HUARICAPCHA
Allá, por el año de 1630, las propiedades de las antiguas haciendas, se ubicaban en la
extensa meseta del Bombón; una región agresiva en la que hasta el día más hermoso
con un cielo pintado de azul turquesa, algo siniestro podría presentarse en el profundo
silencio de sus inmensidades.
En esta tierra cubierta con un manto verde, salpicada de pequeños roquedales y
clarísimos puquiales, y adornado aquí y allá con altos manojos de ichu, los hombres
pastoreaban el ganado y las mujeres atendían los quehaceres del hogar.
Un día imprevisto de aquel año, el pastor de ovejas llamado Santiago Huaricapcha,
había salido muy de madrugada, a pastar sus ovejas por aquellos campos solitarios. El
tiempo soleado por la mañana se tornó de pronto amenazante. En poquísimos minutos
el ambiente se oscureció, y muy pronto se desencadeno un terrible viento
acompañado con algo de nieve. Cuando los primeros copos comenzaron a caer,
Huaricapcha los vio llegar contento, porque a la mañana siguiente volvería a salir el
sol, derretiría la nieve y la tierra sedienta absorbería la humedad, con la cual se
produciría más pasto para alimentar el ganado.
Para refugiarse y abrigarse de la nieve, entró en una cueva con la esperanza de que la
tormenta calmara. Espero un buen tiempo pacientemente y algo mojado, pero a
medida que pasaban las horas, el viento continuaba y la nevada aumentaba más y
más, como si brotara de unas monstruosas nubes. La ruidosa violencia de la
tempestad, cada vez más creciente, le mantenía prisionero en aquella cueva que le
impedía el retorno a la casa hacienda, además la espesura del manto de nieve que
cubría el campo allá afuera, seguro le llagaría hasta arriba de las rodillas.
Pronto llegó la noche:
El frío empezó a hacerse insoportable y el pastor Huaricapcha sentía que le
empezaban a temblar las manos a pesar de tener puestas sus abrigadoras manguillas,
su chullo, su poncho y su grueso calzón de bayeta. Con el temor de quedarse helado,
buscó combustible en la profundidad de la caverna. Juntando “taquia”, “ichu” seco,
“bosta” y algunos pastos secos del fondo, se dispuso a encender una fogata. Para ello
reunió algunas piedras que le sirvieron de base para colocar el combustible y en pocos
minutos encendió el fuego. Ya algo aliviado por el calorcito del fuego, sacó la coca de
su “huallqui” y comenzó a “chacchapar” en tanto atizaba la fogata con su reducido
combustible.
Muy pronto quedo plácidamente dormido con el calor y la luz de la fogata.
A la mañana siguiente, cuando la claridad naciente del día iluminaba el ambiente,
Huaricapcha observó que la nieve ya se había suavizado en los contornos de los
arroyos y en algunos lugares del campo extenso, hasta sentía el aspecto de otro
planeta. Emocionado por la impresionante blancura, volteo a mirar a la fogata apagada
y quedó maravillado, porque de las piedras que había utilizado como base para la
hoguera colgaban largos y finísimos hilos blancos de textura brillante como si fueran
delgadísimas lágrimas de piedra. Maravillado por estas formaciones, las cogió con
mucha cautela y llenándolas en su “huallqui” las llevó a don Juan José Ugarte, viejo
minero de aquellas épocas.
Después de un tiempo, este minero comenzó a beneficiarse, porque esos finos y
delgados hilos brillantes, fueron aquellos minerales de plata que fue descubierto por el
pastor Huaricapcha. Después se supo que José Ugarte y otros mineros, iniciaron las
primeras minas de plata y de otros metales en esta parte de la región central.
Este es el origen de los ricos yacimientos de minerales de Cerro de Pasco que,
después de transcurrir muchos años, daría origen a la Ciudad Real de Minas, nuestra
ciudad de Cerro de Pasco.