La Vida Con El Narco THMH-PPD
La Vida Con El Narco THMH-PPD
La Vida Con El Narco THMH-PPD
Thelma Mata
La vida con el narco
Relatos de vidas silenciadas
Thelma Mata
Para mi abuelo,
por apoyarme,
leerme
y amarme.
Gracias totales.
La vida con el narco.
Relatos de vidas silenciadas
Thelma Mata
ISBN en trámite.
Prólogo 7
Introducción 10
Lo hubiera mandado pal´norte 11
Tacos de lechón 14
La tortillería 18
La niña de la ambulancia 22
Los taxistas 25
El contenedor de basura 29
Le agradezco a Dios 33
Los panteones 36
Militares por la calle 40
Los refugiados 43
Don Javier 46
Intruso en mis sueños 50
Guiñapo de todo y nada 55
Doctora juguetes 59
Era su princesa 63
Mi hijo 67
El rancho y Roco 70
Prólogo
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al negocio ilícito se infiltre en nuestra cotidianidad y dé
licencia a la violencia como una forma de comunicación o
convivencia, a veces, como un fin en sí mismo.
El Programa de Política de Drogas se fundó como respues-
ta al silencio de la academia cuando el país llevaba ya varios
años embarcado en una guerra en que el gobierno ofrecía
narrativas tan simples y poderosas como “en algo andaban”
o “iban armados hasta los dientes”, pero en que no ofrecía
información, resultados o explicaciones. La academia –salvo
algunos esfuerzos individuales y aislados– hacía caso omiso
de la permanencia de la guerra y esperaba pacientemente
a que pasara de largo. O simplemente daban por bueno el
diagnóstico del gobierno y dejaban la estrategia de guerra
inalterada. Nos dimos entonces a la tarea de recabar datos,
ofrecer estadísticas, cuantificar la catástrofe y mostrarla con
la esperanza de así generar la presión de cambiarla.
A casi diez años de iniciar el esfuerzo, es mucho lo que
se ha construido y poco lo que se ha logrado. Hoy tenemos
más información, más estudios, más datos y una idea más
clara de cuán catastrófica ha sido la prohibición militari-
zada de las drogas. Hoy tenemos algunos fallos judiciales
y algunas reformas legislativas que se pueden considerar
avances. Pero la narrativa básica y la solución propuesta
por el gobierno sigue siendo la misma: “en algo andaban” y
“militaricemos más”… y más, y más…
En algo hemos fallado y creo que mucho tiene que ver
con nuestro lenguaje. Usar estadísticas y datos aleja la vio-
lencia tanto como la frase “en algo andaban”. Los números
abstraen, esa es su función. Pero la violencia es sobre todo
concreta, opera en los cuerpos y en las emociones. Se ejer-
ce a través de y hacia las personas. Eso es crucial rescatarlo
y subrayarlo.
El trabajo que tienes en tus manos es a la vez riguroso y
asequible; una lectura que invita a la vez que una investi-
gación que aterra. Es el producto de una inclinación sóli-
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da por la investigación académica, atemperada y mejorada
por una sensibilidad humana por lo que hay de cotidiano y
familiar, de concreto y complejo, detrás de las cifras que se
apilan en los estudios académicos. Es un trabajo familiar
porque nos presenta familias y nos muestra vidas cotidia-
nas con las que nos podemos identificar...
En algo andaban las personas cuya voz aquí escucha-
mos: sí… andaban en sus vidas diarias, amando, trabajan-
do, caminando y fueron por ello víctimas de esta guerra.
Nos recuerda que en algo andamos todos cuando, de una y
mil formas, la violencia nos toca –de cerca o de lejos– y nos
cambia. En lo cotidiano y en lo aterrador. La prosa es preci-
sa y pulcra; se despliega con una cadencia que invita a leer.
Pero sobre todo, el ejercicio es importante, importantísi-
mo. Pone imágenes y emociones, vivencias y aspiraciones;
pone el miedo y el dolor en el centro de la discusión.
Sea cual sea tu postura ante esta guerra; sea cual sea tu
involucramiento en detenerla; sea cual sea tu actitud ante
lo que ocurre, éste es un texto que tienes que leer, porque es
un trabajo que nos ofrece una voz colectiva, que nos trenza
con las víctimas que aquí se expresan y así abona a lo que la
trillada frase “recomponer el tejido social” alude: que todos
estamos conectados y que la violencia nos recorre a todas y a
todos, de distintas formas, en distintos grados, pero siempre
en nuestros cuerpos y en nuestras emociones, en nuestras
relaciones y en nuestras actividades cotidianas.
La guerra no nos es ajena y no la vivimos aislados. Estas
voces nos lo recuerdan. Quizá escuchando la voz colecti-
va podamos empezar a asumir la responsabilidad colectiva
y, algún día, movilizar la acción colectiva para detener la
guerra que nos tocó sufrir y que –más nos vale– nos toque
acabar.
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Introducción
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Lo hubiera mandado pal´norte
E fraín salía todos los días a las ocho de la noche y yo no
entendía el motivo. En ese entonces él tenía 19 años,
yo sólo pensaba que andaba con sus compañeros, con los
amiguillos de la preparatoria o noviando. Estaba muy equi-
vocado. Debí darme cuenta de que las cosas no son tan
fáciles, no por ahora. Cuando yo tenía su edad no pasaban
esas cosas. Todo era más sano. Únicamente salíamos al jar-
dín a dar la vuelta. El que andaba medio perdido jugaba a
las cartas o al dominó. Se la pasaban en los gallos o, de a
tiro, se la pasaban en los billares tomando.
La mayoría de los chavos éramos sanos en ese entonces.
Yo me la pasaba de la preparatoria a la casa y de ahí a ju-
gar al béisbol. Ayudaba a mi apá los fines de semana en el
rancho, sobre todo para alimentar a los animales y llevarlos
al rastro para tener la carne lista para la semana en la car-
nicería. Todo era más sano. Pero es lo mismo que a mí me
decía mi apá cuando yo quería salir. El problema es que
cuando yo era joven no era el mismo pueblo que es ahora.
Como repito, ahora todo es distinto. Si nomás me hu-
biera dado cuenta de que mi hijo andaba en malos pasos lo
hubiera mandado pal´norte con mi hermana. Si tan sólo
lo hubiera hecho no estaría velando a mi hijo. Y nomás no
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Lo hubiera mandado pal´norte
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Tacos de lechón
E n época de feria las cosas son más movidas, es la ma-
nera en la que yo me aliviano. La taquería pues sí da,
pero no siempre. A veces va bien y otras no tanto, pero en
tiempos de feria todo se compone. A las personas les gusta
venir a gastar su dinero en los juegos para los niños, en los
palenques y en los antros.
A mí me va bien durante ese mes, los tacos se venden
bien y son conocidos. El lechón se acaba rápido y se an-
toja mucho cuando sales del palenque. Por eso nosotros
cerramos tarde, alrededor de las cuatro de la mañana.
Como somos el único puesto abierto, vendemos más y a
los borrachos siempre les da hambre cuando terminan de
tomar.
Ese día todo comenzó normal, llegué a mi turno a las
nueve de la noche. En épocas de feria duermo de día y tra-
bajo de noche. En ese entonces vivía con mi tía. Ya no está
aquí, pero siempre fue buena conmigo. En fin, ese día salí
de la casa y me dirigí a las instalaciones de la feria. Tomaba
cualquiera de las rutas que pasaban por la avenida princi-
pal. Generalmente era la ruta 4. Me bajé en las instalacio-
nes, compré una cajetilla de cigarros y seguí caminando
hacia el puesto.
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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas
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Tacos de lechón
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La tortillería
C onocí a Mariana mientras trabajábamos en la misma
escuela, ella era maestra, recién acababa de egresar
y estaba haciendo su servicio. Yo ya tenía mucho que ha-
bía pasado por eso, ahora era la psicóloga de la escuela y
ayudaba a los niños con discapacidad para que pudieran
aprender a leer y escribir. Me gustaba mi trabajo y mi amiga
Mariana me hacía el día más ligero.
Mi día era monótono y simple, trabajar en la mañana,
recoger a mi niño de 10 años de la primaria, llevarlo a cla-
ses de fútbol, regresar a la casa y pasar ahí la tarde. Era
sencillo y tranquilo, los fines de semana los pasaba con
mi familia en casa de mi mamá. Debo admitir que todo
comenzó a ser un poco más interesante cuando Mariana
llegó a mi vida, era muy agradable, su familia era de una
comunidad y la habían mandado a estudiar a la capital. Lo
aprovechó y ahora tenía su trabajito y andaba en busca de
su plaza. Mariana me hacía los días más interesantes, en-
tre bromas y chismes. Siempre nos poníamos de acuerdo
para ir al supermercado o para hacer algunas de las activi-
dades diarias.
Mariana tenía una hermana menor, un par de años so-
lamente, y eran muy distintas. Ella ya tenía dos niñas de
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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas
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La tortillería
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La niña de la ambulancia
E ra alrededor de la una de la madrugada cuando me so-
licitaron que acompañara a los paramédicos en la am-
bulancia rumbo a uno de los municipios colindantes con la
capital del estado. Yo no suelo estar en ese tipo de servicios.
Esa semana tenía que estar en el hospital en el turno de
la noche porque me tocaba estar en piso cuidando a los
enfermos, ayudándoles en lo que necesitaran. Pero la jefa
de enfermería me mandó llamar para pedirme que fuera
a atender una llamada de emergencia. Al parecer necesi-
taban una enfermera de manera urgente y no había nadie
más disponible.
Del hospital hasta nuestro destino hicimos alrededor de
40 minutos. Todo era muy raro, la carretera lucía distinta
en la madrugada. Era como si la noche susurrara melanco-
lía y a la vez parecía más tranquila que en un día cualquie-
ra. Llegamos al domicilio donde recogimos al paciente, era
una niña de la edad de mi hija, 16 años. Estaba su mamá
con ella, no dejaba de tomarle la mano. La niña tenía dos
heridas de bala, una en el costado izquierdo y otra en el
hombro derecho.
La madre trataba de consolar a su hija, pero ella no res-
pondía. Le decía que todo iba a estar bien, que se iban a
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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas
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Los taxistas
M i abuelo ha estado a mi lado desde que tengo memo-
ria. Lo recuerdo bien, su rostro es el mismo desde
hace 20 años, moreno, con bigote cano y ojos pequeños.
Siempre lleva gorra y camisa a cuadros, pantalones de
mezclilla y botines. Mi abuelo es un hombre alto y fuerte,
aunque ahora para él caminar es cansado. Mi abuelo era
profesor de joven y cuando se jubiló rentó una concesión
para poder manejar un taxi.
Él siempre me dice que soy muy preguntona, que le
pregunto de todo, desde por qué tiene el nombre que tie-
ne hasta por qué come lo que come. Pero la respuesta a
por qué decidió trabajar en el taxi fue sencilla. Se jubiló
joven y todavía tenía ganas de trabajar, aunque ahora ya
no creo que sus razones hubieran sido tan simples. Casi
tiene los mismos años sobre el taxi que los que yo tengo
existiendo.
A mí me da miedo que trabaje en el taxi. Con el pasar
de los años fue adquiriendo otras concesiones, quería se-
guir trabajando y ayudar a otros a que también trabajaran.
Son muchas cosas las que se tienen que hacer cuando te
dedicas a los taxis, no sólo es saber manejar y cobrar. Mi
abuelo siendo profe aprendió a hacer todo lo que hace un
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Los taxistas
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El contenedor de basura
L os fines de semana regreso a Zacatecas a ver a mi fa-
milia. Traté de encontrar trabajo allá cuando me gra-
dué de Ingeniería en Sistemas, pero sólo lo encontré en
Aguascalientes. Era lo más cercano, las demás opciones
eran en Ciudad de México o Guadalajara. Decidí irme a
Aguascalientes para poder ver a mi familia y a mi novia
más seguido.
Vivir en Aguascalientes es pesado. Toda la semana tra-
bajo y los viernes, saliendo por la tarde, viajo a Zacatecas.
Ese fin de semana estaba muy feliz por ver a todos. Mi
familia vive cerca del Parque Mayor, uno de los pocos lu-
gares con áreas verdes de la capital. Realmente nos gusta
porque ofrece a los visitantes varias formas de disfrutar,
desde la sombra de sus frondosos árboles hasta el pequeño
zoológico que permite a los niños conocer de cerca a algu-
nos animales salvajes y hasta un lago. Es un espacio muy
familiar en el que también te puedes encontrar personas
de cualquier edad haciendo ejercicio.
Ese viernes llegué en la noche, cansado y abrumado
por el trabajo de la semana. Me gusta llegar a casa, cenar
tamales o café con canela y convivir con mis padres, mi
hermana y su hijo. Me apresuré a descansar, mi hermana
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El contenedor de basura
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Le agradezco a Dios
M ija, siento una tristeza tan grande que no me cabe en
el pecho. Simplemente no entiendo por qué me lo
quitaron. Su tío no hacía mucho por su familia, pero era
un hombre bueno. Siempre están los rumores de qué era
o qué consumía. Lo que sí le digo es que era borracho, de
ahí en fuera, nunca supe más.
Le agradezco a Dios porque mi madre ya no vio esto. Es
la única vez que le doy gracias a Dios de que haya fallecido
hace unos meses, porque de haber visto que mataron a su
hijo, se habría muerto otra vez y ahora por tener el corazón
partido porque nadie sabe realmente qué paso, o quiénes
lo mataron.
Entraron al local, lo sabemos por las cámaras. Todo que-
dó grabado, mija, todo, su prima fue la que vio el video,
yo no pude con tanto. Se ve cómo llegan dos hombres y
le dicen algo, pero antes de que mi hermano reaccionara
ya le habían dado dos tiros. Los desgraciados se acercaron
para rematarlo.
Eran las nueve de la noche y no llegaba a su casa. Los ve-
cinos que escucharon los disparos llamaron a la policía,
decían que le había dado un infarto a un señor en la calle.
Nunca dijeron que lo habían baleado. La ambulancia llegó
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Le agradezco a Dios
sólo para pedir por la radio que enviaran a los peritos. Ahí
fue cuando nos hablaron a todos para avisarnos que habían
asesinado a mi hermano. A mí me tocó llamarle a toda la
familia para avisarles, a los de aquí y a los que están en
Estados Unidos.
Ay, mija, no sabe cuánto le doy gracias a Dios de que
me lo dejaran ahí, que no se lo llevaran. ¿Se imagina qué
hubiera hecho yo sin encontrar a mi hermano o a su cuer-
po? No hubiéramos sabido si estaba vivo o muerto o, peor
aún, dónde lo hubieran tirado. Le agradezco a Dios porque
me lo dejaron ahí, mínimo para poder velarlo y enterrarlo
como Dios manda.
Sí, no crea, mija, me da miedo que quieran hacer algo
más. Que vengan aquí mientras rezamos el novenario. Ya
quiero que se acaben los rosarios, ya para dejar este pen-
diente. Me da miedo de que quieran venir a terminar lo
que empezaron. Y ni denuncia o pedir una patrulla porque
no se sabe de qué lado juegan los policías. Imagínese que
por denunciar o decir algo pase otra cosa, con tanto so-
brino que tenemos, no quiero que nos terminen matando
o secuestrando a alguno por andar de hocicones. Mejor
así, quedarnos callados, tratar de que se quite la tristeza y
seguir adelante. Si sucediera algo más no correríamos con
tanta suerte.
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Los panteones
L os panteones cuentan la historia de mi pueblo, la histo-
ria de las familias que habitan el pueblo y la historia del
mismo pueblo. Cuando cruzaba las rejillas del panteón, me
inundaba un sentimiento de tristeza y a la vez de curiosi-
dad. De niña me interesaba leer las lápidas de las tumbas
de las personas que yacen ahí. Niños que murieron a los
pocos días de haber nacido, sobre todo a principios del siglo
XX, u hombres que murieron después de trabajar toda su
vida en el campo o en Estados Unidos.
La historia del pueblo es interesante. A mi tío Alejandro
le encanta contarme cómo era el pasado, sobre todo, por-
que vive de recordarlo. Era un pueblo próspero por todo
lo que sembraban y porque llegó la cervecera a poner su
planta principal en el pueblo. Mucha gente llegó con la
cervecera, pero, según mi tío, no la gente más derecha.
En el pueblo había dos tipos de personas: las que tra-
bajaban comerciando, manteniendo sus ranchos y sem-
brando, y los otros que viajaban al norte y regresaban en
vacaciones con suficientes dólares para fincar y ayudar a
sus familias. Era un pueblo próspero, tan próspero que
llamó la atención de la delincuencia organizada. Según
mi tío, entre ellos, los delincuentes, y las familias del
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Los panteones
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Militares por la calle
S ofía me pidió que la llevara por un certificado médico
para inscribirse en la universidad. A mí me gusta ma-
nejar, sobre todo cuando ella me acompaña. Es una buena
copiloto, pone excelente música y cuenta buenos chistes.
Además, me advierte de vez en cuando si es que hay algún
tope o si alguno de los semáforos cambia de color.
Entramos al centro de la ciudad, es un lugar lindo y
agradable. Siempre me ha gustado el centro, más por la
mañana. Recuerdo cuando era niña y desayunábamos un
par de domingos al mes en un pequeño restaurante a un
costado de la catedral. Ese día, yo estaba concentrada en
encontrar la dirección para recoger el certificado. Estacio-
namos el carro unas calles arriba y decidimos bajar cami-
nando para recoger el documento. Sofía se veía contenta,
también disfrutaba del centro por la mañana, fue un buen
momento para estar juntas. Tomamos los papeles y cami-
namos de regreso al automóvil.
Me quedé helada cuando vimos que comenzaron a pa-
sar cuatro camionetas militares frente a nosotras. Sentí
miedo y comencé a ponerme nerviosa. Lo único que pensé
es que algo malo había pasado o estaba a punto de pasar.
Le pedí a mi hermana que se diera prisa, la tomé de la
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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas
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Los refugiados
C omencé a involucrarme cuando me di cuenta de
la gravedad de la situación. No fue una familia,
fueron decenas de ellas las que llegaron a refugiar-
se a mi ciudad. Venían huyendo del narco. Eso que ves
que pasa en las películas, estaba pasando en mi cuadra.
Me comencé a involucrar cuando me di cuenta de que
no tenían en qué caerse muertos, yo no podía recibirlos. El
presidente municipal, según esto, ayudó dándoles espacio
para quedarse en uno de los gimnasios del municipio, otros
fueron recibidos por sus familias aquí en el pueblo y otros
tantos estaban tratando de juntar unos pesos para rentar
una casona donde cupieran las más de 20 familias que no
tenían en donde dormir.
Me comencé a involucrar cuando todo el pueblo lo hizo,
comida no faltaba, siempre había alguien que se ofrecía a
llevarles de comer. Siempre pensamos que lo que les hace
falta a las personas en situación vulnerable es la comida,
pero son muchísimas las carencias. Todo faltaba, desde
con qué pagar la renta, hasta el desodorante y los pañales
para los niños que también huyeron con sus padres.
Me comencé a involucrar cuando me di cuenta que de-
jaron todo atrás, desde sus animales y ranchos hasta sus
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Los refugiados
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Don Javier
D esde que tengo memoria siempre han estado don Ja-
vier y su taller mecánico en la esquina de mi casa. Lo
conozco desde que era niño y siempre me había llamado la
atención el tipo de vehículos que él repara. Trocas grandes
y lujosas que se las llevaban a cada rato para hacerles el
servicio. No es normal tener una troca tan linda y tratar-
la con tan poco cariño. Mi apá dice que don Javier anda
metido en cosas raras, por lo menos ayudando a los tipos
malos, como les dice mi mamá. Pero para mí, don Javier
es el mismo señor delgado y alto de siempre, amargado y
callado. Él es el tipo de hombre que no busca problemas.
La vida aquí siempre ha sido extraña, se escucha hablar
por todos lados de muertos y balaceras, por lo menos una
vez a la semana. Es algo a lo que ya estoy acostumbrado y
también a que cada vez sean menos los amigos y compañe-
ros de mi salón de la prepa. Se van porque sus papás tienen
dinero y se los llevan a otra ciudad, o porque los mataron o
desaparecieron. Aunque si desapareces, prácticamente ya
estás muerto.
Uno de los tantos días en los que iban a recogerme Saúl
y Manuel para ir a jugar fútbol en la tarde, llegaron en cua-
trimoto. El papá de Saúl se la había regalado por su cum-
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Don Javier
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Intruso en mis sueños
T e voy a pedir que seas discreto. No me gustaría con-
tarte esto porque no es algo que quiera que alguien
más imagine en su cabeza. Tengo mucho soñando con esa
imagen y hasta miedo me da, mijo.
Cuando abrí la tienda pensé que sería buena idea,
desde que estaba chavo había querido un negocio para
poder vivir. Pero me puse a estudiar y después agarré
chamba de electricista cuando me fui para la capital. Me
casé, tuve a sus primos y el resto de la historia ya se la
sabe. Bueno, menos ésta. Cuando junté un poco de di-
nerito, decidí poner mi changarro. Siempre me gustaron
los caballos y sabía bien cómo cuidarlos. En el rancho de
mi apá no había caballos propios, pero mis abuelos y mis
tíos sí tenían. Los ocupaban para arrear el ganado y dar
la vuelta los domingos por el jardín.
Así que yo puse mi tiendita, aunque la verdad no esta-
ba tan chiquita. Estaba sobre todo dedicada a los caballos,
a su cuidado, las sillas de montar, las monturas, los suple-
mentos y todas esas cosas. Me estaba yendo bien, mijo,
venían de varias comunidades aquí a la cabecera muni-
cipal para comprar, pues, lo que ocuparan sus animales.
Todo iba bien, comencé a fincar un segundo piso en la
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Guiñapo de todo y nada
H abía pasado tanto desde que no experimentaba este
tipo de sensación en mi cuerpo. Esas ganas tremen-
das de correr y a la vez no poder mover un dedo. Me sen-
tía petrificado, tenía miedo. Supongo que siempre lo he
tenido, pero no lo había enfrentado, por lo menos, no de
la manera en la que lo hice. ¿Qué se hace cuando te arre-
batan al amor de tu vida y por buscarlo puedes perder a tus
hijos? ¿Qué se hace en ese momento, cuando se te vuelve
cenizas el corazón y no tienes ni siquiera un cuerpo que
enterrar? Son los gritos ahogados los que escucho en la
noche. Son mis gritos llenos de desesperación, no sé dónde
está él. Sólo se lo llevaron y me temo que no lo volveré a
ver, tal vez nunca vuelva siquiera a ver su cuerpo.
Me quema la piel pensar en todo lo que se hubiera evi-
tado de haber dejado las cosas como estaban, si tan sólo no
hubiéramos escuchado esos ruidos en el patio. Aquí estaría
mi esposo junto con mis hijos. Pero ahora sólo me queda
el miedo de que algo peor suceda, eso y los moretones que
me dejaron en los brazos cuando me dijeron: “No le mueva,
porque deja a sus hijos huérfanos”.
Soy madre, soy mujer, soy esposa y soy un guiñapo de
todo y nada. Ya no sé qué hacer, no tengo idea de a quién
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Doctora juguetes
D entro del hospital son muchas las cosas que uno ve
y siente. Desde que era niña quise ser doctora, me
gustaba ayudar a los demás y soy buena estudiante. O por
lo menos eso me decía mi mamá. Ya he crecido, ahora vivo
sola, en otro estado y trabajo en un hospital como pediatra.
Siempre me gustó el trato con los niños, particularmente
la ternura que ellos aportan y pienso que debemos apren-
der de la forma en que, a pesar de todo, siempre buscan
aliviarse para seguir jugando.
Muchas veces la rutina te consume, la vida de los médi-
cos es así, turnos largos y cansados, comidas mal hechas y
malpasadas, noches sin dormir y más. Pero a mí eso nunca
me ha importado. Me gusta cuando los niños me dicen:
“Gracias, doctora juguetes”. Estar en el área de pediatría
es realmente lindo. Hasta que llegó un momento en el que
me di cuenta de la realidad de la Medicina. No puedes
negarle atención a nadie, aun cuando te dé miedo ayudar.
Sé que suena extraño que un doctor no quiera atender
a un paciente. Pero esa era la primera vez que tuve miedo.
A veces los pacientes y sus familiares olvidan que somos se-
res humanos que sienten de todo. Y esa vez yo sentí miedo.
Llegó a media tarde un joven de 16 años, lo habían tirado
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Era su princesa
M i mamá me lo prohibió tantas, tantas veces… pero
una es necia y nomás no entiende. Ay, pero yo estaba
tan enamorada de él. Comenzamos a vernos desde la se-
cundaria. Él era dos años mayor que yo. Me conquistó re-
bonito, me hizo sentir la niña más bonita, me acompañaba
a mi casa, me llevaba la mochila y me ayudaba a hacer las
tareas. A veces me daba dinero para mis copias o para la
cooperativa. Mi mamá no tenía mucho dinero para darme,
apenas podía con el gasto de la casa.
Lo que a mí me interesaba era verlo, estar con él. A
veces viajábamos a la capital, está a unos 40 minutos de
mi municipio. Y ahí paseábamos, íbamos al cine, caminá-
bamos por el centro. Todo era lindo, pues era un noviazgo
entre dos muchachos. Cuando entró a la preparatoria todo
cambió demasiado rápido. Dejamos de vernos tan seguido
porque sus papás lo mandaron a estudiar a la capital. Su
familia tenía dinero, por lo menos para poder mantenerlo
fuera del pueblo. Después de eso nos veíamos los fines de
semana. Me seguía diciendo que me quería y yo a él. Me
hubiera encantado que fuera mi chambelán en mis XV
años, claro, si los hubiera tenido. Mi mamá siempre esta-
ba endeudada con la tanda y yo pues ni soñar con uno de
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Era su princesa
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Mi hijo
L o que más deseaba Isabel en este mundo era quedar
embarazada y que pudiéramos tener un hijo. Conocí
a Isa saliendo de la universidad. Nos enamoramos y nos
casamos. Duramos siete años sin poder tener hijos. Fueron
exámenes, médicos, visitas a especialistas y dos tratamien-
tos que no dieron resultados. Adoptar a un bebé en México
es difícil. La adopción es un proceso largo y desgastante.
Isabel quería un hijo y yo hice lo que tenía que hacer para
solucionar nuestro matrimonio y su tristeza.
Hice muchas cosas para encontrar a alguien que me
“regalara” a un niño, hasta que la señora que nos apoya
con la limpieza en la oficina me comentó que su sobrina
estaba embarazada, una muchachita de 17 años que no
quería tener un hijo, o que no podía. Ella era prostituta, en
un momento eso me saltó mucho, pensé que tal vez el bebé
podría estar enfermo o que no había recibido la atención
necesaria. Le comenté a mi esposa y emocionada me dijo
que debíamos contactarnos con ella.
La citamos en un café, no hablaré de su vestimenta ni
de la pinta que tenía, supongo que su vida es difícil. Nos
dijo que no abortó porque podía sacarle provecho, estaba
en sus planes vender al bebé, nos enteramos de que era un
varón y que sí había recibido atención gracias al Hospital
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Mi hijo
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El rancho y Roco
D esde que tengo memoria, siempre hemos sido mi
mamá y yo. Digo esto porque así me he sentido desde
niña. En casa estaban mi papá y mi mamá, aunque ellos
nunca se han llevado bien. En la casa siempre eran puros
pleitos. Mi mamá era la que más gritaba, supongo que por
eso se fue mi hermana mayor de la casa. Se casó a los 19
años y, hasta eso, con un buen hombre, tuvo suerte, no
muchas la tienen.
Los últimos dos años fueron muy complejos, cuando mi
padre murió nos hicimos más cercanos a mis abuelos ma-
ternos. Ellos eran felices en el rancho. Lo tenían bien arre-
gladito, muchos árboles frutales y la casa donde dormían
mis abuelos era cómoda, calientita. Olía a guisos y a leche.
Pudieron fincar y arreglar así de bonito porque mis tíos
les mandaban dinero del norte. Pero al final nada de eso
te llevas cuando falleces y eso les sucedió a mis abuelos.
Fallecieron con meses de diferencia y ahora sí, mi mamá
y yo nos habíamos quedado solas. Fue complejo porque mi
mamá trabajaba en la presidencia y yo estaba terminando
mi último año de universidad.
Pasábamos los días en nuestra casa dentro del pueblo
y las noches manejábamos hasta el rancho que quedaba
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El rancho y Roco
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Las historias aquí contadas nacen de la realidad mexicana,
una realidad azotada por la violencia y el narcotráfico. Esta
colección de relatos busca dar voz a las víctimas de este fe-
nómeno, ya que desde la narrativa es posible entender las
consecuencias de la violencia criminal y cómo ésta ha afec-
tado a la sociedad mexicana de manera abrupta. Los relatos
nacen de múltiples conversaciones con personas que han
vivido de cerca la violencia relacionada con el crimen orga-
nizado. Se cuentan historias, preocupaciones y percepcio-
nes de cómo es la vida desde que la violencia se instaló en
el día a día en las distintas comunidades y ciudades del país.
Las personas que inspiraron estas historias son hombres y
mujeres que fueron víctimas de violencia. Sus historias se
narran de tal manera que tratan de apegarse lo más posible
a la realidad, siempre protegiendo las identidades de las víc-
timas y sus familias.