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Erle Stanley Gardner
1939 - Perry Mason, 14
El caso del loro perjuro
Principales personajes de esta obra: -Barnes: Sheriff del distrito. -Bolding (Randolph): Perito calígrafo. -Demond (William): Famoso jurista, abogado de Fremont Sabin. -Drake (Paul): Jefe de la «Agencia de Detectives Drake». -Gibbs (Arthur): Propietario de una tienda de pájaros. -Helmond (Karl): Dueño de una pajarería, amigo de Mason. -Holcomb: Sargento de la Policía Metropolitana. -Mason (Perry): Eminente abogado criminalista, protagonista de esta novela. -Monteith (Helen): Bibliotecaria de una biblioteca de San Molinas. -Monteith (Sara): Hermana de la anterior. -Sabin (Arthur George): Hermano de Fremont, asesinado. -Sabin (Charles W.): Hijo del citado Fremont. -Sabin (Fremont): Padre del anterior. -Sprague (Raymond): Fiscal del distrito de San Molinas. -Street (Delia): Secretaria de Perry Mason. -Tempelt (Andy): Juez. -Waid (Richard): Secretario del prócer asesinado. -Warner (Fred): Colaborador del sheriff. -Watkins (Rufus): Primer esposo de Helen Watkins. -Watkins (Steve): Hijo del primer matrimonio de la anterior. -Winter: Una vecina de Helen Monteith. Capítulo 1
Perry Mason dirigió una mirada poco cordial a la
carpeta señalada con la indicación de «CORRESPONDENCIA SIN CONTESTAR». Della Street, su secretaria, fresca como una rosa, dijo con su alegre voz de los lunes: —Lo he repasado todo cuidadosamente, jefe. Lo de encima es lo único que tiene usted que contestar. He descongestionado un montón de cartas del fondo. —¿Del fondo? ¿Por qué lo ha hecho? —Porque son cartas que llevaban demasiado tiempo aquí. Mason echóse hacia atrás en su sillón basculante, cruzó las largas piernas, adoptó modales leguleyescos y dijo en tono burlón interrogatorio: —Aclaremos bien este punto, señorita Street. Las cartas que usted ha retirado de esta carpeta fueron, en un tiempo, «cartas importantes sin contestar», ¿no es así? —Sí. —De cuando en cuando, usted repasa cuidadosamente el contenido de esa carpeta, ¿verdad? —Sí. —Y elimina de ella todo cuanto no requiere mi atención personal. —Sí. —Por ejemplo: esta mañana ha eliminado usted un montón de correspondencia. ¿Cuántas cartas se ha llevado? —Quince o veinte. —Supongo que usted se encargará de contestar personalmente a las personas que entonces las escribieron, ¿verdad? Sonriente, Della Street negó con la cabeza. —Así, pues, ¿qué hace usted con ellas? —Las traslado a otra carpeta. —¡Ah! ¿Y qué carpeta es esa? —La de «CARTAS SIN NINGÚN INTERÉS». Mason soltó una carcajada. —¡Magnífico! Me gusta la idea, Della. Guardamos las cartas en la carpeta de la «CORRESPONDENCIA IMPORTANTE» hasta que ha pasado el tiempo suficiente para convertirlas en «CARTAS SIN NINGÚN INTERÉS». De esta forma nos ahorramos la molestia de contestar, perder tiempo y tener que estar yo en la oficina dedicado a la rutina que tanto odio… Realmente, hay cosas que parecen muy importantes y luego, a medida que pasa el tiempo, pierden su interés. Son como los postes telegráficos que pasan veloces, junto al tren. De momento parecen enormes y después, cuando se alejan, se van haciendo pequeños hasta desaparecer por completo… Lo mismo ocurre con todas las cosas que nos parecen vitales. Della abrió mucho los ojos y, con su más candorosa expresión, preguntó: —¿De veras se hacen pequeños los postes, jefe, o sólo parecen pequeños? —Claro que no se vuelven pequeños. Lo que ocurre es que uno se aleja de ellos. Otros postes llegan y ocupan el puesto principal que dejaron vacío los otros. Todos los postes son del mismo tamaño. Sin embargo, cuando uno se aleja parecen más pequeños y… —Interrumpiéndose bruscamente, preguntó —: ¿Es que trata de buscar algún punto flaco en mi argumento? La triunfal sonrisa de su secretaria hizo exclamar al abogado: —Nunca debí haberme enredado en una discusión con una mujer. Está bien. Abra su cuaderno y contestaremos estas malditas cartas. Abrió la carpeta, tomó una carta de unos famosos abogados y, tendiéndola a Della, dijo: —Escríbales que no me interesa encargarme del caso que me proponen. Ni por el doble de lo que ofrecen. Se trata de un perfecto caso de asesinato. Una mujer se cansa de su marido, le pega seis tiros y luego llora y se desespera, diciendo que él estaba borracho y trataba de golpearla. Llevaba seis años viviendo con él, y lo de verle borracho no era una novedad. Lo de que temiese que él la matara no concuerda con lo que dicen los otros testigos. —¿Todo eso lo he de poner en la carta? — preguntó Della. —No; sólo la parte correspondiente a que no quiero encargarme del asunto… ¡Oh! Aquí tenemos otra. Un hombre que ha engañado a un sinfín de gente haciéndole comprar acciones sin ningún valor, quiere que yo demuestre que cumplía la ley al pie de la letra. Mason cerró la carpeta y dijo: —No sé cuánto daría a fin de que la gente se diese cuenta de la diferencia que existe entre el abogado honrado que representa a una persona acusada de algún delito, y el abogado indigno que se convierte en socio para aprovecharse de los beneficios del crimen. —¿Cómo explicaría usted esa diferencia? — preguntó la secretaria. —El crimen es personal —explicó Perry—. Las pruebas son, en cambio, impersonales. Nunca acepto un caso a menos que esté convencido de que mi cliente fue incapaz de cometer el crimen de que es acusado. Una vez he llegado a tal conclusión, supongo que debe de haber alguna discrepancia entre las pruebas y las conclusiones que de dichas pruebas ha sacado la policía. Me lanzo a encontrarlas. Della se echó a reír. —Eso es más propio de un detective que de un abogado. —No —replicó Mason—. Son dos profesiones distintas. Un detective reúne pruebas. Se va adiestrando en saber lo que debe buscar, cómo lo debe buscar y dónde debe encontrarlo. El abogado interpreta las pruebas después de haber sido reunidas. Gradualmente aprende… Le interrumpió el timbrazo del teléfono de encima de la mesa de Della. La joven contestó la llamada y después dijo: —Por favor, no se retire —volvióse hacia Perry y, tapando con la mano el micrófono, preguntó—: ¿Podría recibir al señor Charles Sabin para un asunto de gran importancia? El señor Sabin dice que está dispuesto a pagar la consulta. —Depende de lo que quiera —contestó Mason —. Si se trata de un caso de asesinato le escucharé. Si desea que le arregle alguna hipoteca diga que no me interesa verle… ¡Un momento, Della! ¿Cómo dice que se llama? —Charles W. Sabin. —¿Dónde está? —En la sala de espera. —Dígale que aguarde un momento… O pregúntele si es pariente de Fremont C. Sabin. Della hizo la pregunta por teléfono y aguardó a que la encargada de la centralita telefónica de la sala de espera averiguara la respuesta. Un momento después la secretaria volvióse hacia Mason y asintió: —Sí, es hijo de Fremont C. Sabin. —Diga que le recibiré dentro de diez minutos. Salga a verle, Della. Hágale pasar a la biblioteca de leyes. Que espere allí. Tráigame los periódicos de la mañana… ¡Creo que tengo aquí uno! Mason lanzóse hacia el periódico, y apartando a un lado la carpeta de la correspondencia importante lo extendió ante él. La información sobre el asesinato de Fremont S. Sabin ocupaba casi toda la primera página. En la segunda y tercera había ilustraciones fotográficas. También incluíase una serie de datos biográficos de su carácter y personalidad. Lo que se sabía del crimen daba pie a muchas cábalas. Fremont C. Sabin, excéntrico millonario, habíase retirado de los numerosos negocios que llevaban su nombre. Su hijo, Charles W. Sabin, encargábase de ellos. Durante los dos últimos años el potentado había vivido como un recluso. A veces viajaba en un remolque, deteniéndose en paradores de turismo, fraternizaba con otros viajeros, hablando de política, cambiando impresiones. Ninguno de cuantos habían hablado con él sospechó jamás que el hombre que tenía delante, con su traje abrillantado por el uso, su sencillez y su carácter, fuera el dueño de bastante más de dos millones de dólares. También era aficionado a desaparecer durante un par de semanas para dedicarse a rondar por las librerías de lance, por las bibliotecas, viviendo en el reino de la abstracción intelectual mientras rebuscaba entre los volúmenes. Los bibliotecarios le clasificaban como empleado en paro forzoso. Últimamente había pasado mucho tiempo en una casita erigida en una de las vertientes de un boscoso monte. Su distracción principal consistía en sentarse en la galería de la cabaña, con un par de potentes prismáticos ante los ojos y observar la vida de los pájaros. Trababa amistad con las ardillas, leía libros y deseaba únicamente que le dejasen solo. Al borde de los sesenta años, representaba un tipo muy extraño. En lo que se refiere a éxito material, había sacado de la vida cuanto ésta pudo ofrecerle. Verdaderamente no sabía qué hacer con su dinero. Parte del mismo lo empleaba en donaciones aunque no tenía fe en la filantropía, opinando que lo más importante de la existencia es desarrollar el propio carácter. Aseguraba que cuanto más confiaba un hombre en la ayuda ajena más se debilitaba su temperamento. El periódico publicaba una entrevista con Charles W. Sabin, el hijo del asesinado. Mason la leyó con gran interés, y a través de ella supo que Sabin padre había opinado que la vida era lucha y que Dios lo había dispuesto así; que las contrariedades fortalecían el ánimo; que la victoria sólo tenía valor por marcar la meta de la carrera; que ayudar en sus asuntos a otra persona era perjudicarla. El viejo Sabin invirtió algo más de un millón de dólares en donaciones para fines caritativos, pero estipulando que su dinero sólo debía ir a parar a manos de los incapacitados para la lucha por la vida, o sea: los mutilados, los viejos y los inválidos. A los que podían seguir luchando no les ofrecía nada. El privilegio de la lucha por la victoria era lo mejor que poseía el ser humano, y robarle semejante cosa equivalía, en cierta forma, a matarlo. Della Street regresó al despacho de Mason cuando éste terminaba de leer el artículo. —¿Qué hay? —preguntó con cierta avidez el abogado. —Es muy interesante —contestó Della—. Se lo toma muy a pecho. Para él ha sido un golpe muy cruel. No hay en su dolor ninguna afectación. Es un hombre sereno, decidido y muy dueño de sí. —¿Qué edad tiene? —Treinta y dos o treinta y tres años. Viste con mucha seriedad. Habla sin estridencias, con buena pronunciación. Tiene los ojos azules y fríos; su mirada es firme. ¿Me entiende? —Sí. Quiere decir que su aspecto es austero. —Sí; tiene los pómulos salientes y la boca firme. Parece uno de esos hombres que piensan mucho. —Bien —aprobó Mason—. Averigüemos ahora algo más acerca del crimen. Otra vez dedicó su atención a la lectura del periódico, mas de pronto exclamó: —¡Hay demasiada fantasía mezclada en esto, Della! No podemos reunir los datos necesarios. Y creo que nuestro visitante tampoco querrá ser muy explícito. El abogado volvió a leer, entresacando los detalles más salientes del relato del crimen. El martes, seis de septiembre, había comenzado la temporada de pesca de Grizzly Creek. Hasta entonces había durado la veda decretada por la Comisión de Caza y Pesca. Fremont S. Sabin había ido a la cabaña, dispuesto a aprovechar el primer día de pesca. Por las pruebas circunstanciales que quedaban, la policía pudo reconstruir lo ocurrido en dicha cabaña. Era indudable que la víctima se acostó temprano, poniendo el despertador para que sonase a las cinco y media de la mañana. Se levantó, preparó el desayuno, arregló sus aperos de pesca y regresó a mediodía con cierta cantidad de pescado. Algo más tarde —y las pruebas que se poseían no permitían fijar el momento exacto—, Fremont Sabin fue asesinado. Indudablemente no fue el robo el móvil del crimen, ya que en poder de la víctima se encontró una bien provista cartera. Seguía luciendo un anillo de brillantes, y una valiosa aguja de corbata con una esmeralda fue encontrada en un cajón de la cómoda, cerca de la cama. Su corazón estaba atravesado por un balazo, disparado a quemarropa por un derringer1 de corto cañón y aspecto poco elegante, pero de mortal eficacia. El loro de Sabin, que en los últimos años le había acompañado en casi todas sus estancias en la cabaña, estaba junto al cadáver. El asesino había desaparecido. La casa estaba aislada, a más de cien metros de la carretera de alta montaña que serpenteaba por la boscosa vertiente. El tránsito por ella era muy 1 Pistola de bolsillo de gran calibre y reducidas dimensiones. escaso, y los vecinos de Sabin habían aprendido a no inmiscuirse en los asuntos del millonario. Día tras día, los pocos que utilizaban aquella carretera pasaron cerca de la cabaña sin saber que, dentro de ella, un escandaloso loro montaba guardia junto al cadáver de su amo. Hasta varios días después del asesinato, o sea el domingo once de septiembre, en que los pescadores llegaron en gran número al río inmediato a la cabaña, nadie sospechó que pudiese haber ocurrido algo anormal en el interior de ella. Por entonces los chillidos del loro se mezclaron con juramentos que atrajeron por fin la atención de los pescadores que se encontraban allí. —¡«Polly» quiere comer! —chillaba el loro—. ¡Maldición! «Polly» quiere comer. ¡Idiotas! ¿No veis que tengo hambre? Un vecino, propietario de una cabaña próxima, se acercó a investigar. Mirando a través de las ventanas vio al loro y algo más que le hizo telefonear a toda prisa a la policía. El criminal había mostrado compasión por el pájaro, mas no por el amo. La puerta de la jaula estaba abierta y, sin duda, el asesino dejó un plato con agua en el suelo, cerca de la jaula. Quedaba aún comida, pero no agua. Mason levantó la vista del periódico y dijo a Della Street: —Bien, hágale pasar. Charles Sabin cambió un apretón de manos con Perry Mason, dirigió una mirada al periódico y comentó: —Le supongo enterado de los detalles relativos a la muerte de mi padre. Mason movió afirmativamente la cabeza, aguardó a que su visitante se hubiera sentado en el sillón de cuero del otro lado de la mesa y entonces inquirió: —¿Qué desea usted que haga? —Varias cosas —contestó Sabin—. Entre otras quiero que evite que Helen Watkins Sabin, la viuda de mi padre, nos arruine el negocio. Tengo motivos para creer que existe un testamento que me lega a mí toda la fortuna y, sobre todo, me nombra su ejecutor testamentario. No he podido encontrarlo entre los documentos de mi padre y sospecho que lo tiene ella. Es muy capaz de destruirlo. No quiero que esa mujer se convierta en la administradora de la fortuna. —¿Le es antipática? —Mucho. —¿Era viudo su padre? —Sí. —¿Cuándo se casó con su última esposa? —Hace unos dos años. —¿Ha habido descendencia? —No. Pero ella tiene un hijo ya mayor. —¿Fue afortunado ese matrimonio? ¿Era feliz su padre? —No. Era muy desgraciado. Se daba cuenta de que se había dejado engañar. De no temer la publicidad hubiera solicitado el divorcio. —Continúe —invitó Mason—, ¿qué quiere usted que haga yo? —Pondré mis cartas sobre la mesa —declaró Charles Sabin—. Mis asuntos legales están administrados por Cutter, Grayson y Bright. Deseo que usted colabore con ellos. —¿Se refiere a la herencia? Sabin hizo un ademán negativo. —Mi padre fue asesinado. Quiero que coopere usted con la policía en el descubrimiento del asesino. »Mi madrastra será difícil de manejar. Creo que ese trabajo supera la habilidad de Cutter, Grayson y Bright. Me interesa que usted se encargue de él. »Lo ocurrido me ha trastornado enormemente. Ayer por la tarde la policía me dio la noticia. Fue una prueba muy dolorosa. Le aseguro que por ningún asunto comercial hubiera salido yo hoy de casa. Mason observó las huellas que el sufrimiento había dejado en el rostro del joven. —Me hago cargo. —Comprendo que usted necesitará hacerme algunas preguntas —siguió Sabin—. Me interesa abreviar en lo posible la entrevista. —Ante todo precisaré una especie de autorización… —comenzó Perry. Sabin sacó una cartera. —Me parece que he previsto su deseo, señor Mason. Aquí tiene un cheque a cuenta de su trabajo y una carta en la que certifico que usted me representa legalmente y que, por lo tanto, tiene libre acceso a todas las propiedades de mi padre. Mason tomó la carta y el cheque. —Veo que es usted muy metódico —dijo. —Procuro serlo —replicó Sabin—. El cheque es un anticipo. ¿Le parece bien? —Más que bien —replicó sonriente Mason—. Es generoso. Sabin inclinó la cabeza. —He seguido con gran interés su carrera, señor Mason —dijo—. Le creo excepcionalmente hábil en materia de leyes, y además dueño de una gran capacidad como detective. Ambas cosas me son necesarias. —Muchas gracias —replicó Mason—. Si he de serle de alguna utilidad necesito tener las manos libres. —¿En qué sentido? —Quiero tener la libertad de hacer lo que se me antoje en este asunto. Si la policía acusa a alguien del crimen, deseo poder actuar como abogado defensor de dicha persona. Dicho de otra forma: quiero resolver el asunto a mi manera. —Me parece que le pago lo suficiente… —No se trata de eso —interrumpió Perry—. Si ha seguido mis casos habrá observado que en su mayor parte han sido resueltos en la sala del tribunal. Puedo sospechar quién es el culpable, pero la única forma de probar mis sospechas es sometiendo a interrogatorio a los testigos. —Comprendo —concedió Sabin—. Me parece muy razonable. —También quiero saber los detalles principales; todo lo que pueda serme útil y que usted pueda decirme. Sabin recostóse en su sillón. Comenzó a hablar pausadamente, casi sin interés. —Hay dos o tres cosas que deben ser tenidas en cuenta para comprender a mi padre. Una de ellas es el hecho de que mi madre y él fueron muy felices en su matrimonio. Mi madre era maravillosa. Jamás dio muestras de mal genio. Mis padres nunca cambiaron una palabra desagradable. Sobre todo porque ella jamás se dejó llevar por esos arrebatos que mueven a algunas personas a herir a quienes quieren o a aquellos con quienes tienen trato íntimo». Como es lógico, mi padre acabó considerando que todas las mujeres debían estar hechas por el mismo molde que mi madre. Al quedar viudo sintióse muy solo. Su segunda esposa trabajaba en nuestra casa como ama de llaves. Es lista, avariciosa, astuta. Luchó para irse ganando el afecto de mi padre, que nunca había tratado a mujeres de su clase. Era incapaz de comprender la verdad que se ocultaba bajo su apariencia. Y el resultado fue que se dejó arrastrar al matrimonio. Como es lógico, fue muy desgraciado. —¿Dónde está ahora la señora Sabin? — preguntó Mason—. Los periódicos locales aseguran que se encuentra de viaje. —Sí, hace un par de meses marchó a dar la vuelta al mundo. Por radio se la ha podido localizar en un buque que ayer cruzó el Canal de Panamá. Se ha enviado un avión que debe recogerla en un puerto de la América Central. Llegará aquí, seguramente, mañana por la mañana. —¿Intentará hacerse cargo de los asuntos? — preguntó Mason. —Seguramente —contestó Sabin con una voz muy expresiva. —Como hijo, usted tiene ciertos derechos. Con acento fatigado, Sabin dijo: —Uno de los motivos que me han obligado a dejar de lado mi dolor y a visitarle sin pérdida de tiempo ha sido el de advertirle que todo cuanto haga usted debe empezar antes de que ella llegue. Es muy lista y una adversaria despiadada. —Comprendo. —De su primer matrimonio tuvo un hijo, Steve Watkins —prosiguió Sabin—. Muchas veces, al referirme a él, le he llamado «el chivato de su madre». Finge una gran afabilidad. Tiene la técnica de un político y el carácter de una víbora. Ha estado durante algún tiempo en el Este y ha tomado el avión de Nueva York y recogerá a su madre en América Central. Llegarán juntos. —¿Qué edad tiene? —preguntó Mason. —Veintiséis. Su madre se las compuso para darle educación universitaria. Él considera su cultura como una fórmula mágica que debería permitirle vivir sin trabajar. Después del matrimonio de su madre con mi padre, ella dispuso de grandes cantidades que entregó a su hijo, quien las derrochó alegremente. Ha reaccionado como era lógico en tales circunstancias. Ahora se muestra muy despectivo acerca de lo que él llama la «vulgar horda». —¿Tiene usted alguna idea de quién pudo matar a su padre? —Ninguna. Si las tuviera procuraría alejarla de mi cerebro. Mientras no tenga pruebas no quiero ni pensar en ninguna —de las personas que conozco como posible culpable—. Cuando tenga pruebas, señor Mason, deseo que la justicia siga su curso. —¿Tenía enemigos su padre? —No. Excepto… Hay dos personas que me gustaría que usted supiera, señor Mason. Una de ellas la conoce la policía. La otra, no. —¿De qué se trata? —En los periódicos no se ha dicho; pero, según parece, en la cabaña había ciertas prendas femeninas. Creo que esas ropas fueron dejadas por el asesino a fin de despertar la simpatía y la compasión del público por la viuda. —¿Qué más? —preguntó Mason—. Se ha referido usted a algo que la policía ignoraba. —Se trata de algo que puede ser muy significativo. Ya habrá usted leído que mi padre apreciaba mucho a su loro. Mason asintió. —«Casanova» fue regalado a mi padre por su hermano hace tres o cuatro años. Mi tío siente verdadero capricho por los loros, y papá se encariñó enormemente con el pájaro. Lo tenía casi siempre con él. Pues bien, el loro que se encontró en la cabaña, junto al cuerpo de mi padre, y que la policía y todo el mundo ha supuesto que es «Casanova», no lo es. El interés más vivo se reflejó en las pupilas del abogado. —¿Está usted seguro? —preguntó. —Completamente seguro. —¿Cómo lo sabe? —En primer lugar, el loro de la cabaña es dado a proferir groserías, sobre todo cuando se trata de pedir comida. «Casanova» nunca dijo una palabra mala. —Tal vez la causa de ello se deba al cambio de ambiente —sugirió Mason—. Usted ya sabe que un loro repite… —Perdone que le interrumpa. Existe otro detalle que no admite duda. A «Casanova» le faltaba una de las garras de la pata derecha. En cambio, a este loro no le falta. Mason frunció el ceño. —¿Qué interés particular podía tener nadie en cambiar los loros? —La única razón que se me ocurre es que el loro puede ser más importante de lo que a primera vista parece. Estoy casi seguro de que «Casanova» estaba con mi padre cuando se cometió el asesinato. Quizá vio u oyó algo que pudo obligar al asesino a cambiarlo por otro. Mi padre volvió a casa el viernes, dos de septiembre, para recoger a «Casanova». No le esperábamos hasta el lunes, día cinco. —Creo que para el asesino hubiera sido más fácil matar al pájaro. —Lo sé —reconoció Sabin—. Comprendo que mi idea es un poco rara. Sin embargo, es la única explicación que se me ocurre. —¿Por qué no le ha dicho esto a la policía? Sabin movió la cabeza. Esta vez no disimuló el cansancio que reflejaban sus ojos y su voz. —Me he dado cuenta de que la policía no puede evitar que los periódicos averigüen lo que ella sabe. Tampoco creo que la policía resuelva un caso como éste. Estoy seguro de que usted comprobará que tiene muy hondas ramificaciones. A la policía sólo le he contado lo imprescindible. Usted es la única persona a quien he explicado este detalle. Le aconsejo que lo oculte. Deje que la policía arregle el caso a su manera. Poniéndose en pie, Sabin indicó que había terminado. —Muchas gracias por todo, señor Mason— dijo, tendiendo la mano al abogado—. Estaré mucho más tranquilo ahora, sabiendo que el asunto está en sus manos. Capítulo 2
Mientras iba de un lado a otro de su despacho,
Mason emitía sus comentarios. Paul Drake, jefe de la «Agencia de Detectives Drake», estaba sentado transversalmente en un sillón y tomaba notas en su cuaderno. —Ese loro sustituido es una prueba que nos da mucha ventaja sobre la policía —decía Mason—. Se trata de un loro mal educado… Más tarde averiguaremos por qué el asesino cambió los pájaros. De momento, lo importante es saber de dónde salió ese mal hablado bicho, cosa que no debe resultar difícil… No podemos competir con la policía; por lo tanto, pasaremos por alto los factores más corrientes. —¿Qué hay de la ropa de mujer encontrada en la cabaña? —preguntó Drake—. ¿Tenemos que hacer algo? —Nada. La policía trabajará ese asunto. ¿Qué más sabes del caso, Paul? —Apenas otra cosa que lo publicado por los periódicos, pero uno de mis amigos, que está metido en las cosas de la Prensa, me ha preguntado algo acerca de las armas. —¿Qué quería saber? —inquirió Mason. —Unos detalles acerca del arma que se utilizó para el crimen. —¿Qué hay de ella? —Se trata de una pistola de cañón corto. Cuando no se utiliza, el cañón se oculta dentro del arma. Es tan pequeña que se puede llevar en cualquier sitio. —¿De qué calibre? —Cuarenta y uno. —Averigua si pueden encontrarse municiones. Si hay balas en las armerías… Pero no. Déjalo. La policía se encargará de eso. Limítate a los loros. Investiga en todas las pajarerías las ventas de loros en las dos últimas semanas. Paul Drake, cuyo éxito como detective debíase, sobre todo, a su insignificante aspecto, cerró su cuaderno y lo guardó en el bolsillo. Sus salientes ojos, cuya expresión quedaba generalmente velada por una vidriosa película, examinaron a Mason. —¿Hasta qué punto deseas que investigue las vidas de la señora Sabin y de su hijo? —preguntó intrigado el detective. —Quiero que te enteres de cuanto sea posible. Drake chasqueó los dedos, un tanto apurado. —Bueno, veamos si lo he comprendido todo bien. Tengo que investigar la vida de la viuda y de Steve Watkins. Recorrer las pajarerías y ver lo que descubro acerca de un loro que jura como un carretero. Obtener informaciones sobre la cabaña montañosa y lo que ocurrió en ella. Conseguir fotos del interior y… ¿Y del exterior? ¿Las quieres también? —No. Marcharé ahora mismo hacia allí y la examinaré yo mismo. Las únicas fotografías que me interesan son las que impresionó la policía al descubrir el cadáver. —Entonces me marcho —anunció Drake, levantándose. —Un momento —rogó Mason—. Queda algo aún. Si el asesino cambió los pájaros, ¿qué ha sido de «Casanova»? —Ignoro lo que puede hacerse con un loro —rió Drake—. ¿Un pastel? ¿Se asan a la parrilla? —Nada de eso —replicó el abogado—. Se meten en una jaula y se les oye charlar. —¿Es posible? —preguntó con burlón acento Drake—. ¡No me digas! —Procura meter en tu cabezota que no estoy de broma —replicó Mason—. Lo que he dicho es, exactamente, lo que se hace con un loro, y quienquiera que se haya llevado a «Casanova» puede haberlo hecho con intención de oírle decir algo que el bicho supiese. —Buena idea —aprobó Drake. —Además, seguramente el asesino se habrá trasladado a un nuevo alojamiento —siguió Mason —. Deberías enterarte de qué loros nuevos han aparecido por el mundo. —¿Qué quieres que haga? —preguntó Drake—. ¿Debo buscar un censo de nacimientos de aves o instalar un comedero para los pájaros y esperar que se presente algún loro? ¡Dios mío, Perry! Ten un poco de compasión. ¿Cómo diablos puede uno enterarse de si en una vecindad ha aparecido un loro que unos días antes no estaba? —Creo que no tardarías en comprobar que los loros no abundan. Son unos bichos muy ruidosos y no se les puede tener siempre encerrados en un piso. La gente que los posee suele vivir en los arrabales. Los loros son una molestia para los vecinos. Creo, incluso, que existe una ordenanza municipal prohibiendo el tenerlos en un piso. Creo que averiguarás algo preguntando en las pajarerías. Sigue la pista a la compra de jaulas nuevas. Entérate de quiénes han pedido informes acerca de cómo deben cuidarse los loros. Y a propósito: recuerda que en esta misma manzana hay una tienda donde venden pájaros y perros. Karl Helmond, el dueño, es cliente mío. Seguramente tendrá una lista de las otras tiendas y podrá contarte muchas cosas. Pon al trabajo a todos tus agentes. —Bien, corro a empezar mi trabajo —replicó Paul Drake. Mason volvióse hacia Della Street. —Vayamos en seguida a echar un vistazo a esa cabaña.
***
La carretera seguía las paredes de un largo
cañón, torciendo y retorciéndose como una serpiente herida. A través del parabrisas, Mason pudo ver unas lejanas y rojas montañas. Abajo un riachuelo deslizábase por entre bloques de granito. Atrás, el elevado calor del valle parecía una brillante, opresiva y gaseosa niebla. En aquellas alturas el aire estaba impregnado del aroma de las agujas de pino. También hacía calor, pero se trataba de un calor seco, balsámico y agradable al cuerpo. En lo alto, el firmamento de California era tan azul que casi parecía negro en contraste con el brillante sol que caía sobre los despeñaderos de granito, donde no había bastante tierra para alimentar árboles. Llegaron a un sombreado recodo de la carretera, donde una fuente había formado un estanque natural, cuyas aguas sobrantes daban vida a un riachuelo, Mason detuvo el auto y propuso. —Dejemos que el motor se enfríe y bebamos un trago de agua de montaña… ¡Hola! Ahí viene un auto de la policía. Señaló hacia abajo. Veíase un trozo de la carretera por el cual ascendía penosamente un auto con el rojo distintivo de los coches de la policía. —¿Hemos de llegar antes que ellos? —preguntó Della. Mason desperezándose, aspiró el reanimador aire de las cumbres. —No —dijo—. Les aguardaremos y después les seguiremos. Así no habrá necesidad de perder tiempo buscando dónde está la casa. Bebieron la fresca agua inclinándose sobre la superficie del estanque y posando los labios sobre la límpida superficie. Gradualmente, dominando el susurro del aire por entre los pinos, llegó el ronquido de un motor, jadeando, en primera marcha, por la pronunciada cuesta. Cuando el coche apareció por el recodo, Mason comentó: —Me parece que se trata de nuestro viejo amigo el sargento Holcomb, de la Jefatura… ¿A qué se deberá su interés por un asesinato cometido fuera de la ciudad? Veo que se detiene. El vehículo buscó refugio en la sombra. Un hombre fornido, que lucía un negro Stetson de anchas alas, fue el primero en salir. Un instante después le siguió el sargento Holcomb, de la policía metropolitana. Holcomb dirigióse con aire amenazador hacia Perry Mason. —¿Qué demonios hace usted aquí? —preguntó. —Es curioso, sargento. Lo mismo me preguntaba yo acerca de usted. —Estoy trabajando con el sheriff Barnes — explicó Holcomb—. Telefoneó pidiendo ayuda, y la policía me ha enviado a mí. Le presento a Perry Mason, sheriff Barnes. Este era un hombre alto, de unos cincuenta y seis o cincuenta y siete años, que encerró en una de sus manos la que Mason le tendió. El abogado presentó luego a Della Street, y a continuación mostró la carta que Charles Sabin le había entregado. El sargento Holcomb pasó la vista desde la carta a Mason. Sus ojos y su voz manifestaban cierta suspicacia. —¿Sabin le ha contratado? —Sí. —¿Y le entregó la carta? —Sí. —¿Qué desea? —Que yo colabore con la policía. El sargento Holcomb soltó una sarcástica carcajada. —¡Es de lo más bueno que he oído en veinte años! El que usted coopere con nosotros sería lo mismo que si los republicanos colaborasen con los demócratas. Mason volvióse hacia el sheriff. —Que un abogado represente a un inocente no quiere decir que se coloque en contra de las autoridades. —¡Usted siempre ha ido en contra nuestra! — declaró Holcomb. —Al contrario. Les he ayudado a resolver unos cuantos casos de asesinato. —Lo que ha hecho usted ha sido conseguir la absolución para los individuos que componen su clientela —indicó Holcomb. —Exacto —asintió Mason—. Porque la policía se empeñaba en condenar a personas inocentes. Yo me encargué de demostrar que no eran culpables por el simple método de descubrir a los verdaderos asesinos. Holcomb enrojeció, dio un paso adelante y comenzó a decir algo; pero el sheriff Barnes, como sin querer la cosa, le echó hacia atrás de un codazo. —Vamos —dijo—. Basta de discusiones. Soy el sheriff de esta región. Todo esto me resulta demasiado difícil. No tengo facilidades para realizar las investigaciones a mi gusto y he pedido a la policía que me enviase a alguien que entendiera de huellas dactilares y pudiese, además, darme unos consejos. Por lo que a mí se refiere, agradeceré cuanta ayuda pueda conseguir, sin que me importe nada quién me la proporcione. He leído en los periódicos algunos de los trabajos del señor Perry Mason. A mi entender, cuando un abogado demuestra la inocencia de su defendido presentando ante la Ley al verdadero culpable, presta un buen servicio a la sociedad. —Allá usted —refunfuñó Holcomb, dirigiéndose al sheriff—. Los métodos de trabajo de Perry Mason le harán salir canas. El sheriff echóse hacia atrás el sombrero y pasó los dedos por sus sudorosos cabellos. —Ya las tengo ahora —dijo—. ¿Nos acompaña usted, Mason? —Les seguiré. ¿Conocen el camino? —Claro. Ayer pasé casi todo el día allí. —¿Qué cosas han cambiado de sitio? —Ninguna. Retiramos el cadáver y limpiamos los restos de unos pescados que se habían podrido. También nos llevamos el loro. Fuera de eso no hemos hecho otra cosa que examinarlo todo en busca de huellas dactilares. —¿Encontraron? —Unas cuantas. Bruscamente, Holcomb interrumpió: —Vamos, sheriff; se está haciendo tarde. La carretera desembocaba en una meseta por la que se veían repartidas algunas cabañas construidas entre los árboles. Hacia el final de la meseta la montaña volvía a ascender. Por su ladera bajaba un impetuoso torrente. El sheriff indicó que debían torcer a la derecha. Siguieron un camino alfombrado de agujas de pino que conducía a una casita de troncos tan bien oculta entre los árboles, que más parecía trabajo de la Naturaleza que del hombre. —¡Fíjese en esa cabaña! —indicó Mason a Della —. Verdaderamente es un sitio hermoso. Un pájaro, ofendido por la intrusión, lanzó desde lo alto de uno de los árboles su ronco trino. Cuando descendieron del auto, el sheriff acercóse a Mason, indicando: —Le ruego que tenga cuidado y no toque nada, señor Mason. Creo que será mejor que la señorita Street aguarde fuera. Mason asintió: Un hombre alto, que se movía con la fácil gracia de los habitantes de las montañas, salió de entre las sombras y, llevándose una mano a su maltratado sombrero, anunció: —Sin novedad, sheriff. Barnes sacó una llave del bolsillo. Mientras la metía en la cerradura, dijo: —Les presento a Fred Warner. Vive aquí. Le he encargado de la vigilancia de la cabaña. El sheriff abrió la puerta. —Procuren no ir de un lado a otro. Usted, sargento, ya sabe lo que debe hacer. Mason contempló la gran chimenea, la mesa de pino, los toscos anaqueles. Una cama de blanquísimas sábanas ofrecía un señalado contraste con el resto del interior. Unas botas de goma, manchadas de barro, estaban junto a una caña de pescar. —Mi consejo, sheriff, es que permita al señor Mason que mire a su alrededor sin tocar nada y que luego se marche. No podemos trabajar mientras él esté aquí. —¿Por qué no? —preguntó Barnes. Holcomb enrojeció. —Por muchas razones. Una de ellas es que, antes de que se percate de ello, ese hombre estará frente a usted. Será su adversario y hará lo posible por echar por tierra cuanto usted vaya trazando contra el asesino. Cuanto más le descubra sus méritos más los aprovechará para derrotarle en la vista de la causa. Tozudamente, Barnes replicó: —Me parece muy bien. Si alguien ha de ser ahorcado por asesinato debido a las pruebas que yo presente, quiero que sea gracias a pruebas incontrastables. —Sólo deseo ver lo que quiera usted enseñarme —intervino Mason—. Supongo que esa silueta dibujada en el suelo debe significar que ahí fue encontrado el cuerpo, ¿verdad? —Sí. Eso es. El arma fue hallada a tres metros de distancia, donde se señala. —¿No podría tratarse de un suicidio? —preguntó Mason. —Los médicos aseguran que es completamente imposible. Además, el arma apareció sin ninguna huella dactilar. Sabin no llevaba guantes. De haberse matado él, habría dejado alguna huella en la pistola. Mason frunció el ceño. —Eso quiere decir que al asesino no le interesó que se creyera en un suicidio. Pudo haber colocado fácilmente la pistola cerca del cuerpo, y después de haber borrado del arma sus huellas dactilares, haber hecho que las del muerto aparecieran en la superficie de acero. —Es verdad —asintió el sheriff. —Además, al asesino le debía interesar que la policía encontrase pronto el arma —intervino el abogado. —¡Tonterías! —gruñó Holcomb—. Lo que al asesino le interesaba era que no encontrasen el arma. Es lo que hacen todos los asesinos listos. Tan pronto como cometen el crimen se desprenden del arma. Ni siquiera la conservan el tiempo suficiente para buscar un sitio donde esconderla. El arma puede llevarles a la horca. Disparan y la tiran. —Está bien —replicó Mason—. Usted gana. Disparan y la tiran. ¿Qué más, sheriff? —La jaula del loro estaba en el suelo —explicó el sheriff—. La puerta estaba abierta por medio de un palo, de forma que el pájaro pudiera salir cuando quisiese. —O entrar cuando se cansase de estar fuera, ¿verdad? —sugirió Mason. —Sí. Es una buena idea. —¿Cuánto tiempo cree que estuvo el loro sin comer ni beber? —preguntó el abogado al sheriff. Este contestó: —Tenía abundante comida en esa sartén. Debió de llenarse de agua, pero sin duda ésta se evaporó. Por eso el loro se quedó sin bebida. Aún se ven las manchas de óxido que marcan la evaporación de las últimas gotas. —Entonces el cadáver estuvo bastante tiempo sin ser descubierto. —El crimen se cometió el martes seis de septiembre —afirmó Barnes—. Seguramente a eso de las once de la mañana. —¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó Mason —. ¿O es que tiene inconveniente en decírmelo? —En absoluto —contestó el sheriff—. La temporada de pesca en este distrito comienza el seis de septiembre. La Comisión de Caza y Pesca deseaba que hubiese algún sector para la pesca de otoño y que no hubiese sido agotado durante el verano. Por ello abrieron a los aficionados algunos ríos que habían estado cerrados hasta entonces. Este fue uno de los últimos. La temporada comenzó el seis de septiembre. »Ese Sabin era un tipo raro. Iba a ciertos lugares y hacía algunas cosas que aún no hemos descubierto. Tenía un auto con remolque y viajaba de parador en parador, donde charlaba con gente acerca de cómo iban las cosas en el mundo. A veces se ponía un traje viejo y se iba por las bibliotecas. —Ya lo he leído en los periódicos —interrumpió Mason. —Pues bien —prosiguió el sheriff—. Dijo a su hijo y a Richard Waid, su secretario, que iría a su casa a recoger sus aperos de pesca. Regresaba de un viaje nadie sabe de dónde. El caso es que les sorprendió a todos llegando el viernes, día dos. Cogió su caña de pescar y su loro y se vino aquí. Parece que deseaba hacer algo en Nueva York y encargó a su secretario que tuviese dispuesto un avión para marchar en él en cuanto se le ordenase. El secretario esperó en el aeródromo toda la tarde del lunes. Tenía el avión preparado. A eso de las diez de la noche del día cinco llegó el aviso. Waid dice que Sabin estaba de muy buen humor. Explicó a su secretario que todo iba bien y le ordenó que se fuese en seguida a Nueva York. —¿Hablaba desde esta cabaña? —preguntó Mason. —No. Dijo a Waid que su teléfono se había estropeado y que, por lo tanto, habíase visto obligado a ir a uno de pago. No explicó dónde se encontraba dicho teléfono ni a Waid se le ocurrió preguntárselo. Como es natural, en aquellos momentos el detalle no le pareció de ninguna importancia. Waid tenía mucha prisa por marcharse a Nueva York. —¿Han hablado con Waid? —preguntó Mason. —He celebrado una conferencia telefónica con él —dijo el sheriff—. Sigue en Nueva York. —¿Ha explicado el motivo de su viaje? —No. Me dijo que se trataba de algo importante y muy confidencial. —¿Alquiló Waid un avión particular? —preguntó Mason. Sonriendo, el sheriff contestó: —Sí. Steve Watkins, el hijo de la segunda esposa de Sabin, es aviador. Tiene un aparato muy rápido y le gusta utilizarlo. Parece que Sabin no profesaba ningún cariño a Steve y se hubiera disgustado de saber que Waid iba a volar con Steve; pero a éste le interesaba hacer el viaje y, además, necesitaba dinero. Waid accedió a pagarle lo mismo que hubiese pagado a un piloto comercial, y se hizo llevar por el hijastro de su jefe. —¿Cuándo salieron? —A las diez y diez minutos de la noche del lunes día 5 —declaró el sheriff—. Para asegurarme pedí informes al aeródromo. —¿A qué hora llamó Sabin a Waid? —Waid dice que no pasaron ni diez minutos entre el final de la conferencia y el momento de la partida. Supone que debió de ser a eso de las diez más o menos. —¿Reconoció la voz de Sabin? —Sí. Su jefe estaba muy contento por algo. Le encargó que saliese de viaje inmediatamente. Dijo que se había retrasado un poco debido a que el teléfono estaba descompuesto, lo cual le obligó a trasladarse en auto a un teléfono público. Añadió que regresaba en seguida a la cabaña, donde pasaría dos o tres días más. Si Waid encontraba algunas dificultades, debía telefonearle aquí. —¿Y Waid no telefoneó? —No, porque todo fue bien y Sabin sólo quería que le telefonease en caso de que algo saliera mal. Mason comentó, pensativo: —El lunes cinco de septiembre, a las diez de la noche, Sabin estaba vivo. ¿Le vio o habló con él alguien después de esa hora? —No. En realidad, lo único que sabemos es que estaba vivo a aquella hora. A partir de aquel momento, debemos basarnos en suposiciones. La temporada de pesca se abrió el martes, día seis. Ahí está un despertador parado. Se detuvo a las dos y cuarenta y siete minutos. Está dispuesto para que sonase a las cinco y media. —¿La cuerda también está acabada? —Sí. El timbre del teléfono quebró el silencio. El sheriff contestó y, después de escuchar con atención durante un momento, dijo: —No se retire. —Volvióse hacia Mason. —Le llaman a usted, Mason tomó el receptor. Hasta él llegó la voz de Paul Drake. —Hola, Perry. No he tenido más remedio que llamarte ahí. ¿Puedes hablar libremente? —No. —¿Pero puedes escucharme? —Sí. ¿Qué ocurre? —Creo haber encontrado al asesino. Por lo menos, tengo una pista que conduce a un loro mal hablado y una excelente descripción del hombre que lo compró. —¿Dónde? —En San Molinas. —Sigue hablando. —Un tal Arthur Gibbs tiene una tienda de venta de pájaros y perros en San Molinas. Se llama la «Quinta Avenida». El viernes día dos, un hombre bastante mal vestido se presentó a comprar un loro. Tenía mucha prisa. Gibbs lo recuerda porque al hombre le interesaba el aspecto del pájaro. Gibbs le vendió el grosero bicho. Creo que el comprador ignoraba el vicio del loro… Lo mejor será que hables con ese Gibbs. —¿Hay más detalles? —Tengo una descripción perfecta. —¿Concuerda con la de alguien? —Que yo sepa, no. Escucha lo que voy a decirte: iré al Hotel Plaza y esperaré en el vestíbulo. Ve hacia allí lo antes posible. Si es después de las cinco y media, haré que Gibbs nos acompañe. —Muy bien —aprobó Mason, colgando el teléfono y tropezando, al volverse, con la suspicaz mirada del sargento. Como si no hubiese habido ninguna interrupción, el sheriff continuó: —Cuando entramos aquí encontramos una cesta llena de pescado. Lo metimos en un recipiente hermético y lo enviamos al laboratorio de la policía. Nos informaron de que la cesta contenía pescado ya limpio y envuelto en hojas, pero sin haber sido lavado definitivamente. Hallamos restos de un almuerzo: un par de huevos y unos trozos de tocino. También hallamos restos de una comida: judías en conserva. El muerto llevaba zapatillas, pantalones y un jersey fino. Aquella cazadora de cuero estaba en el respaldo de la silla. Esas son las botas de pescar del asesinado. Están manchadas de barro. Esa es su caña y sobre la mesa están los cebos, todo tal como lo dejó». Supongo que lo mataron a eso de las once de la mañana del martes, día seis. ¿Le interesa saber cómo he llegado a esa conclusión? —Mucho —asintió Mason. El sargento alejóse, manifestando su disgusto. —Bien, yo no tengo gran experiencia en casos de asesinato —continuó Barnes—, pero sé calcular las probabilidades. He estado en el servicio forestal y he cuidado ganado; por lo tanto, sé seguir una pista. Ignoro si el mismo razonamiento servirá en un caso de asesinato; pero no veo por qué no ha de servir. He aquí la conclusión a que he llegado: Sabin se debió de levantar a las cinco y media, cuando sonó el timbre del despertador. Desayunó huevos con tocino. Luego se marchó a pescar. Pescó el límite de peces permitidos. Volvió. Sentíase cansado y con apetito. No se molestó ni en terminar de limpiar los pescados ni en ponerlos en la nevera. Se quitó las botas, dejó a un lado la cesta, entró en la cocina y preparóse unas judías en conserva. Le quedaba un poco de café del desayuno. Lo calentó. »Lo inmediato que debía haber hecho era limpiar el pescado y meterlo en la nevera. Le asesinaron antes de hacerlo y después de la comida. He calculado el tiempo alrededor de las once. —¿Por qué no más tarde? —preguntó Mason. —Es verdad —asintió el sheriff—. Lo olvidaba. El sol empieza a dar en esta cabaña a eso de las diez y media. Entonces hace aquí mucho calor. A las cuatro deja de dar y, casi en seguida, empieza a hacer frío. Por ello, saqué la conclusión de que le mataron cuando empezó a caldearse el ambiente, no cuando el calor era muy grande. De haber hecho frío, hubiese llevado la cazadora y habría encendido el fuego que, como ve, está preparado ya en la chimenea. Por otra parte, si hubiera hecho mucho calor no habría llevado el jersey. —Muy bien —aprobó Mason—. ¿Has hecho algún experimento para comprobar cuánto tarda el reloj en agotar la cuerda? —Lo pregunté a la fábrica. Me contestaron que de treinta a treinta y seis horas, según el estado del despertador y el tiempo que lleve funcionando. »Y ahora tenemos otro detalle, señor Mason. La persona que mató a Sabin era de corazón muy tierno. Por lo menos eso me figuro. Echóse hacia atrás el sombrero y se rascó el cabello de detrás de las orejas. —Le extrañará oírme hablar así de un asesino. Sin embargo, esa es la opinión que tengo de él. Debía de tener algún motivo de odio contra Sabin. Deseaba matarle, pero no acabar con el loro. Debió de suponer que pasaría algún tiempo antes de que el cadáver fuera descubierto. Por ello dispuso las cosas para que el pájaro no se muriera de hambre. »Eso me hace creer que el asesino debía de tener motivos muy poderosos para querer quitar de en medio a Sabin. No fue por robar ni por crueldad innata. El asesino tenía buen corazón… ¿Me comprende bien, Mason? —Creo que sí —replicó sonriente Mason—. Muchas gracias, sheriff; no les molestaré más a ustedes. Creo haberme hecho cargo de todo. Daré un par de vueltas en torno de la cabaña para examinarla. Le agradezco su amabilidad y… Le interrumpió una llamada a la puerta de la cabaña. Barnes fue a abrir. Un joven rubio, con aspecto de intelectual, de unos treinta años recién cumplidos, preguntó, mientras se arreglaba los lentes: —¿El sheriff Barnes? —¿Es usted Waid? —inquirió en tono amigable el sheriff. —Sí. Barnes le dio la mano. —Le presento al sargento Holcomb —dijo—. Aquí, el señor Mason. Waid estrechó por turno las manos. —He seguido sus instrucciones al pie de la letra, sheriff —dijo—. Bajé del aeroplano en Las Vegas. Hice el viaje con nombre supuesto. He esquivado a todos los reporteros y… —Un momento —interrumpió el sargento Holcomb—, no siga hablando, Waid. El señor Mason es abogado, no policía. Precisamente se iba ya. Waid volvióse hacia Mason, abriendo mucho los ojos. —¿Es usted Perry Mason? Perdone que no le haya reconocido en seguida el nombre. He leído sus casos, señor Mason. Uno de los que más interesaron fue aquel en que usted consiguió… —Mason se marcha —interrumpió el sargento Holcomb—; y preferimos que usted no hable con nadie hasta que sepamos lo que tiene que decirnos. Waid guardó silencio mientras en sus labios se formaba una divertida sonrisa. —Ya hablaré con usted en otro momento, señor Waid —dijo Mason—. Represento a Charles Sabin. ¿Sabe él que está usted aquí? El sargento Holcomb avanzó hacia el secretario. —Eso es todo —dijo con firmeza—. No queremos entretenerle más, puede usted marcharse, Mason. —Muchas gracias. Les agradezco que me dejen marchar. La atmósfera está un poco cargada, ¿no es verdad, sargento? La respuesta de Holcomb fue cerrar la puerta contra la espalda de Mason. Della Street estaba sentada en el estribo del automóvil, trabando amistad con seis o siete ardillas. Los animalitos acudían casi hasta rozar los dedos de la joven, y en seguida, asustadas, huían a la relativa seguridad ofrecida por un pino caído, donde prorrumpían en chillidos antes de reanudar su lento avance hacia la secretaria. En lo alto de un árbol, un pájaro saltaba nervioso de rama en rama, creyendo que Della Street estaba dando de comer a las ardillas. Sus voces de protesta llegaban claramente hasta abajo. —Hola, jefe —saludó Della Street—. ¿Quién es el recién llegado? —Waid, el secretario de Sabin. Tiene algo que decirles. Por eso ha venido hasta aquí. Querían verle lejos de los periodistas… Paul Drake me ha telefoneado que ha descubierto algo bueno en San Molinas. —¿Qué hacemos con Waid? ¿Le esperamos para ver si nos explica algo? —No. Iremos inmediatamente a San Molinas. El sargento Holcomb recomendará a Waid que no me diga nada de cuanto sabe; pero luego Charles Sabin le hará hablar y nos enteraremos de todo. Vamos, despídase de sus amigos.
***
Emprendieron el regreso por el camino que
conducía a la carretera. Dos o tres veces Mason detuvo el coche para mirar hacia las ramas de los pinos. —Ese azulejo nos está siguiendo —dijo—. Me gustaría tener algo que darle. —En el departamento de los guantes hay unos cacahuetes —indicó Della Street. —Probemos —dijo Mason, abriendo el departamento. Sacó una bolsita donde quedaban dos o tres cacahuetes y partió uno, levantando luego las manos para que el pájaro los viese. El azulejo descendió hasta llegar casi a la altura del hombro de Mason; luego, asustándose de su propia temeridad, voló ruidosamente hacia arriba, lanzando chillidos de espanto; y por dos veces repitió la maniobra. A la tercera se posó en la mano de Mason con el tiempo suficiente para coger uno de los cacahuetes y salir volando hacia el árbol. Riendo, Mason declaró: —El día que me retire, haré esto. ¡Qué bonito sería tener una cabaña donde se pudiese trabar amistad…! —¿Qué ocurre? —preguntó Della, inquieta por la brusca interrupción de Mason. Sin contestar, el abogado bajó del auto y corrió hacia el pino donde se encontraba el azulejo. El bicho, temiendo que quisieran perseguirle, escapó lanzando chillidos que proclamaban a los cuatro vientos la traición del hombre que había abusado de su confianza. Della Street saltó fuera del coche, corriendo hacia donde estaba Mason. —¿Qué ocurre? —Ese alambre —murmuró lentamente el abogado. —¿Qué hay en él…? No veo nada… ¡Oh, sí! Bien, ¿qué sucede, jefe? —No sé —replicó Mason—. No se trata de una antena, pero ya ve lo disimulado que está. Va de árbol en árbol, y se enrosca en ese tronco hasta alcanzar las ramas más altas y pasar, escondido, hasta otro pino. Della, conduzca el auto hasta la carretera. Quiero echar un vistazo a esto. —¿No sospecha lo que puede ser? —Todo parece indicar que alguien ha interferido el teléfono de Fremont Sabin. —¡Caramba! Eso es algo. Mason movió afirmativamente la cabeza, pero no dijo nada. Empezaba ya a avanzar por entre los árboles, siguiendo el curso del hilo telefónico, tan bien disimulado, que sólo podía verlo un observador muy atento. Della Street dejó el coche en la carretera, saltó una cerca y atajó para alcanzar a Mason. Cien metros más allá descubrieron una cabañita de madera sin pintar, que parecía formar parte de las rocas que la rodeaban. —Supongo que ése es el sitio que buscamos; pero es mejor seguir el alambre. —¿Qué haremos cuando lleguemos? —preguntó Della interesada ante el descubrimiento. —No lo sé. Vale más que usted se quede aquí para avisar al sheriff si el inquilino de esa casa se muestra violento. —Déjeme acompañarle —rogó la joven. —No. Quédese aquí. Si oye ruido, vuele a la cabaña de Sabin y traiga al sheriff. Mason siguió el hilo hasta el sitio donde dejaba la protección de los árboles, y sujeto por unos aisladores, iba hasta otros de la cabaña, de forma que podía tomarse por una antena de radio. Mason rodeó por dos veces la casita, manteniéndose en las sombras. Della Street, que le observaba ansiosamente desde unos cincuenta metros, avanzó poco a poco hacia él. —Está bien —dijo el abogado—. Vamos a avisar al sheriff. Juntos marcharon hacia la cabaña de Sabin, donde Fred Warner les cerró el paso. —Quiero ver otra vez al sheriff —dijo Mason. —Espere aquí. Le diré que ha vuelto. Warner fue a la puerta de la cabaña y llamó a Barnes, que un momento después salió a ver qué se quería de él. Al ver a Mason, su rostro se ensombreció. —Creí que se había marchado —declaró suspicazmente. —Empecé a marcharme, pero he vuelto. Si quiere seguirme, sheriff, le enseñaré algo muy interesante. El sargento Holcomb salió de la cabaña y se detuvo detrás de Barnes. —¿Qué pasa? —preguntó. —Quiero enseñar algo al sheriff —replicó el abogado. Ceñudamente el policía advirtió: —Mason, si intenta distraer nuestra atención… —Me tiene sin cuidado que su atención se distraiga o no —interrumpió Mason—. Estoy hablando al sheriff. El sargento ordenó a Warner: —Quédese con el señor Waid. No le permita marcharse. No deje que nadie hable con él. No permita que toque nada. ¿Comprende? Warner asintió. —Puede contar con mi cooperación, sargento — dijo con helada cortesía, Waid—. Al fin y al cabo, sólo trato de ayudarles a ustedes. —Ya lo sé —replicó Holcomb—. Pero siempre que Perry Mason… —¿Qué tiene que enseñarnos, Mason? — interrumpió el sheriff. —Por aquí, tenga la bondad —contestó Perry. Les guió hasta el sitio donde había sido interferida la línea telefónica. —¿Ven eso? —preguntó, señalando con un movimiento de cabeza hacia arriba. —¿Qué? —preguntó Barnes. —Ese alambre. —¡Es un hilo telefónico! —gruñó Holcomb—. ¿Qué se imaginaba? —No hablo de ese hilo —replicó Mason—. Me refiero al que está unido a él. Vean cómo sube por ese pino hasta las ramas más altas y como… —¡Es verdad! —exclamó el sheriff. —Bien, ya han visto lo primero. Ahora les conduciré al sitio donde va a parar. Y les condujo hasta la tosca cabaña, oculta entre los árboles. —¿Cómo se fijó en ese alambre? —preguntó suspicazmente Holcomb. —Dando de comer a un azulejo —explicó Mason —. Me cogió un cacahuete de la mano y luego fue a posarse en aquella rama, junto al hilo telefónico. —Entiendo —observó Holcomb, incrédulo—. Por pura casualidad vio usted al pájaro, y luego, por pura casualidad, se fijó en el alambre, ¿no es eso? —Eso es. —¿Quería ver cómo el azulejo digería el cacahuete? —No. Tenía otro cacahuete y quería dárselo — explicó con paciencia Mason—. Esperaba que bajase a buscarlo. —No sé qué juego es el que se lleva entre manos —dijo Holcomb a Barnes—. Pero tengo la seguridad de que si Perry Mason anda por los bosques dando de comer a los azulejos, es que detrás de todo se esconde algo. Sabía perfectamente que el hilo estaba ahí. De lo contrario no lo hubiese visto. El sheriff Barnes, contempló preocupado la cabaña. —Déjeme pasar —pidió, como si no hubiera entendido lo que le estaba diciendo Holcomb—. Voy a entrar en la casita. Si alguien dispara, confío en que me ayudará, sargento. Lenta y serenamente acercóse a la puerta de la cabaña, llamó a ella con perentorios golpes, y por fin al no recibir respuesta, cargó contra ella. A la tercera embestida la puerta cedió. Barnes entró en el penumbroso interior, seguido por Perry Mason. Holcomb cerraba la marcha, pistola en mano. —No hay nadie —anunció Barnes—. Y usted, Mason, no ha debido exponerse de esta forma. Mason no replicó. Con el ceño fruncido lo observaba todo. Lo que parecía media maleta resultó ser un amplificador de radio. Todo el aparato estaba dispuesto de forma que, una vez reunido, pareciera una maleta. Había auriculares, unos complicados aparatos de registrar, un lápiz y un bloc de notas. Un cigarrillo a medio fumar se veía en el borde de la mesa, que estaba algo quemada. Una ligera capa de polvo lo cubría todo. —Es indudable que hace bastante tiempo que el dueño de todo esto no ha estado aquí —comentó el sheriff—. Pero cuando se marchó lo hizo muy de prisa. Hasta se olvidó el cigarrillo. —¿Cómo supo que esto estaba aquí —preguntó Holcomb a Mason con acusador acento. Mason encogióse de hombros y volvió la espalda. Barnes le contuvo. —Un momento, Mason —pidió con voz pausada, pero llena de autoridad. Perry obedeció. —¿Sabía usted que la línea telefónica estaba interferida? —Francamente, sheriff, no lo sabía. —¿Cómo lo descubrió? —De la forma que le he explicado. Barnes parecía seguir dudando. Holcomb no trataba de disimular su despectiva incredulidad. —¿Sabía usted que Fremont C. Sabin apoyaba un intento de denunciar la corrupción de ciertos sectores de la Policía Metropolitana? —preguntó el sheriff. —¡No, por Dios! —exclamó Mason. El sargento Holcomb, con el rostro enrojecido, protestó: —No le di esos informes para que los fuera divulgando, sheriff. Sin apartar la vista de Mason, Barnes replicó: —No lo divulgo. Sin duda, usted, Mason, habrá leído algo acerca de los informes confidenciales que el Tribunal Supremo ha recibido y que han motivado que se iniciase una serie de investigaciones sobre algunas personas de importancia política. —Algo he sabido —admitió cautelosamente Mason. —¿Sabía que un ciudadano particular apoyaba esa campaña para conseguir informes? —Oí algo de eso. —¿Tenía alguna sospecha de que ese ciudadano fuera Fremont C. Sabin? —Puedo asegurarle que no tenía la menor idea acerca de quién era esa persona —declaró Mason. —Eso es todo —dijo Barnes—. Sólo deseaba estar seguro de ello. —Gracias —replicó el abogado, saliendo de la cabaña y dejando en ella a los dos policías. Capítulo 3
Paul Drake esperaba a Mason en el vestíbulo del
Hotel Plaza, de San Molinas. Consultando su reloj, dijo: —Llegas con retraso, Perry. De todas formas, Gibbs nos espera. —Antes de que le veamos, ¿puedes decirme si alguien más ha intentado ponerse en contacto con Gibbs? —No lo creo. ¿Por qué? —¿Estás seguro? —No. Permanecí allí hasta hace una hora y luego me vine a esperarte. Creí que llegarías mucho antes. —Me entretuve porque descubrimos que la línea telefónica de Sabin estaba interferida —explicó el abogado—. Quizá la estación interferidora no haya sido utilizada últimamente. Sin embargo, alguien puede haber oído lo que me dijiste por teléfono. Sabin suministraba los fondos para el comité ciudadano que investiga la corrupción y el vicio, por cuenta del Tribunal Supremo. Drake lanzó un leve silbido. —En este caso habrá por lo menos cien o ciento cincuenta personas que le hubieran asesinado sin la menor vacilación. —Esa posibilidad debe tratarla la policía. Es demasiado grave para nosotros. —Tú mandas —replicó Drake—. Vayamos a hablar con Gibbs. Puede ofrecernos una excelente descripción del hombre que compró el loro. —¿Estás seguro de que es el mismo loro? —Sí. Puedes interrogarle, pero es seguro. Dice que el hombre iba pobremente vestido, pero pudieron alquilar a cualquier individuo para que hiciera ese trabajo. —¿Reconocería Gibbs al comprador si pudiera verlo? —Está seguro de que sí. —Bien, vamos. Della Street esperaba en la calle con el motor del auto en marcha. —Hola, Paul —dijo. Luego, tendiendo un periódico a Mason, explicó—: Aquí tiene la última edición de la tarde. Acaban de traerlo de la ciudad. ¿Quiere que conduzca yo el coche? —Sí. —¿Dónde debemos ir, Paul? Drake dio las instrucciones necesarias. Entretanto Mason abrió el periódico, comentando: —Seguramente no encontraremos nada de particular. —¿Cómo fijan tan exactamente la hora del crimen? —preguntó Drake—. Sobre todo teniendo en cuenta lo que tardaron en descubrir el cadáver. —Es toda una historia —explicó Perry—. Se basa en ciertas deducciones sacadas por el sheriff. Es un hombre de cabeza muy firme. Cuando tenga más tiempo te lo explicaré todo. Repasó el periódico mientras Della les conducía rápidamente hacia la tienda de Gibbs. Cuando llegaron, Mason y Drake descendieron del coche. —¿Me quedo aquí, jefe? —preguntó obediente Della Street. —Será mejor que se quede —replicó Drake—. Se ha detenido junto a una boca de riego. Conserve el motor en marcha. No tardaremos. Mason entregó a su secretaria el periódico. —Empápese de los acontecimientos mientras nosotros nos enteramos de la vida y milagros de los loros. Y deje de comer cacahuetes. Luego no tendrá la menor gana de cenar. —La culpa es suya, por haberme recordado que existían. Pero como tendrá que pagarnos la cena a Paul y a mí, a cargo de la cuenta de gastos, será para usted una suerte que me quede sin apetito. Cuando entraron en la tienda, los dos hombres iban sonriendo. Arthur Gibbs era bajito, delgado, calvo, con ojos de un azul desvaído, como de camisa que ha estado demasiado tiempo tendida. —Este es Perry Mason —presentó Drake. Gibbs alargó una mano fláccida, de largos dedos, carente en absoluto de iniciativa. Cuando Mason la soltó, el hombre dijo: —Supongo que deseará usted algunos detalles acerca del loro. Mason dijo que sí con la cabeza. —Todo ocurrió tal como le dije —declaró Gibbs, volviéndose a Drake. —No se preocupe de lo que me dijo —gruñó el detective—. Prefiero que el señor Mason lo sepa por usted mismo. —Pues vendimos el loro… —Antes de tocar ese punto, explique al señor Mason cómo ha podido identificar al animalito. —Pues… en parte hablo por suposición. Preguntan ustedes por un loro que suelta imprecaciones cada vez que tiene hambre. Yo adiestré un loro así. —¿Con qué intención? —A veces se presentan aquí compradores a quienes les gusta la idea de tener un loro que lance juramentos y palabras feas. Por lo general se cansan de él al poco tiempo; pero de momento, les hace mucha gracia oírle. —¿Y los adiestra usted a propósito, para que hablen mal? —preguntó Mason. —Sí. A veces un loro capta una frase o una palabra a la primera vez de oírla; pero generalmente hay que meterles a la fuerza las palabras en la cabeza. Claro que no los entrenamos para que lancen juramentos muy fuertes. Unos cuantos «Maldición», «Diablo» y cosas por el estilo bastan. Los hombres se entusiasman al oír que un loro, en vez de gritar «"Polly" quiere chocolate», suelta un taco y exige la comida. Casi siempre compran el pájaro. —Perfectamente. ¿Cuándo vendió ese loro? —El viernes, dos de septiembre. —¿A qué hora? —A las dos o las tres de la tarde. —Hábleme del que lo compró. —Llevaba lentes y parecía tener cansados los ojos. Su traje no era muy bueno. Tenía aspecto de hombre desanimado… No, no quiero decir desanimado. Después de hablar con el señor Drake he estado recordándolo más claramente y puedo describirlo mejor. No parecía desgraciado… Más bien parecía un hombre que vivía la vida a su manera, obteniendo de ella la felicidad. Sus ropas estaban abrillantadas por el uso y gastadas por los codos. Pero no iba sucio. —¿Qué edad representaba? —Alrededor de los cincuenta y siete o cincuenta y ocho años. —¿Afeitado? —Sí, de pómulos salientes y labios finos. Era tan alto como usted, pero menos fornido. —¿Era pálido o sanguíneo? —preguntó Mason. —Parecía un ranchero. Estoy seguro de que vivía mucho al aire libre. —¿Se mostró nervioso o impaciente? —No. Su aspecto era de hombre que nunca se ha excitado por nada. Tranquilo y sereno. Me dijo que deseaba comprar un loro, e hizo una descripción de cómo lo quería. —¿Qué entiende por descripción? —preguntó Perry. —Me dijo la raza, el tamaño y la edad. —¿Tenía usted otros loros, además de aquél? —No; era el único que reunía las condiciones exigidas. —¿Oyó el hombre hablar al loro? —No. Eso fue lo que me extrañó. Parecía querer un pájaro de determinado aspecto. Lo demás no le importaba gran cosa. Echó una mirada al bicho, preguntó el precio, y dijo que se lo llevaría. —¿Compró al mismo tiempo una jaula? —Claro. Se llevó él mismo el loro. —¿Conducía un auto? —Eso es lo que no recuerdo. No sé si saqué yo la jaula hasta el auto o si se la llevó él. Tengo la impresión de que conducía un coche; pero no me fijé bien en ello. Si tenía auto debía de ser un coche corriente, del tipo lógico en él, sin nada extraordinario en su aspecto ni calidad. De lo contrario hubiese quedado grabado en mi cerebro. —¿Hablaba como persona culta? —preguntó Mason. —Hablaba muy despacio y sin apartar la vista de uno, como si quisiera leer los pensamientos… —¡Un instante! —interrumpió Mason—. ¿Reconocería usted al hombre si viera su retrato? —Creo que sí. Sobre todo si la fotografía fuera buena. Mason salió de la tienda, dirigiéndose adonde esperaba Della el regreso de Perry. —Voy a tener que estropearle el periódico — dijo, sacando un cortaplumas. —¿Quiere usted hacer muñecos? —Novelas de misterio —contestó Mason, recortando con el cuchillo la fotografía de Fremont C. Sabin. Cuando hubo terminado entró en la tienda y mostrando la foto a Gibbs, preguntó: —¿Sería por casualidad éste el hombre que adquirió el loro? —¡El mismo! —asintió Gibbs, muy impresionado —. ¡Es una fotografía excelente! La misma cara, los mismos pómulos, la misma boca… sí, sí, sin duda, es él. Mason dobló la fotografía del periódico y la guardó en el bolsillo, a la vez que cambiaba una significativa mirada con Drake. —¿Quién es? —preguntó Gibbs—. ¿Ha sido publicada esa foto recientemente? —Es un hombre al que le gustaban los loros — contestó Mason—. Más tarde hablaremos de él. Ahora me interesa obtener algunos informes. ¿Se han vendido muchos loros últimamente? —Ya le expliqué al señor Drake todo lo que sabía —dijo Gibbs—. Sin embargo, cuando me preguntó acerca del alimento de los loros y si alguien me había preguntado cómo deben cuidarse, de momento no recordé nada. Luego me ha venido a la memoria Helen Monteith. —¿Quién es Helen Monteith? —preguntó Mason. —Una muchacha muy simpática, bibliotecaria en una de las bibliotecas municipales. Creo recordar que hace algún tiempo iba a casarse. Hace cosa de una semana se presentó a comprar comida para un loro y me hizo algunas preguntas acerca de cómo deben cuidarse esos pájaros. —¿Cuánto hace de eso? —Una semana o… ¡Un momento! Sí… Hace unos diez días. —¿Le dijo si había comprado un loro? —No. Se limitó a hacerme algunas preguntas acerca de los loros. —¿Le preguntó usted por qué lo deseaba saber? —Tal vez. A esas operaciones comerciales no se les concede ninguna importancia. Por cierto: ahora recuerdo que le pregunté si había comprado el loro en la ciudad… Ahora recuerdo bien. No, no le pregunté nada. Me limité a inquirir lo que deseaba. —¿Tiene usted su dirección? —Está en el listín de Teléfonos. La buscaré… —No se moleste —interrumpió Mason—. La buscaremos nosotros mismos. Pero Gibbs abrió un grueso volumen, de hojas azules, y buscó en una de sus páginas, ayudado por sus largos y enjutos dedos. —¡Aquí está! El doscientos diecinueve de la calle East Wilmington. Helen Monteith… —Muchas gracias —dijo Mason—. Quisiera compensarle las molestias que le hemos ocasionado. —No tiene importancia. Lo he hecho con mucho gusto. —Entonces, repito las gracias. —¿Sabe si podríamos encontrar ahora a la señorita Monteith en la oficina de la biblioteca? — preguntó Paul Drake. Antes de que el tendero pudiese contestar, Mason declaró: —Ese detalle no tiene importancia, Paul. Si hemos de interrogar a todas las personas que compran comida para loros, estaremos trabajando en este punto un año entero. —Volvióse hacia Gibbs y, sonriendo, dijo: —De lo que usted me ha dicho, me convenzo de que andamos equivocados. Cogiendo del brazo a Drake, lo arrastró fuera de la tienda. Una vez en la calle, Drake preguntó: —¿Qué pretendes, Perry? Ese hombre quizás hubiese podido darnos otros informes. —Muy pocos y no quiero darle la impresión de que consideramos muy importante sus declaraciones. Más tarde leerá los periódicos de la noche, pensará que ha dado con una pista y avisará a la policía… —Tienes razón —asintió Drake—. No lo tuve en cuenta. —¿Han tenido suerte? —preguntó Della Street. —Mucha —contestó Mason—. Pero aún está por verse si ha sido buena, mala o nula. Llévenos a la calle Mayor y siga por ella hasta haber pasado la de Washington. Luego tuerza a la derecha. Ya le diremos dónde hemos de apearnos. Della hizo un saludo y puso en marcha el auto. —¿Por qué no probamos antes en la biblioteca? —preguntó Paul Drake—. Seguramente está más cerca. —No —contestó Mason—. Una mujer no guarda un loro en la biblioteca. Lo tendrá en casa. —¿Crees que tendrá el loro? —No me extrañaría. Della guiaba diestramente por entre el denso tránsito. Drake, con la cabeza fuera, iba leyendo los rótulos de las calles. —Esta es Washington, Della. La próxima es la que buscamos. —En esta esquina no hay rótulo —observó la secretaria, reduciendo la velocidad. —Creo que es la calle que buscamos —dijo Mason—. Siga adelante. No comprendo por qué las poblaciones se afanan tanto en atraer turistas y forasteros para luego obrar como si sólo los indígenas, que conocen todas las calles, fueran quienes tuviesen que buscarlas. No costaría mucho dinero poner en cada esquina un letrero bien grande… Aquí, Della, deténgase un rato junto a la acera. La casa pertenecía a un tipo de edificación barata. Era de madera, y muchos de los tabiques estaban remendados con tablas clavadas sobre las grietas. En la parte posterior veíase un garaje abierto, que debía de utilizarse como cuarto de trastos y leñera. Cuando Mason bajó del coche, un loro chilló: —¡Hola, hola! ¡Entre y siéntese! Sonriendo, Mason le dijo a Drake: —Me parece que ya hemos encontrado un loro. —Está en una jaula, en la galería —indicó Della. —¿Entramos por la puerta principal y hablamos con Helen Monteith?—preguntó Drake. —No —replicó Mason—. Entraremos por detrás e interrogaremos al loro. El abogado cruzó una extensión de hierba seca que en un tiempo debió de ser verde, hasta que la falta de cuidado y la sequía la obligaron a rendirse en su lucha por la existencia. El loro hallábase en una jaula en forma de campana. Haciendo uno de sus movimientos peculiares estuvo a punto de caer. Moviéndose hacia delante y hacia atrás, chilló: —¡Hola, hola! ¡Entre y siéntese! —Hola, «Polly» —replicó Mason, acercándose a la tela metálica que defendía la galería. —¡Hola, «Polly»! —repitió el loro. —¡Oh! —exclamó Mason, señalando el pájaro. —¿Qué ocurre? —preguntó Drake. —Fíjate en su pata derecha —indicó el abogado —. Le falta una de las garras. El loro, como burlándose de él, estalló en chillonas carcajadas; luego, dominado por su buen humor, ahuecó las plumas y se las alisó con el pico y la lengua. De pronto el pájaro volvió sus malignos y vidriosos ojos hacia Mason y, moviendo las alas cual si estuviera muy nervioso, chilló: —¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! —El loro lanzó unos guturales chillidos y añadió —: ¡Dios mío, me has matado! El pájaro cesó en sus parloteos y echó la cabeza a un lado, para observar mejor los tres sobresaltados rostros que miraban desde la galería. —¡Dios mío! —exclamó Drake—. ¿Crees…? — Buenas tardes. ¿Qué desean? Se volvieron todos, y halláronse frente a una mujer de cuarenta y cinco o cincuenta años, que les estaba contemplando llena de curiosidad. —Quisiera hablar con la señorita Monteith —dijo Mason—. ¿Vive aquí? Con marcado acento de reproche, la mujer preguntó: —¿Han llamado a la puerta principal? —No —admitió Mason—. Dejamos nuestro coche junto a la acera y vimos que el garaje estaba vacío… Luego me atrajo el oír chillar al loro. Me gustan mucho estos animales. —¿Podría decirme su nombre? —Me llamo Mason —contestó el abogado—. ¿Podría decirme usted el suyo? —Soy la señora Winters, vecina de Helen Monteith; sólo que ahora ya no se llama así. —¿No? —Se casó hace quince días… con un tal George Wallman, tenedor de libros. —¿Sabe por casualidad cuánto tiempo hace que posee el loro? —Creo que se lo regaló su marido, hace unas dos semanas. ¿Tienen que ver a la señora Wallman por algún negocio? —Sólo deseamos hacerle unas preguntas — contestó Mason con su más atractiva sonrisa. Y mientras la señora Winters miraba a Della y a Paul, como esperando que le fuesen presentados, Mason la condujo a un lado. Parecía desear hablarle confidencialmente. Della, comprendiendo las intenciones de su jefe, dio un codazo a Drake y los dos regresaron al auto. —Señora Winters, ¿podría decirme cuánto rato hace que la señora Wallman se ha marchado? — preguntó Mason. —Media hora o tres cuartos. —¿Sabe adónde ha ido o cuándo piensa volver? —No. Llegó con mucha prisa. Entró en casa corriendo. No creo que estuviera más de dos o tres minutos dentro. Después salió y sacó el auto del garaje. —¿No vino en su auto? —No, casi nunca usa su coche para ir al trabajo. La biblioteca está sólo a siete u ocho manzanas de aquí. Cuando hace buen tiempo va a pie. —¿Cómo vino? —En taxi. No sé lo que piensa hacer con el loro. No me dijo ni una palabra acerca de si debía darle agua o comida. Creo que tiene bastante en la jaula para toda la noche; pero no sé el tiempo que Helen piensa estar fuera… Tendré que cerrar el garaje. Nunca lo deja abierto. Sin embargo, hoy no se ha entretenido en nada. Sacó el coche y marchó calle adelante. —Sin duda tenía que ir a algún cine o teatro — sugirió Mason—. O acaso habrá ido a reunirse con su marido. Supongo que su marido no la acompañaba. —No. Creo que está en algún sitio, buscando trabajo. Viene y se va. Ella pasó con él, no sé dónde, el fin de semana. Lo sé porque tuve que cuidar el loro. —¿Está su marido sin trabajo? —Sí. —Mucha gente lo está ahora —comentó el abogado—. De todas formas, un hombre joven, lleno de vigor, puede… —No es joven —interrumpió la señora Winters con expresión de poder decir muchas cosas más si se le preguntaba debidamente. —¡Oh! Tenía entendido que se trataba de una muchacha. Claro que no la conozco personalmente, pero… —Depende de lo que usted considere joven. Tiene algo más de treinta años. El hombre con quien se ha casado representa unos cincuenta. Es simpático, agradable, y todo lo que usted quiera. No obstante, cuando una mujer se une a un hombre que puede ser su padre… Bueno, no quiero chismorrear. A mí no me importa lo que Helen haga. Al fin y al cabo, ella es quien se ha casado; no yo. Cuando me lo presentó, decidí no decirle una palabra. Tengo ya demasiadas cosas en qué ocuparme… ¿Podría decirme para qué desea ver a la señora Wallman? —Deseaba ver a la señora Wallman y también a su marido. Usted no debe de saber dónde podría encontrarles, ¿verdad? La sospecha brilló en los ojos de la mujer. —Creí que no sabía lo del casamiento de Helen. —Lo ignoraba —admitió Mason—. Pero después de saberlo me interesa mucho hablar con su marido. Tal vez… pueda ofrecerle un empleo. —Son muchos los hombres más jóvenes que él que en estos tiempos se encuentran sin trabajo — comentó la señora Winters—. No sé en qué pensaba Helen cuando se decidió a casarse con un hombre así, al que tendrá que mantener, porque al fin ése será el resultado práctico. Estoy dispuesta a creer que se trata de un hombre bueno, respetable; pero al fin y al cabo está sin trabajo. Sus ropas lo demuestran. Helen le habrá comprado un traje nuevo. Ella vive con mucha sencillez y dicen que tiene un buen rincón para el día de mañana. Mason entornó los ojos pensativamente. De pronto sacó del bolsillo el retrato de Fremont C. Sabin, publicado por el periódico. Mostrándoselo a la señora Winters preguntó: —¿Sería éste por casualidad el señor Wallman? La mujer ajustóse cuidadosamente los lentes, tomó la foto con la mano derecha y volvióse para que la luz le diera bien de lleno. En el auto, Paul Drake y Della aguardaban con el aliento contenido. Una expresión de asombro pintóse en el rostro de la señora Winters. —¡Es él! —exclamó—. ¡No cabe duda! ¡Dios mío! ¿Qué ha hecho George Wallman para que su retrato se publique en los periódicos? Mason recuperó la fotografía. —Óigame, señora Winters —dijo—. Es de vital importancia que yo vea lo más pronto posible a la señora Wallman… —¿Ahora quiere ver a la señora Wallman? —Me da igual una que otro. Como a ella la vio usted hace menos tiempo, quizá pueda decirme dónde podría encontrarla. —No lo sé. Tal vez haya ido a visitar a su hermana, que es maestra en Edenglade. —¿Está casada esa hermana? —No. Nunca lo ha estado. —Entonces debe de llamarse Monteith. —Sí. Sara Monteith. Tiene un par de años más que Helen, pero representa quince más. Se toma la vida demasiado en serio… —¿No conoce a otros parientes? —No. —¿Ni ningún otro sitio adonde hubiera podido ir? —No. Mason terminó el interrogatorio, quitándose el sombrero con exagerada cortesía. —Bien, señora; le agradezco infinito su cooperación —dijo—. Lamento haberla molestado. Temo que no tendré más remedio que dejar para otro día mi entrevista con la señora Wallman. Volvióse hacia el auto. —Si quiere usted que le dé algún recado… — empezó intrigada la señora Winters. —Muchas gracias. El motivo de mi visita es personal. Mason subió al coche e indicó a Della Street que se alejara de allí. Desde su jaula, el loro chilló: —¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado! Della puso en marcha el auto. —Bien, Paul, tienes que encontrarla —dijo Mason—. Empieza a utilizar el teléfono. Envía agentes por todo el país. Obtén una descripción de su auto en el sitio donde lo tengan. Interroga con habilidad a su hermana. Vive en Edenglade. —¿Dónde vas? —preguntó Drake. —Ahora a casa de Sabin. Creo que es muy posible que ella se haya dirigido allí. Quiero anticiparme, si es posible. —¿Qué hago si la encuentro? —preguntó Drake. —Escóndela donde nadie pueda hablarle hasta que yo lo haya hecho. —Esa orden no tiene nada de fácil. —¡Tonterías! —gruñó Mason—. No te asustes por tan poco. Métela en un sanatorio. Di que tiene un colapso nervioso. —Sin duda la mujer estará muy alterada; pero de todas formas tendremos bastante trabajo para convencerla de que debe fingir que sufre un colapso nervioso. —Si Helen Wallman se ha dado cuenta del significado de las palabras del loro no creo que te cueste tanto. —Bien; procuraré complacerte. Capítulo 4
Mason condujo su auto junto a la acera y al
mismo tiempo dirigió una mirada a las iluminadas ventanas de la casa. —Verdaderamente es muy grande —dijo a Della —. No es de extrañar que, viviendo ahí, el hombre se sintiera solo. Bajó del coche. Iba a cerrar la portezuela, cuando Della Street le advirtió: —Me parece que se acerca uno de los hombres de Paul Drake. Mason volvió la cabeza. Un hombre, saliendo de las sombras, acercóse a consultar el número de matrícula del auto. —¿Apago los faros? —preguntó Della. —Sí —replicó el abogado. Al apagarse las luces todo quedó sumido en tinieblas. El hombre preguntó a Perry: —Es usted Mason, ¿verdad? —Sí. ¿Qué ocurre? —Pertenezco a la agencia Drake. La mujer y su hijo llegaron esta tarde en avión. Vinieron directamente aquí. Un compañero mío les sigue la pista. Ahora están dentro y hay una bronca terrible. El abogado miró hacia la casa y al fin decidió. —Bueno… será cosa de entrar y tomar parte en la pelea. El hombre explicó: —El jefe nos dijo que estuviésemos atentos por si pasaba un auto con la matrícula cuatro mil trescientos dos. Al verle llegar a usted pensé que tal vez se trataba del coche que buscamos. —No; ese debe ser el automóvil de Helen Monteith. Vive en San Molinas y puede que vaya a la casa de enfrente. Deseo verla tan pronto como podamos… Interrumpióse. En aquel momento un auto apareció en la esquina. Sus faros trazaron una cinta de luz sobre el asfalto. —Voy a ver quién es —indicó el detective—. Sin duda un pariente que va a tomar parte en la trifulca familiar. —Es el auto que el jefe nos dijo. ¿Quiere que haga algo? La respuesta de Mason fue echar a correr hacia el sitio donde el auto se había detenido. Cuando llegó, la mujer que lo conducía había apagado los faros. Disponíase a saltar al suelo. Mason le cerró el paso. —Deseo hablarle, señorita Monteith —dijo. —¿Quién es usted? —preguntó la recién llegada. —Me llamo Mason. Soy el abogado que representa a Charles Sabin. —¿Qué quiere de mí? —Deseo hablar. —¿Sobre qué? —Acerca de Fremont C. Sabin. —No tengo nada que decir. —No sea tonta. La cosa está ya fuera de sus manos. —¿Cómo? —Quiero decir que los periódicos están ya trabajando. No tardarán en descubrir que usted afirma haberse casado con Fremont C. Sabin, que adoptó el nombre de George Wallman; y cuando hayan descubierto eso, averiguarán que «Casanova», el loro de Sabin, está en la galería de su casa, en San Molinas, y que desde que se cometió el crimen no deja de decir: «¡Suelta la pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!» Helen Monteith era lo bastante alta para no tener que levantar los ojos para mirar a Mason. Era delgada y de movimientos ágiles. Su aspecto denotaba decisión y confianza en sí misma. —¿Cómo ha averiguado todo eso? —preguntó sin parpadear. —Utilizando los mismos métodos de que se servirán la policía y los periodistas. —Muy bien —contestó serenamente la mujer—. Hablaré. ¿Qué desea saber? —Quiero saberlo todo. —¿Quiere que hablemos aquí o en la casa? —En mi auto si no le importa. Mason la condujo hasta su automóvil, presentó a Della Street e hizo sentar a Helen Monteith a su lado, en el asiento posterior. —Ante todo quiero decirle que no he hecho nada malo —declaró Helen Monteith—. Nada de que tenga que avergonzarme. —Lo creo —replicó Mason. El perfil de la joven recortábase contra la luz que se filtraba por las ventanillas. Aquella mujer era, indudablemente, muy culta, y sabía trasladar a su voz emociones sin necesidad de exagerarlas. —Soy bibliotecaria —dijo—. Trabajo en la Biblioteca Pública de San Molinas. Por diversas razones nunca me he casado. Mi colocación me permite leer los mejores libros que se publican, y además estudiar el carácter de las personas. No tengo nada de común con esas muchachas que necesitan los estimulantes alcohólicos para poder conversar o divertirse. »Hace unos meses vi por primera vez al hombre que ahora he sabido se llamaba Fremont C. Sabin. Entró en la biblioteca y solicitó unos libros que trataban sobre diversos temas económicos. Me dijo que nunca leía los periódicos porque en ellos sólo encontraba relatos de crímenes y propaganda política. Leía revistas de noticias por su información general, se interesaba por la historia, la economía, ciencia y biografías. Leía algunas de las mejores novelas. Sus preguntas y comentarios eran muy inteligentes y me causó una gran impresión. Me di cuenta, desde luego, de que era mucho mayor que yo y que, al parecer, no tenía trabajo. Sus ropas estaban bien cuidadas, pero eran viejas. Le digo esto porque quiero que comprenda todo lo ocurrido. Mason asintió con la cabeza. —Me dijo que se llamaba George Wallman, que había trabajado en un comercio de ultramarinos y que, con sus ahorros, adquirió una tienda propia. Después de varios años de tener ese negocio una serie de desgraciadas circunstancias le obligaron a abandonarlo. Su capital habíase agotado. Intentó hallar un empleo y no pudo conseguirlo debido a que los pocos que había se reservaban a la gente joven y él ya no lo era. —¿No sospechó nunca la verdadera identidad? —Nunca. —¿Sabe por qué asumió esa falsa personalidad? —Sí —contestó brevemente Helen. —¿Por qué? —Ahora lo he comprendido todo. En primer lugar, estaba casado, y, además, era rico. Por un lado trataba de protegerse contra una esposa desagradable y por otro evitaba caer en manos de una cazadora de fortunas o de una chantajista. —El resultado fue que le complicó a usted terriblemente la vida —dijo Mason con acento de simpatía. La mujer se volvió hacia él sin ira, pero con algún resentimiento. —Eso demuestra que usted no conocía a George… al señor Sabin. —En realidad, así es. —No sé cuál será la explicación definitiva de todo esto —siguió la mujer —; pero tenga la seguridad de que cuando todo se aclare descubriremos que sus razones fueron buenas. —¿No siente usted ninguna amargura? —Ninguna. —Por un momento temblaron los labios de Helen Monteith. —Los dos meses más felices de mi vida fueron los que siguieron a mi encuentro con el señor Sabin. Esta tragedia ha significado un golpe terrible para mí… Pero a usted no debe importarle mi dolor. —Me esfuerzo en comprenderlo. —Mi historia es muy grave —siguió la mujer—. Poseía algún dinero, ahorrado de mi sueldo. Comprendí que debía de ser muy difícil para un hombre de casi sesenta años, sin un oficio determinado, conseguir un empleo. Le dije que le ayudaría a abrir una tienda de ultramarinos en San Molinas. Recorrió la población hasta convencerse de que sería imposible instalar en ella un negocio que rindiese. Entonces le dije que escogiese él mismo el sitio que le pareciese mejor. —¿Qué más? —Se marchó a recorrer la región. —¿Tuvo usted noticias suyas? —Algunas cartas. —¿Qué decía en ellas? —Mostrábase muy vago en lo referente a los negocios. Trataba de asuntos familiares íntimos. Cuando se marchó hacía menos de una semana que nos habíamos casado. —De pronto Helen Monteith volvióse hacia Mason, declarando: —Sea lo que sea lo que luego se descubra, estoy segura de que me amaba. La mujer pronunció estas palabras con sencillez, sin darles ningún énfasis, sin que su dolor se mezclara con la declaración. Exponía los hechos serenamente. —La primera noticia de la verdad la recibí esta tarde, cuando abrí el periódico y vi el retrato de Fremont C. Sabin, el millonario asesinado — continuó Helen. —¿Le reconoció en seguida? —Sí. Había varios detalles que no coincidían con la personalidad adoptada. Desde que nos casamos, yo le observaba con continua inquietud, pues su carácter no era el de un fracasado. Era un hombre que no podía fracasar en nada en la vida; tenía demasiado carácter, demasiada inteligencia, demasiada repugnancia a aceptar mi dinero. Me decía que le quedaba aún algo ahorrado y que hasta gastarlo no tocaría lo mío. —Pero usted nunca sospechó que fuese millonario, ¿verdad? —No. Mis dudas no se materializaron. Eran simples inquietudes que se ocultaban en mi cerebro y que cobraron vida al ver su foto en los periódicos y leer el relato de su muerte. —Como es natural no habrá recibido ninguna carta suya durante la semana pasada. —Al contrario. El sábado, día diez, recibí una carta enviada desde Santa Delbarra. Me decía que estaba negociando el alquiler de una tienda local. Se mostraba muy entusiasmado y añadía que esperaba volver dentro de poco. —Seguramente no estará usted familiarizada con su tipo de letra. —Estoy segura de que la carta estaba escrita por el señor Sabin o por Wallman, como yo le conocía. —Perdone que le hable con cierta rudeza, señora; pero todo demuestra que el sábado, día diez, el señor Sabin estaba ya muerto en la cabaña. Le asesinaron el día seis. —¿No lo comprende todo? —preguntó con voz débil Helen Monteith—; él probaba mi amor. Quería conservar la personalidad de George Wallman hasta convencerse de que yo le amaba por él mismo, no por su dinero. No le interesaba alquilar ninguna tienda. Aquellas cartas las dejó en manos de alguien para que las echara al correo desde diversos sitios y en distintas fechas. —¿Tiene la última carta? —Sí. —¿Puedo verla? Helen hizo intención de abrir su monedero, pero en seguida se contuvo, hizo un movimiento de cabeza y contestó: —No. —¿Por qué? —La carta es muy íntima —dijo—. Comprendo que en parte mis asuntos particulares serán sacados a la luz pública por la policía; pero no entregaré sus cartas, a menos que sea absolutamente necesario. —Lo va a ser —dijo Mason—. Si entregó cartas a alguien para que las fuera echando al correo, ese alguien habrá sido la última persona que le vio en vida. La mujer siguió callada. —¿Cuándo se casaron? —preguntó Mason. —El veintisiete de agosto. —¿Dónde? Helen vaciló un momento. Al fin, irguió la cabeza, contestando: —Cruzamos la frontera mexicana y nos unimos allí… —¿Puedo preguntarle por qué? —George… dijo que por determinados motivos deseaba casarse allí… y… —Continúe —insistió Mason. —Debíamos volvernos a casar en Santa Delbarra. —¿Por qué? —Me dijo que su anterior esposa había pedido el divorcio y que éste no era aún definitivo, por lo cual podrían ponerse algunas objeciones a la validez del segundo matrimonio. Dijo que… ¡Pero al fin y al cabo, señor Mason, ese asunto es de índole privado! —En parte sí en parte no. —Puede usted mirarlo como quiera. Cuando me casé comprendí que nuestro matrimonio era dudoso. Lo consideré como un gesto caballeresco por su parte, sabiendo que iría seguido de un segundo matrimonio más legal. —Entonces, ¿usted creyó que el primero era ilegal? —No. Pensé que era legal… Bueno, al decir que dudaba de su legalidad quiero significar que era un matrimonio que hubiese sido ilegal de haberse celebrado en este país… Un poco difícil de explicar y realmente no trato de hacerlo. —Mi ma… El señor Sabin siempre había deseado tener un loro. —Ya lo sé. ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted el loro? —Lo trajo a casa el viernes, día dos. Unos dos días antes de que se marchara. Mason observó en silencio a la mujer. Al fin preguntó: —¿Sabía que el señor Sabin compró ese loro en San Molinas? —Sí. —¿Como se llama el pájaro? —«Casanova». —¿Leyó lo referente al loro que fue hallado en la cabaña? —Sí. —¿Sabe algo acerca de dicho animal? —No. Frunciendo el ceño, Mason preguntó: —¿Se da cuenta de que todo esto carece de lógica? —Lo comprendo —respondió rápidamente Helen —. Por ello creo que es un error intentar juzgar al señor Sabin por lo ocurrido. Sencillamente, aún no sabemos toda la verdad. —¿Qué sabe acerca de la cabaña? —En ella pasamos nuestra luna de miel. Mi mari… el señor Sabin dijo que conocía al dueño, quien se la prestaba por unos días. Ahora, al volver la vista atrás, me doy cuenta de lo absurdo que resulta que un hombre que dice estar sin trabajo… En fin, él tendría sus razones para obrar como lo hizo, y yo también las respeto en absoluto. Mason iba a decir algo, pero se contuvo y permaneció silencioso durante unos segundos. —¿Cuánto tiempo estuvieron en la cabaña? — preguntó al fin. —Sólo el fin de semana. El lunes por la noche yo debía estar de regreso en mi trabajo. —¿Se casaron en México y luego fueron en auto a la cabaña? —Sí. —¿Recuerda si su marido demostró conocer el camino perfectamente hasta la casita? ¿Parecía familiarizado con él? —Sí. Me dijo que una vez había pasado un mes allí. —¿Le dijo cómo se llamaba el dueño del albergue? —No. —¿Intentó usted averiguarlo? —No. —¿Se casaron el veintisiete de agosto? —Sí. —¿Llegaron a la cabaña en la noche del mismo veintisiete? —No. Por la mañana del veintiocho. Es un viaje demasiado largo para hacerlo en una noche. —¿Dejó allí alguna ropa? —Sí. —¿Lo hizo a propósito? —Sí. Nos marchamos precipitadamente. Uno de los vecinos fue a vernos y el señor Sabin se negó a recibirle. Supongo que no quiso que el hombre se enterase de mi presencia… o bien temió que yo descubriera su verdadera identidad por medio del vecino. Sea lo que fuese, no contestó a la llamada y luego subimos al auto y nos fuimos. El señor Sabin me dijo que nadie más utilizaría la cabaña y volveríamos a ella el mes siguiente. —¿Utilizó el señor Sabin el teléfono durante su estancia allí? —Dos veces. —¿Sabe a quién llamó? ¿Oyó lo que decía? —No. —¿Tiene alguna idea acerca de quién pudo matarle? ¿Alguna sospecha? —Ni la más mínima. —Supongo que tampoco sabrá nada acerca del arma que se utilizó para el crimen… —dijo indiferente Perry Mason. La respuesta de Helen fue de las más inesperadas. —Sí —dijo—. Sé bastante. —¿Cómo? —La pistola formaba parte de una colección de armas de la Biblioteca Pública de San Molinas. —¿Tienen una colección de armas? —Sí. En una de las dependencias de la biblioteca hay un museo que fue cedido a la ciudad. Por un convenio con la biblioteca, la biblioteca debería cuidar de él. El portero se encargaba de la limpieza… —¿Quién retiró la pistola de la colección? —Yo. —¿Por qué? —Me la pidió mi marido. No… no quiero hablar de eso, señor Mason. —¿A quién entregó usted la pistola? —Prefiero que no hablemos del arma. —¿Cuándo descubrió usted que su marido era en realidad Fremont C. Sabin? —Lo sospeché esta mañana al ver la fotografía de la cabaña. No sabía qué hacer. Contra toda lógica, abrigaba aún algunas esperanzas. Luego, cuando los periódicos de la tarde publicaron la fotografía, me di cuenta de la verdad. —¿Qué beneficios materiales le va a reportar a usted todo lo que ha sucedido —preguntó Mason bruscamente. —¿Qué quiere decir? —¿No había ningún testamento, alguna póliza de seguros…? —No, claro que no —interrumpió Helen. Mason la miró pensativo. —¿Qué proyectos tiene usted? —inquirió. —Quiero entrar a hablar con el hijo del señor Sabin. Deseo explicarle lo ocurrido. —Su mujer está dentro en estos instantes — advirtió Mason. —¿Se refiere a la esposa de Fremont C. Sabin? —Sí. Helen mordióse los labios y permaneció inmóvil, encajando la última noticia. Mason dijo bondadosamente: —La policía no aceptará fácilmente la explicación acerca de esa pistola a la que usted tenía acceso… Óigame: ¿descubrió usted por casualidad quién era realmente su marido y, sobre todo, lo de que estaba casado? ¿No se enfureció y…? —¿Quiere decir si le maté? —interrumpió Helen Monteith. —Sí. —Es una sospecha absurda. Yo le amaba. Jamás he amado a otro hombre… —la mujer calló bruscamente. —Era mucho mayor que usted —observó Mason. —Y más inteligente, y más bueno, y… Usted no puede hacerse una idea de cómo era. ¡Qué distinto de los jóvenes con quienes me relacionaba en la biblioteca! Ni como los audaces, que trataban de convencerme para que saliese con ellos, ni como los estúpidos que han perdido toda ambición. Su voz se fue debilitando hasta cesar. Mason volvióse hacia su secretaria. —Della, deseo que se lleve con usted a la señorita Monteith. Me interesa que la instale en algún sitio donde no puedan molestarla los periodistas. Me comprende, ¿verdad? —Eso creo —contesto Della Street con voz alterada, como si hubiese estado llorando. —No deseo ir a ningún sitio —protestó Helen—. Comprendo que me espera una prueba desagradable. Lo único que me resta es hacerle frente. —¿Quiere verse cara a cara con la señora Sabin? —preguntó Mason—. Tengo entendido que es una mujer muy desagradable. —No —respondió secamente Helen. —Los acontecimientos de las próximas horas van a cambiarlo todo mucho —siguió Mason—. Hasta ahora la policía no ha identificado el arma del crimen; es decir, no han descubierto de dónde procede. Cuando lo averigüen… Bien, será usted detenida; eso es todo. —¿Me acusarán de asesinato? —Se la detendrá como sospechosa de haber cometido un crimen. —¡Eso es absurdo! —No lo es desde el punto de vista de la Ley — dijo Mason—. Tampoco lo es mirándolo con sentido común y a base de las pruebas que se poseen. La mujer permaneció callada unos segundos, meditando sobre lo que había dicho el abogado. Por fin se volvió hacia él y preguntó: —¿A quién representa usted? —A Charles Sabin. —¿Qué intenta hacer? —Entre otras cosas, esclarecer este crimen. Quiero averiguar lo que sucedió verdaderamente. —¿Cuál es su interés por mí? —Está usted en un apuro. Siempre he sentido simpatía por los que llevan las de perder y he luchado por ayudarles. —Yo no puedo perder nada. —Puede perder mucho cuando esa familia se lance contra usted. —¿Quiere que huya? —No. Eso es precisamente lo que no quiero que haga. Si por todo el día de mañana la situación no se ha aclarado… En fin, cuando estemos metidos en el baile, bailaremos. Helen tomó al fin una decisión. —Está bien —dijo—. Acepto. Volviéndose hacia Della, Mason indicó: —Irán en el auto de la señorita Monteith, Della. —¿Debo avisarle por teléfono, jefe? —preguntó la secretaria. —No —contestó el abogado—. Hay algunas cosas que deseo averiguar y, en cambio, hay otras que no quiero saber. —Entendido. Vamos, señorita Monteith. No debemos entretenernos. Mason vio cómo se alejaba el auto. Cuando la luz de posición fue sólo un puntito rojo en la distancia, volvióse hacia el enorme edificio. Capítulo 5
Al ver al abogado, Richard Waid, el secretario,
acudió a abrir en respuesta a la llamada de Mason. Su rostro expresó un gran alivio. —Charles Sabin ha estado tratando de comunicar con usted por teléfono —dijo. —¿Ocurre algo malo? —preguntó Mason. —La señora Sabin, la viuda está en casa. —¿Ha resultado alguna complicación de eso? —Ya lo creo. Óigales gritar. Richard Waid se hizo a un lado. La irritada voz de una mujer llegaba desde el interior. No era posible distinguir las palabras; pero no cabía duda acerca del hiriente tono de aquella voz. —Bien, quizá sea mejor que intervenga yo en la bronca —dijo Mason. —Ojalá pueda usted calmarla —deseó Waid. —¿Tiene ella abogado? —Aún no. Amenaza con contratar a todos los abogados de la ciudad. —¿Amenaza? —Sí —contestó Waid—. Y es una manera muy suave de decirlo. Al entrar Mason, Charles Sabin se puso en pie, corriendo a su encuentro y le estrechó fervorosamente la mano. —Debe de ser adivino, señor Mason —dijo—. Hace media hora que estoy intentando ponerme en comunicación con usted. Volviéndose, dijo: —Helen, le presento al señor Mason. La señora Helen Watkins Sabin, señor Mason. —Encantado, señora —aseguró el abogado, inclinándose. La mujer le miró como hubiera podido hacerlo a un diminuto e inofensivo insecto clavado en la pared con un alfiler. —¡Hum! —gruñó. Era voluminosa, pero sin que hubiese en ella nada fláccido. Su cuerpo era sólido, y sus ojos tenían la arrogante firmeza de quien está acostumbrado a poner a los demás a la defensiva y a mantenerles en ella. —Y su hijo, el señor Watkins, señor Mason. Watkins acudió a estrechar cordialmente la mano de Perry. Su mirada buscó los ojos del abogado, mientras aseguraba: —Encantado de conocerle, señor Mason. —Puso énfasis en sus palabras. —He leído tanto acerca de usted, que me resulta muy agradable tenerle ante mí. Me interesó mucho el relato que publicaron los periódicos acerca del asunto del agente de Seguros. —Muchas gracias —contestó Mason, recorriendo con la vista la abombada frente, las redondeadas mejillas, los firmes ojos azules y los bien planchados pantalones de franela. —He tenido un viajecito terrible —explicó Steve Watkins—. Volé desde Nueva York a México para recoger a mamá y luego volví con ella. Aún no he podido bañarme. —¿Pilota usted su propio aparato? —inquirió Perry Mason. —En este caso, no. Mi aparato no reúne las condiciones necesarias para tan largo viaje. Fui hasta México en el avión de pasajeros y luego, en un aeroplano particular, recogí a mamá y regresamos a México. Allí nos esperaba, dispuesto ya, otro avión que nos ha traído aquí. —Reconozco que ha tenido un viaje terrible — asintió Perry. —Déjate de cortesías, Steve —interrumpió la señora Sabin—. No veo la ventaja de perder el tiempo tratando de hacer amistad con este señor. Sabes perfectamente que intentará apuñalarnos. Por lo tanto, podemos perfectamente empezar la pelea. —¿Pelea? —preguntó Mason. La mujer contestó agresivamente. —¡He dicho «pelea»! Debiera saber lo que significa la palabra. —¿Y por qué hemos de luchar? —preguntó Mason. —No se ande con rodeos. No es propio de usted. Por lo menos, a juzgar por lo que he oído. No me interesa que me cause una decepción ahora. Charles le ha contratado para que usted vea la forma de arrebatarme mis derechos como esposa de Fremont. No pienso dejarme amilanar. —Tal vez fuera mejor que llamase usted a su abogado y dejase que él y yo discutiéramos estos asuntos. —Eso lo haré cuando me parezca. Por ahora no necesito a nadie. —Un momento, mamá —intervino Steve Watkins—. Tío Charles sólo dijo… —¡Cállate! —ordenó la señora Sabin—. Yo soy quien lleva este asunto. Ya he oído lo que dijo Charles. Bien, señor Mason, ¿qué tiene usted que decir? Mason dejóse caer en un sillón, cruzó las piernas, dirigió una sonrisa a Charles Sabin y permaneció callado. —Está bien. Entonces hablaré yo —declaró la mujer—. Ya le he dicho a Charles Sabin, y ahora se lo digo a usted, que sé perfectamente que Charles nunca ha visto con buenos ojos mi ingreso en su familia. Si le hubiera explicado a Fremont la mitad de las cosas que he tenido que aguantar, mi marido hubiera dado una buena lección a su hijo. No le hubiese tolerado sus impertinencias. Contra todo lo que Charles puede pensar y decir, Fremont me amaba. Charles tenía tanto miedo de que se le fueran de las manos algunas de las propiedades que consideraba suyas, que los prejuicios le cegaron por completo. Si él se hubiese portado noblemente conmigo, yo me portaría noblemente con él. Como no ha sido así, ahora tengo las riendas en las manos y haré lo que me parezca. ¿Me comprende, señor Mason? —Quizá —replicó el abogado, encendiendo un cigarrillo—. De todas formas, podría explicarse algo más claramente, señora Sabin. —Está bien, me explicaré con toda claridad, Soy la viuda de Fremont. Creo que existe un testamento que me lega lo más importante de su fortuna. Por lo menos, él me dijo eso. Si hay testamento, yo soy su ejecutora; si no lo hay, tengo derecho a intervenir en la administración de los bienes. En cualquier caso, yo manejaré el dinero, y no admito interferencias de los parientes. —¿Tiene usted el testamento? —preguntó Mason. —No. No tengo la costumbre de llevar encima los testamentos de mi marido. Supongo que se encontrará entre sus documentos, a menos que Charles les haya destruido. Y, por si no lo sabe, señor Mason, debo decirle que Charles Sabin es muy capaz de hacer semejante cosa. —Evitemos el abordar las cuestiones desde un punto de vista demasiado personal —indicó el abogado. —No quiero —replicó desafiadora, la mujer. Richard Waid fue a decir algo, pero se contuvo. Mason calló un momento. Al fin dijo: —En ese caso, le haré una pregunta personal: usted y el señor Sabin, ¿no se habían separado? —¿Qué quiere decir con eso? —Lo que digo. ¿No se habían separado? ¿No habían decidido no seguir viviendo juntos como marido y mujer? ¿No se planeó, con ese acuerdo, su viaje alrededor del mundo? —¡De ninguna manera! ¡Eso es ridículo! —¿No estableció usted un acuerdo con el señor Sabin, según el cual usted se divorciaría? —¡En absoluto! —Realmente, señora Sabin, yo… —empezó Richard Waid. Le interrumpió una fulminante mirada de la mujer. Sonó el timbre del teléfono, y Richard Waid anunció en seguida: —Contestaré yo mismo. Mason volvióse hacia Charles y le dijo significativamente: —En las últimas horas he recibido ciertos informes que me inducen a creer que su padre tenía amplios motivos para esperar que el lunes, cinco de este mes, la señora Sabin se habría divorciado de él. No puedo interpretar de ninguna otra forma la información recibida. —Eso es una difamación —declaró la señora Sabin. El abogado mantuvo la mirada fija en Charles. —¿Sabe usted algo de eso? —preguntó. Sabin movió negativamente la cabeza. Mason volvióse hacia la mujer. —¿Cuándo estuvo usted en París, señora? —Eso no importa. —¿Obtuvo el divorcio mientras estaba allí? —¡No! —Piense que, si se ha divorciado, yo lo descubriré —siguió Mason—. Más pronto o más tarde he de averiguarlo, y le advierto que empezaré a buscar pruebas inmediatamente. —¡Qué tontería! Richard Waid, que había permanecido de pie en el umbral de la puerta del vestíbulo, donde estaba el teléfono, entró en la estancia y dijo: —No es ninguna tontería; es un hecho completamente cierto. —¿Qué sabe usted de ello? —preguntó Mason. Waid siguió un poco más adelante y volvióse hacia Charles Sabin. —Sé lo referente a ese asunto. Señor Sabin, conozco a la señora Sabin y sé que esta lucha va a ser sin cuartel. Como ella me dijo a los pocos minutos de llegar, podría salvaguardar mis intereses cerrando la boca y manteniéndome apartado de la pelea. Pero mi conciencia me lo impide. —¡Conciencia! —gruñó despectivamente la mujer—. ¡Usted no es más que un lacayo! Mi marido había perdido toda su confianza en usted. Tal vez no lo sepa; pero lo tenía dispuesto todo para despedirlo. El… —La señora Sabin no se marchó a dar la vuelta al mundo —interrumpió el secretario. —¿No? —preguntó Mason. —No —respondió Waid—. Eso se dijo para engañar a los periodistas y a fin de que pudiese obtener, sin escándalo, el divorcio. Embarcó en un buque de los que hacen viajes alrededor del mundo. Sólo llegó hasta Honolulú. Allí tomó el «Clipper» y regresó a los Estados Unidos, estableciendo su residencia en Reno, donde obtuvo el divorcio. Todo ello se hizo de acuerdo con las instrucciones del señor Sabin. La señora debía recibir cien mil dólares tan pronto como presentara al señor Sabin las pruebas de que el divorcio había sido concedido. Después de eso, debía regresar a Nueva York, embarcar en un barco hacia el canal de Panamá, y de allí volver como si regresase de dar la vuelta al mundo. El señor Sabin quedaría en condiciones de anunciar su divorcio cuándo y cómo le pareciera conveniente. Ese fue el convenio establecido entre ellos. Con frío acento, la mujer indicó: —Richard, le advertí que no dijera nada de eso. —No se lo dije al sheriff porque me pareció que no era yo la persona más indicada para hablar de los problemas íntimos del señor Sabin —replicó Waid. —Lo importante ahora es averiguar si el divorcio fue concedido —dijo Mason. La señora Sabin arrellanóse en su asiento. Volviéndose hacia Richard Waid, dijo: —Usted tiene la palabra. Siga adelante y presente todas las pruebas. —Eso haré —replicó Waid—. De todas formas, la verdad se hubiera descubierto. Desde hacía tiempo, Fremont C. Sabin no era feliz. Él y su mujer estaban virtualmente separados. Él deseaba su libertad. Su esposa quería una bonificación en dinero. »Por motivos particulares, el señor Sabin deseaba que todo ello se mantuviese secreto. No confió el asunto a ninguno de sus abogados, recurriendo en cambio a un tal C. William Desmond. No sé si alguno de ustedes le conoce, aunque no fuera nada difícil. —Le conozco —replicó Mason—. Es un famoso jurista. Continúe, Waid, cuénteme lo que ocurrió. —Llegóse a un acuerdo, según el cual la señora Sabin consentía en obtener el divorcio en Reno. Cuando presentase al señor Sabin una copia certificada del fallo de divorcio, él debía entregarle la suma de cien mil dólares. Se estipuló en el convenio que no debía darse la menor publicidad al asunto. Y que la señora Sabin debía cuidar de que nada de ello trascendiera a los periódicos. —Entonces se desprende claramente que, debido a diferentes causas, no dio la vuelta al mundo, ¿verdad? —preguntó Mason. —Claro que no. Como he dicho, sólo fue hasta Honolulú, regresando en el «Clipper». Residió durante seis semanas en Reno, obtuvo el decreto de divorcio y marchó a Nueva York. Sobre eso me telefoneó el señor Sabin en la noche del día cinco. Me dijo que todo estaba arreglado y que la señora Sabin me esperaba en Nueva York con el decreto de divorcio. Como ya he explicado a la policía, Steve me aguardaba en el aeródromo con el aparato dispuesto. Llegamos a Nueva York en la tarde del día seis. Fui directamente al Banco que me indicó el señor Sabin y también a ver a los abogados que representaban a mi jefe. Deseaba que ellos comprobasen la autenticidad del certificado de divorcio antes de pagar yo el dinero. —¿Lo hicieron? —Sí. —¿Cuándo entregó usted la suma? —En la noche del miércoles, día siete, en un hotel de Nueva York. —¿Cómo se pagó? —En dinero. —¿Cheque certificado, billetes o…? —En cien billetes de a mil dólares. Así lo quiso la señora Sabin. —¿Tiene usted los recibos? —Claro. —¿Y qué hay de la copia certificada del decreto de divorcio? —La tengo. —¿Por qué no me dijo usted antes eso, Richard? —preguntó Charles Sabin. —Preferí aguardar a que estuviese delante el señor Mason para que él se enterase. El abogado volvióse hacia la mujer. —¿Qué contesta usted, señora? ¿Es verdad todo eso? —Waid es quien da la fiesta —replicó la mujer—. Que siga adelante con la comedia. Ya ha representado el primer acto: que nos ofrezca el segundo. —Afortunadamente —contestó Waid—, insistí en que la entrega del dinero se verificase en presencia de testigos. Temí que luego ella quisiera jugar alguna de sus malas pasadas. —Veamos la copia del decreto de divorcio — solicitó Perry. Waid sacó un papel doblado. —Eso debió usted habérmelo entregado a mí — dijo Charles Sabin. —Lo siento —se excusó Waid—, pero las instrucciones del señor Sabin fueron que yo no debía entregar el documento a nadie más que a él. Bajo ninguna circunstancia debía mencionarlo. La razón de mi viaje a Nueva York era tan confidencial, que sólo sus abogados debían conocerla. Una de las cosas que más me recomendó fue que no dijese nada a usted. Comprendo que ahora las cosas han cambiado. Usted o la señora Sabin se van a hacer cargo de todos los asuntos de la casa, y mi empleo, si continúa, se hallará sujeto a sus instrucciones. »La señora Sabin ha insistido mucho en hacerme ver que ella va a llevar las riendas de todo esto y que si yo decía algo que la perjudicase, tendría que sufrir las consecuencias. Mason fue hacia Waid y cogió el papel que el joven tenía en la mano. Sabin fue a mirar por encima del hombro de Perry. Después de examinar el impreso en que iba extendido el decreto y de revisar las firmas, Mason comentó: —Parece estar en regla. —Los abogados de Nueva York lo comprobaron —dijo Waid. La señora Sabin soltó una carcajada. —Entonces esa mujer no es la viuda de mi padre —dijo Sabin—. Por lo tanto, no tiene derecho a administrar ninguna parte de la fortuna, a menos que exista algún testamento donde se especifique. La risa de la mujer acentuóse burlonamente. —Tu abogado no dice nada, Charles —comentó —. Te arriesgaste mucho. Mataste a tu padre demasiado pronto. —¡Que yo le maté! —exclamó Charles Sabin. —Ya me has oído. —Por favor, mamá, ten cuidado con lo que dices —rogó Steve Watkins. —Tengo algo más que cuidado —replicó la señora Sabin—. Estoy diciendo la verdad. Vamos, señor Mason, ¿por qué no les da la mala noticia? Mason volvióse hacia el atribulado Sabin, que le preguntó: —¿Qué ocurre? ¿No es legal el decreto? —Tiene que serlo —declaró Waid—. Los abogados de Nueva York lo comprobaron. Se han pagado cien mil dólares por él. Pausadamente, Mason declaró: —Observarán ustedes que el divorcio se concedió el martes, día seis. No hay nada que indique la hora en que entró en vigor. —¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó Sabin. —Sencillamente, que si Fremont C. Sabin fue asesinado antes de que la señora Sabin se divorciara de él, el divorcio no tiene efecto — explicó el abogado—. Inmediatamente después de su muerte, la señora Sabin pasaba a ser su viuda. No es posible divorciarse de un cadáver. El silencio que siguió fue roto por la aguda risa de Helen. —Ya te dije, Charles, que lo habías matado demasiado pronto. Lentamente, Charles Sabin fue a sentarse en un sillón. —En el caso de que su padre muriese después de haber sido otorgado el divorcio, la situación variaría por completo. —Le asesinaron durante la mañana —afirmó la señora Sabin—, cuando volvió de pescar. Richard Waid me lo ha explicado todo. Estos hechos no pueden ser alterados. Y no lo serán, porque yo cuidaré de ello. —Existen varios factores en el problema de la fijación del momento de la muerte —dijo Mason. —Lo sé —declaró la mujer—. Yo me encargaré de que ninguna de las pruebas sea desfigurada. Mi marido halló la muerte antes del mediodía del día seis. Yo no obtuve el divorcio hasta las cuatro y media de la tarde. —El certificado no indica a qué hora del día se concedió el divorcio —advirtió Perry Mason. —Creo que mi testimonio vale algo, ¿verdad? — preguntó la señora Sabin—. Sé cuándo me fue concedido el divorcio. Además, pediré una carta al abogado que me lo tramitó en Reno. Charles Sabin miró preocupado a Mason. —Las pruebas demuestran que mi padre murió antes del mediodía. Sin duda, alrededor de las once. La señora Sabin les miró con triunfal expresión. Charles volvióse salvajemente hacia ella. —Ha sido muy atrevida en sus acusaciones contra mí —dijo—. Pero, ¿qué hacía usted en el momento del crimen? Usted era la más interesada para cometerlo. La sonrisa de la señora Sabin acentuóse. —No te dejes cegar por la ira, Charles —aconsejó —. Es malo para tu presión arterial. Ya sabes lo que te dijo el médico. Yo estaba en Reno tramitando el divorcio. El tribunal se abrió a las dos de la tarde y tuve que aguardar dos horas y media antes de que me llamasen. Para poderme cargar el crimen tendrás que echar por tierra una coartada muy buena. —Voy a comunicarles algo que hasta ahora no se ha hecho público —dijo Mason—. Sin duda las autoridades de San Molinas no tardarán en descubrirlo. Mientras tanto, como los hechos obran en mi poder, creo que puedo revelárselos. —Me tiene sin cuidado lo que usted sepa — declaró la señora Sabin—. No me asustará con sus balandronadas. —No trato de asustar a nadie —contestó Mason —. Fremont C. Sabin marchó a México y allí se casó con una bibliotecaria de San Molinas. Se llama Helen Monteith. Se ha creído que el loro que se encontró junto al cadáver era «Casanova», pájaro muy querido por el señor Sabin. El caso es que, por motivos que aún no he podido descubrir, el señor Sabin compró otro loro en San Molinas y dejó a «Casanova» en poder de su nueva esposa. «Casanova» está en manos de Helen Monteith desde el viernes, día dos. La señora Sabin se puso en pie. —Bien, no creo que todo eso me importe —dijo —, y no creo que vaya a ganar nada quedándome aquí. Usted, Richard Waid, se arrepentirá de haber traicionado mis intereses y violado mis instrucciones. Ahora tendré que conseguir una serie de pruebas que demuestren la hora en que se concedió el divorcio… Conque mi marido era bígamo, ¿verdad? ¡Bien, bien! Vamos, Steve, dejemos solos a estos caballeros. En cuanto me marche empezarán a buscar pruebas de que Fremont no fue asesinado hasta la noche del martes, día seis. Para ello seguramente tratarán de alterar las pruebas. Me parece que lo más prudente sería contratar a un abogado. Tenemos que proteger nuestros intereses. Salió del cuarto seguida por Steve Watkins, quien intentó aún cumplir con los convenientes sociales. —He tenido mucho gusto en conocerle, señor Mason —y luego, dirigiéndose a Charles Sabin—: Se hace usted cargo de las cosas, ¿verdad, tío Charles? Cuando hubieron salido los dos de la estancia, Charles declaró: —Esa mujer es el ser más desagradable que he conocido. ¿Qué debo hacer, señor Mason? ¿Tengo que soportar pasivamente que se me acuse de haber asesinado a mi padre? —¿Qué le gustaría a usted hacer? —Pues…, decirle lo que pienso de ella. Decirle que nunca me ha engañado y que desde el principio he visto que sólo era una cazadora de fortunas… —Con eso no ganaría nada —interrumpió Mason —. Le diría lo que piensa usted de ella y ella le respondería con lo que piensa de usted. El resultado sería que, estando ella mucho más práctica en esas lides oratorias, le derrotaría antes de que usted pudiera empezar a hablar. Si quiere combatir, sólo puede hacerlo de una manera. —¿Cuál? —preguntó Sabin con interés. —Hiriéndola donde y cuando ella menos pueda pensarlo. La única forma de luchar y vencer es no atacando donde el enemigo espera ni cuando espera. Es decir, no atacar por donde tiene colocadas sus defensas más sólidas. —¿Y por dónde podemos cogerla desprevenida? —preguntó Sabin. —Eso se ha de ver —replicó Mason. —¿Por qué se tomó mi padre tantas molestias para mantener en secreto su divorcio? —preguntó Sabin—. Comprendo que no le gustase la publicidad. La odiaba. Pero hay cosas inevitables. Cuando uno se divorcia, el mundo debe saberlo. —Creo que su padre tenía interés en que su fotografía no apareciese en los periódicos, por lo menos durante algún tiempo. —¿Supone que estaba cortejando a otra mujer y no quería que ella se enterase de su identidad verdadera? Interviniendo en la conversación, Richard Waid dijo: —Yo sí podré aclarar algo ese punto. El señor Sabin tenía mucho miedo a las mujeres. Sobre todo, después de la experiencia con su segunda esposa. Estoy casi seguro de que, de haber deseado casarse de nuevo, habría tomado toda clase de precauciones para no caer en manos de otra cazadora de fortunas. Charles frunció el ceño. —La cosa se complica cada vez más —dijo—. Sé que mi padre le tenía horror a la publicidad. Sus proyectos de divorcio comenzaron antes de que conociera a esa otra mujer de San Molinas; pero lo más probable es que deseara verse libre de los periodistas. ¿Qué hay acerca del loro, señor Mason? —¿Se refiere a «Casanova»? —Sí. —Por razones que sólo él debía de conocer, su padre decidió ocultar a «Casanova» en un sitio seguro, durante algún tiempo, y llevarse otro loro a la cabaña. —¿Y por qué? —preguntó Sabin—. El pájaro no corría ningún peligro. —Aún no lo sabemos todo. —Creo que el loro no corría absolutamente ningún riesgo —dijo Waid—. La persona que asesinó al señor Sabin cuidó solícitamente de la seguridad del animal. —Con excesiva solicitud, diría yo —replicó el abogado—. Bueno, me marcho. Tengo demasiados hilos sueltos aún. Más tarde recibirán noticias mías. Sabin lo acompañó hasta la puerta. —Me interesa muchísimo aclarar todo esto, señor Mason. Este sonrió. —A mí también —dijo—. Haré sacar copias fotográficas de ese certificado de divorcio, y luego consultaremos los archivos del tribunal. Capítulo 6
Mason encontrábase a dos manzanas del edificio
donde estaban sus oficinas cuando, de pronto, se vio envuelto en el rojo haz luminoso de un faro policíaco. El gemido de una sirena le obligó a detenerse junto al bordillo de la acera. Perry volvió la cabeza y comprobó que el auto patrulla iba conducido por el sargento Holcomb. —¿Qué ocurre? —preguntó. —Un par de caballeros desean hablarle — anunció el sargento. El sheriff Barnes abrió la portezuela posterior del coche y descendió. Detrás bajó un hombre, unos diez años más joven que él, quien, dirigiéndose hacia el auto del abogado, tomó en seguida la palabra. —¿Es usted Mason? —preguntó. —Sí. —Soy Raymond Sprague, fiscal del distrito de San Molinas. —Tengo un placer en conocerle —aseguró Mason seguidamente. —Queremos hablar con usted. —¿Acerca de qué? —preguntó Mason. —Acerca de Helen Monteith. —¿Qué quieren saber de ella? —¿Dónde está? —No lo sé. —Será mejor que vayamos a algún sitio donde podamos hablar —indicó Barnes. —Mi despacho está aquí mismo —explicó Mason. —Y la oficina de la Agencia Drake también, ¿verdad? —preguntó Sprague. —Sí. —¿Se dirigía allí? —quiso saber el fiscal. —¿Tiene alguna importancia ese detalle? —Creo que sí —repuso Sprague. —No sé cuáles son sus pensamientos —dijo el abogado. —Así no contesta a mi pregunta —respondió el fiscal Sprague. —¿Hacía usted alguna pregunta? El sheriff intervino. —Un momento, Ray. Así no vamos a ninguna parte —dirigió una significativa mirada hacia los transeúntes que se habían agrupado en la acera—. No adelantamos nada y, por lo tanto, será mejor que vayamos al despacho de Mason. Mason hizo arrancar violentamente a su auto, diciendo al mismo tiempo: —¡Nos veremos allí! Los demás saltaron al coche patrulla, siguiendo al abogado hasta el lugar de estacionamiento donde Mason dejó su vehículo. Mientras Perry cortaba el encendido motor y apagaba los faros, Holcomb recordó: —Luego no me venga diciendo que no les advertí acerca de las mañas de este tipo. —A mí no me advirtió —repuso Sprague—. Avisó al sheriff. —¿Qué les ocurre? —preguntó Mason. —¿Qué ha hecho usted con Helen Monteith? —Nada. —Nosotros opinamos de manera muy distinta — observó Sprague. —Dígame lo que opinan. —Usted ha hecho que Helen Monteith se ocultara. Perry enfrentóse belicosamente con los tres hombres. Separó los pies y con las manos en los bolsillos anunció: —Está bien, aclaremos las cosas. Yo represento legalmente a Helen Monteith. También trabajo para Charles Sabin. Mis clientes me pagan por ello. A ustedes, señores, sus condados les pagan para que resuelvan el mismo crimen que yo trato de aclarar. Como es lógico, tratarán de resolverlo a su manera, y yo, en cambio, pienso resolverlo a la mía. —Queremos interrogar a Helen Monteith —dijo Sprague. Mason le miró fijamente. —Pues, interróguela —dijo. —¿Dónde está? —Ya le he dicho que no lo sabía. Usted es quien lleva el asunto. No yo. Mason sacó un cigarrillo. —Supongo que no le gustará que le acusen de complicidad, ¿verdad? —preguntó amenazador Sprague. —Me importan un comino las acusaciones que pueda usted dirigirme. Ahora bien, si desea que hablemos de leyes le recordaré que no puedo ser cómplice de un asesinato, a menos que haya prestado ayuda al asesino. ¿Pretende usted acusar a Helen Monteith de asesinato? Enrojecido, Sprague replicó: —Sí. —Un momento —intervino Barnes—. No pongamos el carro delante del caballo. —Sé lo que hago —replicó Sprague. Mason volvióse rápidamente hacia el sheriff y dijo: —Creo que usted y yo podemos entendernos, ¿no es así, sheriff? —No estoy tan seguro de ello —replicó Barnes, sacando una bolsita de tabaco y comenzando a liar un cigarrillo de papel de maíz—. Tendrá que explicarme muchas cosas antes de que vuelva a tener confianza en usted. —¿Qué es lo que desea? —preguntó Mason. —Creí que usted colaboraría conmigo. —Y lo estoy haciendo, puesto que me esfuerzo por descubrir quién asesinó a Fremont C. Sabin. —Nosotros también deseamos hacerlo. —Lo sé. Ustedes se valen de sus métodos y yo de los míos. —Nos disgusta que sus métodos entorpezcan nuestro trabajo. —Lo comprendo —dijo Mason. —No pierda el tiempo hablando con él — aconsejó el fiscal. —Si quieren acusarle de complicidad tendré mucho gusto en detenerlo —aseguró el sargento Holcomb. Mason encendió una cerilla y acercó la llama al cigarrillo del sheriff, después encendió el suyo. La conversación se interrumpió. Por fin, Perry preguntó al fiscal: —¿Va usted a hacer caso a nuestro buen sargento? —Seguramente —replicó Sprague—. Pero antes quiero reunir algunas pruebas. —No creo que encuentre gran cosa en mi despacho. —Le puedo llevar a Jefatura si quieren —insistió Holcomb. Barnes volvióse hacia sus compañeros. —Me han estado zahiriendo porque confié en Mason. No veo por qué hemos de luchar contra él. Por lo que a mí se refiere, no pienso reñir con él hasta que averigüe cosas. —Volvióse hacia Mason y añadió: —¿Sabía usted que la pistola con que se mató a Fremont C. Sabin fue sacada de la colección de la biblioteca pública de San Molinas? —¿Y qué, si fuera así? —¿Está enterado de que la bibliotecaria, Helen Monteith, se casó con un hombre que dijo llamarse Georges Wallman, y en quien los vecinos han reconocido, sin la menor vacilación, a Fremont C. Sabin? —Continúe —dijo sarcásticamente el sargento Holcomb—. Dé todos los informes que posee, y cuando termine verá cómo Mason se ríe en sus propias barbas. —Al contrario —replicó el abogado—. Estoy dispuesto a cooperar. Supongo que, habiendo llegado tan lejos, habrán notado que el pájaro que se encuentra en la galería de la casa de Helen Monteith es «Casanova», propiedad de Fremont C. Sabin, y que, por lo tanto, el loro encontrado en la cabaña fue comprado por Fremont C. Sabin en la tienda de San Molinas: la «Quinta Avenida». Los ojos de Barnes se abrieron de par en par. Fue sólo un momento. Luego volvieron a entornarse. —¿Nos dice la verdad? —Por completo. —Trata de deslumbrarnos con un falso cebo — gruñó el sargento Holcomb. —Si usted sabía eso y luego ha ocultado a Helen Monteith de forma que no podamos interrogarla, puedo acusarle de complicidad —anunció el fiscal. —Continúe —invitó Mason—. Según la Ley, tendrá que acusarme de haber ocultado a una de las partes principales, en un caso de asesinato, con la intención de que esa parte pueda librarse del arresto, proceso, condena y castigo, sabiendo que dicha parte ha cometido tal delito o ha sido acusada de él. Sin embargo, hasta la fecha no he sido informado de que Helen Monteith esté acusada de ningún crimen. —No lo está —admitió Barnes. —Y yo no creo que haya cometido delito alguno —añadió Mason. —Pues yo sí lo creo —declaró Sprague. —Eso es una simple diferencia de opinión — observó Mason. Luego, volviéndose de nuevo hacia Barnes, añadió —: Por si puede interesarle, le diré que el loro que se encuentra en la jaula de la galería de Helen Monteith no hace más que decir: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!» El rostro del sheriff manifestó un gran interés. —¿Qué explicación tiene para eso? —Ninguna. Lo más lógico es suponer que el loro se hallaba presente cuando alguna persona llamada Helen amenazó a alguien con una pistola. La persona amenazada debió decir a Helen que soltase el arma, y Helen, en vez de obedecer, disparó. Sin embargo, el disparo se produjo no en la galería de la Monteith, sino en una cabaña, a bastantes kilómetros de distancia, y mientras, según todas las apariencias, el loro de la bibliotecaria no estaba presente. Los ojos de Barnes se abrieron de par en par. —¿Adónde va a parar? —preguntó Barnes. —Trato de colaborar con usted —replicó Mason. —Pues no queremos su colaboración —gruñó Sprague—. Cada vez me convenzo más de que ha reunido una gran cantidad de datos gracias a su interrogatorio de Helen Monteith. Le voy a dar veinticuatro horas para que la presente ante nosotros. Si no lo hace, le conduciré hasta el Gran Jurado de San Molinas. —Mejor será que lo deje en doce horas — recomendó Holcomb. Sprague vaciló un momento, después consultó su reloj y dijo: —Mañana a mediodía debe usted presentar a Helen Monteith ante el Gran Jurado de San Molinas, a fin de que sea interrogada. De lo contrario sufrirá las consecuencias. Con un movimiento de cabeza, el fiscal indicó a Holcomb que le siguiera. Mason miró al sheriff y preguntó: —¿Se marcha o prefiere quedarse? Barnes dejóse caer en un sillón y dijo: —No te vayas aún, Ray. —Aquí no adelantamos nada —observó airado mirando a Sprague. —Yo sí —replicó el sheriff, fumando tranquilamente. Mason sentóse en un ángulo de su enorme mesa de trabajo. Sprague vaciló un instante y, al fin, se sentó en otro de los sillones. El sargento Holcomb, sin disimular su disgusto, se detuvo junto a la puerta que conducía al pasillo. Dirigiéndose al sheriff, el abogado empezó: —La situación en casa de Sabin es de las más curiosas. Según parece, la señora Sabin y su esposo convinieron que ella fingiría un viaje alrededor del mundo, y en cuanto llegase a Honolulú tomaría el «Clipper», regresando a los Estados Unidos y dirigiéndose a Reno, donde debía fijar su residencia a fin de conseguir el divorcio, procurando por todos los medios evitar la publicidad. Hecho esto, debía recibir, como pago de la renuncia a todos los derechos que pudieran corresponderle como esposa de Fremont C. Sabin, la cantidad de cien mil dólares en metálico. —No estaba en Reno —protestó Sprague—. Cuando dimos con ella se encontraba en un barco que acababa de cruzar el canal de Panamá. Eso de que estuvo en Reno es un sueño. —Quizá; pero Richard Waid estuvo con ella en Nueva York el miércoles, día siete, para recoger un certificado de divorcio y entregar, a cambio, cien mil dólares, de los cuales guardo recibo. Ese fue el importante asunto que le llevó a Nueva York. —¿Adonde va usted a parar, Mason? —preguntó Barnes. —Sencillamente, a que el divorcio fue concedido con fecha del martes, día 6. Si el fallo fue dictado antes de morir Sabin, su viuda recibió cien mil dólares después de su muerte, de acuerdo con el convenio establecido. Pero si Sabin fue asesinado antes de la concesión del divorcio, ese divorcio es nulo. La señora Sabin habrá recibido los cien mil dólares y conservará, no obstante, sus derechos a una parte de la fortuna de su marido, como viuda del mismo. Se trata de un punto interesante y bastante complicado. —Oigan —intervino Holcomb—. Helen Monteith se casó con Sabin ignorando que él estuviera casado. Creía que se llamaba Wallman, pero fue con él a la cabaña. Por las marcas de la lavandería hemos averiguado de quién eran las ropas de mujer que encontramos allí. Eran suyas. Sin duda, Helen Monteith descubrió que su esposo estaba ya casado. Creyó que había sido víctima de una burla y decidió vengarse. Necesitaba un arma, y como no podía entrar en una armería a comprarla, cogió una de las piezas de la colección de la biblioteca, pensando devolverla. Quizá sólo deseaba asustar a Sabin. Acaso obró en defensa propia. No lo sé, ni me importa. Pero lo indudable es que fue a la cabaña de Fremont y que lo mató con aquella pistola. »Después buscó a Mason para que la defendiera. Lo que ha averiguado Mason sólo puede deberse a las declaraciones de ella. Helen Monteith dijo a su hermana que iba a ir a casa de Sabin para hablar con su hijo. No llegó a entrar en la casa. Mason estuvo allí. Fue acompañado de su secretaria. Ha vuelto solo. ¿Dónde está la secretaria? ¿Dónde está Helen Monteith? »Se le interroga y lo primero que hace es sacar a relucir a la señora Sabin… En aquel momento sonó una peculiar llamada a la puerta del pasillo. Mason se puso en pie y fue a abrir. Desde el umbral, Drake, sin darse cuenta de los visitantes, empezó: —Bien, Perry, he… Al ver a los que estaban en la estancia, se interrumpió bruscamente. —Entra, Paul —invitó Mason—. Ya conoces al sargento Holcomb, éste es el sheriff Barnes, de San Molinas, y éste Raymond Sprague, fiscal del distrito de San Molinas. ¿Qué has averiguado? —¿Quieres que lo diga delante de todos? — preguntó Drake. —Claro. —Pues hemos utilizado el teléfono en conferencias a larga distancia y tengo trabajando a muchos hombres. Hasta ahora puedo decirte que la señora Sabin marchó a Honolulú. Allí tomó el «Clipper» y se fue a Reno. Hospedándose en el Silver City Bungalow, inscribiéndose bajo el nombre de Helen W. Sabin. Al cabo de seis semanas debió de presentar una demanda de divorcio contra Fremont C. Sabin, pero hasta mañana por la mañana no podremos examinar los archivos del tribunal. En la noche del miércoles, siete, la señora Sabin estaba en Nueva York. A medianoche salió en un barco. —Entonces, ¿hasta cuándo estuvo en Reno? — preguntó el abogado. —Por ahora sabemos que tomó el avión de la tarde del martes, día seis, y que llegó al siguiente día, siete, a Nueva York. —Entonces el divorcio debió ser concedido el seis por la mañana —sugirió Raymond Sprague. —Así parece —replicó Drake. —Entonces compareció ante el tribunal el día seis —siguió Sprague. —¿Qué pretende aclarar? —preguntó Barnes. —Me limito a repasar todos los datos. Mason ha fracasado en su intento. —¿Qué quiere decir? —inquirió con expresión de sorpresa el sheriff. —Pues que Mason ha tratado de desviar nuestra atención de Helen Monteith colgando ante nuestras narices a la señora Sabin, pero si dicha señora se encontraba ante el tribunal de Reno difícilmente podía estar al mismo tiempo matando a su marido en una cabaña del condado de San Molinas. Aparte de lo que haya podido hacer la señora Sabin, no debe estar complicada con el asesinato. A mí me parece esto claro. Mason desperezóse y, bostezando ruidosamente, declaró: —Por lo menos he colocado mis cartas sobre la mesa. Raymond Sprague se dirigió a grandes pasos hacia la puerta. —Creo que estamos más que capacitados para llevar a cabo nuestras investigaciones —dijo—. Por lo que a usted se refiere, Mason, ya ha oído mi ultimátum. O mañana a mediodía presenta a Helen Monteith ante el Jurado, o tendrá que ser usted quien comparezca ante el mismo. Barnes fue el último en abandonar la oficina. Parecía hacerlo de mala gana. En el corredor, dijo, a media voz: —¿No te precipitas un poco, Ray? La respuesta del fiscal fue ahogada por un violento portazo. —Bien, Paul, así estamos —sonrió Mason. —¿Tienes escondida en algún sitio a Helen Monteith acaso? Acentuando su sonrisa, Mason replicó: —No tengo la menor idea de dónde se encuentra esa joven. —Mi gente me ha dicho que te entrevistaste con ella frente a la casa de los Sabin y que luego Helen se marchó con Della Street. —Confío en que el agente que te presentó ese informe no hablará con nadie —dijo Mason. —No tengas miedo. ¿Piensas llevar a Helen Monteith ante el Jurado de San Molinas? —No puedo hacerlo porque ignoro dónde está. —Pero Della lo sabe. Allá tú con tus asuntos — sonrió Drake. —¿Qué hay de la interferencia de la línea telefónica? ¿Has descubierto algo? —Nada en absoluto —confesó Drake—. Y cuanto más ahondo en ello menos descubro. —¿No podría ser alguno de los perseguidos por la cruzada contra el juego? Quizá deseó averiguar lo que hablaba Sabin. —No es probable. —¿Por qué? —Porque nadie estaba asustado por la campaña de Sabin. Las defensas de los jugadores son demasiado fuertes y bien cimentadas. —Ese Comité Ciudadano tenía bastantes pruebas. —Pero ninguna que pueda acusar a nadie. Sólo pruebas que despertarán sospechas. Jugadores y toda clase de hampas que viven del vicio organizado y figuran en las listas del Comité. Los peces pequeños puede que traten de luchar contra la corriente. Los peces gordos se dejarán llevar por ella hasta que la policía lo aclare todo y puedan volver a hacer de las suyas. —¿La policía? —Claro. Dondequiera que el vicio o el delito están bien organizados puedes tener la seguridad de que está metida la policía. Sobornos y cosas por el estilo. Eso no quiere decir que toda la policía ande mezclada en ello. Quiere decir que lo están algunos policías, y de los más altos. Siempre que hay una espantada los peces gordos acuden a sus amigos de la policía y les dicen: «Bueno, muchachos, avisadnos en cuanto pase el peligro y podamos abrir otra vez. Mientras tanto, vosotros y nosotros estamos perdiendo dinero. Conviene, pues, que os deis prisa.» —Entonces, ¿no crees que los peces gordos tuvieran interés en oír claramente lo que hablaba por teléfono Sabin? —En absoluto. Han escondido los cuernos y se han ido a disfrutar de unas vacaciones… A decir verdad, a mí me parece más bien un trabajo particular. —¿Detectives privados? —Sí. —¿Empleados por quién? —Quizá por la señora Sabin. No creo que sea ninguna idiota. —No —admitió Mason—. No tiene nada de tonta. ¿Has venido en tu auto? —Sí. ¿Por qué? —Tengo un trabajo para ti. —¿De qué se trata? —Vendrás conmigo. Tenemos que hacer un viaje rápido a San Molinas. —¿Para qué? —Hemos de robar un loro. —¿Robar un loro…? ¿Dices robar un loro? —Eso he dicho. —¿Te refieres a «Casanova»? —Sí. —¿Qué diablos quieres hacer con él? —Si estudias desapasionadamente el caso, verás que todo gira en torno a un loro —dijo Mason—. «Casanova» es la clave de todo el asunto. Observa que la persona que asesinó a Sabin mostróse muy solícito acerca de la seguridad del animalito. —¿Quieres decir que era alguien que quería al loro o que amaba a los bichos en general? —No sé cuál fue el motivo exacto. Sin embargo, comienzo a formarme una idea. Observa, además, Paul, que «Casanova» dice: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!», éstas fueron sus palabras. —Lo cual significa que «Casanova» fue el loro que estuvo presente cuando se dispararon los tiros, ¿verdad? —inquirió Drake—. Y que el asesino de Sabin se llevó a «Casanova» y luego lo sustituyó en seguida por otro loro. —¿Por qué tenía que hacer semejante cosa un asesino? —preguntó Mason. —No lo sé, Perry. Todo eso del pájaro me parece muy complicado. —Es verdad. Sin embargo, sospecho que la solución del problema reside en él. Ahora Helen Monteith no está en casa. El sheriff y el fiscal del distrito de San Molinas buscan pruebas con ayuda del sargento Holcomb. Sería un buen momento para hacer una razzia por San Molinas. —Si te pescan, irás a la cárcel —advirtió Drake. —Lo sé —admitió sonriendo Mason—. Por eso no quiero que me pesquen. En marcha. —¿Te llevarás jaula y todo? —Sí. Y pondré otro loro en lugar del que se encuentra allí. Mason descolgó el auricular, marcó un número y un momento después dijo: —Hola, Helmond. Aquí Perry Mason, el abogado. Me interesaría que fueses a tu tienda y la abrieras. Quiero comprar un loro. Capítulo 7
El loro, colocado en la parte trasera del auto,
lanzaba guturales protestas cada vez que los vaivenes del coche le hacían luchar para no perder el equilibrio. Drake, al volante, no parecía muy animado acerca del éxito de su empresa, mientras que Mason, cómodamente recostado contra el respaldo del asiento, fumaba cigarrillo tras cigarrillo y dejaba vagar su vista por la cinta de la carretera, bañada en luz de luna y resplandor de faros. —No pases por alto el pormenor de que Reno no está muy lejos… por lo menos en avión —dijo Drake—. Si la señora Sabin estaba en Reno y fue ella quien utilizó detectives para interferir las conferencias de su marido, será mejor que olvides a esa Monteith. —¿Cuánto cobras por interferir una línea telefónica? —preguntó Mason. —¿Yo? —preguntó. —Sí. —Oye, Perry, estoy dispuesto a hacer todo cuanto quieras por ti; pero el interferir una línea telefónica se considera un delito grave en este Estado. No pienso hacerlo. —Eso esperaba oír. —¿Qué pretendes, Perry? —Sólo eso. Aquella línea telefónica estaba interferida. Tú no crees que lo hiciera ningún jugador ni hampón. Tampoco parece que lo hiciese la policía. Sospechas que haya podido hacerlo un detective particular, y yo creo que una agencia de detectives lo pensaría dos veces antes de aceptar un encargo como ése. —Hay quienes no lo aceptarían; pero otros, en cambio, harían cualquier cosa por dinero. Sin embargo, comprendo tu idea, y puede ser que tengas razón. Recuerda, no obstante, que la mayoría de las interferencias telefónicas las lleva a cabo la policía. —¿Por qué? —No sé. Deben de creer que las leyes no rezan con ellos. Te asombrarías si supieses hasta qué extremo interfieren las líneas y escuchan las conversaciones. Es casi una rutina. —Es un detalle muy interesante y que se presta a muchas cábalas. Si la línea telefónica fue interferida por la policía, el sargento Holcomb debía de estar enterado de ello, y en tal caso la policía debe de tener registradas en discos las conferencias que se celebraron por medio de aquel teléfono… En fin, mañana por la mañana, ante todo, examina el archivo de los divorcios. —Ya pensaba hacerlo. Tengo a dos de mis hombres en Reno. En cuanto puedan, verán los archivos. Durante varios kilómetros fueron en completo silencio, hasta que un cartel les anunció que entraban en los límites de San Molinas. —¿Quieres ir directamente a casa de Helen Monteith? —preguntó Drake. —Asegúrate por todos los medios disponibles de que no nos siguen. —Ya lo he hecho. Estoy seguro de que nadie nos ha seguido. —Entonces vayamos al domicilio de Helen. —¿No sería mejor, para evitar que nos vean, detener el coche a unos ciento cincuenta metros de la casa? —No. Me interesa no perder el tiempo. Pasa por delante del edificio y yo veré si el terreno está libre. Luego vuelve atrás, con los faros apagados, y yo haré lo otro. Ojalá este loro no se ponga a chillar cuando lo cambie de sitio. —Creí que de noche los loros dormían. —Y duermen —replicó Mason—. Pero cuando se les lleva de un lado a otro se ponen nerviosos; y… no sé qué grito pegará «Casanova» cuando lo rapte. —Oye, Perry, si las cosas salen mal no te emperres en conservar el pájaro —dijo Drake—. Suéltalo y corre al auto. Lo tendré con el motor en marcha por si conviene huir. —No creo que nada salga mal —dijo Mason—. A menos que la casa esté vigilada. Eso podemos comprobarlo antes. Cuando pasaron ante el domicilio de Helen Monteith comprobaron que la casa estaba a oscuras. —En la casa de al lado hay luz —indicó Mason—. No creo que resulte difícil alcanzar la galería. Drake dirigióse de nuevo hacia la casa, apagando los faros; y deteniéndose, conservó el motor en marcha. Mason deslizóse fuera del coche con la jaula en la mano, y desapareció en la oscuridad. No le costó forzar la puerta de la galería. El loro que llevaba se movía inquieto, pero guardaba silencio. «Casanova», profundamente dormido, apenas si se movió cuando Mason hizo el cambio. Unos instantes más tarde el abogado depositaba a «Casanova» en el interior del auto. —Bien, Paul —dijo. Drake no necesitó más. Puso en marcha el auto en el momento en que se abría la puerta de la casa inmediata y la señora Winters quedaba perfilada en el hueco. Cuando Paul Drake tomó la curva, el loro exclamó con voz débil y soñolienta: —¡Dios mío! ¡Me has matado! Capítulo 8
Mason abrió la puerta de su despacho particular
y con profunda sorpresa, encontróse frente a Della Street. —¿Usted? —preguntó. —Yo misma —replicó la joven, parpadeando para contener las lágrimas—. Me parece que tendrá que buscar otra secretaria. —¿Qué ocurre, Della? —inquirió Mason, acudiendo solícito, hacia la joven. Esta comenzó a llorar. Mason le dio unas tranquilizadoras palmadas en la espalda. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó. —¡Aquella malvada! —¿Quién? —La bibliotecaria, Helen Monteith. —¿Qué ha sido de ella? —Me tomó el pelo. —Siéntese y cuéntemelo todo. —¡No sabe cuánto lamento haberle fallado! —¿Qué entiende por eso? Tal vez ha fallado mucho menos de lo que imagina. —Usted me dijo que la tuviera donde nadie pudiese encontrarla, y… —¿La han encontrado o se escapó? —Se escapó. —Perfectamente. ¿Cómo fue la cosa? Della Street secóse los ojos con un pañuelito de encaje. —No me gusta llorar, jefe. Estas son mis primeras lágrimas… Le aseguro que la hubiera estrangulado con mucho gusto. Me contó una historia que me destrozó el corazón. —¿Qué historia? —La de su amor. Me la contó de una forma… Hay que ser mujer para comprender. Desde pequeña fue una romántica. En la Universidad tuvo un noviazgo que ella tomó muy en serio…, pero el chico no opinaba igual y el resultado fue que, a la edad en que otras mujeres ven el mundo a través de unos cristales rosados, ella estaba llena de amargura y de desilusión. Dejó de interesarse por los bailes y por las distracciones y empezó a vivir más interesada por los libros. Total, que todos empezaron a decir que era un bicho raro, sin femineidad ni cosa que se le pareciese, y los hombres dejaron de ocuparse de ella. —¿Qué más? —Cuando Helen ya había abandonado toda esperanza de encontrar un amor romántico llegó Fremont C. Sabin. Fue cariñoso, amable, delicado. Tenía una filosofía de la vida que consistía en ver el lado hermoso de todas las cosas. —Parece que Fremont C. Sabin era de un carácter maravilloso. —Aparentemente sí. Claro que luego le jugó una mala pasada, pero… —No estoy muy seguro de que lo hiciese. Cuando sepa todo lo que hemos descubierto acerca de él, verá las cosas de otra forma, Della. —¿Puede decirme de qué se trata? —Antes prefiero que hable de Helen Monteith. —Pues aquel individuo empezó a frecuentar la biblioteca. Ella le conocía como Wallman, un hombre sin oficio alguno y sin motivo para estar agradecido a la vida, a pesar de lo cual no se demostraba enemigo de nadie. Le interesaban los libros filosóficos y de reformas sociales. Pero sobre todo le interesaban sus semejantes. Por las noches estaba en la biblioteca, con un libro abierto, como si leyese, pero en realidad lo que hacía era observar a sus compañeros. Y siempre que se le presentaba una oportunidad procuraba entablar conversación con ellos y oírles hablar. Siempre estaba escuchando. «Como es lógico, Helen Monteith se fijó en él y acabó interesándose por su persona. Hablaron, y ella le dijo un sinfín de cosas. Mucho antes de darse cuenta de lo que ocurría, Helen encontróse locamente enamorada. Y su felicidad fue enorme al comprender que él también la amaba. Y ahora, a pesar de la angustia del descubrimiento de la verdad, no está amargada. Dice que en su camino tropezó al fin con la dicha y que aunque ésta no haya sido duradera, no siente amargura alguna. —¿No cree que ella sea la asesina? —preguntó Mason. —No. No puede serlo. —Continúe. —La llevé a un hotelito. Tomé algunas precauciones a fin de convencerme de que no nos seguía nadie. Saqué algún equipaje de mi casa y nos inscribimos como dos hermanas de Topeka, Kansas. En el despacho de recepción hice una serie de preguntas propias de un turista y creo que engañé por completo al encargado del modesto hotelito. »Nos dieron un dormitorio con dos camas y baño. Disimuladamente, a fin de que ella no se diese cuenta de lo que hacía, cerré la puerta por dentro y guardé la llave en el bolso. »Después nos sentamos y ella me contó toda su historia. Creo que la conversación duró dos o tres horas. Cuando nos metimos en la cama era mucho más de medianoche. Debían de ser las cinco de la mañana cuando me despertó diciéndome que no podía abrir la puerta. Estaba vestida y parecía muy alterada. »Le pregunté para qué deseaba abrir y me contestó que tenía que volver a San Molinas imprescindiblemente. Había olvidado algo. »Dije que no podía volver allí. Insistió en que debía hacerlo. Por fin dijo que iba a llamar a los empleados del hotel y hacer que alguien subiera a abrir la puerta. —¿Qué hizo usted? —Le dije que usted sacrificaba muchas cosas a fin de ayudarla, y que ella, en cambio, le iba a traicionar; que estaba en peligro y que la policía la arrestaría para acusarla de asesinato; que su novela de amor sería publicada en todos los periódicos sensacionalistas. Añadí todo cuanto se me ocurrió. Hablé como un abogado ante un jurado. —¿Y qué sucedió? —Siguió insistiendo en marcharse. Por lo tanto le dije que, a partir del momento en que cruzara el umbral de la puerta, usted terminaría con ella y que no la protegería en modo alguno. Entonces me preguntó cuándo podría yo hablar con usted. Le dije que no lo sabía y que, desde luego, no sería antes de las nueve y media de la mañana, cuando usted viene a la oficina. Pidió que llamase a su piso. Me negué, diciéndole que la policía debía de haber interceptado la línea. »Al fin consintió en ser razonable y prometió esperar hasta las nueve y media si yo prometía también comunicar con usted a aquella hora. Se desnudó, metióse de nuevo en la cama y dijo que lamentaba mucho haber dado aquel espectáculo. Tardé algo en volver a dormirme y… al despertar, vi que se había marchado… Fingió ceder para engañarme mejor. —¿Le quitó la llave del monedero? —No. El bolso estaba debajo de mi almohada. No hubiera podido sacar la llave sin despertarme. Se marchó por la escalera de incendios. La ventana estaba abierta. —¿No sabe a qué hora se marchó? —No. —¿Cuándo despertó usted? —A las ocho y pico. Estaba muy cansada y pensé que no tendríamos más trabajo que el de estar sentadas esperando. Miré hacia su cama y me dije que debía estar durmiendo. Para no despertarla me levanté con cuidado. Al entrar en el cuarto de baño noté que había algo raro en aquella cama. Me había gastado el truco de meter unas mantas arrolladas debajo de las ropas para hacer creer que alguien dormía allí… Eso es todo, jefe. —No se preocupe más, Della —la tranquilizó Mason—. ¿Sabe adonde fue? —Creo que se dirigió a San Molinas. —Si vuelve allí caerá en un lazo. —Pues ya debe haber caído. —¿Qué hizo al ver que Helen había escapado? —Telefoneé al despacho de Paul Drake y le dije que se pusiera en contacto con usted. Por mi parte traté de encontrarle, pero no pude. —Estuve almorzando y luego me detuve en la peluquería —explicó Mason. —Bien —replicó Della—. Paul Drake está ya trabajando. Le expliqué lo sucedido, recomendándole que enviara a sus hombres a San Molinas a fin de procurar que Helen no fuera descubierta. —¿Qué dijo Drake? —No pareció muy entusiasmado —dijo Della con débil sonrisa—. Creo que no había almorzado aún. Por su acento se hubiese podido creer que le exigía que compareciese ante el Gran Jurado de San Molinas. Tuve que insistir mucho… —Della se interrumpió. En la puerta acababa de sonar la característica llamada del detective. —Ahí está. La joven se levantó para ir a abrir la puerta, pero antes de llegar volvióse hacia Mason y dijo: —Tengo los ojos hechos una calamidad. ¿Quiere abrir mientras yo voy a refrescarme un poco? Mason asintió, y mientras la secretaria iba hacia la biblioteca el abogado abrió la puerta, saludando: —¡Hola, Paul! El aspecto de Drake era de los más lúgubres. —Hola, Perry —replicó, dirigiéndose hacia un sillón y dejándose caer en él transversalmente en su postura favorita. —¿Qué hay de nuevo? —inquirió el abogado. —Muchas cosas. —¿Buenas, malas o indiferentes? —Depende de lo que consideres indiferente. Para empezar, Perry, tu copia del decreto del divorcio es una perfecta falsificación. No cabe duda de que el golpe ha sido genial y que vale los cien mil dólares. —¿Estás seguro? —preguntó Mason. —Completamente. Sin duda, la señora Sabin fue ayudada por algún abogado de Reno. No podremos saber quién fue, pues lo de obtener cantidades por medio de una falsificación es un delito grave. Consiguieron los impresos, la firma del empleado y el sello del tribunal. El trabajo debió de hacerse con la debida anticipación. —¿Entonces no ha habido ninguna demanda de divorcio? —No. —Muy lista —sonrió Mason—. A no ser por el crimen nadie hubiera descubierto la verdad. Una copia certificada de un decreto de divorcio se acepta en todas partes como genuina. A menos que surja alguna reclamación, nadie piensa jamás en repasar los archivos. ¡Qué trabajito! Recibe cien mil dólares y sigue siendo la esposa legítima. Claro que está lo de la falsificación y el obtener dinero por medio de ella; mas a no ser por el crimen, nadie lo hubiese averiguado nunca a buen seguro. —Aun así sale muy bien librada —dijo Drake—. Es la viuda legal y tiene derecho a hacerse cargo de la fortuna. —Eso lo resolveremos más tarde. ¿Qué hay de Helen Monteith? Drake hizo una mueca. Tardó en responder. —Me gustaría que te lavases tú mismo tu ropa sucia —dijo. —¿Por qué? —Ya es bastante malo aguantarte la cola mientras cometes ilegalidades; pero el tener que llevar todo tu traje no me gusta nada. Mason sonrió, tendiendo a Drake una caja de cigarrillos. —Vamos, cuenta lo que sepas. —A las ocho y cuarto Della llamó a la agencia. Quería ponerse en contacto conmigo y contigo. También deseaba que unos cuantos agentes marcharan en busca de Helen Monteith a San Molinas. La agencia me pasó el recado y yo llamé a Della. Me contó lo de la huida de Helen y tus deseos de que la policía no diese con ella, rogándome que fuera a San Molinas y ocultase inmediatamente a la chica. —¿Qué hiciste? —¿Qué podía hacer? Pues lo que ella quería. Siempre he apreciado a Della. Llamé por teléfono a mis agentes de San Molinas y les dije que fueran a casa de Helen Monteith y la pescasen tan pronto como se presentara. Les indiqué, incluso, que podían raptarla. Protestaron y les dije que yo asumía toda la responsabilidad. —Bien, ¿dónde está ahora Helen Monteith? —En la cárcel —contestó sombríamente Paul Drake. —¿Cómo ocurrió la cosa? —Mis hombres no recibieron a tiempo el aviso. Cuando llegaron a la casa, hacía media hora que Helen Monteith se había marchado. Sin duda la policía dejó aviso a la señora Winters para que les notificara el regreso de Helen tan pronto como éste se verificara. El sheriff y el fiscal acudieron inmediatamente y pescaron a Helen. Había estado matando loros, quemando papeles y buscando algún sitio donde esconder una caja del calibre cuarenta y uno. Ya puedes imaginarte adonde la ha llevado eso… —¿Qué hay de la muerte del loro? —preguntó con interés Mason. —Fue a su domicilio y mató al loro —dijo Drake —. Le cortó la cabeza con un cuchillo de cocina. ¡Un trabajo limpísimo! —¿En cuanto llegó a casa? —Eso creo. El sheriff tardó un rato en descubrirlo. La encontraron con la caja de cartuchos y los papeles quemados. El sheriff trató de salvar algunos papeles, mas lo único que sacó en limpio es que se trataba de papeles quemados. La enviaron a la cárcel y telefonearon pidiendo un técnico en papeles quemados a fin de ver si podía sacarse algo de ellos. —¿Qué dijo Helen acerca de los cartuchos? ¿Admitió haberlos comprado? —No lo sé. La metieron tan pronto en la cárcel, que nadie ha podido averiguar más de lo que te he dicho. —¿Cuándo descubrieron lo del loro? —No hace mucho. Los hombres del sargento Holcomb lo encontraron al registrar la casa. —¿No pudieron matar el loro después de la detención de Helen Monteith? —No. Dejaron el edificio vigilado a fin de que nadie pudiese borrar ninguna huella. Creo que tu amiga Helen Watkins Sabin anda detrás de todo esto. Me han dicho que registran el piso con una lupa a fin de encontrar más pruebas. Uno de mis hombres me avisó lo del loro hace un cuarto de hora. ¿Qué te parece eso de que la bibliotecaria haya matado al loro? —El asesinato de un loro se parece al de un ser humano —replicó Mason, con los ojos chispeantes —. En ambos casos hay que buscar un motivo. Una vez encontrado el motivo debe existir la oportunidad y… —Déjate de tonterías, Mason. Sabes perfectamente por qué mató al loro. —¿Qué te hace creer que lo sé? —preguntó Mason. —No me tomes por tonto. A ella le interesaba quitar de en medio al bicho, y tú deseabas conservarlo como prueba de algo. Sabías que mataría al loro si se le presentaba la oportunidad de hacerlo. Por eso hiciste que nosotros pudiésemos cambiar el pájaro. Debe de haber sido por lo que dice de: «¡Suelta esa pistola, Helen!» y «¡Dios mío, me has matado!»; pero sigo sin comprender por qué no mató antes al bicho en vez de esperar a hacerlo bajando por una escalera de incendios. Ayer creí que intentabas ayudar a Helen manteniéndola lejos de la policía. Y ahora sospecho que tus intenciones eran mantenerla alejada del loro. —Bien, ahora el loro ha muerto… —empezó Mason. —¡Pero el loro está vivo! —interrumpió Drake—. Lo tienes en tu poder. Supongo que lo utilizarás como testigo… Quizás el asesino… Pero no veo la forma. Oye, Perry, ¿puede actuar de testigo un loro? —No lo sé —replicó Mason—. El detalle es muy interesante. Creo que no se le puede tomar juramento. Es decir: podría cometer perjurio. Drake quedóse un tanto sorprendido y dirigió una mirada de reojo a su amigo. —Continúa con tus bromas —dijo—. Si no quieres decirme la verdad, es inútil que insista. —¿Qué más sabes? —preguntó Mason, cambiando bruscamente de tema. —Algunas cosas. He tenido a un sinfín de hombres trabajando toda la noche. He procurado averiguar lo más posible acerca de la interferencia telefónica de la cabaña. Se me ocurrió que podríamos averiguar algo acerca de las conferencias interferidas consiguiendo una copia de la factura del teléfono. La línea tiene una central subsidiaria: pero no es probable que Sabin se hubiera entretenido en charlar por teléfono con sus vecinos. Sus relaciones estaban en la ciudad y, por lo tanto, había que estudiar las conferencias. —Buena idea, Paul. Mereces una felicitación. —¡Al diablo tus felicitaciones! —gruñó Drake—. Merezco dinero. Cuando recibas la factura vas a llevarte un susto de muerte. Tengo hombres que trabajan nueve horas diarias repartidos por todo el país. —Muy bien. ¿Cómo te hiciste con las facturas? —Uno de mis hombres se presentó en la central. Dijo que era detective y que, debido al crimen, era necesario desconectar la línea. Declaró que le habían ordenado que pagase la factura pendiente. La empleada cayó en la trampa y entregó la factura. Mi agente pidió que se aclarase minuciosamente lo relacionado con las conferencias a larga distancia. —¿Qué encontraste? —Algunas llamadas a su casa de la ciudad. Sin duda son las llamadas que hizo a su secretario. Otras fueron dirigidas particularmente a Richard Waid. Pero lo más curioso son las conferencias particulares a Reno. —¿A Reno? —Sí. Por lo visto hablaba diariamente con su mujer. —¿Acerca de qué? —preguntó Mason. —Eso ya es más difícil. Sin duda quería enterarse de la marcha del divorcio. Della Street, con el rostro empolvado y los ojos casi libres de huellas de llanto, entró en el despacho. Pareció asombrarse de ver allí a Drake. —Hola, Paul —dijo. —¡Basta de «holas»! —gruñó el detective—. ¿Le parece bien el trabajo que me ha encomendado? Della acercóse al detective y, apoyando una mano en su brazo, rogó: —No sea ogro, Paul. Al fin y al cabo sólo he hecho lo que el jefe deseaba. Drake se volvió hacia Mason. —Tú eres malo —dijo—, pero esta chica es mil veces peor que tú. Mason sonrió. —No hable con él, Della —dijo—. Esta mañana está padeciendo una terrible indigestión. —¿Ha encontrado a Helen Monteith? —Se le anticipó la policía. —¡Oh! —No se preocupe, Della. Llame a casa de Sabin. Que se ponga Richard Waid al aparato o Charles Sabin… Cualquiera de ellos. Diga que deseo verlos a los dos, lo antes posible, en mi despacho. Luego, mirando a Drake, el abogado preguntó: —¿Averiguaron tus hombres dónde fueron adquiridos esos cartuchos del cuarenta y uno? —No; pero la policía debe de saber ya quién los compró. Mason hizo un ademán de indiferencia. —Concéntrate en lo de Reno —dijo—. Averigua cuanto puedas acerca de lo que hizo la señora Sabin, y dame una copia de la factura de Teléfonos. —Bien —Drake se puso en pie—. Y recuerda que la próxima vez que te desentiendas de un asunto porque se pone difícil, yo también me desentenderé de él. Ser un hombre de paja no me molesta; pero que me trasladen a la primera línea de trincheras cuando las ametralladoras empiezan a hablar es una cosa muy distinta. Capítulo 9
Poco después de las once, Charles W. Sabin y
Richard Waid llegaron al despacho de Mason. Este no se entretuvo en circunloquios. —Tengo algunas noticias que les interesarán — dijo—. Como ya les anuncié ayer noche, he localizado a «Casanova». Estaba en poder de Helen Monteith, la joven con quien Fremont C. Sabin se casó adoptando el supuesto nombre de George Wallman. El loro fue muerto ayer noche o esta mañana. La policía cree que lo mató Helen Monteith. «¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!» Mason miró a los dos hombres y después inquirió: —Puede significar que el loro estaba presente en el momento en que mataron a mi padre —dijo Sabin—. Y Helen fue… Pero, ¿fue Helen? —Sin embargo, en la cabaña fue encontrado otro loro —indicó Mason. —Quizás el asesino cambió los pájaros —sugirió Waid. —Antes de que discutamos de eso, tengo que resolver con usted, señor Mason, algo de importancia vital —dijo Sabin. —Hable. Dejaremos para luego el pájaro. —He encontrado un testamento —anunció Charles. —¿Dónde? —¿Recuerda que se dijo que C. William Desmond había actuado como abogado de mi padre en ciertos asuntos referentes al divorcio? La noticia era nueva para mí. Hasta que Waid no me habló de ello no supe nada. »Lo cierto es que mi padre no quiso que Cutter, Grayson y Bright le representasen en el proceso de separación. —¿Hizo redactar a Desmond un testamento a la vez que le encargaba el arreglo de la cuestión económica del divorcio? —preguntó Mason. —Sí. —¿Cuáles son las cláusulas del testamento? — preguntó Mason. Charles Sabin sacó un cuaderno con tapas de cuero y dijo: —He copiado las cláusulas referentes a la disposición de la fortuna. Dicen así: »Y habiendo llegado a un acuerdo con mi esposa Helen Watkins Sabin, mediante el cual se conviene que ella recibirá la suma de cien mil dólares en concepto del total arreglo económico, y que dicha suma la cobrará cuando se hayan completado los trámites del divorcio y después de la entrega de una copia certificada del fallo del tribunal, dispongo que, en el caso de que yo muriese antes de que dicha suma de cien mil dólares fuera pagada a mi esposa, Helen Watkins Sabin, mi citada esposa recibirá, de la parte de mis bienes, la suma de cien mil dólares en efectivo. Si ésa fuese pagada a Helen Watkins Sabin antes de mi muerte, dispongo que no reciba nada más, ya que dicha cantidad de cien mil dólares basta para asegurar su vida y la compensa de toda reclamación que pudiera hacer sobre sus derechos a mis bienes. »Del resto de mis bienes, derechos y acciones que me correspondan a mi fallecimiento, instituyo herederos por partes iguales a mi querido hijo Charles W. Sabin, que durante muchos años ha mostrado una piadosa tolerancia hacia las excentricidades de un hombre que ha dejado de considerar el dólar como la meta principal de su existencia, y a mi querido hermano, Arthur George Sabin, que no sentirá ninguna alegría por ser nombrado mi heredero. Sabin levantó la vista del cuaderno, preguntando: —¿Podría el hecho de que mi padre hubiera muerto antes de haberse concedido el divorcio tener algún efecto sobre su testamento? —No —respondió Mason—. De acuerdo con la redacción del testamento, Helen Watkins Sabin queda excluida totalmente de él. Dígame algo del hermano de su padre. —No sé mucho de tío Arthur —replicó Charles Sabin—. No le he visto nunca; pero tengo entendido que es un excéntrico. Sé que después de haberse hecho rico, papá ofreció a su hermano una participación en sus negocios y que tío Arthur la rechazó, indignado. Entonces papá le visitó y la filosofía de la vida de tío Arthur le impresionó profundamente. Creo que parte del desapego que papá demostró hacia los negocios debióse a la influencia de tío Arthur. Y a eso creo que él se refiere en las cláusulas que he leído. Desde luego, estoy dispuesto a tomar algunas medidas en beneficio de la viuda de mi padre. —¿Se refiere a Helen Watkins? —preguntó asombrado Mason. —No. Me refiero a Helen Monteith o Helen Wallman, o como se llame. La considero la viuda legal de mi padre y mucho más digna de recompensa que la cazadora de fortunas que le hipnotizó. Por cierto, señor Mason, que Wallman es un apellido de familia. Mi verdadero nombre es Charles Wallman Sabin. Probablemente por eso lo utilizó papá. —Bien —asintió el abogado—. Debo comunicarle que Helen Monteith, como la seguiremos llamando, está detenida en San Molinas. Las autoridades piensan acusarla del asesinato de su padre. —Esa era una de las cosas que deseaba hablar — replicó Sabin—. Quiero que me diga francamente si la cree usted capaz de haber matado a mi padre. ¿Qué opina? —Estoy completamente seguro de que es inocente, pero existen pruebas circunstanciales que le van a ser difíciles de aclarar. Puede incluso, que nunca pueda hacerlo, a menos que descubramos al verdadero asesino. —¿Puede decirme alguna de esas pruebas? — preguntó Sabin. —En primer lugar tiene motivos. Debido a un engaño, se casó con un bígamo. Por menos han sido asesinados muchos hombres. Tuvo también la oportunidad y, por último, el arma. »Eso es lo malo de las pruebas circunstanciales. El acusador tiene la facilidad de organizar una investigación detallada. Descubre muchas cosas y elige sólo aquellas que, según él, son más significativas. Una vez se ha convencido de que la acusada es culpable, sólo considera importantes las pruebas circunstanciales. Los hechos en sí carecen de significado. Sólo cuenta la interpretación que se les da. —En casa hemos descubierto algunos detalles muy significativos —dijo Waid mirando a Charles Sabin—. ¿Piensa usted hablar al señor Mason acerca de la señora Sabin y de Steve? —Gracias, Richard, por habérmelo recordado — replicó Sabin—. Ayer noche, cuando usted se marchó, señor Mason, Steve Watkins y su madre se encerraron en la habitación de ella para decidir algo. A eso de medianoche salieron y todavía no han vuelto. El fiscal de San Molinas ha dispuesto la encuesta para las ocho de esta tarde. La ausencia de la señora Sabin resulta embarazosa para la familia. Considero de muy mal gusto su comportamiento. Mason, tras unos instantes de ensimismamiento, clavó su mirada en Waid. —¿Dijo al sheriff Barnes o al sargento Holcomb algo acerca del asunto que ventilaba usted en Nueva York para el señor Sabin? —No. Sólo les comuniqué lo imprescindible. Hasta ayer noche no dije nada a nadie. La señora Sabin me había pedido que guardase silencio. —¿Habló al sheriff acerca de haber recibido una llamada telefónica del señor Sabin a las diez de la noche? —Sí. Consideré que podía hacerlo sin traicionar la confianza que se había puesto en mí precisamente. —¿Parecía contento el señor Sabin cuando habló con él? —Mucho. Creo que jamás le oí hablar tan alegremente. Después de saber lo ocurrido, lo comprendo mejor. Acababa de enterarse de que al día siguiente la señora Sabin iba a obtener el divorcio, lo cual le permitía casarse con la señorita Monteith. Es indudable que la señora Sabin le había comunicado la marcha que siguió el proceso del divorcio. —¿Sabía usted que el señor Sabin pasaba algún tiempo en San Molinas? —preguntó Mason. —Sí —admitió Waid—. Me telefoneó varias veces desde allí. —Yo también lo sabía —intervino Sabin—. Aunque ignoraba las causas de su estancia. Papá era un poco raro en sus cosas. A veces se instalaba en un lugar, cambiaba de nombre y se mezclaba con los extraños. —¿Sabe por qué lo hacía? —inquirió Mason—. ¿Qué fines perseguía con ello? —Lo ignoro. Para comprender el carácter de mi padre deben tenerse en cuenta muchas cosas. Había reunido una gran fortuna y ya no podía ganar nada aumentando más su capital. Eso le predispuso a un cambio de carácter y a mirar la vida desde otro punto de vista. Tío Arthur fue el encargado de hacerle cambiar del todo. Mi tío vivía en Kansas cuando, hace dos o tres años, mi padre fue a verle. Sé que sus filosofías causaron profunda impresión en papá. Cuando volvió a casa dijo que éramos demasiado ambiciosos; que considerábamos el dólar como la meta de nuestra vida, y que esa meta era completamente falsa; que el ser humano debiera esforzarse, sobre todo, en desarrollar su carácter. —Muy interesante —admitió Mason—. Y, a propósito, ¿cuántos vivían en la casa? —Sólo el señor Waid y yo. —¿Y los criados? —Un ama de llaves. Nada más. Cuando la señora Sabin marchó de viaje, despedimos a toda la servidumbre. De momento no comprendí las intenciones de mi padre al hacer tal cosa; pero ahora me doy cuenta de que lo hizo sabiendo que Helen Watkins Sabin no volvería. Su intención era cerrar la casa. —¿Y el loro? —preguntó Mason—. ¿Se llevaba su padre el loro en sus viajes? —Casi siempre lo tenía con él. No obstante, a veces lo dejaba. Casi siempre con la señora Sabin. Por cierto que ella quería mucho al pájaro. Mason volvióse hacia Waid. —¿Tenía Steve algún motivo para asesinar al señor Sabin? ¿Le odiaba? —Steve no pudo asesinar al señor Sabin — declaró firmemente Waid—. Sé que el señor Sabin estaba vivo a las diez de la noche del lunes, cinco de septiembre. Steve y yo marchamos a Nueva York inmediatamente después de recibir la llamada. No llegamos a Nueva York hasta el martes por la tarde. Tenemos, pues, una diferencia de cuatro horas, unidas a la diferencia en el horario solar. En aquel momento, el abogado anunció: —La copia del fallo del divorcio que recibió usted en Nueva York de mano de la señora Sabin es falsa. —¿Qué? —preguntó sobresaltado Waid—. Óigame, señor Mason. Ese certificado fue admitido por los abogados del señor Sabin en Nueva York. —En su forma completamente legal —admitió Mason—. Se tuvo en cuenta hasta el menor detalle. Una perfecta falsificación; pero, de todas formas, el documento fue falsificado. —¿Cómo lo ha descubierto? —preguntó Charles. —Ordené que se examinaran los archivos del tribunal. Entregué una de las copias fotográficas del documento a un detective que marchó a Reno en aeroplano. Fue una precaución rutinaria. Con gran sorpresa averigüé que no se sabía nada del divorcio del señor Sabin. —¡Dios mío! —exclamó Charles Sabin—. ¿Qué beneficios esperaba obtener esa mujer con semejante falsificación? Tenía que saber que acabaría descubriéndose. —De no producirse el crimen, a nadie se le hubiese ocurrido consultar los archivos del tribunal. La copia se habría aceptado como buena y la falsificación hubiese sido excelente. —¿Con qué objeto pretendía apoyarse en una falsificación? —preguntó Sabin. —No lo sé. Puede haber unas cuantas explicaciones. Una de ellas es la de que su matrimonio con el padre de usted puede no ser todo lo legal que nos hemos figurado. —¿Y eso podía impedirle presentar la demanda de divorcio? —preguntó Waid. —Sí. Porque, contra lo que opinaba y deseaba el señor Sabin, se hubiera hecho publicidad en torno al asunto. Los periódicos tienen en Reno gente especializada en investigar los procesos de divorcio. Su principal interés es descubrir si alguna estrella cinematográfica está en Reno bajo su verdadero nombre, y sin descubrir su identidad cinematográfica, para obtener, así, su separación. Si Helen Watkins Sabin tenía otro esposo todavía vivo y del que jamás se hubiera divorciado… es natural que no quisiera ninguna publicidad. Estaban en juego cien mil dólares, que son una cifra muy bonita. —Entonces, si el segundo matrimonio de mi padre fue ilegal, ¿qué hay del que se celebró en México con Helen Monteith? —Acaba usted de tocar el verdadero problema —sonrió Mason. —¿Cuál es la respuesta? —preguntó un tanto intrigado Sabin. —Depende mucho de lo que nos diga Helen Watkins Sabin en el banquillo de los testigos. Le aconsejo que asista esta noche a la encuesta que se celebrará en San Molinas. Creo que el sheriff está dispuesto a que se lleve una completa investigación. Pueden descubrirse algunos detalles interesantes. El teléfono privado de Mason, cuyo nombre no figuraba en la guía telefónica, sonó agudamente. Mason levantó el receptor, y hasta él llegó la voz de Paul Drake, que preguntaba: —¿Estás ocupado, Perry? —Sí. —¿Hay ahí alguien relacionado con el caso? —Sí. —Será mejor que encuentres la manera de reunirte conmigo fuera de tu oficina. —No es necesario. Los clientes que están conmigo terminan ya su consulta. Te podré ver dentro de unos minutos. Mason colgó el receptor y, tendiendo la mano a Sabin, declaró: —Me alegro mucho de saber lo del testamento. —¿Nos avisará si descubre algo nuevo? —Sabin vaciló, añadiendo después —: Sobre todo referente a Helen Watkins Sabin. —Sin duda está escondida en espera de ver lo que se decide de una vez acerca del falso certificado de divorcio. —No lo creo —replicó Sabin—. Nunca se pondrá a la defensiva. Estará preparándonos algo malo. Mason les acompañó hacia la puerta. —Ya observo que es una mujer enérgica —dijo. Mason permaneció en la puerta, viendo salir a sus clientes. Cuando desaparecieron éstos, llegó el detective Drake. —¿No hay peligro? —preguntó. —No. Acabo de celebrar una conferencia con Charles Sabin y Richard Waid, el secretario. ¿Qué sabes, Paul? —La última conferencia que se celebró desde la cabaña tuvo lugar en la tarde del lunes, día cinco, a eso de las cuatro. Creo que el secretario ha dicho que cuando Sabin le llamó a las diez de la noche, dijo que el teléfono perteneciente a la cabaña estaba estropeado. ¿No es cierto? Mason asintió. —Entonces, si el teléfono no funcionaba, Sabin no pudo telefonear ni recibir llamadas. ¿Entiendes lo que quiero decir? —No. Continúa y explícate mejor. —Bien. Algo ocurrió que hizo que Sabin enviase a Waid a Nueva York. Ignoramos qué era ese algo. Tampoco sabemos desde qué teléfono público llamó Sabin. Sin duda lo hizo desde el más cercano a su cabaña. Lo sabremos cuando repasemos todas las llamadas; pero supongamos que estaba a veinte minutos o media hora de la cabaña. —¿Y qué? —Sencillamente. Si el teléfono no funcionaba y Sabin ordenó a Waid que fuese a Nueva York, es indudable que entre las cuatro de la tarde y las nueve de la noche, Sabin se enteró de que su mujer estaría en Nueva York en la noche del miércoles, día siete, con la copia del certificado de divorcio. »Pues bien, ¿cómo se enteró de eso? Si el teléfono estaba estropeado no pudo saberlo por medio de él. Tampoco lo sabía a las cuatro. En resumen, Perry, la información que le movió a telefonear a Waid tuvo que serle suministrada personalmente por alguien que fue a la cabaña. —O que envió a Sabin un mensaje —dijo Mason —. Es una buena idea, Paul. Creo que no sabemos si el teléfono dejó de funcionar inmediatamente después de las cuatro. —No, no lo sabemos; pero tampoco es lógico que el teléfono funcionara hasta que Sabin recibió el aviso de que el divorcio marcha bien, y se estropease en seguida, impidiendo al hombre utilizarlo para avisar a Waid. —Olvidas que la línea estaba interferida — recordó Mason—. Los que estaban escuchando las conferencias pudieron inutilizar la línea en cuanto quisieron. —¿Con qué objeto? —¡Quién sabe! —dijo Mason. —De todas formas creo que te interesará saber a quién fue dirigida la llamada de las cuatro. —Mucho. ¿A quién? —A Randolph Bolding, el perito calígrafo. —¿Para qué diablos quería hablar Sabin con Randolph Bolding? —¿No crees que pudo haber examinado el certificado de divorcio y sospechar que era falso? —No. Su documento lleva fecha seis. Si lo hubiera visto el día cinco habría comprendido en seguida que se trataba de una falsificación. —Es verdad —admitió Drake. —¿Has hablado con Bolding? —inquirió Mason. —Lo ha hecho uno de mis hombres —sonrió el detective—. Bolding lo despidió con cajas destempladas, diciendo que sus relaciones con Sabin eran un secreto profesional. Por lo tanto, he creído que lo mejor sería que fueses tú a verlo y le convencieses para que se porte bien con nosotros. Mason alcanzó su sombrero, anunciando: —¡Ahora mismo! Capítulo 10
La expresión de Randolph Bolding hubiera sido
calificada por Mason como una «gravedad profesional sintética». Todos sus ademanes y gestos estaban calculados para causar un determinado efecto en quienes le escuchaban. Es decir: para convencerles de que era uno de los genios de una ciencia exacta. —¿Cómo está usted, señor Mason? —preguntó, saludando profundamente. Mason entró en el despacho y sentóse en un sillón, Bolding cerró la puerta y fue a acomodarse al otro lado de la suntuosa mesa de despacho, arreglándose el traje y colocando bien los papeles de encima de la carpeta. Luego sustituyó un secante, dando con todo ello tiempo a Mason para que contemplara las copias fotográficas de firmas dudosas que adornaban las paredes. —¿Hacía usted algún trabajo para Fremont C. Sabin? —preguntó Perry. Bolding levantó la vista, como asombrado de lo súbito de la pregunta. Sus ojos eran expresivos. —Prefiero no contestar a su pregunta —dijo. —¿Por qué? —Mis relaciones con mis clientes son, como en el caso de usted, un secreto profesional. —Represento a Charles Sabin —declaró Mason. —Eso no significa nada para mí. —Como heredero de Fremont C. Sabin, él tiene derecho de conocer los informes que usted posea. —No lo creo. —¿A quién los comunicará usted? —A nadie. Mason cruzó las piernas, arrellanóse en el sillón y al fin dijo: —Charles Sabin opina que sus honorarios son demasiado elevados. Me ha encargado que se lo comunique a usted. —No he presentado ninguna factura —dijo. —Lo sé; pero el señor Sabin opina que es muy elevada. —¿Qué quiere decir? —Sabin ha sido nombrado ejecutor testamentario de su padre. —Pero, ¿cómo puede decir que los honorarios son demasiado elevados si aún no sabe a cuánto ascienden? Mason se encogió de hombros. —Eso tendrá que discutirlo con Charles Sabin. Ya sabe usted cómo se llevan a cabo esos asuntos, Bolding. Si una testamentaría aprueba una factura presentada al cobro, esa factura se paga. Si no la acepta, hay que presentar demanda judicial y probar los derechos del acreedor. Por si no lo sabe, le diré que el camino es muy largo. Bolding clavó la vista en el secante. Mason desperezóse, bostezó ruidosamente y dijo: —Bien, me marcho. Tengo muchas cosas que hacer ahora. —Un momento —llamó Bolding, cuando el abogado se disponía a dirigirse hacia la puerta—. Ese comportamiento no es justo. —Quizá no —asintió, indiferente, Mason—. Sin embargo, Sabin es mi cliente y esas son sus palabras. Ya sabe usted cómo son los clientes. Tenemos que seguir sus instrucciones y caprichos. —Eso es jugar sucio —declaró el perito. —De ninguna manera. —¿Por qué no? —Porque usted no presenta una factura a Fremont C. Sabin, por el trabajo que realizó para él: usted presenta una factura a los herederos. —Yo no tengo ninguna culpa de que un cliente mío se muera antes de haber llevado a cabo sus correspondientes planes. —De acuerdo. Pero la pérdida será suya, no nuestra. Usted ha perdido un cliente. —De acuerdo con la Ley, merezco una compensación por mis servicios. Mil dólares no es mucho cargar por el trabajo que he realizado. —Como usted quiera. Presente la factura. Yo sólo he querido advertirle amistosamente de que Sabin la encuentra exagerada. Seguramente buscará un par de técnicos que estarán deseando afirmar, bajo juramento, que sus honorarios son exagerados. —¿Es un chantaje? —No: es una advertencia. —¿Qué desea? —¿Yo? —preguntó asombrado Mason—. Yo no deseo nada. —¿Qué desea Sabin? —Lo ignoro. Ya hablará con él cuando presente su factura. Entonces puede preguntárselo. —No le preguntaré nada. —Perfectamente. Sabin opina que trata usted de robarle. Dice que realizó un trabajo por cuenta del señor Sabin, no de sus herederos. —Lo hago por sus herederos. —No lo veo así. —Para comprenderlo, tendría que saber de qué se trata —dijo Bolding. —Es verdad. Si conociera todos los detalles, sin duda opinaría de distinta forma el señor Sabin. Como no los conoce ni es probable que llegue a conocerlos… tiene forzosamente que encontrar exagerada su factura. —Me coloca usted en una situación muy difícil, Mason. El abogado fingióse sorprendido. —¿Yo? ¡Pero si yo creí que era usted quien se colocaba en una situación difícil! Bolding retiró su sillón giratorio, dirigióse a un archivo de acero y, furioso, abrió uno de los cajones de la parte superior. —¡Está bien! —gruñó—. ¡Ya que se pone en esa tesitura…! Sacó una carpeta y regresando a la mesa, extendió sobre ella una serie de documentos. —Richard Waid era el secretario de Fremont C. Sabin. Tenía autorización para firmar cheques de hasta cinco mil dólares. Los de más de cinco mil debían ir firmados por Sabin. En este archivo tengo cheques falsificados por más de dieciséis mil quinientos dólares. Están firmados al parecer, por Sabin. La falsificación es tan perfecta, que el Banco no tuvo inconveniente en pagarlos. —¿Cómo se descubrió? —Lo descubrió Sabin al repasar su cuenta bancaria. —¿Cómo no los descubrió Waid? —Porque Sabin tenía la costumbre de extender cheques bastante a menudo sin comunicarlo a su secretario. —¿Se enteró Waid de la falsificación? —No. El señor Sabin deseaba mantenerlo secreto, pues sospechaba que se hallaba complicado en el asunto, alguno de sus familiares. —¿Cómo? —Será mejor que le lea la carta que me escribió el señor Sabin. En ella se explican las cosas claramente. Bolding abrió una carta escrita a máquina y leyó la segunda página: Creo que le será difícil notar en la firma de los cheques ninguna de las características caligráficas del falsificador. Sin embargo, sospecho que los endosos son también falsos y que ellos le permitirán averiguar algo más. Por otra parte, le adjunto una carta escrita por Steve Watkins. Como ese joven es hijo de mi esposa, comprenderá usted que el asunto debe ser considerado estrictamente confidencial. En modo alguno debe darse la menor publicidad periodística al caso. El Banco ha prometido guardar el secreto. Por lo tanto, si llegara a saberse algo, la indiscreción sólo podría proceder de usted. Tan pronto como haya llegado a una solución, sírvase avisarme por teléfono. El lunes, día cinco, estaré en mi cabaña, donde permaneceré varios días. —¿A qué conclusión llegó usted? —preguntó Mason. —Los cheques son falsificaciones muy hábiles. Las firmas se hicieron a vuela pluma, por un atrevido falsificador. Son imposibles de identificar. No hay en ellas nada de la lenta escritura del falsificador torpe. Tales firmas pueden parecer perfectas a simple vista, pero examinadas por medio del microscopio difieren mucho de la forma trazada rápidamente. —Comprendo —asintió Mason. —Las firmas falsificadas pueden deberse a Steve Watkins. No lo sé. Sin embargo, creo que los endosos no pueden haber sido firmados por él. Tienen todas las características de las firmas verdaderas, aunque sean falsas. —¿Cómo fueron cobrados esos cheques? —Por medio de diversos Bancos. Y siempre de la misma forma: una persona abrió una cuenta corriente, la dejó allí durante un par de semanas y luego retiró de una vez el dinero. En todos los casos las referencias, direcciones y nombres fueron falsos. —¿Y no cree que pudiera hacerlo Watkins? —Con franqueza… no. Por lo menos el endoso. En cuanto a la falsificación de la firma, ya he dicho que no puedo asegurarlo. —¿Le dijo todo eso al señor Sabin? —Sí. —¿Cuándo? —El viernes, dos de septiembre. Estaba en la ciudad y me visitó. —¿Qué más? —Me dijo que reflexionaría sobre el asunto y que ya me daría alguna respuesta. —¿Lo hizo? —Sí. —¿Cuándo? —A eso de las cuatro de la tarde del lunes, cinco de septiembre. Era fiesta, pero casualmente yo me encontraba en mi despacho. Sabin me puso una conferencia. —¿Le notificó dónde se encontraba? —Sí; en la cabaña. —¿Qué le dijo? —Explicó que había estado reflexionando sobre el asunto de las falsificaciones y que me enviaba otras muestras de escrituras por Correo aquella tarde. —¿Recibió usted la carta? —No. —¿Cree que no la echó al Correo? —Creo que es una suposición muy lógica. —¿Sabe por qué no lo hizo? —No. Tal vez cambiase de idea o lo dejase para más tarde, o tomase alguna medida… o llegase a algún arreglo… En fin, suponga lo que mejor le parezca. —¿Por qué sospecha que se pudo llegar a un buen arreglo? —Por ciertos detalles que no puedo revelar. —Bien —asintió Mason—. Creo que sus servicios han sido muy beneficiosos a los herederos. Aconsejaré a la testamentaria que abone su factura. —Muchas gracias —contestó Bolding sin entusiasmo. —Si necesita dinero, puedo anticipárselo. —Se lo agradecería. —¿Era de mil dólares su factura? —De mil quinientos —contestó Bolding. —Deberé hacerme cargo de los cheques falsificados para presentárselos al administrador de los bienes. —Claro. Mason sacó su libro de cheques, extendió uno por mil quinientos dólares, anotando en el dorso un extracto de la factura de Bolding, y se lo tendió a éste, que lo guardó. Después el perito metió en un sobre los cheques falsificados y las cartas y se los entregó al abogado. Se levantó y fue a abrir la puerta del despacho. Mason oyó el rápido taconeo de unos zapatos de mujer. Echóse hacia atrás a fin de quedar oculto tras la puerta y oyó a Helen Watkins que decía dirigiéndose al perito: —Apuesto a que no creyó usted que volviese con el dinero, ¿verdad, señor Bolding? Bien, aquí lo tiene. Mil dólares en diez billetes de a cien. Extiéndame un recibo y déme los documentos… —Perdone, señora: tenga la bondad de pasar por la oficina —rogó Bolding—. Tengo un cliente. —Su cliente puede salir cuando guste —replicó la mujer—. No tiene que preocuparse de mí. Se disponía usted a despedirlo. Puede hacerlo en mi presencia. Penetró en el despacho, y, al volverse, encontróse frente a frente con Mason. —¡Usted! —exclamó. Mason hizo una inclinación de cabeza. —¿Qué hace aquí? —preguntó Helen Watkins. —Reunir pruebas —explicó el abogado. —¿Pruebas de qué? —Pruebas acerca de cuál pudo ser el motivo del asesinato de Fremont C. Sabin. —¡Bah! ¡El señor Bolding no tiene tales pruebas! —Eso quiere decir que sabe lo que tiene. —No he venido a que se me interrogue —replicó Helen Watkins—. Tengo que resolver algunos asuntos particulares con el señor Bolding y no me interesa que se halle usted delante. —Como guste. —Y Mason le dirigió otro profundo saludo, saliendo del despacho. Apenas había llegado al ascensor, oyó un violento portazo. Al volverse vio llegar a la carrera a la señora Sabin. Su aspecto era terrible. —¡Le ha sacado usted los documentos a Bolding! —acusó. —Sí. —Le sobornó con quinientos dólares más y se ha apoderado de esos papeles. ¡No tiene derecho a ellos! ¡Soy la viuda de Fremont! Me pertenece todo cuanto se relaciona con los bienes de mi difunto esposo ¡Déme en seguida lo que ha obtenido engañando a ese hombre! —Existen ciertas dudas acerca de quién es el heredero de Fremont C. Sabin —repuso Mason—. Y también existen dudas de que usted sea la viuda de Fremont. —Si se cruza en mi camino, se arrepentirá. Quiero esos documentos y los conseguiré. Se ahorrará molestias entregándolos ahora. —No deseo ahorrarme ninguna molestia. Con los ojos relucientes de odio, la señora Sabin declaró: —Sé que pretende acusar de algo a Steve. No lo logrará. Se lo advierto. —¿De qué puedo acusarle? —Ya lo sabe: de esas falsificaciones. —Nada de eso, señora. Sólo pretendo reunir pruebas. Me hago cargo de ellas. —No tiene autoridad para ello. Yo soy la más indicada. —¡Oh, no! Podría usted perder los cheques falsificados. Y si no pudiera encontrarlos de nuevo, nos causaría un grave contratiempo, ya que sin la menor duda, el autor de las falsificaciones lo es también del crimen. —¡Bah! La autora del crimen es Helen Monteith. Aunque estoy convencida de que es usted capaz de acusar a Steve a fin de salvarla. —Desde luego —declaró Mason. —¿Me entrega esos cheques? —No. —Lamentará no haberlo hecho. —A propósito —observó amablemente el abogado—; esta noche se celebra una encuesta en San Molinas. Creo que el sheriff tiene una citación para usted. —Recuerde que toda propiedad de un difunto pasa a serlo… —empezó Helen Watkins Sabin. —¿Considera usted que un cheque falsificado sea una propiedad? —preguntó Mason. —De todas formas los quiero. —Comprendo que los quiera —observó afablemente Perry. —¡Oh! —gritó la mujer—. ¡Es usted un… un…! Lanzóse contra el abogado, tratando de arrebatarle el sobre. Mason la rechazó fácilmente. —Eso no la va a llevar a ninguna parte, señora Sabin —dijo. Una luz roja se encendió al detenerse el ascensor. Abrióse la puerta y Mason entró en la cabina. —¿Baja usted, señora? —preguntó el encargado del ascensor. —¡No! —gruñó la mujer, volviendo la espalda y dirigiéndose de nuevo al despacho de Randolph Bolding. Mason llegó a la planta baja y, en su auto, dirigióse a una estafeta de Correos. Selló cuidadosamente el sobre que contenía los cheques falsificados y lo dirigió al sheriff Barnes, de San Molinas. Después lo franqueó y lo echó al buzón. Aquella gestión sería sin duda productiva. Capítulo 11
Perry Mason, Della Street y Paul Drake iban en el
asiento delantero del coche del abogado. El loro iba detrás, con la jaula parcialmente cubierta por una manta. Consultando su reloj, Drake observó: —Vas a llegar muy pronto, Perry. —Quiero hablar con el sheriff y con Helen Monteith. Mientras Mason se dirigía hacia la carretera, Drake observó: —Parece que estuviste acertado en tus suposiciones. Es muy posible que Helen Watkins no llegara jamás a divorciarse de Rufus Watkins… Hemos encontrado un testigo que afirma haber oído decir a Helen que no se había separado de su primer marido. Eso fue unas semanas antes de entrar al servicio de Fremont C. Sabin. —¿No crees que pudiera divorciarse más tarde? —preguntó Mason. —No lo sé, Perry. No obstante, sospecho que no. Vivía en California y hubiera tenido que esperar un año para poderse volver a casar. Esto no entraba en sus proyectos. Antes de tres semanas de trabajar para Sabin ya tenía sus planes acerca de él. —¿Y Rufus Watkins? ¿No pudo haberse puesto de acuerdo con él para obtener el divorcio? —Es posible —dijo Drake—. Pudo haberlo hecho, pero no antes de casarse con Sabin, y por entonces Rufus estaba en condiciones de someterla a un pequeño chantaje. —¿Es una suposición o tienes alguna prueba? —Aún no puedo asegurarlo; pero parece que vamos a tener algunas pruebas. Nos han dicho que la cuenta bancaria de Helen Watkins muestra algunos cheques pagados a Rufus W. Smith. Estamos tratando de aclarar ese punto y de averiguar quién es Smith. —Buen trabajo, Paul. Con eso ya podemos emprender algo. —También se ha descubierto algo malo contra Helen Monteith —siguió Drake—. Tengo entendido que han encontrado un testigo que la vio cerca de la cabaña a eso del mediodía del seis. —Mala cosa. —Quizá sea un simple rumor. Lo recogió mi agente en San Molinas. —En cuanto lleguemos a ver al sheriff tal vez se preste a poner sus cartas sobre la mesa. —Ella no puede ser culpable, jefe —intervino Della Street—. Le amaba. —Lo sé —replicó Mason—; pero no cabe duda de que se están acumulando contra ella una cantidad enorme de pruebas circunstanciales. También tenemos un bonito problema legal. Si es realmente la viuda de Fremont C. Sabin, heredará una parte de la fortuna de su marido, ya que el testamento no tiene valor con respecto a ella. —¿Cómo es eso? —preguntó Drake. —Un testamento queda invalidado por el subsiguiente matrimonio del testador. Además, todo testamento en que no se mencione a la esposa, y en que se advierta que la omisión no ha sido mencionada, está sujeto a invalidación. Cuanto más nos metemos en este asunto, más probabilidades nos ofrece el momento. Desde luego está complicado. Recorrieron varios kilómetros en silencio, hasta que, de pronto, desde el interior del coche se elevó una voz gutural que gritaba: —¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado! —En este caso tenemos dos sospechas —dijo Drake—. Y las dos se llaman Helen. Perry, si presentas ese loro como prueba de que Helen Watkins es la autora del disparo, el fiscal puede volver contra ti la prueba diciendo que fue Helen Monteith la asesina. Sonriendo, Mason replicó: —Este loro será mejor testigo de lo que tú te imaginas, Paul. ***
El sheriff Barnes tenía un despacho en el lado sur
del viejo edificio del Tribunal. El sol de la tarde, penetrando por las ventanas, iba a caer en los viejos muebles y en el suelo, cubierto de linóleo, que en varios puntos aparecía completamente gastado. Las paredes estaban adornadas con retratos de numerosos reclamados por la Justicia. Otra de las paredes estaba ocupada por una vitrina en que se veían, entre armas homicidas, los datos relativos a crímenes célebres. Barnes sentábase frente a una mesa de despacho de cubierta ondulante, en un viejo, pero cómodo, sillón giratorio. Mientras Perry Mason hablaba, el sheriff sacó de un bolsillo del pantalón una pastilla de tabaco de mascar y con un cuchillo de hoja gastada por sucesivos vaciados cortó un trozo de ella. Cuando Mason hubo terminado, el sheriff permaneció silencioso durante varios minutos. —¿Son ésos todos los datos que posee? — preguntó al fin. —Es el sumario de todo —dijo Mason—. Mis cartas están sobre la mesa. —No debió haber hecho eso de la factura de Teléfonos —reprendió Barnes, mirando a Drake—. Nos dio bastante trabajo el conseguir un duplicado. Nos hizo perder mucho tiempo. —Lo siento —dijo Mason—. Fue culpa mía. Cargo con la responsabilidad. No me disculpo. El sheriff balanceóse lentamente. —¿Qué conclusiones ha sacado usted? —Aún no estoy en condiciones de sacar ninguna conclusión. Preferiría esperar hasta que terminase la encuesta. —¿Cree que entonces podrá llegar a alguna? —Creo que sí, con tal de que me permitan interrogar a los testigos. —Eso debe decidirlo el fiscal, ¿verdad? — preguntó Barnes. —Desde luego —asintió Mason—. Pero creo que el fiscal hará lo que usted le sugiera qué es más conveniente en beneficio de la Justicia. —Sospecho que el juez preguntará al fiscal qué debe hacerse —observó Barnes. —En ese caso estamos perdidos —dijo Perry—. Por ello dije que no quería sacar conclusiones, empieza a interpretar los hechos a la luz de sus convicciones y deja de ser un juez imparcial. Eso es lo que le ha ocurrido a Raymond Sprague. Ha llegado a la conclusión de que yo trato de desviar la acción de la Justicia, por lo cual su labor debe consistir en cerrarme el paso. También ha llegado a la conclusión de que Helen Monteith es culpable de asesinato. Por lo tanto, interpretará todos los hechos para lograr la condena de mi defendida. —Es usted un poco duro con Sprague. —No. Al fin y al cabo sólo le considero humano. El sheriff siguió mascando su tabaco y, al fin, asintió con la cabeza. —Una de las cosas que peor encuentro en el sistema judicial de nuestra patria es la forma que se tiene de valorar la eficiencia de un fiscal de distrito. El Estado conserva los datos de todos los procesos criminales de los distintos condados. Miden la eficacia de un fiscal por el porcentaje de condenas que logra. Eso no es justo. Si yo tuviera que medir la capacidad de un fiscal de distrito, procuraría averiguar los esfuerzos que hubiese realizado para convencerse de la inocencia de un acusado en vez de tener en cuenta lo que hubiera llevado a cabo para obtener la condena de todo aquel que se sentara en el banquillo. Considero mi teoría lógica. Paul Drake iba a decir algo, pero Mason le indicó con un gesto que permaneciera callado. —Como es lógico, Raymond Sprague ha de pensar en su carrera —siguió el sheriff—. Sprague es un buen muchacho, quiere progresar políticamente. Sabe que el día que desee establecerse como abogado, la gente estudiará sus éxitos como fiscal. »Mi caso es distinto. Yo soy sheriff y nada más. Sé que puedo ejercer un poder y quiero utilizarlo honradamente para todos. No deseo que se condene a un inocente. —En ese caso, ¿no cree usted que sería mejor y más honrado para todos que la culpabilidad o la inocencia se estableciese en la encuesta del fiscal? De esta forma, tal vez no llegue a ser necesario llevar el proceso ante el jurado. Si Helen Monteith no es inocente, el fiscal sólo puede obtener beneficios de mi exposición de los hechos. Si lo es, también sale beneficiado, ya que de esa forma se ahorrará el llevar un caso al tribunal con el resultado de que se dicte un veredicto de culpabilidad. —En la encuesta usted no presentará objeciones continuas ni entorpecerá su marcha, ¿verdad? —No lo haré —prometió Mason al sheriff. —Bien —replicó éste—. Veré lo que consigo. —Preferiría que no intentase nada con Sprague —indicó Mason—. Mi juego sólo se lo he descubierto a usted. —Eso no —protestó Barnes—. Colaboro con el fiscal del distrito y, por lo tanto, debe saberlo todo. Quizá se muestre dispuesto a darle una oportunidad. Quizá no. Si accede será por creer que, dándole la suficiente cuerda, usted mismo se ahorcará. —Perfectamente —asintió Mason—. Venga la cuerda. —Tendrá que obrar con tacto —recomendó Barnes—. A Sprague no le gustaría que pareciese que todas las pruebas eran aportadas por usted. —Entiendo —asintió Mason—. Haré ver que colaboro con el fiscal. Y la realidad de este detalle depende por completo de Sprague. Barnes miró por la ventana. Tiró a la escupidera el tabaco ya mascado y dijo: —Veremos lo que se puede hacer. Lo que a usted le interesa es que se aporten a la encuesta todas las pruebas existentes, ¿no es así? —Exacto —asintió Mason—. Y me gustaría hacerlo de forma que el jurado creyese que yo trato de ayudar al fiscal. Como ya he dicho, cuando la gente se forma una idea lo interpreta todo de acuerdo con lo que ha pensado. Esa verdad se aplica a las cosas que están ocurriendo ahora. Dentro de un tiempo miraremos hacia atrás y nos asombraremos de que la gente no se diera cuenta de la terrible significación de los acontecimientos políticos. Dentro de veinte años, hasta el más estúpido colegial sabrá apreciar la importancia de esos síntomas y de los resultados que, inevitablemente, tenían que producirse. Pero ahora tenemos veinte millones de electores que opinan de una forma y veinticinco que piensan de otra. Y los dos bandos creen interpretar bien los hechos. —Dentro de una hora le contestaré —dijo el sheriff—. Tengo que hablar con el coroner y el fiscal. Particularmente estoy a su lado, Mason. No estoy encargado de la acusación, sino de la investigación criminal. Se ha cometido un crimen en mi territorio. Haré lo posible por descubrir al asesino. Creo que se ha dejado usted influir al considerar inocente a Helen Monteith. Yo, en cambio, la creo culpable. Como es lógico, procurará defender a su cliente. Por otra parte, tiene usted mucha más experiencia que yo en estos asuntos. Por ello aceptaré, agradecido, toda la ayuda que pueda prestarme. Barnes interrumpióse un momento, inquiriendo después: —Bien, tendrá que acompañarme a la cárcel y sólo usted podrá hablar con ella. Los demás no deben entrar. Mason asintió.
***
Mason entró en la oficina de la cárcel. Barnes le
precedía. La atmósfera estaba cargada del pesado y dulzón olor de los desinfectantes que se utilizan en dichos lugares. También flotaban en el ambiente las emanaciones psíquicas de los abatidos prisioneros. Esto ejercía un deprimente efecto sobre quienes no estaban ya inmunizados. —Está en su celda de detención. La celadora es la esposa del carcelero. Voy a buscarla. Puede usted esperar mientras en el despacho. Mason tuvo que aguardar unos cinco minutos antes de que llegase Helen Monteith acompañada de la celadora. —¿Qué desea? —preguntó Helen, dejándose caer en una silla. —Deseo ayudarla, si puedo. —Me parece que no podrá. Estoy metida en un lío terrible. La mujer del carcelero anunció: —Esperaré en la puerta. —Márchese y cierre —indicó el sheriff—. Deje que hablen a solas. Cuando la puerta estuvo completamente cerrada, Mason pidió: —Cuéntemelo todo. Helen parecía agotada física y moralmente. —¿Para qué? —preguntó—. Fui demasiado feliz… eso es todo. Nada me importa ya. Cuando acabe esto habré perdido mi empleo. El único hombre a quien he amado ha muerto. Me acusan de que yo lo maté y… —Haciendo un esfuerzo rechazó las lágrimas. —No, no lloraré. Cuando una mujer de mi edad llora, lo hace casi siempre para ganarse la simpatía de los demás. —¿Por qué se separó usted de Della Street? —Porque deseaba destruir las cartas de «mi marido» —contestó Helen con cierto desafío en la voz. —Puede que al fin resulte haber sido su esposo legal —dijo Mason—. Han surgido ciertas dudas acerca de la validez del matrimonio de Sabin con Helen Watkins. Si usted nos ayuda podremos hacer algo. —No puede usted hacer nada. Tienen todos los triunfos contra mí. Aún no le he dicho lo peor. —¿Qué? —El martes, día seis, fui a la cabaña. —¿Por qué? —Fue un viaje sentimental. Nadie me creerá ni comprenderá mis motivos. Para ver las cosas desde mi punto de vista es necesario, sin duda, estar enamorada como sólo se puede estar después de una gran desilusión en la vida. Subí allí porque en aquel sitio había sido muy feliz. Deseaba bañarme en el aura de sol, de aromas de pinos y de paz que allí se encuentra. Las ardillas eran tan cariñosas y los azulejos tan atrevidos… deseaba revivir la felicidad que gocé. —¿Por qué no confesó ese detalle a la policía? —No quise parecer ridícula. Lo mismo ocurre con las cartas de amor. Son tiernas, sagradas, maravillosas, cuando se leen en privado. En cambio, cuando se leen ante un tribunal resultan horribles. —Alguien la vio por los alrededores de la cabaña. —Sí, fui multada por ir demasiado de prisa. Eso dijo la policía. Creo que en realidad el hombre sólo buscaba completar la lista de arrestos diarios. Fue una curva muy pronunciada. Dijo que allí no se podía ir a más de veintidós kilómetros por hora y yo iba a cuarenta… Tomó el número de mi auto, me dio un volante para que lo firmase. Lo han descubierto y con ello aumentan las sospechas sobre mí. —¿Y la pistola? —Mi marido me pidió que le consiguiera aquella arma. —¿Dijo para qué? —No. Me llamó por teléfono a la biblioteca y preguntó si en la colección de armas no habría alguna pistola que estuviera en condiciones de disparar. Le contesté que no lo sabía, aunque sin duda debía de haber alguna. Dijo haber visto un derringer que parecía en buen estado y para el cual creíamos poder encontrar balas. Me pidió que se lo consiguiera y que comprase algunos cartuchos. Me aseguró que sólo iba a necesitarlo durante unos días y que luego yo podría devolverlo a su sitio. —¿No le pareció extraña su petición? —No. Estaba enamorada. Lo dijo sencillamente, como si hablara de una vida feliz antes de ser destruida por una terrible catástrofe. —Entonces, fue usted a su casa para destruir la correspondencia. ¿Es eso verdad? —Sí. —¿No lo hizo para ocultar los cartuchos? —No. —Sin embargo, intentó esconderlos. —Al estar allí pensé que sería conveniente deshacerme de ellos. —¿Y el loro? ¿Lo mató usted? —¡De ninguna manera! ¿Por qué había de querer matarlo? —Sin duda debió usted de notar que el loro gritaba: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!» —De eso no tengo yo la culpa. Mi marido compró el loro el viernes, día dos. No soy responsable de nada de cuanto diga el animal. Además, el pájaro nunca estuvo en la cabaña. Las lágrimas inundaron los ojos de Helen. —No puedo creer que mi marido pensara en otra cosa que en mi felicidad. ¡Dios mío! ¿Por qué tuvo que morir? ¡Era tan bueno, tan considerado! ¡Tenía tan buen carácter! —Serénese —rogó Mason—. Conserve la calma. Le aguarda a usted una prueba muy dura en la encuesta del juez. —¿Qué desea usted que haga? —preguntó Helen, ahogando los sollozos—. ¿Quiere que me niegue a responder a sus preguntas? Creo que eso es lo que aconsejan los abogados a sus clientes. —Al contrario —replicó Mason—. Debe contestar a cuanto le pregunten. Por muchas acusaciones que lancen contra usted, debe conservar la serenidad y no mentir. Es una prueba de la que saldrá triunfante. —Su actitud de hoy no es la misma de ayer. Entonces usted pretendía mantenerme lejos de la policía. —No. Ayer yo sólo trataba de alejarla de un matador de pájaros. —¿Qué quiere decir? —Se me ocurrió que era muy probable que alguien intentase matar a su loro. De hallarse usted en su casa hubiera podido oír, tal vez, al matador… Y la persona que dio muerte al loro había cometido ya un asesinato. Un crimen más o menos no hubiera significado gran cosa. —¿Cómo sabía que iban a matar al animalito? —Una simple corazonada. ¿Se ve con ánimos de soportar la prueba de esta noche? —Lo intentaré —prometió Helen. —Muy bien. Animémonos y demos al olvido la desesperanza. —Procuraré resistir el golpe con la cabeza alta. Hace unos días me consideraba la mujer más feliz del mundo. Ahora me creo la más desgraciada. —Lo comprendo. —He perdido al hombre a quien amaba y, además, me acusan de haberle dado muerte. —Esa acusación no durará mucho —prometió Mason. —Ojalá —replicó Helen, tratando de sonreír. Perry siguió infundiéndole ánimos. Capítulo 12
Andy Tempelt, el juez, había ganado fama de
filósofo práctico. Por ello no le envaneció la importancia que la Prensa daba a la encuesta. Tranquilamente dejóse retratar por los reporteros, sin borrar de sus labios la burlona sonrisa que le caracterizaba. Cuando el orden reinó en la sala y el jurado quedó constituido, pronunció un breve y sencillo discurso, sin pretender lucir una oratoria ciceroniana. —Amigos: tenemos que decidir qué causas han intervenido en la muerte de Fremont C. Sabin. Dicho con otras palabras, tenemos que averiguar cómo murió ese hombre. Si alguien le mató y sabemos quién fue ese alguien, debemos decirlo. Si no lo sabemos, vale más que no intentemos fijar la responsabilidad. No estamos aquí para juzgar a nadie. Nuestro cometido se limita a determinar cómo murió Fremont C. Sabin. »El juez es el encargado de las encuestas. La mayoría de las veces deja que el fiscal del distrito haga las preguntas que quiera. Eso no quiere decir que el fiscal lleve la encuesta. Significa tan sólo que procura ayudarnos. En un caso como éste, el señor fiscal acude para tratar de descubrir detalles que le permitan acusar al asesino. El sheriff es también parte interesada, y en el caso de hoy ha traído un abogado, el señor Perry Mason, que representa a los herederos. El señor Mason desea averiguar cómo se cometió el crimen. El señor Mason representa también a Helen Monteith. »Quiero que todos comprendan que no se tolerarán tonterías ni alardes de oratoria, tecnicismos ni objeciones continuas. Sólo me interesan los hechos escuetos. No permitiré que se aturrulle a los testigos. «Ahora empezaré con las preguntas. Cuando termine dejaré que siga interrogando el fiscal. Después puede hacerlo Mason y por último los jurados. ¿Me han entendido todos? —Yo sí —contestó Mason. A su vez, el fiscal del distrito contestó: —Aunque la idea que el señor juez tiene de los tecnicismos es muy distinta de la mía, en cuyo caso…—En cuyo caso mis ideas son las que cuentan —interrumpió el juez—. Soy un hombre sencillo, un ciudadano corriente. He hecho lo posible por reunir un jurado de ciudadanos normales. El objeto de este tribunal es sacar la conclusión de lo ocurrido. No hemos reunido un jurado de abogados, sino uno de personas vulgares. Sé cómo hay que hablarles y sé también lo que deseo. Andy Tempelt acalló el murmullo que recorrió la sala y dijo: —En primer lugar interrogaremos al vecino que descubrió el cadáver. Fred Waner presentóse y prestó juramento. Dio su nombre, dirección y oficio. —Usted descubrió el cadáver, ¿verdad? — preguntó el juez. —Sí. —¿Dónde? —En Brizzly Flats. —¿Poseía el difunto una cabaña allí? —Sí, señor. —Aquí tengo unas fotografías de la casa. ¿Quiere tener la bondad de examinarlas y decirme si la reconoce usted? —Sí, señor. Son fotografías de la cabaña. —Perfectamente. ¿Cuándo descubrió usted el cadáver? —El domingo, once de septiembre. —¿A qué hora? —A eso de las tres o las cuatro de la tarde. —¿Cómo ocurrió? —Me dirigía a mi cabaña. Por el camino iba pensando en Sabin, preguntándome dónde habría ido a pescar. No le había visto; pero recordaba que casi siempre iba a Grizzly Creek cuando empezaba la temporada de pesca en dicho río. Por ello detuve el auto cerca de la cabaña, para darle un vistazo. Entonces oí los terribles gritos del loro. Pensé que si el bicho estaba allí, era señal de que también estaba su dueño. Dejé la carretera y fui hacia su casa. Las contraventanas aparecían cerradas, lo mismo que cuando la cabaña se encontraba vacía. Supuse que me había equivocado y que Sabin no se hallaba allí. Ya me disponía a marcharme cuando volví a oír al loro. —¿Qué gritaba el loro? —preguntó con profunda seriedad el juez. Sonriendo, Waner contestó: —El loro lanzaba maldición tras maldición. Pedía de comer. —¿Qué hizo usted? —Se me ocurrió que tal vez Sabin hubiese dejado el loro allí mientras iba de pesca, aunque no pude explicarme que para hacerlo hubiese tenido que cerrar tan por completo la cabaña. Por lo tanto eché una nueva mirada en torno a ella. El garaje estaba cerrado, mas a través de una ranura vi que el auto de Sabin se encontraba dentro. Me dirigí a la puerta y llamé con todas mis fuerzas. Nadie me contestó. Por fin, temiendo que hubiese podido ocurrir alguna desgracia forcé una de las contraventanas y miré al interior. El loro no había dejado de chillar. En el suelo vi la mano de un hombre. Entonces levanté el cristal y entré en la vivienda. En seguida me di cuenta de que el hombre llevaba muerto bastante tiempo. En el suelo había mucha comida para el loro, así como una sartén que contuvo agua aunque habíase evaporado ya. Fui al teléfono y llamé a la policía. No toqué nada de cuanto allí había. —¿Qué hizo luego? —Salí al aire libre y dejé cerrada la cabaña hasta que llegaron ustedes. —No creo que haya necesidad de hacer más preguntas a este caballero, ¿verdad? —preguntó el juez amablemente. El fiscal se puso en pie, anunciando: —Con el fin de fijar exactamente el hecho jurídico, haré una sola pregunta. ¿Era aquél el cadáver de Fremont C. Sabin? —Sí. Estaba bastante descompuesto, pero no cabía duda de que era Fremont C. Sabin. —¿Cuánto tiempo trató usted a Fremont C. Sabin? —Cinco años. —Nada más —declaró el fiscal. —Una sola pregunta —intervino el coroner—. No se tocó nada hasta que yo llegué, ¿no es cierto? —Absolutamente nada, excepto el teléfono. —Y el sheriff llegó conmigo, ¿verdad? —Sí. —Entonces oigamos al sheriff. Barnes sentóse cómodamente en el sillón de los testigos, cruzó las piernas y aguardó. —Bien, sheriff, tenga la bondad de decirnos lo que pasó en la cabaña de Sabin. —Pues… el cadáver estaba tendido en el suelo, sobre su brazo izquierdo. Tenía el brazo izquierdo extendido y los dedos cerrados. El brazo derecho descansaba sobre el cuerpo. El ambiente era bastante irrespirable, por lo cual abrimos todas las ventanas a fin de dejar entrar el aire. Antes de abrirlas comprobamos si estaban cerradas por dentro. No se advertía ninguna señal de que hubieran sido forzadas. »La puerta tenía una cerradura automática y estaba cerrada. Por lo tanto, el autor del crimen debió cerrarla de golpe al salir. Metimos al loro en la jaula y la cerramos. La puertecita había sido mantenida abierta por medio de un palito. Con tiza marqué en el suelo la posición del cuerpo y el sitio donde había caído el arma. Luego el juez registró las ropas del cadáver y los fotógrafos hicieron unas fotografías. —¿Tiene copias de esas fotos? —preguntó indiferente el juez. —Sí, señor. Aquí están —y el sheriff mostró unos retratos. El juez los guardó, anunciando: —Luego se las enseñaré al jurado. Continúe. —Cuando se hubo retirado el cuerpo empezamos el registro metódico. En la cocina había un cubo de basura, dentro del cual encontramos las cáscaras de dos huevos y algunos restos de jamón, un trozo de pan tostado, muy quemado por una de sus caras, y una latita vacía de judías en conserva. En el fogón de gas, encontramos una sartén con judías y tocino. Todo estaba muy seco. Quedaba aún café, y en la cafetera encontramos bastante poso. En el fregadero se veía un plato, un tenedor y un cuchillo. El plato mostraba señales de haberse comido judías en él. En la nevera se encontró media pastilla de manteca de vaca, una botella de leche y dos paquetes de queso, aún no abiertos. En un armario hallamos latas de conserva, una caja de pan con medio pan dentro y una bolsa de papel con un surtido de pastelería. »En la habitación principal había una mesa, sobre la cual encontramos los anzuelos, los cebos y una cesta de pesca llena de pescado podrido. Indudablemente el pescado llevaba tanto tiempo allí como el cuerpo. Metimos en una caja la cesta y la tapamos todo lo herméticamente que nos fue posible, sin tocar el contenido. Luego examinamos la pistola, un derringer del calibre cuarenta y uno, con una cápsula vacía en uno de sus dos cañones. El cadáver presentaba dos heridas de bala en el corazón, y por la localización de dichas heridas dedujimos que los dos disparos se habían hecho simultáneamente. »Cerca de la mesa aparecían unas botas de goma manchadas de barro. En la mesita de noche, junto a la cama, había un despertador. Estaba detenido a las dos y cuarenta y siete. El timbre estaba dispuesto para que sonase a las cinco y media. Tanto la cuerda del timbre como la del reloj estaban agotadas. El cadáver vestía unos pantalones, una camisa y un jersey. Calzaba calcetines de lana y zapatillas. »La cabaña tenía una línea telefónica. Al día siguiente, mientras me ayudaban el sargento Holcomb y Perry Mason, descubrimos que la línea había sido interferida. La persona que llevó a cabo la interferencia tenía una vivienda a unos trescientos metros del refugio de Sabin. Tratábase, sin duda, de una cabaña abandonada que fue reparada con el fin de instalar en ella los aparatos de interferencia. Las pruebas encontradas en dicho lugar indicaban que su ocupante marchó precipitadamente. En la mesa encontramos un cigarrillo que debió de dejarse allí recién encendido y que se había consumido por entero. La capa de polvo indicaba que la casa hallábase desocupada desde una semana antes, por lo menos. —¿Le hizo alguna declaración Helen Monteith acerca de la pistola? —preguntó el juez. —Sí —contestó el sheriff—. Hoy mismo. —Un momento —interrumpió el juez—. ¿Se hizo esa declaración voluntariamente, sin que ninguna promesa ni amenaza le fuera dirigida por ningún concepto a la interesada? —Sí, señor —contestó el sheriff—. Usted le preguntó si había visto antes la pistola y ella confesó afirmativamente… Por demanda de su marido retiró la pistola y adquirió cartuchos para ella, añadiendo que el sábado, día tres de septiembre, entregó a su esposo la pistola y los cartuchos. —¿Dijo quién era su marido? —inquirió el fiscal del distrito. —Sí. Declaró que el hombre a quien ella llamaba marido suyo era Fremont C. Sabin. —¿Desea interrogar alguien al sheriff? — preguntó el juez. —No tengo que hacer ninguna pregunta — anunció Mason. —De momento, eso es todo —dijo el fiscal. El juez anunció: —Voy a llamar a Helen Monteith al sillón de los testigos. —Volvióse hacia el jurado y prosiguió: —No creo que el señor Mason desee que su cliente haga declaraciones en este momento. Sin duda, la testigo declinará el responder a algunas de las preguntas, ya que se encuentra arrestada como sospechosa de asesinato. De todas formas, cumpliremos los requisitos de la Ley y ustedes podrán examinarla y oír lo que ella desee decirles. Helen Monteith dirigióse al estrado, prestó juramento y luego se sentó. Entonces Mason dijo al juez: —Al revés de lo que usted esperaba, no recomiendo a la señorita Monteith que se niegue a responder a ninguna de sus preguntas. Por el contrario, pienso sugerir a mi cliente que explique al jurado cuanto sabe. Helen Monteith volvió la cabeza hacia el jurado. Sus facciones denotaban gran fatiga, pero también orgullo y desafío. Explicó cómo llegó a conocer a Fremont C. Sabin, la transformación de la amistad en amor; su matrimonio, la luna de miel durante el fin de semana pasado en la cabaña. Pausadamente, fue contando su historia hasta el trágico descubrimiento de la muerte de su esposo. Raymond Sprague casi se precipitó sobre ella en su ansiedad por interrogarla. —¿Retiró usted la pistola de la colección de la biblioteca? —Sí. —¿Por qué lo hizo? —Porque mi marido me pidió una pistola. —¿Por qué no compró usted una? —Me dijo que necesitaba una inmediatamente y que, según la Ley, las armerías no pueden vender armas hasta tres días después de haber sido solicitadas. —¿Le dijo para qué quería el arma? —No. —¿Sabía usted que el apoderarse de la pistola era cometer un robo? —No la robaba; la tomaba prestada. —¡Oh! ¿Le prometió Sabin devolvérsela? —Sí. —¿Pretende hacer creer al jurado que Fremont C. Sabin le pidió que cogiera usted de la colección de la biblioteca el arma con que fue asesinado? Mason intervino: —No responda a eso, señorita Monteith. Usted se limita a explicar los hechos. Creo que el jurado la comprenderá perfectamente. Sprague volvióse hacia Mason. —Creí que íbamos a dejar de lado los tecnicismos. —Y así es. —Pues su objeción… —No es una objeción —interrumpió Mason—. Se trata de un consejo a mi cliente para que no responda a la pregunta. —¡Exijo que la testigo conteste a lo que le he preguntado! —dijo el fiscal al juez. Este replicó: —Opino que puede usted interrogar a la testigo acerca de los hechos, señor Sprague. No le pregunte lo que desea hacer creer al jurado. Enrojeciendo, Sprague preguntó: —¿Qué puede decirme del loro? —¿«Casanova»? —Sí. —El señor Sabin me dijo que lo había comprado. —¿Cuándo? —El viernes, dos de septiembre. —¿Qué dijo al llevar a casa el pájaro? —Se limitó a anunciar que siempre había deseado tener un loro y que había comprado uno. —¿Después de eso guardó usted el loro? —Sí. —¿Dónde estaba usted el domingo, cuatro de septiembre? —Con mi marido. —¿Dónde? —En Santa Delbarra. —¿Se inscribió en algún hotel? —Sí. —¿Con qué nombre? —Como la señora de George Wallman. —¿Y Fremont C. Sabin era el George Wallman que estaba con usted? —Sí. —¿Tenía entonces la pistola? —Eso creo, aunque no la vi. —¿Le habló de si pensaba ir a su cabaña para comenzar la temporada de pesca? —No. Me hacía creer que era pobre y que buscaba trabajo. Me dijo que el lunes era día festivo, pero que, de todas formas, vería a algunas personas con quienes estaba citado. Yo volví a casa el lunes. —¿El día cinco? —Sí. —¿Dónde estuvo usted el martes, día seis? —Pasé la mayor parte del día en la biblioteca y, más tarde… fui en auto a la cabaña. —¡Oh! ¿Fue el martes a la cabaña? —Sí. —¿Y qué hizo usted allí? —Me limité a dar una vuelta por las inmediaciones y contemplarla. —¿A qué hora ocurrió todo eso? —Alrededor de las once de la mañana. —¿Qué aspecto tenía la casa? —El mismo que cuando la dejé. —¿Estaban cerradas las contraventanas? —Sí. —¿Tal como aparecen en las fotografías? —Sí. —¿Oyó usted al loro? —No. —¿Parecía desierta la cabaña? —Sí. —¿Observó si dentro del garaje se encontraba algún auto? —No. —¿Qué hizo? —Di unas vueltas por el lugar y me marché. —¿Por qué fue a la cabaña? —Pues… sencillamente, porque deseaba verla. Me quedaba algún tiempo libre, ansiaba dar un paseo en auto y pensé que ningún sitio mejor que aquél. —El trayecto es bastante largo, ¿verdad? —Sí. —¿Se da usted cuenta de que todas las pruebas inducen a creer que Fremont C. Sabin fue asesinado, aproximadamente, a las diez y media o las once de la mañana del seis de septiembre? —Sí. —¿Y que él llegó a la cabaña en la tarde del lunes, cinco de septiembre? —Sí. —¿Y pretende que usted encontró la cabaña con las contraventanas cerradas y que no vio señal alguna de que estuviese habitada ni oyó al loro, ni vio al señor Sabin? —Sí, señor. Encontré la cabaña tal como he dicho. No vi al señor Sabin; no tenía la menor idea de que estuviese allí. Le creía en Santa Delbarra buscando un local para instalar en él una tienda de comestibles. —Creo que la testigo ha declarado ya cuantos hechos conoce —intervino Mason—. De seguir el interrogatorio, éste se encaminaría hacia las suposiciones. Quedan aún muchos hechos por explicar y aconsejo al señor fiscal y al señor juez que, a menos —de que lleven el interrogatorio por otro cauce, retiren a la testigo, pues de lo contrario le aconsejaré que no responda a más preguntas. —Está bien, presentaré una nueva fase del asunto —gruñó rabioso el fiscal—. ¿Quién mató al loro que guardaba usted en su casa? —No lo sé. —¿Recibió usted el loro el día dos de septiembre? —Sí. —¿Y el sábado, día tres, se marchó con su marido? —No. Mi marido marchó el sábado por la tarde y fue a Santa Delbarra. El lunes era fiesta. Yo fui en auto a Santa Delbarra el domingo por la mañana y pasé con él la noche del domingo y la mañana del lunes. El lunes por la noche volví a San Nicolás. Mi vecina, la señora Winters, estuvo cuidando el loro. Llegué demasiado tarde para pedirle que me lo entregase. Al otro día, martes seis, no tenía que presentarme en la biblioteca hasta las tres de la tarde. Deseaba estar lejos de la gente y por ello me levanté temprano y fui a la cabaña. Regresé directamente a la biblioteca, a las tres de la tarde. —¿No es cierto que usted ha ido hoy a su casa, a primeras horas de la mañana, con el objeto, entre otros, de matar al loro que su vecina, la señora Winters, cuidó durante su luna de miel? —Hasta que el sheriff me lo dijo, no me enteré de que el loro estaba muerto. —Tal vez yo pueda refrescar sus recuerdos sobre ese punto, señorita Monteith —dijo el fiscal. Volvióse hacia su ayudante y le hizo una seña. El hombre salió de la sala, regresando un momento después con un bulto tapado con una tela. El fiscal destapó el objeto. Una exclamación brotó de los espectadores al ver que el trapo ocultaba una ensangrentada jaula, en cuyo suelo yacía el rígido cuerpo de un loro con la cabeza cortada en redondo. —Esta es su obra, ¿verdad, señorita Monteith? —preguntó melodramáticamente el fiscal. Helen tambaleóse en el sillón. —No me encuentro bien —susurró—. Por favor, llévense eso… La sangre… El fiscal volvióse hacia el público y anunció triunfante: —El asesino vacila al enfrentarse con la prueba de su… —¡Nada de eso! —tronó Mason, poniéndose de pie y avanzando belicosamente hacia Sprague—. Esa señorita ha sido objeto de un trato inhumano. En el breve espacio de veinticuatro horas ha sabido que el hombre a quien amaba y a quien consideraba su esposo había sido asesinado. Ningún consuelo le ha sido ofrecido en sus momentos de dolor. Al contrario, han sacado a la luz pública su vida íntima y… —¿Está usted pronunciando un discurso? — preguntó el fiscal. —No; termino el de usted. —Soy yo suficiente para terminar mis discursos —declaró el fiscal. —Pruebe de terminar ese discurso que ha empezado y le juro que… El juez reclamó silencio y el sheriff avanzó hacia Mason y el fiscal. —¡A ver si tenemos un poco de orden! —clamó el juez. —Por mí lo tendrá si obliga al fiscal a portarse como es debido. Los hechos son que mi cliente ha sido sometida a una tensión dispuesta a propósito para alterar sus nervios. Su repugnancia natural ante el mutilado cuerpo de un pájaro quiere ser interpretada por el fiscal como una prueba de su culpabilidad. El fiscal puede interpretar las cosas como guste, pero si empieza con… —Yo no he hablado acerca de eso —protestó el fiscal del distrito. —Está bien —intervino el juez—, pero que ninguna de las dos partes se meta a discursear. Opino que el desagradable espectáculo que ofrece ese loro ha sido excesivo para esa joven como lo hubiera sido para cualquier otra señora. —Todo se ha hecho con el único objeto de aprovecharse del abatimiento de la señorita Monteith. —No ha sido ésa mi intención —declaró el fiscal. —¿Qué intención era la suya? —preguntó el juez. —Sólo quería que la testigo nos dijera si se trataba del mismo loro que le regaló su marido el dos de septiembre. —Pudo haberlo hecho sin necesidad de tirarle al regazo el cadáver —observó Mason. —No me hacen falta sus consejos —observó el fiscal. El sheriff adelantóse y anunció: —Si el señor juez desea imponer aquí un poco de orden, estoy dispuesto a ayudarle. —El señor juez impondrá su autoridad —anunció Andy Tempelt—. Basta de lucha personal entre el defensor y el fiscal, y basta también de exhibiciones tan lúgubres. —Yo sólo quería establecer la identificación del loro —asintió el fiscal. —Ya le oí antes —replicó Tempelt—. Y supongo que usted habrá oído también al señor juez. Ahora sigamos con la encuesta. —Eso es todo —dijo el fiscal. —¿Puedo hacer una pregunta? —inquirió Mason. El juez dio su consentimiento. Mason acercóse a Helen Monteith y le dijo con suave acento: —No deseo someter sus nervios a una tensión perjudicial —dijo—. Sin embargo, quiero rogarle que haga un esfuerzo y examine atentamente este pájaro y nos diga si es el mismo que su marido llevó hace algún tiempo a su domicilio. Helen Monteith hizo un esfuerzo y volvió la mirada hacia el cadáver. —No… no puedo —tartamudeó, apartando de nuevo los ojos—. Pero… pero al loro que trajo mi marido le faltaba una garra de la pata derecha. Mi esposo me dijo que se la había cogido en una ratonera tiempo atrás. —A este loro no le falta ninguna garra —dijo Perry Mason. —Entonces no es el mismo. —Un momento —pidió Mason—. Voy a rogarle que proceda a otra identificación. Hizo una seña a Paul Drake, quien, a su vez, avisó a un agente suyo que aguardaba en el pasillo. El hombre entró en la sala cargado con una jaula, dentro de la cual hallábase un loro vivo. En medio de un silencio tan profundo que se oían claramente los pasos del detective, el loro soltó de súbito una agria carcajada. Helen Monteith mordióse los labios. Era indudable que sólo gracias a un terrible esfuerza dominaba sus alterados nervios. Mason se hizo cargo del pájaro y dijo: —Hola, «Polly». El loro movió la cabeza de un lado a otro, examinó la sala, abriendo y cerrando sus malignos ojillos y, por fin, dio una vuelta por la jaula, agarrado a los barrotes. Por último, quedó en la percha, con aspecto de sentirse muy orgulloso de sí mismo. —¡Muy bien, «Polly»! —dijo Mason. El loro se agitó. Helen Monteith volvió la vista hacia él y exclamó: —Pero… ¡si ése es «Casanova»! ¡El sheriff me dijo que lo habían matado! Inclinando la cabeza, el loro chilló guturalmente: —Pase, siéntese. Haga el favor. Siéntese en esa silla. ¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado! Los espectadores presenciaban con desorbitados ojos la dramática acusación que el loro lanzaba contra la testigo. —¡Es «Casanova»! —exclamó Helen Monteith. Con melodramático acento, el fiscal exigió imperioso: —¡Quiero que las palabras de ese bicho figuren en el atestado! ¡El loro está acusando a la testigo! Mason dirigió una burlona sonrisa al fiscal. —¿Quiere decir con eso que toma como testigo al loro? —¡El loro ha hecho una declaración! —insistió el fiscal—. ¡Debe figurar en el atestado! —Pero el animalito no ha prestado juramento como testigo —recordó Mason. El fiscal apeló al juez. —El loro ha prestado una declaración. Todos la hemos oído. —Me gustaría saber si el señor fiscal toma como testigo suyo al pájaro. —Yo no hablo de testigos —replicó Sprague—. ¡Hablo de loros! Ese loro ha pronunciado unas palabras y quiero que figuren en el atestado. —Si el loro ha de figurar como testigo exijo que se me permita interrogarlo —dijo Mason. —Está bien —intervino el juez—. Un animal no puede ser un testigo; pero ese loro ha dicho algo. Sus palabras pueden figurar en el atestado y aceptarse en lo que valen. Además, el jurado ha oído ya las palabras del loro y no puede olvidarlas. Sigamos con la encuesta. —No tengo más que preguntar —dijo Mason. —Yo tampoco —dijo a su vez Sprague—. Pero… un momento. Señorita Monteith, si ese loro es «Casanova», ¿de dónde salió el loro asesinado? —No lo sé. —Pero estaba, en su casa. —No lo llevé yo allí. —Alguna intervención tendrá usted en ello. —Ninguna. —Pero, ¿está segura de que es «Casanova»? —Sí. Puedo identificarlo por la garra que le falta y por lo que dice acerca de la pistola. —¡Oh! ¿Había oído ya antes esas palabras? —Sí, mi marido hizo algunos comentarios acerca de ellas cuando lo trajo a casa. —Señorita Monteith, no estoy muy convencido de que su reacción a la vista del loro muerto se debiera tan sólo a su estado nervioso —siguió Sprague—. Por lo tanto, debo insistir nuevamente en que mire ese cadáver… Poniéndose en pie, Mason declaró: —No tiene necesidad de mirar, señorita Monteith. Enrojeciendo, el fiscal replicó: —¡Insisto en ello! —Y yo insisto en que no lo haga —dijo Mason—. La señorita Monteith no responderá a ninguna pregunta más. Ha prestado declaración. Tiene los nervios rotos. Creo que el jurado comprenderá mi posición como abogado de la testigo al decir que no puede seguir contestando. El señor fiscal y el señor juez han tenido oportunidad de hacerle toda clase de preguntas razonables. No toleraré que el interrogatorio se prolongue indebidamente. —No puede hacer eso —contestó Sprague, dirigiéndose al juez. Este replicó: —No sé si puede o no, pero sí sé que esa joven está muy nerviosa. Creo, Sprague, que no obra usted caritativamente con ella. Por lo general, a las viudas, si tienen que declarar ante un tribunal, se las trata con toda consideración. La testigo tiene derecho a que se le eviten las emociones violentas. Sin embargo, no se le ha ahorrado ninguna. Por lo que se refiere al coroner, la testigo puede retirarse. Esta encuesta debe terminarse en una sola sesión. A mí me interesan los hechos. Cuando llegue el momento del juicio tendrá tiempo para hacer cuantas preguntas se le ocurran… La próxima testigo será la señora Helen Watkins Sabin. —No está —anunció el sheriff. —¿Dónde está? —No lo sé. Me ha resultado imposible entregarle la citación. —¿Y Steve Watkins? —Tampoco. —¿Está presente Waid, el secretario del muerto? —Sí. Recibió la citación y ha comparecido. —Bien; oigamos al sargento Holcomb —dijo el juez—. Sargento Holcomb, tenga la bondad de pasar al estrado y prestar juramento. Holcomb sentóse en la butaca de los testigos. El juez empezó: —Usted es sargento de la policía metropolitana y por lo tanto conoce los métodos científicos para la investigación de los crímenes, ¿no es verdad? —Sí —admitió Holcomb. —¿Recibió la cesta llena de pescado que le envió el sheriff Barnes? —Sí. Fue recibida en el laboratorio técnico de la policía. Antes nos había avisado por teléfono el sheriff Barnes. —¿Qué descubrieron en aquellos pescados? —Hicimos varias pruebas —siguió Holcomb—. No las realicé yo mismo; pero estuve presente mientras se llevaban a cabo y sé lo que averiguaron los técnicos. —¿Qué averiguaron? —Que en la cesta había una cantidad limitada de pescado, muy descompuesto, y con señales de haber sido limpiado y envuelto en hojas de sauce. Después de envuelto, no volvió a ser lavado. —¿Fue usted el otro día con el sheriff Barnes a la cabaña? —Sí. El sheriff deseaba enseñármela y, además, debíamos reunimos en ella con el señor Waid, que llegaba en avión de Nueva York. Nos interesaba hablar con él en un sitio donde no pudiera interrumpirnos ningún periodista. —Perfectamente. Continúe. —Fuimos a la cabaña —siguió Holcomb— y por el camino encontramos al señor Mason. Richard Waid llegó mientras estábamos en la vivienda. —¿Cómo encontraron la cabaña? —Tal como ha sido descrita. —Creo que ha llegado el momento de que el jurado eche un vistazo a las fotos, pues voy a hacerle al sargento Holcomb algunas preguntas acerca de ellas. El juez aguardó, mientras las fotos eran distribuidas. Luego volvióse hacia el sargento. —Me interesa que ofrezca usted al jurado el producto de su experiencia —dijo—. Explique lo que indican los distintos objetos de la cabaña. El juez miró un momento a Mason y exclamó: —Tal vez desee usted objetar que vamos a oír sólo las conclusiones particulares del testigo; pero opino que este hombre tiene una profunda experiencia y… —Estoy de acuerdo con usted —interrumpió Mason—. Creo muy acertado el interrogatorio a fin de llegar a una mayor dilucidación del caso. El sargento Holcomb, dirigiendo una impresionante mirada al jurado, dijo: —Helen Monteith asesinó a Fremont C. Sabin. Tenemos infinidad de pruebas que bastarían para establecer su culpabilidad ante un jurado. En primer lugar existe el motivo. Sabin se casó con ella bajo un nombre supuesto cometiendo delito de bigamia. Le mintió, la engañó, abusó de su confianza. Cuando Helen Monteith averiguó que el hombre con quien se había casado era en realidad Fremont C. Sabin y, que estaba aún casado con otra mujer, le mató, yendo para ello a la cabaña. Nuestra experiencia nos demuestra que en la mayoría de los casos la mujer coge el arma para amenazar con ella o para convencer al hombre de que no se puede jugar impunemente con su corazón; después, cuando el arma está encañonada, es muy fácil apretar el gatillo, con un movimiento casi instintivo, provocado por una excitación nerviosa, cuyos efectos no pueden ser más desastrosos. »Segundo: Helen Monteith tenía en su poder el arma del crimen. Ella dice que la entregó a su esposo; pero el curso de los acontecimientos demuestra lo absurdo de su declaración. El crimen no puede ser un suicidio. La muerte fue instantánea y la víctima no se movió del sitio donde cayó herida. El arma fue hallada a cierta distancia, limpia de huellas dactilares. Tercero: Helen Monteith admite haberse hallado cerca de la cabaña en el instante mismo en que Sabin era asesinado. Por consiguiente la acusación contra ella se basa en que tuvo motivo, medios y oportunidad. —¿Cómo puede fijar el momento exacto del asesinato? —preguntó el juez. —Se trata sólo de sacar deducciones correctas de pruebas circunstanciales. —Un momento —intervino Mason—. ¿No sería conveniente que el sargento Holcomb expusiera al jurado los diversos elementos que intervienen en el factor tiempo de este caso y dejar que el jurado sacara sus propias conclusiones? —No sé —objetó el juez—. Me interesa abreviar. —Considero un error hacer lo que aconseja el señor Mason. La interpretación de las pruebas circunstanciales exige una gran práctica. Hay detalles de los que cualquiera sabe sacar deducciones acertadas; pero en otros, más complicados, se necesita una práctica de años. Yo poseo esa práctica, y por lo tanto estoy en condiciones de interpretar las pruebas en beneficio del jurado. Por consiguiente, afirmo que Fremont C. Sabin halló la muerte entre las diez de la mañana y el mediodía del martes, seis de septiembre —afirmó el sargento. —Explique al jurado cómo interpreta las pruebas que le permiten fijar exactamente el momento del crimen —indicó el juez. —En primer lugar sabemos que Fremont C. Sabin pensaba dirigirse a la cabaña el lunes, día cinco, a fin de aprovechar la apertura de la temporada de pesca, que daba comienzo el día seis. Sabemos que fue allí. Sabemos también que estaba vivo a las diez de la noche del cinco porque habló por teléfono con su secretario. Sabemos que se acostó, que dio cuerda al despertador, después de haber dispuesto el timbre para las cinco y media. Sabemos que se levantó, que pescó el límite de peces que marcan las ordenanzas, y aunque es muy problemático fijar el tiempo que tardaría en pescar dicho límite, nuestro interrogatorio de los otros pescadores de aquel río indica que, con mucha suerte, pudo quedar listo antes de las nueve y media. Entre diez y once volvió a la cabaña. Sin duda había desayunado dos huevos fritos con tocino y café. Debía de tener más apetito. Abrió una lata de judías en conserva, las calentó y se las comió. Hizo eso antes de preocuparse de guardar los peces en la nevera. Normalmente, hubiera procedido a limpiar antes el pescado. No lo hizo porque sentía mucho apetito. —¿Por qué no cree que pudiera ser más tarde? —preguntó el juez. —Debido a ciertos detalles que sólo un investigador muy práctico tiene en cuenta — replicó pacientemente Holcomb—, Fremont C. Sabin vestía un jersey ligero y unos pantalones. Del estudio de la temperatura en el interior de la cabaña he deducido que dicha temperatura varía enormemente. Está tan rodeada de árboles que hasta después de las once el sol no da en su tejado. Entonces la caldea hasta las cuatro, en que de nuevo la sombra da sobre la cabaña, haciendo descender muy pronto la temperatura de su interior. »Pues bien, en la chimenea estaba todo dispuesto para encender fuego. Ese fuego no se había encendido, lo cual demuestra que no era tan tarde como para hacerse necesaria la ayuda de las llamas. Desde medio día hasta las cuatro de la tarde, el calor es tan grande dentro de la vivienda, que no es posible pensar en aumentarlo con un fuego de leña. Incluso, excesivo para llevar un jersey, aunque sea ligero. Los datos del servicio meteorológico demuestran que los días cinco, seis y siete fueron muy calurosos, mientras el sol estuvo en el horizonte. A la altura en que se encuentra la cabaña, las noches son frías. Por lo tanto es necesario encender fuego. —Comprendo —asintió el juez—. Eso indica que el señor Sabin regresó a la cabaña y comió antes de que el sol diera de lleno en el tejado. —Exacto. —Opino que eso aclara debidamente las cosas — dijo el juez. —¿Me permite unas preguntas? —preguntó Perry Mason. —Desde luego. —¿Cómo sabe que el señor Sabin no halló la muerte el miércoles, día siete, en vez del martes, seis? —En parte, debido al estado del cuerpo —dijo Holcomb—. El cadáver llevaba, al menos seis días allí. Quizás eran siete. Debido al calor que reinaba en la cabaña y lo cerrada que estaba, la descomposición tuvo que ser rápida. Además existe otra razón: la víctima almorzó huevos con tocino. El señor Sabin era un pescador entusiasta. Fue a la cabaña con el fin de estar presente en el momento de levantarse la veda. Es improbable que hubiera salido a pescar la primera mañana y no hubiese cobrado ni una sola presa. De haber pescado algún pez, hubiésemos hallado pruebas de que lo había guisado para el almuerzo en vez de limitarse a comer huevos con tocino. En el cubo de la basura no se encontraron espinas ni restos de pescado. Ni tampoco en el hoyo donde se echaban las basuras. El sargento dirigió una sonrisa de suficiencia al jurado, como diciendo: «Ved lo fácil que es evitar la trampa de un picapleitos.» —Perfectamente. Miremos las cosas desde otro punto —siguió Mason—. La leña estaba dispuesta en la chimenea; pero no había sido encendida, ¿verdad? —Sí. —¿Son muy frías allí las mañanas? —Bastante. —¿Y las noches? —También. —Según usted ha dicho, el despertador sonó a las cinco y media y el señor Sabin marchó a pescar. ¿No es así? —Sí. —Y se preparó un sencillo desayuno. —Un desayuno rápido —rectificó Holcomb—. Cuando una persona se levanta a las cinco y media del día en que termina la veda, está ansiosa por salir cuanto antes a pescar. —Lo comprendo —asintió Mason—. Cuando el señor Sabin volvió de pescar estaba, como se dice, muñéndose de hambre. Es lógico suponer que lo primero que hizo al entrar en casa y quitarse las botas, fue preparar la comida. Después de eso, lo más urgente para él hubiera sido limpiar el pescado y meterlo en la nevera, ¿no es cierto? —Sí. —Pero sin embargo, de acuerdo con su teoría, lo que hizo el señor Sabin en cuanto terminó de comer fue disponer la leña para el fuego. —No; debió de hacerlo la noche anterior. — Meditó unos instantes y agregó triunfante: — ¡Claro! Lo hizo la noche anterior. Por la mañana no tuvo tiempo de hacerlo. En cuanto se levantó tomó el desayuno y marchó a pescar. —Exacto —asintió Mason—. Pero supongo que la noche anterior debió ciertamente de necesitar fuego, ¿verdad? —¿Qué quiere decir? —Sabemos que el lunes, por la tarde, a las cuatro, estaba en su cabaña —siguió Mason—. Podemos suponer que permaneció en ella hasta poco antes de las diez de la noche, en que marchó a telefonear. Si el lunes por la noche hizo frío, ¿por qué no encendió fuego? —Tuvo que encenderlo —replicó Holcomb—. Nada indica que no lo hiciese. —Desde luego; pero cuando se encontró el cadáver, en la chimenea estaba dispuesta la leña para otro fuego. Por consiguiente, y de acuerdo con la teoría expuesta por usted, Fremont C. Sabin preparó dicho fuego el lunes por la noche, en el hogar caliente, o bien lo hizo al otro día, al volver de pescar, antes de preocuparse de limpiar los pescados. ¿Le parece lógico eso? Holcomb vaciló. Por fin dijo: —Es un pequeño detalle que carece de verdadera importancia. —Entendido. ¿Y qué hace usted cuando se encuentra con uno de esos detalles de poca importancia? —Los paso por alto. —¿Y cuántos así ha pasado por alto para llegar a la conclusión de que Helen Monteith asesinó a Fremont C. Sabin? —Sólo uno. —Bien. Examinemos las pruebas desde otro punto de vista. Por ejemplo, fijémonos en el despertador. La cuerda del timbre estaba terminada, ¿verdad? —Sí. —¿Y dónde estaba colocado el despertador? —En una especie de mesita de noche. —¿Muy cerca del durmiente? —Sí. —¿Al alcance de su mano? —Sí. —¿Estaba hecha la cama? —Sí. —Por consiguiente, el señor Sabin, al levantarse para ir de pesca, se entretuvo el tiempo suficiente para hacer la cama y fregar los platos del desayuno. —El hacer la cama no lleva mucho tiempo — replicó Holcomb. —¿Observó si la cama tenía sábanas limpias? —Sí. —Entonces el señor Sabin no solamente se entretuvo en hacer la cama, sino que incluso cambió las sábanas por otras. ¿Encontró en algún sitio las sábanas sucias? —No recuerdo —replicó Holcomb. —En la cabaña no era fácil lavar. La ropa sucia era llevada por el señor Sabin a la ciudad. Cuando estaba limpia la volvía a subir a la cabaña. —Eso creo. —Entonces, ¿qué fue lo que se hizo de las sábanas sucias? —No lo sé —protestó irritado Holcomb—. Eso no tiene importancia… —Desde luego —sonrió Mason—. Volvamos, pues, al despertador. ¿Dice que la cuerda del timbre estaba completamente acabada? —Sí. —Supongo que el reloj tendrá algo con que interrumpir los timbrazos. —Todos los despertadores lo tienen. —Sin embargo, el timbre no había sido parado. —No me fijé… Bueno, no. Ya he dicho que no había ya cuerda… —Entonces, señor Holcomb, ¿cree lógico un técnico en pruebas circunstanciales que una persona deje que el despertador suene hasta que se termine la cuerda? —Hay personas que duermen más profundamente que otras. —Es verdad; pero cuando uno se despierta a causa de oír el timbre del despertador, lo primero que hace, instintivamente, es pararlo, siempre que el reloj esté al alcance de su mano. ¿No es cierto? —Hombre… Puede ser que en ciertos casos no sea así. —El rostro de Holcomb iba ensombreciéndose. —Hay quienes, después de haberse parado por sí solo el despertador, vuelven a dormirse. Por eso ponen el reloj lejos de su alcance. —Lo sé, pero éste no es nuestro caso, ya que el despertador fue colocado cerca de la mano del durmiente, sin duda con el exclusivo objeto de pararlo tan pronto como empezara a sonar. ¿No lo cree usted así? —Sí, creo que sí. —Pero nada de eso ocurrió. —Tal vez su sueño era muy fuerte. —¿Quiere decir que quizá Sabin no se despertara hasta que el timbre dejó de sonar? —Sí. —Cuando a un despertador se le termina la cuerda del timbre hace muy poco ruido, y no veo cómo pudo despertarle el poco ruido si el mucho no lo hizo. —Todo eso no conduce a nada —protestó Holcomb—. La cuerda del timbre se terminó. El señor Sabin se levantó. No se quedó en la cama. Salió a pescar. Tal vez el reloj no logró despertarle y por ello se levantó media hora más tarde. —Y entonces, a pesar de haber perdido tanto tiempo se entretuvo en prepararse el desayuno, en fregar los platos, en hacer la cama, en cambiar las sábanas, en preparar la leña en el hogar, en meter las sábanas sucias en el auto y en bajar con ellas a la ciudad a que las lavasen. Por último volvió a la cabaña y fue de pesca. —Todo eso es absurdo —gruñó Holcomb. —¿Por qué es absurdo? El sargento permaneció callado. —Ya que no parece usted en condiciones de contestar a mi pregunta, sargento —siguió Masón —, volvamos al despertador. Creo recordar que llevó usted a cabo diversos experimentos con relojes semejantes. ¿Comprobó cuánto tiempo necesitan para acabar la cuerda? —Según el fabricante, la cuerda se les termina a las treinta o a las treinta y seis horas. El reloj de Sabin se paró a las treinta y dos horas y veinte minutos de haberle dado cuerda. —En ese caso debió de darse cuerda al reloj a eso de las seis y veinte minutos, ¿verdad? —¿Qué hay de malo en ello? —Nada. Sólo le ruego que interprete las pruebas en beneficio del jurado. —Está bien, se dio cuerda al reloj a las seis y veinte. ¿Y qué? —¿Cree que fueron las seis y veinte de la mañana o de la tarde? —Por la tarde. El despertador estaba dispuesto para sonar a las cinco y media de la mañana. De haber dado cuerda al reloj por la mañana, hubiese dado cuerda también al timbre. Es indudable que se dio cuerda al reloj a las seis y veinte de la tarde. —Muy bien. Eso era lo que deseaba saber. ¿Ha examinado la factura de las conferencias telefónicas celebradas desde la cabaña? —Sí. —Entonces habrá comprobado que la última tuvo lugar a las cuatro de la tarde del lunes, cinco de septiembre, y fue dirigida, según se vio, a Randolph Bolding, el perito calígrafo. —Sí. —¿Habló usted con el señor Bolding acerca de dicha llamada? —Sí. —¿Conocía el señor Bolding personalmente al señor Sabin? —Sí. —¿Le preguntó usted si reconoció la voz del señor Sabin? —Sí. Me dijo que estaba seguro de haber hablado con el señor Sabin. Antes había hecho ya algunos trabajos para él. —¿No es cierto que Sabin le preguntó a Bolding si había llegado a alguna conclusión respecto a los cheques que le había entregado? —Sí. —Y Bolding contestó que, efectivamente los cheques estaban falsificados; pero que no podía decir que el endoso hubiera sido escrito por la misma mano que trazó la escritura de la carta que Bolding había recibido como muestra, ¿no es así? También debió de decirle que estaba casi seguro de que la letra no era de la misma mano, ¿verdad? —Sí. —¿Qué más dijo el señor Sabin? —El señor Sabin anunció el envío de otro sobre conteniendo seis o siete muestras de escritura de otras tantas personas distintas. —¿Se recibió ese sobre? —No. —Eso quiere decir que el señor Sabin no pudo echar la carta al correo. —Tal vez. —Volvamos, pues, de momento, a la identidad del asesino. Sabemos que el señor Sabin sospechaba de Steve Watkins como autor de la falsificación de unos cheques muy importantes. Un perito calígrafo estudiaba la escritura de Steve Watkins. Pues bien, si Steve era culpable, ¿no hubiera sido muy lógico que tratase de cerrar la boca de su padrastro, asesinándolo? El sargento Holcomb sonrió. —No puede ser, por la sencilla razón de que Watkins tiene una perfecta coartada. Numerosos testigos le vieron marchar en avión hacia Nueva York poco después de las diez de la noche del lunes, día cinco. Sabemos lo que hizo en todo momento a partir de aquella hora. —Desde luego; siempre que aceptemos como cierto que Fremont C. Sabin fue asesinado el martes, día seis; pero lo malo en su razonamiento es que nada nos demuestra que no fuera asesinado el día cinco. —¿El cinco? ¡Imposible! La temporada de pesca no empieza hasta el día seis y Fremont C. Sabin no hubiera pescado, como lo hizo, antes de levantarse la veda. —En efecto, opino como usted, que el señor Sabin no hubiera pescado antes de que se levantara la veda; pero el asesino no tenía por qué pararse ante un detalle de tan poca importancia en comparación con el crimen que iba a cometer. Como ve, sus razonamientos no tienen ninguna base sólida. Usted, sargento, llegó a la conclusión de que Helen Monteith había matado a Fremont C. Sabin a las once de la mañana del martes, día seis de septiembre, y por ello interpretó hacia ese fin todas las pruebas circunstanciales. Un juicio imparcial nos demuestra que Fremont C. Sabin fue asesinado a eso de las cuatro de la tarde del lunes, cinco de septiembre. El asesino, enterado de que pasaría algún tiempo antes de que se descubriese su delito, dio los pasos necesarios para lanzar a la policía sobre una pista falsa, a la vez que se preparaba una coartada magnífica por el simple medio de pescar, antes o después, una cantidad limitada de peces y meterlos en la cesta. »Para llegar a esa conclusión, sargento, no debe usted despreciar ningún detalle, por ínfimo que le parezca. Si las sábanas estaban sin usar era, sencillamente, porque no se durmió en aquella cama. El reloj se detuvo a las dos y cuarenta y siete minutos porque el asesino abandonó la cabaña aproximadamente a las seis y veinte de la tarde, y a esa hora dio cuerda al reloj, después de haber dispuesto todas las pruebas. El motivo de que el timbre agotara la cuerda está en que el único ser humano que, cuando sonó, se encontraba en la cabaña, estaba muerto. Y la razón de que el asesino se mostrara tan solícito con el loro era que deseaba que el loro cometiese un perjurio al recitar las palabras que el asesino se había preocupado en enseñarle: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!». El fuego estaba preparado en el hogar porque Sabin aún no había necesitado encenderlo. Y la víctima llevaba un jersey ligero, porque el sol acababa de ocultarse y comenzaba a hacer un poco de frío. Sin embargo, le mataron antes de que necesitase encender el fuego del hogar. »Sabin abrió la puerta al asesino porque éste era persona conocida por él. No obstante, se consideraba en peligro, por lo cual se proveyó de un arma. El asesino también iba provisto de una pistola; pero al ver el derringer sobre la mesita de noche, comprendió en seguida las ventajas de cometer el crimen con aquella arma, en vez de utilizar la que había traído. El criminal sólo necesitó empuñar la pistola y disparar. »Ahora, sargento, tenga la bondad de decir qué hay de malo en mi teoría. Demuestre los errores que pueden existir en ella. Creo que los señores del jurado tendrán mucho gusto en oírle rebatir mis argumentos. Holcomb agitóse nerviosamente en su sillón. —No creo que Steve Watkins sea culpable —dijo —. Usted intenta proteger a Helen Monteith. —Demuestre algún punto débil de mi teoría. —Todo es falso. —Hágame ver un solo fallo. De pronto el sargento Holcomb soltó una estrepitosa carcajada. —¿Cómo pudo ser asesinado Sabin a las cuatro de la tarde del lunes si el mismo día, a las diez de la noche, estuvo hablando por teléfono con su secretario? —preguntó. —No pudo hablar con su secretario por la sencilla razón de que no lo hizo —replicó Mason. —No, señor Mason. Eso demuestra que su teoría es completamente falsa e inconsistente… Pero… pe… —Sí, sargento —sonrió Mason—. Tiene usted razón. Como acaba de comprender en este mismo instante, Richard Waid es el asesino. El sheriff se puso en pie de un salto. —¿Dónde está Richard Waid? —gritó. Los espectadores cambiaron miradas de asombro. Dos de los que estaban cerca de la puerta dijeron: —Si era el joven que se sentaba en esa silla se levantó y se fue hace unos dos minutos. El juez anunció: —Se interrumpe por media hora la encuesta. Un zumbido de asombro y nerviosismo llenó la sala. Los que estaban más cerca de la puerta salieron precipitadamente a la calle. El sheriff llamó a uno de sus agentes y le dijo: —Corre al teletipo y da orden de que se vigilen todas las carreteras; que la policía de la ciudad avise a los autos patrulla. —Creo que esto lo aclara todo. Capítulo 13
Mason aguardaba en el despacho del sheriff a
que se ultimasen los formulismos para poner en libertad a Helen Monteith. La joven, como atontada, se hallaba en una silla próxima. Barnes, interrumpido continuamente por las llamadas telefónicas que se sucedían, trataba de explicarse la verdad por medio de preguntas a Mason. —No comprendo cómo descubrió todo eso — dijo. —Muy sencillamente —contestó Perry—. El asesino tenía que ser alguien que tuviese acceso al loro; alguien que hubiera planeado desde mucho antes el crimen; alguien que desease cargarlo a Helen Watkins Sabin, ya que, sin duda alguna, no conocía la existencia de Helen Monteith. Sabiendo que Fremont llevaba con él muy a menudo el pájaro a la cabaña, y que Sabin estaría en dicho lugar al abrirse la temporada de pesca, ese alguien comenzó a enseñar al loro a repetir las palabras: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!» El crimen debió de idearse con todo detalle. Sabin debía llegar el lunes, día cinco, recoger el animal y marchar a la cabaña. El asesino lo tenía dispuesto todo para su coartada. »Sabin enredó las cosas presentándose el día dos y llevándose el bicho. Mientras lo tenía en su poder debió de oír sus palabras acerca de Helen y de la pistola. Aunque nunca sabremos la verdad exacta, es indudable que el hombre temió por su vida. Entonces, deseando tener un loro junto a él, ya porque no pudiera pasar sin esa clase de pájaro o porque deseara engañar al hombre que proyectaba asesinarlo, compró otro loro y dejó a «Casanova» en poder de Helen, a quien, de paso, le pidió una pistola. No obstante estas precauciones, le asesinaron. El criminal supuso, equivocadamente, que el pájaro de la jaula era «Casanova» y tomó sus precauciones para que no muriera antes de que el cadáver de Sabin fuera descubierto. «Mientras tanto, Sabin, creyendo que su divorcio estaba en marcha y suponiendo que antes de mucho estaría en libertad de volverse a casar, celebró su boda, en México, con Helen Monteith. Más tarde esperaba repetir más legalmente la ceremonia. »Waid, oculto en la vieja cabaña desde donde interfería las conferencias telefónicas de Sabin, esperaba el momento oportuno para dar su golpe. —¿Por qué tenía tanto interés en oír las conferencias? —preguntó Barnes. —Porque el éxito de su plan se basaba en que debía marchar en avión con Steve Watkins, a fin de tener una coartada a toda prueba. La única oportunidad para ello se la ofrecía el viaje dispuesto a Nueva York para entregar los cien mil dólares a la esposa de Sabin. Waid estaba enterado de que su jefe comunicaba casi cada día con su mujer y, por lo tanto, debía saber todo lo que decían a fin de que nada saliera mal. «Mientras escuchaba estas conferencias oyó una entre Bolding y Sabin. De pronto se dio cuenta de que si Sabin enviaba al perito las muestras de escritura de todas las personas con quienes tenía relaciones comerciales, entre ellas estaría la de su propia letra. Por consiguiente, el calígrafo descubriría, por medio de los endosos de los cheques, quién había sido el falsificador de los mismos. Entonces comprendió que no debía perder un segundo. Supongo que debió de haber fijado para las ocho de la noche el momento del crimen, para lo cual tenía ya los pescados y todo lo otro. Anticipó, pues, su delito a fin de que los documentos no fueran enviados a Bolding. Salió de su cabaña, sin recoger el cigarrillo, y se dispuso a matar a su jefe. —¿Por qué no me avisó usted a tiempo para detener a Waid? —Porque las pruebas quedarían reforzadas si Waid, asustado, trataba de escapar. Por sí sola, la huida es ya una demostración de culpabilidad. En cuanto el secretario se dio cuenta de que había matado a un loro por otro, comprendió lo acusadora que resultaría la prueba suministrada por «Casanova», ya que no costaría nada demostrar que las palabras que pronunciaba el bicho no eran las últimas de Fremont Sabin, sino otras que le fueron enseñadas por alguien interesado en hacer recaer las culpas de su muerte sobre Helen Watkins. Waid era la única persona, además de Charles Sabin, que tenía acceso libre al loro, ya que Steve Watkins no había vivido nunca en casa de su padrastro y la señora Sabin llevaba seis semanas fuera de ella. »De todas las coartadas, ninguna mejor que la del loro. «Casanova» no estuvo presente en la cabaña cuando se cometió el crimen. Eso lo confirma la declaración de la señora Winters. Por consiguiente, el pájaro no pudo oír a su amo decir aquellas palabras. Yo tenía la seguridad de que el asesino me había oído hablar de dos loros. Charles Sabin estaba enterado de que el pájaro encontrado en la cabaña no era «Casanova». La noticia sólo podía ser nueva para la señora Sabin, Steve y Waid. Éste comprendió que era necesario matar al animal. Ignoraba que otras personas hubieran oído sus palabras de «¡Suelta esa pistola, Helen!» y lo demás. Eso es lo malo de enseñar una frase a un loro. Nunca se sabe cuándo la dirá, ni si llegará en el resto de su vida a repetirla. »Waid tuvo suerte en un detalle. Nunca pensó en cargar la culpa del crimen sobre Helen Monteith, de cuya existencia no estaba enterado. Él quería acusar a la otra Helen. Imaginen su consternación al descubrir que Helen Watkins tenía una coartada; que estuvo en el tribunal en el momento en que, supuestamente, se cometió el crimen. Entonces comprendió que podía cargar su culpa sobre Helen Monteith. Pero antes necesitaba quitar de en medio al loro. Luego recobró la confianza al saber la falsedad del decreto de divorcio y que la señora Sabin no tenía coartada. »Después de demostrarse que Sabin no podía estar vivo a las diez de la noche del lunes, la declaración de Waid de haber hablado con su jefe no podía ser cierta. —Deseo que lo ahorquen —murmuró Helen Monteith—. Mató al hombre más bueno del mundo. Al más considerado. Nunca pasó por alto nada que pudiese beneficiarme. —Lo creo… —empezó Mason; de pronto se interrumpió. —¿Qué ocurre? —preguntó Barnes. —¡El testamento! —exclamó Mason—. Lo extendió después de haberse casado con usted y, a pesar de ello, su nombre no figura en ninguno de los legados. ¿Por qué la olvidó? —No lo sé. Debió de tener sus razones. Además yo no quería el dinero, le quería a él. —De todas formas es extraño. Fremont C. Sabin pensó en todos los seres queridos y, no obstante, se olvidó de aquella a quien más amaba. —Tal vez no creyó que podía morir —sugirió el sheriff—. Indudablemente tenía dispuesto un segundo matrimonio para reforzar el de México… Mason negó con la cabeza. —No, eso no encaja. En su testamento, Sabin lo prevé todo, incluso la posibilidad de que pudiera morir antes de que se dictase la sentencia de divorcio, para lo cual deja dispuesto lo que ha de percibir Helen Watkins. De quien no dice nada en absoluto es de su última esposa. —No necesito dinero —dijo Helen—. Sabré ganarme la vida. De súbito, Mason volvióse hacia Della y le ordenó: —Corra a buscar el auto, llene los depósitos de gasolina y aceite. Tenemos que hacer un viaje algo largo. Luego se encaró con Barnes y le dijo: —Le ruego, como favor especial, que abrevie todos los trámites. Necesito llevarme en seguida a Helen Monteith. El sheriff lo miró pensativo. —¿Cree que corre algún riesgo? —preguntó. El abogado no contestó a la pregunta. Volvióse hacia Helen y preguntó: —¿Se ve con ánimo de acompañarme a comprobar una parte de su coartada? —¿Qué quiere decir, señor Mason? —Tendrá usted que hacer algo que tal vez le resulte doloroso, pero es necesario. Deseo aclarar un punto. ¿Tendrá fuerzas para acompañarme a Santa Delbarra? ¿Podría indicarme en qué habitación estuvieron usted y su marido? —Desde luego, pero no comprendo… Mason miró a Barnes. —Hemos estado hablando de los efectos cegadores de las pruebas circunstanciales. Cuando uno llega a una idea fija todo lo interpreta de acuerdo con dicha creencia. Es una costumbre peligrosa en la que yo también he caído. Me he esforzado tanto en preparar la trampa para los demás, que a última hora yo me he metido también en ella. —No lo entiendo —replicó Barnes—. Pero todo está preparado para la marcha de la señora Monteith. Tenga la bondad de recoger sus cosas y su dinero. Firme el recibo. Cuando Helen Monteith acababa de llenar todos los requisitos que impone la Ley llegó Della Street, anunciando a Mason: —El auto está dispuesto, jefe. Mason cambió un apretón de manos con el sheriff, diciendo: —Puede ser que más tarde le llame por teléfono. Luego, cogiendo del brazo a Helen, la arrastró a la calle, haciéndola subir al auto y partiendo en seguida hacia Santa Delbarra. Por dos veces, durante el trayecto, Helen Monteith intentó averiguar las intenciones de Mason. Este se negó a comunicarle nada. Cuando llegaron a Santa Delbarra y se detuvieron frente al hotel, Mason preguntó: —¿Recuerda el número de la habitación? —El veintinueve —contestó la joven. —Bien. Della, entre en el hotel y pregunte en el despacho de recepción si el cuarto veintinueve está ocupado. Si lo está, pregunte por quién. Mientras Della obedecía, Mason cogió del brazo a su cliente y la hizo entrar en el edificio. —¿Hay ascensor? —preguntó Mason. —No —contestó Helen—. Hay que subir a pie. Della Street acudió al encuentro de los dos. Tenía los ojos desorbitados por el asombro. —Jefe… —empezó. —Más tarde —indicó Mason. Subieron por la vieja escalera hasta el tercer piso, recorrieron el largo pasillo, cubierto por una gastada alfombra, y al fin se detuvieron frente a una puerta. —Esta es la habitación —dijo Helen. —Bien —replicó Mason—. Está ocupada, ¿verdad, Della? La secretaria asintió con un movimiento de cabeza. Mason sólo necesitó examinar aquel rostro para comprender todo cuanto hubiera podido decirle la joven. El abogado llamó a la puerta. Dentro sonaron pasos. Mason se volvió hacia Helen. —Prepárese para una gran emoción. No quise decírselo antes porque temía estar equivocado, pero,.. Se abrió la puerta. En el umbral apareció un hombre alto, muy erguido, que les miraba con la fijeza de quien está acostumbrado a enfrentarse sin temor con las vicisitudes de la vida. Helen Monteith lanzó un grito de espanto, retrocedió, tropezando con Mason, quien la contuvo, diciendo: —Calma. —¡George! —susurró la mujer. Avanzó un poco, alargando una mano para tocarle, como si temiese que se desvaneciera como una pompa de jabón. Se le antojó que soñaba. —¿Qué ocurre, Helen? —preguntó el hombre—. Me miras como si vieses a un fantasma. Helen Monteith le abrazó, sollozando, diciendo palabras incoherentes, mientras que el desconocido le decía: —Todo va bien, nenita. Esta tarde he escrito una carta. He encontrado ya la tienda que necesitaba. Capítulo 14