La Idea de Las Generaciones Ortega y Ga
La Idea de Las Generaciones Ortega y Ga
La Idea de Las Generaciones Ortega y Ga
Nuestro pensamiento pretende ser verdadero; esto es, reflejar con docilidad
lo que las cosas son. Pero sería utópico y, por lo tanto, falso suponer que para
lograr su pretensión el pensamiento se rige exclusivamente por las cosas,
atendiendo sólo a su contextura. Si el filósofo se encontrase solo ante los objetos,
la filosofía sería siempre una filosofía primitiva. Mas junto a las cosas, halla el
investigador los pensamientos de los demás, todo el pasado de meditaciones
humanas, senderos innumerables de exploraciones previas, huellas de rutas
ensayadas al través de la eterna selva problemática que conserva su virginidad, no
obstante su reiterada violación.
Todo ensayo filosófico atiende, pues, dos instancias: lo que las cosas son y
lo que se ha pensado sobre ellas. Esta colaboración de las meditaciones
precedentes le sirve, cuando menos, para evitar todo error ya cometido y da a la
sucesión de los sistemas un carácter progresivo.
Ahora bien: el pensamiento de una época puede adoptar ante lo que ha sido
pensado en otras épocas dos actitudes contrapuestas —especialmente respecto al
pasado inmediato, que es siempre el más eficiente, y lleva en sí infartado,
encapsulado, todo el pretérito—. Hay, en efecto, épocas en las cuales el
pensamiento se considera a sí mismo como desarrollo de ideas germinadas
anteriormente, y épocas que sienten el inmediato pasado como algo que es
urgente reformar desde su raíz. Aquéllas son épocas de filosofía pacífica; éstas
son épocas de filosofía beligerante, que aspira a destruir el pasado mediante su
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radical superación. Nuestra época es de este último tipo, si se entiende por
"nuestra época" no la que acaba ahora, sino la que ahora empieza.
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Sin embargo, cuando la variación de la sensibilidad se produce sólo en
algún individuo, no tiene trascendencia histórica. Han solido disputar sobre el
área de la filosofía de la historia dos tendencias, que, a mi juicio, y sin que yo
pretenda ahora desarrollar la cuestión son parejamente erróneas. Ha habido una
interpretación colectivista y otra individualista de la realidad histórica. Para
aquélla, el proceso sustantivo de la historia es obra de las muchedumbres difusas;
para ésta, los agentes históricos son exclusivamente los individuos. El carácter
activo, creador de la personalidad, es, en efecto, demasiado evidente para que
pueda aceptarse la imagen colectivista de la historia. Las masas humanas son
receptivas: se limitan a oponer su favor o su resistencia a los hombres de vida
personal e iniciadora Mas, por otra parte, el individuo señero es una abstracción.
Vida histórica es convivencia. La vida de la individualidad egregia consiste,
precisamente, en una actuación omnímoda sobre la masa. No cabe, pues, separar
los "héroes" de las masas. Se trata de una dualidad esencial al proceso histórico.
La humanidad, en todos los estadios de su evolución, ha sido siempre una
estructura funcional, en que los hombres más enérgicos —cualquiera que sea la
forma de esta energía— han operado sobre las masas, dándoles una determinada
configuración. Esto implica cierta comunidad básica entre los individuos
superiores y la muchedumbre vulgar. Un individuo absolutamente heterogéneo a
la masa no produciría sobre ésta efecto alguno; su obra resbalaría sobre el cuerpo
social de la época sin suscitar en él la menor reacción; por tanto, sin insertarse en
el proceso general histórico. En varia medida ha acontecido esto no pocas veces,
y la historia debe anotar al margen de su texto principal la biografía de esos
hombres "extravagantes". Como todas las demás disciplinas biológicas, tiene la
historia un departamento destinado a los monstruos: una teratología.
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ciertos caracteres típicos, que les prestan fisonomía común, diferenciándolos de
la generación anterior. Den de ese marco de identidad pueden ser los individuos
del más diverso temple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos junto a
los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten a veces como antagonistas. Pero
bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre fácilmente la
mirada una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo, y por
mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el
revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquiera de
ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a una
misma especie, y en nosotros, negros o blancos, se inicia otra distinta.
Más importante que los antagonismos del pro y el anti, dentro del ámbito
de una generación, es la distancia permanente entre los individuos selectos y los
vulgares. Frente a las doctrinas al uso que silencian o niegan esta evidente
diferencia de rango histórico entre unos y otros hombres, se sentiría uno
justamente incitado a exagerarla. Sin embargo, esas mismas diferencias de talla
suponen que se atribuye a los individuos un mismo punto de partida, una línea
común sobre la cual se elevan unos más, otros menos, y viene a representar el
papel que el nivel del mar en topografía. Y, en efecto, cada generación
representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una
manera determinada. Si tomamos en su conjunto la evolución de un pueblo, cada
una de sus generaciones se nos presenta como un momento de su vitalidad, como
una pulsación de su potencia histórica. Y cada pulsación tiene una fisonomía
peculiar, única; es un latido impermutable en la serie del pulso, como lo es cada
nota en el desarrollo de una melodía. Parejamente podemos imaginar a cada
generación bajo la especie de un proyectil biológico (1), lanzado al espacio en un
instante preciso, con una violencia y una dirección determinadas. De una y otra
participan tanto sus elementos más valiosos como los más vulgares.
Mas con todo esto, claro es, no hacemos sino construir figuras o pintar
ilustraciones que nos sirven para destacar el hecho verdaderamente positivo,
donde la idea de generación confirma su realidad. Es ello simplemente que las
generaciones nacen unas de otras, de suerte que la nueva se encuentra ya con las
formas que a la existencia ha dado la anterior. Para cada generación, vivir es,
pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo
vivido —ideas, valoraciones, instituciones, etc.— por la antecedente; la otra,
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dejar fluir su propia espontaneidad. Su actitud no puede ser la misma ante lo
propio que ante lo recibido. Lo hecho por otros, ejecutado, perfecto, en el sentido
de concluso, se adelanta hacia nosotros con una unción particular: aparece como
consagrado, y, puesto que no lo hemos labrado nosotros, tendemos a creer que no
ha sido obra de nadie, sino que es la realidad misma. Hay un momento en que las
ideas de nuestros maestros no nos parecen opiniones de unos hombres
determinados, sino la verdad misma, anónimamente descendida sobre la tierra.
En cambio, nuestra sensibilidad espontánea, lo que vamos pensando y sintiendo
de nuestro propio peculio, no se nos presenta nunca concluido, completo y rígido,
como una cosa definitiva, sino que es una fluencia íntima de materia menos
resistente. Esta desventaja queda compensada por la mayor jugosidad y
adaptación a nuestro carácter, que tiene siempre lo espontáneo.
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predominante del varón a épocas subyugadas por la influencia femenina. Muchas
instituciones, usos, ideas, mitos, hasta ahora inexplicados, se aclaran de manera
sorprendente cuando se cae en la cuenta de que ciertas épocas han sido regidas,
modeladas por la supremacía de la mujer. Pero no es ahora ocasión adecuada para
internarse en esta cuestión.
(1) Los términos "biología, biológico" se usan en este libro —cuando no se hace
especial salvedad— para designar la ciencia de la vida, entendiendo por ésta una
realidad con respecto a la cual las diferencias entre alma y cuerpo son
secundarias.
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