Materiales Sta Isabel

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Capítulo I: El viejo

Los ríos profundos comienza con la llegada del joven Ernesto, narrador de esta historia, y su padre, Gabriel, a la ciudad de Cuzco. El objetivo del viaje es encontrarse con el Viejo, un pariente de buena posición económica conocido, a su vez, por
ser explotador y avaro, en palabras del padre de Ernesto.
Una vez en la ciudad, Ernesto se encuentra ansioso por ver los muros incaicos. Gabriel le señala lo que ha sido antiguamente el palacio de un inca. La excitación de Ernesto es grande; desea verlo, pero primero deben resolver asuntos con el Viejo.
Una vez en la casa de este, son recibidos por un mestizo y un indio. A Ernesto le llama la atención el indio: es la primera vez que ve un "pongo", un indio de hacienda que sirve de forma gratuita, por turno, en la casa del amo. Le llama la atención su
limpieza.El Viejo, sin apersonarse, ofende a los visitantes mediante el cuarto que eligió para hospedarlos: la cocina de los arrieros. Ernesto, a pesar de que comprende que la ofensa es una señal de que El Viejo no va a ayudar a su padre, no se
siente mal en la cocina. Él mismo ha sido criado en una cocina para indios en la que recibió, en la infancia, los cuidados, la música y “el hablar” de las indias y los peones a sueldo. Es para él un lugar cálido y familiar.Ernesto sale de la casa en
dirección al muro incaico. Toca las piedras, fascinado, y las compara con los ríos y con la sangre. Las piedras bullen para el joven como los ríos turbios, como las danzas guerreras. “Puk’tik’ yawar rumi!” (¡Piedra de sangre hirviente!), exclama
Ernesto parado frente al muro. El padre, al escuchar su voz, avanza por la calle hacia Ernesto. Le comenta que el Viejo le ha pedido disculpas por la ofensa, pero que igualmente sabe que es traicionero y se irán a la madrugada. Ernesto no se
altera; se mantiene optimista, fascinado por el muro incaico. Le pregunta a su padre quién vive ahora tras los muros antiguos. Gabriel le responde que los incas están muertos y que viven ahora, allí, nobles avaros, como el Viejo. Ernesto siente que
el muro está vivo, y tiene el impulso de hacer allí un juramento.Luego van a rezar a la Catedral. Esta está hecha por los españoles con la piedra incaica y las manos de los indios, al igual que la Compañía. Esta última le resulta a Ernesto un poco
menos imponente. Escuchan sonar a la María Angola, una campana que se oye a cinco leguas, y ante la cual los viajeros frenan su paso y se persignan. La voz de la campana aviva la memoria de Ernesto, que recuerda a sus protectores, los
alcaldes indios.Por la noche Ernesto llora, conmovido, y su padre culpa por ello al Cuzco y el repicar de la María Angola. A la madrugada empacan para partir, pero se encuentran con el Viejo, que los esperaba. Le da un bastón a Gabriel y salen a
la calle. Ernesto siente rechazo por el Viejo, que se persigna y reza ante la imagen del Señor de los Temblores. Al volver a la casa, un camión ya los está esperando para partir y sus cosas están empacadas. Ernesto siente el impulso de abrazar al
pongo, que se emociona y lo despide en quechua.Al alejarse de la ciudad, los viajeros se encuentran con el Apurímac, un río que, con sus sonidos, despierta recuerdos y los más antiguos sueños.

Capítulo II: Los viajes


En este capítulo, Ernesto reflexiona sobre la errancia. Empieza hablando de cómo su padre, por ser abogado itinerante, vaga de un pueblo a otro buscando clientes. Además, resalta que Gabriel cambia de pueblo no solo por una cuestión laboral,
sino que decide partir cuando los detalles de un pueblo en particular comienzan a formar parte de la memoria, al igual que los huaynos que le gusta oír. Los huaynos, canciones populares incaicas, son su debilidad, y recuerda a qué pueblo,
comunidad y valle pertenece cada uno. Ernesto, que admira esta cualidad de su padre, también porta este tipo de memoria. Solo los viajeros observan ciertos detalles, se dice a sí mismo Ernesto. El joven recuerda un pueblo que los recibió sin
ninguna hospitalidad; no le gustaban los forasteros. Allí, los habitantes habían bajado de un cerro alto y puntiagudo una cruz para bendecirla. Ese día, él y su padre maldijeron el pueblo y lo abandonaron cuando los indios velaban su cruz, rumbo a
Huancayo. Ernesto rememora ese viaje a Huancayo, un pueblo en el que los quisieron matar de hambre. Como siempre, Gabriel había alquilado un pequeño espacio para atender a los litigantes. Pero esta vez los hacendados habían apostado
celadores en las esquinas del estudio del abogado para amenazar a los trabajadores que quisieran hacerle sus consultas o siquiera brindarles solidaridad. Mientras tanto, Ernesto recuerda que vagaba por la ciudad de noche, robaba maíz para
cocinar y cantaba huaynos nunca oídos en ese pueblo, en una esquina donde vivía una joven muy bella. También recuerda el pueblo de Cusi, donde los niños recogían los loros que mataban los fusileros en el campo y los colgaban de las patas.
Rememora también su paso por Huancapi, la comunidad más humilde que Ernesto conoció, asediada por el hielo y la nieve; el pueblo de Cangallo, en el que, con un peón, vieron un lucero grande elevarse e iluminar toda la quebrada de un modo
desconocido y místico; Huamanga, una localidad de indios morochucos. Ernesto menciona que eran descendientes de los almagristas, uno de los bandos en las guerras entre conquistadores en Perú en el siglo XVI; excomulgados y refugiados en
la pampa fría. Según Ernesto, fueron más de doscientos los pueblos que visitó junto a su padre con lentitud inagotable.

Capítulo III: La despedida


Un día, Gabriel le confiesa a Ernesto que su peregrinaje terminará en Abancay. La tarde que llegan a la ciudad, las campanas del pueblo repican mientras las mujeres y los hombres están en la plaza, arrodillados y rezando. Cuando los viajeros
preguntan por qué lo hacen, les responden que están operando al padre Linares, Director del Colegio y predicador de Abancay. Ernesto y su padre se arrodillan a rezar también, y Gabriel le dice a su hijo que el padre Linares ha de ser su Director.
Mientras Ernesto duerme en el Colegio, ya matriculado y tomando clases, Gabriel se encuentra inquieto. A pesar de que ha dicho que montará un estudio en la ciudad, luego de diez días no lo ha hecho. Ernesto sabe que su padre, tarde o
temprano, se marchará de allí.
Un día, en una de las visitas de Ernesto a su padre, lo encuentra conversando con un forastero. El hombre, de Chalhuanca, busca consejo de Gabriel para litigar contra su patrón. Ernesto percibe que su padre está incómodo; es evidente que ya ha
arreglado con el forastero, que ahora llora en quechua, para irse juntos de Abancay hacia Chalhuanca. Finalmente, Gabriel se recuesta sobre la mesa y llora. El forastero intenta consolarlo pero es inútil. Ernesto se acerca a su padre, que se pone
de pie. El cualhuanquino les sirve cerveza; es la primera vez que Ernesto bebe con su padre.
Se separan casi con alegría, con las promesas de Gabriel de conseguir una chacra junto al río y esperarlo a Ernesto en vacaciones. Ernesto reflexiona sobre cómo, por primera vez, deberá enfrentarse solo al mundo.

Capítulo IV: La hacienda


Este capítulo comienza con la descripción de las costumbres de las haciendas en tiempos de fiesta. Los hacendados de los pueblos pequeños contribuyen a las fiestas con vasijas de chicha. La chicha es una bebida alcohólica derivada del maíz
fermentado sin destilar. Esta contribución de los hacendados es un modo de demostrar el alcance de su poder: se dice que un hacendado no puede agasajar al pueblo menos que la indiada. Usualmente, estos hacendados, que vigilan a los indios,
piden más de lo que es justo y, cuando creen que es necesario, les dan a los pobres un puntapié y los mandan a la cárcel. En los días de fiesta todo es diferente. Van vestidos de gala, y obligan a sus caballos a trotar con elegancia. Cuando se
emborrachan, les clavan las espuelas a los animales hasta hacerlos sangrar. Abancay es un pueblo cercado por las tierras de la hacienda Patibamba. Ernesto recuerda haber visitado una vez la casa-hacienda, silenciosa y aparentemente vacía. Allí
las mariposas vuelan libremente entre los frutales. Un corredor comunica la casa con la fábrica de azúcar. Durante muchos años, el bagazo acumulado, es decir, los restos de la caña una vez extraído el jugo azucarado, formó un montículo ancho y
blando. El olor a aguardiente de ese bagazo hirviendo al sol es penetrante y característico del lugar. Ernesto insiste en querer comunicarse con los indios “colonos” de la zona, pero estos no quieren hablar con forasteros. Las mujeres lo miran con
temor y desconfianza. Ernesto piensa que esos indios han perdido la memoria, que lo desconocen por haber olvidado el lenguaje de los ayllus (las comunidades de indios). Vuelve al Colegio frustrado cada domingo, luego de estas caminatas muy
largas en las que intenta encontrar algo de la ternura que otrora sintió entre los indios. El Padre Director se burla cuando lo ve volver de estas peregrinaciones; le dice “tonto vagabundo” cuando entra al patio cubierto de polvo. Ernesto se resguarda
en la memoria del canto de las indias que lo refugiaron hace tiempo, cuando su padre era perseguido y tuvo que dejarlo al cuidado de unos parientes. El joven huyó de estos parientes crueles y pidió misericordia en un ayllu. Allí lo cuidaron quienes
hoy recuerda como sus protectores, y a quienes invoca en momentos de soledad: Pablo Maywa y Víctor Pusa. Más adelante, el capítulo se enfoca en el Colegio. Las misas del Padre Director, sobre todo en presencia de los dueños de las
haciendas, comienzan con elogios a la Virgen pero siempre terminan en una exaltación patriótica y un ensañamiento con Chile, el país vecino. El deber de los jóvenes es alcanzar el desquite, dice. Ernesto tiene una percepción dual del Padre: por
un lado, le teme; se le presenta como un pez que persigue a los pececitos en la orilla de un río. Por otro lado, otros días siente cariño por él, como sintió por Pablo Maywa.

Capítulo V: Puente sobre el mundo


Ernesto va a las chicherías del único barrio alegre de la ciudad, Huanupata, tratando en vano de encontrarse con los indios de la hacienda. Allí al menos se alegra escuchando huaynos de todas las regiones, que los forasteros les piden a gritos a
los músicos de turno.
El resto de los barrios le resultan hostiles. Allí viven los comerciantes, las autoridades, familias antiguas empobrecidas y algunos terratenientes. Cerca del río y la Plaza de Armas de Abancay hay un baldío donde el Padre Director hace que los
estudiantes se enfrenten a patadas y puñetazos en una batalla entre dos bandos, “peruanos” y “chilenos”. Siempre deben ganar los “peruanos”. Entre los “chilenos” se encuentra el Añuco, un estudiante temible. Descendiente natural de
terratenientes empobrecidos, este joven fue adoptado por los Padres. Su protector es Lleras, un estudiante que ha repetido varias veces de año en el Colegio, por lo cual es mayor que el resto. Lleras es abusivo, hosco y caprichoso. Ernesto les
teme a ambos.Por las noches, algunos estudiantes tocan huaynos con la armónica. El que mejor toca es Romero, un joven de Andahuaylas. Ernesto, que conoce muchos huaynos diferentes, canta. Otros jóvenes se dirigen, cada noche, al campo
de juego del Colegio, adonde van en busca de una ayudante de cocina demente. Se pelean por tumbarla; se enfrentan incluso con más furia que en las guerras diurnas. Palacios es el interno más humilde; no comprende el castellano bien y es el
único de todo el Colegio que procede de un ayllu de indios. Padece el colegio más que ninguno, pero su padre insiste en que debe educarse allí. Una noche se escucha a Palacitos gritar. Lleras lo ha llevado a la fuerza al patio y pretende que se
eche sobre la mujer demente, que lo llama desnuda con las manos. Todos los jóvenes acuden al campo de juego. Palacios pide auxilio a gritos hasta que dos Padres se acercan al patio. La mujer demente huye y Lleras acusa a los demás
estudiantes de querer golpearlo entre varios. Romero desafía a Lleras una vez en la habitación, pero no hay ocasión de pelear. Con el correr de los días, Romero va perdiendo su coraje, pero Lleras también olvida el duelo pendiente, y cesa en sus
abusos por un tiempo. Palacios se convierte en un buen amigo de Romero. La mujer demente no vuelve por un tiempo a ir al patio y uno de los jóvenes, Peluca, se impacienta. Los estudiantes buscan atosigarlo con insultos, pero él responde con
juramentos que exponen las miserias de todos los que lo rodean y saca a colación las actividades más impúdicas de los que concurren al patio de juegos. Los estudiantes lloran e incluso uno, el Chauca, se autoflagela con furia. Ernesto siente que
el patio es un lugar dominado por el demonio y la demente le causa una gran lástima. Es constante la lucha entre las experiencias tormentosas del Colegio y la memoria de la imagen maternal del mundo que en otro momento acunó a Ernesto. Los
recuerdos son un refugio, pero a veces no son suficientes. Las visitas al río Pachachaca son también un modo de contrarrestar esta fuerza oscura. Ernesto concurre frecuentemente a contemplarlo y luego regresa al pueblo renovado, vuelto a su
ser. Conversa mentalmente con sus amigos lejanos.

Capítulo VI: Zumbayllu
El capítulo comienza con una reflexión sobre la desinencia yllu. Por un lado, representa el sonido de las pequeñas alas en vuelo, en su sentido onomatopéyico. Por el otro, illa nombra a ciertas formas de luz no solar, no totalmente divinas, con las
que el hombre andino cree aún estar vinculado. El tankayllu, por ejemplo, es un tábano inofensivo. Los niños beben la miel de su aguijón que se instala por siempre en su corazón, pero aun así los indios no lo consideran una criatura divina. Hay en
Ayacucho también un danzak’ (bailarín de tijeras característico del mundo andino) llamado “Tankayllu” que hace proezas infernales al atravesar agujas y garfios en su cuerpo. Otro ejemplo es el pinkuyllu, un instrumento que se toca solo en
comunidad (a diferencia de la quena familiar), que no es religioso sino que solo se usa para tocar canciones épicas y bailar las danzas guerreras. Su sonido cala profundo en el corazón. La monotonía del Colegio se altera por la llegada de
un zumbayllu. Ernesto sigue a sus compañeros, atrapado por el sonido de esta palabra que le recuerda misteriosos objetos. El zumbayllu pertenece a Ántero, un niño rubio de lunares. Es una especie de trompo que, al girar, emite un sonido muy
particular, un yllu. La memoria de Ernesto se aviva; recuerda al danzak’, a los verdaderos tankayllus y el sonido del pinkuyllu. Desesperado, le pide a su dueño que le venda el zumbayllu. A pesar del desafío de Lleras y Añuco, que le dicen a Ántero
que no le venda el trompo a Ernesto, Ántero se lo regala. La alegría de Ernesto es inconmensurable. Ántero regala muchos zumbayllus más que suenan por todo el patio. A partir de allí, Ernesto y Ántero entablan un vínculo. Ántero le pide a
Ernesto, que es conocido por escribir muy bien, que le componga una carta para una joven de Abancay. Ántero le promete un winku, un zumbayllu diferente, algo irregular, pero que es laik'a, brujo; “tiene alma”. Ernesto, recordando a la joven blanca
de una hacienda que alguna vez conmovió su corazón, comienza la carta para la muchacha a la que Ántero quiere conquistar. Pero súbitamente frena la escritura y se avergüenza. Se pregunta qué pasaría si las jóvenes indias supieran leer. En un
arrebato, improvisa una carta en lengua quechua, y se conmueve. En el comedor vuelve la violencia: Rondinel, un compañero provocador, trata despectivamente a Ernesto; “Indiecito”, le dice. Ernesto le responde que él es blanco pero inútil.
Rondinel lo desafía a una pelea. El duelo es incitado por Valle, un alumno arrogante y lector de novelas. Es el único que no habla quechua y desprecia a los indios. Ernesto se siente solo; busca rezar y no puede. Tiembla de vergüenza y viene a su
memoria, como un rayo, la imagen de Apu K’arwarasu, su montaña protectora, dios regional de su aldea nativa. Junta coraje y desafía a Rondinel a adelantar el duelo. Rondinel teme. Lleno de coraje, Ernesto se tranquiliza. Al día siguiente va al
patio y hace girar el zumbayllu. Como el río, el zumbayllu trae alegría a su corazón.

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