Anton Chejov - El Vengador

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El Vengador

Antón Chéjov

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Texto núm. 4827

Título: El Vengador
Autor: Antón Chéjov
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 27 de septiembre de 2020
Fecha de modificación: 27 de septiembre de 2020

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07730 Alayor - Menorca
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El Vengador
Fedor Fedorovitch Sigaef hállase convencido de la infidelidad de su
esposa. Lleno de ira y de aflicción se dirige al almacén de armas Schmuts
para comprar un revólver. Su semblante expresa una decisión irrevocable.

«¡Sé lo que tengo que hacer!... El hogar está destruido; el honor, burlado;
el vicio triunfa, y yo, como hombre y como ciudadano, tengo que ser el
vengador. ¡La mataré a ella, a su amante, y luego me suicidaré!...»

No ha matado aún a nadie, y ni siquiera ha tenido un revólver en la mano;


pero su imaginación le pinta el cuadro horroroso de tres cadáveres
ensangrentados, cráneos rotos, sesos esparcidos, aglomeración de
curiosos, la autopsia. Se representa, con malevolencia de hombre
ultrajado, la agonía de la traidora, el horror de los parientes, y lee en su
imaginación los artículos periodísticos comentando la descomposición de
la vida familiar.

El dependiente de la tienda, un francés algo obeso, pone delante de él los


revólveres, sonríe respetuosamente y dice:

—Le aconsejo que elija este magnífico revólver sistema Smitch y Wessor,
el último adelanto de la ciencia. Es de triple acción, sistema central con
extractor; alcanza hasta seiscientos pasos. Un revólver de moda... El de
más venta; diariamente vendemos docenas, que se emplean contra
bandidos, lobos y amantes. El disparo es muy justo y fuerte; atraviesa a
gran distancia a la mujer y al amante... En cuanto a especialidad para
suicidios, no conozco mejor sistema...

El dependiente levanta y baja el gatillo, sopla encima de los cañones,


apunta y hierve de entusiasmo. Diríase que él mismo se hubiera
gustosamente pegado un tiro si fuese poseedor de aquel arma maravillosa.

—¿Cuál es su precio?—pregunta Sigaef.

—Cuarenta y cinco rublos.

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—¡Hum!... Es demasiado caro para mí.

—En tal caso le ofreceré otro sistema más barato. Sírvase mirar por aquí.
Tenemos armas para todos los gustos y precios... Por ejemplo, este
revólver del sistema Lafoucheux no cuesta mas que diez y ocho rublos;
pero...— el dependiente tuerce la boca con desprecio—es un sistema
anticuado. Lo compran solamente los proletarios y los histéricos... Está
considerado como de mal gusto el suicidarse o matar a su mujer con un
revólver semejante... Un hombre que se respeta no usa mas que el Smith
y Wessor.

—No tengo necesidad de suicidarme ni de matar a nadie—replica


Sigaef—; lo compro para asustar a los ladrones en mi casa de campo...

—Esto no es asunto nuestro. Poco nos importa el porqué se nos compran


armas...—dice sonriendo el dependiente, bajando los ojos—. Si tuviéramos
que averiguar el motivo por el cual se adquieren las armas, rudo trabajo
sería el nuestro. El Lafoucheux no sirve ni para asustar a los ladrones,
porque el disparo tiene un sonido débil. Para el caso, le recomendaré la
pistola Mortimor, llamada de duelo...

«¿Sería tal vez, preferible desafiarlo?—piensa Sigaef—. Es demasiada


honra para canallas de esa índole; a esos no se les desafía, se los mata
como a perros...»

El dependiente sigue sonriendo, charlando y agitándose. Ha amontonado


encima del mostrador una porción de revólveres. El Smith y Wessor es el
más sugestivo de todos. Sigaef clava sus miradas azoradas en uno de
ellos, lo examina por todos lados y se queda reflexionando. Su
imaginación le representa cuadros sangrientos, cráneos destrozados,
sangre que corre por la alfombra; la traidora que muere entre convulsiones
horribles... Pero todo parécele poco a su alma indignada... la sangre, las
lamentaciones, el terror, no le satisfacen... quiere inventar algo más terrible.

«Será mejor si lo mato a él, y me suicido, dejando que ella viva. ¡Que se
consuma de remordimientos, despreciada por todos! Para una naturaleza
nerviosa como la suya, ello será peor que la muerte...»

Y se imagina su propio entierro. El ultrajado está en el féretro, con una


dulce sonrisa en el rostro, y ella, pálida, martirizada por su conciencia

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acusadora, sigue el cortejo fúnebre como una Níobe y no sabe cómo
aguantar el desprecio de la turba indignada...

—Veo que le gusta el Smith y Wessor—añade el dependiente—. Si le


parece caro, le rebajaré cinco rublos... Pero tenemos también otros
sistemas más baratos.

El dependiente insiste en sacar de las estanterías otra docena de estuches


con revólveres.

—Aquí verá usted: éste es de treinta rublos; no es caro, sobre todo


teniendo en cuenta que el curso del rublo ha bajado mucho y que los
derechos de importación suben más cada día. ¡Es abominable! Estas
tarifas han logrado que las armas estén solamente al alcance de los
ricos... Yo soy conservador y, no obstante, comienzo también a
murmurar... Ahora los pobres han de contentarse con las armas de Tula [1]
o con los fósforos... Las armas de Tula son harto conocidas; con ellas,
cuando uno apunta a su mujer se pega un tiro a sí mismo.

Repentinamente Sigaef siente que una gran tristeza se apodera de su


alma al pensar que tendría que morirse y no asistir a los sufrimientos de la
traidora. La venganza es dulce cuando uno puede contemplarla y palpar
sus frutos. Es una falta de sentido común el estar en un ataúd y no darse
cuenta de nada.

«Quizá fuera mejor hacerlo así; matarle a él. Yo quedaré para ver pasar su
entierro, y luego me suicidaré... No puede ser, porque me arrestarán antes
del entierro y me quitarán las armas. De modo que lo haré así... Le mataré,
dejaré que ella viva, y yo..., por de pronto, no me suicidaré; dejaré que me
detengan. Para suicidarme habrá tiempo. El arresto tiene la ventaja de
permitirme demostrar a los jueces y a la sociedad la bajeza de la conducta
de mis víctimas. Si me suicido, ella será capaz, con su frescura habitual,
de echarme toda la culpa, y la sociedad acaso le dé la razón, con lo cual
aun habrá quien se burle de mí, mientras que si yo vivo... Naturalmente, si
me suicido creerán que he sido llevado a este extremo por algún otro
motivo... y, además, ¿qué crimen he cometido para tenerme que matar?
Suicidarse es falta de ánimo, pusilanimidad... En fin, mi resolución es la
siguiente: le mataré a él; a ella la dejaré viva, y yo seré llevado a los
tribunales. Me juzgarán, ella figurará como testigo... Ya me imagino su
turbación, su vergüenza, cuando mi defensor le interrogue. Las simpatías
de los jueces, del público y de la Prensa serán, naturalmente, para mí...»

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Así reflexiona Sigaef en tanto que el dependiente recomienda su
mercancía y charla a todo trapo.

—Estos son ingleses; los hemos recibido hace poco; pero le advierto que
no valen lo que los Smith y Wessor. Estos días un oficial ha comprado
aquí un revólver de este sistema. Lo habrá usted leído seguramente.
Disparó sobre el amante; pero el proyectil atravesó una lámpara de bronce
y un piano; del piano dirigióse hacia un perrito, lo mató, y luego contusionó
a su mujer. Fué un hecho brillante, que hizo honor a nuestra casa. El
oficial está arrestado. Le van a juzgar y le mandarán a presidio. Nuestras
leyes son muy atrasadas, y el tribunal está siempre del lado del amante.
¿Por qué? ¡Es muy sencillo! Los jueces, los jurados, el fiscal, el defensor,
todos viven con mujeres ajenas, y se encuentran más tranquilos cuando
en Rusia hay un marido menos. La sociedad desearía que todos los
maridos fueran enviados a presidio. ¡No sabe usted lo indignado que estoy
con las malas costumbres de hoy día! El amar a las mujeres de otros está
tan admitido como el fumar cigarrillos o leer libros ajenos. Nuestro
comercio decae de día en día. Esto no quiere decir que haya menos
amantes, sino que los maridos soportan su situación con más calma.
Temen sobre todo el escándalo, la justicia y el presidio.

El dependiente baja la voz y añade:

—¿Quién tiene la culpa? ¡El Gobierno!

«¡No veo la gracia de que me manden a presidio por un cochino!—se dice


Sigaef—. Si me ocurriera esto, mi mujer se aprovecharía de ello para
casarse en segundas nupcias y engañar a su segundo marido. ¡Seria ella
quien triunfara!... Lo mejor será dejarla viva. No me suicidaré, y en cuanto
a él... no le mataré tampoco. Hay que buscar algo más razonable. Los
castigaré con mi desprecio; entablaré un proceso de divorcio...»

—He aquí, señor, otro sistema más—prosiguió el dependiente, sacando


otra docena de revólveres—; su originalidad está en el cerrojo...

Pero tomada por Sigaef la decisión de perdonar a todos la vida, el revólver


ya no le hace falta. Entre tanto, el dependiente sigue mostrándole
revólveres. El marido ultrajado se avergüenza de haberle hecho gastar en
balde la elocuencia y el tiempo.

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—Volveré más tarde... o mandaré a alguien—balbucea confuso.

No se atreve a mirar la cara del hombre, y siente la necesidad de


comprarle algo para disimular su turbación. ¿Pero qué? Mira alrededor
suyo buscando algún objeto barato, y fíjase en una red verde colgada junto
a la puerta.

—Esto... ¿qué es esto?—le pregunta.

—Una red para cazar codornices.

—¿Cuánto vale?

—Ocho rublos.

—Envuélvala...

El marido ofendido paga los ocho rublos, coge la red y sale del almacén
aun más ofendido que antes.

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Antón Chéjov

Antón Pávlovich Chéjov (en ruso: ?????? ????????? ??????,


romanización: Anton Pavlovi? ?ehov), (Taganrog, 17 de enero [calendario
juliano] / 29 de enero de 1860 [calenario gregoriano] - Badenweiler, Baden-
Wurtemberg (Imperio alemán), 2 de julio / 15 de julio de 1904) fue un
médico, escritor y dramaturgo ruso. Encuadrable en la corriente más
psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto,
siendo considerado como uno de los más importantes escritores de este
género en la historia de la literatura. Como dramaturgo se enclava dentro

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del naturalismo, aunque con ciertos toques de simbolismo y escribió unas
cuantas obras, de las cuales son las más conocidas La gaviota (1896), El
tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos
(1904). En estas obras idea una nueva técnica dramática que él llamó de
“acción indirecta”, fundada en la insistencia en los detalles de
caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o
la acción directa, de forma que en sus obras muchos acontecimientos
dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin
decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y
expresan realmente. Chéjov compaginó su carrera literaria con la
medicina; en una de sus cartas escribió al respecto:

La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante.

La mala acogida que tuvo su obra La gaviota (en ruso: "?????") en el año
1896 en el estatal (imperial) Teatro Alexandrinski de San Petersburgo casi
lo desilusiona del teatro, pero esta misma obra tuvo un gran éxito dos años
después, en 1898, gracias a la interpretación del Teatro del Arte de Moscú
dirigido por el innovador director teatral Konstantín Stanislavski, quien
repitió el éxito para el autor con Tío Vania ("???? ????"), Las tres
hermanas ("??? ??????") y El jardín de los cerezos ("????ë??? ???").

Al principio Chéjov escribía simplemente por razones económicas, pero su


ambición artística fue creciendo al introducir innovaciones que influyeron
poderosamente en la evolución del relato corto. Su originalidad consiste en
el uso de la técnica del monólogo, adoptada más tarde por James Joyce y
otros escritores del modernismo anglosajón, además del rechazo de la
finalidad moral presente en la estructura de las obras tradicionales. No le
preocupaban las dificultades que esto planteaba al lector, porque
consideraba que el papel del artista es realizar preguntas, no
responderlas.

Según el escritor estadounidense E. L. Doctorow, Chéjov posee la voz


más natural de la ficción, «sus cuentos parecen esparcirse sobre la página
sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida
a través de sus frases».

(Información extraída de la Wikipedia)

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