suficiente
de la casa y vacié el contenido del tarro en el suelo; luego, me retiré unos pasos y
me quedé observando cómo los zorros cenaban el ojo de Moira. Pisé algo que
crujió y miré a ver qué era. Se trataba de un hueso que hacía mucho que habían
limpiado los carroñeros. Era parte de una mano. El hueso de la muñeca no tenía
un corte limpio, como si alguien hubiera cambiado de opinión en plena tarea.
¿Se trataría de los huesos desteñidos de las manos de Valentina, las que se
había cortado y había llevado a Ballentyne en una cesta? Tenía tantas ganas de
quedarse con la mansión que se había mutilado a sí misma para tener la
oportunidad de congraciarse con Elizabeth. Pero yo me había metido por medio
y Elizabeth me había nombrado su heredera sin ni siquiera pedírselo. ¿Era justo
que yo lo hubiera conseguido tan fácilmente y que ella hubiera tenido un final
tan horrible?
Me miré las manos y pensé en mi madre. Si estuviera aquí, me diría que
aquello era una señal. No solo debía aceptar convertirme en la heredera de
Ballentyne sin más, debía trabajar muy duro como lo habría hecho Valentina,
educando a las niñas y buscando mejoras para la mansión.
Volví a la casa, recortada contra la luz del crepúsculo. Las niñas empezaban a
encender las luces y a preparar la cena.
Cualquiera querría heredar un sitio así, pero, no obstante, yo sentía un vacío
en el pecho. Ansiaba que volviera Jack Serra, con sus predicciones crípticas.
¿De verdad sería mi destino dirigir Ballentyne?
Un zorro aulló detrás de mí, lo que me recordó que estaba sola y que
empezaba a caer la noche. Me arrebujé en el jersey y troté hasta la mansión justo
a tiempo para cambiarme de ropa antes de cenar con todos. Elizabeth había
decidido dejarse de tradiciones y cenar con el servicio en la mesa grande. Me
encantaba que las chicas estuvieran allí. Me cosieron a preguntas acerca de la
boda: que qué flores me gustaban, que cómo era el vestido, que si las dejaría
probárselo para que jugaran a ser la novia.
Lucy, sin embargo, no bajó a cenar. A mitad de la cena, me incliné hacia
Montgomery y le pregunté si sabía dónde estaba.
—Balthasar me ha dicho que no se encontraba bien y que prefería saltarse la
cena.
Cuando acabamos, guardé un poco de pollo frío en la servilleta y se lo subí,
pero al abrir la puerta, resultó que Lucy no estaba en el dormitorio.
Una sensación extraña me estremeció. Mi amiga había estado comportándose
de forma rara desde la muerte de Edward, primero al atacar a la bestia con
aquella mirada de loca y, ahora, dedicándose en cuerpo y alma a trabajar. A decir
verdad, no tenía ningún sentido. Lucy odiaba trabajar. Y era raro que, a pesar de
estar tan enamorada de Edward, no hubiera derramado ni una sola lágrima en su
funeral.
Puede que mis preocupaciones no fueran más que meras sospechas. Corrí por
el pasillo, mirando por los ojos de las cerraduras, pero no la encontré en ninguna
de las habitaciones. Subí al laboratorio de Elizabeth, pero estaba cerrado y sabía
que Lucy no tenía la llave. Busqué en el observatorio y en el invernadero y, por
fin, bajé al sótano.
Que es donde la encontré. Estaba inclinada sobre el cuerpo de Edward,
rezando. Me dio un vuelco el corazón. Allí debía de ser donde se escondía
cuando decía que iba a trabajar. Iba allí a lamentarse en privado para parecer
fuerte cuando estaba en público. Se me encogió el corazón. Haría lo que fuera
para evitar que se sintiera así.
—Lucy… —le susurré.
Se irguió de golpe, respirando con fuerza. Hacía mucho frío.
—¡Juliet! ¿Es que quieres matarme de un susto?
Avancé un paso hacia ella. Tenía un libro abierto en el suelo. Pensaba que se
trataría de un misal, pero al verlo más de cerca me di cuenta de que había
dibujos anatómicos en él. Cerró el libro a toda prisa y recogió el instrumental
médico, incluido el escalpelo que faltaba en el laboratorio.
—¿Qué estás haciendo? —dije, en un tono de voz más duro.
Se puso pálida. Intentó impedir con su cuerpo que viera el cadáver de
Edward y me saltaron todas las alarmas. La aparté y me quedé de piedra. No se
trataba de Edward, sino de uno de los vagabundos, un muchacho que tendría,
más o menos, la altura y la edad de Edward. Le había retirado el sudario para
dejar el pecho al descubierto, en el que había dibujado una línea punteada según
las especificaciones del libro de anatomía. También había empezado a hacer la
incisión. Había poca sangre porque el cuerpo estaba demasiado frío. El corte que
había realizado era inseguro e impreciso, pues era evidente que lo había hecho
alguien que no tenía experiencia y a quien le asaltaban muchas dudas.
No sentía las puntas de los dedos.
—Lucy, ¿qué has hecho?
Dio un respingo y me tapó la mano con la boca por miedo a que gritase.
—Chist —me susurró con el rostro pálido—. Estaba… pensaba que podría…
Siempre se le había dado muy bien mentir. Había visto cómo mentía a sus
pretendientes y a sus padres. Sin embargo, en esa ocasión me miraba sin sangre
en el rostro, sin explicación alguna para estar abriendo en canal con un escalpelo
el cadáver de un desconocido.
—Maldita sea… —dijo por lo bajo al tiempo que me destapaba la boca—.
No se lo cuentes a nadie. No se lo cuentes a Montgomery. Y menos a Elizabeth.
Miré los demás cuerpos y vi que algunos de los otros sudarios también
estaban movidos y que había gotas de sangre coagulada en el suelo. Era evidente
que no era la primera vez que bajaba allí con el escalpelo y el libro de anatomía.
Y solo podía haber una razón para que hiciera algo tan espantoso: estaba
intentando aprender cirugía básica practicando con los cuerpos de los
vagabundos con la única intención de devolverle la vida a Edward.
—¡Lucy, no está bien mutilar a desconocidos, por mucho que estén muertos!
—le solté en voz baja—. ¿Es que te has vuelto loca?
—¡Es la única manera! Tú te negaste a ayudarme y Elizabeth tiene ese
juramento o no sé qué. Por otro lado, sabes que Montgomery jamás lo haría. No
entiendo cómo podéis permitir que el cadáver de Edward descanse aquí a
sabiendas de que hay una cura. Ahora está muerto, ya no hay trabas. No hay
cuestiones morales. Podríamos devolverlo a la vida.
—¿Que no hay cuestiones morales? —dije. Aferré el amuleto de Jack Serra,
que llevaba al cuello por debajo del vestido. Había llegado a conocer mis
demonios y había estado tentada de reanimar a Edward, pero había sido antes de
presenciar la terrible muestra de violencia de Hensley—. Pero… fíjate en
Hensley. Ya lo has visto. No es un niño normal. Ni siquiera sabemos si el
procedimiento funcionaría; y, aunque lo hiciera, ¿quién nos asegura que no será
como Hensley, con la mentalidad de un niño pero capaz de matar con tantísima
facilidad?
—No es lo mismo. Hensley murió cuando era un chiquillo y lo reanimaron
como tal. Claro que su cerebro se quedó en la infancia. Edward, en cambio, es
adulto. Además, el profesor estaba consternado, es muy probable que cometiera
errores cuando devolvió a Hensley a la vida.
—¿Y crees que tú no ibas a cometerlos? ¡Lucy, no sabes nada de cirugía!
Esta es una ciencia muy especializada. Solo los cirujanos experimentados
pueden hacer una operación de esta índole.
—¡No sé qué otra cosa hacer! —dijo. Se dejó caer en uno de los bancos que
había cerca de Edward y se tapó la cara con las manos—. Sé que carezco de los
conocimientos necesarios, pero no puedo quedarme cruzada de brazos,
ayudándote entre risitas con los preparativos de tu boda mientras el hombre con
el que deseaba casarme está muerto. Podría volver a estar con nosotros. ¡Y
curado de la bestia! ¿Cómo puedes decir que no quieres hacerlo?
Me quedé observándola bajo la titilante luz eléctrica, pero sin mirarla a los
ojos por miedo a enfrentarme a su mirada. Aun así, lo que más miedo me daba
era la lógica de su razonamiento. ¿De verdad habría sido tan cruel al no
reconsiderar siquiera devolverle la vida a Edward? Qué tonta había sido,
planeando mi boda, comportándome como si no pasara nada y todos tuviéramos
un futuro maravilloso por delante cuando uno de los nuestros había muerto.
Me senté en el banco que había cerca del suyo. El cuerpo de Edward yacía
entre ambas, aún amortajado, con la flor de papel de Balthasar en el centro del
pecho. Le retiré el sudario para mirarlo una vez más.
Aquel rostro me resultaba tan familiar que me dio un vuelco el corazón.
Había sobrevivido varios días en el mar. Había sobrevivido al incendio que había
arrasado el complejo que mi padre tenía en la isla. Incluso había sobrevivido al
veneno que él mismo había tomado. Había escapado de la muerte en tantas
ocasiones que no parecía verdad que estuviera muerto, frío, sin vida.
Estudié los rasgos de su cara, intentando leer la buenaventura en ellos, como
había hecho Jack Serra conmigo. El amuleto del agua me pesaba muchísimo al
cuello.
Por mucho que practicara con otros cadáveres, Lucy nunca llegaría a adquirir
los conocimientos necesarios para reanimar a Edward; pero yo sí. Había visto
cómo Elizabeth lo hacía con la rata y el procedimiento estaba muy bien
documentado en los diarios de Frankenstein. Aunque tendría que practicar antes
con otras criaturas, claro está. Al menos, Lucy había sido inteligente a ese
respecto. Podía empezar con las ratas muertas y, luego, probar con alguno de
aquellos cadáveres. Aunque no podía devolverlo del todo a la vida, porque sería
demasiado peligroso. Pero podía conectar el cuerpo a las máquinas, probar el
procedimiento y asegurarme de que entendía cómo funcionaba la operación. En
cuanto a arreglar el cuerpo de Edward —conectar el corazón, extirparle la parte
enferma del cerebro, coser la incisión del cuello—, ya había leído las
anotaciones médicas que había hecho Elizabeth sobre sus trasplantes y había
visto cómo le trasplantaba el ojo a Moira. Si conseguía hacerme con aquellas
notas y con el diario original, podría estudiarlos.
Era posible —bastante posible— que consiguiera reanimar a Edward.
Me puse en pie de un salto, asustada por lo lejos que habían ido mis
fantasías. Lucy me miró con los ojos como platos.
—Te lo estás planteando, ¿verdad?
Cogí el libro de anatomía y el escalpelo, los envolví con una sábana y me
llevé el bulto al pecho. Negué con demasiada determinación.
—No. No podría ir en contra de los deseos de Elizabeth. Estamos en su casa.
—Pero sabrías hacerlo, ¿verdad?
Reconocí su mirada febril porque yo también la había tenido. Igual que mi
padre, diciéndome que tenía que hacer algo memorable en vez de llevar una vida
tranquila. «Así serías excepcional. Derrotarías a la muerte para salvar una vida»,
decía la voz de mi padre.
Salí corriendo del sótano porque me daba miedo seguir enfrentándome a
Lucy. Una vez arriba, a punto estuve de chocar con Montgomery en la cocina.
Frunció el ceño al verme con el bulto.
—¿Va todo bien?
Miré la mesa, donde aún estaban los pasteles de muestra para nuestra boda, a
los que solo les habíamos dado unos cuantos mordiscos. Antes me habían sabido
deliciosos, pero, en aquel instante, todo aquello me parecía una tontería.
—Creo que me he contagiado de lo que sea que tiene Lucy —dije.
Y no era mentira. De hecho, el olor azucarado de los pasteles me dio arcadas.
Subí corriendo hasta mi dormitorio y tiré el bulto al suelo. El escalpelo se salió.
Estaba manchado de sangre.
La idea ya se me había metido en la cabeza y no era fácil sacarla. Era tan
adictiva como una droga; bonita y prometedora y, por tanto, tan peligrosa que me
daba miedo hasta pensar en ella. Era una idea que podía cambiarlo todo.
Noté un cosquilleo en los dedos, que ansiaban empezar la tarea. ¿Acaso no
era aquello lo que había estado anhelando en lo más profundo de mi ser, aunque
no quisiera admitirlo? Desde que había aprendido la ciencia de Frankenstein,
desde que había visto cómo devolvían a Hensley la vida. El espíritu de mi padre
corría por mis venas y me apremiaba a hacerlo. De repente, me asaltó el
recuerdo de la feria a la que había asistido cuando era pequeña: imágenes de un
hombre que tenía la piel como escamas y de un niñito con la cara cubierta de
pelo. Había ido a la carpa de los bichos raros con mi padre, que me había
comprado una manzana de caramelo y me había explicado las aflicciones de
cada una de las monstruosidades.
Daba igual cuánto me empujase Montgomery a parecerme a mi madre;
estaba equivocado. Solo el legado de mi padre podía guiarme. Mi padre había
creado hombres a partir de animales, pero jamás había conquistado a la muerte.
Yo sí podía hacerlo.
Me quité el amuleto del agua. Quizás aquello era lo que significaba su
críptica adivinación: un arroyo y un río están compuestos de lo mismo, pero el
río tiene el potencial para ser mucho más fuerte. El río siempre es mayor que el
arroyo; de la misma forma que yo lo haría mejor que mi padre. Y solo usaría su
ciencia para hacer el bien.
Cerré los ojos y apreté el amuleto. Sentí como si me estuviera dando
permiso; incluso empujándome a cumplir con mi destino.
Fui a la habitación de Lucy y llamé a la puerta con suavidad. Abrió y nos
miramos a la luz de unas pocas velas.
—Lo haré. Le devolveré la vida.
Se me echó al cuello y me abrazó con tanta fuerza que casi no podía ni
respirar.
—¡Sabía que entrarías en razón!
Capítulo Veinticinco
Se acercaba el día de mi boda, y lo único en lo que yo pensaba era en devolverle
la vida a Edward. Lo único que necesitaba era permiso, y descifrar la
adivinación de Jack Serra me había concedido ese permiso.
Sabía lo que diría Montgomery si se lo contaba: que la adivinación no era
sino la manera de justificar los deseos de mi corazón, pero ¿qué iba a hacer yo?
Si aquel era el verdadero deseo de mi corazón, no podía seguir negándoselo.
Lucy me ayudaba a escabullirme de los preparativos de la boda cada vez que
podía. Me colaba de puntillas en los huecos ocultos entre las paredes y leía a la
luz de las velas todos los libros de anatomía y galvanismo que encontraba en la
biblioteca, aunque me sabía de memoria casi todo lo que ponía en ellos. Lo que
necesitaba era los Diarios Originales, los que Elizabeth mantenía ocultos.
—Sé que quizá sea una tontería —le dije a mi tutora después de cenar,
mientras bajaba la voz como si quisiera contarle un secreto—, pero Balthasar me
ha dicho que ha encontrado unos diarios mientras limpiaba la mansión. Dice que
había partes escritas en alemán. Sé que tienes los Diarios Originales bien
escondidos, pero tan solo quería comentártelo, no vaya a ser que los haya
encontrado por accidente.
Abrió los ojos como platos, y luego hizo un gesto con la mano para darme a
entender que era imposible.
—Ha debido de encontrar otros volúmenes antiguos. Está claro que si algo
hay en la mansión, ¡son libros polvorientos!
Pero vi un rastro de duda en sus ojos, que es lo que esperaba. Esa noche,
después de que la casa entera se hubiera ido a dormir, me metí por los pasillos y
miré por todas las mirillas hasta que la vi en su habitación. Subió las escaleras
del observatorio en silencio. La seguí por entre las paredes y la observé por un
agujerito. Fue al globo que tenía el compartimento oculto, donde guardaba la
ginebra Les Étoiles, se arrodilló y abrió la parte de abajo. ¡Un segundo
compartimento secreto!
Sacó tres libritos encuadernados en cuero que estaban llenos de polvo,
comprobó a todo correr que nadie los había tocado y volvió a guardarlos en su
sitio. En cuanto se marchó, me metí por la trampilla y los cogí. Me pasé toda la
noche leyéndolos, fascinada, y copiando las partes más relevantes. Cuando ya
amanecía, los dejé en su sitio para que nadie los echara de menos.
—He aprendido todo lo que he podido de los libros —le conté a Lucy—.
Elizabeth se marcha a Quick esta noche para telegrafiar a Jack Serra y que nos
cuente lo que ha descubierto. Acompáñame al laboratorio cuando todo el mundo
se haya ido a la cama. Es hora de practicar.
Se llevó una mano a la boca, aunque no sé si para contener el miedo o el
nerviosismo. Supuse que, lo mismo que yo, sentía una mezcla de ambas
emociones. A lo largo de la cena no pude parar de retorcerme las manos, porque
estaba concentrada en repasar cómo activar los controles del laboratorio de
Elizabeth. No había tormenta, por lo que tendría que reanimar algo no muy
grande, como un pájaro o un pequeño mamífero; algo que no requiriese la caída
de un rayo.
Cuando todo el mundo se fue a la cama, salí de mi dormitorio en silencio y
enseguida se me acercó Lucy, que había estado aguardándome en ascuas. Fuimos
de puntillas hasta la torre del sur y subimos la escalera de caracol.
—No toques nada —le susurré—. No podemos permitirnos que Elizabeth
sospeche que alguien ha estado aquí. Quédate cerca de la mesa de operaciones y
espera a que te diga qué tienes que hacer.
Asintió y abrí la puerta. Cerramos las cortinas y usamos solo velas con
tulipas laterales para que si alguna de las chicas salía a pasear no viera luz en la
torre. El laboratorio estaba tal y como lo recordaba: ordenado y confortable.
Lucy acercó las velas al instrumental quirúrgico de la pared y la llama se reflejó
en las cuchillas y en sus grandes ojos.
—Me cuesta creer que haya operado a todas las sirvientas —comentó—.
Parecen tan normales.
—Son normales. Son personas que necesitaban un poco de ayuda, pero no de
la del reino de la medicina convencional. No son como las creaciones de mi
padre. Además, tú te llevas muy bien con Balthasar, que es el más anormal de
todos.
Hizo ademán de coger unas pinzas, pero se detuvo al recordar mis
instrucciones.
—Balthasar es diferente. Es imposible que jamás llegue a caerme mal. ¡Ni
aunque lo intente!
Me acerqué al tarro de cristal. Tal y como sospechaba, las últimas víctimas
de Hensley estaban allí: tres ratas entre las que elegir. Las olí para ver cuál de
ellas era la que había muerto más recientemente, y le toqué los huesecillos para
cerciorarme de si la había asfixiado, puesto que, de ser así, sería más sencillo
reanimarla. A aquellas que hubiera aplastado habría que hacerles intricados
arreglos óseos, lo que me llevaría demasiado tiempo.
Encontré un buen espécimen y lo dispuse sobre la mesa. Lucy hizo una
mueca.
—Además, a ti te gusta Edward —le recordé—, y él también es una de las
creaciones de mi padre.
Se encogió de hombros.
—Me da absolutamente igual cómo lo crearan o cómo me crearan a mí. O
cómo crezcan los árboles de ahí afuera. Lo único que importa es cómo somos
ahora. En el caso de Edward: importa cómo será una vez que lo hayamos curado
de la bestia.
Le señalé la palanca que iba conectada a los cables del molino.
—Cuando te lo diga, tira con fuerza de ella.
Con delicadeza, conecté la rata a los diferentes cables. Era tan pequeña que
sería fácil volver a asfixiarla. ¿Se habría planteado cosas así mi padre mientras
trabajaba? ¿Habría acariciado el suave pelo del puma antes de afeitárselo? ¿Se
habría maravillado con un párpado diminuto o una garrita y habría sentido lo
maravilloso que era el mundo natural antes de intentar doblegarlo para que se
adaptase a sus propias reglas?
—Hoy es tu día de suerte, ratita —le dije en voz baja.
Le hice la señal a Lucy, que tiró de la palanca.

Esa noche, mucho después de que hubiéramos limpiado el laboratorio de manera


que no quedase ni rastro de nuestra presencia, Lucy y yo estábamos acostadas en
la misma cama con la rata viva entre nosotras. Era increíble ver cómo una
criatura que hacía unas horas había sido un cadáver, olisqueaba ahora los granos
de maíz que acabábamos de dejarle. Incluso Lucy, que hasta aquel momento
había odiado las ratas, parecía encantada.
Mientras observaba cómo mi amiga jugaba con ella, pensé en mis padres.
Puede que la locura de mi padre siempre hubiera sido parte de él, pero que no se
hubiera manifestado hasta que no se exilió en la isla. Me acordaba muy bien de
él en aquella época, en cenas de gala y fiestas celebradas en jardines, en las
charlas que daba en nuestro salón… Había sido decidido, no un loco. Recordaba
una fiesta en particular, en verano, en la parte de atrás del jardín, durante la que
Montgomery y yo habíamos estado jugando al escondite entre las azaleas.
Habíamos oído voces airadas y habíamos mirado por entre las ramas. Mi padre
estaba discutiendo con uno de sus estudiantes. Nunca lo había visto tan
enfadado; tenía la cara roja, los ojos vidriosos y soltaba tantísimas palabrotas
que Montgomery me tapó los oídos. Mi madre había salido y había intentado
tranquilizarlo susurrándole algo al oído. Se le había pasado el enfado de golpe.
Mi madre ejercía mucha influencia sobre él, al principio. Ay, si hubiera
conseguido mantener esa influencia, quizá nuestra vida hubiera sido muy
diferente.
Suspiré y acaricié la rata con el dedo.
—No podemos quedárnosla —le dije—. Y si la soltamos, la matarán Sharkey
o alguno de los gatos.
—¿Y qué hacemos? ¿Dejarla en las jaulas con las demás?
—Supongo. Elizabeth me advirtió de que las criaturas reanimadas podían
tener una fuerza sobrenatural, como Hensley, pero no es más que una rata y
parece completamente normal.
Llamaron a la puerta y nos quedamos heladas. Salí de debajo de las sábanas
y comprobé que ya había amanecido y que la luz del sol entraba por las
ventanas. Se había hecho de día antes de lo que había imaginado.
—¿Señorita Juliet? —dijo una voz. Era Moira—. Quizá quiera bajar. Ha
llegado un paquete para usted desde Quick.
Me senté en la cama.
—¡Un momento!
Le hice una seña apresurada a Lucy para que escondiera la rata. Miró por
todos lados y se acercó a una sombrerera, donde escondió el animal.
Abrí la puerta.
—¿Un paquete?
Moira sonrió.
—Es su vestido de novia, señorita.
Respiré hondo. ¿Mi vestido de novia? Dios, la boda era al día siguiente y ni
siquiera me había probado aún los zapatos que me había enviado la modista días
atrás. Me sentí culpable por haberme olvidado. Dos sirvientas de las pequeñas,
que lucían una gran sonrisa, acompañaban a Moira. La joven las señaló como si
quisiera disculparse.
—Se mueren por verlo, señorita. Nunca han visto un vestido de novia como
Dios manda.
Aquella mirada tan inocente hizo que me sintiera aún más culpable. Me
obligué a responderles con una sonrisa.
—Pues venga, vamos a verlo —dije.
Le lancé una mirada a Lucy antes de que las niñas me cogieran de la mano y
me llevaran a la biblioteca, donde Elizabeth y McKenna estaban ante la gran
mesa de ébano. En el centro había un paquete atado con un lazo.
—Acaba de enviarlo la modista —me explicó McKenna—. Ábralo, que nos
morimos por verlo.
Mientras tiraba del lazo, me dio la impresión de que aquello era surrealista.
Las pequeñas se apiñaban alrededor de la mesa con los ojos abiertos de par en
par. Abrí la caja, levanté las diferentes capas de papel con las que la modista
había protegido el vestido, las doblé y las chicas soltaron una exclamación.
—Oh, Juliet, es precioso —comentó Elizabeth.
Miré el vestido de seda que Lucy me había ayudado a diseñar. El corazón me
latía un poco más rápido. Tampoco era tan terrible que le estuviera mintiendo a
Montgomery: quería casarme con él y sería un gran día. Teníamos toda la vida
por delante para poner sobre la mesa los secretos del pasado… y del presente.
—¡Va a ser la novia más guapa del mundo! —exclamó una de las niñas.
Le sonreí de corazón.
—A ver, chicas, ¿por qué no os lo probáis? —les propuse, mientras sostenía
el vestido en alto—. Lily, Moira, a vosotras no os quedará tan grande.
Sonrieron, locas de contento. Lily cogió el vestido con muchísimo cuidado y
salieron de la biblioteca riendo. El papel de envolver estaba por el suelo. Lo metí
en la caja y me dejé caer en una silla.
McKenna se acercó a la ventana y descorrió las cortinas con el ceño
fruncido.
—Hum, parece que se acerca tormenta. Crucemos los dedos para que llegue
y se vaya antes de mañana al mediodía. Una boda pasada por agua… ¡sería
horrible!
—Seguro que escampa —dijo Elizabeth mientras me sonreía—. En cualquier
caso, los días nublados son de lo más románticos.
Le devolví la sonrisa, dividida entre lo amables que estaban siendo todas
conmigo y el hecho de que yo les estuviera mintiendo.
Capítulo Veintiséis
Esa tarde abrí la sombrerera y le eché una última ojeada a la rata.
—Es hora de llevarte a casa, amiguita.
Deslicé el panel trasero del armario que daba a los pasadizos y subí por un
corredor muy estrecho, buscando el camino a seguir con una vela hasta que
llegué al almacén secreto que había junto al dormitorio de Hensley. Dejé al
animal en una de las jaulas y la observé por si hacía algo que diese a entender
que era más fuerte e impredecible, tal y como me había advertido Elizabeth, pero
se comportaba como las demás. De no ser por la pequeña mancha marrón que
tenía en uno de los costados, justo donde la electricidad le había quemado la piel,
hubiera sido imposible diferenciarla de las demás. Le deseé buena suerte y volví
a meterme entre las paredes.
No volví directamente a la habitación. La mansión era muy diferente desde
las rendijas y mirillas de los pasadizos. Atemporal. Sin luz eléctrica, era fácil
imaginar que habíamos retrocedido un siglo, cuando Victor Frankenstein estaba
en aquella torre con el pararrayos y la sierra para cortar hueso. Casi podía oír el
ruido que hacía el escalpelo al cortar la carne.
Me detuve y me apoyé contra una de las paredes polvorientas para quitarme
las telarañas del vestido. Vi que por una de las rendijas de la pared entraba un
rayo de luz. Guiñé un ojo y miré por ella. Era el dormitorio de Balthasar: estaba
sentado en una mecedora, junto al fuego, con Sharkey durmiendo en su regazo y
un libro en las manos. Seguía con el dedo las líneas del texto y pronunciaba las
palabras sin llegar a decirlas en alto.
Me sentí mal por espiarlo e hice ademán de marcharme, pero me tropecé con
una de las trampas de lord Ballentyne y maldije antes de caerme. Cuando volví a
mirar por la rendija, Balthasar estaba olisqueando el aire.
—Señorita Juliet, la huelo a través de la pared. ¿Sucede algo?
—Maldita sea —murmuré, tras lo que acerqué la boca a la rendija—. No,
Balthasar, todo va bien.
—Ni mucho menos, señorita. Si me lo permite, huelo que me está mintiendo.
El cuerpo produce un olor diferente cuando uno no dice la verdad.
Se había levantado y estaba junto a la pared, tras lo que abrió el panel que
daba al pasadizo. Metió la cabeza y olió de nuevo. La gran cantidad de polvo lo
hizo estornudar.
—Entre, señorita, que se va a arañar. Los pasadizos no son seguros.
—Oh, no, de verdad, no pasa nada. Solo estaba… —«¿Volviendo de dejar
una rata en su jaula después de haberla devuelto a la vida?», pensé—. Vale, vale.
—Hice una pausa—. ¿De verdad puedes oler las mentiras?
—Sí, señorita. Cuando Montgomery y yo viajábamos por el mundo,
quedamos en que le haría una señal cuando nos mintieran; porque eran muchos
los que intentaban engañarnos. Cuando decían la verdad me tocaba la nariz una
vez; dos si mentían.
Entré en su cálido dormitorio y me sacudí el polvo del vestido. Sharkey
meneaba la cola. Balthasar me indicó que me sentase en la mecedora, pero me
senté en la alfombra, me subí a Sharkey al regazo y le rasqué la oreja.
—¿Cómo sabías que hay un pasadizo ahí detrás? ¿También puedes olerlo?
—Sí, señorita —respondió con voz ronca mientras se sentaba en la mecedora
—. Y al señorito Hensley. Siempre está pasando por ahí.
—No te cae bien, ¿verdad? Supongo que es un poco raro —dije. Hice una
pausa y Balthasar se rascó la nariz, una nariz que delataba su origen osuno. Me
aclaré la garganta—. Bueno, tampoco es que pase nada por ser raro.
—No huele bien —dijo, mientras echaba una ojeada recelosa a la pared—. A
veces, la señorita Elizabeth me pide que la ayude en el laboratorio, pero no me
gusta. Me pone nervioso.
—Entonces, ¿por qué vas?
Volvió a rascarse la nariz, pensativo.
—Es la señora de la casa. Es la ley. He de obedecerla, lo mismo que
obedezco a Montgomery y obedecía a su padre.
Levantó la mano y la dejó caer en un gesto de impotencia. Nunca me había
parado a pensar en ello, pero de repente su eterna obediencia cobraba sentido. Al
fin y al cabo, en parte era perro y estaba muy bien entrenado para ser leal a
cualquiera que considerara su amo. Me pregunté por un instante si eso también
me incluía a mí.
—¿Qué estás leyendo? —le pregunté con ánimo de cambiar de tema, de
dejar de hablar de experimentación.
Levantó el libro.
—Aristóteles. Me gustan los mensajes de los que habla. Quería reflexionar
sobre los deberes que tengo para con usted mañana en la boda. Espero hacer un
buen trabajo.
Sonreí.
—Estoy segura de que lo harás. ¿Quién te ha hablado de Aristóteles?
Pasó el dedo por el lomo del libro.
—Empecé a leerlo en la isla de su padre.
La mera mención de aquel lugar hizo que me recorriera un escalofrío. Me
abracé las rodillas.
—No recuerdo haberlo visto en los estantes de mi padre. Solo tenía un
puñado de libros, la mayoría de ellos de Shakespeare.
—En el laboratorio tenía más. Al fondo había una habitación llena de libros
y de archivos viejos.
Sentí un cosquilleo en la nuca. Había estado tan centrada en la ciencia de
Elizabeth y en mi inminente boda que la confesión de la bestia había sido lo
último que tenía en la cabeza; presente, pero arrinconada. Siempre tenía
intención de ponerme con ello, pero se me olvidaba. «Pregúntale a Montgomery
acerca de los archivos del laboratorio de la isla de tu padre. Pero los que no viste.
Los que quemó junto con una carta».
—¿Alguna vez viste a Montgomery quemar una carta que me había escrito
mi padre?
Negó vigorosamente con la cabeza, distraído con una página que se había
desencolado y que estaba intentando volver a pegar con un lametón de su saliva
viscosa.
—¿Qué es lo que había en esos archivos de la habitación del fondo?
El tono agudo de mi voz, con el que intentaba presionarle, captó su atención.
Me miró por encima de aquellas grandes quijadas suyas y se rascó la nariz.
—¿Archivos, señorita? ¿Qué archivos?
—Acabas de decir que había una segunda habitación con archivos.
Se rascó la nariz con más fuerza, señal inequívoca de que estaba
ocultándome la verdad.
—Balthasar, sé que hay algo que Montgomery no me ha contado. Algo
respecto a lo que me está mintiendo.
Abrió los ojos como platos, pero no dijo nada.
Lo estudié con atención: me fijé en la forma en que movía el libro a uno y
otro lado, sin parar, y en lo nervioso que se había puesto al ver que lo observaba
fijamente. Empezó a balancearse, muy poco al principio. Adelante y atrás.
Adelante y atrás.
—Balthasar, ¿por qué quemó Montgomery aquella carta? ¿Qué ponía?
Frunció los labios, nervioso, y empezó a mecerse con más fuerza. Solo lo
había visto balancearse así en otra ocasión, en el Curitiba, cuando le había
preguntado acerca de mi padre. En aquella ocasión, se le habían puesto los ojos
vidriosos. Supe que tampoco en ese momento le iba a sacar ninguna respuesta.
Suspiré, me puse de pie y me dirigí a la puerta. Estaba cansada de secretos y
pasadizos, al menos por aquella noche. Tenía que pensar en mi boda.
—Buena noches —me despedí.
Un trueno hizo temblar las ventanas del pasillo y corrí las cortinas. Cayó un
rayo. «Parece que se acerca tormenta», había dicho McKenna. Eran rayos lo que
necesitábamos para devolver a la vida a un ser humano. Era imposible predecir
cuándo volvería a haber tormenta o cuánto tiempo tardaría en empezar a
corromperse el cadáver de Edward en el sótano.
No sabía qué me estaría ocultando Montgomery, pero no podía ser peor que
lo que le estaba ocultando yo.
Me acerqué a la puerta de Lucy y llamé sin hacer mucho ruido.
—Si vamos a reanimar a Edward, tenemos que hacerlo esta noche.

Cuando el servicio se fue a la cama, bajamos al sótano a hurtadillas. Había


llovido tanto que estaba inundado. La lluvia se colaba por entre las paredes de
piedra, y en los pasillos se escuchaba el gotear del agua y olía a humedad. Por
suerte, la capilla estaba construida en una zona elevada, por lo que el suelo y los
cadáveres estaban secos.
Lucy esbozó una mueca y se levantó la falda. Pisaba cada peldaño con
mucho cuidado. Una vez dentro de la capilla, bajó la lámpara y nos quedamos
mirando la decena de cuerpos sin vida. Lucy retiró la mortaja de la cara de
Edward.
—¿Crees que se acordará de cómo era estar muerto?
Había cierto tono de emoción en su voz que no le había oído desde hacía
semanas.
—Supongo que le haremos muchas preguntas cuando despierte. Bien, si
queremos quitarle el lóbulo enfermo, tenemos que darnos prisa. Es que mañana
me caso, ¿sabes? Para sustituir el lóbulo, vamos a necesitar el cerebro de alguno
de los otros cadáveres. El cuerpo tiene que estar en buenas condiciones, ser de
un hombre y tener más o menos su edad, si es posible.
Levantó la mortaja de otro de los cadáveres y puso cara de asco.
—¿Qué te parece este?
Era un joven que parecía bastante sano… excepto por el hecho de que estaba
muerto, claro. Tenía los brazos y las piernas largos y desgarbados, y estas
últimas, de hecho, le sobresalían del banco.
—Vaya, debe de medir más de dos metros. Pero parece que estaba sano.
Ayúdame a transportarlo.
Lucy cogió la lámpara con una mano y los pies del hombre con la otra,
mientras que yo lo cogía por los hombros. Tenía un olor muy marcado, como a
un frío estéril no muy diferente al de las húmedas paredes de piedra. Su camisa
aún desprendía cierto olor a jabón, lo que me recordó que se trataba de una
persona con esperanzas y sueños que había muerto siendo demasiado joven.
Lucy refunfuñó al levantarle los pies y musitó:
—Pero… ¿es que está lleno de piedras?
—Los cuerpos parecen más pesados cuando están muertos.
Los dejó de nuevo en el banco.
—No pienso preguntarte por qué lo sabes. ¿Qué vamos a hacer? Es
imposible que lo subamos solas.
Saqué del bolso una sierra para cortar hueso y la sostuve a la luz.
—Solo necesitamos la cabeza.
—¡Juliet, no!
La miré con mala cara mientras me arrodillaba a la altura del pecho del
hombre. Le apoyé la sierra en el cuello.
—Ya está muerto —dije, y me apliqué con la sierra.
Fue un trabajo horripilante. Por lo menos, estaba congelado, con lo que no
sangró mucho. Lucy cogió una calabaza de la despensa para ponerla debajo del
sudario y que nadie notara nada.
Metí la cabeza en el bolso con cuidado de no dañar la parte superior de la
columna vertebral. Lucy se estremeció y cruzó los brazos antes de mirar de
nuevo a Edward.
—¿Y qué hacemos con él? No podemos cortarlo en pedazos para subirlo al
laboratorio.
Apreté las mandíbulas. Si íbamos a devolverlo a la vida, tenía que ser esa
misma noche, mientras cayeran fuertes relámpagos. Necesitábamos la ayuda de
alguien, pero no quería pedírsela ni a Montgomery ni a Carlyle; y ninguna de las
muchachas era más fuerte que nosotras. Solté un gruñido porque sabía que solo
teníamos una opción.
—Espérame aquí —murmuré, odiándome a mí misma por lo que me
disponía a hacer—. Vuelvo enseguida.
Subí las escaleras a todo correr hasta la parte principal de la mansión, pero
me mantuve pegada a las paredes, que era donde menos crujían las tablas de
madera del suelo. Llamé con cuidado a la puerta por la que no hacía tanto rato
que había salido.
Abrió Balthasar, vestido ahora con un pijama azul a rayas y con Sharkey
moviendo el rabo a su lado.
No me atrevía a mirarlo a los ojos. Le susurré:
—Me has dicho que sientes la obligación de obedecer a Elizabeth porque ella
es la ley. ¿Eso me incluye también a mí, que soy la hija del doctor?
—Por supuesto, señorita. Siempre me he esforzado por acatar su ley.
Respiré hondo. No me gustaba nada lo que estaba haciendo. Balthasar se
merecía mucho más respeto del que estaba a punto de demostrarle, pero es que
era una situación desesperada.
—Entonces, acompáñame. Necesito que me ayudes con un asunto que no
creo que te vaya a gustar y te aseguro que siento mucho tener que pedírtelo.
Además, no se lo podrás contar a nadie. Ni siquiera a Montgomery.
Agachó la cabeza y a punto estuvo de partirme el corazón con ese gesto. Mi
padre había sido cruel con él, pero yo no. Hasta ese momento, claro.
—Lo siento —le susurré—, pero tienes que acompañarme. Es hora de que
desempeñes el papel de Igor Zagoskin.
Capítulo Veintisiete
Esa noche, fue como si el mundo se bañara en sangre.
Con la ayuda de Balthasar, llevamos el cadáver de Edward por la escalera de
caracol hasta el laboratorio. Balthasar no dijo nada, pero su silencio fue como
una tortura.
—De verdad, no te lo habría pedido si tuviera alternativa.
Dejó el cuerpo en la mesa de operaciones sin decir nada. Aquella obediencia
taciturna me roía por dentro como los dientecitos de una rata. Era evidente que
no le parecía bien lo que estábamos haciendo. Si mi padre hubiera sido más
amable, si hubiera usado anestesia, si hubiera cuidado de sus pacientes… seguro
que Balthasar pensaría de forma muy diferente. Puede que incluso hubiera
apoyado mi labor.
Dejó escapar un lamento gutural, la mayor muestra de objeción que su
sentido de la lealtad le permitía.
Cerré los ojos.
—Puedes esperar abajo. No tienes por qué quedarte a mirar.
—Puede que lo necesitemos —me susurró Lucy.
Negué con la cabeza.
—No, ya le hemos pedido demasiado. Por favor, Balthasar monta guardia y
avísanos si viene alguien.
Me lanzó una mirada desamparada, pero también vislumbré en ella un atisbo
de devoción. A pesar de lo que le había obligado a hacer, me veía como una
buena señora, lo que hizo que me sintiera peor aún si cabe.
En cuanto nos quedamos solas, volví a abrir el corte en el pecho de Edward y
empecé a suturar las venas y las arterias del corazón.
—Victor Frankenstein se dio cuenta de que la reanimación era posible
observando los relámpagos —le expliqué, mientras trabajaba—. Elizabeth me
contó la historia. Una oveja había muerto en los cenagales como estuve a punto
de morir yo. Era una noche de tormenta y un rayo golpeó un árbol, que hizo que
una corriente eléctrica recorriera el pozo donde estaba el animal. La descarga
hizo que recuperara sus constantes circulatorias. Victor lo presenció todo.
Acabé con el corazón y me puse con la cabeza cortada del vagabundo. La
coloqué en la mesa y saqué la sierra para cortar hueso.
—Victor estaba emocionadísimo —proseguí con la intención de que Lucy
siguiera concentrada en cualquier cosa que no fuera ver cómo le partía en dos la
cabeza a un desconocido—. Empezó queriendo repetir aquel efecto en animales
pequeños, con ayuda del pararrayos. Luego, descubrió que podía combinar la
reanimación con la cirugía y crear seres humanos a partir de diferentes partes del
cuerpo. Aquello le llevó a convertirse en un maestro del trasplante de órganos.
Por eso a Elizabeth se le da tan bien, porque ha estudiado sus notas —concluí.
Acabé de cortar el cráneo del hombre y el delicado cerebro quedó a la vista. Dejé
la sierra y me sequé el sudor de la frente—. Ha trasplantado casi cualquier
órgano o parte del cuerpo, pero jamás ha reemplazado un cerebro. Nunca ha
tenido la oportunidad, porque es necesario que los dueños de ambos cerebros
estén muertos y su juramento no le permite reanimar. No puedes seccionarle la
columna vertebral a un paciente si está vivo.
—No, claro, supongo que no —dijo Lucy, haciendo una mueca.
Metí el fórceps en la cavidad craneal y separé el hueso; luego usé el
escalpelo para cortar con cuidado el lóbulo posterior, para lo que seccioné los
vasos sanguíneos y el tejido conectivo. Al acabar, lo dejé en la mesa.
—Cuando le trasplantes esta porción del cerebro a Edward —empezó a decir
Lucy con voz dubitativa—, no hará que cambie, ¿verdad? Me refiero a su
personalidad.
Toqué con cuidado el lóbulo posterior para comprobar que tenía suficiente
tejido conectivo con el que hacer el trasplante.
—No. ¿Recuerdas que nos habló del «cerebro de reptil»? He investigado al
respecto. Se llama así al lóbulo posterior porque en él se encuentran nuestros
instintos más primitivos, como el control de los impulsos y el deseo sexual, y las
vocecitas que nos dicen que tenemos hambre o sed. No almacena ni la memoria,
ni la inteligencia ni la personalidad. Todo eso se almacena en los lóbulos central
y anterior, que seguirán siendo los de Edward. Por tanto, quedará la persona que
conocemos, solo que la bestia habrá desaparecido.
Se quedó mirando el cerebro con una fascinación morbosa.
Le señalé a Edward.
—Vas a tener que levantarle el torso para que pueda acceder a la parte
posterior de la cabeza.
Un relámpago iluminó la noche y sacudió los cristales de la ventana. Lucy
giró la cabeza, sobresaltada.
—Tenemos que darnos prisa —añadí—. Hay que valerse de la tormenta.
Nos movimos más rápido, levantamos el cuerpo de Edward y le hice unas
marcas en la nuca. Escogí un escalpelo y, con cuidado, realicé un corte la base de
la cabeza. La sangre goteó y me manchó el delantal, pues Edward no llevaba
muerto tanto tiempo como los demás. No me molesté en limpiarla. Me
embargaba la emoción. ¿De verdad volvería a sentarse? ¿Volvería a beber té, a
leer a Shakespeare y a jugar al backgammon tan mal como siempre?
—¿Es normal que sangre así?
Volví a la realidad cuando Lucy señaló con el mentón la sangre que le caía
por el cuello a Edward.
—Le he inyectado un anticoagulante. Hará que sangre más, pero también
ayudará a que se unan mejor los tejidos que tengo que volver a conectar.
Ayúdame; coge un trapo y límpiala.
Limpió la sangre con un paño y el hueso quedó al descubierto. El cráneo.
Hice una incisión de unos diez centímetros de diámetro justo por debajo del
occipucio y dejé al descubierto el tejido rosado de su cerebro. Tan sencillo… y
tan complejo a la vez.
Presioné la base del cerebro con el escalpelo y corté. Se me encogió el
estómago. Mientras observaba cómo Elizabeth trabajaba en el ojo de Moira,
había querido ser yo la que sujetaba el bisturí. Había querido cortar una parte
esencial del ser humano y volver a coserle otra; que era lo que estaba haciendo
en ese momento.
—Sigue sujetándolo sin moverlo y acércame ese escalpelo más grande.
Me conocía cada pliegue de la piel, cada articulación, cada arteria. Había
memorizado la anatomía humana de las páginas de un libro y ahora la estaba
tocando con mis propios dedos. Lucy me tendió la herramienta quirúrgica y se
apartó un paso. Me temblaban las manos, pero no tuve más que respirar hondo y
pensar en lo firmes que eran las de mi padre para que las mías también se
calmaran.
—Dios mío… —dijo Lucy, que me observaba arrobada—, has nacido para
esto.
Sus palabras, que había pronunciado casi sin aliento, denotaban orgullo y
sorpresa. Me pregunté cómo habría sido tener un padre que me hubiera apoyado
en lo que yo deseaba, que me hubiera ayudado a desarrollar mi talento. Ay, si mi
padre me hubiera enseñado como a Montgomery. Se habría sentido orgulloso de
mí.
—Sí. Ahora la arteria carótida… Tengo que cortar el tejido conectivo…
Conocía el procedimiento de memoria. Unos pocos cortes más y el lóbulo
posterior quedó expuesto. De él emanó tal olor a putrefacción que a punto estuvo
de caérseme el escalpelo del asco. El cerebro de reptil de Edward estaba
hinchado y parecía un tomate podrido. La superficie púrpura estaba surcada por
líneas negras. El tejido parecía fino y céreo y supuraba un pus muy amarillo por
un desgarro que tenía.
Aquel olor a huevo podrido hizo que a Lucy le dieran arcadas.
—¡Qué peste!
—Y tanto. Este es el problema —dije, mientras me tapaba con la mano la
nariz y señalaba los ganglios con el escalpelo—. ¿Ves el tejido conectivo? Está
corrompido. Los órganos de chacal que usó mi padre estaban infectados de rabia,
lo que se combinó con la malaria de la sangre de Montgomery.
Seguí con la mirada la forma en la que goteaba el pus. Estaba observando el
aspecto más animal, más físico de la bestia. Sabía que ciertas enfermedades,
como el cáncer, podían modificar la actividad cerebral. Aquel órgano hinchado y
enfermo había ido un paso más allá: había creado una segunda personalidad en
el propio Edward y no solo había jugado con su forma de ser y su temperamento,
sino que lo había cambiado a él en el plano físico.
La gasa estéril estaba sobre la mesa. Me la puse en la nariz y la boca para
amortiguar el olor antes de cortar con el escalpelo la base de la médula. La punta
afilada se clavó en ella como si fuera mantequilla. Salió un pus de un color
blanco amarillento. Lucy tuvo arcadas otra vez y se dio la vuelta, pero yo seguí
cortando. Unas pocas incisiones más y conseguí sacar el órgano enfermo. Con
las manos llenas de sangre y pus, destapé el tarro de cristal y deposité el órgano
en el interior; volví a cerrarlo enseguida. El terrible olor quedó allí contenido.
Dentro del tarro, el órgano parecía muy pequeño. ¿De verdad podía reducirse
toda una personalidad a pus y carne en un frasco de cristal? Me embargó la
nostalgia y una sensación de pérdida. La bestia había sido un monstruo; un
asesino. Sin embargo, en cierta manera, había sido la única persona que me
entendía.
—Juliet —dijo Lucy, sacándome de mi ensimismamiento—, la lluvia remite.
La tormenta no va a durar toda la vida.
La miré de pasada. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y tenía manchas de
sangre en la mejilla y en las manos. Qué rostro tan cándido, por mucho que ya
no quedara una pizca de inocencia en ella. Lo que estaba sucediendo en el
laboratorio iba a cambiarla para siempre.
Señalé la mesa con el mentón.
—Los grilletes; ayúdame a inmovilizarlo.
Cogió una de las pesadas esposas de cuero, que estaba polvorienta por la
falta de uso.
—¿De verdad es necesario?
—Ya has visto qué fuerza tiene Hensley. No vamos a arriesgarnos hasta que
no estemos seguras de que no es peligroso.
Ver aquel agujero en la parte de atrás de la cabeza de Edward la ponía
nerviosa, pero lo ató a la mesa mientras yo le cosía el lóbulo posterior del
vagabundo al bulbo raquídeo, conectaba las vértebras y los huesos y, por último,
lo vendaba.
—Lo peor de todo ya está —comenté mientras cogía el complicado sistema
de cables—. Lo que queda no es tan sangriento. Es lo mismo que hicimos con la
rata.
Me miraba fascinada mientras conectaba los nodos eléctricos a los puntos
neurológicos del cadáver: el nervio ciático, la base de la espina dorsal, los
nervios de sus muñecas… Empapamos dos esponjas en una solución de agua con
sal y se las pusimos a los lados de la cabeza. Aún se oían truenos. Era como si el
cielo estuviera igual de ansioso que nosotras por presenciar lo imposible.
Acabé de conectar los cables, me acerqué al armario y abrí uno de los
cajones, del que saqué la pistola plateada.
—No podemos arriesgarnos. Cuando te lo diga, baja la palanca, como la otra
vez.
Asió la palanca con la atención fija en la tormenta. El viento abrió la ventana
y la lluvia se coló en el laboratorio y nos golpeó en la cara.
Daba la sensación de que el tiempo pasara muy despacio. Contemplé la
habitación y la vi como en diferentes destellos: Edward, frío y muerto en la
mesa; Lucy, con los ojos fuera de las órbitas, aguardando la tormenta; la pistola
que llevaba yo en la mano. Se me erizó el vello de la nuca y sentí un hormigueo
nervioso que me subía por la parte de atrás de las piernas.
—¡Ahora!
Un relámpago sacudió el pararrayos y Lucy bajó la palanca. El equipo
empezó a soltar chispazos, porque hacía cuarenta años que no lo recorría un
voltaje como ese. Lucy estaba quieta, pero le centelleaban los ojos. A mí se me
aceleró el pulso cuando la electricidad empezó a chisporrotear por el pararrayos
y los cables, hasta llegar a Edward. Imaginé que la electricidad encontraba las
redes neurales, conectaba las sinapsis, viajaba por las extremidades hasta llegar
al centro del cuerpo, luego al corazón y a la cabeza, despertándolo todo con una
sacudida.
Siguieron cayendo relámpagos y oímos, a lo lejos, el estruendo de un árbol al
desplomarse. Me di cuenta de que alguien llamaba con fuerza a la puerta
principal… ¡No, llamaban a la del laboratorio! Era Balthasar. Me había oído
gritar, pero no podía parar. No podía ir a la puerta. No podía, ni siquiera, seguir
sujetando la pistola.
—¡Apágalo! —le grité a Lucy, que me obedeció de inmediato.
El equipo fue perdiendo energía y los cables chasqueaban. Olía a carne
quemada y a ozono. Lucy se dejó caer sobre la mesa, agotada. Se me habían
dormido los dedos, pero me obligué a despertarlos y a sujetar con fuerza la
pistola. Por instinto, apunté al cuerpo tendido sobre la mesa.
Balthasar volvió a llamar a la puerta con fuerza, preguntando a gritos si
estábamos bien.
—¡Sí! —respondí con voz temblorosa—. ¡Estamos bien!
—Juliet, mira… —me susurró Lucy.
Me acerqué sin dejar de apuntar a Edward al pecho. Aunque era casi
imperceptible, su pecho subía y bajaba. ¡Estaba respirando! La muñeca latía en
el grillete.
—Ha funcionado —dijo Lucy—. Lo hemos conseguido.
Trastabillé y me agarré a la mesa. Edward abrió los ojos poco a poco, por
mucho que pareciera imposible. Espirales verdes y marrones, borrosas.
Parpadeó.
Capítulo Veintiocho
—¡Edward! —dijo Lucy.
Corrió a su lado, pero la cogí con fuerza del brazo y la retuve.
—Espera. Apúntale con la pistola —dije, al tiempo que se la ponía en la
mano— hasta que te confirme que es seguro.
Edward volvió a parpadear y rezongó. Tenía los ojos vidriosos y no era capaz
de enfocar la mirada. Me acerqué con cuidado. Un paso. Otro. Un relámpago
iluminó el laboratorio.
—¿Edward? —dije. Me temblaban los dedos, pero lo toqué—. ¿Me oyes?
Murmuró unas palabras incoherentes y cerró los ojos. Le puse la mano en la
frente. Estaba fría, pero él estaba vivo. La sangre latía bajo la capa de sudor que
le cubría la piel. No sabía qué decir. Lo habíamos conseguido. Habíamos
vencido a la muerte.
—Debería comprobar su ritmo cardiaco y su respiración —comenté, aún
asombrada—. Asegurarme de que todo funciona bien.
Llevé a cabo toda una serie de pasos que conocía muy bien. Le controlé el
pulso, le tomé la temperatura. Estaba sorprendidísima de que su cuerpo
funcionase. Lo ausculté colocando el estetoscopio sobre la pálida piel y oí cómo
le latía el corazón. Lo diferente que podía ser la vida de un día para el otro. Ayer
no era sino un cadáver frío en el sótano y, en ese instante, estaba notando su
aliento en la mejilla.
¿También habría cambiado yo en ese mismo día?
—Tiene el pulso un poco débil, pero está dentro de los parámetros
circulatorios normales.
—Pero… ¿es él?
Lucy sujetaba la pistola con mucha fuerza.
Le levanté los párpados; uno primero y después el otro. Hasta cuando la
bestia tenía un aspecto más humano, había en sus ojos un fulgor amarillo dorado.
Ahora, los ojos vidriosos de Edward eran de color marrón oscuro, del color de la
turba. Sentí que me relajaba, como si me estuviera dando un baño caliente.
Murmuró unas cuantas palabras incoherentes y le olí el aliento: dientes sucios y
comida del día anterior. Desagradable, pero muy humano.
Solté una risa de alivio.
—Es él.
Lucy dejó la pistola y abrazó a Edward, llorando y acariciándole el pelo,
hablando de forma tan incoherente como él. Me quedé observando el
reencuentro con una mezcla de sorpresa y gratitud. ¿Por qué habría dudado de
que aquello era lo que tenía que hacer? Edward era uno de los nuestros y se
había sacrificado por nosotros. Ahora, le había devuelto el favor. Por fin, había
reparado la crueldad de mi padre al crearlo.
Se me ocurrió que, a partir de ese momento, siempre podría mantener a salvo
a mis seres queridos. Daba igual lo que sucediera —un accidente, una
enfermedad o un acto violento—, la muerte ya no era el fin. Podía reanimar a
Lucy, a Elizabeth o a Balthasar si les pasaba algo. Al día siguiente iba a casarme
con Montgomery y no me cupo duda de que teníamos toda una vida por delante
—muchas, de hecho—, sin miedo a que alguno de los dos muriera joven.
Cayó otro relámpago. La electricidad titiló y disminuyó de intensidad, tras lo
que se apagó. Nos quedamos a oscuras y Lucy ahogó un grito.
—He dejado una vela sobre el armario —me dijo.
La encendí a todo correr y la luz iluminó los cables y los interruptores de la
pared.
—Aquí es donde Elizabeth controla los sistemas eléctricos de la mansión —
le expliqué—. No tardará en venir para repararlos. Tenemos que irnos antes de
que vuelva.
—No creo que Edward pueda caminar.
Me mordí el labio. Había gastado toda mi energía en llegar a aquel punto y
no me había preguntado en ningún momento qué haríamos con él después.
—Ayúdame con los grilletes.
A la luz de una sola vela y a todo correr, le desatamos las esposas y lo
vestimos. Incapaz aún de enfocar la mirada, los ojos le iban para un lado y para
el otro. Tenía la frente empapada y febril. Mientras Lucy le ataba los botones de
la camisa, yo limpiaba nuestro rastro lo mejor que podía: limpié la sierra llena de
sangre, me deshice del cráneo vacío del pobre vagabundo y, por último, me
encargué de los cuchillos y del resto del instrumental.
Abrí la puerta. Balthasar seguía allí, en pijama. Soltó un quejido cuando miró
por encima de mí y vio a Edward gimiendo en la mesa de operaciones.
—Amigo, necesito tu ayuda una vez más para llevar a Edward abajo. Esta
vez no te voy a ordenar que lo hagas. Antes me he equivocado. Esta vez, te lo
pido como un favor. Puedes negarte si quieres.
Se balanceaba adelante y atrás, indeciso, hasta que Edward volvió a gemir.
—La ayudaré, señorita, pero solo porque el señor Edward me necesita. —
Hizo una pausa mientras se frotaba las manos—. Ya que soy libre para negarme,
¿puedo, también, pedirle una cosa?
—Por supuesto.
—Cuénteselo a Montgomery. O deje que se lo cuente yo. No está bien que se
lo oculte.
Edward volvió a gemir y Lucy me miró como si quisiera decir que no
podíamos quedarnos allí mucho más rato.
—De acuerdo —le respondí a Balthasar, un poco a la desesperada—. Te lo
prometo. Solo necesito un poco de tiempo para que Edward se cure. Se lo
contaré después de la boda, ¿te parece bien?
Asintió.
—Sí, señorita.
Entró atropelladamente y cogió a Edward con mucho cuidado.
—Llévalo inmediatamente a mi habitación —le pedí a toda prisa—. Hay un
biombo y un diván. Lo dejaremos allí hasta que esté consciente del todo. Luego,
lo llevaremos a un sitio más permanente hasta que pensemos cómo se lo vamos a
comunicar a todos los demás.
Seguimos a Balthasar por la escalera de caracol y por los pasillos. Por una
vez, agradecía la ausencia de electricidad, porque aquella penumbra nos permitía
avanzar ocultos entre las sombras. Por fin, llegamos a mi habitación.
—Gracias —le susurré.
Hizo una pausa antes de marcharse.
—Recuerde su promesa. No es bueno tener secretos, señorita.
Cuando se fue, Lucy me ayudó a tumbar a Edward en el diván y le acarició
el pelo sudoroso. Aún tenía los ojos vidriosos.
—¿Juliet? —murmuró.
Me arrodillé a su lado y le sequé el sudor. Todavía estaba muy frío.
—Sí, soy yo. Acabo de practicarte una operación muy complicada y tienes
que recuperarte.
—Morí… Creo que… morí.
Miré a Lucy. Tampoco había pensado en cómo explicarle lo que habíamos
hecho.
Llamaron a la puerta con suavidad. Lucy y yo nos dimos la vuelta,
sobresaltadas.
—¿Juliet? —dijo una voz. Era Montgomery—. ¿Estás despierta? Me ha
parecido oír pasos.
El terror se dibujó en mi rostro. Le puse el trapo en la mano a Lucy y le pedí
que mantuviera a Edward callado. Corrí hasta la puerta intentando aclarar mis
pensamientos.
—¿Montgomery? —dije a través de la puerta.
—No puedo dormir. Quédate conmigo esta noche. Quiero despertarme a tu
lado el día de nuestra boda.
Mi boda. Mañana. Me fijé en el biombo, detrás del que estaban Lucy y
Edward. Le contaría lo que acababa de hacer, tal y como había prometido,
cuando Edward recuperara las fuerzas y las cosas se hubieran calmado. Sería una
sorpresa chocante, pero acabaría entendiéndolo. Seguro que se alegraba de que
Edward volviera a estar con nosotros. Pero no me atrevía a decírselo aquella
misma noche.
—Creo… que da mala suerte, ¿no? Ver a la novia antes de la boda.
—Pero si no es ni medianoche. No hay ninguna regla acerca de ver a la novia
el día anterior.
Su tono de voz era alegre y juguetón, lo que contrastaba muchísimo con la
operación que acabábamos de llevar a cabo en el laboratorio.
Volví a mirar el biombo, tras el que Lucy le secaba la frente a Edward, que
intentaba incorporarse.
—Solo un beso.
Abrí la puerta, que tenía echada la llave, y entré a todo correr en su
habitación. Si se dio cuenta de lo nerviosa que estaba, no me cabe duda de que lo
atribuyó a la boda.
Se acercó un paso y me cogió por la cintura.
—Esta noche, solo un beso… —murmuró—, pero mañana, después de la
boda…
Le faltó gruñir mientras me besaba. Noté el latido de su corazón a través de
la fina camisa que llevaba, lo que hizo que el mío también cobrara vida. Al día
siguiente iba a casarme con un chico al que conocía de toda la vida. Edward no
podría asistir a la boda, pero me bastaba con saber que estaba vivo, que había
vuelto con nosotros curado por completo.
Montgomery apartó la cabeza y esbozó una sonrisita. Parecía muy joven y
estaba mucho más guapo que nunca.
—Te tiemblan las manos.
—Es que… estoy nerviosa por lo de mañana, no vaya a tropezarme camino
del altar.
—Si lo haces, yo estaré allí para cogerte.
Volvió a besarme, con más pasión esta vez, y bajó las manos hasta las
caderas. El reloj que había en la repisa de su chimenea empezó a dar las doce y
me aparté de él. Le sonreí, intentando fingir timidez.
—Ahora sí que da mala suerte.
Volví a mi dormitorio, cerré con llave y apoyé la cabeza en la puerta. Lucy
me observaba mientras le secaba la frente a Edward. Respiré hondo y dejé
escapar el aire poco a poco.
—No puede quedarse aquí —dije—. Hay que encontrar un escondite para
que pase allí el día de mañana… y algunos días más, mientras se recupera.
Podríamos llevarlo a la habitación de Valentina. Nadie ha entrado en ella desde
que murió.
Edward volvió a gemir y una sacudida le recorrió el cuerpo, como si todavía
estuviera acostumbrándose a él. Se tocaba el vendaje de la nuca, justo donde le
había reemplazado el lóbulo posterior.
—¿Y vamos a dejarlo solo durante la ceremonia? —preguntó Lucy.
Suspiré.
—Llevémoslo a la habitación de Valentina y, luego, ya veremos.
Nos costó ayudarlo a ponerse en pie. Parecía que hubiera recuperado algo de
fuerza, pero caminaba de forma extraña, como un autómata.
Respiré hondo. Solo tenía que mantenerlo en secreto hasta después de la
boda. No quería sufrir la misma maldición que Victor Frankenstein; no iba a
permitir que mi casamiento se convirtiera en una tragedia, menos aún después de
todo lo que habíamos sufrido Montgomery y yo y de que, por fin, hubiéramos
encontrado un sitio seguro en el que quedarnos.
«A partir de hoy, todo va a salirnos bien», pensé.
Capítulo Veintinueve
No dormí mucho. Lucy y yo pasamos horas con Edward en la habitación de
Valentina, comprobando su pulso y su respiración, intentando comunicarnos con
él, aunque movía de forma rara los ojos y las manos, como si hubiera cierta
desconexión entre el cerebro y el resto del cuerpo.
Por fin cayó dormido. En aquel estado, tenía un aspecto tan humano —tan
perfecto— que me quitó el aliento. Lucy corrió las cortinas en cuanto despuntó
el alba.
—Ve a la cama —me dijo—. Yo me quedo con él. Tienes que dormir un
poco. Lo necesitas. Es el día de tu boda.
Parecía irreal. Por precaución, le dejé la pistola. Edward se había mostrado
confundido y le daban temblores desde que lo habíamos reanimado, pero no
mostraba signos de violencia. Allí, viéndolo dormir, no podía creer que la bestia
hubiera existido.
«Somos más parecidos de lo que quieres admitir», me había susurrado en
una ocasión. Sentí un escalofrío al recordarlo. «Ya no», pensé.
Me dejé caer en la cama. Estaba agotada por la operación. Me dolían los
dedos, aunque era un dolor agradable. Los estiré y los chasqueé, como hacían los
granjeros después de pasar todo el día trillando. Mientras me quedaba dormida,
me pregunté si mi padre habría descansado alguna vez con aquella satisfacción.
Lo dudaba. Al fin y al cabo, él no había llegado a alcanzar su meta: crear la
criatura perfecta.
Pero yo sí.
Me despertaron más tarde, llamando a la puerta. Lo primero que pensé fue
que Edward estaba en una de las habitaciones de la última planta, así que salí a
todo correr de la cama y abrí. Media docena de caritas emocionadas me miraban.
Dejé pasar a Lily, a Moira y a las demás niñas, que sonreían de oreja a oreja.
—¡Hoy se casa, señorita! —chillaban, yendo de un lado para el otro con
cepillos, jabón y montones de cinta y encaje de color marfil.
Las observé aturdida y me llevé una mano a la cabeza. Intenté
tranquilizarme.
—Me alegro muchísimo de que hayáis venido a ayudarme —les dije,
intentando, una vez más, hacer pasar la sorpresa por nervios—, pero tengo que
comprobar una cosa primero. Enseguida vuelvo.
Me dirigí a toda prisa hacia la escalera que llevaba a la habitación de
Valentina, pero Moira chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—¡Oh, no, hoy no puede escaparse! McKenna quiere celebrar la ceremonia
cuando el sol esté en lo alto, cuando más bonitos están los páramos, y ha
dormido usted hasta tan tarde que no tenemos mucho tiempo para prepararla —
me dijo, al tiempo que miraba mis pies descalzos y fruncía el ceño—. Lo
primero es lo primero: ¡un baño!
Protesté, ansiosa por subir y asegurarme, aunque solo fuera un instante, de
que todo iba bien con Edward, pero no me lo permitieron. Me metieron en una
bañera de agua humeante, me frotaron con jabón de rosas y me untaron los
cabellos con aceites maravillosos, tras lo que me aclararon, me hicieron la
manicura y repasaron que no se hubieran dejado nada. Para cuando acabaron con
el baño, tenía los dedos arrugados y me rugía el estómago de hambre.
Cuando volvimos al dormitorio, Lily abrió las cortinas y empezó a airear el
corsé y las enaguas.
—Fíjese qué sol —me comentó a pesar de que el cielo estuviera moteado de
nubes—. Ya le dije que la tormenta amainaría. El vicario ha enviado una nota
para decir que no puede venir. Dicen las malas lenguas que anoche bebió
demasiado.
—McKenna se ha ofrecido a oficiar la ceremonia —añadió Moira mientras
me pasaba los dedos por el pelo—. Es capaz de falsificar la firma del vicario en
los documentos oficiales; no será la primera vez. ¡Y a él le da lo mismo!
Pasaron toda una hora jugando con mis rizos y aplicándome lociones en la
cara y en las manos, diciéndome cada dos por tres que iba a ser una novia muy
bonita y especulando acerca de quién sería la próxima. Lily votó por Lucy, y
Moira comentó que McKenna y Carlyle se darían cuenta de que estaban
apasionadamente enamorados desde hacía años. Cuando sugerí que a lo mejor
era Elizabeth la que se casaba, ambas se echaron a reír.
—Hablando de Lucy —comenté con la intención de desviar la atención del
emperifollamiento al que me estaban sometiendo—. No la he visto todavía, y me
gustaría mucho verla.
—Ha bajado a desayunar —comentó Lily—. Ha cogido la cesta entera de
bollitos y ha salido corriendo escalera arriba. Ha dicho que no quería que la
molestaran.
Hasta que McKenna no llamó a las más jóvenes para que la ayudaran en la
cocina, no pude librarme de Moira y de Lily y subir a toda prisa al desván.
Llamé a la puerta.
—Lucy, soy yo. ¿Qué tal está?
Abrió la puerta y miró a ambos lados para asegurarse de que no me
acompañaba nadie; luego, tiró de mí. Estaba tan radiante como yo…, ¡y eso que
a ella no le habían puesto cremas y ungüentos! Era fascinante ver cómo la
alegría podía trasformar a una persona.
—Pregúntaselo tú misma —me respondió, la mar de sonriente.

Edward no paraba de mirarse las manos.


Lucy lo había ayudado a levantarse de la cama y a sentarse en una silla
reclinable, junto a la ventana. Estaba sentado como cualquier caballero, aunque
todavía tenía la piel un poco sudada y me fijé en que le temblaban los músculos
cuando cogió el vaso de agua que Lucy le había ofrecido. Lo bebió como si no
hubiera bebido en la vida.
—No dejo de pensar en que van a salirme las garras de un momento a otro
—comentó con voz ronca. Se aclaró la garganta, levantó la mano y la cerró—.
Incluso cuando era capaz de controlar mi cuerpo, las notaba. Pero ahora… no
están.
Me miró. No había ni rastro de amarillo en sus ojos marrones.
—Por fin se ha ido —añadió—. La bestia. Antes siempre la sentía. Ahora no
hay nada.
Lucy le cogió el vaso. La miró con una sonrisa y le tomó las manos.
—Me ha explicado por encima el procedimiento que llevaste a cabo, pero
tengo preguntas.
—Te las responderé, pero deberías descansar. Lo que has pasado es muy
duro.
Volvió a cerrar las manos, maravillado.
—Yo tan solo quería ser una persona normal y tener una vida normal. No
imaginaba que tendría que morir para conseguirlo.
Sonreí. Aun reanimado, tenía mucho sentido del humor. Lucy también
sonrió.
—A mi entender, ahora eres de lo más normal —le dije—. Respiras más
despacio y también parpadeas menos, pero no es algo de lo que debamos
preocuparnos. Los niveles de Hensley también son más bajos.
—¿Hensley?
—Ah, me había olvidado de que no lo conoces —dije. No quise mencionar
que era quien le había arrancado el corazón a la bestia—. Es el hijo del profesor.
Ya lo conocerás. Le gusta internarse por los pasadizos que hay entre las paredes
y jugar con ratas. Es como tú… un reanimado.
Enarcó las cejas.
—¿Hay más como yo?
—Solo vosotros dos.
Me miró con atención.
—¿Dónde está Montgomery? Supongo que te ayudaría con la operación.
También quiero darle las gracias.
Lucy y yo nos miramos y, como no respondí de inmediato, no le costó
adivinar la verdad.
—No lo sabe, ¿verdad? Por eso me tenéis escondido aquí arriba.
Me adelanté y le cogí la mano húmeda con las mías, recién lavadas y
perfumadas.
—Te devolvimos la vida Lucy y yo. Se lo diremos pronto y estará encantado.
Hoy, no obstante… —dije, al tiempo que miraba de nuevo a Lucy. En ese
instante, Montgomery estaría poniéndose un traje y puede que compartiendo una
copa con Balthasar para calmar los nervios—. De Montgomery ya me preocupo
yo. Tú preocúpate de acostumbrarte a estar vivo de nuevo. Abre la boca, que
quiero comprobar unas cuantas cosas más.
Le metí un depresor metálico en la boca, le examiné las orejas y la nariz, y lo
anoté todo en una libreta. Siguiendo una especie de impulso, le tendí el depresor
y le dije:
—Toma, a ver si lo doblas.
Arqueó una ceja.
—Pero si es de acero.
—Tú inténtalo.
Lo cogió con ambas manos y, aunque no aplicó más fuerza de la que se
necesitaría para romper una cerilla, lo doblo con tanta facilidad como si tuviera
una bisagra. Contuve una exclamación.
—Fuerza sobrenatural. No me sorprende. Todos los seres humanos tienen
una poderosa fuerza latente, solo que estamos condicionados a respetar ciertos
límites para no hacernos daño. Dado tu estado, no sientes dolor, por lo que tu
cuerpo no debe de registrar las advertencias habituales.
—¿No siento dolor? —dijo. Estaba confundido—. Pensaba que era normal.
Me buscó con la mirada. Desde el día en que lo habíamos recogido en el
Curitiba, lo único que había querido era tener una vida normal.
—Ahora eres mejor que normal —le explicó Lucy con tacto—. No puedes
morir.
Aquella noticia hizo que se pusiera de pie, nervioso, pero el esfuerzo resultó
mayúsculo y tuvo que sentarse de nuevo.
—¿Cómo lo sabéis?
—A Hensley le sucede lo mismo —le comenté.
Se pasó una mano por la cara. Le habían salido unas profundas arrugas
alrededor de los ojos y de la boca. Me sentía capaz de imaginar parte del proceso
que estaba viviendo. Cuando yo me había curado en Londres, los terribles
dolores de las articulaciones habían desaparecido de la noche a la mañana. Mis
manos —como las de Edward en aquel instante— estaban la mar de bien, por
suerte. Curada. Y, aun así, la bestia había visto perfectamente a través de aquella
supuesta cura.
—Lucy, ¿podrías dejarnos un momento a solas?
Dudó un segundo.
—Por supuesto.
Salió de la habitación y cerró la puerta.
«Puede que el suero haya curado tus aflicciones físicas, pero no ha curado las
del alma», me había dicho la bestia.
—No puedo ni imaginarme cómo te sientes —le dije con dulzura—, pero
espero que no me odies por haberte devuelto a la vida.
Levantó la vista de sus manos.
—¿Odiarte? No, ¿cómo iba a odiarte? Sé que cuando nos conocimos, lo que
sentía por ti era muy impulsivo. Solo llevaba vivo unos meses y tú eras el ser
más bello que había visto. Me ha llevado algo más de tiempo darme cuenta de
qué significa, en realidad, amar —dijo, mientras miraba hacia la puerta por la
que acababa de salir Lucy—. A veces, el amor ha de crecer. En otras ocasiones,
es más tranquilo, no tan esperado; y no se parece en nada al que describen en las
novelas. —Me observó con aire serio—. Te agradezco que me hayas dado una
segunda oportunidad, aunque siempre seré un experimento, ¿verdad? Una
aberración. Alguien creado en un laboratorio.
Yo misma sabía lo que era ser una aberración, pero nunca había deseado una
vida normal, como él. Había soñado con tener una vida excepcional desde que
tenía uso de razón. Era ambiciosa, como mi padre.
—¿Te importa que te haga una pregunta? —le dije, mientras tamborileaba
con los dedos en la rodilla.
Negó con la cabeza.
—Cuando la bestia se hizo con el control de tu cuerpo, me dijo que tenía que
andarme con cuidado con Montgomery; que había quemado unos archivos y una
carta que me había escrito mi padre. —Tragué saliva—. ¿Sabes a qué se refería?
Se frotó los ojos.
—Me temo que no. Al cortar la parte de la bestia de mi cerebro, también has
cortado sus recuerdos. Puede que antes lo supiera, pero ya no.
Solté un suspiro largo.
—Ni siquiera debería habértelo preguntado.
—Montgomery es un buen hombre.
Lo miré sorprendida y él sonrió un poco, aunque tuve la sensación de que
aquel gesto le producía dolor.
—Aunque intentara matarme una o dos veces. Sé que solo estaba
protegiéndote. Hemos tenido nuestras diferencias, pero sé reconocer a una
persona con buen corazón en cuanto la veo, y si mi sangre tenía que salir de
algún lado, me alegro de que tu padre se la extrajera a él. Si Montgomery te
oculta algo, será por una buena razón.
Le di una vuelta al anillo muy despacio.
—El motivo de que quiera mantenerte escondido en el día de hoy es que…
Montgomery y yo vamos a casarnos. Después de la ceremonia, cuando haya
vuelto la normalidad a la mansión y estemos seguras de que estás bien, se lo
contaré.
Edward asintió con tranquilidad mientras yo mencionaba la boda, como si no
le sorprendiera, y me pregunté si Lucy se lo habría contado ya o si,
sencillamente, estaba tan exhausto que ni siquiera podía reaccionar. En el pasado
me había amado con pasión, pero aquella época había quedado atrás en algún
punto entre su muerte y su renacer.
—Me alegro. Te mereces ser feliz.
No respondí de inmediato.
—Tú también.
Lucy abrió la puerta, asomó la cabeza y me sonrió.
—Las chicas te están buscando por abajo. Es hora de que te pongas el
vestido.
Capítulo Treinta
Nunca había sido de esas chicas que sueñan con el día de su boda. Por el
contrario, había pasado la niñez mirando libros de biología y fisgando por el ojo
de la cerradura del laboratorio de mi padre. En aquella época, lo del matrimonio
me parecía algo muy lejano. El único hombre que me importaba era él.
Me senté al tocador de mi dormitorio y me miré en el espejo. A un lado
estaba mi ramo de novia, un ramillete de brezo seco y aromático, procedente de
la colección de hierbas de Valentina. Las chicas me habían puesto algo de color
en las mejillas, me habían empolvado la cara y me habían recogido el pelo tal y
como solía hacerse en las Tierras Altas.
Llamaron a la puerta. Casi se me cayó el ramo del susto.
—Adelante.
Era Elizabeth. Se había cambiado la habitual ropa de muselina por un vestido
como los que solía ponerse en Londres. Se sentó a mi lado y me colocó bien una
horquilla. ¿Qué habría pensado mi madre de mí? ¿Se habría imaginado el día de
mi boda? Si estuviera aquí, ¿me abrazaría y me diría que estaba orgullosa de la
mujer en la que me había convertido?
—Ya está —dijo, mientras me acariciaba uno de los rizos—. Estás preciosa.
Toqué el ramillete con cuidado. En una ocasión, uno de los amantes de mi
madre le había comprado una vajilla de porcelana con dibujos de brezo. Yo
tendría unos trece años. A ella le encantaba la buena porcelana, pero había
vendido nuestra vajilla para comprarme un vestido elegante.
«Solo hay una manera de que abandones esta vida, Juliet —me había dicho
—. Dentro de unos años tendrás que encontrar un jovencito respetable. Rico. De
buena familia. Encandílalo y haz que se enamore de ti y nunca, jamás, le digas
quién eres en realidad».
Montgomery no era de familia bien y tampoco tenía dinero, pero me amaba a
pesar de mis fallos y yo lo amaba a él a pesar de los suyos.
Elizabeth me ayudó a desatarme los lazos de la bata y, después, me pasó el
vestido con mucho cuidado por la cabeza. Esperaba que estuviera rígido porque
era nuevo, pero era suave como la seda. Cuando se arrodilló para ajustarme el
bajo, me pinché el dedo con un alfiler mal puesto del ramo y me salió una gotita
de sangre. Me flaquearon un poco las fuerzas. ¿Estaba tan enamorada como para
casarme? ¿Cómo reaccionaría Montgomery cuando le contara que tenía a
Edward escondido en el desván?
—¿Estás nerviosa?
—Un poco —le confesé—. Es difícil saber qué te deparará el futuro.
Me sonrió como si me entendiera muy bien.
—Venga lo que venga, lo capearemos. Además, pase lo que pase, no puede
ser peor que lo de la noche de bodas del pobre Victor Frankenstein, ¿eh? En esta
casa solo hay sitio para una boda maldita. Te lo prometo, nada de asesinatos,
ataques o monstruos acechando en las sombras. Sonríe y cásate con
Montgomery.
Tomé aire y asentí. Me apretó la mano. Se abrió la puerta y Balthasar asomó
la cabeza. Llevaba una pajarita que le habían hecho con un viejo fajín negro,
porque tenía el cuello tan ancho que no le valía ninguna de las normales.
Se cuadró.
—Estamos listos, señorita.

Me llevó por la escalera del brazo. Luego, salimos por el invernadero hasta el
jardín sur, donde las sirvientas estaban reunidas alrededor de un altar hecho con
follaje de invierno. Montgomery estaba frente a él. Se había peinado hacia atrás
y tenías las manos cruzadas delante. Hasta donde podía recordar, siempre había
estado en mi vida y, ahora, iba a estarlo para siempre.
No me había preocupado mucho por él cuando era una niñita tonta fascinada
por mi padre, pero ya no era una tonta. Le estaba ocultando lo de Edward, pero
él también tenía secretos. Con el tiempo, todo saldría a la luz, nos lo contaríamos
todo y nos perdonaríamos. Nos quedaban años por delante.
Di un paso. El dobladillo, de encaje, rozaba un poco el suelo. Lily y Moira
comentaron en susurros lo bonito que les parecía mi vestido. Me fijé en que la
pequeña Annabelle estaba detrás y que se tenía que poner de puntillas para ver
algo, hasta que Carlyle la aupó a sus hombros.
Le apreté el brazo a Balthasar.
—Siento mucho lo de anoche. Espero que me perdones. Eras el único en
quien podía confiar.
—No pasa nada, señorita —respondió, muy serio—. Ahora bien, recuerde lo
que prometió. Después de la boda, tendrá que decírselo.
Se irguió, como si se tomara su responsabilidad muy en serio. Era fascinante;
ningún ser humano perdonaría y olvidaría con tanta facilidad.
Lucy estaba a un lado del grupo, con un vestido púrpura y el reloj de bolsillo
de Edward resplandeciendo al cuello; ya no era un símbolo de su muerte, sino de
su vida. Me lanzó una mirada reconfortante, con la que me decía que todo iba
bien con él; seguidamente, sacó un violín y empezó a tocar un reel. Se me había
olvidado que sabía tocar. Y lo hacía muy bien, de hecho. El sol, ya de retirada en
el cielo, encontró huecos entre las nubes y proyectó una luz dorada sobre
nosotros. Balthasar me condujo hasta el altar.
—Montgomery dice que vamos a quedarnos a vivir en la mansión —me
susurró—. Dice que va a ser nuestro hogar.
Se me encogió el estómago. Aquello me recordó la huida de la isla, cuando
pensar que teníamos que dejar allí a Balthasar me había partido el corazón. Le
agarré el brazo aún con más fuerza y me tranquilizó saber que nunca tendría que
volver a tomar una decisión tan complicada.
—Por supuesto.
Sonrió y seguimos hasta llegar donde estaban los demás. Me dio una
palmadita en el brazo y se colocó al lado de Lucy, que le apretó la mano; él
respondió esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
Montgomery se puso a mi lado. Su presencia me reconfortaba tanto como la
luz del sol, y mi cerebro hacía un esfuerzo por asimilar todo lo que me rodeaba:
las flores, las nubes y mi futuro esposo, con las manos a la espalda.
—Queridos míos —empezó McKenna.
A continuación, leyó unas oraciones que ya había oído en las pocas bodas a
las que había asistido cuando era pequeña. No me interesaban las palabras: era lo
mismo que se decía en todas las ceremonias nupciales. Lo que me interesaba era
capturar los detalles del día que no podrían reflejarse en las páginas de un diario:
los brezales a lo lejos; ese mechón de pelo que le caía a Montgomery por encima
de los ojos; la manera en que flexionaba los dedos, que delataba lo nervioso que
estaba; Lucy cogiéndole la mano a Balthasar; Sharkey sentado a los pies de
Moira con un poquito de brezo atado al collar; el viento, en el que todavía se olía
la tormenta y que me rizaba el vestido y hacía que las aspas del molino giraran
con más rapidez. Quería recordar cada instante. Y, por encima de todo, quería
recordar a Montgomery.
Le cogí la mano. Sabía que iba en contra de la tradición que el novio y la
novia se tocaran durante la ceremonia, pero ya hacía mucho tiempo que no nos
comportábamos de acuerdo a las formalidades.
McKenna le pidió los anillos e hicimos nuestras promesas; a continuación,
me puso el anillo.
—Puedes besar a la novia.
Montgomery me dio un beso casto que, no obstante, encendió un fuego en
mi interior. Me refrené para no abrazarlo y no soltarlo jamás.
—Siento mucho que esta boda se celebre en momentos tan difíciles —me
susurró—, tan seguida del funeral de Edward, pero te quiero y siempre te querré.
Intenté no reaccionar ante aquellas palabras de forma extraña, pues, por lo
que yo sabía, Edward podía incluso estar observándonos desde el desván. Miré
hacia las ventanas de la habitación, pero el sol se reflejaba en ellas y me impedía
ver lo que había detrás. Me alegré al pensar que Edward volvía a estar con
nosotros y que, quizás, algún día Lucy y él ocuparían el lugar que ocupábamos
nosotros en aquel momento. Deseé que, una vez olvidado el pasado, los cuatro
pudiéramos dirigir la mansión Ballentyne.
Antes de que me diera tiempo a responderle, Lucy empezó a tocar una
tonada y las sirvientas vitorearon. Las más pequeñas se pasaban el brazo por la
cintura para darse calor y Elizabeth llevó a todo el mundo hacia el invernadero,
donde nos esperaba McKenna para servir el pastel. La oscuridad trajo consigo
una brisa gélida, pero me dio igual. En aquel momento, solo había una cosa que
me importara.
—Te amo —le susurré a Montgomery.
Sonrió, pero alguien me tiró del vestido para captar mi atención. Miré hacia
abajo y vi a Hensley vestidito con un traje elegante y una rata al hombro. Aquel
ojo lechoso suyo parecía mirar hacia la nada. Me recorrió un escalofrío por los
brazos al imaginármelo con el corazón de la bestia en las manos, pues tenía la
misma mirada que había tenido entonces.
—¿Qué pasa, Hensley? —le pregunté tan calmada como pude, aunque se me
desbocó el corazón.
Dos de las sirvientas más pequeñas se habían llevado a Montgomery a bailar.
—Tiene usted a un hombre escondido en el desván —dijo, al tiempo que
parpadeaba con aire solemne.
Capítulo Treinta y uno
Miré a Montgomery para asegurarme de que no podía oírnos. Busqué a Lucy con
la mirada, pero no estaba por ningún lado; lo más probable era que hubiera
subido a ver qué tal se encontraba Edward.
—He estado observando por las paredes. Es el mismo que asustó a todos el
otro día. Lo ha devuelto a la vida. Se suponía que no debía hacerlo.
Me latía muy fuerte el corazón. No podía dejar que se lo contara a
Montgomery esa noche; esa noche no. No quería romper en pedazos un día tan
feliz con una noticia tan impactante.
—Ven.
Lo alejé del grupo y me arrodillé a su lado con la intención de que si alguien
nos veía, pensara que era una escena dulce en la que la novia jugaba con un niño
en el día de su boda.
—Sé que parece que da mucho miedo, pero no es así —le expliqué a todo
correr—. El hombre que está en el desván es bueno. Es muy amigo mío y se está
recuperando porque ha estado muy enfermo. Mantengamos el secreto por ahora,
¿qué te parece? Como si fuera un juego entre tú y yo.
Notaba cómo el miedo se iba abriendo paso por mi cuerpo. Hensley era
impredecible y peligroso. Era imposible saber qué diría o cómo reaccionaría.
—Mi madre dice que no hay que reanimarlos, que pueden pasar cosas malas
—dijo, al tiempo que miraba en dirección a Elizabeth. Su mirada era muy fría—.
Debería contarle lo que ha hecho usted.
Empezó a caminar hacia ella y me lancé sobre él.
—¡No! No, escúchame, no va a pasar nada malo. No hay por qué
preocuparse de aquellos a quienes se trae de nuevo a la vida. Al fin y al cabo, a ti
no te pasa nada, ¿no? Tú solo mataste a la bestia porque nos estaba haciendo
daño, ¿no?
Sabía que no era así, pero intentaba persuadirlo. Por un instante pareció que
consideraba esa posibilidad, pero volvió a dirigirse hacia Elizabeth. Lo cogí de la
muñeca.
—Espera —le pedí a la desesperada—. Te contaré un secreto, pero tienes que
prometerme que no se lo dirás a tu madre. Puedo demostrarte que el hombre del
desván no es ningún peligro. Fíjate, a esta rata tuya le hice lo mismo, y es de lo
más normal, ¿no?
Frunció el ceño y miró la rata.
—¿A mi mascota?
Tragué saliva y añadí a toda prisa:
—Eres muy fuerte para ser un niño y, a veces, las aplastas sin darte cuenta.
Tu madre las tira y las reemplaza, pero esta es una reanimada. Y es buena, ¿no?
Es una mascotita la mar de dulce. ¿No te alegras de que haya vuelto? A mí me
pasa lo mismo con Edward. Con el tiempo, todo el mundo se alegrará de que
haya vuelto.
Apretó los dientes. Jamás había sido capaz de entender las expresiones de su
rostro. A la bestia, por ejemplo, la había matado casi sin pestañear. Cogió la rata.
Dios, lo que daría por poder saber qué estaba pensando.
—¿Hay más de una rata?
—Sí. Así es. Ahora tienes un secreto, igual que yo. Si guardas el mío durante
unos días, lo de que hay un hombre en el desván, te leeré todos los cuentos que
quieras. —Tragué saliva, preocupada—. ¿Trato hecho?
No respondió. Me miró con la vista perdida y se fue a toda prisa hacia la
casa. Inquieta, me quedé mirándolo. Por lo menos, Lucy estaba cuidando de
Edward, por lo que Hensley no intentaría hacer nada drástico como arrancarle el
corazón otra vez. Más tarde, le leería un cuento y, con un poco de suerte, seguro
que se olvidaba del asunto.
Montgomery me sacó de mi ensimismamiento cogiéndome de la mano y
llevándome a bailar con los demás. Me apoyé en él y lo olí. Memoricé su olor e
intenté no preocuparme por Hensley. Un día de felicidad, era lo único que pedía.
Abracé a Montgomery. Teníamos que celebrar una fiesta de bodas y,
después, una noche de bodas.

La tormenta empezó cuando caía la noche. Todos nos abarrotamos en el


invernadero para resguardarnos de la lluvia y, con tanta confusión, Montgomery
y yo conseguimos escabullirnos para estar un rato a solas. Riendo, subimos por
el retrato que había en la biblioteca y seguimos los pasadizos hasta el armario del
piso de arriba, por donde salimos al pasillo principal, cerca de mi dormitorio.
Las risas dieron paso a otros sentimientos. Estaba nerviosa, excitada y sentía
cierta aprensión. El único hombre con el que había estado era Edward, y aquella
noche no había tenido nada que ver con el amor, sino con la soledad, la
desesperación y la necesidad de sentir que no estaba haciendo nada malo…
aunque supiera a ciencia cierta que me había pasado de la raya.
Me abrazó. Él era lo que me unía al mundo real, no al otro mundo, ese
oscuro que tantas veces me había tentado. Cerré los ojos e intenté no pensar en la
inquietante conversación que había mantenido con Hensley.
—Juliet James —me susurró junto a la mejilla—. ¿Cómo te sientes ahora
que sabes que no volverás a ser una Moreau?
—No he pensado mucho en ello.
Me subió un escalofrío por la columna, como si me hubieran caído unas
gotas de agua helada. ¿Que ya no era una Moreau? ¿Acaso eso era tan fácil
como cambiar un apellido en un papel, el de mi padre por el de mi marido? ¿Era
Juliet James una joven diferente, normal? Me miré las manos, limpias, con la
alianza brillando en el dedo anular. Me había roto una uña.
—Ven —me susurró.
Me llevó a la puerta del dormitorio, me envolvió entre sus brazos y me dio
un beso tan natural y puro que no me di cuenta de quién abría y cerraba la
puerta, de quién llevaba a quién a la cama. Las rendijas de las ventanas dejaban
entrar un viento frío mientras Montgomery buscaba la fila de botones que el
vestido tenía a la espalda.
—Espera —le susurré, incapaz de sacudirme la sensación de intranquilidad
—. Quiero hacer una cosa primero.
Arqueó una ceja.
—Un solo momento y ni un segundo más.
Le di un beso en la mejilla y entré en mi habitación. Me quité los zapatos a
patadas y fui de puntillas hasta la puerta. Salí al pasillo y subí la escalera,
luchando con aquel vestido pesado y voluminoso. Daba igual cuánto lo intentara,
no podía olvidar lo que me había dicho Hensley. Tan solo quería ver qué tal
estaba Edward y asegurarme de que el chiquillo no le había hecho daño. Había
caído la noche y por las ventanas no se veía nada, aparte de mi reflejo. Con tanto
maquillaje y aquel recogido, me costaba reconocerme.
Recordé una fotografía que le habían hecho a mi madre cuando yo no era
más que un bebé. Debía de tener aproximadamente la misma edad que yo en
aquellos momentos. Por un instante, tuve la sensación que era mi madre quien
me observaba desde el cristal de la ventana. Al principio, me quedé sorprendida,
pero luego me sentí reconfortada. Montgomery tenía razón: ella había estado a
mi lado en todo momento, por mucho que fuera un recuerdo más atenuado que el
de mi padre. Ahora empezaba a darme cuenta.
Hice el resto del trayecto corriendo y llamé a la puerta del que había sido el
dormitorio de Valentina. No respondió nadie, así que giré el pomo y eché una
ojeada.
En la mesita de noche había una vela encendida. Lucy y Edward yacían en la
cama, sumidos en un sueño profundo, efecto del cansancio. Estaban vestidos,
aunque a ella se le había caído uno de los tirantes del vestido y él tenía la parte
superior de la camisa desabrochada. Ella le pasaba un brazo por el pecho, y él
tenía el rostro enterrado en el hombro de ella. Era una escena sencilla y muy
dulce. Edward suspiró en sueños y la atrajo hacia sí, como cualquier otra pareja
del mundo en la cama.
Miré la chimenea en donde estaba la trampilla para entrar a los pasadizos. Al
día siguiente la tapiaría para que Hensley no pudiera entrar; por si acaso.
Además, le contaría a Montgomery lo de Edward cuanto antes y se lo diríamos
juntos a Elizabeth. No le iba a hacer gracia pero… ¿qué otra alternativa tenía
sino aceptarlo? También había aceptado a Hensley, ¿no? Con el tiempo, acabaría
aceptando a Edward.
Me sentía satisfecha, así que cerré la puerta con cuidado para no
despertarlos. ¿Acaso había algo mejor en el mundo que tener a mi marido
esperándome abajo y que mis dos mejores amigos estuvieran sanos y
enamorados?
Volví de puntillas a mi habitación y me puse algo de perfume en los hombros
para justificar mi ausencia; luego llamé a la puerta de Montgomery.
Nada más abrirla, tiró de mí.
—Eso han sido dos momentos. ¿Pretendes torturarme?
—Quizá —le susurré—. Anda, bésame.
Era una orden que no le costó nada cumplir. Buscó de nuevo la fila de
botones y los desabrochó con gracilidad, ansioso por sentir el tacto de mi piel.
Me acarició la cicatriz que tenía en la espalda, pero le aparté las manos y me
quité los tirantes de lencería con los botones nacarados, hasta quedarme en ropa
interior: una blusa fina, el corsé y las enaguas, que me llegaban hasta las rodillas,
todo ello con cintas de color marfil.
—Nunca he visto nada tan bonito —dijo.
Me di la vuelta para que me desanudara el corsé, que dejó caer al suelo. Se
soltó el corbatín y lo tiró a la pila de ropa junto con su chaqueta negra, tras lo
que se quitó la camisa por la cabeza.
—¿Seguro que estás preparada?
Le tapé los labios con el dedo.
—Eras tú quien quería esperar, no yo.
Con algo parecido a un gruñido, me pasó un brazo por la espalda y me dio un
beso muy dulce al principio, luego ya no tanto. Me dejé llevar mientras oía cómo
el viento golpeaba en las ventanas. Hacer el amor con Montgomery no tenía
nada que ver con lo que había ocurrido entre Edward y yo. Aquello había sido
apresurado, ansioso. En el caso de Montgomery era amor. Puede que la noche de
bodas de Victor Frankenstein hubiera acabado en tragedia, pero la historia no
siempre se repite. A veces, las cosas salen bien.
Nos quedamos dormidos, abrazados, mientras el viento seguía soplando. Ni
siquiera dormida quería que se alejara de mi lado. Soñé que estábamos en mi
casa de la plaza Belgrave, que teníamos hijos y que los pasillos olían a rosas.
Soñé que un día, al cabo de muchos años, podíamos dejar Ballentyne sin miedo
y viajar a París, Nueva York y Roma.
Me sumí en un sueño profundo y me llegó otro olor. De pronto, Montgomery
tensó el brazo con el que me rodeaba y me sacudió hasta que me desperté del
todo.
—¿Hueles a humo? —me preguntó justo cuando empezaban a oírse gritos
por la casa.
Capítulo Treinta y dos
Nos pusimos algo de ropa y corrimos por los pasillos a oscuras, hacia donde se
oían los gritos. A punto estuve de resbalarme por la escalera, pero Montgomery
y sus rápidos reflejos lo impidieron. Humo. Chillidos. Aún era de noche, aunque
no podía faltar mucho para que amaneciera. ¿Qué había sucedido? ¿Habría caído
un rayo en la casa?
Llegamos al vestíbulo y nos giramos con intención de localizar el origen de
tanto alboroto. Oímos pasos en la cocina y Lily apareció, esforzándose por llevar
un cubo de agua. Llevaba puesto el camisón y en sus ojos se advertía una mirada
de terror.
—¡Es en la torre sur, señorita!
«El laboratorio». Corrimos escalera arriba, pero se abrió una puerta y nos
quedamos sorprendidos. Moira salía tambaleándose del dormitorio de Hensley,
envuelta en humo. Se apoyó en la pared y empezó a toser.
—¿Qué ha sucedido?
Gritó y me embargó el pánico. La habitación de Hensley. La habitación
secreta de las ratas acerca de la que le había hablado.
«No, no, no…».
—¿Hay alguien herido? —preguntó Montgomery.
Cerré los ojos. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que enfrentarme a
aquella habitación, temerosa de lo que pudiéramos encontrar en ella… y del
papel que yo había tenido en aquello.
Moira gritó más fuerte.
—¡Es la señora! —dijo, medio asfixiada—. ¡Y Hensley…!
Abrí los ojos y tomé aire asustada. Entramos en el dormitorio y me quedé de
piedra. Me esperaba un gran fuego. Muebles quemados. Todo destruido. Pero
estaba como la última vez que había subido allí, como si las llamas ni lo
hubieran tocado; excepto por las manchas de humo del techo, que provenían de
la habitación secreta en la que Elizabeth guardaba las ratas para Hensley. La
puerta estaba rota.
—Ahí —dije con voz muy débil, mientras señalaba la habitación secreta—.
Ahí dentro.
Montgomery abrió la puerta de par en par y se quedó pálido.
—Dios mío —dijo. Se quedó en el vano, tratando de que yo no viera la
escena—. Ha tenido que ser un accidente. Lo siento mucho. Y, además, en una
noche como esta.
Empezó a darme vueltas la cabeza. Aquello parecía surrealista.
—Déjame pasar —le dije, aunque mi voz sonaba como si estuviera muy
lejos de allí—. Tengo que verlo.
—No deberías.
Pero era demasiado tarde, porque lo sorteé. Me quedé sin aliento, pues el
olor a humo seguía siendo muy fuerte. El fuego se había extinguido. Las jaulas
de las ratas estaban calcinadas, como los dos cuerpos humanos que yacían en el
centro de la habitación. Estaban tan quemados que era imposible reconocerlos y,
al mismo tiempo, estaba clarísimo quiénes eran. Una mujer y un niño. Elizabeth
y Hensley.
Ambos muertos.
Se me revolvió el estómago. Me incliné y vomité una y otra vez. El humo
procedía de ellos. Algunas ratas que habían escapado correteaban entre las
cenizas de ambos, entre su carne y su sangre. Tosí y me dieron arcadas, pero era
imposible deshacerse de aquel sabor a humo que tenía en la garganta.
—Asesinados… —murmuró Montgomery, tras lo que se quedó rígido—. Ha
tenido que ser Radcliffe. ¡Debe de estar aquí! —dijo, echando a correr hacia la
puerta—. ¡Moira, ve a buscar a Balthasar! ¡Da la alarma! ¡Radcliffe nos ha
encontrado…!
—No —le interrumpí—, no ha sido él.
Me fijé en otro cuerpecito que había entre las cenizas, aunque estaba
carbonizado. Era una de las ratas blancas. Me embargó una terrible certidumbre
mientras me agachaba y reconocía las heridas del costado, que le había
provocado yo durante el procedimiento de reanimación.
Era la rata a la que le había devuelto la vida. Se lo había contado a Hensley.
Me había dado la sensación de que el animal era inofensivo; y lo más probable
es que así fuera. Pero Hensley no.
—Jack Serra nos habría avisado en caso de que Radcliffe hubiera descubierto
nuestro paradero —le susurré mientras volvía a cerrar los ojos. Tuve que hacer
un esfuerzo por mantenerme de pie—. Y tampoco ha sido un accidente. Ha sido
Hensley.
Moira dejó escapar un grito.
—La ha matado. Mira, tiene el cuello roto. Lo mismo que hacía con las ratas.
Me sentía tan culpable que no tenía ni fuerzas para mantenerme de pie.
Estaba tan desesperada cuando le había contado a Hensley la verdad acerca de
las ratas. Debería haber tenido más cuidado después de ver lo que le había hecho
a la bestia y después de ver los moratones de la muñeca de Elizabeth. Debía de
haberse enfurecido y la había matado. Luego, se habría matado él, al darse
cuenta de lo que había hecho.
Me dejé caer de rodillas y me tapé la cara con las manos. Montgomery
contemplaba los cadáveres con los ojos abiertos de par en par; la idea era
aterradora. No pude evitar soltar una risotada de loca y me tiré contra la pared.
—Sí que se ha repetido la historia —dije tosiendo—. Una noche de bodas
maldita. Ay, Dios, ¡como la de Victor Frankenstein!
Montgomery frunció el ceño, pero antes de que pudiera explicarle nada,
Lucy entró por la puerta en camisón, seguida de Balthasar.
—He olido a humo… —acertó a decir antes de quedarse muda.
Balthasar miró las ratas que se arrastraban por entre los cadáveres calcinados
y abrazó con fuerza a Lucy.
—Balthasar, no dejes que lo vea —le dije—. Llévatela de aquí.
Lucy lloriqueaba mientras Balthasar se la llevaba hacia la escalera. Lily llegó
con el cubo de agua, pero lo dejó caer en cuanto vio la escena. Un agua helada
me empapó las zapatillas.
—Ay, Dios mío… —susurró, y seguidamente se echó en la cama de Hensley.
Di un paso tembloroso hacia los cadáveres quemados, que no eran más que
hueso y cenizas. Al arrodillarme, toqué con el vestido la pierna de Elizabeth, que
se deshizo en polvo. Me aparté, por miedo a estropear sus cuerpos aún más.
—Nos lo dio todo —dije.
—Así es —comentó Montgomery—. Te lo dio todo. Lo que significa que
ahora eres la señora de Ballentyne —dijo. Contempló la habitación de Hensley,
donde McKenna sujetaba a dos de las sirvientas más pequeñas contra sus faldas
para que no vieran la horripilante escena—. Ahora tendrás que ser tú quien las
guíe.
Lo miré impotente.
—¿Que las guíe yo? —dije, bajando la voz hasta convertirla en un susurro—.
Pero si casi he matado a la señora con mis propias manos, Montgomery. Anoche
le conté lo de las ratas a Hensley. Eso es lo que ha hecho que se enfurezca.
Dudó unos instantes, pero negó con la cabeza y me acarició el pelo para que
me tranquilizase.
—Este chico era impredecible. Ya le había hecho daño antes. No hay manera
de saber a qué se ha debido, si ha sido por algo que se le ha dicho hoy o hace un
mes. Lo único que importa es que la habitación está llena de mujeres que te
necesitan.
Miré hacia atrás, por la puerta abierta. Moira volvió a sollozar y McKenna se
le acercó y la consoló frotándole la espalda. Por encima de los hombros de las
demás, el ama de llaves me buscó con sus ojos rodeados de arrugas. Me
esperaban. Esperaban mi liderazgo.
Allí, de pie, lo único que quería era limpiarme la ceniza negra de las manos y
del vestido. Estaba amaneciendo.
—Moira, Lily, llevad a las pequeñas a dormir —dije, sin reconocer apenas el
sonido de mi voz.
—¿Y qué hacemos con las cenizas, señorita? —me preguntó McKenna con
calma.
Miré las cenizas húmedas que tenía en las manos. No podía pedirle a ella que
limpiara las cenizas de su queridísima señora.
—Tráeme un cubo, que yo me encargo.
Enarcó una ceja, pero le musitó algo a una de las pequeñas, que salió
corriendo a buscarlo. Las demás, secándose las lágrimas, se marcharon con una
energía aterradora. A los pocos minutos, solo estábamos Montgomery y yo.
—No puedo hacerlo —le susurré—. Elizabeth era su líder. Las sirvientas la
obedecían. Lo sabía todo de la mansión, cómo sacarla adelante y protegerla. Yo
no puedo hacerlo sola.
—Es que no estás sola.
Empecé a caminar de uno a otro lado, presa del pánico, porque la realidad de
aquella situación me superaba.
—A ella la querían. Habrían hecho cualquier cosa por ella. Les puso manos,
Montgomery. Manos, pies, ojos, órganos. ¿Qué voy a darles yo?
—No la querían porque fuera una cirujana excepcional. La querían porque
era buena, generosa y fuerte —dijo, mientras se acercaba a mí y me frotaba las
manos—. Igual que tú. Por eso te nombró su heredera, Juliet. Confiaba en ti y
ellas también lo harán.
—¿Que confiaba en mí? Pues no debería haberlo hecho. Lo he fastidiado
todo, como siempre.
—No es verdad.
Me apoyé en él, cerré los ojos y deseé que no estuviéramos ante aquellas
cenizas. El peso que ponían sobre mis hombros era insoportable. Ni siquiera
tenía claro que quisiera ser la heredera de Ballentyne y, de pronto, ¡era su
señora!
Oí un ¡clan! metálico junto a la puerta, pero cuando me giré, solo vi un cubo
con un cepillo; la chica que lo había traído se había ido. Respiré un poco del
espíritu de Elizabeth, cogí el cubo y me arrodillé. Montgomery se arrodilló a mi
lado. Juntos, pasamos la mañana borrando los rastros de la existencia de
Elizabeth y Hensley. Llevamos las cenizas a la calle y las lanzamos al viento.
Íbamos a tener que celebrar un funeral pronto, porque el servicio querría
despedirse de ellos, pero no me sentía con fuerzas para vivir otra ceremonia así.
No tan pronto después de la muerte del profesor. Y de la de Edward.
Y de la de mi padre.
Desde los páramos, bajo el sol de mediodía, Ballentyne parecía un ancestral
castillo de leyenda. Era un santuario, pero no solo para mí, sino también para las
niñas, que habían llegado hasta allí atraídas por las habilidades curativas de
Elizabeth. ¿Tendría que coger el escalpelo y continuar con su trabajo si llegaban
otras?
Miré a Montgomery de reojo. Los secretos habían provocado aquella
tragedia: que Elizabeth le ocultara lo de las ratas a Hensley; que yo le ocultara a
Montgomery lo de Edward. Ahora estábamos casados y estaba harta de secretos.
—Tengo que contarte una cosa. Es parte de la razón por la que Hensley
estaba enfadado. Es por Edward… y por algo que he hecho.
—Espera —dijo, concentrado en la carretera bordeada de árboles que
cruzaba los páramos—. Viene alguien.
Miré corriendo. Un único jinete a lomos de un caballo viejo y delgado
apareció entre los árboles y se acercó a la mansión poco a poco. Me preocupé.
¿Un extraño? ¿Ahora? ¿Sería una chica que buscaba que la curasen? ¿Un espía
de Radcliffe?
—Vamos —le dije, decidida a contarle lo de Edward cuanto antes mientras
íbamos a todo correr hacia el desconocido.
Llevaba una capucha que no nos permitía verle la cara y detuvo el caballo
cuando nos vio aparecer en la carretera.
Montgomery chasqueó los nudillos y caí en la cuenta de que no llevaba ni
pistola ni cuchillo. Fuera quien fuera, había llegado en el momento en que más
vulnerables éramos.
—Descúbrete —le ordenó Montgomery.
El hombre se quitó la capucha poco a poco. Yo también tensé las manos, lista
para pelear si era necesario o para salir corriendo a la mansión a dar la alarma.
Pero en cuanto vi su piel oscura y sus ojos, aún más oscuros, me tranquilicé.
—Es Jack Serra —dije—. Temía que fuera usted uno de los secuaces de
Radcliffe.
Aunque estaba aliviada porque se tratara de una cara familiar, me embargó la
preocupación. Elizabeth lo había enviado para espiar al padre de Lucy. ¿Y si
había venido a decirnos que Radcliffe había descubierto dónde nos
escondíamos?
Montgomery estaba demasiado tenso y miraba inquieto al adivino. Recordé
entonces que no se habían conocido cuando había llegado la compañía de artistas
ambulantes.
—Tranquilo, es el espía que Elizabeth mandó a Londres. Es un amigo.
—Sé perfectamente quién es.
La expresión de su rostro dejaba clarísimo que no confiaba en él lo más
mínimo. Me llevé las manos al pecho porque, de repente, tenía mucho frío y me
aparté un paso de Jack Serra. ¿Habría hecho mal al confiar en él? ¿Habría
cometido una grave equivocación al contarle tantas cosas sobre nosotros?
El jinete esbozó una sonrisa críptica.
—Hombre, Montgomery.
Montgomery ni pestañeó.
—¿Qué haces aquí, Ajax?
Capítulo Treinta y tres
«¿Ajax?».
Aquel nombre me hizo pensar en la isla de mi padre. La última vez que había
visto a Ajax —Jaguar, como se hacía llamar entonces— casi había recuperado
del todo su forma felina, caminaba a cuatro patas, estaba cubierto de grueso pelo
amarillo y negro, y era incapaz de hablar.
¿Jack Serra era Ajax, una de las creaciones de mi padre?
Se oyó un trueno a lo lejos y empezó a llover en los páramos. Montgomery
echó mano a la pistola.
—No vas a necesitarla, hermano. He venido a ayudaros, no a haceros daño.
Silbó y el resto de los histriones aparecieron por detrás de los árboles,
algunos a caballo, otros a pie, pero todos ellos con una capa que escondía su
traje de raso. Reconocí al más mayor, el que me había parecido el líder en su
momento, y también a la vieja que eructaba.
—Igual que mi gente. Nos vais a necesitar.
Se oyó un portazo en el patio y Lucy llegó corriendo, seguida de Balthasar.
No podía dejar de mirar el rostro de Ajax. Me sentí como una idiota por no
haberlo reconocido antes pero… ¿cómo iba yo a saber cuál era su aspecto
cuando estaba desarrollado en forma humana? Montgomery nunca me había
contado que cuando Ajax era un hombre, tenía la piel negra y una sonrisa
misteriosa. De hecho, solo me había contado que era una de las mejores
creaciones de mi padre y que podía parecer tan humano como Edward.
Ahora, mirándolo más de cerca, aquellas palabras cobraban sentido. Esa
sensación extraña de que lo conocía y de que él me conocía a mí. Pues claro que
me conocía, pero no tenía nada que ver ni con las premoniciones ni con adivinar
la buenaventura. En la isla habíamos hablado. Me había ayudado a salir de la
selva. Me había mirado a los ojos y, en silencio, me había implorado que abriera
la puerta del laboratorio para entrar y matar a mi padre.
Se me quedó mirando como si fuera capaz de leerme el pensamiento. En sus
ojos marrones relucieron motitas doradas y me quedé sin aliento. Sus ojos no
habían cambiado.
Lucy y Balthasar llegaron hasta donde estábamos.
—El adivino —dijo ella sorprendida. Luego se fijó en el resto de la comitiva
—. Habéis vuelto.
Montgomery frunció el ceño.
—¿Adivino?
—Ha estado haciéndose pasar por adivino —le expliqué—. Él y su compañía
estaban en la posada de la carretera de Inverness y actuaron en la fiesta de la
Noche de Reyes —dije, volviéndome hacia Jack Serra—. ¿Por qué os habéis
ocultado de Montgomery todo este tiempo?
—Me habría reconocido y la cuestión es que tenía que encargarme primero
de unos asuntos y necesitaba permanecer en el anonimato —dijo, al tiempo que
miraba a Balthasar—. Él sabía quién era, pero sabes bien cuál es tu lugar en la
manada, ¿eh, hermano? Le pedí que mantuviera mi identidad en secreto y no le
quedó otra que obedecerme.
Miré a Balthasar, que se había llevado las manos a la cabeza como si se
sintiera culpable. Vaya, así que yo no era la única que se aprovechaba de su
naturaleza animal.
Las nubes habían llegado y aquí también estaba empezando a llover, pero
nadie se movió.
—No lo entiendo —dijo Lucy mientras miraba a Jack—, entonces, ¿eres una
creación? ¿Como Balthasar o Edward?
—Así es, señorita Radcliffe.
—¿Quién te ha devuelto la forma humana?
—Yo.
Me quedé de piedra al ver que era Montgomery quien había respondido.
—Cuando te fuiste de la isla, Juliet, aquello era el caos. Los hombres bestia
estaban de lo más salvajes y la otra mitad de Edward había escapado. Necesitaba
ayuda, así que fui a ver a Ajax. Le imploré que me permitiera devolverle la
forma humana para que me ayudara a dar caza a Edward. Estuvo de acuerdo y
salimos juntos de la isla: Balthasar, él y yo —dijo, tragando saliva. Una
expresión dolida y desconfiada cruzó su rostro—. Pero Ajax desapareció en los
desiertos del sur de Marruecos. No habíamos sabido nada de él hasta ahora
mismo. —Lo miró—. Confié en ti hasta el punto de poner mi vida en tus manos,
pero nos abandonaste.
—Siempre hemos sido amigos, pero no soy ningún sirviente. Soy mi único
amo.
—Entonces, ¿por qué has vuelto? Si lo que buscas es vivir las experiencias
de los seres humanos, deberías ir a Francia, o a Australia, o podrías haberte
quedado en el desierto.
Jack me señaló.
—He venido por ella.
Todos me miraron, lo que me incomodó. Me sequé el agua de la cara para
disimularlo.
—Es la hija de Moreau —continuó—. Me impuse la misión de acabar con la
labor del doctor y resulta que su crueldad ha anidado en ella. Tenía que
asegurarme de que elegía un camino diferente.
Me quedé boquiabierta. La buenaventura, aquellas palabras crípticas que me
había dicho acerca de mi padre y de mi destino… no eran más que parte de un
plan estudiado para saber si yo era tan cruel como mi padre. Hice un gesto de
dolor mientras cogía el amuleto que me había dado.
—¿Y qué más te da que elija el camino de mi padre? —le pregunté airada—.
¿Me matarías, como lo mataste a él?
—Sí.
La franqueza de su respuesta fue como recibir una bofetada. Montgomery
sacó la pistola y yo di un paso atrás, pero Jack suavizó la mirada.
—Pero no eres como él. Me di cuenta el día en que viniste a mi tienda en el
campo. No era tu destino lo que más te preocupaba, sino el de tu amigo enfermo.
Henri Moreau jamás se preocupó por nadie que no fuera él. Si se dio a la maldad
fue por egoísmo. Tú te has sentido atraída por la oscuridad, pero no es eso lo que
se ha asentado en tu cabeza, sino la perspectiva de salvar la vida de un amigo. —
Hizo una pausa—. Puede que seas implacable, pero no eres cruel, guapa. Una
muchacha decidida, pero no una loca.
—Así que has tomado la decisión de no matarme, sino de ayudarme.
Asintió.
—Me parecía lo justo.
Montgomery musitó una maldición mientras yo miraba a Jack de modo
inexpresivo. ¿Debería estar enfadada porque me había mentido, me había
juzgado y casi me había asesinado… o debería darle las gracias porque había
cambiado de opinión?
Resultaba increíble que estuviera allí, acompañado de aquella variopinta
compañía de personas con capa y trajes de raso. Una nueva preocupación me
revolvió las tripas.
—El resto del grupo… ¿también está formado por creaciones de mi padre?
El tipo delgaducho de vientre abultado soltó una risotada y la anciana bufó.
Jack sonrió.
—No, pero todos somos inadaptados que viajamos por el mundo, lo que es
razón más que suficiente para que nos asociemos.
Me llevé una mano a la cabeza. Todavía estaba azorada por la muerte
repentina de Elizabeth y por el hecho de que no le hubiera contado aún a
Montgomery que tenía a Edward escondido en el desván. Y por el hecho de que
Ajax hubiera querido matarme.
—¿Por qué habéis venido? —le preguntó Montgomery.
—Para ayudaros, como ya he dicho. Elizabeth me pidió que localizara a John
Radcliffe y que determinara si era una amenaza. Los míos han estado
siguiéndolo por medio país mientras os buscaba. Ha estado sobornando a la
policía. Trabaja con ella y a espaldas de ella. —Tanto los demás miembros de la
compañía como él pusieron cara seria—. Vas a necesitar nuestra ayuda,
jovencita. Ha descubierto dónde estás y, mientras hablamos, se dirige hacia aquí
con un par de docenas de policías pagados por él.
Me quedé sin aire y Lucy soltó un gritito.
—Es imposible —dijo Montgomery—. No consta que la mansión le
pertenezca a Elizabeth y el tipo no nos siguió hasta aquí; estoy seguro.
Jack señaló a la anciana, que sacó un papel arrugado del bolsillo y se lo
tendió a Montgomery.
—Es una carta escrita a la señora Margaret Radcliffe —nos explicó Jack—,
la esposa de John Radcliffe. La enviaron hace una semana —dijo. Luego hizo
una pausa—. Está escrita por la hija de ambos. En ella se explica dónde está la
mansión.
¿La hija de ambos? Nos giramos hacia Lucy, que estaba boquiabierta. Dio un
paso atrás.
—No, no, no. Yo jamás haría eso.
—Es tu firma —le soltó Montgomery, enseñándole la carta.
—Escribí una carta, sí, eso es verdad —respondió pálida—. Cuando leí aquel
artículo acerca de lo mal que lo estaban pasando mi padre y mi madre por mi
ausencia, no podía permitir que se preocuparan. Les escribí una carta para
explicarles que estaba bien. La envié desde Quick, pero no puse remite, lo juro.
¡Y, desde luego, no les decía que estaba escondida en el norte de Escocia!
Jack miró a la anciana.
—Genevieve se hizo pasar por una viuda rica y los Radcliffe la invitaron a su
casa. Consiguió escabullirse un instante y encontró la carta en el estudio del
señor Radcliffe. En ella, la señorita Radcliffe hace referencia a un extraño tipo
de brezo que solo crece cerca de Quick. Radcliffe ha usado esta información
para localizar Ballentyne en los informes de impuestos y descubrir el lazo que
tiene con la familia de Elizabeth von Stein.
Lucy contuvo una exclamación.
—Oh, por Dios, Juliet, tienes que creerme. Tan solo pretendía contarle a mi
madre lo bonitos que son los páramos. No quería que se preocupara por mí.
Nunca habría revelado a posta nuestro paradero. ¡Nunca!
—Te creo —dije calmada—, pero eso no cambia el hecho de que ya sabe
dónde estamos. —Me dirigí a Jack—. ¿A qué altura se encuentra ahora?
—Cuando los hemos dejado, se preparaban para salir de Inverness. Me he
tomado la libertad de abrir los diques entre el pueblo y la mansión para inundar
la carretera a nuestro paso. Eso los detendrá un tiempo, pero tampoco mucho.
Los páramos y las ciénagas absorberán el agua o Radcliffe y los suyos
encontrarán otra manera de pasar. No tenemos mucho tiempo. ¿Dónde está
Elizabeth von Stein?
Nos quedamos callados.
—Ha muerto —respondió por fin Montgomery—. Esta noche. Hubo un
incendio en la torre sur. Hensley también ha muerto. Ahora, Juliet es la señora de
la casa.
El semblante de Jack Serra no cambió ante aquella afirmación. Parecía que la
muerte le afectara tan poco como le había afectado a Valentina la primera noche
que habíamos pasado en la mansión, cuando nos había contado lo de los
cadáveres de los vagabundos que guardaban en el sótano. ¿Se debería a que
estaba acostumbrado a la muerte? ¿O era una de esas personas extrañas, como
mi padre, que daban la impresión de tener tan poca empatía que uno acababa por
preguntarse si sentían alguna emoción?
—Pues te recomiendo que traces un plan —me dijo Jack—. Radcliffe viene
fuertemente armado y tiene intención de asaltar Ballentyne y matar a todo el que
se le ponga por delante.
—¿Tantos esfuerzos para vengarse? —pregunté en voz baja.
—Si lo que busca es venganza, desde luego está decidido a que sea de lo más
sangrienta. O bien huís o bien os quedáis a resistir aquí. Os ayudaremos decidáis
lo que decidáis. Sopesad bien ambas opciones, pero hacedlo cuanto antes;
podrían llegar pasado mañana.

Esa noche, después de que Jack y los suyos se instalaran en los campos de abajo,
Lucy vino a buscarme a la fría escalinata de la entrada, donde yo permanecía
sentada envuelta en una manta de tartán, contemplando los grandes charcos que
se estaban formando en el patio a raíz de que Jack hubiera roto los diques. Se
sentó a mi lado y me cogió un pedazo de la manta para taparse los hombros.
—No sé cómo disculparme. Siento muchísimo haber escrito aquella carta tan
idiota. No pensaba que fuera a ocasionarnos problemas.
—Lo sé.
—Pero, ahora, papá viene de camino. Es como una pesadilla. No dejo de
aferrarme como a un clavo ardiendo a la remota posibilidad de que, en realidad,
esté preocupado por mí, pero sé que lo más probable es que tengáis razón.
Seguro que escribió aquel artículo con la esperanza de que yo lo leyera y me
pusiera en contacto con ellos. No sería la primera vez que se aprovecha de lo
mucho que quiero a mi madre.
Le pasé un brazo por la espalda. Si había algo de lo que yo entendía, era de
padres manipuladores.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró—. ¿Deberíamos quedarnos aquí y
arriesgarnos, o huir?
La noche estaba muy tranquila, como si ella también esperara mi respuesta.
Mi primer impulso había sido el de huir. Podíamos seguir yendo hacia el norte,
con la esperanza de que el frío y la desolación disuadieran a Radcliffe, o
podíamos intentar encontrar un nuevo escondite. Pero Elizabeth era el único
contacto que tenía en Escocia y, con la de secretos que cargábamos a nuestras
espaldas, no me atrevía a confiar en nadie más. Las posibilidades se me comían,
como una serpiente que se muerde su propia cola, un acto tan inútil como
interminable.
—Podríamos huir —le dije mientras me tomaba un tiempo para pensar en
ello—, pero con eso no haríamos sino ganar algo de tiempo. Unas semanas, a lo
sumo. Sin Ballentyne y la seguridad que nos proporciona, en la carretera
seremos más vulnerables y no tendremos dónde quedarnos, excepto posadas y
pajares abandonados. Alguien me reconocería antes o después en el cartel o
vería a Balthasar y empezaría a hacer preguntas. Además, no quiero ni pensar en
lo que les haría tu padre a los sirvientes de la casa si llega y no estamos. Podría
torturarlos para descubrir adónde hemos ido.
Estaba muy callada. Al rato, dijo:
—Entonces, ¿nos quedamos?
Respiré hondo. Quedarse iba en contra de mi naturaleza. En la isla, tras
descubrir los terribles crímenes que estaba cometiendo mi padre en su
laboratorio, había huido. Después de mutilar al doctor Hastings y que la policía
viniera a por mí, también había huido. Daba la sensación de que no importaba a
qué peligros me enfrentara: mi instinto era el de escapar. Sin embargo, escapar
no había resuelto ninguno de aquellos problemas; todos habían acabado dando
conmigo de nuevo, uno a uno, para martirizarme. No había manera de escapar
del propio destino.
—No creo que tengamos otra alternativa —respondí mientras agarraba con
fuerza la manta como si, de esa forma, me reafirmara en la decisión que acababa
de tomar—. Llevo mucho tiempo huyendo. De la policía, de mi padre… y,
ahora, del tuyo. Para que acabe de una vez, creo que tengo que plantarle cara al
problema. Y creo que tiene que ser aquí, donde, por lo menos, tenemos alguna
posibilidad. —Me arrebujé en la manta—. Tendré que hablarlo con Montgomery
y con McKenna para ver si están de acuerdo. No sé si las sirvientas confían en
mí tanto como en Elizabeth. Además, no sé cómo confesarles que tan solo un día
después de que haya muerto la señora va a llegar un ejército al que tendremos
que plantar cara… y la cuestión es que espero que se queden a luchar. —Negué
con la cabeza—. No, no puedo pedirles algo así.
—Las has salvado de la bestia. Se acordarán de eso.
—No, no las salvé yo. Fue Hensley quien la detuvo y, ahora, ni siquiera lo
tenemos a él. —Suspiré y me tapé la cara con las manos—. Por impredecible que
fuera, habría sido una gran baza. Tu padre nunca sospecharía que un niño
pudiera tener tanta fuerza.
Me frotó la espalda y acomodó el tartán mejor alrededor de ambas.
—Hensley no era el único que tenía una fuerza extraordinaria —dijo con voz
suave, y nos miramos a la luz del crepúsculo—. Creo que es hora de que les
contemos lo de Edward a los demás.
Capítulo Treinta y cuatro
No había amanecido todavía cuando bajé a la cocina, con uno de los vestidos
entallados de Elizabeth puesto. Todos los míos tenían volantes y encaje, típicos
de jovencita, pero yo ya no era una muchacha.
McKenna estaba lamentándose mientras arreglaba la cocina. Tenía los ojos
enrojecidos, aunque fingió que no había estado llorando. Cuando me vio, dio un
respingo, sobresaltada.
—¡Señorita Juliet! Me ha parecido un fantasma al verla con el vestido de la
señora. —Echó mano al pan, casi como si se disculpara por algo—. Estaba
desayunando los restos del festín. No estaba de humor para preparar nada…
después de lo de anoche —dijo. Se dio la vuelta y se fingió muy ocupada con el
horno para que no la viera llorar—. Usted y yo deberíamos sentarnos y hablar de
cómo dirigir la mansión. He llevado meticulosos libros de contabilidad a lo largo
de los años, lo mismo que mi madre y mi abuela. La ayudaré a ponerse al día y
las chicas se acostumbrarán a llamarla «señora» en poco tiempo.
Le puse la mano en el hombro con suavidad.
—McKenna, sé que todo el mundo está de luto por Elizabeth y Hensley, pero
tengo que hablar de otra cosa con ustedes. En cuanto Carlyle y las chicas hayan
acabado las tareas matutinas, quiero que nos reunamos en la biblioteca. Envíe a
alguien a los campos para que Jack Serra venga también. Su compañía
ambulante llegó ayer por la noche y están acampados allí.
Se quedó muy sorprendida un instante, pero asintió y se secó las manos en el
mandil. Subí al desván y me encontré a Lucy, que justo en ese momento salía por
la puerta. La cerró con cuidado.
—¿Le has contado que tu padre viene de camino?
—Sí, y lo de Elizabeth y Hensley. Dice que se siente mucho más fuerte, que
podrá ayudarnos.
—Voy a reunir al servicio a lo largo de la mañana. Prepárate para bajarlo,
pero espera mi señal.
Unas horas después, me detuve frente a la puerta de la biblioteca. Oía las
voces tristes de las niñas en su interior; estaban todos reunidos y me esperaban.
Una de ellas todavía lloraba por la tragedia. Se me encogió el corazón de pena.
Ahora estaban bajo mi responsabilidad. Nunca había querido ser madre y, de
repente, tenía seis hijas pequeñas, además de a Lily y a Moira, y todas ellas
necesitaban que las guiase.
Me apoyé en la puerta e intenté calmar mi respiración. Una mano amable me
frotó la espalda.
Montgomery se había vestido con los pantalones de trabajo oscuros y la
camisa raída que tantas veces le había visto llevar en la isla. El corazón empezó
a latirme más fuerte al verlo así, tan salvaje, con el mismo aspecto con el que me
había enamorado de él.
—McKenna me ha dicho que has reunido a todo el mundo. Supongo que vas
a decirles lo de Radcliffe. ¿Ya has decidido qué hacer?
Asentí. Parte de mí quería contarle lo de Edward en privado, pero me obligué
a esperar. Podría tratar de convencerme de que no se lo dijera a los demás, pero
lo necesitábamos como agua de mayo. No podía permitirme que Montgomery
intentara disuadirme.
Le agarré el brazo con fuerza, de repente.
—Pase lo que pase, por favor, confía en mí —le pedí—. Si alguna vez te he
guardado algún secreto ha sido porque no me quedaba alternativa. Casarme
contigo ha sido lo mejor que he hecho.
Se inclinó y me dio un beso en la frente.
—Te seguiría al fin del mundo si me lo pidieras. Y ellos también.
Entramos en la biblioteca y todos me miraron. Lily y Moira estaban sentadas
una frente a la otra, en dos sofás, cada una de ellas con una niña en el regazo, y
el resto de las chicas estaban sentadas con las piernas cruzadas en la alfombra,
con McKenna y Carlyle detrás. Jack Serra y un puñado de los suyos estaban al
fondo, entre las sombras. Las chicas tenían la cara enrojecida de haber llorado,
pero me buscaron con aquellos ojos redondos suyos de mirada suplicante y me
di cuenta de cuánto ansiaban un líder.
—Chicas, escuchad a la señorita Juliet —les pidió con gentileza McKenna
—. Ahora, ella es la señora.
—¿Es por lo del funeral de la señora y del señorito Hensley? —preguntó
Lily mientras abrazaba a la chica que tenía en su regazo.
—N-no —dije. Para tranquilizarme, toqué el amuleto de Jack, que todavía
llevaba al cuello—. Celebraremos un funeral, pero hoy no. Os pido que busquéis
un momento para rezarles a ambos una oración de despedida. Sé cuánto
significaban para vosotras y, en cuanto podamos, conmemoraremos esta tragedia
con todo el respeto que se merecen.
Las niñas me observaban boquiabiertas, pero Moira y Lily miraron
preocupadas a McKenna. Yo miré a Montgomery, que asintió ligeramente para
apoyarme.
—Me temo que Ballentyne se enfrenta a un nuevo peligro —dije—. Un
caballero llamado John Radcliffe viene de camino desde Londres en estos
mismos instantes. Tengo razones para creer que quiere hacerme daño tanto a mí
como a mis amigos y a todos los que tengan alguna relación conmigo. —Hice un
gesto hacia los histriones—. Jack Serra y los suyos han estado espiándolo y me
han informado de que tiene planes de atacar la casa. Estamos convencidos de
que busca vengar la muerte de varios de sus socios. Es cierto que somos
responsables de dichas muertes, pero no teníamos alternativa, pues su intención
era la de soltar unas criaturas asesinas en una de las plazas públicas de Londres y
matar a cientos de personas —dije. Hice una pausa para tomar una gran
bocanada de aire—. Nuestra mejor opción es enfrentarnos a él. Vamos a tener
que fortalecer las defensas de la mansión y reunir tantas armas como nos sea
posible. No pienso pedirle a nadie que se quede. No quiero poner a nadie en
peligro y esconderemos a las más pequeñas en el pajar como hicimos cuando
pasó lo de la bestia. Lucy se quedará con ellas. El tal Radcliffe es su padre. De
esta manera, no tendrá que enfrentarse a él.
Me vino una imagen a la cabeza. Vi la puerta roja del laboratorio de mi
padre, mi mano en su curioso pomo, Jaguar acechando en las sombras, listo para
hacerlo pedazos en cuanto la abriera.
Miré a Jack Serra. No, no iba a obligar a Lucy a tomar decisiones tan
complicadas como las que había tenido que tomar yo.
—¿Solo es uno, señora? —me preguntó Moira—. ¿Qué daño le puede hacer
una sola persona a Ballentyne?
—Viene acompañado de dos decenas más —respondió Jack desde el fondo
—. Con caballos y armamento. Es un pequeño ejército privado.
Las chicas permanecieron en silencio. Una de ellas sollozó, lo que me
encogió el corazón. Todo aquello, justo después de la tragedia en la que habían
perdido a Elizabeth.
—¿Dos decenas? —gruñó Carlyle—. Será una carnicería.
—No si diseñamos una estrategia —respondió Montgomery—. Si decidís
quedaros, apostaremos a aquellos de vosotros que sepan disparar un rifle en los
pisos de arriba, para que tengan ventaja. Los protegerán los alféizares.
—Siempre y cuando decidamos ayudarlos —soltó Carlyle.
McKenna lo miró, airada.
—Solo puedo hablar por mí misma —empezó a decir la mujer—. Soy vieja y
le he dedicado la vida a Ballentyne, como la mayoría de nosotros. Pienso
quedarme y hacer cuanto pueda, pero sin las pequeñas no somos más que siete,
contando a Lily y a Moira, y también a su amigo Balthasar. Estamos en
desventaja, señora.
—Ocho —respondí mientras miraba nerviosa a Montgomery—. Somos
ocho.
Frunció el ceño, confundida, y me acerqué a la puerta.
—Lucy, pasad.
Afuera se oyeron las pisadas de dos personas. Lucy, que llevaba un sencillo
vestido entró primero, tímidamente, para después extender la mano hacia el
pasillo.
—Pasa —le dijo con dulzura.
Edward entró en la biblioteca. Llevaba el pelo recién cortado y su piel ya no
tenía ese tono cetrino. Vestía un traje oscuro que ocultaba las pequeñas
dificultades que tenía para andar.
—Hola —dijo con suavidad.
Montgomery se apartó del escritorio de un salto, sacó la pistola y le apuntó a
la cabeza. Las niñas empezaron a chillar de miedo; la última vez que lo habían
visto era la bestia disfrazada con el cuerpo de Edward.
—¡Montgomery, quieto! —le grité mientras me interponía entre ambos—.
¡Te he pedido que confiases en mí! Ahora os lo pido a todos. Ahora soy la señora
y os prometo que este hombre no supone ningún peligro. Parece el monstruo que
os encerró en el sótano, pero no lo es. Este hombre se llama Edward Prince. Es
un buen hombre. Era un amigo que estaba enfermo, pero que ya está curado.
Murió cuando Hensley mató a la bestia, pero lo hemos devuelto a la vida, lo
mismo que a Hensley. Es muy fuerte y no es fácil matarlo. Puede ayudarnos
contra Radcliffe.
Respiré hondo. Montgomery seguía apuntando a Edward. Aunque yo
estuviera entre ambos, sabía que era capaz de disparar. Cogí el cañón de la
pistola y lo apunté hacia el suelo.
—Montgomery, es Edward.
Lo miraba con incredulidad y sujetaba la pistola con fuerza.
—No me lo creo —murmuró.
Lucy cogió a Edward de la mano como para demostrar que no era peligroso
y él se inclinó hacia ella. McKenna se aclaró la garganta y dio un paso adelante.
—Señora Juliet, con todos mis respetos hacia su amigo, Hensley no estaba
bien de la cabeza. Y lo que pasó después de la boda lo demuestra. ¿Cómo
podemos estar seguras de que no se pondrá igual de furioso?
—Hensley tenía la mentalidad de un niño —respondí— y estaba deteriorado
después de cuarenta años. Edward está igual de sano que antes de morir y es
digno de confianza. La bestia se ha ido.
Montgomery guardó la pistola poco a poco, como si se hubiera repuesto de la
sorpresa. Me miró con muy mala cara.
—Juliet, tenemos que hablar. En privado.
Me cogió del brazo y me sacó al pasillo. La aprensión me aceleró el pulso.
Aquel era el momento en que descubriríamos qué era más fuerte, si los lazos del
matrimonio o la traición de haberle guardado aquel secreto. No se detuvo hasta
que llegamos abajo, junto a la gran chimenea del recibidor, lejos de cualquiera
que pretendiera escucharnos. Buscó mi mirada con aquellos ojos azules suyos.
—¿Es que te has vuelto loca?
Me aparté. Me sentía culpable y dolida al mismo tiempo.
—Ya no es peligroso. Lo hemos curado al extirparle la parte enferma del
cerebro que se manifestaba como la bestia. Las condiciones del sótano han
mantenido su cadáver en muy buen estado, por lo que no ha habido deterioro
alguno. Lo he estado observando con atención. La bestia ha desaparecido.
—Pero se deteriorará con el paso del tiempo.
—Ya nos preocuparemos por eso dentro de cuarenta o cincuenta años.
Montgomery se puso a caminar de uno a otro lado frente al hogar y me fijé
en que empezaba a sudarle la frente.
—¿Cómo convenciste a Elizabeth para hacerlo?
—No, no la convencí. No llegué a decírselo. Llevé a cabo el procedimiento
con ayuda de Lucy y de Balthasar.
Me miró sorprendido. Después de todo lo que habíamos vivido juntos,
todavía no se había dado cuenta de lo habilidosa —y decidida— que era.
—¿Tú lo devolviste a la vida? —dijo, para luego negar con la cabeza—. Es
imposible. Y me niego a creer que Balthasar te ayudara. Nunca aprobaría que se
hiciera algo así y me lo habría dicho de inmediato.
—Ya sabes cómo es con la autoridad. Te obedece si cree que eres la ley. Lo
convencí y, en esta casa, tengo más autoridad que tú, por lo que él nunca te lo
habría contado. Enfádate si quieres, pero no con él. Me obligó a prometer que te
lo contaría después de la boda. Y es lo que estoy haciendo.
Se puso a caminar más rápido, mientras se pasaba la mano por el pelo. Tenía
miedo de que, en un momento dado, subiera la escalera a todo correr y disparara
a Edward.
—Lo necesitamos —razoné—. Hensley era casi indestructible y estoy
prácticamente segura de que Edward lo es también. Sé que no eres partidario de
la ciencia que he usado, pero podría salvar la vida de los residentes de la
mansión.
En ese momento, empecé a albergar una idea que se me coló en el cerebro
como una fiebre. Empezó como un pequeño dolor, pero fue extendiéndose con
rapidez, como una infección que se hacía con todos mis pensamientos, hasta que
me dio la sensación de que tenía la cabeza en llamas.
—Incluso podríamos crear otros como él —proseguí—. Hay una decena de
cadáveres en el sótano y más en el cementerio del monasterio. Podríamos
reanimarlos a todos. ¡A nuestro lado lucharía un ejército de personas casi
indestructibles! ¡Radcliffe no tendría ni una oportunidad!
Apretó los dientes. Por un instante, vi miedo en sus ojos. Era la misma
mirada que me había dedicado en Londres, cuando le había propuesto devolver a
la vida a las criaturas de los tanques.
Se apoyó en la repisa y el fuego dibujó sombras en su rostro.
—Eso… ni se te ocurra.
Me aparté otro paso de él para quedar fuera de su alcance.
—¿Por qué? Me serían leales. Incluso más que las sirvientas a Elizabeth. Ella
solo les devolvió las manos o la vista, pero yo les habría devuelto la vida. Sería
como los hombres bestia de mi padre…
Montgomery descargó un golpe sobre la repisa con tanta fuerza que hasta se
movieron los retratos de la pared.
—¿Tu padre? —Se le ensombreció la expresión—. Pensaba que se te había
pasado eso de querer ser como tu padre. Deberías aspirar a parecerte a tu madre.
Ella nunca habría hecho nada tan impío. No habría devuelto a Edward a la vida
y, desde luego, no estaría hablando de crear un ejército de no muertos.
—¡Puede que no sea como ella! —exclamé con las manos en alto—. Tú
intentas guiar mi futuro hacia ella, pero yo no puedo olvidarme de quién soy. Es
inevitable, ¿no te das cuenta? La herencia de mi padre es más fuerte. No tengo
opción, no la tengo. Lo llevo en la sangre y no puedo luchar contra quien soy en
realidad.
—¡Ni siquiera sabes quién eres!
Agarró la repisa con tantísima fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
Me quedé de piedra, sorprendida por sus palabras. Él se quedó callado. Era
evidente que se arrepentía de lo que acababa de decir y me dio la espalda, pero
alcancé a ver pánico en su mirada.
—¿Qué has querido decir con eso?
Se giró de nuevo y me di cuenta de que estaba a punto de decir que había
sido una tontería fruto del acaloramiento. Pero me miró, me miró de verdad, y
noté que algo se quebraba en su expresión.
—No va a parar nunca, ¿verdad? —dijo casi para sí mismo, como si no
estuviera hablando conmigo—. Piensas que estás destinada a ser como él.
Piensas que es cosa de la genética y del destino.
Maldijo en voz baja y empecé a preocuparme.
—Montgomery…
—No quería decírtelo. He tratado de protegerte de la verdad con todas mis
fuerzas.
Me olvidé de Radcliffe, de las sirvientas y de mis planes para reanimar a un
ejército de muertos, porque el miedo empezó a clavarse en mi interior como una
miríada de pequeñas garras. Me sentí como aquel terrible día, en la isla, cuando
había encontrado mi nombre escrito entre el de las demás creaciones, todas ellas
con nombres de personajes shakesperianos: Balthasar, Ajax, Cymbeline… Juliet.
«Pregúntale a Montgomery acerca de los archivos del laboratorio de la isla
de tu padre. Pero los que no viste», me había dicho la bestia.
Sacudí la cabeza.
—Si pretendes decirme que soy una de las creaciones de mi padre, no me lo
creo. Me puso algunos de los órganos de un ciervo, pero nada más. Soy humana.
La expresión de Montgomery dejó de ser tan dura.
—Eso lo sé —dijo. Su tono de voz era tan dulce que estaba segura de que lo
que iba a decir a continuación me rompería el corazón—. Tienes razón… no eres
una de sus creaciones. Tu madre te dio a luz, tal y como él te explicó. La
cuestión es que… —Tragó saliva con dificultad— él no es tu padre.
Las llamas de la chimenea se detuvieron. Las corrientes que hacían ondear
los tapetes se congelaron. El mundo entero dejó de describir su órbita durante lo
que se tarda en pronunciar unas palabras.
—¿Cómo has dicho? —susurré.
Capítulo Treinta y cinco
—Henri Moreau no era tu padre —dijo con un énfasis mayor—. Lo sé desde que
éramos niños. Tenía los documentos guardados bajo llave, incluso en la isla. Me
lo contó en una ocasión, después de que hubieras intentado entrar en su
laboratorio de Belgrave. Por eso nunca quiso enseñarte, no porque fueras
mujer… sino porque no eras suya.
Me llevé una mano a la cabeza.
—Es imposible…
—Te crio como si lo fueras. Podría haberos abandonado a tu madre y a ti,
pero no lo hizo.
Me apoyé contra la pared porque sentía como si la sangre avanzara por mis
venas de forma irregular. Sangre de Moreau. Siempre había llevado su sangre en
las venas, guiándome, liderándome. ¿O no?
—N-no lo entiendo.
—Tu madre tuvo una aventura —dijo. Sus palabras resonaron en mi cabeza
como un trueno—. Siento tener que ser yo quien te cuente esto, pero tu madre no
era la mujer pía que tú pensabas que era. Tenía aventuras mucho antes de
quedarse embarazada de ti… algunas de ellas con los mismos caballeros que
fueron sus amantes más tarde.
—¡No! —exclamé. Me tapé los oídos. Bastante difícil era asimilar que mi
padre no era mi padre como para que me soltara también que mi madre no era la
mujer pía que yo recordaba—. No es verdad. ¡Eres tú quien me recuerda una y
otra vez lo buena que era!
Me tendió las manos, como implorando.
—Tu padre no quería que supieras la verdad. Tenía miedo de que decidieras
ser como ella, por lo que te mintió acerca del tipo de mujer que era y yo también
lo he hecho. Sin embargo, cambió de opinión cuando llegaste a la isla. Pensaba
que tenías edad suficiente para saber la verdad, así que escribió una carta para
que te la entregara cuando volvieras a Londres. Guardaba la carta en un archivo,
en una zona del laboratorio que cerraba con llave, junto con otros documentos
que demostraban las infidelidades de tu madre.
«La carta que quemaste».
—La bestia te vio. Me contó que habías quemado una carta que iba dirigida a
mí, junto con unos archivos secretos cuya existencia pretendías ocultarme. No
sabía si creerlo, pero no estaba mintiendo, ¿verdad?
Montgomery estaba muy pálido.
—No, no estaba mintiendo.
—Pero ¿por qué lo quemaste? —dije. Empecé a sentir que la ira me
embargaba—. Decían la verdad… ¡Mi verdad! ¡No tenías derecho!
—No quería que lo supieras. Pensaba que si creías que tu madre era buena,
quizá quisieras parecerte más a ella y menos a tu padre. Tanta obsesión por ser
como él, por descubrir si habías heredado su locura… Quería que pensaras que
había otra opción. Aunque fuera una mentira —concluyó. Apretó los dientes—.
Crecí sin padre. Es horrible no saber de dónde vienes. No quería que sufrieras lo
mismo que yo.
—¡Es mucho peor creer que tu padre es alguien que, en realidad, no es!
Se miró las manos.
—¿Tú crees? No lo sé. Ahora me doy cuenta de que no debería haberte
mentido, pero es que me dabas mucho miedo cada vez que insistías en que no
tenías más alternativa que ser como Henri Moreau… cuando ni siquiera eras hija
suya.
Me quedé mirándolo. El día avanzaba y, arriba, el servicio nos esperaba.
Edward se estaba acostumbrando a estar vivo de nuevo y yo no podía pensar en
otra cosa que no fuera en mis padres.
—Entonces, ¿quién es mi padre?
Montgomery parpadeó, como si nunca se lo hubiera planteado.
—Has dicho que tenía documentos que hablaban de las infidelidades de mi
madre. Seguro que los leíste. Seguro que en algún sitio decía quién era mi
padre…
Negó con la cabeza.
—No los leí. En una ocasión habló de un diplomático francés que había
muerto años atrás. Da lo mismo quién fuera, no es relevante.
Me quedé mirándolo, como un vaso olvidado demasiado tiempo sobre un
quemador, calentándose más y más hasta ponerse casi al rojo vivo. Había
destruido mi única oportunidad de conocer quién era mi padre.
Me acerqué a la puerta que daba a la calle, la abrí para respirar aire fresco y
dejé que las nubes de la tarde me rodeasen. La sangre que corría por mi cuerpo
le pertenecía a un extraño al que no conocía. La alianza del dedo me ataba a un
mentiroso.
Había tenido tanto miedo de revelarle mis secretos que no se me había
ocurrido pensar en que quizá debería haber temido más lo que él me estuviera
ocultando.
Cerré los ojos y noté que me temblaba todo el cuerpo. Montgomery me
llamó, pero salí de la mansión. El día estaba gris, oscuro, pero yo solo quería
alejarme de él, de la verdad, del hecho de que me hubiera mentido.
No era hija de Henri Moreau. No era una Moreau. En ese caso, ¿quién era?

Dado que no había luna, todo estaba muy negro. Había caído la noche y casi no
me había dado ni cuenta mientras me alejaba, por el barro pastoso, de la
mansión, de la carretera y de los criados que dependían de mí. No quería que
dieran conmigo. ¿Cómo iban a verme cuando mi alma estaba tan perdida?
Mis pensamientos iban más rápido que mis pies, y ni siquiera sabía adónde
me dirigía. Durante toda la vida, la sociedad me había definido por ser quien era
mi padre; y yo también. Lo había culpado de todas mis taras, de mi curiosidad
extraña y de mi inclinación a la experimentación; incluso de lo sencillo que me
había resultado matar. Al mismo tiempo, también lo había considerado la fuente
de mi fuerza. Eran tantas las noches tristes en las que me había consolado a mí
misma pensando en su genialidad y determinación. Había estructurado mi
mundo alrededor de un hombre que era tanto un loco como un genio, porque
pensaba que su espíritu estaba vivo en mi sangre. Pero estaba equivocada.
Cerré los ojos, me apoyé en un árbol muerto y me miré las manos a la luz de
las estrellas. Las abrí y las cerré, como si no reconociese las líneas de las palmas.
Allí no había ningún destino. Ninguna buenaventura. Jack Serra no había leído
sino la desesperación de mi rostro.
La corteza del árbol me rascaba la espalda, pero no sentía nada. Ahora, los
recuerdos de mi madre me parecían diferentes. Siempre había tenido una Biblia
a mano, así que me había dado la sensación de que era pía. Ahora que sabía la
verdad, ¿habría sido, siquiera, una buena persona? Todas las veces que llegaba
de misa sudorosa y enrojecida… Siempre había pensado que se debía al fervor
con el que rezaba, pero ahora me parecía más que evidente que, en realidad,
regresaba de estar con alguno de sus amantes. O los días en que iba a tejer
calcetines para los presos de Bryson… En casa no la había visto tejer nunca. Ni
una sola vez. ¿De verdad sabía hacerlo?
¿Serían mentira todos los recuerdos que conservaba de ella?
Me senté en el barro y me abracé las rodillas. Tenía ganas de desaparecer
dentro del árbol, en el suelo, en la noche oscura, hasta que no quedase nada de
mí. El barro ya había intentado tragarme en una ocasión. Quizá había sido un
error no permitir que lo hiciera.
Oí el crujido de una rama y giré la cabeza, conteniendo el aliento. Estaba tan
desolada que no había pensado en los zorros, que estaban muertos de hambre en
esta época invernal y acostumbrados a comer los restos humanos con los que
experimentaba Elizabeth. Había dejado de llover y empezaban a salir de sus
madrigueras, como Radcliffe.
Puede que ya estuviera en Quick, esperando a que la carretera dejara de estar
inundada, pretendiendo darnos caza como a animales famélicos. La mansión
Ballentyne tenía sus esperanzas puestas en mí.
Oí chasquear otra rama y se me pusieron los pelos de punta. Cogí una rama
caída y le quité un pedazo para que tuviera un extremo puntiagudo. El miedo me
atenazó la garganta cuando vi movimiento en la oscuridad. Agarré la rama con
más fuerza.
Una criatura de patitas cortas salió disparada de la penumbra y se dirigió
hacia mí. Me relajé. Aquellas patitas cortas y el hocico negro no eran de zorro.
—¡Sharkey!
Mi perrillo corrió hacia mí, me lo acerqué y le hundí la cara en el pelo para
oler ese aroma a húmedo que tanto me gustaba. Oí más pasos y otra figura
apareció en la oscuridad; en este caso, no solo demasiado grande como para ser
un zorro, sino también para ser un humano.
—Balthasar, ¿qué haces aquí? —le pregunté mientras entraba en el claro y
Sharkey corría a olerle las piernas.
—Vengo a buscarla, señorita. Montgomery nos ha contado que ha salido
huyendo y estamos todos buscándola.
Se detuvo a poco más de un metro, tocó el suelo con el pie para comprobar
que estaba seco y se sentó frente a mí con las piernas cruzadas. Con aquella
oscuridad, era poco más que una voz y una mezcla de olor a tweed y a perro
mojado; sin embargo, él tenía tan buena vista que seguro que me distinguía a la
perfección.
Me sequé los ojos.
—No puedo volver. La mansión no es mi lugar.
—Es usted la señora de Ballentyne.
Solté una risotada cruel.
—Elizabeth y el profesor me convirtieron en su heredera porque pensaban
que era hija de Moreau. Pues resulta que estaban tan equivocados como yo —
dije, abrazándome las piernas con más fuerza—. ¿Tú lo sabías?
—¿Que el doctor no era su padre? Sí, señorita, desde el principio. No olía
usted como él.
Recordé aquel olor que desprendía —a formaldehído y a conserva de
albaricoque—, pero sabía que Balthasar se refería a un olor más profundo. El
aroma de la familia. Henri Moreau debía de haberle ordenado que no me lo
contara aprovechándose de su fidelidad, igual que había hecho yo.
—No soy una Moreau —dije. Las palabras aún me sonaban raras—. Soy
una… Chastain, supongo —dije, acordándome del apellido de soltera de mi
madre—. O una James, pues me he casado con Montgomery.
Tantos apellidos y ninguno de ellos me parecía adecuado. O no tenían un
número que me pareciera adecuado de sílabas o no me gustaban cuando los
pronunciaba. Ninguno de ellos era «Moreau».
—Da lo mismo. —Se me quebró la voz—. Estaba tan segura de saber quién
era y quién se suponía que debía ser. Ahora no estoy segura de nada.
Me moqueaba la nariz, que era lo único que se oía en la noche, además del
goteo lejano de las ramas y del viento por el páramo. A Balthasar le crujieron las
articulaciones cuando cambió de posición.
—Es usted Juliet.
Lo miré, impotente.
—No sé quién es esa.
—Pues ya lo descubrirá.
Me quedé mirando el espacio oscuro del que provenía su voz. Si había una
cosa que había aprendido de Balthasar era que, por mucho que fuera una
creación de mi padre, no estaba atado a él. Había pasado de idolatrar al hombre
como si fuera un dios, a pensar por sí mismo y a adquirir sus propias creencias e
identidad. ¿Cómo era posible que una criatura hecha con partes de perro y de oso
supiera más de la vida que yo?
Empecé a llorar desconsolada. Me caían lagrimones. Balthasar se acercó a
mí, me pasó el brazo por la espalda y me dio unas palmaditas. Sharkey me
empujaba el brazo con el morro. Sentada en aquel bosque oscuro me sentía
perdida, aunque ahora había una luz hacia la que avanzar.
Parpadeé y me di cuenta de que la luz no solo estaba en mi cabeza, sino que
se movía por el bosque, lejos y en silencio. Me puse tensa y le susurré a
Baltazar:
—Alguien se acerca.
Me pareció el fantasma de Elizabeth caminando por entre los arbustos, como
cuando había estado a punto de ahogarme en el cenagal por intentar salvar a
aquella oveja. Deseé que Elizabeth estuviera de nuevo allí para guiarme, como
había hecho entonces.
Sharkey empezó a ladrar cuando la luz se fue acercando y, al rato, apareció
Montgomery. La luz iluminaba la expresión de culpabilidad de su rostro. Por lo
visto, había seguido el sonido de nuestra voz. Se detuvo.
—Juliet, gracias a Dios. Lo siento.
Volví a secarme las lágrimas. Sharkey se pegó a mí y, con intención de
relajarme yo también, le rasqué la cabeza con fuerza, como a él le gustaba.
—Deberías habérmelo contado —le dije, calmada, antes de ponerme de pie
con Sharkey en los brazos—. Ya no soy esa niñita a la que protegías de todas las
cosas malas del mundo. He crecido y puede que cometa errores, pero soy capaz
de cuidar de mí misma… y de Ballentyne —dije.
Respiré hondo e inhalé la niebla de las Tierras Altas; luego miré en dirección
a las luces de la casa, con la esperanza de que lo que acababa de decir fuera
cierto.
—Ya se nos ocurrirá algo —comentó Montgomery—. Radcliffe no va a
tomar Ballentyne.
Miré hacia la mansión. Sentí el frío de la niebla en el cuerpo y escuché el
sonido de las gotas de agua que caían de los arbustos.
—Creo que sé cómo hacerlo —comenté indecisa, mientras una idea iba
tomando forma en mi cabeza. Con la mano, cogí agua del charco más cercano—.
Tiene que ver con que Jack Serra inundara los páramos.
Montgomery se puso tenso.
—¿Te refieres a ahogar a Radcliffe y a los suyos?
Sabía que no le gustaría la idea de derramar más sangre. La violencia no
formaba parte de su naturaleza, aunque había matado a los hombres bestia
cuando no había tenido más alternativa. En esta ocasión, tampoco la teníamos.
Intentaría razonar con Radcliffe pero, si no servía de nada, no iba a permitir que
les hiciera daño a las niñas.
Negué con la cabeza.
—Vamos a electrocutarlos.
Capítulo Treinta y seis
De camino a Ballentyne, les expliqué la idea que se me había ocurrido.
—Jack Serra inundó la carretera al romper los diques para ralentizar el
avance de Radcliffe, pero también ha inundado el patio delantero de la mansión.
La gravilla está cubierta por unos cinco centímetros de agua, más en algunos
lados. Hay electricidad en toda la mansión. Si conseguimos que Radcliffe y los
suyos se queden en el patio y aplicamos corriente al agua, electrocutará a todo el
que la esté pisando.
Durante unos instantes, Montgomery no dijo nada. No sabía si estaba
pensando en mi plan o si su silencio era una muestra de desaprobación.
—Es verdad —dijo por fin—. Pero aunque solo sea por Lucy, creo que
primero deberíamos intentar razonar con él. Si intentamos negociar y sigue
queriendo hacernos daño, supongo que no nos quedará otra. El problema es que
alguien tendría que conectar el cable que lleve la corriente. No hay suficiente
goma en toda la mansión para aislar a una persona contra una corriente tan
fuerte, así que también se electrocutaría. Sería un suicidio.
Dudé.
—Para una persona normal sí, pero no para alguien que no puede morir.
Ballentyne brillaba a lo lejos y se reflejaba en los ojos de Montgomery.
—Estás hablando de Edward, claro.
—Sí. Elizabeth nos explicó que los reanimados no pueden morir a menos
que sea imposible reparar su cuerpo, que es por lo que Hensley decidió
quemarse. Una descarga de electricidad no le haría a Edward más daño del que
la rama le hizo a Hensley. Puede que necesite unas cuantas curas, pero no morirá
—dije. Luego añadí—: Al menos, eso creo.
—¿Por eso lo devolviste a la vida? ¿Por qué te es útil?
Me quedé parada en mitad del camino y él también se detuvo. Balthasar y
Sharkey siguieron adelante. Bajé la voz.
—Me haces parecer tan cruel como Henri Moreau. No le devolví la vida a
Edward para que me sirviera de nada. Es una persona. Un amigo. Se la devolví
porque lo que le había sucedido no era justo y porque yo tenía el poder de
ayudarlo. Si fueras tú el que hubiera muerto, habría hecho lo mismo. Y no
porque quisiera servirme de ti, sino porque te amo.
A la luz de la lámpara que portaba, lo vi suavizar la expresión. Montgomery
había destruido la verdad acerca de mi pasado. Mi verdadera identidad; no
obstante, lo miré a los ojos a la luz de la lámpara y recordé que Henri Moreau se
había aprovechado de él y lo había manipulado cuando era niño, que había
conseguido que lo adorara como a un dios mientras que él lo trataba como a un
esclavo. Y si Montgomery lo había soportado durante tantísimos años, había sido
solo por saber lo que era tener un padre.
—Ahora estamos casados —le dije—. Nada de secretos entre nosotros,
¿vale?
Me cogió de la mano y nuestros anillos brillaron a la luz de las estrellas.
—Nada de secretos.

Cuando volvimos a la biblioteca, McKenna ya había llevado a las pequeñas a la


cama y estaba esperándome con Carlyle y Jack, y con Lucy y Edward. Estaban
hablando de cuál era la mejor manera de fortificar las puertas de entrada ante el
inminente ataque.
Una tabla crujió cuando la pisé y todos se volvieron para mirarme. Edward
se puso de pie.
—Montgomery… —dijo.
Su piel había recuperado algo de color, aunque todavía se movía como si
estuviera un poco rígido.
Montgomery levantó la mano para que no siguiera hablando.
—No, quiero hablar yo primero. Me he equivocado al no aceptar que habías
vuelto. Me ha pillado por sorpresa, pero no debería haberte apuntado con la
pistola. Yo también he llevado a cabo muchos experimentos y no soy quién para
juzgar cómo se nos concede la vida en este mundo; solo cómo nos comportamos
después —dijo. Con aire distraído, se tocó la cicatriz del pulgar, por donde le
habían sacado la sangre para crear a Edward—. Me alegro de que estés aquí y
me siento orgulloso de llamarte hermano.
Le tendió la mano y, tras unos instantes de duda, Edward se adelantó y se la
estrechó. Lucy agarró con fuerza el reloj de bolsillo de Edward, radiante al ver
que este y Montgomery ya no estaban enfrentados.
—Supongo que si nos estamos reconciliando —le respondió Edward con un
tono más jovial—, debería disculparme por todas las veces que he intentado
matarte. No era nada personal.
Montgomery esbozó una sonrisa.
—Por lo que recuerdo, yo también he intentado matarte unas cuantas veces.
—Pues estamos en paz.
Se separaron y sonreí al pensar que, por fin, los cuatro estábamos bien
avenidos. Se acabaron los malentendidos, las malas caras y los enfados. Nuestra
amistad había vencido incluso a la muerte. Ahora solo nos quedaba vencer a
Radcliffe.
Me acerqué a la ventana y miré el patio inundado y la carretera. El padre de
Lucy bien podía estar en Quick, esperando a que la inundación fuera a menos.
—No tenemos mucho tiempo y hay muchas cosas que hacer. Tengo un plan
en el que tendríais que tomar parte todos vosotros. Quiero saber lo que pensáis.
Nos quedamos despiertos hasta el alba, hablando de cómo prepararnos para
la llegada de Radcliffe y de cómo conseguir que él y todos sus hombres se
quedaran en el patio para electrocutarlos a un tiempo. Montgomery y Balthasar
dijeron que cavarían una zanja a lo largo de la parte trasera de la casa para
obligar a Radcliffe a quedarse en el patio; Edward y Carlyle reforzarían las
puertas y las ventanas de abajo; y Lucy y McKenna aprovisionarían el sótano del
pajar para que las niñas no pasaran ni frío ni hambre durante el asedio.
La lluvia golpeaba las ventanas.
—Esperemos que siga lloviendo hasta que hayamos preparado la casa —dije
—. Cuanto más llueva, más tardará en estar transitable la carretera.
Montgomery me apretó la mano.
—Estaremos preparados.
El día fue frenético. Seguía lloviendo, sin parar, y hacía frío. Los jardines
que rodeaban la mansión estaban embarrados. Pusimos largos tablones para
pasar por el patio mientras reuníamos las armas y la munición. En un momento
dado, les tendí un rifle a Lily y otro a Moira y, cuando empecé a explicarles
cómo se utilizaba, se rieron, lo que me dejó boquiabierta.
—Señora, cazamos zorros desde que teníamos tres años —me comentó
Moira mientras cogía el rifle con pericia.
A mediodía, cuando hicimos un descanso para comer unos emparedados que
había preparado McKenna, la trinchera ya estaba cavada y la mayoría de las
ventanas estaban cegadas con tablones. Empezaba a pensar que teníamos alguna
posibilidad.
—He estado pensando en los pasadizos —comenté—. Si Radcliffe y los
suyos consiguen entrar en la casa, los pasadizos nos serán muy útiles para ir de
un lado a otro sin que nos descubran, pero yo solo conozco unos pocos.
McKenna nos tendió los emparedados pensativa.
—Tengo las anotaciones de las anteriores señoras en el estudio. Una de ellas
intentó hacer un mapa allá por 1770, pero está un poco estropeado. Hay partes
que no se pueden leer, pero podría ser un buen punto de partida.
Fue a por el mapa. Cuando volvió con él, Montgomery y yo lo estudiamos
con atención.
—Tú y yo ya sabemos cómo movernos por los pasadizos sin hacernos daño
—me dijo—. Solo tardaremos unas horas en rellenar las secciones del mapa que
faltan.
Fruncí el ceño y miré en dirección a Quick. La lluvia iba a menos y aún
faltaba mucho por hacer, pero los pasadizos podrían salvarnos la vida.
—De acuerdo, hagámoslo.
Mientras los demás seguían preparando la casa, Montgomery y yo subimos
por la escalera hasta el pasillo de la segunda planta. Nos acercamos a un cuadro
al que no había prestado gran atención hasta el momento. «Amelia Ballentyne»,
decía la placa. Tenía el pelo rojizo pero, por lo demás, se parecía mucho a
Elizabeth: la actitud desafiante, la sonrisa de medio lado, la mirada de niña
traviesa… Montgomery levantó la maza y la estrelló contra su rostro.
Parpadeé cuando el lienzo y la estructura de madera se rompieron y dejaron
al descubierto un pasadizo que llevaba mucho tiempo sellado.
—Pobre mujer —murmuré mientras Montgomery usaba la maza para apartar
los pedazos de pared y madera restantes para que pudiéramos pasar—. Hubo un
tiempo en que todo esto era suyo. Ella se lo confió a Elizabeth y esta última a
mí. Si se enterase de lo que está pasando, la decepcionaría.
Montgomery me tomó de la mano para que dejara a un lado aquellos
pensamientos tan negros.
—Tienes que dejar de dudar de ti misma. Vamos.
Entramos por el cuadro. La única luz que había era la que se colaba por los
resquicios de las paredes. Hasta que Montgomery no encendió la vela, su
presencia no fue más que una figura borrosa.
—Si Hensley estuviera aquí… —comenté mientras pisaba con cuidado los
ladrillos sueltos—. Él habría dibujado el mapa con los ojos cerrados. —Me
agaché para pasar por debajo de un poste astillado—. No dejo de pensar en que
si Elizabeth hubiera conseguido escapar de él y meterse en los pasadizos, quizá
hubiera sobrevivido.
—Estar aquí metido si se produce un incendio sería una ratonera, porque hay
pocas salidas y menos ventilación aún —dijo, mientras estudiaba el mapa—. Por
aquí.
Giró a la izquierda y subió una escalera desvencijada. Rodeamos una
chimenea de ladrillo y seguimos las ramificaciones de los pasadizos. Intenté no
pensar en los cientos de arañas que habría allí, por mucho que no las viera.
Montgomery encontró una abertura y miró por ella.
—¿Qué ves?
—Nada —respondió mientras se erguía a toda prisa—, venga, sigamos
adelante.
Me agaché para ver lo que había visto y di un respingo, sorprendida, al ver
unos ojos sin vida que me miraban. Era un ciervo, una de las estatuas blancas del
invernadero. Detrás, Lucy y Edward estaban sentados contra la pared, entre un
zorro y un lobo de piedra, hablando tan bajito que no los oía. Lucy tenía el reloj
de bolsillo de Edward en la mano. Se lo estaba devolviendo y él cerraba la mano
de ella en torno al objeto, insistiendo en que se lo quedara. Siguió aferrando las
manos de Lucy durante un buen rato, como si no quisiera soltárselas. De pronto,
ella se echó hacia él y le dio un beso en los labios. Tras la sorpresa inicial, él
respondió con un abrazo.
Me sonrojé.
—Deberíamos darles cierta intimidad —me dijo Montgomery en voz baja—.
Deja que sean felices mientras puedan. Puede que no les queden muchas
oportunidades cuando llegue Radcliffe… aunque consigamos derrotarlo.
—¿A qué te refieres?
Dudó.
—Si tú y yo no conseguimos matar a Radcliffe, Edward es nuestra mejor
baza para…
—Para matar al padre de la mujer a la que ama.
Miró en otra dirección. La tensión era demasiado grande y eso me recordó
que, en cierta manera, yo también había matado al hombre al que creía mi padre.
Al hombre que había sido como un padre para Montgomery.
—Venga, vámonos —dijo él—. A situaciones peores nos hemos enfrentado.
No pienso permitir que un banquero acabe con nosotros, por mucho que venga
acompañado de un ejército.
Seguimos por los pasillos, más rápido ahora, pero no podía quitarme de la
cabeza la imagen de Lucy en brazos de Edward. Recordé sus besos… salvajes y
apasionados. ¿Sería diferente ahora que no estaba la bestia? Nunca podría
admitirlo, pero echaba de menos esa parte peligrosa suya. Durante un tiempo,
había existido una criatura todavía más siniestra que yo. Me estremecí.
—¿Qué sucede? —dijo Montgomery, a mi lado.
—Telarañas. Pero mira —dije. Señalé hacia delante, hacia el mismo agujero
del suelo por el que a punto había estado de caerme durante mi primera semana
en la casa; Hensley lo había evitado—. Otra de las trampas de lord Ballentyne el
Loco. Es una caída de tres pisos. Si te caes, te matas.
Montgomery lo marcó en el mapa y pasamos por encima con mucho
cuidado.
—Bueno, hay cosas peores que la muerte —comentó con tono distante.
Enarqué una ceja, sorprendida.
—¿Te refieres a que preferirías morir a que te atrapara Radcliffe?
—No —empezó a decir. Había poca luz y me pareció que era indecisión lo
que se dibujaba en su rostro—. Me refiero a que si no sobrevivo al ataque de
Radcliffe y tú sí… —Hizo una pausa—. En el bosque dijiste que me revivirías.
No quiero que lo hagas.
Justo en ese momento sopló una corriente y me entraron escalofríos.
—Con Edward ha salido bien.
—Me da igual que salga bien o no. Quiero saber que esta es la única vida
que me importa vivir. Si sabes que no puedes morir, ¿de verdad vives?
Me quedé mirándolo.
—Disponemos del secreto de la vida eterna… ¿y no lo quieres?
—Solo quiero esta vida. Contigo.
—Pero no quiero perderte.
Entrelacé mis dedos con los suyos y sentí la dureza de la alianza en el anular.
Me besó para acallar mis pensamientos. Yo lo besé con más fuerza. Le retorcí la
camisa. Era imposible saber qué iba a pasar cuando llegara Radcliffe. Tal y como
había dicho él, teníamos que ser felices mientras pudiéramos.
—Una última batalla —me susurró en la mejilla—. Una última defensa y,
después, podremos vivir la vida como queramos.
Allí, entre la oscuridad y las sombras de los pasadizos, fui consciente de que
jamás lo había amado tanto.
«No voy a dejar que corra ningún riesgo. Solo quiere tener una vida, así que
será larga», me prometí.
Mientras pensaba en la manera de mantenerlo a salvo del ejército de
Radcliffe y, sobre todo, en cómo hacerlo de acuerdo a su estricto código moral,
lo besé con más fuerza. Nos quedamos así, como si el tiempo no existiera. Al
rato, dejé de besarlo, apoyé la cabeza en su hombro y olí su aroma. De pronto, oí
una voz amortiguada al otro lado de la pared. Decía mi nombre.
—¿Has oído eso?
—Parecía Lucy.
Buscamos rápidamente una salida y, cuando por fin salimos a gatas de entre
las paredes, oí que Lucy gritaba mi nombre como loca. Mi amiga dobló la
esquina y se detuvo en cuanto nos vio.
—¡Juliet, se ven luces en la carretera! ¡Se acercan muy rápido!
Miré a Montgomery, confundida.
—Pero si la carretera aún está inundada. No ha parado de llover.
Lucy tragó saliva.
—Han debido de encontrar la manera de pasar. Ya casi están aquí.
Capítulo Treinta y siete
Salimos corriendo al patio, donde Jack y los suyos estaban reunidos con
Balthasar. Se veían luces entre los árboles. Balthasar inclinó la cabeza para
determinar a qué distancia estaban, ya que su oído era muy superior al de los
humanos.
—Están a tres kilómetros. Vienen a galope tendido. Veinte jinetes.
McKenna debía de haber oído el revuelo, porque abrió la puerta de la cocina
y algunas de las pequeñas se asomaron por detrás de su falda.
—No he podido evitar oírlo, señora. ¿Llevamos a las pequeñas al pajar?
Las sirvientas más jóvenes gritaban, asustadas. Empezó a latirme mucho más
rápido el corazón al imaginar las patas de los caballos al galope. Veinte hombres.
A pesar de contar con la ayuda de Jack y de su gente, ¿podría un puñado de
sirvientas defender la mansión?
McKenna se aclaró la garganta.
—Señora, ¿qué quiere que hagamos?
La palabra me llegó al alma. «Señora». Aquel era el título de Elizabeth, no el
mío. Aquel era el título de una líder, de alguien que entendiera de estrategia y
riesgos y que tuviera las cosas muy claras. Desde que Montgomery me había
dicho que Moreau no era mi padre, yo ni siquiera tenía claro quién era.
Jack Serra se acercó.
—A mí me lo has demostrado, guapa. Demuéstraselo ahora a ellos.
Lo miré, insegura, pero sus ojos no flaquearon. Puede que no fuera un
monstruo, como Moreau, pero… ¿me convertía eso en una líder?
—Lucy, llévate a las niñas al pajar —dije. Empecé a dar órdenes, aunque me
sonaban raras—. Escondeos en el sótano y permaneced ahí hasta la mañana, pase
lo que pase y oigáis lo que oigáis.
Lucy asintió y reunió a las niñas.
—Espera —dijo Edward, mientras avanzaba hacia Lucy. No volverían a
verse hasta que la batalla hubiera terminado. A él lo necesitábamos aquí para que
nos ayudara a defender la casa, mientras que Lucy tenía que quedarse con las
niñas. Le echó el pelo hacia atrás y le acarició la mejilla suavemente con el
pulgar—. Ten cuidado.
Luego, se inclinó hacia ella y le susurró algo que no pude oír. En cualquier
caso, tampoco me lo estaba diciendo a mí.
Lucy se tapó la boca con la mano, ahogando la emoción, y asintió a lo que
fuera que Edward le había dicho. Luego le dio un beso rápido en la mejilla,
consciente de que las niñas los estaban observando. Seguidamente, se las llevó al
pajar bajo la lluvia.
Se vio un relámpago a lo lejos.
Cerré los ojos para reafirmarme en lo que iba a hacer.
—Quiero que todo el mundo se quede dentro, excepto Balthasar y
Montgomery. Vosotros dos, poneos a ambos lados de la puerta. Manteneos
escondidos y no salgáis a menos que tengamos que rodearlos. McKenna, ve con
Lily y con Moira a las ventanas de arriba y apostaos allí junto con Carlyle, pero
no disparéis hasta que no dé la señal. Primero, quiero saber qué es lo que se
propone Radcliffe. Si puedo evitar una matanza, lo haré.
Las sirvientas asintieron y corrieron escalera arriba. Empezaba a llover más
fuerte.
—Jack, no quiero que corráis más riesgos de los necesarios, pero me vendría
muy bien vuestra ayuda. Necesito gente ágil capaz de subir al tejado y arrancar
los cables eléctricos. Edward conoce el plan, él os lo explicará.
Asintió con solemnidad.
—A veces hacemos números acrobáticos. Será un honor volver a hacerlos en
esta ocasión.
Restalló un trueno, extrañamente largo y sostenido. Fruncí el ceño y me
volví hacia el sonido: fue entonces cuando me di cuenta de que no se trataba de
ningún trueno, sino de ruido de cascos. Vi el resplandor de media docena de
faroles entre los árboles.
Le apreté la mano con fuerza a Montgomery.
—¡Rápido, todos a vuestros puestos! ¡Se acercan!
Los jinetes llegaron bajo la lluvia con la fuerza de una locomotora.
Montgomery y Balthasar se habían escondido a hurtadillas donde les había
pedido, a ambos lados de la puerta de entrada al patio, cada uno de ellos con un
rifle y un cuchillo. Desde donde yo estaba, en la escalinata de entrada, bajo la
lluvia, apenas sí veía el ala del sombrero de Montgomery. Miré hacia las
ventanas de arriba y vi asomar la punta de los cañones de los rifles: Carlyle,
McKenna, Lily y Moira estaban preparadas para seguir mis órdenes tal y como
hasta entonces habían seguido las de Elizabeth.
Permanecí sola en la escalera, mientras los jinetes conformaban una media
luna en el patio. Cinco primero, luego diez, y así hasta veinte. Se detuvieron ante
mí. Llevaban impermeables, y la respiración de los caballos se convertía en
nubes de vapor. Mantuve la cabeza alta. La noche de la hoguera, Elizabeth tenía
un aire regio y confiado. Intenté hacer acopio al menos de una parte de su valor.
Los caballos pateaban la gravilla. El agua les cubría los cascos y a algunos
de ellos les llegaba hasta las rodillas. Cuatro de los jinetes llevaban antorchas de
aceite, que proyectaban luz en el rostro y los uniformes de todos. La mitad de
ellos vestían sobretodos azules de la policía; aunque, a juzgar por la barba y la
postura encorvada, no daba la impresión de que ninguno de ellos fuera un oficial
de verdad. Los demás ni siquiera se habían molestado en disfrazarse: eran
hombres grandes con barba poblada y raídas chaquetas de cuero llenas de
salpicaduras de barro. Mercenarios, sin lugar a dudas.
Uno de los jinetes se acercó por el patio inundado, mientras los demás le
hacían sitio para que pasara. No llevaba antorcha alguna, pero no era necesario
que lo alumbraran para que lo reconociera: esa espalda demasiado recta, los ojos
de un azul tan claro que casi parecían blancos, y el pelo oscuro, del mismo color
que el de Lucy. Era John Radcliffe.
No recordaba que fuera tan alto. Siempre lo había considerado un banquero,
alguien que se pasa el día encorvado sobre libros de cuentas en una oficina. Ni
siquiera le había prestado atención cuando Lucy y yo éramos pequeñas. En aquel
instante, sin embargo, y a lomos de un caballo, parecía el comandante de la
mismísima noche. Mi confianza flaqueó unos instantes. Miré hacia el pajar y
recé para que Lucy estuviera a salvo con las pequeñas. Al menos, ella no tendría
que enfrentarse a su propio padre.
—Señorita Moreau —dijo, con una voz grave que transmitía un poco de
cansancio—. Me he tomado muchas molestias para encontrarla.
Junté los puños.
—Elizabeth von Stein ha muerto y, ahora, Ballentyne me pertenece. No le he
dado permiso ni a usted ni a los suyos para entrar en mi propiedad. Márchense
ahora y no les dispararemos.
Señalé la fila de rifles apostados en las ventanas de arriba, que los apuntaban
directamente.
Algunos de los jinetes, cuyos caballos bufaron y patearon la gravilla,
empezaron a mostrarse inquietos, pero Radcliffe ni se inmutó.
—Me da igual que sea la señora de esta casa o la doncella que me limpia las
botas. Ya ve que mi gente también va armada. Podemos evitar la matanza, pero
depende de usted —dijo, al tiempo que sujetaba con más fuerza las riendas—.
¿Dónde está Lucy?
Parpadeé. De todo lo que esperaba que me pidiera, aquello no entraba en mis
planes. Yo misma le había dicho a mi amiga que su padre solo estaba usando su
afecto para descubrir dónde me escondía. ¿Acaso me había equivocado? ¿Acaso
solo tenía ante mí a un banquero de la plaza Belgrave que lo único que quería era
que su hija volviera a casa?
Por el rabillo del ojo vi un cable que descendía por la pared sur, oculto entre
las sombras. Salía por la ventana del laboratorio, desde donde lo bajaban
rápidamente un par de manos habilidosas. Vi un destello de raso verde unos
instantes y una cara negra que miraba hacia abajo. Jack Serra y los suyos estaban
llevando a cabo su parte del plan.
Tragué saliva con intención de recuperar la confianza.
—Renunció usted a sus derechos como padre cuando se unió al King’s Club.
Sabía muy bien lo que estaban planeando, por mucho que haya renegado ahora
de ellos. Dígame para qué ha venido o márchese de mis tierras.
Entre los hombres de Radcliffe se oyó un murmullo, pero él no dejó de
mirarme.
—Ya se lo he dicho, señorita Moreau, he venido a por mi hija. Ha hecho
usted que dude de su propia familia, la ha puesto en peligro y la tiene aquí
prisionera. He venido para llevármela a casa.
Mi confianza iba disminuyendo. ¿De verdad habría estado tan equivocada?
Intenté ver a Montgomery al otro lado del patio, pero se ocultaba entre las
sombras. Estaba sola. E indecisa. Era como un gato empapado bajo la lluvia.
—¿Todo esto por Lucy? ¿Veinte hombres armados?
Radcliffe enarcó una ceja.
—¿Y por qué otro motivo iba a venir, sino por ella?
Tragué saliva.
—Matamos a Isambard Lessing, al doctor Hastings y al inspector Newcastle.
Eran amigos suyos.
En el patio se hizo el silencio mientras Radcliffe hacía una mueca. Me quedé
sorprendida cuando soltó una risotada.
—¿Venganza? ¿Cree que para eso he invertido tanto tiempo en descubrir su
paradero? Señorita Moreau, es usted muy dada a los dramas. A Newcastle lo
conocía hacía solo unas semanas, Lessing era un ladrón y el doctor Hastings un
canalla. ¿Qué me iba a importar a mí la muerte de unos inútiles?
Me latía muy fuerte el corazón. Qué equivocada había estado.
Vi que algo se movía al fondo del patio. Era Balthasar, que salía de entre las
sombras. Se tocó la nariz en dos ocasiones. Me quedé mirándolo hasta que
recordé la conversación que habíamos mantenido. Tenía un olfato tan agudo que
sabía cuándo alguien estaba mintiendo. Si se tocaba la nariz una sola vez, es que
decía la verdad. Si se la tocaba dos, que estaba mintiendo. Y Radcliffe estaba
mintiendo.
Me puse furiosa y me sentí más decidida que nunca. No iba a volver a
burlarse de mí.
—Vaya, se ha equivocado de profesión —le solté—. Debería haber sido
actor, no banquero. Cuando un padre quiere recuperar a su hija, no tiene ni pies
ni cabeza que se presente con veinte mercenarios armados en la casa en la que
ella se ha refugiado y amenace a su mejor amiga. Yo siempre he estado al lado
de Lucy, no como usted. Le tiene pavor desde que se enteró de los asuntos en los
que estaba usted metido. Lo odia. Dígame de una vez por qué ha venido o
acabaremos con esto enseguida.
Por un instante, no fui capaz de ver emoción alguna en su rostro. Aquellos
pálidos ojos azules eran tan gélidos como el resto de él. Luego, les pidió a los
suyos que bajaran las armas.
—No estaba mintiendo. No del todo. Quiero que Lucy vuelva. Tiene que
estar en Londres, con su familia, no viviendo como una exiliada en los páramos.
Ahora bien, también he venido por otra razón. Quiero hacer un negocio con
usted y la advierto que no voy a aceptar un no por respuesta. Esta gente me
acompaña para asegurarse de ello —dijo, al tiempo que señalaba a los suyos.
—¿Qué es lo que quiere?
—Lo único de valor que hay en esta casa, aparte de mi hija: los diarios de
Victor Frankenstein. Y no ponga esa cara de sorprendida: hace años que conozco
su existencia. De hecho, fue su padre quien me habló de ellos. El profesor Von
Stein y él eran amigos. En aquella época todos éramos estudiantes. Él tomó
prestadas ideas de Frankenstein para crear su propia ciencia. Usted fue su
inspiración, señorita Moreau, pero la investigación de Victor Frankenstein es la
fuente de donde obtuvo sus conocimientos —dijo, al tiempo que levantaba la
mano como para indicar que se estaba quedando sin paciencia—. Deme los
diarios y devuélvame a Lucy y mi gente no le hará daño a nadie.
Me puse tensa.
—Lucy no va a ninguna parte y no sé qué le contaría mi padre de la ciencia
de Victor Frankenstein, pero le mintió. Esos diarios no existen. Hace tiempo que
los destruyeron.
Se rascó el mentón.
—Señorita Moreau, vengo de muy lejos para que me cuenten mentiras.
Llevo diez años haciendo planes para conseguir esos diarios. Estoy segurísimo
de que existen. De hecho, son la razón por la que me uní al King’s Club y animé
a sus miembros a que siguieran el trabajo de su padre. Sabía que, antes o
después, nos llevaría al mayor descubrimiento de todos, ese en el que su padre
basó su labor: la Anatomía Perpetua.
Su gran confianza hacía que la mía flaquease. No es que él estuviera
disfrutando de la situación, como tampoco se estaba deleitando con mi miedo.
Tan solo quería algo y no se iba a detener hasta conseguirlo. Aquello era lo que
más miedo me daba.
—¿Nunca se ha preguntado quién, de entre todos los miembros del King’s
Club, estaba trazando planes tan complicados? Desde luego, no era Hastings, ni
ese ambicioso Newcastle. Era yo quien les susurraba al oído. Había planeado
contratar a unos mercenarios para que los mataran en cuanto pudiéramos
hacernos con la investigación de su padre, pero no fue necesario. Usted hizo el
trabajo sucio por mí.
Me pasaron ante los ojos imágenes de aquella noche en la sala de fumar del
King’s Club: ojos arrancados, cuerpos desangrándose… Tenía la garganta tan
seca que apenas podía tragar.
—¿Por qué es tan importante para usted? No es usted científico.
Me lanzó una sonrisa amarga.
—¿De verdad va a preguntarle a alguien que se va haciendo viejo por qué
busca la inmortalidad? Aunque mis intereses no son solo personales. Mucha
gente podría beneficiarse de una segunda oportunidad en la vida. Creo que el
cadáver de su padre aún sigue en aquella isla. Piénselo. Hicimos un trato, ¿sabe?
Si alguno de los dos moría, el otro conseguiría la ciencia de Frankenstein para
revivirlo. Estoy seguro de que el gran Henri Moreau y yo podríamos hacer una
fortuna con esta ciencia. Una fortuna que utilizaría para darle a Lucy todo lo que
quisiera, tal y como se merece. Venga, dígame quién de los dos está más
interesado en su felicidad.
Me temblaban las manos como si le pertenecieran a otro. Intenté
convencerme de que aquellas amenazas estaban vacías. El cuerpo de mi padre
estaría demasiado descompuesto como para reanimarlo; aunque la mera idea me
produjo tal terror que no era capaz de hablar.
—Démelos y nos marcharemos en paz. Si no lo hace, mi gente matará a todo
ser viviente de la propiedad y pondrá la mansión patas arriba hasta que
encontremos lo que busco. Es usted cruel, señorita Moreau, pero yo también. No
me ponga a prueba.
Se palpaba la tensión en el aire. Detrás de los muros de piedra, Balthasar y
Montgomery apuntaban a los hombres de Radcliffe. Por encima de mi cabeza,
los sirvientes también estaban preparados para disparar. No me cabía duda de
que McKenna preferiría morir antes que permitir que alguien como Radcliffe
asaltara la mansión que les servía de refugio a todos. Sería una matanza pero, a
veces, la sangre era el precio que había que pagar.
Respiré hondo, lista para dar la orden de tirotearles. Antes de que dijera
nada, vi movimiento en la torre sur. Una persona bajaba con el cable que la gente
de Jack Serra había soltado. Era Edward. Nunca le había visto moverse tan
rápido, ni siquiera cuando era la bestia.
Volví a mirar a Radcliffe; no se había dado cuenta. Me sobrevino un terrible
momento de indecisión. ¿Dejaba que Edward se arriesgase o daba la orden de
disparar? Las aspas del molino giraban a toda velocidad.
Oí un ligero zumbido y se me pusieron de punta los pelos de la nuca. Miré
hacia la ventana el laboratorio. Jack tenía la mano en la palanca de la
electricidad. Ya no podía detenerlo, ni aunque quisiera. Bajó el interruptor y la
torre sur se llenó de chisporroteos.
Grité. Los caballos se encabritaron y sus jinetes intentaron calmarlos. En
mitad del caos, Edward se puso de rodillas en la parte más alejada del patio y
sumergió el cable en el agua. La electricidad se extendió con terribles restallidos
y empezaron a formarse nubes de humo.
Me tapé los oídos. La gente gritaba y los caballos relinchaban. Ni la lluvia
podía eliminar de la atmósfera aquel olor a carne quemada. Cuando me atreví a
abrir los ojos de nuevo, la mitad de los secuaces de Radcliffe estaban muertos y
la otra mitad, desorientados y moribundos.
Montgomery y Balthasar seguían escondidos tras el muro, subidos a unas
columnas para evitar electrocutarse.
Edward, sin embargo, estaba bocabajo en el agua. No se movía.

—¡Edward!
Hice ademán de ir hacia él, pero retrocedí de un salto cuando una bala
impactó en la gravilla, a pocos centímetros de mis pies. Era Radcliffe quien me
había disparado. Seguía a lomos de su caballo, en la parte más elevada del patio,
frente a las escaleras. No se había electrocutado. Bajo la lluvia, volvió a
apuntarme sin pensárselo dos veces. Busqué la pistola que llevaba al muslo, pero
tenía la falda y las enaguas tan mojadas que pesaban muchísimo y me caí al
suelo intentando dar con ella. Él se acercó a caballo.
Por el rabillo del ojo vi cómo Montgomery abandonaba su escondite y
apuntaba a Radcliffe con el rifle, pero estaba segura de que no lo abatiría a
tiempo. Me quedé mirando el cañón del arma de Radcliffe y vi mi futuro en él.
Oscuridad. Muerte. No habría nadie que me reanimara a mí.
Se oyó una descarga en lo alto de la mansión cuando los sirvientes le
dispararon. Con un gruñido de dolor, Radcliffe se agarró el muslo, pues una de
las balas lo había alcanzado. McKenna me sonrió desde lo alto antes de recargar
su arma. A su lado, Lily, Moira y Carlyle no paraban de disparar a los pocos
hombres de Radcliffe que quedaban con vida.
Me puse en pie con dificultad y eché a correr por la gravilla hasta la escalera,
donde me resguardé de los disparos detrás de la estatua de un león. Se me
aceleró el pulso mientras las balas silbaban a mi alrededor. Una de ellas impactó
en un escalón, cerca de mis pies. Otra le partió una de las orejas al animal de
piedra. La puerta de entrada estaba a unos pocos metros, pero no la alcanzaría
sana y salva. Quedaría expuesta demasiado rato.
Con cuidado, miré por encima de la estatua y me dio la impresión de que
solo cuatro de los mercenarios de Radcliffe habían estado en una posición tan
elevada como para salvarse de la electrocución. Se protegían detrás de los
cadáveres de los caballos de sus camaradas. Montgomery y Balthasar estaban
agachados junto a la verja de entrada, apuntando con cuidado y evitando como
podían que les alcanzaran a ellos.
Agachada, fui hasta el otro lado de la estatua para ver el cuerpo de Edward.
Rezaba para que hubiera despertado y conseguido salir de allí, pero se me cayó
el alma a los pies cuando vi que seguía bocabajo en el agua. Había algo de
sangre a su alrededor, como si lo hubiera alcanzado alguna bala. Me mordí el
labio, ansiando que se moviera.
—Levántate —le urgí—. Demuestra que no se te puede matar con tanta
facilidad.
Pero no lo hizo. Uno de los hombres de Radcliffe me vio y empezó a subir la
escalera con un cuchillo en la mano.
—¡Maldita sea!
Me rasgué la falda para llegar hasta la pistola. Por fin, toqué con los dedos la
fría y dura empuñadura y la saqué de la cartuchera. Apunté, pero el pánico hacía
que me temblaran las manos y fallé por poco. Me apresuré a recargar, pero la
pistola estaba tan mojada que se me resbaló de las manos y cayó por la escalera.
Fui a por ella. Me quedaba expuesta y sería un objetivo fácil, pero tenía que
cogerla. El oficial llevaba el cuchillo en la mano. Unos pasos más y lo tendría
encima.
Vi algo borroso bajo la lluvia, el destello blanco de una camisa y un
sombrero marrón de ala ancha que derribaban al mercenario.
—¡Montgomery!
Cogí la pistola y apunté a los dos hombres que rodaban por la gravilla, pero
no me atreví a disparar por miedo a alcanzar accidentalmente a Montgomery. Al
otro lado del patio, Radcliffe se giró al oír mi grito. Vi en su mano el destello de
una pistola y me fijé en que la apuntaba hacia los dos luchadores, sin importarle
al parecer si hería al suyo por accidente. Y entonces disparó.
Grité. Montgomery se irguió y se sacudió el pelo mojado de la cara. Por un
terrible instante creí que era a él a quien había dado la bala y el corazón me dejó
de latir pero, entonces, el otro hombre cayó al suelo, sangrando por un agujero
que tenía en la espalda. ¡Grité de alivio! ¡No era a Montgomery a quien había
alcanzado el disparo!
Pero mi alivio duró poco. Radcliffe se aprovechó del caos de la situación
para acercarse a Montgomery por la espalda, cogerlo por la camisa y ponerle la
pistola en la sien.
—¡Dígales a los suyos que dejen de disparar, señorita Moreau! —ordenó, al
tiempo que señalaba las ventanas con el mentón—. ¡O le pego un tiro ahora
mismo!
—¡Alto el fuego! —grité sin pensármelo—. ¡McKenna, Carlyle, alto el
fuego!
Alguien disparó una última vez y se hizo el silencio. El humo se disipó
mientras la pólvora se asentaba. El aire nocturno olía a rancio por la sangre
derramada y el azufre, y empezaron a oírse los quejidos de los moribundos.
—Vosotros dos, no dejéis de apuntar a este hombre —les ordenó Radcliffe a
dos de los pocos mercenarios que le quedaban—. Si se mueve, disparadle.
Montgomery estaba sangrando por un arañazo que tenía en el hombro. Me
miró a los ojos. No podía permitir que aquello acabara así.
Radcliffe se secó un hilillo de sangre que le caía de la nariz. Respiraba con
dificultad.
—Dígales a los suyos que tiren las armas y bajen aquí.
Apreté la mandíbula. Aquello sería como ordenarles que se suicidasen.
—¡Váyase al infierno!
—¡Espere! —gritó McKenna asomada a la ventana—. Haremos lo que
quiere. Lo siento, señora, pero nuestro deber no consiste solo en proteger la
mansión, sino también a usted.
Tiró el rifle al patio y esbozó una mueca de dolor. Dado que Edward estaba
inmóvil, ella y las demás sirvientas habían sido nuestra mejor baza. Moira y Lily
también tiraron las armas, y les siguió el pesado y viejo Weston de Carlyle. Los
rifles rebotaron en el patio, donde uno de los fornidos mercenarios de Radcliffe
los recogió.
—Puede matarnos a todos y registrar la casa —le dije furiosa—, pero nunca
encontrará los diarios.
No me dio la impresión de que le preocupara mi amenaza. Los sirvientes
abrieron la puerta principal e, indefensos, se alinearon debajo del alero. A
Radcliffe le cambió la cara al no ver a Lucy entre ellos.
—Dígale a Lucy que salga también. Quiero comprobar que no le han hecho
daño.
Se me encogió el estómago. Mi padre jamás había mostrado tal interés por
mí, ni siquiera cuando mi vida había estado en peligro. Él tan solo había
estudiado mi miedo como uno más de sus experimentos.
—No está en la casa. Se esconde fuera porque no quiere verlo. Podría
marcharse usted ahora mismo, porque ni va a encontrar los diarios ni se la va a
llevar.
—¿Marcharme? —repitió. Su máscara de frialdad comenzó a resquebrajarse
y empezó a aflorar la ira—. Puede, pero después de matarla a usted.
—Soy la única que ha memorizado la información. Máteme y se perderá
para siempre.
Lo que dije le llamó la atención y vi un brillo extraño en sus ojos azul pálido.
—Ha memorizado la ciencia de Frankenstein, ¿eh? Supongamos, entonces,
que mato a Montgomery. Con diarios o sin ellos, tendría que usarla para
devolverlo a la vida. Lo único que tendría que hacer yo es observar cómo lo
hace. Usted decide, señorita Moreau, cómo llegar a ello, pero le aseguro que
acabaré llevándome esa ciencia.
Apreté el puño, furiosa.
—Ahora soy la señora James.
Ladeó la pistola.
—Una diferencia que no me importa lo más mínimo.
El tiempo avanzaba más despacio, y una serie de imágenes pasaron ante mis
ojos mientras el pánico se apoderaba de mí. No podía permitir que aquello
acabara así y, al mismo tiempo, poco podía hacer para evitarlo. Radcliffe tenía
una pistola en la mano; el dedo en el gatillo. Montgomery tenía los ojos
cerrados, esperando recibir la bala que iba a quitarle la vida.
Por entre la niebla apareció un figura. Al principio me pareció un fantasma,
una sombra. Llevaba una capa de tweed y tenía la piel pálida. La figura se arrojó
delante de Montgomery, que estaba de rodillas.
—¡Quieto! —gritó.
Fue entonces cuando me di cuenta de quién era. ¡Lucy!
Se oyó un disparo que atravesó la noche. Era demasiado tarde. Radcliffe
había apretado el gatillo.
Me tambaleé hacia atrás, aturdida. Montgomery abrió los ojos al oír el tiro.
Lucy dio un paso hacia atrás y se le cayó la capucha. Su pelo castaño oscuro, tan
parecido al mío, quedó a la vista. Se me hizo un nudo en la garganta.
—¡Lucy! —exclamé, arrodillándome a su lado.
—Papá… —consiguió decir, mientras le asomaba un hilillo de sangre entre
los labios.
Me llevé la mano a la boca para evitar gritar, pero no lo conseguí. Mi aullido
desesperado resonó por los páramos mientras me acercaba a ella y le tocaba la
cara, el pelo, la capa.
—¡Lucy! ¡Dios, no!
Mi amiga no me estaba mirando a mí, sino a su padre, que dejó caer la
pistola al suelo. Aquella máscara de hielo se deshizo del todo, reemplazada por
el mero horror que le producía lo que acababa de hacer.
—¿Lucy? No…
—Papá… —dijo, aunque tuvo que esforzarse por hablar porque seguía
sangrando por la boca—. No pensaba que fueras a dispararme.
Miré su cuerpo horrorizada. Tanto la capa como el vestido estaban
empapados en sangre. La bala debía de haberle atravesado una arteria. Había
sangre por todos lados.
—No sabía que eras tú… —dijo. Ya no era el frío líder del King’s Club, sino
un padre que estaba viendo morir a su hija—. Lucy, no te he visto…
Se le pusieron los ojos en blanco en mis brazos y sentí como si me congelara.
Otra parte de mí se hizo cargo de la situación, analizando la escena como un
científico. La sangre que le salía por la boca, la palidez de la piel, el pecho que
ya no subía y bajaba… Era demasiado tarde.
Capítulo Treinta y ocho
Presioné la herida con la mano, como si con aquello fuera a conseguir devolverle
la vida. Montgomery se zafó de los hombres que habían estado apuntándole pero
que ahora contemplaban la escena, asombrados, y se arrodilló a mi lado para
tomarle el pulso. Sus movimientos eran diestros, pero parecía aturdido.
—Está muerta —me dijo como si no pudiera creérselo.
Me arrellané en el suelo. No podía pensar. No podía respirar. No sentía el
cuerpo, como si fuera mi sangre la que goteaba sobre el barro. ¿Muerta? ¿La
chica con la que había crecido, la única amiga que se había quedado conmigo
después del escándalo, la muchacha que había dejado de lado su magnífica
herencia por hacer lo que consideraba que estaba bien?
—¡Es culpa suya! —me espetó Radcliffe mientras me tiraba de la mano para
colocarme junto a Montgomery.
Montgomery también se puso de pie y los mercenarios de Radcliffe nos
apuntaron con los rifles.
—¡Es usted quien debería haber muerto, no Lucy! ¡Lucy nunca tendría que
haberse visto mezclada en esto!
—¡Ha sido usted quien la ha involucrado! —le grité, soltándome de sus
manos—. ¡Huyó con nosotros para escapar de usted!
Parpadeó. Durante unos horribles segundos, nadie dijo nada. Miré a Edward,
que seguía tumbado en el charco boca abajo. ¿Él también habría muerto? ¿Los
habríamos perdido a los dos? ¿Lo habríamos perdido todo?
—Márchese —le solté a Radcliffe—. Márchese con sus hombres. ¿Qué más
le dan unos diarios cuando ha matado a su propia hija?
Me miró como si fuera un espectro de pesadilla. Se llevó la mano a la boca y
murmuró algo para sí mismo, como si no pudiera creerse lo que había sucedido.
—¿Muerta? —dijo como si quisiera escuchar el sonido de esa palabra
pronunciada en voz alta—. No.
Era como si sus disparatados planes para conseguir los diarios y revender la
ciencia que recogían fueran lo que menos le importaba en aquel instante. Se
volvió hacia el muro del patio y respiró hondo. En cierto modo, entendía cómo
se sentía. Mi mejor amiga estaba muerta. ¿Qué más daba todo lo demás?
—Juliet, lo siento —me susurró Montgomery—. No sé qué decir.
Aún nos rodeaban los secuaces de Radcliffe. Era evidente que Montgomery
quería estrecharme entre sus brazos, pero que no se atrevía. Radcliffe estaba de
cara a la pared y sacudía la cabeza a uno y otro lado.
Yo no podía apartar la mirada del cadáver de Lucy. Habían muerto ya tantos
de mis seres queridos. Había enterrado a tantos. Habíamos devuelto a la vida a
Edward, sí, pero, tras lo sucedido, su destino era incierto. Si estaba vivo…
¿cómo reaccionaría al conocer la muerte de Lucy? Miré hacia la torre en la que
lo había reanimado a él.
—La torre… —susurré, como si hablara conmigo misma—. Montgomery, si
la lleváramos a la torre…
—No —dijo. Le centellearon los ojos en señal de advertencia—. Ni se te
ocurra pensarlo.
Pero Radcliffe se había girado hacia mí y me observaba con ojos de loco. Me
había oído y había entendido a qué me refería.
—La torre… —repitió mientras miraba la ventana por la que se veía el
equipo de Elizabeth. Tragó saliva—. Ese es el laboratorio, ¿verdad, señorita
Moreau? Usted puede traerla de nuevo a la vida con la ciencia de Frankenstein.
No tiene por qué morir.
—Es imposible —dijo Montgomery—. Es impío.
—No te lo he preguntado a ti —dijo Radcliffe, que tenía los ojos fijos en mí
—. Nosotros nos entendemos, ¿verdad, señorita Moreau? Ambos podríamos
volver a tener a Lucy.
Notaba la boca seca y me llevé las manos a la cabeza.
—No lo sé.
—Yo sí —dijo. Me cogió de la mano y me llevó hacia la casa—. O la
reanima o mato a todos los demás. Coged el cadáver de mi hija —les ordenó a
los suyos—. Y no dejéis de apuntar a Montgomery James. Encerradlo en el
sótano hasta que hayamos acabado.
Miré hacia atrás. Uno de los mercenarios empujaba a Montgomery, que
llevaba las manos en la cabeza. Nos metieron en el vestíbulo y la luz eléctrica
me hizo daño en los ojos.
—Eh, tú, ama de llaves, lleva a mi socio al sótano para que encierre a este —
le dijo—. Señorita Moreau, usted y yo vamos a la torre.
Me arrastró hacia las escaleras, mientras uno de los mercenarios nos seguía
con el cuerpo sin vida de Lucy.
—Juliet, espera —me pidió Montgomery.
Me detuve el tiempo suficiente como para que nos miráramos a los ojos.
Podríamos habernos dicho miles de cosas, pero eligió decirme una en concreto.
—Recuerda lo que te he contado. No eres hija de Moreau, puedes elegir tu
propio camino.
Aquellas palabras se me clavaban más y más con cada peldaño que subía
hacia el laboratorio. A pesar de la luz eléctrica, me sentía entre tinieblas. Solo
mis pensamientos refulgían. Había luchado durante mucho tiempo por no
convertirme en mi padre, hasta que había aceptado que era inevitable. ¿Tenía que
desarraigar mis creencias una vez más? Agarré el amuleto del agua de Jack Serra
deseando que fuera mágico, aunque era consciente de que la magia no existía.
Llegamos a la planta de arriba, donde estaban los retratos de los Von Stein y
de los Ballentyne. Tuve la sensación de que me hablaban en susurros, pero no
estaba segura de lo que querían. Lo único que sabía a ciencia cierta era que
Radcliffe me agarraba con fuerza del brazo, que mi mejor amiga estaba muerta y
que las últimas palabras de Montgomery habían sido: «Puedes elegir tu propio
camino».
En lo alto de las escaleras, Radcliffe abrió la puerta del laboratorio de una
patada. Nos recibió el olor a rosas y se me hizo un nudo en la garganta al pensar
en las cenizas de Elizabeth y de Hensley diseminadas al viento.
—Pon ahí a Lucy —le ordenó Radcliffe a su secuaz, señalando la mesa de
operaciones con el mentón.
Me soltó, porque sabía que no podía escapar a ningún lado, y empezó a mirar
todos los libros que había en los estantes del laboratorio.
—No va a encontrar ahí los diarios de Frankenstein. Elizabeth los escondió y
el servicio no sabe dónde están.
Su mirada era muy fría.
—La obligaré a que me lo diga, pero ahora tiene algo más importante que
hacer —dijo, mientras acariciaba con suavidad el pelo de Lucy. Miró el
instrumental quirúrgico, las bandejas de metal y los utensilios—. Seguro que
aquí tiene todo lo que necesita.
Desesperada, miré hacia la ventana con intención de ganar tiempo.
—Relámpagos. Solo puedo llevar a cabo el procedimiento si hay suficiente
energía eléctrica.
Descorrió las cortinas.
—No ha parado de llover. Antes o después caerá un rayo. Así tendrá tiempo
para preparar el cuerpo y la operación. Vuelvo enseguida.
—¡Espere! No puedo hacerlo sola. Necesito a Montgomery, que es cirujano.
Me lanzó una mirada fulminante.
—Igual que usted —dijo. Después cerró la puerta de golpe.
Me rasgué un pedazo de tela del vestido y lo metí en el agujero de la
cerradura para que el mercenario que estaba fuera, montando guardia, no viera
nada.
Un goteo constante empezó a sonar detrás de mí, pero no me atrevía a darme
la vuelta. Me quedé mirando la puerta. Radcliffe no volvería a abrirla hasta que
oyera la voz de Lucy, pero si la reanimaba, sabría que la ciencia de Frankenstein
era posible. Pondría la casa patas arriba hasta que encontrara los Diarios
Originales y le vendería esa ciencia a personas sin escrúpulos que devolverían a
la vida a innumerables cadáveres. Quizá incluso a Henri Moreau. Pero es que se
trataba de Lucy. No me imaginaba la vida sin ella. A excepción de Montgomery,
había sido la única persona que había estado a mi lado cuando lo del escándalo.
Había desafiado a sus propios padres para venir al parque conmigo y beber
ginebra robada, y reírnos mientras hablábamos de chicos, como si yo fuera una
persona normal. Era mi lazo con la vida real. Era mi mejor amiga. ¿Cómo no iba
a reanimarla?
Poco a poco, el miedo me fue estremeciendo. El goteo continuaba. Me giré.
Era sangre que caía desde la mesa y empezaba a formar un charco en el suelo y a
correr hacia la rejilla metálica del desagüe. A pesar de lo mucho que me
temblaban los dedos, le quité la capa empapada.
La bala le había dado en pleno pecho, justo debajo de dos lunares de los que
le gustaba decir que formaban una constelación. Debía de haberle perforado el
ventrículo derecho, lo que explicaría el sangrado profuso. Iba a tener que extraer
la bala, suturar el corazón desgarrado, colocar bien las costillas y cerrar la
herida.
Sabía hacerlo. No tardaría más de una hora si conseguía mantener la
concentración. Mis dedos querían coger un escalpelo y ponerse manos a la obra.
Sentí una especie de calor en los pies y, cuando bajé la mirada, me di cuenta
de que la sangre de Lucy se me había colado en los zapatos. Me los quité a
patadas y salieron volando hacia la otra punta del laboratorio, donde cayeron
desordenadamente.
Me fijé en el río de sangre que avanzaba hacia mí por entre las baldosas. No
se trataba de una paciente. No era un espécimen. Era Lucy.
Apreté las rodillas, intenté calmar mi respiración y miré la pálida curva de la
mano de Lucy, que colgaba de la mesa. Henri Moreau no habría dudado en
reanimarla. A decir verdad, si Montgomery no me hubiera contado la verdad, ya
tendría el escalpelo en las manos.
Pero mi padre no estaba en mi sangre. De hecho, ni siquiera era mi padre. No
era más que el esqueleto de un extraño en una isla lejana. Lo que me dejaba a
solas con el cadáver de mi mejor amiga y un millar de preguntas. Pero solo una
de ellas era importante: ¿Qué debía hacer?
Miré un escalpelo que había en el suelo y se me ocurrió una locura. Había
una manera de que no tuviera que tomar aquella terrible decisión. Podía coger la
herramienta, hacerme dos cortes rápidos y dejar que mi sangre se mezclara en el
suelo con la de Lucy. Me uniría a ella en cualquier lugar sombrío en el que
descansara en paz.
Me agaché poco a poco, recogí el escalpelo y me lo puse en la muñeca para
ver qué se sentía. Una persona tardaba diez minutos en desangrarse, pero solo
dos en perder la conciencia. Dos minutos y todo habría acabado. Radcliffe jamás
encontraría los Diarios Originales en el escondite de Elizabeth. Con mi muerte,
la ciencia de Frankenstein desaparecería. Lucy seguiría muerta pero, al menos,
yo estaría con ella.
Me mordí el labio con tanta fuerza que me hice sangre. Salada y amarga.
¿Iba a matarme? Grité y lancé el escalpelo contra la pared. Fui hacia la ventana y
la abrí para respirar aire fresco, que me llegó mezclado con la lluvia. A lo lejos,
se oían los truenos.
Abajo, a la luz de la casa, se veía el pajar. Una enorme figura avanzaba
despacio por la pared exterior del patio. Era Balthasar, que debía de haber
escapado de los mercenarios de Radcliffe e iba al pajar para asumir el papel de
protector de las niñas de las que hasta ese momento se había ocupado Lucy.
A Balthasar lo habían creado sin propósito alguno, pero él había encontrado
uno. Si él había podido hacerlo, quizá yo también pudiera. Al fin y al cabo, no
era la hija de un loco. No era una Moreau. Tampoco era una Ballentyne; al
menos, no de corazón. Antes había tenido miedo de quedarme sin nada, sin
identidad, pero empezaba a darme cuenta de que la falta de identidad me
liberaba de mis cadenas. Por primera vez en la vida, podía tomar mis propias
decisiones sin que la sombra de mi padre se proyectara sobre ellas. A partir de
ese momento, no obstante, cada palabra, cada idea y cada decisión eran mías.
A partir de aquel mismo instante.
Me volví hacia la mesa. Mi padre no habría dudado en devolver a Lucy a la
vida, pero yo no era mi padre y era hora de que empezara a tomar mis propias
decisiones.

Muerta, Lucy aparentaba más de diecisiete años. Le habían salido una especie de
ojeras que le daban el aspecto de una mujer de veinte, treinta o incluso cuarenta.
Habría sido una buena esposa y una buena madre. Puede que en otra vida se
hubiera casado con Edward y hubieran tenido hijos, y habrían jugado a pillar con
ellos en el laberinto de setos de la parte de atrás de su casa. Le quité un mechón
de pelo de la cara y le acaricié las arrugas de los ojos. El cuerpo aún no había
perdido la calidez de la vida.
«Podría devolverte la vida. Tengo la capacidad para hacerlo».
No hacía tanto que había tenido a Edward maniatado en aquella misma mesa.
Había estado convencida de que reanimarlo era lo más adecuado. Había sido el
fantasma de mi padre quien me había llevado a hacerlo. Ahora, en cambio, no
oía voces en mi cabeza, nadie me empujaba a actuar. Cogí una tela húmeda y le
limpié las manchas de sangre que tenía en la cara y en el pecho.
—Podría devolverte la vida —le susurré y se me quebró la voz.
Sentí un arrebato de emoción y el paño me tembló en las manos. Era hora de
tomar la primera decisión de mi vida por mí misma, sin estar influenciada por mi
padre. Tenía la capacidad de curar la muerte, pero ¿qué les había proporcionado
la nueva vida a Hensley, al monstruo de Frankenstein o a Edward? Más dolor.
No podía quitarme de la cabeza las palabras de Montgomery, eso de que solo
había una vida y que había que vivirla bien. «Si sabes que no puedes morir, ¿de
verdad vives?», había dicho. La vida de Lucy había sido corta, pero la había
vivido bien. Había elegido su propio destino, por mucho que hubiera sido
aciago.
Cerré los ojos y presté atención una última vez a las voces. La de mi padre,
la de mi madre, la de Elizabeth. Pero solo había silencio y, en aquel silencio, dejé
que fuera mi voz la que hablara.
Era un susurro bajo, pero allí estaba.
Me corrió una lágrima por la cara.
—Podría devolverte la vida… —volví a susurrar—, pero no voy a hacerlo.
Ahogué un sollozo en la garganta y me incliné sobre su cadáver, llorando
sobre su vestido ensangrentado. Todo aquel instrumental y todos aquellos libros
habían significado tanto para mí cuando había anhelado la aprobación de mi
padre… pero ahora sabía bien que una ciencia así tenía un precio muy alto.
Dolor. Sufrimiento. Pérdida.
—Lo siento, Lucy, no puedo hacerlo. Se acabaron los experimentos. Se
acabó eso del fin justifica los medios. No pienso volver a gritar en sueños. No
soy como mi padre.
Respiré hondo, le abroché el abrigo para esconder la herida lo mejor que
pude y la bajé con cuidado de la mesa. La dejé en el suelo, sentada, con la
cabeza caída hacia un lado, como si se hubiera quedado dormida. En el bolsillo
llevaba algo duro y miré a ver de qué se trataba.
Era una caja de cerillas vacía. Debía de haberla usado para encender un
fuego en el sótano del pajar y mantener a las chicas calientes hasta la mañana.
Se me ocurrió una idea. No podía ir adonde estaban los Diarios Originales,
pero podía asegurarme de que las notas personales y los experimentos de
Elizabeth nunca cayeran en manos de Radcliffe. Empecé a abrir los libros como
si me hubiera vuelto loca. Arrancaba páginas, las arrugaba y las tiraba junto a
una pila de volúmenes. Fuera, los truenos se acercaban. Estudié la tormenta con
determinación. Los rayos podían devolverle la vida a un cuerpo, sí… pero
también podían destruir.
—Lo siento, Elizabeth —susurré—. Tengo que romper mi promesa.
Oí un crujido en la pared del este. Provenía de la rejilla de drenaje por la que
había caído la sangre de Lucy. Debían de ser algunas de las ratas de Hensley, que
correteaban entre las paredes. Se quemarían si no salían pronto de allí. Me latía
muy rápido el corazón, pero no podía hacer nada. Su destino les pertenecía.
Empapé con el alcohol estéril de Elizabeth todos los libros y papeles. Cuatro
generaciones de mujeres protegiendo aquella sabiduría, pasándosela las unas a
las otras, y yo le pondría fin aquella noche. Por mucho que admirara lo que las
Von Stein habían querido hacer, ya no estaba de acuerdo con ellas.
Con las prisas por acabar cuanto antes, el alcohol también me salpicó el
vestido.
—Maldita sea.
Un relámpago iluminó la noche. En cualquier momento, un rayo impactaría
en el pararrayos y prendería fuego a todo aquello… y a mí, con mi vestido
empapado, si no encontraba la manera de escapar de allí.
Miré por la ventana, pero una caída de cuatro pisos era demasiado peligrosa.
Solo me quedaba la puerta, que estaba cerrada y vigilada por uno de los secuaces
armados de Radcliffe. Oí más patitas por la rejilla y pensé en las pobres ratas,
atrapadas entre las paredes. No podía salvarlas. No podía salvar a Lucy. Ni
siquiera podía salvarme a mí misma.
Dicen que cuando uno es consciente de que va a morir, lo embarga una
especie de paz. Había visto morir a suficientes personas como para saber que no
era verdad pero, sin embargo, mientras observaba cómo se acercaba la tormenta,
sentí cierta calma. Era como si me liberara de la determinación que me había
mantenido con vida hasta el momento. Era como aceptar que la muerte había
ganado y que había sido una tonta al pensar que podría derrotarla. A decir
verdad, ya la había engañado suficientes veces en una sola vida.
Caí de rodillas en el charco de sangre y alcohol. Había matado a mucha
gente, incluido el hombre al que creía mi padre. Si esto era lo que tenía que
hacer para conseguir que la Anatomía Perpetua se perdiera, que así fuera.
Montgomery tenía razón. Solo tenemos una vida. Una oportunidad de tomar
las decisiones adecuadas. Y esta era la mía: arder con el resto de Ballentyne.
Capítulo Treinta y nueve
Con la cabeza entre las manos, esperando el momento en que cayera un rayo, no
me di cuenta de que las garritas se habían convertido en pasos.
—Juliet, ¿estás ahí? —susurró alguien.
Levanté la cabeza de golpe. Era la voz de Montgomery, que sonaba como la
de un fantasma. Sus manos salían por la rejilla.
—¡Montgomery! —exclamé. Me arrastré hasta allí y me aferré a los barrotes
—. ¡No sabía que hubiera pasadizos hasta el laboratorio!
—Aún tengo el mapa —dijo, al tiempo que me mostraba el viejo pedazo de
papel ajado—. Me han encerrado en el sótano y he conseguido huir por los
pasadizos. El mapa indicaba que aquí había existido uno, pero que lo habían
tapiado. He conseguido pasar. Solo tenemos que salir.
Tiró de la rejilla, pero no se movió.
—¡Escúchame! —le dije mientras agarraba los barrotes—. No queda tiempo.
Tienes que salir de entre las paredes. Márchate de la mansión cuanto antes. Diles
a los sirvientes que huyan.
Un rayo cayó más cerca y grité. Montgomery vio la montaña de libros y
diarios que había preparado y empapado en alcohol. Abrió los ojos como platos.
—Juliet, ¿qué has hecho?
—Lo que tenía que hacer. Tenías razón. Esta ciencia es demasiado peligrosa.
Cuando caiga el rayo, el fuego consumirá toda la casa, incluidos los diarios de
Frankenstein.
—¿Estás loca? ¡También te quemarás tú!
Tiró con todas sus fuerzas de la rejilla, tensó al máximo sus músculos.
Intenté apartarle las manos para que no siguiera.
—Déjame. ¡Vete!
Oí un chasquido a mi espalda. Olí el ozono un segundo antes de ver la
chispa. El laboratorio entero vibró como lo había hecho otras veces y se oyó un
zumbido proveniente del equipo de metal. Montgomery me cogió de la mano a
través de la rejilla un segundo antes de que el pararrayos dejara escapar la
descarga.
Se vio una chispa y el alcohol se prendió. El laboratorio se llenó de llamas.
Grité y me protegí la cabeza con las manos.
—¡Montgomery, márchate!
Me aparté de él y me dirigí hacia la pared más alejada, como si fuera la
oleada de calor lo que me empujaba. Abrí la ventana para que el denso humo
negro saliera por ella. Los sirvientes y Jack Serra y los suyos lo verían y sabrían
que tenían que salir de la casa. Pero Montgomery seguía entre las paredes. Quizá
no le diera tiempo de escapar.
—¡No pienso dejarte aquí!
Con todas sus fuerzas, intentaba arrancar la rejilla de cuajo, pero no se movía
ni un ápice. Solo Edward habría tenido suficiente fuerza para arrancarla, pero
seguía inconsciente, o algo peor.
Me hice un ovillo, aterrada por la muerte tan dolorosa que iba a sufrir. Oí una
especie de arañazo junto a la rejilla e, incrédula, vi cómo empezaba a
desprenderse un polvillo, hasta que empezó a salirse de la piedra. Montgomery
soltó un gruñido y tiró de los barrotes con más fuerza. Parpadeé sorprendida. Era
imposible. Había oído historias que decían que los seres humanos son capaces de
actos de fuerza suprema en momentos de crisis, como levantar grandes pesos o
correr varios kilómetros con una pierna rota. Pero el esfuerzo siempre se pagaba.
A veces, la persona incluso moría.
—¡Montgomery, para, te vas a hacer daño!
Pero no se detuvo. Aunque parecía que se le fueran a desgarrar los músculos,
tiró de la rejilla hasta que la sacó y la dejó caer al suelo con un estrépito
metálico.
—¡Entra!
Mi cerebro tardó un instante en comprender que lo había conseguido; corrí
inmediatamente hacia él, y me metí por el agujero. El suelo estaba mugriento y
frío, cubierto de polvo y telarañas. Todo tenía un extraño tono oscuro, como si el
mundo estuviera cubierto de sombras. Me senté e hice un esfuerzo por respirar.
—Has inhalado mucho humo —me dijo—. Te estás mareando.
Le cogí las manos y se las apreté con fuerza.
—¡Te he dicho que te fueras! ¡Para que te salvaras! —dije, tosiendo—. Lo
que has hecho… es imposible.
Tenía el pelo enmarañado y sudado y me lo acarició con los dedos.
—A veces, el amor supera lo imposible. Estás loca si pensabas que iba a
dejar que murieras.
Lo besé. En la distancia, se oía el fuego que se iba extendiendo por la
mansión y la piedra sobre la que estábamos empezó a calentarse, pero quería
sentir sus labios. Si solo teníamos una vida, quería vivirla bien.
Algo se cayó con gran estrépito en la casa y dejamos de besarnos. Me abrazó
y noté que los músculos de sus brazos se movían de manera extraña, tal vez
debido al esfuerzo sobrehumano. Tenía que sacarlo de allí y atenderlo antes de
que sus músculos quedaran dañados para siempre.
—Vamos —le dije—, que todavía estamos en peligro.
Lo cogí de la mano y tiré de él para alejarnos de la torre en llamas. El humo
empezaba a entrar por el pasadizo, aunque, de momento, se quedaba en el techo.
Avanzamos más deprisa, y entonces tropecé con un ladrillo suelto, me caí hacia
delante y me golpeé con la pared. Esbocé una mueca de dolor mientras me fijaba
en que, en aquella zona, el polvo estaba removido. Me quedé mirando el ladrillo
salido y me di cuenta de que ya me había tropezado antes con él, cuando iba con
Hensley.
—¡Estamos cerca de la biblioteca! —dije—. Eso quiere decir que este
pasadizo lleva hasta el túnel por el que se abandona la mansión, el mismo que
usé para escapar de la bestia.
El rugido del fuego era mayor. Me llevó a otro momento, a otro incendio,
uno que se originó en mitad de la noche, en una isla. En aquella ocasión, había
sido mi padre quien había muerto. Quizá estuviera destinada a morir de la misma
manera que él.
«No, cada uno elige su destino», me recordé.
Montgomery tosió. El humo era tan denso que me costaba distinguir su
rostro si me alejaba unos pasos. Avanzábamos agachados, porque a ras de suelo
aún se podía respirar, y bajamos una escalera, casi resbalando por ella, hasta que
la temperatura descendió. Por suerte, las paredes de piedra estaban frías. Al pisar
el suelo, nos dimos cuenta de que estábamos en el sótano, que estaba inundado.
—¡Ahí está!
Era la puertecita que daba al exterior. Al girarme, sin embargo, mi sonrisa
desapareció. Nada más ver a Montgomery, me di cuenta de que estaba
quedándose sin fuerzas. Un cuerpo no podía acometer gestas imposibles durante
mucho rato.
—El jardín sur está justo al otro lado de esta puerta —le dije—, pero está
atascada. Tenemos que empujarla. Montgomery, no te rindas todavía.
Asintió. Conté y, a la de tres, nos lanzamos con todas nuestras fuerzas contra
la puertecita. Se abrió unos pocos centímetros; luego, unos pocos más; y
seguimos hasta que se abrió lo suficiente como para salir.
Nos recibieron el viento frío y la lluvia, que se mezcló con mis lágrimas de
alivio. Montgomery salió detrás de mí. Apoyé las manos en el barro, pero me
daban ganas de dejarme caer en él.
Nos reímos, exhaustos, y me puse encima de él. Me apretó la mano mientras
cerraba los ojos, se la puse en el pecho y disfruté del ritmo regular de su corazón.
Por fin todo nos iba a ir bien.
—Estamos a salvo —le dije mientras le secaba la lluvia de la cara—. Lo
hemos conseguido.
Oí el sonido de unas botas que se acercaban por la gravilla encharcada y
saqué fuerzas de flaqueza para ver de quién se trataba. Radcliffe me miraba con
sus ojos azul pálido. Me apuntó a la cabeza con la pistola y toda mi felicidad
desapareció.
—Señorita Moreau, ¿dónde está Lucy?

Me sentí furiosa. Imaginé el cadáver de Lucy en la torre, sentada contra la pared,


como si estuviera dormida. Muerta porque su padre le había disparado.
Al otro lado del patio se oyó un estruendo cuando las llamas reventaron las
ventanas más altas de la torre y el humo empezó a salir por ellas.
—Es tarde —le respondí, tosiendo—. Se ha quemado en el incendio junto
con el equipo y los diarios de Frankenstein.
Radcliffe miró las llamas que habían consumido el cuerpo de su hija y se
quedó pálido. Era evidente que sentía un dolor que mi padre jamás había sentido
por mí y, por un instante, por mucho que lo odiara, aquel hombre me dio pena.
Se volvió hacia mí con un rugido furioso.
—¡Levante! —exclamó.
Me puso la pistola en la frente. Me tambaleé, pero él tiró de mí para que me
pusiera de pie y me clavó la pistola en la frente.
—Levantadlo —les ordenó a dos de los secuaces mientras señalaba a
Montgomery.
Me asaltó la preocupación. Montgomery estaba tirado sobre el barro,
empapado por la lluvia. Los hombres de Radcliffe intentaron levantarlo, pero
pesaba más que ellos y apenas pudieron alzarle el torso. Tenía los ojos cerrados.
Se me aceleró el pulso. ¿Se habría desmayado por el cansancio? Miré por
todo el patio. No se veía ni a Balthasar ni a las niñas, así que Radcliffe no debía
de haber descubierto su escondite. No había visto a Jack Serra y a los suyos
desde que habían bajado el cable, pero eran buenos acróbatas y seguro que
habían escapado del edificio en llamas. Enseguida vi a McKenna, a Carlyle, a
Moira y a Lily, que estaban resguardados debajo de un árbol, custodiados por
uno de los secuaces de Radcliffe. Solo quedaba Edward, que seguía tendido en el
mismo sitio, boca arriba en la gravilla, rodeado de sangre.
«¿Boca arriba? Pero si ha caído boca abajo, y así estaba cuando le han
disparado…».
Todavía se me aceleró más el corazón. ¿Estaba vivo? Mi intensa emoción
quedó sofocada por un estrépito tremendo cuando parte del tejado se derrumbó.
Los sirvientes gritaron y hasta los mercenarios parecían nerviosos por hallarse
tan cerca de un incendio así.
—Esto ya no tiene sentido —le dije—. Las investigaciones se han quemado.
Ha perdido.
Oí un gemido grave en el patio y Edward retorció uno de los brazos.
Radcliffe también lo vio.
—¿No estás muerto todavía? —le soltó antes de dirigirse a mí—. Supongo
que esto es lo último que falta para acabar el trabajo, ya que ha dejado bien claro
que no está dispuesta a hacer tratos, señorita Moreau.
—¡No! —grité, pero no pude hacer nada porque uno de los mercenarios me
apuntaba con un rifle.
Radcliffe ladeó la pistola y apuntó a Edward a la cabeza, pero no disparó. De
hecho, la guardó y sacó un cuchillo de caza.
—No, con una bala sería demasiado fácil. Le voy a meter un tajo tan
profundo en la garganta que nadie podrá volver a cosérsela. Y después, pienso
hacerle lo mismo a todos los demás.
Cogió a Edward por la espalda y le puso el cuchillo, resplandeciente, en la
garganta. Creí que se me saldría el corazón por la boca cuando vi que un hilillo
de sangre le caía por el pecho. Fluía con demasiada libertad, no como la de
Hensley. Aquello me preocupó. Si sangraba así, ¿también podría morir? ¿Cuánto
dolor podría soportar su cuerpo antes de bloquearse del todo?
Edward y yo nos miramos por encima del resplandeciente cuchillo. Radcliffe
desconocía que Edward era más fuerte que la mayoría de las personas, puede que
incluso inmortal. Edward enarcó una ceja para hacerme una pregunta silenciosa.
Podía derrotar a Radcliffe con facilidad, pero no antes de que este le rajara la
garganta.
Negué con la cabeza para pedirle que se estuviera quieto.
—¡Déjelo en paz! ¡Vuelva a Londres y finjamos que todo esto no ha pasado!
—No me rindo con tanta facilidad.
Empecé a pensar en maneras de acabar con él. Me fijé en un gran objeto de
metal que brillaba en el patio; era el pararrayos. Al derrumbarse el techo, había
caído al centro del patio y la afilada punta había quedado al descubierto. Di un
paso hacia él. Edward siguió mi mirada y me entendió a la perfección.
—Hay un problema con su plan —dije poco a poco mientras daba otro paso
hacia el pararrayos.
Radcliffe presionó el cuchillo con más fuerza contra el cuello de Edward.
Las llamas devoraban los pisos superiores y caían cristales sobre la escalinata
principal.
—Que tampoco es fácil que yo me dé por vencida.
Cogí el pararrayos. Pesaba más de lo que había esperado, pero eso solo
significaba que sería más efectivo. Lo apunté al pecho de Edward y, por
extensión, al de Radcliffe, que estaba detrás.
—Suelte a Edward.
Radcliffe se carcajeó con una risa grave.
—¿De verdad quiere hacerme creer que asesinaría a su amigo para matarme?
Miré a Edward a los ojos. Me pasaron muchos recuerdos por la cabeza: una
persona en posición fetal en un bote a la deriva, el chico de detrás de la catarata,
el mismo que había luchado contra la bestia.
—Sí.
Le clavé el pararrayos en el pecho a Edward con todas mis fuerzas. Se
estremeció por el golpe, pero no gritó ni nada. Radcliffe, en cambio, aulló de
dolor. La inercia los empujó a ambos contra la pared del patio, pero no tuve
suficiente fuerza para clavarlo más y atravesar del todo el torso de mi oponente.
—Edward… necesito que me ayudes.
Hizo una mueca de dolor al agarrar el pararrayos pero, juntos, lo clavamos
del todo en su pecho. De su herida empezó a salir una sangre de color negro y
volvió a sonarme una alarma en la cabeza. ¿Cuánta sangre podría perder sin
dejar de estar vivo?
Radcliffe gritó de angustia, porque el pararrayos lo había atravesado del
todo. Los brazos se le cayeron lacios y soltó el cuchillo. Por fin, se calló.
Recogí la pistola y apunté a los mercenarios que aún seguían vivos, pero ya
huían de la mansión, desapareciendo en la oscuridad. Estaba segura de que jamás
volvería a verlos.
Me giré hacia Edward. Lo tenía tan cerca que aquella sangre oscura me
manchaba las manos. Me daba pavor levantar la mirada, no fuera a ser que
estuviera muerto… y que, en esa ocasión, hubiera sido yo quien lo hubiera
matado. Pero soltó un suspiro largo.
—¡Estás vivo! —susurré.
Hizo un mueca de dolor y agarró el pararrayos. Le ayudé rápidamente a
sacárselo del pecho, tanto a él como a Radcliffe. El cadáver de este último se
desplomó sobre el barro, de bruces. No se levantó, no respiraba; estaba muerto.
Me arrodillé junto a Edward y le aparté el pelo de la cara. Se puso una mano
en la herida para detener la pérdida de sangre.
—Puedes arreglar esto, ¿verdad? —dijo, esbozando una sonrisita.
Lo abracé con fuerza. Sabía que no debía tardar en contarle lo de Lucy. ¿Qué
lugar había en el mundo para alguien como él, tan antinatural, aunque tan
bueno?
—Ve con él —me dijo, señalando a Montgomery con el mentón.
Me alejé de él con lágrimas en los ojos. Edward me dio un empujoncito y
gateé por el barro hasta donde estaba Montgomery. Tenía el rostro y los brazos
pálidos. Le tomé el pulso en el cuello, rezándoles a todos los dioses del mundo
para que no estuviera muerto. No podía ser. No después de todo lo que habíamos
pasado.
Alguien se acercó a mí por detrás arrastrando los pies y me llegó olor a perro
mojado. Balthasar se acuclilló a mi lado. Sangraba por una herida que tenía en el
hombro pero, por lo demás, parecía estar bien.
—¿Está vivo, señorita?
Encontré pulso y cerré los ojos, agradecida. Lo abracé a pesar del barro y
empecé a llorar.
—Sí. Saldrá de esta.
Balthasar me dio una palmadita en el hombro y, de golpe, me quedé sin
fuerzas. No me había dado cuenta de que, al igual que Montgomery, mi cuerpo
había realizado una gesta sobrehumana. Me dejé caer en el barro y casi no podía
ni abrir los ojos.
—Balthasar, todavía estamos en peligro… el fuego…
Me dio otra palmadita en el hombro.
—Yo me encargo de eso, señorita. Descanse, que todo ha terminado.
Mi cuerpo dejó de resistirse. «Terminado». Cerré los ojos y lo último que
sentí fue la lluvia en los párpados.
Capítulo Cuarenta
Desperté justo cuando amanecía sobre los páramos. Los últimos restos de humo
manchaban un cielo rosado moteado de nubes. Estaba tumbada a cielo abierto en
el invernadero. Aunque se habían roto todos los cristales, aún quedaba el
armazón de hierro. Me senté. Me habían tapado con una manta muy gruesa y aún
me sentía un poco mareada por haber respirado humo. Me fijé en los demás
supervivientes.
Edward había cogido una silla de metal y estaba sentado en la hierba, de
espaldas a mí y de cara a la mansión quemada. Tenía los codos apoyados en las
rodillas y estaba un poco encorvado, como hundido. Montgomery, aún
inconsciente, pero con la respiración regular, estaba tumbado en el suelo, a mi
lado, con una vieja manta de montar por encima. Oí un ladrido a mi lado y
Sharkey me dio un golpecito con el morro.
—Buen chico —le dije mientras le rascaba la oreja.
Era muy agradecido tener un perro como mascota. Sharkey no entendía lo
que significaba que se hubiera quemado la casa. No sabía que Lucy había muerto
y que el mundo había dado varias vueltas de campana. Él estaba tumbado en el
suelo polvoriento, con la cabeza en mi regazo.
—Lo he encontrado en el pajar esta mañana —me comentó Balthasar
mientras se agachaba para rascarle la espalda—. El fuego no llegó hasta allí.
Estaba durmiendo sobre la paja, con las cabras.
—¿Están todas las sirvientas a salvo?
—Sí, señorita.
—¿Qué tal está Montgomery?
—Aún no ha despertado, pero su cuerpo está bien; aunque tardará en
recuperarse.
Lo observé mientras dormía y recordé cómo había arrancado la rejilla de
metal con sus propias manos. Se había roto el cuerpo, pero puede que aquello
fuera una bendición. Si hubiera estado implicado en la pelea con Radcliffe, a
saber si aún seguiría con vida.
—¿Y Edward?
—Sangraba y sangraba. Intenté coserlo, pero con estas manos… —dijo.
Levantó sus gigantescas manos y suspiró—. No tengo destreza. Tendrá que
hacerlo usted, señorita. Le metí paja en el agujero y parece que, de momento,
aguanta. Creo que es como el señorito Hensley; no hay muchas cosas que
puedan acabar con él.
—Sí, eso parece.
Acerqué las rodillas al pecho y tomé una gran bocanada de aire, que todavía
olía a humo. Aún quedaba algún foco en el ala este y lo más probable era que
encontráramos rescoldos entre las ruinas durante días. A la luz de la mañana, la
mansión parecía un esqueleto desgarbado, con vigas de madera quemadas y
bloques de piedra estropeados. Un edificio que llevaba en pie cientos de años,
que había resistido el ataque de los vikingos y que había protegido un secreto
que podía cambiar el mundo. Y ahora no era más que un montón de cenizas y
piedras.
—¿Qué ha sido de Jack Serra y los comediantes?
Se rascó la nuca.
—Se han ido, señorita.
—¿Cómo que se han ido? ¿Adónde?
—No estoy seguro. Cuando acabó el combate, los traje a Montgomery y a
usted aquí y atendí sus heridas lo mejor que pude. Cuando terminé, fui a ver qué
tal estaban ellos… pero ya no estaban. Se habían marchado.
—¿Cómo van a haberse ido? Jack… Ajax… ¡es uno de los nuestros!
—De los suyos no —respondió muy tranquilo—. Es como yo, ¿sabe? Una
creación. Su manera de comportarse es diferente de la de los seres humanos. Eso
de despedirse no va con él.
Era la primera vez que oía a Balthasar admitir su naturaleza. Era tan ingenuo
con respecto a las costumbres del mundo que, a veces, incluso había dudado de
que supiera quién —o qué— era.
—¿Y tú? ¿Tú también vas a marcharte?
Se puso muy serio.
—No, señorita. Mi lugar está junto a usted y junto a Montgomery; sea o no
uno de los suyos.
Envidiaba la seguridad con la que hablaba. Al principio, había sido una
creación en el laboratorio de mi padre y, luego, un perro que seguía a
Montgomery. Ahora era mucho más. Un salvador. Un amigo. Lo cogí de la mano
y se la apreté.
—Tú eres de los nuestros.
El viento debía de haber transportado nuestra voz más allá del invernadero
porque Edward se giró en la silla y se acerco a nosotros. Caminaba con cierto
cuidado, con una mano apoyada en el pecho y pasos medidos y lentos. Me
levanté de un salto para ayudarle a sentarse en el murete de ladrillo. Detrás de él,
nos observaba la estatua de un zorro que el fuego había respetado.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Hizo una mueca al agacharse para sentarse y, con cuidado, se quitó la mano
del pecho, donde Balthasar le había puesto la paja envuelta en una tela.
—No me duele, que ya es algo.
Daba la impresión de que tenía que esforzarse para hablar, pues el hecho de
haber sido ensartado con un pararrayos y haber sobrevivido no quería decir que
estuviera perfectamente.
—Te llevaremos a Quick y te coseré allí.
Miré hacia el pajar, pero el carro de Carlyle no estaba.
—Si no le importa, señora, yo puedo ayudar con eso.
Era McKenna, que se abría paso entre el brezo en dirección a nosotros.
Llevaba botas y una capa de tartán, y aunque iba un poco despeinada, era
evidente que se había bañado y había descansado.
—¡McKenna, está usted aquí!
—Por supuesto, ratoncillo. Aunque se hayan quemado hasta los cimientos,
esta sigue siendo mi casa. ¿De verdad pensaba que me alejaría mucho tiempo?
—Miró hacia atrás y vi que Carlyle estaba enganchando en ese momento la mula
y el carro, mientras contemplaba las ruinas de su hogar—. Anoche nos llevamos
a las niñas a Quick y las dejamos allí. Avisamos de lo del fuego a las
autoridades. Dijimos… que lo había provocado una chispa de una chimenea. —
Se fue quedando callada mientras contemplaba el patio de entrada, donde aún
yacían las víctimas, que empezaban a hincharse bajo el sol de la mañana—.
Bueno, hay mucho trabajo que hacer.
Nunca había agradecido tanto tener a alguien tan práctico a mi lado. Parecía
cansada: las líneas de expresión se le marcaban más en la comisura de los labios
y daba la impresión de que entre el pelo rojo había más canas. Qué mujer tan
calmada, a la par que fuerte. «No podría llevar este lugar sin ella», me había
confesado Elizabeth. Puede que, con su ayuda, llegara a ser tan buena señora de
Ballentyne como Elizabeth.
Carlyle se acercó, ceñudo. Nunca nos habíamos llevado bien, pero tampoco
me había fallado cuando lo necesitaba y, precisamente por eso, estaba en deuda
con él.
—Hemos venido a ver si hay algo que merezca la pena salvar —dijo antes de
darle una patadita a Montgomery—. Se pondrá bien.
—¿Podrías llevarlo a Quick? —le pedí—. Creo que nos quedaremos en la
posada unos días, hasta que Edward y él estén recuperados.
—Sí —dijo, al tiempo que le hacía una señal a Balthasar—. Ayúdame a
cargarlos a los dos en el carro, ¿eh, grandullón?
Acto seguido, subieron a Montgomery con cuidado en la manta de montar y
el guardabosques se sentó en el pescante con las riendas en la mano.
Apoyé un brazo en el borde del carro y le aparté a Montgomery el pelo de los
ojos.
—Nos veremos enseguida pero, antes, he de resolver unos cuantos asuntos
—le susurré.
Le hice una señal a Carlyle, que azuzó a la mula. Balthasar y yo nos
quedamos observando cómo se alejaban por la carretera embarrada. Balthasar
soltó un suspiro largo y miró el patio.
—Aquí hay muchos cadáveres, señorita —refunfuñó—, será mejor que
empiece a cavar las tumbas. El suelo está congelado, así que tendré que
enterrarlos en el páramo.
—Te ayudo.
Negó con la cabeza.
—Usted respiró mucho humo y tiene que descansar. Que me ayude Edward,
que está fuerte a pesar de todo —dijo, y luego se alejó.
Miré Ballentyne y las últimas volutas de humo. El tejado de la torre sur se
había hundido, pero los huesos de piedra aún montaban guardia en el páramo.
Pensé en la escalera de caracol que llevaba hasta los secretos que habían
ocultado aquellas habitaciones: la jaula llena de ratas en la estancia anexa al
dormitorio de Hensley y, justo encima, el laboratorio. Todo había quedado
reducido a cenizas.
Como Lucy.
—Otras partes de la casa ya se habían quemado antes —me comentó
McKenna—. Cuando mi madre era joven, en la torre sur se produjo un incendio
que acabó con toda el ala. Hubo que demoler una parte, retirar muchos
escombros y limpiar a fondo, pero los muros han resistido durante cientos de
años; y, fíjese, siguen en pie. La reconstruiremos. En unos años, estará como
nueva. Instalaremos la electricidad como es debido, cosa que Elizabeth siempre
había querido. Y podríamos hacer más grandes las habitaciones de las sirvientas
para albergar a más chicas. Hay tantas que no tienen adónde ir… Será fenomenal
—dijo, al tiempo que unía las manos.
Seguí mirando las ruinas. McKenna tenía una amplia visión de futuro
porque, desde luego, yo solo veía cenizas y humo.
Como me quedé callada, se retorció las manos.
—Claro que la señora es usted. Reconstruir la mansión es decisión suya.
Estaré encantada de ayudarla en lo que pueda, por la mera razón de que he
pasado aquí toda la vida. De hecho, nací en una de las habitaciones de invitados
de la segunda planta. Y mi madre antes que yo. Y su padre. Es mi hogar, señora,
pero es su mansión. Usted dígame cuáles son sus planes y yo los pondré en
práctica.
Eché una mirada a la estructura para ver cuál era su potencial. Elizabeth me
la había confiado, junto con los secretos que encerraban sus paredes. Ballentyne
había sido su sueño pero… ¿era el mío?
—No —susurré.
McKenna abrió los ojos como platos.
—¿No quiere reconstruirla? Pero, señora… tiene que entender que en ruinas
no le sirve a nadie.
—No, no era eso a lo que me refería —respondí con amabilidad—. Me
refiero a que no quiero ser yo quien la reconstruya. Ballentyne nunca ha sido mi
hogar; al menos, no como lo fue el de Elizabeth, o como lo es el suyo. Es usted
quien debería reconstruirla. Quiero cedérsela. El edificio… o lo que queda de él,
vaya; la tierra y la responsabilidad sobre el servicio.
Me miraba como si hablase en otro idioma y negó con la cabeza.
—No podría… ¡ni en mil años!
—¿Por qué no? Elizabeth me dijo que conocía usted este sitio mejor que ella;
que no podría sacarlo adelante sin su ayuda.
—Pero no es mi herencia… Mi familia siempre ha sido la encargada de
mantenerla, pero siempre le ha pertenecido a los Von Stein. Ha pasado de
generación en generación. Yo no soy de la familia. Usted sí. Elizabeth era su
tutora.
Se frotó las manos con fuerza. Mi oferta la atribulaba de verdad.
—A veces, las herencias no tienen nada que ver con los lazos familiares. Yo
quiero lo mejor para Ballentyne y eso solo puede dárselo usted.
Me observaba boquiabierta.
—¿Habla en serio, señora?
Pensé en Jack Serra, poniendo boca arriba las cartas a la luz de la lámpara,
hablándome sobre mi destino y sobre cómo debía buscarlo. Toqué el amuleto
que aún llevaba alrededor del cuello. No sabía cuál era mi destino, pero sabía
que Ballentyne no formaba parte de él.
—Sí —dije sonriendo, mientras miraba el edificio. En manos de McKenna sí
lo imaginaba renovado y prosperando—. Pero, primero, me gustaría despedirme.
Capítulo Cuarenta y uno
Lo que quedaba del edificio estaba rodeado por un gran silencio. La mayoría de
las paredes de piedra seguían en pie, lo que daba a la mansión un aspecto
emblemático. Imaginé que, desde lejos, un viajero ni siquiera se daría cuenta de
que estaba en ruinas. No lo sabría hasta que estuviera más cerca y viera el sol
brillando en los huecos de la piedra, momento en se percataría de que no era más
que un cascarón.
Elizabeth, Hensley, Lucy… No estaba segura de si creía en la teoría del
alma, pero, si era cierta, me alegraba de que ellos tuvieran un sitio así por el que
dejar vagar la suya.
Pasé los dedos por la pared al entrar por el agujero que, hasta hacía apenas
unos días, había sido el vano de la puerta principal. Hacía unas pocas semanas
había llamado a aquella misma puerta, buscando refugio a la desesperada.
¿Acaso había condenado la casa a la destrucción en cuanto puse un pie en ella?
«No —pensé mientras entraba en el vestíbulo—. La ciencia que escondían
estas paredes no tendría que haber existido jamás».
Los antiguos tapices se habían quemado, con lo que habían quedado al
descubierto otras entradas a los pasadizos. A la luz del sol, ya no parecían tan
misteriosos. Entré en uno de ellos sin importarme mucho que se me manchara de
hollín el vestido. Se movieron unos restos y entre ellos asomó una naricilla
rosada. Era una de las ratas de Hensley, que había sobrevivido, solo que con la
punta de la cola quemada. Me agaché.
—Ven, amiguita.
Adelanté la mano, como solían hacer Hensley y Elizabeth, pero la rata se
apartó, como si supiera que no era su dueña. Me daba lo mismo. Me alegraba de
que alguna de las ratas hubiera sobrevivido al incendio. Todavía había vida en
Ballentyne, incluso entre las ruinas. Todavía había algo que recordaba a Hensley
y a Elizabeth.
Seguí el pasadizo poco a poco, pasando por encima de vigas caídas y paredes
derrumbadas. McKenna tenía mucho trabajo, pero estaba segura de que lo
sacaría adelante. Me gustaba pensar que Ballentyne se convertiría en un
santuario para chicas que no tenían adónde ir. Me hubiera encantado que
existiera un sitio así cuando yo estaba sola.
Pero es que aquel no era mi hogar. Ni Londres tampoco: Londres era la
ciudad donde tanto había perdido, donde había muerto el profesor y el escándalo
había sacudido a mi familia, donde la madre de Lucy esperaba a un marido y a
una hija que nunca volverían.
Cerré los ojos y apoyé los dedos en la pared. Sopló el viento y me pareció
que olía el perfume de Lucy, lo que me hizo echarla aún más de menos.
¿Era justo que yo hubiera sobrevivido y ella no?
Supuse que, si no hubiera muerto, habría pasado aquí el resto de la vida,
cuidando de las chicas. Su padre se equivocaba al decir que solo le importaban
los vestidos caros y los hombres atractivos. Adoraba a las pequeñas y me había
adorado a mí, y había amado a Edward. Le importábamos lo suficiente como
para que hubiera decidido sacrificarse por nosotros.
Salí de los pasadizos y subí por la escalera principal hasta las ruinas de la
torre norte. El cristal de la ventana del observatorio se había hecho añicos y
yacía sobre el suelo calcinado. Lo único que quedaba del diván era el armazón,
roto. Recordé cómo se apoyaba en él Elizabeth —con esa cara que parecía un
espejo de la mía— mientras me contaba la historia de Victor Frankenstein.
Le di una patada a unos muebles carbonizados hasta que encontré el globo de
las constelaciones. La madera se había quemado, pero la estructura de metal
estaba casi intacta. Pasé los dedos por la parte de arriba, donde Elizabeth
guardaba la ginebra Les Étoiles.
Abrí el compartimento secreto, pero las botellas se habían roto o fundido.
Estaban destrozadas, como todo lo demás. Luego, busqué el compartimento
inferior, donde se conservaban los mayores secretos de Ballentyne.
Miré por encima del hombro para ver si oía pasos o respiraciones que me
indicaran que no estaba sola, pero los cuadros y tapices detrás de los que se
ocultaban los pasadizos secretos se habían quemado, por lo que estaba todo a la
vista. Ahora se veía todo, hasta el cielo. Estaba sola.
Deslicé el compartimento secreto con el aliento contenido. Cayeron cenizas,
cenizas gruesas y negras que me mancharon los dedos. Los libros conservaron su
forma hasta que los toqué, momento en que se hicieron polvo. El legado de
Frankenstein, los Diarios Originales, había quedado destruido.
Me miré las manos, negras por el hollín. En su momento, aquellas cenizas
habían sido ideas; habían alumbrado las investigaciones de mi padre, las mismas
que habían dado a luz a Balthasar y a Edward; incluso a mí.
Apenas unos días atrás, aquella pérdida me habría puesto muy triste. Sabía
que la labor de Henri Moreau estaba mal, pero había aprendido a reconocer su
potencial. Ahora que sabía que no era mi padre —y que, por tanto, ni su genio ni
su locura corrían por mis venas—, los diarios parecían algo muy lejano, como si
formasen parte de la vida de otra persona. Dejé caer las cenizas que tenía en los
dedos.
No sentía la menor tristeza. De hecho, me sentía muy viva.
Me levanté, me sacudí las manos y salí del observatorio sin mirar atrás. Por
una ventana rota del pasillo vi a Edward y a Balthasar en el patio, cargando los
cadáveres de los mercenarios y de los caballos en un carro para enterrarlos en los
cenagales. Aún recordaba lo cerca que había estado de morir aquel día en que
me había faltado muy poco para ahogarme junto a la oveja. Yo había escapado
de aquellas aguas gélidas, pero Radcliffe y los suyos no lo harían.
Pasé el resto de la mañana visitando las demás habitaciones y apenas
encontré nada que rescatar, salvo unas pocas joyas y monedas que tenía
Elizabeth en una cajita fuerte en su dormitorio y que me servirían para pagar la
posada en Quick, la comida y el transporte. Hasta la tarde, cuando Balthasar y
Edward casi habían acabado con los enterramientos, no reuní coraje suficiente
para subir a la torre sur.
Me quedé abajo del todo de la escalera, tocando las paredes medio
derrumbadas. De entre unas ruinas, aún salía una fina voluta de humo, que
ascendía hasta el cielo. Tomé aire y subí al laboratorio.
El techo se había caído y la luz iluminaba cada rincón. La mesa de
operaciones estaba hecha cenizas. Aún quedaban algunos tarros de cristal, pero
los tiré por la ventana para que se hicieran añicos contra los escombros.
Me arrodillé en el suelo, donde encontré las partes metálicas de un corsé y
unos cuantos huesos blancos. Allí era donde había dejado el cadáver de Lucy,
donde había decidido que no tendría otra oportunidad de vivir. Busqué una
bandeja de metal, deposité en ella sus huesos con cuidado y los envolví con mi
propio chal.
«Esto no es una despedida. Volveremos a vernos», me había dicho cuando yo
me había marchado a la isla.
Le susurré las mismas palabras y le dije que me reuniría con ella cuando
fuera el momento. Entre las cenizas brilló algo de metal y las aparté. Se trataba
del reloj de bolsillo de Edward, el que había llevado al cuello durante todo el
tiempo que él había estado muerto.
Me lo metí en el bolsillo. Era hora de enterrar a Lucy y marcharse de allí
para siempre.
Di un paso hacia las escaleras, pero dudé, al reconocer una huella de mi
propia bota entre las cenizas. Era pequeña, como las de Elizabeth, pero los pasos
eran decididos y seguros, como los de Henri Moreau.
Nunca volvería a seguir los pasos de mi padre. Tampoco seguiría los de
Elizabeth. Caminé sobre las huellas, convencida de que los únicos pasos que
seguiría serían los míos.
Capítulo Cuarenta y dos
La última vez que vi Ballentyne, el sol la iluminaba por detrás y el viento
recorría los páramos mientras yo diseminaba las cenizas de Lucy en el sitio
donde Edward y Balthasar habían enterrado a Radcliffe.
—Voy a echarte de menos, Lucy —susurré—. Nunca nos decepcionaste ni a
mí, ni a Edward ni a tu padre. Tuvimos suerte de conocerte.
Balthasar estaba muy solemne a unos pasos de mí, parpadeando bajo el sol
de la tarde con la Biblia en la mano. Edward estaba a su lado y Sharkey a sus
pies. Asentí. Balthasar abrió el libro y empezó a leer uno de sus pasajes
favoritos.
—Un buen nombre es mejor que un preciado ungüento, y el día de la muerte
más que el del nacimiento —recitó. Luego, cerró la Biblia y dijo—: La señorita
Lucy era especial para mí. Era como ese rayo de luz en la pared que no puedes
atrapar. Nunca se preocupó por las sombras. Intenté cuidar de ella. —Respiró
hondo—. Ahora, será Dios quien lo haga.
Mientras se despedía de Lucy, saqué el reloj de bolsillo del mandil y se lo di
a Edward. Me miró sorprendido.
—Seguro que hubiera querido que te lo quedaras. Ella lo llevaba para
recordarte. He pensado que tal vez te sirva para recordarla a ella.
—Seguro que sí.
Se lo metió en el bolsillo de la camisa, junto al corazón, después de sujetarlo
un instante para sentir su peso.
Cuando los tres nos hubimos despedido de ella, cogí un manojo de brezo
seco, lo até con un lazo y lo dejé en el campo. Volvimos por la carretera
embarrada y dejamos atrás el roble con la cicatriz del rayo. Era extraño pensar
que, ahora, Ballentyne estaba vacío, con Carlyle, McKenna y las sirvientas en
Quick. McKenna me había explicado que en el monasterio había algunas
habitaciones libres en las que se podrían quedar —a cambio de ayudar a los
monjes en la granja— hasta que la mansión volviera a ser habitable. La vida ya
estaba encontrando un nuevo camino para ellas.
¿Lo encontraría para nosotros?
Montgomery yacía en una cama en Quick, esperándome. Jugueteé con la
alianza mientras pensaba en el futuro que nos esperaba juntos. Ahora, el mundo
nos pertenecía. No nos ataban ni destinos ni herencias. Ni más sombras ni más
amenazas. Quizá nos dedicáramos a viajar. Él sabía navegar y a mí me
encantaría ver la luz de París. Tal vez fuéramos a América, a visitar aquellos
gigantescos bosques de secuoyas. O quizá nos asentásemos en Quick, en alguna
granjita de las afueras, y me dedicara, igual que Elizabeth, a curar pequeñas
afecciones, como huesos rotos, gota o indigestión.
Balthasar se quedó parado y miró hacia atrás, a la mansión.
—¿Qué sucede?
—Me he olvidado de una cosa —dijo balanceándose hacia los lados. Parecía
preocupado—. Tengo que volver. No tardaré mucho. No me esperen.
Le puse la mano en el hombro.
—¿Nos vemos en Quick más tarde?
Asintió, distraído, y volvió por la carretera a una velocidad sorprendente.
Sharkey le seguía de cerca, siempre tan leal.
—¿Qué crees que le sucede? —me preguntó Edward.
—Quién sabe. Tiene derecho a tener sus secretos.
Seguimos caminando mientras el sol iba cayendo y las sombras empezaban a
oscurecer el bosque. Delante de nosotros, las luces de Quick titilaban. Algo más
de un kilómetro de camino y estaría con Montgomery.
Pero no estábamos solo Montgomery y yo, y cuanto más rato caminábamos
Edward y yo sin hablar, mayor se hacía el silencio. Me quedé mirándolo,
tratando de adivinar en qué estaba pensando. Ahora tenía otra oportunidad en la
vida, pero sin Lucy.
—¿Qué vas a hacer? —dije. Mi voz sonaba tranquila, pero acababa de
hacerle una de las preguntas más importantes de la vida—. No sé qué haremos
Montgomery y yo, ni adónde vamos a ir. Creo que Balthasar siempre nos
acompañará acabemos donde acabemos. Puedes quedarte con nosotros si
quieres; lo sabes, ¿verdad?
Se frotó la nuca. Puede que fuera casi indestructible, pero era imposible
ignorar la mancha de sangre de la camisa y el agujero del pecho.
—Te lo agradezco, de verdad, pero ambos sabemos que mi futuro no está con
vosotros. Ni con Balthasar.
Volvió a hacerse un silencio agradable mientras continuábamos caminando.
—No te lo había dicho, pero Hensley me enseñó los pasadizos secretos —me
confesó.
—¿Ah, sí?
—Desconfiaba de mí, pero le intrigaba que fuera como él. No creo que nadie
supiera lo solo que se sentía. Y no solo porque fuera un niño en una casa de
niñas, sino porque la vida es diferente cuando eres como nosotros. Todo es lo
mismo y, al mismo tiempo, es como si mirases el mundo a través de un catalejo.
Hace que te sientas muy alejado de todos los demás —dijo, mientras se llevaba
la mano al reloj de bolsillo—. Me contó una historia acerca de los anteriores
residentes de Ballentyne.
Enarqué una ceja.
—¿De Victor Frankenstein?
—Sí, pero no era Victor Frankenstein quien me interesaba, sino su creación.
El destino del monstruo que creó.
—No era un monstruo —objeté.
Se encogió de hombros.
—Llámalo como quieras. La cuestión es que no soy muy diferente de él.
Creado a partir de trozos de hombres y animales. Reanimado por un loco. Como
él, sé qué es la muerte. ¿Cuánta gente puede decir eso? —dijo, al tiempo que
miraba hacia el horizonte. El pueblo se veía con más claridad—. Creo que, ahora
que Hensley ha muerto, solo quedamos él y yo en el mundo.
Se detuvo y se secó la frente, aunque no estaba sudando, pues la noche era
fría. Oí ladrar a un perro porque el pueblo estaba a un paso, pero me sentía como
si estuviera atrapada en la carretera, entre mi vieja vida y la nueva.
—Voy a ir a buscarlo —comentó Edward—. Al Ártico. Se fue allí porque no
pertenecía al reino de los hombres. Yo me siento igual. Siempre había querido
ser humano… pero no es lo que soy. Nunca lo he sido. Es hora de que lo acepte.
He pensado que quizá la creación de Frankenstein y yo… podemos hacernos
compañía.
Dejé de mirar las luces de Quick.
—Pero si eso fue hace cien años. Puede que ni exista ya.
Se encogió de hombros.
—Pues correré una aventura.
El perro volvió a ladrar, más cerca ahora, al tiempo que se oía una puerta
cerrarse de golpe, una pareja que discutía y otros sonidos cotidianos del mundo
real. Me sonrió.
—Venga, que Montgomery nos espera.

Montgomery no se despertó hasta por la mañana. Yo había pasado la noche


recostada en una silla, a los pies de su cama. Me resultaba raro observarlo
mientras dormía. Cuando estaba enferma, había sido yo la que había estado
mucho tiempo acostada, con fiebres muy altas. Pero habíamos cambiado los
papeles: ahora era él quien estaba enfermo y yo quien se sentaba a los pies de la
cama, rezando para que se curase.
—Juliet.
Desperté de golpe, desorientada por el sol que entraba por la ventana. Estaba
sentado en la cama y tenía unas ojeras muy grandes y bastantes arrugas en la
cara.
—¡Montgomery!
Me levanté de la silla a todo correr y me senté a su lado. Le puse la mano en
la frente, al tiempo que intentaba encontrarle el pulso en la muñeca, pero me
apartó las manos mientras se echaba a reír.
—Estoy bien —dijo con una voz que dejaba entrever que estaba agotado.
—Has dormido todo un día.
Me cogió las manos y me besó las palmas.
—Estás a salvo, que es lo único que me importa —dijo, al tiempo que echaba
un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde estamos?
—En una de las habitaciones de la taberna de Quick.
—¿Qué ha pasado con Ballentyne?
Tragué saliva porque me costaba volver a pensar en un acontecimiento tan
terrible.
—Te desmayaste después de salvarme por los pasadizos. Balthasar te puso a
salvo y derrotamos a Radcliffe y a los suyos. Están todos muertos, incluso
Radcliffe, y enterrados en las ciénagas. Edward y Balthasar están bien. En
cuanto a Jack y a los comediantes… —dije, mientras me miraba las líneas de la
mano—. No lo habríamos conseguido sin su ayuda, pero se han marchado. Han
desaparecido. Sin despedirse.
Montgomery se giró hacia la mesita de noche y cogió un rectángulo de
cartón. Era una carta de colores brillantes.
—¡Es una de las cartas del tarot de Jack!
Reconocí enseguida el color azul vivo y la tipografía. Solo había visto
algunas de las cartas del mazo: el loco y el emperador. Esta, en cambio,
representaba a los amantes; un hombre y una mujer abrazados. Alguien había
pintado el pelo rubio de la mujer con una pluma para que pareciera oscuro, como
el mío.
—¡No estaba aquí anoche! —exclamé—. ¡Y no he salido de la habitación!
Sonrió.
—Bueno, Ajax es muy inteligente. Es probable que la haya dejado mientras
dormías.
—Entonces, ¿seguirá en Quick?
Negó con la cabeza.
—Lo dudo. Es probable que hace tiempo que se haya ido.
Pasé el dedo por el borde de la carta.
—Bueno, por lo menos se ha despedido.
A mediodía, Montgomery se encontraba suficientemente bien como para
vestirse y bajar al comedor, donde pedimos que nos sirvieran gran cantidad de
viandas y comimos hasta hartarnos como si no fuéramos más que unos viajeros
en una posada cualquiera del mundo. Era una fantasía que empezaba a parecer
real, y me gustaba.
En un momento dado, miré por la ventana y vi una figura familiar. Sonreí.
—¡Balthasar ha vuelto!
Salimos corriendo para recibirlo. Llevaba el cayado en una mano y, en la
otra, una cabrita que siempre solía escapársele. Sharkey ladró en cuanto nos vio
y corrió hacia nosotros para que le rascáramos la cabeza.
—Las cabras —nos explicó Balthasar mientras señalaba con el mentón el
rebaño de cabras que lo seguía por la carretera—. Nadie se había acordado de
ellas. No podíamos dejarlas allí.
Esbocé una sonrisa de oreja a oreja.
Montgomery me pasó el brazo por la espalda, me acercó hacia él y me dio un
beso en la cabeza.
—A Elizabeth le habría gustado verte sonreír así. Y a Lucy.
Le aparté un mechón que le caía por encima de los ojos.
—Edward ha decidido dejarnos e ir al norte. Me pregunto si encontrará lo
que está buscando.
Estuvimos en silencio un rato. Entonces, Montgomery me cogió de las
manos y me preguntó:
—¿Lo has encontrado tú?
Pensé en la fantasía de montar una granja en Quick. Balthasar podría vivir en
su propia casa, junto a la nuestra, donde cuidaría de las cabras y se ocuparía de
sus inquietudes espirituales. Sería muy diferente de la casa de la plaza Belgrave
en la que me había criado y de la imponente mansión Ballentyne. Me recordaba
más al pequeño ático de Shoreditch, donde tan a gusto me había sentido. Lo
único que me había faltado entonces era alguien con quien compartir aquella
vida, pero ahora tenía a Montgomery.
—Sí —dije. Me acerqué a él y le di un beso.
No sabía adónde, en concreto, nos llevaría nuestro camino. Quizá estudiara
botánica o algo relacionado con la ganadería, o meteorología, o puede que
retomara el piano. No tenía claro lo que quería en la vida, pero sabía que podía
elegir en libertad y mientras le sonreía a Montgomery comprendí que, en efecto,
solo había una vida y pretendía vivir la mía tan plenamente como el que más.
Agradecimientos
Así que esto es lo que te embarga cuando acabas una trilogía: satisfacción y una
sensación agridulce. Cuando escribí la última página y acabé con la historia de
Juliet, me sentí muy agradecida por haber tenido la oportunidad de compartir
estos libros y por haber coincidido con todos los que se han implicado en el
proceso. Quinlan Lee, tú me alejaste del sentimentalismo hace muchos años.
Josh y Tracey Adams, vosotros me habéis ayudado a navegar por las
complicadas aguas del mundo editorial. Kristin Rens, tú me has enseñado mucho
acerca de escribir, editar y hacer que las palabras cobren vida. Al resto de los
equipos de HarperCollins y Balzer + Bray, incluidas Caroline Sun, Alison
Klapthor, Alison Donalty, Renée Cafiero, Anne Dunn, Judy Levin, Emilie
Polster, Stephanie Hoffman, Margot Wood y Aubry Parks-Fried: os debo una
muy gorda y os la pagaré: 1) poniéndole vuestro nombre a un futuro personaje o
2) con aguardiente casero la próxima vez que vaya a Nueva York.
Gracias también a Megan Miranda y Beth Revis por leer una primera versión
del libro en nuestra batcueva particular y por insistir en que los niños que ponen
los pelos de punta nunca son una mala opción en un libro. April Tucholke, tú me
has ayudado a que no me volviera loca —ironías de la vida— hablándome todo
el rato de locuras maravillosas. Gracias a mis amigos, a mi familia, a mis
compañeros y a los miembros de la comunidad de escritores, que me han
aguantado con paciencia, y en especial, a mis padres, Peggy y Tim, a mi
hermana Lena, al clan Shepherd y a mi paciente marido Jesse. También a Leila,
gracias por permitirme que me quedara con tu apellido. ¡La mansión Von Stein
vivirá para siempre! ¡Vivan los rayos!
Y gracias a mis lectores, por seguirme en este viaje. Espero que hayáis
pasado alguna que otra noche sin dormir, que os haya dado que pensar acerca de
la ciencia ficción clásica y que hayáis disfrutado de unas cuantas horas de lectura
con esta trilogía que trata de cómo encontrarse a uno mismo en medio de la
locura.

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