1939 - El Caso Del Loro perjuro-PM14 - Gardner - Erle Stanley-6

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Erle Stanley Gardner

1939 - Perry Mason, 14

El caso del loro perjuro


Principales personajes de esta obra:
-Barnes: Sheriff del distrito.
-Bolding (Randolph): Perito calígrafo.
-Demond (William): Famoso jurista, abogado de Fremont Sabin.
-Drake (Paul): Jefe de la «Agencia de Detectives Drake».
-Gibbs (Arthur): Propietario de una tienda de pájaros.
-Helmond (Karl): Dueño de una pajarería, amigo de Mason.
-Holcomb: Sargento de la Policía Metropolitana.
-Mason (Perry): Eminente abogado criminalista, protagonista de esta
novela.
-Monteith (Helen): Bibliotecaria de una biblioteca de San Molinas.
-Monteith (Sara): Hermana de la anterior.
-Sabin (Arthur George): Hermano de Fremont, asesinado.
-Sabin (Charles W.): Hijo del citado Fremont.
-Sabin (Fremont): Padre del anterior.
-Sprague (Raymond): Fiscal del distrito de San Molinas.
-Street (Delia): Secretaria de Perry Mason.
-Tempelt (Andy): Juez.
-Waid (Richard): Secretario del prócer asesinado.
-Warner (Fred): Colaborador del sheriff.
-Watkins (Rufus): Primer esposo de Helen Watkins.
-Watkins (Steve): Hijo del primer matrimonio de la anterior.
-Winter: Una vecina de Helen Monteith.
Capítulo 1

Perry Mason dirigió una mirada poco cordial a la


carpeta señalada con la indicación de
«CORRESPONDENCIA SIN CONTESTAR».
Della Street, su secretaria, fresca como una rosa,
dijo con su alegre voz de los lunes:
—Lo he repasado todo cuidadosamente, jefe. Lo
de encima es lo único que tiene usted que
contestar. He descongestionado un montón de
cartas del fondo.
—¿Del fondo? ¿Por qué lo ha hecho?
—Porque son cartas que llevaban demasiado
tiempo aquí.
Mason echóse hacia atrás en su sillón
basculante, cruzó las largas piernas, adoptó
modales leguleyescos y dijo en tono burlón
interrogatorio:
—Aclaremos bien este punto, señorita Street. Las
cartas que usted ha retirado de esta carpeta
fueron, en un tiempo, «cartas importantes sin
contestar», ¿no es así?
—Sí.
—De cuando en cuando, usted repasa
cuidadosamente el contenido de esa carpeta,
¿verdad?
—Sí.
—Y elimina de ella todo cuanto no requiere mi
atención personal.
—Sí.
—Por ejemplo: esta mañana ha eliminado usted
un montón de correspondencia. ¿Cuántas cartas
se ha llevado?
—Quince o veinte.
—Supongo que usted se encargará de contestar
personalmente a las personas que entonces las
escribieron, ¿verdad?
Sonriente, Della Street negó con la cabeza.
—Así, pues, ¿qué hace usted con ellas?
—Las traslado a otra carpeta.
—¡Ah! ¿Y qué carpeta es esa?
—La de «CARTAS SIN NINGÚN INTERÉS».
Mason soltó una carcajada.
—¡Magnífico! Me gusta la idea, Della.
Guardamos las cartas en la carpeta de la
«CORRESPONDENCIA IMPORTANTE» hasta que ha
pasado el tiempo suficiente para convertirlas en
«CARTAS SIN NINGÚN INTERÉS». De esta forma
nos ahorramos la molestia de contestar, perder
tiempo y tener que estar yo en la oficina dedicado
a la rutina que tanto odio… Realmente, hay cosas
que parecen muy importantes y luego, a medida
que pasa el tiempo, pierden su interés. Son como
los postes telegráficos que pasan veloces, junto al
tren. De momento parecen enormes y después,
cuando se alejan, se van haciendo pequeños hasta
desaparecer por completo… Lo mismo ocurre con
todas las cosas que nos parecen vitales.
Della abrió mucho los ojos y, con su más
candorosa expresión, preguntó:
—¿De veras se hacen pequeños los postes, jefe,
o sólo parecen pequeños?
—Claro que no se vuelven pequeños. Lo que
ocurre es que uno se aleja de ellos. Otros postes
llegan y ocupan el puesto principal que dejaron
vacío los otros. Todos los postes son del mismo
tamaño. Sin embargo, cuando uno se aleja parecen
más pequeños y… —Interrumpiéndose
bruscamente, preguntó —: ¿Es que trata de buscar
algún punto flaco en mi argumento?
La triunfal sonrisa de su secretaria hizo exclamar
al abogado:
—Nunca debí haberme enredado en una
discusión con una mujer. Está bien. Abra su
cuaderno y contestaremos estas malditas cartas.
Abrió la carpeta, tomó una carta de unos
famosos abogados y, tendiéndola a Della, dijo:
—Escríbales que no me interesa encargarme del
caso que me proponen. Ni por el doble de lo que
ofrecen. Se trata de un perfecto caso de asesinato.
Una mujer se cansa de su marido, le pega seis tiros
y luego llora y se desespera, diciendo que él estaba
borracho y trataba de golpearla. Llevaba seis años
viviendo con él, y lo de verle borracho no era una
novedad. Lo de que temiese que él la matara no
concuerda con lo que dicen los otros testigos.
—¿Todo eso lo he de poner en la carta? —
preguntó Della.
—No; sólo la parte correspondiente a que no
quiero encargarme del asunto… ¡Oh! Aquí
tenemos otra. Un hombre que ha engañado a un
sinfín de gente haciéndole comprar acciones sin
ningún valor, quiere que yo demuestre que
cumplía la ley al pie de la letra.
Mason cerró la carpeta y dijo:
—No sé cuánto daría a fin de que la gente se
diese cuenta de la diferencia que existe entre el
abogado honrado que representa a una persona
acusada de algún delito, y el abogado indigno que
se convierte en socio para aprovecharse de los
beneficios del crimen.
—¿Cómo explicaría usted esa diferencia? —
preguntó la secretaria.
—El crimen es personal —explicó Perry—. Las
pruebas son, en cambio, impersonales. Nunca
acepto un caso a menos que esté convencido de
que mi cliente fue incapaz de cometer el crimen de
que es acusado. Una vez he llegado a tal
conclusión, supongo que debe de haber alguna
discrepancia entre las pruebas y las conclusiones
que de dichas pruebas ha sacado la policía. Me
lanzo a encontrarlas.
Della se echó a reír.
—Eso es más propio de un detective que de un
abogado.
—No —replicó Mason—. Son dos profesiones
distintas. Un detective reúne pruebas. Se va
adiestrando en saber lo que debe buscar, cómo lo
debe buscar y dónde debe encontrarlo. El abogado
interpreta las pruebas después de haber sido
reunidas. Gradualmente aprende…
Le interrumpió el timbrazo del teléfono de
encima de la mesa de Della. La joven contestó la
llamada y después dijo:
—Por favor, no se retire —volvióse hacia Perry y,
tapando con la mano el micrófono, preguntó—:
¿Podría recibir al señor Charles Sabin para un
asunto de gran importancia? El señor Sabin dice
que está dispuesto a pagar la consulta.
—Depende de lo que quiera —contestó Mason
—. Si se trata de un caso de asesinato le
escucharé. Si desea que le arregle alguna hipoteca
diga que no me interesa verle… ¡Un momento,
Della! ¿Cómo dice que se llama?
—Charles W. Sabin.
—¿Dónde está?
—En la sala de espera.
—Dígale que aguarde un momento… O
pregúntele si es pariente de Fremont C. Sabin.
Della hizo la pregunta por teléfono y aguardó a
que la encargada de la centralita telefónica de la
sala de espera averiguara la respuesta. Un
momento después la secretaria volvióse hacia
Mason y asintió:
—Sí, es hijo de Fremont C. Sabin.
—Diga que le recibiré dentro de diez minutos.
Salga a verle, Della. Hágale pasar a la biblioteca de
leyes. Que espere allí. Tráigame los periódicos de
la mañana… ¡Creo que tengo aquí uno!
Mason lanzóse hacia el periódico, y apartando a
un lado la carpeta de la correspondencia
importante lo extendió ante él.
La información sobre el asesinato de Fremont S.
Sabin ocupaba casi toda la primera página. En la
segunda y tercera había ilustraciones fotográficas.
También incluíase una serie de datos biográficos
de su carácter y personalidad.
Lo que se sabía del crimen daba pie a muchas
cábalas. Fremont C. Sabin, excéntrico millonario,
habíase retirado de los numerosos negocios que
llevaban su nombre. Su hijo, Charles W. Sabin,
encargábase de ellos. Durante los dos últimos años
el potentado había vivido como un recluso. A
veces viajaba en un remolque, deteniéndose en
paradores de turismo, fraternizaba con otros
viajeros, hablando de política, cambiando
impresiones. Ninguno de cuantos habían hablado
con él sospechó jamás que el hombre que tenía
delante, con su traje abrillantado por el uso, su
sencillez y su carácter, fuera el dueño de bastante
más de dos millones de dólares.
También era aficionado a desaparecer durante
un par de semanas para dedicarse a rondar por las
librerías de lance, por las bibliotecas, viviendo en
el reino de la abstracción intelectual mientras
rebuscaba entre los volúmenes.
Los bibliotecarios le clasificaban como empleado
en paro forzoso.
Últimamente había pasado mucho tiempo en
una casita erigida en una de las vertientes de un
boscoso monte. Su distracción principal consistía
en sentarse en la galería de la cabaña, con un par
de potentes prismáticos ante los ojos y observar la
vida de los pájaros. Trababa amistad con las
ardillas, leía libros y deseaba únicamente que le
dejasen solo.
Al borde de los sesenta años, representaba un
tipo muy extraño. En lo que se refiere a éxito
material, había sacado de la vida cuanto ésta pudo
ofrecerle. Verdaderamente no sabía qué hacer con
su dinero. Parte del mismo lo empleaba en
donaciones aunque no tenía fe en la filantropía,
opinando que lo más importante de la existencia
es desarrollar el propio carácter. Aseguraba que
cuanto más confiaba un hombre en la ayuda ajena
más se debilitaba su temperamento.
El periódico publicaba una entrevista con Charles
W. Sabin, el hijo del asesinado. Mason la leyó con
gran interés, y a través de ella supo que Sabin
padre había opinado que la vida era lucha y que
Dios lo había dispuesto así; que las contrariedades
fortalecían el ánimo; que la victoria sólo tenía
valor por marcar la meta de la carrera; que ayudar
en sus asuntos a otra persona era perjudicarla.
El viejo Sabin invirtió algo más de un millón de
dólares en donaciones para fines caritativos, pero
estipulando que su dinero sólo debía ir a parar a
manos de los incapacitados para la lucha por la
vida, o sea: los mutilados, los viejos y los inválidos.
A los que podían seguir luchando no les ofrecía
nada. El privilegio de la lucha por la victoria era lo
mejor que poseía el ser humano, y robarle
semejante cosa equivalía, en cierta forma, a
matarlo.
Della Street regresó al despacho de Mason
cuando éste terminaba de leer el artículo.
—¿Qué hay? —preguntó con cierta avidez el
abogado.
—Es muy interesante —contestó Della—. Se lo
toma muy a pecho. Para él ha sido un golpe muy
cruel. No hay en su dolor ninguna afectación. Es un
hombre sereno, decidido y muy dueño de sí.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y dos o treinta y tres años. Viste con
mucha seriedad. Habla sin estridencias, con buena
pronunciación. Tiene los ojos azules y fríos; su
mirada es firme. ¿Me entiende?
—Sí. Quiere decir que su aspecto es austero.
—Sí; tiene los pómulos salientes y la boca firme.
Parece uno de esos hombres que piensan mucho.
—Bien —aprobó Mason—. Averigüemos ahora
algo más acerca del crimen.
Otra vez dedicó su atención a la lectura del
periódico, mas de pronto exclamó:
—¡Hay demasiada fantasía mezclada en esto,
Della! No podemos reunir los datos necesarios. Y
creo que nuestro visitante tampoco querrá ser
muy explícito.
El abogado volvió a leer, entresacando los
detalles más salientes del relato del crimen. El
martes, seis de septiembre, había comenzado la
temporada de pesca de Grizzly Creek. Hasta
entonces había durado la veda decretada por la
Comisión de Caza y Pesca. Fremont S. Sabin había
ido a la cabaña, dispuesto a aprovechar el primer
día de pesca. Por las pruebas circunstanciales que
quedaban, la policía pudo reconstruir lo ocurrido
en dicha cabaña. Era indudable que la víctima se
acostó temprano, poniendo el despertador para
que sonase a las cinco y media de la mañana. Se
levantó, preparó el desayuno, arregló sus aperos
de pesca y regresó a mediodía con cierta cantidad
de pescado. Algo más tarde —y las pruebas que se
poseían no permitían fijar el momento exacto—,
Fremont Sabin fue asesinado. Indudablemente no
fue el robo el móvil del crimen, ya que en poder de
la víctima se encontró una bien provista cartera.
Seguía luciendo un anillo de brillantes, y una
valiosa aguja de corbata con una esmeralda fue
encontrada en un cajón de la cómoda, cerca de la
cama. Su corazón estaba atravesado por un balazo,
disparado a quemarropa por un derringer1 de
corto cañón y aspecto poco elegante, pero de
mortal eficacia.
El loro de Sabin, que en los últimos años le había
acompañado en casi todas sus estancias en la
cabaña, estaba junto al cadáver. El asesino había
desaparecido.
La casa estaba aislada, a más de cien metros de
la carretera de alta montaña que serpenteaba por
la boscosa vertiente. El tránsito por ella era muy
1
Pistola de bolsillo de gran calibre y reducidas dimensiones.
escaso, y los vecinos de Sabin habían aprendido a
no inmiscuirse en los asuntos del millonario.
Día tras día, los pocos que utilizaban aquella
carretera pasaron cerca de la cabaña sin saber
que, dentro de ella, un escandaloso loro montaba
guardia junto al cadáver de su amo.
Hasta varios días después del asesinato, o sea el
domingo once de septiembre, en que los
pescadores llegaron en gran número al río
inmediato a la cabaña, nadie sospechó que
pudiese haber ocurrido algo anormal en el interior
de ella.
Por entonces los chillidos del loro se mezclaron
con juramentos que atrajeron por fin la atención
de los pescadores que se encontraban allí.
—¡«Polly» quiere comer! —chillaba el loro—.
¡Maldición! «Polly» quiere comer. ¡Idiotas! ¿No
veis que tengo hambre?
Un vecino, propietario de una cabaña próxima,
se acercó a investigar. Mirando a través de las
ventanas vio al loro y algo más que le hizo
telefonear a toda prisa a la policía.
El criminal había mostrado compasión por el
pájaro, mas no por el amo. La puerta de la jaula
estaba abierta y, sin duda, el asesino dejó un plato
con agua en el suelo, cerca de la jaula. Quedaba
aún comida, pero no agua.
Mason levantó la vista del periódico y dijo a Della
Street:
—Bien, hágale pasar.
Charles Sabin cambió un apretón de manos con
Perry Mason, dirigió una mirada al periódico y
comentó:
—Le supongo enterado de los detalles relativos a
la muerte de mi padre.
Mason movió afirmativamente la cabeza,
aguardó a que su visitante se hubiera sentado en
el sillón de cuero del otro lado de la mesa y
entonces inquirió:
—¿Qué desea usted que haga?
—Varias cosas —contestó Sabin—. Entre otras
quiero que evite que Helen Watkins Sabin, la viuda
de mi padre, nos arruine el negocio. Tengo
motivos para creer que existe un testamento que
me lega a mí toda la fortuna y, sobre todo, me
nombra su ejecutor testamentario. No he podido
encontrarlo entre los documentos de mi padre y
sospecho que lo tiene ella. Es muy capaz de
destruirlo. No quiero que esa mujer se convierta
en la administradora de la fortuna.
—¿Le es antipática?
—Mucho.
—¿Era viudo su padre?
—Sí.
—¿Cuándo se casó con su última esposa?
—Hace unos dos años.
—¿Ha habido descendencia?
—No. Pero ella tiene un hijo ya mayor.
—¿Fue afortunado ese matrimonio? ¿Era feliz su
padre?
—No. Era muy desgraciado. Se daba cuenta de
que se había dejado engañar. De no temer la
publicidad hubiera solicitado el divorcio.
—Continúe —invitó Mason—, ¿qué quiere usted
que haga yo?
—Pondré mis cartas sobre la mesa —declaró
Charles Sabin—. Mis asuntos legales están
administrados por Cutter, Grayson y Bright. Deseo
que usted colabore con ellos.
—¿Se refiere a la herencia?
Sabin hizo un ademán negativo.
—Mi padre fue asesinado. Quiero que coopere
usted con la policía en el descubrimiento del
asesino.
»Mi madrastra será difícil de manejar. Creo que
ese trabajo supera la habilidad de Cutter, Grayson
y Bright. Me interesa que usted se encargue de él.
»Lo ocurrido me ha trastornado enormemente.
Ayer por la tarde la policía me dio la noticia. Fue
una prueba muy dolorosa. Le aseguro que por
ningún asunto comercial hubiera salido yo hoy de
casa.
Mason observó las huellas que el sufrimiento
había dejado en el rostro del joven.
—Me hago cargo.
—Comprendo que usted necesitará hacerme
algunas preguntas —siguió Sabin—. Me interesa
abreviar en lo posible la entrevista.
—Ante todo precisaré una especie de
autorización… —comenzó Perry.
Sabin sacó una cartera.
—Me parece que he previsto su deseo, señor
Mason. Aquí tiene un cheque a cuenta de su
trabajo y una carta en la que certifico que usted
me representa legalmente y que, por lo tanto,
tiene libre acceso a todas las propiedades de mi
padre.
Mason tomó la carta y el cheque.
—Veo que es usted muy metódico —dijo.
—Procuro serlo —replicó Sabin—. El cheque es
un anticipo. ¿Le parece bien?
—Más que bien —replicó sonriente Mason—. Es
generoso.
Sabin inclinó la cabeza.
—He seguido con gran interés su carrera, señor
Mason —dijo—. Le creo excepcionalmente hábil
en materia de leyes, y además dueño de una gran
capacidad como detective. Ambas cosas me son
necesarias.
—Muchas gracias —replicó Mason—. Si he de
serle de alguna utilidad necesito tener las manos
libres.
—¿En qué sentido?
—Quiero tener la libertad de hacer lo que se me
antoje en este asunto. Si la policía acusa a alguien
del crimen, deseo poder actuar como abogado
defensor de dicha persona. Dicho de otra forma:
quiero resolver el asunto a mi manera.
—Me parece que le pago lo suficiente…
—No se trata de eso —interrumpió Perry—. Si ha
seguido mis casos habrá observado que en su
mayor parte han sido resueltos en la sala del
tribunal. Puedo sospechar quién es el culpable,
pero la única forma de probar mis sospechas es
sometiendo a interrogatorio a los testigos.
—Comprendo —concedió Sabin—. Me parece
muy razonable.
—También quiero saber los detalles principales;
todo lo que pueda serme útil y que usted pueda
decirme.
Sabin recostóse en su sillón. Comenzó a hablar
pausadamente, casi sin interés.
—Hay dos o tres cosas que deben ser tenidas en
cuenta para comprender a mi padre. Una de ellas
es el hecho de que mi madre y él fueron muy
felices en su matrimonio. Mi madre era
maravillosa. Jamás dio muestras de mal genio. Mis
padres nunca cambiaron una palabra
desagradable. Sobre todo porque ella jamás se
dejó llevar por esos arrebatos que mueven a
algunas personas a herir a quienes quieren o a
aquellos con quienes tienen trato íntimo». Como
es lógico, mi padre acabó considerando que todas
las mujeres debían estar hechas por el mismo
molde que mi madre. Al quedar viudo sintióse muy
solo. Su segunda esposa trabajaba en nuestra casa
como ama de llaves. Es lista, avariciosa, astuta.
Luchó para irse ganando el afecto de mi padre,
que nunca había tratado a mujeres de su clase. Era
incapaz de comprender la verdad que se ocultaba
bajo su apariencia. Y el resultado fue que se dejó
arrastrar al matrimonio. Como es lógico, fue muy
desgraciado.
—¿Dónde está ahora la señora Sabin? —
preguntó Mason—. Los periódicos locales
aseguran que se encuentra de viaje.
—Sí, hace un par de meses marchó a dar la
vuelta al mundo. Por radio se la ha podido localizar
en un buque que ayer cruzó el Canal de Panamá.
Se ha enviado un avión que debe recogerla en un
puerto de la América Central. Llegará aquí,
seguramente, mañana por la mañana.
—¿Intentará hacerse cargo de los asuntos? —
preguntó Mason.
—Seguramente —contestó Sabin con una voz
muy expresiva.
—Como hijo, usted tiene ciertos derechos.
Con acento fatigado, Sabin dijo:
—Uno de los motivos que me han obligado a
dejar de lado mi dolor y a visitarle sin pérdida de
tiempo ha sido el de advertirle que todo cuanto
haga usted debe empezar antes de que ella llegue.
Es muy lista y una adversaria despiadada.
—Comprendo.
—De su primer matrimonio tuvo un hijo, Steve
Watkins —prosiguió Sabin—. Muchas veces, al
referirme a él, le he llamado «el chivato de su
madre». Finge una gran afabilidad. Tiene la técnica
de un político y el carácter de una víbora. Ha
estado durante algún tiempo en el Este y ha
tomado el avión de Nueva York y recogerá a su
madre en América Central. Llegarán juntos.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Mason.
—Veintiséis. Su madre se las compuso para darle
educación universitaria. Él considera su cultura
como una fórmula mágica que debería permitirle
vivir sin trabajar. Después del matrimonio de su
madre con mi padre, ella dispuso de grandes
cantidades que entregó a su hijo, quien las
derrochó alegremente. Ha reaccionado como era
lógico en tales circunstancias. Ahora se muestra
muy despectivo acerca de lo que él llama la
«vulgar horda».
—¿Tiene usted alguna idea de quién pudo matar
a su padre?
—Ninguna. Si las tuviera procuraría alejarla de mi
cerebro. Mientras no tenga pruebas no quiero ni
pensar en ninguna —de las personas que conozco
como posible culpable—. Cuando tenga pruebas,
señor Mason, deseo que la justicia siga su curso.
—¿Tenía enemigos su padre?
—No. Excepto… Hay dos personas que me
gustaría que usted supiera, señor Mason. Una de
ellas la conoce la policía. La otra, no.
—¿De qué se trata?
—En los periódicos no se ha dicho; pero, según
parece, en la cabaña había ciertas prendas
femeninas. Creo que esas ropas fueron dejadas
por el asesino a fin de despertar la simpatía y la
compasión del público por la viuda.
—¿Qué más? —preguntó Mason—. Se ha
referido usted a algo que la policía ignoraba.
—Se trata de algo que puede ser muy
significativo. Ya habrá usted leído que mi padre
apreciaba mucho a su loro.
Mason asintió.
—«Casanova» fue regalado a mi padre por su
hermano hace tres o cuatro años. Mi tío siente
verdadero capricho por los loros, y papá se
encariñó enormemente con el pájaro. Lo tenía casi
siempre con él. Pues bien, el loro que se encontró
en la cabaña, junto al cuerpo de mi padre, y que la
policía y todo el mundo ha supuesto que es
«Casanova», no lo es.
El interés más vivo se reflejó en las pupilas del
abogado.
—¿Está usted seguro? —preguntó.
—Completamente seguro.
—¿Cómo lo sabe?
—En primer lugar, el loro de la cabaña es dado a
proferir groserías, sobre todo cuando se trata de
pedir comida. «Casanova» nunca dijo una palabra
mala.
—Tal vez la causa de ello se deba al cambio de
ambiente —sugirió Mason—. Usted ya sabe que
un loro repite…
—Perdone que le interrumpa. Existe otro detalle
que no admite duda. A «Casanova» le faltaba una
de las garras de la pata derecha. En cambio, a este
loro no le falta.
Mason frunció el ceño.
—¿Qué interés particular podía tener nadie en
cambiar los loros?
—La única razón que se me ocurre es que el loro
puede ser más importante de lo que a primera
vista parece. Estoy casi seguro de que «Casanova»
estaba con mi padre cuando se cometió el
asesinato. Quizá vio u oyó algo que pudo obligar al
asesino a cambiarlo por otro. Mi padre volvió a
casa el viernes, dos de septiembre, para recoger a
«Casanova». No le esperábamos hasta el lunes, día
cinco.
—Creo que para el asesino hubiera sido más fácil
matar al pájaro.
—Lo sé —reconoció Sabin—. Comprendo que mi
idea es un poco rara. Sin embargo, es la única
explicación que se me ocurre.
—¿Por qué no le ha dicho esto a la policía?
Sabin movió la cabeza. Esta vez no disimuló el
cansancio que reflejaban sus ojos y su voz.
—Me he dado cuenta de que la policía no puede
evitar que los periódicos averigüen lo que ella
sabe. Tampoco creo que la policía resuelva un caso
como éste. Estoy seguro de que usted comprobará
que tiene muy hondas ramificaciones. A la policía
sólo le he contado lo imprescindible. Usted es la
única persona a quien he explicado este detalle. Le
aconsejo que lo oculte. Deje que la policía arregle
el caso a su manera.
Poniéndose en pie, Sabin indicó que había
terminado.
—Muchas gracias por todo, señor Mason— dijo,
tendiendo la mano al abogado—. Estaré mucho
más tranquilo ahora, sabiendo que el asunto está
en sus manos.
Capítulo 2

Mientras iba de un lado a otro de su despacho,


Mason emitía sus comentarios. Paul Drake, jefe de
la «Agencia de Detectives Drake», estaba sentado
transversalmente en un sillón y tomaba notas en
su cuaderno.
—Ese loro sustituido es una prueba que nos da
mucha ventaja sobre la policía —decía Mason—.
Se trata de un loro mal educado… Más tarde
averiguaremos por qué el asesino cambió los
pájaros. De momento, lo importante es saber de
dónde salió ese mal hablado bicho, cosa que no
debe resultar difícil… No podemos competir con la
policía; por lo tanto, pasaremos por alto los
factores más corrientes.
—¿Qué hay de la ropa de mujer encontrada en la
cabaña? —preguntó Drake—. ¿Tenemos que hacer
algo?
—Nada. La policía trabajará ese asunto. ¿Qué
más sabes del caso, Paul?
—Apenas otra cosa que lo publicado por los
periódicos, pero uno de mis amigos, que está
metido en las cosas de la Prensa, me ha
preguntado algo acerca de las armas.
—¿Qué quería saber? —inquirió Mason.
—Unos detalles acerca del arma que se utilizó
para el crimen.
—¿Qué hay de ella?
—Se trata de una pistola de cañón corto. Cuando
no se utiliza, el cañón se oculta dentro del arma. Es
tan pequeña que se puede llevar en cualquier sitio.
—¿De qué calibre?
—Cuarenta y uno.
—Averigua si pueden encontrarse municiones. Si
hay balas en las armerías… Pero no. Déjalo. La
policía se encargará de eso. Limítate a los loros.
Investiga en todas las pajarerías las ventas de loros
en las dos últimas semanas.
Paul Drake, cuyo éxito como detective debíase,
sobre todo, a su insignificante aspecto, cerró su
cuaderno y lo guardó en el bolsillo. Sus salientes
ojos, cuya expresión quedaba generalmente
velada por una vidriosa película, examinaron a
Mason.
—¿Hasta qué punto deseas que investigue las
vidas de la señora Sabin y de su hijo? —preguntó
intrigado el detective.
—Quiero que te enteres de cuanto sea posible.
Drake chasqueó los dedos, un tanto apurado.
—Bueno, veamos si lo he comprendido todo
bien. Tengo que investigar la vida de la viuda y de
Steve Watkins. Recorrer las pajarerías y ver lo que
descubro acerca de un loro que jura como un
carretero. Obtener informaciones sobre la cabaña
montañosa y lo que ocurrió en ella. Conseguir
fotos del interior y… ¿Y del exterior? ¿Las quieres
también?
—No. Marcharé ahora mismo hacia allí y la
examinaré yo mismo. Las únicas fotografías que
me interesan son las que impresionó la policía al
descubrir el cadáver.
—Entonces me marcho —anunció Drake,
levantándose.
—Un momento —rogó Mason—. Queda algo
aún. Si el asesino cambió los pájaros, ¿qué ha sido
de «Casanova»?
—Ignoro lo que puede hacerse con un loro —rió
Drake—. ¿Un pastel? ¿Se asan a la parrilla?
—Nada de eso —replicó el abogado—. Se meten
en una jaula y se les oye charlar.
—¿Es posible? —preguntó con burlón acento
Drake—. ¡No me digas!
—Procura meter en tu cabezota que no estoy de
broma —replicó Mason—. Lo que he dicho es,
exactamente, lo que se hace con un loro, y
quienquiera que se haya llevado a «Casanova»
puede haberlo hecho con intención de oírle decir
algo que el bicho supiese.
—Buena idea —aprobó Drake.
—Además, seguramente el asesino se habrá
trasladado a un nuevo alojamiento —siguió Mason
—. Deberías enterarte de qué loros nuevos han
aparecido por el mundo.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Drake—.
¿Debo buscar un censo de nacimientos de aves o
instalar un comedero para los pájaros y esperar
que se presente algún loro? ¡Dios mío, Perry! Ten
un poco de compasión. ¿Cómo diablos puede uno
enterarse de si en una vecindad ha aparecido un
loro que unos días antes no estaba?
—Creo que no tardarías en comprobar que los
loros no abundan. Son unos bichos muy ruidosos y
no se les puede tener siempre encerrados en un
piso. La gente que los posee suele vivir en los
arrabales. Los loros son una molestia para los
vecinos. Creo, incluso, que existe una ordenanza
municipal prohibiendo el tenerlos en un piso. Creo
que averiguarás algo preguntando en las
pajarerías. Sigue la pista a la compra de jaulas
nuevas. Entérate de quiénes han pedido informes
acerca de cómo deben cuidarse los loros. Y a
propósito: recuerda que en esta misma manzana
hay una tienda donde venden pájaros y perros.
Karl Helmond, el dueño, es cliente mío.
Seguramente tendrá una lista de las otras tiendas
y podrá contarte muchas cosas. Pon al trabajo a
todos tus agentes.
—Bien, corro a empezar mi trabajo —replicó
Paul Drake.
Mason volvióse hacia Della Street.
—Vayamos en seguida a echar un vistazo a esa
cabaña.

***

La carretera seguía las paredes de un largo


cañón, torciendo y retorciéndose como una
serpiente herida. A través del parabrisas, Mason
pudo ver unas lejanas y rojas montañas. Abajo un
riachuelo deslizábase por entre bloques de
granito. Atrás, el elevado calor del valle parecía
una brillante, opresiva y gaseosa niebla.
En aquellas alturas el aire estaba impregnado del
aroma de las agujas de pino. También hacía calor,
pero se trataba de un calor seco, balsámico y
agradable al cuerpo. En lo alto, el firmamento de
California era tan azul que casi parecía negro en
contraste con el brillante sol que caía sobre los
despeñaderos de granito, donde no había bastante
tierra para alimentar árboles.
Llegaron a un sombreado recodo de la carretera,
donde una fuente había formado un estanque
natural, cuyas aguas sobrantes daban vida a un
riachuelo, Mason detuvo el auto y propuso.
—Dejemos que el motor se enfríe y bebamos un
trago de agua de montaña… ¡Hola! Ahí viene un
auto de la policía.
Señaló hacia abajo. Veíase un trozo de la
carretera por el cual ascendía penosamente un
auto con el rojo distintivo de los coches de la
policía.
—¿Hemos de llegar antes que ellos? —preguntó
Della. Mason desperezándose, aspiró el
reanimador aire de las cumbres.
—No —dijo—. Les aguardaremos y después les
seguiremos. Así no habrá necesidad de perder
tiempo buscando dónde está la casa.
Bebieron la fresca agua inclinándose sobre la
superficie del estanque y posando los labios sobre
la límpida superficie. Gradualmente, dominando el
susurro del aire por entre los pinos, llegó el
ronquido de un motor, jadeando, en primera
marcha, por la pronunciada cuesta.
Cuando el coche apareció por el recodo, Mason
comentó:
—Me parece que se trata de nuestro viejo amigo
el sargento Holcomb, de la Jefatura… ¿A qué se
deberá su interés por un asesinato cometido fuera
de la ciudad? Veo que se detiene.
El vehículo buscó refugio en la sombra. Un
hombre fornido, que lucía un negro Stetson de
anchas alas, fue el primero en salir. Un instante
después le siguió el sargento Holcomb, de la
policía metropolitana.
Holcomb dirigióse con aire amenazador hacia
Perry Mason.
—¿Qué demonios hace usted aquí? —preguntó.
—Es curioso, sargento. Lo mismo me preguntaba
yo acerca de usted.
—Estoy trabajando con el sheriff Barnes —
explicó Holcomb—. Telefoneó pidiendo ayuda, y la
policía me ha enviado a mí. Le presento a Perry
Mason, sheriff Barnes.
Este era un hombre alto, de unos cincuenta y
seis o cincuenta y siete años, que encerró en una
de sus manos la que Mason le tendió. El abogado
presentó luego a Della Street, y a continuación
mostró la carta que Charles Sabin le había
entregado.
El sargento Holcomb pasó la vista desde la carta
a Mason. Sus ojos y su voz manifestaban cierta
suspicacia.
—¿Sabin le ha contratado?
—Sí.
—¿Y le entregó la carta?
—Sí.
—¿Qué desea?
—Que yo colabore con la policía.
El sargento Holcomb soltó una sarcástica
carcajada.
—¡Es de lo más bueno que he oído en veinte
años! El que usted coopere con nosotros sería lo
mismo que si los republicanos colaborasen con los
demócratas.
Mason volvióse hacia el sheriff.
—Que un abogado represente a un inocente no
quiere decir que se coloque en contra de las
autoridades.
—¡Usted siempre ha ido en contra nuestra! —
declaró Holcomb.
—Al contrario. Les he ayudado a resolver unos
cuantos casos de asesinato.
—Lo que ha hecho usted ha sido conseguir la
absolución para los individuos que componen su
clientela —indicó Holcomb.
—Exacto —asintió Mason—. Porque la policía se
empeñaba en condenar a personas inocentes. Yo
me encargué de demostrar que no eran culpables
por el simple método de descubrir a los
verdaderos asesinos.
Holcomb enrojeció, dio un paso adelante y
comenzó a decir algo; pero el sheriff Barnes, como
sin querer la cosa, le echó hacia atrás de un
codazo.
—Vamos —dijo—. Basta de discusiones. Soy el
sheriff de esta región. Todo esto me resulta
demasiado difícil. No tengo facilidades para
realizar las investigaciones a mi gusto y he pedido
a la policía que me enviase a alguien que
entendiera de huellas dactilares y pudiese,
además, darme unos consejos. Por lo que a mí se
refiere, agradeceré cuanta ayuda pueda conseguir,
sin que me importe nada quién me la proporcione.
He leído en los periódicos algunos de los trabajos
del señor Perry Mason. A mi entender, cuando un
abogado demuestra la inocencia de su defendido
presentando ante la Ley al verdadero culpable,
presta un buen servicio a la sociedad.
—Allá usted —refunfuñó Holcomb, dirigiéndose
al sheriff—. Los métodos de trabajo de Perry
Mason le harán salir canas.
El sheriff echóse hacia atrás el sombrero y pasó
los dedos por sus sudorosos cabellos.
—Ya las tengo ahora —dijo—. ¿Nos acompaña
usted, Mason?
—Les seguiré. ¿Conocen el camino?
—Claro. Ayer pasé casi todo el día allí.
—¿Qué cosas han cambiado de sitio?
—Ninguna. Retiramos el cadáver y limpiamos los
restos de unos pescados que se habían podrido.
También nos llevamos el loro. Fuera de eso no
hemos hecho otra cosa que examinarlo todo en
busca de huellas dactilares.
—¿Encontraron?
—Unas cuantas.
Bruscamente, Holcomb interrumpió:
—Vamos, sheriff; se está haciendo tarde.
La carretera desembocaba en una meseta por la
que se veían repartidas algunas cabañas
construidas entre los árboles. Hacia el final de la
meseta la montaña volvía a ascender. Por su
ladera bajaba un impetuoso torrente. El sheriff
indicó que debían torcer a la derecha. Siguieron un
camino alfombrado de agujas de pino que
conducía a una casita de troncos tan bien oculta
entre los árboles, que más parecía trabajo de la
Naturaleza que del hombre.
—¡Fíjese en esa cabaña! —indicó Mason a Della
—. Verdaderamente es un sitio hermoso.
Un pájaro, ofendido por la intrusión, lanzó desde
lo alto de uno de los árboles su ronco trino.
Cuando descendieron del auto, el sheriff
acercóse a Mason, indicando:
—Le ruego que tenga cuidado y no toque nada,
señor Mason. Creo que será mejor que la señorita
Street aguarde fuera. Mason asintió:
Un hombre alto, que se movía con la fácil gracia
de los habitantes de las montañas, salió de entre
las sombras y, llevándose una mano a su
maltratado sombrero, anunció:
—Sin novedad, sheriff.
Barnes sacó una llave del bolsillo. Mientras la
metía en la cerradura, dijo:
—Les presento a Fred Warner. Vive aquí. Le he
encargado de la vigilancia de la cabaña.
El sheriff abrió la puerta.
—Procuren no ir de un lado a otro. Usted,
sargento, ya sabe lo que debe hacer.
Mason contempló la gran chimenea, la mesa de
pino, los toscos anaqueles. Una cama de
blanquísimas sábanas ofrecía un señalado
contraste con el resto del interior. Unas botas de
goma, manchadas de barro, estaban junto a una
caña de pescar.
—Mi consejo, sheriff, es que permita al señor
Mason que mire a su alrededor sin tocar nada y
que luego se marche. No podemos trabajar
mientras él esté aquí.
—¿Por qué no? —preguntó Barnes.
Holcomb enrojeció.
—Por muchas razones. Una de ellas es que, antes
de que se percate de ello, ese hombre estará
frente a usted. Será su adversario y hará lo posible
por echar por tierra cuanto usted vaya trazando
contra el asesino. Cuanto más le descubra sus
méritos más los aprovechará para derrotarle en la
vista de la causa.
Tozudamente, Barnes replicó:
—Me parece muy bien. Si alguien ha de ser
ahorcado por asesinato debido a las pruebas que
yo presente, quiero que sea gracias a pruebas
incontrastables.
—Sólo deseo ver lo que quiera usted enseñarme
—intervino Mason—. Supongo que esa silueta
dibujada en el suelo debe significar que ahí fue
encontrado el cuerpo, ¿verdad?
—Sí. Eso es. El arma fue hallada a tres metros de
distancia, donde se señala.
—¿No podría tratarse de un suicidio? —preguntó
Mason.
—Los médicos aseguran que es completamente
imposible. Además, el arma apareció sin ninguna
huella dactilar. Sabin no llevaba guantes. De
haberse matado él, habría dejado alguna huella en
la pistola.
Mason frunció el ceño.
—Eso quiere decir que al asesino no le interesó
que se creyera en un suicidio. Pudo haber
colocado fácilmente la pistola cerca del cuerpo, y
después de haber borrado del arma sus huellas
dactilares, haber hecho que las del muerto
aparecieran en la superficie de acero.
—Es verdad —asintió el sheriff.
—Además, al asesino le debía interesar que la
policía encontrase pronto el arma —intervino el
abogado.
—¡Tonterías! —gruñó Holcomb—. Lo que al
asesino le interesaba era que no encontrasen el
arma. Es lo que hacen todos los asesinos listos. Tan
pronto como cometen el crimen se desprenden
del arma. Ni siquiera la conservan el tiempo
suficiente para buscar un sitio donde esconderla.
El arma puede llevarles a la horca. Disparan y la
tiran.
—Está bien —replicó Mason—. Usted gana.
Disparan y la tiran. ¿Qué más, sheriff?
—La jaula del loro estaba en el suelo —explicó el
sheriff—. La puerta estaba abierta por medio de
un palo, de forma que el pájaro pudiera salir
cuando quisiese.
—O entrar cuando se cansase de estar fuera,
¿verdad? —sugirió Mason.
—Sí. Es una buena idea.
—¿Cuánto tiempo cree que estuvo el loro sin
comer ni beber? —preguntó el abogado al sheriff.
Este contestó:
—Tenía abundante comida en esa sartén. Debió
de llenarse de agua, pero sin duda ésta se evaporó.
Por eso el loro se quedó sin bebida. Aún se ven las
manchas de óxido que marcan la evaporación de
las últimas gotas.
—Entonces el cadáver estuvo bastante tiempo
sin ser descubierto.
—El crimen se cometió el martes seis de
septiembre —afirmó Barnes—. Seguramente a eso
de las once de la mañana.
—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó Mason
—. ¿O es que tiene inconveniente en decírmelo?
—En absoluto —contestó el sheriff—. La
temporada de pesca en este distrito comienza el
seis de septiembre. La Comisión de Caza y Pesca
deseaba que hubiese algún sector para la pesca de
otoño y que no hubiese sido agotado durante el
verano. Por ello abrieron a los aficionados algunos
ríos que habían estado cerrados hasta entonces.
Este fue uno de los últimos. La temporada
comenzó el seis de septiembre.
»Ese Sabin era un tipo raro. Iba a ciertos lugares
y hacía algunas cosas que aún no hemos
descubierto. Tenía un auto con remolque y viajaba
de parador en parador, donde charlaba con gente
acerca de cómo iban las cosas en el mundo. A
veces se ponía un traje viejo y se iba por las
bibliotecas.
—Ya lo he leído en los periódicos —interrumpió
Mason.
—Pues bien —prosiguió el sheriff—. Dijo a su
hijo y a Richard Waid, su secretario, que iría a su
casa a recoger sus aperos de pesca. Regresaba de
un viaje nadie sabe de dónde. El caso es que les
sorprendió a todos llegando el viernes, día dos.
Cogió su caña de pescar y su loro y se vino aquí.
Parece que deseaba hacer algo en Nueva York y
encargó a su secretario que tuviese dispuesto un
avión para marchar en él en cuanto se le ordenase.
El secretario esperó en el aeródromo toda la tarde
del lunes. Tenía el avión preparado. A eso de las
diez de la noche del día cinco llegó el aviso. Waid
dice que Sabin estaba de muy buen humor. Explicó
a su secretario que todo iba bien y le ordenó que
se fuese en seguida a Nueva York.
—¿Hablaba desde esta cabaña? —preguntó
Mason.
—No. Dijo a Waid que su teléfono se había
estropeado y que, por lo tanto, habíase visto
obligado a ir a uno de pago. No explicó dónde se
encontraba dicho teléfono ni a Waid se le ocurrió
preguntárselo. Como es natural, en aquellos
momentos el detalle no le pareció de ninguna
importancia. Waid tenía mucha prisa por
marcharse a Nueva York.
—¿Han hablado con Waid? —preguntó Mason.
—He celebrado una conferencia telefónica con él
—dijo el sheriff—. Sigue en Nueva York.
—¿Ha explicado el motivo de su viaje?
—No. Me dijo que se trataba de algo importante
y muy confidencial.
—¿Alquiló Waid un avión particular? —preguntó
Mason. Sonriendo, el sheriff contestó:
—Sí. Steve Watkins, el hijo de la segunda esposa
de Sabin, es aviador. Tiene un aparato muy rápido
y le gusta utilizarlo. Parece que Sabin no profesaba
ningún cariño a Steve y se hubiera disgustado de
saber que Waid iba a volar con Steve; pero a éste
le interesaba hacer el viaje y, además, necesitaba
dinero. Waid accedió a pagarle lo mismo que
hubiese pagado a un piloto comercial, y se hizo
llevar por el hijastro de su jefe.
—¿Cuándo salieron?
—A las diez y diez minutos de la noche del lunes
día 5 —declaró el sheriff—. Para asegurarme pedí
informes al aeródromo.
—¿A qué hora llamó Sabin a Waid?
—Waid dice que no pasaron ni diez minutos
entre el final de la conferencia y el momento de la
partida. Supone que debió de ser a eso de las diez
más o menos.
—¿Reconoció la voz de Sabin?
—Sí. Su jefe estaba muy contento por algo. Le
encargó que saliese de viaje inmediatamente. Dijo
que se había retrasado un poco debido a que el
teléfono estaba descompuesto, lo cual le obligó a
trasladarse en auto a un teléfono público. Añadió
que regresaba en seguida a la cabaña, donde
pasaría dos o tres días más. Si Waid encontraba
algunas dificultades, debía telefonearle aquí.
—¿Y Waid no telefoneó?
—No, porque todo fue bien y Sabin sólo quería
que le telefonease en caso de que algo saliera mal.
Mason comentó, pensativo:
—El lunes cinco de septiembre, a las diez de la
noche, Sabin estaba vivo. ¿Le vio o habló con él
alguien después de esa hora?
—No. En realidad, lo único que sabemos es que
estaba vivo a aquella hora. A partir de aquel
momento, debemos basarnos en suposiciones. La
temporada de pesca se abrió el martes, día seis.
Ahí está un despertador parado. Se detuvo a las
dos y cuarenta y siete minutos. Está dispuesto para
que sonase a las cinco y media.
—¿La cuerda también está acabada?
—Sí.
El timbre del teléfono quebró el silencio. El
sheriff contestó y, después de escuchar con
atención durante un momento, dijo:
—No se retire. —Volvióse hacia Mason. —Le
llaman a usted, Mason tomó el receptor. Hasta él
llegó la voz de Paul Drake.
—Hola, Perry. No he tenido más remedio que
llamarte ahí. ¿Puedes hablar libremente?
—No.
—¿Pero puedes escucharme?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Creo haber encontrado al asesino. Por lo
menos, tengo una pista que conduce a un loro mal
hablado y una excelente descripción del hombre
que lo compró.
—¿Dónde?
—En San Molinas.
—Sigue hablando.
—Un tal Arthur Gibbs tiene una tienda de venta
de pájaros y perros en San Molinas. Se llama la
«Quinta Avenida». El viernes día dos, un hombre
bastante mal vestido se presentó a comprar un
loro. Tenía mucha prisa. Gibbs lo recuerda porque
al hombre le interesaba el aspecto del pájaro.
Gibbs le vendió el grosero bicho. Creo que el
comprador ignoraba el vicio del loro… Lo mejor
será que hables con ese Gibbs.
—¿Hay más detalles?
—Tengo una descripción perfecta.
—¿Concuerda con la de alguien?
—Que yo sepa, no. Escucha lo que voy a decirte:
iré al Hotel Plaza y esperaré en el vestíbulo. Ve
hacia allí lo antes posible. Si es después de las
cinco y media, haré que Gibbs nos acompañe.
—Muy bien —aprobó Mason, colgando el
teléfono y tropezando, al volverse, con la suspicaz
mirada del sargento.
Como si no hubiese habido ninguna interrupción,
el sheriff continuó:
—Cuando entramos aquí encontramos una cesta
llena de pescado. Lo metimos en un recipiente
hermético y lo enviamos al laboratorio de la
policía. Nos informaron de que la cesta contenía
pescado ya limpio y envuelto en hojas, pero sin
haber sido lavado definitivamente. Hallamos
restos de un almuerzo: un par de huevos y unos
trozos de tocino. También hallamos restos de una
comida: judías en conserva. El muerto llevaba
zapatillas, pantalones y un jersey fino. Aquella
cazadora de cuero estaba en el respaldo de la silla.
Esas son las botas de pescar del asesinado. Están
manchadas de barro. Esa es su caña y sobre la
mesa están los cebos, todo tal como lo dejó».
Supongo que lo mataron a eso de las once de la
mañana del martes, día seis. ¿Le interesa saber
cómo he llegado a esa conclusión?
—Mucho —asintió Mason.
El sargento alejóse, manifestando su disgusto.
—Bien, yo no tengo gran experiencia en casos de
asesinato —continuó Barnes—, pero sé calcular las
probabilidades. He estado en el servicio forestal y
he cuidado ganado; por lo tanto, sé seguir una
pista. Ignoro si el mismo razonamiento servirá en
un caso de asesinato; pero no veo por qué no ha
de servir. He aquí la conclusión a que he llegado:
Sabin se debió de levantar a las cinco y media,
cuando sonó el timbre del despertador. Desayunó
huevos con tocino. Luego se marchó a pescar.
Pescó el límite de peces permitidos. Volvió.
Sentíase cansado y con apetito. No se molestó ni
en terminar de limpiar los pescados ni en ponerlos
en la nevera. Se quitó las botas, dejó a un lado la
cesta, entró en la cocina y preparóse unas judías
en conserva. Le quedaba un poco de café del
desayuno. Lo calentó.
»Lo inmediato que debía haber hecho era limpiar
el pescado y meterlo en la nevera. Le asesinaron
antes de hacerlo y después de la comida. He
calculado el tiempo alrededor de las once.
—¿Por qué no más tarde? —preguntó Mason.
—Es verdad —asintió el sheriff—. Lo olvidaba. El
sol empieza a dar en esta cabaña a eso de las diez
y media. Entonces hace aquí mucho calor. A las
cuatro deja de dar y, casi en seguida, empieza a
hacer frío. Por ello, saqué la conclusión de que le
mataron cuando empezó a caldearse el ambiente,
no cuando el calor era muy grande. De haber
hecho frío, hubiese llevado la cazadora y habría
encendido el fuego que, como ve, está preparado
ya en la chimenea. Por otra parte, si hubiera hecho
mucho calor no habría llevado el jersey.
—Muy bien —aprobó Mason—. ¿Has hecho
algún experimento para comprobar cuánto tarda
el reloj en agotar la cuerda?
—Lo pregunté a la fábrica. Me contestaron que
de treinta a treinta y seis horas, según el estado
del despertador y el tiempo que lleve funcionando.
»Y ahora tenemos otro detalle, señor Mason. La
persona que mató a Sabin era de corazón muy
tierno. Por lo menos eso me figuro.
Echóse hacia atrás el sombrero y se rascó el
cabello de detrás de las orejas.
—Le extrañará oírme hablar así de un asesino.
Sin embargo, esa es la opinión que tengo de él.
Debía de tener algún motivo de odio contra Sabin.
Deseaba matarle, pero no acabar con el loro.
Debió de suponer que pasaría algún tiempo antes
de que el cadáver fuera descubierto. Por ello
dispuso las cosas para que el pájaro no se muriera
de hambre.
»Eso me hace creer que el asesino debía de
tener motivos muy poderosos para querer quitar
de en medio a Sabin. No fue por robar ni por
crueldad innata. El asesino tenía buen corazón…
¿Me comprende bien, Mason?
—Creo que sí —replicó sonriente Mason—.
Muchas gracias, sheriff; no les molestaré más a
ustedes. Creo haberme hecho cargo de todo. Daré
un par de vueltas en torno de la cabaña para
examinarla. Le agradezco su amabilidad y…
Le interrumpió una llamada a la puerta de la
cabaña.
Barnes fue a abrir. Un joven rubio, con aspecto
de intelectual, de unos treinta años recién
cumplidos, preguntó, mientras se arreglaba los
lentes:
—¿El sheriff Barnes?
—¿Es usted Waid? —inquirió en tono amigable
el sheriff.
—Sí.
Barnes le dio la mano.
—Le presento al sargento Holcomb —dijo—.
Aquí, el señor Mason.
Waid estrechó por turno las manos.
—He seguido sus instrucciones al pie de la letra,
sheriff —dijo—. Bajé del aeroplano en Las Vegas.
Hice el viaje con nombre supuesto. He esquivado a
todos los reporteros y…
—Un momento —interrumpió el sargento
Holcomb—, no siga hablando, Waid. El señor
Mason es abogado, no policía. Precisamente se iba
ya.
Waid volvióse hacia Mason, abriendo mucho los
ojos.
—¿Es usted Perry Mason? Perdone que no le
haya reconocido en seguida el nombre. He leído
sus casos, señor Mason. Uno de los que más
interesaron fue aquel en que usted consiguió…
—Mason se marcha —interrumpió el sargento
Holcomb—; y preferimos que usted no hable con
nadie hasta que sepamos lo que tiene que
decirnos.
Waid guardó silencio mientras en sus labios se
formaba una divertida sonrisa.
—Ya hablaré con usted en otro momento, señor
Waid —dijo Mason—. Represento a Charles Sabin.
¿Sabe él que está usted aquí?
El sargento Holcomb avanzó hacia el secretario.
—Eso es todo —dijo con firmeza—. No
queremos entretenerle más, puede usted
marcharse, Mason.
—Muchas gracias. Les agradezco que me dejen
marchar. La atmósfera está un poco cargada, ¿no
es verdad, sargento?
La respuesta de Holcomb fue cerrar la puerta
contra la espalda de Mason.
Della Street estaba sentada en el estribo del
automóvil, trabando amistad con seis o siete
ardillas. Los animalitos acudían casi hasta rozar los
dedos de la joven, y en seguida, asustadas, huían a
la relativa seguridad ofrecida por un pino caído,
donde prorrumpían en chillidos antes de reanudar
su lento avance hacia la secretaria. En lo alto de un
árbol, un pájaro saltaba nervioso de rama en rama,
creyendo que Della Street estaba dando de comer
a las ardillas. Sus voces de protesta llegaban
claramente hasta abajo.
—Hola, jefe —saludó Della Street—. ¿Quién es el
recién llegado?
—Waid, el secretario de Sabin. Tiene algo que
decirles. Por eso ha venido hasta aquí. Querían
verle lejos de los periodistas… Paul Drake me ha
telefoneado que ha descubierto algo bueno en San
Molinas.
—¿Qué hacemos con Waid? ¿Le esperamos para
ver si nos explica algo?
—No. Iremos inmediatamente a San Molinas. El
sargento Holcomb recomendará a Waid que no me
diga nada de cuanto sabe; pero luego Charles
Sabin le hará hablar y nos enteraremos de todo.
Vamos, despídase de sus amigos.

***

Emprendieron el regreso por el camino que


conducía a la carretera. Dos o tres veces Mason
detuvo el coche para mirar hacia las ramas de los
pinos.
—Ese azulejo nos está siguiendo —dijo—. Me
gustaría tener algo que darle.
—En el departamento de los guantes hay unos
cacahuetes —indicó Della Street.
—Probemos —dijo Mason, abriendo el
departamento.
Sacó una bolsita donde quedaban dos o tres
cacahuetes y partió uno, levantando luego las
manos para que el pájaro los viese.
El azulejo descendió hasta llegar casi a la altura
del hombro de Mason; luego, asustándose de su
propia temeridad, voló ruidosamente hacia arriba,
lanzando chillidos de espanto; y por dos veces
repitió la maniobra. A la tercera se posó en la
mano de Mason con el tiempo suficiente para
coger uno de los cacahuetes y salir volando hacia
el árbol.
Riendo, Mason declaró:
—El día que me retire, haré esto. ¡Qué bonito
sería tener una cabaña donde se pudiese trabar
amistad…!
—¿Qué ocurre? —preguntó Della, inquieta por la
brusca interrupción de Mason.
Sin contestar, el abogado bajó del auto y corrió
hacia el pino donde se encontraba el azulejo. El
bicho, temiendo que quisieran perseguirle, escapó
lanzando chillidos que proclamaban a los cuatro
vientos la traición del hombre que había abusado
de su confianza.
Della Street saltó fuera del coche, corriendo
hacia donde estaba Mason.
—¿Qué ocurre?
—Ese alambre —murmuró lentamente el
abogado.
—¿Qué hay en él…? No veo nada… ¡Oh, sí! Bien,
¿qué sucede, jefe?
—No sé —replicó Mason—. No se trata de una
antena, pero ya ve lo disimulado que está. Va de
árbol en árbol, y se enrosca en ese tronco hasta
alcanzar las ramas más altas y pasar, escondido,
hasta otro pino. Della, conduzca el auto hasta la
carretera. Quiero echar un vistazo a esto.
—¿No sospecha lo que puede ser?
—Todo parece indicar que alguien ha interferido
el teléfono de Fremont Sabin.
—¡Caramba! Eso es algo.
Mason movió afirmativamente la cabeza, pero
no dijo nada. Empezaba ya a avanzar por entre los
árboles, siguiendo el curso del hilo telefónico, tan
bien disimulado, que sólo podía verlo un
observador muy atento.
Della Street dejó el coche en la carretera, saltó
una cerca y atajó para alcanzar a Mason. Cien
metros más allá descubrieron una cabañita de
madera sin pintar, que parecía formar parte de las
rocas que la rodeaban.
—Supongo que ése es el sitio que buscamos;
pero es mejor seguir el alambre.
—¿Qué haremos cuando lleguemos? —preguntó
Della interesada ante el descubrimiento.
—No lo sé. Vale más que usted se quede aquí
para avisar al sheriff si el inquilino de esa casa se
muestra violento.
—Déjeme acompañarle —rogó la joven.
—No. Quédese aquí. Si oye ruido, vuele a la
cabaña de Sabin y traiga al sheriff.
Mason siguió el hilo hasta el sitio donde dejaba
la protección de los árboles, y sujeto por unos
aisladores, iba hasta otros de la cabaña, de forma
que podía tomarse por una antena de radio.
Mason rodeó por dos veces la casita,
manteniéndose en las sombras. Della Street, que
le observaba ansiosamente desde unos cincuenta
metros, avanzó poco a poco hacia él.
—Está bien —dijo el abogado—. Vamos a avisar
al sheriff.
Juntos marcharon hacia la cabaña de Sabin,
donde Fred Warner les cerró el paso.
—Quiero ver otra vez al sheriff —dijo Mason.
—Espere aquí. Le diré que ha vuelto.
Warner fue a la puerta de la cabaña y llamó a
Barnes, que un momento después salió a ver qué
se quería de él. Al ver a Mason, su rostro se
ensombreció.
—Creí que se había marchado —declaró
suspicazmente.
—Empecé a marcharme, pero he vuelto. Si
quiere seguirme, sheriff, le enseñaré algo muy
interesante.
El sargento Holcomb salió de la cabaña y se
detuvo detrás de Barnes.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Quiero enseñar algo al sheriff —replicó el
abogado. Ceñudamente el policía advirtió:
—Mason, si intenta distraer nuestra atención…
—Me tiene sin cuidado que su atención se
distraiga o no —interrumpió Mason—. Estoy
hablando al sheriff. El sargento ordenó a Warner:
—Quédese con el señor Waid. No le permita
marcharse. No deje que nadie hable con él. No
permita que toque nada. ¿Comprende?
Warner asintió.
—Puede contar con mi cooperación, sargento —
dijo con helada cortesía, Waid—. Al fin y al cabo,
sólo trato de ayudarles a ustedes.
—Ya lo sé —replicó Holcomb—. Pero siempre
que Perry Mason…
—¿Qué tiene que enseñarnos, Mason? —
interrumpió el sheriff.
—Por aquí, tenga la bondad —contestó Perry.
Les guió hasta el sitio donde había sido interferida
la línea telefónica.
—¿Ven eso? —preguntó, señalando con un
movimiento de cabeza hacia arriba.
—¿Qué? —preguntó Barnes.
—Ese alambre.
—¡Es un hilo telefónico! —gruñó Holcomb—.
¿Qué se imaginaba?
—No hablo de ese hilo —replicó Mason—. Me
refiero al que está unido a él. Vean cómo sube por
ese pino hasta las ramas más altas y como…
—¡Es verdad! —exclamó el sheriff.
—Bien, ya han visto lo primero. Ahora les
conduciré al sitio donde va a parar.
Y les condujo hasta la tosca cabaña, oculta entre
los árboles.
—¿Cómo se fijó en ese alambre? —preguntó
suspicazmente Holcomb.
—Dando de comer a un azulejo —explicó Mason
—. Me cogió un cacahuete de la mano y luego fue
a posarse en aquella rama, junto al hilo telefónico.
—Entiendo —observó Holcomb, incrédulo—. Por
pura casualidad vio usted al pájaro, y luego, por
pura casualidad, se fijó en el alambre, ¿no es eso?
—Eso es.
—¿Quería ver cómo el azulejo digería el
cacahuete?
—No. Tenía otro cacahuete y quería dárselo —
explicó con paciencia Mason—. Esperaba que
bajase a buscarlo.
—No sé qué juego es el que se lleva entre manos
—dijo Holcomb a Barnes—. Pero tengo la
seguridad de que si Perry Mason anda por los
bosques dando de comer a los azulejos, es que
detrás de todo se esconde algo. Sabía
perfectamente que el hilo estaba ahí. De lo
contrario no lo hubiese visto.
El sheriff Barnes, contempló preocupado la
cabaña.
—Déjeme pasar —pidió, como si no hubiera
entendido lo que le estaba diciendo Holcomb—.
Voy a entrar en la casita. Si alguien dispara, confío
en que me ayudará, sargento.
Lenta y serenamente acercóse a la puerta de la
cabaña, llamó a ella con perentorios golpes, y por
fin al no recibir respuesta, cargó contra ella. A la
tercera embestida la puerta cedió. Barnes entró en
el penumbroso interior, seguido por Perry Mason.
Holcomb cerraba la marcha, pistola en mano.
—No hay nadie —anunció Barnes—. Y usted,
Mason, no ha debido exponerse de esta forma.
Mason no replicó. Con el ceño fruncido lo
observaba todo. Lo que parecía media maleta
resultó ser un amplificador de radio. Todo el
aparato estaba dispuesto de forma que, una vez
reunido, pareciera una maleta. Había auriculares,
unos complicados aparatos de registrar, un lápiz y
un bloc de notas. Un cigarrillo a medio fumar se
veía en el borde de la mesa, que estaba algo
quemada. Una ligera capa de polvo lo cubría todo.
—Es indudable que hace bastante tiempo que el
dueño de todo esto no ha estado aquí —comentó
el sheriff—. Pero cuando se marchó lo hizo muy de
prisa. Hasta se olvidó el cigarrillo.
—¿Cómo supo que esto estaba aquí —preguntó
Holcomb a Mason con acusador acento.
Mason encogióse de hombros y volvió la espalda.
Barnes le contuvo.
—Un momento, Mason —pidió con voz pausada,
pero llena de autoridad.
Perry obedeció.
—¿Sabía usted que la línea telefónica estaba
interferida?
—Francamente, sheriff, no lo sabía.
—¿Cómo lo descubrió?
—De la forma que le he explicado.
Barnes parecía seguir dudando. Holcomb no
trataba de disimular su despectiva incredulidad.
—¿Sabía usted que Fremont C. Sabin apoyaba un
intento de denunciar la corrupción de ciertos
sectores de la Policía Metropolitana? —preguntó
el sheriff.
—¡No, por Dios! —exclamó Mason.
El sargento Holcomb, con el rostro enrojecido,
protestó:
—No le di esos informes para que los fuera
divulgando, sheriff.
Sin apartar la vista de Mason, Barnes replicó:
—No lo divulgo. Sin duda, usted, Mason, habrá
leído algo acerca de los informes confidenciales
que el Tribunal Supremo ha recibido y que han
motivado que se iniciase una serie de
investigaciones sobre algunas personas de
importancia política.
—Algo he sabido —admitió cautelosamente
Mason.
—¿Sabía que un ciudadano particular apoyaba
esa campaña para conseguir informes?
—Oí algo de eso.
—¿Tenía alguna sospecha de que ese ciudadano
fuera Fremont C. Sabin?
—Puedo asegurarle que no tenía la menor idea
acerca de quién era esa persona —declaró Mason.
—Eso es todo —dijo Barnes—. Sólo deseaba
estar seguro de ello.
—Gracias —replicó el abogado, saliendo de la
cabaña y dejando en ella a los dos policías.
Capítulo 3

Paul Drake esperaba a Mason en el vestíbulo del


Hotel Plaza, de San Molinas. Consultando su reloj,
dijo:
—Llegas con retraso, Perry. De todas formas,
Gibbs nos espera.
—Antes de que le veamos, ¿puedes decirme si
alguien más ha intentado ponerse en contacto con
Gibbs?
—No lo creo. ¿Por qué?
—¿Estás seguro?
—No. Permanecí allí hasta hace una hora y luego
me vine a esperarte. Creí que llegarías mucho
antes.
—Me entretuve porque descubrimos que la línea
telefónica de Sabin estaba interferida —explicó el
abogado—. Quizá la estación interferidora no haya
sido utilizada últimamente. Sin embargo, alguien
puede haber oído lo que me dijiste por teléfono.
Sabin suministraba los fondos para el comité
ciudadano que investiga la corrupción y el vicio,
por cuenta del Tribunal Supremo.
Drake lanzó un leve silbido.
—En este caso habrá por lo menos cien o ciento
cincuenta personas que le hubieran asesinado sin
la menor vacilación.
—Esa posibilidad debe tratarla la policía. Es
demasiado grave para nosotros.
—Tú mandas —replicó Drake—. Vayamos a
hablar con Gibbs. Puede ofrecernos una excelente
descripción del hombre que compró el loro.
—¿Estás seguro de que es el mismo loro?
—Sí. Puedes interrogarle, pero es seguro. Dice
que el hombre iba pobremente vestido, pero
pudieron alquilar a cualquier individuo para que
hiciera ese trabajo.
—¿Reconocería Gibbs al comprador si pudiera
verlo?
—Está seguro de que sí.
—Bien, vamos.
Della Street esperaba en la calle con el motor del
auto en marcha.
—Hola, Paul —dijo. Luego, tendiendo un
periódico a Mason, explicó—: Aquí tiene la última
edición de la tarde. Acaban de traerlo de la ciudad.
¿Quiere que conduzca yo el coche?
—Sí.
—¿Dónde debemos ir, Paul?
Drake dio las instrucciones necesarias.
Entretanto Mason abrió el periódico, comentando:
—Seguramente no encontraremos nada de
particular.
—¿Cómo fijan tan exactamente la hora del
crimen? —preguntó Drake—. Sobre todo teniendo
en cuenta lo que tardaron en descubrir el cadáver.
—Es toda una historia —explicó Perry—. Se basa
en ciertas deducciones sacadas por el sheriff. Es un
hombre de cabeza muy firme. Cuando tenga más
tiempo te lo explicaré todo.
Repasó el periódico mientras Della les conducía
rápidamente hacia la tienda de Gibbs.
Cuando llegaron, Mason y Drake descendieron
del coche.
—¿Me quedo aquí, jefe? —preguntó obediente
Della Street.
—Será mejor que se quede —replicó Drake—. Se
ha detenido junto a una boca de riego. Conserve el
motor en marcha. No tardaremos.
Mason entregó a su secretaria el periódico.
—Empápese de los acontecimientos mientras
nosotros nos enteramos de la vida y milagros de
los loros. Y deje de comer cacahuetes. Luego no
tendrá la menor gana de cenar.
—La culpa es suya, por haberme recordado que
existían. Pero como tendrá que pagarnos la cena a
Paul y a mí, a cargo de la cuenta de gastos, será
para usted una suerte que me quede sin apetito.
Cuando entraron en la tienda, los dos hombres
iban sonriendo.
Arthur Gibbs era bajito, delgado, calvo, con ojos
de un azul desvaído, como de camisa que ha
estado demasiado tiempo tendida.
—Este es Perry Mason —presentó Drake.
Gibbs alargó una mano fláccida, de largos dedos,
carente en absoluto de iniciativa. Cuando Mason la
soltó, el hombre dijo:
—Supongo que deseará usted algunos detalles
acerca del loro.
Mason dijo que sí con la cabeza.
—Todo ocurrió tal como le dije —declaró Gibbs,
volviéndose a Drake.
—No se preocupe de lo que me dijo —gruñó el
detective—. Prefiero que el señor Mason lo sepa
por usted mismo.
—Pues vendimos el loro…
—Antes de tocar ese punto, explique al señor
Mason cómo ha podido identificar al animalito.
—Pues… en parte hablo por suposición.
Preguntan ustedes por un loro que suelta
imprecaciones cada vez que tiene hambre. Yo
adiestré un loro así.
—¿Con qué intención?
—A veces se presentan aquí compradores a
quienes les gusta la idea de tener un loro que
lance juramentos y palabras feas. Por lo general se
cansan de él al poco tiempo; pero de momento,
les hace mucha gracia oírle.
—¿Y los adiestra usted a propósito, para que
hablen mal? —preguntó Mason.
—Sí. A veces un loro capta una frase o una
palabra a la primera vez de oírla; pero
generalmente hay que meterles a la fuerza las
palabras en la cabeza. Claro que no los
entrenamos para que lancen juramentos muy
fuertes. Unos cuantos «Maldición», «Diablo» y
cosas por el estilo bastan. Los hombres se
entusiasman al oír que un loro, en vez de gritar
«"Polly" quiere chocolate», suelta un taco y exige
la comida. Casi siempre compran el pájaro.
—Perfectamente. ¿Cuándo vendió ese loro?
—El viernes, dos de septiembre.
—¿A qué hora?
—A las dos o las tres de la tarde.
—Hábleme del que lo compró.
—Llevaba lentes y parecía tener cansados los
ojos. Su traje no era muy bueno. Tenía aspecto de
hombre desanimado… No, no quiero decir
desanimado. Después de hablar con el señor Drake
he estado recordándolo más claramente y puedo
describirlo mejor. No parecía desgraciado… Más
bien parecía un hombre que vivía la vida a su
manera, obteniendo de ella la felicidad. Sus ropas
estaban abrillantadas por el uso y gastadas por los
codos. Pero no iba sucio.
—¿Qué edad representaba?
—Alrededor de los cincuenta y siete o cincuenta
y ocho años.
—¿Afeitado?
—Sí, de pómulos salientes y labios finos. Era tan
alto como usted, pero menos fornido.
—¿Era pálido o sanguíneo? —preguntó Mason.
—Parecía un ranchero. Estoy seguro de que vivía
mucho al aire libre.
—¿Se mostró nervioso o impaciente?
—No. Su aspecto era de hombre que nunca se ha
excitado por nada. Tranquilo y sereno. Me dijo que
deseaba comprar un loro, e hizo una descripción
de cómo lo quería.
—¿Qué entiende por descripción? —preguntó
Perry.
—Me dijo la raza, el tamaño y la edad.
—¿Tenía usted otros loros, además de aquél?
—No; era el único que reunía las condiciones
exigidas.
—¿Oyó el hombre hablar al loro?
—No. Eso fue lo que me extrañó. Parecía querer
un pájaro de determinado aspecto. Lo demás no le
importaba gran cosa. Echó una mirada al bicho,
preguntó el precio, y dijo que se lo llevaría.
—¿Compró al mismo tiempo una jaula?
—Claro. Se llevó él mismo el loro.
—¿Conducía un auto?
—Eso es lo que no recuerdo. No sé si saqué yo la
jaula hasta el auto o si se la llevó él. Tengo la
impresión de que conducía un coche; pero no me
fijé bien en ello. Si tenía auto debía de ser un
coche corriente, del tipo lógico en él, sin nada
extraordinario en su aspecto ni calidad. De lo
contrario hubiese quedado grabado en mi cerebro.
—¿Hablaba como persona culta? —preguntó
Mason.
—Hablaba muy despacio y sin apartar la vista de
uno, como si quisiera leer los pensamientos…
—¡Un instante! —interrumpió Mason—.
¿Reconocería usted al hombre si viera su retrato?
—Creo que sí. Sobre todo si la fotografía fuera
buena.
Mason salió de la tienda, dirigiéndose adonde
esperaba Della el regreso de Perry.
—Voy a tener que estropearle el periódico —
dijo, sacando un cortaplumas.
—¿Quiere usted hacer muñecos?
—Novelas de misterio —contestó Mason,
recortando con el cuchillo la fotografía de Fremont
C. Sabin. Cuando hubo terminado entró en la
tienda y mostrando la foto a Gibbs, preguntó:
—¿Sería por casualidad éste el hombre que
adquirió el loro?
—¡El mismo! —asintió Gibbs, muy impresionado
—. ¡Es una fotografía excelente! La misma cara, los
mismos pómulos, la misma boca… sí, sí, sin duda,
es él.
Mason dobló la fotografía del periódico y la
guardó en el bolsillo, a la vez que cambiaba una
significativa mirada con Drake.
—¿Quién es? —preguntó Gibbs—. ¿Ha sido
publicada esa foto recientemente?
—Es un hombre al que le gustaban los loros —
contestó Mason—. Más tarde hablaremos de él.
Ahora me interesa obtener algunos informes. ¿Se
han vendido muchos loros últimamente?
—Ya le expliqué al señor Drake todo lo que sabía
—dijo Gibbs—. Sin embargo, cuando me preguntó
acerca del alimento de los loros y si alguien me
había preguntado cómo deben cuidarse, de
momento no recordé nada. Luego me ha venido a
la memoria Helen Monteith.
—¿Quién es Helen Monteith? —preguntó
Mason.
—Una muchacha muy simpática, bibliotecaria en
una de las bibliotecas municipales. Creo recordar
que hace algún tiempo iba a casarse. Hace cosa de
una semana se presentó a comprar comida para
un loro y me hizo algunas preguntas acerca de
cómo deben cuidarse esos pájaros.
—¿Cuánto hace de eso?
—Una semana o… ¡Un momento! Sí… Hace unos
diez días.
—¿Le dijo si había comprado un loro?
—No. Se limitó a hacerme algunas preguntas
acerca de los loros.
—¿Le preguntó usted por qué lo deseaba saber?
—Tal vez. A esas operaciones comerciales no se
les concede ninguna importancia. Por cierto: ahora
recuerdo que le pregunté si había comprado el
loro en la ciudad… Ahora recuerdo bien. No, no le
pregunté nada. Me limité a inquirir lo que
deseaba.
—¿Tiene usted su dirección?
—Está en el listín de Teléfonos. La buscaré…
—No se moleste —interrumpió Mason—. La
buscaremos nosotros mismos.
Pero Gibbs abrió un grueso volumen, de hojas
azules, y buscó en una de sus páginas, ayudado
por sus largos y enjutos dedos.
—¡Aquí está! El doscientos diecinueve de la calle
East Wilmington. Helen Monteith…
—Muchas gracias —dijo Mason—. Quisiera
compensarle las molestias que le hemos
ocasionado.
—No tiene importancia. Lo he hecho con mucho
gusto.
—Entonces, repito las gracias.
—¿Sabe si podríamos encontrar ahora a la
señorita Monteith en la oficina de la biblioteca? —
preguntó Paul Drake.
Antes de que el tendero pudiese contestar,
Mason declaró:
—Ese detalle no tiene importancia, Paul. Si
hemos de interrogar a todas las personas que
compran comida para loros, estaremos trabajando
en este punto un año entero. —Volvióse hacia
Gibbs y, sonriendo, dijo:
—De lo que usted me ha dicho, me convenzo de
que andamos equivocados.
Cogiendo del brazo a Drake, lo arrastró fuera de
la tienda. Una vez en la calle, Drake preguntó:
—¿Qué pretendes, Perry? Ese hombre quizás
hubiese podido darnos otros informes.
—Muy pocos y no quiero darle la impresión de
que consideramos muy importante sus
declaraciones. Más tarde leerá los periódicos de la
noche, pensará que ha dado con una pista y
avisará a la policía…
—Tienes razón —asintió Drake—. No lo tuve en
cuenta.
—¿Han tenido suerte? —preguntó Della Street.
—Mucha —contestó Mason—. Pero aún está por
verse si ha sido buena, mala o nula. Llévenos a la
calle Mayor y siga por ella hasta haber pasado la
de Washington. Luego tuerza a la derecha. Ya le
diremos dónde hemos de apearnos.
Della hizo un saludo y puso en marcha el auto.
—¿Por qué no probamos antes en la biblioteca?
—preguntó Paul Drake—. Seguramente está más
cerca.
—No —contestó Mason—. Una mujer no guarda
un loro en la biblioteca. Lo tendrá en casa.
—¿Crees que tendrá el loro?
—No me extrañaría.
Della guiaba diestramente por entre el denso
tránsito. Drake, con la cabeza fuera, iba leyendo
los rótulos de las calles.
—Esta es Washington, Della. La próxima es la
que buscamos.
—En esta esquina no hay rótulo —observó la
secretaria, reduciendo la velocidad.
—Creo que es la calle que buscamos —dijo
Mason—. Siga adelante. No comprendo por qué
las poblaciones se afanan tanto en atraer turistas y
forasteros para luego obrar como si sólo los
indígenas, que conocen todas las calles, fueran
quienes tuviesen que buscarlas. No costaría mucho
dinero poner en cada esquina un letrero bien
grande… Aquí, Della, deténgase un rato junto a la
acera.
La casa pertenecía a un tipo de edificación
barata. Era de madera, y muchos de los tabiques
estaban remendados con tablas clavadas sobre las
grietas. En la parte posterior veíase un garaje
abierto, que debía de utilizarse como cuarto de
trastos y leñera.
Cuando Mason bajó del coche, un loro chilló:
—¡Hola, hola! ¡Entre y siéntese!
Sonriendo, Mason le dijo a Drake:
—Me parece que ya hemos encontrado un loro.
—Está en una jaula, en la galería —indicó Della.
—¿Entramos por la puerta principal y hablamos
con Helen Monteith?—preguntó Drake.
—No —replicó Mason—. Entraremos por detrás
e interrogaremos al loro.
El abogado cruzó una extensión de hierba seca
que en un tiempo debió de ser verde, hasta que la
falta de cuidado y la sequía la obligaron a rendirse
en su lucha por la existencia. El loro hallábase en
una jaula en forma de campana. Haciendo uno de
sus movimientos peculiares estuvo a punto de
caer. Moviéndose hacia delante y hacia atrás,
chilló:
—¡Hola, hola! ¡Entre y siéntese!
—Hola, «Polly» —replicó Mason, acercándose a
la tela metálica que defendía la galería.
—¡Hola, «Polly»! —repitió el loro.
—¡Oh! —exclamó Mason, señalando el pájaro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Drake.
—Fíjate en su pata derecha —indicó el abogado
—. Le falta una de las garras.
El loro, como burlándose de él, estalló en
chillonas carcajadas; luego, dominado por su buen
humor, ahuecó las plumas y se las alisó con el pico
y la lengua. De pronto el pájaro volvió sus malignos
y vidriosos ojos hacia Mason y, moviendo las alas
cual si estuviera muy nervioso, chilló:
—¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! —El
loro lanzó unos guturales chillidos y añadió —:
¡Dios mío, me has matado!
El pájaro cesó en sus parloteos y echó la cabeza a
un lado, para observar mejor los tres
sobresaltados rostros que miraban desde la
galería.
—¡Dios mío! —exclamó Drake—. ¿Crees…? —
Buenas tardes. ¿Qué desean?
Se volvieron todos, y halláronse frente a una
mujer de cuarenta y cinco o cincuenta años, que
les estaba contemplando llena de curiosidad.
—Quisiera hablar con la señorita Monteith —dijo
Mason—. ¿Vive aquí?
Con marcado acento de reproche, la mujer
preguntó:
—¿Han llamado a la puerta principal?
—No —admitió Mason—. Dejamos nuestro
coche junto a la acera y vimos que el garaje estaba
vacío… Luego me atrajo el oír chillar al loro. Me
gustan mucho estos animales.
—¿Podría decirme su nombre?
—Me llamo Mason —contestó el abogado—.
¿Podría decirme usted el suyo?
—Soy la señora Winters, vecina de Helen
Monteith; sólo que ahora ya no se llama así.
—¿No?
—Se casó hace quince días… con un tal George
Wallman, tenedor de libros.
—¿Sabe por casualidad cuánto tiempo hace que
posee el loro?
—Creo que se lo regaló su marido, hace unas dos
semanas. ¿Tienen que ver a la señora Wallman por
algún negocio?
—Sólo deseamos hacerle unas preguntas —
contestó Mason con su más atractiva sonrisa. Y
mientras la señora Winters miraba a Della y a Paul,
como esperando que le fuesen presentados,
Mason la condujo a un lado. Parecía desear
hablarle confidencialmente. Della, comprendiendo
las intenciones de su jefe, dio un codazo a Drake y
los dos regresaron al auto.
—Señora Winters, ¿podría decirme cuánto rato
hace que la señora Wallman se ha marchado? —
preguntó Mason.
—Media hora o tres cuartos.
—¿Sabe adónde ha ido o cuándo piensa volver?
—No. Llegó con mucha prisa. Entró en casa
corriendo. No creo que estuviera más de dos o tres
minutos dentro. Después salió y sacó el auto del
garaje.
—¿No vino en su auto?
—No, casi nunca usa su coche para ir al trabajo.
La biblioteca está sólo a siete u ocho manzanas de
aquí. Cuando hace buen tiempo va a pie.
—¿Cómo vino?
—En taxi. No sé lo que piensa hacer con el loro.
No me dijo ni una palabra acerca de si debía darle
agua o comida. Creo que tiene bastante en la jaula
para toda la noche; pero no sé el tiempo que
Helen piensa estar fuera… Tendré que cerrar el
garaje. Nunca lo deja abierto. Sin embargo, hoy no
se ha entretenido en nada. Sacó el coche y marchó
calle adelante.
—Sin duda tenía que ir a algún cine o teatro —
sugirió Mason—. O acaso habrá ido a reunirse con
su marido. Supongo que su marido no la
acompañaba.
—No. Creo que está en algún sitio, buscando
trabajo. Viene y se va. Ella pasó con él, no sé
dónde, el fin de semana. Lo sé porque tuve que
cuidar el loro.
—¿Está su marido sin trabajo?
—Sí.
—Mucha gente lo está ahora —comentó el
abogado—. De todas formas, un hombre joven,
lleno de vigor, puede…
—No es joven —interrumpió la señora Winters
con expresión de poder decir muchas cosas más si
se le preguntaba debidamente.
—¡Oh! Tenía entendido que se trataba de una
muchacha. Claro que no la conozco
personalmente, pero…
—Depende de lo que usted considere joven.
Tiene algo más de treinta años. El hombre con
quien se ha casado representa unos cincuenta. Es
simpático, agradable, y todo lo que usted quiera.
No obstante, cuando una mujer se une a un
hombre que puede ser su padre… Bueno, no
quiero chismorrear. A mí no me importa lo que
Helen haga. Al fin y al cabo, ella es quien se ha
casado; no yo. Cuando me lo presentó, decidí no
decirle una palabra. Tengo ya demasiadas cosas en
qué ocuparme… ¿Podría decirme para qué desea
ver a la señora Wallman?
—Deseaba ver a la señora Wallman y también a
su marido. Usted no debe de saber dónde podría
encontrarles, ¿verdad?
La sospecha brilló en los ojos de la mujer.
—Creí que no sabía lo del casamiento de Helen.
—Lo ignoraba —admitió Mason—. Pero después
de saberlo me interesa mucho hablar con su
marido. Tal vez… pueda ofrecerle un empleo.
—Son muchos los hombres más jóvenes que él
que en estos tiempos se encuentran sin trabajo —
comentó la señora Winters—. No sé en qué
pensaba Helen cuando se decidió a casarse con un
hombre así, al que tendrá que mantener, porque
al fin ése será el resultado práctico. Estoy
dispuesta a creer que se trata de un hombre
bueno, respetable; pero al fin y al cabo está sin
trabajo. Sus ropas lo demuestran. Helen le habrá
comprado un traje nuevo. Ella vive con mucha
sencillez y dicen que tiene un buen rincón para el
día de mañana.
Mason entornó los ojos pensativamente. De
pronto sacó del bolsillo el retrato de Fremont C.
Sabin, publicado por el periódico. Mostrándoselo a
la señora Winters preguntó:
—¿Sería éste por casualidad el señor Wallman?
La mujer ajustóse cuidadosamente los lentes,
tomó la foto con la mano derecha y volvióse para
que la luz le diera bien de lleno.
En el auto, Paul Drake y Della aguardaban con el
aliento contenido.
Una expresión de asombro pintóse en el rostro
de la señora Winters.
—¡Es él! —exclamó—. ¡No cabe duda! ¡Dios mío!
¿Qué ha hecho George Wallman para que su
retrato se publique en los periódicos?
Mason recuperó la fotografía.
—Óigame, señora Winters —dijo—. Es de vital
importancia que yo vea lo más pronto posible a la
señora Wallman…
—¿Ahora quiere ver a la señora Wallman?
—Me da igual una que otro. Como a ella la vio
usted hace menos tiempo, quizá pueda decirme
dónde podría encontrarla.
—No lo sé. Tal vez haya ido a visitar a su
hermana, que es maestra en Edenglade.
—¿Está casada esa hermana?
—No. Nunca lo ha estado.
—Entonces debe de llamarse Monteith.
—Sí. Sara Monteith. Tiene un par de años más
que Helen, pero representa quince más. Se toma la
vida demasiado en serio…
—¿No conoce a otros parientes?
—No.
—¿Ni ningún otro sitio adonde hubiera podido
ir?
—No.
Mason terminó el interrogatorio, quitándose el
sombrero con exagerada cortesía.
—Bien, señora; le agradezco infinito su
cooperación —dijo—. Lamento haberla molestado.
Temo que no tendré más remedio que dejar para
otro día mi entrevista con la señora Wallman.
Volvióse hacia el auto.
—Si quiere usted que le dé algún recado… —
empezó intrigada la señora Winters.
—Muchas gracias. El motivo de mi visita es
personal.
Mason subió al coche e indicó a Della Street que
se alejara de allí.
Desde su jaula, el loro chilló:
—¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios
mío, me has matado!
Della puso en marcha el auto.
—Bien, Paul, tienes que encontrarla —dijo
Mason—. Empieza a utilizar el teléfono. Envía
agentes por todo el país. Obtén una descripción de
su auto en el sitio donde lo tengan. Interroga con
habilidad a su hermana. Vive en Edenglade.
—¿Dónde vas? —preguntó Drake.
—Ahora a casa de Sabin. Creo que es muy
posible que ella se haya dirigido allí. Quiero
anticiparme, si es posible.
—¿Qué hago si la encuentro? —preguntó Drake.
—Escóndela donde nadie pueda hablarle hasta
que yo lo haya hecho.
—Esa orden no tiene nada de fácil.
—¡Tonterías! —gruñó Mason—. No te asustes
por tan poco. Métela en un sanatorio. Di que tiene
un colapso nervioso.
—Sin duda la mujer estará muy alterada; pero de
todas formas tendremos bastante trabajo para
convencerla de que debe fingir que sufre un
colapso nervioso.
—Si Helen Wallman se ha dado cuenta del
significado de las palabras del loro no creo que te
cueste tanto.
—Bien; procuraré complacerte.
Capítulo 4

Mason condujo su auto junto a la acera y al


mismo tiempo dirigió una mirada a las iluminadas
ventanas de la casa.
—Verdaderamente es muy grande —dijo a Della
—. No es de extrañar que, viviendo ahí, el hombre
se sintiera solo.
Bajó del coche. Iba a cerrar la portezuela, cuando
Della Street le advirtió:
—Me parece que se acerca uno de los hombres
de Paul Drake. Mason volvió la cabeza. Un
hombre, saliendo de las sombras, acercóse a
consultar el número de matrícula del auto.
—¿Apago los faros? —preguntó Della.
—Sí —replicó el abogado.
Al apagarse las luces todo quedó sumido en
tinieblas. El hombre preguntó a Perry:
—Es usted Mason, ¿verdad?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Pertenezco a la agencia Drake. La mujer y su
hijo llegaron esta tarde en avión. Vinieron
directamente aquí. Un compañero mío les sigue la
pista. Ahora están dentro y hay una bronca
terrible.
El abogado miró hacia la casa y al fin decidió.
—Bueno… será cosa de entrar y tomar parte en
la pelea. El hombre explicó:
—El jefe nos dijo que estuviésemos atentos por
si pasaba un auto con la matrícula cuatro mil
trescientos dos. Al verle llegar a usted pensé que
tal vez se trataba del coche que buscamos.
—No; ese debe ser el automóvil de Helen
Monteith. Vive en San Molinas y puede que vaya a
la casa de enfrente. Deseo verla tan pronto como
podamos…
Interrumpióse. En aquel momento un auto
apareció en la esquina. Sus faros trazaron una
cinta de luz sobre el asfalto.
—Voy a ver quién es —indicó el detective—. Sin
duda un pariente que va a tomar parte en la
trifulca familiar.
—Es el auto que el jefe nos dijo. ¿Quiere que
haga algo?
La respuesta de Mason fue echar a correr hacia
el sitio donde el auto se había detenido. Cuando
llegó, la mujer que lo conducía había apagado los
faros. Disponíase a saltar al suelo. Mason le cerró
el paso.
—Deseo hablarle, señorita Monteith —dijo.
—¿Quién es usted? —preguntó la recién llegada.
—Me llamo Mason. Soy el abogado que
representa a Charles Sabin.
—¿Qué quiere de mí?
—Deseo hablar.
—¿Sobre qué?
—Acerca de Fremont C. Sabin.
—No tengo nada que decir.
—No sea tonta. La cosa está ya fuera de sus
manos.
—¿Cómo?
—Quiero decir que los periódicos están ya
trabajando. No tardarán en descubrir que usted
afirma haberse casado con Fremont C. Sabin, que
adoptó el nombre de George Wallman; y cuando
hayan descubierto eso, averiguarán que
«Casanova», el loro de Sabin, está en la galería de
su casa, en San Molinas, y que desde que se
cometió el crimen no deja de decir: «¡Suelta la
pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has
matado!»
Helen Monteith era lo bastante alta para no
tener que levantar los ojos para mirar a Mason.
Era delgada y de movimientos ágiles. Su aspecto
denotaba decisión y confianza en sí misma.
—¿Cómo ha averiguado todo eso? —preguntó
sin parpadear.
—Utilizando los mismos métodos de que se
servirán la policía y los periodistas.
—Muy bien —contestó serenamente la mujer—.
Hablaré. ¿Qué desea saber?
—Quiero saberlo todo.
—¿Quiere que hablemos aquí o en la casa?
—En mi auto si no le importa.
Mason la condujo hasta su automóvil, presentó a
Della Street e hizo sentar a Helen Monteith a su
lado, en el asiento posterior.
—Ante todo quiero decirle que no he hecho
nada malo —declaró Helen Monteith—. Nada de
que tenga que avergonzarme.
—Lo creo —replicó Mason.
El perfil de la joven recortábase contra la luz que
se filtraba por las ventanillas. Aquella mujer era,
indudablemente, muy culta, y sabía trasladar a su
voz emociones sin necesidad de exagerarlas.
—Soy bibliotecaria —dijo—. Trabajo en la
Biblioteca Pública de San Molinas. Por diversas
razones nunca me he casado. Mi colocación me
permite leer los mejores libros que se publican, y
además estudiar el carácter de las personas. No
tengo nada de común con esas muchachas que
necesitan los estimulantes alcohólicos para poder
conversar o divertirse.
»Hace unos meses vi por primera vez al hombre
que ahora he sabido se llamaba Fremont C. Sabin.
Entró en la biblioteca y solicitó unos libros que
trataban sobre diversos temas económicos. Me
dijo que nunca leía los periódicos porque en ellos
sólo encontraba relatos de crímenes y propaganda
política. Leía revistas de noticias por su
información general, se interesaba por la historia,
la economía, ciencia y biografías. Leía algunas de
las mejores novelas. Sus preguntas y comentarios
eran muy inteligentes y me causó una gran
impresión. Me di cuenta, desde luego, de que era
mucho mayor que yo y que, al parecer, no tenía
trabajo. Sus ropas estaban bien cuidadas, pero
eran viejas. Le digo esto porque quiero que
comprenda todo lo ocurrido.
Mason asintió con la cabeza.
—Me dijo que se llamaba George Wallman, que
había trabajado en un comercio de ultramarinos y
que, con sus ahorros, adquirió una tienda propia.
Después de varios años de tener ese negocio una
serie de desgraciadas circunstancias le obligaron a
abandonarlo. Su capital habíase agotado. Intentó
hallar un empleo y no pudo conseguirlo debido a
que los pocos que había se reservaban a la gente
joven y él ya no lo era.
—¿No sospechó nunca la verdadera identidad?
—Nunca.
—¿Sabe por qué asumió esa falsa personalidad?
—Sí —contestó brevemente Helen.
—¿Por qué?
—Ahora lo he comprendido todo. En primer
lugar, estaba casado, y, además, era rico. Por un
lado trataba de protegerse contra una esposa
desagradable y por otro evitaba caer en manos de
una cazadora de fortunas o de una chantajista.
—El resultado fue que le complicó a usted
terriblemente la vida —dijo Mason con acento de
simpatía.
La mujer se volvió hacia él sin ira, pero con algún
resentimiento.
—Eso demuestra que usted no conocía a
George… al señor Sabin.
—En realidad, así es.
—No sé cuál será la explicación definitiva de
todo esto —siguió la mujer —; pero tenga la
seguridad de que cuando todo se aclare
descubriremos que sus razones fueron buenas.
—¿No siente usted ninguna amargura?
—Ninguna. —Por un momento temblaron los
labios de Helen Monteith. —Los dos meses más
felices de mi vida fueron los que siguieron a mi
encuentro con el señor Sabin. Esta tragedia ha
significado un golpe terrible para mí… Pero a usted
no debe importarle mi dolor.
—Me esfuerzo en comprenderlo.
—Mi historia es muy grave —siguió la mujer—.
Poseía algún dinero, ahorrado de mi sueldo.
Comprendí que debía de ser muy difícil para un
hombre de casi sesenta años, sin un oficio
determinado, conseguir un empleo. Le dije que le
ayudaría a abrir una tienda de ultramarinos en San
Molinas. Recorrió la población hasta convencerse
de que sería imposible instalar en ella un negocio
que rindiese. Entonces le dije que escogiese él
mismo el sitio que le pareciese mejor.
—¿Qué más?
—Se marchó a recorrer la región.
—¿Tuvo usted noticias suyas?
—Algunas cartas.
—¿Qué decía en ellas?
—Mostrábase muy vago en lo referente a los
negocios. Trataba de asuntos familiares íntimos.
Cuando se marchó hacía menos de una semana
que nos habíamos casado. —De pronto Helen
Monteith volvióse hacia Mason, declarando: —Sea
lo que sea lo que luego se descubra, estoy segura
de que me amaba.
La mujer pronunció estas palabras con sencillez,
sin darles ningún énfasis, sin que su dolor se
mezclara con la declaración. Exponía los hechos
serenamente.
—La primera noticia de la verdad la recibí esta
tarde, cuando abrí el periódico y vi el retrato de
Fremont C. Sabin, el millonario asesinado —
continuó Helen.
—¿Le reconoció en seguida?
—Sí. Había varios detalles que no coincidían con
la personalidad adoptada. Desde que nos casamos,
yo le observaba con continua inquietud, pues su
carácter no era el de un fracasado. Era un hombre
que no podía fracasar en nada en la vida; tenía
demasiado carácter, demasiada inteligencia,
demasiada repugnancia a aceptar mi dinero. Me
decía que le quedaba aún algo ahorrado y que
hasta gastarlo no tocaría lo mío.
—Pero usted nunca sospechó que fuese
millonario, ¿verdad?
—No. Mis dudas no se materializaron. Eran
simples inquietudes que se ocultaban en mi
cerebro y que cobraron vida al ver su foto en los
periódicos y leer el relato de su muerte.
—Como es natural no habrá recibido ninguna
carta suya durante la semana pasada.
—Al contrario. El sábado, día diez, recibí una
carta enviada desde Santa Delbarra. Me decía que
estaba negociando el alquiler de una tienda local.
Se mostraba muy entusiasmado y añadía que
esperaba volver dentro de poco.
—Seguramente no estará usted familiarizada con
su tipo de letra.
—Estoy segura de que la carta estaba escrita por
el señor Sabin o por Wallman, como yo le conocía.
—Perdone que le hable con cierta rudeza,
señora; pero todo demuestra que el sábado, día
diez, el señor Sabin estaba ya muerto en la cabaña.
Le asesinaron el día seis.
—¿No lo comprende todo? —preguntó con voz
débil Helen Monteith—; él probaba mi amor.
Quería conservar la personalidad de George
Wallman hasta convencerse de que yo le amaba
por él mismo, no por su dinero. No le interesaba
alquilar ninguna tienda. Aquellas cartas las dejó en
manos de alguien para que las echara al correo
desde diversos sitios y en distintas fechas.
—¿Tiene la última carta?
—Sí.
—¿Puedo verla?
Helen hizo intención de abrir su monedero, pero
en seguida se contuvo, hizo un movimiento de
cabeza y contestó:
—No.
—¿Por qué?
—La carta es muy íntima —dijo—. Comprendo
que en parte mis asuntos particulares serán
sacados a la luz pública por la policía; pero no
entregaré sus cartas, a menos que sea
absolutamente necesario.
—Lo va a ser —dijo Mason—. Si entregó cartas a
alguien para que las fuera echando al correo, ese
alguien habrá sido la última persona que le vio en
vida.
La mujer siguió callada.
—¿Cuándo se casaron? —preguntó Mason.
—El veintisiete de agosto.
—¿Dónde?
Helen vaciló un momento. Al fin, irguió la cabeza,
contestando:
—Cruzamos la frontera mexicana y nos unimos
allí…
—¿Puedo preguntarle por qué?
—George… dijo que por determinados motivos
deseaba casarse allí… y…
—Continúe —insistió Mason.
—Debíamos volvernos a casar en Santa Delbarra.
—¿Por qué?
—Me dijo que su anterior esposa había pedido el
divorcio y que éste no era aún definitivo, por lo
cual podrían ponerse algunas objeciones a la
validez del segundo matrimonio. Dijo que… ¡Pero
al fin y al cabo, señor Mason, ese asunto es de
índole privado!
—En parte sí en parte no.
—Puede usted mirarlo como quiera. Cuando me
casé comprendí que nuestro matrimonio era
dudoso. Lo consideré como un gesto caballeresco
por su parte, sabiendo que iría seguido de un
segundo matrimonio más legal.
—Entonces, ¿usted creyó que el primero era
ilegal?
—No. Pensé que era legal… Bueno, al decir que
dudaba de su legalidad quiero significar que era un
matrimonio que hubiese sido ilegal de haberse
celebrado en este país… Un poco difícil de explicar
y realmente no trato de hacerlo.
—Mi ma… El señor Sabin siempre había deseado
tener un loro.
—Ya lo sé. ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted
el loro?
—Lo trajo a casa el viernes, día dos. Unos dos
días antes de que se marchara.
Mason observó en silencio a la mujer. Al fin
preguntó:
—¿Sabía que el señor Sabin compró ese loro en
San Molinas?
—Sí.
—¿Como se llama el pájaro?
—«Casanova».
—¿Leyó lo referente al loro que fue hallado en la
cabaña?
—Sí.
—¿Sabe algo acerca de dicho animal?
—No.
Frunciendo el ceño, Mason preguntó:
—¿Se da cuenta de que todo esto carece de
lógica?
—Lo comprendo —respondió rápidamente Helen
—. Por ello creo que es un error intentar juzgar al
señor Sabin por lo ocurrido. Sencillamente, aún no
sabemos toda la verdad.
—¿Qué sabe acerca de la cabaña?
—En ella pasamos nuestra luna de miel. Mi
mari… el señor Sabin dijo que conocía al dueño,
quien se la prestaba por unos días. Ahora, al volver
la vista atrás, me doy cuenta de lo absurdo que
resulta que un hombre que dice estar sin trabajo…
En fin, él tendría sus razones para obrar como lo
hizo, y yo también las respeto en absoluto.
Mason iba a decir algo, pero se contuvo y
permaneció silencioso durante unos segundos.
—¿Cuánto tiempo estuvieron en la cabaña? —
preguntó al fin.
—Sólo el fin de semana. El lunes por la noche yo
debía estar de regreso en mi trabajo.
—¿Se casaron en México y luego fueron en auto
a la cabaña?
—Sí.
—¿Recuerda si su marido demostró conocer el
camino perfectamente hasta la casita? ¿Parecía
familiarizado con él?
—Sí. Me dijo que una vez había pasado un mes
allí.
—¿Le dijo cómo se llamaba el dueño del
albergue?
—No.
—¿Intentó usted averiguarlo?
—No.
—¿Se casaron el veintisiete de agosto?
—Sí.
—¿Llegaron a la cabaña en la noche del mismo
veintisiete?
—No. Por la mañana del veintiocho. Es un viaje
demasiado largo para hacerlo en una noche.
—¿Dejó allí alguna ropa?
—Sí.
—¿Lo hizo a propósito?
—Sí. Nos marchamos precipitadamente. Uno de
los vecinos fue a vernos y el señor Sabin se negó a
recibirle. Supongo que no quiso que el hombre se
enterase de mi presencia… o bien temió que yo
descubriera su verdadera identidad por medio del
vecino. Sea lo que fuese, no contestó a la llamada
y luego subimos al auto y nos fuimos. El señor
Sabin me dijo que nadie más utilizaría la cabaña y
volveríamos a ella el mes siguiente.
—¿Utilizó el señor Sabin el teléfono durante su
estancia allí?
—Dos veces.
—¿Sabe a quién llamó? ¿Oyó lo que decía?
—No.
—¿Tiene alguna idea acerca de quién pudo
matarle? ¿Alguna sospecha?
—Ni la más mínima.
—Supongo que tampoco sabrá nada acerca del
arma que se utilizó para el crimen… —dijo
indiferente Perry Mason. La respuesta de Helen
fue de las más inesperadas.
—Sí —dijo—. Sé bastante.
—¿Cómo?
—La pistola formaba parte de una colección de
armas de la Biblioteca Pública de San Molinas.
—¿Tienen una colección de armas?
—Sí. En una de las dependencias de la biblioteca
hay un museo que fue cedido a la ciudad. Por un
convenio con la biblioteca, la biblioteca debería
cuidar de él. El portero se encargaba de la
limpieza…
—¿Quién retiró la pistola de la colección?
—Yo.
—¿Por qué?
—Me la pidió mi marido. No… no quiero hablar
de eso, señor Mason.
—¿A quién entregó usted la pistola? —Prefiero
que no hablemos del arma.
—¿Cuándo descubrió usted que su marido era en
realidad Fremont C. Sabin?
—Lo sospeché esta mañana al ver la fotografía
de la cabaña. No sabía qué hacer. Contra toda
lógica, abrigaba aún algunas esperanzas. Luego,
cuando los periódicos de la tarde publicaron la
fotografía, me di cuenta de la verdad.
—¿Qué beneficios materiales le va a reportar a
usted todo lo que ha sucedido —preguntó Mason
bruscamente.
—¿Qué quiere decir?
—¿No había ningún testamento, alguna póliza de
seguros…?
—No, claro que no —interrumpió Helen.
Mason la miró pensativo.
—¿Qué proyectos tiene usted? —inquirió.
—Quiero entrar a hablar con el hijo del señor
Sabin. Deseo explicarle lo ocurrido.
—Su mujer está dentro en estos instantes —
advirtió Mason.
—¿Se refiere a la esposa de Fremont C. Sabin?
—Sí.
Helen mordióse los labios y permaneció inmóvil,
encajando la última noticia.
Mason dijo bondadosamente:
—La policía no aceptará fácilmente la explicación
acerca de esa pistola a la que usted tenía acceso…
Óigame: ¿descubrió usted por casualidad quién
era realmente su marido y, sobre todo, lo de que
estaba casado? ¿No se enfureció y…?
—¿Quiere decir si le maté? —interrumpió Helen
Monteith.
—Sí.
—Es una sospecha absurda. Yo le amaba. Jamás
he amado a otro hombre… —la mujer calló
bruscamente.
—Era mucho mayor que usted —observó Mason.
—Y más inteligente, y más bueno, y… Usted no
puede hacerse una idea de cómo era. ¡Qué
distinto de los jóvenes con quienes me relacionaba
en la biblioteca! Ni como los audaces, que
trataban de convencerme para que saliese con
ellos, ni como los estúpidos que han perdido toda
ambición.
Su voz se fue debilitando hasta cesar.
Mason volvióse hacia su secretaria.
—Della, deseo que se lleve con usted a la
señorita Monteith. Me interesa que la instale en
algún sitio donde no puedan molestarla los
periodistas. Me comprende, ¿verdad?
—Eso creo —contesto Della Street con voz
alterada, como si hubiese estado llorando.
—No deseo ir a ningún sitio —protestó Helen—.
Comprendo que me espera una prueba
desagradable. Lo único que me resta es hacerle
frente.
—¿Quiere verse cara a cara con la señora Sabin?
—preguntó Mason—. Tengo entendido que es una
mujer muy desagradable.
—No —respondió secamente Helen.
—Los acontecimientos de las próximas horas van
a cambiarlo todo mucho —siguió Mason—. Hasta
ahora la policía no ha identificado el arma del
crimen; es decir, no han descubierto de dónde
procede. Cuando lo averigüen… Bien, será usted
detenida; eso es todo.
—¿Me acusarán de asesinato?
—Se la detendrá como sospechosa de haber
cometido un crimen.
—¡Eso es absurdo!
—No lo es desde el punto de vista de la Ley —
dijo Mason—. Tampoco lo es mirándolo con
sentido común y a base de las pruebas que se
poseen.
La mujer permaneció callada unos segundos,
meditando sobre lo que había dicho el abogado.
Por fin se volvió hacia él y preguntó:
—¿A quién representa usted?
—A Charles Sabin.
—¿Qué intenta hacer?
—Entre otras cosas, esclarecer este crimen.
Quiero averiguar lo que sucedió verdaderamente.
—¿Cuál es su interés por mí?
—Está usted en un apuro. Siempre he sentido
simpatía por los que llevan las de perder y he
luchado por ayudarles.
—Yo no puedo perder nada.
—Puede perder mucho cuando esa familia se
lance contra usted.
—¿Quiere que huya?
—No. Eso es precisamente lo que no quiero que
haga. Si por todo el día de mañana la situación no
se ha aclarado… En fin, cuando estemos metidos
en el baile, bailaremos.
Helen tomó al fin una decisión.
—Está bien —dijo—. Acepto.
Volviéndose hacia Della, Mason indicó:
—Irán en el auto de la señorita Monteith, Della.
—¿Debo avisarle por teléfono, jefe? —preguntó
la secretaria.
—No —contestó el abogado—. Hay algunas
cosas que deseo averiguar y, en cambio, hay otras
que no quiero saber.
—Entendido. Vamos, señorita Monteith. No
debemos entretenernos.
Mason vio cómo se alejaba el auto. Cuando la luz
de posición fue sólo un puntito rojo en la distancia,
volvióse hacia el enorme edificio.
Capítulo 5

Al ver al abogado, Richard Waid, el secretario,


acudió a abrir en respuesta a la llamada de Mason.
Su rostro expresó un gran alivio.
—Charles Sabin ha estado tratando de
comunicar con usted por teléfono —dijo.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Mason.
—La señora Sabin, la viuda está en casa.
—¿Ha resultado alguna complicación de eso?
—Ya lo creo. Óigales gritar.
Richard Waid se hizo a un lado. La irritada voz de
una mujer llegaba desde el interior. No era posible
distinguir las palabras; pero no cabía duda acerca
del hiriente tono de aquella voz.
—Bien, quizá sea mejor que intervenga yo en la
bronca —dijo Mason.
—Ojalá pueda usted calmarla —deseó Waid.
—¿Tiene ella abogado?
—Aún no. Amenaza con contratar a todos los
abogados de la ciudad.
—¿Amenaza?
—Sí —contestó Waid—. Y es una manera muy
suave de decirlo.
Al entrar Mason, Charles Sabin se puso en pie,
corriendo a su encuentro y le estrechó
fervorosamente la mano.
—Debe de ser adivino, señor Mason —dijo—.
Hace media hora que estoy intentando ponerme
en comunicación con usted.
Volviéndose, dijo:
—Helen, le presento al señor Mason. La señora
Helen Watkins Sabin, señor Mason.
—Encantado, señora —aseguró el abogado,
inclinándose.
La mujer le miró como hubiera podido hacerlo a
un diminuto e inofensivo insecto clavado en la
pared con un alfiler.
—¡Hum! —gruñó.
Era voluminosa, pero sin que hubiese en ella
nada fláccido. Su cuerpo era sólido, y sus ojos
tenían la arrogante firmeza de quien está
acostumbrado a poner a los demás a la defensiva y
a mantenerles en ella.
—Y su hijo, el señor Watkins, señor Mason.
Watkins acudió a estrechar cordialmente la
mano de Perry. Su mirada buscó los ojos del
abogado, mientras aseguraba:
—Encantado de conocerle, señor Mason. —Puso
énfasis en sus palabras. —He leído tanto acerca de
usted, que me resulta muy agradable tenerle ante
mí. Me interesó mucho el relato que publicaron los
periódicos acerca del asunto del agente de
Seguros.
—Muchas gracias —contestó Mason,
recorriendo con la vista la abombada frente, las
redondeadas mejillas, los firmes ojos azules y los
bien planchados pantalones de franela.
—He tenido un viajecito terrible —explicó Steve
Watkins—. Volé desde Nueva York a México para
recoger a mamá y luego volví con ella. Aún no he
podido bañarme.
—¿Pilota usted su propio aparato? —inquirió
Perry Mason.
—En este caso, no. Mi aparato no reúne las
condiciones necesarias para tan largo viaje. Fui
hasta México en el avión de pasajeros y luego, en
un aeroplano particular, recogí a mamá y
regresamos a México. Allí nos esperaba, dispuesto
ya, otro avión que nos ha traído aquí.
—Reconozco que ha tenido un viaje terrible —
asintió Perry.
—Déjate de cortesías, Steve —interrumpió la
señora Sabin—. No veo la ventaja de perder el
tiempo tratando de hacer amistad con este señor.
Sabes perfectamente que intentará apuñalarnos.
Por lo tanto, podemos perfectamente empezar la
pelea.
—¿Pelea? —preguntó Mason.
La mujer contestó agresivamente.
—¡He dicho «pelea»! Debiera saber lo que
significa la palabra.
—¿Y por qué hemos de luchar? —preguntó
Mason.
—No se ande con rodeos. No es propio de usted.
Por lo menos, a juzgar por lo que he oído. No me
interesa que me cause una decepción ahora.
Charles le ha contratado para que usted vea la
forma de arrebatarme mis derechos como esposa
de Fremont. No pienso dejarme amilanar.
—Tal vez fuera mejor que llamase usted a su
abogado y dejase que él y yo discutiéramos estos
asuntos.
—Eso lo haré cuando me parezca. Por ahora no
necesito a nadie.
—Un momento, mamá —intervino Steve
Watkins—. Tío Charles sólo dijo…
—¡Cállate! —ordenó la señora Sabin—. Yo soy
quien lleva este asunto. Ya he oído lo que dijo
Charles. Bien, señor Mason, ¿qué tiene usted que
decir?
Mason dejóse caer en un sillón, cruzó las piernas,
dirigió una sonrisa a Charles Sabin y permaneció
callado.
—Está bien. Entonces hablaré yo —declaró la
mujer—. Ya le he dicho a Charles Sabin, y ahora se
lo digo a usted, que sé perfectamente que Charles
nunca ha visto con buenos ojos mi ingreso en su
familia. Si le hubiera explicado a Fremont la mitad
de las cosas que he tenido que aguantar, mi
marido hubiera dado una buena lección a su hijo.
No le hubiese tolerado sus impertinencias. Contra
todo lo que Charles puede pensar y decir, Fremont
me amaba. Charles tenía tanto miedo de que se le
fueran de las manos algunas de las propiedades
que consideraba suyas, que los prejuicios le
cegaron por completo. Si él se hubiese portado
noblemente conmigo, yo me portaría noblemente
con él. Como no ha sido así, ahora tengo las
riendas en las manos y haré lo que me parezca.
¿Me comprende, señor Mason?
—Quizá —replicó el abogado, encendiendo un
cigarrillo—. De todas formas, podría explicarse
algo más claramente, señora Sabin.
—Está bien, me explicaré con toda claridad, Soy
la viuda de Fremont. Creo que existe un
testamento que me lega lo más importante de su
fortuna. Por lo menos, él me dijo eso. Si hay
testamento, yo soy su ejecutora; si no lo hay,
tengo derecho a intervenir en la administración de
los bienes. En cualquier caso, yo manejaré el
dinero, y no admito interferencias de los parientes.
—¿Tiene usted el testamento? —preguntó
Mason.
—No. No tengo la costumbre de llevar encima
los testamentos de mi marido. Supongo que se
encontrará entre sus documentos, a menos que
Charles les haya destruido. Y, por si no lo sabe,
señor Mason, debo decirle que Charles Sabin es
muy capaz de hacer semejante cosa.
—Evitemos el abordar las cuestiones desde un
punto de vista demasiado personal —indicó el
abogado.
—No quiero —replicó desafiadora, la mujer.
Richard Waid fue a decir algo, pero se contuvo.
Mason calló un momento. Al fin dijo:
—En ese caso, le haré una pregunta personal:
usted y el señor Sabin, ¿no se habían separado?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Lo que digo. ¿No se habían separado? ¿No
habían decidido no seguir viviendo juntos como
marido y mujer? ¿No se planeó, con ese acuerdo,
su viaje alrededor del mundo?
—¡De ninguna manera! ¡Eso es ridículo!
—¿No estableció usted un acuerdo con el señor
Sabin, según el cual usted se divorciaría?
—¡En absoluto!
—Realmente, señora Sabin, yo… —empezó
Richard Waid.
Le interrumpió una fulminante mirada de la
mujer. Sonó el timbre del teléfono, y Richard Waid
anunció en seguida:
—Contestaré yo mismo.
Mason volvióse hacia Charles y le dijo
significativamente:
—En las últimas horas he recibido ciertos
informes que me inducen a creer que su padre
tenía amplios motivos para esperar que el lunes,
cinco de este mes, la señora Sabin se habría
divorciado de él. No puedo interpretar de ninguna
otra forma la información recibida.
—Eso es una difamación —declaró la señora
Sabin.
El abogado mantuvo la mirada fija en Charles.
—¿Sabe usted algo de eso? —preguntó.
Sabin movió negativamente la cabeza.
Mason volvióse hacia la mujer.
—¿Cuándo estuvo usted en París, señora?
—Eso no importa.
—¿Obtuvo el divorcio mientras estaba allí?
—¡No!
—Piense que, si se ha divorciado, yo lo
descubriré —siguió Mason—. Más pronto o más
tarde he de averiguarlo, y le advierto que
empezaré a buscar pruebas inmediatamente.
—¡Qué tontería!
Richard Waid, que había permanecido de pie en
el umbral de la puerta del vestíbulo, donde estaba
el teléfono, entró en la estancia y dijo:
—No es ninguna tontería; es un hecho
completamente cierto.
—¿Qué sabe usted de ello? —preguntó Mason.
Waid siguió un poco más adelante y volvióse
hacia Charles Sabin.
—Sé lo referente a ese asunto. Señor Sabin,
conozco a la señora Sabin y sé que esta lucha va a
ser sin cuartel. Como ella me dijo a los pocos
minutos de llegar, podría salvaguardar mis
intereses cerrando la boca y manteniéndome
apartado de la pelea. Pero mi conciencia me lo
impide.
—¡Conciencia! —gruñó despectivamente la
mujer—. ¡Usted no es más que un lacayo! Mi
marido había perdido toda su confianza en usted.
Tal vez no lo sepa; pero lo tenía dispuesto todo
para despedirlo. El…
—La señora Sabin no se marchó a dar la vuelta al
mundo —interrumpió el secretario.
—¿No? —preguntó Mason.
—No —respondió Waid—. Eso se dijo para
engañar a los periodistas y a fin de que pudiese
obtener, sin escándalo, el divorcio. Embarcó en un
buque de los que hacen viajes alrededor del
mundo. Sólo llegó hasta Honolulú. Allí tomó el
«Clipper» y regresó a los Estados Unidos,
estableciendo su residencia en Reno, donde
obtuvo el divorcio. Todo ello se hizo de acuerdo
con las instrucciones del señor Sabin. La señora
debía recibir cien mil dólares tan pronto como
presentara al señor Sabin las pruebas de que el
divorcio había sido concedido. Después de eso,
debía regresar a Nueva York, embarcar en un
barco hacia el canal de Panamá, y de allí volver
como si regresase de dar la vuelta al mundo. El
señor Sabin quedaría en condiciones de anunciar
su divorcio cuándo y cómo le pareciera
conveniente. Ese fue el convenio establecido entre
ellos.
Con frío acento, la mujer indicó:
—Richard, le advertí que no dijera nada de eso.
—No se lo dije al sheriff porque me pareció que
no era yo la persona más indicada para hablar de
los problemas íntimos del señor Sabin —replicó
Waid.
—Lo importante ahora es averiguar si el divorcio
fue concedido —dijo Mason.
La señora Sabin arrellanóse en su asiento.
Volviéndose hacia Richard Waid, dijo:
—Usted tiene la palabra. Siga adelante y
presente todas las pruebas.
—Eso haré —replicó Waid—. De todas formas, la
verdad se hubiera descubierto. Desde hacía
tiempo, Fremont C. Sabin no era feliz. Él y su mujer
estaban virtualmente separados. Él deseaba su
libertad. Su esposa quería una bonificación en
dinero.
»Por motivos particulares, el señor Sabin
deseaba que todo ello se mantuviese secreto. No
confió el asunto a ninguno de sus abogados,
recurriendo en cambio a un tal C. William
Desmond. No sé si alguno de ustedes le conoce,
aunque no fuera nada difícil.
—Le conozco —replicó Mason—. Es un famoso
jurista. Continúe, Waid, cuénteme lo que ocurrió.
—Llegóse a un acuerdo, según el cual la señora
Sabin consentía en obtener el divorcio en Reno.
Cuando presentase al señor Sabin una copia
certificada del fallo de divorcio, él debía entregarle
la suma de cien mil dólares. Se estipuló en el
convenio que no debía darse la menor publicidad
al asunto. Y que la señora Sabin debía cuidar de
que nada de ello trascendiera a los periódicos.
—Entonces se desprende claramente que,
debido a diferentes causas, no dio la vuelta al
mundo, ¿verdad? —preguntó Mason.
—Claro que no. Como he dicho, sólo fue hasta
Honolulú, regresando en el «Clipper». Residió
durante seis semanas en Reno, obtuvo el decreto
de divorcio y marchó a Nueva York. Sobre eso me
telefoneó el señor Sabin en la noche del día cinco.
Me dijo que todo estaba arreglado y que la señora
Sabin me esperaba en Nueva York con el decreto
de divorcio. Como ya he explicado a la policía,
Steve me aguardaba en el aeródromo con el
aparato dispuesto. Llegamos a Nueva York en la
tarde del día seis. Fui directamente al Banco que
me indicó el señor Sabin y también a ver a los
abogados que representaban a mi jefe. Deseaba
que ellos comprobasen la autenticidad del
certificado de divorcio antes de pagar yo el dinero.
—¿Lo hicieron?
—Sí.
—¿Cuándo entregó usted la suma?
—En la noche del miércoles, día siete, en un
hotel de Nueva York.
—¿Cómo se pagó?
—En dinero.
—¿Cheque certificado, billetes o…?
—En cien billetes de a mil dólares. Así lo quiso la
señora Sabin.
—¿Tiene usted los recibos?
—Claro.
—¿Y qué hay de la copia certificada del decreto
de divorcio?
—La tengo.
—¿Por qué no me dijo usted antes eso, Richard?
—preguntó Charles Sabin.
—Preferí aguardar a que estuviese delante el
señor Mason para que él se enterase.
El abogado volvióse hacia la mujer.
—¿Qué contesta usted, señora? ¿Es verdad todo
eso?
—Waid es quien da la fiesta —replicó la mujer—.
Que siga adelante con la comedia. Ya ha
representado el primer acto: que nos ofrezca el
segundo.
—Afortunadamente —contestó Waid—, insistí
en que la entrega del dinero se verificase en
presencia de testigos. Temí que luego ella quisiera
jugar alguna de sus malas pasadas.
—Veamos la copia del decreto de divorcio —
solicitó Perry.
Waid sacó un papel doblado.
—Eso debió usted habérmelo entregado a mí —
dijo Charles Sabin.
—Lo siento —se excusó Waid—, pero las
instrucciones del señor Sabin fueron que yo no
debía entregar el documento a nadie más que a él.
Bajo ninguna circunstancia debía mencionarlo. La
razón de mi viaje a Nueva York era tan
confidencial, que sólo sus abogados debían
conocerla. Una de las cosas que más me
recomendó fue que no dijese nada a usted.
Comprendo que ahora las cosas han cambiado.
Usted o la señora Sabin se van a hacer cargo de
todos los asuntos de la casa, y mi empleo, si
continúa, se hallará sujeto a sus instrucciones.
»La señora Sabin ha insistido mucho en hacerme
ver que ella va a llevar las riendas de todo esto y
que si yo decía algo que la perjudicase, tendría que
sufrir las consecuencias.
Mason fue hacia Waid y cogió el papel que el
joven tenía en la mano. Sabin fue a mirar por
encima del hombro de Perry.
Después de examinar el impreso en que iba
extendido el decreto y de revisar las firmas, Mason
comentó:
—Parece estar en regla.
—Los abogados de Nueva York lo comprobaron
—dijo Waid.
La señora Sabin soltó una carcajada.
—Entonces esa mujer no es la viuda de mi padre
—dijo Sabin—. Por lo tanto, no tiene derecho a
administrar ninguna parte de la fortuna, a menos
que exista algún testamento donde se especifique.
La risa de la mujer acentuóse burlonamente.
—Tu abogado no dice nada, Charles —comentó
—. Te arriesgaste mucho. Mataste a tu padre
demasiado pronto.
—¡Que yo le maté! —exclamó Charles Sabin.
—Ya me has oído.
—Por favor, mamá, ten cuidado con lo que dices
—rogó Steve Watkins.
—Tengo algo más que cuidado —replicó la
señora Sabin—. Estoy diciendo la verdad. Vamos,
señor Mason, ¿por qué no les da la mala noticia?
Mason volvióse hacia el atribulado Sabin, que le
preguntó:
—¿Qué ocurre? ¿No es legal el decreto?
—Tiene que serlo —declaró Waid—. Los
abogados de Nueva York lo comprobaron. Se han
pagado cien mil dólares por él.
Pausadamente, Mason declaró:
—Observarán ustedes que el divorcio se
concedió el martes, día seis. No hay nada que
indique la hora en que entró en vigor.
—¿Y qué tiene eso que ver? —preguntó Sabin.
—Sencillamente, que si Fremont C. Sabin fue
asesinado antes de que la señora Sabin se
divorciara de él, el divorcio no tiene efecto —
explicó el abogado—. Inmediatamente después de
su muerte, la señora Sabin pasaba a ser su viuda.
No es posible divorciarse de un cadáver.
El silencio que siguió fue roto por la aguda risa
de Helen.
—Ya te dije, Charles, que lo habías matado
demasiado pronto.
Lentamente, Charles Sabin fue a sentarse en un
sillón.
—En el caso de que su padre muriese después de
haber sido otorgado el divorcio, la situación
variaría por completo.
—Le asesinaron durante la mañana —afirmó la
señora Sabin—, cuando volvió de pescar. Richard
Waid me lo ha explicado todo. Estos hechos no
pueden ser alterados. Y no lo serán, porque yo
cuidaré de ello.
—Existen varios factores en el problema de la
fijación del momento de la muerte —dijo Mason.
—Lo sé —declaró la mujer—. Yo me encargaré
de que ninguna de las pruebas sea desfigurada. Mi
marido halló la muerte antes del mediodía del día
seis. Yo no obtuve el divorcio hasta las cuatro y
media de la tarde.
—El certificado no indica a qué hora del día se
concedió el divorcio —advirtió Perry Mason.
—Creo que mi testimonio vale algo, ¿verdad? —
preguntó la señora Sabin—. Sé cuándo me fue
concedido el divorcio. Además, pediré una carta al
abogado que me lo tramitó en Reno.
Charles Sabin miró preocupado a Mason.
—Las pruebas demuestran que mi padre murió
antes del mediodía. Sin duda, alrededor de las
once.
La señora Sabin les miró con triunfal expresión.
Charles volvióse salvajemente hacia ella.
—Ha sido muy atrevida en sus acusaciones
contra mí —dijo—. Pero, ¿qué hacía usted en el
momento del crimen? Usted era la más interesada
para cometerlo.
La sonrisa de la señora Sabin acentuóse.
—No te dejes cegar por la ira, Charles —aconsejó
—. Es malo para tu presión arterial. Ya sabes lo
que te dijo el médico. Yo estaba en Reno
tramitando el divorcio. El tribunal se abrió a las
dos de la tarde y tuve que aguardar dos horas y
media antes de que me llamasen. Para poderme
cargar el crimen tendrás que echar por tierra una
coartada muy buena.
—Voy a comunicarles algo que hasta ahora no se
ha hecho público —dijo Mason—. Sin duda las
autoridades de San Molinas no tardarán en
descubrirlo. Mientras tanto, como los hechos
obran en mi poder, creo que puedo revelárselos.
—Me tiene sin cuidado lo que usted sepa —
declaró la señora Sabin—. No me asustará con sus
balandronadas.
—No trato de asustar a nadie —contestó Mason
—. Fremont C. Sabin marchó a México y allí se
casó con una bibliotecaria de San Molinas. Se
llama Helen Monteith. Se ha creído que el loro que
se encontró junto al cadáver era «Casanova»,
pájaro muy querido por el señor Sabin. El caso es
que, por motivos que aún no he podido descubrir,
el señor Sabin compró otro loro en San Molinas y
dejó a «Casanova» en poder de su nueva esposa.
«Casanova» está en manos de Helen Monteith
desde el viernes, día dos.
La señora Sabin se puso en pie.
—Bien, no creo que todo eso me importe —dijo
—, y no creo que vaya a ganar nada quedándome
aquí. Usted, Richard Waid, se arrepentirá de haber
traicionado mis intereses y violado mis
instrucciones. Ahora tendré que conseguir una
serie de pruebas que demuestren la hora en que
se concedió el divorcio… Conque mi marido era
bígamo, ¿verdad? ¡Bien, bien! Vamos, Steve,
dejemos solos a estos caballeros. En cuanto me
marche empezarán a buscar pruebas de que
Fremont no fue asesinado hasta la noche del
martes, día seis. Para ello seguramente tratarán de
alterar las pruebas. Me parece que lo más
prudente sería contratar a un abogado. Tenemos
que proteger nuestros intereses.
Salió del cuarto seguida por Steve Watkins, quien
intentó aún cumplir con los convenientes sociales.
—He tenido mucho gusto en conocerle, señor
Mason —y luego, dirigiéndose a Charles Sabin—:
Se hace usted cargo de las cosas, ¿verdad, tío
Charles?
Cuando hubieron salido los dos de la estancia,
Charles declaró:
—Esa mujer es el ser más desagradable que he
conocido. ¿Qué debo hacer, señor Mason? ¿Tengo
que soportar pasivamente que se me acuse de
haber asesinado a mi padre?
—¿Qué le gustaría a usted hacer?
—Pues…, decirle lo que pienso de ella. Decirle
que nunca me ha engañado y que desde el
principio he visto que sólo era una cazadora de
fortunas…
—Con eso no ganaría nada —interrumpió Mason
—. Le diría lo que piensa usted de ella y ella le
respondería con lo que piensa de usted. El
resultado sería que, estando ella mucho más
práctica en esas lides oratorias, le derrotaría antes
de que usted pudiera empezar a hablar. Si quiere
combatir, sólo puede hacerlo de una manera.
—¿Cuál? —preguntó Sabin con interés.
—Hiriéndola donde y cuando ella menos pueda
pensarlo. La única forma de luchar y vencer es no
atacando donde el enemigo espera ni cuando
espera. Es decir, no atacar por donde tiene
colocadas sus defensas más sólidas.
—¿Y por dónde podemos cogerla desprevenida?
—preguntó Sabin.
—Eso se ha de ver —replicó Mason.
—¿Por qué se tomó mi padre tantas molestias
para mantener en secreto su divorcio? —preguntó
Sabin—. Comprendo que no le gustase la
publicidad. La odiaba. Pero hay cosas inevitables.
Cuando uno se divorcia, el mundo debe saberlo.
—Creo que su padre tenía interés en que su
fotografía no apareciese en los periódicos, por lo
menos durante algún tiempo.
—¿Supone que estaba cortejando a otra mujer y
no quería que ella se enterase de su identidad
verdadera?
Interviniendo en la conversación, Richard Waid
dijo:
—Yo sí podré aclarar algo ese punto. El señor
Sabin tenía mucho miedo a las mujeres. Sobre
todo, después de la experiencia con su segunda
esposa. Estoy casi seguro de que, de haber
deseado casarse de nuevo, habría tomado toda
clase de precauciones para no caer en manos de
otra cazadora de fortunas.
Charles frunció el ceño.
—La cosa se complica cada vez más —dijo—. Sé
que mi padre le tenía horror a la publicidad. Sus
proyectos de divorcio comenzaron antes de que
conociera a esa otra mujer de San Molinas; pero lo
más probable es que deseara verse libre de los
periodistas. ¿Qué hay acerca del loro, señor
Mason?
—¿Se refiere a «Casanova»?
—Sí.
—Por razones que sólo él debía de conocer, su
padre decidió ocultar a «Casanova» en un sitio
seguro, durante algún tiempo, y llevarse otro loro
a la cabaña.
—¿Y por qué? —preguntó Sabin—. El pájaro no
corría ningún peligro.
—Aún no lo sabemos todo.
—Creo que el loro no corría absolutamente
ningún riesgo —dijo Waid—. La persona que
asesinó al señor Sabin cuidó solícitamente de la
seguridad del animal.
—Con excesiva solicitud, diría yo —replicó el
abogado—. Bueno, me marcho. Tengo demasiados
hilos sueltos aún. Más tarde recibirán noticias
mías.
Sabin lo acompañó hasta la puerta.
—Me interesa muchísimo aclarar todo esto,
señor Mason. Este sonrió.
—A mí también —dijo—. Haré sacar copias
fotográficas de ese certificado de divorcio, y luego
consultaremos los archivos del tribunal.
Capítulo 6

Mason encontrábase a dos manzanas del edificio


donde estaban sus oficinas cuando, de pronto, se
vio envuelto en el rojo haz luminoso de un faro
policíaco. El gemido de una sirena le obligó a
detenerse junto al bordillo de la acera.
Perry volvió la cabeza y comprobó que el auto
patrulla iba conducido por el sargento Holcomb.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Un par de caballeros desean hablarle —
anunció el sargento.
El sheriff Barnes abrió la portezuela posterior del
coche y descendió. Detrás bajó un hombre, unos
diez años más joven que él, quien, dirigiéndose
hacia el auto del abogado, tomó en seguida la
palabra.
—¿Es usted Mason? —preguntó.
—Sí.
—Soy Raymond Sprague, fiscal del distrito de San
Molinas.
—Tengo un placer en conocerle —aseguró
Mason seguidamente.
—Queremos hablar con usted.
—¿Acerca de qué? —preguntó Mason.
—Acerca de Helen Monteith.
—¿Qué quieren saber de ella?
—¿Dónde está?
—No lo sé.
—Será mejor que vayamos a algún sitio donde
podamos hablar —indicó Barnes.
—Mi despacho está aquí mismo —explicó
Mason.
—Y la oficina de la Agencia Drake también,
¿verdad? —preguntó Sprague.
—Sí.
—¿Se dirigía allí? —quiso saber el fiscal.
—¿Tiene alguna importancia ese detalle?
—Creo que sí —repuso Sprague.
—No sé cuáles son sus pensamientos —dijo el
abogado.
—Así no contesta a mi pregunta —respondió el
fiscal Sprague.
—¿Hacía usted alguna pregunta?
El sheriff intervino.
—Un momento, Ray. Así no vamos a ninguna
parte —dirigió una significativa mirada hacia los
transeúntes que se habían agrupado en la acera—.
No adelantamos nada y, por lo tanto, será mejor
que vayamos al despacho de Mason.
Mason hizo arrancar violentamente a su auto,
diciendo al mismo tiempo:
—¡Nos veremos allí!
Los demás saltaron al coche patrulla, siguiendo al
abogado hasta el lugar de estacionamiento donde
Mason dejó su vehículo. Mientras Perry cortaba el
encendido motor y apagaba los faros, Holcomb
recordó:
—Luego no me venga diciendo que no les advertí
acerca de las mañas de este tipo.
—A mí no me advirtió —repuso Sprague—. Avisó
al sheriff.
—¿Qué les ocurre? —preguntó Mason.
—¿Qué ha hecho usted con Helen Monteith?
—Nada.
—Nosotros opinamos de manera muy distinta —
observó Sprague.
—Dígame lo que opinan.
—Usted ha hecho que Helen Monteith se
ocultara.
Perry enfrentóse belicosamente con los tres
hombres. Separó los pies y con las manos en los
bolsillos anunció:
—Está bien, aclaremos las cosas. Yo represento
legalmente a Helen Monteith. También trabajo
para Charles Sabin. Mis clientes me pagan por ello.
A ustedes, señores, sus condados les pagan para
que resuelvan el mismo crimen que yo trato de
aclarar. Como es lógico, tratarán de resolverlo a su
manera, y yo, en cambio, pienso resolverlo a la
mía.
—Queremos interrogar a Helen Monteith —dijo
Sprague.
Mason le miró fijamente.
—Pues, interróguela —dijo.
—¿Dónde está?
—Ya le he dicho que no lo sabía. Usted es quien
lleva el asunto. No yo.
Mason sacó un cigarrillo.
—Supongo que no le gustará que le acusen de
complicidad, ¿verdad? —preguntó amenazador
Sprague.
—Me importan un comino las acusaciones que
pueda usted dirigirme. Ahora bien, si desea que
hablemos de leyes le recordaré que no puedo ser
cómplice de un asesinato, a menos que haya
prestado ayuda al asesino. ¿Pretende usted acusar
a Helen Monteith de asesinato?
Enrojecido, Sprague replicó:
—Sí.
—Un momento —intervino Barnes—. No
pongamos el carro delante del caballo.
—Sé lo que hago —replicó Sprague.
Mason volvióse rápidamente hacia el sheriff y
dijo:
—Creo que usted y yo podemos entendernos,
¿no es así, sheriff?
—No estoy tan seguro de ello —replicó Barnes,
sacando una bolsita de tabaco y comenzando a liar
un cigarrillo de papel de maíz—. Tendrá que
explicarme muchas cosas antes de que vuelva a
tener confianza en usted.
—¿Qué es lo que desea? —preguntó Mason.
—Creí que usted colaboraría conmigo.
—Y lo estoy haciendo, puesto que me esfuerzo
por descubrir quién asesinó a Fremont C. Sabin.
—Nosotros también deseamos hacerlo.
—Lo sé. Ustedes se valen de sus métodos y yo de
los míos.
—Nos disgusta que sus métodos entorpezcan
nuestro trabajo.
—Lo comprendo —dijo Mason.
—No pierda el tiempo hablando con él —
aconsejó el fiscal.
—Si quieren acusarle de complicidad tendré
mucho gusto en detenerlo —aseguró el sargento
Holcomb.
Mason encendió una cerilla y acercó la llama al
cigarrillo del sheriff, después encendió el suyo. La
conversación se interrumpió. Por fin, Perry
preguntó al fiscal:
—¿Va usted a hacer caso a nuestro buen
sargento?
—Seguramente —replicó Sprague—. Pero antes
quiero reunir algunas pruebas.
—No creo que encuentre gran cosa en mi
despacho.
—Le puedo llevar a Jefatura si quieren —insistió
Holcomb.
Barnes volvióse hacia sus compañeros.
—Me han estado zahiriendo porque confié en
Mason. No veo por qué hemos de luchar contra él.
Por lo que a mí se refiere, no pienso reñir con él
hasta que averigüe cosas. —Volvióse hacia Mason
y añadió: —¿Sabía usted que la pistola con que se
mató a Fremont C. Sabin fue sacada de la
colección de la biblioteca pública de San Molinas?
—¿Y qué, si fuera así?
—¿Está enterado de que la bibliotecaria, Helen
Monteith, se casó con un hombre que dijo
llamarse Georges Wallman, y en quien los vecinos
han reconocido, sin la menor vacilación, a Fremont
C. Sabin?
—Continúe —dijo sarcásticamente el sargento
Holcomb—. Dé todos los informes que posee, y
cuando termine verá cómo Mason se ríe en sus
propias barbas.
—Al contrario —replicó el abogado—. Estoy
dispuesto a cooperar. Supongo que, habiendo
llegado tan lejos, habrán notado que el pájaro que
se encuentra en la galería de la casa de Helen
Monteith es «Casanova», propiedad de Fremont C.
Sabin, y que, por lo tanto, el loro encontrado en la
cabaña fue comprado por Fremont C. Sabin en la
tienda de San Molinas: la «Quinta Avenida».
Los ojos de Barnes se abrieron de par en par. Fue
sólo un momento. Luego volvieron a entornarse.
—¿Nos dice la verdad?
—Por completo.
—Trata de deslumbrarnos con un falso cebo —
gruñó el sargento Holcomb.
—Si usted sabía eso y luego ha ocultado a Helen
Monteith de forma que no podamos interrogarla,
puedo acusarle de complicidad —anunció el fiscal.
—Continúe —invitó Mason—. Según la Ley,
tendrá que acusarme de haber ocultado a una de
las partes principales, en un caso de asesinato, con
la intención de que esa parte pueda librarse del
arresto, proceso, condena y castigo, sabiendo que
dicha parte ha cometido tal delito o ha sido
acusada de él. Sin embargo, hasta la fecha no he
sido informado de que Helen Monteith esté
acusada de ningún crimen.
—No lo está —admitió Barnes.
—Y yo no creo que haya cometido delito alguno
—añadió Mason.
—Pues yo sí lo creo —declaró Sprague.
—Eso es una simple diferencia de opinión —
observó Mason. Luego, volviéndose de nuevo
hacia Barnes, añadió —: Por si puede interesarle,
le diré que el loro que se encuentra en la jaula de
la galería de Helen Monteith no hace más que
decir: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares!
¡Dios mío, me has matado!»
El rostro del sheriff manifestó un gran interés.
—¿Qué explicación tiene para eso?
—Ninguna. Lo más lógico es suponer que el loro
se hallaba presente cuando alguna persona
llamada Helen amenazó a alguien con una pistola.
La persona amenazada debió decir a Helen que
soltase el arma, y Helen, en vez de obedecer,
disparó. Sin embargo, el disparo se produjo no en
la galería de la Monteith, sino en una cabaña, a
bastantes kilómetros de distancia, y mientras,
según todas las apariencias, el loro de la
bibliotecaria no estaba presente.
Los ojos de Barnes se abrieron de par en par.
—¿Adónde va a parar? —preguntó Barnes.
—Trato de colaborar con usted —replicó Mason.
—Pues no queremos su colaboración —gruñó
Sprague—. Cada vez me convenzo más de que ha
reunido una gran cantidad de datos gracias a su
interrogatorio de Helen Monteith. Le voy a dar
veinticuatro horas para que la presente ante
nosotros. Si no lo hace, le conduciré hasta el Gran
Jurado de San Molinas.
—Mejor será que lo deje en doce horas —
recomendó Holcomb.
Sprague vaciló un momento, después consultó su
reloj y dijo:
—Mañana a mediodía debe usted presentar a
Helen Monteith ante el Gran Jurado de San
Molinas, a fin de que sea interrogada. De lo
contrario sufrirá las consecuencias.
Con un movimiento de cabeza, el fiscal indicó a
Holcomb que le siguiera. Mason miró al sheriff y
preguntó:
—¿Se marcha o prefiere quedarse?
Barnes dejóse caer en un sillón y dijo:
—No te vayas aún, Ray.
—Aquí no adelantamos nada —observó airado
mirando a Sprague.
—Yo sí —replicó el sheriff, fumando
tranquilamente.
Mason sentóse en un ángulo de su enorme mesa
de trabajo. Sprague vaciló un instante y, al fin, se
sentó en otro de los sillones. El sargento Holcomb,
sin disimular su disgusto, se detuvo junto a la
puerta que conducía al pasillo.
Dirigiéndose al sheriff, el abogado empezó:
—La situación en casa de Sabin es de las más
curiosas. Según parece, la señora Sabin y su
esposo convinieron que ella fingiría un viaje
alrededor del mundo, y en cuanto llegase a
Honolulú tomaría el «Clipper», regresando a los
Estados Unidos y dirigiéndose a Reno, donde debía
fijar su residencia a fin de conseguir el divorcio,
procurando por todos los medios evitar la
publicidad. Hecho esto, debía recibir, como pago
de la renuncia a todos los derechos que pudieran
corresponderle como esposa de Fremont C. Sabin,
la cantidad de cien mil dólares en metálico.
—No estaba en Reno —protestó Sprague—.
Cuando dimos con ella se encontraba en un barco
que acababa de cruzar el canal de Panamá. Eso de
que estuvo en Reno es un sueño.
—Quizá; pero Richard Waid estuvo con ella en
Nueva York el miércoles, día siete, para recoger un
certificado de divorcio y entregar, a cambio, cien
mil dólares, de los cuales guardo recibo. Ese fue el
importante asunto que le llevó a Nueva York.
—¿Adonde va usted a parar, Mason? —preguntó
Barnes.
—Sencillamente, a que el divorcio fue concedido
con fecha del martes, día 6. Si el fallo fue dictado
antes de morir Sabin, su viuda recibió cien mil
dólares después de su muerte, de acuerdo con el
convenio establecido. Pero si Sabin fue asesinado
antes de la concesión del divorcio, ese divorcio es
nulo. La señora Sabin habrá recibido los cien mil
dólares y conservará, no obstante, sus derechos a
una parte de la fortuna de su marido, como viuda
del mismo. Se trata de un punto interesante y
bastante complicado.
—Oigan —intervino Holcomb—. Helen Monteith
se casó con Sabin ignorando que él estuviera
casado. Creía que se llamaba Wallman, pero fue
con él a la cabaña. Por las marcas de la lavandería
hemos averiguado de quién eran las ropas de
mujer que encontramos allí. Eran suyas. Sin duda,
Helen Monteith descubrió que su esposo estaba ya
casado. Creyó que había sido víctima de una burla
y decidió vengarse. Necesitaba un arma, y como
no podía entrar en una armería a comprarla, cogió
una de las piezas de la colección de la biblioteca,
pensando devolverla. Quizá sólo deseaba asustar a
Sabin. Acaso obró en defensa propia. No lo sé, ni
me importa. Pero lo indudable es que fue a la
cabaña de Fremont y que lo mató con aquella
pistola.
»Después buscó a Mason para que la defendiera.
Lo que ha averiguado Mason sólo puede deberse a
las declaraciones de ella. Helen Monteith dijo a su
hermana que iba a ir a casa de Sabin para hablar
con su hijo. No llegó a entrar en la casa. Mason
estuvo allí. Fue acompañado de su secretaria. Ha
vuelto solo. ¿Dónde está la secretaria? ¿Dónde
está Helen Monteith?
»Se le interroga y lo primero que hace es sacar a
relucir a la señora Sabin…
En aquel momento sonó una peculiar llamada a
la puerta del pasillo. Mason se puso en pie y fue a
abrir. Desde el umbral, Drake, sin darse cuenta de
los visitantes, empezó:
—Bien, Perry, he…
Al ver a los que estaban en la estancia, se
interrumpió bruscamente.
—Entra, Paul —invitó Mason—. Ya conoces al
sargento Holcomb, éste es el sheriff Barnes, de San
Molinas, y éste Raymond Sprague, fiscal del
distrito de San Molinas. ¿Qué has averiguado?
—¿Quieres que lo diga delante de todos? —
preguntó Drake.
—Claro.
—Pues hemos utilizado el teléfono en
conferencias a larga distancia y tengo trabajando a
muchos hombres. Hasta ahora puedo decirte que
la señora Sabin marchó a Honolulú. Allí tomó el
«Clipper» y se fue a Reno. Hospedándose en el
Silver City Bungalow, inscribiéndose bajo el
nombre de Helen W. Sabin. Al cabo de seis
semanas debió de presentar una demanda de
divorcio contra Fremont C. Sabin, pero hasta
mañana por la mañana no podremos examinar los
archivos del tribunal. En la noche del miércoles,
siete, la señora Sabin estaba en Nueva York. A
medianoche salió en un barco.
—Entonces, ¿hasta cuándo estuvo en Reno? —
preguntó el abogado.
—Por ahora sabemos que tomó el avión de la
tarde del martes, día seis, y que llegó al siguiente
día, siete, a Nueva York.
—Entonces el divorcio debió ser concedido el
seis por la mañana —sugirió Raymond Sprague.
—Así parece —replicó Drake.
—Entonces compareció ante el tribunal el día
seis —siguió Sprague.
—¿Qué pretende aclarar? —preguntó Barnes.
—Me limito a repasar todos los datos. Mason ha
fracasado en su intento.
—¿Qué quiere decir? —inquirió con expresión de
sorpresa el sheriff.
—Pues que Mason ha tratado de desviar nuestra
atención de Helen Monteith colgando ante
nuestras narices a la señora Sabin, pero si dicha
señora se encontraba ante el tribunal de Reno
difícilmente podía estar al mismo tiempo matando
a su marido en una cabaña del condado de San
Molinas. Aparte de lo que haya podido hacer la
señora Sabin, no debe estar complicada con el
asesinato. A mí me parece esto claro.
Mason desperezóse y, bostezando
ruidosamente, declaró:
—Por lo menos he colocado mis cartas sobre la
mesa.
Raymond Sprague se dirigió a grandes pasos
hacia la puerta.
—Creo que estamos más que capacitados para
llevar a cabo nuestras investigaciones —dijo—. Por
lo que a usted se refiere, Mason, ya ha oído mi
ultimátum. O mañana a mediodía presenta a Helen
Monteith ante el Jurado, o tendrá que ser usted
quien comparezca ante el mismo.
Barnes fue el último en abandonar la oficina.
Parecía hacerlo de mala gana. En el corredor, dijo,
a media voz:
—¿No te precipitas un poco, Ray?
La respuesta del fiscal fue ahogada por un
violento portazo.
—Bien, Paul, así estamos —sonrió Mason.
—¿Tienes escondida en algún sitio a Helen
Monteith acaso?
Acentuando su sonrisa, Mason replicó:
—No tengo la menor idea de dónde se encuentra
esa joven.
—Mi gente me ha dicho que te entrevistaste con
ella frente a la casa de los Sabin y que luego Helen
se marchó con Della Street.
—Confío en que el agente que te presentó ese
informe no hablará con nadie —dijo Mason.
—No tengas miedo. ¿Piensas llevar a Helen
Monteith ante el Jurado de San Molinas?
—No puedo hacerlo porque ignoro dónde está.
—Pero Della lo sabe. Allá tú con tus asuntos —
sonrió Drake.
—¿Qué hay de la interferencia de la línea
telefónica? ¿Has descubierto algo?
—Nada en absoluto —confesó Drake—. Y cuanto
más ahondo en ello menos descubro.
—¿No podría ser alguno de los perseguidos por
la cruzada contra el juego? Quizá deseó averiguar
lo que hablaba Sabin.
—No es probable.
—¿Por qué?
—Porque nadie estaba asustado por la campaña
de Sabin. Las defensas de los jugadores son
demasiado fuertes y bien cimentadas.
—Ese Comité Ciudadano tenía bastantes
pruebas.
—Pero ninguna que pueda acusar a nadie. Sólo
pruebas que despertarán sospechas. Jugadores y
toda clase de hampas que viven del vicio
organizado y figuran en las listas del Comité. Los
peces pequeños puede que traten de luchar contra
la corriente. Los peces gordos se dejarán llevar por
ella hasta que la policía lo aclare todo y puedan
volver a hacer de las suyas.
—¿La policía?
—Claro. Dondequiera que el vicio o el delito
están bien organizados puedes tener la seguridad
de que está metida la policía. Sobornos y cosas por
el estilo. Eso no quiere decir que toda la policía
ande mezclada en ello. Quiere decir que lo están
algunos policías, y de los más altos. Siempre que
hay una espantada los peces gordos acuden a sus
amigos de la policía y les dicen: «Bueno,
muchachos, avisadnos en cuanto pase el peligro y
podamos abrir otra vez. Mientras tanto, vosotros y
nosotros estamos perdiendo dinero. Conviene,
pues, que os deis prisa.»
—Entonces, ¿no crees que los peces gordos
tuvieran interés en oír claramente lo que hablaba
por teléfono Sabin?
—En absoluto. Han escondido los cuernos y se
han ido a disfrutar de unas vacaciones… A decir
verdad, a mí me parece más bien un trabajo
particular.
—¿Detectives privados?
—Sí.
—¿Empleados por quién?
—Quizá por la señora Sabin. No creo que sea
ninguna idiota.
—No —admitió Mason—. No tiene nada de
tonta. ¿Has venido en tu auto?
—Sí. ¿Por qué?
—Tengo un trabajo para ti.
—¿De qué se trata?
—Vendrás conmigo. Tenemos que hacer un viaje
rápido a San Molinas.
—¿Para qué?
—Hemos de robar un loro.
—¿Robar un loro…? ¿Dices robar un loro?
—Eso he dicho.
—¿Te refieres a «Casanova»?
—Sí.
—¿Qué diablos quieres hacer con él?
—Si estudias desapasionadamente el caso, verás
que todo gira en torno a un loro —dijo Mason—.
«Casanova» es la clave de todo el asunto. Observa
que la persona que asesinó a Sabin mostróse muy
solícito acerca de la seguridad del animalito.
—¿Quieres decir que era alguien que quería al
loro o que amaba a los bichos en general?
—No sé cuál fue el motivo exacto. Sin embargo,
comienzo a formarme una idea. Observa, además,
Paul, que «Casanova» dice: «¡Suelta esa pistola,
Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!»,
éstas fueron sus palabras.
—Lo cual significa que «Casanova» fue el loro
que estuvo presente cuando se dispararon los
tiros, ¿verdad? —inquirió Drake—. Y que el
asesino de Sabin se llevó a «Casanova» y luego lo
sustituyó en seguida por otro loro.
—¿Por qué tenía que hacer semejante cosa un
asesino? —preguntó Mason.
—No lo sé, Perry. Todo eso del pájaro me parece
muy complicado.
—Es verdad. Sin embargo, sospecho que la
solución del problema reside en él. Ahora Helen
Monteith no está en casa. El sheriff y el fiscal del
distrito de San Molinas buscan pruebas con ayuda
del sargento Holcomb. Sería un buen momento
para hacer una razzia por San Molinas.
—Si te pescan, irás a la cárcel —advirtió Drake.
—Lo sé —admitió sonriendo Mason—. Por eso
no quiero que me pesquen. En marcha.
—¿Te llevarás jaula y todo?
—Sí. Y pondré otro loro en lugar del que se
encuentra allí. Mason descolgó el auricular, marcó
un número y un momento después dijo:
—Hola, Helmond. Aquí Perry Mason, el abogado.
Me interesaría que fueses a tu tienda y la abrieras.
Quiero comprar un loro.
Capítulo 7

El loro, colocado en la parte trasera del auto,


lanzaba guturales protestas cada vez que los
vaivenes del coche le hacían luchar para no perder
el equilibrio.
Drake, al volante, no parecía muy animado
acerca del éxito de su empresa, mientras que
Mason, cómodamente recostado contra el
respaldo del asiento, fumaba cigarrillo tras
cigarrillo y dejaba vagar su vista por la cinta de la
carretera, bañada en luz de luna y resplandor de
faros.
—No pases por alto el pormenor de que Reno no
está muy lejos… por lo menos en avión —dijo
Drake—. Si la señora Sabin estaba en Reno y fue
ella quien utilizó detectives para interferir las
conferencias de su marido, será mejor que olvides
a esa Monteith.
—¿Cuánto cobras por interferir una línea
telefónica? —preguntó Mason.
—¿Yo? —preguntó.
—Sí.
—Oye, Perry, estoy dispuesto a hacer todo
cuanto quieras por ti; pero el interferir una línea
telefónica se considera un delito grave en este
Estado. No pienso hacerlo.
—Eso esperaba oír.
—¿Qué pretendes, Perry?
—Sólo eso. Aquella línea telefónica estaba
interferida. Tú no crees que lo hiciera ningún
jugador ni hampón. Tampoco parece que lo hiciese
la policía. Sospechas que haya podido hacerlo un
detective particular, y yo creo que una agencia de
detectives lo pensaría dos veces antes de aceptar
un encargo como ése.
—Hay quienes no lo aceptarían; pero otros, en
cambio, harían cualquier cosa por dinero. Sin
embargo, comprendo tu idea, y puede ser que
tengas razón. Recuerda, no obstante, que la
mayoría de las interferencias telefónicas las lleva a
cabo la policía.
—¿Por qué?
—No sé. Deben de creer que las leyes no rezan
con ellos. Te asombrarías si supieses hasta qué
extremo interfieren las líneas y escuchan las
conversaciones. Es casi una rutina.
—Es un detalle muy interesante y que se presta a
muchas cábalas. Si la línea telefónica fue
interferida por la policía, el sargento Holcomb
debía de estar enterado de ello, y en tal caso la
policía debe de tener registradas en discos las
conferencias que se celebraron por medio de
aquel teléfono… En fin, mañana por la mañana,
ante todo, examina el archivo de los divorcios.
—Ya pensaba hacerlo. Tengo a dos de mis
hombres en Reno. En cuanto puedan, verán los
archivos.
Durante varios kilómetros fueron en completo
silencio, hasta que un cartel les anunció que
entraban en los límites de San Molinas.
—¿Quieres ir directamente a casa de Helen
Monteith? —preguntó Drake.
—Asegúrate por todos los medios disponibles de
que no nos siguen.
—Ya lo he hecho. Estoy seguro de que nadie nos
ha seguido.
—Entonces vayamos al domicilio de Helen.
—¿No sería mejor, para evitar que nos vean,
detener el coche a unos ciento cincuenta metros
de la casa?
—No. Me interesa no perder el tiempo. Pasa por
delante del edificio y yo veré si el terreno está
libre. Luego vuelve atrás, con los faros apagados, y
yo haré lo otro. Ojalá este loro no se ponga a
chillar cuando lo cambie de sitio.
—Creí que de noche los loros dormían.
—Y duermen —replicó Mason—. Pero cuando se
les lleva de un lado a otro se ponen nerviosos; y…
no sé qué grito pegará «Casanova» cuando lo
rapte.
—Oye, Perry, si las cosas salen mal no te
emperres en conservar el pájaro —dijo Drake—.
Suéltalo y corre al auto. Lo tendré con el motor en
marcha por si conviene huir.
—No creo que nada salga mal —dijo Mason—. A
menos que la casa esté vigilada. Eso podemos
comprobarlo antes.
Cuando pasaron ante el domicilio de Helen
Monteith comprobaron que la casa estaba a
oscuras.
—En la casa de al lado hay luz —indicó Mason—.
No creo que resulte difícil alcanzar la galería.
Drake dirigióse de nuevo hacia la casa, apagando
los faros; y deteniéndose, conservó el motor en
marcha.
Mason deslizóse fuera del coche con la jaula en
la mano, y desapareció en la oscuridad. No le costó
forzar la puerta de la galería. El loro que llevaba se
movía inquieto, pero guardaba silencio.
«Casanova», profundamente dormido, apenas si
se movió cuando Mason hizo el cambio.
Unos instantes más tarde el abogado depositaba
a «Casanova» en el interior del auto.
—Bien, Paul —dijo.
Drake no necesitó más. Puso en marcha el auto
en el momento en que se abría la puerta de la casa
inmediata y la señora Winters quedaba perfilada
en el hueco.
Cuando Paul Drake tomó la curva, el loro
exclamó con voz débil y soñolienta:
—¡Dios mío! ¡Me has matado!
Capítulo 8

Mason abrió la puerta de su despacho particular


y con profunda sorpresa, encontróse frente a Della
Street.
—¿Usted? —preguntó.
—Yo misma —replicó la joven, parpadeando
para contener las lágrimas—. Me parece que
tendrá que buscar otra secretaria.
—¿Qué ocurre, Della? —inquirió Mason,
acudiendo solícito, hacia la joven.
Esta comenzó a llorar. Mason le dio unas
tranquilizadoras palmadas en la espalda.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—¡Aquella malvada!
—¿Quién?
—La bibliotecaria, Helen Monteith.
—¿Qué ha sido de ella?
—Me tomó el pelo.
—Siéntese y cuéntemelo todo.
—¡No sabe cuánto lamento haberle fallado!
—¿Qué entiende por eso? Tal vez ha fallado
mucho menos de lo que imagina.
—Usted me dijo que la tuviera donde nadie
pudiese encontrarla, y…
—¿La han encontrado o se escapó?
—Se escapó.
—Perfectamente. ¿Cómo fue la cosa?
Della Street secóse los ojos con un pañuelito de
encaje.
—No me gusta llorar, jefe. Estas son mis
primeras lágrimas… Le aseguro que la hubiera
estrangulado con mucho gusto. Me contó una
historia que me destrozó el corazón.
—¿Qué historia?
—La de su amor. Me la contó de una forma… Hay
que ser mujer para comprender. Desde pequeña
fue una romántica. En la Universidad tuvo un
noviazgo que ella tomó muy en serio…, pero el
chico no opinaba igual y el resultado fue que, a la
edad en que otras mujeres ven el mundo a través
de unos cristales rosados, ella estaba llena de
amargura y de desilusión. Dejó de interesarse por
los bailes y por las distracciones y empezó a vivir
más interesada por los libros. Total, que todos
empezaron a decir que era un bicho raro, sin
femineidad ni cosa que se le pareciese, y los
hombres dejaron de ocuparse de ella.
—¿Qué más?
—Cuando Helen ya había abandonado toda
esperanza de encontrar un amor romántico llegó
Fremont C. Sabin. Fue cariñoso, amable, delicado.
Tenía una filosofía de la vida que consistía en ver el
lado hermoso de todas las cosas.
—Parece que Fremont C. Sabin era de un
carácter maravilloso.
—Aparentemente sí. Claro que luego le jugó una
mala pasada, pero…
—No estoy muy seguro de que lo hiciese.
Cuando sepa todo lo que hemos descubierto
acerca de él, verá las cosas de otra forma, Della.
—¿Puede decirme de qué se trata?
—Antes prefiero que hable de Helen Monteith.
—Pues aquel individuo empezó a frecuentar la
biblioteca. Ella le conocía como Wallman, un
hombre sin oficio alguno y sin motivo para estar
agradecido a la vida, a pesar de lo cual no se
demostraba enemigo de nadie. Le interesaban los
libros filosóficos y de reformas sociales. Pero sobre
todo le interesaban sus semejantes. Por las noches
estaba en la biblioteca, con un libro abierto, como
si leyese, pero en realidad lo que hacía era
observar a sus compañeros. Y siempre que se le
presentaba una oportunidad procuraba entablar
conversación con ellos y oírles hablar. Siempre
estaba escuchando.
«Como es lógico, Helen Monteith se fijó en él y
acabó interesándose por su persona. Hablaron, y
ella le dijo un sinfín de cosas. Mucho antes de
darse cuenta de lo que ocurría, Helen encontróse
locamente enamorada. Y su felicidad fue enorme
al comprender que él también la amaba. Y ahora, a
pesar de la angustia del descubrimiento de la
verdad, no está amargada. Dice que en su camino
tropezó al fin con la dicha y que aunque ésta no
haya sido duradera, no siente amargura alguna.
—¿No cree que ella sea la asesina? —preguntó
Mason.
—No. No puede serlo.
—Continúe.
—La llevé a un hotelito. Tomé algunas
precauciones a fin de convencerme de que no nos
seguía nadie. Saqué algún equipaje de mi casa y
nos inscribimos como dos hermanas de Topeka,
Kansas. En el despacho de recepción hice una serie
de preguntas propias de un turista y creo que
engañé por completo al encargado del modesto
hotelito.
»Nos dieron un dormitorio con dos camas y
baño. Disimuladamente, a fin de que ella no se
diese cuenta de lo que hacía, cerré la puerta por
dentro y guardé la llave en el bolso.
»Después nos sentamos y ella me contó toda su
historia. Creo que la conversación duró dos o tres
horas. Cuando nos metimos en la cama era mucho
más de medianoche. Debían de ser las cinco de la
mañana cuando me despertó diciéndome que no
podía abrir la puerta. Estaba vestida y parecía muy
alterada.
»Le pregunté para qué deseaba abrir y me
contestó que tenía que volver a San Molinas
imprescindiblemente. Había olvidado algo.
»Dije que no podía volver allí. Insistió en que
debía hacerlo. Por fin dijo que iba a llamar a los
empleados del hotel y hacer que alguien subiera a
abrir la puerta.
—¿Qué hizo usted?
—Le dije que usted sacrificaba muchas cosas a
fin de ayudarla, y que ella, en cambio, le iba a
traicionar; que estaba en peligro y que la policía la
arrestaría para acusarla de asesinato; que su
novela de amor sería publicada en todos los
periódicos sensacionalistas. Añadí todo cuanto se
me ocurrió. Hablé como un abogado ante un
jurado.
—¿Y qué sucedió?
—Siguió insistiendo en marcharse. Por lo tanto le
dije que, a partir del momento en que cruzara el
umbral de la puerta, usted terminaría con ella y
que no la protegería en modo alguno. Entonces
me preguntó cuándo podría yo hablar con usted.
Le dije que no lo sabía y que, desde luego, no sería
antes de las nueve y media de la mañana, cuando
usted viene a la oficina. Pidió que llamase a su
piso. Me negué, diciéndole que la policía debía de
haber interceptado la línea.
»Al fin consintió en ser razonable y prometió
esperar hasta las nueve y media si yo prometía
también comunicar con usted a aquella hora. Se
desnudó, metióse de nuevo en la cama y dijo que
lamentaba mucho haber dado aquel espectáculo.
Tardé algo en volver a dormirme y… al despertar,
vi que se había marchado… Fingió ceder para
engañarme mejor.
—¿Le quitó la llave del monedero?
—No. El bolso estaba debajo de mi almohada.
No hubiera podido sacar la llave sin despertarme.
Se marchó por la escalera de incendios. La ventana
estaba abierta.
—¿No sabe a qué hora se marchó?
—No.
—¿Cuándo despertó usted?
—A las ocho y pico. Estaba muy cansada y pensé
que no tendríamos más trabajo que el de estar
sentadas esperando. Miré hacia su cama y me dije
que debía estar durmiendo. Para no despertarla
me levanté con cuidado. Al entrar en el cuarto de
baño noté que había algo raro en aquella cama.
Me había gastado el truco de meter unas mantas
arrolladas debajo de las ropas para hacer creer
que alguien dormía allí… Eso es todo, jefe.
—No se preocupe más, Della —la tranquilizó
Mason—. ¿Sabe adonde fue?
—Creo que se dirigió a San Molinas.
—Si vuelve allí caerá en un lazo.
—Pues ya debe haber caído.
—¿Qué hizo al ver que Helen había escapado?
—Telefoneé al despacho de Paul Drake y le dije
que se pusiera en contacto con usted. Por mi parte
traté de encontrarle, pero no pude.
—Estuve almorzando y luego me detuve en la
peluquería —explicó Mason.
—Bien —replicó Della—. Paul Drake está ya
trabajando. Le expliqué lo sucedido,
recomendándole que enviara a sus hombres a San
Molinas a fin de procurar que Helen no fuera
descubierta.
—¿Qué dijo Drake?
—No pareció muy entusiasmado —dijo Della con
débil sonrisa—. Creo que no había almorzado aún.
Por su acento se hubiese podido creer que le
exigía que compareciese ante el Gran Jurado de
San Molinas. Tuve que insistir mucho… —Della se
interrumpió. En la puerta acababa de sonar la
característica llamada del detective.
—Ahí está.
La joven se levantó para ir a abrir la puerta, pero
antes de llegar volvióse hacia Mason y dijo:
—Tengo los ojos hechos una calamidad. ¿Quiere
abrir mientras yo voy a refrescarme un poco?
Mason asintió, y mientras la secretaria iba hacia
la biblioteca el abogado abrió la puerta,
saludando:
—¡Hola, Paul!
El aspecto de Drake era de los más lúgubres.
—Hola, Perry —replicó, dirigiéndose hacia un
sillón y dejándose caer en él transversalmente en
su postura favorita.
—¿Qué hay de nuevo? —inquirió el abogado.
—Muchas cosas.
—¿Buenas, malas o indiferentes?
—Depende de lo que consideres indiferente.
Para empezar, Perry, tu copia del decreto del
divorcio es una perfecta falsificación. No cabe
duda de que el golpe ha sido genial y que vale los
cien mil dólares.
—¿Estás seguro? —preguntó Mason.
—Completamente. Sin duda, la señora Sabin fue
ayudada por algún abogado de Reno. No
podremos saber quién fue, pues lo de obtener
cantidades por medio de una falsificación es un
delito grave. Consiguieron los impresos, la firma
del empleado y el sello del tribunal. El trabajo
debió de hacerse con la debida anticipación.
—¿Entonces no ha habido ninguna demanda de
divorcio?
—No.
—Muy lista —sonrió Mason—. A no ser por el
crimen nadie hubiera descubierto la verdad. Una
copia certificada de un decreto de divorcio se
acepta en todas partes como genuina. A menos
que surja alguna reclamación, nadie piensa jamás
en repasar los archivos. ¡Qué trabajito! Recibe cien
mil dólares y sigue siendo la esposa legítima. Claro
que está lo de la falsificación y el obtener dinero
por medio de ella; mas a no ser por el crimen,
nadie lo hubiese averiguado nunca a buen seguro.
—Aun así sale muy bien librada —dijo Drake—.
Es la viuda legal y tiene derecho a hacerse cargo de
la fortuna.
—Eso lo resolveremos más tarde. ¿Qué hay de
Helen Monteith?
Drake hizo una mueca. Tardó en responder.
—Me gustaría que te lavases tú mismo tu ropa
sucia —dijo.
—¿Por qué?
—Ya es bastante malo aguantarte la cola
mientras cometes ilegalidades; pero el tener que
llevar todo tu traje no me gusta nada.
Mason sonrió, tendiendo a Drake una caja de
cigarrillos.
—Vamos, cuenta lo que sepas.
—A las ocho y cuarto Della llamó a la agencia.
Quería ponerse en contacto conmigo y contigo.
También deseaba que unos cuantos agentes
marcharan en busca de Helen Monteith a San
Molinas. La agencia me pasó el recado y yo llamé a
Della. Me contó lo de la huida de Helen y tus
deseos de que la policía no diese con ella,
rogándome que fuera a San Molinas y ocultase
inmediatamente a la chica.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué podía hacer? Pues lo que ella quería.
Siempre he apreciado a Della. Llamé por teléfono a
mis agentes de San Molinas y les dije que fueran a
casa de Helen Monteith y la pescasen tan pronto
como se presentara. Les indiqué, incluso, que
podían raptarla. Protestaron y les dije que yo
asumía toda la responsabilidad.
—Bien, ¿dónde está ahora Helen Monteith?
—En la cárcel —contestó sombríamente Paul
Drake.
—¿Cómo ocurrió la cosa?
—Mis hombres no recibieron a tiempo el aviso.
Cuando llegaron a la casa, hacía media hora que
Helen Monteith se había marchado. Sin duda la
policía dejó aviso a la señora Winters para que les
notificara el regreso de Helen tan pronto como
éste se verificara. El sheriff y el fiscal acudieron
inmediatamente y pescaron a Helen. Había estado
matando loros, quemando papeles y buscando
algún sitio donde esconder una caja del calibre
cuarenta y uno. Ya puedes imaginarte adonde la
ha llevado eso…
—¿Qué hay de la muerte del loro? —preguntó
con interés Mason.
—Fue a su domicilio y mató al loro —dijo Drake
—. Le cortó la cabeza con un cuchillo de cocina.
¡Un trabajo limpísimo!
—¿En cuanto llegó a casa?
—Eso creo. El sheriff tardó un rato en
descubrirlo. La encontraron con la caja de
cartuchos y los papeles quemados. El sheriff trató
de salvar algunos papeles, mas lo único que sacó
en limpio es que se trataba de papeles quemados.
La enviaron a la cárcel y telefonearon pidiendo un
técnico en papeles quemados a fin de ver si podía
sacarse algo de ellos.
—¿Qué dijo Helen acerca de los cartuchos?
¿Admitió haberlos comprado?
—No lo sé. La metieron tan pronto en la cárcel,
que nadie ha podido averiguar más de lo que te he
dicho.
—¿Cuándo descubrieron lo del loro?
—No hace mucho. Los hombres del sargento
Holcomb lo encontraron al registrar la casa.
—¿No pudieron matar el loro después de la
detención de Helen Monteith?
—No. Dejaron el edificio vigilado a fin de que
nadie pudiese borrar ninguna huella. Creo que tu
amiga Helen Watkins Sabin anda detrás de todo
esto. Me han dicho que registran el piso con una
lupa a fin de encontrar más pruebas. Uno de mis
hombres me avisó lo del loro hace un cuarto de
hora. ¿Qué te parece eso de que la bibliotecaria
haya matado al loro?
—El asesinato de un loro se parece al de un ser
humano —replicó Mason, con los ojos chispeantes
—. En ambos casos hay que buscar un motivo. Una
vez encontrado el motivo debe existir la
oportunidad y…
—Déjate de tonterías, Mason. Sabes
perfectamente por qué mató al loro.
—¿Qué te hace creer que lo sé? —preguntó
Mason.
—No me tomes por tonto. A ella le interesaba
quitar de en medio al bicho, y tú deseabas
conservarlo como prueba de algo. Sabías que
mataría al loro si se le presentaba la oportunidad
de hacerlo. Por eso hiciste que nosotros
pudiésemos cambiar el pájaro. Debe de haber sido
por lo que dice de: «¡Suelta esa pistola, Helen!» y
«¡Dios mío, me has matado!»; pero sigo sin
comprender por qué no mató antes al bicho en vez
de esperar a hacerlo bajando por una escalera de
incendios. Ayer creí que intentabas ayudar a Helen
manteniéndola lejos de la policía. Y ahora
sospecho que tus intenciones eran mantenerla
alejada del loro.
—Bien, ahora el loro ha muerto… —empezó
Mason.
—¡Pero el loro está vivo! —interrumpió Drake—.
Lo tienes en tu poder. Supongo que lo utilizarás
como testigo… Quizás el asesino… Pero no veo la
forma. Oye, Perry, ¿puede actuar de testigo un
loro?
—No lo sé —replicó Mason—. El detalle es muy
interesante. Creo que no se le puede tomar
juramento. Es decir: podría cometer perjurio.
Drake quedóse un tanto sorprendido y dirigió
una mirada de reojo a su amigo.
—Continúa con tus bromas —dijo—. Si no
quieres decirme la verdad, es inútil que insista.
—¿Qué más sabes? —preguntó Mason,
cambiando bruscamente de tema.
—Algunas cosas. He tenido a un sinfín de
hombres trabajando toda la noche. He procurado
averiguar lo más posible acerca de la interferencia
telefónica de la cabaña. Se me ocurrió que
podríamos averiguar algo acerca de las
conferencias interferidas consiguiendo una copia
de la factura del teléfono. La línea tiene una
central subsidiaria: pero no es probable que Sabin
se hubiera entretenido en charlar por teléfono con
sus vecinos. Sus relaciones estaban en la ciudad y,
por lo tanto, había que estudiar las conferencias.
—Buena idea, Paul. Mereces una felicitación.
—¡Al diablo tus felicitaciones! —gruñó Drake—.
Merezco dinero. Cuando recibas la factura vas a
llevarte un susto de muerte. Tengo hombres que
trabajan nueve horas diarias repartidos por todo el
país.
—Muy bien. ¿Cómo te hiciste con las facturas?
—Uno de mis hombres se presentó en la central.
Dijo que era detective y que, debido al crimen, era
necesario desconectar la línea. Declaró que le
habían ordenado que pagase la factura pendiente.
La empleada cayó en la trampa y entregó la
factura. Mi agente pidió que se aclarase
minuciosamente lo relacionado con las
conferencias a larga distancia.
—¿Qué encontraste?
—Algunas llamadas a su casa de la ciudad. Sin
duda son las llamadas que hizo a su secretario.
Otras fueron dirigidas particularmente a Richard
Waid. Pero lo más curioso son las conferencias
particulares a Reno.
—¿A Reno?
—Sí. Por lo visto hablaba diariamente con su
mujer.
—¿Acerca de qué? —preguntó Mason.
—Eso ya es más difícil. Sin duda quería enterarse
de la marcha del divorcio.
Della Street, con el rostro empolvado y los ojos
casi libres de huellas de llanto, entró en el
despacho. Pareció asombrarse de ver allí a Drake.
—Hola, Paul —dijo.
—¡Basta de «holas»! —gruñó el detective—. ¿Le
parece bien el trabajo que me ha encomendado?
Della acercóse al detective y, apoyando una
mano en su brazo, rogó:
—No sea ogro, Paul. Al fin y al cabo sólo he
hecho lo que el jefe deseaba.
Drake se volvió hacia Mason.
—Tú eres malo —dijo—, pero esta chica es mil
veces peor que tú.
Mason sonrió.
—No hable con él, Della —dijo—. Esta mañana
está padeciendo una terrible indigestión.
—¿Ha encontrado a Helen Monteith?
—Se le anticipó la policía.
—¡Oh!
—No se preocupe, Della. Llame a casa de Sabin.
Que se ponga Richard Waid al aparato o Charles
Sabin… Cualquiera de ellos. Diga que deseo verlos
a los dos, lo antes posible, en mi despacho.
Luego, mirando a Drake, el abogado preguntó:
—¿Averiguaron tus hombres dónde fueron
adquiridos esos cartuchos del cuarenta y uno?
—No; pero la policía debe de saber ya quién los
compró.
Mason hizo un ademán de indiferencia.
—Concéntrate en lo de Reno —dijo—. Averigua
cuanto puedas acerca de lo que hizo la señora
Sabin, y dame una copia de la factura de
Teléfonos.
—Bien —Drake se puso en pie—. Y recuerda que
la próxima vez que te desentiendas de un asunto
porque se pone difícil, yo también me
desentenderé de él. Ser un hombre de paja no me
molesta; pero que me trasladen a la primera línea
de trincheras cuando las ametralladoras empiezan
a hablar es una cosa muy distinta.
Capítulo 9

Poco después de las once, Charles W. Sabin y


Richard Waid llegaron al despacho de Mason. Este
no se entretuvo en circunloquios.
—Tengo algunas noticias que les interesarán —
dijo—. Como ya les anuncié ayer noche, he
localizado a «Casanova». Estaba en poder de
Helen Monteith, la joven con quien Fremont C.
Sabin se casó adoptando el supuesto nombre de
George Wallman. El loro fue muerto ayer noche o
esta mañana. La policía cree que lo mató Helen
Monteith.
«¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!»
Mason miró a los dos hombres y después
inquirió:
—Puede significar que el loro estaba presente en
el momento en que mataron a mi padre —dijo
Sabin—. Y Helen fue… Pero, ¿fue Helen?
—Sin embargo, en la cabaña fue encontrado otro
loro —indicó Mason.
—Quizás el asesino cambió los pájaros —sugirió
Waid.
—Antes de que discutamos de eso, tengo que
resolver con usted, señor Mason, algo de
importancia vital —dijo Sabin.
—Hable. Dejaremos para luego el pájaro.
—He encontrado un testamento —anunció
Charles.
—¿Dónde?
—¿Recuerda que se dijo que C. William Desmond
había actuado como abogado de mi padre en
ciertos asuntos referentes al divorcio? La noticia
era nueva para mí. Hasta que Waid no me habló
de ello no supe nada.
»Lo cierto es que mi padre no quiso que Cutter,
Grayson y Bright le representasen en el proceso de
separación.
—¿Hizo redactar a Desmond un testamento a la
vez que le encargaba el arreglo de la cuestión
económica del divorcio? —preguntó Mason.
—Sí.
—¿Cuáles son las cláusulas del testamento? —
preguntó Mason.
Charles Sabin sacó un cuaderno con tapas de
cuero y dijo:
—He copiado las cláusulas referentes a la
disposición de la fortuna. Dicen así:
»Y habiendo llegado a un acuerdo con mi esposa
Helen Watkins Sabin, mediante el cual se conviene
que ella recibirá la suma de cien mil dólares en
concepto del total arreglo económico, y que dicha
suma la cobrará cuando se hayan completado los
trámites del divorcio y después de la entrega de
una copia certificada del fallo del tribunal,
dispongo que, en el caso de que yo muriese antes
de que dicha suma de cien mil dólares fuera
pagada a mi esposa, Helen Watkins Sabin, mi
citada esposa recibirá, de la parte de mis bienes, la
suma de cien mil dólares en efectivo. Si ésa fuese
pagada a Helen Watkins Sabin antes de mi muerte,
dispongo que no reciba nada más, ya que dicha
cantidad de cien mil dólares basta para asegurar su
vida y la compensa de toda reclamación que
pudiera hacer sobre sus derechos a mis bienes.
»Del resto de mis bienes, derechos y acciones
que me correspondan a mi fallecimiento, instituyo
herederos por partes iguales a mi querido hijo
Charles W. Sabin, que durante muchos años ha
mostrado una piadosa tolerancia hacia las
excentricidades de un hombre que ha dejado de
considerar el dólar como la meta principal de su
existencia, y a mi querido hermano, Arthur George
Sabin, que no sentirá ninguna alegría por ser
nombrado mi heredero.
Sabin levantó la vista del cuaderno,
preguntando:
—¿Podría el hecho de que mi padre hubiera
muerto antes de haberse concedido el divorcio
tener algún efecto sobre su testamento?
—No —respondió Mason—. De acuerdo con la
redacción del testamento, Helen Watkins Sabin
queda excluida totalmente de él. Dígame algo del
hermano de su padre.
—No sé mucho de tío Arthur —replicó Charles
Sabin—. No le he visto nunca; pero tengo
entendido que es un excéntrico. Sé que después
de haberse hecho rico, papá ofreció a su hermano
una participación en sus negocios y que tío Arthur
la rechazó, indignado. Entonces papá le visitó y la
filosofía de la vida de tío Arthur le impresionó
profundamente. Creo que parte del desapego que
papá demostró hacia los negocios debióse a la
influencia de tío Arthur. Y a eso creo que él se
refiere en las cláusulas que he leído. Desde luego,
estoy dispuesto a tomar algunas medidas en
beneficio de la viuda de mi padre.
—¿Se refiere a Helen Watkins? —preguntó
asombrado Mason.
—No. Me refiero a Helen Monteith o Helen
Wallman, o como se llame. La considero la viuda
legal de mi padre y mucho más digna de
recompensa que la cazadora de fortunas que le
hipnotizó. Por cierto, señor Mason, que Wallman
es un apellido de familia. Mi verdadero nombre es
Charles Wallman Sabin. Probablemente por eso lo
utilizó papá.
—Bien —asintió el abogado—. Debo comunicarle
que Helen Monteith, como la seguiremos
llamando, está detenida en San Molinas. Las
autoridades piensan acusarla del asesinato de su
padre.
—Esa era una de las cosas que deseaba hablar —
replicó Sabin—. Quiero que me diga francamente
si la cree usted capaz de haber matado a mi padre.
¿Qué opina?
—Estoy completamente seguro de que es
inocente, pero existen pruebas circunstanciales
que le van a ser difíciles de aclarar. Puede incluso,
que nunca pueda hacerlo, a menos que
descubramos al verdadero asesino.
—¿Puede decirme alguna de esas pruebas? —
preguntó Sabin.
—En primer lugar tiene motivos. Debido a un
engaño, se casó con un bígamo. Por menos han
sido asesinados muchos hombres. Tuvo también la
oportunidad y, por último, el arma.
»Eso es lo malo de las pruebas circunstanciales.
El acusador tiene la facilidad de organizar una
investigación detallada. Descubre muchas cosas y
elige sólo aquellas que, según él, son más
significativas. Una vez se ha convencido de que la
acusada es culpable, sólo considera importantes
las pruebas circunstanciales. Los hechos en sí
carecen de significado. Sólo cuenta la
interpretación que se les da.
—En casa hemos descubierto algunos detalles
muy significativos —dijo Waid mirando a Charles
Sabin—. ¿Piensa usted hablar al señor Mason
acerca de la señora Sabin y de Steve?
—Gracias, Richard, por habérmelo recordado —
replicó Sabin—. Ayer noche, cuando usted se
marchó, señor Mason, Steve Watkins y su madre
se encerraron en la habitación de ella para decidir
algo. A eso de medianoche salieron y todavía no
han vuelto. El fiscal de San Molinas ha dispuesto la
encuesta para las ocho de esta tarde. La ausencia
de la señora Sabin resulta embarazosa para la
familia. Considero de muy mal gusto su
comportamiento.
Mason, tras unos instantes de ensimismamiento,
clavó su mirada en Waid.
—¿Dijo al sheriff Barnes o al sargento Holcomb
algo acerca del asunto que ventilaba usted en
Nueva York para el señor Sabin?
—No. Sólo les comuniqué lo imprescindible.
Hasta ayer noche no dije nada a nadie. La señora
Sabin me había pedido que guardase silencio.
—¿Habló al sheriff acerca de haber recibido una
llamada telefónica del señor Sabin a las diez de la
noche?
—Sí. Consideré que podía hacerlo sin traicionar
la confianza que se había puesto en mí
precisamente.
—¿Parecía contento el señor Sabin cuando habló
con él?
—Mucho. Creo que jamás le oí hablar tan
alegremente. Después de saber lo ocurrido, lo
comprendo mejor. Acababa de enterarse de que al
día siguiente la señora Sabin iba a obtener el
divorcio, lo cual le permitía casarse con la señorita
Monteith. Es indudable que la señora Sabin le
había comunicado la marcha que siguió el proceso
del divorcio.
—¿Sabía usted que el señor Sabin pasaba algún
tiempo en San Molinas? —preguntó Mason.
—Sí —admitió Waid—. Me telefoneó varias
veces desde allí.
—Yo también lo sabía —intervino Sabin—.
Aunque ignoraba las causas de su estancia. Papá
era un poco raro en sus cosas. A veces se instalaba
en un lugar, cambiaba de nombre y se mezclaba
con los extraños.
—¿Sabe por qué lo hacía? —inquirió Mason—.
¿Qué fines perseguía con ello?
—Lo ignoro. Para comprender el carácter de mi
padre deben tenerse en cuenta muchas cosas.
Había reunido una gran fortuna y ya no podía
ganar nada aumentando más su capital. Eso le
predispuso a un cambio de carácter y a mirar la
vida desde otro punto de vista. Tío Arthur fue el
encargado de hacerle cambiar del todo. Mi tío
vivía en Kansas cuando, hace dos o tres años, mi
padre fue a verle. Sé que sus filosofías causaron
profunda impresión en papá. Cuando volvió a casa
dijo que éramos demasiado ambiciosos; que
considerábamos el dólar como la meta de nuestra
vida, y que esa meta era completamente falsa; que
el ser humano debiera esforzarse, sobre todo, en
desarrollar su carácter.
—Muy interesante —admitió Mason—. Y, a
propósito, ¿cuántos vivían en la casa?
—Sólo el señor Waid y yo.
—¿Y los criados?
—Un ama de llaves. Nada más. Cuando la señora
Sabin marchó de viaje, despedimos a toda la
servidumbre. De momento no comprendí las
intenciones de mi padre al hacer tal cosa; pero
ahora me doy cuenta de que lo hizo sabiendo que
Helen Watkins Sabin no volvería. Su intención era
cerrar la casa.
—¿Y el loro? —preguntó Mason—. ¿Se llevaba
su padre el loro en sus viajes?
—Casi siempre lo tenía con él. No obstante, a
veces lo dejaba. Casi siempre con la señora Sabin.
Por cierto que ella quería mucho al pájaro.
Mason volvióse hacia Waid.
—¿Tenía Steve algún motivo para asesinar al
señor Sabin? ¿Le odiaba?
—Steve no pudo asesinar al señor Sabin —
declaró firmemente Waid—. Sé que el señor Sabin
estaba vivo a las diez de la noche del lunes, cinco
de septiembre. Steve y yo marchamos a Nueva
York inmediatamente después de recibir la
llamada. No llegamos a Nueva York hasta el martes
por la tarde. Tenemos, pues, una diferencia de
cuatro horas, unidas a la diferencia en el horario
solar.
En aquel momento, el abogado anunció:
—La copia del fallo del divorcio que recibió usted
en Nueva York de mano de la señora Sabin es
falsa.
—¿Qué? —preguntó sobresaltado Waid—.
Óigame, señor Mason. Ese certificado fue admitido
por los abogados del señor Sabin en Nueva York.
—En su forma completamente legal —admitió
Mason—. Se tuvo en cuenta hasta el menor
detalle. Una perfecta falsificación; pero, de todas
formas, el documento fue falsificado.
—¿Cómo lo ha descubierto? —preguntó Charles.
—Ordené que se examinaran los archivos del
tribunal. Entregué una de las copias fotográficas
del documento a un detective que marchó a Reno
en aeroplano. Fue una precaución rutinaria. Con
gran sorpresa averigüé que no se sabía nada del
divorcio del señor Sabin.
—¡Dios mío! —exclamó Charles Sabin—. ¿Qué
beneficios esperaba obtener esa mujer con
semejante falsificación? Tenía que saber que
acabaría descubriéndose.
—De no producirse el crimen, a nadie se le
hubiese ocurrido consultar los archivos del
tribunal. La copia se habría aceptado como buena
y la falsificación hubiese sido excelente.
—¿Con qué objeto pretendía apoyarse en una
falsificación? —preguntó Sabin.
—No lo sé. Puede haber unas cuantas
explicaciones. Una de ellas es la de que su
matrimonio con el padre de usted puede no ser
todo lo legal que nos hemos figurado.
—¿Y eso podía impedirle presentar la demanda
de divorcio? —preguntó Waid.
—Sí. Porque, contra lo que opinaba y deseaba el
señor Sabin, se hubiera hecho publicidad en torno
al asunto. Los periódicos tienen en Reno gente
especializada en investigar los procesos de
divorcio. Su principal interés es descubrir si alguna
estrella cinematográfica está en Reno bajo su
verdadero nombre, y sin descubrir su identidad
cinematográfica, para obtener, así, su separación.
Si Helen Watkins Sabin tenía otro esposo todavía
vivo y del que jamás se hubiera divorciado… es
natural que no quisiera ninguna publicidad.
Estaban en juego cien mil dólares, que son una
cifra muy bonita.
—Entonces, si el segundo matrimonio de mi
padre fue ilegal, ¿qué hay del que se celebró en
México con Helen Monteith?
—Acaba usted de tocar el verdadero problema
—sonrió Mason.
—¿Cuál es la respuesta? —preguntó un tanto
intrigado Sabin.
—Depende mucho de lo que nos diga Helen
Watkins Sabin en el banquillo de los testigos. Le
aconsejo que asista esta noche a la encuesta que
se celebrará en San Molinas. Creo que el sheriff
está dispuesto a que se lleve una completa
investigación. Pueden descubrirse algunos detalles
interesantes.
El teléfono privado de Mason, cuyo nombre no
figuraba en la guía telefónica, sonó agudamente.
Mason levantó el receptor, y hasta él llegó la voz
de Paul Drake, que preguntaba:
—¿Estás ocupado, Perry?
—Sí.
—¿Hay ahí alguien relacionado con el caso?
—Sí.
—Será mejor que encuentres la manera de
reunirte conmigo fuera de tu oficina.
—No es necesario. Los clientes que están
conmigo terminan ya su consulta. Te podré ver
dentro de unos minutos.
Mason colgó el receptor y, tendiendo la mano a
Sabin, declaró:
—Me alegro mucho de saber lo del testamento.
—¿Nos avisará si descubre algo nuevo? —Sabin
vaciló, añadiendo después —: Sobre todo
referente a Helen Watkins Sabin.
—Sin duda está escondida en espera de ver lo
que se decide de una vez acerca del falso
certificado de divorcio.
—No lo creo —replicó Sabin—. Nunca se pondrá
a la defensiva. Estará preparándonos algo malo.
Mason les acompañó hacia la puerta.
—Ya observo que es una mujer enérgica —dijo.
Mason permaneció en la puerta, viendo salir a
sus clientes. Cuando desaparecieron éstos, llegó el
detective Drake.
—¿No hay peligro? —preguntó.
—No. Acabo de celebrar una conferencia con
Charles Sabin y Richard Waid, el secretario. ¿Qué
sabes, Paul?
—La última conferencia que se celebró desde la
cabaña tuvo lugar en la tarde del lunes, día cinco, a
eso de las cuatro. Creo que el secretario ha dicho
que cuando Sabin le llamó a las diez de la noche,
dijo que el teléfono perteneciente a la cabaña
estaba estropeado. ¿No es cierto?
Mason asintió.
—Entonces, si el teléfono no funcionaba, Sabin
no pudo telefonear ni recibir llamadas. ¿Entiendes
lo que quiero decir?
—No. Continúa y explícate mejor.
—Bien. Algo ocurrió que hizo que Sabin enviase a
Waid a Nueva York. Ignoramos qué era ese algo.
Tampoco sabemos desde qué teléfono público
llamó Sabin. Sin duda lo hizo desde el más cercano
a su cabaña. Lo sabremos cuando repasemos todas
las llamadas; pero supongamos que estaba a
veinte minutos o media hora de la cabaña.
—¿Y qué?
—Sencillamente. Si el teléfono no funcionaba y
Sabin ordenó a Waid que fuese a Nueva York, es
indudable que entre las cuatro de la tarde y las
nueve de la noche, Sabin se enteró de que su
mujer estaría en Nueva York en la noche del
miércoles, día siete, con la copia del certificado de
divorcio.
»Pues bien, ¿cómo se enteró de eso? Si el
teléfono estaba estropeado no pudo saberlo por
medio de él. Tampoco lo sabía a las cuatro. En
resumen, Perry, la información que le movió a
telefonear a Waid tuvo que serle suministrada
personalmente por alguien que fue a la cabaña.
—O que envió a Sabin un mensaje —dijo Mason
—. Es una buena idea, Paul. Creo que no sabemos
si el teléfono dejó de funcionar inmediatamente
después de las cuatro.
—No, no lo sabemos; pero tampoco es lógico
que el teléfono funcionara hasta que Sabin recibió
el aviso de que el divorcio marcha bien, y se
estropease en seguida, impidiendo al hombre
utilizarlo para avisar a Waid.
—Olvidas que la línea estaba interferida —
recordó Mason—. Los que estaban escuchando las
conferencias pudieron inutilizar la línea en cuanto
quisieron.
—¿Con qué objeto?
—¡Quién sabe! —dijo Mason.
—De todas formas creo que te interesará saber a
quién fue dirigida la llamada de las cuatro.
—Mucho. ¿A quién?
—A Randolph Bolding, el perito calígrafo.
—¿Para qué diablos quería hablar Sabin con
Randolph Bolding?
—¿No crees que pudo haber examinado el
certificado de divorcio y sospechar que era falso?
—No. Su documento lleva fecha seis. Si lo
hubiera visto el día cinco habría comprendido en
seguida que se trataba de una falsificación.
—Es verdad —admitió Drake.
—¿Has hablado con Bolding? —inquirió Mason.
—Lo ha hecho uno de mis hombres —sonrió el
detective—. Bolding lo despidió con cajas
destempladas, diciendo que sus relaciones con
Sabin eran un secreto profesional. Por lo tanto, he
creído que lo mejor sería que fueses tú a verlo y le
convencieses para que se porte bien con nosotros.
Mason alcanzó su sombrero, anunciando:
—¡Ahora mismo!
Capítulo 10

La expresión de Randolph Bolding hubiera sido


calificada por Mason como una «gravedad
profesional sintética». Todos sus ademanes y
gestos estaban calculados para causar un
determinado efecto en quienes le escuchaban. Es
decir: para convencerles de que era uno de los
genios de una ciencia exacta.
—¿Cómo está usted, señor Mason? —preguntó,
saludando profundamente.
Mason entró en el despacho y sentóse en un
sillón, Bolding cerró la puerta y fue a acomodarse
al otro lado de la suntuosa mesa de despacho,
arreglándose el traje y colocando bien los papeles
de encima de la carpeta. Luego sustituyó un
secante, dando con todo ello tiempo a Mason para
que contemplara las copias fotográficas de firmas
dudosas que adornaban las paredes.
—¿Hacía usted algún trabajo para Fremont C.
Sabin? —preguntó Perry.
Bolding levantó la vista, como asombrado de lo
súbito de la pregunta. Sus ojos eran expresivos.
—Prefiero no contestar a su pregunta —dijo.
—¿Por qué?
—Mis relaciones con mis clientes son, como en el
caso de usted, un secreto profesional.
—Represento a Charles Sabin —declaró Mason.
—Eso no significa nada para mí.
—Como heredero de Fremont C. Sabin, él tiene
derecho de conocer los informes que usted posea.
—No lo creo.
—¿A quién los comunicará usted?
—A nadie.
Mason cruzó las piernas, arrellanóse en el sillón y
al fin dijo:
—Charles Sabin opina que sus honorarios son
demasiado elevados. Me ha encargado que se lo
comunique a usted.
—No he presentado ninguna factura —dijo.
—Lo sé; pero el señor Sabin opina que es muy
elevada.
—¿Qué quiere decir?
—Sabin ha sido nombrado ejecutor
testamentario de su padre.
—Pero, ¿cómo puede decir que los honorarios
son demasiado elevados si aún no sabe a cuánto
ascienden? Mason se encogió de hombros.
—Eso tendrá que discutirlo con Charles Sabin. Ya
sabe usted cómo se llevan a cabo esos asuntos,
Bolding. Si una testamentaría aprueba una factura
presentada al cobro, esa factura se paga. Si no la
acepta, hay que presentar demanda judicial y
probar los derechos del acreedor. Por si no lo
sabe, le diré que el camino es muy largo.
Bolding clavó la vista en el secante.
Mason desperezóse, bostezó ruidosamente y
dijo:
—Bien, me marcho. Tengo muchas cosas que
hacer ahora.
—Un momento —llamó Bolding, cuando el
abogado se disponía a dirigirse hacia la puerta—.
Ese comportamiento no es justo.
—Quizá no —asintió, indiferente, Mason—. Sin
embargo, Sabin es mi cliente y esas son sus
palabras. Ya sabe usted cómo son los clientes.
Tenemos que seguir sus instrucciones y caprichos.
—Eso es jugar sucio —declaró el perito.
—De ninguna manera.
—¿Por qué no?
—Porque usted no presenta una factura a
Fremont C. Sabin, por el trabajo que realizó para
él: usted presenta una factura a los herederos.
—Yo no tengo ninguna culpa de que un cliente
mío se muera antes de haber llevado a cabo sus
correspondientes planes.
—De acuerdo. Pero la pérdida será suya, no
nuestra. Usted ha perdido un cliente.
—De acuerdo con la Ley, merezco una
compensación por mis servicios. Mil dólares no es
mucho cargar por el trabajo que he realizado.
—Como usted quiera. Presente la factura. Yo
sólo he querido advertirle amistosamente de que
Sabin la encuentra exagerada. Seguramente
buscará un par de técnicos que estarán deseando
afirmar, bajo juramento, que sus honorarios son
exagerados.
—¿Es un chantaje?
—No: es una advertencia.
—¿Qué desea?
—¿Yo? —preguntó asombrado Mason—. Yo no
deseo nada.
—¿Qué desea Sabin?
—Lo ignoro. Ya hablará con él cuando presente
su factura. Entonces puede preguntárselo.
—No le preguntaré nada.
—Perfectamente. Sabin opina que trata usted de
robarle. Dice que realizó un trabajo por cuenta del
señor Sabin, no de sus herederos.
—Lo hago por sus herederos.
—No lo veo así.
—Para comprenderlo, tendría que saber de qué
se trata —dijo Bolding.
—Es verdad. Si conociera todos los detalles, sin
duda opinaría de distinta forma el señor Sabin.
Como no los conoce ni es probable que llegue a
conocerlos… tiene forzosamente que encontrar
exagerada su factura.
—Me coloca usted en una situación muy difícil,
Mason.
El abogado fingióse sorprendido.
—¿Yo? ¡Pero si yo creí que era usted quien se
colocaba en una situación difícil!
Bolding retiró su sillón giratorio, dirigióse a un
archivo de acero y, furioso, abrió uno de los
cajones de la parte superior.
—¡Está bien! —gruñó—. ¡Ya que se pone en esa
tesitura…! Sacó una carpeta y regresando a la
mesa, extendió sobre ella una serie de
documentos.
—Richard Waid era el secretario de Fremont C.
Sabin. Tenía autorización para firmar cheques de
hasta cinco mil dólares. Los de más de cinco mil
debían ir firmados por Sabin. En este archivo tengo
cheques falsificados por más de dieciséis mil
quinientos dólares. Están firmados al parecer, por
Sabin. La falsificación es tan perfecta, que el Banco
no tuvo inconveniente en pagarlos.
—¿Cómo se descubrió?
—Lo descubrió Sabin al repasar su cuenta
bancaria.
—¿Cómo no los descubrió Waid?
—Porque Sabin tenía la costumbre de extender
cheques bastante a menudo sin comunicarlo a su
secretario.
—¿Se enteró Waid de la falsificación?
—No. El señor Sabin deseaba mantenerlo
secreto, pues sospechaba que se hallaba
complicado en el asunto, alguno de sus familiares.
—¿Cómo?
—Será mejor que le lea la carta que me escribió
el señor Sabin. En ella se explican las cosas
claramente.
Bolding abrió una carta escrita a máquina y leyó
la segunda página:
Creo que le será difícil notar en la firma de los
cheques ninguna de las características caligráficas
del falsificador. Sin embargo, sospecho que los
endosos son también falsos y que ellos le
permitirán averiguar algo más. Por otra parte, le
adjunto una carta escrita por Steve Watkins. Como
ese joven es hijo de mi esposa, comprenderá usted
que el asunto debe ser considerado estrictamente
confidencial. En modo alguno debe darse la menor
publicidad periodística al caso.
El Banco ha prometido guardar el secreto. Por lo
tanto, si llegara a saberse algo, la indiscreción sólo
podría proceder de usted.
Tan pronto como haya llegado a una solución,
sírvase avisarme por teléfono. El lunes, día cinco,
estaré en mi cabaña, donde permaneceré varios
días.
—¿A qué conclusión llegó usted? —preguntó
Mason.
—Los cheques son falsificaciones muy hábiles.
Las firmas se hicieron a vuela pluma, por un
atrevido falsificador. Son imposibles de identificar.
No hay en ellas nada de la lenta escritura del
falsificador torpe. Tales firmas pueden parecer
perfectas a simple vista, pero examinadas por
medio del microscopio difieren mucho de la forma
trazada rápidamente.
—Comprendo —asintió Mason.
—Las firmas falsificadas pueden deberse a Steve
Watkins. No lo sé. Sin embargo, creo que los
endosos no pueden haber sido firmados por él.
Tienen todas las características de las firmas
verdaderas, aunque sean falsas.
—¿Cómo fueron cobrados esos cheques?
—Por medio de diversos Bancos. Y siempre de la
misma forma: una persona abrió una cuenta
corriente, la dejó allí durante un par de semanas y
luego retiró de una vez el dinero. En todos los
casos las referencias, direcciones y nombres
fueron falsos.
—¿Y no cree que pudiera hacerlo Watkins?
—Con franqueza… no. Por lo menos el endoso.
En cuanto a la falsificación de la firma, ya he dicho
que no puedo asegurarlo.
—¿Le dijo todo eso al señor Sabin?
—Sí.
—¿Cuándo?
—El viernes, dos de septiembre. Estaba en la
ciudad y me visitó.
—¿Qué más?
—Me dijo que reflexionaría sobre el asunto y que
ya me daría alguna respuesta.
—¿Lo hizo?
—Sí.
—¿Cuándo?
—A eso de las cuatro de la tarde del lunes, cinco
de septiembre. Era fiesta, pero casualmente yo me
encontraba en mi despacho. Sabin me puso una
conferencia.
—¿Le notificó dónde se encontraba?
—Sí; en la cabaña.
—¿Qué le dijo?
—Explicó que había estado reflexionando sobre
el asunto de las falsificaciones y que me enviaba
otras muestras de escrituras por Correo aquella
tarde.
—¿Recibió usted la carta?
—No.
—¿Cree que no la echó al Correo?
—Creo que es una suposición muy lógica.
—¿Sabe por qué no lo hizo?
—No. Tal vez cambiase de idea o lo dejase para
más tarde, o tomase alguna medida… o llegase a
algún arreglo… En fin, suponga lo que mejor le
parezca.
—¿Por qué sospecha que se pudo llegar a un
buen arreglo?
—Por ciertos detalles que no puedo revelar.
—Bien —asintió Mason—. Creo que sus servicios
han sido muy beneficiosos a los herederos.
Aconsejaré a la testamentaria que abone su
factura.
—Muchas gracias —contestó Bolding sin
entusiasmo.
—Si necesita dinero, puedo anticipárselo.
—Se lo agradecería.
—¿Era de mil dólares su factura?
—De mil quinientos —contestó Bolding.
—Deberé hacerme cargo de los cheques
falsificados para presentárselos al administrador
de los bienes.
—Claro.
Mason sacó su libro de cheques, extendió uno
por mil quinientos dólares, anotando en el dorso
un extracto de la factura de Bolding, y se lo tendió
a éste, que lo guardó. Después el perito metió en
un sobre los cheques falsificados y las cartas y se
los entregó al abogado. Se levantó y fue a abrir la
puerta del despacho.
Mason oyó el rápido taconeo de unos zapatos de
mujer. Echóse hacia atrás a fin de quedar oculto
tras la puerta y oyó a Helen Watkins que decía
dirigiéndose al perito:
—Apuesto a que no creyó usted que volviese con
el dinero, ¿verdad, señor Bolding? Bien, aquí lo
tiene. Mil dólares en diez billetes de a cien.
Extiéndame un recibo y déme los documentos…
—Perdone, señora: tenga la bondad de pasar por
la oficina —rogó Bolding—. Tengo un cliente.
—Su cliente puede salir cuando guste —replicó
la mujer—. No tiene que preocuparse de mí. Se
disponía usted a despedirlo. Puede hacerlo en mi
presencia.
Penetró en el despacho, y, al volverse,
encontróse frente a frente con Mason.
—¡Usted! —exclamó.
Mason hizo una inclinación de cabeza.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Helen Watkins.
—Reunir pruebas —explicó el abogado.
—¿Pruebas de qué?
—Pruebas acerca de cuál pudo ser el motivo del
asesinato de Fremont C. Sabin.
—¡Bah! ¡El señor Bolding no tiene tales pruebas!
—Eso quiere decir que sabe lo que tiene.
—No he venido a que se me interrogue —replicó
Helen Watkins—. Tengo que resolver algunos
asuntos particulares con el señor Bolding y no me
interesa que se halle usted delante.
—Como guste. —Y Mason le dirigió otro
profundo saludo, saliendo del despacho.
Apenas había llegado al ascensor, oyó un
violento portazo. Al volverse vio llegar a la carrera
a la señora Sabin. Su aspecto era terrible.
—¡Le ha sacado usted los documentos a Bolding!
—acusó.
—Sí.
—Le sobornó con quinientos dólares más y se ha
apoderado de esos papeles. ¡No tiene derecho a
ellos! ¡Soy la viuda de Fremont! Me pertenece
todo cuanto se relaciona con los bienes de mi
difunto esposo ¡Déme en seguida lo que ha
obtenido engañando a ese hombre!
—Existen ciertas dudas acerca de quién es el
heredero de Fremont C. Sabin —repuso Mason—.
Y también existen dudas de que usted sea la viuda
de Fremont.
—Si se cruza en mi camino, se arrepentirá.
Quiero esos documentos y los conseguiré. Se
ahorrará molestias entregándolos ahora.
—No deseo ahorrarme ninguna molestia.
Con los ojos relucientes de odio, la señora Sabin
declaró:
—Sé que pretende acusar de algo a Steve. No lo
logrará. Se lo advierto.
—¿De qué puedo acusarle?
—Ya lo sabe: de esas falsificaciones.
—Nada de eso, señora. Sólo pretendo reunir
pruebas. Me hago cargo de ellas.
—No tiene autoridad para ello. Yo soy la más
indicada.
—¡Oh, no! Podría usted perder los cheques
falsificados. Y si no pudiera encontrarlos de nuevo,
nos causaría un grave contratiempo, ya que sin la
menor duda, el autor de las falsificaciones lo es
también del crimen.
—¡Bah! La autora del crimen es Helen Monteith.
Aunque estoy convencida de que es usted capaz
de acusar a Steve a fin de salvarla.
—Desde luego —declaró Mason.
—¿Me entrega esos cheques?
—No.
—Lamentará no haberlo hecho.
—A propósito —observó amablemente el
abogado—; esta noche se celebra una encuesta en
San Molinas. Creo que el sheriff tiene una citación
para usted.
—Recuerde que toda propiedad de un difunto
pasa a serlo… —empezó Helen Watkins Sabin.
—¿Considera usted que un cheque falsificado
sea una propiedad? —preguntó Mason.
—De todas formas los quiero.
—Comprendo que los quiera —observó
afablemente Perry.
—¡Oh! —gritó la mujer—. ¡Es usted un… un…!
Lanzóse contra el abogado, tratando de
arrebatarle el sobre. Mason la rechazó fácilmente.
—Eso no la va a llevar a ninguna parte, señora
Sabin —dijo.
Una luz roja se encendió al detenerse el
ascensor. Abrióse la puerta y Mason entró en la
cabina.
—¿Baja usted, señora? —preguntó el encargado
del ascensor.
—¡No! —gruñó la mujer, volviendo la espalda y
dirigiéndose de nuevo al despacho de Randolph
Bolding.
Mason llegó a la planta baja y, en su auto,
dirigióse a una estafeta de Correos. Selló
cuidadosamente el sobre que contenía los cheques
falsificados y lo dirigió al sheriff Barnes, de San
Molinas. Después lo franqueó y lo echó al buzón.
Aquella gestión sería sin duda productiva.
Capítulo 11

Perry Mason, Della Street y Paul Drake iban en el


asiento delantero del coche del abogado. El loro
iba detrás, con la jaula parcialmente cubierta por
una manta.
Consultando su reloj, Drake observó:
—Vas a llegar muy pronto, Perry.
—Quiero hablar con el sheriff y con Helen
Monteith.
Mientras Mason se dirigía hacia la carretera,
Drake observó:
—Parece que estuviste acertado en tus
suposiciones. Es muy posible que Helen Watkins
no llegara jamás a divorciarse de Rufus Watkins…
Hemos encontrado un testigo que afirma haber
oído decir a Helen que no se había separado de su
primer marido. Eso fue unas semanas antes de
entrar al servicio de Fremont C. Sabin.
—¿No crees que pudiera divorciarse más tarde?
—preguntó Mason.
—No lo sé, Perry. No obstante, sospecho que no.
Vivía en California y hubiera tenido que esperar un
año para poderse volver a casar. Esto no entraba
en sus proyectos. Antes de tres semanas de
trabajar para Sabin ya tenía sus planes acerca de
él.
—¿Y Rufus Watkins? ¿No pudo haberse puesto
de acuerdo con él para obtener el divorcio?
—Es posible —dijo Drake—. Pudo haberlo hecho,
pero no antes de casarse con Sabin, y por entonces
Rufus estaba en condiciones de someterla a un
pequeño chantaje.
—¿Es una suposición o tienes alguna prueba?
—Aún no puedo asegurarlo; pero parece que
vamos a tener algunas pruebas. Nos han dicho que
la cuenta bancaria de Helen Watkins muestra
algunos cheques pagados a Rufus W. Smith.
Estamos tratando de aclarar ese punto y de
averiguar quién es Smith.
—Buen trabajo, Paul. Con eso ya podemos
emprender algo.
—También se ha descubierto algo malo contra
Helen Monteith —siguió Drake—. Tengo
entendido que han encontrado un testigo que la
vio cerca de la cabaña a eso del mediodía del seis.
—Mala cosa.
—Quizá sea un simple rumor. Lo recogió mi
agente en San Molinas.
—En cuanto lleguemos a ver al sheriff tal vez se
preste a poner sus cartas sobre la mesa.
—Ella no puede ser culpable, jefe —intervino
Della Street—. Le amaba.
—Lo sé —replicó Mason—; pero no cabe duda
de que se están acumulando contra ella una
cantidad enorme de pruebas circunstanciales.
También tenemos un bonito problema legal. Si es
realmente la viuda de Fremont C. Sabin, heredará
una parte de la fortuna de su marido, ya que el
testamento no tiene valor con respecto a ella.
—¿Cómo es eso? —preguntó Drake.
—Un testamento queda invalidado por el
subsiguiente matrimonio del testador. Además,
todo testamento en que no se mencione a la
esposa, y en que se advierta que la omisión no ha
sido mencionada, está sujeto a invalidación.
Cuanto más nos metemos en este asunto, más
probabilidades nos ofrece el momento. Desde
luego está complicado.
Recorrieron varios kilómetros en silencio, hasta
que, de pronto, desde el interior del coche se
elevó una voz gutural que gritaba:
—¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios
mío, me has matado!
—En este caso tenemos dos sospechas —dijo
Drake—. Y las dos se llaman Helen. Perry, si
presentas ese loro como prueba de que Helen
Watkins es la autora del disparo, el fiscal puede
volver contra ti la prueba diciendo que fue Helen
Monteith la asesina.
Sonriendo, Mason replicó:
—Este loro será mejor testigo de lo que tú te
imaginas, Paul.
***

El sheriff Barnes tenía un despacho en el lado sur


del viejo edificio del Tribunal. El sol de la tarde,
penetrando por las ventanas, iba a caer en los
viejos muebles y en el suelo, cubierto de linóleo,
que en varios puntos aparecía completamente
gastado. Las paredes estaban adornadas con
retratos de numerosos reclamados por la Justicia.
Otra de las paredes estaba ocupada por una vitrina
en que se veían, entre armas homicidas, los datos
relativos a crímenes célebres.
Barnes sentábase frente a una mesa de
despacho de cubierta ondulante, en un viejo, pero
cómodo, sillón giratorio.
Mientras Perry Mason hablaba, el sheriff sacó de
un bolsillo del pantalón una pastilla de tabaco de
mascar y con un cuchillo de hoja gastada por
sucesivos vaciados cortó un trozo de ella.
Cuando Mason hubo terminado, el sheriff
permaneció silencioso durante varios minutos.
—¿Son ésos todos los datos que posee? —
preguntó al fin.
—Es el sumario de todo —dijo Mason—. Mis
cartas están sobre la mesa.
—No debió haber hecho eso de la factura de
Teléfonos —reprendió Barnes, mirando a Drake—.
Nos dio bastante trabajo el conseguir un
duplicado. Nos hizo perder mucho tiempo.
—Lo siento —dijo Mason—. Fue culpa mía.
Cargo con la responsabilidad. No me disculpo. El
sheriff balanceóse lentamente.
—¿Qué conclusiones ha sacado usted?
—Aún no estoy en condiciones de sacar ninguna
conclusión. Preferiría esperar hasta que terminase
la encuesta.
—¿Cree que entonces podrá llegar a alguna?
—Creo que sí, con tal de que me permitan
interrogar a los testigos.
—Eso debe decidirlo el fiscal, ¿verdad? —
preguntó Barnes.
—Desde luego —asintió Mason—. Pero creo que
el fiscal hará lo que usted le sugiera qué es más
conveniente en beneficio de la Justicia.
—Sospecho que el juez preguntará al fiscal qué
debe hacerse —observó Barnes.
—En ese caso estamos perdidos —dijo Perry—.
Por ello dije que no quería sacar conclusiones,
empieza a interpretar los hechos a la luz de sus
convicciones y deja de ser un juez imparcial. Eso es
lo que le ha ocurrido a Raymond Sprague. Ha
llegado a la conclusión de que yo trato de desviar
la acción de la Justicia, por lo cual su labor debe
consistir en cerrarme el paso. También ha llegado
a la conclusión de que Helen Monteith es culpable
de asesinato. Por lo tanto, interpretará todos los
hechos para lograr la condena de mi defendida.
—Es usted un poco duro con Sprague.
—No. Al fin y al cabo sólo le considero humano.
El sheriff siguió mascando su tabaco y, al fin,
asintió con la cabeza.
—Una de las cosas que peor encuentro en el
sistema judicial de nuestra patria es la forma que
se tiene de valorar la eficiencia de un fiscal de
distrito. El Estado conserva los datos de todos los
procesos criminales de los distintos condados.
Miden la eficacia de un fiscal por el porcentaje de
condenas que logra. Eso no es justo. Si yo tuviera
que medir la capacidad de un fiscal de distrito,
procuraría averiguar los esfuerzos que hubiese
realizado para convencerse de la inocencia de un
acusado en vez de tener en cuenta lo que hubiera
llevado a cabo para obtener la condena de todo
aquel que se sentara en el banquillo. Considero mi
teoría lógica.
Paul Drake iba a decir algo, pero Mason le indicó
con un gesto que permaneciera callado.
—Como es lógico, Raymond Sprague ha de
pensar en su carrera —siguió el sheriff—. Sprague
es un buen muchacho, quiere progresar
políticamente. Sabe que el día que desee
establecerse como abogado, la gente estudiará sus
éxitos como fiscal.
»Mi caso es distinto. Yo soy sheriff y nada más.
Sé que puedo ejercer un poder y quiero utilizarlo
honradamente para todos. No deseo que se
condene a un inocente.
—En ese caso, ¿no cree usted que sería mejor y
más honrado para todos que la culpabilidad o la
inocencia se estableciese en la encuesta del fiscal?
De esta forma, tal vez no llegue a ser necesario
llevar el proceso ante el jurado. Si Helen Monteith
no es inocente, el fiscal sólo puede obtener
beneficios de mi exposición de los hechos. Si lo es,
también sale beneficiado, ya que de esa forma se
ahorrará el llevar un caso al tribunal con el
resultado de que se dicte un veredicto de
culpabilidad.
—En la encuesta usted no presentará objeciones
continuas ni entorpecerá su marcha, ¿verdad?
—No lo haré —prometió Mason al sheriff.
—Bien —replicó éste—. Veré lo que consigo.
—Preferiría que no intentase nada con Sprague
—indicó Mason—. Mi juego sólo se lo he
descubierto a usted.
—Eso no —protestó Barnes—. Colaboro con el
fiscal del distrito y, por lo tanto, debe saberlo
todo. Quizá se muestre dispuesto a darle una
oportunidad. Quizá no. Si accede será por creer
que, dándole la suficiente cuerda, usted mismo se
ahorcará.
—Perfectamente —asintió Mason—. Venga la
cuerda.
—Tendrá que obrar con tacto —recomendó
Barnes—. A Sprague no le gustaría que pareciese
que todas las pruebas eran aportadas por usted.
—Entiendo —asintió Mason—. Haré ver que
colaboro con el fiscal. Y la realidad de este detalle
depende por completo de Sprague.
Barnes miró por la ventana. Tiró a la escupidera
el tabaco ya mascado y dijo:
—Veremos lo que se puede hacer. Lo que a
usted le interesa es que se aporten a la encuesta
todas las pruebas existentes, ¿no es así?
—Exacto —asintió Mason—. Y me gustaría
hacerlo de forma que el jurado creyese que yo
trato de ayudar al fiscal. Como ya he dicho, cuando
la gente se forma una idea lo interpreta todo de
acuerdo con lo que ha pensado. Esa verdad se
aplica a las cosas que están ocurriendo ahora.
Dentro de un tiempo miraremos hacia atrás y nos
asombraremos de que la gente no se diera cuenta
de la terrible significación de los acontecimientos
políticos. Dentro de veinte años, hasta el más
estúpido colegial sabrá apreciar la importancia de
esos síntomas y de los resultados que,
inevitablemente, tenían que producirse. Pero
ahora tenemos veinte millones de electores que
opinan de una forma y veinticinco que piensan de
otra. Y los dos bandos creen interpretar bien los
hechos.
—Dentro de una hora le contestaré —dijo el
sheriff—. Tengo que hablar con el coroner y el
fiscal. Particularmente estoy a su lado, Mason. No
estoy encargado de la acusación, sino de la
investigación criminal. Se ha cometido un crimen
en mi territorio. Haré lo posible por descubrir al
asesino. Creo que se ha dejado usted influir al
considerar inocente a Helen Monteith. Yo, en
cambio, la creo culpable. Como es lógico,
procurará defender a su cliente. Por otra parte,
tiene usted mucha más experiencia que yo en
estos asuntos. Por ello aceptaré, agradecido, toda
la ayuda que pueda prestarme.
Barnes interrumpióse un momento, inquiriendo
después:
—Bien, tendrá que acompañarme a la cárcel y
sólo usted podrá hablar con ella. Los demás no
deben entrar.
Mason asintió.

***

Mason entró en la oficina de la cárcel. Barnes le


precedía. La atmósfera estaba cargada del pesado
y dulzón olor de los desinfectantes que se utilizan
en dichos lugares. También flotaban en el
ambiente las emanaciones psíquicas de los
abatidos prisioneros. Esto ejercía un deprimente
efecto sobre quienes no estaban ya inmunizados.
—Está en su celda de detención. La celadora es
la esposa del carcelero. Voy a buscarla. Puede
usted esperar mientras en el despacho.
Mason tuvo que aguardar unos cinco minutos
antes de que llegase Helen Monteith acompañada
de la celadora.
—¿Qué desea? —preguntó Helen, dejándose
caer en una silla.
—Deseo ayudarla, si puedo.
—Me parece que no podrá. Estoy metida en un
lío terrible. La mujer del carcelero anunció:
—Esperaré en la puerta.
—Márchese y cierre —indicó el sheriff—. Deje
que hablen a solas.
Cuando la puerta estuvo completamente
cerrada, Mason pidió:
—Cuéntemelo todo.
Helen parecía agotada física y moralmente.
—¿Para qué? —preguntó—. Fui demasiado
feliz… eso es todo. Nada me importa ya. Cuando
acabe esto habré perdido mi empleo. El único
hombre a quien he amado ha muerto. Me acusan
de que yo lo maté y… —Haciendo un esfuerzo
rechazó las lágrimas.
—No, no lloraré. Cuando una mujer de mi edad
llora, lo hace casi siempre para ganarse la simpatía
de los demás.
—¿Por qué se separó usted de Della Street?
—Porque deseaba destruir las cartas de «mi
marido» —contestó Helen con cierto desafío en la
voz.
—Puede que al fin resulte haber sido su esposo
legal —dijo Mason—. Han surgido ciertas dudas
acerca de la validez del matrimonio de Sabin con
Helen Watkins. Si usted nos ayuda podremos
hacer algo.
—No puede usted hacer nada. Tienen todos los
triunfos contra mí. Aún no le he dicho lo peor.
—¿Qué?
—El martes, día seis, fui a la cabaña.
—¿Por qué?
—Fue un viaje sentimental. Nadie me creerá ni
comprenderá mis motivos. Para ver las cosas
desde mi punto de vista es necesario, sin duda,
estar enamorada como sólo se puede estar
después de una gran desilusión en la vida. Subí allí
porque en aquel sitio había sido muy feliz.
Deseaba bañarme en el aura de sol, de aromas de
pinos y de paz que allí se encuentra. Las ardillas
eran tan cariñosas y los azulejos tan atrevidos…
deseaba revivir la felicidad que gocé.
—¿Por qué no confesó ese detalle a la policía?
—No quise parecer ridícula. Lo mismo ocurre con
las cartas de amor. Son tiernas, sagradas,
maravillosas, cuando se leen en privado. En
cambio, cuando se leen ante un tribunal resultan
horribles.
—Alguien la vio por los alrededores de la cabaña.
—Sí, fui multada por ir demasiado de prisa. Eso
dijo la policía. Creo que en realidad el hombre sólo
buscaba completar la lista de arrestos diarios. Fue
una curva muy pronunciada. Dijo que allí no se
podía ir a más de veintidós kilómetros por hora y
yo iba a cuarenta… Tomó el número de mi auto,
me dio un volante para que lo firmase. Lo han
descubierto y con ello aumentan las sospechas
sobre mí.
—¿Y la pistola?
—Mi marido me pidió que le consiguiera aquella
arma.
—¿Dijo para qué?
—No. Me llamó por teléfono a la biblioteca y
preguntó si en la colección de armas no habría
alguna pistola que estuviera en condiciones de
disparar. Le contesté que no lo sabía, aunque sin
duda debía de haber alguna. Dijo haber visto un
derringer que parecía en buen estado y para el
cual creíamos poder encontrar balas. Me pidió que
se lo consiguiera y que comprase algunos
cartuchos. Me aseguró que sólo iba a necesitarlo
durante unos días y que luego yo podría
devolverlo a su sitio.
—¿No le pareció extraña su petición?
—No. Estaba enamorada.
Lo dijo sencillamente, como si hablara de una
vida feliz antes de ser destruida por una terrible
catástrofe.
—Entonces, fue usted a su casa para destruir la
correspondencia. ¿Es eso verdad?
—Sí.
—¿No lo hizo para ocultar los cartuchos?
—No.
—Sin embargo, intentó esconderlos.
—Al estar allí pensé que sería conveniente
deshacerme de ellos.
—¿Y el loro? ¿Lo mató usted?
—¡De ninguna manera! ¿Por qué había de querer
matarlo?
—Sin duda debió usted de notar que el loro
gritaba: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares!
¡Dios mío, me has matado!»
—De eso no tengo yo la culpa. Mi marido
compró el loro el viernes, día dos. No soy
responsable de nada de cuanto diga el animal.
Además, el pájaro nunca estuvo en la cabaña.
Las lágrimas inundaron los ojos de Helen.
—No puedo creer que mi marido pensara en otra
cosa que en mi felicidad. ¡Dios mío! ¿Por qué tuvo
que morir? ¡Era tan bueno, tan considerado!
¡Tenía tan buen carácter!
—Serénese —rogó Mason—. Conserve la calma.
Le aguarda a usted una prueba muy dura en la
encuesta del juez.
—¿Qué desea usted que haga? —preguntó
Helen, ahogando los sollozos—. ¿Quiere que me
niegue a responder a sus preguntas? Creo que eso
es lo que aconsejan los abogados a sus clientes.
—Al contrario —replicó Mason—. Debe
contestar a cuanto le pregunten. Por muchas
acusaciones que lancen contra usted, debe
conservar la serenidad y no mentir. Es una prueba
de la que saldrá triunfante.
—Su actitud de hoy no es la misma de ayer.
Entonces usted pretendía mantenerme lejos de la
policía.
—No. Ayer yo sólo trataba de alejarla de un
matador de pájaros.
—¿Qué quiere decir?
—Se me ocurrió que era muy probable que
alguien intentase matar a su loro. De hallarse
usted en su casa hubiera podido oír, tal vez, al
matador… Y la persona que dio muerte al loro
había cometido ya un asesinato. Un crimen más o
menos no hubiera significado gran cosa.
—¿Cómo sabía que iban a matar al animalito?
—Una simple corazonada. ¿Se ve con ánimos de
soportar la prueba de esta noche?
—Lo intentaré —prometió Helen.
—Muy bien. Animémonos y demos al olvido la
desesperanza.
—Procuraré resistir el golpe con la cabeza alta.
Hace unos días me consideraba la mujer más feliz
del mundo. Ahora me creo la más desgraciada.
—Lo comprendo.
—He perdido al hombre a quien amaba y,
además, me acusan de haberle dado muerte.
—Esa acusación no durará mucho —prometió
Mason.
—Ojalá —replicó Helen, tratando de sonreír.
Perry siguió infundiéndole ánimos.
Capítulo 12

Andy Tempelt, el juez, había ganado fama de


filósofo práctico. Por ello no le envaneció la
importancia que la Prensa daba a la encuesta.
Tranquilamente dejóse retratar por los reporteros,
sin borrar de sus labios la burlona sonrisa que le
caracterizaba. Cuando el orden reinó en la sala y el
jurado quedó constituido, pronunció un breve y
sencillo discurso, sin pretender lucir una oratoria
ciceroniana.
—Amigos: tenemos que decidir qué causas han
intervenido en la muerte de Fremont C. Sabin.
Dicho con otras palabras, tenemos que averiguar
cómo murió ese hombre. Si alguien le mató y
sabemos quién fue ese alguien, debemos decirlo.
Si no lo sabemos, vale más que no intentemos fijar
la responsabilidad. No estamos aquí para juzgar a
nadie. Nuestro cometido se limita a determinar
cómo murió Fremont C. Sabin.
»El juez es el encargado de las encuestas. La
mayoría de las veces deja que el fiscal del distrito
haga las preguntas que quiera. Eso no quiere decir
que el fiscal lleve la encuesta. Significa tan sólo
que procura ayudarnos. En un caso como éste, el
señor fiscal acude para tratar de descubrir detalles
que le permitan acusar al asesino. El sheriff es
también parte interesada, y en el caso de hoy ha
traído un abogado, el señor Perry Mason, que
representa a los herederos. El señor Mason desea
averiguar cómo se cometió el crimen. El señor
Mason representa también a Helen Monteith.
»Quiero que todos comprendan que no se
tolerarán tonterías ni alardes de oratoria,
tecnicismos ni objeciones continuas. Sólo me
interesan los hechos escuetos. No permitiré que se
aturrulle a los testigos.
«Ahora empezaré con las preguntas. Cuando
termine dejaré que siga interrogando el fiscal.
Después puede hacerlo Mason y por último los
jurados. ¿Me han entendido todos?
—Yo sí —contestó Mason.
A su vez, el fiscal del distrito contestó:
—Aunque la idea que el señor juez tiene de los
tecnicismos es muy distinta de la mía, en cuyo
caso…—En cuyo caso mis ideas son las que
cuentan —interrumpió el juez—. Soy un hombre
sencillo, un ciudadano corriente. He hecho lo
posible por reunir un jurado de ciudadanos
normales. El objeto de este tribunal es sacar la
conclusión de lo ocurrido. No hemos reunido un
jurado de abogados, sino uno de personas
vulgares. Sé cómo hay que hablarles y sé también
lo que deseo. Andy Tempelt acalló el murmullo
que recorrió la sala y dijo: —En primer lugar
interrogaremos al vecino que descubrió el cadáver.
Fred Waner presentóse y prestó juramento. Dio
su nombre, dirección y oficio.
—Usted descubrió el cadáver, ¿verdad? —
preguntó el juez.
—Sí.
—¿Dónde?
—En Brizzly Flats.
—¿Poseía el difunto una cabaña allí?
—Sí, señor.
—Aquí tengo unas fotografías de la casa. ¿Quiere
tener la bondad de examinarlas y decirme si la
reconoce usted?
—Sí, señor. Son fotografías de la cabaña.
—Perfectamente. ¿Cuándo descubrió usted el
cadáver?
—El domingo, once de septiembre.
—¿A qué hora?
—A eso de las tres o las cuatro de la tarde.
—¿Cómo ocurrió?
—Me dirigía a mi cabaña. Por el camino iba
pensando en Sabin, preguntándome dónde habría
ido a pescar. No le había visto; pero recordaba que
casi siempre iba a Grizzly Creek cuando empezaba
la temporada de pesca en dicho río. Por ello
detuve el auto cerca de la cabaña, para darle un
vistazo. Entonces oí los terribles gritos del loro.
Pensé que si el bicho estaba allí, era señal de que
también estaba su dueño. Dejé la carretera y fui
hacia su casa. Las contraventanas aparecían
cerradas, lo mismo que cuando la cabaña se
encontraba vacía. Supuse que me había
equivocado y que Sabin no se hallaba allí. Ya me
disponía a marcharme cuando volví a oír al loro.
—¿Qué gritaba el loro? —preguntó con profunda
seriedad el juez.
Sonriendo, Waner contestó:
—El loro lanzaba maldición tras maldición. Pedía
de comer.
—¿Qué hizo usted?
—Se me ocurrió que tal vez Sabin hubiese dejado
el loro allí mientras iba de pesca, aunque no pude
explicarme que para hacerlo hubiese tenido que
cerrar tan por completo la cabaña. Por lo tanto
eché una nueva mirada en torno a ella. El garaje
estaba cerrado, mas a través de una ranura vi que
el auto de Sabin se encontraba dentro. Me dirigí a
la puerta y llamé con todas mis fuerzas. Nadie me
contestó. Por fin, temiendo que hubiese podido
ocurrir alguna desgracia forcé una de las
contraventanas y miré al interior. El loro no había
dejado de chillar. En el suelo vi la mano de un
hombre. Entonces levanté el cristal y entré en la
vivienda. En seguida me di cuenta de que el
hombre llevaba muerto bastante tiempo. En el
suelo había mucha comida para el loro, así como
una sartén que contuvo agua aunque habíase
evaporado ya. Fui al teléfono y llamé a la policía.
No toqué nada de cuanto allí había.
—¿Qué hizo luego?
—Salí al aire libre y dejé cerrada la cabaña hasta
que llegaron ustedes.
—No creo que haya necesidad de hacer más
preguntas a este caballero, ¿verdad? —preguntó el
juez amablemente.
El fiscal se puso en pie, anunciando:
—Con el fin de fijar exactamente el hecho
jurídico, haré una sola pregunta. ¿Era aquél el
cadáver de Fremont C. Sabin?
—Sí. Estaba bastante descompuesto, pero no
cabía duda de que era Fremont C. Sabin.
—¿Cuánto tiempo trató usted a Fremont C.
Sabin?
—Cinco años.
—Nada más —declaró el fiscal.
—Una sola pregunta —intervino el coroner—. No
se tocó nada hasta que yo llegué, ¿no es cierto?
—Absolutamente nada, excepto el teléfono.
—Y el sheriff llegó conmigo, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces oigamos al sheriff.
Barnes sentóse cómodamente en el sillón de los
testigos, cruzó las piernas y aguardó.
—Bien, sheriff, tenga la bondad de decirnos lo
que pasó en la cabaña de Sabin.
—Pues… el cadáver estaba tendido en el suelo,
sobre su brazo izquierdo. Tenía el brazo izquierdo
extendido y los dedos cerrados. El brazo derecho
descansaba sobre el cuerpo. El ambiente era
bastante irrespirable, por lo cual abrimos todas las
ventanas a fin de dejar entrar el aire. Antes de
abrirlas comprobamos si estaban cerradas por
dentro. No se advertía ninguna señal de que
hubieran sido forzadas.
»La puerta tenía una cerradura automática y
estaba cerrada. Por lo tanto, el autor del crimen
debió cerrarla de golpe al salir. Metimos al loro en
la jaula y la cerramos. La puertecita había sido
mantenida abierta por medio de un palito. Con tiza
marqué en el suelo la posición del cuerpo y el sitio
donde había caído el arma. Luego el juez registró
las ropas del cadáver y los fotógrafos hicieron unas
fotografías.
—¿Tiene copias de esas fotos? —preguntó
indiferente el juez.
—Sí, señor. Aquí están —y el sheriff mostró unos
retratos.
El juez los guardó, anunciando:
—Luego se las enseñaré al jurado. Continúe.
—Cuando se hubo retirado el cuerpo
empezamos el registro metódico. En la cocina
había un cubo de basura, dentro del cual
encontramos las cáscaras de dos huevos y algunos
restos de jamón, un trozo de pan tostado, muy
quemado por una de sus caras, y una latita vacía
de judías en conserva. En el fogón de gas,
encontramos una sartén con judías y tocino. Todo
estaba muy seco. Quedaba aún café, y en la
cafetera encontramos bastante poso. En el
fregadero se veía un plato, un tenedor y un
cuchillo. El plato mostraba señales de haberse
comido judías en él. En la nevera se encontró
media pastilla de manteca de vaca, una botella de
leche y dos paquetes de queso, aún no abiertos.
En un armario hallamos latas de conserva, una caja
de pan con medio pan dentro y una bolsa de papel
con un surtido de pastelería.
»En la habitación principal había una mesa,
sobre la cual encontramos los anzuelos, los cebos y
una cesta de pesca llena de pescado podrido.
Indudablemente el pescado llevaba tanto tiempo
allí como el cuerpo. Metimos en una caja la cesta y
la tapamos todo lo herméticamente que nos fue
posible, sin tocar el contenido. Luego examinamos
la pistola, un derringer del calibre cuarenta y uno,
con una cápsula vacía en uno de sus dos cañones.
El cadáver presentaba dos heridas de bala en el
corazón, y por la localización de dichas heridas
dedujimos que los dos disparos se habían hecho
simultáneamente.
»Cerca de la mesa aparecían unas botas de goma
manchadas de barro. En la mesita de noche, junto
a la cama, había un despertador. Estaba detenido
a las dos y cuarenta y siete. El timbre estaba
dispuesto para que sonase a las cinco y media.
Tanto la cuerda del timbre como la del reloj
estaban agotadas. El cadáver vestía unos
pantalones, una camisa y un jersey. Calzaba
calcetines de lana y zapatillas.
»La cabaña tenía una línea telefónica. Al día
siguiente, mientras me ayudaban el sargento
Holcomb y Perry Mason, descubrimos que la línea
había sido interferida. La persona que llevó a cabo
la interferencia tenía una vivienda a unos
trescientos metros del refugio de Sabin. Tratábase,
sin duda, de una cabaña abandonada que fue
reparada con el fin de instalar en ella los aparatos
de interferencia. Las pruebas encontradas en dicho
lugar indicaban que su ocupante marchó
precipitadamente. En la mesa encontramos un
cigarrillo que debió de dejarse allí recién
encendido y que se había consumido por entero.
La capa de polvo indicaba que la casa hallábase
desocupada desde una semana antes, por lo
menos.
—¿Le hizo alguna declaración Helen Monteith
acerca de la pistola? —preguntó el juez.
—Sí —contestó el sheriff—. Hoy mismo.
—Un momento —interrumpió el juez—. ¿Se hizo
esa declaración voluntariamente, sin que ninguna
promesa ni amenaza le fuera dirigida por ningún
concepto a la interesada?
—Sí, señor —contestó el sheriff—. Usted le
preguntó si había visto antes la pistola y ella
confesó afirmativamente… Por demanda de su
marido retiró la pistola y adquirió cartuchos para
ella, añadiendo que el sábado, día tres de
septiembre, entregó a su esposo la pistola y los
cartuchos.
—¿Dijo quién era su marido? —inquirió el fiscal
del distrito.
—Sí. Declaró que el hombre a quien ella llamaba
marido suyo era Fremont C. Sabin.
—¿Desea interrogar alguien al sheriff? —
preguntó el juez.
—No tengo que hacer ninguna pregunta —
anunció Mason.
—De momento, eso es todo —dijo el fiscal.
El juez anunció:
—Voy a llamar a Helen Monteith al sillón de los
testigos. —Volvióse hacia el jurado y prosiguió:
—No creo que el señor Mason desee que su
cliente haga declaraciones en este momento. Sin
duda, la testigo declinará el responder a algunas
de las preguntas, ya que se encuentra arrestada
como sospechosa de asesinato. De todas formas,
cumpliremos los requisitos de la Ley y ustedes
podrán examinarla y oír lo que ella desee decirles.
Helen Monteith dirigióse al estrado, prestó
juramento y luego se sentó.
Entonces Mason dijo al juez:
—Al revés de lo que usted esperaba, no
recomiendo a la señorita Monteith que se niegue a
responder a ninguna de sus preguntas. Por el
contrario, pienso sugerir a mi cliente que explique
al jurado cuanto sabe.
Helen Monteith volvió la cabeza hacia el jurado.
Sus facciones denotaban gran fatiga, pero también
orgullo y desafío. Explicó cómo llegó a conocer a
Fremont C. Sabin, la transformación de la amistad
en amor; su matrimonio, la luna de miel durante el
fin de semana pasado en la cabaña.
Pausadamente, fue contando su historia hasta el
trágico descubrimiento de la muerte de su esposo.
Raymond Sprague casi se precipitó sobre ella en
su ansiedad por interrogarla.
—¿Retiró usted la pistola de la colección de la
biblioteca?
—Sí.
—¿Por qué lo hizo?
—Porque mi marido me pidió una pistola.
—¿Por qué no compró usted una?
—Me dijo que necesitaba una inmediatamente y
que, según la Ley, las armerías no pueden vender
armas hasta tres días después de haber sido
solicitadas.
—¿Le dijo para qué quería el arma?
—No.
—¿Sabía usted que el apoderarse de la pistola
era cometer un robo?
—No la robaba; la tomaba prestada.
—¡Oh! ¿Le prometió Sabin devolvérsela?
—Sí.
—¿Pretende hacer creer al jurado que Fremont
C. Sabin le pidió que cogiera usted de la colección
de la biblioteca el arma con que fue asesinado?
Mason intervino:
—No responda a eso, señorita Monteith. Usted
se limita a explicar los hechos. Creo que el jurado
la comprenderá perfectamente.
Sprague volvióse hacia Mason.
—Creí que íbamos a dejar de lado los
tecnicismos.
—Y así es.
—Pues su objeción…
—No es una objeción —interrumpió Mason—. Se
trata de un consejo a mi cliente para que no
responda a la pregunta.
—¡Exijo que la testigo conteste a lo que le he
preguntado! —dijo el fiscal al juez.
Este replicó:
—Opino que puede usted interrogar a la testigo
acerca de los hechos, señor Sprague. No le
pregunte lo que desea hacer creer al jurado.
Enrojeciendo, Sprague preguntó:
—¿Qué puede decirme del loro?
—¿«Casanova»?
—Sí.
—El señor Sabin me dijo que lo había comprado.
—¿Cuándo?
—El viernes, dos de septiembre.
—¿Qué dijo al llevar a casa el pájaro?
—Se limitó a anunciar que siempre había
deseado tener un loro y que había comprado uno.
—¿Después de eso guardó usted el loro?
—Sí.
—¿Dónde estaba usted el domingo, cuatro de
septiembre?
—Con mi marido.
—¿Dónde?
—En Santa Delbarra.
—¿Se inscribió en algún hotel?
—Sí.
—¿Con qué nombre?
—Como la señora de George Wallman.
—¿Y Fremont C. Sabin era el George Wallman
que estaba con usted?
—Sí.
—¿Tenía entonces la pistola?
—Eso creo, aunque no la vi.
—¿Le habló de si pensaba ir a su cabaña para
comenzar la temporada de pesca?
—No. Me hacía creer que era pobre y que
buscaba trabajo. Me dijo que el lunes era día
festivo, pero que, de todas formas, vería a algunas
personas con quienes estaba citado. Yo volví a
casa el lunes.
—¿El día cinco?
—Sí.
—¿Dónde estuvo usted el martes, día seis?
—Pasé la mayor parte del día en la biblioteca y,
más tarde… fui en auto a la cabaña.
—¡Oh! ¿Fue el martes a la cabaña?
—Sí.
—¿Y qué hizo usted allí?
—Me limité a dar una vuelta por las
inmediaciones y contemplarla.
—¿A qué hora ocurrió todo eso?
—Alrededor de las once de la mañana.
—¿Qué aspecto tenía la casa?
—El mismo que cuando la dejé.
—¿Estaban cerradas las contraventanas?
—Sí.
—¿Tal como aparecen en las fotografías?
—Sí.
—¿Oyó usted al loro?
—No.
—¿Parecía desierta la cabaña?
—Sí.
—¿Observó si dentro del garaje se encontraba
algún auto?
—No.
—¿Qué hizo?
—Di unas vueltas por el lugar y me marché.
—¿Por qué fue a la cabaña?
—Pues… sencillamente, porque deseaba verla.
Me quedaba algún tiempo libre, ansiaba dar un
paseo en auto y pensé que ningún sitio mejor que
aquél.
—El trayecto es bastante largo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Se da usted cuenta de que todas las pruebas
inducen a creer que Fremont C. Sabin fue
asesinado, aproximadamente, a las diez y media o
las once de la mañana del seis de septiembre?
—Sí.
—¿Y que él llegó a la cabaña en la tarde del
lunes, cinco de septiembre?
—Sí.
—¿Y pretende que usted encontró la cabaña con
las contraventanas cerradas y que no vio señal
alguna de que estuviese habitada ni oyó al loro, ni
vio al señor Sabin?
—Sí, señor. Encontré la cabaña tal como he
dicho. No vi al señor Sabin; no tenía la menor idea
de que estuviese allí. Le creía en Santa Delbarra
buscando un local para instalar en él una tienda de
comestibles.
—Creo que la testigo ha declarado ya cuantos
hechos conoce —intervino Mason—. De seguir el
interrogatorio, éste se encaminaría hacia las
suposiciones. Quedan aún muchos hechos por
explicar y aconsejo al señor fiscal y al señor juez
que, a menos —de que lleven el interrogatorio por
otro cauce, retiren a la testigo, pues de lo
contrario le aconsejaré que no responda a más
preguntas.
—Está bien, presentaré una nueva fase del
asunto —gruñó rabioso el fiscal—. ¿Quién mató al
loro que guardaba usted en su casa?
—No lo sé.
—¿Recibió usted el loro el día dos de
septiembre?
—Sí.
—¿Y el sábado, día tres, se marchó con su
marido?
—No. Mi marido marchó el sábado por la tarde y
fue a Santa Delbarra. El lunes era fiesta. Yo fui en
auto a Santa Delbarra el domingo por la mañana y
pasé con él la noche del domingo y la mañana del
lunes. El lunes por la noche volví a San Nicolás. Mi
vecina, la señora Winters, estuvo cuidando el loro.
Llegué demasiado tarde para pedirle que me lo
entregase. Al otro día, martes seis, no tenía que
presentarme en la biblioteca hasta las tres de la
tarde. Deseaba estar lejos de la gente y por ello
me levanté temprano y fui a la cabaña. Regresé
directamente a la biblioteca, a las tres de la tarde.
—¿No es cierto que usted ha ido hoy a su casa, a
primeras horas de la mañana, con el objeto, entre
otros, de matar al loro que su vecina, la señora
Winters, cuidó durante su luna de miel?
—Hasta que el sheriff me lo dijo, no me enteré
de que el loro estaba muerto.
—Tal vez yo pueda refrescar sus recuerdos sobre
ese punto, señorita Monteith —dijo el fiscal.
Volvióse hacia su ayudante y le hizo una seña. El
hombre salió de la sala, regresando un momento
después con un bulto tapado con una tela.
El fiscal destapó el objeto. Una exclamación
brotó de los espectadores al ver que el trapo
ocultaba una ensangrentada jaula, en cuyo suelo
yacía el rígido cuerpo de un loro con la cabeza
cortada en redondo.
—Esta es su obra, ¿verdad, señorita Monteith?
—preguntó melodramáticamente el fiscal.
Helen tambaleóse en el sillón.
—No me encuentro bien —susurró—. Por favor,
llévense eso… La sangre…
El fiscal volvióse hacia el público y anunció
triunfante:
—El asesino vacila al enfrentarse con la prueba
de su…
—¡Nada de eso! —tronó Mason, poniéndose de
pie y avanzando belicosamente hacia Sprague—.
Esa señorita ha sido objeto de un trato inhumano.
En el breve espacio de veinticuatro horas ha
sabido que el hombre a quien amaba y a quien
consideraba su esposo había sido asesinado.
Ningún consuelo le ha sido ofrecido en sus
momentos de dolor. Al contrario, han sacado a la
luz pública su vida íntima y…
—¿Está usted pronunciando un discurso? —
preguntó el fiscal.
—No; termino el de usted.
—Soy yo suficiente para terminar mis discursos
—declaró el fiscal.
—Pruebe de terminar ese discurso que ha
empezado y le juro que…
El juez reclamó silencio y el sheriff avanzó hacia
Mason y el fiscal.
—¡A ver si tenemos un poco de orden! —clamó
el juez.
—Por mí lo tendrá si obliga al fiscal a portarse
como es debido. Los hechos son que mi cliente ha
sido sometida a una tensión dispuesta a propósito
para alterar sus nervios. Su repugnancia natural
ante el mutilado cuerpo de un pájaro quiere ser
interpretada por el fiscal como una prueba de su
culpabilidad. El fiscal puede interpretar las cosas
como guste, pero si empieza con…
—Yo no he hablado acerca de eso —protestó el
fiscal del distrito.
—Está bien —intervino el juez—, pero que
ninguna de las dos partes se meta a discursear.
Opino que el desagradable espectáculo que ofrece
ese loro ha sido excesivo para esa joven como lo
hubiera sido para cualquier otra señora.
—Todo se ha hecho con el único objeto de
aprovecharse del abatimiento de la señorita
Monteith.
—No ha sido ésa mi intención —declaró el fiscal.
—¿Qué intención era la suya? —preguntó el
juez.
—Sólo quería que la testigo nos dijera si se
trataba del mismo loro que le regaló su marido el
dos de septiembre.
—Pudo haberlo hecho sin necesidad de tirarle al
regazo el cadáver —observó Mason.
—No me hacen falta sus consejos —observó el
fiscal.
El sheriff adelantóse y anunció:
—Si el señor juez desea imponer aquí un poco de
orden, estoy dispuesto a ayudarle.
—El señor juez impondrá su autoridad —anunció
Andy Tempelt—. Basta de lucha personal entre el
defensor y el fiscal, y basta también de
exhibiciones tan lúgubres.
—Yo sólo quería establecer la identificación del
loro —asintió el fiscal.
—Ya le oí antes —replicó Tempelt—. Y supongo
que usted habrá oído también al señor juez. Ahora
sigamos con la encuesta.
—Eso es todo —dijo el fiscal.
—¿Puedo hacer una pregunta? —inquirió
Mason.
El juez dio su consentimiento.
Mason acercóse a Helen Monteith y le dijo con
suave acento:
—No deseo someter sus nervios a una tensión
perjudicial —dijo—. Sin embargo, quiero rogarle
que haga un esfuerzo y examine atentamente este
pájaro y nos diga si es el mismo que su marido
llevó hace algún tiempo a su domicilio.
Helen Monteith hizo un esfuerzo y volvió la
mirada hacia el cadáver.
—No… no puedo —tartamudeó, apartando de
nuevo los ojos—. Pero… pero al loro que trajo mi
marido le faltaba una garra de la pata derecha. Mi
esposo me dijo que se la había cogido en una
ratonera tiempo atrás.
—A este loro no le falta ninguna garra —dijo
Perry Mason.
—Entonces no es el mismo.
—Un momento —pidió Mason—. Voy a rogarle
que proceda a otra identificación.
Hizo una seña a Paul Drake, quien, a su vez, avisó
a un agente suyo que aguardaba en el pasillo. El
hombre entró en la sala cargado con una jaula,
dentro de la cual hallábase un loro vivo.
En medio de un silencio tan profundo que se
oían claramente los pasos del detective, el loro
soltó de súbito una agria carcajada.
Helen Monteith mordióse los labios. Era
indudable que sólo gracias a un terrible esfuerza
dominaba sus alterados nervios.
Mason se hizo cargo del pájaro y dijo:
—Hola, «Polly».
El loro movió la cabeza de un lado a otro,
examinó la sala, abriendo y cerrando sus malignos
ojillos y, por fin, dio una vuelta por la jaula,
agarrado a los barrotes. Por último, quedó en la
percha, con aspecto de sentirse muy orgulloso de
sí mismo.
—¡Muy bien, «Polly»! —dijo Mason.
El loro se agitó.
Helen Monteith volvió la vista hacia él y exclamó:
—Pero… ¡si ése es «Casanova»! ¡El sheriff me
dijo que lo habían matado!
Inclinando la cabeza, el loro chilló guturalmente:
—Pase, siéntese. Haga el favor. Siéntese en esa
silla. ¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios
mío, me has matado!
Los espectadores presenciaban con desorbitados
ojos la dramática acusación que el loro lanzaba
contra la testigo.
—¡Es «Casanova»! —exclamó Helen Monteith.
Con melodramático acento, el fiscal exigió
imperioso:
—¡Quiero que las palabras de ese bicho figuren
en el atestado! ¡El loro está acusando a la testigo!
Mason dirigió una burlona sonrisa al fiscal.
—¿Quiere decir con eso que toma como testigo
al loro?
—¡El loro ha hecho una declaración! —insistió el
fiscal—. ¡Debe figurar en el atestado!
—Pero el animalito no ha prestado juramento
como testigo —recordó Mason.
El fiscal apeló al juez.
—El loro ha prestado una declaración. Todos la
hemos oído.
—Me gustaría saber si el señor fiscal toma como
testigo suyo al pájaro.
—Yo no hablo de testigos —replicó Sprague—.
¡Hablo de loros! Ese loro ha pronunciado unas
palabras y quiero que figuren en el atestado.
—Si el loro ha de figurar como testigo exijo que
se me permita interrogarlo —dijo Mason.
—Está bien —intervino el juez—. Un animal no
puede ser un testigo; pero ese loro ha dicho algo.
Sus palabras pueden figurar en el atestado y
aceptarse en lo que valen. Además, el jurado ha
oído ya las palabras del loro y no puede olvidarlas.
Sigamos con la encuesta.
—No tengo más que preguntar —dijo Mason.
—Yo tampoco —dijo a su vez Sprague—. Pero…
un momento. Señorita Monteith, si ese loro es
«Casanova», ¿de dónde salió el loro asesinado?
—No lo sé.
—Pero estaba, en su casa.
—No lo llevé yo allí.
—Alguna intervención tendrá usted en ello.
—Ninguna.
—Pero, ¿está segura de que es «Casanova»?
—Sí. Puedo identificarlo por la garra que le falta
y por lo que dice acerca de la pistola.
—¡Oh! ¿Había oído ya antes esas palabras?
—Sí, mi marido hizo algunos comentarios acerca
de ellas cuando lo trajo a casa.
—Señorita Monteith, no estoy muy convencido
de que su reacción a la vista del loro muerto se
debiera tan sólo a su estado nervioso —siguió
Sprague—. Por lo tanto, debo insistir nuevamente
en que mire ese cadáver…
Poniéndose en pie, Mason declaró:
—No tiene necesidad de mirar, señorita
Monteith.
Enrojeciendo, el fiscal replicó:
—¡Insisto en ello!
—Y yo insisto en que no lo haga —dijo Mason—.
La señorita Monteith no responderá a ninguna
pregunta más. Ha prestado declaración. Tiene los
nervios rotos. Creo que el jurado comprenderá mi
posición como abogado de la testigo al decir que
no puede seguir contestando. El señor fiscal y el
señor juez han tenido oportunidad de hacerle toda
clase de preguntas razonables. No toleraré que el
interrogatorio se prolongue indebidamente.
—No puede hacer eso —contestó Sprague,
dirigiéndose al juez.
Este replicó:
—No sé si puede o no, pero sí sé que esa joven
está muy nerviosa. Creo, Sprague, que no obra
usted caritativamente con ella. Por lo general, a las
viudas, si tienen que declarar ante un tribunal, se
las trata con toda consideración. La testigo tiene
derecho a que se le eviten las emociones violentas.
Sin embargo, no se le ha ahorrado ninguna. Por lo
que se refiere al coroner, la testigo puede
retirarse. Esta encuesta debe terminarse en una
sola sesión. A mí me interesan los hechos. Cuando
llegue el momento del juicio tendrá tiempo para
hacer cuantas preguntas se le ocurran… La
próxima testigo será la señora Helen Watkins
Sabin.
—No está —anunció el sheriff.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Me ha resultado imposible entregarle
la citación.
—¿Y Steve Watkins?
—Tampoco.
—¿Está presente Waid, el secretario del muerto?
—Sí. Recibió la citación y ha comparecido.
—Bien; oigamos al sargento Holcomb —dijo el
juez—. Sargento Holcomb, tenga la bondad de
pasar al estrado y prestar juramento.
Holcomb sentóse en la butaca de los testigos. El
juez empezó:
—Usted es sargento de la policía metropolitana y
por lo tanto conoce los métodos científicos para la
investigación de los crímenes, ¿no es verdad?
—Sí —admitió Holcomb.
—¿Recibió la cesta llena de pescado que le envió
el sheriff Barnes?
—Sí. Fue recibida en el laboratorio técnico de la
policía. Antes nos había avisado por teléfono el
sheriff Barnes.
—¿Qué descubrieron en aquellos pescados?
—Hicimos varias pruebas —siguió Holcomb—.
No las realicé yo mismo; pero estuve presente
mientras se llevaban a cabo y sé lo que
averiguaron los técnicos.
—¿Qué averiguaron?
—Que en la cesta había una cantidad limitada de
pescado, muy descompuesto, y con señales de
haber sido limpiado y envuelto en hojas de sauce.
Después de envuelto, no volvió a ser lavado.
—¿Fue usted el otro día con el sheriff Barnes a la
cabaña?
—Sí. El sheriff deseaba enseñármela y, además,
debíamos reunimos en ella con el señor Waid, que
llegaba en avión de Nueva York. Nos interesaba
hablar con él en un sitio donde no pudiera
interrumpirnos ningún periodista.
—Perfectamente. Continúe.
—Fuimos a la cabaña —siguió Holcomb— y por
el camino encontramos al señor Mason. Richard
Waid llegó mientras estábamos en la vivienda.
—¿Cómo encontraron la cabaña?
—Tal como ha sido descrita.
—Creo que ha llegado el momento de que el
jurado eche un vistazo a las fotos, pues voy a
hacerle al sargento Holcomb algunas preguntas
acerca de ellas.
El juez aguardó, mientras las fotos eran
distribuidas. Luego volvióse hacia el sargento.
—Me interesa que ofrezca usted al jurado el
producto de su experiencia —dijo—. Explique lo
que indican los distintos objetos de la cabaña.
El juez miró un momento a Mason y exclamó:
—Tal vez desee usted objetar que vamos a oír
sólo las conclusiones particulares del testigo; pero
opino que este hombre tiene una profunda
experiencia y…
—Estoy de acuerdo con usted —interrumpió
Mason—. Creo muy acertado el interrogatorio a
fin de llegar a una mayor dilucidación del caso.
El sargento Holcomb, dirigiendo una
impresionante mirada al jurado, dijo:
—Helen Monteith asesinó a Fremont C. Sabin.
Tenemos infinidad de pruebas que bastarían para
establecer su culpabilidad ante un jurado. En
primer lugar existe el motivo. Sabin se casó con
ella bajo un nombre supuesto cometiendo delito
de bigamia. Le mintió, la engañó, abusó de su
confianza. Cuando Helen Monteith averiguó que el
hombre con quien se había casado era en realidad
Fremont C. Sabin y, que estaba aún casado con
otra mujer, le mató, yendo para ello a la cabaña.
Nuestra experiencia nos demuestra que en la
mayoría de los casos la mujer coge el arma para
amenazar con ella o para convencer al hombre de
que no se puede jugar impunemente con su
corazón; después, cuando el arma está
encañonada, es muy fácil apretar el gatillo, con un
movimiento casi instintivo, provocado por una
excitación nerviosa, cuyos efectos no pueden ser
más desastrosos.
»Segundo: Helen Monteith tenía en su poder el
arma del crimen. Ella dice que la entregó a su
esposo; pero el curso de los acontecimientos
demuestra lo absurdo de su declaración. El crimen
no puede ser un suicidio. La muerte fue
instantánea y la víctima no se movió del sitio
donde cayó herida. El arma fue hallada a cierta
distancia, limpia de huellas dactilares.
Tercero: Helen Monteith admite haberse hallado
cerca de la cabaña en el instante mismo en que
Sabin era asesinado. Por consiguiente la acusación
contra ella se basa en que tuvo motivo, medios y
oportunidad.
—¿Cómo puede fijar el momento exacto del
asesinato? —preguntó el juez.
—Se trata sólo de sacar deducciones correctas
de pruebas circunstanciales.
—Un momento —intervino Mason—. ¿No sería
conveniente que el sargento Holcomb expusiera al
jurado los diversos elementos que intervienen en
el factor tiempo de este caso y dejar que el jurado
sacara sus propias conclusiones?
—No sé —objetó el juez—. Me interesa abreviar.
—Considero un error hacer lo que aconseja el
señor Mason. La interpretación de las pruebas
circunstanciales exige una gran práctica. Hay
detalles de los que cualquiera sabe sacar
deducciones acertadas; pero en otros, más
complicados, se necesita una práctica de años. Yo
poseo esa práctica, y por lo tanto estoy en
condiciones de interpretar las pruebas en
beneficio del jurado. Por consiguiente, afirmo que
Fremont C. Sabin halló la muerte entre las diez de
la mañana y el mediodía del martes, seis de
septiembre —afirmó el sargento.
—Explique al jurado cómo interpreta las pruebas
que le permiten fijar exactamente el momento del
crimen —indicó el juez.
—En primer lugar sabemos que Fremont C. Sabin
pensaba dirigirse a la cabaña el lunes, día cinco, a
fin de aprovechar la apertura de la temporada de
pesca, que daba comienzo el día seis. Sabemos
que fue allí. Sabemos también que estaba vivo a
las diez de la noche del cinco porque habló por
teléfono con su secretario. Sabemos que se
acostó, que dio cuerda al despertador, después de
haber dispuesto el timbre para las cinco y media.
Sabemos que se levantó, que pescó el límite de
peces que marcan las ordenanzas, y aunque es
muy problemático fijar el tiempo que tardaría en
pescar dicho límite, nuestro interrogatorio de los
otros pescadores de aquel río indica que, con
mucha suerte, pudo quedar listo antes de las
nueve y media. Entre diez y once volvió a la
cabaña. Sin duda había desayunado dos huevos
fritos con tocino y café. Debía de tener más
apetito. Abrió una lata de judías en conserva, las
calentó y se las comió. Hizo eso antes de
preocuparse de guardar los peces en la nevera.
Normalmente, hubiera procedido a limpiar antes
el pescado. No lo hizo porque sentía mucho
apetito.
—¿Por qué no cree que pudiera ser más tarde?
—preguntó el juez.
—Debido a ciertos detalles que sólo un
investigador muy práctico tiene en cuenta —
replicó pacientemente Holcomb—, Fremont C.
Sabin vestía un jersey ligero y unos pantalones. Del
estudio de la temperatura en el interior de la
cabaña he deducido que dicha temperatura varía
enormemente. Está tan rodeada de árboles que
hasta después de las once el sol no da en su
tejado. Entonces la caldea hasta las cuatro, en que
de nuevo la sombra da sobre la cabaña, haciendo
descender muy pronto la temperatura de su
interior.
»Pues bien, en la chimenea estaba todo
dispuesto para encender fuego. Ese fuego no se
había encendido, lo cual demuestra que no era tan
tarde como para hacerse necesaria la ayuda de las
llamas. Desde medio día hasta las cuatro de la
tarde, el calor es tan grande dentro de la vivienda,
que no es posible pensar en aumentarlo con un
fuego de leña. Incluso, excesivo para llevar un
jersey, aunque sea ligero. Los datos del servicio
meteorológico demuestran que los días cinco, seis
y siete fueron muy calurosos, mientras el sol
estuvo en el horizonte. A la altura en que se
encuentra la cabaña, las noches son frías. Por lo
tanto es necesario encender fuego.
—Comprendo —asintió el juez—. Eso indica que
el señor Sabin regresó a la cabaña y comió antes
de que el sol diera de lleno en el tejado.
—Exacto.
—Opino que eso aclara debidamente las cosas —
dijo el juez.
—¿Me permite unas preguntas? —preguntó
Perry Mason.
—Desde luego.
—¿Cómo sabe que el señor Sabin no halló la
muerte el miércoles, día siete, en vez del martes,
seis?
—En parte, debido al estado del cuerpo —dijo
Holcomb—. El cadáver llevaba, al menos seis días
allí. Quizás eran siete. Debido al calor que reinaba
en la cabaña y lo cerrada que estaba, la
descomposición tuvo que ser rápida. Además
existe otra razón: la víctima almorzó huevos con
tocino. El señor Sabin era un pescador entusiasta.
Fue a la cabaña con el fin de estar presente en el
momento de levantarse la veda. Es improbable
que hubiera salido a pescar la primera mañana y
no hubiese cobrado ni una sola presa. De haber
pescado algún pez, hubiésemos hallado pruebas
de que lo había guisado para el almuerzo en vez de
limitarse a comer huevos con tocino. En el cubo de
la basura no se encontraron espinas ni restos de
pescado. Ni tampoco en el hoyo donde se echaban
las basuras.
El sargento dirigió una sonrisa de suficiencia al
jurado, como diciendo: «Ved lo fácil que es evitar
la trampa de un picapleitos.»
—Perfectamente. Miremos las cosas desde otro
punto —siguió Mason—. La leña estaba dispuesta
en la chimenea; pero no había sido encendida,
¿verdad?
—Sí.
—¿Son muy frías allí las mañanas?
—Bastante.
—¿Y las noches?
—También.
—Según usted ha dicho, el despertador sonó a
las cinco y media y el señor Sabin marchó a pescar.
¿No es así?
—Sí.
—Y se preparó un sencillo desayuno.
—Un desayuno rápido —rectificó Holcomb—.
Cuando una persona se levanta a las cinco y media
del día en que termina la veda, está ansiosa por
salir cuanto antes a pescar.
—Lo comprendo —asintió Mason—. Cuando el
señor Sabin volvió de pescar estaba, como se dice,
muñéndose de hambre. Es lógico suponer que lo
primero que hizo al entrar en casa y quitarse las
botas, fue preparar la comida. Después de eso, lo
más urgente para él hubiera sido limpiar el
pescado y meterlo en la nevera, ¿no es cierto?
—Sí.
—Pero sin embargo, de acuerdo con su teoría, lo
que hizo el señor Sabin en cuanto terminó de
comer fue disponer la leña para el fuego.
—No; debió de hacerlo la noche anterior. —
Meditó unos instantes y agregó triunfante: —
¡Claro! Lo hizo la noche anterior. Por la mañana no
tuvo tiempo de hacerlo. En cuanto se levantó
tomó el desayuno y marchó a pescar.
—Exacto —asintió Mason—. Pero supongo que
la noche anterior debió ciertamente de necesitar
fuego, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Sabemos que el lunes, por la tarde, a las
cuatro, estaba en su cabaña —siguió Mason—.
Podemos suponer que permaneció en ella hasta
poco antes de las diez de la noche, en que marchó
a telefonear. Si el lunes por la noche hizo frío, ¿por
qué no encendió fuego?
—Tuvo que encenderlo —replicó Holcomb—.
Nada indica que no lo hiciese.
—Desde luego; pero cuando se encontró el
cadáver, en la chimenea estaba dispuesta la leña
para otro fuego. Por consiguiente, y de acuerdo
con la teoría expuesta por usted, Fremont C. Sabin
preparó dicho fuego el lunes por la noche, en el
hogar caliente, o bien lo hizo al otro día, al volver
de pescar, antes de preocuparse de limpiar los
pescados. ¿Le parece lógico eso?
Holcomb vaciló. Por fin dijo:
—Es un pequeño detalle que carece de
verdadera importancia.
—Entendido. ¿Y qué hace usted cuando se
encuentra con uno de esos detalles de poca
importancia?
—Los paso por alto.
—¿Y cuántos así ha pasado por alto para llegar a
la conclusión de que Helen Monteith asesinó a
Fremont C. Sabin?
—Sólo uno.
—Bien. Examinemos las pruebas desde otro
punto de vista. Por ejemplo, fijémonos en el
despertador. La cuerda del timbre estaba
terminada, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y dónde estaba colocado el despertador?
—En una especie de mesita de noche.
—¿Muy cerca del durmiente?
—Sí.
—¿Al alcance de su mano?
—Sí.
—¿Estaba hecha la cama?
—Sí.
—Por consiguiente, el señor Sabin, al levantarse
para ir de pesca, se entretuvo el tiempo suficiente
para hacer la cama y fregar los platos del
desayuno.
—El hacer la cama no lleva mucho tiempo —
replicó Holcomb.
—¿Observó si la cama tenía sábanas limpias?
—Sí.
—Entonces el señor Sabin no solamente se
entretuvo en hacer la cama, sino que incluso
cambió las sábanas por otras. ¿Encontró en algún
sitio las sábanas sucias?
—No recuerdo —replicó Holcomb.
—En la cabaña no era fácil lavar. La ropa sucia
era llevada por el señor Sabin a la ciudad. Cuando
estaba limpia la volvía a subir a la cabaña.
—Eso creo.
—Entonces, ¿qué fue lo que se hizo de las
sábanas sucias?
—No lo sé —protestó irritado Holcomb—. Eso no
tiene importancia…
—Desde luego —sonrió Mason—. Volvamos,
pues, al despertador. ¿Dice que la cuerda del
timbre estaba completamente acabada?
—Sí.
—Supongo que el reloj tendrá algo con que
interrumpir los timbrazos.
—Todos los despertadores lo tienen.
—Sin embargo, el timbre no había sido parado.
—No me fijé… Bueno, no. Ya he dicho que no
había ya cuerda…
—Entonces, señor Holcomb, ¿cree lógico un
técnico en pruebas circunstanciales que una
persona deje que el despertador suene hasta que
se termine la cuerda?
—Hay personas que duermen más
profundamente que otras.
—Es verdad; pero cuando uno se despierta a
causa de oír el timbre del despertador, lo primero
que hace, instintivamente, es pararlo, siempre que
el reloj esté al alcance de su mano. ¿No es cierto?
—Hombre… Puede ser que en ciertos casos no
sea así. —El rostro de Holcomb iba
ensombreciéndose. —Hay quienes, después de
haberse parado por sí solo el despertador, vuelven
a dormirse. Por eso ponen el reloj lejos de su
alcance.
—Lo sé, pero éste no es nuestro caso, ya que el
despertador fue colocado cerca de la mano del
durmiente, sin duda con el exclusivo objeto de
pararlo tan pronto como empezara a sonar. ¿No lo
cree usted así?
—Sí, creo que sí.
—Pero nada de eso ocurrió.
—Tal vez su sueño era muy fuerte.
—¿Quiere decir que quizá Sabin no se despertara
hasta que el timbre dejó de sonar?
—Sí.
—Cuando a un despertador se le termina la
cuerda del timbre hace muy poco ruido, y no veo
cómo pudo despertarle el poco ruido si el mucho
no lo hizo.
—Todo eso no conduce a nada —protestó
Holcomb—. La cuerda del timbre se terminó. El
señor Sabin se levantó. No se quedó en la cama.
Salió a pescar. Tal vez el reloj no logró despertarle
y por ello se levantó media hora más tarde.
—Y entonces, a pesar de haber perdido tanto
tiempo se entretuvo en prepararse el desayuno,
en fregar los platos, en hacer la cama, en cambiar
las sábanas, en preparar la leña en el hogar, en
meter las sábanas sucias en el auto y en bajar con
ellas a la ciudad a que las lavasen. Por último
volvió a la cabaña y fue de pesca.
—Todo eso es absurdo —gruñó Holcomb.
—¿Por qué es absurdo?
El sargento permaneció callado.
—Ya que no parece usted en condiciones de
contestar a mi pregunta, sargento —siguió Masón
—, volvamos al despertador. Creo recordar que
llevó usted a cabo diversos experimentos con
relojes semejantes. ¿Comprobó cuánto tiempo
necesitan para acabar la cuerda?
—Según el fabricante, la cuerda se les termina a
las treinta o a las treinta y seis horas. El reloj de
Sabin se paró a las treinta y dos horas y veinte
minutos de haberle dado cuerda.
—En ese caso debió de darse cuerda al reloj a
eso de las seis y veinte minutos, ¿verdad?
—¿Qué hay de malo en ello?
—Nada. Sólo le ruego que interprete las pruebas
en beneficio del jurado.
—Está bien, se dio cuerda al reloj a las seis y
veinte. ¿Y qué?
—¿Cree que fueron las seis y veinte de la
mañana o de la tarde?
—Por la tarde. El despertador estaba dispuesto
para sonar a las cinco y media de la mañana. De
haber dado cuerda al reloj por la mañana, hubiese
dado cuerda también al timbre. Es indudable que
se dio cuerda al reloj a las seis y veinte de la tarde.
—Muy bien. Eso era lo que deseaba saber. ¿Ha
examinado la factura de las conferencias
telefónicas celebradas desde la cabaña?
—Sí.
—Entonces habrá comprobado que la última
tuvo lugar a las cuatro de la tarde del lunes, cinco
de septiembre, y fue dirigida, según se vio, a
Randolph Bolding, el perito calígrafo.
—Sí.
—¿Habló usted con el señor Bolding acerca de
dicha llamada?
—Sí.
—¿Conocía el señor Bolding personalmente al
señor Sabin?
—Sí.
—¿Le preguntó usted si reconoció la voz del
señor Sabin?
—Sí. Me dijo que estaba seguro de haber
hablado con el señor Sabin. Antes había hecho ya
algunos trabajos para él.
—¿No es cierto que Sabin le preguntó a Bolding
si había llegado a alguna conclusión respecto a los
cheques que le había entregado?
—Sí.
—Y Bolding contestó que, efectivamente los
cheques estaban falsificados; pero que no podía
decir que el endoso hubiera sido escrito por la
misma mano que trazó la escritura de la carta que
Bolding había recibido como muestra, ¿no es así?
También debió de decirle que estaba casi seguro
de que la letra no era de la misma mano, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué más dijo el señor Sabin?
—El señor Sabin anunció el envío de otro sobre
conteniendo seis o siete muestras de escritura de
otras tantas personas distintas.
—¿Se recibió ese sobre?
—No.
—Eso quiere decir que el señor Sabin no pudo
echar la carta al correo.
—Tal vez.
—Volvamos, pues, de momento, a la identidad
del asesino. Sabemos que el señor Sabin
sospechaba de Steve Watkins como autor de la
falsificación de unos cheques muy importantes. Un
perito calígrafo estudiaba la escritura de Steve
Watkins. Pues bien, si Steve era culpable, ¿no
hubiera sido muy lógico que tratase de cerrar la
boca de su padrastro, asesinándolo?
El sargento Holcomb sonrió.
—No puede ser, por la sencilla razón de que
Watkins tiene una perfecta coartada. Numerosos
testigos le vieron marchar en avión hacia Nueva
York poco después de las diez de la noche del
lunes, día cinco. Sabemos lo que hizo en todo
momento a partir de aquella hora.
—Desde luego; siempre que aceptemos como
cierto que Fremont C. Sabin fue asesinado el
martes, día seis; pero lo malo en su razonamiento
es que nada nos demuestra que no fuera
asesinado el día cinco.
—¿El cinco? ¡Imposible! La temporada de pesca
no empieza hasta el día seis y Fremont C. Sabin no
hubiera pescado, como lo hizo, antes de levantarse
la veda.
—En efecto, opino como usted, que el señor
Sabin no hubiera pescado antes de que se
levantara la veda; pero el asesino no tenía por qué
pararse ante un detalle de tan poca importancia
en comparación con el crimen que iba a cometer.
Como ve, sus razonamientos no tienen ninguna
base sólida. Usted, sargento, llegó a la conclusión
de que Helen Monteith había matado a Fremont C.
Sabin a las once de la mañana del martes, día seis
de septiembre, y por ello interpretó hacia ese fin
todas las pruebas circunstanciales. Un juicio
imparcial nos demuestra que Fremont C. Sabin fue
asesinado a eso de las cuatro de la tarde del lunes,
cinco de septiembre. El asesino, enterado de que
pasaría algún tiempo antes de que se descubriese
su delito, dio los pasos necesarios para lanzar a la
policía sobre una pista falsa, a la vez que se
preparaba una coartada magnífica por el simple
medio de pescar, antes o después, una cantidad
limitada de peces y meterlos en la cesta.
»Para llegar a esa conclusión, sargento, no debe
usted despreciar ningún detalle, por ínfimo que le
parezca. Si las sábanas estaban sin usar era,
sencillamente, porque no se durmió en aquella
cama. El reloj se detuvo a las dos y cuarenta y siete
minutos porque el asesino abandonó la cabaña
aproximadamente a las seis y veinte de la tarde, y
a esa hora dio cuerda al reloj, después de haber
dispuesto todas las pruebas. El motivo de que el
timbre agotara la cuerda está en que el único ser
humano que, cuando sonó, se encontraba en la
cabaña, estaba muerto. Y la razón de que el
asesino se mostrara tan solícito con el loro era que
deseaba que el loro cometiese un perjurio al
recitar las palabras que el asesino se había
preocupado en enseñarle: «¡Suelta esa pistola,
Helen! ¡No dispares! ¡Dios mío, me has matado!».
El fuego estaba preparado en el hogar porque
Sabin aún no había necesitado encenderlo. Y la
víctima llevaba un jersey ligero, porque el sol
acababa de ocultarse y comenzaba a hacer un
poco de frío. Sin embargo, le mataron antes de
que necesitase encender el fuego del hogar.
»Sabin abrió la puerta al asesino porque éste era
persona conocida por él. No obstante, se
consideraba en peligro, por lo cual se proveyó de
un arma. El asesino también iba provisto de una
pistola; pero al ver el derringer sobre la mesita de
noche, comprendió en seguida las ventajas de
cometer el crimen con aquella arma, en vez de
utilizar la que había traído. El criminal sólo
necesitó empuñar la pistola y disparar.
»Ahora, sargento, tenga la bondad de decir qué
hay de malo en mi teoría. Demuestre los errores
que pueden existir en ella. Creo que los señores
del jurado tendrán mucho gusto en oírle rebatir
mis argumentos.
Holcomb agitóse nerviosamente en su sillón.
—No creo que Steve Watkins sea culpable —dijo
—. Usted intenta proteger a Helen Monteith.
—Demuestre algún punto débil de mi teoría.
—Todo es falso.
—Hágame ver un solo fallo.
De pronto el sargento Holcomb soltó una
estrepitosa carcajada.
—¿Cómo pudo ser asesinado Sabin a las cuatro
de la tarde del lunes si el mismo día, a las diez de
la noche, estuvo hablando por teléfono con su
secretario? —preguntó.
—No pudo hablar con su secretario por la
sencilla razón de que no lo hizo —replicó Mason.
—No, señor Mason. Eso demuestra que su teoría
es completamente falsa e inconsistente… Pero…
pe…
—Sí, sargento —sonrió Mason—. Tiene usted
razón. Como acaba de comprender en este mismo
instante, Richard Waid es el asesino.
El sheriff se puso en pie de un salto.
—¿Dónde está Richard Waid? —gritó.
Los espectadores cambiaron miradas de
asombro. Dos de los que estaban cerca de la
puerta dijeron:
—Si era el joven que se sentaba en esa silla se
levantó y se fue hace unos dos minutos.
El juez anunció:
—Se interrumpe por media hora la encuesta.
Un zumbido de asombro y nerviosismo llenó la
sala. Los que estaban más cerca de la puerta
salieron precipitadamente a la calle. El sheriff
llamó a uno de sus agentes y le dijo:
—Corre al teletipo y da orden de que se vigilen
todas las carreteras; que la policía de la ciudad
avise a los autos patrulla.
—Creo que esto lo aclara todo.
Capítulo 13

Mason aguardaba en el despacho del sheriff a


que se ultimasen los formulismos para poner en
libertad a Helen Monteith. La joven, como
atontada, se hallaba en una silla próxima.
Barnes, interrumpido continuamente por las
llamadas telefónicas que se sucedían, trataba de
explicarse la verdad por medio de preguntas a
Mason.
—No comprendo cómo descubrió todo eso —
dijo.
—Muy sencillamente —contestó Perry—. El
asesino tenía que ser alguien que tuviese acceso al
loro; alguien que hubiera planeado desde mucho
antes el crimen; alguien que desease cargarlo a
Helen Watkins Sabin, ya que, sin duda alguna, no
conocía la existencia de Helen Monteith. Sabiendo
que Fremont llevaba con él muy a menudo el
pájaro a la cabaña, y que Sabin estaría en dicho
lugar al abrirse la temporada de pesca, ese alguien
comenzó a enseñar al loro a repetir las palabras:
«¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No dispares! ¡Dios
mío, me has matado!» El crimen debió de idearse
con todo detalle. Sabin debía llegar el lunes, día
cinco, recoger el animal y marchar a la cabaña. El
asesino lo tenía dispuesto todo para su coartada.
»Sabin enredó las cosas presentándose el día dos
y llevándose el bicho. Mientras lo tenía en su
poder debió de oír sus palabras acerca de Helen y
de la pistola. Aunque nunca sabremos la verdad
exacta, es indudable que el hombre temió por su
vida. Entonces, deseando tener un loro junto a él,
ya porque no pudiera pasar sin esa clase de pájaro
o porque deseara engañar al hombre que
proyectaba asesinarlo, compró otro loro y dejó a
«Casanova» en poder de Helen, a quien, de paso,
le pidió una pistola. No obstante estas
precauciones, le asesinaron. El criminal supuso,
equivocadamente, que el pájaro de la jaula era
«Casanova» y tomó sus precauciones para que no
muriera antes de que el cadáver de Sabin fuera
descubierto.
«Mientras tanto, Sabin, creyendo que su divorcio
estaba en marcha y suponiendo que antes de
mucho estaría en libertad de volverse a casar,
celebró su boda, en México, con Helen Monteith.
Más tarde esperaba repetir más legalmente la
ceremonia.
»Waid, oculto en la vieja cabaña desde donde
interfería las conferencias telefónicas de Sabin,
esperaba el momento oportuno para dar su golpe.
—¿Por qué tenía tanto interés en oír las
conferencias? —preguntó Barnes.
—Porque el éxito de su plan se basaba en que
debía marchar en avión con Steve Watkins, a fin de
tener una coartada a toda prueba. La única
oportunidad para ello se la ofrecía el viaje
dispuesto a Nueva York para entregar los cien mil
dólares a la esposa de Sabin. Waid estaba
enterado de que su jefe comunicaba casi cada día
con su mujer y, por lo tanto, debía saber todo lo
que decían a fin de que nada saliera mal.
«Mientras escuchaba estas conferencias oyó una
entre Bolding y Sabin. De pronto se dio cuenta de
que si Sabin enviaba al perito las muestras de
escritura de todas las personas con quienes tenía
relaciones comerciales, entre ellas estaría la de su
propia letra. Por consiguiente, el calígrafo
descubriría, por medio de los endosos de los
cheques, quién había sido el falsificador de los
mismos. Entonces comprendió que no debía
perder un segundo. Supongo que debió de haber
fijado para las ocho de la noche el momento del
crimen, para lo cual tenía ya los pescados y todo lo
otro. Anticipó, pues, su delito a fin de que los
documentos no fueran enviados a Bolding. Salió de
su cabaña, sin recoger el cigarrillo, y se dispuso a
matar a su jefe.
—¿Por qué no me avisó usted a tiempo para
detener a Waid?
—Porque las pruebas quedarían reforzadas si
Waid, asustado, trataba de escapar. Por sí sola, la
huida es ya una demostración de culpabilidad. En
cuanto el secretario se dio cuenta de que había
matado a un loro por otro, comprendió lo
acusadora que resultaría la prueba suministrada
por «Casanova», ya que no costaría nada
demostrar que las palabras que pronunciaba el
bicho no eran las últimas de Fremont Sabin, sino
otras que le fueron enseñadas por alguien
interesado en hacer recaer las culpas de su muerte
sobre Helen Watkins. Waid era la única persona,
además de Charles Sabin, que tenía acceso libre al
loro, ya que Steve Watkins no había vivido nunca
en casa de su padrastro y la señora Sabin llevaba
seis semanas fuera de ella.
»De todas las coartadas, ninguna mejor que la
del loro. «Casanova» no estuvo presente en la
cabaña cuando se cometió el crimen. Eso lo
confirma la declaración de la señora Winters. Por
consiguiente, el pájaro no pudo oír a su amo decir
aquellas palabras. Yo tenía la seguridad de que el
asesino me había oído hablar de dos loros. Charles
Sabin estaba enterado de que el pájaro
encontrado en la cabaña no era «Casanova». La
noticia sólo podía ser nueva para la señora Sabin,
Steve y Waid. Éste comprendió que era necesario
matar al animal. Ignoraba que otras personas
hubieran oído sus palabras de «¡Suelta esa pistola,
Helen!» y lo demás. Eso es lo malo de enseñar una
frase a un loro. Nunca se sabe cuándo la dirá, ni si
llegará en el resto de su vida a repetirla.
»Waid tuvo suerte en un detalle. Nunca pensó
en cargar la culpa del crimen sobre Helen
Monteith, de cuya existencia no estaba enterado.
Él quería acusar a la otra Helen. Imaginen su
consternación al descubrir que Helen Watkins
tenía una coartada; que estuvo en el tribunal en el
momento en que, supuestamente, se cometió el
crimen. Entonces comprendió que podía cargar su
culpa sobre Helen Monteith. Pero antes necesitaba
quitar de en medio al loro. Luego recobró la
confianza al saber la falsedad del decreto de
divorcio y que la señora Sabin no tenía coartada.
»Después de demostrarse que Sabin no podía
estar vivo a las diez de la noche del lunes, la
declaración de Waid de haber hablado con su jefe
no podía ser cierta.
—Deseo que lo ahorquen —murmuró Helen
Monteith—. Mató al hombre más bueno del
mundo. Al más considerado. Nunca pasó por alto
nada que pudiese beneficiarme.
—Lo creo… —empezó Mason; de pronto se
interrumpió.
—¿Qué ocurre? —preguntó Barnes.
—¡El testamento! —exclamó Mason—. Lo
extendió después de haberse casado con usted y, a
pesar de ello, su nombre no figura en ninguno de
los legados. ¿Por qué la olvidó?
—No lo sé. Debió de tener sus razones. Además
yo no quería el dinero, le quería a él.
—De todas formas es extraño. Fremont C. Sabin
pensó en todos los seres queridos y, no obstante,
se olvidó de aquella a quien más amaba.
—Tal vez no creyó que podía morir —sugirió el
sheriff—. Indudablemente tenía dispuesto un
segundo matrimonio para reforzar el de México…
Mason negó con la cabeza.
—No, eso no encaja. En su testamento, Sabin lo
prevé todo, incluso la posibilidad de que pudiera
morir antes de que se dictase la sentencia de
divorcio, para lo cual deja dispuesto lo que ha de
percibir Helen Watkins. De quien no dice nada en
absoluto es de su última esposa.
—No necesito dinero —dijo Helen—. Sabré
ganarme la vida.
De súbito, Mason volvióse hacia Della y le
ordenó:
—Corra a buscar el auto, llene los depósitos de
gasolina y aceite. Tenemos que hacer un viaje algo
largo.
Luego se encaró con Barnes y le dijo:
—Le ruego, como favor especial, que abrevie
todos los trámites. Necesito llevarme en seguida a
Helen Monteith.
El sheriff lo miró pensativo.
—¿Cree que corre algún riesgo? —preguntó.
El abogado no contestó a la pregunta. Volvióse
hacia Helen y preguntó:
—¿Se ve con ánimo de acompañarme a
comprobar una parte de su coartada?
—¿Qué quiere decir, señor Mason?
—Tendrá usted que hacer algo que tal vez le
resulte doloroso, pero es necesario. Deseo aclarar
un punto. ¿Tendrá fuerzas para acompañarme a
Santa Delbarra? ¿Podría indicarme en qué
habitación estuvieron usted y su marido?
—Desde luego, pero no comprendo…
Mason miró a Barnes.
—Hemos estado hablando de los efectos
cegadores de las pruebas circunstanciales. Cuando
uno llega a una idea fija todo lo interpreta de
acuerdo con dicha creencia. Es una costumbre
peligrosa en la que yo también he caído. Me he
esforzado tanto en preparar la trampa para los
demás, que a última hora yo me he metido
también en ella.
—No lo entiendo —replicó Barnes—. Pero todo
está preparado para la marcha de la señora
Monteith. Tenga la bondad de recoger sus cosas y
su dinero. Firme el recibo.
Cuando Helen Monteith acababa de llenar todos
los requisitos que impone la Ley llegó Della Street,
anunciando a Mason:
—El auto está dispuesto, jefe.
Mason cambió un apretón de manos con el
sheriff, diciendo:
—Puede ser que más tarde le llame por teléfono.
Luego, cogiendo del brazo a Helen, la arrastró a la
calle, haciéndola subir al auto y partiendo en
seguida hacia Santa Delbarra. Por dos veces,
durante el trayecto, Helen Monteith intentó
averiguar las intenciones de Mason. Este se negó a
comunicarle nada.
Cuando llegaron a Santa Delbarra y se
detuvieron frente al hotel, Mason preguntó:
—¿Recuerda el número de la habitación?
—El veintinueve —contestó la joven.
—Bien. Della, entre en el hotel y pregunte en el
despacho de recepción si el cuarto veintinueve
está ocupado. Si lo está, pregunte por quién.
Mientras Della obedecía, Mason cogió del brazo
a su cliente y la hizo entrar en el edificio.
—¿Hay ascensor? —preguntó Mason.
—No —contestó Helen—. Hay que subir a pie.
Della Street acudió al encuentro de los dos. Tenía
los ojos desorbitados por el asombro.
—Jefe… —empezó.
—Más tarde —indicó Mason.
Subieron por la vieja escalera hasta el tercer
piso, recorrieron el largo pasillo, cubierto por una
gastada alfombra, y al fin se detuvieron frente a
una puerta.
—Esta es la habitación —dijo Helen.
—Bien —replicó Mason—. Está ocupada,
¿verdad, Della?
La secretaria asintió con un movimiento de
cabeza. Mason sólo necesitó examinar aquel
rostro para comprender todo cuanto hubiera
podido decirle la joven.
El abogado llamó a la puerta.
Dentro sonaron pasos. Mason se volvió hacia
Helen.
—Prepárese para una gran emoción. No quise
decírselo antes porque temía estar equivocado,
pero,..
Se abrió la puerta. En el umbral apareció un
hombre alto, muy erguido, que les miraba con la
fijeza de quien está acostumbrado a enfrentarse
sin temor con las vicisitudes de la vida.
Helen Monteith lanzó un grito de espanto,
retrocedió, tropezando con Mason, quien la
contuvo, diciendo:
—Calma.
—¡George! —susurró la mujer.
Avanzó un poco, alargando una mano para
tocarle, como si temiese que se desvaneciera
como una pompa de jabón. Se le antojó que
soñaba.
—¿Qué ocurre, Helen? —preguntó el hombre—.
Me miras como si vieses a un fantasma.
Helen Monteith le abrazó, sollozando, diciendo
palabras incoherentes, mientras que el
desconocido le decía:
—Todo va bien, nenita. Esta tarde he escrito una
carta. He encontrado ya la tienda que necesitaba.
Capítulo 14

George Wallman estaba sentado en la mecedora


de su cuarto. En el suelo, junto a él, con las mejillas
brillantes de lágrimas de felicidad, Helen le
abrazaba las rodillas. Perry Mason se había
instalado en una silla de junco y Della Street a los
pies de la cama.
—Sí, cuando Fremont ganó tanto dinero cambié
de apellido —dijo George Wallman—. La gente
siempre nos confundía, pues nos parecíamos
mucho. No me gustaba que la gente dijese de mí
que tenía un hermano millonario. No éramos
gemelos, pero al parecer nuestra semejanza se
hizo muy notable.
»Wallman era el apellido de soltera de mi madre.
El hijo de Fremont fue bautizado con los nombres
de Charles Wallman Sabin. Yo adopté el nombre
de George Wallman.
»Durante algún tiempo, Fremont me creyó loco;
pero cuando fue a visitarme a Kansas pudimos
hablar. Creo que fue entonces cuando Fremont
empezó a ver la luz de la verdad. Si se hubiera
limitado a ganar unos miles de dólares en vez de
acumular millones, aún estaría vivo. Claro que yo
también he sido un loco no pensando en el
mañana.
»Poco a poco Fremont y yo intimamos. Cuando
me trasladé al Oeste me visitó muy a menudo.
Incluso viajamos varias veces en su auto y estuve
en su cabaña. Fremont me dijo que guardaba
secretas nuestras relaciones, pues temía que sus
socios le creyeran un poco chiflado si se enteraban
de mis filosofías.
»Yo estaba encantado. Poco después de mi
matrimonio Fremont fue a vernos a San Molinas y
habló conmigo.
—¿Estaba enterado de su boda?
—Claro. Me dio las llaves de su cabaña y me dijo
que fuésemos a pasar allí la luna de miel. Prometió
dejarme utilizar la vivienda siempre que yo lo
deseara.
—Continúe.
—Fremont acudió con su loro. El pájaro decía
continuamente: «¡Suelta esa pistola, Helen! ¡No
dispares! ¡Dios mío, me has matado!» Eso me
inquietó. Soy bastante entendido en loros. Yo fui
quien regaló «Casanova» a Fremont. Sabía, por lo
tanto, que «Casanova» no era capaz de repetir una
frase a menos que alguien se hubiera molestado
en enseñársela pacientemente. No todos los loros
son iguales. Advertí a Fremont de que corría algún
grave peligro. Él no me creyó; pero al fin logré
convencerle de que me dejase el pájaro para ver si
me era posible hallar alguna pista que nos
condujese a la persona que le enseñó a repetir
aquellas palabras. Convencí a mi hermano de que
comprase otro loro.
—¿Entonces fue Fremont quien compró el otro
bicho? —inquirió Mason.
—Sí.
—Continúe.
—Fremont compró el otro pájaro para que nadie
sospechase que yo estaba estudiando a
«Casanova». Quise proporcionar un arma a
Fremont y le pedí a Helen que me la suministrase,
así como los cartuchos necesarios. Todo ello se lo
entregué a mi hermano. Luego él se marchó a la
cabaña y yo me vine a Santa Delbarra para ver de
encontrar local donde instalar la tienda de
comestibles. No leo los periódicos porque me
aburren. Mi lectura habitual son las revistas
mensuales, algunas biografías y los libros
científicos. Paso mucho tiempo en las bibliotecas.
—Me temo que tenga que variar su manera de
vivir —sonrió Mason—. Según el testamento de su
hermano, hereda usted una fortuna.
George Wallman reflexionó un momento, luego
miró a su esposa y, dándole unas palmadas en la
espalda, le preguntó:
—¿Qué te parece, aceptamos lo necesario para
abrir una tienda o les decimos contentos que se lo
guarden?
—Haz lo que quieras —dijo—. El dinero no
compra la felicidad.
Mason se puso en pie e hizo señas a Della Street.
—¿Se marchan? —preguntó Wallman.
—No me queda ya nada que hacer aquí —replicó
Mason. Wallman se puso en pie y estrechó
fuertemente la mano de Perry.
—Por lo que he oído, ha hecho usted un gran
trabajo, señor Mason.
—Quizás —admitió el abogado—. Y le aseguro
que jamás he tenido un caso ni un cliente más
agradable. Vamos, Della.
Descendieron por la gimiente escalera. Cuando
se acomodaron en el auto, Della Street dijo:
—Me siento tan feliz, jefe, que me entran ganas
de llorar.
—Esto deja un buen sabor de boca, ¿verdad,
Della? —comentó pensativo, Mason.
La joven movió afirmativamente la cabeza.
—Debe de ser maravilloso disfrutar de una
felicidad así.
El auto avanzaba a la luz de la luna por la
carretera bordeada de palmeras. Della y Perry
permanecían sumidos en profundas meditaciones.
Era ese silencio de los seres que no necesitan
palabras para comprenderse.
Al fin Mason conectó la radio.
—No sé lo que pensará usted, Della —dijo—;
pero yo me muero de ganas por oír un buen
programa de valses… o un poco de música
hawaiana. Es necesario distraer el espíritu.
La radio comenzó a sonar. Se estaban dando
noticias de Prensa. El locutor hablaba
precisamente de Mason.
—… el famoso abogado Perry Mason. —Hubo
una pausa y luego la voz prosiguió: —El sheriff
Barnes ha declarado que buscó por un sinfín de
sitios y que el encontrar a Richard Waid en la
cabaña que utilizó para interferir las conferencias
telefónicas de Fremont C. Sabin fue debido en
parte a la suerte, ya que no se creyó que el asesino
pudiera haberse escondido en aquel lugar. El
sargento Holcomb, de la Policía Metropolitana, ha
concedido una larga entrevista a los periodistas.
«Estaba seguro de que Waid se dirigía a la cabaña
—dijo—. No puedo contarles todos los detalles
que me hicieron llegar a tal conclusión, pero les
doy mi palabra de que no dudé ni un momento de
que allí cazaríamos a Waid. El asesino ofreció una
desesperada resistencia; pero fue capturado vivo.»
Mason redujo al silencio el aparato.
—Por algún tiempo ya tenemos bastante de
policía y de crímenes, Della. No puedo olvidar a
George Wallman y sus filosofías.
Della Street recostóse en el respaldo de su
asiento. La claridad lunar aureolaba su rostro.
—Señor, piensa en los hombres que viven para
bendecirte —murmuró. Mason echóse a reír.
—En vez de eso pensemos en la luz de la luna,
Della. La joven apoyó un momento la mano en el
brazo de Mason y murmuró:
—Sí, pensemos en la luz de la luna.
***
© Titulo del original inglés:
The case of perjured parrot -1.939
© 1982 Traducción, J. Mallorquí
© 1982 Editorial Molino
Círculo de Lectores, S.A. Valencia, 344
Depósito legal B. 28073-1981
ISBN 84-272-0703-4

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