Día de Muertos Resumen
Día de Muertos Resumen
Día de Muertos Resumen
Es así, una ardua tarea entender la muerte y su significado, labor que abarca
momentos de innumerables reflexiones, rituales y ceremonias de diversa
índole, lo que ha erigido el máximo símbolo plástico de la representación de
esta festividad: el altar de muertos. Dicha representación es quizá la tradición
más importante de la cultura popular mexicana y una de las más conocidas internacionalmente;
incluso es considerada y protegida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
Para conocer más acerca de la festividad del Día de Muertos y el significado que tiene hoy el altar,
es necesario echar una vista atrás a la historia, hacia las épocas prehispánica y colonial, para tener
un panorama más amplio de su significado.
La época prehispánica
Los orígenes de la tradición del Día de Muertos son anteriores a la llegada de los españoles,
quienes tenían una concepción unitaria del alma, concepción que les impidió entender el que los
indígenas atribuyeran a cada individuo varias entidades anímicas y que cada una de ellas tuviera al
morir un destino diferente.
Dentro de la visión prehispánica, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán, el
reino de los muertos descarnados o inframundo, también llamado Xiomoayan, término que los
españoles tradujeron como infierno. Este viaje duraba cuatro días. Al llegar a su destino, el viajero
ofrecía obsequios a los señores del Mictlán: Mictlantecuhtli (señor de los muertos) y su compañera
Mictecacíhuatl (señora de los moradores del recinto de los muertos). Estos lo enviaban a una de
nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de
continuar su vida en el Mictlán y llegar así al último piso, que era el lugar de su eterno reposo,
denominado “obsidiana de los muertos”.
Para los indígenas la muerte no tenía la connotación moral de la religión católica, en la cual la idea
de infierno o paraíso significa castigo o premio; los antiguos mexicanos creían que el destino del
alma del muerto estaba determinado por el tipo de muerte que había tenido y su comportamiento
en vida. Por citar algunos ejemplos, las almas de los que morían en circunstancias relacionadas
con el agua se dirigían al Tlalocan, o paraíso de Tláloc; los muertos en combate, los cautivos
sacrificados y las mujeres muertas durante al parto llegaban al Omeyocan, paraíso del Sol,
presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. El Mictlán estaba destinado a los que morían de
muerte natural. Los niños muertos tenían un lugar especial llamado Chichihuacuauhco, donde se
encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que se alimentaran.
Los entierros prehispánicos eran acompañados por dos tipos de objetos: los que en vida habían
sido utilizados por el muerto, y los que podía necesitar en su tránsito al inframundo.
La época colonial
En el siglo XVI, tras la Conquista, se introduce a México el terror a la muerte y al infierno con la
divulgación del cristianismo, por lo que en esta época se observa una mezcla de creencias del
Viejo y el Nuevo Mundo. Así, la Colonia fue una época de sincretismo donde los esfuerzos de la
evangelización cristiana tuvieron que ceder ante la fuerza de muchas creencias indígenas, dando
como resultado un catolicismo muy propio de las Américas, caracterizado por una mezcla de las
religiones prehispánicas y la religión católica. En esta época se comenzó a celebrar el Día de los
Fieles Difuntos, cuando se veneraban restos de santos europeos y asiáticos recibidos en el Puerto
de Veracruz y transportados a diferentes destinos, en ceremonias acompañadas por arcos de
flores, oraciones, procesiones y bendiciones de los restos en las iglesias y con reliquias de pan de
azúcar –antecesores de nuestras calaveras– y el llamado “pan de muerto”.
La época actual
El sincretismo entre las costumbres españolas e indígenas originó lo que es hoy la fiesta del Día de
Muertos. Al ser México un país pluricultural y pluriétnico, tal celebración no tiene un carácter
homogéneo, sino que va añadiendo diferentes significados y evocaciones según el pueblo indígena
o grupo social que la practique, construyendo así, más que una festividad cristiana, una
celebración que es resultado de la mezcla de la cultura prehispánica con la religión católica, por lo
que nuestro pueblo ha logrado mantener vivas sus antiguas tradiciones.
El altar de muertos
Por último, en el séptimo escalón se coloca una cruz formada por semillas o frutas, como el
tejocote y la lima.
Las ofrendas deben contener una serie de elementos y símbolos que inviten al espíritu a viajar
desde el mundo de los muertos para que conviva ese día con sus deudos.
Entre los elementos más representativos del altar se hallan los siguientes:
Imagen del difunto. Dicha imagen honra la parte más alta del altar. Se coloca de espaldas, y frente
a ella se pone un espejo para que el difunto solo pueda ver el reflejo de sus deudos, y estos vean a
su vez únicamente el del difunto.
La cruz. Utilizada en todos los altares, es un símbolo introducido por los evangelizadores
españoles con el fin de incorporar el catecismo a una tradición tan arraigada entre los indígenas
como la veneración de los muertos. La cruz va en la parte superior del altar, a un lado de la imagen
del difunto, y puede ser de sal o de ceniza.
Imagen de las ánimas del purgatorio. Esta se coloca para que, en caso de que el espíritu del
muerto se encuentre en el purgatorio, se facilite su salida. Según la religión católica, los que
mueren habiendo cometido pecados veniales sin confesarse deben de expiar sus culpas en el
purgatorio.
Copal e incienso. El copal es un elemento prehispánico que limpia y purifica las energías de un
lugar y las de quien lo utiliza; el incienso santifica el ambiente.
Arco. El arco se coloca en la cúspide del altar y simboliza la entrada al mundo de los muertos. Se
le adorna con limonarias y flor de cempasúchil.
Papel picado. Es considerado como una representación de la alegría festiva del Día de Muertos y
del viento.
Velas, veladoras y cirios. Todos estos elementos se consideran como una luz que guía en este
mundo. Son, por tradición, de color morado y blanco, ya que significan duelo y pureza,
respectivamente. Los cirios pueden ser colocados según los puntos cardinales, y las veladoras se
extienden a modo de sendero para llegar al altar.
Agua. El agua tiene gran importancia ya que, entre otros significados, refleja la pureza del alma, el
cielo continuo de la regeneración de la vida y de las siembras; además, un vaso de agua sirve para
que el espíritu mitigue su sed después del viaje desde el mundo de los muertos. También se puede
colocar junto a ella un jabón, una toalla y un espejo para el aseo de los muertos
Flores. Son el ornato usual en los altares y en el sepulcro. La flor de cempasúchil es la flor que, por
su aroma, sirve de guía a los espíritus en este mundo.
Calaveras. Las calaveras son distribuidas en todo el altar y pueden ser de azúcar, barro o yeso,
con adornos de colores; se les considera una alusión a la muerte y recuerdan que esta siempre se
encuentra presente.
Comida. El alimento tradicional o el que era del agrado de los fallecidos se pone para que el alma
visitada lo disfrute.
Pan. El pan es una representación de la eucaristía, y fue agregado por los evangelizadores
españoles. Puede ser en forma de muertito d e Pátzcuaro o de domo redondo, adornado con
formas de huesos en alusión a la cruz, espolvoreado con azúcar y hecho con anís.
Bebidas alcohólicas. Son bebidas del gusto del difunto denominados “trago” Generalmente son
“caballitos” de tequila, pulque o mezcal.
Objetos personales. Se colocan igualmente artículos pertenecientes en vida a los difuntos, con la
finalidad de que el espíritu pueda recordar los momentos de su vida. En caso de los niños, se
emplean sus juguetes preferidos.
La fusión de ambas culturas hace del altar un producto comunicativo que evoca constantemente
los elementos que le dieron origen y que lo traducen en una repetición y evocación constantes del
mundo indígena y del católico, con símbolos que adquieren un nuevo significado.
La muerte, en este sentido, no se enuncia como una ausencia ni como una falta; por el contrario,
es concebida como una nueva etapa: el muerto viene, camina y observa el altar, percibe, huele,
prueba, escucha. No es un ser ajeno, sino una presencia viva. La metáfora de la vida misma se
cuenta en un altar, y se entiende a la muerte como un renacer constante, como un proceso infinito
que nos hace comprender que los que hoy estamos ofreciendo seremos mañana invitados a la
fiesta.