Antonio José Ponte. La Fiesta Vigilada

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 239

Antonio Ponte

La fiesta vigilada
Diseño de la colección:
Julio Vivas
Ilustración: foto
© Robert Capa / Magnum / Contacto
© Antonio José Ponte, 2007
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2007
ISBN: 978-84-339-7149-4
Las nubes corrían desde el este, y él se sintió
formar parte de la lenta erosión de La Habana.

GRAHAM GREENE, Our Man in Havana


«Nuestro hombre en La
Habana» (remix)
1
«Nos acordamos especialmente de ti», me escribió M.
En su carta contaba cómo, reunidos en un café europeo
al comienzo de la primavera, se habían dedicado a imaginar
mis días en La Habana.
«Qué extraños han de ser», quiso decirme.
Desde su salida del país había transcurrido un año y
medio, y ya a M. le resultaba trabajoso recordar.
El sobresalto de la primavera los encontraba a ellos, un
grupo de amigos, en la terraza de un café, todos de tan
buen ánimo que podrían perdonarse unas cucharaditas de
azúcar de más, un poco más de crema, y un pensamiento
para alguien a quien sobrevivían desde lejos.
Así como también yo creía haberlos sobrevivido.
AM.y los otros.
Creía sobrevividos quedándome en La Habana.
Gracias a la ley del mínimo esfuerzo, sin mover un dedo.
Ganaba por cobardía, por no apostar una pisada más allá
de ciertos límites. Unos límites que recorría tan
ceremoniosamente como, mar de por medio, ellos se
apostaban en una terraza de café con el fin de examinar a
los paseantes recién salidos de sus abrigos.
Pero claro que nunca se me habría ocurrido escribirle a
M. acerca de mi ánimo de victoria. ¿Qué iba a ofrecerle que
él no conociera? ¿Cuáles nuevas descripciones en mi carta
de respuesta?
Acepté pues su bravata primaveral, acepté su cariño, y
me acogí sin protestas al papel que me otorgaba.
«Siempre que pienso en aquello», terminaba su carta,
«pienso en ti.»
(Aquello era esta ciudad de la cual saliera un año y
medio antes.) M. me titulaba, en nombre de tres o cuatro
conocidos, «nuestro hombre en La Habana».
Trajo la carta una amiga suya.
Entre ambos parecía existir un asunto amoroso. Enredo,
sería mejor decir en el caso de M.
Alto y delgado, el rostro recorrido en casi toda su
extensión por la nariz, de abundante pelo negro, con gafas
de gruesos cristales que en cuanto pudo sustituyó a favor
de un mejor diseño (pasó así de las pesadas gafas
soviéticas de pasta a la levedad de unos aros metálicos de
Armani), la voz con la que discutía de libros y despreciaba a
no poca parte de la humanidad era sumamente nasal.
M. vestía con elegancia y dedicaba a las mujeres una
indiferencia estudiada. Ser esquinadas de aquel modo debía
despertar en ellas una idea de misterio que personificaban
en él, mañoso a la hora de representar al tipo de intelectual.
(No quiero decir que exista farsantía suya al respecto: se
trata de un muy buen lector y de un pescador ágil de
últimas ediciones y noticias literarias.) A no pocas les
parecía determinante oír lo intelectual en esa voz de
constipado. O mejor, que su voz les negara el acceso a
ciertos pensamientos reservados por él para sus paseos
solitarios.
Para la figura elegante y misteriosa que formaba.
El hecho de que enigma como el suyo fuese rebajado por
la gripe desplegaba en las mujeres una nota afectuosa. Y,
ganada la presa, M. no tardaba en hacer evidente su
desesperación por hallarse junto a ella. Se comportaba
entonces como si postergase alguna tarea intelectual
imprescindible, bufaba como metido en un
embotellamiento.
A esas alturas, su indiferencia inicial se había convertido
en odio. Un odio no menos erotizante.
Y supe enseguida que la mensajera que me entregó su
carta había caído ya en desgracia frente a él.
El sobre venía abierto por requerimientos aduanales,
aunque no resultaba aventurado suponer que ella hubiese
leído el contenido. A La Habana la traía un asunto
profesional. Había emprendido viaje en el preciso momento
en que ambos necesitaban darse un respiro, pensarse de
lejos.
Me pidió que la acompañara a la casa donde viviera M.,
quiso visitar el sitio donde celebrábamos nuestros
encuentros.
¿Le había hablado M. de aquel local de té?
Respondió que no. M. apenas hablaba de su vida aquí. Y
ahora yo debía contarle, servirle de testigo.
Nuestro hombre en La Habana...
Volví a encontrar a M. quince años después de recibir
aquella carta. Delgado todavía, aún más elegante, su rostro
parecía el mismo pese a la rotura de mandíbula que le
ocasionara un marido ofendido. (Había atravesado por una
minuciosa intervención quirúrgica y un postoperatorio que
lo mantuvo semanas alimentándose por una pajita.)
Me habló de la paliza sin detenerse en pormenores.
Ofreció prolijidades clínicas y casi ninguna descripción de la
batalla (oyéndolo, supuse lo distinto que habría sido su
recuento de haber ganado la pelea). Procuraba llegar lo
antes posible al momento en que, desde el hospital,
nombraba a un abogado que ejecutaría su venganza.
«Fue una golpiza merecida», me aseguraron quienes
sabían del asunto.
M. acostumbraba a acosar a las novias de los amigos. Se
sentía tan desesperado frente a las mujeres ajenas como al
recibir la noticia de que algún conocido publicaba libro
nuevo.
Podía tratarse, incluso, de un simple artículo en una
revista de importancia. Él sería el primero en leerlo para
hallarle inconvenientes. Criticaba los textos ajenos tan
impulsivamente como cortejaba a las mujeres de otros.
No me asombró entonces que nuestro reencuentro
estuviese lleno de suspicacias por su parte. Él la había
emprendido, cada uno a su tiempo, contra todos mis libros.
Y ahora que me tenía cerca, al alcance de la discusión, no
parecía dispuesto a tratar de ningún otro tema.
En un momento de la noche aproveché que preparaba un
plato y me fui a recorrer los anaqueles de su biblioteca.
Lo que más saltaba a la vista en aquella colección era la
frontera establecida entre los volúmenes comprados en sus
años de exilio y los que había podido sacar de Cuba. Y, más
que fisgonear nuevos títulos, me interesaba descubrir qué
había salvado M. de su vida habanera, cuáles libros (vuelta
al revés la consabida pregunta de entrevistas) creyó
necesario llevarse de una isla desierta.
El no haría pregunta alguna sobre aquella isla. Su exilio
era una rotura de mandíbula con intervención
reconstructiva. A morder por primera vez de nuevo, a besar
como novato a las mujeres que cayeran, a tocar con los
labios el escalofrío de la copa... (Se llevó un dedo al labio
inferior para indicarme la zona en la cual no había
recuperado su antigua sensibilidad.)
De querer sentarse amistosamente en la terraza de un
café, ya no podría hacerlo a una mesa tan poblada como la
de aquella carta.
No conservaba ni un amigo.
Hablamos, pues, de enemistades. De enemistades
literarias y de lo decepcionante de muchas de las páginas
dedicadas a ventilar diferencias personales entre escritores.
De la poco inflamable enemistad que Paul Theroux dedicaba
a V. S. Naipaul en un grueso tomo. De las escasas noticias
que podían encontrarse en el texto donde Thomas de
Quincey confesaba su alejamiento de William Wordsworth.
Y, puesto que tocábamos tal tema, me llegó el reverso de
la carta escrita por él quince años atrás. M. quiso saber por
qué no me quedaba a vivir en el extranjero, para qué tanto
empeño en volver a La Habana.
No parecía dispuesto ya a otorgarle sentido novelesco a
aquella persistencia mía. Desechaba la comparación con Mr.
Wormold, our man in Havana.
«¿Qué te hace regresar a ese país?», preguntó.
Y como siempre que me hacían la pregunta (la había oído
varias veces durante aquel viaje), no supe qué decir. Atiné
solamente a preguntar a M. si conocía la historia de
Maupassant y la torre Eiffel.
No, no la recordaba.
Guy de Maupassant se había opuesto a la construcción
de la torre Eiffel. Firmó, junto a otros artistas parisinos, un
manifiesto de protesta por la veintena de años durante los
cuales iba a extenderse como una mancha de tinta la
sombra de aquella columna atornillada. Una mancha de
tinta en la página de signos de París... Y el convenio con la
administración de la ciudad garantizaba veinte años de
emplazamiento de la torre.
Ni siquiera la muy industrial Norteamérica deseaba para
sí aquella gigantesca chimenea de fábrica. (Un año antes,
en los talleres de Gustave Eiffel habían fundido los distintos
tramos de la estatua de la Libertad inaugurada en New
York.) Aunque, dado que la construcción iba aún por el
primer piso, Maupassant y el resto de los firmantes
censuraban a la jirafa tan sólo por sus patas.
«Orgullosa chatarra», la insultó.
Abandonó París con tal de no verla crecer. Se marchó al
mar, a su yate Bel Ami. A olvidar lejos los disgustos
causados por una capital que cambiaba demasiado de prisa
y para mal.
Luego se vio obligado a regresar a París para la aparición
de Fort comme la mort, y su regreso coincidió con la
apertura de la Exposición Universal.
La torre Eiffel constituía la principal atracción del evento.
La novela de Maupassant gozaba de gran éxito. Rodeado de
alegre compañía, el autor aceptó comer en el restaurante
del primer piso de la torre.
En una de sus cartas deslizó quejas acerca de cuánto
hacían esperar entre un plato y otro. Calificó de repugnante
la comida que allí servían. Sin embargo, pasadas las
festividades y vuelta a su cauce la vida parisina, varios
representantes de la prensa fueron testigos de sus visitas al
denostado restaurante de la denostada torre.
Empeñados en recordarle con cuánta bravura se había
opuesto al levantamiento de aquella estructura, los
periodistas se acercaron a preguntarle si no era un tanto
incongruente tropezárselo allí.
Maupassant calmó enseguida las sospechas de la prensa.
Claro que no existía contradicción entre aquel par de
reacciones suyas. Reconocía haber actuado a cabalidad al
oponerse a la construcción, y a cabalidad ahora que visitaba
la torre. Pero que su presencia allí no indujera a creer
disminuido en un ápice el desprecio que sentía por tan
estrafalaria arquitectura.
La cual contaba, no obstante, con una ventaja que él no
tenía a menos aprovechar: la torre Eiffel era el único punto
de la ciudad desde donde no se divisaba la torre Eiffel. Y si
la visitaba con tanta asiduidad era movido por el deseo de
olvidar su existencia.
(El engendro de Eiffel resurgió luego en sus
alucinaciones. Colocado bajo vigilancia psiquiátrica,
Maupassant sospechó de un complot médico en su contra.
Receló de los manejos de su secretario, quien había dirigido
una carta a Dios donde lo denunciaba por sodomización de
una gallina y de una cabra. El escritor creía que su voz,
apenas susurrada, se escuchaba en la China. Que la
totalidad de los católicos poseían estómagos artificiales, y
que el suyo se había roto por no haberlo mantenido a
régimen de un huevo cada media hora. Exigía sus ropas
para tomar el tren que conducía al Purgatorio. Reclamaba
que su orina fuese guardada en caja fuerte. Ocupaba su
intelecto en desarrollar elementos de una novísima ciencia,
la medicina viajera. Y llegaría a afirmar que, desde lo alto de
la torre Eiffel, Dios lo había proclamado hijo suyo.)
Igual al Maupassant de esa anécdota, mi permanencia en
Cuba estaba dictada por el deseo de olvidar. Dentro de
Cuba, no veía a Cuba.
M. apreció en poco cuanto dije.
«Allá van a joderte», vaticinó.
Había llegado el tiempo en que las autoridades culturales
me negaban existencia de escritor. Y según sus previsiones
irían aún más lejos, hasta convertirme en fantasma.
«Te dejaron salir para que nunca regresaras. ¿No lo
entiendes?»
En Our Man in Havana Graham Greene había escrito la
siguiente precaución para su protagonista: «Era hora, pensó
Wormold, de hacer las maletas, y de irse, de abandonar las
ruinas de La Habana.»

2
«Tendrías que viajar», me advirtió B. para rematar su
opinión sobre mi primer libro de poemas publicado.
«Conversar en otra lengua, observar cómo atardece en las
antípodas.»
De allá venía él, de las antípodas. Visitaba La Habana
cada cierto tiempo. Daba vueltas a la familia, regresaba a
dormir unas noches en el pequeño chalet construido por su
padre en los años cincuenta.
Se había largado de aquel chalet con el pretexto de
estudiar ingeniería en Siberia, y allá había encontrado
matrimonio. En sus regresos pocas veces lo acompañaba su
mujer, pálida, rubia y de ojos azules. Porque ella no
alcanzaba a tomarle gusto a la vida habanera, no resistía el
calor, los ruidos, la chusmería. Y tampoco B., con ser nacido
aquí, mostraba tolerancia suficiente ante el escándalo de las
calles y la vida vocinglera.
¿Era él un buen lector de poesía? Que hubiese traducido
a algunos importantes poetas de lengua rusa lo confirmaba
en poco grado. La poesía rusa resulta tan lejana que parece
obedecer a leyes de otro género. A diferencia de un poema
clásico chino o de un poema japonés, aceptables como
contemporáneos nuestros, el poema de un gran maestro
ruso resultará siempre demasiado remoto para quien no
conozca la lengua.
B. era capaz de desentrañar esa poesía, capaz de
devolverla traducida, pero esa especialidad suya resultaba
demasiado específica como para que pudiera considerársele
buen lector. Respecto a asunto así vivía en las antípodas. Y
gracias a la recomendación que me hiciera al terminar mi
libro, comprendí que se había ido tan lejos en busca de un
destino literario, con el fin de hacerse distinto.
Distinto como escritor, a la manera de un Henry James.
Porque, del mismo modo en que el narrador estadounidense
seguía a compatriotas suyos por países europeos, los
primeros cuentos publicados por B. narraban episodios de
cubanos en tierras rusas.
En la Unión Soviética había hallado el exotismo o
extrañamiento necesario que provocaba escritura. (No es
ocioso cuestionar en qué sitio transcurren sus historias
anteriores a los primeros cuentos publicados. Si acaso
existen tales historias. Si su vida de escritor no comenzó
después de haber llegado a Rusia.)
Existía en esos cuentos un protagonista que era siempre
B., alguien que se adentraba como extranjero en Rusia.
Admitía en ocasiones ser cubano y en otras ocasiones no se
le achacaba procedencia. El dinero, cómo hacerlo y cómo
derrocharlo, aparecía inevitablemente en esas pequeñas
historias. Y se presentaban percances sentimentales con
mujeres autóctonas, mujeres para las que (sospechábamos)
el protagonista hiciera tantas millas de viaje.
Sin embargo, de los dos móviles que empujaban a ese
sempiterno personaje (a B. lo movía todavía un tercero: la
fama), el sexo resultaba más bien pálido comparado con las
apetencias monetarias.
B. había hecho de la frivolidad tema principal suyo.
Explicaba la frivolidad como si se tratara de un convenio
mozartiano con el mundo, asumía ante el tema una
prestancia de dandy. Y como dandy lo vi una tarde en que
bajábamos por la escalera mecánica de unos grandes
almacenes, ni en Cuba ni en Rusia, tiempo después de que
me hiciera la recomendación de lejanía.
«Visitemos el Museo de Arte Occidental», decía yo para
invitarlo a las tiendas.
Por entonces se ganaba la vida como rusólogo en
investigaciones académicas. Su sueldo no le hubiera
permitido cargar con ninguno de los bellos artículos que
admirábamos. Pero, con mucho más sentido de propiedad
que yo, intuyendo más cercana la posibilidad de adueñarse
de alguno, comparaba precios, agilizaba sus digitaciones en
busca del rótulo, de la etiqueta, de la marca de fábrica.
Ya había hecho costumbre personal de tales
manipulaciones (hábito de buena parte de los ciudadanos
soviéticos, me aseguran). Podía uno dejar de verlo durante
años que, luego de un abrazo, la próxima incursión de B. en
el otro consistiría en voltearle el cuello de la camisa hasta
dar con la marca del fabricante.
Y todavía sin preguntar por la salud o por amigos no
vistos en buen tiempo, querría conocer en cuál peletería se
había hecho uno de tales zapatos.
De no despertar en él interés de esa clase, podía correrse
el riesgo de una conversación indiferente, con la cabeza de
B. en otro sitio. Puntualísimo en el trasvase de rasgos
propios, la mayoría de sus personajes eran descritos por las
prendas que llevaban. (Luego de los vestidos, los
caracterizaría alguna triquiñuela para hacerse de plata o de
prestigio. O redundantemente, de ropa aún más deseable.)
B. bajaba conmigo la escalera de los grandes almacenes
y, a la manera de un Rastignac más balzaciano aún si fuera
posible, juró que volvería para adueñarse de todo cuanto
quisiera, de cada artículo que hubiese despertado su deseo.
«¡Ya nos veremos las caras!», pareció retar a todo aquel
comercio.
Y, en consecuencia, no sólo lo desvelaba el gasto. Era un
Rastignac lector de Das Kapital.
Planeaba hacerse de fortuna a través de la literatura,
mediante algunos éxitos continuados de librería. Páginas
suyas rendirían beneficio equivalente al obtenido por los
autores de bestsellers a cuyas obras se asomaba para
extraer la clave de la ruleta, el secreto de cómo hacer saltar
la banca en Badén Badén. (Su riqueza sería tal que
arrancaría de aquellos almacenes hasta la escalera por la
que bajábamos.)
De tales autores de lengua inglesa B. parecía haber
tomado la receta de recurrir a un mismo argumento para
cubrir distintos libros. Aunque lo que en aquéllos era recurso
probado en listas de éxitos, en él sólo conseguía arrojar
buena literatura y alabanzas de la crítica.
El dinero escapaba de sus cábalas.
O al menos el dinero en las cantidades soñadas por él.
Un extranjero en Rusia o en sus alrededores aprovechaba
una brecha abierta en la economía socialista (o una veta de
capitalismo en estratificaciones geológicas del socialismo)
para hacer fortuna, y utilizaba luego ésta en educar a una
muchacha rusa. Hermosa, no hay que decirlo. Confundible
casi con una modelo de pasarela, pero a la que faltaban
ciertas gracias que el protagonista, venido de lejos y al
tanto de ellas, se ofrecía a enseñarle.
Imprescindible entonces el paso por boutiques, las
estancias en balnearios, el descorchar de determinadas
botellas... En aquel argumento que B. repetía de cuento en
novela y de novela en novela, se daban cita la educación
sentimental, el pigmalionismo y la precisión del despilfarro.
Él gustaba de explicar la caída del Imperio Soviético
(caída de la cual fuera testigo) por ausencia de frivolidad,
por falta de alegría de vivir. La creación de una potente
industria pesada, la carrera astronáutica y algunas otras
pesadeces habían hecho que los mandatarios soviéticos
descuidaran las industrias ligeras, las más elementales
ilusiones. Con tal de conseguir una parcela inédita en el
cosmos perdían de vista que comenzaba ya, con nuevas
leyes, otra temporada de la moda.
Lo mismo que sus personajes, B. había hecho un perfecto
viaje circular al marcharse a la Unión Soviética: buscaba allá
rastros de vida occidental para descubrir en aquel
panorama que la mayor parte de esos rastros tendría que
aportarlos él.
Cuentos, novelas y un libro de viaje testimoniaban ese
círculo descrito por sus pasos y razonamientos. Y luego B.
había dejado el antiguo país de los sóviets (sin volver a La
Habana, por supuesto), y sus lectores podíamos
preguntarnos qué vendría en adelante. Aunque conocíamos
de su perspicacia para encontrarse lugar como escritor.
Dos habían sido las recomendaciones que me diera
respecto a lugares:
«Tendrías que viajar», fue su dictamen al terminar de
leerse mi libro.
A juicio suyo, faltaba en aquellos poemas una pátina que
sólo podría encontrarse lejos, que no podría ser imaginada.
(Considerada su obra, B. no parece confiar mucho en los
poderes de la imaginación.)
Y luego una segunda recomendación vino a contradecir
la primera. Pues, según él, yo había sabido quedarme
mientras el resto se marchaba del país, y me encontraba en
el mejor de los lugares para un escritor cubano, en mi
propio centro. Editores extranjeros, periodistas y agentes
literarios vendrían a por mí. Tomarían incluso a gente de no
mucha valía por el solo hecho de escarbar en La Habana:
así se lo anunciaba su perfecto olfato para las modas.
«De aquí no te muevas», fue entonces su dictamen.
Él no había publicado aún su primera novela en el
extranjero y su único libro (de cuentos) había aparecido en
una fea edición habanera mal pagada.
Si no probaba a quedarse en La Habana era porque ya
había tenido suficiente con la Unión Soviética, y porque su
teoría del papel de la frivolidad en la descomposición de los
imperios no funcionaba aquí todo lo bien que precisaba. Sin
descontar el hecho de que los taxistas habaneros
contestaban violentamente a cualquier indicación y la gente
parecía estar siempre en pelea, sin amabilidad alguna.
La moda venidera (que él se atrevía a pronosticar) no lo
encontraría en La Habana. Tampoco en el extranjero: con
casi veinte años alejado del país y desinteresado en
compartir el costumbrismo literario, poco papel podrían
jugar sus novelas en tal moda. Lo suyo iba a ser siempre la
Unión Soviética, la suerte de unos extranjeros adentrándose
en Rusia, lo que había sido allá su vida de estudiante.
A él tendrían que tomarlo por el valor de su obra, no por
el lugar desde donde escribiera.
Seguro que existía un grado en el cual poco importaba (o
no importaba ya) dónde estaba enclavado el pupitre del
escritor. B. se encargaría de arribar a ese grado, y el resto
eran majaderías del feng shui.
Decididas así las cosas, si mi voluntad de seguir en La
Habana volvió a interesarle a él fue debido a un libro, a la
presentación que hiciera de un libro mío. Gesto amable que
aprecié, pues la misma tacañería que le hacía rezongar
frente a una cuenta de restaurante, aquella economía de
esfuerzos que le impedía derrochar más allá de dos líneas
en respuesta a un mensaje electrónico, le desaconsejaba
frecuentar obra de amigos, coterráneos, contemporáneos.
(En descargo suyo habría que decir que el trabajo de
preparación de cada una de sus novelas resultaba
sumamente voluminoso en lecturas.)
Pocas veces B. se inclinaba a escrutar lo que escribían
otros.
Y un libro de ensayos acerca de viejos escritores cubanos
como era el mío tenía que resultarle poco interesante. Sin
embargo, no se negó a hacer su presentación y habló allí
del único texto del libro que conocía de antemano. Aseguró
a los reunidos (nos encontrábamos en una librería
mexicana) que él no había alcanzado a leer el resto. Afirmó
desconocer buena parte de las obras de las que me
ocupaba (Rusia justificaría un desconocimiento así), y se
detuvo a alabar lo narrativo, el arranque de novela con que
empezaba el único de mis textos que le era familiar.
Pero no quiso cerrar sus palabras sin dejar claro el
agradecimiento que sentía por mi pasión por esos viejos
escritores nacionales. Comparó mi paciencia con la de los
hijos que se quedan en la casa familiar, al cuidado de unos
ancianos padres.
Su agradecimiento era el de esa clase de hermano que
sale a correr mundo en la confianza de que la casa paterna
(B. quizás pensaría en el pequeño chalet construido por su
padre) se encontraba a resguardo.
Era agradecimiento de un hermano mayor, si no por
primogenitura, por adultez cobrada.
«Tendrías que viajar», me había recomendado él, para
luego elogiar las virtudes de mi inamovilidad. (Un elogio tan
interesado como si lo que de veras persiguiera fuera
echarme encima el cuidado de los viejos antes de largarse.)
Suya era la libertad de nuevas ocurrencias, yo me había
quedado en la repetición de historias de tan viejos padres,
en el corsi e recorsi de lo arterioesclerótico.
Me había quedado en Cuba para el cultivo de una
literatura nacional.
De los almacenes que en una ocasión visitáramos, B.
podía tomar ya lo que se le antojara. (A esas alturas sus
expectativas suntuarias estarían cifradas en otros
comercios.) Lo mismo que M., tampoco él preguntaba por lo
dejado atrás. Incluso se había hecho de un pasado distinto:
era Rusia, y no una isla, lo que abandonara.
Poseía, pues, menos razones que M. para preguntar qué
me hacía volver a la misma ciudad de siempre.
La carga de una tradición que él no se tomaría el trabajo
de estudiar (no iba a serle útil para la escritura de su
próxima novela) era definitivamente cuestión mía, fardo
mío. Y su agradecimiento en la presentación de un libro
habría estado teñido de lástima hacia mí, en caso de
prodigar B. un poco de lástima.
De no ser tan avaro.

3
En el fondo, lo que se agradece a quien se queda con los
viejos es la ayuda que puedan prestar en la muerte de
éstos.
Cuando ya la habían dejado sola la muerte de su esposo
y la de sus hermanos, mi abuela materna sufrió la primera
isquemia (padeció más de catorce) y las primeras rachas de
demencia senil. Era la única sobreviviente de su generación.
Ni mi madre ni yo conocíamos con exactitud su edad. El
matrimonio con mi abuelo, menor que ella en edad, y un
incendio en el registro civil donde su partida de nacimiento
se convirtió en cenizas, debieron conseguir esas
borrosidades cronológicas.
Poca queja podía dar de su salud: una ligera diabetes y
cataratas de las que se operó con mejor resultado del que
declaraba (su temor a la calle tenía ya razones que no eran
oftalmológicas). Así que vegetaba apaciblemente sin salir
de casa.
Pasaba sus noches frente al televisor, con preferencia por
los programas musicales. No porque sintiera predilección
alguna por la música (la recordábamos parafraseando
humorísticamente una canción, la única que parecía
conocer de memoria, el único rasgo de humor en ella). Su
placer como televidente se limitaba a reconocer a cada uno
de los cantantes y presentadores, averiguar la identidad de
cada rostro nuevo, decidir lo bien vestido que iba cada
quien, hacer suposiciones acerca de la edad de las viejas
cantantes y comprobar qué tal las trataba el tiempo.
Que desafinaran o no quedaba fuera del campo de sus
intereses, sus desvelos como espectadora eran los de un
luminotécnico. Y el trato diario con figuras de la televisión la
llevó, perdida la cabeza, a responder cabalmente al saludo
que unas sombras le dirigían desde la pantalla.
La única conexión con el mundo que mantuvo hasta el
final consistió en reclamar a cuanto bebé asomara su
cabeza por el televisor. Juntaba entonces con dificultad los
dedos de su mano derecha, y frotaba índice y pulgar
llamándolo como si de un gatico se tratara. (No mostró
nunca cariño por los animales. Tampoco por las plantas,
aunque mentaba mucho una casa de la infancia con galería
en todo su perímetro y jardín del que recordaba unos
helechos.)
En las ocasiones en que sus programas favoritos eran
postergados o suspendidos para brindar espacio a las
intervenciones del primer mandatario, se conformaba con
tratar a éste como si fuera otro cantante. Sin preocuparse
por letra ni música, sus comentarios se centraban en las
señales de envejecimiento del rostro y de las manos. (El
uniforme militar hacía imposible cualquier variación acerca
del vestuario.) Le daba por la ciencia fisiognómica, se
acogía a un lombrosianismo deslavazado.
«Y, sin embargo, no parece un malvado», resumió una
vez.
(De edad aproximada a la de mi abuela, la tía de un
conocido, también recluida a perpetuidad en su casa, había
hecho una observancia de evitar la imagen del mandatario.
Desentendida de las emisiones televisivas, no dejaba que
entrara a su casa revista nacional, y la única presencia de
aquel hombre en su círculo consistía en algún jirón de
discurso que la sorprendiera al correr el dial del radio, jirón
que ella expulsaba con la misma repulsión y presteza con
que se escupe una mosca bebida en el café con leche. En
cambio, cultivaba sus ensoñaciones con revistas extranjeras
que le proporcionaba una parienta aeromoza. Arribaba un
ejemplar nuevo y la vieja se encerraba, en las largas
esperas de su estreñimiento, a hojear el destino de los
famosos.
Y una tarde la familia tuvo que abalanzarse hacia el baño
ante el grito de horror soltado por la anciana. Pues donde no
cabía la más remota posibilidad de encontrárselo, ahí
estaba él, de uniforme militar, junto a una top model,
haciéndose pasar por glamoroso, usurpando el lugar de
algún príncipe lo mismo que con sus monólogos usurpaba el
espacio de la telenovela. Después de quince o veinte años
sin verlo, venía a tropezárselo, y el principal motivo de
horror frente a su imagen era lo ancianísimo que lo
encontraba.)
Mi abuela materna se habría perdido en caso de salir a la
calle. La habíamos traído a la capital cuando ya no tenía
arrestos para empezar a lidiar con rincones nuevos. De vez
en cuando la sacaba de su rutina un paseo en automóvil o
una semana de playa durante los veranos. Hasta que se
hizo tarde para tales rupturas y unos días de vacaciones
frente al mar la sacaron demasiado afuera, aventurada a
una corriente que la alejaba irremediablemente de su orilla.
En esas vacaciones se deshizo de las primeras
contenciones que aprendiera, perdió control sobre mierda y
orina. Se despojó de tantas referencias que dejó de conocer
a su propia hija y a sus nietos. Y sólo pudo recuperar sentido
de la realidad cuando fue devuelta a casa.
Su recuperación, sin embargo, no iba a cumplirse del
todo. Por la brecha que abriera la primera isquemia la
atacarían otras. En número tan frecuente que al final
resultaban imperceptibles para quienes cuidábamos de ella.
Un gesto atravesado de la boca se le fijó para siempre,
signo de contrariedad que se dulcificaba un poco en las
mejores épocas de convalecencia. Sus manos, que habían
sido hermosas, adoptaron aspecto de garras. Pero ella
continuó entregándolas a la lima y al esmalte (esmaltes tan
incoloros que sólo alcanzaban a apreciarse por un ángulo de
la luz) como si prestara un gran favor a la manicure.
Sus senos, que habían sido grandes, se le consumieron.
Sus piernas se volvieron extremadamente finas. Se elevaron
al cielo, como punta de zapatos orientales, las uñas de sus
pies. Y la epidermis llegó a cobrar en ella el espesor del
papel biblia. De modo que, tan sólo de rozarse, se le abría
en la piel un ojal que manaba sangre y, en caso de perderla
de vista por un rato, la encontrábamos llena de ojos
sanguinolentos por todas partes, tasajeada como un árbol
de corcho.
Meses después del primer ataque, la caída de un vaso
sirvió de señal para hacernos comprender que cada cierto
tiempo sería visitada. La enfermedad la había elegido,
aseguraron los médicos. Y empezaban en torno a ella los
trabajos de desasimiento que iban a hacerle dejar atrás la
vieja piel de serpiente, la concha, el carapacho.
De sucesivos envíos de esa enfermedad ella logró sacar
imágenes cada vez más precisas de la casa rodeada por una
galería, del jardín de helechos. Sin salir de su casa de la
capital, llegó a habitar aquella otra en provincias. A cambio
de olvidar la mayoría de sus inmediateces.
Capaz de andar todavía, adquirió hábitos de urraca.
Requisar su escaparate era encontrarse, entre ropa interior
sobretallada, panes mohosos escondidos por ella unas
semanas antes. (Tenía miedo de no ser servida. La
desmemoria la volvía proclive a celebrar almuerzos
continuos. Comía y olvidaba que ya había comido.) Y el olor
agrio que ningún sudor impusiera antes a aquellas prendas
salía ahora de los bocados que éstas envolvían.
Sus recuerdos eran desperdigados por vientos de
cualquier casualidad. En las fotografías dejaba subrayados
de uña tan inentendibles como las figuras de Nazca, y ni
siquiera ella sabría decir con qué fin fueron hechos: su
mano debía serle tan ajena como quienes aparecían
retratados allí.
Ya la habíamos relevado del trato con dinero. Mi madre
cobraba a nombre suyo la pensión de viuda que no habría
alcanzado para el talco y la colonia con que intentábamos
cubrir el olor de la muerte.
Fue exonerada también de portar dentadura. Su última
prótesis le bailaba en la boca igual que la ropa interior en
sus caderas esmirriadas.
Vigilar sus pasos resultaba una tortura para quienes la
acompañábamos, y todavía se me entreveran en la
memoria lecturas de esa época y las obligaciones de un
pastoreo así. (El sueño de mi madre no ha vuelto a ser el
mismo desde entonces. Perdió continuidad, ganó en
sobresaltos.) Insomne hasta el amanecer, una faja de lienzo
le cruzaba el torso para fijarla a la cama e impedirle
sonambulear por la casa a oscuras.
Fue preciso probar varias técnicas de atado y, sin
embargo, ella conseguía zafarse, dispuesta a salir a la
aventura, hacia la fractura de cadera. Y la descubríamos al
amanecer enredada en sábana y almohada, a unos pasos
de donde pretendiera huir, como una novia demasiado
vencida por el sueño para ser raptada.
Los fármacos le despejaban las ganas de llorar, de lo
contrario habría llorado de rabia. Vigilada todo el día, se
hizo imposible dejarla a solas ni siquiera un momento. (En
una ocasión la encontramos en el piso del patio, llena de la
tierra de una maceta a la que se abrazara en su caída. Ella y
la maceta como dos comadres borrachas que bailaron en la
feria hasta caerse.) Y a la larga tuvo que ser vigilada de
noche.
Mi madre y yo pasamos noches alternas junto a su cama.
No nos alcanzaba el dinero para pañales desechables y se
hacía necesario cargar con ella hasta el baño con tal de que
no echara a perder el colchón.
Pura tortura: la luz del bombillo sobre el espejo, mi
abuela sentada en la taza sanitaria y frente a ella el
guardián que no la dejaría levantarse de allí hasta tanto no
orinara.
Pero era una tortura donde el esbirro se caía de sueño.
«¿No quieres volver a tu cama?», se le preguntaba. «Pues
mea.»
Tortura por subversión del episodio infantil donde ella
enseñaba a mi madre (y a mí mismo) a reservar para la taza
los líquidos del cuerpo.
La llave del lavamanos permanecía abierta por si el
sonido del agua podía convencerla. Arañando paredes,
tratando de alzarse de allí con la desventaja de su
consistencia de muñeca de trapo, ella prestaba poca
atención a aquel sonido.
«¡Mea!», llegué a gritarle viendo que se dormía en el
inodoro.
(Una tarde la arrinconé con una escoba del mismo modo
en que se trata a las ratas.) Las noches se iban en ese
tango y al final era dulce escucharla orinar. Pero, noche tras
noche, el esfuerzo consiguió devastarnos tanto que tuvimos
que hacernos a la idea de enviarla a un asilo.
A un hogar de ancianos, tal como son llamados con
dulzura institucional.
Para que pudiesen continuar nuestras vidas fue
necesario mandarla a un sitio donde muriera bajo vigilancia
de otros, un almacén donde enfermeros y asistentes le
prestaran el poco caso que cada cual presta a su trabajo.
Intentamos encontrarle el asilo mejor, prometimos
visitarla cada día. Lo prometimos para nosotros dos, no para
ella, que no entendía ya lo que pasaba.
Mi madre cumplió puntualmente su promesa. Yo me
aferré a cuanto pretexto pude para no volver a verla.
Pero me tocó ingresarla. Una amiga vino con su auto, yo
pagué la gasolina.
Cargué a mi abuela. Puse junto a ella las batas que
vestiría, sus pantuflas y ropa interior: todo lo que robarían
luego las asistentas del hogar.
El asilo era un edificio mussoliniesco. Subimos hasta el
piso de mujeres, donde reinaba el mismo olor que en el
escaparate de la urraca. Vi dos largas filas de camas de
hierro. Por las ventanas altas entraba abundante luz y se
asomaban las ramas de unos árboles. Trajeron un sillón de
ruedas para la recién llegada, y se le acercaron las primeras
curiosas, mujeres fuertes todavía, abandonadas desde
temprano por su familia.
Preguntaron su nombre y no quise dar el nombre de mi
abuela. Luego supimos que la llamaban Muñequita.
Muñequita por las uñas cuidadas, por el pelo que mi madre
iba a peinarle cada día, por el talco que le cubría el cuello y
que tenía en aquel asilo el valor de las joyas.
Una trabajadora social me acompañó a rellenar el
formulario. Ahora correspondía a ellos la pensión por viudez,
una cuota más de la cartilla de racionamiento. A cambio nos
entregarían su cadáver.
«Aquí estará bien», prometió la trabajadora social.
De la pared colgaban imágenes de viejos saludables y
risueños que no cabrían de ningún modo allí.
Volví a la sala de mujeres. Dos de las internadas, viendo
que ella no contestaba a sus preguntas, lanzaban hipótesis
sobre su biografía.
Se apartaron en cuanto llegué. A mí no podrían
rapiñarme la comida, no podrían robarme lo que llevaba
puesto.
En casa nos sentimos muy solos. Anocheció y nos
preguntamos qué sería de ella en esa noche. Qué iba a ser
de ella en adelante.
De madrugada, sin poder dormir, fui a sentarme en su
cama. Había metido en una institución estatal al único
abuelo que me quedaba vivo, lo había llevado a la cárcel. Le
había dado el manicomio, el moridero de los perros de la
calle.
Aquel niño que fui al entrar a un internado era ella ahora.
Más desvalida que ese niño. El primer largo atardecer, la
primera noche en ese internado era el primer día de ella en
un asilo. Expuesta igual a la violencia de los demás, a los
saqueos, al pandillismo. Encerrada cuando ya no cabía
educación para ella, cuando no podía adaptarse a nada
nuevo, hecha una niña sin ardides de niña.
Cada gesto de amabilidad de asistentes y enfermeras fue
pagado por mi madre en sus visitas diarias. Pagábamos no
para que fuera bien atendida, sino para que no le ocurriera
nada desagradable. Para que la dejaran vivir, irse a la
muerte con alguna tranquilidad.
Nos hicimos de la vista gorda respecto a sus
pertenencias perdidas. Mi madre comenzó a cargar un poco
más de comida para las otras reclusas. Por compasión, pero
también por miedo: para que no le hicieran daño.
Por las noches, con el fin de evitar las caídas de los
viejos, en el asilo acostumbraban a juntar las camas de
cada hilera. Las deposiciones eran limpiadas al amanecer, el
día comenzaba con el baño de los cuerpos y la hervidura de
la ropa de cama. (Imagino los racimos de cuerpos en la
desesperación del insomnio, el orine desparramándose por
la explanada de aquellas camas unidas, el hedor de las
viejas.) Y en una de sus visitas mi madre encontró marcas
de golpes en la piel de su madre.
Esa noche en que mi abuela recibe golpes de otra interna
y no alcanza a la defensa ni al grito, vuelve para mí una vez
y otra. Esa noche y las noches en que tuve que sentarla en
la taza sanitaria hasta que orinara.
Al final, preferimos traerla de vuelta a casa.
Su paso por el asilo la había domesticado. De extraños
fue el trabajo de pasarla por la cepilladora, de aplanarla
(nada como una institución estatal para esos
amaestramientos), y en adelante cuidarla se volvió más
simple.
Hasta su muerte.
Lo que B. agradecía al presentar mi libro era el trabajo
hecho hasta la desaparición de unos viejos escritores
nacionales.
«Nuestro hombre en La Habana», me había llamado M., y
si toda la misión residía en ayudar a morir a unos viejos, era
hora de desmantelar la oficina y largarme.
Hora de abandonar las ruinas de La Habana.
Porque es bien sabido que el hermano que vela por los
padres pierde, a la muerte de éstos, gran parte de
consideración.

4
Como muerte civil había descrito sus últimos años de
vida uno de los viejos escritores cubanos de quienes me
ocupaba en aquel libro. Retirada su obra de todas las
bibliotecas y librerías del país, ausente su nombre de los
programas de estudio de literatura en institutos y
universidades, prohibida toda representación de sus piezas
dramáticas (sus estrenos habían subido a escena en los
teatros habaneros más importantes), a los sesentitantos
años quedaba condenado a ganarse la vida como traductor.
(También en Moscú habían dejado a Borís Pasternak esa
oportunidad. La traducción literaria es la migaja de oficio
que resta a los escritores castigados. Despojados de
palabras propias, les permiten salida de ventrílocuos.)
Vigilaban los pasos del viejo escritor, impedían que los
jóvenes se le acercaran, que lo llamaran maestro. Habían
logrado borrarlo para la mayor parte de sus conocidos,
quienes no arriesgarían un saludo de tropezárselo en la
calle.
Era un fantasma en vida.
En su caso no cabía posibilidad de emigración. Las cartas
que le llegaban, esqueléticas desde sus remitentes,
pasaban luego por la rapiña de los censores de
correspondencia. Sus conversaciones telefónicas eran
escuchadas hasta el punto de poblárselas de ruidos
parásitos. Y en el aeropuerto auscultaban a cada visitante
que se hubiese detenido a conversar con él, pues temían la
salida de manuscritos suyos hacia el extranjero.
En su ausencia entraban al apartamento (¿o eran
invenciones de la paranoia?) para hozar en lo que escribía.
Lo visitaban con el fin de hacerle preguntas y amenazas. Y
llegaron a ofrecerle veladas promesas de resarcimiento (¿o
eran invenciones de una paranoia más feliz?).
Él había tomado la costumbre de juntarse con otros
muertos civiles, los únicos seres que se atrevían a tratarlo,
juntos codeaban condena con condena, cada uno a la
espera de que un detalle del fantasma más cercano carnal
izara de nuevo. Pues, con un dedo que lograra otra vez
cobrar sustancia o una rodilla que volviera a ser huesuda,
habría empezado el perdón para el primero de ellos.
Y luego para el resto, por contagio.
A él le tocó morir sin recuperación. En la funeraria, el
puñado de amigos tuvo que esperar a que la policía
devolviera su cadáver. La autopsia concienzuda que se
dedica a los muertos inverosímiles demoró el duelo más allá
de lo habitual. Y luego sus dolientes tuvieron la ocurrencia
de percibir una sonrisa en el rostro del difunto, un aspecto
burlón o de ángel, señal indudable de que ya perdía la
condición de fantasma en vida.
«De la muerte civil sólo nos sacará la muerte», debieron
decirse aquellos pocos amigos reunidos.
El entierro fue vigilado estrechamente. En tanto ocurría,
una brigada policial penetraba en el domicilio del fallecido,
cargaba con sus manuscritos inéditos, y sellaba la puerta
para que ningún ladrón de pirámide viniera a hacerles
competencia.
Al despedir el duelo, alguien se refirió a la cubanía
indudable que el difunto demostrara. (Años después ese
mismo orador enseñaría que es posible dejar atrás la
condición de muerto civil cuando se acepta la de escritor
oficialista.) Alabó que al viejo amigo que enterraban allí no
se le hubiera ocurrido abandonar la patria, entonó el elogio
de su vocación de presa. Porque no se había dejado engañar
por los cantos de sirena de la gente del exilio, y no hizo caso
de las advertencias acerca de su inminente conversión en
fantasma.
«Un fantasma, es decir, la condescendencia más grande
del alma con los ojos (con nuestra sed de realidad)», había
escrito Marina Tsvietáieva, fantasma por decreto oficial
también. Como el viejo escritor cubano, empecinada en la
tierra natal. A sabiendas. A pesar de todo.
Tsvietáieva, traductora como castigo (Pushkin al francés,
Baudelaire y García Lorca al ruso) y luego ya ni eso,
mendicante de un puesto de criada en la cantina miserable
donde comían escritores un poco más favorecidos que ella.
(Sus últimas palabras, escritas en el verano de 1941: «Pido
se me conceda el empleo de lavaplatos en la nueva cantina
de Chistopol.»)
Yo había conseguido publicar en el extranjero un libro
sobre fantasmas nacionales. Había logrado viajar para la
presentación y me tocó recibir avisos semejantes a los que
escuchara (y desobedeciera) el viejo escritor muerto. De
alguna manera, mis circunstancias parecían adoptar el aire
de familia de las de su círculo, treinta años antes.
Empezaba a repetir sus manías y sus fatalidades hasta el
punto de que podría considerarlos, a él y a algunos otros
escritores de su grupo, mis abuelos. Y parte de mi
acercamiento a lo escrito por ellos podía entenderse como
si intentara arrinconarlos entre la escoba y la pared. Como
si, a una orden mía, procurara hacerlos orinar.

5
En el prólogo a una compilación de sus cuentos de
fantasmas publicada en 1937, Edith Wharton abordó los
inconvenientes que hallaría el autor empeñado en tal clase
de historias. Wharton dedicaba aquel libro a Walter de la
Mare como si ellos dos fueran los últimos seres en el mundo
con imaginación suficiente para creer todavía en las
apariciones. «Es en la tibia oscuridad del fluido prenatal,
muy por debajo de nuestra razón consciente, en donde se
aloja la facultad con que captamos los aspectos que tal vez
no estamos capacitados para ver», teorizaba.
La acendón de los lectores la ocupaban por entonces
otras figuras («el gángster, el introvertido y el borracho
habitual», enumera Wharton) y en el camino del escritor de
relatos fantásticos se alzaban como obstáculos dos grandes
enemigos de la imaginación: el cine y la radio.
Que una caja fuera capaz de llenar de orquestas
incorpóreas una habitación o que una pared cobrara vida
hasta el punto de ocurrir episodios en ella, usurpaba el
asombro reservado hasta entonces a las criaturas
fantasmagóricas. Banalizaba ese asombro, lo convertía en
costumbre.
(La relación entre innovaciones tecnológicas y
espectralidades se hizo evidente desde los propios
inventores. Al escuchar su voz en la primera grabación
fonográfica, Edison sintió un terror próximo al que despierta
lo sobrenatural. Un colega suyo se refería al fonógrafo como
«embalsamador de sonidos». Y muchos periódicos
estadounidenses empeñados en celebrar la aparición de
invento así, lamentaron su tardanza. El fonógrafo llegaba
tarde pues no podrían conservarse las voces de seres
sepultados poco antes. Resultaba sospechosamente
póstuma toda voz grabada.)
¿Qué respeto podía aguardar una aparición, por
sobrenatural que fuera, allí donde tropezara con un teléfono
o un radio? Los nuevos aparatos se hallaban apostados
como rompehuelgas de lo fantasmagórico.
Osbert Sitwell sostenía que la luz eléctrica había llegado
para tergiversar la naturaleza de lo espectral. Con la
electricidad, los fantasmas se marchaban.
A juicio de Edith Wharton, radio y cine disminuían las
exigencias a la imaginación. Ofrecían gratuidades al público,
en tanto la literatura pedía siempre demasiado esfuerzo.
(Unas décadas antes solía cuestionarse cuánto lector
suprimiría la moda del ciclismo, cómo afectaba al libro la
aparición de la bicicleta.) Emisiones radiales y filmes
colocaban la aventura al alcance de inválidos. En adelante
los lectores abandonarían sus facultades creadoras, se
harían holgazanes.
Pasar páginas iba a convertirse en un trabajo agotador.
Los lectores del futuro no sabrían relacionar los sucesos de
una página con lo ocurrido en la página anterior. Y relatos
como las historias de fantasmas, en los cuales resulta más
endeble la suspensión de inverosimilitudes, serían los
primeros en resentirse de ello. La literatura, para entonces,
se habría convertido en su fantasma.
Cultivador (con felicidad distinta) de otra clase de
historias, ciertos cambios históricos obligaron a John Le
Carré a interrogarse también acerca del futuro de su trabajo
literario. Las novelas de espías constituían lo principal de su
carrera, ocupaban en su obra mayor volumen que los
cuentos de fantasmas en la de Edith Wharton. Y al
demolerse el Muro de Berlín desaparecía la mejor de las
oportunidades para una gran conflagración internacional.
Hasta entonces la especialidad de los agentes secretos
de novela había consistido en retardar esa conflagración o
en volverla, si no imposible, favorable. Y ahora nunca
ocurriría, nadie parecía estar interesado en avivar peligro
así.
La carrera exitosa de Le Carré (me pregunto si no sería él
uno de los autores de bestsellers en los que hurgaba B.)
había comenzado con el levantamiento de aquel muro.
Destinado en la embajada británica en Bonn y autor de dos
libros de escaso éxito en los cuales ya aparecía su héroe
George Smiley, Le Carré había volado a Berlín para echar
una ojeada a la recién levantada construcción.
«El Muro era sin duda el símbolo más repugnante de
fracaso político que jamás haya visto», reconoció.
Pero él andaba a la búsqueda de tema para un libro y
aquel panorama fronterizo se lo brindó. («Los escritores no
somos más que unos oportunistas», aceptaría luego.)
The Spy Who Came in From the Cold fue escrita de
madrugada, a la hora de almuerzo, en el transbordador que
viajaba entre Koningswinter y Bad Godesberg. Apenas
alcanzaba a robar algún momento a su trabajo en la
embajada, su autor se hundía en la escritura de la novela. Y
durante las noches cócteles | cenas diplomáticas le servían
de reposo y de estímulo. Pues en dichas celebraciones no se
hablaba de otra cosa que no fuera el Muro y lo que sucedía
a ambos lados.
A pesar de su trabajo en los servicios secretos, Le Carré
conocía muy poco acerca de lo que se empeñaba en relatar:
el caso de un perfecto doble agente. Nunca había estado del
otro lado del Muro y, a juzgar por lo que le rodeaba, el
espionaje británico no resultaba tan agudo e implacable
como para montar la clase de operación imaginada por él.
Todo era pura fábula en su libro, y así lo entendieron los de
la inteligencia al ofrecer su beneplácito de cara a la
publicación.
La crítica saludó jubilosamente la aparición de la novela,
los lectores le dedicaron su favor. Graham Greene llegó a
afirmar que The Spy Who Came in From the Cold era la
mejor historia de espías conocida por él. Y si ese primer
libro exitoso de John Le Carré había surgido de una visita al
Muro de Berlín, en la composición de su trabajo próximo
influiría otro escenario capital de la Guerra Fría: Bahía de
Cochinos, en la costa sur de Cuba.
A diferencia del libro que lo antecediera, The Looking
Glass War no obtuvo admiración de público ni de crítica.
Tampoco alcanzaría el visto bueno de los servicios secretos
británicos, quienes hicieron publicar su furia en la prensa. Le
Carré satirizaba a todo un departamento, hablaba de
nostalgia de la guerra entre sus miembros, describía
situaciones que parecían contener mucho de verdadero. Y la
confirmación de tales sospechas vendría de Alian Dulles,
quien, recién salido de su puesto de director de la agencia
central de inteligencia estadounidense, declararía que The
Looking Glass War se ajustaba puntualmente a la realidad.
Confirmaciones de esa clase y sucesivas incursiones en
los parajes de la Guerra Fría convirtieron a John Le Carré en
el más reconocido escritor de historias de espionaje del
mundo. El éxito aguardaba a cada una de sus novedades.
Las tramas que inventaba resultaban palpitantes porque,
como exlibris suyo, en Berlín se hallaba en pie aquel muro.
Hasta que, por cansancio retórico u olfato político, él
decidió cerrar un ciclo de sus novelas y enviar por última
vez a George Smiley a Berlín. La misión de Smiley concluía
en el tercer volumen de la Karla Trilogy en un encuentro con
el agente soviético que fuera su enemigo principal durante
casi treinta años. Reunidos al pie del Muro, los dos daban
por terminada la partida y Smiley salía de ella sin creerse
triunfante. Cancelaban la contienda, pero la mayor marca
arquitectónica de ésta continuaría en pie.
La crítica no pareció reparar en ese adiós de Le Carré a
paisajes y móviles de la Guerra Fría. Y, en plena euforia por
la reunificación alemana, le extendió obituario a su labor
como escritor. Los escombros del Muro de Berlín caían sobre
la reputación del novelista británico. Lo ominoso de una
construcción carcelaria (toda frontera suele serlo) había
provocado el entusiasmo de los lectores ante sus libros y,
barrida ya la fortaleza, se echaba a ver lo pecaminoso de
aquel entusiasmo.
Aunque no de manera explícita, se achacaba a Le Carré
una difusa complicidad con la división de Alemania y del
mundo. Él había mostrado la complicidad de los
oportunistas mientras el Muro se mantuvo en pie. Había
escrito de ello.
El exitoso autor se transformaba en un fantasma a la luz
de bombillos. Las novelas de espionaje iban a desaparecer
como mismo ocurriera con las novelas de caballería. O,
según el dictamen de Edith Wharton, con las historias de
fantasmas.
El temor al desguace político del mundo estaba tan
desprestigiado como el miedo a los espectros. A causa de
sus ínfulas políticas, los relatos de inteligencia y
contrainteligencia resultaban insufribles. De continuar con
vida, compartirían suerte con las novelas históricas. La
búsqueda del secreto nuclear podría interesar al mismo tipo
de lector a quien interesaban las intrigas en torno al Collar
de la Reina.
Un desmoronamiento de fronteras lograba que lo
narrativo perdiera todo empuje hacia el futuro. Para muchos
historiadores y politólogos la desaparición del Muro
acarreaba el sinsentido histórico. Y, del mismo modo que
antes se había oído de la muerte de Dios, podía escucharse
ahora el aviso de que la historia estaba terminada.
Pero lo que de veras se encontraba a punto de extinción
era cierto trazado: una teleología, una clase de historia de
fantasmas, cierta especie de chanchullo secreto...
Para quitarse de encima la sentencia de muerte literaria,
John Le Carré tuvo que recordar a sus enterradores que el
relato de espías no había nacido con la Guerra Fría, aunque
fuese ésta quien le otorgara preponderancia. Y que nuevos
desastres políticos, conflagraciones nuevas, vendrían a
ofrecer escenarios de escritura a él y a sus colegas.
«Lo realmente emocionante surgirá de donde siempre
vino», consideró. «De la interacción entre la realidad y el
auto- engaño que se encuentra en la base misma de tantas
vidas secretas. De la sutil relación entre ingenio y estupidez.
De la confianza ciega que los políticos, por desesperación o
impaciencia, depositan en unos servicios de inteligencia
supuestamente intocables, con resultados desastrosos. De
nuestra capacidad común, sea cual sea la nación a la que
pertenezcamos, para torturar la verdad hasta que nos diga
lo que queremos oír. Del modo en que una historia de
espionaje nos lleve al centro de cualquier conflicto, aunque
luego resulte que el conflicto está dentro de nosotros
mismos. De la infinita variedad de motivos para la lealtad y
la traición, y de la manera en que el motivo del traidor
llegue a reflejar como un espejo la moralidad de nuestro
tiempo.»
Espía y fantasma se negaban, por tanto, a desaparecer.
Se niegan todavía.
Persisten por estar hechos de miedos esenciales. Para
seguir vivos, tienen suficiente con alguna frontera. Y
nuestra facultad de entender peligrosa toda alteridad,
nuestras sospechas cifradas al otro lado de cualquier límite,
nos harán suponer nuevos fantasmas y nuevos agentes
secretos.
Cayó un muro, pero cuántas fronteras no permanecen en
pie. La electricidad no hace más que marcar de otra manera
el perenne contraste entre claridad y sombra. Por lo que
fantasma y espía continúan viniendo, visitándonos, desde
los nacionalismos y desde la muerte.

6
Pronto, con sólo regresar a casa, yo iba a encontrarme
enredado en una historia de espías y de fantasmas. En el
aeropuerto chequearían minuciosamente cada artículo de
mi equipaje, hojearían libro tras libro. El oficial a cargo
procuraría hacerme creer que se trataba de pura rutina:
para tal examen seleccionaban aleatoriamente a un
pasajero y esta vez me había tocado a mí.
Como pude comprobar, no lo movía el deseo de
apoderarse de ninguna de mis pertenencias. No cayó en el
juego de disimular escándalo frente a una prenda para
luego quedársela. Pero me pediría cuenta de cada uno de
los libros y encontraría tiempo suficiente para hurgar en
todo ejemplar que le llamara la atención.
«¿Por qué tantos?», quiso saber, y cuando le informé que
era escritor, procuró obra que fuese mía. («Nada propio y
nada escrito por autores del exilio», había sido mi norma al
hacer las maletas.)
Sin libro mío donde hurgar, me interrogó acerca de
cuáles solían ser mis temas. ¿Había escrito alguna novela?
«Afuera se publica mucha novela de cubanos», comentó.
Le aseguré que era como una fiebre.
«De autores que inventan cosas», lamentó al dejar caer
otro libro en el montón de revisados.
«Cuentan a su manera lo que pasa aquí», se explicó. «No
me interesa esa clase de literatura.»
Él leía únicamente novelas escritas en inglés. Era
graduado en lengua I literatura inglesas.
«Fue el primero de mis títulos», abundó sin que yo me
atreviera a preguntar cuáles eran sus otros estudios.
Días después, en una terraza de la Unión de Escritores,
dos funcionarios me notificaron la expulsión de la ciudad
letrada: en adelante ningún trabajo mío podría aparecer en
las revistas y editoriales del país, suspenderían cualquier
presentación en público que intentara y, ya que no podían
controlar mis movimientos en el extranjero, no iba a
encontrar ayuda de ninguna institución para afrontar las
gestiones migratorias. Me dejaban a solas en el laberinto
burocrático.
Una mesa y cuatro sillas plásticas parecían haber caído
en aquella terraza durante un aguacero. Las flores de un
árbol cuyas ramas alcanzaríamos con sólo estirar los brazos
cubrían las baldosas. Una secretaria se asomó para limpiar
la mesa (la carpeta de uno de los funcionarios esperaba en
vilo), pero en el curso de nuestra conversación el árbol
volvió a ganar la partida. Eran flores de pétalos atigrados,
repletas de filamentos.
Dada la temperatura de la tarde, el par de funcionarios
habría agradecido que subieran cervezas del bar de los
bajos. Nos trajeron, en cambio, cortas raciones de jugo de
mango y un café azucaradísimo que hizo relamerse de
gusto a mis interlocutores.
Como si nos hubiese reunido un brindis, sólo cuando
estuvieran terminadas las bebidas la carpeta fue abierta y
pareció arribar el tiempo de los asuntos grandes.
El más viejo de ellos dos era músico, un mulato de piel
des- pigmentada en algunos parches de sus brazos. Hablaba
y sus mofletes se hinchaban como si tocara algún
instrumento de viento.
Llevaba un anillo con piedra como esos con los que
algunos flautistas acostumbran a resaltar sus digitaciones
de chachachá. En una vida anterior podía haber sido
flautistas de alguna orquesta no demasiado conocida.
Trabajo que le envidiaría su compañero de tarea, escritor
apasionado por la música hasta el punto de forzar su
entrada en varios relatos y recurrir, durante las
presentaciones de sus libros, al recuerdo en voz alta de
canciones de The Beatles.
Éste se comportaba como si, llegado a un punto del
diálogo, no tuviera otra salida que ponerse en pie,
retrasarse unos pasos y entrar de lleno en los predios de la
comedia musical. (En su caso se echaba de menos
orquesta, afinación y un inglés que resultara más o menos
comprensible.)
La fascinación por la música y leyenda de The Beatles,
compartida con tantos narradores de su generación, le
venía de la atmósfera represiva en que había crecido.
Prohibida oficialmente la música del cuarteto inglés, sus
canciones debieron tener para aquellos adolescentes
cubanos de los años sesenta el valor de lo secreto. Habían
tenido que reunirse en catacumbas para oírlas y,
cincuentones ya, seguían siendo esos mismos muchachos.
Centraban el conflicto de sus cuentos en la posibilidad o no
de escuchar una balada de moda.
Atrás habían dejado las discusiones que comparaban el
poderío. militar soviético y el poderío militar
estadounidense, las apuestas por cuál de éstos quedaría en
pie en caso de calentarse a fuego vivo la guerra. Pero aún
podrían empeñarse en discusión acerca de la llegada de
Yoko Ono a la vida de John Lennon, o animar controversia
que comparara distintos álbumes del grupo musical.
Él había insistido ante diversas autoridades para que
fuese levantada en un parque de La Habana una estatua de
John Lennon. Algo creía recuperar así, sin ver mácula en que
los responsables de la vieja prohibición asistieran desde
puestos de honor al desvelamiento de aquel bulto. Por el
contrario, parecía complacerle que esas autoridades
resaltaran, tantos años después, cuánta afinidad habrían
podido tener con el difunto músico a propósito de la guerra
en Vietnam.
Censores y censurado habrían coincidido como aliados, y
era una pena (aunque no se explicitara en el acto de
inauguración) que los primeros no reparasen a tiempo en
ello.
Dulce perdón, por fin habían sentado a Lennon en un
parque del Vedado. Con parque póstumo le pagaban el
silencia- miento de años antes. John Lennon pasaba de
fantasma a escultura y allí estaba, al alcance de quien
quisiera compartir banco con él (o de quien se antojara de
sus gafas, por lo que hubo necesidad de apostar en las
cercanías de la estatua a un vigilante). Lo mismo que
Fernando Pessoa en el Chiado de Lisboa, Lennon de
campante habanero. Tan habitual de aquel espacio como lo
fuera del café A Brasileira el poeta portugués.
En plan de comedia musical, no costaba imaginar al
funcionario escritor entonando cancioncilla alusiva junto a la
estatua de su ídolo, abejorreándole por los alrededores, y
hasta incluido en una lista de sospechosos del robo de las
gafas de la estatua.
«¿Y por qué no les habrá dado por los Rolling Stones?»,
cabía la pregunta siempre que uno se interesara por los
gustos de aquel grupo de escritores.
Pues se antojaba una oportunidad desperdiciada la de
encerrarse en una catacumba para escuchar candideces
como las de The Beatles.
Aquello sonaba como el robo de un banco con bóvedas
vacías.
Como esconderse de los adultos para hacer las tareas
escolares.
Andaban necesitados de candidez, eso era todo. Se
autoinfligían credulidad, precisaban creer a pesar de las
circunstancias. Confiaban en ilusionarse y los chicos de
Liverpool ofrecían la música perfecta: baladas de moda que
extendían la promesa de eternidad más lejos que otras con
las que compartieran lista de éxitos. Música de fiesta a la
que tomar como música culta.
Gracias a ella pudieron soportar las delaciones (si no
delataron ellos), atravesaron las cacerías de brujas
estudiantiles, consolaron sus penas propias y borraron los
remordimientos frente a las de otros.
No existia bajeza ya que esa música los redimía. Lennon
había muerto a la salida del edificio Dakota para redimir a
toda una generación y a los de generaciones sucesivas que
supieran arrimársele.
Había, pues, que levantarle estatua.
Más aún, periódicos congresos de entomología que se
ocuparan de los insectos de Liverpool.
La candidez, sin embargo, se les caía a pedazos a
aquellos cincuentones. Porque si el ejemplar que tenía ante
mí quería convencerme de la suya, resultaba un pésimo
actor. Imperdonable como cantante, su falta de naturalidad
para los diálogos tampoco lo llevaría a reparto de comedia
musical.
Con dicción acostumbrada a no pasar por alto ninguna
consonante, dicción de buen maestro de instituto, se
remontaba al momento en que nos habíamos conocido,
recordaba a un amigo mío (ya en el exilio) que entonces era
alumno suyo y a quien escuchara mencionarme por primera
vez.
Altisonante a fuerza de tantas actuaciones públicas (lo
mismo presentaba un libro que despedía una vida), se puso
a detallar un almuerzo que compartiéramos cuatro o cinco
años antes. Enumeró los platos de aquel almuerzo uno a
uno, casi se chupó los dedos, consideró la mucha amistad
que nos había unido.
Que nos unía aún, de creerle a su empecinamiento.
Mientras tanto, el mulato flautista no movía ni el dedo
del anillo. Si su compañero seguía adentrándose en lo
sentimental, él tendría que adoptar la contrapartida
razonable. Pero no demostraba prisa, ambos se tomaban su
misión con tanta calma como los asesinos en el famoso
cuento de Hemingway. (Ernest Hemingway era otra de las
pasiones de aquellos cincuentones.
La búsqueda de candidez los conducía hacia el escritor
estadounidense puesto que Hemingway era el duro de los
cándidos.)
Las flores de pétalos atigrados seguían cubriendo la
mesa y uno de los funcionarios abundaba en viejas
amistoserías. La Banda de Corazones Solitarios del Sargento
Pimienta tocaba para nosotros.
Verse en aquel trance le dolía, confesó.
Recurrió a dos o tres gestos infalibles que expresaban
dolor. Bajar los párpados era uno, otro incrustarse el mentón
en el pecho.
Sacudidas de hombros y de brazos, batidas de cabeza en
negación: su gestualidad recordaba una marioneta
accionada por un enfermo de Parkinson.
Hasta que consiguió, por fin, soltar el manojo de
sanciones que le habían encargado anunciarme.
Luego juró que si mi vida espiritual resultaba afectada
por tales medidas él abandonaría su cargo en la Unión de
Escritores. (Dijo «vida espiritual» sin importarle cuán de
manual de autoayuda sonara.) Simuló indignación,
contrariedades, incomodidad en su butaca plástica. Hizo
como si fuera a lagrimear, se puso en pie para ocultar la
lágrima que no llegaba, gesticuló igual que si combatiera en
contra de las flores.
A su lado, el músico acompañante se ocupó de rebajar
momento tan dramático. Con voz pastosa de quien acumula
saliva mientras no sopla en su instrumento, procuró
ofrecerme una dosis de bonanza: las sanciones podrían
levantarse en dependencia de mi conducta futura, yo podría
apelar de inmediato.
Tal apelación debería constar por escrito en misiva
dirigida al presidente de la Unión de Escritores. La
institución, en cambio, no ofrecería por escrito noticia del
castigo. Ya era suficiente con que los hubiese enviado a
ellos a darme aviso.
De modo que la carpeta era pura utilería, no extraerían
de ella ningún documento.
«No es tradición de la Unión de Escritores ofrecer sus
sanciones por escrito», consideraron mis interlocutores.
Yo tendría que apelar por escrito a una sanción hecha en
el aire (en el aire que espolvoreaba de florecitas la mesa de
una terraza del Vedado). Al parecer, la institución
blanqueaba desde ya sus archivos. Cualquier investigador
futuro, por suspicaz que fuera, podría revisar la
documentación salvaguardada en aquel edificio.
«¿Prohibido ese escritor de que me habla?», llegarían a
desentenderse los responsables. «¿Y en cuál papel consta?»
Mi etapa de fantasma comenzaba sin prueba alguna.
«¿Ves esta orden de censura en contra tuya?», venía a
decirme el par de funcionarios. «Pues vas a cobrar su
misma consistencia.»
Y la orden, el documento oficial, el papel, no existía. Era
aire en la mano de ellos, una balada boba de los años
sesenta, presto de chachachá para flauta.
Algo de crueldad me hizo preguntar al funcionario
escritor a qué altura de afectación debería avisarle para que
sopesara el abandono de su cargo. (Era impensable que
dijera adiós a sus prebendas para acogerse a una simple
vida de escritor.)
Pero una vez terminado nuestro encuentro comprendí a
qué se refería cuando hablaba de afectaciones: todo podría
haber sucedido de un modo muy distinto. Sin terraza, sin el
toque de gentileza que aportaba la caída de unas florecitas,
sin jugo de mango, sin café.
Podía ser como antes, como en el caso del viejo escritor
muerto.
De un modo más policial.
Estrictamente policial.
Ellos dos, escritor y músico, no estaban interesados en la
vuelta de esa época y esos procedimientos. Si aún se
mantenían en sus cargos era para evitar que ocurrieran
hechos tan desagradables, para mantener el nivel de lo
repugnante al mínimo. Pactaban, desde la Unión de
Escritores, la intersección entre necesidad y asco.
Cierto que se hacía inevitable tomar medidas conmigo,
pero era imprescindible también que esas medidas fueran
constructivas, I ellos salían fiadores de esto último. Podían
jurarlo ante Lennon, cuya estatua, a pesar de su
hiperrealismo (realismo socialista descortezado de
mensaje), resultaba alegoría de una época que dejaba atrás
lo inconveniente de tantas prohibiciones.
Sin embargo, la Unión de Escritores era la misma
institución de los últimos años del viejo escritor. Sólo que
ahora adoptaba apariencia de organismo no gubernamental
y resultaba tan convincente en su nuevo papel que diversas
donaciones extranjeras le permitían continuar con vida.
A cambio de ello, se veía obligada a ciertas delicadezas
que años antes no habría dedicado a un tipejo como yo.
(«Tipejo miserable», me llamó el ministro de Cultura, en una
reunión a la que no fui invitado.)
Los tiempos habían cambiado. Ahora se publicaba en
pleno la obra del viejo escritor, compañías teatrales
montaban sus piezas y habían reaparecido los inéditos que
quedaran en manos de la policía.
Me enviaban, por tanto, a un par de amables
funcionarios y yo tendría que comportarme a la misma
altura. Debería ser caballeroso, dar la mano, despedirme de
buen modo.
«¡Sé cándido tú también!», parecía pedirme la comedia
musical del funcionario escritor.
Me quedaba el recurso de componer una apelación.
Podría, en el colmo de la benevolencia, organizar otro
almuerzo para la amistad. Debería dar gracias por hallarme
en el mejor de los mundos posibles.
En los días siguientes supe que un agente de la policía
secreta había interrogado a varios conocidos míos. Supe,
por las preguntas hechas, que mis conversaciones
telefónicas eran escuchadas. Deseaban conocer con quién
me reunía, a quién visitaba, quién se acostaba conmigo.
Merodearon mi calle, visitaron el comité de vecinos. Y
una tarde recibí varias llamadas de amistades ordenándome
que encendiera cuanto antes el televisor.
Como cada tarde, un programa televisivo reunía a
comentaristas políticos en mesa redonda sobre algún tema
de actualidad. La mesa era lo menos redonda posible. Sus
comentaristas procuraban pasar la tarde sin discusión
alguna, evitaban los enfrentamientos. Cuando uno de ellos
discrepaba de otro era para abundar en la misma opinión y
exagerar un poco lo que el otro dijera. Y sentaban alrededor
a filas de espectadores sin derecho a hacer preguntas, tan
pasivos como quienes veíamos el programa desde casa.
Militantes comunistas, trabajadores destacados, gente de
fiar: correspondía a esos espectadores del estudio poner
cara interesada. Los mejores actores entre ellos (al fin y al
cabo se estaba ante una cámara, era una representación)
marcaban los cambios de orador tan incuestionablemente
como si se tratara de anotaciones en un partido deportivo. Y
celebraban jubilosamente las contadas oportunidades
humorísticas que ofrecían los asuntos discutidos.
En la mesa redonda de esa tarde acompañaban al
presidente de la Unión de Escritores los artífices de la
política editorial cubana y varios escritores oficialistas.
(También el presidente es escritor, malísimo.) Uno de los
convocados mostraba un ejemplar abierto de la más
importante revista del exilio cubano. En tinta roja aparecían
marcadas las erratas de un par de páginas y, de lejos,
aquellas páginas lucían tintas en sangre. Los errores
políticos de la gente del exilio, sus pretensiones cada año
desmentidas de regreso al país, parecían haber alcanzado lo
tipográfico. El alfabeto se negaba a ser utilizado por esa
gentuza.
Obligados a chapurrear lenguas extranjeras allí donde
vegetaran, los había abandonado ya no sólo la patria, no
sólo el idioma materno, sino el alfabeto.
Los comentaristas de la mesa redonda atacaron el tema
de las fuentes financieras de tal publicación. Quitándose
uno a otro el turno de palabra, denunciaron la principal
fuente de dinero con que un grupúsculo imprimía fuera del
país la tal revista. «Fuera de nuestra política editorial»,
cabeceaban alarmados.
Y todo apuntaba hacia los servicios de inteligencia
estadounidense. Todo era pura Guerra Fría, reverso del oro
de Moscú.
Escritores y funcionarios reunidos en el estudio de
televisión no tardaron en acogerse a la autoridad de una
especialista inglesa que estableciera los lazos entre la
central de inteligencia estadounidense y los intelectuales
durante la Guerra Fría. (La Guerra Fría y The Beatles
resultaban música imperecedera.) Explicaron la revista
cubana como si fuera un episodio más en el estudio de
aquella historiadora inglesa. (Luego invitarían a ésta a La
Habana y, a fuerza de mesmerizarla, la inglesa se soltó a
hablar de la revista de marras sin haber visto nunca un
ejemplar.)
Enumeraron el presupuesto con que contaban en el exilio
para hacer la tal revista, quisieron averiguar adonde iba a
parar tantísima plata. Pues si aquel número no había podido
permitirse corrector tipográfico, algún otro renglón se
inflaba con la mayor parte de tan jugoso presupuesto.
Indagaciones acerca del origen y destino de una suma
desvelaban a la mesa. Y en algunos de sus participantes
llegaba a notarse aprehensión por el hecho de que aquel
dinero nunca viniera a beneficiar al sistema editorial del
país.
Había sido dispuesto para asuntos nacionales, sí, pero en
la orilla contraria.
La mesa redonda examinó con minuciosidad la
naturaleza de los anunciantes que aparecían en las páginas
de la revista. Un ministerio cultural extranjero y algunas
publicaciones y editoriales salieron del examen cargados de
sospechas. Porque, si se codeaban como donantes con los
servicios estadounidenses de inteligencia, a la fuerza
resultaban cómplices de éstos.
Agotado el tema de las finanzas y el reparto de culpas,
cercana la hora en que tocaba resumir lo dicho durante
horas, el presidente de la Unión de Escritores tomó por
última vez la palabra.
«No hay que olvidar», destacó, «que esta revista de que
hablamos tiene su hombre en La Habana.»
Miró amenazadoramente a la cámara y pareció, por un
instante, que iba a pronunciar el nombre de ese agente, mi
nombre.
Pero se cuidó de hacerlo, puesto que así lo exige el
código de tratamiento de fantasmas.

7
James Wormold, nacido el 6 de diciembre de 1914 en
Niza, ciudadano inglés de cuarenta y cinco años de edad,
divorciado (su esposa lo ha abandonado por un
norteamericano), reside desde hace quince años en La
Habana.
«Era una ciudad para visitar, no para vivir», se nos
advierte, «pero era la ciudad donde Wormold se había
enamorado por primera vez y se sentía atraído por ella
como si fuera la escena de un desastre.
Ese Wormold cuenta, gracias a un filme de Carol Reed,
con los rasgos de Alee Guinness. En la novela de Graham
Greene sólo alcanza a averiguarse que la expresión de su
rostro es expectante y arrugada. Y que renquea, defecto
que lo eximió de la guerra.
Capaz, durante un tiempo, de mover las orejas, ya no
consigue hacerlo. Resulta un tipo-triste, en la mayoría de los
casos considera que los demás le toman el pelo. No espera
ser tenido en recuerdos («siempre le resultaba extraño
continuar existiendo para otros cuando no estaba
presente»), y en un arranque autobiográfico descubre que la
niñez encierra las claves de toda desconfianza futura.
Wormold recuerda entonces torturas en un dormitorio de
internado y la figura de un muchachito envuelto en una
toalla húmeda.
Si la educación escolar se ocupa de limar asperezas
hasta formar un carácter, en su caso éste fue pulido sin que
el resultado arrojara demasiado. Wormold es propietario de
una tienda de aspiradoras eléctricas abierta en Lamparilla
37, La Habana Vieja. Juega a las damas, bebe daiquiris de
ochenta centavos en el Wonder Bar y el Sloppy Joe’s,
colecciona botellas en miniatura y no es hombre religioso.
Su hija Milly recibe educación católica en un colegio
habanero de monjas y él ambiciona enviarla a un internado
suizo.
Dos ocupaciones principales desvelan a la muchacha: la
equitación y el trato con los santos. Esa alianza entre trote y
religión consigue en ella, gracias al humor de Greene, a una
católica corcoveante. Su insistencia en pruritos religiosos en
contrapunto con la falta de religiosidad de su padre resulta,
sin embargo, lo más tedioso de la novela.
Our Man in Havana comienza en un día de incómodas
verdades. Acodado en el bar de costumbre, a James
Wormold no le queda más remedio que aceptar que su hija
está crecida, y que la vida en el trópico la ha hecho más
adulta que si hubiera permanecido en Inglaterra. Wormold
ha de reconocer también que su negocio marcha mal pues
en La Habana la gente no lleva a casa aspiradoras
eléctricas.
«¿Para que sirve una aspiradora si cortan la corriente?»,
se pregunta.
Sus preocupaciones juntan la adultez inminente de su
hija y el estado de su cuenta bancaria, la preocupación por
el futuro y los ahorros.
Vender aspiradoras en país sin alfombras, sin clima que
permita alfombrar los pisos, y sin continuidad eléctrica,
resulta su empresa imposible. Regalar a su hija una yegua
con pedigrí y costearle asiduidad al exclusivo Havana
Country Club, todo ello con el dinero de la venta de
aspiradoras, hace más incierto aún su cometido. Y de esa
tensión económica con que se inicia la novela viene a
librarlo una proposición de los servicios británicos de
inteligencia.
Henry Hawthorne, agente a cargo de la red del Caribe
con centro en Kingston, llega a La Habana para contactarlo.
Wormold queda perplejo ante la propuesta.
«Suena como si fuera el Servicio Secreto.»
«Es el Servicio Secreto o lo que los novelistas llaman
así», recibe como respuesta.
Decidido a reclutarlo, Hawthorne recurre al patriotismo
británico de su interlocutor.
«Tenemos que contar con nuestro hombre en La
Habana», dispone.
Y le da ánimo con este ejemplo histórico: en la época del
affaire Dreyfus la fuente principal de la inteligencia francesa
no era más que una empleada encargada de revisar los
cestos de papeles en la embajada alemana de París. Poco
importa que él se sienta incapaz, el espionaje da cabida a
las almas más simples.
Wormold pasa así a cubrir el quinto punto de la red
secreta británica del Caribe, se convierte en el agente
59200/5.
Recibe en pago cientocincuenta dólares mensuales, otros
cientocincuenta para gastos justificables, un fondo para la
nómina de subagentes que tendrá que reclutar y además el
pago de su membresía en el Havana Country Club
(quinientas libras esterlinas, diez veces más caro que el
mejor club de Londres, según contabilizan en el guión que
Greene escribiera para el filme).
En qué consiste la misión secreta de Mr. Wormold no
llega a conocerse bien, queda borroso.
«¿Hay algo en Cuba lo suficientemente importante como
para interesar a un servicio secreto?», pregunta alguien en
la novela.
El espía más improbable parece haber dado con el lugar
más improbable para una historia de espías: La Habana de
fines de los cincuenta. Aunque, según otro parecer, la
ciudad resulta un punto clave en geopolítica: en los
cuarteles londinenses de inteligencia afirman que los
comunistas van allí cuando hay líos.
Graham Greene tampoco va a preocuparse por declarar
cuáles poderes luchan contra el agente 59200/5. ¿Quiénes
espían al espía? ¿Qué gobierno disputa al de Londres los
informes de Wormold? Las sospechas no llegan a decidirse
entre los servicios secretos norteamericanos, soviéticos,
alemanes occidentales y hasta rumanos.
Con Our Man in Havana Greene ha escrito una novela
cómica. Cuento de hadas, la llama en una nota preliminar.
«An entertainment», la subtitula como divertimento. Y
tantas advertencias procuran que el lector se desentienda
de todo heroísmo y no vaya a exigir la metamorfosis de un
anodino vendedor de aspiradoras en salvador del mundo.
Nada atlético ni mental ni físicamente, James Wormold
aceptará volverse espía a sueldo del gobierno británico del
mismo modo en que habría tomado a su cargo la
representación comercial de nuevos artículos estrafalarios.
La novela cuenta pues lo ocurrido a un padre que, por
enderezar sus asuntos hogareños, se convierte en espía. La
Guerra Fría y los intereses patrióticos involucrados en tal
enfrentamiento pesan menos que una posibilidad hallada
por el protagonista para la educación de su hija. Y Beatrice,
secretaria devenida en cómplice y amante de Wormold,
resume todas las peripecias del libro con esta moraleja: «No
puedo creer en nada más grande que un hogar ni en nada
más vago que un ser humano.»
Our Man in Havana canta alabanzas al espíritu familiar,
tiene aire de relato navideño. (No en balde Wormold ha
dedicado años a vender artefactos que eliminan el polvo de
los hogares.) Cuenta, además, lo ocurrido a ese padre espía
cuando intenta cumplir su misión sin moverse de casa.
Wormold no entrará en demasiados remordimientos por
timar al gobierno de su país pasándole información falsa
mientras se embolsilla el presupuesto de una nómina
inventada. Y cuando fallezca algún inocente a causa de sus
falsos informes, el tema de la culpa se ejecutará con teclado
muy ligero.
Su hija, llena de pruritos religiosos, permite que el
capitán Segura, un connotado torturador, la recoja en su
auto a la salida del colegio de monjas.
«Lo único que hace es manejar cantando canciones
mexicanas tristes. Sobre flores y muertes. Y una sobre un
toro», cuenta Milly para disipar las preocupaciones
paternas.
Obligado alguna vez a trato con el capitán Segura,
Wormold obtiene junto a éste una olvidadiza felicidad:
«Ambos reían sorbiendo daiquiris. Es fácil reírse de la idea
de torturas en un día de sol.»
La hija puede codearse con un torturador, el padre
comportarse fraudulentamente, que ambos operan con
dispensa. Greene anda lejos de pretender una espesa
ilusión de realidad, no procura esta vez que su lector olvide
lo metido que está en un simulacro. Más bien lo opuesto:
Our Man in Havana no es precisamente una historia de
espías, sino la historia de cómo puede inventarse una
historia de espías. De cómo un simulacro cobra animación.
El agente 59200/5 toma del directorio del Havana
Country Club algunos nombres de asociados y los incluye en
una nómina de subagentes secretos. A éstos agrega el de
un jefe de máquinas de barco con quien tropieza en un viaje
a provincias. E inscribe también a una bailarina del teatro
Shanghai, a un piloto de aerolínea cubana y al jefe de
mozos del hotel Nacional. Brinda a cada uno de ellos un
cometido, los dota de rasgos y manías, y cobra en sus
nombres: Wormold no hace ni más ni menos que el trabajo
de un escritor de ficción.
También Hawthorne, jefe de la red secreta del Caribe, se
presta a ficciones en su trabajo. (Puede uno preguntarse
cómo ha dado con Wormold: ¿a través de un directorio de
residentes extranjeros?, ¿gracias a un anuario de la
European Trader’s Association of Havana?) A diferencia de
Wormold, Hawthorne no inventa a sus agentes, aunque se
encarga de retocar sus biografías. Añade importancia a la
tienda habanera de aspiradoras eléctricas, declara a su
propietario como importador de maquinaria e intenta hacer
creer a los de la oficina central londinense que James
Wormold es hombre relevante.
Para fortuna de sus invenciones, va a encontrar
suficiente complicidad en su jefe inmediato. Los méritos del
agente 59200/5 dependerán de esta carrera de relevos
donde Wormold fabula, fabula Hawthorne y fabula también
el jefe londinense. En un alarde de conocimientos acerca de
la clase de espécimen que ha de ser ese Wormold, el jefe en
Londres describe tan a lo grande el establecimiento
habanero que Hawthorne consigue tranquilizarse respecto a
sus propias invenciones.
«El pequeño negocio de aspiradoras eléctricas se había
ahogado sin posibilidad de salvación en la marea de la
imaginación literaria del jefe», respira aliviado.
Gracias a imaginación libresca así, en Londres consiguen
hacerse una idea rápida acerca de Wormold.
«Nuestro hombre en La Habana pertenece, podríamos
decir, a la era de Kipling», lo clasifican.
Y le enseñarán cómo cifrar mensajes entre La Habana y
Kingston valiéndose de dos ejemplares de Tales from
Shakespeare de Charles Lamb.
La tremenda reserva de personajes y situaciones del
teatro de Shakespeare espoleará la imaginación de esos
espías. Pero un Shakespeare explicado a los niños, cuento
de hadas, divertimento.
Demasiado sospechosamente rodean a Wormold
personajes de apellidos literarios: Hawthorne, Cooper,
Marlowe... (En algún momento se habla de un sospechoso
escocés que huele a fraude tanto como Ossian.) El agente
en La Habana adopta nombres del directorio de un club,
presta a esos nombres líneas de un Shakespeare
transmitido por Lamb y, en estricta correspondencia,
Graham Greene bautiza a varios de sus personajes con
apellidos sacados del directorio literario de la lengua
inglesa.
Greene parece resumir a Kipling del mismo modo en que
Lamb resume a Shakespeare gracias al corte de «todos los
mensajeros y viceduques y la poesía». Rudyard Kipling
antecede a Greene en la narrativa de peripecias de ingleses
en sitios coloniales (determinada lejanía permite emparejar
La Habana con Calcuta) y otro famoso escritor de lengua
inglesa ha tomado al autor de Our Man in Havana la
delantera en esos mismos rincones donde ocurre su novela.
Pues el establecimiento comercial de Wormold (y su casa en
el piso alto) queda a muy pocos metros del café La Perla de
San Francisco adonde, recién bajado a tierra, llega el
protagonista de la primera obra de escenario cubano de
Ernest Hemingway.
En las páginas iniciales de To Have and Have Not, Harry
Morgan atraviesa la plaza de San Francisco de Asís junto a
los muelles, y entra al café donde va a sorprenderlo un
tiroteo. (El café abría sus puertas en la calle Oficios 32,
quebró como negocio en los años cuarenta y fue demolido
en 1953.) De precedencia así tomará venganza Greene
cuando uno de los personajes de su novela eche frases de
superioridad sobre alguien nombrado como la figura de
Hemingway.
El doctor Hasselbacher, amigo de copas de Wormold,
reunido con él en el bar del hotel Sevilla-Biltmore, descubre
que un parroquiano que los increpa responde al nombre de
Harry Morgan y, con razonamientos dignos de un Berkeley
rebajado (tal como se diría de un alcohol), Hasselbacher
lanza al sujeto la amenaza de hacerlo desaparecer. Tan sólo
con salir un momento a la calle, con dejar atrás la puerta
del bar, conseguiría restar a Morgan toda su existencia. Si
Morgan existe es porque el doctor Hasselbacher se lo ha
inventado, lo mismo que el compañero de copas del doctor
se ha inventado toda una nómina de espías.
De nada vale que el sujeto posea un negocio de
propiedades en Miami y que mujer e hijos lo esperen en
casa, Hasselbacher encuentra tan pobres esas muestras de
realidad que brinda a Morgan un abanico de mejores
destinos: pintor, poeta o dueño de una vida de aventuras
que lo haga contrabandista o agen* te secreto.
(Contrabandista era Harry Morgan en la novela de
Hemingway y, veinte años después, en Greene, termina en
padre de familia sin más épica que la de una conversación
de borrachos. Sus hábitos habaneros también han variado:
abandona los bares del puerto a favor de un sitio elegante,
junto al Paseo del Prado.)
Gran Bretaña no es ya lo que fuera en tiempos de
Kipling, Harry Morgan no es el hombre de acción que
Hemingway pintara veinte años atrás: si el Imperio resulta
imposible, también se ha hecho bastante intransitable la
aventura. Un directorio de club servirá de red de espías, los
planos del último modelo de aspiradoras eléctricas de
objetivo estratégico. Y los alardes berkeleyanos del doctor
Hasselbacher en un bar resultarán escarmentados cuando
sea James Wormold quien los practique: sus invenciones
cobran autonomía desde que aparece muerto el dueño de
uno de los nombres usurpados.
Espías más ciertos que el vendedor de aspiradoras
eléctricas se muestran dispuestos a acudir al asesinato. El
agente 59200/5 descubre así que las invenciones literarias
suelen ser premonitorias. Amenazado de muerte,
conseguirá esquivar el peligro en un banquete de la
European Trader’s Association (su ración de veneno va a ser
consumida por un dachshund que fallece de inmediato),
pero le tocará en suerte reconocer el cadáver del doctor
Hasselbacher, asesinado en el mismo bar donde tantas
copas compartieran.
Vengar la muerte de ese amigo y quitarse de encima a
quienes procuran eliminarlo, lo obligarán a la acción que
hasta entonces evitara. Y, ya que las cosas han tomado
carácter tan serio y lo empezado como invención cobra
cariz de realidad, se hace necesario ofrecer algún informe
valedero al servicio que lo reclutó.
Con este fin Wormold discute un original partido de
damas frente al capitán Segura. Utilizan como piezas las
botellas diminutas coleccionadas por él durante tanto
tiempo. Uno de los jugadores moverá botellitas de bourbon
y el otro botellitas de scotch (whisky británico contra whisky
estadounidense, podría tomarse como un velado
enfrentamiento de potencias), y quien cobre una pieza
enemiga es obligado a beber su contenido, lo cual ayudará
a equilibrar las fuerzas de ambos contendientes.
Todo el partido resulta un homenaje al difunto
Hasselbacher, quien alguna vez lo ideara. (En 1953 los
entrevistadores de The Paris Review hallaron en el
apartamento londinense de Graham Greene una colección
de setenticuatro botellas de whisky en miniatura. «La única
insinuación de una obsesión», reconocieron.) El capitán
Segura, mejor jugador, alcanza antes la embriaguez y el
sueño, y Wormold aprovecha la ocasión para sacarle la
pistola y un listado de espías de diversas nacionalidades
que operan en La Habana.
Con esa pistola Wormold se desembaraza de quien lo
persigue, culpable también del asesinato de Hasselbacher. Y
el listado de espías obtenido será su única baza para
enfrentar a los de la oficina londinense y hacerse perdonar
todos sus fraudes: subagentes apócrifos, informes zurcidos
a partir de periódicos locales, planos de la extraña
instalación militar que es en verdad una aspiradora eléctrica
a escala gigantesca...
Deportado de la ciudad donde viviera quince años y
donde (por dos veces) conociera el amor, Wormold regresa
a Londres. Él y su secretaria y amante dedican un último
encuentro a calcular qué suerte va a tocarles. A ella
seguramente le ofrecerán un destino lejano en Basra o en
Jakarta. Él, en cambio, tendrá que permanecer en Inglaterra.
Y en esfuerzo de pronóstico mayor ambos se ponen a
imaginar cómo podría ganarse Wormold la vida fuera de su
tienda habanera.
Beatrice recomienda entonces la apertura de un nuevo
establecimiento comercial, un negocio de especie muy
distinta al que mantuviera antes: una casa de trucos donde
se den cita el pulgar ensangrentado, la tinta que se vuelca
falsamente y la mosca de mentiras posada en el terrón de
azúcar.
De esta manera, lo comenzado en un establecimiento de
ventas de aspiradoras eléctricas podría culminar en una
tienda de payasadas. El vacío («vacuum cleaner» llaman a
las aspiradoras en inglés) que un espía se encarga de
colmar librescamente concluirá en la ilusión a escala de
juguete. Sangre del pulgar de goma es la que derramarían,
de alcanzar la muerte, los espías sacados de una tarde de
club hípico. Y en un mismo individuo podrían coincidir
perfectamente el fabulador, el espía y el vendedor de
trucos.
Las páginas finales de la novela ofrecen, sin embargo,
otro destino a James Wormold. Citado en las oficinas
centrales, el ex agente 59200/5 se pregunta si acaso no lo
fusilarán al amanecer. Recibe orden de tomar asiento,
contesta que preferiría celebrar la entrevista de pie, y sus
palabras le suenan al jefe como si se tratara de una frase
sacada de alguna obra teatral de aficionados. (Después de
haber plagiado un listado de club y los planos de un
artilugio electrodoméstico, cualquier declaración de
Wormold resultaría entrecomillada.)
Increíblemente (aunque ¿qué puede resultar increíble en
un cuento de hadas de espionaje?), Wormold saca de esa
entrevista un puesto de profesor. Le tocará enseñar a los
novatos de la agencia cómo se dirige una dotación en el
extranjero. Recibirá la Orden del Imperio Británico por los
servicios prestados.
Su hija Milly podrá marcharse ya a un internado suizo,
hacia una educación que termine de pulirla. Porque carácter
no le falta.
8
Quitando a los episódicos subagentes apócrifos de
Wormold, hay en Our Man in Havana un solo personaje
cubano.
Jefe de la policía del Vedado, capitán especialista en
suplicios, se apellida Segura, lo apodan «El Buitre Rojo», y él
se enorgullece de tal mote: «Eso, en Cuba, es una especie
de cumplido.»
El capitán Segura se dice capaz de discernir si alguien
pertenece o no a la clase torturable. Porque existen, según
él, quienes esperan ser torturados y otros a quienes la sola
idea de una ligadura conseguiría sublevarlos.
«Nunca se tortura, excepto por una especie de acuerdo
mutuo», considera.
Vista a través de él, la tortura resulta un pacto íntimo.
Igual que en el pacto sadomasoquista, lo acordado entre
torturado y torturador podría tomarse como aberración o
desvío, pero nunca cabría su presentación ante juzgado.
Pues no corresponde a la justicia entrometerse en lo que
decida hacer, de mutua aceptación, una pareja de adultos
en una habitación cerrada. Asimismo, ante la opinión
mundial, un régimen político como el cubano puede hacerse
perdonar sus criminalidades siempre que no toque al
personal indebido, siempre que sus víctimas no se salgan de
la clase torturable.
No obstante, el capitán Segura lleva cargada su pistola y
tiene puesta la mirada en Miami para el caso en que triunfe
una revolución.
Wormold le consulta qué haría interesarse a los servicios
secretos de una potencia extranjera por los asuntos de la
isla, y Segura llega a avizorar el papel que cuatro años
después jugará Cuba como punta de lanza soviética contra
los estadounidenses. Su clarividencia en asuntos políticos le
permite pronosticar el rumbo principal del exilio cubano y la
crucialidad, en un momento dado, de un pequeño país.
«Sin embargo, no era mal cipo», resume Wormold a
punto de tomar un avión y perder de vista al esbirro cubano.
Segura ha ido a despedir a padre e hija, a cerciorarse de
que sea cumplida la orden de deportación dictada contra
ellos. Su poder sobre los ciudadanos extranjeros,
intorturables como resultan en su mayoría, se centra en los
permisos de residencia en el país. Y en la adaptación
cinematográfica de Carol Reed el capitán amenaza a
Wormold con la deportación en caso de que no quiera
entregarle información secreta.
El filme, rodado tres meses después del triunfo
revolucionario de 1959, rebaja el aprecio con que Wormold
se despide de Segura en la novela. A lo más concede a éste
un sentido del humor ducho en bromas pesadas, el humor
que cabría a un verdugo.
A la hora de escribir su guión cinematográfico Graham
Greene agregó a la escueta biografía del capitán Segura
unos años de estudios en el mismo colegio de monjas donde
educan a la hija de Wormold. Para mayor insidia, el jefe de
policía ha sido compañero de aula de quien ahora es madre
superiora de ese colegio. De sus años estudiantiles recuerda
cómo miraba a las muchachas y se prometía vencer algún
día el orgullo clasista de ellas.
Su acercamiento a Milly viene, pues, de aquel propósito
infantil.
De su pasado, el capitán conserva una cigarrera, pieza
sumamente curiosa. Wormold se interesa por el objeto y
pide al capitán que desmienta lo que ha de formar parte de
su leyenda negra como jefe de policía. Pero Segura
mostrará tanto aprecio por esa cigarrera forrada de piel
humana como por el mote de buitre que le han dado.
Se trata, de cierta manera, de una reliquia familiar, de un
bien que le viene de su padre. Acaso por pertenecer a la
clase idónea para ello, el padre del capitán Segura fue
torturado. Si hubo acuerdo entre su esbirro y él, si acaso
existió permisividad por parte de la víctima, el dato importa
poco al hijo: la cigarrera con la que entretiene sus dedos
mientras conversa fue forrada con la piel del hombre que
torturó a su padre. Esa cigarrera habla de una historia
cíclica donde el torturador de hoy se venga de quien antes
torturara.
En una historia así cabe la posibilidad de que Segura se
haya iniciado en la práctica del escarnio físico por no sufrir
la misma suerte de su padre. Torturador con tal de no ser
torturado, buitre rojo por escapar de la clase de los
torturables, el cumplimiento de una venganza de familia lo
ha hecho sucesor del esbirro de su padre, le ha brindado tan
curiosa cigarrera, y lo obliga a llevar cargada su pistola por
temor a que un pedazo de su pellejo termine como forro de
valija.
Torturador hoy, se venga de quien torturara antes, y
teme a la revolución que vendría a ordenar juegos
macabros con su cuerpo. (De caer el régimen político que él
apuntala con sus atrocidades tendrá presteza para huir.
Dejará atrás tierra tan obligada a repetir ese mismo
episodio de tortura en el cual cambian los roles pero la
elección resulta siempre sumamente estrecha: víctima o
victimario.)
Our Man in Havana fue publicada en 1958. La primera
versión planeada por Greene ocurría en 1938 y en Tallin,
capital de Estonia, «un sitio suficientemente razonable para
el espionaje». En lugar de una hija encaprichada en caballos
de raza, Wormold contaba por entonces con una esposa
manirrota a la que complacer. Sin embargo, tal proyecto no
avanzó más allá de un esbozo trazado en una página.
Varios viajes a La Habana hicieron que Greene cambiara
de sitio su historia. En una introducción a la novela escrita
en 1970 afirma haber disfrutado la atmósfera de La Habana
y confiesa que ninguna de sus primeras estancias fue tan
larga como para darle a conocer la verdadera situación del
país, los encarcelamientos arbitrarios, las torturas.
No había llegado aún a relacionarse con cubanos ni
conocía rincón de la isla fuera de su capital. Los famosos
daiquiris del Floridita, el cangrejo servido en ese mismo
restaurante, la vida prostibularia, la ruleta en cada hotel, el
teatro Shanghai donde por un dólar y veinticinco centavos
(un peso y veinticinco centavos cubanos de la época)
podían verse películas y espectáculos pornográficos: todo
esto empujaba a Graham Greene a La Habana. «En busca
de placer para mi castigo», recordaría con frase del
orientalista Victoriano Wilfred Scawen Blunt. (En esa
introducción de 1970 confiesa pérdidas modestas en la
ruleta, consumo de marihuana y de un bicarbonato que le
expendieron como cocaína, asistencia a la actuación de
«Superman» y de una mulatica en el Shanghai, y a la de
una pareja lesbiana en el Blue Moon.)
Hasta que una de esas estancias le sirvió para darse
cuenta de que la extraordinaria ciudad donde todo vicio
estaba permitido y donde todo negocio resultaba factible
bien podría constituir la verdadera localización de su novela.
Comenzó entonces a curarse de su desconocimiento de
la vida cubana: hizo amigos, rentó un auto, viajó hasta el
oriente de la isla. (El conductor del auto, relacionado con la
falsa cocaína de su estancia anterior, lo introduciría en los
símbolos de la lotería que luego el doctor Hasselbacher
perseguirá dentro de la novela.) La Habana ocupará, pues,
el puesto de Tallin. Y en lugar de ocurrir en 1938, momento
en que la historia de un espía fraudulento no podría tomarse
alegremente, la novela transcurrirá veinte años más tarde.
Graham Greene se preguntaba quién aceptaría como
gran causa la sobrevivencia del capitalismo occidental, y
calculó que Wormold encontraría buen sitio como agente y
como clown dentro del absurdo de la Guerra Fría.
Al otro año de publicar Greene su novela vino a ocurrir en
Cuba la revolución temida por el capitán Segura (quien
sirviera de modelo para tal personaje logró escapar hacia
Miami.) Y tres años después del triunfo revolucionario fueron
dispuestos misiles atómicos soviéticos en territorio cubano.
Ya para esas fechas, si la sobrevivencia del capitalismo
occidental no resultaba una gran causa para muchos, al
menos había perdido la ligereza que le supusiera Graham
Greene.
La Habana se había convertido para entonces en punto
clave de la geopolítica. Los comunistas («los comunistas
siempre van allí cuando hay líos») estaban aposentados en
el país. Y puesto que el falso objetivo estratégico
descubierto por el agente Wormold venía a corresponderse
con el campo de misiles soviéticos, Our Man in Havana
podía tomarse como prólogo a la Crisis de Octubre o Crisis
de los Misiles.
En octubre de 1962 fueron evacuados de la capital
cubana todos los niños (al menos eso hacía creer el silencio
que reinaba en la ciudad), el ejército esperaba atrincherado,
y se escuchaban con impaciencia las noticias de onda corta.
El apocalipsis sucedería de un momento a otro.
Pero un testigo de todas esas señales, Antonio Benítez
Rojo, supo que no vendría a cumplirse ningún peligro. Lo
supo desde que vio pasar bajo su balcón a dos ancianas.
Dos negras viejas que pasaron, según él, «de cierta
manera».
Benítez Rojo ha tratado de explicar en qué pudo consistir
esa forma del paseo: «Sólo diré que había un polvillo dorado
y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y
hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual,
en sus gestos y en su chachareo.»
Necesitado de esperanza, el testigo llega a suponer en
las vestiduras de las mujeres un olor imposible de alcanzar
desde su balcón. Las dota de una sabiduría que cabría
identificar, si no con las prácticas religiosas de ellas mismas,
con posos de antecesores practicantes. (Isak Dinesen,
envejecida y de vuelta ya en Dinamarca, intentó explicar
ante una sociedad femenina las fuentes de poder de las
ancianas que conociera en Africa: «Las viejas tienen
siempre el consuelo de la hechicería; sus relaciones con la
brujería son comparables a las que tienen con el arte de la
seducción. No comprendo cómo nosotras, que no tendremos
nada que ver con la hechicería, podemos soportar
envejecer.»)
Dos hechiceras cruzaron bajo el balcón de Antonio
Benítez Rojo durante una jornada de la Crisis de Octubre.
Dos hijas de dioses, o dos diosas poco afectadas por la
amenaza de guerra. Atravesaron el lugar acordonado para
la batalla como si todos aquellos preparativos y temores
resultaran de muy poca importancia. Tiraron a mondongo, a
poca cosa, el episodio más caliente de la Guerra Fría.
Podrían sobrevenir dictaduras, revoluciones y guerras
mundiales y, de cualquier modo, habría que seguir la
conversación, el chachareo, el paseo por la ciudad sin
importar lo ruinosa que éstas amaneciera. La impasibilidad
de aquellas dos mujeres permitió que Benítez Rojo llegara a
describir el emplazamiento de los misiles soviéticos en Cuba
como si se tratara de la puesta en funcionamiento de una
máquina rusa, esteparia, terrestre en contraposición al
emplazamiento marítimo que le daban.
Como una aspiradora eléctrica de fabricación soviética,
de haber sido trazada por el imaginario del protagonista de
Graham Greene.
Y también a Wormold tocaba cierta epifanía frente al
apocalipsis: «Los crueles vienen y van como las ciudades y
los tronos y los poderes, dejando detrás de sí sus ruinas. No
tenían permanencia. Pero el payaso que había visto el año
anterior con Milly en el circo, ese payaso era permanente,
pues su representación nunca cambiaba.»
Dos negras o un payaso enseñaban a deslindar lo
efímero de lo permanente. La historia podría ser tan cíclica
y terrible como lo aseguraban la cigarrera forrada de piel
humana y la pistola siempre cargada del capitán Segura.
Pero algo más de fondo parecía existir.
De ello hablaban ciertos detalles anotados al paso en la
novela de Greene. Notas de color, podrían ser llamadas esas
pequeñas piezas de convicción que el autor ofrece a sus
lectores.
Leída en Cuba a casi medio siglo de su publicación, son
esas frases al parecer inesenciales de Our Man in Havana
las que despiertan mayor interés ahora. Equivalen a los
exteriores de ciudad en la película de Carol Reed, a los
minutos en que podemos asomarnos al Sloppy Joe’s
mientras Alec Guinness y Noel Coward dialogan.
Durante varias décadas La Habana descrita por Graham
Greene pareció literaria, remota, arqueológica. Recién
triunfada la revolución de 1959 fue cerrado el teatro
Shanghai y prohibida la prostitución. Las salas de juego
fueron desvalijadas y borraron del mapa la lotería pública.
Los caminos de la droga se hicieron tan subterráneos que
hubiera podido asegurarse que no eran recorridos ya. El
Sloppy Joe’s y otros bares bajaron las cortinas metálicas
para transformarse en ruinas. Dedicarse a hacer música en
la calle fue considerada una de las formas de la vagancia, y
dictaron una ley que castigaba a quienes evitaran el trabajo.
Si algún cabaret habanero quedó en funcionamiento fue
para abrirlo a las delegaciones de gobiernos extranjeros que
visitaran la ciudad. El país clausuró sus playas y concentró
toda su atención en los arsenales secretos: misiles o
radares. La industria de la guerra vino a reemplazar a la
industria del turismo, preparativos bélicos relevaron al
trapicheo turístico. La música fue sustituida por arengas, la
prostitución por otras fanfarronerías del cuerpo.
Y La Habana fue declarada campo de una guerra que
duraría décadas.
Hasta hoy. Porque, pasada la crisis de los misiles, todavía
es rentable contar con amenaza militar extranjera. (Nada
mejor que un buen enemigo para cohesionar y brindar
personalidad.) La capital cubana empezó a vivir bajo un más
o menos flexible toque de queda. Toda la tensión
desperdiciada en resaltar determinado cuerpo en un
prostíbulo o un cabaret, toda la puja de un número entre el
resto de guarismos de la lotería o la ruleta, fueron
concentrados en la campaña para hacer políticamente
inolvidable a una pequeña isla.
Los señuelos del turismo sirvieron, debidamente
reciclados, para la política. Hasta conseguir del estado de
sitio, del toque de queda, gratificaciones turísticas. Hasta
convertir a Cuba en parque temático de la Guerra Fría y
hacer coexistir de algún modo La Habana que describiera
Graham Greene con La Habana de un recuerdo bélico de
Antonio Benítez Rojo.
Caja negra de la fiesta
1
Me gustaría contar cómo volvió la fiesta a La Habana a
inicios de la década de los noventa.
Contar cómo fue clausurada treinta años antes. Lo cual
significa hurgar dentro de una caja negra, examinar las
grabaciones del desastre.
Será indispensable entonces que hable de los apagones,
de manera que la fiesta brote de la oscuridad y sea notada
de inmediato. Porque en lo oscuro es donde mejor pueden
verse ciertas cosas.
Habría pues una capital a oscuras, con abundantes
cortes de electricidad. Tantos cortes como cicatrices puedan
contener los antebrazos de un suicida obsesionado con la
idea de acercarse cada vez más al final, suicida asintótico.
(¿Qué otra idea de progreso que no sea la aproximación al
suicidio puede sacarse de un apagón tras otro, de días
sucesivos a oscuras? ¿Y hacia dónde parece avanzar todo
cuando, en lugar de apagones, se considera más apropiado
hablar de iluminaciones?)
Al principio los administradores del servicio eléctrico
respetaban el horario de interrupciones anunciado en el
diario oficial. Luego creyeron irrelevante atenerse a
explicaciones previas, y esos anuncios quedaron muy por
debajo de las afectaciones. Los burócratas se excusaban:
¿cómo acertar con una tabla de accidentes venideros? Mejor
que la gente considerara los apagones tan naturalmente
accidentales como lo era cualquier meteorito que tocaba el
territorio nacional.
¿Y dónde se había visto que los vaivenes de la tortura
psicológica fueran proclamados a la carta?
Así que, a inicios de los años noventa, La Habana era una
ciudad muerta.
A la espera de más bombardeos aunque nunca hubiese
sido bombardeada. Sus calles metidas en una oscuridad de
boca de lobo.
La caída del Muro de Berlín había sido el inicio de esa
noche.
O la rotura de relaciones con los Estados Unidos.
O la desaparición del petróleo soviético.
¿Para qué desvelarse en busca de orígenes? Ahí estaba,
sin más, aquel régimen de apagones. La Habana desolada,
sin autos que circularan por ella, sin transportes públicos. Y
acá y allá, iluminados por respeto a los visitantes
extranjeros, brillaban los hoteles como peceras claras en la
noche.
Eran los hoteles de Our Man in Havana en la planicie
oscura de la Crisis de Octubre. Concentraban la fiesta, y la
gente decidida a no pasársela sin ella emergía del apagón
para acercarse a esas peceras.
Iban a darse a conocer por una clase de vestuario: ropa
ajustada, piernas y ombligo al aire en el caso de las
mujeres, brazos afuera en el de los hombres. Porque el
ombligo femenino conseguía anunciar de modo no muy
recóndito lo hueco, las piernas prometían atenazamiento a
quien entrara en ello. Y los brazos masculinos, lo mismo que
las piernas de muchachas, aludían al abrazo y, ya en
segundo grado, al pene.
De preferencia vestían ropa negra. El negro les servía de
camuflaje en la oscuridad reinante entre un hotel y otro.
Calzaban zapatones que levantaban del piso y propiciaban
la estatuaria. Tacones altos en lo femenino. Botas
hebilladas, con chapillas plateadas, para los hombres. La
vampiresa y el cowboy urbano, aproximadamente.
Jineteros serían llamados, o ellos mismos se darían ese
nombre.
Cuando cayera la noche y no existiera luz eléctrica en
sus casas, emprenderían alguna prostitución alrededor de
los hoteles de guerra. Tendrían suficiente con pasar horas
frente a una copa o sentados en un vestíbulo iluminado, no
demasiado pendientes (al menos vistos desde fuera) por la
marcha del negocio.
Porque estar dentro de un hotel constituía ya algo
milagroso.
Como el fluido eléctrico.
Era entrar a otro mundo. Una cerveza, la comodidad de
un sofá, el tránsito de gente bien trajeada y de aspecto
saludable, justificaban la salida de casa. Y, de tropezar con
algún extranjero propicio, nada de agitación, nada de
carrera hacia las habitaciones. En lugar de ello sinuosidad,
una prostitución de meandro. Un poco de hetairismo, de
putería ilustrada.
Regresaba a La Habana el viejísimo oficio, pero buena
parte de sus mecanismos parecía haberse perdido en el
camino de regreso. Porque aplicado el concepto de eficacia
a la suma de acicalarse, burlar la vigilancia policial y
consumir un trago para sacar tal vez nada o poca cosa de la
noche, aquella prostitución resultaba tan inefectiva como
las empresas económicas del gobierno.
Proxenetas no demasiado estrictos descalificarían el
trabajo de aquellos pupilos. ¿Qué hacían perdiendo el
tiempo en preámbulos y antesalas, demorando el minuto de
tomar uno de los ascensores? En país devastado por una
guerra no ocurrida, tales seres confundían necesidades y
caprichos. Podían prostituirse a su manera lenta por tan sólo
una cerveza. Por ese amargo frío, por la luz de un lagarto.
Habían descubierto una nueva sentimentalidad, un cariño
exacerbado por artículos solamente encontrables en hoteles
y pagados con moneda extranjera.
Aparentaban placer para darlo, como es requisito en el
oficio desde Babilonia. Pero iban a más, hasta simular afecto
personal y un interés relativamente secundario por la plata.
Sorprendían, pues, a sus clientes con otro modo de
entender las tarifas. Se quedaban después de recoger lo
convenido, cuando ya no corría el taxímetro. (En casa había
apagón, eran muchos para dormir en una misma habitación,
o no existía casa...)
Y si cualquier necesidad elemental era elevada al rango
de capricho suntuario, también se haría difícil deslindar
noviazgo de prostitución.
«¿Y ahora a qué esperan?», preguntaba la clientela
después de complacida.
Putas y putos un tanto metafíisicos, la mayor parte daba
poca importancia a las contundencias corporales. Decanos
del oficio, se hallaban ya por encima del sexo. Y ofrecían,
sobre todo, tiempo a sus clientes.
Pedían que se les contestara con una invitación al viaje.
Daban historia a cambio de geografía.
Merodeaban hoteles ya que no podían hacer lo mismo
con embajadas y consulados.
El dinero podría volar ante sus ojos, que ellos tomarían
flemáticamente un espectáculo de tal clase. ¿Qué
significaba una transacción efectuada con billetes cuando
se la comparaba con esa otra donde trocaban tiempo por
espacio?
Al entrar en las peceras luminosas burlaban el apartheid
que prohibía la presencia de nativos en los hoteles.
Sobornaban a porteros y a recepcionistas. Cargaban oro
encima en cadenas y anillos y, de ser interceptados por la
policía, tirarían huesos de oro a aquellos perros.
Oro sobre negro, cultivaban en sus atuendos la
melancólica elegancia de la corte de los Austria. Apostaban
por la belleza, que es otro nombre de la fiesta.
«Vivir en La Habana era vivir en una fábrica que
entregaba belleza humana en una línea de montaje», había
escrito Graham Greene de la ciudad de los cincuenta.
Una cerveza, una canción, un perfume, cualquier
hermosura deslizante constituiría símbolo poderoso. Ellos
entendían los hoteles como rudimentos de la vida posible.
Peleaban por encontrar salida hacia otro sitio donde una
vida de hotel no resultara excepción tan alta. Y, mientras la
retórica oficial afirmaba que el país mantenía incólume sus
cotas de dignidad, la nueva prostitución iba a encargarse de
que no resultaran desatendidas las expectativas de belleza.
Su orgullo de clan consistiría en defender una dosis
imprescindible de belleza. Jineteras y jineteros eran los
únicos estetas de lo que gubernamentalmente titularan
«Período Especial En Tiempo De Paz», y que constituía una
crisis mayor dentro de la crisis que arrastrábamos durante
décadas.

2
«Hoy, sentado a mi mesa en una mañana sin nubes, veo
por la ventana el tumulto estático de los paralelepípedos
rectangulares y me siento curado de la maligna afección
que estuvo a punto de ocultarme la verdad de Cuba: la
retinosis pigmentaria.»
Hoy es un día de I960. Ante quien escribe se abre una
vista del barrio habanero del Vedado. El que escribe es Jean-
Paul Sartre. Es su segundo viaje a Cuba. El primero, que a
veces trae a cuento para algunas comparaciones, fue en el
49.
Hasta esa mañana Sartre no ha escuchado nada acerca
de la retinosis pigmentaria. No ha sentido sus ofuscaciones
aunque afirme haberlas padecido. (Padece, eso sí, de
estrabismo.) Simplemente encuentra el nombre de la
enfermedad en el discurso de un funcionario cubano y
decide apropiárselo.
Según tal funcionario, todo aquel que pudo sacar una
imagen feliz de la Cuba prerrevolucionaria (Graham Greene
en sus primeras vacaciones, por ejemplo) padece de
retinosis pigmentaria o pérdida de la vista lateral. Capaz de
ver de frente la realidad cubana, no alcanza a divisarla con
el rabillo del ojo.
Y ésta se le escapó.
Jean-Paul Sartre coloca tal noticia oftalmológica al
comienzo de Huracán sobre el azúcar. Afína su instrumento,
la mirada, antes de prestarse a ejecutar una larga suite de
temas cubanos a la manera de Gottschalk o de Gershwin. El
aviso médico le sirve de escarmiento por no haber poseído
suficiente visión lateral en su viaje anterior. Once años
después, en 1960, se propone no perder nada de vista.
No hay más que echar una ojeada a las fotografías que lo
muestran en su segunda estancia en Cuba. Vestido siempre
de traje, un cigarrillo en la mano, su estrabismo parece
querer abarcar todo el panorama. Igual a esos reptiles a los
que la autonomía de ambos ojos les permite cazar a la
redonda.
En la caja de cristal de sus espejuelos, lo mismo que uno
de esos reptiles.
Sartre consulta un ejemplar del diario Revolución y, bajo
el anuncio de una propuesta cubana de reanudar relaciones
con Estados Unidos, aparece en primera plana una gran foto
suya.
Lee en un asiento de avión un mapa de la isla.
Lo retratan en el panteón de José Martí en el cementerio
de Santiago de Cuba.
Visita un central azucarero y una ciudad rural que se
construye.
Asiste, junto al jefe de la revolución, a la puesta
habanera de su pieza teatral La ramera respetuosa.
Es la primera vez que el líder revolucionario asiste a una
función de teatro. Al caer el telón, una actriz se atreve a
preguntarle si es cierto que acabará con la prostitución. A lo
que el jefe contesta afirmativamente: convertirá a las
antiguas prostitutas en conductoras de taxi.
Sartre celebra un encuentro con escritores cubanos
donde trata extensamente acerca del realismo socialista
soviético y acerca del compromiso político del escritor.
Cena en una fonda cuyo cartel promete comida china y
criolla durante todo el día y toda la noche.
Asiste a una de las grandes concentraciones políticas de
la época. (Allí se estrena la consigna «¡Patria o Muerte!» y
toman la foto más conocida de Ernesto Guevara. En sus
memorias, en una antología de lo vivido entre 1944 y 1962,
Simone de Beauvoir mencionará aquella asamblea junto a
una función de ópera en Pekín, toros en Huelva, candomblé
en Bahía, la visión del desierto, las noches blancas de
Leningrado, una luna anaranjada sobre el Pireo y las
campanas del fin de la guerra.)
«¡Sartre, es Sartre!», gritan los taxistas de La Habana al
verlo.
Él cambia cigarrillo por habano en su visita a la oficina
del comandante Guevara.
Éste le brinda fuego. Toman un café juntos. Guevara
sentado en una butaca de mayor altura que sus visitantes.
Un despacho parecido a un escenario de televisión. «En
aquel despacho no entra la noche», lo describe Sartre.
Como si se tratara de la reproducción de esa oficina en
un museo de cera. Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre
sentados, no frente a una persona, sino ante la fidedigna
copia de Guevara.
¿Debido a las botas perfectamente lustradas de éste? ¿A
la textura plasticoide de su guerrera? En cualquier caso, se
nota incoincidencia entre la pareja de franceses y el militar
argentinocubano. (Si acaso los tres coinciden, lo hacen en
un fotomontaje no logrado.)
Sartre cena en los mismos restaurantes en los que antes
se deleitara Graham Greene.
Camina por el Paseo del Prado.
Lo alojan en una pieza del hotel Nacional donde cabría
todo su apartamento parisino.
Al describir la pieza, enumera sedas, paravanes, flores
bordadas y flores en jarrones, dos lechos dobles para él
solo. (Simone de Beauvoir ocupa habitación aparte del
mismo modo que cada uno de ellos posee en París
apartamento propio.)
Sartre se entrega por primera vez al placer del aire
acondicionado. Contempla la ciudad desde uno de sus
puntos de mira privilegiados. «Me ha bastado correr las
cortinas en cuanto llegué: vi largos fantasmas gráciles
estirarse hacia el cielo.» Y asocia los modernos edificios del
Vedado a la anterior degradación política del país.
Los clubes nocturnos resultan más numerosos que en su
estancia anterior. «Pululan alrededor del Prado: encima de
sus puertas la electricidad vuelve por sus fueros y nombres
atractivos y parpadeantes hieren los ojos del transeúnte.»
(Otra vez con los problemas de oftalmología.)
Encuentra una multitud apiñada alrededor de las mesas
de juego del cabaret Tropicana, pero la ciudad nocturna no
es aquella que recorriera Graham Greene.
Las máquinas tragamonedas han sido suprimidas. La
lotería funciona después de haber sufrido ajustes. Los
casinos de los grandes hoteles se encuentran aún abiertos
pero sus ganancias van al depósito estatal.
A La Habana nocturna le queda poco tiempo.
Sartre ha sido comisionado para escribir varios artículos
sobre los sucesos de la isla. Es el hombre en La Habana de
L’Express. Aunque una vez llegado a Cuba, lamenta la tirada
limitada y de frecuencia semanal de esa publicación y
decide pasarse a France Soir, donde podrá explayarse.
Escribe Huracán sobre el azúcar para un público de
millones, pero ni así alcanzaría a explicarse la estupidez de
algunos fragmentos suyos.
Como cuando afirma, a propósito de las barbas y
melenas de los revolucionarios cubanos: «He visto ríos
negros cubrir el pecho hasta el diafragma y he visto rostros
lampiños, con cuatro pelos desesperadamente cultivados en
la unión de la barbilla y el cuello. No había cesado de
admirar el abanico de una barba, cuando su propietario, al
despojarse de su gorra militar, me revelaba una calvicie
precoz. En los jovencísimos héroes de los últimos combates
el rostro es liso, lampiño como el de una joven, pero los
cabellos caen sobre los hombros.»
Tratándose de Sartre, esas líneas precisan ser rematadas
por conclusión pensamental: «La extremada variedad de las
combinaciones testimonia, dentro de la disciplina, un
individualismo profundo.»
El autor confiesa haber visto menos barbas desde su
llegada a Cuba que en una tarde en Saint Germain des Prés.
¿A qué viene entonces tanto pormenor de columnista de
moda en la descripción de un corte de cabello inédito?
exotismo, la explicación de extrañas bellezas, parece
impulsar ése y otros fragmentos de la Cuba de Sartre.
Son también notorias algunas de sus agudezas: «Si los
Estados Unidos no existieran, quizás la revolución cubana
los inventaría: son ellos los que le conservan su frescura y
su originalidad.»
Y se muestra sibilino al cerrar su diálogo publico con
escritores cubanos: «No olviden que los intelectuales no se
encuentran jamás felices en ninguna parte. Cuba es su
paraíso y yo les deseo que se quede así, que siga siéndolo.»
En La Habana de 1960 Sartre comprueba que algunas
casas de prostitución han sido cerradas y otras mantienen
intacto su comercio. Cumplido un año de revolución en el
poder, aún funciona la lotería nacional, siguen abiertos
casinos y prostíbulos. Y si una de las características de toda
revolución es la austeridad, él pregunta dónde encontrar la
austeridad cubana.
Luego del triunfo revolucionario el poder político parecía
haberse dividido en dos. En el palacio presidencial,
enclavado en la ciudad vieja, se reúne el consejo de
ministros. Preside ese consejo un hombre de leyes. «La
legalidad misma en su universalidad más formal y más
tiránica», lo describe Sartre.
Y en una suite del recién inaugurado hotel Havana Hilton
planta campamento la comandancia del ejército
revolucionario.
Desde allí gobierna el país quien no ha dejado de hacerlo
desde entonces. El presidente del consejo de ministros fue
nombrado por él. Los ministros tienen su beneplácito.
Sin embargo, el consejo persiste en llevar los asuntos
públicos a la antigua usanza.
Y los jóvenes del Havana Hilton están hechos de la
modernidad del ambiente en el que residen.
Es el Vedado contra La Habana Vieja.
Cada grupo alardea arquitectónicamente de cuánto le
falta. Los de palacio, de suficiente asentamiento. Y el
huésped de la suite alardea de provisionalidad, de hallarse
sólo de paso.
Mientras tanto, las turbas se dedican a asaltar cabarets y
casinos en nombre de la revolución.
«¿Dónde está la austeridad cubana?», preguntaría
Sartre.
Las turbas devastan las salas de juego de los hoteles
Deauville y Plaza. Intentan colarse en el hotel Capri cuando
hallan en su camino al actor hollywoodense George Raft.
Raft, que vela por los intereses del capo Meyer Lansky en el
casino y en el cabaret del Capri, larga a la multitud un
discurso salpicado de consignas revolucionarias hasta
enfriar sus propósitos de vandalismo.
La mejor actuación de toda su carrera, sostienen
testigos.
Jean-Paul Sartre se habría quedado boquiabierto al
comprobar cuán cerca del palacio presidencial se hallaba el
mayor barrio de prostitución habanera.
A sólo pocas calles.
Y el presidente del consejo de ministros ha firmado un
decreto que clausura ese barrio. Toda casa de prostitución,
toda sala de juego.
Para que al otro día una multitud replete los ascensores
del hotel Havana Hilton, tome las escaleras y penetre
intempestivamente en la suite de la comandancia.
Son los empleados de las casas de juego y los familiares
de esos empleados. Allí están desde las vendedoras de
cigarrillos hasta los croupiers, aquellos a quienes el decreto
presidencial deja cesantes.
Sin atreverse a aparecer en el hotel, las prostitutas
presentan sus quejas por escrito, dirigen cartas al jefe de la
comandancia. Cartas dignas, a juicio de Jean-Paul Sartre, en
las que reclamaban su derecho a ejercer el oficio. Cartas de
rameras respetuosas.
Y los de la comandancia dan lectura a los mensajes de
las prostitutas, y convocan inmediatamente a los ministros.
Éstos dejan a solas a su presidente. Parten a rendir
cuentas al verdadero gobernante del país.
Blanco de cólera, lo describe Sartre.
El consejo es culpable de un moralismo imbécil que pone
en peligro a la revolución. ¿Desean ellos suprimir el juego?
También el jefe de la comandancia lo desea. Pero a
condición de que pudiera encontrársele empleo a todo el
personal que dejaría en la calle una medida así. Y no existe
por el momento industria capaz de acoger a tal cifra.
Por otro lado, la mayor parte de las prostitutas de la
ciudad viene del campo. Ordenar a esas mujeres que no
vendan sus cuerpos es de una ingenuidad tremenda. Y
enjuiciarlas sería un crimen.
Solamente cuando acaben con la miseria campesina
podrá cancelarse la prostitución.
Los ministros cometen el mismo error de tantos
gobiernos anteriores. Para no emprenderla con las causas,
combaten los efectos de éstas. Y, en lugar de encarar el
desempleo y la pobreza, batallan contra el juego y la
prostitución.
No es hora de cierres todavía. El poder revolucionario
tendrá que hacerse cargo de la lotería pública, de las casas
de juego y de los casinos. (Las elecciones presidenciales
quedan pospuestas hasta tanto no se eliminen el desempleo
y el analfabetismo.)
Podrán suprimirse las máquinas tragamonedas ya que
éstas no ofrecen puestos de trabajo a nadie, pero habrá que
velar por que cada hombre y cada mujer conserve su
empleo.
Y, en cuanto a las prostitutas, deberá combatirse a
quienes las parasitan, chulos y policías corruptos. Dejar al
comercio sexual en los huesos, no barrerlo. Mano dura con
el proxenetismo, vista gorda con las putas.
De modo que el decreto firmado por el presidente del
consejo de ministros no podrá tener curso. Resulta
demasiado prematuro, falto de otras precauciones. Y los
ministros harían bien en convencer al presidente de su
equivocación.
El presidente, sin embargo, no acepta retractarse. Ha
puesto su firma en el decreto, ha dado su palabra. (Sartre
sospecha que se muestra intransigente con tal de disimular
sus vacilaciones a la hora de actuar.)
Cada vez se hacía más grande la división de poderes en
el país. En fórmula sartreana: «La verdadera autoridad no
era legal; la autoridad legal no era verdadera.» Llega el
tiempo, pues, de tomar abiertamente las riendas. Tiempo de
que el consejo de ministros se libre del lastre que constituye
aquel presidente.
Hora de abandonar el hotel.
El huésped del Havana Hilton anuncia entonces su
decisión de retirarse de la vida pública. No halla mejor
salida en vista de la obcecación del presidente.
Con el ojo puesto en que las masas se lo impidan, el jefe
de la comandancia desplega un simulacro de retiro.
Y todo resulta según sus cálculos.
Simone de Beauvoir narra que un millón de campesinos
se reúne en la capital cubana y «entrechocando sus
machetes, con un ruido ensordecedor, exigieron que se
quedara a la cabeza del país».
Quien ha de retirarse es el presidente, exige la voluntad
popular. Y una campaña de prensa lo acusa de
enriquecimiento ilícito.
Así, el jefe de la comandancia termina por hacerse del
control total. Ya no más nomadismos, no más rodeos. La
confirmación de su destino viene del mismo pueblo.
«Al fin la Liberación iba a transformarse en Revolución»,
respira a gusto Sartre.
El presidente depuesto se ve en la necesidad de pedir
asilo político. Y pasará más de dos años encerrado en la
embajada de México hasta que autoricen su salida del
territorio nacional.
Luego de haber servido de instrumentos para la toma del
poder, croupiers y prostitutas son obligados a desalojar el
escenario.
La representación ha terminado.
Sin que alcance a divisarse nuevo desarrollo industrial y
sin haber dado fin a las miserias del campo, la
administración revolucionaria dicta el cierre de las casas de
juego y de prostitución. Así cumple un decreto que poco
antes encontrara inaceptable.
La lotería pública canta su último número premiado, y las
únicas ruletas sobrevivientes van a parar a un almacén de
la recién fundada industria cinematográfica.
Girarán de nuevo durante la escenificación de alguna
época dejada atrás.
Esas mesas de juego corren igual suerte que las ruecas
en el reino de la Bella Durmiente.
«Se acabó la diversión. Llegó el comandante y mandó a
parar», canta un son de la época.
Donde estuviera el casino del hotel Capri abrió sus
puertas el Salón Rojo, nuevo local para la música.
El Havana Hilton es expropiado y pasa a nombrarse
Habana Libre.
En la ciudad vieja, el palacio presidencial terminará como
museo dedicado a la épica revolucionaria. (Allí puede
admirarse una reproducción a tamaño natural del
comandante Guevara digna de una barraca de feria.)
Y, un año después de su primera estancia en la Cuba
revolucionaria, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre hacen
breve escala en La Habana de regreso de un viaje a Brasil.
En la ciudad no existen ya lugares de diversión nocturna.
No hay juegos de azar ni turistas estadounidenses.
El hotel Nacional, semivacío, hospeda a un congreso de
milicianos. Milicianos de ambos sexos. Muy jóvenes, a juicio
de la escritora francesa, que los descubre en maniobras por
toda la ciudad.
El país, aseguran a la pareja francesa, aguarda una
invasión.
De visita en una fábrica, Sartre dialoga con un grupo de
obreros. Les hace una pregunta, los obreros comienzan a
hablar, y un dirigente los interrumpe y responde por todos.
Jean-Paul Sartre quería saber cuán ventajoso resultó para
ellos el cambio de régimen político. Pero quien contesta es
un funcionario, y una sola versión cabe ya para todo el
mundo.
Conversan con el poeta Nicolás Guillén y éste asegura
que toda búsqueda formal es contrarrevolucionaria.
En privado, algunos escritores confiesan a Sartre y su
compañera que les acosa el temor de no ser verdaderos
revolucionarios.
Empiezan ya a autocensurarse.
Simone de Beauvoir compara lo que va de una a otra
estancia en Cuba, de un año a otro: «Menos alegría, menos
libertad, pero en algunos aspectos grandes progresos.» Y
remite esos progresos a la producción agropecuaria, campo
que irá poco después (si no ya) de un descalabro a otro.
Es por esa misma época que Susan Sontag visita La
Habana.
Asiste a alguna noche de La Lupe en el club La Red
porque luego incluirá a la cantante cubana en su catálogo
de lo camp. Y los recuerdos de Cuba se le harán recurrentes
ocho años después, de viaje por Vietnam.
Viaje a Hanoi, escrito en los meses de junio y julio de
1968, constituirá la memoria de su primera salida «al
exterior de las premisas de la cultura occidental». El
ejemplo de la revolución cubana le valdrá entonces para
algunos acercamientos a la revolución vietnamita. Aunque
también conseguirá apartarla de toda comprensión. «Es
probable que no entienda nada aquí hasta que borre a Cuba
de mi mente», confiesa en un paréntesis de su diario.
Quien conozca la clase de ilusiones que una visita a Cuba
revolucionaria despertara en Sartre puede permitirse
desconfiar de lo que Susan Sontag percibe de la realidad
vietnamita. Sin embargo, Viaje a Hanoi demuestra una
visión más escarmentada que la de Huracán sobre el
azúcar. Sontag es más escéptica, anda a paso menos firme.
La extrañeza que enfrenta resulta mucho mayor y, por
fortuna, se comporta dubitativamente.
Quizás le importe menos ofrecer lecciones y suele ser
más íntima. (Esa bonachonería con que Sartre acoge a los
lectores en su pieza de hotel resulta sumamente
inverosímil.) Sontag cuenta que en 1954, al echar a los
franceses de Hanoi, el ejército de liberación vietnamita se
enfrentaba a una ciudad con multitud de problemas por
resolver. Y uno de los más urgentes era la suerte de las
prostitutas sobrevivientes de la guerra.
Apiñadas en el barrio nocturno de Hanoi, entre
restaurantes, fondas, fumaderos de opio y salones de baile,
el número de esas mujeres era de millares e iban a quedar
en la calle una vez que los prostíbulos cerraran.
Perderían el sustento en cuanto su oficio fuera
legalmente condenado.
Se procedió, pues, a la reeducación de tales ciudadanas.
La nueva vida de la capital permitía toda clase de
optimismos, cualquier arranque desde el comienzo. Y, de
ser ciertas las noticias que da Sontag, ninguna otra
revolución habrá llevado tan lejos un programa de
reeducación.
Las prostitutas de Hanoi fueron colocadas bajo la tutela
de la Unión de Mujeres. La asociación femenina creó centros
de rehabilitación en el campo y envió allá a sus pupilas. Las
apartó de las viejas redes de proxenetismo y clientela. Lejos
de la ciudad que, para el pensamiento revolucionario (lo
mismo que para muchas otras lógicas), resulta corruptora.
En esos centros las mujeres fueron mimadas durante los
primeros meses. Tratadas como niñas. Destinadas al campo
para curar lo que la gran ciudad había herido en ellas, iban
a ser trasladadas aún más lejos: a la infancia.
Durante los primeros meses el régimen de enseñanza
contemplaba lecturas de cuentos de hadas y práctica
continua de juegos infantiles. La terapia se encaminaba a la
sustitución de los recuerdos de niñez, remontaba la
biografía mucho más allá de la primera violación, del primer
cliente, de la noche primera en la casa de putas.
Para empezar una nueva vida era preciso contar con
nueva infancia. Sólo después de ese período de tratamiento
como niñas, las educandas recibían clases de lectura y
escritura, aprendían un oficio con el cual sustentarse en el
futuro y regresaban a etapa adulta.
O se encontraban por primera vez en ella.
Por último, se les entregaba una dote que les permitiría
hallar esposo dentro de la jerarquizada sociedad vietnamita.
Esa dote, junto a los cuentos de hadas y a la escritura
recién aprendida, arropaba a las antiguas prostitutas en la
tradición. Profundo pasado y posibilidades futuras, parecía
ser el lema del programa vietnamita.
El de la revolución cubana, menos delicado, iba a
centrarse en los secretos de la costura. Haría costureras a
gran parte de las antiguas prostitutas. Costureras y taxistas.
Taxis de color amarillo y negro pertenecían a la
Asociación Nacional de Choferes de Alquiler Revolucionarios
(ANCHAR, ya que en la nueva sociedad todo adoptaba
siglas), y en taxis de color violeta trabajaron las prostitutas
reeducadas.
Hacían, de otro modo, la calle. TP eran las siglas de sus
vehículos: Transporte Popular.
«Todas Putas», las llamaba la gente.
Y aquellas conductoras recibieron enseguida, por el color
de los autos, el mote popular de «violeteras».
Parecía una gran burla organizada por las autoridades.
Luego del cierre de casinos y prostíbulos, juego y
prostitución siguieron en Cuba vida tímida, enclenque,
clandestina. Todo el que administraba apuestas de juego
adquirió destreza en el acto de digerir el listado antes de
que cayera en manos de la policía. De apostar en La
Habana había que atenerse a lo que proclamara la suerte en
Venezuela o en el sur de la Florida: juego de suerte ajena.
Y fue por los noventa, tres décadas después de su
expropiación, que el hotel Habana Libre volvió a ser (en
parte) propiedad extranjera.
Porque luego de haberla combatido hasta el destierro, el
gobierno revolucionario propiciaba el retorno de la inversión
foránea.
Según una definición bastante popular en el este
europeo, el socialismo constituía el camino más largo entre
capitalismo y capitalismo. Y quien fuera huésped principal
del antiguo Havana Hilton, cabeza de gobierno aún, no tuvo
más remedio que aceptar el regreso de algunas compañías
extranjeras.
Habían echado abajo el Muro de Berlín, el Imperio
Soviético se había desintegrado. De la Guerra Fría quedaban
en pie muy pocas cosas.
Iba a ser, por supuesto, un regreso coartado. Los
capitalistas extranjeros no podrían hacerse propietarios del
todo. Se trataba de inversiones mixtas, parte estatal y parte
extranjera, con preponderancia de la primera de estas dos.
Hasta tanto la economía cubana se hiciera fuerte,
volviera a hacerse fuerte.
Si es que el capitalismo mundial no se hundía antes, tal
como aseguraba en sus discursos el líder de la revolución
cubana.
Por lo que, en medio de los apagones, se encendieron los
hoteles. Y resultó ser el aviso para que nubes de insectos
rodearan esos focos. En busca de luz, por mucho que se
dieran de cabeza contra las paredes de cristal. Aun a riesgo
de incendiarse.
Volvía la prostitución y aquel que consiguiera desterrarla
al comienzo de su dilatado gobierno se resistía a aceptar
ese regreso.
Al oeste de la capital cubana funcionaban avanzados
laboratorios de investigaciones genéticas. Ernesto Guevara
había pronosticado el surgimiento, dentro de la revolución,
del hombre nuevo. ¿Qué fallo se había deslizado en el barrio
de los alquimistas para que cuarenta años después el
homúnculo anunciado por Guevara no se alzara de la mesa
de vivisecciones?
La experimentación con humanos arrojaba resultados
demasiado impredecibles. Una puta recibía educación y
podía reformarse, convertirse en costurera o taxista. Y, en
casuística inversa, jóvenes formados como médicos e
ingenieros terminaban acogiéndose al ejercicio de la
prostitución.
Aquel que se valiera de unas cartas de putas para
hacerse del poder podía ahora conjugar el mito guevarista
de la nueva criatura con el reconocimiento de la vuelta a
Cuba de la prostitución. Terminaría por enorgullecerse en
público de que el país contase con la más culta prostitución
del mundo. Puesto que las mitologías debían ser revisadas,
pasaba del hombre nuevo a la nueva prostitución.
Hombre nuevo, nueva prostitución, capitalismo recién
convocado... Como siempre que se enfrentaba a un caso
conflictivo, el pensamiento revolucionario echaba mano de
lo pedagógico. Si, obligado a desmantelar gran parte de la
industria azucarera, se enfrentaba a un populoso número de
desempleados, la única solución consistía en enviar a los
antiguos trabajadores del azúcar, sin que importara su
edad, a hacer nuevos estudios.
Se tapaba el desempleo con la apertura de nuevas aulas.
Como gran triunfo filantrópico proclamaban un nuevo
sistema educacional de desempleados. Y hombres hechos y
derechos se veían obligados a calzar los chanclos de
estudiante de uno de esos personajes de Chéjov temerosos
de la adultez que demoran cuanto pueden sus años de
aprendizaje.
Trofímov, que aparece en El jardín de los cerezos con
gafas y un raído uniforme de estudiante. Liubov Andréievna
lo recuerda: «Entonces usted era todavía un muchacho, un
estudiantillo simpático, y ahora ya está casi calvo y lleva
lentes. ¿Es posible que aún siga siendo usted estudiante?»
«Se ve que mi destino es ser un eterno estudiante»,
reconoce él.
Ser estudiante, vivir en lo pendiente, postergar. Y
Trofimov declama extensos parlamentos acerca del futuro
de la humanidad y de Rusia, aunque personalmente él no
pueda hacer nada.
Cuarentitantos años de revolución han conseguido en
Cuba notables resultados educacionales, una cantera de
profesionales y técnicos brillantes. No han logrado, sin
embargo, ofrecer destino suficiente a todo ese personal.
¿Qué hacer entonces con quienes después de haber pasado
por las aulas se empeñan en prostituirse? ¿Qué medidas
tomar con la más culta prostitución del mundo?
¿Doctorarla?
Según el código penal vigente en Cuba, prostitución y
proxenetismo no constituyen figuras delictivas. Aunque
ambas actividades pueden llegar a ser penalizadas bajo la
consideración de peligrosidad.
Peligrosidad, según reza el artículo 72 de la ley 62 del
código penal aprobado en 1988: «especial proclividad en
que se halla una persona para cometer delitos, demostrada
por la condición que observa en contradicción manifiesta
con las normas de la moral socialista». O sea, pura
potencialidad que prescinde de pruebas.
El primer consejo revolucionario de ministros había
compartido con gobiernos anteriores el error de combatir
efectos en lugar de causas. Varias décadas después, de
modo no muy distinto, la administración revolucionaria se
inclinaba por la represión, no daba con maneras mejores
que las policiales.
«Nueva Delicia» llamaban las autoridades, tal vez sin
ironía, al centro penitenciario destinado a recibir a la nueva
prostitución sentenciada por peligrosidad.
Y Sartre que preguntaba por la austeridad de la
revolución cubana.
Diez años después de su última visita a La Habana,
Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre firmaron, junto a
otros intelectuales entre los que se encontraba Susan
Sontag, una carta abierta que denunciaba los maltratos
sufridos en Cuba por un grupo de escritores.
Con el paso del tiempo, uno de los paralelepípedos
rectangulares que el escritor francés divisara desde la
habitación de su hotel albergaría un centro sanitario
dedicado a combatir en pacientes extranjeros los caprichos
de una particular enfermedad oftalmológica: la retinosis
pigmentaria.
Luego de sufrir estrabismo, Sartre moriría ciego.

3
Es cosa extraña que en un bar habanero de hoy se pague
por unas cervezas, el dependiente señale hacia un
escaparate refrigerado a espaldas del parroquiano e invite a
servirse. Muy extraño, pues disposición así se presta a la
agilidad de mano, al escamoteo de botellas. Y es raro que
un dependiente habanero, experto como ha de ser en
escurrimientos, se comporte tan laxamente a la hora de
sospechar de los demás.
Como buen ladrón, debería saber que sirve a otros
ladrones.
El Two Brothers de La Habana Vieja ha de ser el único o
uno de los escasos bares de la ciudad donde practican tal
exceso de confianza. Y es costumbre ganada hace poco.
El local ha sufrido numerosos cambios. Sus fundadores
en los años noventa del siglo XIX, un par de hermanos
españoles, aceptaron traducir al inglés el nombre del
negocio con el fin de atraer a los marinos estadounidenses.
Y todavía en la fachada luce inscripto en ambos idiomas,
aunque la gente prefiera llamarlo por su nombre en inglés.
A las puertas del bar La Avenida del Puerto hace una
curva, y del otro lado de la calle podría divisarse la bahía.
De no ocultarla el edificio de la aduana marítima,
paquidérmico como un Poltala y con torres toscanas que le
añaden cierta gracia.
De noche, cuando apenas existe tráfico, es agradable
estar sentado allí. No es la clase de sitio adonde llegaría un
grupo de turistas (salvo que un crucero arribe, pues la
terminal de cruceros queda cerca) y a esas horas la ciudad
vieja es poco transitada sin resultar peligrosa.
A menos que se decida un paseo más allá, bajo los
elevados del ferrocarril.
Las horas del día no son recomendables para dejarse
caer por el Two Brothers. El sol pega sobre las paredes y
adentro reina, con pocos grados de ventaja, el mismo
bochorno que en la calle. Entra el olor a combustible
derramado sobre el asfalto, y la única arma para espantar
calor y miasma son unos perezosos ventiladores de techo.
Por allí los músicos cruzan con menos frecuencia que por
otros bares, favor que se agradece. Y resulta halagador que
permitan al cliente alcanzar por sí mismo la bebida.
Estuve por primera vez en el Two Brothers a inicios de los
años ochenta, cuando era un bar en decadencia. Vendían en
pesos cubanos un ron infame y el lugar se llenaba de
estibadores, marineros entre dos viajes y vecinos del otro
lado de la bahía dispuestos a un trago antes de tomar la
lancha.
Abundaban también los tripulantes de buques soviéticos.
Los parroquianos del bar hacían bromas sobre el mal olor
que despedían éstos, y aprovechaban sus efusividades para
arrimarles gastos y timarlos.
Entonces no existían músicos callejeros, a lo más algún
viejo guitarrista en el que apenas reparaba la policía. (Me
acuerdo de uno con manía por los boleros que contuvieran
lunas. Cantaba Noche de ronda: «Luna que se quiebra sobre
las tinieblas de mi corazón.» Cantaba Confidencia: «Ya yo te
iba a querer, pero me arrepentí, la luna me miró y yo la
comprendí.» Vieja luna, Luna sobre Matanzas, Los aretes
que le faltan a la luna y otras más. Todo un lunario
sentimental.)
Los del bar encendían un radio soviético que daba toda la
música encontrable en emisoras nacionales y, en caso de
celebrarse juego de béisbol decisivo (de preferencia uno
que enfrentara a occidentales y orientales), el partido se
escuchaba con relativa atención.
La proximidad de los almacenes del puerto convocaba en
el Two Brothers a toda clase de trapícheos clandestinos y,
en exacta correspondencia, a desentrañamientos policiales.
Se sabía que el lugar estaba lleno de chivatos y, como había
que dar gritos para hacerse entender, los diálogos abusaban
de lo pronominal.
«¿Te cayó aquello?», averiguaba alguien.
«Tengo lo tuyo allá», podía recibir como respuesta.
Las letras de canciones merodeaban también por no
soltar su verdadero asunto. «Esa cosa que me hiciste, mami,
me gustó», decía un viejo son de Arsenio Rodríguez. O un
baladista mexicano hipaba: «Preso, de tu forma de hacer
eso, a lo que llaman amor.»
Al parecer, en el Two Brothers ningún negocio podía decir
su nombre.
C., un narrador a quien se le hubiera adjudicado con
mayor justicia alguna literatura nacional que no fuese la
cubana, había comenzado a componer hacia el final de su
vida un catálogo de bares de La Habana. Cada nuevo
cuento suyo transcurría en un bar, y no recuerdo si incluyó
al Two Brothers.
Los lectores de sus primeros libros se mostraban un tanto
desconcertados ante aquellas piezas nuevas. Esperaban de
él reincidencia en lo fantástico, más emblemas alquímicos,
miniaturas de algún Libro de Horas (C. tenía un empleo de
restaurador en el Museo de Bellas Artes), y, en cambio, sus
últimos cuentos ofrecían conversaciones en bares de mala
muerte, inquietudes de pequeños personajes, seres más
bien comunes y hasta despreciables.
Ahora no puedo asegurar si se trataba de un bebedor
frecuente. Coincidimos tan sólo un par de veces y hubo ron
en ellas. Fisionomía de bebedor no le faltaba a C. Guardaba
recuerdos de muchos bares desaparecidos, y en esas dos
ocasiones se refirió a ellos, a su diversidad en bebidas, a las
filas de botellas duplicadas por espejos.
«Dieciocho clases distintas de whisky», se asombraba en
el Sloppy Joe’s habanero una criatura de Graham Greene,
«Black Label incluso. Y no he contado las de Bourbon. Es un
espectáculo maravilloso. Maravilloso. ¿Vio alguna vez tantas
clases de whisky?»
(Alcancé a visitar las ruinas de ese bar descrito por
Greene. Las cortinas metálicas que cerraban su fachada
fueron alzadas para que un equipo cinematográfico filmara
parte de un documental. Décadas de abandono habían
convertido el Sloppy Joes habanero en una cueva. Las
filtraciones del piso superior formaban estalactitas, las ratas
corrían por allí con sentido de propiedad, y no quedaba ni
un añico de los espejos. Pero la barra continuaba en pie,
magnífica. Y alguien acostumbrado a los aspavientos
cinematográficos vertió agua a presión sobre el piso de la
entrada para despejar la mugre. Salió entonces, como la
luna, el anuncio inscripto en el piso. Por un instante el local
abría otra vez. El brazo de la victrola pellizcaba un disco
entre el montón de discos. La fiesta retornaba.
Más tarde un conocido me aseguró que tenía en su casa,
sirviéndole de bar, un buen pedazo de la barra del Sloppy.
De ser noticia cierta, los ladrones de pirámides habían
entrado detrás de nosotros y la barra había sido vendida lo
mismo que la Santa Cruz o el Muro de Berlín. Astilla a astilla,
piedra a piedra, como si se tratara de reliquia.)
C. adoptaba una esquina de la ciudad, Prado y Neptuno
por ejemplo, y emprendía su monólogo o recorrido a partir
de ella. Quizás, dada su discreción de narrador, se trataba
de una esquina demasiado céntrica. Pero si tomaba a Prado
y Neptuno como origen de su recorrido se debía a la mala
suerte que parecía cebarse en aquella encrucijada.
La que estuviera entre las graneles esquinas de fiesteo
de La Habana (si no fue la mayor) recibía golpe tras golpe. Y
C. asumía su defensa como habría asumido la de alguna
contemporánea suya a quien negasen, pasado el tiempo, la
categoría de beldad que alguna vez tuviera.
Para empezar, donde funcionaba ahora un restaurante
de platos húngaros y antes había existido el restaurante
Miami, la embestida de un vehículo echó por tierra una
columna.
El hotel Telégrafo era una ruina clausurada.
El cine Rialto, decorado con paneles de Intolerance de
Griffith y en la escalera planchuelas metálicas que aún
sonaban bajo los pasos de sus espectadores, llevaba años
cerrado.
Y hasta el busto del escritor modernista Manuel de la
Cruz, a pocos metros de la esquina, salía destrozado de un
accidente de tráfico.
(Esta última noticia me había sorprendido en la librería
soviética de la calle Obispo y me apuré en llegar a la escena
del accidente. Por puro pigmalionismo, porque me gustaba
la cabeza de Manuel de la Cruz, sus dos bandas de cabello
partido por una raya al medio y las puntas alzadas de sus
mostachos. Al llegar encontré el corro de curiosos de esa
clase de espectáculos. Un tanto desencantados por no
tratarse de un incendio. Decepcionados por no topar con
muerto, ni siquiera herido. Y claro que una estatua era más
que la columna dañada del restaurante de la esquina, pero
no llegaba a la categoría de cadáver ni podría
metamorfosearse en litigante gritón.
Varios curiosos se acercaron al pedestal para leer el
nombre del guillotinado. Igual habrían hurgado en los
bolsillos de un cadáver hasta dar con la documentación. Los
pedazos de cabeza de Manuel de la Cruz permanecían
dispersos mientras la policía se ocupaba del conductor
culpable. Yo llevaba una maleta, tropecé con la nariz. La
embestida del vehículo había conseguido rebanarla
limpiamente y debía residir en ella el olfato de aquel viejo
escritor, así que procuré guardármela.
Pero vino a impedirlo una curiosa. Avisó a la policía que
ya había un ladrón robándose la estatua. Señaló a la maleta
y tuve que devolver, sin mayores consecuencias, la nariz de
Manuel de la Cruz.
Unos meses después, o un año más tarde, el busto volvió
a descansar sobre su pedestal. Llevaba incrustada la nariz,
aunque en conjunto perdiera buena parte de su gallardía.
Restauraban también los edificios de la esquina. El hotel
reabría bajo su nombre de siempre, el restaurante húngaro
pasaba a convertirse en trattoria, el cine en empresa
comercial. Todo traducido a dólares. Y alrededor de la
estatua habían colocado cadenas para disuadir del paso.)
Mentalmente parado en Prado y Neptuno, ágil por la
ciudad de finales de los cincuenta, C. trazaba su catálogo de
naves hundidas. Contaba bares nunca recuperados del
cierre, locales convertidos en oficinas gubernamentales, en
viviendas de familias apretadas o en simples derrumbes.
A su muerte dejaría una novela inédita en la que un acto
violento acarreaba eterno castigo y, gracias a una pausa o
licencia de la eternidad, los personajes salían del infierno
para adentrarse en La Habana, volver a sus baretuchos de
costumbre y hartarse de pizzas en el restaurante donde un
amigo camarero facilitaba las cosas.
Escucharle a C. su discurso de bares perdidos era
tropezárselo, lo mismo que a los personajes de esa novela
póstuma, en un momento de suspensión del castigo.
No volví a verlo más. Él no acostumbraba a hacer vida
literaria y de aquel par de ocasiones en que coincidimos no
salió promesa de reencuentro.
Supe que ya no bebía ni una gota de alcohol. Debió ser
por entonces que cayó en depresión nerviosa.
El apagón fue ganándolo poco a poco. Uno de sus
cuentos últimos representaba el triunfo del lenguaje en
clave. Dos amigos se encontraban en un bar y alcanzaba a
entenderse muy poco de la conversación que sostenían.
Naranjo y Lucas eran sus nombres, sacados de un
chachachá que la orquesta Aragón popularizara en los
cincuenta. Aunque allá tomaban agua con azúcar y no
alcohol.
Los dos personajes dialogaban como si el bar estuviera
repleto de soplones de la policía o la amistad tuviera
demasiados supuestos. Amigos de los siglos, parloteaban en
plenitud de borrachera.
¿Qué referían? ¿Un negocio ilícito? ¿Un lío amoroso? ¿Un
problema doméstico o el recuento de un sueño? Quién
podría asegurarlo... Por otra parte, tampoco estaba del todo
claro qué sucedía en las anteriores narraciones de C.
Naranjo y Lucas hablaban el mismo idioma que yo había
escuchado tantas veces en el Two Brothers. Conversaban en
habanero pronominal.
Para dar con la muerte, C. se hundió en el corazón una
aguja de coser colchones. Alcanzaron a llevarlo a un
hospital y lucharon varios días por salvarlo, sin remedio.
Una tarde un tipo sacó un revólver en el Two Brothers y
disparó dos veces sobre alguien con quien compartía tragos.
Naranjo mataba a Lucas o viceversa. Un brother mataba
al otro.
Aquel asesinato hizo que no volviera por allí en buen
tiempo. Luego estuvo cerrado el local y, tal como ocurre en
esos casos, no podía saberse si era por abandono o por
restauración.
Cuando lo reabrieron (en dólares el consumo) las paredes
estaban limpias, recién pintadas, y colgaban de ellas
imágenes de La Habana de un siglo antes. Aparecía
enmarcado un artículo de periódico madrileño donde
anunciaban la reapertura, y el Two Brothers se enorgullecía
de algunos parroquianos ilustres. Federico García Lorca
había pasado por allí, su retrato colgaba junto al facsímil de
una carta suya a Jorge Guillén en la que no hablaba de la
ciudad ni de aquel bar, ejemplo de caligrafía solamente.
En sustitución del radio soviético existía un moderno
equipo de música que el dependiente gobernaba a gusto
suyo. Y ni una de las fotos que historiaban el local remitía al
Two Brothers de las últimas tres décadas, el bar de los rones
malos. Allí estaban, en alguna de las fotografías colgadas,
los marines estadounidenses. Pero no había rastro de los
tripulantes de los buques soviéticos.
De modo parecido, el diseño interior de la trattoria
inaugurada en Prado y Neptuno rendía homenaje al
restaurante de la época prerrevolucionaria y no daba cabida
a recuerdo alguno del período húngaro y de otras
caracterizaciones por las que atravesara el local.
En esa misma esquina de la que C. tanto gustara, en la
fachada del restaurado hotel Telégrafo, una tarja
conmemoraba la estancia como huésped del arqueólogo
alemán Henri Schliemann, poseedor de acciones en los
ferrocarriles cubanos. (Grata hipótesis para quien se
empeñe en linajes nacionales la de considerar que esas
ganancias en Cuba pudieron solventar los trabajos
arqueológicos de Schliemann.)
En sus excavaciones Schliemann descubrió nueve
ciudades sobrepuestas, sucesivas Troyas. La más reciente
arqueología habanera, toda esa memorabilia en paredes
recuperadas de bar, no ocultaba su predilección por una
sola Troya y se desentendía de las otras ciudades que
fueron La Habana.
El cierre de bares y clubes, ocurrido a fines de los años
sesenta, procuraba borrar todo rastro de vida placentera
que antecediera a la revolución. («Quien no ha vivido antes
de la revolución no ha conocido la dulzura de la vida»,
sostenía Talleyrand desde lo mullido.) Y por decisión de las
mismas autoridades revolucionarias se reabrían, varias
décadas después, algunos locales.
La fiesta intentaba animarse por edicto.
Procuraban retomarla en el mismo punto en que la
detuvieran, y qué mejor imaginería que la de los fifties para
hacer creer que nunca había ocurrido aquella pausa de
veinticinco años. (Puesto que la era del hombre nuevo
parecía no haber imaginado fiesta alguna, era preciso acudir
a lo prerrevolucionario.)
La utilería almacenada por la industria cinematográfica
serviría de modelo en dichas reconstrucciones. La idea
platónica de la banqueta de bar, que durante años durmiera
en un almacén, era multiplicada ahora en copias. Inventarle
continuidad a la fiesta exigía pasar por encima de dos
décadas y media. Pero ¿qué era escamotear un cuarto de
siglo cuando se consideraba la gran porción de historia que
había sido suprimida antes?
Hurto menor, sin dudas.

4
Ya es imposible reconocer cuáles bares del puerto
habanero aparecen en P.M. Ni siquiera un antiguo
parroquiano podría afirmar a ciencia cierta en qué locales
(con la excepción del Chori Club) transcurren los trece
minutos de ese documental.
Es La Habana nocturna de 1961. Invierno sin abrigos,
aunque muchos hombres llevan sombreros. Una lancha
zarpa de Regla y atraviesa la bahía. A diferencia de hoy, los
pasajeros viajan sentados. (El aumento del número de
bicicletas a fines de los ochenta obligó a retirar los bancos
de las lanchas. Fue prohibido el asomarse a la popa,
colocaron rejas para cerrar el paso. Y desde que un grupo
secuestrara una de esas lanchas para huir a la Florida se
hizo obligatorio atravesar un detector de metales y ofrecer
a escrutinio policial cada bulto. El cruce marítimo de sólo
diez minutos exige una parafernalia de aeropuerto
internacional.)
En esos primeros minutos de filme los pasajeros se
acercan a La Habana en busca de diversión. No porque en
Regla falten bares abiertos a esas horas, que seguramente
los habrá. Sino porque en noche de diversión la imaginación
cuenta con irse lejos» juega con el embarque hacia Citerea.
Las luces de los bares de la Avenida del Puerto brillan en
la superficie del agua. (Luces de Los Marinos, que ahora es
una ruina tapiada, del Two Brothers y de otros más cuyos
nombres nunca supe.) Y en cuanto los viajeros ponen pie en
tierra ya está la cámara metida en uno de esos bares.
Un grupito de músicos anima el local. Hay una negra que
no suelta la cerveza mientras baila con un blanco
borrachón. Los dos se bambolean sin perder el ritmo y a
cada vuelta la cerveza se derrama un poco sobre la espalda
del hombre. La trayectoria de ese vaso de cerveza se hace
hipnotizante. En las vueltas de la pareja se lo persigue lo
mismo que en las apuestas donde no hay que perder de
vista determinada carta.
La cerveza derramada empapa la espalda del tipo, y éste
le quita el vaso a la mujer y lo deja encima de la barra.
Tiene la mirada perdida, pero aún aguanta bien. Pueden
quedarle horas en ese bamboleo.
El bar siguiente viaja a velocidad mucho más rápida. (Es
como si la noche consistiera en bajar de una lancha para
subirse a otra.) La música resulta más vertiginosa. Se oye el
barullo de las conversaciones, aunque no llega claramente
frase alguna. Y los gestos de quienes permanecen al borde
de la barra resultan tan hipnóticos como el pendular de un
vaso a punto de derramarse.
Sobre una tipa de cara caballuna cae un rayo, la punzada
del alcohol le llega hasta la médula y se dobla para atacar la
rumba, que enseguida contagia a otros bailadores.
Una mulatica empieza a florear delante de un negro
vestido de punta en blanco. La mulatica mete al negro en el
baile para que éste se dedique a perseguirla.
Avanza la noche y se viaja hacia el oeste, de bahía a
playa abierta, hasta llegar al Chori Club. (El Vedado y sus
elegantes centros nocturnos no entran en el circuito de P.M.
Tampoco los locales que Sartre encontrara sumamente
iluminados en las cercanías de Prado.)
Al parecer, el mejor modo de llegar a un antro como el
Chori Club es dando traspiés. Los músicos se disponen a
comenzar su actuación. El Chori toca con una cara de
aburrimiento como si lo acabaran de despertar en medio de
la resaca. Acompaña el danzón del resto de los músicos con
golpes de palillo contra una botella.
Un tiquitiqui impasible y, convertidas en sombras
chinescas, las parejas pasan por delante de los músicos.
Al final sólo queda la luz submarina de los puestos de
frituras. El chisporroteo de la manteca es la única música.
«Dame una frita», alcanza a leerse en los labios de un
negrito.
La voz de Vicentico Valdés se escucha en un local vacío:
«Una canción en la mañana, que llegará hasta tu
ventana...»
Desde la lancha, un viejo de boina anuncia que zarpan
rumbo a Regla. Y las luces del puerto temblequean en la
superficie del agua antes de apagarse definitivamente.
P.M., trece minutos de vida nocturna en blanco y negro
filmados con el desaliño o la espontaneidad del free cinema,
gozó, si no de estreno en salas de cine, de exhibición
televisiva. Néstor Almendros, entonces crítico de cine, le
dedicó reseña elogiosa en la más importante revista
cubana. Y, pasada la premiere en televisión, sus
realizadores quisieron proyectar el corto en una sala
cinematográfica.
Llegaron a acuerdo con el dueño de un local
especializado en documentales (algunas salas habaneras
permanecían aún en manos de sus propietarios), y sólo
faltaba obtener licencia de la Comisión de Estudio y
Clasificación de Películas.
Tal comisión estaba dirigida por un funcionario cultural
del régimen anterior. Los abruptos cambios políticos no lo
habían desplazado. Tan ducho en moralina revolucionaria
como en moralina burguesa, resultaba sensible a los
escrúpulos de cualquier sociedad por nueva que ésta fuera.
Seguramente sostendría que la decencia era una sola y la
misma, y que su misión sobre la tierra consistía en
defenderla.
Luego de escrutar los trece minutos transcurridos en
bares, declaró a P.M. obsceno y contrarrevolucionario. Es
decir, tan obsceno sexual como políticamente. Por tanto, la
Comisión de Estudio y Clasificación de Películas eximía a
aquella obra de toda exhibición pública. Y en cumplimiento
de órdenes superiores se veía obligada a incautar cuanta
copia del filme existiera.
Néstor Almendros fue expulsado de la revista donde
publicara sus elogios, clausuraron el suplemento
periodístico que patrocinara la exhibición televisiva del
documental, y las autoridades políticas decidieron fundar
una asociación que agrupara a escritores y artistas. (En una
terraza de esa asociación tuve mi cita final con los dos
funcionarios.)
Debido al escándalo provocado por aquel documental, el
líder de la revolución pidió encontrarse cara a cara con los
intelectuales y tener unas palabras con ellos.
Para el histórico encuentro se eligió el teatro de la
Biblioteca Nacional. Bajo apariencia de brindar una anchura
magnánima, lo importante era cercar oficialmente el
pensamiento artístico. Dentro de la revolución, todo. Contra
la revolución, nada. («La nostra formula é questa: tutto nello
Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato»,
había pronunciado en 1925, también en un teatro, Benito
Mussolini en La Scala de Milán.)
P.M. fixe a parar a las bóvedas que un par de años antes
fueran saneadas por las fuerzas revolucionarias. Pues lo
declarado en el teatro de la Biblioteca Nacional suponía la
reutilización de aquellas viejas bóvedas, la apertura de un
nuevo régimen de secretos. (Una de las mayores felicidades
que acarrea cualquier triunfo revolucionario es la liberación
del viejo secreto. Bóvedas y archivos se abren, a la par que
calabozos, en una embriaguez justiciera. El empuje con que
fluye lo represado resulta entonces tan contagioso como
música de fiesta. Y, por terrible que scan las nuevas
revelaciones, éstas no dejan de inclinar a la euforia.
Redacciones de revistas y de diarios desembuchan lo que
antes no podía publicarse, dedican a la verdad volúmenes
dobles.)
Recién triunfada la revolución de 1959 fue hallada en las
bóvedas del Servicio de Inteligencia Militar una copia
íntegra de El Mégano, filme censurado por las autoridades
prerrevolucionarias. La noticia del descubrimiento llegó al
comandante Ernesto Guevara y, para satisfacer la
curiosidad de éste por obra de antigua controversia, se
dispuso una proyección en la fortaleza de La Cabaña.
El director del filme asistiría, porque por esas fechas se
impulsaba la creación de un instituto gubernamental de
cine. Su obra, treinta minutos realizados durante los fines
de semana de todo un año, contaba en una mezcla de
ficción y documental las miserables condiciones de vida de
los hombres de campo.
El comandante Guevara era un asiduo practicante de la
fotografía. A los veintiséis años, sin oportunidad de ejercer
en México la medicina, se había ganado la vida como
fotógrafo callejero con una Retina de 35 mm. Llegaría a
cubrir los Juegos Panamericanos de 1955 para la Agencia
Latina de Noticias, entidad oficial argentina. Y nombrado
embajador itinerante de la revolución cubana, en periplo por
Asia y África cargaría siempre con una cámara.
Su desempeño como ministro de Industrias (en febrero
de 1959 había sido declarado cubano) le haría recurrir
muchas veces al ejercicio de la fotografía. Sus imágenes,
salvo algunos retratos de familia y unos pocos autorretratos,
se centraban en la arqueología y las industrias: budas y
templos mayas, minas de níquel, desecaciones de ciénagas
y construcciones de fábricas. Sus instantáneas del sudeste
asiático, alcanzadas por pátina que las hace lucir más
antiguas, se encuentran entre lo mejor de su afición.
Aunque el principal valor de esa obra es el que pueda
otorgarle lo histórico del personaje.
Desde su jefatura militar en La Cabaña, Ernesto Guevara
dirigía una revista, la banda musical del campamento, un
equipo de dibujantes, el departamento de cine del ejército |
el pelotón de fusilamientos. Su curiosidad por el filme
exhumado se dirigía probablemente menos a la obra en sí
que a la prohibición que había pesado sobre ella. Se
interesaba menos por la imaginación de unos realizadores
que por las determinaciones del censor oficial.
Guevara preguntaba por los límites imaginativos del
poder anterior. Entró a la sala de cine de La Cabaña como
habría entrado al dormitorio y al despacho del tirano
depuesto. Y terminada la proyección no ocultó su
perplejidad ante el hecho de que aquella obra hubiese
logrado provocar alarma.
«¡Y Batista se asustó tanto por esta película!», comentó.
Francamente, el filme lo decepcionaba. Le encontraba
muy poco poder explosivo, dejaba demasiado en entredicho
el sistema nervioso del régimen anterior. ¿Significaba
entonces que el ejército rebelde había triunfado sobre una
dictadura obligada a cuidarse de una peliculita como
aquélla?
El director de El Mégano no tuvo más remedio que
sonreír ante la reacción del jefe militar de La Cabaña. Había
esperado tanto de esa exhibición y ahora resultaba un
chasco.
Más que el filme en sí, que habría podido no reaparecer
para quedar en leyenda, contaban para su director las
vicisitudes de filmación, la represión policial luego de su
estreno. Consideraba a El Mégano fruto de creación
colectiva (del grupo de sus realizadores saldrían los
dirigentes del instituto revolucionario de cine). Con mil
esfuerzos habían logrado estrenarlo en el anfiteatro de la
universidad habanera. Llegaron a exhibirlo una segunda vez
antes de que la copia resultara secuestrada y él terminara
detenido por el Servicio de Inteligencia Militar.
«¿Usted sabe que es una mierda su película?», vino a
increparlo durante su detención el jefe de esos servicios.
Metido en diálogo tan desigual, al joven director sólo se
le ocurrió averiguar si acaso su interrogador tenía noticias
del neorrealismo italiano. Acto seguido, se dedicó a ofrecer
al coronel algunos rudimentos del tema. (Sentía fervor por
el neorrealismo. Recientemente había regresado de estudiar
cine en el Centro Experimental de Cinematografía de
Roma.)
Pero el militar cortó diálogo tan innecesario.
«Usted no sólo ha hecho una película que es una
mierda», dictaminó, «sino que además habla mucha
mierda.»
El realizador de El Mégano tuvo que soportar los insultos
del jefe del Servicio de Inteligencia Militar. Su filme pasó
años en un sótano. De todo aquello sacó en claro que no
podría hacer cine a menos que el país cambiara. Por lo que
dedicó sus esfuerzos a la lucha clandestina contra la
dictadura.
Para hacer libre a la imaginación, para lograr filmar de
nuevo. (A fines de 1956 un comando clandestino daba
muerte al coronel jefe del Servicio de Inteligencia Militar en
el cabaret Montmartre.)
Igualmente, quien conozca la reacción oficial ante P.M. y
se haga de una copia del filme estará llamado a repetir la
reacción del comandante Guevara. Incluso con más
asombro y decepción que éste, pues El Mégano pudo ser
arma de denuncia de la miseria rural, mostraba lo que la
vida metropolitana hacía olvidar, lo que la fiesta disimulaba.
En cambio, la capacidad reveladora de P.M. resultaba nula.
Enseñaba lo que estaba a la vista de cualquier paseante
nocturno de La Habana, la cumbancha en los bares del
puerto. ¿Qué arma podía llegar a ser una película en la que
sólo aparecía gente llana divirtiéndose, sin diálogo alguno y
desprovista de comentarios?
Sin embargo, uno y otro filme, en circunstancias
distintas, resultaban inoportunos. El cine cubano de los
cincuenta, que hacía gala de los altos edificios recién
construidos, se alejaba de La Habana en muy pocas
ocasiones. De dar cabida a imágenes rurales, elegía (a
diferencia de El Mégano) las zonas menos empobrecidas y
más pintorescas. Prefería hermosas haciendas a covachas
de guajiros, postulaba el bucolismo. El campo era en esos
filmes sitio de comilona y de jolgorio, ocasión para lechón
asado en púa y justas de improvisadores poéticos
acompañados por guitarras.
Después de 1959 el nuevo cine cubano procuraría
historiar las andanzas del ejército rebelde hasta conquistar
aquella metrópoli de edificios altos. Trataría asuntos de los
cuales se había desentendido la cinematografía anterior. Y
la fiesta, recurrencia principal del viejo cine, tendría
forzosamente que pagar en indiferencia. El imaginario de la
revolución venía a conceder a lo festivo la misma franja que
dejaba la dictadura anterior a la miseria recogida en El
Mégano: márgenes, afueras, un lugar donde no ofendiera a
la vista, lo más lejos posible.
Exhibir P.M. en 1961 en una sala de cine habría
equivalido a subvertir la nueva ordenación social, a pasar
por alto estrictas reglas urbanísticas.
Una ojeada a la producción emprendida por el instituto
revolucionario de cine en la misma época de la censura de
P.M. podría hacer creer que en ella abundan imágenes
emparentadas con las de este cortometraje. Pues las
primeras muestras revolucionarias arrastran triquiñuelas de
la cinematografía anterior, repiten hábitos del viejo cine
comercial. (A principios de los sesenta el cine cubano
fotografió por última vez, con total desparpajo, cuerpos
femeninos. Todavía la cámara pudo avanzar abiertamente
hacia los culos, y la rumbera resultó criatura perfecta al
aunar nalgas y orquesta. Uno de los realizadores
prerrevolucionarios, suerte de Ed Wood con carrera en Cuba
y México, consiguió alguna vez que la cámara siguiera el
paso de una actriz, dejara fuera de plano a los actores
decisivos de la escena y condenara a éstos a existencia
radial. Pues, según credo de tal director, lo fotogénico
dictaba ciertos sacrificios.)
Pero esos primeros filmes del período revolucionario se
ocupaban de justificar el paseo de carnaval o el baile
multitudinario con la aparición de los créditos. Utilizaban
alguna causalidad, por endeble que fuera, para colarse en el
club donde una rumbera arrimaba sus desafueros a la
cámara. La lluvia de créditos, el personaje a la mesa del
club nocturno, unas pocas migajas de trama, alcanzaban a
justificar ante la comisión revisora tales concurrencias de
rumberas y coristas y figurantas de carrozas y grandes
bandas y masas en bailable. P.M., a diferencia, prescindía de
coartada. No recurría a pretexto alguno para desplegar la
fiesta. La fiesta era toda su trama.
Más allá de cuánto existiera de guerra de capillas en el
escándalo causado por esos trece minutos de película, la
aparente incompletez de P.M. debió intrigar mucho a
quienes lo examinaran. Acostumbrados como estaban a que
lo festivo sirviera de marco al conflicto de algún personaje,
les faltaba éste. Y, de ser el cortometraje uno de los
momentos musicales que trufaban otros filmes, se echaba
de menos el resto.
¿Qué lección sacar de sus imágenes? Ejercicio de free
cinema, podría despertar en los espectadores la impresión
de que un intento así era alcanzable fácilmente. Cualquier
loco armado con una camarita lograría rematar eso y más.
Se trataba de una empresa peligrosamente ligera, más aún
si se le comparaba con la recién fundada industria
cinematográfica. Constituía una potencial guerrilla fílmica.
Varios de los participantes en la creación de El Mégano,
convertidos en jerarcas del instituto oficial de cine, se
encargaron de sacar ventaja de la censura de P.M. Seis años
después de ser perseguidos por filmar, ya se alzaban como
perseguidores. Y reaparece aquí, como si de un emblema se
tratara, la cigarrera forrada en piel humana del
grahamgreenesco capitán Segura.
«¿Ustedes saben que es una mierda su película?»,
podían preguntar esos nuevos jerarcas a los realizadores de
P.M.
Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante no tendrían
que brindarles noticias acerca de la nueva corriente
cinematográfica venida de Inglaterra. Porque, a diferencia
del antiguo coronel del Servicio de Inteligencia Militar, los
censores eran gente de cine y conocían muy bien lo que
cortaban. (Dos años después les tocaría a ellos defender La
dolce vita de Fellini de los ataques de viejos dirigentes
comunistas que se oponían a que llegaran al público
habanero aquellas imágenes extranjeras de fiesta.)
Los autores de P.M. terminaron por marcharse del país.
Uno de ellos, Jiménez Leal, continuó en el exilio su carrera
de cineasta.
También emigró Néstor Almendros, para trabajar como
director de fotografía a las órdenes de Eric Rohmer, Terrence
Malick, Francois Truffaut y otros.
Siete años después de la censura de P.M., Tomás
Gutiérrez Alea elegía para la escena inicial y los créditos de
Memorias del subdesarrollo un baile a cielo abierto con la
orquesta de Pello el Afrokán. La música, percusión
abundante a la que secunda una batería de metales,
preguntaba incansablemente por un nombre de mujer. Y el
talento de Gutiérrez Alea hacía dramático lo que en otros
filmes resultaba (a lo más) efervescente.
En el baile sonaban disparos y lo que fuera hasta
entonces festejo compacto resultaba agujereado por un
muerto. La muerte abría un claro en el fetecún. La orquesta,
sin embargo, no dejaba de hacer música. Un par de
bailarinas ofrecía al público los pasos del ritmo mozambique
creado por Pello el Afrokán. Golpe de tacón y de puntera de
sus botines, cintura un tanto rígida, manos a los lados: el
mambo bailado por unas muñeconas.
La policía llegaba al claro para recoger el cádaver,
lograba sacarlo de allí, y el público seguía en sus contoneos
como si no hubiera sucedido nada. Una joven negra miraba
a la cámara mientras bailaba con un sombrero de hombre
en la cabeza. Su imagen quedaba fija para terminar con los
créditos, la expresión de la muchacha era de temor.
Mediado el filme retornaría esa fiesta, pero no iba a
lograrse averiguar mucho más. Ni la identidad de la víctima
ni la del asesino. Lo ocurrido era un dato recogido por el
protagonista, de visita en el baile. (De haber sido escrito
para una mujer, Monica Vitti habría estado perfecta como
protagonista de Memorias del subdesarrollo. La Monica Vitti
de L ’Avventura.)
¿Era esa escena equivalente a la advertencia de
Stendhal que comparaba la política en la novela con los
tiros en un concierto? Memorias del subdesarrollo fue
terminado el mismo año en que bares, clubes y otros
centros nocturnos eran tapiados como parte de una
campaña de saneamiento moral.
«Gran Ofensiva Revolucionaria», titularon las autoridades
a tal campaña. (Ese título suena chinesco, maoísta.) La
censura de P.M. había sido un aviso, la condena en efigie de
la fiesta. Primero la tomaban con unas imágenes de bares y
clubes nocturnos, para luego emprenderla directamente con
tales establecimientos.
A diferencia de El Mégano, el cortometraje de Jiménez
Leal y Cabrera Infante no debió esperar a un cambio de
gobierno para salir de las bóvedas. Bastó con un cambio de
humor de los mismos burócratas que impulsaran su
recogida para que, tres décadas después, volviera a
exhibirse. Fue programado en unas escurridizas sesiones de
cinemateca antes de desaparecer de nuevo.
Y en tanto dirigentes del instituto oficial del cine, los
realizadores de El Mégano demostraron mayor generosidad
con su propia obra. A cuatro décadas de aquella ópera
prima fijaron su atención en un pequeño cine ubicado al
fondo del Capitolio Nacional, en el corazón de La Habana
republicana. Dieron orden de que en adelante no recibiera
más el nombre de Capri, y rebautizaron la sala con el título
del filme que tanto decepcionara al comandante Guevara.
«Capítulo cerrado», debieron decirse luego de la
exhibición del filme enemigo y de los homenajes al propio.
Ya era historia saldada. Si creían haberse equivocado a
propósito de P.M., consideraban rectificado el yerro. (Uno de
ellos era capaz de recordar aquel asunto en términos de
dirección de actores: como si todas las partes hubiesen
sobreactuado.) Aunque más probablemente se otorgaban
tanta razón al acordar su condena como ahora, que
suponían regresarlo a la vida.
P.M. terminaría por encontrar un nicho en los créditos
finales de Before Night Falls, largometraje de Julian Schnabel
sobre la autobiografía de Reinaldo Arenas. Allí está,
mientras se suceden los nombres de técnicos, el vaso de
cerveza de la negra que baila.

5
Vi por primera vez Buena Vista Social Club en la sesión
vespertina de un cine de Porto. Llovía y yo era el único
espectador. O puede que a esa hora existiera alguien más
interesado en aquella historia de viejos músicos cubanos,
una mujer de cincuentitantos años y aspecto de
bibliotecaria a la que borro ahora para quedarme a solas.
Porque, aun cuando la sala hubiese estado llena, yo habría
sido allí el único espectador para aquel filme.
Desde hacía semanas llovía sin parar. Mis zapatos
mojados formaban una fila a la entrada del apartamento.
Llevaba puesto los más impermeables, que de poco servían
ya, y en cuanto oscurecieron la sala de cine me libré de
ellos. Los dejé al pie de un segundo paraguas. (El primero
fue inutilizado. Al final de un callejón, en el camino a casa,
el viento arrinconaba esqueletos de paraguas en lo que
parecía una masacre.)
Dos veces a la semana venía una empleada a dar un
poco de orden a aquel apartamento. Dourinda, se llamaba.
Tenía un ojo de vidrio, un marido que la representaba en las
negociaciones y dos hijos de edad escolar. Vivía en una de
las casas pobres de la ribera del Douro y su nombre le venía
de aquel río.
En nuestras conversaciones Dourinda acostumbraba a
referirse a las grandes crecidas. Varios restaurantes y
tiendas de los bajos conservaban marcas de inundaciones,
yo podría verlas. En cambio, los establecimientos de mayor
categoría (o que acaso querían aparentar ésta) se habían
tomado el trabajo de borrar de sus paredes tales huellas.
Durante nuestra primera entrevista ella hizo que su
marido me enseñara los productos de limpieza que tendría
que procurarle para su trabajo. Ésos exactamente, nunca
otros. El marido, trabado de movimientos igual que ella,
dispuso sobre la mesa de la cocina una fila de envases
vacíos.
Acordamos él y yo los horarios sin que Dourinda
participara en el trato. Y cuando intenté devolverle aquellos
envases, la desconfianza del matrimonio no lo permitió. Les
parecía insuficiente que hubiese tomado nota.
De coincidir en las tiendas del barrio, Dourinda se me
acercaba con cautela y, luego de saludar, echaba una
ojeada (nunca mejor dicho) a lo que cargara yo en la cesta.
Se encogía hasta poder cobijarse bajo mi barbilla y, en un
susurro, para que ninguna de sus conocidas alcanzara a
escucharla, deslizaba advertencias disuasivas sobre mis
elecciones.
Según ella, la ribera del Douro era una sucesión de
trampas a la espera de turistas. Esos restaurantes apurados
en borrar de sus paredes toda marca de desastre
procuraban no levantar sospechas para luego, a la hora de
la cuenta, pegar el sablazo. Unas simples pantuflas se
inflaban de valor en los escaparates de las zapaterías como
si condujeran a mejores pasos. Y ni hablar de comprar carne
por allí. ¿Alguna vez, de noche, me había tomado una
cerveza en uno de los bares frente al río? Bien, al menos
ése había sido un capricho. Pero yo no tenía por qué pagar
cada una de mis necesidades cotidianas como si se tratara
de excepciones.
Podía haber llegado de muy lejos y manejarme con
torpeza en el idioma local, pero no merecía un trato así. Mi
casa daba al Douro, en lo alto de una colina que coronaba el
palacio del arzobispo. De ser católico, tendría parroquia a
unos pasos del puente Dom Luis Primeiro. Y al doblar la calle
quedaba la sede del equipo de fútbol al cual podría alentar,
«Os Passarinhos da Ribeira» (título para un equipo deportivo
como no lo pondrían en ningún otro sitio). No podrían
confundirme más con los turistas de paso. O yo mismo
empezaba a considerarme más a tierra o seguirían
timándome.
Todo esto dicho casi sin palabras.
Las tardes en que venía Dourinda yo prefería salir.
Demasiado temprano para recalar en el café de la Avenida
dos Aliados, donde me conocían, visitar una librería o una
tienda de discos extendía el perjuicio hasta fines de mes. Y,
ya que la lluvia imposibilitaba pasearse junto al océano o
seguir un sendero en los jardines del Palacio de Cristal,
quedaba únicamente el cine.
Comprobar que en toda la ciudad no había un conocido a
quien pudiera visitar o pedirle encontrarnos, me daba una
extraña sensación de libertad. Yo había elegido la ciudad
más aburrida y despoblada para pasar el año de mi beca.
Me había cerciorado de que no contara con colonia cubana
ni constituyera cruce de caminos de las caravanas de la isla.
Y en todo el año sólo pasaron por allí una delegación de
burócratas que cultivaban las artes como violín de Ingres,
un equipo deportivo que arrasó con el equipo local, y los
viejos de una orquesta típica a quienes me tropecé en una
calle comercial para ayudarlos a comprar sombreros y
corbatas.
Mi propósito principal, además de trabajar en un libro,
era estar solo por un año. Y aunque no pude cumplirlo del
todo, alcancé a conseguirlo en buena parte. Pasé semanas
enteras sin intercambiar más que saludos y observaciones
meteorológicas. Solamente alguna petición al camarero del
café o al vendedor de periódicos, diálogos breves con el
cartero a través de un muro de piedra. Y escucharle a la
propietaria de una tienda, a la espera del cambio, quejas
sobre el comportamiento de un hijo bebedor encaramado en
una motocicleta todavía por pagar.
Amén de mis conversaciones con Dourinda.
Un año mondo. Lo que hice en él pesó muy poco, y poco
sucedió salvo estaciones y festividades, floraciones,
migraciones de pájaros, elecciones de gobierno. Lo más
notable resultó ser el propio paso de días, semanas y
meses. Mil novecientos noventa y nueve por sí mismo, el
año como recipiente. Como uno de los recipientes vacíos
que el marido de Dourinda me dejara en la cocina para que
no cometiera equivocaciones al comprar.
El año había empezado a inicios de diciembre, con los
adornos navideños en las calles. En Navidad recibí de regalo
una botella de vino antiguo y un bolo rei, roscón con frutas
incrustadas. N., que vino de Madrid, encontró dentro del
roscón la judía que daba suerte.
Enero entró muy lentamente. El carnaval fue triste, eran
tristes las fiestas. Poco antes de que arribara la primavera
me junté a una familia, mis únicos amigos, para recoger
ramos de mimosas, las primeras flores en los árboles.
Fue entonces que la ropa negra desapareció para dar
paso a ropa gris no menos severa.
Las fiestas universitarias de fin de curso tomaron la
ciudad con sus carrozas. Y hubo cerveza bajo los paraguas.
En la víspera de San Juan se azotaban unos a otros con
largos tallos de ajo. N., otra vez conmigo, consiguió
acertarle entre la multitud a un importante político. Para
aquellas fiestas iluminaron con fuegos artificiales el puente
Dom Luis Primeiro. Por el cielo ascendían globos de papel
impulsados por el aire caliente de unas llamas. Comida de
rigor: sardinas a la brasa. Y al día siguiente los diarios
reconocían que el festín de fuegos artificiales no resultó tan
lucido pues la ciudad había celebrado la victoria de su club
de fútbol con aquel mismo presupuesto.
Fue brillante el verano, y quizás demasiado brillante el
veranillo de San Martín.
Una noche desapareció el río y los anuncios de las
bodegas en la otra orilla, Gaia. Un banco de neblina
atlántica navegaba tierra adentro y borraba el Douro a su
paso. Entró por las ventanas de casa. Los muebles
desaparecieron igual que las orillas.
La casa se esfumó por unas horas.
Resultó ser el momento cumbre del año. Si lo que yo
buscaba era desaparecer, no pudo existir mejor acto de
ilusionismo.
Se trataba también de un anuncio del invierno, aviso de
que se acercaba el fin de mi estancia allí.
«Si en todo este tiempo no llegaste a convencerte de la
necesidad de exilio, mejor regresa a Cuba», opinó N.
Había vuelto a Porto para despedirse.
Pusimos al fuego una olla de frijoles negros y bajamos al
bar. Por el partido de fútbol en la televisión supimos que en
Lisboa hacía buen tiempo. Los dos habíamos soñado con
visitar juntos Lisboa, lo teníamos prometido desde La
Habana. De manera que apagamos la olla de frijoles y nos
pusimos en camino.
Le enseñé en día y medio la ciudad y allí nos
despedimos. La judía encontrada hacía un año dentro de un
roscón era tesoro suyo, tocaba a N. comprar el nuevo bolo
rei y yo ya no estaría para compartirlo.
Una tarde, a la salida del café de costumbre, descubrí
unos camiones que distribuían los adornos navideños de las
calles. El marido de Dourinda quiso saber si acaso vendría
otro escritor después de mí.
«Viene alguien de China», prometí sin que me asistiera
ninguna evidencia.
Y al final de ese año entré a un cine donde ponían Buena
Vista Social Club.
El guitarrista y productor musical Ry Cooder había ido a
La Habana con el fin de juntar en un estudio de grabaciones
a cultivadores de música campesina cubana y ejecutantes
africanos. De una estancia cubana anterior se había llevado
a casa grabaciones. Su más reciente disco, junto a Ali Farka
Toure, había resultado sumamente exitoso, y ahora le
complacía imaginar qué podría obtenerse al mezclar ambas
vertientes musicales.
Para encargarse de la percusión lo acompañaba su hijo
Joachim. El piquete de músicos cubanos ya estaba listo en
La Habana, sólo quedaba esperar a la gente de África, y
entonces llegaron malas nuevas para el productor y músico
norteamericano: la delegación de artistas africanos había
hallado obstáculos en París y no podría llegar a tiempo.
No llegaría nunca a La Habana.
Ese tiempo muerto en el que un productor musical y la
mitad de sus músicos aguardan a la otra mitad habría
despertado el interés del cineasta Wim Wenders. Los
preámbulos de la grabación del disco Buena Vista Social
Club parecían asunto suyo antes de que Ry Cooder le
propusiera realizar un documental sobre músicos cubanos.
El director de cine alemán sentía fascinación por la calma
chicha. Uno de sus filmes, The State of Things, contaba el
paro obligatorio de un equipo de filmación en un balneario
próximo a Lisboa. Técnicos y actores que iban, venían y
cambiaban de humor a la espera de que su director
regresara de una junta con productores en San Francisco.
El ingeniero de sonido protagonista de otro filme suyo,
Lisbon Story, recibía la invitación de un amigo director que
lo esperaba ya en Lisboa para trabajar juntos en un
homenaje al centenario del cinematógrafo. A causa de un
accidente, el ingeniero llevaba una bota de yeso y arribaba
a duras penas. Para descubrir que su amigo director había
desaparecido, asesinado en el peor de los casos.
En la espera, ese ingeniero daba con los ruidos de
Lisboa, algunos de ellos únicos (sonidos del Elevador da
Bica o del Elevador da Glória). Compartía alojamiento con
los músicos de Madredeus, quienes ensayaban el repertorio
de su próxima gira. Y hallaba entre las pertenencias del
amigo desaparecido imágenes del filme que planearan.
Así pues, las vicisitudes de Ry Cooder en La Habana
cabrían perfectamente en The State of Things o en Lisbon
Story. Sin embargo, iban a ser las biografías de los músicos
cubanos las que ofrecerían a Wim Wenders las mayores
reservas de tiempo muerto. Porque Cooder podía haber
esperado durante semanas a los ejecutantes africanos
contratados por él, pero los músicos cubanos llevaban
décadas de sus vidas a la espera de Ry Cooder o de algún
otro productor que los salvara.
Rubén González, de edad avanzada, pronto arribaría a
los diez años sin tocar las teclas de un piano.
Luego de varias decepciones profesionales, Ibrahim
Ferrer tenía decidido no cantar más y se ganaba la vida
como limpiabotas. (Vinieron a buscarlo de parte de Ry
Cooder y él estaba enfrascado en sacar brillo a unos
zapatos. Ni siquiera le dieron tiempo a bañarse antes de
entrar al estudio de grabaciones.)
No hacía mucho que Compay Segundo, el de mayor edad
entre todos, cobraba importancia gracias a un productor
español. Y sólo Omara Portuondo había conseguido
mantener carrera sostenida como vocalista, aunque a
escala nacional. (Durante años fue ocupación suya entonar
el himno Siempre es 26 para las celebraciones
gubernamentales. Y fue ganadora del más importante
concurso nacional de música como intérprete de una
canción no menos hímnica: Junto a mi fusil mi son.)
El director de cine Manoel de Oliveira aparecía en Lisbon
Story de Wim Wenders. Dar con el viejo cineasta era una
razón por la que cualquier ingeniero de sonido habría
viajado hasta Portugal en ocasión del centenario del cine.
De Oliveira era el único realizador en todo el mundo cuya
obra primera pertenecía a la edad muda del cine y aún
seguía en activo. De cierta manera, él era el cine. Los
festejos por el centenario eran sus festejos.
Compay Segundo (de nombre Francisco Repilado) era un
sobreviviente parecido. En su carrera musical había
atravesado por todas las técnicas de grabación, las había
practicado todas. La fama lo había alcanzado tarde y su
mayor fuerza residía en haber conseguido sobrevivir a otros.
Clarinetista al fondo del Conjunto Matamoros, voz segunda
en el dúo Los Compadres: aunque no fuera del todo exacto,
podía celebrarse en él la mejor época de la música popular
cubana.
Lo ameritaba por aferramiento.
Y tenía que ser él quien descubriera en el barrio
habanero de Buenavista la ubicación del club al que Orestes
López dedicara su danzón. (Antes de ser tomada por Ry
Cooder, la pieza Buena Vista Social Club había sido caballo
de batalla del pianista ciego Frank Emilio Flynn, quien la
incluyera en varios de sus discos. A la formación tradicional,
Cooder agregaría intromisiones de slide guitar. Si la pieza
era una media de seda, la guitarra hacía carreras en ella.
Podría estimarse que rompía tejido tan fino, pero también
era estimable cuánto de piel permitía apreciar.)
Tocado con un sombrero, vestido de traje, encorbatado,
un habano en los labios y el cuerpo tan gloriosamente
extendido como el de un pagano en una bañera, Compay
Segundo buscaba en un descapotable de los cincuenta el
emplazamiento del antiguo club.
«Hay que preguntarle a los viejos», sugería.
Como si alguien mayor que él pudiese ayudar en la
tarea.
Al auto iban a acercarse varios de esos vecinos que
aguardan por los alrededores de las tiendas vacías. Menores
que Compay Segundo en edad, éste se permitía tratarlos
como a viejecitos pues la oportunidad iba con él en aquel
descapotable. El músico señalaba a una negra que
seguramente había bailado en aquel club y la mujer lo
confirmaba: sí que había bailado allí hasta caerse de
cansancio, podría indicarles el camino.
Cada uno aportaba sus orientaciones. Muchos no
conocían el sitio, pero por nada del mundo iban a quedarse
callados. Por supuesto que se acordaban, en sus buenos
tiempos habían estado de cuerpo entero en las fiestas del
club de Buenavista.
Y cuando la cámara diera con el sitio resultaría
decepcionante. Convertido en domicilio de familias, el
edificio era menos imponente que el danzón.
Ya el viejo músico a quien habían hecho actuar como
detective podía reunirse con dos o tres curiosos. Éstos
habían tenido a bien enseñarle el camino hasta el club, él
les brindaba a cambio el secreto de su longevidad.
Pormenorizaba la preparación de uno de los sopones que
acostumbraba a tomar, conversaba con ellos de dietética.
Buena Vista Social Club, el filme, contaba cómo un grupo
de músicos estancado en uno de los más estancados países
del mundo llegaba al Madison Square Garden gracias a la
visión de Ry Cooder. (En lugar de ángeles en Berlín, viejitos
en La Habana.)
Compay Segundo buscaba las ruinas del club social de
Buenavista, el grupo era entrevistado músico a músico, se
asistía a la grabación de un nuevo álbum y el filme
culminaba con la estancia de los cubanos en New York y la
noche triunfal en el escenario.
A través de calles en ruinas se llegaba al destartalado
estudio de grabaciones habanero. Buena parte de la crítica
cinematográfica cubana acusaría a Wenders de cebarse en
un paisaje bombardeado. Como si Centro Habana no
contuviese mayor decadencia que la mostrada por el
documental. Como si fuera Wenders, al fotografiarla, quien
produjera esa miseria.
Olvidaban tales críticos que, en sus filmes de ambiente
portugués, Wim Wenders cortejaba las mismas obsesiones
que al fotografiar La Habana. Y valdría afirmar (en descargo
de Wenders y de la ciudad) que Buena Vista Social Club fue
filmado en época de lluvia, cuando las calles habaneras
alcanzan sus cotas más altas de asquerosidad.
No obstante, lo que más pareció complacer al director
alemán en sus periplos habaneros fue el ajetreo de la gente.
Seguía gustosamente a viejos autos norteamericanos y a
ómnibus que pasaban repletos, vehículos inventados a
partir de camiones. Dedicaba tiempo de película a quienes
transportaban por las calles una puerta o un refrigerador,
prestaba atención al juego callejero de unos niños.
Intentaba así agregar velocidad a los viejos artistas. La
cámara giraba agotadoramente alrededor de ellos mientras
cantaban. £ igual de vertiginosa había sido su filmación del
grupo Madredeus en Lisbon Story.
En el enorme salón veneciano de la antigua Sociedad de
Dependientes Rubén González tocaba un piano vertical. Lo
rodeaban niñas gimnastas (el edificio, que entonces era
escuela deportiva, alberga ahora a la escuela de ballet
clásico) y Wenders sacaba provecho de tanto dinamismo en
torno al viejo pianista.
Joachim y Ry Cooder viajaban en una motocicleta que
daba a la secuencia indiscutible aire de guerra. Hijo y padre
cruzaban un campo de batalla con la encomienda de
entregar un mensaje. La batalla era contra el tiempo, no
sabríamos decir cuál era el contenido del mensaje. O lo
sabríamos en cuanto éste saliera del destartalado estudio
de grabaciones de la calle San Miguel, en Centro Habana.
Otro momento del documental, más plácido, reunía a
ambos Cooder. En un espigón junto al mar tocaban tres
músicos, Joachim Cooder entre ellos. Su padre se daba sillón
o hamaca. (Si el mayor de los Cooder había acercado a la
música cubana la guitarra hawaiana, Joachim tocaba el
tambor udú, de procedencia nigeriana, instrumento
desconocido en Cuba.) El oleaje y la música resultaban
adormecedores. Y la voz del mayor de los Cooder narraba
cómo había llegado a productor de aquella música, contaba
su fascinación de décadas por unos ejecutantes a quienes
conocía de oídas, aunque no de nombre.
La descarga musical junto a un mar suntuosamente
calmo arrastraba al reino de las imágenes edénicas. La
misión de Ry Cooder como productor discográfico consistía
en defender lo edénico de la guerra del tiempo. Había
pasado del no saber qué hacer con tal acervo musical a una
estrategia traducida en sucesivos álbumes. Según definición
suya, procuraba recrear la música de una orquesta de los
años sesenta que nunca había existido.
Su intuición musical, enfrentada a riqueza con la que al
principio no supo arreglárselas, le permitía ahora detectar
una ausencia notable. Podía, gracias al estudio de otros
cuerpos celestes, asegurar la existencia de un planeta
invisible. Ateniéndose a una tabla mendeléieviana predecía
el advenimiento de un elemento químico nuevo.
Cada músico de Buena Vista Social Club aparecía en su
casilla de tabla periódica, filmado a solas en una sala de
fiestas vacía o algún bar. No se trataba de espacios
decrépitos, aunque tampoco podría asegurarse que
estuviesen animados a la noche o en alguna otra noche de
la semana.
Se los intuía siempre vacíos. La fiesta los había
abandonado hacía mucho tiempo. Constituían los sucesivos
salones de fiestas de un hotel fantasma. (Notas de slide
guitar en el danzón Buena Vista Social Club como fuegos
fatuos. Como el rechinar de una tiza en un pizarrón, como
hielo caído en una carie. Un danzón que podría figurar en la
banda sonora de una película de horror.) La imposible
orquesta de los sesenta amenizaba las noches del hotel
Overlook en El resplandor. Y si P.M. avisaba del cierre de la
fiesta, Buena Vista Social Club era señal de su regreso. Muy
pronto los bares de La Habana Vieja se llenarían de músicos
dispuestos a entonar una y otra vez los mismos temas
musicales que aparecían en el álbum y en el filme. El cuarto
de Tula, incendiado por un descuido de su propietaria,
vendría a sustituir la canción que lloraba otra pérdida: la del
comandante Ernesto Guevara.
6
En uno de sus apuntes para el libro sobre la vida
parisiense que no alcanzó a terminar, Walter Benjamin
llamó la atención sobre el hecho de que los relojes de
fachada fueran el blanco favorito de los disparos
revolucionarios durante la Comuna. Según tal noticia,
prácticamente todos los relojes públicos de París terminaron
detenidos por las balas y algunos llegaron a perder sus
manecillas en la balacera.
Qué sentido tiene comportamiento así, no parece del
todo claro. Y puede que no cuente con sentido alguno.
Ocurría a la hora del aturdimiento, del frenesí y la descarga
de revólveres en la fiesta mexicana. Pero si unos tiros al aire
permiten entender que se dispara al cielo, vacío o plenitud
según sea la hipótesis, Nada o Dios, ¿cómo no va a encerrar
sentido una descarga dirigida contra los relojes? Cuando
menos, se intenta fijar una hora para siempre, se le corta el
paso al Tiempo. (Sería preferible llamar a esta figura por
nombre de una edad más confiada en los dioses y tratarla
de Cronos.)
Los disparos declaraban el estupor de las fuerzas
revolucionarias ante la ligereza con que podía ser tratado el
momento de triunfo. Apurado como estaba por pasar a otros
asuntos, Cronos le dedicaba solamente un instante. Como si
el triunfo de una revolución constituyese un acontecimiento
más, en lugar de ser el Acontecimiento. (Thomas Carlyle iba
a asombrarse de que, durante la toma de la Bastilla, el gran
reloj del patio continuara impasible su marcha como si nada
especial estuviese ocurriendo.)
Llegadas al gobierno, las huestes revolucionarias iban a
encargarse de castigar esa insolencia, combatirían la
ligereza de aristócrata de Cronos, su veleidad de dios.
Desatarían una campaña de conmemoraciones en
desagravio, y los discursos oficiales harían continuos
llamados al instante precioso e inolvidable del triunfo.
Convertirían a éste en historia, apostarían densidad sobre el
minuto. Una edad nueva, la más verdadera de todas, la que
acarreaba más justicia, había empezado allí. Aquel instante
constituía el kilómetro cero de todas las autopistas.
Obligarían a Cronos a revisitar el momento que intentara
pasar por alto. Con tal de que aprendiera la lección, le
hundirían el hocico en su mierda lo mismo que a un
cachorro. Tendría que cabalgar en círculos a las órdenes de
un látigo.
Así, el mayor proyecto de la revolución consistiría en la
doma del tiempo. Cada año sería bautizado dándole una
particular misión. «Año de la Reforma Agraria», «Año de la
Educación», «Año de la Planificación», tituló el gobierno
cubano a los que sucedieron a 1959. Tales títulos, de rigor
en el encabezamiento de cada documento oficial, de cada
comunicación de empresa y de cada examen escolar,
poseían la cualidad a la vez retadora y lisonjera de las
frases modelo recomendadas en los cursos de autoayuda.
Eran ensalmos con los que dirigirse a un mejor yo, a una
sociedad mejor.
Y cuando viniera a cumplirse el agotamiento de tanta
motivación, aquellos títulos iban a reducirse a lo
simplemente acumulativo: «Año Treinta de la Revolución»,
«Año Treintiuno de la Revolución» y así sucesivamente, en
seco humor.
Lo que fuera aventura abierta ya se institucionalizaba. La
marcha de la tropa terminaba con cada jefe en un
despacho, desahogándose en sus subordinados, el ojo
puesto en otros departamentos y en la complacencia de los
caprichos del Uno.
Conspiraciones de pasillo sustituían a las antiguas
emboscadas. Ninguna invasión posible cabía ya, sino
ascensos y destituciones. Y en lugar de plano de batalla,
organigrama. La tierra, que antes pareciera dilatada y a la
espera, se había transformado en escalafón. (En sus últimos
años, el comandante Ernesto Guevara escribe una carta a
su madre. Ya no cabe en Cuba donde ha sido jefe militar,
embajador, ministro de varios ramos, presidente de la
banca. Los trabajos en la gobernación no consiguen aplacar
su impaciencia como antes lo hiciera la guerra de guerrillas.
A él, que ha recorrido el continente en balsa y en
motocicleta, tampoco parece quedarle mucho espacio en el
mundo. Juega con la idea de lanzarse a China. Se va, en
cambio, al Congo y luego a Bolivia, donde encuentra su
muerte. Había proclamado la necesidad de crear muchos
Vietnam, y llevaría hasta las últimas consecuencias su
nomadismo revolucionario. Escribe el horror por todo
domicilio, la suya es la epístola de un pirata a su madre. De
un pirata exhausto pero obligado a continuar, alma en pena
de un buque hechizado.)
Pero el tedio de burócrata podría combatirse con la idea
de que, dentro de la revolución, ocurría una revolución. La
añoranza de la violencia hacía nido en ese subconjunto
matemático. Pujar el día a día del nuevo régimen requería
tanta energía como la toma de poder. Los trabajos de la paz
precisaban el mismo énfasis que el vaciar una
ametralladora contra el enemigo. Y en tales ejercicios
loyolanos cada jornada era otra vez la jornada del triunfo.
Empezar el día desde cero con el cuidado puesto en no
salirse de la revolución (dentro de la revolución todo y
contra la revolución nada) obligaba a lo conmemorativo, a
enviar continuas excursiones al tiroteo contra los relojes
públicos. Operación decepcionante, pues dejaba a las
puertas sin permitir entrada.
Dentro de la revolución, todo. Pero ¿quién conseguía
estar adentro? ¿Quién alcanzaba a desenvolver los ritos de
la cotidianidad en medio de un ciclón? Desde Rávena, Lord
Byron había escrito a Thomas Moore el siguiente propósito:
«hacer entender a la gente que la poesía es la expresión de
una pasión exalta da y que no existe una vida de pasión,
como no existe un terremoto continuo o una fiebre eterna.
Además, ¿quién podría afeitarse en tal estado?» (La
revolución era asunto de barbas.)
Ya desde que los combatientes revolucionarios
apuntaban a las manecillas de los relojes aquello resultaba
elegiaco. Coincidían allí un par de epitafios, el del antiguo
régimen y el de la revolución. A juicio de Cioran, una
revolución sólo triunfaba al combatir un orden irreal. (La
perplejidad del comandante Guevara después de asistir a la
proyección de El Mégano reconocía esa irrealidad del
antiguo régimen.) Alarico no había conquistado Roma, sino
un cadáver. Le correspondía a él, lo mismo que a los
jacobinos, el único mérito de una buena intuición.
La revolución conquistaba un orden irreal para
inmediatamente volverse irreal ella misma. Del
encontronazo entre Alarico y Roma salían dos cadáveres. El
tiroteo a los relojes constituía una delgadísima divisoria
entre el orden irreal cancelado y el orden no menos irreal
que se iniciaba.
Idéntica a un naufragio, la revolución ocurría para dejar
afuera a todos. (Los mártires del camino hasta el triunfo
eran sus únicos afiliados indudables.) Karl Marx, citado por
Georges Sorel citado a su vez por Isaiah Berlin, sostenía que
quien hiciera planes para después de la revolución era un
reaccionario. Afinando tal fórmula, podría asegurarse que
todo el que tuviera planes para después del triunfo de la
revolución podía ser considerado reaccionario.
Sobrevivir al tiroteo a los relojes regalaba
automáticamente condición negativa. Se estaba siempre
bajo sospecha. Bajo vigilancia. Combatividad revolucionaria,
llamaban al espionaje y a la acusación. (El terror
revolucionario desechaba el uso de la lettre de cachet a
favor de otras formas de delación.) En asambleas dedicadas
a la educación comunista se implementaban traiciones
como psicodramas, y resultaban de rigor los discursos de
autocrítica, en una mala mezcla de ágora y de
confesionario.
La policía se mostraba presta a examinar cualquier bulto
que pareciera sospechoso en un transeúnte. El gobierno
revolucionario imponía la utilización de expedientes
estudiantiles y laborales. Y el furor de los maestros de
escuela o de los administradores de empresa no hacía más
que amenazar con lo definitivo de una mancha en aquellos
expedientes.
La culpa se transmitía genéticamente. La revolución
había creado un extenso reinado de culpa.
Para escapar de él era preciso repetir una de las hazañas
del barón de Münchhausen en su campaña contra los
turcos. (A ambiente hipócrita, remedios de gran mentiroso.)
Hundido en un pantano con su cabalgadura, el barón pudo
salvarse al tirar de su propia coleta. Y, apretando las
piernas, consiguió también sacar a su caballo.
¿Cómo ser considerado revolucionario cuando se estaba
siempre revolución afuera? El insomnio desenvolvía las mil y
una novelas psicológicas, convertía a cada quien en un caso
de conciencia. Las interrogaciones adoptaban con
frecuencia cariz impersonal y se hacían cábalas acerca de la
fecha en que la revolución había comenzado a traicionarse.
Lo cual era un modo indirecto de preguntar por la
exclusión propia.
Cada fecha atribuida resultaba una porción de arenas
movedizas. A una bajeza considerada inicial venía a
desmentirla una anterior bajeza. Y quizás se exageraba al
aceptar como único momento revolucionario aquel en que
las balas impactaban a los relojes públicos. El resto, según
tal hipótesis, era traición, sobrevivencia avara.
Los revolucionarios habían hecho de la fiesta un obsesivo
centro de ataque durante el antiguo régimen. A fines de los
años cincuenta, la propaganda clandestina pedía la
colaboración de los habaneros en un boicot resumido
publicísticamente bajo la fórmula de tres C: cero cena, cero
cine, cero cabaret. (Igual ojeriza alfabética tendría en los
años sesenta la campaña revolucionaria contra prostitutas,
proxenetas y pederastas: las tres P.) Comandos
revolucionarios desaconsejaban el ocio, colaban violencia
dentro de los festejos, ordenaban el enlutecimiento general.
El sabotaje alcanzó a cines y centros nocturnos. En tanto
los mártires cayeran no podía sonar música frívola. El ocio
resultaba cómplice, criminal. Y, ya en el poder, los
revolucionarios clausurarían los espacios que antes
dinamitaran. Porque, si bien había cesado la siega de
mártires, continuaba intacta la inquina revolucionaria contra
la fiesta.
Pretextaban, claro está, otras razones. La prohibición de
bares y centros nocturnos obedecía a una campaña contra
el despilfarro energético. Al perder buena parte de su
capacidad disuasiva, el dinero no garantizaba
responsabilidad alguna en los trabajadores. Y la fiesta podía
extenderse sobremanera, peligrosamente, hasta ocupar el
tiempo todo.
La nueva economía organizaba filas ante las ventanillas
de banco. En la lucha contra Cronos se cambiaba moneda y
calendario. Disponían hogueras para el papel moneda del
antiguo régimen, y billetes nuevos pasaban a conmemorar
las nuevas fechas.
Entregando dinero a cambio de ningún esfuerzo,
escamoteándolo cuando fuera justamente ganado,
ofreciéndolo en abundancia en tanto retiraban toda
mercancía donde utilizarlo, haciéndolo escasear en cuanto
se recuperaban tiendas y comercios: las técnicas de
socavamiento resultaban aproximadamente las mismas de
un manual de torturas: cambios vertiginosos, dislocación del
sentido temporal, rompimiento de la ilación y de cualquier
puente que intentara asociar un efecto con alguna causa.
Como indicador del tiempo, como servidor de Cronos, el
dinero era abajado.
La marcha de la economía revolucionaria iba a demostrar
que los nuevos billetes emitidos no eran más que volantes
para festejar la prometida desaparición de la moneda. Y,
mientras tanto, cada sustituto de la moneda que se
inventaba era de una oportunidad más ridicula que la
anterior.
Estímulos morales, acostumbraban a llamar a tales
sucedáneos. En lugar de billetes, honores. Un diploma, una
mención en la asamblea de trabajadores, una salva de
aplausos, el nombramiento como delegado a una asamblea
superior.
Desmentido el dinero como móvil, la construcción de la
nueva sociedad constituía una tarea moral, empresa de
honor a la que no empujaran las expectativas de alcanzar
un sueldo a fin de mes. El ocio, por tanto, tendría que
perder sus brillos. En el camino a la fábrica (camino a la
iglesia de otros puritanismos) no podrían abrir sus puertas
las tabernas.
Y a la fábrica se iba por conciencia, no en busca de
comodidades futuras.
«Hay gran abundancia en un espacio limitado, y todos
los que se mueven en él pueden participar de lo que haya»,
tipifica- ba Elias Canetti a la fiesta. «Los productos, sean del
género que sea, son expuestos en grandes cantidades. Cien
cerdos yacen atados en filas. Hay montañas de frutas
apiladas. En enormes recipientes, se ha preparado la bebida
predilecta, que aguarda a los consumidores. Hay más de lo
que todos juntos podrían consumir, y para consumirlo afluye
un número cada vez mayor de gente. Se servirán mientras
quede algo, pero la cosa tiene visos de no terminarse
nunca. Hay abundancia de mujeres para los hombres y
abundancia de hombres para las mujeres. Nada ni nadie los
amenaza, nada los pone en fuga; la vida y el placer están
asegurados mientras dure la fiesta. Se han abolido muchas
prohibiciones y separaciones; se permiten y favorecen
acercamientos totalmente inusuales.»
En las antípodas de los disparos a relojes, la fiesta no
pretendía fijar ninguna hora, sino dejar que corrieran todas.
Canetti haría notar que en ella no existía meta única para
sus participantes, ni objetivo que debieran alcanzar todos
juntos como masa. «La fiesta es la meta, y ya la han
alcanzado.»
Demasiado clara quedaba su rivalidad con las
concentraciones políticas en torno a la idea fija de un líder.
(«Sola la voz, por su cansancio y su amargura, por su
fuerza, nos revelaba la soledad del hombre que decidía por
su pueblo en medio de quinientos mil silencios», describió
Jean-Paul Sartre una celebración pública habanera.) Y la
misma revolución capaz de movilizar a cientos de miles de
personas para sus aniversarios, condenaba cualquier conato
de festejo entre la gente. Procuraba administrar el
entusiasmo y la alegría, derivar éstos hacia cauces políticos
y fabriles.
Único patrono en la economía, único partido en la
política, único proveedor de víveres y único mecenas
cultural, pretendía aún más. Totalizaba.
En P.M. la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas
había sabido ver a un hatajo de vagos que mataba el
tiempo en tanto los campos de caña de azúcar necesitaban
macheteros y las acerías derramaban su caldo caliente. (En
1971, nombrado oficialmente «Año de la Productividad», se
promulgaría una ley contra la vagancia. En el país había
más parásitos y gente ociosa que en toda la novelística rusa
del siglo XIX.)
De esa pareja compuesta por un borracho y una mujer
empecinada en la cerveza, ¿qué podría sacarse al otro día?
La historia no parecía transcurrir para ellos dos. Adoptaban
la ligereza de un dios respecto al momento del triunfo
revolucionario, proclamaban la futilidad de los
acontecimientos. Para la morralla reunida en aquel
documental nada resultaba inevitable. La fiesta había
estado antes y estaría después. (En lo que pudiera tomarse
como un volumen de memorias suyas, Bohumil Hrabal ha
agradecido a las tabernas de Praga las lecciones que le
dieran. Porque en aquellos rincones habituales cruzó con
cierta ligereza la historia accidentada de su país.)
Lo mismo que la prostitución, el dinero regresaba a La
Habana a principios de los noventa. Se hizo preciso traerlo
de otra tierra para hacerlo creíble de nuevo (billetes
extranjeros eran los únicos que conservaban el aura
imprescindible), y la moneda nacional sacaría lo suyo de esa
importación. Pues equivaler al dólar, fuera cual fuera tal
equivalencia, constituía ya un signo de existir.
Las autoridades mostraron su beneplácito siempre que
tal regreso no garantizara la riqueza de nadie. Aunque
habría que ver cuán pobres signos tomaban como señal de
riqueza. Y la sospecha de que alguien vivía por encima de
sus posibilidades iba a hacerse motivo de delación
frecuente, causa judicial. Pues suponía el tesoro hallado y
no compartido, la veta de petróleo taponada en el baño, el
sótano lleno de esclavos, la práctica de alguna ley
elemental que volvía a relacionar inventiva con dinero. La
ofrenda a Cronos, en suma.
Entraba el dólar en escena y la salida de las autoridades
consistía en recortar su acción, igual a como se recortan los
efectos de un café o de una cerveza. Dólar descafeinado,
sin espíritu, propio para organismos delicados.
Y se reabría la fiesta, aunque acotada. (Llegada la
medianoche cerraban el Two Brothers y otros bares.) Lo
mismo que el dinero, la fiesta resultaba un simulacro. El bar
lleno de chivatos y los de uniforme acordonando el baile.

7
Las metamorfosis de un bar del puerto, la crónica de una
estancia habanera de Jean-Paul Sartre, los avatares de la
esquina de Prado y Neptuno, el catálogo de bares que C.
contara, las búsquedas nostálgicas de un productor
estadounidense en La Habana y la suerte de un
cortometraje censurado son vestigios para recuperar la
fiesta, rastros con los que reconstruir un desastre, datos de
caja negra.
Vale la pena entonces agregar uno más.
Fecha: 28 de diciembre de 1978. Nieve en las calles,
pues el lugar es New York. El Avery Fisher Hall del Lincoln
Center, para más exactitud. La actuación esa noche de un
grupo de músicos cubanos residentes en la isla.
Hace mucho tiempo que en New York no se escuchan
artistas venidos directamente de La Habana. «De La Habana
a Nueva York», anuncian la velada.
El público, exiliados cubanos en su mayor parte, se
muestra eufórico antes de que comience el espectáculo.
Músicos newyorkinos de salsa han venido a descifrar el
secreto de los músicos de la isla y beben ron y deslizan
especulaciones.
Por esa época el jazzista estadounidense Dizzy Gillespie
ha emprendido el mismo viaje de los artistas cubanos
aunque en sentido contrario: viaja a La Habana a bordo del
crucero Daphne, acompañado por Stan Getz, Earl Hines y
otros. (Ry Cooder viene como miembro de la formación de
Earl Hines. Buena Vista Social Club tiene su origen en ese
crucero.)
Se trata de la mayor embajada jazzística que la isla haya
recibido en décadas. Gillespie declara cumplido el sueño de
visitar la patria de su querido amigo y colaborador Chano
Pozo. David Amram ejecuta una pieza dedicada al
percusionista cubano. La crónica del viaje publicada en la
revista Down Beat estima, que la música, lo mismo que el
amor, pasa por encima de cualquier diferencia.
Los músicos del Daphne celebran concierto en un teatro
habanero y jam session junto al grupo cubano Irakere en un
salón del hotel Habana Libre. Pero la prensa cultural de la
isla silencia toda noticia acerca del crucero de músicos. Y la
administración del teatro recibe órdenes de no vender
entradas para el concierto. De manera que al abrirse el
telón, la sala aparece colmada de funcionarios con sus
familias, un público seguro.
Artistas y conocedores quedan fuera del teatro.
«Sólo por invitación», reciben como saludo.
Meses después se organiza un encuentro de músicos
cubanos y estadounidenses en el que actúan artistas
exclusivos de la CBS. Las autoridades cubanas ceden el
mayor teatro de la capital, la sala en que sesionan las
reuniones políticas de más alta envergadura. Y también esta
vez los periódicos locales mantienen en secreto el
encuentro. Como si se tratara de conversaciones políticas
cuya divulgación resultaría prematura, contraproducente.
Disfrutan la velada los mismos que se reunirían allí para
un mitin del único partido político.
Y vuelve a quedar en la calle la gente más interesada.
Completa este panorama de permisividades una
presentación de Mongo Santamaría ante público habanero.
Es la primera vez, luego del triunfo revolucionario, que un
artista cubano residente en los Estados Unidos actúa en su
país de origen. (Mientras Carol Reed filmaba en el Sloppy
Joe’s y en otras localizaciones habaneras escenas de la
novela de Graham Greene, Mongo Santamaría grababa un
álbum cuyo título era Our Man in Havana. Poco después
salía hacia el exilio.)
Pronto esos intercambios se extienden más allá de un
puñado de artistas, y en el verano de 1979 consiguen
reanudarse los vuelos entre ambos países, suspendidos
dieciocho años antes. El gobierno de la isla acepta que los
cubanos exiliados entren a visitar a sus familiares.
Así pues, la presentación de la orquesta Aragón, de Elena
Burke y de Los Papines en el Lincoln Center ha de
considerarse parte de un programa de tanteos políticos
implementado en esos años. Y no sería exagerado sostener
que en la actuación de los artistas cubanos, en la grabación
en vivo de esa noche, alcanza a percibirse el optimismo de
una época.
Para quienes han ido a escuchar al Lincoln Center, así
como para los músicos llegados de la isla, la nublazón
política va camino a despejarse. Los votos por el nuevo año
(faltan pocos días para que acabe diciembre) tratarán,
veladamente, acerca de ello.
Rafael Lay, director de la orquesta Aragón, presenta a
sus músicos. Uno a uno se suman los instrumentos y es
Richard Egües el último en ser anunciado:
«¡Richard y su flauta mágica!»
El público explota en ovación mayor.
«No me interesa que me critiquen / cuando me escuchen
cantar / ritmos de antaño», suelta en pleno la orquesta.
Frase inicial que suena a la defensiva.
La gente de la Aragón sabe que toca mayormente para
exiliados que han venido a escuchar música del país natal,
cubanos que han atravesado el frío. Pero es preciso tener
cuidado, andar con tiento, porque esos mismos
compatriotas podrían portarse como enemigos. Todavía por
esas fechas algunas ramas del exilio cubano se empeñan en
acciones de sabotaje. Y de no adormecer a los leones, la
misión de Orfeo estaría lejos de encontrarse cumplida.
Sin embargo, los cubanos de New York y sus alrededores
se han reunido allí en busca de confirmación. No hay más
que oír las aclamaciones con que cortejan cada pieza del
repertorio de los años cincuenta. Y tal vez los músicos de la
Aragón dirijan su bravuconada a los salseros newyorkinos
presentes en la sala, sospechosos de espionaje industrial.
Las relaciones entre salseros y músicos de la isla
abundan por esas fechas en ataques y en acusaciones. Los
segundos parecen defender un secreto que excluye a todo
extranjero, secreto incluso perdidizo en caso de que se
decida abandonar la isla. Porque es el genio del lugar quien
habla por voces e instrumentos, y no se muestra dispuesto
a cantar más allá de sus costas.
Estribillos de música bailable y hasta números enteros (el
más conocido de la autoría de César Portillo de la Luz, en
voz de Elena Burke) emprenden por entonces la defensa de
lo endémico. El discurso musical apuesta por una igualdad
estricta entre nación y territorialidad, y acaba coincidiendo
con el discurso político oficial. ¿Cómo evitar que tal
ecuación no se extienda hasta el igualamiento de isla y
gobierno, gobierno y revolución, revolución y primer líder?
Determinadas álgebras resultan imparables.
Por su parte, no pocos músicos de salsa sostienen que la
música cubana ha quedado detenida en el tiempo. Juzgan a
ésta por las noticias que escapan de un país cerrado, y en
ocasiones llevan su presunción hasta considerarse
restauradores únicos de un arte perdido.
Para inmediatamente ser acusados de piratería por los
defensores de una cubanidad cerrada, malhumorados como
dragones a cargo de un tesoro.
La guerra por un legado musical es, en verdad, pelea de
mercado. El elogio de una endemia, reclamación en un
pleito de patentes. Prueba de ello es que luego de la
aparición de Buena Vista Social Club y de otros productos
semejantes amainan esas disquisiciones musicológicas, no
consta letra de canción reciente que abogue por el
encastillamiento de la música cubana, y puede comprobarse
en la población de las orquestas de la isla una considerable
pérdida de vocación teórica. Los músicos prefieren dejar la
teoría a cargo de los productores. Extranjeros
preferentemente.
La troupe cubana de la noche del Lincoln Center no sólo
está compuesta de músicos. Viajan con éstos, quizás en
proporción mayor, oficiales y funcionarios dedicados a
espiar tanto en el camerino como en la pieza de hotel.
Evitadores de contactos de los artistas, garantes de que
ninguno se acoja al exilio, su misión es configurar al grupo
como isla cerrada. Constituyen una barrera coralina.
Y habría que agregar a éstos algún músico dispuesto a
vigilar al resto de sus compañeros.
Habla de esos espionajes el caso extremo de otra figura
habanera del cabaret. De edad inadivinable, actúa por
primera vez ante público norteamericano. Magnífica
excéntrica musical, el público no para de reír en cuanto ella
aparece. Baila bien para su edad, sea cual sea, y es célebre
su anecdotario fuera de la escena.
Su primera gira estadounidense marcha con éxito
(¡lástima que tan tarde!) y una noche, terminada su
actuación, Celia Cruz pasa por el camerino a saludarla.
Una en la isla y la otra en el exilio, llevan décadas sin
verse. Así que el estupor de abrir la puerta y toparse con la
otra reluce en un rostro que maquillado es una máscara y
desmaquillado resulta ser una máscara peor.
Celia Cruz ha tenido el detalle de traerle flores. Se besan
torpemente.
Celia intenta entrar al camerino y descubre que su vieja
conocida mira a ambos lados del pasillo y, aun sin encontrar
testigos, le desaconseja el paso.
«Dame las flores y piérdete», ordena en un susurro.
El ramo pasa de una a otra.
«Porque una de nosotras tiene que ser de la Seguridad»,
explica a Celia Cruz. «O tú o yo.»
Y vuelve a encerrarse en el camerino. Sin que exista,
como cabría esperar, broma alguna. Sin salida de
excéntrica.
Es la paranoia, que pedalea en el aire. Nada crawl en
seco.
Escuchar la grabación del 28 de diciembre de 1978 en el
Lincoln Center (por no hablar de su filmación, en caso de
que la haya) empuja a la tentativa de entender la actuación
de los músicos de la isla como si se tratara de una
compañía de teatro oriental, uno de esos teatros en donde
el mínimo gesto ejecutado y la sílaba más corta van plenos
de sentido, en los que gesto y sílaba pueden ser calificados
de cualquiera manera salvo como inocentes o espontáneos.
Un público potencialmente peligroso, cancerberos en
cada extremo del escenario, y dentro de la orquesta algún
colega (o varios) dispuesto a la delación, ordenarían un
teatro así, paranoicamente reglamentado. No es
descabellado entonces suponer que poco antes de salir a
escena, quizás antes de partir de gira, un comisario haya
persuadido a la delegación artística de lo histórico de la
misión. Ellos van a representar a Cuba en el extranjero, la
patria se enorgullece de que sean sus hijos, y les
corresponde poner en alto el nombre de la revolución.
Pero que la abundancia de espías en esa noche
newyorkina no nos haga entender enrevesadas intenciones
en los más nimios detalles. La obertura de la orquesta
Aragón no tiene otro sentido que el perdido de tanto
repetirla. Debió ser acuñada como grito distintivo allá en la
guerra de orquestas de La Habana, en los años cuarenta.
«¡Ante ustedes, la orquesta Aragón de Cuba!», anuncia
su director musical.
«¡Aragón, Aragón, Aragón!», ripostan los cantantes.
Y sueltan la que ha sido otra de sus divisas:
«Si tú oyes un son sabrosón, / ponle el cuño: es Aragón. /
Si tú escuchas un rico danzón, / ponle el cuño, es Aragón.»
Reclamo que cada cubano conoce de haberlo oído, si no
en baile, en alguna de las apariciones radiales de la
orquesta. Frase invocatoria que prepara al público para lo
que se le encima. (Los aragonés cuentan con otra muletilla
de advertencia aún mejor: «La Aragón te invita / a que cojas
aire. / Lo que viene ahora / es para que bailes.»)
«Bien», anuncia el vocero de la orquesta, «aquí estamos
para brindarles treinta y nueve años de repertorio.»
Declaración de solera, subrayado de una inmensidad de
tiempo en la popularidad de los bailadores.
Para abrir la noche no han elegido ninguna de sus
canciones emblemáticas, sino una pieza que nadie en el
público ha de conocer, número nuevo. Después de advertir
que tocarán música antigua, luego de la declaración de
tantos años de experiencia, llega hora de demostrar que el
tiempo no se ha detenido para la Aragón y que el repertorio
de la orquesta crece todavía.
«¡Pregúntenme cómo estoy!», pide una voz bronca al
resto de la orquesta.
«¿Cómo estás?», obedecen los otros.
«¡Estoy muy bien!»
«¡Pregunten por qué estoy bien!»
Y la orquesta:
«¿Por qué, por qué?»
Al comienzo de la canción, un solista ebrio de optimismo
dicta el diálogo. De seguir la letra, las razones para tanto
bienestar se reducen a dos. En primer lugar, el personaje ha
logrado pintar su pequeña casa.
«Con affiches», detalla, «está de lo más bonita.»
(Mantener pintadas las paredes resulta un logro
tremendo en el país de la orquesta Aragón.)
Segunda razón para su optimismo: ya puede salir a
divertirse sin recibir pelea de su mujer. Unas cuantas manos
de pintura habrán dulcificado a esa fiera. Y el compartir con
ella las tareas del hogar ha logrado aplacarla
definitivamente. El cocina, lava, limpia, friega, y parece
haber vencido todo resabio de machismo. Buena parte de la
alegría que lo entona se funda en haber dejado atrás unos
prejuicios. Nueva pintura cubre el viejo color de las paredes
de su casa del mismo modo que recientes disposiciones
suyas han conseguido barrer antiguos miedos. Dedicarse a
tareas domésticas no lo ha hecho menos hombre, sino
hombre nuevo. (Tanto didactismo sería insoportable de no
ser éste un número logrado.)
La noche se abre con una pieza que habla de cambios
ocurridos en la isla durante los últimos años.
«Desengañémonos. Ya nada va a ser igual», parece
advertir la orquesta a los cubanos del público. Para que al
remontar viejas canciones no cundan los espejismos.
Richard Egües se luce con su flauta. A juzgar por la
reacción de la sala uno de los cantantes de la orquesta ha
salido a echar un pie. Seguramente Bacallao se desliza
jabonoso por el escenario.
El resto de esa primera mitad del concierto lo ocupa
Elena Burke. La Aragón va a acompañarla en un primer
número y luego la dejará a solas con un guitarrista. El
ambiente se hace íntimo. Maestra en el arte de los
acercamientos, Elena confiesa el gusto de encontrarse con
ese público y desea a todos feliz año nuevo. Explica que esa
noche no podrá acompañarla, por encontrarse enfermo, su
guitarrista de siempre.
Pero ella no va a cambiarlo por este que la acompaña
ahora. Confiesa, como si se tratara de bigamia, que va a
mantenerse con los dos. La ausencia de uno le permite
sacar a relucir, igual que antes lo hiciera la orquesta
Aragón, credenciales de su trabajo.
«Son dieciséis años de lucha», dice del tiempo que ha
trabajado junto al guitarrista enfermo.
En su parte de la noche, Elena Burke cantará números de
compositores cubanos, despreocupada del rumbo que haya
tomado cada uno, sin importarle dónde vivan ya, si viven o
están muertos. Los canta como a clásicos. Y lo son, gracias
a su voz.
Llega a tanta confianza con el público que accede, entre
una y otra canción, a contar intimidades propias. Anuncia a
todo el que quiera escucharla cuánto tiempo de abstinencia
sexual arrastra hasta esa noche.
«Hace un mes que no bailo el muñeco.»
Y el secreto arranca carcajadas y aplausos.
«¿Ustedes van a reírse de mi desgracia?», dice en rol de
ofendida.
Para luego elegir a alguien del público a quien preguntar
si acaso también él atraviesa por lo mismo.
La Burke anuncia su propósito de resolver tal carencia
antes de que termine el año. Tres noches le quedan para
conseguir amante, y allá va. Aplausos y aclamaciones la
persiguen mientras sale del escenario.
La grabación del concierto trae pocas piezas de su
segunda mitad. De los músicos que se presentan esa noche
en el Lincoln Center son Los Papines quienes gozan por
entonces de mayor difusión. Embajadores constantes de la
música cubana, uno de ellos habla en nombre de los cuatros
hermanos y saluda al público en dos idiomas. Su mensaje
en inglés, un tanto torpe, es premiado con una ovación.
El cuarteto de percusionistas desea dedicar el primero de
sus números a todas las madres del mundo, a las madres
que se hallan en la sala y, en especial, a la madre de ellos
cuatro.
«Ustedes saben que nosotros cuatro somos hermanos.»
La admiración de la sala crece con la parentela:
«Y además siete hermanas que están en La Habana.»
Once hermanos de la misma madre, una gran familia
compuesta por hombres itinerantes y mujeres que esperan
su regreso: el público parece encantado con la saga familiar
de los Abreu.
Si aventurarse a idioma extranjero ha costado algún
esfuerzo a quien hace las presentaciones, existe otra lengua
que él y sus hermanos dominan perfectamente. Así que se
proponen enseñar a los presentes cómo distinguir el sonido
de cada uno de los tambores. Ofrecerán lección del
esperanto en que se hacen entender adondequiera que
viajan.
Después de Los Papines cierra el espectáculo la orquesta
Aragón, con una extensa versión de Pare, cochero. Se
apagan los ruidos de la sala y afuera queda el frío de la
noche en New York, la nieve que flota e intenta meterse
entre las pestañas, el retorno a lo que horas antes, al salir
hacia el concierto, se entendía como casa.
Me quito los audífonos y estoy también afuera. Pero
¿afuera de dónde?
Acabo de escuchar la grabación y no es música lo que
echo de menos. Música ya he tenido bastante.
Tampoco extraño la despedida de los músicos, que el
disco no trae y habrá sido larga como larga resulta en
cualquier encuentro de cubanos: por etapas, como en esas
visitas donde se dice adiós al levantarse de un sillón, y
luego en el recibidor, y otra vez en la puerta. Un adiós
extendible a portal y jardín y cancela, si acaso la
arquitectura lo permite.
Ruidos es lo que echo de menos en esa grabación. Me
gustaría oír cómo la multitud desaloja la sala, y escuchar
luego el vacío del local. Pues al fin han sido exclamaciones,
carcajadas y aplausos a lo que mayor atención he prestado.
Lo de veras interesante para mí ha sido una tos. Es
invierno, alguien tose y trato de recordar dónde leí el
propósito de escribir la biografía de esa tos que se escucha
siempre en los conciertos, escurrida entre dos movimientos
de sonata.
Un acceso de tos, unas carcajadas, la sala entera que
ríe... De esa noche en el Lincoln Center oigo menos la
música que los ruidos, más al público que a los artistas.
Como si se tratara de fotografía, escucho el negativo de una
grabación. Soy ciego y con la yema de un dedo palpo lo
plano que rodea a los signos en relieve. (No es casual la
referencia a fotografía y a ceguera: escuchar una grabación
en vivo despierta desesperación por ver.) Soy un ciego
empeñado en leer blancos.
Entendida de este modo, una canción es el lapso entre
dos ruidos de la sala. Y podrá juzgarse por el efecto que
consigue.
(La escucha de una grabación en vivo guarda ciertos
matices pornográficos. En pornografía las noticias del
ímpetu de un cuerpo son percibidas mediante lo conseguido
en un segundo cuerpo: el expresionismo en que se coagulan
sus facciones, los manierismos de sus extremidades, las
palabrotas que suelta. Muy a semejanza, quien oye una
grabación en vivo, se encuentra tan fuera de juego como al
visionar pornografía. Le cabe sólo apreciar un entusiasmo.)
La sala repleta del Lincoln Center y el cine vacío de Porto
donde vi Buena Vista Social Club son, para mí, vasos
comunicantes. Lo que escarbo en una grabación hecha en la
sala de conciertos newyorkina resulta demasiado próximo a
lo que me procura el recuerdo de la función de cine aquella.
(Hablo de escarbar, que es hablar de una arqueología pueril:
el pozo abierto en la arena de una playa, la remoción de
suelo del patio hasta conformar una boca de túnel por la
que no cabe más que un brazo flaco.)
Durante mi año de beca en Portugal la música cubana
empezaba a invadir los comercios de música. Yo iba a
escucharla a una tienda de discos en largas inmersiones. A
través de audífonos y en la oscuridad de un cine, aquellas
canciones sólo podían existir para mí, que me había ido
lejos, donde no podría tropezarme compatriota. Y al
escucharlas ponía tanto cuidado en no lagrimear como en
no mover demasiado las piernas, contención sentimental y
de bailador.
Junto a aquella tienda de música de Porto quedaba una
perfumería. Ambos comercios permitían tomar muestras y
una brizna de papel empapado en perfume podía llevar tan
lejos como una melodía. Música y perfume tenían el poder
de remitir a falsos recuerdos. ¿Qué cuerpo nunca próximo, o
qué jardín en donde nunca se estuvo, olían de aquel modo?
La música era agente de situaciones nunca sucedidas. Veía
mis ojos, después de días de juerga, en el agua de una
fuente que reflejaba estrellas irreconocibles. O había salido,
luego de contener mu- cho las ganas, a orinar contra un
árbol, brotaba el chorro liberador, se abría la puerta a
espaldas mías y de adentro llegaba una hilacha de música.
¿Qué clase de fiesta había adentro? De ocurrirme, había
sido mientras estaba en sueños. Un aroma o una música
traían memorias de cuando no se estaba vivo.
Mujeres y hombres examinaban escaparates por los
alrededores, comparaban mercancía de uno y otro
comercio. Lo que los mantenía indecisos, no menos que el
costo de las prendas, era el efecto que éstas conseguirían
en ellos. Su temor a vestirlas resultaba temor a involucrarse
en una relación impredecible.
Seguramente procuraban desprenderse de la edad,
dejarla atrás lo mismo que una serpiente suelta su vieja piel
en el camino. Deseaban lucir emprendedores y buscaban
atavíos veloces como trenes rápidos. Encargaban ropas que
clamaran, lo mismo que un abismo. Peleaban contra una
curva desaconsejada.
Dietas, régimen deportivo, cirugías reconstructivas... Y
cuando poco pudiera lograrse ya del cuerpo, quedaba
intentarlo en el campo de los olores. Existiría algún perfume
que sirviera de cuerpo cuando fuera desahuciado el cuerpo
propio.
De creer en vida más alta que los edificios del barrio
comercial, todavía contaban el alma, el espíritu, el cuerpo
astral, las reencarnaciones, los sueños... Establecimientos
de menor o mayor superchería se encargaban de tales
esferas. Pero de atenerse a lo rastrero, pegados a tierra, los
perfumes eran el último recurso cuando no quedaba cuerpo,
cuando lo que se entendía por éste, lejos de placer
elemental como el de estirar las piernas bajo sábanas
frescas, consistía más bien en la resaca de un matrimonio
irremediable.
Entonces se iba a la tienda de perfumes como se entra
en un quirófano. En un quirófano donde las intervenciones
ocurrieran no sobre anatomías, sino sobre siluetas.
Y todo por un relevo del hechizo. Ya que la seducción no
sucedía cara a cara, era preciso colocar reverberancias en el
rastro, dejar trampas. Que, instantes después de abandonar
un sitio, el perfume empezara a extenderse como el chisme
más cruel. Lo importante era perseverar, aunque fuese
como recuerdo. Un recuerdo que desasosegara como
desasosiega la belleza.
La música (lo supe entre una y otra tienda) era el
perfume de un país, el recurso que quedaba a ese cuerpo
emputrecido para hacerse presente de algún modo. Podía
convertirse en anodina, adelgazar hasta no ser notada.
Coquetearía con su desgastamiento y, en determinado
momento, se alzaría prístina, metería el punzonazo.
«Directo al corazón», como doctrina de pandilla.
Planteles científicos podían dedicarse al cálculo de ese
momento, fundarían el Instituto Nacional de Investigaciones
del Entusiasmo, que de sus predicciones bien poco iba a
obtenerse. Pues la efusión constituía un impredecible
hurtado a planificaciones. Y de confiar un país a los efectos
de su música sólo podría obtenerse un errático
nacionalismo: razón de más para vigilar la fiesta.
Volví a ver Buena Vista Social Club en una función de
cinemateca habanera. La mayoría de los espectadores de la
función eran extranjeros. El resto, miembros de esa especie
de dudoso deslinde entre cinéfilo y vagabundo, habitual de
la cinemateca de La Habana.
Visto por segunda vez, el filme remitía a una ciudad que
yo no iba a encontrar a la salida del cine. Lo mismo que en
Porto.
Ry Cooder se había inventado una orquesta cubana
inexistente de los años sesenta. Pero ¿por qué no había
existido conjunto así? ¿Y por qué, inexistente, era preciso
extrañarlo treinta años después?
La música, como el perfume, despertaba muy falsos
recuerdos.
Un paréntesis de ruinas
1
La llegada del fotógrafo extranjero cayó como una piedra
en el agua inmóvil de la charca. Sin que nadie tuviese
noticias suyas, desembarcaba en La Habana decidido a
retratar escritores. Traía con él una lista de nombres, e
intentaba cumplirla tan al pie de la letra como lo haría un
asesino en serie o un marido de compras.
En ocasión de su visita fue desplegada la cortesía del
gremio para editores y agentes literarios. ¿No se trataba, al
fin y al cabo, de un antologador que elegiría rostros en lugar
de páginas? A un viejo escritor pude escucharle la especie
de que el fotógrafo había arribado a la ciudad con el único
fin de sacarle un retrato.
El viejo y yo nos tropezamos en una librería donde se
mosqueaban varios de sus títulos. Acababan de premiarlo
por una vida entera dedicada a la literatura. A causa de ese
premio, era editado en proporción tan alarmante como la de
sus viajes a provincia. Formaba, junto a otros premiados de
su misma edad, el séquito del ministro de Cultura, un
aréopago que atravesaba cañaverales, ríos y montañas, con
el fin de llevar la sabiduría a todos los rincones de la isla.
A veces amanecía en un hotel donde no recordaba
haberse registrado. Desde su habitación divisaba una
piscina sin bañistas, daba tumbos por un pasillo, y el miedo
podía hacerle tocar puertas en busca de alguien a quien
pedir ayuda. No demoraba entonces en dar con otro viejo,
premiado como él, y bastante animado rumbo al desayuno.
Podía estar tranquilo ya, formaba parte de una delegación,
viajaba en misión oficial.
Antes de alzar campamento, él y los otros se cuidarían
de encomendar a un chofer la búsqueda de alguna botella
con la cual entonarse hasta que se presentara, generosa en
alcoholes, la próxima recepción. Y así, ron y carretera,
comenzaba el camino hacia otra pieza de hotel que le
resultaría desconocida al despertar.
Aquellos viajes lo enfrentaban al espectáculo de
montones de sus libros en los que se posaba el polvo de la
provincia. Viéndolo tan próximo al ministro, los libreros no
se atrevían a retirar los ejemplares (¿para sustituirlos con
los igualmente invendibles de otro?), y esa misma cercanía
a la oficialidad parecía desanimar a los lectores. De manera
que, al final de una vida dedicada por entero a la literatura,
recibida la mayor de las distinciones, la gloria resultaba una
cuestión embarazosa y estribaba en cominerías como cierta
exclusividad fotográfica.
«¿No quiso retratar a nadie más?», pregunté del
fotógrafo.
De espalda a los libros que llevaban su nombre, el viejo
aspiró profundamente.
«Bueno, ya estaba aquí. ¿Por qué no iba a aprovechar la
ocasión? Tenía que hacer otros retratos y yo le di unos
nombres.»
Me hallaba, pues, ante el autor de la lista del fotógrafo
extranjero. Si algún antologador existía era aquel viejo.
«Ella quisiera ser la cruz, el Arco del Triunfo, Napoleón»,
apuntó el abate Mugnier a propósito de la condesa Anna de
Noailles. «Es la hipertrofia del yo. No conoce límites. Debió
haber vivido en Alejandría, en Bizancio. Es el extremo final
de una raza. Quisiera ser amada por todos y cada uno de los
hombres que están enamorados de otra mujer. Se habría
apareado con el sol, el viento, los elementos.»
«En cuanto a ti», el vejete improvisó allí mismo, «creí
que andabas por el extranjero.»
«Pues a mí también me ha llamado», le mentí.
«¡Ah, entonces sí que te mencioné!»
No habría situación de la que él no sacara tajada.
Y un buen día hallé bajo la puerta una nota del fotógrafo.
Le quedaba poco tiempo en el país y deseaba encontrarse
conmigo.
Fue en los meses de lluvia. El agua estancada hacía
temer la arribazón de una epidemia, o ésta se había
desatado ya y las autoridades sanitarias preferían negarla.
En cualquier caso, una campaña oficial llamaba a echar
fuera de casa todo lo inservible y comenzaban a salir a flote
los tarecos acumulados durante años y años.
Costaba dar adiós definitivo a cada bien de nuestras
vidas. El miedo a carecer nos amarraba a desechos. Un
cascarón de huevo, una linterna rota, la suela despegada de
un zapato: si en vida útil nos habían servido, deberían
acompañarnos como restos. Más adelante quizás ganasen
resurrección.
E igual ánimo de urracas padecían las empresas
estatales. Los almacenes de la calle Muralla vomitaban
bienes que no constaban en inventario alguno. Bernaza
amanecía alfombrada de fichas de un juego de mesa que
nunca llegó a imponerse, suerte de trivial del materialismo
dialéctico. (El viento barajaba ahora las fichas.) Y en vista
de que las fumigaciones volvían irrespirable el interior de
los domicilios, también nosotros, moradores, salíamos a la
calle, a lo que podría constituir última oportunidad de
entendimiento con la morralla.
«Entonces todas las cosas desechadas que callan
durante el día hallaron voces», escribió Lord Dunsany. Cada
uno a su turno, en una de sus historias hablaban los
artículos de un basurero:
1. un corcho crecido en los bosques de Andalucía,
2. un fósforo incólume,
3. una tetera vieja y rota que se decía amiga de las
ciudades,
un pedazo de cuerda maldita desde el origen («Fui hecha
en un lugar de condena, y condenados tejieron mis fibras en
un trabajo sin esperanza. De entonces me quedó la mugre
del odio en el corazón»),
y e) un caballito de madera que respondía al nombre de
Blagdaross.
A pocos metros de mi puerta se alzaba una montaña de
residuos no menos locuaz. Dos vecinos que escarbaban en
busca de algo útil parecían figuritas de Brueghel. Y, lo
mismo que en Brueghel, era de sospechar que algo mucho
más importante sucedía en un plano final del paisaje, hacia
el horizonte. La caída de un Ícaro, disimulada por
patinadores de hielo, cazadores, hogueras de San Juan o el
bochinche que el vino avivaba.
Imaginé entonces otro paisaje de basuras fuera de la
ciudad, un lugar donde reinaba un silencio digno de Pascal,
la clase de silencio solamente obtenible en laboratorio.
Pensé en la base soviética de Lourdes, en el campo de
radares que durante décadas brindara información sobre
objetivos estadounidenses a los servicios cubanos de
inteligencia. Enclavada a no muchos kilómetros de la ciudad
(sin que yo supiese en cuál dirección), empezaba a
convertirse en un paisaje de chatarras desde que el
gobierno ruso desistiera de espiar a su antiguo enemigo.
(Primero recogida de los misiles y luego recogida de los
radares. Y pensar que durante décadas uno de los primeros
artículos de la Constitución de la República Socialista de
Cuba juró por la eterna e indestructible amistad cubano-
soviética.)
La base de Lourdes desmantelada y el amontonamiento
de desperdicios en las calles de La Habana cumplían una
simultaneidad estricta. Como en un cuadro de Brueghel,
concurrían el tiempo mítico y una temporalidad más común.
Yo esperaba en la calle a que se desvanecieran las nubes
de fumigación, vigilaba la puerta de casa, y alcancé a ver
que el fotógrafo extranjero, puntual hasta lo inconveniente,
atravesaba el humo.
«Podría fotografiarte aquí», tanteó al reunírseme.
Cerca de la basura atrincherada, quería decir.
Los tipos que examinaban la loma de desperdicios
descubrieron en él a un objeto de curiosidad mayor, y tuve
que advertirle que no sacara allí su cámara.
El fotógrafo subió la escalera de casa con una alegría
desproporcionada.
«¿Vendrán a recogerla?», quiso saber de la basura.
El olor a rincón se mezclaba con el de las fumigaciones.
Para sacar nuevos matices odoríferos, llovería de un
momento a otro.
Él pidió subir a la azotea.
Hacia el norte, en medio de edificaciones de menor
cuantía, alcanzaba a verse el edificio Bacardí. Las noches en
que iluminaban el globo de cristal que lo remata, el
murciélago distintivo de la compañía licorera señoreaba
aquel globo, y el edificio parecía un préstamo de Gotham
City.
Al sur quedaban las torres de la estación de trenes. Más
allá, una ensenada. Y en la orilla de ésta la llama eterna de
una refinería de petróleo.
Por el este, un alto edificio cerraba el panorama. Antes
de la revolución había sido la mayor fábrica de camisas del
país, y desde hacía años permanecía cerrada. Sus muros
formaban un alto acantilado, y podía suponerse que
prestaban firmeza a las casas adjuntas, mucho más
antiguas. Pero, de continuar deshabitado, el edificio se
adelantaría a éstas en el camino de la destrucción. Sus
pocos signos vitales consistían en una plancha metálica que
el viento traqueteaba, un gato en lo que fuera la cocina y
una bandada de palomas que, a punto de metérsele por las
ventanas, timoneaba para dejar atrás el edificio. (Desde las
azoteas próximas, asomados como gárgolas, varios
adolescentes hacían palmas, silbaban y gritaban frases
ininteligibles que obligaban a voltear vuelo a la mancha de
palomas.)
Con sólo brincar un murete, podía llegarse hasta la
esquina de la calle Sol. Ninguno de esos techos resultaba
visitable para sus moradores y, pasado un ciclón, pedían
permiso para rectifi- car la orientación de sus antenas.
Subían por casa, demoraban los arreglos con tal de apreciar
la perspectiva abierta un piso más arriba.
En aquellos techos brillaban charcos de lluvia. Los
charcos señalaban, a la larga, posibilidades de derrumbe.
(El techo de casa había sido restaurado varias veces sin
llegar a conseguir una impermeabilidad duradera. Tarde o
temprano el agua volvía a filtrarse y, de contar con dinero,
teníamos que reemprender los trabajos en él.)
Avancé con el fotógrafo hasta donde se había
derrumbado un paño de azotea. El interior de una vivienda
podía fisgonearse por el cráter abierto. Después del
accidente, la familia residente debió barrer los trozos caídos
y adoptar nueva disposición para sus pertenencias.
Contarían en adelante con aquel boquete, el cielo había
irrumpido dentro de la casa.
Al otro lado de la calle existía un derrumbe mayor. Los
inquilinos de aquel edificio habían recibido aviso de que
serían admitidos en un albergue estatal. Muchos, sin
embargo, prefirieron pasar por alto dicha hospitalidad.
Decididos a no abandonar el rincón propio, se escabullían de
las fuerzas policiales siempre que pasaban a disuadirlos. Y
la madrugada del derrumbe los sorprendió adentro.
Sostuvieron, mientras les fue posible, una desesperada
defensa de la intimidad. Prefirieron vivir en peligro a
rebajarse a la promiscuidad de un hospicio del que no
saldrían nunca.
Para al fin terminar en promiscuidad forzada con las
piedras, sepultados en derrumbe.
«Tu casa es tu tumba», rezaba un proverbio cabila.
Al desplomarse el edificio, dos de las columnas hicieron
de ariete contra el ventanal de la casa de enfrente. De
ocurrir una hora antes, habrían aplastado a la familia
reunida frente al televisor. El sereno de la carnicería de los
bajos (de madrugada, cuando dejo de escribir y me asomo
al balcón, alcanzo a oír su radio) vio caer ante sus ojos un
telón de piedra. El polvo demoró en disiparse (en La Habana
Vieja ninguna superficie dura libre de polvo, el polen de la
destrucción flota en el ambiente), y hasta el amanecer
perduró un olor confundible con el de la basura que el
fotógrafo y yo dejáramos abajo.
Semanas después despejaron el sitio para construir un
parqueo. Fabricar un vacío donde falla una construcción es
recurso socorrido en una ciudad que ha perdido el hábito de
edificar. El aumento de sitios de espera, plazas y parqueos,
permitiría aventurar que La Habana aguarda algún
advenimiento. Aunque cada claro producido por derrumbe
aspira menos a ser llenado que a extenderse, y si la capital
cubana avanza en algún sentido es hacia su allanamiento.
Esa tarde la lluvia impidió al fotógrafo completar su
trabajo. Prometió, no obstante, enviarme lo obtenido.
Rumbo al aeropuerto atravesó la basura de las calles,
barricadas para una revolución que no contendría ni el más
mínimo aliciente, hecha de porquería apilada desde sus
orígenes.
Y cuando ya no recordaba la tarde de nuestro encuentro,
recibí sus retratos. Me los trajo una mujerona adética,
antropóloga de carrera.
Celerísima en su adaptación a nuevo medio, soltó su
mochila sobre el sofá y se puso a andar por la casa al paso
de las tribus más veloces.
Ella y el fotógrafo eran novios.
«Esta ciudad lo impresionó muchísimo.»
Sus palabras sonaron como si se refiriera a una rival de
cuidado. Y cuando pregunté en qué fecha regresaría él, me
soltó una risita nerviosa.
«Nunca.»
«¿Nunca?»
«Te ha escrito las razones.»
Entonces descubrí que con las fotografías venía carta
suya. El fotógrafo me escribía en italiano y tuve que leer
varias veces sus líneas hasta llegar a entenderlas.
Lamentaba lo corto de su estancia en la ciudad, la muy
breve visita que me hiciera.
«Espero que hayan recogido la basura de tu calle»,
bromeaba.
En la aduana, antes de irse, lo habían retenido durante
horas. A causa de tanto material fotográfico, adujeron. Y no
sirvió de mucho que sacara a relucir los nombres de
escritores oficialistas que tenía allí en imágenes.
Mal rato, aunque no era eso lo que procuraba escribirme.
Pedía disculpas por dirigirse a mí en su lengua, pero
resultaba tan vaga la noticia que deseaba darme que
prefería librarla de posibles confusiones.
De la visita que me hiciera había sacado una impresión
que sólo alcanzaría a comprender más tarde. Personalmente
no se consideraba supersticioso, ni sufría iluminaciones. Por
tanto, lo que tenía que confesarme no significaba
premonición alguna.
No era una advertencia.
Tan sólo quería contarme su sensación, aquella tarde, de
estar ante el único habitante de una ciudad de la que todos
se habían largado.
Deseaba que las fotografías que me enviaba fueran bien
apreciadas por mí.
Un tirón y unos contoneos consiguieron acomodar la
mochila en la espalda de la antropóloga. Preguntó si aún
seguía en el vecindario la familia a la que se le abriera el
techo.
Le respondí que nada había cambiado para aquella
gente.
Las fotos eran buenas. Al fondo, en todas ellas, un
hombre nos miraba desde el balcón de un edificio cercano.
Nunca antes lo había visto, guardaba cierta semejanza con
Gene Hackman. Su curiosidad habría podido fijarlo allí en
alguna de las fotografías («eh, ¿qué hacen esos dos a unos
pasos del hueco como un par de alpinistas en un cráter?»),
pero su presencia en todas inducía a brindarle un móvil de
mayor sustancia.
Guido Ceronetti afirmó que los moscovitas necesitaban
espiar incesantemente debido a una profunda incapacidad
de comprender. Puesto que no entendían el mundo
contemporáneo ni la historia que desde 1917 los conducía
hacia la más absoluta tiniebla y el colmo del horror,
espiaban.
Por vacío, por ocio.
La tiniebla, según Ceronetti, nunca podría comprender.
Sólo estaba a su alcance, hasta el infinito, enviar a alguien
que sirviera de espía.
A un vecino, por ejemplo.
A un doble de Gene Hackman.

2
Lo peor de la fábrica al fondo de la casa, mientras
funcionó, no era el ruido de las máquinas. Tampoco el de los
extractores de aire. Lo exasperante era el régimen de
música y discursos al que condenaban a sus trabajadores,
mujeres en su mayor parte.
Desde el amanecer la administración emitía por los
altavoces comunicados destinados a elevar el entusiasmo
de las operarias. Y a media mañana contaba con cifras que
le permitían poner a pelear a un piso contra otro y encender
la llama de la emulación socialista.
«Piso Tres, te estás quedando atrás», se oía por los
altavoces, «¡Piso Tres, recuerda tus compromisos!
¡Adelante! ¡Arriba!»
La voz era la de una mujer a la que me hubiera gustado
reconocer entre el centenar de mujeres que cumplía turno y
a las que veía arribar en bicicletas. Su trabajo, en lugar de
poner mangas (a la entrada del edificio dos escaparates
mostraban los mejores artículos salidos de la fábrica),
consistía en incitar a la competencia.
Nadie contestaba a sus recriminaciones, pero no tenía
más que avisar el número del piso en delantera para que se
alzara un fuerte pitorreo. Era hora entonces de escuchar la
música que eligieran las del piso vanguardia. Y la voz de la
fábrica dedicaba canciones a algunas obreras.
Coreaban esas canciones en codos los pisos. De alzarse
dentro de un cómic, por cada ventana del edificio saldrían
globos con inscripciones de estribillos. Era imaginable la
escena de comedia musical que ocurría allá adentro: una
nave industrial, bobinas de celas que de un momento a otro
podrían desplegarse como banderolas, y melodías coreadas
por cientos de operarías.
A veces los altavoces de la fábrica coincidían en canción
con los clientes del caller de reparación de neumáticos, un
pequeño negocio familiar abierto a eres puercas de casa.
Era la misma clase de música escuchable en coda la ciudad.
La portaban los taxis colectivos, parecía haber llegado de
algún rincón de la frontera mexicana.
En la ponchera, como en la fábrica de camisas, la música
existía para acallar el ruido de las máquinas, para salvar a
cada operario de la repetición de sus gestos.
La manguera de aire a presión reptaba por la acera, y a
la puerta sin enseña del comercio había siempre un bicitaxi
desprovisto de una de las ruedas. De la sala convertida en
taller brotaba música y a ésta se sumaba la que trajeran los
vehículos en reparación. Pues ningún bicitaxista se tomaba
la molestia de interrumpir el ruido musical dentro del cual
pedaleaba. (Discutían sus rivalidades como los machos
jóvenes de una especie animal estruendosa. El volumen de
música de sus bicicletas serviría de indicador a la hembra
para depositar en un buen ejemplar su confianza.) De
manera que a la puerta de la ponchera coincidían casi
siempre tres o cuatro terribles canciones.
A ese bombardeo respondía, en los bajos de casa, un
viejo tocadiscos. Del grupo compuesto por padre, madre y
dos hijos, sólo el cabeza de familia tenía potestad para
poner sus manos sobre aquel artefacto. Porque había
pagado por él y era quien daba las carreras cuando se le
rompía. (Había que verlo entonces, desesperado como un
proyeccionista que no atinase a dar sonido a la película en
pantalla.)
De unos cincuenta años, era de esa especie de calvo que
se encaja una gorra sin la que nunca será visto, y de la cual
escapan unas mechas como paja de maíz por el roto de un
saco. (La gorra era un recuerdo del servicio militar del
mayor de sus hijos y, luego de una larga temporada de uso,
iba a ser sustituida por una no menos gastada gorra de
pelotero. De un impreciso equipo de béisbol, como de
jugadores bajo la lluvia.) Electricista de oficio, pasaba
mucho tiempo sin trabajo. Cumplía alguna contratica que
apareciera por acá o por allá, sin intentar mayores
búsquedas. Y reunido en familia echaba en cara a mujer e
hijos su tremenda laboriosidad, disimulaba la mediocridad
de su fracaso. (Del mismo modo que estaba obligado a
escuchar su música, me tocaba escuchar sus bravatas.)
Ninguno se atrevía a desmentirlo en tales ocasiones. La
mujer tenía prohibido trabajar fuera de casa. Los hijos, pese
a estar crecidos ya, preferían aceptar lo que trajera el
padre. Habían dejado los estudios y ningún oficio les
resultaba tentador. En caso de emprender alguna gestión, el
menor se contentaba con robar una paloma y venderla
donde no fuera reconocida por su dueño.
Cargado con una lata llena de kerosene en cada mano, el
jefe de familia respondía a mi saludo (mientras tuvimos
trato) con sonrisa de perro apaleado. Transportaba
combustible hacia el campo para trocarlo por comida, y al
regreso contaba cómo había logrado sortear a la policía
apostada en los trenes.
En su ausencia, madre e hijos celebraban cónclaves
donde lo maldecían. Los muchachos prometían venganza
para cuando crecieran. (Poco importaba que el mayor
hubiese atravesado tres años de servicio militar y resultara
ducho en el manejo de las armas. Había vuelto para
acogerse a la tiranía paterna como si de un descanso se
tratara.) Y de flojear en algún punto la complicidad de la
madre, sus hijos se encargaban de vaticinarle una vida a
solas con el ogro. Porque la dejarían atrás, se irían por el
mundo a formar sus respectivas familias, encontrarían
trabajos bien remunerados, a ambos les tendría sin cuidado
lo que el padre hiciera con ella... Ya podría pegarle
tranquilamente. (Le pegaba. Los moradores de la casa
anexa escuchaban cada empujón contra las paredes.)
«Ustedes dos son un par de maricones que no van a
hacer nada», los desarmaba ella.
Entonces se le traslucía su admiración por el macho
fuerte que regresaría de un momento a otro.
Alguna vez oí a los tres hablar de un cuchillo, de meterle
un cuchillo al padre por la espalda. Y no sonaba truculento,
no existía en ello nada de tragedia. La conversación entre
madre e hijos podría tomarse por un ensayo teatral, una
más de las radionovelas que ella oía (y yo con ella):
«Desde el fondo de sus corazones sabían que la mano
que empuñara el arma no podría dudar ni un solo instante.
Hasta el fondo, por el camino de la sangre, la hoja de metal
tendría que arrancar de cuajo la existencia de aquel
déspota. Sólo así serían borradas de una vez las
innumerables bajezas que con ellos cometiera. Solamente
así alcanzarían a empezar, muy lejos, una nueva vida...»
Siempre que podía escaparse, la mujer visitaba a un
viejo amigo a cargo del comedor de una fábrica. Se metían
a hacer sus cosas en el almacén, y a cambio ella tomaba
algunas latas. (Debo reconocer en este punto mi práctica de
la vigilancia. No olvidar que, mientras nos espiaba el doble
de Gene Hackman, el fotógrafo y yo nos asomábamos a
casa ajena.)
Sus hijos la acompañaban en las visitas a ese amigo.
Para que pudiesen comer algo.
No les ocultaba la relación que tenía con el viejo y éste
se portaba amablemente con los muchachos, les regalaba
dulces.
Ellos sabían esperar por los alrededores del almacén.
Existía una perra, según supe. Cuidaba de los puercos
que el viejo engordaba con las sobras del comedor.
Esos puercos obsesionaban a la madre, quien nada más
llegar pedía verlos. Y puede que el viejo encontrara cierta
dosis de galantería en acercarse con ella al corral. Para la
mujer, en cambio, era asunto de fechas, ajuste de matanza.
Quería estar presente cuando toda aquella carne cogiera
camino.
Sus hijos jugaban con la perra guardiana. La perra
anduvo preñada, parió cinco cachorros y, a la hora de
repartir la camada, el viejo les regaló uno a los muchachos.
«Mejor regalo habría sido un puerco», malició la madre
sin que se le escuchara.
(Durante sus visitas al corral alababa la expresión de una
bestia rechoncha que le simpatizaba.)
Los muchachos exhibieron el cachorro. Gente de la
ponchera se acercó para admirarlo. Con tal de adjudicarle
pedigrí, los dos hermanos inventaron un precio que no
habían tenido que pagar. Imaginaron un futuro del perro
junto a ellos, y se cuidaron de esconderlo al regreso del
padre.
«Así que ahora tenemos perro», soltó éste nada más
entrar.
Porque ya en la esquina le habían hablado de un
cachorro de raza que costaba buena plata.
No hacía más que marcharse a forrajear y sus hijos traían
una boca más a casa. Con el cuento de lo valioso del animal
se echaban encima las miradas de todo el vecindario, le
ponían más difícil el entrar y salir con sus cargamentos de
kerosene.
«Tú», apuntó a la mujer, «eres tan estúpida como esos
hijos tuyos.»
Ni una ojeada dedicó al cachorro. Se lo llevaban de allí
inmediatamente o él se encargaría de retorcerle el
pescuezo.
Primero al bicho. Después a ellos dos.
«Devuélvelo ahora mismo», ordenó al menor de sus
hijos.
Y en cuanto éste salió con el cachorro, se dedicó a
seguirlo.
La madre se inquietó.
«Tu hermano no se da cuenta de que él le va detrás.»
Pero el mayor confiaba en que no llevaría el perro al
almacén. Antes procuraría vendérselo a alguien.
Así fue. El padre esperó a que su hijo completara la
transacción y le arrebató la plata.
«Se la gastó en esos discos de mierda», contó el menor
cuando los tres volvieron a quedarse a solas.
Y otra vez a hablar de venganza, de cuchillo afilado.
Harían fuego con la colección de música, pondrían el
tocadiscos al centro de las llamas. La pasta de los discos se
derretiría, la música iba a convertirse en chapapote.
Todo delante de él, para que no perdiera detalle. El
cuchillo clavado en la espalda y la mirada fija en el incendio.
Pero en tanto no empezaba la rebelión, el tirano
engrosaba sus fondos musicales. De ser necesario, se
mostraba capaz de vender los ventiladores en medio del
verano, podría desprenderse del refrigerador. Nunca de los
discos, que escuchaba al regreso de sus campañas de
trueque por el campo.
Su colección constituía un muestrario horrible de
rancheras y coplas y boleros cantados por los peores
intérpretes. (De ese archivo poco más suyo que mío
extraigo un par de ejemplos. Para el día que festeja la
maternidad, cuando el recuerdo de su madre muerta en un
asilo de Miami le obligaba a verter lágrimas, era
imprescindible una voz de tenor que clamara: «Madre,
madre querida, madrecita buena de mi corazón.» Y en las
fechas patrióticas, una suite de himnos revolucionarios a
cargo de la banda del ejército.)
Pasaba horas y horas con la música a todo volumen, el
paño de limpiar discos en la mano, mirándose en el espejo
de aquellas placas negras.
Otro habría gastado su fortuna en alcohol o mujeres, él
invertía la suya en grabaciones. (Bebía en contadas fechas,
siempre en casa y sólo vino de cocina azucarado.) Aquella
colección era su orgullo, salvaba su espíritu de la estupidez
reinante por los alrededores.
«Ay, qué lindo», se dolía su mujer cuando alguna música
le tocaba el corazón.
En sus vidas sólo cabía silencio a la hora de dormir. O al
emprender alguna discusión, pues entonces él prefería ser
escuchado.
(...)
Este catálogo de músicas del barrio podría crecer con
otras fuentes. (En cualquier momento alza vuelo una
bandada de palomas y un cañonazo de música sale de
alguna azotea.) La vida apretada crea una babel de músicas
que suenan menos para ser disfrutadas que para intimidar.
Puestas a todo volumen, tratan de levantar paredes en el
aire, postulan una privacidad inexistente.
Libran del mal de ojo, disuaden a los prójimos del
espionaje.
Por fortuna, en las madrugadas sólo alcanza a
escucharse el radio del sereno de la carnicería y el canto de
los gallos crecidos fuera del campo.
Inseguros de su puntualidad, los gallos se responden
unos a otros como perros.
Y sólo a esas altas horas de la noche (ahora que escribo)
podría tomárseme por el último habitante de una ciudad
abandonada.

3
En los insomnios del año en Portugal que pasé había un
puente. Las ventanas del apartamento daban a un puente
de hierro construido por un discípulo de Eiffel (río arriba, la
ciudad contaba con otro, obra del maestro), y despierto en
las madrugadas yo sopesaba los inconvenientes de regresar
a La Habana después de vivir en el extranjero durante todo
un año.
Quien gaste en pensamientos sus noches en vela, no va
a encontrar mejor imagen donde poner los ojos. Porque un
puente es relación sobre el vacío, lo mismo que el trabajo
de la cabeza insomne.
Desprovisto de ornamentos, simplemente matemático, el
Dom Luis Primeiro era la vigilia en hierro de un ingeniero, y
tuve en él la compañía de un cerebro que a esas horas
trabajaba, otro paseante de la noche, un camarada a quien
también atenazaba alguna idea.
Más tarde, cuando ya no pude verlo, el puente entró en
mis sueños. Pese a lo incierto que resulta recordar lo que se
sueña, sé que una noche sostuvimos diálogo. Y no el
metafórico que alcancé mientras soliloquiaba con la vista
fija en él, sino conversación de humanos.
En qué pudo consistir lo conversado, no sabría decirlo. A
tanto no me llega la memoria. Pero estoy seguro de que la
tónica de nuestra relación continuó siendo la misma de mis
días en Porto: pura camaradería.
Los dos conversamos en ese portugués del norte, como
de piedras en la boca. Luego supe que todo el sueño era
una variación sobre el tema del doble. Pues mi apellido
paterno significa puente en portugués y en ese idioma es
palabra de género femenino: a ponte. Lo cual venía a
coincidir con la inicial de mi nombre. De manera que yo
hablaba dentro del sueño con otra figuración de mí mismo.
El puente, según este deshilvanado elemental de un
sueño, había sido compañía ilusoria. No existía nadie más,
estaba solo. Si acaso conversaba con alguien era conmigo
mismo.
(Los pensamientos del insomnio acogen con predilección
motivos gemelos. El insomne no olvida, para sus
recriminaciones, que en ese mismo instante tendría que
estar durmiendo. Suele pensarse a la vez como despierto y
durmiente, sufre bilocación. Y durante mi desvelo portugués
yo agregaba más bifurcaciones a esa disposición doble.
Porque, indeciso entre exilio y retorno, me imaginaba en un
lugar y en otro.)
Las noches en vilo son capaces de transformar a
cualquier pobre diablo en un campeón del pensamiento.
Inclinan a los solipsismos, empujan a la matonería filosófica.
«¿Dónde estaría el mundo en caso de no sostenerlo mi
vigilia?», llega uno a cuestionar.
Comienza por el objeto más próximo y más nimio (un
cenicero, digamos) y a partir de éste no demora en tender
una red que abarca el universo, al centro de la cual queda el
insomne.
Las noches en blanco partean certidumbres tan
descabelladas como las que otorgan ciertas drogas. Para
verse reducidas no más amanecer, para mostrar la
inconsistencia de lo perpetrado. (No dejan de ser risibles las
alianzas que entonces se establecen. Hombre y puente
pueden resultar pareja tan ridicula como borracho y farola,
dúo socorrido de tantos chistes.) Pero si alguna pretensión
he tenido al respecto no ha sido creer que el mundo me
deba existencia. No se me ocurriría perseguir
agradecimiento tan vasto. O condenación a tal escala.
Lo más lejos que he llegado en la lucidez engañosa que
presta el insomnio es a considerarme el último habitante de
una ciudad. Lo cual vio claro el fotógrafo extranjero,
seguramente insomne él mismo.
Me acojo, pues, a más modesto solipsismo. Esta ciudad
por la que vagabundeo sin dormir no me debe su existencia.
Ni siquiera mi calle cuando, apagado el radio de la
carnicería, entre un gallo y otro, en perfecto silencio, salgo
al balcón o ando por la azotea.
Ser el único habitante de una ciudad no lleva aparejadas
ínfulas de fundador. Por otra parte, uno tendría que contar
con muy poco amor propio para erigirse en paridor de
ruinas. Lo cual no niega que ciertos derrumbes han
sucedido expresamente para que yo los vea.
El primero desde un aula.
Tendría yo diecisiete o dieciocho años y el edificio por
caer quedaba frente a la escuela donde estudiaba. Cien
años antes había sido un hotel de buen tono, el Pasaje.
Llamado así por contar con una galería igual a las que
sirvieron de pretexto a Walter Benjamin para su libro
inacabado sobre París.
Ya para entonces el edificio no cumplía funciones de
hotel, ni comercio alguno abría sus puertas en la planta
baja. Soportaba el destino de tantos hoteles expropiados,
parcelados para muchas familias. Desde el vestíbulo reinaba
el abandono, y los pasillos que conducían a las habitaciones
resultaban potenciales basureros. Pues lo que antes fuera
preocupación de la gerencia se había vuelto tierra de
ninguno.
Sin embargo, pocas semanas antes de su derrumbe
pareció abrirse otra suerte para el Pasaje. Porque visitados
por una comisión de arquitectos e ingenieros, los moradores
cazaron al vuelo la noticia de que se emprenderían reformas
en la planta baja. (El revuelo creado por tal noticia tardó en
apaciguarse. Nadie estaba seguro en su casa desde que las
muestras de interés estatal por un edificio expulsaban casi
siempre a sus moradores.)
Una brigada de constructores cerró el antiguo pasaje.
Carteles colocados en ambas fachadas del edificio
anunciaron que aquellos hombres se harían cargo de la
restauración del hotel, y sabrían cumplir su compromiso en
tiempo y forma. (La culminación de los trabajos coincidiría
con un aniversario del triunfo de la revolución.)
Salieron los primeros camiones. Cargados no de material
demolido, sino de inmundicias acumuladas en la planta
baja. Pues los vecinos aprovecharon la ocasión para
desembarazarse de cuanto les sobraba, hicieron una fiesta
de tirar tarecos a los camiones apostados en la calle, y sólo
después de arduos trabajos de limpieza pudo iniciarse el
acarreo de pedazos.
La brigada echó abajo paredes divisorias y columnas,
procuró abrir la mayor cantidad de aire en el espacio hasta
entonces clausurado. Y, debido a una equivocación, la
emprendió a golpes contra un par de columnas
equivocadas.
Uno de los camiones sacó de allí los trozos de columna.
Durante horas, el antiguo hotel Pasaje resistió el
desequilibrio que le causaran. La vida pareció continuar
igual que siempre por una noche y la mitad de una mañana.
Hasta que la estructura no pudo más, lanzó un silbido, un
chorro de polvo al cielo, y se vino abajo. (El colmo pudo ser
el cierre de una puerta, alguien que cerraba un refrigerador
luego de servirse agua.) Los carros de bomberos rodearon
de inmediato el lugar. Yo elegí por entonces una carrera
universitaria que he practicado poco. No obstante, el
derrumbe del hotel Pasaje debió pesar en mi decisión de
hacerme ruinólogo, que es tal como me considero.
Heinrich Böll ha narrado en una entrevista la impresión
que le causó, terminada la guerra, visitar con su esposa
ciudades como Heidelberg o Celle, intocadas por los
bombardeos aliados.
«Casi no lo podíamos soportan», rememora.
El matrimonio Böll sentía una indiferencia casi nihilista
por las cosas sólidamente construidas, se inclinaba hacia lo
ruinoso. Encontraban en las ciudades destruidas algo muy
apacible. Sentían en ellas la esperanza de un recomenzar.
Después de la catástrofe necesitaban una sensación fuerte
que las arquitecturas intactas no alcanzaban a darle. Y
depositaron sus esperanzas en el lugar menos pensado, en
las ruinas. (Un escritor más joven, W. G. Sebald, ha contado
cómo al mudarse a Sonthofen en 1952 nada le pareció tan
prometedor como descubrir que las hileras de casas
resultaban interrumpidas por escombreras.)
«En un momento en el que todo conspira para hacernos
creer que la historia ha terminado y que el mundo es un
espectáculo en el que se escenifica dicho fin, debemos
volver a disponer de tiempo para creer en la historia. Ésa
sería hoy la vocación de las ruinas», postula Marc Augé.
Las ruinas, según él, se hallan relacionadas con una
reserva de tiempo suficiente como para sostener un credo.
Volver a las ruinas es apearse de la velocidad, regresar al
pasado con el fin de recuperar la confianza perdida en algún
punto.
Y yo tropecé de talón con las ruinas al volver a La
Habana.
Puede que diera un paso atrás por cortedad de
imaginación o cobardía. (Lo mismo que el hijo mayor de la
familia de los bajos, volvía a cobijarme bajo la dictadura
paterna después de haber probado algo de mundo.)
Cifré mis esperanzas en un retraso. Calculé que esos
pasos hacia atrás me servirían de reserva.
De preguntar por mi destino, ahí estaba, tan fácil de
explicar: consistía en recuperar andadura. Viajaba en
dirección a las ruinas para conseguir la ventaja de Phileas
Fogg al dar la vuelta al mundo: un día de ventaja.
«Piensa en que cualquier escritor que viva allá termina
con saldo negativo, para él y para su escritura», me escribía
M. desde el extranjero.
Las razones, según él, variaban en cada caso y prometía
detenerse en ellas en un artículo próximo.
Me lo haría llegar apenas lo tuviera escrito.
Phileas Fogg conseguía ganar su apuesta. La mía iba
contra un pronóstico como el de M. La relación entre los
escritores que permanecían en el país y los que se
marchaban al exilio descansaba, inconfesadamente o no, en
los peores pronósticos de unos acerca de otros. De manera
que contesté a las líneas de M. sin prestarle importancia al
mal augurio.
No le pedí detalles sobre mi caso.
Porque yo era el primero en reconocer que había vuelto a
La Habana con el fin de arruinarme.

4
Otras épocas creyeron que allí donde alzaban un edificio
cometían una afrenta a la tierra. Puesto que toda
arquitectura suplantaba a la naturaleza, era preciso
ofrendar algo de vida (humana en ocasiones) al genio del
lugar, a los dioses o a las fuerzas imperantes en el terreno
ocupado.
Y la sangre debía correr antes de que se colocaran los
cimientos.
Siglos después, la aparición de materiales constructivos
de mayor resistencia, el refinamiento en los cálculos
estructurales, y una lógica nada proclive a transacciones
con lo invisible, permitieron olvidar los derechos del sitio
donde se construye y desatender la necesidad de un pacto
con éste.
De los viejos ritos quedó (si acaso) la costumbre de unos
discursos ante la primera piedra, invocación destinada a las
piezas amontonadas por el hombre, no al estrato que tendrá
que soportarlas. Y a esa primera piedra se agregaba, en
premonición de ruinas, una caja metálica contenedora de
periódicos y alguna otra chuchería para arqueólogos
futuros.
Así pues, al explicarse las ruinas, a Georg Simmel le tocó
una época de pocas contemplaciones con los ritos de
fundación. Sin embargo, él debió recordar las exigencias
que la naturaleza oponía a toda arquitectura según el
pensamiento antiguo, e ideó un esquema ingenieril donde
cupieran tales suposiciones.
En ese esquema peleaban dos vectores: el alma humana
que en cualquier construcción tiende a lo alto, y la fuerza de
gravedad que echa por tierra. (Un razonamiento puramente
ingenieril habría dado otra denominación al primero.)
Simmel dedujo que en las ruinas venía a quebrarse el
triunfo de negociaciones conseguido entre ambos vectores.
Cedía el equilibrio arduamente fijado en la edificación, y la
naturaleza comenzaba a vengarse de toda la violencia que
el espíritu le hiciera.
Las ruinas, a juicio de Simmel, ocurrían en un escenario.
Tragedia cósmica, las llamó.
Un primer acto de ese drama permitía que la
arquitectura utilizara a la naturaleza como materia prima.
Piedras transportadas desde lejos formaban un volumen
habitable, un montículo artificial en la planicie. Luego, a lo
largo del acto segundo, la naturaleza batallaba contra ese
volumen. Y al llegar el tercer acto se revertía la ofensa, y
era entonces la naturaleza quien tomaba a lo arquitectónico
como materia prima: el montón de escombros tendía a
hacerse colina.
En buena ley taliónica, piedra por piedra y palo por palo.
(Venganza es un término frecuente en el discurso acerca de
las ruinas. Gran parte de la fascinación que éstas despiertan
reside en lo apasionante de las historias de revancha.)
Durante el último acto aparecían los vegetales
carroñeros. «No hay ruina sin vida vegetal; sin yedra, musgo
o jaramago que brote en la rendija de la piedra, confundida
con el lagarto, como un delirio de la vida que nace de la
muerte», determinó María Zambrano. Y Simmel hizo notar
que muchas edificaciones antiguas situadas en pleno
campo, ruinas en su mayor parte, gozaban de tal
homogeneidad cromática con el suelo que parecían diluirse
en él.
Ya a esas alturas la arquitectura adoptaba
comportamientos de lagarto, mimetizaba.
Árbitro del antagonismo entre naturaleza y espíritu, el
ensayista alemán cuidó de que ninguna de esas fuerzas se
extralimitara. Pues de llevar muy lejos la venganza, se
estaba expuesto a que las ruinas perdiesen interés. El
encanto se esfumaba al no quedar materia suficiente que
indicase la tendencia en subida del espíritu. Por tal causa,
los restos de columnas esparcidos en el Foro resultaban feos
y nada más, mientras que una columna cuya mitad
permanecía en pie sí que permitía deleitarse en ella.
Simmel admiraba en las ruinas un equilibrio de muy
distinta clase del que la arquitectura por sí sola ofrece, pero
equilibrio al fin. Como todo ruinólogo, se atenía a
determinada correlación, procuraba el momento en que la
fuerza que sustenta no ha sido reprimida del todo y su
opuesta no logra mayores avances. Abrazadas como dos
boxeadores extenuados, ralentizan sus forcejeos. Ofrecen
una calma relativa en medio del combate.
A la vez paisajes de apacibilidad y episodios de vendetta,
la convivencia de ambas inclinaciones se resolvía mediante
catarsis. No por casualidad María Zambrano sostuvo que las
ruinas constituyen una tragedia sin autor, o cuyo autor es
simplemente el tiempo.
Obra teatral elementalísima, la reducción al mínimo de
su argumento dejaba visible en toda su amplitud el
escenario. ¿Y dónde hallar dramaturgia más esencial que en
la línea del horizonte, aspiración final de toda ruina?
Una tragedia compuesta por el menor número de
concreciones había de tratar sobre lo cósmico como ninguna
otra. La aparición del hombre la entorpecería, y Simmel
mencionaba sitios romanos a los que la destrucción había
llegado traída por la gente, sitios en los que se extrañaba el
encanto específico de las ruinas. Pues en ellos el hombre
había edificado para luego destruir, tachaba las sentencias
que antes escribiera, se desdecía. Y no existía venganza, o
ésta se había hecho demasiado íntima al quedar en los
predios de una misma especie.
Apartadas del conflicto las fuerzas naturales, lo que
ocurría en esas ruinas era una guerra civil: peleaban
hombre contra hombre. Lo cosmogónico se encogía a
político. De la fundación del mundo se pasaba al argumento
mucho más reducido de un divorcio.
Las ruinas habitadas a la orilla de las grandes vías
modernas de Roma (el ensayo de Simmel apareció en un
diario berlinés el 22 de febrero de 1907) inclinaban a
considerar lo insoportable de esos sitios que la vida parece
haber abandonado y en los cuales el hombre se empeña
todavía. ¿No eran preferibles como ruinas unos cuantos
vestigios arquitectónicos, el chaparral crecido entre ellos y,
a lo sumo, unas cabras? ¿Para qué agregarle humanos? (Las
cabras pase, pero del pastor ni la sombra.)
Simmel acusó a aquellos moradores romanos de
complicidad con una de las partes en pugna. Mercenarios en
contra del bando que debía serles propio, traicionaban a los
hombres y demostraban cuán poca alma tenían.
Devastaban arquitecturas hasta el punto en que éstas no
valían ni siquiera como ruinas: más abajo de la mitad de sus
columnas. Dilapidaban un efecto estético, procuraban la
misma dispersión de mármoles encontrable en el Foro.
Georg Simmel falleció en 1918. Habitante de una época
que desconoció los grandes bombardeos aéreos, tuvo en
poco la habilitación de ruinas. Varios de sus
contemporáneos habían jugado con la idea de nuevas
Romas destruidas (en su oda ante el Arco de Triunfo, Victor
Hugo hablaba de un tiempo en que las orillas del Sena
volverían a cubrirse de juncos y el río arrastraría cúpulas),
pero tales destrucciones no contaban con figuras de
sobrevivientes.
En caso de aparecer algún humano, se trataba del último
ser sobre la tierra. (En The Last Man Mary Shelley había
imaginado una plaga llegada desde Constantinopla para
extinguir a la casi totalidad de los hombres. La vegetación
ocupaba las calles de Londres, las algas ennegrecían los
palacios inundados de Venecia, en Roma las vacas se
apoderaban del Foro. El último hombre de la novela no
hallaba en todo el Vaticano un alma viva, y habría trocado
cualquiera de las obras maestras que lo rodeaban por
alguna compañía. Subía a la cúpula de San Pedro para
divisar desde allí un paisaje vacío. Descubría, en fin, que se
encontraba solo en Roma, solo en el mundo. Y entonces
navegaba Tiber abajo en busca del Atlántico... Un siglo y
tanto después, al otro lado del océano, David Markson
compondría en Wittgenstein s Mistress el monólogo de una
mujer convencida de ser la única persona viva en todo el
mundo. Ella, lo mismo que el último hombre de Mary
Shelley, recorría capitales europeas vacías, galerías de
pintura donde pernoctaba y en las cuales quemaba cuadros
para entrar en calor.)
Simmel mencionaba solamente ejemplos romanos. Las
grandes vías a la orilla de las cuales contempló ruinas
habitadas conducían al moderno hotel o al vetusto palazzo
donde pasaba en limpio sus apuntes de campo. Las ruinas
de las que escribía habían sido una excursión, y a la
mañana siguiente emprendería otra, no menos productiva
tal vez.
Desde la seguridad de su albergue (vetusto o moderno,
pero arquitectónicamente entero), el ensayista se permitía
ejercer su indignación contra un puñado de intrusos que
afeaba el paisaje de la decadencia. Poco tiempo después,
las destrucciones masivas desplegadas en Europa
afectarían a la validez de sus observaciones. Para entonces
ya no existía albergue seguro al cual volver y, dondequiera
que encaminara uno sus pasos, tropezaba con ruinas.
No quedaba, pues, más remedio que habitarlas.

5
Y nunca se estaba solo en la ciudad, por ruinosa que ésta
luciera. Nadie podría tomarse por el último habitante.
En una de mis caminatas tropecé con unas ruinas que
creí deshabitadas. Vi la puerta entornada y, aunque debió
servirme de advertencia el que no la hubiesen arrancado,
pasé a una habitación sin techo.
El piso de aquella sala (cuatro muros de mampostería
carcomida) parecía haber sido machacado hasta la
pulverización. Un estornudo, y habría volado igual que el
techo.
Segunda señal que no atendí: la habitación estaba
perfectamente barrida. Y conducía a otra, cuya puerta
empujé. Aunque no conseguí seguir más adelante porque
un viejo me cerró el paso.
Pegada su cara a la mía, el viejo apretó los párpados
hasta caer en la cuenta de que yo no le resultaba conocido.
No ocultó entonces su malhumor, y quiso saber qué hacía
allá adentro.
Un adolescente (podía tratarse de su nieto) vino a
preguntar si yo era extranjero.
Le respondí que no y, al esfumarse la posibilidad de
ganar unos dólares, me echó a la calle acusándome de
pasar por turista con el fin de meterme en las casas. (Sólo
alguien venido de fuera del país era capaz de interesarse en
aquella decadencia.)
¿Dónde acababa el paseo y empezaba la propiedad
privada?
Para quien decida visitarlas, las ruinas habitadas
suponen esta indistinción. Los sitios arqueológicos se
encuentran prudentemente acordonados contra
anacronismos y saqueos. Pero las ruinas ocupadas existen
sin tales precauciones. Quien las visite no encontrará
ninguna estatua del dios Término que indique abandonar en
ese punto la excursión. Y, en caso de avanzar más, lo
asaltará el pudor, sorprenderá la intimidad de unos
extraños.
Siegfried Giedion ha observado que en las ruinas
aparecen simultáneamente interior y exterior. Sin embargo,
en las ruinas habitadas surgen nuevas paredes, se practica
una estrecha economía del abrigo. Y, al enojo ante el paso
cerrado, quien viaje a contemplarlas podrá añadir
indignación por las reformas arquitectónicas emprendidas.
Moradores intrusos han venido a complicar la pura
decadencia, a revolver el orden. Se arrogan el derecho de
abrevar en las fuentes del tiempo y lo que hacen es
enturbiar las aguas.
Por ello quien contempla las ruinas busca, al primer
impulso, desalojar de allí a esa gente. Intenta el primer
golpe, ataca para no ser atacado. Pues intuye que nadie
como él podría ser acusado de complicidad con las fuerzas
destructivas. (Junto a las grandes vías romanas, a la vista de
ruinas habitadas, Georg Simmel no se hallaba exento de los
cargos que impusiera a un grupo de aborígenes.) Y es que
por debajo de la ensoñación que las ruinas provocan circula
una corriente de remordimientos igual a las llamas bajo
dulces prados del poema de Keats.
Jean Cocteau entendió las ruinas como accidentes en
cámara lenta. De hacer caso a tal formulación, plantarse
ante ellas resulta sumamente reprochable mientras sirven
de albergue. Aquel que halla deleite en ruinas habitadas
cabe entre los espectadores de penas capitales, los
visitantes de morgues y de anfiteatros anatómicos, los
curiosos de incendios, los privilegiadores de la crónica roja.
Pertenece sin dudas a la pandilla enamorada de la
destrucción, a la Sociedad de Conocedores del Asesinato.
Bajo pretexto de extraer moralidad del paso de los
tiempos (una de las más socorridas justificaciones entre
ruinólogos), obtiene un añadido de fruición, el escalofrío de
encontrarse a salvo. Se desayuna con los asuntos criminales
para sentirse como un sobreviviente de la noche, de los
cuchillos largos y de los disparos. El café con leche le sabe
maravillosamente entonces.
Que escalofrío así resulte a una vez estético y perverso,
que suponga belleza y afectaciones, dispone dulces prados
y garantiza el combustible que soflamará a éstos. Todo
ruinólogo practica una contemplación cruzada de reproches.
Da con una belleza martirizada, a punto del repudio por
poco puritanismo con que se cuente. Belleza tan difícil de
administrar, que a menudo se la despacha con el adjetivo
de macabra. (La contemplación de ruinas es afín al
sonambulismo. Pertenece a esa clase de actos que,
explicados a la luz del día, en otro orden del universo, no
recaba suficientes razones.)
Y de existir ecuación que relacione estética y
remordimiento, un segundo grado de dificultad
comprenderá a las ruinas habitadas. Celebrar tan altas
destrucciones resulta escandaloso, problemático. No
obstante, irreprimible.
Fue en tiempos de los bombardeos alemanes a Gran
Bretaña, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el
director de la National Gallery, Kenneth Clark, benefició a
las devastaciones hechas por el enemigo considerándolas
dentro de lo picturesque, una categoría del gusto inglés que
comprende los viejos muros cubiertos de hiedra, los robles
nudosos, las cabañas de techo de paja y otros objetos de
hermosura no muy recta.
Podrá conjeturarse que un placer salpicado de cadáveres
debería quedar, a lo más, en vicio secreto. Lo asombroso en
el caso de las ciudades inglesas bombardeadas es que tal
belleza haya sido asunto público, y que el mismísimo
gobierno británico decidiera prestarle atención.
Apreciar con gozo las destrucciones perpetradas por el
enemigo pareciera desmentir los enconos nacionalistas de
la guerra. O probablemente se trata de nacionalismo tan
acendrado que toma por hermosas hasta las cicatrices
propias. En cualquier caso, aun cuando fuesen despejables
los prejuicios regionales, quedarían en pie, bastante
inamovibles, prejuicios más genéricos. Uno de ellos el que
aconseja no demostrar júbilo a la vista de difuntos.
Decidido a salvar la belleza de ciertas imágenes por
terribles que fuesen, Kenneth Clark fundó en los años de
contienda un comité consultivo de artistas que utilizó con
fines propagandísticos el muy británico sentido de lo
picturesque. Creado con el beneplácito del Ministerio de
Información, el War Artists Advisory Committee envió
artistas a las ciudades en llamas.
Estimaban en aquel ministerio que el trabajo de los
pintores dejaría un valioso testimonio de tiempos difíciles y
ofrecería aliento moral al pueblo británico. (Kenneth Clark
perseguía el tercer objetivo, no declarado, de salvar a los
artistas de la muerte por hambre.)
Una primera misión condujo al pintor John Piper a la
ciudad de Coventry, bombardeada en noviembre de 1940.
(En sus apuntes filológicos sobre la lengua del Tercer Reich,
Victor Klemperer recuerda que la prensa y la radio alemanas
habían creado el verbo coventrizar para describir el destino
que prometían a todas las ciudades británicas.) Coventry
había sido reducida a escombros por la aviación alemana.
Los edificios ardían, proseguían las búsquedas de cuerpos
entre los escombros y, en medio de la tragedia, John Piper
debió sentirse como un intruso, como un inútil con su
cuaderno de dibujo.
Divisó un despacho de procurador y se dirigió a él. En el
despacho, junto a la ventana, una secretaria tecleaba como
si nada hubiera sucedido. A través de la ventana alcanzaba
a verse el lado este de la catedral en llamas. (W. G. Sebald
cuenta cómo, recién ocurrido el bombardeo de la ciudad
alemana de Halberstad, una empleada despejaba de
escombros la entrada del cine para la función de las dos de
la tarde.)
Piper saludó a la secretaria con una frase acerca de los
tiempos bestiales que vivían, ella contestó que hacía su
trabajo, y convino en dejarle aquel puesto para que él
tomara sus apuntes. Coventry Cathedral, 15 November
1940\ la pieza salida de esas horas en que una secretaria
mecanografiaba y un pintor tomaba del natural el desastre
de la guerra, pertenece hoy a la colección de un museo de
Manchester. Fue exhibida en la National Gallery al año
siguiente y, tal como previeran en el Ministerio de
Información, constituyó un símbolo de esperanza para los
británicos.
Fuera de los encargos del War Artists Advisory
Committee, John Piper se dedicó a pintar ruinas. Ruinas del
tiempo, no de la guerra. En su carpeta, una vieja mansión
abandonada en Northumberland venía a emparejarse con
las ruinas que dejaran los bombarderos enemigos, ambas
figuraciones de lo picturesque. Y abril de 1942 lo llevó a la
ciudad de Bath, bombardeada por el ejército alemán a
cambio del bombardeo británico del barrio medieval de
Bremen. (La guerra tomaba un cariz decididamente
estético, como de batalla entre galeristas. No era extraño
entonces que los pintores la cubrieran.)
En un artículo publicado tres años después del fin de la
contienda, Piper aseguró que la destrucción causada por las
bombas había revelado nuevas bellezas, yuxtaposiciones
imprevistas. Testigo privilegiado de las devastaciones,
permanecía incólume su intención de encontrar belleza en
el horror. (Filippo Tommaso Marinetti había hecho notar la
potencialidad de la guerra para brindar nuevas formas de
belleza: grandes tanques, disposiciones de la aviación en el
cielo, espirales de humo de poblaciones incendiadas...)
¿Quedaba exento Piper, ruinólogo indudable, de los
remordimientos de su afición? Conjeturo que sí.
Poco rastro de vergüenza podrá hallarse en sus palabras
y no existe en él intención de disculparse ante sus lectores.
A diferencia de Georg Simmel, visitador de ruinas a la orilla
de una carretera que lo devolvía a su hotel, él se
encontraba implicado en las ruinas, era uno más de sus
moradores. Terminado su trabajo, iba a servirle de albergue
alguna de las edificaciones expuestas a un repaso de la
Luftwaffe.
(En mi caso, claro que sin bombardeos, me considero
más cerca de Piper que de Simmel. Podrán confirmarlo los
intentos sucesivos de impermeabilizar un techo a través del
cual siempre termina por filtrarse lluvia, los sorpresivos
levantamientos del piso, las baldosas que parecen
pertenecer a una superficie en borboteos, el
estremecimiento de la casa cuando la calle es recorrida por
vehículo pesado... Uno de los dos espectadores de la familia
sin techo podría correr la misma suerte que aquélla. Y no
precisamente el fotógrafo extranjero.)
He tomado estas noticias británicas de un volumen
acerca del gusto por las ruinas donde Christopher
Woodward menciona un par de ejemplos cubanos.
El primero, a propósito del palacete de un ingenio
azucarero donde Woodward se demoró tanto que debió
pedalear aceleradamente antes de que la noche le ocultara
el camino entre campos de caña. (Otras ruinas, de un
castillo bizantino, lograron que perdiera el ferry de regreso a
través del Bósforo. Unos pocos minutos ante las ruinas y el
regreso a la cotidianidad notifica que han transcurrido
años.)
El otro ejemplo cubano de su libro se detiene en el
cuartel Moneada, en las marcas de disparos que arruinan su
fachada como perpetuación de un hecho histórico. (El
ataque al cuartel de Santiago de Cuba, fracaso con el que
se iniciara la revolución triunfante en 1959, dejó en los
muros huecos de metralla. Apresados los atacantes, las
autoridades militares se esmeraron en borrar las huellas del
atrevimiento, cementaron los huecos. Y, llegado el triunfo
de las tropas revolucionarias, los muros fueron ametrallados
otra vez. Con el fin de inaugurar unos huecos
conmemorativos, se reprodujo el ataque.)
Lamentablemente, el volumen de Christopher Woodward
sobre ruinas no trae noticia alguna de La Habana.

6
No recuerdo en cuál artículo di con el concepto de
estática milagrosa.
El artículo versaba sobre edificaciones habaneras en pie
pese a que las leyes físicas más elementales suponían sus
desmoronamientos. Varios especialistas se mostraban de
acuerdo en tratar como pura chiripa, la existencia de
aquellos edificios, y Centro Habana era el sitio donde
parecía concentrarse la mayor pane del milagro: más de la
mitad de sus construcciones se encontraba aquejada de
estática milagrosa.
Calles levantadas en las afueras de la ciudad amurallada
(de esas murallas quedan unos pocos tramos que fueron
piezas de excepción mientras La Habana no contó con otras
ruinas), los treinta primeros años del siglo XX conformaron
lo que cualquier habanero llama Habana a secas por
considerar que allí se encierra el meollo de la capital.
Centro Habana debió ser en sus orígenes el
descubrimiento de la contigüidad y la altura. La obligación
de apiñar inquilinos, dictada por el valor del suelo, procuró
paliativos en las alturas. Y con el fin de ennoblecer lo
construido se agregaron a las fachadas ciertas delicadezas,
un poco de estilo.
El paso de los años y la cargazón de habitantes han
devastado esas calles próximas al mar. Sus paredes parecen
haber sido desconchadas por el oleaje. Lo exiguo originario
se ha enriquecido con subdivisiones a la manera de una
alfombra oriental (alguna vez han llamado Casbah a Centro
Habana). De manera que, aun sin haber transcurrido un
siglo desde su fundación, a nadie asombraría recibir la
noticia de un desplome masivo.
Sospecho que los especialistas aguardan algo semejante.
El espacio enmarcado de un municipio y la nutrida
población que lo ocupa (Centro Habana constituye el
municipio más densamente ocupado del país) inclinan al
estudio de la acción humana sobre la arquitectura. Y los
expertos encomiendan a ese adensamiento poblacional el
retorno a la exactitud de sus cálculos, el cese del milagro, la
veraz observancia de las leyes físicas: los viejos edificios
han de caer para que vuelva a cumplirse una lógica
pedestre, sublunar.
En sus estudios recurren al concepto de tugurización,
herramienta útil a la hora de historiar cómo un espacio
digno llega a transformarse en un rincón de mala muerte.
De este modo, Centro Habana aparece como campo de
batalla entre tugurización y estática milagrosa, posibles
nombres para los vectores definidos por Georg Simmel en
su explicación de las ruinas.
Matrimonios, nacimientos e inmigraciones ocurren allí a
una velocidad que ni remotamente alcanza a secundar la
fabricación de espacios nuevos. Existe un déficit
habitacional considerable (defunciones y exilios liberan muy
pocas capacidades), y a tal déficit habría que agregar las
necesidades de quienes dejan atrás derrumbe o casa
declarada inhabitable, los sobrevivientes de las ruinas.
Indispuesta a empujar más allá sus bordes o a ganar
altura, la capital no deja sin embargo de crecer. Su gente se
construye habitación a como dé lugar, impone mezquindad
al primer espacio que aparece, tuguriza.
Tomadas las azoteas de los edificios y fabricadas en ellas
unas covachas que no se sabría si adjudicar a humanos o a
palomas, cuando resulta imposible ocupar un afuera queda
aún el recurso de las cajas chinas, de las muñecas rusas.
Emparedamiento de balcones, techadura de patios,
improvisación de tabiques: la arquitectura emprende el
camino del exilio interior, se encierra en sí misma y termina
por devorar sus posibilidades, por encontrar su ruma.
En las antípodas de una explosión constructiva, la capital
cubana se anima a implosión, late en sístole y sístole.
Ocurren acumulaciones de parientes, hacinamientos de
un estrato generacional sobre otro, agregaturas. Cualquier
pequeño apartamento gana la populosidad de uno de los
capítulos del Génesis dedicados a enumerar linajes. Lo
vegetal, que a juicio de María Zambrano acredita a las
ruinas, comienza por un árbol dentro de la casa, el
genealógico. Y se juzgaría como insolencia el que unos
recién casados pretendieran techo distinto al de sus padres.
Porque mucho antes que ese par de tórtolos hay largas
listas de damnificados a la espera de un rincón.
Los albergues estatales guardan una capa humana tan
legamosa como la que cubre las aguas estancadas. Los
afectados por el último huracán se suman a quienes
perdieran techo en huracanes anteriores, y configuran entre
todos (los meteoros reciben orden alfabético) un diccionario
de calamidades.
La única vía de escape pasa entonces por fabricarse un
nidito en el sitio familiar atiborrado. Fraccionar y
subfraccionar el espacio según las maniobras de un
paramecio en celo. Cada recién llegado mete cuña, procura
abrirse hueco en el limitado piso familiar y, en
consecuencia, obra a favor de la grieta que anunciará el
derrumbe.
«Quizás el ojo de un observador atento habría
descubierto una hendidura apenas perceptible que se
extendía en zigzag sobre el muro fronterizo, desde el tejado
hasta las lóbregas aguas del estanque», es descrita la casa
Usher unas jornadas antes de su caída.
En La Habana los edificios por caer se aprietan en
pelotón de carcamales, flotan en estática milagrosa. Forman
juntos un haz que, en briznas sueltas, perecería a la primera
ocasión. (Un derrumbe es seguido por derrumbes aledaños.
La diosa Kali gusta de hacer hiladas de calaveras para sus
collares.)
¿Cuándo empieza un edificio a considerarse en ruinas?
Robert Harbison ha escrito que, mucho más que
arquitecturas o vestigios de arquitecturas, las ruinas
constituyen un modo de mirar: tanto pesa en ellas la actitud
de quienes las contemplan. (Simmel consignó su
desencanto ante los restos arquitectónicos utilizados como
habitación y ante las columnas cercenadas por debajo de la
mitad de sus fustes. Hasta ahí llegaba su entendimiento con
las ruinas.) No vale la pena entonces detallar perjuicios en
la piedra, es preferible delegar la búsqueda de una
definición en la mirada, en el humor de quien observa.
Es turno de que la impasibilidad imponga su marca, y
puede afirmarse que se está ante ruinas desde el momento
en que los daños ocurridos en un edificio empiezan a
considerarse irrevocables. De no provocar ánimos de
recuperación, la arquitectura habrá iniciado su conversión
en ruinas. Lo indica una cornisa que aterriza ante el
aburrimiento general, o el indiferente desprendimiento de
un balcón.
De su estancia en La Habana durante los años cincuenta,
Graham Greene sacó impresiones de ruinas. La vida de su
protagonista James Wormold corría peligro y, pese a
considerar a la ciudad como suya y sentirse atraído por ella
lo mismo que por la escena de un desastre, Wormold pensó
en llenar las valijas y dejar atrás las ruinas de La Habana.
De qué desastre era escenario esta ciudad no viene
aclarado en la novela. Tal vez la capital cubana correría la
misma suerte de tantas avanzadas del progreso en los
trópicos, expuestas a los ataques de la vegetación.
Mazmorras y otras arquitecturas piranesianas socavaban
sus cimientos, una dictadura militar hacía metástasis en lo
urbanístico, y no podría ocultarse más el horror: la sangre
iba a teñir las fachadas.
O, más a tono con la sensibilidad religiosa del novelista
inglés, esta nueva Sodoma recibiría condena desde lo alto.
Cualquiera que fuese el peligro que amenazaba a la
ciudad, su inminencia podía detectarse ya. El agente
secreto Wormold lo respiraba. (En una de las escenas
callejeras del filme de Carol Reed alcanza a verse el hueco
de un edificio derrumbado en zona tan céntrica como Prado
y Neptuno. Ese hueco avisaba, a quien supiera ver, del
creciente número de vaciados que sobrevendría.)
Our Man in Havana transcurre en una zona de esplendor
perdido. De todos los miembros de la European Trader's
Association of Havana sólo a un pobre diablo como James
Wormold podía ocurrírsele mantener abierto su
establecimiento comercial en la ciudad antigua y fijar
residencia allí en tanto las esperanzas inmobiliarias corrían
hacia el este. (El oeste también comenzaba a aprovecharse
gracias al túnel recién construido en la bahía.)
Dos años antes de los hechos contados por la novela, en
1956, el gabinete estadounidense de Josep Lluís Sert, Paul
Lester Wiener y Paul Schulz respondió al encargo del
gobierno cubano de la época con un plan de desarrollo
urbanístico que suponía la demolición de buena parte de La
Habana Vieja. De la tienda y residencia de James Wormold
no iba a quedar ni una piedra. Las calles que formaban su
paseo habitual, el bar donde acostumbraba a reunirse con
su amigo el doctor Hasselbacher, desaparecerían.
No sólo estaban contados los días de Wormold en la
ciudad, sino los de La Habana tal como el comerciante
inglés la conociera. En caso de dejarla atrás, dudosamente
lograría identificarla luego.
Más de novecientas edificaciones de valor histórico iban
a ser demolidas y sólo las más monumentales quedarían
como exigua representación del pasado, en número que no
llegaba a la decena.
Las fachadas antiguas permanecerían en su sitio, pero
vaciadas de interior.
Los patios coloniales se utilizarían como parqueos.
Cruzarían la zona vías rápidas.
Sobre el sitio más alto de la bahía se alzaría el palacio
presidencial, una mole de 500 pies de base y 70 pies de
altura.
Torres modernas bordearían el malecón y frente a ellas
sería emplazada una isla artificial.
La llegada de las fuerzas revolucionarias, en enero de
1959, vino a impedir el cumplimiento del Plan Sert. Una
revolución política evitó la revolución urbanística. Y si hoy
resulta posible pasear por una decrépita ciudad colonial
habrá que agradecerlo a tan sorpresivo relevo de
administración. La variedad geológica que distingue a la
arquitectura habanera, rica en estratos de distintas edades,
se debe al estatismo inmobiliario impuesto por la
administración revolucionaria. La capital cubana goza,
gracias a ello, de un envidiable carácter museístico. Aunque
también de un desmoronamiento lindante con lo irresoluble:
La Habana es un museo en ruinas.
Inclinados a perdonar tal abandono, muchos
historiadores traen a cuento las demoliciones que habría
acarreado el Plan Sert. Cualquier crítica a la indolencia
urbanística revolucionaria recibe una respuesta inobjetable
en cuanto nos recuerdan que, de no haberse impuesto
indolencia así, no quedaría en La Habana Vieja ni siquiera
un edificio para decaer. (El creciente número de
edificaciones en estática milagrosa obtiene legitimación
desde que la única alternativa parece reducirse a aquella
devastación planeada en 1956. A quien se queje del estado
de su domicilio recordarle que ha gozado de largos años de
moratoria y queda tiempo aún, mientras no se le venga
abajo el techo.)
Ciertos problemas que hace medio siglo exigían solución
no han conseguido hallarla todavía. La declaración de La
Habana Vieja como «Patrimonio de la Humanidad»
efectuada por la UNESCO en 1982 constituye un paso más
en la búsqueda de inmunidad ante la piqueta. (Primero fue
el triunfo revolucionario, paralizante. Luego la declaración
patrimonial, que sacraliza.) Y desde la década de los
ochenta la Oficina del Historiador de la Ciudad ha
emprendido un plan de restauración que podría catalogarse
como opuesto al que ideara Josep Lluís Sert.
Allí donde un palacete se arruina fraccionado en
múltiples viviendas, las labores de restauración dejan listo
un edificio que albergará a museo o institución cultural. Es
factible, a partir de un local tumultuosamente habitado,
obtener un despoblado. (Despejado el espacio, las familias
ocupantes son remitidas fuera del municipio. Porque
quienes tugurizaron una vez seguro que reincidirán. Y del
sitio cochambroso que moraban ha brotado el verdadero
aspecto histórico: el lugar es otro ya.)
Un edificio se desploma y en su lugar construyen un
vacío que aparente utilidad, plaza o parqueo. Pero en caso
de no desmoronarse, si cabe alguna restauración para el
viejo edificio, la apertura de un museo es la solución
recomendada. Inaugurar museos ha sido el modo óptimo
hallado por la Oficina del Historiador de la Ciudad para
revalorizar inmuebles sin correr el riesgo de habitarlos. Así
se alcanza restauración y asepsia. (El territorio de La
Habana Vieja cuenta con disposiciones especiales que
controlan el ingreso de moradores. Restricciones
arquitectónicas tanto como demográficas evitan la
tugurización. Cierran la peligrosa frontera con ese Haití que
es Centro Habana.)
La creación de museos dentro del casco histórico
disimula bastante bien la espera del retorno de la
especulación inmobiliaria. Plazas y parqueos aguardan a los
propietarios venideros. Tantos museos sirven, además, de
justificación ante el turismo. Pues para un régimen político
que implantó el cierre del país y admitió luego (por pura
sobrevivencia) la intromisión de visitantes, ha de ser
primordial la catequización de éstos: se procura un turismo
solemne.
La apertura de nuevos museos autoriza el número
creciente de bares. (El turista sale de la ciudad antigua tan
borracho de ideología como de ron. Allí se expende alcohol
del mismo modo que se expende historia patria.) Bares que,
bien vistos, son museos también. Donde los senderos en
zigzag y laberinto de la borrachera quedan tan reglados
como sendas para ciclistas. Donde todo alcohol ha de
garantizar una dirección única, una historia.
Dentro de esos locales, imágenes y alusiones sirven
menos de reclamo comercial que de discurso historizante.
No están allí para animar al jolgorio o al consumo, no han
sido plantadas con intención de amarrar al cliente en contra
de la competencia. Se explica así la reproducción de una
carta de Federico García Lorca colgada en el Two Brothers,
la apócrifa relación que una tarja establece entre un café
habanero y Eça de Queiroz, o la erección de una estatua de
Ernest Hemingway en el bar del restaurante Floridita, donde
ya contaban con busto del escritor desde el año de su
Premio Nobel. (La estatua de cuerpo entero es obra del
mismo artista que sentó a Lennon en un parque del
Vedado.)
De planear en La Habana la apertura de un bar, las
autoridades imaginan enseguida un museo de la fiesta.
El plan de restauración ejecutado por la Oficina del
Historiador de la Ciudad no alcanza, cualesquiera que sean
sus virtudes, a solventar el monto de reclamos acumulados
durante décadas. Las limitaciones de ese plan se deben no
tanto a cortedades económicas (las ganancias turísticas de
la zona son utilizadas de plataforma financiera) como al
carácter de la empresa. En una ciudad que hace aguas por
todos lados salta a la vista lo restringido del radio de acción
de tal proyecto, respetuoso del trazado de las
desaparecidas murallas, nunca aventurado a extramuros.
Centro Habana, por tanto, le resulta ajena. O, cuando
menos, asignatura pendiente.
Ajeno también el resto de la ciudad.
Galerías y museos de La Habana Vieja cierran sus
puertas al caer la noche. El personal de instituciones y
empresas estatales se va a casa. Poco antes de la
medianoche, los bares venden el último trago y quedan sin
vida las calles restauradas.
En ellas nada duerme. Detrás de las fachadas parece
residir lo hueco que proponía aquel plan ideado en los
cincuenta por Sert. El triunfo revolucionario de 1959 logró,
más que impedir tal proyecto, postergarlo. Y cabe suponer
que algunas radicalidades contenidas en él habrán de ser
aplicadas en La Habana del futuro.
La capital cubana espera a un artista de la demolición,
tal como se autotituló el barón Haussmann.
Escribo lo anterior en una casa que desaparecerá en esa
marea.
Cuando pienso en el futuro, mi desesperación es
urbanística.
A diferencia de quienes intentan avizorar en otros
campos la naturaleza de lo que vendrá, mi pregunta se
centra en la suerte de unas calles.

7
A través de los cristales alcanza a verse el mar, una
piscina. Dentro del bar existe un rincón dedicado a los
huéspedes ilustres, a la memorabilia. Es un museo de la
fiesta. Puede apreciarse en él una victrola Wulitzer fuera de
funcionamiento (los títulos de las canciones resultan
lamentablemente cercanos), una caja de caudales, el primer
registro de empleados que junta nombres locales a nombres
estadounidenses... Y, ordenados por décadas en las
paredes, los rostros de gente famosa.
En esas paredes puede seguirse la historia de esplendor
y decadencia del hotel. Los años treinta trajeron al Nacional
no sólo a estrellas de cine y personajes como los duques de
Windsor, sino también a mafiosos estadounidenses que
adoptaron el hotel como cuartel de invierno. Las siguientes
dos décadas constituyen, a juzgar por la afluencia, el
período de mayor florecimiento. Y a partir de los sesenta,
luego del triunfo revolucionario, 1a cosecha de figuras
ocurre cada veinte años en lugar de decenio a decenio. (Se
necesita el doble de tiempo para aparentar continuidad en
el flujo de huéspedes de rango. Pero ni aun así la suma de
años recientes tiene comparación con las del pasado.)
En la primera veintena revolucionaria caben el
cosmonauta soviético Yuri Gagarin y la vedette Josephine
Baker, repudiada allí unos años antes por su color de piel.
Gabriel García Márquez con una gran sonrisa. Alejo
Carpentier, vuelto de Caracas y aún sin destino diplomático
en París. (Él y el pintor Wifredo Lam son los primeros nativos
tomados por ilustres.) Y aunque la pared luce un retrato de
Jean-Paul Sartre, no hay rastro de Simone de Beauvoir, a la
que habrán considerado mera acompañante del filósofo
durante su visita a La Habana.
La suite adjudicada a Sartre en ese hotel miraba a los
altos edificios de apartamentos del Vedado (la de su
compañera a la ciudad vieja), y el escritor consideró a esas
edificaciones como una de las mayores sorpresas de la
ciudad.
Habían surgido de la carrera por alcanzar mayor altura.
«Cada uno alarga el cuello para mirar el mar por encima del
hombro de su vecino.» En cambio, el hotel en donde se
hospedaba no entraba en tal emulación, y aquél era quizás
su mayor título de nobleza. Le bastaba con haber sido
construido sobre un peñón que dominaba la línea de la
costa. (En 1962, durante el episodio de los misiles
soviéticos, los jardines del hotel Nacional dieron cabida a
armamento antiaéreo y cavaron en ellos refugios.)
Aquellos modernos edificios del Vedado estaban
estrechamente relacionados con la dictadura depuesta, o
faltó poco para que Sartre lo considerara así. A diferencia, el
hotel Nacional había sido construido «antes de la
decadencia, antes de la resignación», y resultaba un
mirador sin mácula.
Al hacer tal salvedad, Sartre debió desconocer que el
siglo XX cubano contaba con diversas dictaduras, y que su
hotel había sido inaugurado por el general Gerardo Machado
y Morales. (El rincón de memorabilia del Nacional no
muestra imagen del acto de inauguración. Sí la tarja
conmemorativa, arrancada al término de la dictadura
machadista.)
Para el ilustre visitante resultó una tremenda novedad la
utilización de acondicionadores de aire. Frío de los ricos, lo
llamó. Y se habituó a mínimos de temperatura. Ya para
siempre, según noticia en sus memorias Simone de
Beauvoir: «Como Sartre había sido conquistado en La
Habana por la frescura artificial del Nacional, reservamos en
Roma dos habitaciones que se comunicaban y que tenían
aire acondicionado.»
Acercarse a las ventanas y observar desde la impunidad
climática cuánto sudaban los transeúntes le producía a
Jean-Paul Sartre estremecimientos suntuosos.
«Estremecimientos suntuosos», pudo haber llamado a las
torres de apartamentos que consideraba rascacielos.
Divisarlas desde lo gélido, a través de los cristales, las
volvía tan fantasmagóricas como escalofríos.
«Vi fantasmas gráciles estirarse hacia el cielo», consignó.
Y supo adivinar sus ruinas venideras, puesto que las
revoluciones sólo practicaban indulgencia ante las
construcciones de los abuelos.
Sin embargo, erró Sartre en sus predicciones urbanísticas
lo mismo que en sus conclusiones sobre la política cubana.
Alcanzó a pronosticar el escarmiento que padecerían los
edificios modernos, pero estuvo lejos de suponer que la
misma sanción afectaría a toda la ciudad y a otras ciudades
de la isla. No sospechó que la indulgencia revolucionaria
haría pocos distingos entre edades constructivas.
Ya que, del mismo modo en que la nueva administración
acallaba la música que trajese recuerdos de una edad
anterior, se propondría silenciar la arquitectura. ¿No había
dicho alguien que ésta no era más que música congelada?
Los viejos músicos cubanos emprendían el camino del exilio
o del silencio, se clausuraban los sitios de fiesta,
desaparecían las victrolas. E iba a darse también por
terminada la fiesta del urbanismo.
Llevadas hasta la equivalencia memoria y arquitectura,
cualquier edificación fue considerada monumento
conmemorativo. A los ojos de sus nuevos gobernantes, la
capital pertenecía al recuerdo de la dictadura depuesta (y al
recuerdo de quienes combatieran a la dictadura en esas
calles, revolucionarios no muy del gusto de las fuerzas
rurales victoriosas).
Muy escasos miramientos debían esperar los hitos de
una historia anterior. Todo lo alzado antes de 1959, obra de
padres o de abuelos, encerraba culpa y tendría que
avergonzarse hasta las ruinas.
Negada a discriminar entre una y otra época previa, la
nueva administración tampoco haría distingos entre lo
venido de edades anteriores y su propia obra. Mostraría por
sus cachorros la misma indiferencia criminal que por los
cachorros ajenos, condenaría a unos y a otros a la inanición.
Gracias a un cajón repetido sin contemplaciones, levantó
al este de la bahía habanera la mayor concentración
habitacional de los últimos cuarenta años. Dedicó la nueva
ciudad de Alamar al hombre nuevo, y prescindió en ella de
embelecos. El ángulo recto constituía allí la única
ornamentación. En cuanto a jardinería, ya existiría tiempo
más adelante. Mejor que ningún árbol se alzara entre los
edificios, la franqueza debía reinar entre camaradas.
Alamar, lo mismo que el hombre nuevo, representaba el
triunfo de los materiales prefabricados. Triunfo
momentáneo, puesto que a pocas décadas de su
construcción es ya una masa de ruinas sin atenuante de
belleza.
«Ciertas técnicas nuevas», advirtió Auguste Perret, «no
dejan ruinas hermosas.»
Pero si procurar belleza en Alamar resulta empresa nada
gratificante, puede encontrarse recompensa más que
suficiente en las Escuelas de Arte de Cubanacán.
En lo que de ellas llegó a construirse.
Una tarde de enero de 1961, desde la terraza del Havana
Country Club y ante la comitiva que le acompañaba, el líder
de la revolución delineó su propósito de prestar escarmiento
al viejo ocio burgués. Aquél fue un año con tiempo para el
golf, pues se conserva memoria fotográfica de al menos un
par de ocasiones. El puñado de jefes revolucionarios había
gastado unas horas en el campo de golf del Havana Country
Club, y resultan bien conocidas las semejanzas entre tal
deporte y la topografía. La campaña nacional de
alfabetización estaba en marcha, terminaría en diciembre, y
era preciso pensar en la formación de artistas. ¿Qué lugar
mejor que el campo de golf del clausurado club, uno de los
más caros terrenos de la capital, para construir en él las
escuelas de arte dedicadas al hombre nuevo?
Un año antes Jean-Paul Sartre había sostenido que la
revolución cubana haría surgir ciudades e inventaría una
bella arquitectura. Las edificaciones debían estar listas a
fines de diciembre, arquitectos y constructores contaban
con poco menos de un año.
Fueron responsabilizados de esa prisa el arquitecto
cubano Ricardo Porro y los arquitectos italianos Vittorio
Garatti, de Milán, y Roberto Gottardi, de Venecia. Manos a la
obra, cada uno de ellos se ocupó de la proyección de una o
dos escuelas. Decidieron, ante la falta de acero y de
cemento Portland, utilizar ladrillos. El uso de ladrillos, más la
posibilidad de contar con un experto albañil, les permitió
recurrir a un particular sistema de construcción: la bóveda
catalana.
Gumersindo (de cuyo apellido parece no quedar
memoria), albañil catalán, hijo de un albañil que trabajara
en Barcelona a las órdenes de Antoni Gaudí, vendría a ser el
cuarto autor de las Escuelas de Arte. Llegado a Cuba para
supervisar la restauración de un convento, estaba sin
empleo desde la expulsión del país de la orden religiosa que
lo contratara. De manera que resultó providencial su
encuentro con el arquitecto Porro.
Tocó a Gumersindo introducir a los albañiles cubanos en
los secretos de la bóveda catalana. Y le correspondió
también, mediante la construcción de un modelo, vencer las
dudas de arquitectos e ingenieros. (Ricardo Porro fue citado
a junta con todo el personal especializado del Ministerio de
la Construcción. Temían que los techos de las Escuelas de
Arte pudieran venirse abajo y aplastar a las jóvenes
promesas que recibirían enseñanza allí, hijos de obreros y
de campesinos.)
Pero, probada la resistencia del método constructivo,
quedaba el inconveniente de que éste resultaba despacioso.
Así que llegó diciembre de ese año y las escuelas no se
encontraron listas, lo cual no pareció molestar demasiado a
las autoridades.
«La más hermosa academia de artes de todo el mundo»,
proclamó el jefe de gobierno cuando los edificios se
hallaban en proyecto.
Las clases se iniciaron en medio de la construcción. Para
fundir la base de una de las cúpulas fueron convocados
profesores y estudiantes. Los músicos tocaron sus
tambores, la música propició una fundición sin pausa, plena
de entusiasmo. Parecía a punto de cumplirse el augurio
sartreano de una belleza arquitectónica revolucionaria.
Y fue entonces cuando una orden oficial detuvo la
construcción de las Escuelas de Arte. «Un día de 1964, el
Ministerio de la Construcción retiró a todos los trabajadores
de las obras, casi a punto de terminarse», narra quien
puede considerarse el historiador oficial de la arquitectura
de la revolución.
Las autoridades adujeron pretextos económicos: el
excesivo costo de las obras, la existencia en el país de
iniciativas mucho más urgentes... Aquel que proclamara la
más bella academia del mundo condenó, en una alocución
ante arquitectos e ingenieros, a la clase de profesionales
que pretendía convertir en caso particular cada edificio que
se le encargaba.
La alusión era clarísima. Unas edificaciones planeadas
para condenar el elitismo del antiguo régimen terminaban
por fomentar el elitismo de sus creadores. Gracias a un
grupito de arquitectos (dos de ellos extranjeros), regresaba
la eterna tentativa burguesa. Lo cenagoso no acababa de
ser extirpado. Era como sí el genio del lugar enredara
cuanto se acometiera en aquel campo de golf.
Varios teóricos de la arquitectura mostraron su acuerdo
con la sanción gubernamental, prestaron soporte a ésta. A
juicio del historiador oficial, los autores del proyecto habían
adoptado un monumentalismo erróneo. Ninguno era lo
suficientemente revolucionario. «La monumentalidad
tradicional implica autoritarismo, orden dirigido
piramidalmente de arriba hacia abajo, ¿puede entonces esta
concepción de la monumentalidad ser expresiva del proceso
político cubano, basado en el diálogo y la constante
integración entre los dirigentes y la masa?, ¿puede aislarse
el artista del seno de la sociedad, sumergirse en una
especie de Arcadia, solicitársele un acto creativo que no
nazca de una vivencia real cotidiana, del proceso
revolucionario?»
Lo planeado por Porro, Garatti y Gottardi suponía
soledades que de ningún modo encontrarían sitio en la
nueva sociedad. Ni soledad del político ni soledad del
creador, ni dictadura ni torremarfilismo. ¿O qué clase de
nuevos artistas saldrían de las aulas imaginadas por aquel
trío de arquitectos?
En lugar de servir de muro de contención, lo planeado
por ellos remitía directamente a la memoria del lugar. Las
Escuelas de Arte no conseguían acallar las ínfulas del
Havana Country Club.
Pletóricas de curvas y cúpulas y corredores laberínticos,
las nuevas edificaciones se desentendían de las urgencias
del ángulo recto. A juicio de las autoridades, el más
controvertido de aquel trío de autores era Ricardo Porro.
Porro buscaba (según sus propias declaraciones) hacer
visibles varias constantes del país, una de ellas la
sensualidad. Los edificios a su cargo se acercaban
peligrosamente a la fiesta, y no tardaría en llegarles la muy
particular crítica del historiador oficial: «Si la sensualidad
corresponde al mundo erótico que se genera en el ocio, en
la vida contemplativa y coincide con el impulso irreflexivo,
la irracionalidad, el espíritu representativo de la Revolución
es totalmente diferente: el rigor impuesto por la lucha
permanente contra el enemigo, el duro y tesonero trabajo
necesario para salir del subdesarrollo, la educación
científica necesaria para dominar los recursos disponibles
en el mundo contemporáneo y proyectar así la sociedad
hacia el futuro, postulan la integración social activa y no el
aislamiento individual contemplativo.»
Porro resaltaba lo nacional en un momento en que
cualquier rasgo de identidad debía soslayarse en aras de un
internacionalismo que comunicara directamente con la
Unión Soviética y el resto del bloque comunista. Para los
camaradas soviéticos las Escuelas de Arte de Cubanacán
constituían un retroceso, vuelta a los años primeros en que
tuvieron que vérselas con los constructivistas, Tatlin y
compañía.
A diferencia de las Escuelas de Arte, lo edificado en
Alamar poco tiempo después podía ser paisaje de cualquier
ciudad bajo régimen comunista, se expresaba a la
perfección en la nueva lengua común. Ciudades tan
distantes como La Habana y Moscú podían dialogar ya en
prefabricado. (La imposición de esa lengua común parece
haberse iniciado tras el paso del huracán Flora en 1963,
cuando el gobierno soviético donó al pueblo cubano una
planta de prefabricado antisísmico recién proyectada para
Tashkent, república soviética de abundantes terremotos. La
fábrica, capaz de producir 1.700 viviendas anuales, fue
instalada en Santiago de Cuba y comenzó su
funcionamiento en 1965. Para que diez años más tarde
existieran en el país 22 plantas de prefabricado.)
Las Escuelas de Arte fueron inauguradas en julio de
1965. No se encontraban terminadas por entonces, ni
llegarían a estarlo. A esas alturas el entusiasmo
gubernamental se había transformado en repugnancia, y
aquellas edificaciones recibían a la vez parálisis y estreno. El
empeño constructivo revolucionario conseguía así sus
ruinas más hermosas, ni siquiera superadas por la
decadencia de construcciones más antiguas.
Censuradas las obras, sus autores recibieron el correctivo
adecuado. Al menos dos de ellos fueron destinados a obras
de choque donde comprenderían los problemas por los que
atravesaba el país y las soluciones que el hombre nuevo
daba a tales problemas.
La terapia oficial recetaba pie a tierra a quienes
pretendieran torremarfilismos. Cancelaba además cualquier
posibilidad de contagio: los estudiantes que participaran en
el proyecto, discípulos de los tres arquitectos, atravesaron
cuarentena, reeducación. Era preciso enseñarles humildad
de nuevo, extraer de sus cabezas la piedra de la locura.
La Facultad de Arquitectura de la Universidad de La
Habana prohibió que sus estudiantes visitaran Cubanacán o
hicieran referencia a las Escuelas de Arte. Tales
arquitecturas no debían alzarse como ejemplos para nadie,
no constaban en la historia de lo construido.
Que el monte las cubriera como a las ruinas mayas.
Todavía en 1967 Vittorio Garatti logró formar pane del
equipo que diseñó el pabellón cubano en la Exposición
Mundial de Montreal. Pero a mediados de los años setenta
fue arrestado y encarcelado durante tres semanas bajo la
acusación de espionaje. (Mucho habían tardado en usar
contra él su condición de extranjero.) Salido de la cárcel,
recibió orden de expulsión del territorio nacional.
Ricardo Porro halló un encargo más. Le pidieron la plaza
central de una ciudad nueva y él planeó un edificio central
erizado de bayonetas, de antemano rodeado de ruinas.
Delante del edificio, un arco de triunfo recordaba la forma
de una guillotina. Por los alrededores rodaba una cabeza de
José Martí cortada de un cuerpo gigantesco, a escala
olmeca.
Como era de esperar, el proyecto nunca fue construido.
(Entre los trabajos suyos de esa época puede contarse
también el diseño de una jaula para los buitres del parque
zoológico.) Exiliado desde 1966 en París, a Porro lo
persiguieron las descalificaciones del historiador oficial de la
arquitectura revolucionaria. En diversos volúmenes y
artículos fue acusado de narcisismo, de escapista y de
burgués.
Y, treinta años después de su partida, las autoridades le
permitieron regresar de visita a La Habana, donde recibió la
admiración de nuevas generaciones que visitaban en
secreto sus edificaciones y para quienes éstas resultaban
legendarias.
Ya a esas alturas su principal acusador teórico se le
mostraba benigno. No había sido cumplida la promesa
hecha por Jean-Paul Sartre acerca de hermosas ciudades
revolucionarias, y en casi medio siglo el campo de estudios
de tal historiador brindaba muy escasos motivos de júbilo.
Era tarde ya para emprender nuevo tema, aunque cabía la
oportunidad de lanzarse a otra historia de lo mismo. Sin
aludir a sus juicios anteriores, por supuesto. Libre de mea
culpa.
Oportunista o no, ahora mostraba admiración por lo que
condenara antes. Y entonaba un lamento por la suerte de
aquellas edificaciones: «Inacabadas y semivacías, algunas
de las escuelas se fueron desintegrando lentamente hasta
llegar a la casi total ruina.»
Inacabadas, las Escuelas de Arte de Cubanacán resultan
altamente dramáticas. Lo habrían sido también de alcanzar
terminación. Quien las explore (ninguna otra arquitectura
habanera despierta tal sensación de aventura) puede
cuestionar qué sentido tendría el otorgarle culminación
ahora. Para qué destruir la belleza con que cuentan, en
parte arquitectura y en parte naturaleza.
(No parece infundado sospechar que desde su
proyección esos edificios contaran con la hipótesis de
hacerse ruinas. Tal sospecha ayudaría a entender la
vocación subterránea, el escamoteo a la gravitación de
varias de sus estructuras. Pues son muchos los corredores
bajo tierra, las cúpulas que hacen pensar en edificios
soterrados, y Vittorio Garattti ha reconocido que su primera
ocurrencia para la Escuela de Ballet pasó por enterrarla.)
Roberto Gottardi, el único del trío de arquitectos que ha
permanecido en La Habana, se niega a aceptarlas como
ruinas. Apostó demasiada energía en su Escuela de Teatro
como para regalársela a la manigua. Y ha de considerar la
suspensión de las obras como si se tratara de una medida
provisional. Sólo con determinación semejante podrá
convencer a las autoridades de que cuarenta años son
pausa suficiente y es hora de enviar materiales y brigadas
al antiguo campo de golf del Havana Country Club.
Ya en 1986, convocado oficialmente para completar la
Escuela de Teatro y emprender la renovación de las
restantes escuelas, su paciencia estuvo a punto de ser
premiada. Lamentablemente, tales planes de reapertura
fueron archivados.
Una década después, a iniciativa de autoridades
culturales cubanas, dos arquitectos newyorkinos
comenzaron las gestiones para incluir a las Escuelas de
Cubanacán en el catálogo de monumentos cuyo rescate
propone el World Monuments Watch. Los newyorkinos
prepararon un expediente voluminoso con adhesiones de
relevantes arquitectos e historiadores de todo el mundo, y a
la hora de estamparse en él firma cubana ningún burócrata
pareció dispuesto a asumir la responsabilidad.
Sólo recientemente, recorridos muchísimos vericuetos,
las escuelas en ruinas han llegado a formar parte de ese
catálogo internacional. (Son las únicas obras de autores
vivos en el catálogo.)
Sumergido en la espera, Roberto Gottardi pudo construir
un centro de administración agrícola al sur de La Habana y
le encomendaron la reestructuración del local de la esquina
de Prado y Neptuno donde en los años cincuenta radicara el
restaurante Miami. Dos encargos a lo largo de cuatro
décadas le han dejado tiempo más que suficiente para
volver a su proyecto de escuela teatral.
Su mayor empresa estriba quizás en la negación de esa
escuela como ruina. Vive en un modesto apartamento junto
a su esposa, ha cumplido setenta años y, sin haber cruzado
nunca palabra con él, aventuro que la terminación de esa
obra suya ha de ser un asunto vital para el arquitecto
Gottardi.
Equivaldrá a no dar por arruinada toda una vida.

8
«Pasado, presente y futuro», prometen a la entrada unos
carteles publicitarios.
No conozco mejor sitio para hacerse una idea de la
política constructiva cubana de las últimas décadas que La
Maqueta de La Habana. Abierta al turismo al oeste de la
ciudad, funge también como instrumento para la toma de
decisiones urbanísticas. Pues, de sólo plantar en ella el
modelo de una edificación, saltan a la vista los
inconvenientes de su emplazamiento o de su diseño.
Dada su condición de work in progress, la ciudad en
miniatura admite a quien quiera asomarse. Una rampa
serpentea alrededor de ella, y en la rampa han dispuesto
media docena de teodolitos. El visitante puede apostarse
detrás de uno de esos aparatos y examinar la capital con
aires de topógrafo, cómplice del futuro planeado para La
Habana. (En mi última visita resultaba frustrante distinguir
las calles, era pobre la iluminación del local, y al examinar
de cerca las miniaturas las encontré llenas de polvo.)
De aproximadamente 220 metros cuadrados y a escala
de 1:1.000, la maqueta habanera constituye la segunda
más grande del mundo en su clase, superada solamente por
The Panorama of the City of New York. (El modelo
newyorkino puede visitarse en el Queens Museum of Art. Se
extiende por 867 metros cuadrados y las edificaciones han
sido representadas a escala 1:1.200. Sobrevolado por carros
a semejanza de helicópteros, dispone de juegos de
iluminación que simulan el día y la noche.)
Cinco maquetistas dedicaron sus desvelos a miniaturizar
La Habana. Construyeron los edificios con recortes de la
misma madera de cedro utilizada en la fabricación de cajas
de habanos. Con cartón lograron los accidentes del terreno,
con esponja los árboles, el mar fue hecho en plástico azul.
Repartieron por ese mar un número optimista de buques,
y a la entrada de la bahía dispusieron una lucecita que
parpadea en el faro del Morro. Como si la que oteara el
visitante fuese la capital nocturna. (En tal caso, ninguna
otra luz brilla en todo el panorama y La Habana se
encuentra en apagón total.)
Para facilitar la llegada de operarios al interior de la
ciudad idearon que la maqueta fuera divisible en tableros de
2 metros por 2 metros colocados sobre estructuras
metálicas capaces de rodar por raíles. (Es posible hallar
huellas de esos operarios: modelos de edificaciones
abandonados en los travesaños de la armazón metálica,
olvidados allí lo mismo que especies indecisas en un limbo
del cual su creador las sacará algún día.)
Como toda miniatura, La Maqueta de La Habana brinda a
los visitantes la alegría de las confirmaciones. Pertenece al
departamento de juguetes, junto a las casas de muñecas,
las granjas, los castillos, los mecanos, las vías férreas por
las que corre un tren diminuto. Se alza dentro de un globo
de cristal que a la primera sacudida desata oleajes o
nevadas, tiene mucho de pisapapeles. Y ofrece ocasión de
júbilo en cuanto se comprueba que en lo alto de casas y
edificios han sido reproducidos los tanques de agua. (Ya que
la arquitectura a esa escala no alcanza a detallar ventanas y
balcones, los tanques ofrecen una nota de certidumbre.
Procurar con el teodolito un sitio familiar y descubrir
respetados en él tan pequeños accidentes, halaga
forzosamente la biografía de cualquiera.)
«Vi tu casa», me escribió desde Miami un amigo.
«Alcancé a ver la azotea y los tres tanques de agua.»
La visión lo había sorprendido en una feria miamense
dedicada a la nostalgia de la isla, repleta de recuerdos
cubanos. Su encuentro con el Aleph en el interior de una
caseta le permitió escudriñar La Habana desde un satélite. Y
la nota conmovedora, si existía, la daba la visibilidad de
aquellos tres depósitos de agua.
A la entrada de La Maqueta de La Habana un mural
representa una gran bandera cubana que contiene una
bandera cubana de tamaño mediano que a su vez contiene
a la misma bandera en pequeño. Todo es cuestión de
escala, parece decir. E, interpretado en azulejos, ese alarde
de patriotismo cobra aspecto de urinario.
Adentro pende una enorme bandera sobre la maqueta,
ésta de tela. La bandera sobrevuela la ciudad, ha de ser
Cuba en el cielo de los arquetipos.
Las tarifas de admisión, en pesos cubanos para los
visitantes nacionales y en dólares para quienes vienen del
extranjero, contemplan un recargo por servicio de guía.
Aunque escasa ayuda podrá obtenerse en caso de
preguntar a éste por qué las miniaturas han sido coloreadas
según períodos históricos.
En su charla el guía menciona la maqueta de New York y,
al preguntársele si también en aquélla han sido
diferenciadas mediante colores las edades constructivas,
responde que no sabría decirlo. Nunca ha estado allá, ni ha
visto imagen alguna de la maqueta newyorkina. Es la mayor
del mundo, es cuanto sabe. Y que ésta donde trabaja le
sigue en tamaño. Investigar cuál pueda ser la tercera no
cuenta ya con interés para él, quizás no exista una tercera.
(He averiguado luego que en The Panorama of the City of
New York cada edificio está representado en el color de sus
muros.)
Pero que los arbolitos o los depósitos de agua en las
azoteas no llamen a engaño, la intención primordial de La
Maqueta de La Habana no es brindar verosimilitud. Antes
instrumento de control y planificación que atracción
turística, se sirve del color con fines didácticos. Salida
efectiva cuando se reproducen calles donde muy pocas
construcciones lucen un color enunciable. De lo contrario,
¿a qué habrían podido jurar fidelidad los hacedores de
maqueta? Las fachadas de La Habana raramente reciben
pintura.
En lugar de procurar verismos, la maqueta se erige en
esquema. El marrón corresponde a lo colonial, el ocre a lo
republicano y el marfil (colmillo de animal longevo) a la
edad revolucionaria. Con tal gradación de colores se intenta
despertar la idea de un crecimiento urbanístico, andante en
marcha hacia el futuro, hacia lo blanco, hacia la luz. Pues se
muestran en blanco los proyectos, lo todavía por construir.
Así como los monumentos y los cementerios de la capital.
Que coincidan en un mismo color el futuro, lo
conmemorativo y lo muerto, deja sin saber qué lección
sacar de ello. Seis décadas republicanas constituyen a la
ciudad en su mayor parte y, en comparación, resulta exiguo
el aporte de los últimos cuarenticinco años.
La Habana es poquísimo marfil y mucho ocre. (Varios
edificios sorprendidos en obras por el triunfo revolucionario
fueron adjudicados al nuevo gobierno. La apropiación no
resulta infundada cuando se piensa que la salida más
común de las nuevas autoridades habría sido
desentenderse de ellos. Y ahora se cobran tales piezas en
pago a un esfuerzo de continuidad.)
Pero no es la ventaja republicana sobre cualquier otra
época la moraleja a sacar de esta visita, advierte de
inmediato el guía.
La contundencia numérica apreciable en la maqueta ha
de ser matizada con algunas precisiones. El país, como se
sabe, ha estado en pie de guerra todo este tiempo último.
Se encuentra aún bajo amenaza del gobierno más poderoso
del mundo. Bloqueado económicamente, lo cual encarece,
dificulta y hasta imposibilita las importaciones. Cuba es una
nación de contados recursos, donde se ha hecho lo que se
ha podido y más. Examínense, si no, los índices logrados en
sanidad y educación.
Cierto que a partir de 1959 el índice constructivo
disminuyó ostensiblemente, admite el guía. Pero mucho de
lo que el teodolito abarca como ciudad republicana fue
ejecutado gracias a intereses foráneos, estadounidenses
sobre todo. Estados Unidos es causante tanto del esplendor
como de la decadencia de La Habana, y la maqueta
habanera podría servir de satélite al panorama newyorkino.
(Absorto en sus disculpas, el guía pasa por alto las
subvenciones soviéticas ocurridas durante décadas.
En curiosa parcialidad por el dólar, silencia esa otra
etapa de patrocinio extranjero.)
No obstante, en lo más alto de la fachada del Ministerio
de la Construcción ha brillado por décadas una fórmula
irreproducida entre las miniaturas de la maqueta:
«Revolución es construir.»
Vallas publicitarias repartidas por toda la ciudad auguran
eternidad a la edad actual, y no resulta trabajoso prever que
será una eternidad lo más vacía posible pues los discursos
oficiales se abstienen de prometer otra cosa que no sea la
mera duración. (Si en los primeros años aludieron a bíblicos
ríos de leche y miel, a estas alturas se conforman con
hablar del futuro sin tener que amueblarlo.)
Fuera de cementerios y de monumentos, poco blanco
puede divisarse en la maqueta. Los operarios olvidan en
cualquier rincón las miniaturas de los edificios por venir. La
tienda del lugar vende folletos en los que resulta trabajoso
encontrar aviso de proyectos futuros. Y, al desentenderse
de lo ruinoso, La Maqueta de La Habana cuenta de mala
manera el verdadero crecimiento urbanístico de estos años.
Deja sin reproducir el mayor empeño del gobierno
revolucionario en este campo: la construcción de ruinas.
Claro que resulta explicable que no aparezcan ruinas en
una maqueta. A la hora de admitir su traducción a escala,
una edificación ha de ser asunto terminado. Las ruinas, a
diferencia, constituyen un trámite. Accidentes en cámara
lenta, menos estado que proceso, proponer su
miniaturización equivaldría a pedir que flotase sobre la
maqueta de ciudad un modelo a escala del cielo. Y no el de
los planetarios, sino el cielo de las nubes.
Aun así, en La Maqueta de La Habana tardan en asumir
las desapariciones, si es que llegan a hacerlo. (A cuatro
años de su desplome alcancé a divisar con el teodolito el
edificio que existía en la esquina de casa, ahora parqueo.)
En una sociedad donde no se hacen públicas las noticias de
derrumbes, crímenes | accidentes de tráfico, los
miniaturistas evitan reportar las bajas ocurridas. Tal vez
porque la certidumbre del futuro precisa de un camino libre
de escombros, colisiones, asesinatos y hurtos.
Una miniaturización realista de La Habana tendría que
plantar cara a la muerte. Gastaría sus colores en indicar la
masa de edificaciones en estática milagrosa, mostraría los
inmuebles declarados inhabitables, los cascarones vacíos a
la espera del huracán que los barra. Pero ni aun en caso de
fabricarse tal juguete se haría honor a los trabajos de
desertificación emprendidos aquí en los últimos
cuarenticinco años. Pues la búsqueda de estragos tendría
que remitir, antes que a piedras, al cultivo de esa apatía
general que entre nosotros permite a cualquier arquitectura
convertirse en ruinas.
El mayor efecto urbanístico producido por la política
revolucionaria consiste en extrañar La Habana a sus
moradores. Vuelta extraña hasta el punto en que ninguno
parece responder por ella, la ciudad suele ser extrañada
desde lejos, cuando un satélite consigue pescar una azotea
y tres depósitos de agua. Y resulta paradójico haber llegado
a este punto por vías que prometían lo contrario, mediante
leyes aparentemente auspiciosas, en medio de un
optimismo multitudinario.

9
Una de las primeras medidas dictadas por la
administración revolucionaria estableció la pena de muerte.
(«Una revolución sin pelotones de fusilamiento no tiene
sentido», sostuvo alguna vez Vladimir Ilich Lenin.) Y a esa
modificación constitucional adoptada a la carrera y sin
consultas fue agregada otra que autorizaba la confiscación
de propiedades bajo el cargo de delitos políticos.
Dueños los nuevos jerarcas del derecho sobre la vida y la
muerte, no iba a crear alarma que controlaran también el
juego inmobiliario. La expropiación de espacios venía a
corresponderse con la aniquilación de gente. Y no sólo los
artífices y cómplices del viejo régimen merecían
confiscación, sino todo el que hubiese lucrado con suelo,
desde el más desmedido terrateniente hasta el simple
poseedor de un par de casas.
El nuevo estado arbitraba inmiscuyéndose entre
arrendadores e inquilinos. Como primicia, los alquileres de
viviendas fueron rebajados a la mitad de su valor. (Corría
prisa el asunto, y fue óptimo suponer que el precio había
sido inflado en cada caso hasta doblar su valor verdadero. Si
es que existía valor verdadero. De creer que el espacio de
vivir no constituía un derecho gratuito.)
El primer tajo al nudo gordiano del dinero consistió en
aquella rebaja de alquileres. De buenas a primeras, tan
inconsultamente como la aprobación de la pena capital,
cualquier techo salía dos veces más barato. Y las nuevas
autoridades hacían crecer los ríos de moneda, daban
muestras de su dominio sobre los elementos.
No tardarían en convertirse en único dueño a la redonda.
Luego de descontar a los rentistas la mitad de sus
ganancias, pasaron a expropiarlos: todo el que poseyera
más de un inmueble debía conformarse con uno solamente,
el resto quedaba a disposición estatal. (Claro que recibirían
las pertinentes indemnizaciones, pero éstas no tendrían que
guiarse por las antiguas tarifas. Pues una lógica canalla
supone devaluado de antemano lo expropiable.)
Las nuevas leyes atrajeron a legiones de simpatizantes y
provocaron una masa de inconformes. Los segundos
contaron, durante breve temporada, con la opción de
largarse al extranjero. Bajo ciertas condiciones, sin
embargo. Ya que cualquier profesional que abandonase el
país iba a ser privado de nacionalidad y hallaría denegado
su retorno.
Quedaban confiscadas las propiedades y pertenencias de
todos los que se marchaban. (En la aduana tuvieron que
dejar el reloj o la prenda que hubiesen querido conservar
hasta la muerte.) Pronto las mansiones más grandes se
metamorfosearon en sedes de ministerios, instituciones
gubernamentales, embajadas... Algunas de ellas pasaron a
jurisdicción militar. La burocracia recién titulada heredó el
mal gusto y la suntuosidad de la burguesía en fuga. Cuadros
y piezas de valor engrosaron los museos nacionales, y en
las altas jerarquías se desplegaron ciertos alardes de
coleccionismo.
Compuesta en su mayoría por provincianos, la tropa
rebelde sentó sus reales en aquellas casas, cobró en
arquitectura su botín de guerra. A partir de allí la expedición
atravesaba comarcas de aire acondicionado. (En una suite
del más moderno hotel habanero funcionaba la
comandancia general.) Riquísima en espacios ocupados, la
joven administración se permitió gestos de gran
esplendidez: nombró propietarios entre gente de escasos
recursos, trajo a la capital a jóvenes interesados en realizar
estudios. Así hizo coincidir el imaginario campesino, pródigo
en tesoros exhumados, y el imaginario burgués, inclinado a
depósitos. Por lo que, a escondidas de sus pedagogos, los
nuevos becarios emprendieron excavaciones en el interior
de las mansiones e inauguraron la destrucción de éstas.
A sólo un año del triunfo revolucionario buena parte de
La Habana resultaba propiedad estatal. No tardarían en
sumársele clínicas, hoteles, mercados, salas de cine,
redacciones de periódicos, talleres de impresión, colegios
religiosos y privados, tiendas, centros nocturnos, bares... A
tono con ese delirio de expansión fue editada una chapa
metálica que otorgaba al primer líder derechos sobre cada
domicilio.
«Ésta es tu casa», declaraban las chapas desde miles de
puertas.
Ofrecimiento que iba más allá de la usual cortesía,
entendible literalmente pues reconocía la deuda con quien
ganara para todos la legitimidad del espacio, con el
libertador de la nación. (Imagen suya podía encontrarse tras
las puertas, junto a la del Sagrado Corazón de Jesús. Luego,
cuando las simpatías religiosas fueron perseguidas, Cristo
dejó toda la sala al héroe.)
Quizás el rojo y negro de aquellas chapas tributaba a
Elegguá, divinidad africana al cuidado de caminos y de
puertas. En cualquier caso, ambos colores formaban la
disyuntiva cosida en la bandera del movimiento
revolucionario: vida o muerte.
Y cada chapa constituía una bandera en terreno
conquistado.
Pero aún, acechaba el peligro. El tráfago inmobiliario
intentaría adoptar nuevas formas y, si bien resultaban
sospechosos aquellos que conservaban sus antiguas
residencias, no lo eran menos quienes ganaban por primera
vez espacio propio. Urgía, pues, coartar el sentido de
propiedad entre la gente.
Sin que el gobierno perdiera su fachada de donante
generoso.
¿Cientos de miles de chapas no invocaban al máximo
líder? Señal de que correspondía a él, al poder representado
por él, el derecho último sobre cada residencia. Así, fue
decretada la prohibición de venta de inmuebles. Decretada
también la prohibición de compra. Y todo individuo
(cualquiera que fuese su historial, morador por una vida
entera o beneficiado por las nuevas leyes) pasó a ser
considerado usufructuario del espacio que habitaba.
La única movilidad legítima se reducía al trueque de
vivienda por vivienda bajo arbitraje estatal. (Repudiados los
procedimientos capitalistas, regresaba el comercio a la
manera de las tribus.)
Se vivía, pues, en casa de otro.
En una ciudad ajena.
Porque, mellado el sentido de propiedad, flaqueaba
forzosamente el sentido de pertenencia.
«Revolución es ostruir», podía leerse en la fachada del
Ministerio de la Construcción.
(Los letreros lumínicos provocan, a la primera falla,
variantes de sentido.)
La nueva administración confiscó, compró a bajos
precios, descartó oportunidades testamentarias. Soltaba
poca prenda y, mientras tanto, caían en picada los índices
constructivos del país. (El máximo líder declaró un plazo de
quince años para resolver la crisis habitacional. Quince años
contados a partir de mayo de 1962.)
Lo mismo que en el caso del dinero, fueron ensayadas
diversas sustituciones. El recelo hacia los constructores de
oficio fundó brigadas de albañiles improvisados, oficinistas
de ambos sexos a quienes la promesa de un techo
impulsaba a fabricar el mayor número de apartamentos
hasta alcanzar el propio. Pero ni aún con tales apelaciones
al individualismo llegaron a cumplirse los índices
planificados. (Se logró, en cambio, que lo construido contara
con mayor número de fallas y exhibiera un peor acabado.)
Apartados de sus profesiones, dedicados a largas
jornadas laborales, siempre expuestos a perder su lugar
debido a la denuncia de algún compañero, había que oír a
aquellos constructores hablar de su futuro domicilio. No
parecían construirlo, ganarlo con esfuerzo, sino recibirlo
como regalo. (De modo semejante, al referirse a los
artículos de la cuota de racionamiento, nadie en Cuba
trasluce haber pagado un peso. «Dieron arroz y azúcar»,
suele afirmarse. La cultura de la dádiva ha llegado a borrar
de la conversación las trazas del dinero.)
Cualquier signo de prosperidad tenía su origen en la
voluntad oficial. El otorgamiento de vivienda serviría de
colofón a una carrera de servicios prestados, y de tales
adjudicaciones se obtenía el beneficio de contar con gente
de confianza en determinados puntos de la ciudad. Pues el
temor obligaba a crear franjas de seguridad, zonas
congeladas. (La Inquisición católica ordenaba demoler toda
casa donde se hubiese celebrado reunión de protestantes y
no volver a construir allí. Orden poco aplicada según
advierten varios historiadores, la imaginación que la produjo
debió estar poblada por temores semejantes a los del
urbanismo habanero posterior a 1959.)
Escrúpulos de pensamiento establecían vedados más
extensos que los fundados antes por la plata.
«La calle es de los revolucionarios», sirvió como consigna
en golpizas y saqueos.
La ciudad pertenecía, a la larga, a nadie. Y con el fin de
velar por dicha exclusividad fueron instituidos comités de
vecinos, también dotados de encomiendas pedagógicas y
sanitarias (si es que la vigilancia policial no iba incluida en
uno de estos rubros). Pues desde que el código penal
reconocía la potencialidad como delito, era preciso ubicarse
lo más cerca posible de la conciencia de la gente.
En cada calle habría de existir al menos un vecino
dispuesto a denunciar cualquier dinámica que se avivara en
sus inmediaciones. (Un informe del coordinador nacional de
los comités de vecinos sostuvo que durante el año 2003 se
produjeron 104.451 denuncias de vecinos, 83,76 % de ellas
confirmadas policialmente. Sin acceso a informes previos,
me permito aventurar que el 2003 fue un año de floja
cosecha.)
El desplome de un techo encontraría poco eco entre esos
vigilantes. ¿Qué podían sacar ellos de avisar a las
autoridades? Imposible congraciarse mediante la denuncia
de otro problema irresoluble... Mejor reservaban la gestión
para cuando alguien quisiera alzar un sustituto de aquel
techo. (Al no ponerse en venta materiales de construcción,
sólo obtenibles éstos a través del clientelismo estatal, era
muy alta la probabilidad de que piedras y cemento viniesen
del mercado negro.)
«Que ninguna existencia dé con mejoría», pareciera ser
el lema de los comités de vigilancia revolucionaria.
La vida en cada barrio era un naufragio colectivo, la
vigilancia entre vecinos el abrazo de ahogado que
arrastraba hasta el fondo. (Tanta frustración llegaba a
extremos de inventarse temor a la vida lograda. Del miedo
a encender un interruptor sin recibir respuesta se entraba
en la pesadilla donde el bombillo sí que iluminaba. La novia
que se espanta de ver la vida abierta, reza el título de un
cuadro de Frida Kahlo.)
Una curiosidad tan ensimismada por la actividad del
prójimo dejaba escasa simpatía que ofrecer a la arquitectura
en peligro, garantizaba la impasibilidad idónea para ver
llover capiteles. Los asuntos minerales perdían relevancia
desde que existían otros más palpitantes. Y a tal red de
espionaje habría de corresponderle, en lo arquitectónico,
una red de edificaciones en ruinas.
¿Acaso el espionaje no procura virar al revés
habitaciones del mismo modo en que se viran medias y
guantes? Según fórmula de Francis Bacon para la vigilancia
de credos, se trata de «construir ventanas en los corazones
y en los secretos pensamientos de los hombres». (Bacon
exoneró de esa albañilería los primeros años del reinado de
Isabel. Para luego servir a la monarca como interrogador de
mérito.)
Todo espionaje aspira a la simultaneidad de interior y
exterior que es atributo de las ruinas. Lo mismo que el
teatro y las operaciones de allanamiento policial, el
espionaje recurre a habitaciones de sólo tres paredes. Al
espía lo empuja la insolencia con que el demonio destapa
techos para husmear en los hogares. Su trabajo presupone
las búsquedas del torturador en el cuerpo del detenido, el
empeño de sacar afuera músculos, ligamentos, visceras,
secretos, sangre... (Lo supo Piranesi al grabar, junto a
despojos clásicos, cárceles en las cuales practicaban la
tortura.) Y tal vez la explicación más extremada de la
fascinación que las ruinas despiertan resida en ese punto
donde vigilancia y tortura suponen un secreto en lo
edificado, una confesión a punto de ser obtenida: las ruinas
son arquitectura torturada.
En el álbum Buena Vista Social Club Ry Cooder reconoció
haberse inventado un objeto de nostalgia, el sonido de una
orquesta inexistente de los años sesenta. La Habana actual
es una creación de esa misma especie. De entre todas las
posibilidades que parecieron abrírsele durante la Crisis de
los Misiles, en octubre de 1962, se ha convertido en la
capital que sufriera ataques, bombardeos, invasión.
La Habana es el escenario de una guerra ocurrida nunca.
Jean-Paul Sartre no se equivocó al conjeturar que, de no
existir los Estados Unidos de América, la revolución cubana
se los habría inventado. La proximidad norteamericana
(proximidad que es peligro) es incesantemente recordada
en las alocuciones revolucionarias. Y, para un pensamiento
así, La Habana es menos ciudad viva que paisaje de
legitimación política.
Estas calles destruidas por los bombardeos del tiempo
son perfecto escenario para un discurso de plaza sitiada. La
Habana es una localización a la medida de esa añoranza
(inescondible en el monólogo revolucionario cubano) por el
ataque militar que John F. Kennedy no propició, ni ha
propiciado hasta hoy ninguno de sus sucesores en la
presidencia.
Augurio antes que saudade, tal invasión relampaguea en
la misiva escrita seis meses antes del triunfo de sus armas
por el jefe de la revolución de 1959. Allí notificaba a su
ayudante principal que, concluida la campaña que libraban
por entonces, él iniciaría otra, más larga y más violenta,
contra el país del norte. Y que aquella segunda movilización
sería la verdadera guerra. (Proyecto de esta clase pareciera
desestimar la advertencia hecha por Marx, citada por Berlin
que cita a Sorel, acerca del carácter reaccionario de quien
forja planes para después de la revolución.)
Hoy en día, esa misiva aparece inscripta a la entrada del
antiguo colegio religioso que sirve de sede al más
importante centro de detención del Ministerio del Interior de
la República de Cuba.
Allí se la tropiezan los detenidos, pero bien que podría
flotar (como bandera enorme encima de una maqueta)
sobre toda la ciudad.
Bien que esas líneas podrían conformar el cielo de La
Habana.
Una visita al Museo de la
Inteligencia
1
El del año 2000 fue un verano frío en Berlín. Para quien
escapaba por unas semanas del calor habanero resultaba
perfecto. Yo estaba invitado a un par de lecturas públicas, la
segunda de ellas en provincias. En la lectura berlinesa iba a
acompañarme un actor que leería los textos en alemán. A
mí me tocaba leer dos o tres páginas con el fin de que los
asistentes se hiciesen idea de cómo sonaban en su lengua
original y, terminada la parte del actor, contestaría
preguntas.
La semana anterior se había presentado en aquel mismo
espacio un escritor de Sarajevo. Después de mí vendría un
moscovita, luego una novelista de Hanoi.
Creo que en ningún otro sitio me han preocupado tanto
las cardinalidades como en Berlín. Al llegar al hotel me hice
de un mapa gratis, aunque saqué de él poquísimas
nociones.
«¿Este u oeste?», decidí preguntar en la carpeta.
Un poco desconcertado, el empleado terminó por
notificarme que el hotel se alzaba en antiguas tierras de
comunismo.
La primera mañana estaba dedicada a una sesión
fotográfica. La llamada del fotógrafo sonó cuando apenas
había conseguido agarrar el sueño.
«Creo que va muy desabrigado», me advirtió.
Había trabajado como fotorreportero durante veinte
años, conocía varios países de Latinoamérica.
«Pero, curiosamente, nunca visité el suyo», confesó.
Lo cual no lamenté.
Caminamos por la orilla del Spree hasta dar con un
monumento. Y a la hora de las fotografías me dispuso
delante de un amasijo cuyo único valor consistía en haber
sido fabricado con pedazos del Muro: chorrearon concreto y
las piedras quedaron apresadas como trozos de almendra
en un turrón. («¿Este u oeste?», me pregunté hasta que la
arquitectura empezó a revelárseme y el descuido de
décadas traslucido en las fachadas me sirvió de señal
diferenciadora.)
«En aquellos edificios funcionaba el Ministerio del
Interior», señaló el fotógrafo.
Supe así que mi hotel estaba a pocos metros de la
terrible sede.
Una segunda lectura pública me llevó a Schwerin, en el
noroeste, donde el verano se hizo definitivamente frío.
Debía cambiar de tren y el último en el cual viajé me resultó
tan familiar como si hubiese recorrido anteriormente aquella
línea.
Se trataba del mismo tipo de coches de los ferrocarriles
cubanos, allí adentro podía abandonar mis averiguaciones
de cardinalidad.
Un teatrista chileno me esperaba en Schwerin. Era el
organizador de la presentación en una sala de teatro.
Habría música cubana después de mi lectura, prometió.
«Tenemos aquí un maestro de salsa», soltó lleno de
orgullo. «Cubano, por supuesto.»
Ya éramos dos entonces.
«Va a llenarse el local», pronosticó. «La gente quiere oír
tu testimonio.»
Menos lectura y más diálogo, comprendí. Más aún
cuando la música esperaba al final de la velada.
«Tú eres el primer invitado que traemos de Berlín.»
Pregunté entonces por el escritor de Sarajevo que me
antecediera.
«Ah, vive en Graz desde hace algunos años. ¿Íbamos a
traerlo para que nos contara de su vida en Austria?»
Sin embargo, veinte años después de su salida de Chile,
a mi interlocutor no le faltarían noticias que brindar de su
país. Mientras conducía, me indicó unas manchas amarillas
dispersas por la ciudad.
«Hemos puesto carteles por todas partes. Así impusimos
aquí nuestro teatro.»
Las paredes del vestíbulo del hotelito lucían media
docena de aquellos avisos. Parecían haber sido fabricados
bajo temor de que un comando militar sudamericano
interrumpiese los trabajos de impresión. No obstante,
consiguieron que en el hotel me recibieran como a cliente
conocido.
Pasé el resto de la tarde en algunos paseos y en la
contemplación de un gallo que gobernaba el patio divisable
desde mi habitación.
Una hora antes del comienzo de la velada recibí la visita
del maestro de salsa. Decidido a contarme su vida, me
invitó a una cerveza.
Su historia comprendía años de estudios técnicos en otro
de los antiguos países comunistas, cruces clandestinos de
fronteras, abandono de mujeres con las que se enredara, así
como de un hijo que lo visitaría próximamente y a quien
pensaba querer como si nunca hubiesen dejado de estar
juntos.
Su esposa actual era gerente de uno de los mayores
almacenes de Schwerin. Por su parte, él había descubierto
aquella agrupación teatral gracias a la cual ganaba algún
dinero.
«No mucho», reconoció, «y, claro, lo único que terminan
por bailar esta gente es merengue dominicano.»
Dejó la mesa para saludar a un conocido.
«La música cubana les resulta imposible.»
Preguntó si yo bailaba.
«Pues no tienes cara de saber», respondió a mi
afirmación.
Aunque llevaba tanto tiempo fuera de la isla que no
sabría juzgar ya.
«Mi plan es largarme de aquí. Salir echando.»
A la segunda cerveza habíamos dejado el pasado para
adentrarnos en el futuro de mi interlocutor.
«Lo difícil es que mi mujer encuentre en otro sitio un
puesto como el que tiene ahora. Y, bueno, también debo
contar con mi cansancio.»
Le tocaba elegir entre cansancio y aburrimiento.
«¿Te diste ya una vuelta? Esto es un pueblo de campo.»
Podía hablarle del gallo visto desde mi habitación.
«¡Estos cubanos!», saludó el teatrista chileno.
Y peleó al maestro de baile por su impuntualidad.
«Cuando termine todo, iremos al lago», me secreteó
éste.
Hubo lectura breve, diálogo, discusión, un poco de baile
y cena con toda la gente del grupo teatral.
La conversación durante la cena, que me fue traducida
parcialmente, versó acerca de la desgracia de aquel rincón
de Alemania a partir de la reunificación. La vida se había
hecho más dura desde entonces, y todos allí parecían
añorar los días de régimen comunista.
La esposa del maestro de salsa era la única que parecía
tomar con calma aquel asunto, los otros actuaban
vertiginosamente. Tal vez fuera tema frecuente entre ellos,
aunque supuse que me ofrecían sus razones por ser el único
que estaba a tiempo aún. (Concluida la lectura, averiguaron
si regresaba a mi país. Respondí afirmativamente, y ellos
debieron sacar cuenta de que me refugiaba por un rato más
en lo que yo apreciaría luego como una bella época.)
Los comediantes me regalaban una de sus actuaciones.
Poniéndose de pie, uno de ellos se empeñó en explicar lo
poco que tenían en común los alemanes del Este con los del
Oeste. ¿Qué era la historia de una Alemania unida sino
cuestión que no llegaba ni a cien años? ¡Y allá en Berlín
habían echado abajo el Muro como si viniera a cumplirse un
anhelo antiquísimo!
Sin dejar de juguetear con sus collares, una actriz acotó
que, en todo caso, los allí reunidos sentían más cercanos a
los checos. Y por tanto debieron haberse unido a
Checoslovaquia.
Pedí entonces que tradujeran mi escepticismo acerca de
la anuencia checoslovaca a tal unificación.
Ah, pero no se trataba de la Segunda Guerra Mundial,
protestaron. Era el pasado común después de la guerra lo
que unía a Alemania del Este con Checoslovaquia.
«Kafka, presidente», apunté.
«Oh, es complicado, bróder», vino a decirme el maestro
de salsa.
La excursión al lago, que hicimos con su mujer y con el
chileno, fue un paseo gélido, sin luna. Y antes de
marcharme al hotel me vi obligado a reclamar mis
honorarios.
El gallo saludó el amanecer, tomé el tren que enlazaba
con el tren de Berlín. A la entrada de la estación ferroviaria
de Schwerin, tropecé con la actriz que propusiera la anexión
a Checoslovaquia.
Había ido hasta allí con el único propósito de regalarme
un libro, un ejemplar de las cartas de Kafka a Felice Bauer.
Durante el viaje revisé el ejemplar en rústica de hojas
amarillentas. Repleto de marcas y de comentarios en las
márgenes, mi ignorancia del alemán me impedía
comprender el sentido de cualquiera de aquellos
subrayados. Así que guardé en mi maleta la
correspondencia del presidente Kafka, sin llegar a entender
su presunto programa de gobierno.
Con aquella lectura pública terminaban las obligaciones
de mi viaje. Otra vez en Berlín, dejé el hotel para irme al
estudio de un amigo en la Zionskirchstrasse (seguía sin
salirme del antiguo Este), y los dos mayores recuerdos del
resto de mi estancia consisten ahora en la tarde
transcurrida en unas ruinas dejadas por los bombardeos
aliados, y en mi visita a G, traductor de literatura
latinoamericana.
El edificio en ruinas había sido construido en 1907 para
albergar unos grandes almacenes. Utilizado por las SS en
los treinta, escapó como pudo de los bombardeos y en
varias ocasiones se había salvado de ser demolido. Un bar
de aire siniestro funcionaba en el primer piso, allí servían
bebidas antes del derrumbe. Y podía pasarse a un patio
grande, con vista de desierto o basurero. Todo ello en una
zona bastante céntrica de la ciudad.
«No puedes dejar de ver a G.», me había advertido una
amiga dedicada a traducir al francés la obra del mismo
autor que G. vertía al alemán.
A él también le había avisado de mi estancia en Berlín,
así que G. vino a buscarme en su bicicleta.
Tanto como me interesaba el emplazamiento de los
lugares respecto al Muro, sentía curiosidad por conocer de
qué lado había vivido cada quien. ¿Por el aspecto personal
podría adivinarse la antigua procedencia? (El amigo que me
prestaba su estudio, demasiado joven, no entraba en
aquellas cábalas.)
Nada más presentarse, G. contó que había vivido al este
del Muro. Debido a ello comprendería perfectamente cuanto
pudiese hablarle de mi país, y él no tendría que enredarse
en explicaciones al recordar lo suyo.
Me mostró, a lo largo del camino hasta su casa, varios
sitios de enfrentamiento con la policía comunista. En uno de
ellos había sido herido, sus compañeros lo introdujeron en
un centro sanitario y, puesto que la policía requisaba los
hospitales en su búsqueda, el personal médico resolvió
darlo por muerto.
«La BBC anunció mi muerte», G. abrió los ojos en la
sobrevivencia.
Su apartamento tenía ventanas que daban a un patio
común. Las voces de unos niños llegaban desde el patio.
Fuimos a la cocina, donde él preparó un té, sirvió frutas
secas, y conversamos de aquel autor cuya obras traducía, y
de ciertas frases en español que le ofrecían resistencia.
Diálogo que, para mi extrañeza, G. condujo en voz muy
baja.
¿Rezago de una vieja costumbre, del temor a ser
escuchado?
En medio de nuestro diálogo apareció en la cocina el
verdadero motivo de tanta discreción, un veinteañero con
pinta de recién despertado.
De haber tenido yo alguna familiaridad con el idioma, me
habría dado cuenta de que el joven lo hablaba con acento
extranjero. Era rumano, y sabía dónde hallar una taza en
aquella cocina.
Bebió un sorbo de té, me examinó largamente. Cualquier
otro hubiese rematado tanta atención con una sonrisa o
comentario. El no. Era hermoso e insolente, y sus ingresos
venían de esa clase de mirada.
«Pasa la noche en un bar, a la caza de clientes.»
Según G., el muchacho se prostituía para traer a los
suyos a mejor vida. Un hermano al que había sacado de
Rumania trabajaba ya como albañil en Londres. Y muy
pronto intentaría lo mismo con su novia en Bucarest.
«Jinetero», G. me guiñó un ojo en complicidad lingüística.
Había cubanos en el bar que frecuentaba. Verdaderos
especialistas en crear líos.
Pasamos al salón lleno de libros y me senté cerca del
rincón de los diccionarios, toda una manada de elefantes.
El joven rumano reapareció acicalado, dispuesto a salir.
«Me pregunta si quieres llevártelo contigo», tradujo G.
Decliné el ofrecimiento, y cuando nos quedamos a solas
el dueño de la casa se decidió a mostrarme algo que yo
debía ver.
«Te abrirá definitivamente los ojos», aseguró. «En caso
de que no los tengas abiertos todavía.»
Influenciado por historias donde un volumen se abre para
cambiarle la vida a algún neófito, creo que ninguna de las
páginas que me faltan por ver podrá darme impresión
mayor a las de aquellos dos mamotretos que G. extrajo no
de un anaquel, sino de un armario.
Si cabía el encuentro con un libro que me hiciera
poderoso, si tocaba megalomanía así, debió ocurrirme
entonces. Hasta el punto de que, al despedirme de G.,
camino al estudio de la Zionskirchstrasse, llegué a pensar
que había viajado hasta Berlín con el único fin de tener
aquella cita.
Eran dos gruesas carpetas con tapas de cartulina y sellos
oficiales en las tapas.
«Aquí está mi expediente», bufó G. al dejarlas caer sobre
sus muslos.
Pesaban como un nieto en las piernas debilitadas de un
abuelo. G. dispuso los dos volúmenes sobre la mesa.
Los archivos de la policía secreta de Alemania Oriental
habían sido abiertos a todo el que deseara investigar su
propio caso en ellos. Roto el dique de la maldita biblioteca
de la Stasi, en esas páginas estaba todo el jugo que las
autoridades consiguieran sacar de la vida de G.
Como pude comprobar, existían al menos tres clases de
documentos dentro de aquellas carpetas. Los primeros, más
visibles para mí, consistían en fotocopias de
correspondencia. Tanto del sobre como del interior de la
misiva.
La segunda clase ordenaba la página a la manera de un
guión radiofónico, apelaba a las leyes de lo dramático para
transcribir conversaciones telefónicas. (Pedí al dueño del
expediente que me tradujera alguna. ¿Escondían
información decisiva? Él aseguró que no.)
Por último, la tercera clase de documentos la componían
informes de vecinos o conocidos del vigilado.
«¡Mira lo que hice este día!», pareció alegrarse G.
Gracias a una vecina que espiara sus movimientos, era
capaz de rehacer una jornada de hacía treinta años. (El
expediente proporcionaba sucesiones de Bloomsdays.
Aunque no encerrase epifanía alguna, todo reducido a
aburrimiento de nouveau roman.)
El vigilado G. llegaba de la calle y cargaba su bicicleta
hasta el descanso de la escalera que conducía a su piso.
Abría una ventana, se libraba de la camisa (era un verano
caluroso en el informe de aquella jornada), y se asomaba.
No tardaba en subir un muchacho y el sujeto bajo
vigilancia cerraba la ventana.
El asco empujó a G. a hacer lo mismo con las páginas.
Guardó en el armario ambas carpetas.
«¡Un tiempo en que la entrada de un amante tenía que
ser coreografiada!», protestó.

2
«Pero qué regalo para la memoria supone un expediente
de la Stasi», escribió entusiasmado el historiador inglés
Timothy Garton Ash.
Aquello era mejor que la magdalena de Proust.
En julio de 1978, el día exacto en que cumplía veintitrés
años, Garton Ash había salido en su nuevo Alfa-Romeo
rumbo a Berlín. (De ese automóvil, no de la tragedia de
Shakespeare, saldría su seudónimo para la policía secreta
del Este: «Romeo.») Tomó la autopista hasta la estación de
transbordadores de Harwich y en Hoek van Holland, del lado
continental, siguió hasta el paso fronterizo de Helmstedt.
Ya en Berlín Occidental, arribó al piso de una vieja dama
para quien traía una carta de recomendación escrita por el
editor Graham Greene, sobrino del novelista.
Estudiante de historia moderna en Oxford, lo llevaba a
Alemania un trabajo de tesis sobre el Berlín del Tercer Reich.
Garton Ash iba a pasar jornadas interminables en los
archivos de la Gestapo y en el Centro de Documentación de
Berlín Oeste. La consulta de expedientes apilados sobre
estanterías, llenos de polvo y sin catalogar, constituiría su
primer encuentro con delaciones de confidentes policiales.
Al principio le asombró la cantidad de procesos iniciados
gracias a denuncias de gente corriente, no ya de
informadores de la Gestapo. Y le llamó la atención que
muchos de aquellos procesos desembocaran en la
aplicación de la pena de muerte.
Terminadas sus jornadas necesitaba nadar. Beber un
trago en un café. Olvidar lo leído.
No limitaba sus averiguaciones a los archivos, también
entrevistaba a supervivientes del nazismo y a veteranos de
la resistencia. Sin saberlo, no hacía más que prepararse
para su verdadera investigación, pródiga en delaciones.
Alguna vez Garton Ash había emprendido las gestiones
pertinentes para entrar a los servicios secretos de su país.
(«Llévate esta solicitud a un rincón oscuro y rellénala con
tinta invisible», indicaban a un primerizo en una de las
novelas de John Le Carré.) Cautivado por las historias del
espionaje británico durante la Segunda Guerra Mundial, y
muy especialmente por el ejemplo de varios catedráticos de
Oxford involucrados en ellas, a los diecinueve o veinte años
Tim Garton Ash dejó caer en una conversación entre amigos
su deseo de incorporarse a algún departamento dedicado al
espionaje.
Y no tardó en llegarle una propuesta para «una charla de
tanteo».
La carta donde le daban cita venía firmada por un
nombre perfectamente encontrable en los catálogos del
servicio diplomático. Se dirigía a él desde un plural que
incluía a mucha gente a la sombra, y precisaba que ellos se
harían cargo del billete en segunda clase entre Oxford y
Londres.
Esa inclinación del joven Garton Ash por el servicio
secreto no era (reconocería después) un interés obsesivo
como sin duda debió serlo para el novelista Graham Greene.
Greene había llegado a calibrar cuánto tienen en común
espía y novelista desde que ambos observan y escuchan
con disimulo, buscan motivos, analizan sujetos y,
empeñados en servir a la patria o a la literatura, carecen de
escrúpulos. A diferencia suya, la atracción de Garton Ash
por el espionaje formaba parte de un ramillete de intereses
diversos que incluía el teatro, la arquitectura moderna, la
literatura y la política.
De su primera cita con los reclutadores recordaría un
despacho despoblado de muebles. Y un hombre calvo y
desaliñado con una cicatriz en la barbilla, puntillosamente
preocupado por dejar en claro que una carrera allí no iba a
proporcionarle posición, honores, títulos nobiliarios o
medallas. Ningún sueño de gloria iba a cumplírsele, sería
mejor que partiera de tal presupuesto.
Después de una entrevista tan desalentadora, el joven
solicitante dejó pasar un tiempo hasta volver a reclamar
ingreso. Se dedicó a terminar su licenciatura y una vez
lograda ésta se presentó, tal como era costumbre entre los
estudiantes, a examen de las dos ramas del Foreign Office,
la diplomacia y los servicios secretos.
Esta vez la habitación contaba con una gruesa alfombra,
paredes de madera oscura, y un comité dentro del cual
pudo reconocer a un catedrático de Oxford. Como si se
tratara de una prueba de aptitud escénica, le pidieron que
fingiera su encuentro con un posible contacto en un
restaurante de Barcelona. (Uno de ellos haría el papel del
contacto.) Le hicieron hablar de eurocomunismo, de Libia, y
plantearon para él la delicada disyuntiva entre traicionar a
un amigo y traicionar a la patria.
Garton Ash pasó la prueba. Atravesó chequeos médicos y
de seguridad, pero sus aspiraciones se agotaron en un
almuerzo durante el cual quisieron cancelarle su proyecto
de viajar por varios países del bloque comunista, un sueño
largamente acariciado.
«Preferiríamos tenerlo bajo control», sugirió el otro
comensal, un hombre de suaves modales.
La frase, alarmante y siniestra, impulsó al joven
solicitante a posponer su ingreso. Y, en total libertad,
decidió adentrarse en Berlín Oriental y aún más allá.
Puso en el correo unas últimas cartas, y una mañana con
nieve de enero de 1980 dejó su piso en el 127 de la
Uhlandstrasse, condujo a través de Checkpoint Charlie,
cruzó el puesto fronterizo de Alemania Oriental, recorrió
Unter den Linden, pasó por la Alexanderplatz y halló nueva
residencia en el barrio obrero de Prenzlauer Berg, donde se
quedaría a vivir nueve meses.
Quince kilómetros cabían entre un domicilio y otro. La
distancia psicológica, en cambio, era de miles de kilómetros.
En la nueva morada el frío era glacial, reinaba la suciedad,
las paredes eran ocres y escaseaba el mobiliario. Para
tratarse de un antiguo edificio, la habitación resultaba
pequeña, aunque al menos contaba con ventana a la calle.
Pocos días después de llegar a ese mundo, Garton Ash
descubriría lo nimias que resultaban las preocupaciones de
sus amigos del Oeste cuando se las comparaba con las
dificultades de quienes vivían bajo gobierno comunista. Del
otro lado del Muro podían permitirse complicaciones
superfluas, parecían inventarse problemas.
La austeridad impuesta en Berlín Oriental simplificaba la
vida cotidiana. Ahora tenía una habitación pequeña en lugar
de cinco habitaciones, y una sola variedad de pan. Y se hizo
creer (tal vez con algo de verdad) que aquella simplificación
sería benigna para su trabajo. Porque ahorraba
distracciones y permitía descubrir más fácilmente ciertas
esencialidades. Abandonadas sus exuberancias, el paisaje
se restringía para dejarse pensar mejor.
Gracias a un acuerdo firmado entre el gobierno de su
país y el gobierno comunista alemán, Timothy Garton Ash
contaba con una plaza de investigador adjunto a la
Universidad Humboldt. Pero si la vida cotidiana había
perdido lastre a su favor, las dificultades menudearían a la
hora de enfrentar los trabajos de su doctorado. Porque, a
diferencia de lo sucedido en el otro Berlín, las autoridades
orientales le impedían el acceso a los documentos más
importantes.
La categoría de investigador extranjero le garantizaba el
privilegio de acceder a los fondos que guardaban libros y
publicaciones periódicas de actualidad, inalcanzables para
el ciudadano común. Pero sólo muy parcialmente le estaba
autorizado hurgar en los documentos del período nazi.
(Luego él manejaría la hipótesis de que una lectura
completa de aquellos archivos habría puesto en claro la
poca importancia de la resistencia comunista contra el
nazismo, uno de los mitos fundadores de la Alemania del
Este.)
Muy pronto el joven historiador iba a ser objeto de
suspicacias, sería convertido él mismo en materia de
averiguaciones.
La policía secreta berlinesa llevaba algún tiempo sin
desenmascarar espía británico y forzosamente tenía que
sospechar de cualquier ciudadano de esa nacionalidad que
cayera en su campo. Se abrió pues una investigación del
investigador inglés, se le inició expediente, y varios de los
conocidos que hiciera Garton Ash espiaron para engrosar la
carpeta de «Romeo».
De haber sido alemán, una atención de esa clase le
habría deparado la condición de paria, de prisionero o
muerto. Habría traído dificultades y castigos a toda su
familia, y hubiese involucrado a su esposa e hijos en la
carrera de la delación. Pero, extranjero como era y sin
pruebas de que se tratara de un espía, solamente le quedó
prohibida a Garton Ash toda entrada a Alemania Oriental y,
más aún, al resto de los países comunistas europeos.
(Existía un convenio entre servicios secretos de los países
hermanos.)
Lo que empezara por una negativa a ciertos fondos
históricos terminó en negativa de paso por una buena
tajada del mundo.
«Como puede comprobar por lo que le incluyo», escribió
a un superior el teniente coronel a cargo del caso, «Garton
Ash utilizó su estancia oficial en la RDA para la obtención
ilegal de información.»
Se le acusaba de haber escrito artículos y ensayos de
imposible aceptación (algunos de ellos publicados en Berlín
Occidental, en Der Spiegel)y de viajar a Polonia con la
misión de reunirse con los cabecillas del movimiento
disidente Solidaridad, y de promover en tierras alemanas el
ejemplo de la contrarrevolución polaca.
Por fortuna, ya para entonces el acusado se encontraba
fuera del país. Podían, sin embargo, condenarlo en efigie, y
el Ministerio de Asuntos Exteriores convocó a un
representante de la embajada británica con el fin de
formular una protesta oficial por la interferencia de Garton
Ash en los asuntos internos de la RDA. Las calumnias que
éste publicara violaban el acta de acuerdos de Helsinki y
estropeaban la buena marcha de las relaciones
angloalemanas. Poco importaba que aquel sujeto fuese
periodista y ejerciera (tal como pretendía explicar el
emisario de la embajada inglesa) su derecho a opinar. Había
sido autorizado a permanecer varios meses en territorio
alemán en virtud de un acuerdo cultural firmado entre
ambos países y con un tema de investigación específico:
Berlín bajo Hitler. Correspondía a las autoridades británicas
velar por el buen cumplimiento de ese acuerdo.
Luego de su partida, Timothy Garton Ash dio a conocer
en publicaciones inglesas otros artículos sobre la realidad
alemana. Publicó una monografía acerca del movimiento
polaco Solidaridad y, pese a la prohibición dictada en su
contra, logró viajar por otros países comunistas de Europa.
Pero en las dos ocasiones en que intentara atravesar el paso
fronterizo de la estación subterránea de Friedrichstrasse fue
obligado a dar media vuelta.
Solicitó visados que las autoridades del Este alemán le
negaron con puntualidad, y en 1984, gracias a la
intervención del embajador británico, fue autorizado a
permanecer en Berlín Oriental durante un par de días de
celebraciones oficiales.
Al año siguiente, Garton Ash consiguió entrar de nuevo al
país como parte del séquito del ministro británico de
Asuntos Exteriores, de viaje por diversos países del Este
europeo. (Negarle en esa ocasión la entrada habría creado
un evitable incidente diplomático.)
Hasta que una mañana del verano de 1989, de visita él
en Varsovia para las elecciones de las cuales saldría
triunfante el movimiento Solidaridad, sonó el teléfono de su
habitación de hotel y la voz de un oficial del Ministerio de
Asuntos Exteriores de Alemania Oriental tuvo a bien
informarle que desde aquel instante no existía obstáculo
alguno para sus visitas.
Noviembre de 1989 lo encontró hospedado en. el hotel
Metropol de Berlín. Desde una ventana que daba al lado sur
de la estación de Friedrichstrasse, Garton Ash divisó a la
multitud que repletaba lo que hasta entonces constituyera
sitio de circulación prohibida. Y cuatro años más tarde,
abiertas las esclusas de los archivos del Departamento de
Seguridad del Estado de la desaparecida República
Democrática Alemana, su antigua estancia berlinesa cobró
otra vuelta de tuerca cuando él se dedicó a examinar el
expediente que la Stasi le abriera, una carpeta de más de
trescientas páginas dentro de los doscientos kilómetros de
expedientes policiales que administraba ahora la Junta
Gauck.
Timothy Garton Ash describió la sede de la Junta Gauck
como un ministerio de la verdad que ocupara el antiguo
ministerio del miedo. La formaban largos pasillos provistos
de nueva iluminación y pisos nuevos en los que persistía
aún, tenuemente, el olor a Berlín Oriental. Empleaba a
tiempo completo a más de tres mil personas, contaba con
un presupuesto anual (para 1996) de más de doscientos
millones de marcos. Y disponía de regulaciones tan estrictas
respecto a la información entregada a cada solicitante, que
obligaban a lecturas previas de cada expediente por parte
del personal de servicio, tachaduras de nombres inocentes y
fotocopiado de las páginas tachadas.
(Al final de uno de los pasillos, en una sala poblada de
medallas, bustos de Lenin y certificados por el trabajo
cumplido, se guardaba una serie de frascos de cristal
etiquetados con parsimonia de laboratorio de alta
tecnología. En el interior de esos frascos, flotaban hilachas
textiles contenedoras de olores personales, muestras para
los casos que exigieran la utilización de sabuesos. El tenue
olor de la zona oriental de la ciudad y las muestras
odoríferas personales aludían, en un centro dedicado a la
memoria, a la primerísima importancia de lo olfativo.)
Miles de empleados trabajaban ahora sobre los
documentos producidos por noventa mil empleados y más
de cientosetenta mil colaboradores no oficiales del
Ministerio de Seguridad del Estado de la Alemania
comunista.
«Los nazis no tuvieron tantos», reconocería un
frecuentador de los escondrijos del Tercer Reich como
Timothy Garton Ash.
Pero fue ese hartazgo de culpa, las del régimen
comunista montadas sobre las del nazismo, lo que lograra
abrir las puertas del secreto estatal.
Durante extenuantes jornadas de buceo en los archivos
de la Gestapo, el joven historiador británico se preguntaba
qué hacía de una persona un luchador de la resistencia y de
otra un servidor fiel de la dictadura. Y catorce años después,
a propósito de su expediente secreto y de una Alemania
distinta, volvía a la misma interrogante. Iba a encontrarse
frente a especímenes de una y otra clase.

3
«Los efectos de leer un expediente pueden ser terribles»,
convino Timothy Garton Ash.
The File. A Personal History comparaba esa lectura a los
efectos de un mal divorcio. Existía el caso de la mujer
delatada por su esposo de tantos años, el del escritor
vigilado por su hermano mayor, y tantos otros. Gracias a los
informes secretos, la vida de cualquier individuo constituía
una vasija rota. Pero una vasija rota con posibilidades de
recomposición arqueológica. Por lo que en mucha gente
podía detectarse la frustración de no haber sido espiada por
la policía secreta.
Envidia del expediente, la catalogó Garton Ash.
Ya un primer motivo de felicidad residía en no figurar
como soplón a lo largo de los doscientos kilómetros de
informes pastoreados por la Junta Gauck. (Como si se
tratara de un análisis clínico, llamaban «Gauck-positivo» y
«Gauck-negativo» a las pruebas de colaboración con la
Stasi.) Aunque aquélla no era más que dicha venida de la
contención, alegría definida negativamente.
Mayor felicidad estribaba en haber sufrido atenciones de
oficiales y chivatos. El secreto volvía interesante a
cualquiera. Los universitarios coqueteaban acerca de sus
expedientes, contaban peripecias como quien narra en una
barbería la pelea contra un tiburón. En remolino de brazos y
piernas arrebatados a la doble hilera de dientes.
Timothy Garton Ash no tropezó con nadie capaz de
aceptar la cuota de desinterés que pudiese haberle
dedicado la extinta policía secreta. En caso de no constar
expediente, las excusas remitían a un hipotético Moscú: las
carpetas que sin fortuna procuraban dentro de Alemania,
reposaban desde hacía tiempo en almacenes soviéticos. Tan
notorio resultaba el caso que describían, que la Stasi tuvo
que pasárselas al KGB.
«Ser víctima no es un honor en sí», formuló Jean Améry
en sus exámenes de la culpa y de la expiación. No obstante,
parece desmentirlo tanto relieve dado a la posesión de un
expediente secreto.
Garton Ash llegó a sospechar de los réditos del
victimismo dentro de sociedad tan culpabilizada como la
alemana. Antiguos delatores se apresuraban a aparecer
como víctimas de chantaje policial. Un expediente en los
archivos de la Stasi resultaba coartada no sólo para lo
cometido, sino también para cuanto quedara sin cumplirse.
Así, las potencialidades frustradas iban también a la cuenta
de los servicios de inteligencia.
Contar con unas carpetas voluminosas halagaba la
vanidad de cualquiera. (Debo aclarar que no fue ésta la
impresión que me dio G. al revelarme las suyas.)
Anotaciones perpetradas por chivatos, fotocopias de
correspondencia, grabaciones e imágenes furtivas venían a
completar ciertas existencias. Haber sido considerado
peligroso resarcía de lo monótono, agregaba epopeya a una
vida sedente.
La llegada de una carta desde el extranjero o una
indiscreción al teléfono otorgaban dimensión novelesca,
metían de lleno en la novela de espionaje. (Por no hablar de
quienes se creían autores de dicha novela.) La sorpresa de
un vigilado al hojear su expediente podría equipararse a la
del que examina, recién publicada, una biografía suya rica
en pormenores, intimidades y escándalos.
Los empleados de la Junta Gauck pastoreaban kilómetros
y kilómetros de biografías no autorizadas. Al abrir tales
carpetas, los personajes empezaban a leerse a sí mismos.
Un expediente secreto constituía la enorme porción de
iceberg bajo el agua de la cual hablara Hemingway en una
de sus entrevistas. Quien contaba con un expediente debía
gran parte de su verosimilitud a la ficción estatal empeñada
en narrarlo, a la panza del iceberg en los archivos del
ministerio.
En el caso de Timothy Garton Ash, obtenida una copia de
su expediente gracias al personal de la Junta Gauck,
comenzaría para él una ronda de visitas a los antiguos
colaboradores de la policía secreta. Pero antes debió
identificar a cada uno de ellos, encubiertos como aparecían
bajo seudónimos. (Elegir nom de guerre constituía uno de
los rituales de iniciación de los confidentes enrolados.)
Un primer informante había ocupado el puesto de jefe
del departamento internacional de la Universidad Humboldt
por la época en que el joven historiador inglés fue invitado
como investigador adjunto. (Según las estadísticas, uno de
cada seis profesores de ese centro de estudios trabajaba
para la policía secreta.) Catorce años más tarde, Garton Ash
no alcanzaría a reencontrarlo. Se enteraba, gracias a otro
profesor, de que el antiguo colaborador de la Stasi fue
obligado a abandonar su puesto en la Humboldt, y nada se
conocía de su ulterior destino.
Una amiga destacaba como informante en el expediente
«Romeo». Garton Ash acostumbraba a visitar al matrimonio
en Weimar. El esposo, viejo comunista judío, había pasado
en Londres los años de nazismo. Por esa época su nombre
aparecía en la nómina de periodistas de Reuters así como (y
esto lo sabría más tarde Garton Ash) en la nómina de la
inteligencia soviética. La esposa, directora de una galería de
arte y pieza principal en el tráfico estatal de obras de arte,
ya ostentaba el escalafón más alto entre los informantes de
la Stasi cuando el joven extranjero tocó a su puerta.
En su reencuentro la describía como una Marlene
Dietrich de segunda. El esposo había fallecido ya (desde el
lecho de muerte alcanzó a ratificar su plena convicción en
las virtudes del comunismo), y ella residía en Berlín, en lo
que las exigencias de confort del período comunista habrían
considerado un edificio elegante. (Decorado con gusto en su
interior, pues la ex galerista debió guardarse alguna que
otra pieza.)
Ella se comportaba como si aquella inesperada aparición
le resultara grata. Escuchaba de labios de Garton Ash la
acusación y encajaba bien el golpe. De inmediato replicaba
que en su antigua posición era inevitable informar a la
policía. La colaboración formaba parte de su trabajo.
Mensualmente venían hombres de la secreta a la galería.
A cambio de los datos que ella pudiese ofrecer, la ayudaban
en su trabajo. En un mundo caracterizado por la
inefectividad como era el de la República Democrática
Alemana, la Stasi garantizaba que las cosas marcharan a
buen paso.
Gracias a aquellos vínculos ella alcanzó a surtirse de la
multitud de artículos vitales para una Marlene de segunda.
Le permitían salir al extranjero en pago de su colaboración.
Y ahora, a mano los informes que el visitante le tendía, la
atacaban mareos, temía vomitar. Tendría que excusarla por
llorar en su presencia.
¿Acaso pensaba citar su nombre en el libro que
preparaba?
Porque, si así fuera, podría demandarlo y ganar un
montón de plata.
Oh, era sólo una broma. La antigua colaboradora de
primera clase de la Stasi se permitía bromear con el que
fuera su objetivo.
A diferencia de su visitante, ella no se mostraba
dispuesta a pedir a la Junta Gauck su expediente. (Cada
espía era minuciosamente investigado.) Y debía confesar
que menos por su caso que por lo que pudiera hallar acerca
de su difunto esposo.
Deseoso de explicarse los motivos de aquella mujer,
Garton Ash sí que iba a hojear el expediente de ella. Así
pudo averiguar que su más vehemente delatora había sido
sorprendida una vez mientras sacaba divisas del país. Un
oficial de enlace le aseguró que no tomarían represalias, y
ella comenzó a delatar a sus subordinados, a sus amigos, al
novio de su hijastra, a la ex mujer de su esposo, a un
camarero del hotel Elephant...
Chivatazos y viajes al extranjero se entreveraban en
aquellas carpetas. Hasta que le concedían a Marlene de
segunda la Medalla de Plata al Valor.
El próximo informante a visitar era un profesor de
literatura inglesa a quien Garton Ash conociera en el jardín
de la embajada de Gran Bretaña, en ocasión del
cumpleaños de la reina. Delator sumamente escrupuloso,
éste debió pasar horas y horas empeñado en comunicar
detalles absurdísimos. En sus informes cobraba preciosismo
de crónica social un almuerzo en el que coincidiera con un
tercer secretario de embajada. (Gestos como el de trinchar
carne o el de esparcir una salsa parecían esconder
segundas y terceras intenciones.)
«La Stasi era su amigo epistolar», dedujo Garton Ash.
De mediana edad, aburrido aunque con alguna que otra
chispa de ingenio, su dominio del inglés lo había llevado a
viajar como intérprete del primer ministro alemán. Luego,
bajo efecto del alcohol, se atrevió a referir detalles
irrespetuosos acerca de éste. Y tales habladurías llegaron a
oídos de la policía secreta, que archivaba detalles acerca de
las proposiciones sexuales hechas por el profesor a varios
estudiantes varones. De manera que en la Stasi contaban
con dos motivos de peso para que les prestara colaboración.
Igual que Mallarmé (maestro también de lengua inglesa),
el profesor debió sentir deseos de convertir al mundo en
libro. Pues su afán iba más allá de la delación de colegas,
estudiantes, amigos y conocidos, y procuraba inscribirlos
hasta el más nimio gesto.
Dada la amistad que lo unía al primer secretario de la
embajada inglesa (su expediente guardaba fotocopias de las
portadas de los libros de poesía que éste le prestara), el
profesor cobraba importancia a los ojos de sus superiores.
Recibía una medalla de bronce «en señal de reconocimiento
al servicio leal, honesto y escrupuloso realizado en el
Ministerio de Seguridad del Estado». Y poco antes de morir
lo escuchaban hablar con un amigo (mediante micrófonos
instalados en su apartamento) acerca del desmoronamiento
creciente del país.
Moriría repentinamente, a los cincuenta y siete años.
Garton Ash no volvería a verlo.
La siguiente visita llevaba hasta otro profesor, inglés de
nacimiento. De esposa e hijos alemanes, su reclutamiento
comenzaba por una falsa noticia, la de que en ciertos
documentos de un servicio de espionaje del otro lado del
Muro aparecían señas suyas. A partir de allí, con el fin de
probar su inocencia, tocaba al profesor enrolarse en las
misiones de la Stasi. Sólo así podría mantenerse junto a su
familia.
Catorce años después, sus informes sobre la mesa, él
confesaba a Garton Ash la trampa que le tendieron. No
dejaba de reprocharse su conducta, aunque aseguraba
haber ofrecido únicamente irrelevancias acerca de aquellos
a quienes vigilara.
Llegó a creer que su trabajo policial constituía un canal
directo de comunicación con las más altas esferas.
Imaginaba cada informe suyo como pieza de influencia
sobre los superiores, y bajo esa luz remitía a los poderosos
recomendaciones de benevolencia. Su labor comprendía
menos la denuncia de individuos que el aviso a los jefes de
incómodas certezas.
Si la policía secreta había constituido un amigo epistolar
para el profesor de literatura inglesa y un gestor
empresarial para la directora de la galería de arte, ¿por qué
no iba a ser lobby político, remedo de sociedad civil?
Británico al fin y al cabo, este segundo profesor pretendió
inyectar parlamentarismo a la férrea sociedad comunista.
Su expediente, sin embargo, reservaba piezas un tanto
incompatibles con ese propósito: un plano de la biblioteca
del British Council en Berlín Oeste dibujado por él, otro
plano suyo de la misma institución en Londres.
Garton Ash cerraba su ronda de informantes con una
vieja dama. Durante su estancia berlinesa había coincidido
con ella en exposiciones y veladas teatrales. Entrada en los
sesenta, elegante y refinada, descendía de una rica familia
judía alemana. Había sido comunista desde la adolescencia
y, luego de ser expulsada del colegio, huyó de Hitler para
seguir a su esposo en viaje a Moscú, donde no tardarían en
tropezar con los designios del camarada Stalin.
Su esposo atravesó diversos campos de concentración
soviéticos, enviaron a su hijo a un orfanato. Ella consumió
gran parte de su etapa rusa en un destacamento de trabajo.
Pero, afortunados a pesar de todo, los tres lograron regresar
a Berlín Oriental en los años cincuenta. Desde allí el hijo
escapó hacia la otra Alemania. Su esposo, ya fallecido en la
época en que Garton Ash conociera a la dama, nunca llegó
a recuperarse de sus años de cárcel. Ella, sin embargo, no
cedía a la aflicción. Continuaba convencida de lo justo de la
causa comunista, y convencida de que los sufrimientos
padecidos por los suyos garantizarían a la humanidad un
futuro libre de penas.
La insólita entereza mostrada por aquella mujer
admiraba a Garton Ash, quien la creyó una amiga. Al
reencontrarla («muy mayor ahora, pero todavía incisiva y
pulcra»), ella negaría categóricamente haber servido a la
policía secreta y rechazaría examinar las pruebas que
atestiguaban lo contrario.
Las pesquisas de The File. A Personal History terminaban
en algunos encuentros con antiguos oficiales de la Stasi.
Jubilados en su mayoría, uno de ellos se reciclaba como
agente de una empresa de seguros, otro vendía equipos de
refrigeración. Envejecidos dentro de ropa deportiva de
pésimo gusto, coincidían casi todos en una infancia difícil,
en la desaparición de la figura paterna, y en haber tomado
al cuerpo policial como sustituto del padre.
Ninguno de los oficiales a los que Garton Ash
entrevistara sentía culpabilidad. Utilizaban la misma
coartada de diligencia de tantos oficiales hitlerianos: no
hacían otra cosa que cumplir con su trabajo. Llegarían
incluso a sostener que los ciudadanos de la República
Democrática Alemana no sentían miedo alguno frente a la
policía secreta. Muy al contrarío, agradecían el trabajo
hecho por ellos.
Admitían (en caso de reconocer la falta de libertad del
régimen comunista) que la gente renunciaba con gusto a
cierta cuota de libertad para obtener seguridad a cambio.
Seguridad: un ingrediente que la nueva sociedad alemana
empezaba a echar de menos.
Vencidos unos minutos iniciales de conversación, los
antiguos oficiales mostraban afabilidad en su trato, daban
pocas señales de reserva. Uno de ellos se brindaba a
adelantar al visitante en su auto. Varios confesaban recibir
asiduamente a periodistas en busca de información.
Un ex oficial de contraespionaje narraba cómo, entre
fines de 1989 y comienzos de 1990, él y otros colegas se
dedicaron a destruir archivos. Las grandes trituradoras se
hallaban inutilizadas ya, y ellos utilizaron pequeñas
trituradoras personales para librarse de la información más
conflictiva.
Garton Ash dialogaba con él en lo alto de un rascacielos,
en su pequeño apartamento. El ex oficial quiso mostrarle un
ejemplar de aquellas fíeles máquinas y allí estaba, echada
como un perro en un rincón de la sala. La máquina
trituradora daba un toque personal a la decoración de aquel
apartamento.
Quejosos de los cambios ocurridos, los antiguos oficiales
fantaseaban con una restauración, agitaban en sus
borracheras propósitos redencionistas.
«Las cosas no pueden seguir así», prometió a Garton Ash
un ex coronel. «Y cuando nos llamen para que salgamos a la
calle, allí estaremos.»
Al mirar hacia atrás, siempre hallaban una figura de más
alta graduación sobre la cual verter sus culpas. Las viejas
órdenes hacían ahora el camino inverso, regresaban a
quienes las encomendaran. O todo recaía en un
departamento con el cual ellos nada tuvieron que ver.
Timothy Garton Ash recorría el Imperio de Nadie
descubierto por Hannah Arendt. Quien se acercara a
aquellos hombres en busca de aclaración comprendería que
el mal, una vez rebasado, tenía tanta consistencia como una
nube. Era capaz de adoptar las formas más caprichosas,
podía señalársele, pero devenía en intangible, en
inapresable.
Concluidas sus pesquisas, el historiador reconocía no
haber dado con ninguna persona claramente malvada. Lo
que originaba el gran mal era la suma de muchas acciones,
fatalmente dispersas en minucias. Más que maldad, lo
encontrado por Garton Ash en su retorno alemán era «una
vasta antología de las debilidades humanas». Descubría en
los implicados no tanto falta de honestidad, como una
capacidad infinita para el autoengaño.
Timothy Garton Ash había entrevistado a los restos de
una fuerza derrotada. Del viejo roble quedaban unas
paladas de aserrín más o menos manejables. Cabe
cuestionarse, sin embargo, si las serenas conclusiones del
historiador británico serían las mismas en caso de haber
sufrido afectación mayor.

4
El jardín que llevaba a la primera de las dos casas lucía
mejor cuidado que el de muchas de las embajadas y
consulados de los alrededores. Pese al sol a plomo y a la
brisa del mar, el césped se mantenía fresco. Las aceras que
lo limitaban habían sido blanqueadas recientemente.
Aunque tampoco es que gastaran mucha creatividad en
él. Se trataba de un jardín perfectamente militar, la
miniatura de un campo de batalla: un prado bien cortado,
aquí y allá una artillería de lirios florecidos, algunos rosales.
Cielo azul como en Austerlitz (me refiero a la descripción de
la batalla hecha por Tolstói) y unas nubes que cruzaban
sobre el tráfico de la Quinta Avenida.
De noche el lugar estaría iluminado por pequeños faroles
apostados en el césped. Mantendrían encendido el cartel
lumínico de la entrada.
«Museo del Ministerio del Interior», rezaba éste.
Tantas veces lo había encontrado sin que lograra
despertarme curiosidad. (¿A quién iba a ocurrírsele entrar?
¿Acaso no bastaban las vallas dispersas por toda la ciudad,
no bastaba con encender el televisor o leer un periódico?
Dentro de aquellas dos casas se espesaba el mismo caldo.
Una visita al Museo de la Inteligencia podía resultar
sumamente indigesta.) Pero yo había entregado mi
pasaporte en la aduana habanera. Había regresado a pesar
de las advertencias sobre mi pronta conversión en
fantasma.
«Espere allá», me ordenó la mujer uniformada después
de comprobar los datos de mi pasaporte.
La madrugada no era muy movida en aquella terminal
aérea. El resto de las cabinas permanecía sin clientes.
Gente de uniforme entraba y salía de ellas como
sonámbulos. Y mientras yo aguardaba tras la línea amarilla
trazada en el piso, un oficial se metió en la cabina donde
me atenderían.
«¿Hasta cuándo vas a volver?», me soltó a quemarropa.
Volver a Cuba, quiso decir.
Miré el rostro de la mujer.
«Hasta que ustedes lo permitan», balbuceé.
Él asintió.
La mujer puso el cuño, devolvió mi pasaporte.
El cierre eléctrico de la puerta hizo su sonido de
chicharra, y otra vez pude considerarme dentro de la fiesta
vigilada.
A continuación pasé por el examen de los libros. (No es
que se encapricharan en mi caso, simplemente tenían que
obedecer a una lotería de equipajes.)
«¿Por qué tantos?», preguntó el aduanero.
Debí explicarle entonces a qué me dedicaba.
«Afuera se publica mucha novela de cubanos.»
Y el tipo siguió con su conversación.
En la terraza de la Unión de Escritores, antigua residencia
de un rico comerciante, llovían las pequeñas flores
atigradas.
«Desactivado», fue el diagnóstico de los dos
funcionarios.
Para que meses más tarde, al tratar de viajar a un
encuentro internacional de escritores, una joven oficial del
Ministerio del Interior viniese a anunciarme que no me
otorgaban el permiso de salida.
Se hallaba en restauración la casona donde gestionar
permisos. Las distintas colas se apiñaban en un patio
trasero. Bastaba con que un viejo olvidara su puesto para
animar un nido de ciempiés. O no era necesario el viejo:
dentro de tanta confusión cualquiera equivocaba el motivo
que lo trajera hasta allí. (Reinaba la inseguridad en cada
solicitante y sólo muy raramente los empleados se dignaban
ofrecer aclaraciones.)
Lo habían logrado bien aquellos oficiales, los superiores
de aquellos oficiales y quienes inventaran la obligatoriedad
de un permiso para cada cubano que intentase salir del
país. Lograban inocular en cada prófugo esta incertidumbre:
ni siquiera se era dueño de uno mismo. Obligaban a pagar
en dólares cualquier cuota de libertad (fuese temporal o
definitiva), y el Ministerio del Interior se reservaba el
derecho de rechazar solicitudes.
Así que de ningún modo resultaba injustificado el
nerviosismo entre la gente concentrada en aquel patio. La
contigüidad de tantos destinos promovía la locuacidad. Nos
apretábamos allí pero muy pronto, con suerte, cada uno
tomaría su avión y alcanzaríamos a regarnos por el mundo.
Dejaríamos atrás tanta estrechez, olvidaríamos las mañanas
gastadas en trámites, el maltrato recibido de parte de las
autoridades.
Durante varios días me presenté en la casona. (Un
requisito cumplido provocaba la necesidad de satisfacer otro
más recóndito. Después de obtener un sello de timbre se
hacía imprescindible determinada firma.) Hasta que un
mediodía creí llegada la buena ocasión. Me hicieron pasar a
una sala donde se apretaban las mesas de varios oficiales.
Todos mujeres, la más joven de ellas me indicó una silla
baja. (Pude ver, al inclinarme, que llevaba vendada una
rodilla.) Ella colocó dos dedos sobre mi identificación, y
deslizó a lo largo de la mesa aquella ficha de casino.
«Puede guardarla ya.»
La mujer de la mesa contigua examinaba el
desenvolvimiento de su joven colega.
Quizás porque ésta se hallaba aún a prueba.
En cualquier caso, supo desembuchar su no. Y cuando
pregunté el motivo debió hacer la misma mueca que al
recibir el golpe en la rodilla.
«Usted lo sabe bien», fue su única respuesta.
Echó una ojeada desdeñosa al visado extranjero, cerró el
pasaporte, lo aplastó con dos dedos, e hizo que recorriera la
mesa en dirección mía.
Mencionó, por último, un recurso tan esperanzador como
aquella ojeada suya al visado: si me faltaba algo por
comprender, si acaso tenía alguna queja, podía dirigirme
por escrito al ministro del Interior.
«Debió ser éste el comedor de la casa», pensé antes de
abandonar la oficina.
Ya en la calle, revisé el pasaporte. Igual que en mi
expulsión de la Unión de Escritores, no quedaba prueba
escrita de que tuviese prohibido salir del país.
También ahora cabía apelación por escrito. Las instancias
gubernamentales podían darse el lujo de la oralidad, sus
comunicaciones no dejaban sombra. Los individuos, en
cambio, debíamos medir muy bien nuestras palabras,
ponerlas en papel. Las pruebas iban a parar a manos de
gente responsable, capaz de administrar bien la memoria.
Archiveros y oficiales del Ministerio del Interior, por ejemplo.
Y fue debido a ello que una tarde reuní fuerzas para
presentarme en el Museo de la Inteligencia, a pocas cuadras
de La Maqueta de La Habana.
«Vengo a saber lo que tienen sobre mí», debí anunciar a
la primera celadora.
Para enseguida aliviar su sorpresa:
«Me han acusado de pertenecer a una red que opera
desde d extranjero. Afirman que esa red recibe
mensualidades de la agencia de inteligencia
estadounidense. Me consideran becario de la CIA o algo por
el estilo, y he sido desactivado de la Unión de Escritores.»
Desactivado, ¿comprendía? Igual que un mecanismo o
una mina.
¿No tenían allí, en exposición, viejas minas desactivadas,
bombas que nunca llegaron a explotar?
Claro que todavía nuestro Muro estaba en pie. Que no
dejaban de ampliarse los kilómetros de expedientes
secretos, y multitud de chivatos redactaban aún sus
composiciones. Comprendía, por tanto, el azoro con que la
celadora escuchaba mi petición.
Se trataba de una petición prematura. Digna de una
Junta Gauck por existir.
Pero si andaba equivocado de tiempo, en modo alguno
me equivocaba de lugar, y era allí donde resultaba
pertinente una solicitud como aquélla. ¿Dónde mejor que en
un paisaje tan premonitorio del fin del régimen
revolucionario?
Aunque» dejémonos de cuentos, mi llegada al Museo de
la Inteligencia no ocurrió así.
Guardaba la entrada una celadora. Reprimía un bostezo
en tanto contemplaba, más allá del jardín, los árboles de la
avenida. Yo venía a tropezármela en plena digestión,
cuando seguramente calculaba las horas que faltaban para
marcharse a casa.
Cruzamos pocas frases, y no le comenté el motivo de mi
visita. Si algo tenía claro al entrar allí era que me haría
pasar por extranjero.
Que el personal me tomara por uno de esos
simpatizantes a los que arroba la revolución y viajan a Cuba
para cumplir un viejo sueño. De otro modo mi visita no sería
creíble, parecería alguien dispuesto a cometer profanación,
a soltar carcajadas ante una pieza. (No sólo se trataba de
que, fantasma al fin, me desvelase el protocolo. Sino que
deseaba examinar cierto paisaje al lado de la carretera que
llevaba lejos: lo mismo que George Simmel. O buscaba un
auto que me sacara a tiempo de Alemania Oriental, aquel
Alfa Romeo que sirvió a sus vigilantes para bautizar a
Garton Ash.)
El Museo de la Inteligencia abría sus puertas el día
después.
Yo venía de otro país.
Pagué en dólares el derecho de admisión. Varias cabezas
femeninas se asomaron al pasillo y, en cuanto di unos
pasos, dos de las celadoras disolvieron su tertulia.
Aquel inmueble había sido antes mansión familiar. (El
vastísimo aparato estatal andaba siempre hambriento de
locales.) Retratos de héroes del servicio secreto llenaban
sus paredes del mismo modo que imágenes de antepasados
cubrían la escalera principal de un castillo.
Eran los mismos rostros que constaban en sus
expedientes. Pintados por alguna mano versada en
aumentar fotos.
Hileras e hileras de óleos tan inacabados como sus
existencias, muertos jóvenes en su mayoría.
Cada sala del museo permitía un recorrido desde las
fuerzas coloniales hasta las revolucionarias. A una policía
ocupada en la represión de manifestaciones callejeras
replicaban, a partir del triunfo de la revolución, agentes
policiales sumidos en academias, personal desvelado por la
suerte de una viejecita.
No eran necesarios ya chorros de agua a presión, porra,
disparos. La calle, tal como rezaba el lema, era de los
revolucionarios. Quienes formaran las manifestaciones
callejeras se habían pasado definitivamente al campo de las
fuerzas del orden. No cabían ya demostraciones públicas,
salvo las organizadas oficialmente. Todos éramos policías. Y
no podía faltar alguna imagen que relacionara la vigilancia
de los comités de vecinos con la del cuerpo uniformado,
articulación aceitadísima. Pues, tai como debí sospechar
desde el principio, la viejecita apegada al agente no era mis
que una soplona.
Entre los útiles prerrevolucionarios se exhibían bastones
y manoplas. Al pie de un grupo de imágenes de cuerpos
torturados podía examinarse la panoplia del capitán Segura.
(La cigarrera forrada de piel humana no habría desentonado
allí.)
Las cárceles eran recordadas en lo mejor de su horror.
Para luego cobrar optimismo mediante disposiciones del
gobierno revolucionario: reclusos en chequeos médicos y
estomatológicos, acogedores patios para recibir visitas,
aulas, terrenos deportivos, teatro de aficionados,
bibliotecas, talleres, artesanía confeccionada por red usas...
Nada de calabozos y celdas de castigo. Ninguna memoria de
paredón de fusilamiento adonde se asomaba, desde palco
propio, d comandante Guevara.
Luego de las torturas, falsificadones. Billetes falsos de
varías nacionalidades, falsas tarjetas de crédito, una
máquina de hacer monedas. Y Dan, d perro pastor alemán
embalsamado.
Echado sobre sus cuartos traseros, el pelo en buen
estado de conservación, los ojos de ratón aplastado en una
ratonera, una tarja contaba su biografía. Oriundo de
Checoslovaquia (el hombre que iba a manejarlo debió viajar
a Praga para un curso de adiestramiento), Dan fue durante
años el único sabueso de la policía revolucionaria. Su
desempeño llegó a cubrir varias provincias.
De una de sus primeras actuaciones quedaba este
resumen: «El asesino reconoció en la declaración su
culpabilidad y se asombró de la inteligencia del perro.»
Y terminaba tristemente la biografía de un animal tan
útil: «Dan fue sacrificado a los diez años, pero dejó una
huella imperecedera, no sólo porque fue el primer perro que
trabajó para la Policía, sino por su docilidad, porte, disciplina
y capacidad en el trabajo, lo que lo avaló para obtener
numerosas condecoraciones en distintas competencias
nacionales.»
La celadora a cargo de la sala compartía mi admiración.
«Él es nuestra mascota», dijo.
«¿Le habría gustado conocerlo en vida?»
Mi pregunta pareció sorprenderla.
«Sí, claro.»
En Praga (yo lo había leído en Libuse Moniková)
funcionaba un museo no muy distinto. Exhibían en él armas,
una máquina de falsificar billetes, obras de arte donadas a
las fuerzas de seguridad por los artistas. Pero la pieza
principal, la que más atraía al público, no era otra que un
perro embalsamado.
Pastor alemán también, presumiblemente emparentado
con Dan.
A todo el que visitaba el museo praguense le exigían
calzarse unas pantuflas de fieltro. Cada uno de los recién
llegados alegraba a la mujer de la entrada (de contabilizar
menos de quince visitantes diarios clausurarían el local), y
ella recomendaba a todos la formidable pieza de
taxidermismo que constituía el perro héroe.
Mientras tanto, los únicos visitantes de la jornada
habanera éramos una pareja de verdaderos extranjeros y
yo.
Un sendero de jardín llevaba al segundo de los edificios,
dedicado al trabajo de la policía secreta.
Aun cuando el piso de la entrada permanecía húmedo, la
auxiliar de limpieza me pidió que pasara. Adentro
abundaban las armas y la propaganda arrebatada a
comandos contrarrevolucionarios.
«Por la verdadera revolución», rezaban unos bonos.
«Cuba sí, comunismo no», otros.
Buena parte de los símbolos de las fuerzas
revolucionarias eran utilizados por contrincantes salidos de
sus filas. Llovían, por tanto, las descalificaciones.
La imagen de un guerrillero contrarrevolucionario con los
brazos en alto era explicada en tono humorístico: «Bandido
en el mejor momento de su fracasada insurgencia.»
Las vitrinas guardaban falsos pasaportes y visados
falsos. Británicos, canadienses, colombianos, cubanos... La
historia del país podía ser contada a través de sus
documentos migratorios: un pasaporte colonial, uno
republicano, y el pasaporte actual, revolucionario.
Exhibían visas cubanas de las tres épocas. Pero ni rastro
del permiso de salida. Tal vez porque, al no poseer
antecedente en la etapa colonial ni en la republicana,
saltaría a la vista su novedad carcelaria. (Puestos a
procurarle parentela habría que remontarse a siglos
anteriores, a las cartas de liberación de esclavos.)
Las salas de aquella última edificación declaraban que
los cuerpos cubanos de seguridad combatían a cuanto
peligro viniera a introducirse en el país. Velaban el sueño de
los ciudadanos, de ningún modo sus vigilias. En todo aquel
museo no podría hallarse indicio alguno que permitiera
sospechar de un sistema de escucha telefónica o de un
Cabinet Noir. (Durante el reinado de Luis XV, una oficina
bajo ese nombre empleaba a veintidós miembros que
seleccionaban las cartas a leer, sacaban un molde de sello,
transcribían los contenidos y volvían a sellarlas.)
A juzgar por lo expuesto en el Museo de la Inteligencia,
los expedientes secretos no existían. La tarde pasada en el
aparta- mento berlinés de G. (por no hablar del libro de
Timothy Garton Ash y de mi entrevista con la joven oficial
de rodilla vendada) debió despertarme aprensiones
infundadas.
Se trataba, igual que en la novela habanera de Graham
Greene, de falso espionaje. Aquello no era más que un
juego.
«¿Desea firmar nuestro Libro de Visitantes?», propuso la
misma celadora que me recibiera.
En las páginas del álbum cabían dibujos de banderas,
apuntes para un retrato de Ernesto Guevara, consignas
aprendidas al paso de los autos de turismo. La inscripción
más reciente, hecha por la pareja de extranjeros, hablaba
acerca de lo onírico de la revolución. Según ellos, los
cubanos, tenían la generosidad de soñar ese sueño por
gente de otras latitudes.
Cerré el pesado volumen, logré escabullirme sin escribir
nada en él. Abandoné el sitio con la certeza de que, aun
cuando existiera, nunca llegaría a hojear el expediente
donde me investigaban.
Y no (siendo optimista) porque fuese a faltar a la cita,
sino por una noticia sorprendida en las últimas páginas de
The File. A Personal History.
Allí contaba Timothy Garton Ash cómo había compactado
en un archivo de computadora las trescientas y tantas
páginas de la carpeta obtenida gracias a la Junta Gauck.
Ese montón de jornadas y de informes reducido a
tamaño de bolsillo me llevó a suponer cuán útil habría sido
para los oficiales de la Stasi (pienso sobre todo en el
propietario de la trituradora) el contar con archivos
digitalizados que, a un simple golpe de tecla,
desaparecieran sin dejar rastro.
Y de ahí no me costó mucho saltar a los colegas cubanos
de aquellos oficiales, alumnos suyos tal vez, quién sabe con
cuánto tiempo aún para trasvasar a soporte de fácil
escamoteo toda la información que compilaran.
Sobre el Autor y la Obra

Solitario hasta el punto de que un fotógrafo extranjero lo


considera el último habitante de una ciudad de la que todos
se han fugado, el narrador de este libro se propone contar
cómo ha vuelto a La Habana, después de veinticinco años
de prohibición, la fiesta. O, dicho más exactamente, su
remedo.
Hurga con ese fin en lo que él denomina «caja negra de
la fiesta». Sus asuntos, mientras tanto, no marchan del
mejor modo: las autoridades políticas han dictado contra él
orden de censura, y verá denegado cada intento suyo de
salir del país. Lo acusan, entre otras cosas, de recibir dinero
de una agencia extranjera de inteligencia. No es casual,
entonces, que él eche mano de una historia de la Guerra
Fría -Our Man in Havana-, donde Graham Greene narraba las
peripecias de un falso espía y de una red de espías falsos.
Por la fiesta de estas páginas cruzan Jean-Paul Sartre y
Simone de Beauvoir, Dizzie Gillespie y la Orquesta Aragón,
Edith Wharton y Ernesto Guevara, John Lennon y Ernest
Hemingway, Compay Segundo y Ry Cooder, un perro
disecado y un doble de Gene Hackman. Junto a una multitud
de seres sin nombre: prostitutas, gente de cabaret,
escritores exiliados y suicidas, funcionarios estatales...
La narración avanza no en el estilo barroco que
supondría un carnaval así, sino mediante una prosa irónica y
austera. Piezas disímiles se combinan para conducir al final
de toda fiesta de disfraces: el momento de abandonar las
máscaras. La Habana de hoy es recorrida en paseos
reflexivos (se incluye una «teoría de la ruinas») que
terminan en el Museo del Ministerio del Interior. Llegado allí,
el narrador solicita un expediente secreto, pregunta por las
pruebas de su culpabilidad.
Búsqueda de ascendencia kafkiana, la suya resulta
atemperada por el ejemplo de otra criatura literaria ante el
absurdo: la Alicia que, en el País de las Maravillas, echa en
cara a quienes la juzgan que no son más que un mazo de
naipes. Sólo que, a diferencia de Alicia, el narrador de La
fiesta vigilada no tiene la ventaja de haber crecido por
encima de sus jueces.

Antonio José Ponte nació en Matanzas, Cuba, en 1964, y


reside en La Habana desde 1980. Ingeniero hidráulico
durante algunos años, abandonó el ejercicio de esa
profesión para dedicarse a escribir. Poeta, narrador y
ensayista, en 1997 publicó Las comidas profundas,
traducida luego al francés como Les Nourritures lointaines.
City Lights Books publicó, en 2000 y 2002, la traducción al
inglés de dos libros de cuentos recogidos más tarde en un
solo volumen: Un arte de hacer ruinas y otros cuentos, que
publicó en 2005 el Fondo de Cultura Económica. Es autor
del libro de poemas Asiento en las ruinas (Renacimiento,
Sevilla, 2005) y de la novela Contrabando de sombras
(Mondadori, 2002). De su obra se ha escrito: «Ponte escribe
en un estilo austero, más parecido al de los escritores de la
Europa del Este que a la exuberancia habitualmente
asociada a caribeños, cubanos y demás» (Achy Obejas,
Village Voice); «Ponte es un ensayista híbrido, tentacular,
tentado por las digresiones, subjetivo, exigente, estilista, es
decir: Ponte es un ensayista» (Juan Malpartida, El País);
«Gracias a su prosa refinada y, a la vez, transparente, Ponte
es de los pocos escritores cubanos que, desde las reglas de
la alta literatura, puede narrar, sin riesgo de artificios o
disrupciones, la precariedad de la vida habanera» (Rafael
Rojas, Letras Libres). Anagrama publica ahora La fiesta
vigilada.

También podría gustarte