Cristolog+¡a SS Juan Pablo Segundo
Cristolog+¡a SS Juan Pablo Segundo
Cristolog+¡a SS Juan Pablo Segundo
Cristología.
Jesús, Hijo de Dios y Salvador
El Hijo de Dios “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y... se encarnó.”
1. Con la catequesis de la semana pasada, siguiendo los Símbolos más antiguos de la fe cristiana, hemos iniciado un nuevo
ciclo de reflexiones sobre Jesucristo. El Símbolo Apostólico proclama: “Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios)”. El
Símbolo Niceno-constantinopolitano, después de haber definido con precisión aún mayor el origen divino de Jesucristo
como Hijo de Dios, continúa declarando que este Hijo de Dios “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del
cielo y... se encarnó”.
Como vemos, el núcleo central de la fe cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo de Dios e
Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El,
Hijo suyo y Salvador del mundo (la verdad sotereológica).
2. Si en las catequesis precedentes hemos tratado del mal, y especialmente del pecado, lo hemos hecho también para
preparar el ciclo presente sobre Jesucristo Salvador. Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente del
pecado. La Revelación contenida en la Sagrada Escritura, comenzando por el Proto-Evangelio (Gén 3, 15), nos abre a la
verdad de que sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la existencia humana. Dios, al
revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su providente Ordenador, se revela al mismo tiempo como Salvador:
como Quien libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre voluntad de la criatura. Este es el culmen del
proyecto creador obrado por la Providencia de Dios, en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios
Salvador (sotereología) están íntimamente unidos.
Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el mundo está “creado y conservado por el amor del
Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado" (cf. Gaudium et
spes 2).
3. El nombre “Jesús”, considerado en su significado etimológico, quiere decir “Yahvé libera”, salva, ayuda. Antes de la
esclavitud de Babilonia se expresaba en la forma “Jehosua”: nombre teofórico que contiene la raíz del santísimo nombre
de Yahvé. Después de la esclavitud babilónica tomó la forma abreviada “Jeshua”que en la traducción de los Setenta se
transcribió como “Jesoûs”, de aquí “Jesús”.
El nombre estaba bastante difundido, tanto en a antigua como en la Nueva Alianza. Es, pues, el nombre que tenía Josué,
que después de la muerte de Moisés introdujo a los israelitas en la tierra prometida: “EI fue, según su nombre, grande en la
salud de los elegidos del Señor... para poner a Israel en posesión de su heredad” (Eclo 46, 1-2). Jesús, hijo de Sirah, fue el
compilador del libro del Eclesiástico (50, 27). En la genealogía del Salvador, relatada en el Evangelio según Lucas,
encontramos citado a “Er, hijo de Jesús” (Lc 3, 28-29). Entre los colaboradores de San Pablo está también un tal
Jesús, “llamado Justo” (cf. Col 4, 11).
1. Es el lema escogido este año para la "Semana de Oración por la unidad de los cristianos" que se está
celebrando en todo el mundo. La anual "Semana de Oración" implica cada vez más a los cristianos: católicos,
ortodoxos, anglicanos y protestantes se reúnen en asambleas comunes para invocar el perdón por el pecado
de la división, y el don de la unidad. Esta celebración común resulta espiritualmente dinámica; anima desde
dentro el movimiento hacia la unidad; lo sostiene en los momentos difíciles; lo mantiene constantemente
orientado al justo fin.
El tema elegido para este año pide que nos fijemos en la raíz última de la unidad eclesial: la unión en Cristo.
Por el sacrificio de Jesucristo, muerto y resucitado por la salvación del mundo, Dios nos ha reconciliado
consigo. Hemos sido redimidos por la sangre de Cristo. Incorporados a Él, participamos de su vida. Por
consiguiente, estamos llamados a una vida nueva (cf. Rom 6, 4).
A los primeros cristianos de Corinto, afligidos por divisiones internas, San Pablo, en su segunda Carta,
recuerda con fuerza que lo viejo ha pasado. Y lo viejo es: el odio, el antagonismo, las divisiones, el pecado.
Pablo también les recuerda que ha nacido lo nuevo: la reconciliación, la caridad, la solidaridad, la unidad. Y
añade una frase lapidaria y densa: "El que es de Cristo se ha hecho una criatura nueva” (2 Cor, 5, 17).
Por el sacramento del bautismo, debidamente administrado y recibido con la requerida disposición de
alma,"el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y glorioso y se regenera para el consorcio de la
vida divina... El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los
que con él se han regenerado" (Unitatis redintegratio, 22).
Este vínculo profundo, que permanece a pesar de cualquier división, es el fundamento sólido de la unidad.
Pero no se trata de un fundamento estático. Pues del bautismo común emana una exigencia muy urgente de
la realización plena de la unidad, en la comunión eclesial, de toda la comunidad cristiana, sin ninguna
división de fe, aun en la variedad de expresiones legítimas de tradiciones litúrgicas y disciplinares (cf.
Unitatis redintegratio, 1).
La unidad radical en Cristo exige la plena comunión de fe y de vida para que la comunidad cristiana pueda
dar un testimonio cada vez más convincente de la nueva creación, a la que el Señor llama a toda la
humanidad.
3. La "Jornada de Oración" que celebramos en Asís con el fin de impetrar para el mundo -en el contexto de
un proyecto más amplio- dio también ocasión para una oración común entre los cristianos. Esta se basaba en
la fe común en Jesucristo, Salvador del mundo y Príncipe de la paz. Junto a los creyentes de las demás
religiones que, también ellos, rezaban por la paz, la oración común entre los cristianos expresaba lo
específicamente cristiano que nos une en la fe fundamental y en la vocación común. Constituía casi la
experiencia anticipada del día en que no habrá ya divisiones.
Al mismo tiempo, manifestaba el servicio común que los cristianos pueden y deben dar juntos en favor del
hombre de nuestro tiempo.
El último Sínodo Extraordinario de los Obispos ha declarado que el ecumenismo está inscrito profunda e
indeleblemente en la conciencia de la Iglesia. Y añade que "el diálogo ecuménico hace que se vea a la Iglesia
más claramente como sacramento de unidad. La comunión entre los católicos y otros cristianos, aunque sea
incompleta, llama también a todos a la colaboración en muchos campos y hace así posible, de alguna
manera, un testimonio común del amor salvífico de Dios hacia el mundo necesitado de salvación" (Relación
final, II, C, 7).
Desde las perspectivas surgidas del encuentro de Asís, la oración por la unidad de los cristianos puede recibir
un nuevo impulso y un reforzado compromiso.
4. Para desarrollar en nuestro tiempo el ministerio de la reconciliación (2 Cor 5, 18) hace falta estar
plenamente reconciliados con Dios y con el prójimo, y antes que nada con los que compartimos la fe en el
Dios Trino y estamos unidos por el único bautismo.
Concluimos estas reflexiones, dirigiendo a Dios nuestra oración por todos nuestros hermanos en la fe:
Oh Dios, que por medio del agua y del Espíritu Santo, nos has hecho renacer a la vida eterna en la nueva
creación, continua, con tu bondad, derramando tus bendiciones a tus hijos y a tus hijas; mantennos siempre
y en todas partes miembros fieles de tu pueblo, unidos por un bautismo común, y confesando juntos la única
fe heredada de los Apóstoles, para que demos testimonio en un mundo dividido y busquemos la unidad plena
que Cristo quiso para su Iglesia.
Él es Dios, y vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.
La Iglesia, pues, profesa y proclama que Jesucristo fue, concebido y nació de una hija de Adán, descendiente
de Abrahán y de David, la Virgen María. El Evangelio según Lucas precisa que María concibió al Hijo de Dios
por obra del Espíritu Santo, "sin conocer varón" (Cfr. Lc 1, 34 y Mt 1, 18. 24-25). María era, pues, virgen antes
del nacimiento de Jesús y permaneció virgen en el momento del parto y después del parto. Es la verdad que
presentan los textos del Nuevo Testamento y que expresaron tanto el V Concilio Ecuménico, celebrado en
Constantinopla el año 553, que habla de María "siempre Virgen", como el Concilio Lateranense, el año 649,
que enseña que "la Madre de Dios... María... concibió (a su Hijo) por obra del Espíritu Santo sin intervención
de varón y que lo engendró incorruptiblemente, permaneciendo inviolada su virginidad también después del
parto".
2. Esta fe esta presente en la enseñanza de los Apóstoles. Leemos por ejemplo en la Carta de San Pablo a los
Gálatas: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que recibiéramos
la adopción" (Gal. 4, 4-5). Los acontecimientos unidos a la concepción y al nacimiento de Jesús están
contenidos en los primeros capítulos de Mateo y de Lucas, llamados comúnmente "el Evangelio de la
infancia", y es sobre todo a ellos a los que hay que hacer referencia.
4. Este texto del Evangelio de Lucas constituye la base de la enseñanza de la Iglesia sobre la maternidad y la
virginidad de María, de la que nació Cristo, hecho hombre por obra del Espíritu. El primer momento del
misterio de la Encarnación del Hijo de Dios se identifica con la concepción prodigiosa sucedida por obra del
Espíritu Santo en el instante en que María pronunció su "sí": "Hágase en mi según tu palabra" (Lc 1, 38).
5. El Evangelio según Mateo completa la narración de Lucas describiendo algunas circunstancias que
precedieron al nacimiento de Jesús. Leemos: "La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María,
su Madre con José, antes de que conviviesen se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José su
esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre
esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir
en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a
quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 18-21 ).
El Evangelista mismo nos ofrece los elementos para identificar en la Madre de Jesús una de las fuentes de
información utilizadas por él para escribir el "Evangelio de la infancia". María, que "guardó todo esto en su
corazón" (Cfr. Lc 2, 19), pudo dar testimonio, después de la muerte y resurrección de Cristo, de lo que se
refería a la propia persona y a la función de Madre precisamente en el período apostólico, en el que nacieron
los textos del Nuevo Testamento y tuvo origen la primera tradición cristiana.
7. El testimonio evangélico de la concepción virginal de Jesús por parte de María es de gran relevancia
teológica. Pues constituye un signo especial del origen divino del Hijo de María. El que Jesús no tenga un
padre terreno porque ha sido engendrado "sin intervención de varón", pone de relieve la verdad de que El es
el Hijo de Dios, de modo que cuando asume la naturaleza humana, su Padre continúa siendo exclusivamente
Dios.
9. En la actuación del plan de la salvación hay siempre una participación de la criatura. Así en la concepción
de Jesús por obra del Espíritu Santo María participa de forma decisiva. Iluminada interiormente por el
mensaje del ángel sobre su vocación de Madre y sobre la conservación de su virginidad, María expresa su
voluntad y consentimiento y acepta hacerse el humilde instrumento de la "virtud del Altísimo". La acción del
Espíritu Santo hace que en María la maternidad y la virginidad estén presentes de un modo que, aunque
inaccesible a la mente humana, entre de lleno en el ámbito de la predilección de la omnipotencia de Dios.
En María se cumple la gran profecía de Isaías: "La virgen grávida da a luz" (7, 14. Cfr. Mt 1, 22)23); su
virginidad, signo en el Antiguo Testamento de la pobreza y de disponibilidad total al plan de Dios, se
convierte en el terreno de la acción excepcional de Dios, que escoge a María para ser Madre del Mesías.
10. La excepcionalidad de María se deduce también de las genealogías aducidas por Mateo y Lucas.
El Evangelio según Mateo comienza, conforme a la costumbre hebrea, con la genealogía de José (Mt 1, 2-17)
y hace un elenco partiendo de Abrahán, de las generaciones masculinas. A Mateo de hecho, le importa poner
de relieve, mediante la paternidad legal de José, la descendencia de Jesús de Abrahán y David y, por
consiguiente, la legitimidad de su calificación de Mesías. Sin embargo al final de la serie de los ascendientes
leemos: "Y Jacob engendró a José esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo" (Mt 1,16).
Poniendo el acento en la maternidad de María el Evangelista implícitamente subraya la verdad del
nacimiento virginal: Jesús como hombre, no tiene padre terreno.
Según el Evangelio de Lucas, la genealogía de Jesús (Lc 3 23-38) es ascendente: desde Jesús a través de sus
antepasados se remonta hasta Adán. El Evangelista ha querido mostrar la vinculación de Jesús con todo el
género humano. María, como colaboradora de Dios en dar a su Eterno Hijo la naturaleza humana ha sido el
instrumento de la unión de Jesús con toda la humanidad.
Significado salvífico de los milagros.
Jesús mismo explica que el milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por el cual Él perdona los pecados.
1. Un texto de San Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como señales de su
poder salvífico. "El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los
milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más
importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir" (San Agustín, In Io. Ev. Tr.,
17, 1).
En orden a esta salvación del alma y a la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de
orden corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente: mediante los "milagros,
prodigios y señales" que ha realizado, Jesucristo ha manifestado su poder de salvar al hombre del mal que
amenaza al alma inmortal y su vocación a la unión con Dios.
2. Es lo que se revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum. Las personas que lo
llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a
través de un agujero abierto en el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del
Maestro.
"Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: !Hijo, tus pecados te son perdonados!´. Estas palabras
suscitan en algunos de los presentes la sospecha de blasfemia: ´Blasfemia. ¿Quién puede perdonar pecados
sino sólo Dios?". Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los presentes con estas
palabras: "¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu
camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
pecados, se dirige al paralítico, yo te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y,
tomando luego la camilla, salió a la vista de todo" (Cfr. Mc 2, 1)12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: "Se
marchó a casa glorificando a Dios" 5, 25)
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del paralítico es signo del poder salvífico por
el cual Él perdona los pecados. Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del
mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual, el mal que separa al hombre de
Dios e impide la salvación en Dios, como es precisamente el pecado.
3. Con la misma clave se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es "arrojar los
demonios". Sal, espíritu inmundo, de ese hombre, conmina Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando
encontró a un endemoniado en la región de los gerasenos (Mc 5, 8).
En esta ocasión asistimos a un coloquio insólito. Cuando aquel "espíritu inmundo" se siente amenazado por
Cristo, grita contra Él. "¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me
atormentes". A su vez, Jesús "le preguntó: !¿Cuál es tu nombre?!. El le dijo: Legión es mi nombre, porque
somos muchos" (Cfr. Mc 5, 7-9).
Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin
duda, tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca,
representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por
consiguiente, al hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar,
también el "espíritu inmundo", en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta admisión que proviene
de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida: ´Hijo del Dios Altísimo".
5. Jesús da a conocer claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del pecado,
mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el espíritu maligno que es el primer autor
del mal en la historia del hombre. Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el
sentido de su obra y de la de sus Apóstoles.
Así, en Lucas: "Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar... sobre todo
poder enemigo y nada os dañará" (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús, después de haber constituido a los
Doce, les manda "a predicar, con poder de expulsar a los demonios" (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los
setenta y dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús: "Señor, hasta los
demonios se nos sometían en tu nombre" (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre el autor del pecado. El nombre de
Jesús, que somete también a los demonios, significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica
alcanzará su cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la victoria total sobre
Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose
hombre: vencer en la debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de la
humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su poder divino, que puede
justamente llamarse la "potencia de la cruz".
6. Forma parte también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo manifestada en
los"milagros, prodigios y señales", la victoria sobre la muerte, dramática consecuencia del pecado. La
victoria sobre el pecado y sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret
hasta el Calvario.
Entre las "señales" que indican particularmente el camino hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo
las resurrecciones: "los muertos resucitan" (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta acerca de su
mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (Cfr. Mt 11, 3). Y entre los varios "muertos",
resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como
un"preludio" de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el
pecado y la muerte.
7. El Evangelista Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos referir el
momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la tumba ("Quitad la piedra"). Marta, la
hermana de Lázaro, indica que su hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha
comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús, gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal
fuera!."Salió el muerto", atestigua el Evangelista (Cfr. Jn 11, 38-43). EL hecho suscita la fe en muchos de los
presentes. Otros, por, el contrario, van a los representantes del Sanedrín para denunciar lo sucedido. Los
sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan en una posible reacción del ocupante
romano ("vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación": cfr. Jn 11, 45-48).
Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás: "Vosotros no sabéis nada; ¿no
comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?". Y el
Evangelista anota: "No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año, profetizó". ¿De qué
profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura cristiana de aquellas palabras, que son de una
dimensión inmensa: "Jesús había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno
todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 49-52).
8. Como se ve, la descripción joánica de la resurrección Lázaro contiene también indicaciones esenciales
referentes al significado salvífico de este milagro. Son indicaciones definitivas, precisamente porque
entonces tomó el Sanedrín la decisión sobre la muerte de Jesús (Cfr. Jn 11, 53). Y será la muerte
redentora"por el pueblo" y "para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos" para la
salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva
sobre la muerte. Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida; el
que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11, 25-
26)
9. Al final de nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: "Si consideramos ahora los
hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro, Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos
milagrosamente, fueron cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del maligno,
fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo
mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha
querido dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los pecados había venido, y para
sanar sus debilidades El se había humillado" (San Agustín, In Io Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los "milagros, prodigios y señales de Cristo están en función de la revelación de Él como Mesías, de
Él como Hijo de Dios: de Él, que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de Él
que verdaderamente es el Salvador del mundo.
En Jesús se cumplen las profecías.
El paso de lo "viejo" a lo "nuevo" caracteriza toda la enseñanza del "Profeta" de Nazaret.
1. En la catequesis anterior hablamos de las dos genealogías de Jesús: la del Evangelio según Mateo (Mt 1,1-
17) tiene una estructura "descendente", es decir, enumera los antepasados de Jesús, Hijo de María,
comenzando por Abrahán. La otra, que se encuentra en el Evangelio de Lucas (Lc 3, 23-38), tiene una
estructura "ascendente": partiendo de Jesús llega hasta Adán. Mientras que la genealogía de Lucas indica la
conexión de Jesús con toda la humanidad, la genealogía de Mateo hace ver su pertenencia la estirpe de
Abrahán. Y en cuanto hijo de Israel, pueblo elegido por Dios en la antigua Alianza, al que directamente
pertenece, Jesús de Nazaret es a pleno título miembro de la gran familia humana.
2. Jesús nace en medio de este pueblo, crece en su religión y en su cultura. Es un verdadero israelita, que
piensa y se expresa en arameo según las categorías conceptuales y lingüísticas de sus contemporáneos y sigue
las costumbres y los usos de su ambiente. Como israelita es heredero fiel de la Antigua Alianza. Es un hecho
puesto de relieve por San Pablo cuando, en la Carta a los Romanos, escribe respecto a su pueblo: "los
israelitas, cuya es la adopción, y la gloria, y las alianzas, y la legislación, y el culto y las promesas; cuyos
son los patriarcas y de quienes según la carne procede Cristo" (Rom 9, 4-5). Y en la Carta a los Gálatas
recuerda que Cristo ha "nacido bajo la ley" (Gal 4, 4).
3. Como obsequio a la prescripción de la ley de Moisés, poco después del nacimiento Jesús fue circuncidado
según el rito, entrando así oficialmente a ser parte del pueblo de la alianza: "Cuando se hubieron cumplido
los ocho días para circuncidar al niño, le dieron el nombre de Jesús" (Lc 2, 21).
El Evangelio de la infancia, aunque es pobre en pormenores sobre el primer periodo de la vida de Jesús,
narra sin embargo que "sus padres iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua" (Lc 2, 41), expresión
de su fidelidad a la ley y a la tradición de Israel. "Cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el
rito festivo" (Lc 2, 42), "y volverse ellos, acabados los días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus
padres lo echasen de ver" (Lc 2, 43). Después de tres días de búsqueda "le hallaron en el templo, sentado en
medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles" (Lc 2, 46). La alegría de María y José se sobrepusieron
sin duda sus palabras, que ellos no comprendieron: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que
me ocupe de las cosas de mi Padre?" (Lc 2, 49).
4. Fuera de este suceso, todo el periodo de la infancia y de la adolescencia de Jesús en el Evangelio está
cubierto de silencio. Es un período de "vida oculta", resumido por Lucas en dos simples frases: Jesús "bajó
con ellos (con María y José) y vino a Nazaret y les estaba sujeto" (Lc 2, 51), y: "crecía en sabiduría y edad y
gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).
5. Por el Evangelio sabemos que Jesús vivió en una determinada familia, en la casa de José, quien hizo las
veces de padre del Hijo de María, asistiéndolo, protegiéndolo y adiestrándolo poco a poco en su mismo oficio
de carpintero. A los ojos de los habitantes de Nazaret Jesús aparecía como "el hijo del carpintero" (Cfr. Mt
13, 55). Cuando comenzó a enseñar, sus paisanos se preguntaban sorprendidos: "¿No es acaso el carpintero,
hijo de María?..." (Cfr. Mc 6, 2-3). Además de la madre, mencionaban también a sus "hermanos" y
sus"hermanas", es decir, aquellos miembros de su parentela ("primos"), que vivían en Nazaret, aquellos
mismos que, como recuerda el Evangelista Marcos, intentaron disuadir a Jesús de su actividad de Maestro
(Cfr. Mc 3, 21). Evidentemente ellos no encontraban en Él algún motivo que pudiera justificar el comienzo de
una nueva actividad; consideraban que Jesús era y debía seguir siendo un israelita más.
6. La actividad pública de Jesús comenzó a los treinta años cuando tuvo su primer discurso en
Nazaret:"...según su costumbre, entró el día de sábado en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le
entregaron un libro del Profeta Isaías..." (Lc. 4, 16-17). Jesús leyó el pasaje que comenzaba con las
palabras:"El Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los pobres " (Lc 4, 18).
Entonces Jesús se dirigió a los presentes y les anunció: "Hoy se cumple esta escritura que acabáis de
oír..."(Lc. 4, 21 )
7. En su actividad de Maestro, que comienza en Nazaret y se extiende a Galilea y a Judea hasta la capital,
Jerusalén, Jesús sabe captar y valorar los frutos abundantes presentes en la tradición religiosa de Israel. La
penetra con inteligencia nueva, hace emerger sus valores vitales, pone a la luz sus perspectivas proféticas.
No duda en denunciar las desviaciones de los hombres en contraste con los designios del Dios de la alianza.
De este modo realiza, en el ámbito de la única e idéntica Revelación divina, el paso de lo "viejo" a
lo "nuevo", sin abolir la ley, sino más bien llevándola a su pleno cumplimiento (Cfr. Mt 5, 17). Este es el
pensamiento con el que se abre la Carta a los Hebreos: "Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en
otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los Profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su
Hijo.." (Heb 1, 1).
8. Este paso de lo "viejo" a lo "nuevo" caracteriza toda la enseñanza del "Profeta" de Nazaret. Un ejemplo
especialmente claro es el sermón de la montaña, registrado en el Evangelio de Mateo Jesús dice: "Habéis
oído que se dijo a los antiguos: No matarás... Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano
será reo de juicio"(Cfr. Mt 5, 21)22). "Habéis oído que fue dicho: No adulterarás: pero yo os digo que todo el
que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón" (Mt 5, 27-28). "Habéis oído que fue
dicho: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad
por los que os persiguen" (Mt. 5, 43-44). Enseñando de este modo, Jesús declara al mismo tiempo: "No
penséis que yo he venido a abrogar la ley o los Profetas, no he venido a abrogarlas, sino a consumarlas" (Mt
5, 17).
9. Este "consumar" es una palabra clave que se refiere no sólo a la enseñanza de la verdad revelada por Dios,
sino también a toda la historia de Israel, o sea, del pueblo del que Jesús es hijo. Esta historia extraordinaria,
guiada desde el principio por la mano poderosa del Dios de la alianza, encuentra en Jesús su cumplimiento.
El designio que el Dios de la alianza había escrito desde el principio en esta historia, haciendo de ella la
historia de la salvación, tendía a la "plenitud de los tiempos" (Cfr. Gal 4, 4), que se realiza en Jesucristo. El
Profeta de Nazaret no duda en hablar de ello desde el primer discurso pronunciado en la sinagoga de su
ciudad.
10. Especialmente elocuentes son las palabras de Jesús referidas en el Evangelio de Juan cuando dice a sus
contrarios: "Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día" y ante su incredulidad: "¿No tienes
aún cincuenta años y has visto a Abrahán?", Jesús confirma aún más explícitamente: "En verdad, en verdad
os digo: antes que Abrahán naciese, era yo" (Cfr. Jn 8, 56-58). Es evidente que Jesús afirma no sólo que El es
el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios, inscritos en la historia de Israel desde los tiempos de
Abrahán, sino que su existencia precede al tiempo de Abrahán, llegando a identificarse como "El que es" (Cfr.
Ex 3, 14) Pero precisamente por esto, es El, Jesucristo, el cumplimiento de la historia de Israel,
porque"supera" esta historia con su Misterio. Pero aquí tocamos otra dimensión de la cristología que
afrontaremos más adelante.
11 Por ahora concluyamos con una última reflexión sobre las dos genealogías que narran los dos Evangelistas
Mateo y Lucas. De ellas resulta que Jesús es verdadero hijo de Israel y que, en cuanto tal, pertenece a toda
la familia humana. Por eso, si en Jesús, descendiente de Abrahán, vemos cumplidas las profecías del Antiguo
Testamento, en El, como descendiente de Adán, vislumbramos, siguiendo la enseñanza de San Pablo, el
principio y el centro de la "recapitulación" de la humanidad entera (Cfr. Ef 1, 10).
El Mesías, Rey.
"Cristo" es el equivalente griego de la palabra hebrea "Mesías" que quiere decir "Ungido".
1. Como hemos visto en las recientes catequesis, el Evangelista Mateo concluye su genealogía de Jesús, Hijo
de María, colocada al comienzo de su Evangelio, con las palabras "Jesús, llamado Cristo" (Mt 1, 16). El
término "Cristo" es el equivalente griego de la palabra hebrea "Mesías" que quiere decir "Ungido".
Israel, el pueblo elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de la promesa
del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de a alianza. El Mesías, es decir
el "Ungido"enviado por Dios, había de dar cumplimiento a la vocación del pueblo de la Alianza, al cual, por
medio de la Revelación se le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el mismo Dios y su
proyecto de salvación.
2. El atribuir el nombre "Cristo" a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva
reconocieron que en El se habían realizado los designios del Dios de la alianza y las expectativas de Israel. Es
lo que proclamó Pedro el día de Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por la primera vez
a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las fiestas: "Tenga pues por cierto toda
la casa de Israel que Dios le ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hech
2, 36).
La verdad sobre el Cristo-Mesías hay que volverá a leer, pues, en el contexto bíblico de este triple "munus",
que en la antigua alianza se confería a los que estaban destinados a guiar o a representar al Pueblo de Dios.
En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de Cristo en cuanto Rey.
4. Cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador,
le habla de la realeza de su Hijo: "...le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa
de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 32-33).
Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al rey David: "Cuando se cumplieren tus días...
suscitaré a tu linaje después de ti... y afirmaré su reino. El edificará casa mi nombre y yo estableceré su
trono por siempre. Yo le seré a él padre, y el me será a mi hijo" (2 Sm 7, 12-14). Se puede decir que esta
promesa se cumplió en cierta medida con Salomón, hijo y directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de
la promesa iba más allá de los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro lejano, sino
ciertamente a una realidad, que iba más allá de la historia, del tiempo y del espacio: "Yo estableceré su
trono por siempre" (2 Sm 7, 13).
5. En la anunciación se presenta a Jesús como Aquel en el que se cumple la antigua promesa. De ese modo la
verdad sobre el Cristo-Rey se sitúa en la tradición bíblica del "Rey mesiánico" (del Mesías-Rey); así se la
encuentra muchas veces en los Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús de Nazaret y nos transmiten
su enseñanza. Es significativa a este respecto a actitud del mismo Jesús, por ejemplo cuando Bartimeo, el
mendigo ciego, para pedirle ayuda le grita: "Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí!" (Mc 10, 47).
Jesús, que nunca se ha atribuido ese título, acepta como dirigidas a El las palabras pronunciadas por
Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia. En efecto, dirigiéndose a los fariseos,
pregunta: "¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: pues ¿cómo
David, en espíritu le llama Señor, diciendo: !Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra mientras pongo
a tus enemigos bajo tus pies!(Sal 109/110, 1). Si, pues, David le llama Señor, "cómo es hijo suyo?" (Mt 22, 42-
45).
6. Como vemos, Jesús llama a atención sobre el modo "limitado" e insuficiente de comprender al Mesías
teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, El no rechaza
esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en las palabras
pronunciadas en a anunciación y que se manifestará en su Pascua.
7. Otro hecho significativo es que, al entrar en Jerusalén en vísperas de su pasión, Jesús cumple, tal como
destacan a los Evangelistas Mateo (21, 5) y Juan (12, 15), la profecía de Zacarías, en la que se expresa la
tradición del "Rey mesiánico": "Alégrate sobremanera, hija de Sión. Grita exultante, hija de Jerusalén. He
aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna" (Zac 9,
9)"Decid a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino
hijo de una bestia de carga" (Mt 21, 5) Precisamente sobre un pollino cabalga Jesús durante su entrada
solemne en Jerusalén, acompañado por la turba entusiasta: "Hosanna al Hijo de David" (Cfr. Mt 21, 1-10).
A pesar de la indignación de los fariseos, Jesús acepta a aclamación mesiánica de los "pequeños" (Cfr. Mt 21,
16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco sobre el titulo de Mesías se disiparía con su glorificación
a través de la pasión .
8. La comprensión de la realeza como un poder terreno entrará en crisis. La tradición no quedará anulada
por ello, sino clarificada. Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de
entender las palabras del Ángel en a anunciación: "Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre...
reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin". Jesús mismo explicará en qué consiste su
propia realeza, y por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla.
9. El momento decisivo de esta clarificación se da en el diálogo de Jesús con Pilato, que trae el Evangelio de
Juan. Puesto que Jesús ha sido acusado ante el gobernador romano de "considerarse rey" de los judíos, Pilato
le hace una pregunta sobre est acusación que interesa especialmente a la autoridad romana porque, si Jesús
realmente pretendiera ser "rey de los judíos" y fuese reconocido como tal por sus seguidores, podría
constituir una amenaza para el imperio.
Pilato, pues, pregunta a Jesús: "¿Eres tú el rey de los judíos? Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo
han dicho otros de mi?"; y después explica: "Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino,
mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí" Ante la
insistencia de Pilato: "Luego, ¿tú eres rey?", Jesús declara: "Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y
para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi
voz" (Cfr. Jn 18, 33-37) Estas palabras inequívocas de Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter
o munus real, unido a la misión del Cristo) Mesías enviado por Dios, no se puede entender en sentido político
como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al "pueblo elegido", Israel.
10. La continuación del proceso de Jesús confirma la existencia del conflicto entre la concepción que Cristo
tiene de Sí como "Mesías, Rey" y la terrestre o política, común entre el pueblo. Jesús es condenado a muerte
bajo a acusación de que "se ha considerado rey". La inscripción colocada en la cruz: "Jesús Nazareno, Rey de
los judíos", probará que para a autoridad romana éste es su delito. Precisamente los judíos que,
paradójicamente, aspiraban al restablecimiento del "reino de David", en sentido terreno, al ver a Jesús
azotado y coronado de espinas, tal como se lo presentó Pilato con las palabras: "¡Ahí tenéis a vuestro rey!,
habían gritado: "¡Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey que al Cesar" (Jn 19, 15).
En este marco podemos comprender mejor el significado de la inscripción puesta en la cruz de Cristo,
refiriéndonos por lo demás a la definición que Jesús había dado de Sí mismo durante el interrogatorio ante el
procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo)Mesías es "el Rey"; sólo en ese sentido El actualiza la
tradición del "Rey mesiánico", presente en el Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de a
antigua alianza.
11. Finalmente, en el Calvario un último episodio ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los
dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando
dice:"Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). Jesús le responde: "En verdad te digo,
hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43) En este diálogo encontramos casi una confirmación última de
las palabras que el Ángel había dirigido a María en a anunciación: Jesús "reinará... y su reino no tendrá
fin" (Lc 1, 33).
1. "Signos" de la omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros de Cristo,
narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de Dios hacia el hombre, particularmente
hacia el hombre que sufre, que tiene necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son,
pues,"signos" del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (Cfr. Encíclica Dives in
misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos hace comprender y casi "sentir" que los milagros
de Jesús tienen su fuente en el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo
corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en el mundo: el mal físico, el mal
moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a aquél que es "padre del pecado" en la historia del hombre: a
Satanás.
Los milagros, por tanto, son "para el hombre". Son obras de Jesús que, en armonía con la finalidad redentora
de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los
reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, "sobremanera
se admiraban, diciendo: ´Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!" (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor hacia el
hombre, el amor misericordioso, puede explicar los "milagros y señales" del Hijo del hombre. En el Antiguo
Testamento, Elías se sirve del "fuego del cielo" para confirmar su poder de Profeta y castigar la incredulidad
(Cfr. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan inducir a Jesús a que castigue con "fuego del
cielo" a una aldea samaritana que les había negado hospitalidad, Él les prohibió decididamente que hicieran
semejante petición. Precisa el Evangelista que, "volviéndose Jesús, los reprendió" (Lc 9, 55). (Muchos códices
y la Vulgata añaden: "Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha venido a
perder las almas de los hombres, sino a salvarlas"). Ningún milagro ha sido realizado por Jesús para castigar a
nadie, ni siquiera los que eran culpables.
3. Significativo a este respecto es el detalle relacionado con el arresto de Jesús en el huerto de Getsemaní.
Pedro se había prestado a defender al Maestro con la espada, e incluso "hirió a un siervo del pontífice,
cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Malco" (Jn 18, 10). Pero Jesús le prohibió empuñar la
espada. Es más, "tocando la oreja, lo curó" (Lc 22, 51). Es esto una confirmación de que Jesús no se sirve de
la facultad de obrar milagros para su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al Padre que le
mande"más de doce legiones de ángeles" (Cfr. Mt 26, 53) para que lo salven de las insidias de sus enemigos.
Todo lo que Él hace, también en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo
hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor.
4. Por esto, y al comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las "propuestas" de milagros que el
Tentador le presenta, comenzando por la del trueque de las piedras en pan (Cfr. Mt 4, 31). El poder de
Mesías se le ha dado no para fines que busquen sólo el asombro o al servicio de la vanagloria. Él que ha
venido "para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37), es más, el que es "la verdad" (Cfr. Jn 14, 6), obra
siempre en conformidad absoluta con su misión salvífica.
Todos sus "milagros y señales" expresan esta conformidad en el cuadro del "misterio mesiánico" del Dios que
casi se ha escondido en la naturaleza de un Hijo del hombre, como muestran los Evangelios, especialmente
el de Marcos. Si en los milagros hay casi siempre un relampagueo del poder divino, que los discípulos y la
gente a veces logran aferrar, hasta el punto de reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de Dios, de la misma
manera se descubre en ellos la bondad, la sobriedad y la sencillez, que son las dotes más visibles del Hijo del
hombre.
5. El mismo modo de realizar los milagros hace notar la gran sencillez, y se podría decir humildad, talante,
delicadeza de trato de Jesús. Desde este punto de vista pensemos, por ejemplo, en las palabras que
acompañan a la resurrección de la hija de Jairo: "La niña no ha muerto, duerme" (Mc 5 39)como si
quisiera"quitar importancia" al significado de lo que iba a realizar. Y, a continuación, añade: "Les recomendó
mucho que nadie supiera aquello" (Mc 5, 43). Así hizo también en otros casos, por ejemplo, después de la
curación de un sordomudo (Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó "aparte, lejos de la turba".
Allí,"mirando al cielo, suspiró". Este "suspiro" parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una
oración. La palabra "efeta" ("¡abrete!") hace que se abran los oídos y se suelte "la lengua" del sordomudo
(Cfr. 7, 33)35).
6. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día
dedicado a Dios sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción
salvífica de Dios. "Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también" (Jn 5, 17). Y este obrar es
para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la
pone de relieve: "El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el
sábado es el Hijo del hombre" (Mc 2, 27-28).
7. Si se acepta la narración evangélica de los milagros de Jesús (y no hay motivos para no aceptarla, salvo el
prejuicio contra lo sobrenatural) no se puede poner en duda una lógica única, que une todos estos "signos" y
los hace emanar de su amor hacia nosotros de ese amor misericordioso que con el bien vence al mal, cómo
demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo en el mundo. En cuanto que están insertos en esta
economía, los "milagros y señales" son objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el misterio
de la redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son creíbles en la misma y aún en mayor
medida que los contenidos en otras obras históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos
como datos ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al que nos hemos referido antes.
Es el prejuicio de quien quisiera limitar el poder de Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi
como una autoobligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción choca contra la más
elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si
no en el no-ser y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta infinitud en el ser y en el poder es
también infinitud en el amor, como demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y
en la Redención. "Signos" del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo para que
todo el que crea en Él no perezca, generoso con nosotros hasta la muerte. "Sic dilexit!" (Jn 3, 16) Que a un
amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de
los hechos.
Jesús, Mesías Sacerdote.
El nombre "Cristo" incluye también, según la tradición del Antiguo Testamento, el término "sacerdote."
2. Esta unidad tiene su primera expresión, como un prototipo y una anticipación, en Melquisedec, rey de
Salem, misterioso contemporáneo de Abrahán. De él leemos en el libro del Génesis, que, saliendo al
encuentro de Abrahán, "sacando pan y vino, como era sacerdote del Dios Altísimo, bendijo a Abrahán
diciendo: Bendito Abram del Dios Altísimo, el dueño de cielos y tierra".(Gen 14, 18-19).
La figura de Melquisedec, rey-sacerdote, entró en la tradición mesiánica, como atestigua el Salmo 109 -110):
el Salmo mesiánico por antonomasia. Efectivamente, en este Salmo, Dios-Yahvéh se dirige "a mi Señor" (es
decir, al Mesías) con las palabras: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies. !Desde
Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos...!" (Sal 109/110, 1-2). A
estas expresiones, que no pueden dejar ninguna duda sobre el carácter real de Aquel al que se dirige
Yahvéh, sigue el anuncio: "El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno según el rito
de Melquisedec" (Sal 109/110, 4). Como vemos, Aquel al que Dios-Yahvéh se dirige, invitándolo a sentarse "a
su derecha", será al mismo tiempo rey y sacerdote "según el rito de Melquisedec".
3. En la historia de Israel la institución del sacerdocio de la antigua Alianza comienza en la persona de Arón,
hermano de Moisés, y se unirá por herencia con una de las doce tribus de Israel, la de Leví .
A este respecto, es significativo lo que leemos en el libro del Eclesiástico: "(Dios) elevó a Arón... su hermano
(es decir, hermano de Moisés), de la tribu de Leví. Y estableció con él una alianza eterna y le dio el
sacerdocio del pueblo" (Sir 45, 78). "Entre todos los vivientes le escogió el Señor para presentarle las
ofrendas, los perfumes y el buen olor para memoria y hacer la expiación de su pueblo. Y le dio sus
preceptos y poder para decidir sobre la ley y el derecho, para enseñar sus mandamientos a Jacob e instruir
en su ley a Israel" (Sir 45, 20)21). De estos textos deducimos que la elección sacerdotal está en función del
culto, para la ofrenda de los sacrificios de adoración y de expiación y que a su vez el culto esta ligado a la
enseñanza sobre Dios y sobre su ley.
4. Siempre en el mismo contexto son significativas también estas palabras del libro del Eclesiástico:"También
hizo Dios alianza con David... La herencia del reino es para uno de sus hijos, y la herencia de Arón para su
descendencia" (Sir 45, 31). Según esta tradición, el sacerdocio se sitúa "al lado" de la dignidad real. Ahora
bien, Jesús no procede de la estirpe sacerdotal, de la tribu de Leví, sino de la de Judá, por lo que no parece
que le corresponda el carácter sacerdotal del Mesías. Sus contemporáneos descubren en El sobre todo al
maestro, al profeta, algunos también a su "rey", heredero de David. Así, pues, podría decirse que en Jesús la
tradición de Melquisedec, el Rey-sacerdote, está ausente.
5. Sin embargo, es una ausencia aparente. Los acontecimientos pascuales manifestaron el verdadero sentido
del "Mesías-rey" y del "rey-sacerdote según el rito de Melquisedec" que, presente en el Antiguo Testamento,
encontró su cumplimiento en la misión de Jesús de Nazaret. Es significativo que en el proceso ante el
Sanedrín, al sumo sacerdote que le pregunta: "...si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios", Jesús responde: "Tú lo
has dicho... y yo os digo que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
poder..."(Mt 26, 63-64). Es una clara referencia al Salmo mesiánico (Sal 109/110), en el que se expresa la
tradición del rey-sacerdote.
6. Pero hay que decir que la manifestación plena de esta verdad sólo se encuentra en la Carta a los Hebreos,
que afronta la relación entre el sacerdocio levítico y el de Cristo. El autor de la Carta a los Hebreos toca el
tema del sacerdocio de Melquisedec para decir que en Jesucristo se ha cumplido el anuncio mesiánico ligado
a esta figura que por predestinación superior ya desde los tiempos de Abrahán había sido inscrita en la misión
del Pueblo de Dios.
Efectivamente, leemos de Cristo que " al ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de
salud eterna, declarado por Dios Pontífice según el orden de Melquisedec" (Heb 5, 9-10). Por eso, después de
haber recordado lo que escribe el libro del Génesis sobre Melquisedec (Gen 14, 18), la Carta a los Hebreos
continúa: "... (su nombre) se interpreta primero rey de justicia, y luego también rey de Salem, es decir, rey
de paz. Sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de sus días, ni fin de su vida, se asemeja en eso al
Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre" (Heb 7, 2-3).
7. Haciendo también analogías con el ritual del culto, con el arca y con los sacrificios de a antigua Alianza, el
Autor de la Carta a los Hebreos presenta a Jesucristo como el cumplimiento de todas las figuras y las
promesas del Antiguo Testamento, en orden "a servir en un santuario que es imagen y sombra del
celestial"(Heb 8, 5). Sin embargo Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso y fiel (Heb 2,17; cfr. 3, 2.5), lleva en
Si mismo un "sacerdocio perpetuo" (Heb 7, 24), al haberse ofrecido "a Sí mismo inmaculado a Dios"(Heb 9,
14).
8. Vale la pena citar en su totalidad algunos fragmentos especialmente elocuentes de esta Carta. Al entrar
en el mundo, Jesucristo dice a Dios su Padre: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado
un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que
vengo, en el volumen del libro está escrito de mí, para hacer, oh Dios!, tu voluntad" (Heb 10, 5-7) "Y tal
convenía que fuese nuestro Sumo Sacerdote" (Heb 7, 26). "Por esto hubo de asemejarse en todo a sus
hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel en las cosas que tocan a Dios, para expiar los
pecados del pueblo"(Heb 2, 17). Tenemos pues, , un Sumo Sacerdote que sabe "compadecerse de nuestras
flaquezas" (Cfr. Heb 4, 15).
9. Leemos más adelante que ese Sumo Sacerdote "no necesita, como los pontífices, ofrecer cada día
víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo, pues esto lo hizo una sola vez
ofreciéndose a Sí mismo" (Heb 7, 27). Y también: "Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros...entró
una vez para siempre en el santuario... por su propia sangre, realizada la redención eterna" (Heb 9, 11-12).
De aquí nuestra certeza de que "la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció
inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo" (Heb 9, 14).
Así se explica a atribución de una perenne fuerza salvífica al sacerdocio de Cristo, por ella "su poder es
perfecto para salvar a los que por El se acercan a Dios y siempre vive para interceder por ellos" (Heb 7, 25).
10. Finalmente podemos observar que en la Carta a los Hebreos se afirma, de forma clara y convincente, que
Jesucristo ha cumplido con toda su vida y sobre todo con el sacrificio de la cruz, lo que se ha inscrito en la
tradición mesiánica de la Revelación divina. Su sacerdocio es puesto en referencia al servicio ritual de los
sacerdotes de a antigua alianza, que sin embargo El sobrepasa, como Sacerdote y como Víctima. En Cristo,
pues, se cumple el eterno designio de Dios que dispuso la institución del sacerdocio en la historia de la
alianza.
11. Según la Carta a los Hebreos, el cumplimiento mesiánico está simbolizado por la figura de Melquisedec.
En efecto, en ella se lee que por voluntad de Dios: "a semejanza de Melquisedec se levanta otro Sacerdote,
instituido no en razón de una ley carnal (o sea, por institución legal), sino de un poder de vida
indestructible"(Heb 7,15)16). Se trata, pues, de un sacerdocio eterno (Cfr. Heb 7, 24).
La Iglesia guardiana e intérprete de éstos y de otros textos que hay en el Nuevo Testamento, ha reafirmado
repetidas veces la verdad del Mesías-Sacerdote, tal como atestigua, por ejemplo, el Concilio Ecuménico de
Efebo (431), el de Trento (1562) y, en nuestros días, el Concilio Vaticano II (1962-65).
Un testimonio evidente de esta verdad lo encontramos en el sacrificio eucarístico que por institución de
Cristo ofrece la Iglesia cada día bajo las especies del pan y del vino, es decir, "según el rito de Melquisedec".
1. Los "milagros y los signos" que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de
Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro
tiene dos formas: la fe precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe constituye un
efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en el alma de quienes lo han recibido, bien
porque han sido testigos de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la revelación divina. El milagro acontece en
unión orgánica con esta Palabra de Dios que se revela. Es una "señal" de su presencia y de su obra, un signo,
se puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que
existe entre los "milagros-signos" de Cristo y la fe: vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
2. Efectivamente, encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada a la fe
aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los milagros de Cristo.
Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas concernientes a la Madre de Cristo con su
comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes (y sobre todo) en el momento de a anunciación. Se podría
decir que precisamente aquí se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su
confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: "Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que
se te he dicho de parte del Señor" (Lc 1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba
convencida de que "para Dios nada hay imposible" (Cfr. Lc 1, 37).
Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la revelación de Cristo. Por su intercesión,
se cumplió aquel primer milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús "creyeron en Él" (Jn 2, 11). Si el
Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al Pueblo de Dios por los caminos de la fe
(Cfr. Lumen Gentium, 58 y 63; Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha
afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los "milagros-signos" en María y por María en orden a la
llamada a la fe.
3. Esta llamada se repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a suplicar que su hija
volviese a la vida, Jesús le dice: "No temas, ten sólo fe". (Dice "no temas", porque algunos desaconsejaban a
Jairo ir a Jesús) (Mc 5, 36). Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo: "Pero si algo
puedes, ayúdanos...", Jesús le responde: "¡Si puedes! Todo es posible al que cree". Tiene lugar entonces el
hermoso acto de fe en Cristo de aquel hombre probado: "¡Creo! Ayuda a mi incredulidad" (Cfr. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta antes de la resurrección de
Lázaro:"Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto? Si, Señor, creo..." (Cfr. Jn 11, 25-27).
4. El mismo vínculo entre el "milagro-signo" y la fe se confirma por oposición con otros hechos de signo
negativo.
Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús de Nazaret "no pudo
hacer...ningún milagro, fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él se
admiraba de su incredulidad" (Mc 6, 5-6).
Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a Pedro: "Hombre de poca fe, ¿por qué
has dudado?". Esto sucedió cuando Pedro, que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia
Jesús, al ser zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (Cfr. Mt 14, 29-31).
5. Jesús subraya más de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la fe. "Tu fe te ha
curado", dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años y que, acercándose por detrás le
había tocado el borde de su manto, quedando sana (Cfr. Mt 9, 20-22; y también Lc 8, 48; Mc 5, 34).
Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo, que, a la salida de Jericó, pedía con
insistencia su ayuda gritando: "¡Hijo de David, Jesús, ten piedad de mi!" (Cfr. Mc 10, 46-52). Según
Marcos:"Anda, tu fe te ha salvado" le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: "Ve, tu fe te ha hecho
salvo" (Lc 18,42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17, 19). Mientras a los otros dos ciegos
que invocan a volver a ver, Jesús les pregunta: "¿Creéis que puedo yo hacer esto?". "Sí, Señor´... ´Hágase en
vosotros, según vuestra fe" (Mt 9, 28-29).
6. Impresiona de manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir a ayuda de Jesús
para su hija "atormentada cruelmente por un demonio". Cuando la cananea se postró delante de Jesús para
implorar su ayuda, Él le respondió: "No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos" (Era una
referencia a la diversidad étnica entre israelitas y cananeos que Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su
comportamiento práctico, pero a la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que
la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice: "Cierto, Señor, pero también los
perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores". Ante esta respuesta tan humilde,
elegante y confiada, Jesús replica: "¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres" (Cfr. Mt 15, 21-
28). Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si se piensa en los innumerables "cananeos" de todo tiempo,
país, color y condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus necesidades!
7. Nótese cómo en la narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús,
cuando"ve la fe", realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso del paralítico que pusieron a sus
pies desde un agujero abierto en el techo (Cfr. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede
hacer en tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es indispensable; pero, apenas se
verifica, el corazón de Jesús se proyecta a satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a El
para que los socorra con su poder divino.
8. Una vez más constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un "signo" del poder y del
amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada
del hombre a la fe. Debe llevar a creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer "signo" realizado por Jesús en Caná de Galilea; fue
entonces cuando "creyeron en Él" (Jn 2, 11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de
los panes cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el evangelista hace notar
que"desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían", porque no estaban en
condiciones de acoger un lenguaje que les parecía demasiado "duro".
Entonces, Jesús preguntó a los Doce: "¿Queréis iros vosotros también?". Respondió Pedro: "Señor, ¿a quién
iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de
Dios"(Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el principio de la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como
condición para obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado.
Esto queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: "Muchas otras señales hizo Jesús en
presencia de los discípulos que no están escritas en este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 30-31).
1. Durante el proceso ante Pilato, Jesús, al ser interrogado si era rey, primero niega que sea rey en sentido
terreno y político; después, cuando Pilato se lo pregunta por segunda vez, responde: "Tú dices que soy rey.
Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Esta
respuesta une la misión real y sacerdotal del Mesías con la característica esencial de la misión profética. En
efecto, el Profeta es llamado y enviado a dar testimonio de la verdad. Como testigo de la verdad él habla en
nombre de Dios. En cierto sentido es la voz de Dios. Tal fue la misión de los Profetas que Dios envió a lo largo
de los siglos a Israel.
2. La historia de los Profetas del Antiguo Testamento indica claramente que la tarea de proclamar la verdad,
al hablar en nombre de Dios, es antes que nada un servicio, tanto en relación con Dios que envía, como en
relación con el pueblo al que el Profetas se presenta como enviado de Dios. De ello se deduce que el servicio
profético no sólo es eminente y honorable, sino también difícil y fatigoso. Un ejemplo evidente de ello es lo
que le ocurrió al Profeta Jeremías, quien encuentra resistencia, rechazo y finalmente persecución, en la
medida en que la verdad proclamada es incómoda. Jesús mismo, que muchas veces se refirió a los
sufrimientos que padecieron los Profetas, los experimentó personalmente de forma plena.
3. Estas primeras referencias al carácter ministerial de la misión profética nos introducen en la figura del
Siervo de Dios (Ebed Yahvéh) que se encuentra en Isaías (y precisamente en el llamado ´Deutero-Isaías´). En
esta figura la tradición mesiánica de a antigua Alianza encuentra una expresión especialmente rica, e
importante, si consideramos que el Siervo de Yahvéh, en el que sobresalen sobre todo las características del
Profeta, une en sí mismo, en cierto modo, también la cualidad del sacerdote y del rey. Los Cantos de Isaías
sobre el Siervo de Yahvéh presentan una síntesis veterotestamentaria del Mesías, abierta a ulteriores
desarrollos. Si bien están escritos muchos siglos antes de Cristo, sirven de modo sorprendente para la
identificación de su figura, especialmente en cuanto a la descripción del Siervo de Yahvéh sufriente: un
cuadro tan justo y fiel que se diría que está hecho teniendo delante los acontecimientos de la Pascua de
Cristo.
4. Hay que observar que el término "Siervo, "Siervo de Dios" se emplea abundantemente en el Antiguo
Testamento. A muchos personajes eminentes se les llama o se les define "siervos de Dios". Así Abrahán (Gen
26, 24), Jacob (Gen 32, 11), Moisés, David y Salomón, los Profetas. La Sagrada Escritura también atribuye
este término a algunos personajes paganos que cumplen su papel en la historia de Israel: así, por ejemplo, a
Nabucodonosor (Jer 25, 8-9), y a Ciro (Is 44, 26). Finalmente, todo Israel como pueblo es llamado "siervo de
Dios" (Cfr. Is 41, 8-9; 42, 19; 44, 21; 48, 20), según un uso lingüístico del que se hace eco el Canto de María
que alaba a Dios porque "auxilia a Israel, su siervo" (Lc 1, 54).
5. En cuanto a los Cantos de Isaías sobre el Siervo de Yahvéh constatamos ante todo los que se refieren no a
una entidad colectiva, como puede ser un pueblo, sino a una persona determinada a la que el Profeta
distingue en cierto modo de Israel pecador: "He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo (leemos en el primer
Canto), mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él; él dará el derecho a las
naciones. No gritará, no hablará recio ni hará oír su voz en las plazas. No romperá la caña cascada ni
apagará la mecha que se extingue. . . sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en la
tierra..." (Is 42, 1-4). "Yo, Yahvéh, te he formado y te he puesto por alianza del pueblo y para luz de las
gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del calabozo a los que moran
en las tinieblas" (Is 42, 6-7).
6. El segundo Canto desarrolla el mismo concepto: "Oídme, islas; atended, pueblos lejanos: Yahvéh me llamó
desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre me llamó por mi nombre. Y puso mi boca como
cortante espada, me ha guardado a la sombra de su mano, hizo de mí aguda saeta y me guardó en su
aljaba"(Is 49, 6). "Dijo: ligera cosa es para mí que seas tú mi siervo, para restablecer las tribus de Jacob Yo
te he puesto para luz de las gentes, para llevar mi salvación hasta los confines de la tierra" (Is 49,6). "EL
Señor, Yahvéh, me ha dado lengua de discípulo, para saber sostener con palabras al cansado" (Is 50, 4). Y
también:"Así se admirarán muchos pueblos y los reyes cerrarán ante él su boca" (Is 52, 15). "El Justo, mi
Siervo, justificará a muchos y cargará con las iniquidades de ellos" (Is 53, 11).
7. Estos últimos textos, pertenecientes a los Cantos tercero y cuarto, nos introducen con realismo
impresionante en el cuadro del Siervo Sufriente al que deberemos volver nuevamente. Todo lo que dice
Isaías parece anunciar de modo sorprendente lo que en el alba misma de la vida de Jesús predecirá el santo
anciano Simeón, cuando lo saludó como "luz para iluminación de las gentes" y al mismo tiempo como "signo
de contradicción" (Cfr. Lc 2, 32. 34). Ya en el libro de Isaías la figura del Mesías emerge como Profeta, que
viene al mundo para dar testimonio de la verdad, y que precisamente a causa de esta verdad será rechazado
por su pueblo, llegando a ser con su muerte motivo de justificación para "muchos".
8. Los Cantos del Siervo de Yahvéh encuentran amplia resonancia en el Nuevo Testamento, desde el
comienzo de a actividad mesiánica de Jesús. Ya la descripción del bautismo en el Jordán permite establecer
un paralelismo con los textos de Isaías. Escribe Mateo: "Bautizado Jesús. .. he aquí que se abrieron los
cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre El" (Mt 3 16); en Isaías se dice: "He
puesto mi espíritu sobre El" (Is 42, 1). El Evangelista añade: "Mientras una voz del cielo decía: Esté es mi
Hijo amado, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3, 17), y en Isaías Dios dice del Siervo: "Mi elegido en
quien se complace mi alma" (Is 42, 1 ). Juan Bautista señala a Jesús que se acerca al Jordán, con las
palabras: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29), exclamación que
representa casi una síntesis del contenido del Canto tercero y cuarto sobre el Siervo de Yahvéh sufriente.
9. Una relación análoga se encuentra en el fragmento en que Lucas narra las primeras palabras mesiánicas
pronunciadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando Jesús lee el texto de Isaías: "EL Espíritu del Señor
está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad,
a los ciegos la recuperación de la vista: para poner en libertad a los oprimidos, par anunciar un año de
gracia del Señor" (Lc 4, 17-19). Son las palabras del primer Canto sobre el Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7; cfr.
también Is 61, 1-2).
10. Si miramos también la vida y el ministerio de Jesús. El se nos manifiesta como el Siervo de Dios, que trae
la salvación a los hombres, que los sana, que los libra de su iniquidad, que los quiere ganar para Sí no con la
fuerza, sino con la bondad. El Evangelio, especialmente el de San Mateo, hace referencia muchas veces al
libro de Isaías, cuyo anuncio profético se realiza en Cristo: así cuando narra que "y atardecido, le
presentaron muchos endemoniados, y arrojaba con una palabra los espíritus, y a todos los que se sentían
mal los curaba, para que se cumpliese lo dicho por el Profeta Isaías, que dice: El tomó nuestras
enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt 8, 16-17; cfr. Is 53, 4). Y en otro lugar: "Muchos le
siguieron, y los curaba a todos... para que se cumpliera el anuncio del Profeta Isaías: He aquí a mi
siervo.."(Mt 12, 15-21), y aquí el Evangelista narra un largo fragmento del primer Canto sobre el Siervo de
Yahvéh.
11. Como los Evangelios, también los Hechos de los Apóstoles demuestran que la primera generación de los
discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, está profundamente convencida de que en Jesús se
cumplió todo lo que el Profeta Isaías había anunciado en sus Cantos inspirados: que Jesús es el elegido Siervo
de Dios (Cfr. por ejemplo, Hech 3, 13; 3, 26; 4, 27; 4, 30; 1 Pe 2, 22-25), que cumple la misión del Siervo de
Yahvéh y trae la nueva ley, es la luz y alianza para todas las naciones (Cfr. Hech 13, 46-47). Esta misma
convicción la volvemos a encontrar también en la "didajé", en el "Martirio de San Policarpo", y en la primera
Carta de San Clemente Romano.
12. Hay que añadir un dato de gran importancia: Jesús mismo habla de Sí como de un siervo, aludiendo
claramente a Is 53, cuando dice: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
en rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28) y expresa el mismo concepto cuando lava los pies a los
Apóstoles (Jn 13, 3-4; 12-15). En el conjunto del Nuevo Testamento, junto a los textos y a las alusiones a al
primer Canto del Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7), que subrayan la elección del Siervo y su misión profética de
liberación, de curación y de alianza para todos los hombres, el mayor número de textos hace referencia al
Canto tercero y cuarto (Is 50, 4-11; 52, 13-53, 12) sobre el Siervo Sufriente. Es la misma idea expresada de
modo sintético por San Pablo en la Carta a los Filipenses, cuando hace un himno a Cristo: "el cual, siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de Sí mismo tomando la
condición de siervo y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a Sí mismo, obedeciendo hasta la
muerte" (Flp 2, 6-8).
1. En las catequesis precedentes hemos intentado mostrar los aspectos más relevantes de la verdad sobre el
Mesías tal como fue preanunciada en la Antigua alianza y tal como fue heredada por la generación de los
contemporáneos de Jesús de Nazaret, que entraron en la nueva etapa de la Revelación divina. De esta
generación, los que siguieron a Jesús lo hicieron porque estaban convencidos de que en Él se había cumplido
la verdad sobre el Mesías: que Él es el Mesías, el Cristo. Son muy significativas las palabra con que Andrés, el
primero de los Apóstoles llamados por Jesús anuncia a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías (que
significa el Cristo)” (Jn 1, 41).
Sin embargo, hay que reconocer que constataciones tan explícitas como ésta son más bien raras en los
Evangelios. Ello se debe también al hecho de que en la sociedad israelita de entonces se hallaba difundida
una imagen de Mesías al que Jesús no quiso adaptar su figura y su obra, a pesar del asombro y a admiración
suscitados por todo lo que “hizo y enseñó” (Act 1, 1).
2. Es más, sabemos incluso que el mismo Juan Bautista, que había señalado a Jesús junto al Jordán como “El
que tenía que venir” (cf. Jn 1, 15-30), pues, con espíritu profético, había visto en Él al “Cordero de Dios”que
venía para quitar los pecados del mundo; Juan, que había anunciado el “nuevo bautismo” que administraría
Jesús con la fuerza del Espíritu, cuando se hallaba ya en la cárcel, mandó a sus discípulos a preguntar a
Jesús: “¿Eres Tú que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt 11, 3).
3. Jesús no deja sin respuesta a Juan y a sus mensajeros: “Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído:
los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los
pobres son evangelizados” (Lc 7, 22). Con esta respuesta Jesús pretende confirmar su misión mesiánica y
recurre en concreto a las palabras de Isaías (cf. Is 35, 4-5; 6, 1). Y concluye: “Bienaventurado quien no se
escandaliza de mí” (Lc 7, 23). Estas palabras finales resuenan como una llamada dirigida directamente a
Juan, su heroico precursor, que tenía una idea distinta del Mesías.
Efectivamente, en su predicación, Juan había delineado la figura del Mesías como la de un juez severo. En
este sentido había hablado “de la ira inminente”, del “hacha puesta ya a la raíz del árbol” (cf. Lc 3, 7. 9),
para cortar todas las plantas “que no de buen fruto” (Lc 3, 9). Es cierto que Jesús no dudaría en tratar con
firmeza e incluso con aspereza, cuando fue senecesario, la obstinación y la rebelión contra la Palabra de
Dios; pero Él iba a ser, sobre todo, el anunciador de la “buena nueva a los pobres” y con sus obras y
prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre misericordioso.
4. La respuesta que Jesús da a Juan presenta también otro el momento que es interesante subrayar: Jesús
evita proclamarse Mesías abiertamente. De hecho, en el contexto social de la época es título resultaba muy
ambiguo: la gente lo interpretaba por lo general en sentido político. Por ello Jesús prefiere referirse al
testimonio ofrecido por sus obras, deseoso sobre todo de persuadir y de suscitar la fe.
5. Ahora bien, en los Evangelios no faltan casos especiales, como el diálogo con la samaritana, narrado en el
Evangelio de Juan. A la mujer que le dice: “Yo sé que el Mesías, el que se llama Cristo, está para venir y que
cuando venga nos hará saber todas las cosas”, Jesús le responde: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn 4, 25-
26).
Según el contexto del diálogo, Jesús convenció a la samaritana, cuya disponibilidad para la escucha había
intuido; de hecho, cuando esta mujer volvió a su ciudad, se apresuró a decir a la gente: “Venid a ver un
hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será el Mesías?” (Jn 4, 28-29). Animados por su palabra,
muchos samaritanos salieron al encuentro de Jesús, lo escucharon, y concluyeron a su vez: “Este es
verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 22).
6. Entre los habitantes de Jerusalén, por el contrario, las palabras y los milagros de Jesús suscitaron
cuestiones en torno a su condición mesiánica. Algunos excluían que pudiera ser el Mesías. “De éste sabemos
de dónde viene, mas del Mesías, cuando venga, nadie sabrá de dónde viene” (Jn 7, 27). Pero otros
decían:“El Mesías, cuando venga, ¿podrá hacer signos más grandes de los que ha hecho éste?” (Jn 7,
31). “¿No será éste el Hijo de David?”. (Mt 12, 23). Incluso llegó a intervenir el Sanedrín, decretando que “si
alguno lo confesaba Mesías fuera expulsado de la sinagoga” (Jn 9, 22).
7. Con estos elementos podemos llegar a comprender el significado clave de la conversación de Jesús con los
Apóstoles cerca de Cesarea de Filipo. “Jesús... les preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le
respondieron, diciendo: Unos, que Juan Bautista; otros, que Elías y otros, que uno de los Profetas. Pero El
les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo” (Mc 8, 27-
29; cf. además Mt 16, 13-16 y Lc 9, 18-21), es decir, el Mesías.
8. Según el Evangelio de Mateo esta respuesta ofrece a Jesús la ocasión para anunciar el primado de Pedro
en la futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Según Marcos, tras la respuesta de Pedro, Jesús ordenó severamente a los
Apóstoles “que no dijeran nada a nadie” (Mc 8, 30). De lo cual se puede deducir que Jesús no sólo no
proclamaba que Él era el Mesías, sino que tampoco quería que los Apóstoles difundieran por el momento la
verdad sobre su identidad. Quería, en efecto, que sus contemporáneos llegaran a tal convencimiento
contemplando sus obras y escuchando su enseñanza. Por otra parte, el mismo hecho de que los Apóstoles
estuvieran convencidos de lo que Pedro había dicho en nombre de todos al proclamar: “Tú eres el Cristo”,
demuestra que las obras y palabras de Jesús constituían una base suficiente sobre la que podía fundarse y
desarrollarse la fe en que Él era el Mesías.
9. Pero la continuación de ese diálogo tal y como aparece en los dos textos paralelos de Marcos y Mateo es
aún más significativa en relación con la idea que tenía Jesús sobre su condición de Mesías (cf. Mc 8, 31-33;
Mt 16, 21-23). Efectivamente, casi en conexión estrecha con la profesión de fe de los Apóstoles,
Jesús“comenzó a enseñarles como era preciso que el Hijo del Hombre padeciese mucho, y que fuese
rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas y que fuese muerto y resucitado al
tercer día” (Mc 8, 31). El Evangelista Marcos hace notar: “Les hablaba de esto abiertamente” (Mc 8, 32).
Marcos dice que “Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle” (Mc 8, 32). Según Mateo, los términos de
la reprensión fueron éstos: “No quiera Dios, Señor, que esto suceda” (Mt 16, 22). Y esta fue la reacción del
Maestro: Jesús “reprendió a Pedro diciéndole: Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no son los de Dios,
sino los de los hombres” (Mc 8, 33; Mt 16, 23).
10. En esta reprensión del Maestro se puede percibir algo así como un eco lejano de la tentación de que fue
objeto Jesús en el desierto en los comienzos de su actividad mesiánica (cf. Lc 4, 1-13), cuando Satanás
quería apartarlo del cumplimiento de la voluntad del Padre hasta el final. Los Apóstoles, y de un modo
especial Pedro, a pesar que habían profesado su fe en la misión mesiánica de Jesús afirmando “Tú eres el
Mesías”, no lograban librarse completamente de aquella concepción demasiado humana y terrena del Mesías,
y admitir la perspectiva de un Mesías que iba a padecer y a sufrir la muerte. Incluso en el momento de la
ascensión, preguntarían a Jesús: “¿...vas a reconstruir el reino de Israel?” (cf. Act 1, 6).
11. Precisamente ante esta actitud Jesús reacciona con tanta decisión y severidad. En El, la conciencia de la
misión mesiánica correspondía a los Cantos sobre el Siervo de Yavé de Isaías y, de un modo especial, a lo que
había dicho el Profeta sobre el Siervo Sufriente: “Sube ante él como un retoño, como raíz en tierra árida. No
hay en él parecer, no hay hermosura... Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, y
familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le
tengamos en cuenta... Pero fue Él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros
dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados” (Is 53, 2-5).
Jesús defiende con firmeza esta verdad sobre el Mesías, pretendiendo realizarla en Él hasta las últimas
consecuencias, ya que en ella se expresa la voluntad salvífica del Padre: “El Justo, mi siervo, justificará a
muchos” (Is 53, 11 ). Así se prepara personalmente y prepara a los suyos para el acontecimiento en que
el“misterio mesiánico” encontrará su realización plena: la Pascua de su muerte y de su resurrección.
1. “Se ha cumplido el tiempo, está cerca el reino de Dios” (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret
comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la historia del
hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.
Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y político según la concepción de sus
contemporáneos, sino porque con sumisión se culmina en la pasión-muerte-resurrección, “todas las promesas
de Dios son ‘sí’” (2 Cor 1, 20).
2. Para comprender plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo Testamento
que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de Moisés (Ex 15, 1-18), el Señor es
aclamado “rey”porque ha liberado maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, a la
comunión con Él y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el antiquísimo Salmo 28/29 da
testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado
y comunica a su pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor “rey” se presenta
completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo en la vocación de Isaías.
El “Rey” contemplado por el Profeta con los ojos de la fe “sobre un trono alto y sublime” (Is 6, 1 ) es Dios en
el misterio de su santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace presente a su
pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva: “Santo, Santo, Santo, Yavé de los ejércitos. Está
la tierra llena de tu gloria” (Is 6, 3).
Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de la alianza, la monarquía se desarrollase
de forma autónoma, como ocurría en el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y,
como tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre Israel (cf. 1 Sam 12, 12-
15). “El Señor reina”, proclaman continuamente los Salmos (cf. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1-4;
145/146, 10).
3. Frente a la experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas anuncian una nueva
Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y real de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34; Ez
34, 7-16; 36, 24-28).
En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor suscitará para que sea el instrumento
del éxodo, de la liberación, de la salvación (Ez 34, 23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento la figura del
Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de Dios.
Tras el exilio, aun cuando la institución de la monarquía decayera en Israel, se continuó profundizando la fe
en la realeza que Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá hasta “los confines de la tierra”. Los
Salmos que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta esperanza (cf. Sal 95/96-
98/99).
Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada de la fe, dirigiéndose más allá del
tiempo de la historia humana, llegará a comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino
de Dios en todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se encontrarán en la plena
comunión de vida y de amor con el Señor (cf. Dan 7, 9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios
constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la predicación de
Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza
sobreabundante del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29)
subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de
los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor.
La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52) se
refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”,
se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia serán
destruidas las potencias del mal, y quien hay cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente,
las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto
del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en
él.
5. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total
realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña
a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios “ya ha venido” (Mt 12, 28), “está dentro de
vosotros” (Lc 17, 21) mediante la predicación y las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo
Testamento se deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace
presente, en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha que el reino de Dios puede
llamarse también “reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante
Pilato al decir que “su” reino no es de este mundo (cf. 18, 36).
6. Desde esta perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para entrar en el reino se
pueden resumir en la palabra “conversión”. Mediante la conversión el hombre se abre al don de Dios (cf. Lc
12, 32), que llama “a su reino y a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y está
dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)
El reino de Dios exige una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20); requiere empeño en el cumplimiento de
la“voluntad de Dios” (Mt 7, 21), implica sencillez interior “como los niños” (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta
la superación del obstáculo constituido por las riquezas (cf. Mc 10, 23-24).
7. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 3-12) se presentan como la “Carta magna” del
reino de los cielos, dado a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y sed
de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de paz, a los perseguidos por causa
de la justicia. Las bienaventuranzas no muestran sólo las exigencias del reino; manifiestan ante todo la obra
que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus
sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de perdón (cf. Jn 13, 34-35; Col 3, 13).
8. La enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios es testimoniada por la Iglesia del Nuevo Testamento, que
vivió esta enseñanza con la alegría de su fe pascual. La Iglesia es la comunidad de los “pequeños” que el
Padre “ha liberado del poder de las tinieblas y ha trasladado al reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13); es la
comunidad de los que viven “en Cristo”, dejándose guiar por el Espíritu en el camino de la paz (Lc 1, 79), y
que luchan para no “caer en la tentación” y evitar la obras de la “carne”, sabiendo muy bien que “quienes
tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios” (Gál 5, 21). La Iglesia es la comunidad de quienes anuncian,
con su vida y con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: “El reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10,
9).
9. La Iglesia, que “camina a través de los siglos incesantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que
se cumpla en ella las palabras de Dios” (Dei Verbum, 8), pide al Padre en cada una de las celebraciones de la
Eucaristía que “venga su reino”. Vive esperando ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús,
que ofrecerá a la Majestad Divina “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la
santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del
universo).
Esta espera del Señor es fuente incesante de confianza de energía. Estimula a los bautizados, hechos
partícipes de la dignidad real de Cristo, a vivir día tras día “en el reino del Hijo de su amor”, a testimoniar y
anunciar la presencia del reino con las mismas obras de Jesús (cf. Jn 14, 12). En virtud de este testimonio de
fe y de amor, enseña el Concilio, el mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y alcanzará con mayor
eficacia su fin en la justicia, en la caridad y en la paz (Lumen gentium , 36).
1. En el Antiguo Testamento se desarrolló y floreció una rica tradición de doctrina sapiencial. En el plano
humano, dicha tradición manifiesta la sed del hombre de coordinar los datos de sus experiencias y de sus
conocimientos para orientar su vida del modo más provechoso y sabio. Desde este punto de vista, Israel no se
aparta de las formas sapienciales presentes en otras culturas de la antigüedad, y elabora una propia
sabiduría de vida, que abarca los diversos sectores de la existencia: individual, familiar, social, político.
Ahora bien, esta misma búsqueda sapiencial no se desvinculó nunca de la fe en el Señor, Dios del éxodo; y
ello se debió a la convicción que se mantuvo siempre presente en la historia del pueblo elegido, de que sólo
en Dios residía la Sabiduría perfecta. Por ello, el “temor del Señor”, es decir, la orientación religiosa y vital
hacia Él, fue considerado el “principio”, el “fundamento”, la “escuela” de la verdadera sabiduría (Prov 1, 7;
9, 10; 15, 33).
2. Bajo el influjo de la tradición litúrgica y profética, el tema de la sabiduría se enriquece con una
profundización singular, llegando a empapar toda la Revelación. De hecho, tras el exilio se comprende con
mayor claridad que la sabiduría humana es un reflejo de la Sabiduría divina, que Dios “derramó sobre todas
sus obras, y sobre toda carne, según su liberalidad” (Eclo 1, 9-10). El momento más alto de la donación de la
Sabiduría tiene lugar con la revelación al pueblo elegido, al que el Señor hace conocer su palabra (Dt 30, 14).
Es más, la Sabiduría divina, conocida en la forma más plena de que el hombre es capaz, es la Revelación
misma, la “Tora”, “el libro de la alianza de Dios altísimo” (Eclo 24, 32).
3. La Sabiduría divina aparece en este contexto como el designio misterioso de Dios que está en el origen de
la creación y de la salvación. Es la luz que lo ilumina todo, la palabra que revela, la fuerza del amor que une
a Dios con su creación y con su pueblo. La Sabiduría divina no se considera una doctrina abstracta, sino una
persona que procede de Dios: está cerca de Él “desde el principio” (Prov 8, 23), es su delicia en el momento
de la creación del mundo y del hombre, durante la cual se deleita ante él (Prov 8, 22-31).
El texto de Ben Sira recoge este motivo y lo desarrolla, describiendo la Sabiduría divina que encuentra su
lugar de “descanso” en Israel y se establece en Sión (Eclo 24, 3-12), indicando de ese modo que la fe del
pueblo elegido constituye la vía más sublime para entrar en comunión con el pensamiento y el designio de
Dios. El último fruto de esta profundización en el Antiguo Testamento es el libro de la Sabiduría, redactado
poco antes del nacimiento de Jesús. En él se define a la Sabiduría divina como “hálito del poder de Dios,
resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su bondad”, fuente de a
amistad divina y de la misma profecía” (Sab 7, 25-27).
4. A este nivel de símbolo personalizado del designio divino, la Sabiduría es una figura con la que se presenta
la intimidad de la comunión con Dios y la exigencia de una respuesta personal de amor. La Sabiduría aparece
por ello como la esposa (Prov 4, 6-9), la compañera de la vida (Prov 6, 22; 7, 4). Con las motivaciones
profundas del amor, la Sabiduría invita al hombre a la comunión con ella y, en consecuencia, a la comunión
con el Dios vivo. Esta comunión se describe con la imagen litúrgica del banquete: “Venid y comed mi pan y
bebed mi vino que he mezclado” (Prov 9, 5): una imagen que la apocalíptica volverá a tomar para expresar
la comunión eterna con Dios, cuando Él mismo elimine la muerte para siempre (Is 25, 6-7).
5. A la luz de esta tradición sapiencial podemos comprender mejor el misterio de Jesús Mesías. Ya un texto
profético del libro de Isaías habla del espíritu del Señor que se posará sobre el Rey-Mesías y caracteriza ese
Espíritu ante todo como “Espíritu de sabiduría y de inteligencia” y luego como “Espíritu de entendimiento y
de temor de Yahvé” (Is 11, 2).
En el Nuevo Testamento son varios los textos que presentan a Jesús lleno de la Sabiduría divina. El Evangelio
de la infancia según San Lucas insinúa el rico significado de la presencia de Jesús entre los doctores del
templo, donde “cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia” (Lc 2, 47), y resume la vida
oculta en Nazaret con las conocidas palabras: “Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los
hombres” (Lc 2, 52).
Durante los años del ministerio de Jesús, su doctrina suscitaba sorpresa y admiración: “Y la muchedumbre
que le oía se maravillaba diciendo: “¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha
sido dada?” (Mc 6, 2).
Esta Sabiduría, que procedía de Dios, confería a Jesús un prestigio especial: “Porque les enseñaba como
quien tiene poder, y no como sus doctores” (Mt 7, 29); por ello se presenta como quien es “más que
Salomón” (Mt 12, 42). Puesto que Salomón es la figura ideal de quien ha recibido la Sabiduría divina, se
concluye que en esas palabras Jesús aparece explícitamente como la verdadera Sabiduría revelada a los
hombres.
6. Esta identificación de Jesús con la Sabiduría a afirma el Apóstol Pablo con profundidad singular. Cristo,
escribe Pablo, “ha venido a ser para nosotros, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y
redención” (1 Cor 1, 30). Es más, Jesús es la “sabiduría que no es de este siglo... predestinada por Dios
antes de los siglos para nuestra gloria” (1 Cor 2, 6-7). La “Sabiduría de Dios” es identificada con el Señor de
la gloria que ha sido crucificado. En la cruz y en la resurrección de Jesús se revela, pues, en todo su
esplendor, el designio misericordioso de Dios, que ama y perdóna al hombre hasta el punto de convertirlo en
criatura nueva. La Sagrada Escritura haba además de otra sabiduría que no viene de Dios, la “sabiduría de
este siglo”, la orientación del hombre que se niega a abrirse al misterio de Dios, que pretende ser el artífice
de su propia salvación. A sus ojos la cruz aparece como una locura o una debilidad; pero quien tiene fe en
Jesús, Mesías y Señor, percibe con el Apóstol que “la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la
flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres” (1 Cor 1, 25).
7. A Cristo se le contempla cada vez con mayor profundidad como la verdadera “Sabiduría de Dios”. Así,
refiriéndose claramente al lenguaje de los libros sapienciales, se le proclama “imagen del Dios
invisible”,“primogénito de toda criatura”, Aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas y en el
cual subsisten todas las cosas (cf. Col 1, 15-17); Él, en cuanto Hijo de Dios, es “irradiación de su gloria e
impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas” (Heb 1, 3).
8. Por su parte, el Evangelista Juan, evocando la Sabiduría descrita en su intimidad con Dios, habla del Verbo
que estaba en el principio, junto a Dios, y confiesa que “el Verbo era Dios” (Jn 1, 1). La Sabiduría, que el
Antiguo Testamento había llegado a equiparar a la Palabra de Dios, es identificada ahora con Jesús, el Verbo
que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Como la Sabiduría, también Jesús, Verbo de Dios,
invita al banquete de su palabra y de su cuerpo, porque Él es “el pan de vida” (Jn 6, 48), da el agua viva del
Espíritu (Jn 4, 10; 7, 37-39), tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). En todo esto, Jesús es
verdaderamente “más que Salomón”, porque no sólo realiza de forma plena la misión de la Sabiduría, es
decir, manifestar y comunicar el camino, la verdad y la vida, sino que Él mismo es “el camino, la verdad y la
vida” (Jn 14, 6), es la revelación suprema de Dios en el misterio de su paternidad (Jn 1, 18; 17, 6).
9. Esta fe en Jesús, revelador del Padre, constituye el aspecto más sublime y consolador de la Buena Nueva.
Este es precisamente el testimonio que nos llega de las primeras comunidades cristianas, en las cuales
continuaba resonando el himno de alabanza que Jesús había elevado al Padre, bendiciéndolo porque en su
beneplácito había revelado “estas cosas” a los pequeños.
La Iglesia ha crecido a través de los siglos con esta fe: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al
Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27). En definitiva, revelándonos al
Hijo mediante el Espíritu, Dios nos manifiesta su designio, su sabiduría, la riqueza de su gracia “que derramó
superabundantemente sobre nosotros con toda sabiduría e inteligencia” (Ef 1, 8).
1. Jesucristo, Hijo del hombre e Hijo de Dios: éste es el tema culminante de nuestras catequesis sobre la
identidad del Mesías. Es la verdad fundamental de la revelación cristiana y de la fe: la humanidad y la
divinidad de Cristo, sobre la cual reflexionaremos más adelante con mayor amplitud. Por ahora nos urge
completar el análisis de los títulos mesiánicos presentes ya de algún modo en el Antiguo Testamento y ver en
qué sentido se los atribuye Jesús a Sí mismo.
En relación con el título “Hijo del hombre”, resulta significativo que Jesús lo usara frecuentemente hablando
de Sí, mientras que los demás lo llaman Hijo de Dios, como veremos en la próxima catequesis. Él se
autodefine “Hijo del hombre”, mientras que nadie le daba este título si exceptuamos al diácono Esteban
antes de la lapidación (Act 7, 56) y al autor del Apocalipsis en dos textos (Ap 1, 13; 14, 14).
2. El título “Hijo del hombre” procede del Antiguo Testamento, en concreto del libro del Profeta Daniel, de
la visión que tuvo de noche el Profeta: “Seguía yo mirando en la visión nocturna, y vi venir sobre las nubes
del cielo a uno como hijo de hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado ante éste.
Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su
dominio es dominio eterno que no acabará, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá” (Dan 7, 13-14).
Cuando el Profeta pide la explicación de esta visión, obtiene la siguiente respuesta: “Después recibirán el
reino los santos del Altísimo y lo poseerán por siglos, por los siglos de los siglos... Entonces le darán el
reino, el dominio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo al pueblo de los santos del
Altísimo”(Dan 7, 18. 27). El texto de Daniel contempla a una persona individual y al pueblo.
Señalemos ya ahora que lo que se refiere a la persona del Hijo del hombre se vuelve a encontrar en las
palabras del Ángel en la anunciación a María: “Reinará... por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 33).
3. Cuando Jesús utiliza el título “Hijo del hombre” para hablar de Sí mismo, recurre a una expresión
proveniente de la tradición canónica del Antiguo Testamento presente también en los libros apócrifos del
judaísmo. Pero conviene notar, sin embargo, que la expresión “hijo de hombre” (ben-adam) se había
convertido en el arameo de la época de Jesús en una expresión que indicaba simplemente “hombre” (bar
enas).
Por eso, al referirse a Sí mismo como “Hijo del hombre”, Jesús logró casi esconder tras el velo del
significado común el significado mesiánico que tenía la palabra en la enseñanza profética. Sin embargo, no
resulta casual, si bien las afirmaciones sobre el “Hijo del hombre” aparecen especialmente en el contexto de
la vida terrena y de la pasión de Cristo, no faltan en relación con su elevación escatológica.
4. En el contexto de la vida terrena de Jesús de Nazaret encontramos textos como el siguiente: “Las raposas
tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,
20); o este otro: “Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: es un comilón y bebedor de vino,
amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). Otras veces la palabra de Jesús asume un valor que indica con
mayor profundidad su poder. Así cuando afirma: “Y dueño del sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 28). Con
ocasión de la curación del paralítico, a quien introdujeron en la casa donde estaba Jesús haciendo un agujero
en el techo, El afirma en tono casi desafiante: “Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la
tierra para perdonar los pecados -se dirige al paralítico-, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa” (Mc 2, 10-11 ). En otro texto afirma Jesús: “Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así
también lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11, 30). En otra ocasión se trata de una
predicción rodeada de misterio: “Llegará tiempo en que desearéis ver un solo día al Hijo del hombre, y no lo
veréis” (Lc 17, 22).
5. Algunos teólogos señalan un paralelismo interesante entre la profecía de Ezequiel y las afirmaciones de
Jesús. El Profeta escribe: “(Dios) me dijo: Hijo de hombre, yo te mando a los hijos de Israel... que se han
rebelado contra mí... Diles: Así dice el Señor, Yavé” (Ez 2, 3-4) “Hijo de hombre, habitas medio de gente
rebelde, que tiene ojos para ver, y no ven; oídos para oír, y no oyen...” (Ez 12, 2) “Tú, hijo de hombre...
dirigirás tus miradas contra el muro de Jerusalén... profetizando contra ella” (Ez 4, 1-7). “Hijo de hombre,
propón un enigma y compón una parábola sobre la casa de Israel" (Ez 17, 2).
Haciéndose eco de las palabras del Profeta, Jesús enseña: “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y
salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). “Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45; cf. además Mt 20, 29). El “Hijo del
hombre” ...“cuando venga en la gloria del Padre, se avergonzará de quien se avergüence de Él y de sus
palabras ante los hombres” (cf. Mc 8, 38).
6. La identidad del Hijo del hombre se presenta en el doble aspecto de representante de Dios, anunciador
del reino de Dios, Profeta que llama a la conversión. Por otra parte, es “representante” de los hombres,
compartiendo con ellos su condición terrena y sus sufrimientos para redimirlos y salvarlos según el designio
del Padre. Como dice Él mismo en el diálogo con Nicodemo: “A la manera que Moisés levantó la serpiente en
el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga la
vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Se trata de un anuncio claro de la pasión, que Jesús vuelve a repetir: “Comenzó a enseñarles cómo era
preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de
los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y resucitara después de tres días” (Mc 8, 31). En el
Evangelio de Marcos encontramos esta predicción repetida en tres ocasiones (cf. Mc 9, 31; 10, 33-34) y en
todas ellas Jesús habla de Sí mismo como “Hijo del hombre”.
7. Con este mismo apelativo se autodefine Jesús ante el tribunal de Caifás, cuando a la pregunta: “¿Eres tú
el Mesías, el Hijo del Bendito?”, responde: “Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mc 14, 62). En estas palabras resuena el eco de la profecía de
Daniel sobre el “Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo” (Dan 7, 13) y del Salmo 110, que
contempla al Señor sentado a la derecha de Dios(cf. Sal 109/110, 1)
8. Jesús habla repetidas veces de la elevación del “Hijo del hombre”, pero no oculta a sus oyentes que ésta
incluye la humillación de la cruz. Frente a las objeciones y a la incredulidad de la gente y de los discípulos,
que comprendían muy bien el carácter trágico de sus alusiones y que, sin embargo, le preguntaban: “¿Cómo,
pues, dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es este Hijo del hombre?” (Jn 12, 34),
afirma Jesús claramente: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que yo soy, y
no hago nada por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo” (Jn 8, 28). Jesús afirma que
su“elevación” mediante la cruz constituirá su glorificación. Poco después añadirá: “Es llegada la hora en que
el Hijo del hombre será glorificado” (Jn 12, 23). Resulta significativo que cuando Judas abandonó el
Cenáculo, Jesús afirme: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y Dios ha sido glorificado en Él” (Jn
13, 31).
9. Este es el contenido de vida, pasión, muerte y gloria, del que el Profeta Daniel había ofrecido sólo un
simple esbozo. Jesús no duda en aplicarse incluso el carácter de reino eterno e imperecedero que Daniel
había atribuido a la obra del Hijo del hombre, cuando en la profecía sobre el fin del mundo
proclama:“Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad” (Mc 13, 26;
cf. Mt 24, 30). En esta perspectiva escatológica debe llevarse a cabo la obra evangelizadora de la Iglesia.
Jesús hace la siguiente advertencia: “No acabaréis las ciudades de Israel, antes de que venga el Hijo del
hombre” (Mt 10, 23). Y se pregunta: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la
tierra?” (Lc 1 8, 8).
10. Si en su condición de “Hijo del hombre” Jesús realizó con su vida, pasión, muerte y resurrección el plan
mesiánico delineado en el Antiguo Testamento, al mismo tiempo asume con ese mismo nombre el lugar que
le corresponde entre los hombres como hombre verdadero, como hijo de una mujer, María de Nazaret.
Mediante esta mujer, su Madre, Él, el “Hijo de Dios”, es al mismo tiempo “Hijo del hombre”, hombre
verdadero, como testimonia la Carta a los Hebreos: “Se hizo realmente uno de nosotros, semejante a
nosotros en todo, menos en el pecado” (Const. Gaudium et spes, 22; cf. Heb 4, 15).
Introducción
1. Según hemos tratado en las catequesis precedentes, el nombre de "Cristo" significa en el lenguaje del
Antiguo Testamento "Mesías". Israel, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, vivió en la espera de la
realización de la promesa del Mesías, que se cumplió en Jesús de Nazaret. Por eso desde el comienzo se
llamó a Jesús Cristo, esto es: "Mesías", y fue aceptado como tal por todos aquellos que "lo han recibido" (Jn
1, 12).
2. Hemos visto que, según la tradición de la Antigua Alianza, el Mesías es Rey y que este Rey Mesiánico fue
llamado también Hijo de Dios, nombre que en el ámbito del monoteísmo yahvista del Antiguo Testamento
tiene un significado exclusivamente analógico, e incluso, metafórico. No se trata en aquellos libros del
Hijo"engendrado" por Dios, sino de alguien a quien Dios elige y le confía una concreta misión o servicio.
3. En este sentido también alguna vez todo el pueblo se denominó "hijo", como, por ejemplo, en las palabras
que Yavé dirigió a Moisés: "Tú dirás al Faraón: ...Israel es mi hijo, mi primogénito... Yo mando que dejes a
mi hijo ir a servirme" (Ex 4, 22-23; cf. también Os 11, 1; Jer 31, 9). Así, pues, si se llama al Rey en la Antigua
Alianza "Hijo de Dios", es porque en la teocracia israelita, es Él representante especial de Dios.
Lo vemos, por ejemplo, en el Salmo 2, en relación con la entronización del rey: "Él me ha dicho: Tú eres mi
hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7-8). También en el Salmo 88 leemos: "Él (David) me invocará
diciendo: tú eres mi padre... y yo le haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra" (Sal
88/89, 27-28). Después, el Profeta Natán hablará así a propósito de la descendencia de David: "Yo le seré a
el padre y Él me será a mí hijo. Si obrare mal yo le castigaré..." (2 Sm 7, 14).
No obstante, en el Antiguo Testamento, a través del significado analógico y metafórico de la expresión "Hijo
de Dios", parece que penetra en él otro, que permanece oscuro. Así en el citado Salmo 2, Dios dice al
rey: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7), y en el Salmo 109/110: "Yo mismo te engendré
como rocío antes de la aurora" (Sal 109/110, 3).
4. Es preciso tener presente este transfondo bíblico-mesiánico para darse cuenta de que el modo de actuar y
de expresarse de Jesús indica la conciencia de una realidad completamente nueva.
Aunque en los Evangelios sinópticos Jesús jamás se define como Hijo de Dios (lo mismo que no se llama
Mesías), sin embargo, de diferentes maneras, afirma y hace comprender que es el Hijo de Dios y no en
sentido analógico o metafórico, sino natural.
5. Subraya incluso la exclusividad de su relación filial con Dios. Nunca dice de Dios: "nuestro Padre", sino
sólo"mi Padre", o distingue: "mi Padre, vuestro Padre". No duda en afirmar: "Todo me ha sido entregado por
mi Padre" (Mt 11, 27).
Esta exclusividad de la relación filial con Dios se manifiesta especialmente en la oración, cuando Jesús se
dirige a Dios como Padre usando la palabra aramea "Abbá", que indica una singular cercanía filial y, en boca
de Jesús, constituye una expresión de su total entrega a la voluntad del Padre: "Abbá, Padre, todo te es
posible; aleja de mí este cáliz" (Mc 14, 36).
Otras veces Jesús emplea la expresión "vuestro Padre"; por ejemplo: "como vuestro Padre es
misericordioso"(Lc 6, 36); "vuestro Padre, que está en los cielos" (Mc 11, 25). Subraya de este modo el
carácter específico de su propia relación con el Padre, incluso deseando que esta Paternidad divina se
comunique a los otros, como atestigua la oración del "Padre nuestro", que Jesús enseñó a sus discípulos y
seguidores.
6. La verdad sobre Cristo como Hijo de Dios es el punto de convergencia de todo el Nuevo Testamento. Los
Evangelios, y sobre todo el Evangelio de Juan, y los escritos de los Apóstoles, de modo especial las Cartas de
San Pablo, nos ofrecen testimonios explícitos. En esta catequesis nos concentramos solamente en algunas
afirmaciones particularmente significativas, que, en cierto sentido, "nos abren el camino" hacia el
descubrimiento de la verdad sobre Cristo como Hijo de Dios y nos acercan a una recta percepción de
esta"filiación".
7. Es importante constatar que la convicción de la Filiación divina de Jesús se confirmó con una voz desde el
cielo durante el bautismo en el Jordán (cf. Mc 1, 11 ) y en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9, 7). En
ambos casos, los Evangelistas nos hablan de la proclamación que hizo el Padre acerca de Jesús "(su) Hijo
predilecto" (cf. Mt 3, 17; Lc 3, 22).
Los Apóstoles tuvieron una confirmación análoga dada por los espíritus malignos que arremetían contra
Jesús: "¿Qué hay entre Ti y nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Te conozco: tú eres el Santo
de Dios" (Mc 1, 24). "¿Qué hay entre Ti y mí, Jesús, Hijo del Altísimo?"(Mc 5, 7).
8. Si luego escuchamos el testimonio de los hombres, merece especial atención la confesión de Simón Pedro,
junto a Cesarea de Filipo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Notemos que esta confesión
ha sido confirmada de forma insólitamente solemne por Jesús: "Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque
no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos" (Mt 16, 17). No se
trata de un hecho aislado. En el mismo Evangelio de Mateo leemos que, al ver a Jesús caminar sobre las
aguas del lago de Genesaret, calmar al viento y salvar a Pedro, los Apóstoles se postraron ante el maestro,
diciendo: "Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios" (Mt 14, 33).
9. Así, pues, lo que Jesús hacía y enseñaba, alimentaba en los Apóstoles la convicción de que Él era no sólo
el Mesías, sino también el verdadero "Hijo de Dios". Y Jesús confirmó esta convicción.
Fueron precisamente algunas de las afirmaciones proferidas por Jesús las que suscitaron contra Él la
acusación de blasfemia. De ellas brotaron momentos singularmente dramáticos como atestigua el Evangelio
de Juan, donde se lee que los judíos "buscaban... matarlo, pues no sólo quebrantaba el sábado, sino que
decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios" (Jn 5, 18).
El mismo problema se plantea de nuevo en el proceso incoado a Jesús ante el Sanedrín: Caifás, Sumo
Sacerdote, lo interpeló: "Te conjuro por Dios vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios". A esta
pregunta, Jesús respondió sencillamente: "Tú lo has dicho", es decir: "Sí, yo lo soy" (cf. Mt 26, 63-64). Y
también en el proceso ante Pilato, aun siendo otro el motivo de a acusación: el de haberse proclamado rey,
sin embargo los judíos repitieron la imputación fundamental: "Nosotros tenemos una ley y, según esa ley,
debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios" (Jn 19, 7).
10. En definitiva, podemos decir que Jesús murió en la cruz a causa de la verdad de su Filiación divina.
Aunque la inscripción colocada sobre la cruz con la declaración oficial de la condena decía: "Jesús de
Nazaret, el Rey de los judíos", sin embargo -hace notar San Mateo-, "los que pasaban lo injuriaban moviendo
la cabeza y diciendo... si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz" (Mt 27, 39-40). Y también: "Ha puesto su
confianza en Dios, que Él le libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha dicho: Soy el Hijo de Dios" (Mt 27,
43).
Esta verdad se encuentra en el centro del acontecimiento del Gólgota. En el pasado fue objeto de la
convicción, de la proclamación y del testimonio dado por los Apóstoles, ahora se ha convertido en objeto de
burla. Y sin embargo, también aquí, el centurión romano, que vigila a agonía de Jesús y escucha las palabras
con las cuales Él se dirige al Padre, en el momento de la muerte, a pesar de ser pagano, da un último
testimonio sorprendente en favor de la identidad divina de Cristo: "Verdaderamente este hombre era hijo de
Dios" (Mc 15, 39).
11. Las palabras del centurión romano sobre la verdad fundamental del Evangelio y del Nuevo Testamento en
su totalidad nos remiten a las que el Ángel dirigió a María en el momento de la anunciación: "Concebirás en
tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del
Altísimo..." (Lc 1, 31-32). Y cuando María pregunta "¿Cómo podrá ser esto?", el mensajero le responde: "El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra y, por esto, el hijo
engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 34-35).
12. En virtud de la conciencia que Jesús tuvo de ser Hijo de Dios en el sentido real natural de la palabra,
Él"llamaba a Dios su Padre..." (Jn 5, 18). Con la misma convicción no dudó en decir a sus adversarios y
acusadores: "En verdad en verdad os digo: antes que Abrahám naciese, era yo" (Jn 8, 58).
En este "era yo" está la verdad sobre la Filiación divina, que precede no sólo al tiempo de Abrahám, sino a
todo tiempo y a toda existencia creada.
Dirá San Juan al concluir su Evangelio: "Estas (señales realizadas por Jesús) fueron escritas para que creáis
que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre" (Jn 20, 31).
En el corazón del testimonio evangélico.
A la luz de las obras y de las palabras de Jesús se hace cada vez más claro que Él es, al mismo tiempo, el verdadero Hijo de Dios.
A la luz de las obras y de las palabras de Jesús se hace cada vez más claro que Él es, al mismo tiempo, el
verdadero Hijo de Dios. Esta es una verdad que resultaba muy difícil de admitir para una mentalidad
enraizada en un rígido monoteísmo religioso. Y ésa era la mentalidad de los israelitas contemporáneos de
Jesús. Nuestras catequesis sobre Jesucristo entran ahora precisamente en el ámbito de esta verdad que
determina la novedad esencial del Evangelio, y de la que depende toda la originalidad del cristianismo como
religión fundada en la fe en el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nosotros.
El Símbolo niceno-constantinopolitano expresa la misma realidad con palabras un poco distintas: “Por
nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó (en
latín: incarnatus est) de María la Virgen y se hizo hombre”.
Sin embargo, el mismo Símbolo presenta antes, ya de modo mucho más amplio la verdad de la filiación divina
de Jesucristo, Hijo del hombre: “Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes
de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de
la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho”. Estas últimas palabras ponen todavía más de
relieve la unidad en la divinidad del Hijo con el Padre, que es “creador del cielo y de la tierra, de todo lo
visible y lo invisible”.
3. Los Símbolos expresan la fe de la Iglesia de una manera concisa, pero precisamente gracias a su concisión
esculpen las verdades más esenciales: aquellas que constituyen como el “meollo” mismo de la fe cristiana, la
plenitud y el culmen de la autorrevelación de Dios. Pues bien, según la expresión del autor de la Carta a los
Hebreos, “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo” y finalmente ha hablado a la
humanidad “por su Hijo” (Cfr. Heb 1, 1-2). Es difícil no reconocer aquí la auténtica plenitud de la
Revelación. Dios no sólo habla de Sí por medio de los hombres llamados a hablar en su nombre, sino que, en
Jesucristo, Dios mismo, hablando “por medio de su Hijo”, se convierte en sujeto de la Palabra que revela. Él
mismo habla de Sí mismo. Su palabra contiene en sí a autorrevelación de Dios, la autorrevelación en el
sentido estricto e inmediato.
5. Prestaremos ahora atención a esta verdad central de la fe cristiana analizando el testimonio del Evangelio
desde este punto de vista. Es ante todo el testimonio del Hijo sobre el Padre y, en concreto, el testimonio de
una relación filial que es propia de Él y sólo de Él.
De hecho, así como son significativas las palabras de Jesús: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a
quien el Hijo quisiera revelárselo” (Mt 11, 27), lo son éstas otras: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre” (Mt
11, 27). Es el Padre quien realmente revela al Hijo. Merece la pena recordar que en el mismo contexto se
reproducen las palabras de Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas
cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos” (Mt 11, 25; también Lc 10, 21-22). Son
palabras que Jesús pronuncia -como anota el Evangelista- con una especial alegría del corazón: “Inundado de
gozo en el Espíritu Santo” (cf. Lc 10, 21).
6. La verdad sobre Jesucristo, Hijo de Dios, pertenece, por tanto, a la esencia misma de la Revelación
trinitaria. En ella y mediante ella Dios se revela a Sí mismo como unidad de la inescrutable Trinidad: del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Así, pues, la fuente definitiva del testimonio, que los Evangelios (y todo el Nuevo Testamento) dan de
Jesucristo como Hijo de Dios, es el mismo Padre: el Padre que conoce al Hijo y se conoce a Sí mismo en el
Hijo. Jesús, revelando al Padre, comparte en cierto modo con nosotros el conocimiento que el Padre tiene
de Sí mismo en su eterno, unigénito Hijo. Mediante esta eterna filiación Dios es eternamente Padre.
Verdaderamente, con espíritu de fe y de alegría, admirados y conmovidos, hagamos nuestra la confesión de
Jesús: “Todo te lo ha confiado el Padre a Ti, Jesús, Hijo de Dios, y nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo
y aquél a quien Tú, el Hijo, lo quieras revelar”.
1. Los Evangelios -y todo el Nuevo Testamento- dan testimonio de Jesucristo como Hijo de Dios. Es ésta una
verdad central de la fe cristiana. Al confesar a Cristo como Hijo “de la misma naturaleza” que el Padre, la
Iglesia continúa fielmente este testimonio evangélico. Jesucristo es el Hijo de Dios en el sentido estricto y
preciso de esta palabra. Ha sido, por consiguiente, “engendrado” en Dios, y no “creado” por Dios
y“aceptado” luego como Hijo, es decir, “adoptado”. Este testimonio del Evangelio (y de todo el Nuevo
Testamento), en el que se funda la fe de todos los cristianos, tiene su fuente definitiva en Dios-Padre, que
da testimonio de Cristo como Hijo suyo.
En la catequesis anterior hemos hablado ya de esto refiriéndonos a los textos del Evangelio según Mateo y
Lucas. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre” (Mt 11, 27). “Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre” (Lc 10,
22).
2. Este testimonio único y fundamental, que surge del misterio eterno de la vida trinitaria, encuentra
expresión particular en los Evangelios sinópticos, primero en la narración del bautismo de Jesús en el Jordán
y luego en el relato de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Estos dos acontecimientos merecen
una atenta consideración.
3. En el Evangelio según Marcos leemos: “En aquellos días vino Jesús desde Nazaret, de Galilea y fue
bautizado por Juan en el Jordán. En el instante en que salía del agua vio los cielos abiertos y el Espíritu,
como paloma, que descendía sobre Él, y una voz se hizo (oir) de los cielos: ´Tú eres mi Hijo, el Amado, en
quien tengo mis complacencias´“ (Mc 1, 9-11).
Según el texto de Mateo, la voz que viene del cielo dirige sus palabras no a Jesús directamente, sino a
aquellos que se hallaban presentes durante su bautismo en el Jordán: “Este es mi Hijo amado” (Mt 3, 17). En
el texto de Lucas (cf. Lc 3, 22), el tenor de las palabras es idéntico al de Marcos.
4. Así, pues, somos testigos de una teofanía trinitaria. La voz del cielo que se dirige al Hijo en segunda
persona: “Tú eres...” (Marcos y Lucas) o habla de Él en tercera persona: “Este es...” (Mateo), es la voz del
Padre, que en cierto sentido presenta a su propio Hijo a los hombres que habían acudido al Jordán para
escuchar a Juan Bautista. Indirectamente lo presenta a todo Israel: Jesús es el que viene con la potencia del
Espíritu Santo: el Ungido del Espíritu Santo, es decir, el Mesías/Cristo. Él es el Hijo en quien el Padre ha
puesto sus complacencias, el Hijo “amado”. Esta predilección, este amor, insinúa la presencia del Espíritu
Santo en la unidad trinitaria, si bien en la teofanía del bautismo en el Jordán esto no se manifiesta aún con
suficiente claridad.
5. El testimonio contenido en la voz que procede "del cielo” (de lo alto), tiene lugar precisamente al
comienzo de la misión mesiánica de Jesús de Nazaret. Se repetirá en el momento que precede a la pasión y
al acontecimiento pascual que concluye toda su misión: el momento de la transfiguración. A pesar de la
semejanza entre las dos teofanías, hay una clara diferencia entre ellas, que nace sobre todo del contexto de
los relatos. Durante el bautismo en el Jordán, Jesús es proclamado Hijo de Dios ante todo el pueblo. La
teofanía de la transfiguración se refiere sólo a algunas personas escogidas: ni siquiera se introduce a todos
los Apóstoles en cuanto grupo, sino sólo a tres de ellos: Pedro, Santiago y Juan. “Pasados seis días Jesús
tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfiguró ante
ellos...”. Esta transfiguración va acompañada de la “aparición de Elías con Moisés hablando con Jesús”. Y
cuando, superado el “susto” ante tal acontecimiento, los tres Apóstoles expresan el deseo de prolongarlo y
fijarlo (“bueno es estarnos aquí”), “se formó una nube... y se dejó oir desde la nube una voz: Este es mi Hijo
amado, escuchadle” (cf. Mc 9, 2-7). Así en el texto de Marcos. Lo mismo se cuenta en Mateo: “Este es mi
Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle” (Mt 17, 5). En Lucas, por su parte, se dice:“Este
es mi Hijo elegido, escuchadle” (Lc 9, 35).
6. El hecho, descrito por los Sinópticos, ocurrió cuando Jesús se había dado a conocer ya a Israel mediante
sus signos (milagros), sus obras y sus palabras. La voz del Padre constituye como una confirmación “desde lo
alto” de lo que estaba madurando ya en la conciencia de los discípulos. Jesús quería que, sobre la base de
los signos y de las palabras, la fe en su misión y filiación divinas naciese en la conciencia de sus oyentes en
virtud de la revelación interna, que les daba el mismo Padre.
7. Desde este punto de vista, tiene especial significación la respuesta que Simón Pedro recibió de Jesús tras
haberlo confesado en las cercanías de Cesarea de Filipo. En aquella ocasión dijo Pedro: “Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Jesús le respondió: “Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la
carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos” (Mt 16, 17). Sabemos la
importancia que tiene en labios de Pedro la confesión que acabamos de citar. Pues bien, resulta esencial
tener presente que la profesión de la verdad sobre la filiación divina de Jesús de Nazaret -“Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios vivo”- procede del Padre. Sólo el Padre “conoce al Hijo” (Mt 11, 27), solo el Padre sabe“ quién
es el Hijo” (Lc 10, 22), y sólo el Padre puede conceder este conocimiento al hombre. Esto es precisamente lo
que afirma Cristo en la respuesta dada a Pedro. La verdad sobre la filiación divina que brota de labios del
Apóstol, tras haber madurado primero en su interior, en su conciencia, procede de la profundidad de la
autorrevelación de Dios. En este momento todos los significados análogos de la expresión“Hijo de Dios”,
conocidos ya en el Antiguo Testamento, quedan completamente superados. Cristo es el Hijo del Dios vivo, el
Hijo en el sentido propio y esencial de esta palabra: es “Dios de Dios”.
8. La voz que escuchan los tres Apóstoles durante la transfiguración en el monte (identificado por la
tradición posterior con el monte Tabor), confirma la convicción expresada por Simón Pedro en las cercanías
de Cesarea (según Mt 16, 16). Confirma en cierto modo “desde el exterior” lo que el Padre había
ya “revelado desde el interior”. Y el Padre, al confirmar ahora la revelación interior sobre la filiación divina
de Cristo -“Este es mi Hijo amado: escuchadle”-, parece como si quisiera preparar a quienes ya han creído
en Él para los acontecimientos de la Pascua que se acerca: para su muerte humillante en la cruz. Es
significativo que“mientras bajaban del monte” Jesús les ordenará: “No deis a conocer a nadie esta visión
hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos” (Mt 17, 9, como también Mc 9, 9, y además, en
cierta medida, Lc 9, 21). La teofanía en el monte de la transfiguración del Señor se halla así relacionada con
el conjunto del misterio pascual de Cristo.
9. En esta línea se puede entender el importante pasaje del Evangelio de Juan (Jn 12, 20-28) donde se narra
un hecho ocurrido tras la resurrección de Lázaro, cuando por un lado aumenta la admiración hacia Jesús y,
por otro, crecen las amenazas contra Él. Cristo habla entonces del grano de trigo que debe morir para poder
producir mucho fruto. Y luego concluye significativamente: “Ahora mi alma se siente turbada; ¿y qué diré?
¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Mas para esto he venido yo a esta hora! Padre, glorifica tu nombre” . Y “llegó
entonces una voz del Cielo: ´¡Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré´!” (cf. Jn 12, 27-28). En esta voz se
expresa la respuesta del Padre, que confirma las palabras anteriores de Jesús: “Es llegada la hora en que el
Hijo del Hombre será glorificado” (Jn 12, 23).
El Hijo del Hombre que se acerca a su “hora” pascual, es Aquel de quien la voz de lo alto proclamaba en el
bautismo y en la transfiguración: “Mi Hijo... amado... en quien tengo mis complacencias... el elegido”. En
esta voz se contenía el testimonio del Padre sobre el Hijo. El autor de la segunda Carta de Pedro, recogiendo
el testimonio ocular del Jefe de los Apóstoles, escribe pasa consolar a los cristianos en un momento de dura
persecución: “(Jesucristo)... al recibir de Dios Padre honor y gloria, de la majestuosa gloria le sobrevino una
voz (que hablaba) en estos términos: ´Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias´. Y esta
voz bajada del cielo la oímos los que con Él estábamos en el monte santo” (2 Pe 1, 16-18).
1. En la anterior catequesis hemos mostrado, a base de los Evangelios sinópticos, que la fe en la filiación
divina de Cristo se va formando, por Revelación del Padre, en la conciencia de sus discípulos y oyentes, y
ante todo en la conciencia de los Apóstoles. Al crear la convicción de que Jesús es el Hijo de Dios en el
sentido estricto y pleno (no metafórico) de esta palabra, contribuye sobre todo el testimonio del mismo
Padre, que “revela” en Cristo a su Hijo (‘Mi Hijo’) a través de las teofanías que tuvieron lugar en el
bautismo en el Jordán y, luego, durante la transfiguración en el monte Tabor. Vimos además que la
revelación de la verdad sobre la filiación divina de Jesús alcanza, por obra del Padre, las mentes y los
corazones de los Apóstoles, según se ve en las palabras de Jesús a Pedro: “No es la carne ni la sangre quien
esto te ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16, 17).
2. A la luz de esta fe en la filiación divina de Cristo, fe que tras la resurrección adquirió una fuerza mucho
mayor, hay que leer todo el Evangelio de Juan, y de un modo especial su prólogo (Jn 1, 1-18). Este
constituye una síntesis singular que expresa la fe de la Iglesia apostólica: de aquella primera generación de
discípulos, a la que había sido dado tener contactos con Cristo, o de forma directa o a través de los Apóstoles
que hablaban de lo que habían oído y visto personalmente, y en lo cual descubrían la realización de todo lo
que el Antiguo Testamento había predicho sobre Él. Lo que había sido revelado ya anteriormente, pero que
en cierto sentido se hallaba cubierto por un velo, ahora, a la luz de los hechos de Jesús, y especialmente y
especialmente en virtud de los acontecimientos pascuales, adquiere transparencia, se hace claro y
comprensible.
De esta forma, el Evangelio de Juan (que, de los cuatro Evangelios, fue el último escrito), constituye en
cierto sentido el testimonio más completo sobre Cristo como Hijo de Dios, Hijo “consubstancial” al Padre. El
Espíritu Santo prometido por Jesús a los Apóstoles, y que debía “enseñarles todo”(cf. Jn 14, 16), permite
realmente al Evangelista “escrutar las profundidades de Dios” (cf. 1 Cor 2, 10) y expresarlas en el texto
inspirado del prólogo.
3. “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 1-3). “Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno de
gracia y de verdad” (Jn 1, 14)... “Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no lo
conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 10-11). “Mas a cuantos le recibieron dióles
poder de venir a ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad
carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos” (Jn 1, 12-13). “A Dios nadie lo vio jamás; el
Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
4. El prólogo de Juan es ciertamente el texto clave, en el que la verdad sobre la filiación divina de Cristo
halla expresión plena.
Él que “se hizo carne”, es decir, hombre en el tiempo, es desde la eternidad el Verbo mismo, es decir, el
Hijo unigénito: el Dios “que está en el seno del Padre”. Es el Hijo “de la misma naturaleza que el Padre”,
es“Dios de Dios”. Del Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien “todas las cosas fueron
hechas”. Y por ello todo cuanto existe le debe a Él aquel “principio” del que habla el libro del Génesis (cf.
Gén 1, 1), el principio de la obra de la creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al mundo como “Verbo
que se hizo carne”, trae consigo a la humanidad la plenitud “de gracia y de verdad”. Trae la plenitud de la
verdad porque instruye acerca del Dios verdadero a quien “nadie a visto jamás”. Y trae la plenitud de la
gracia, porque a cuantos le acogen les da la fuerza para renacer de Dios: para llegar a ser hijos de Dios.
Desgraciadamente, constata el Evangelista, “el mundo no lo conoció”, y, aunque “vino a los suyos”,
muchos“no le recibieron”.
5. La verdad contenida en el prólogo joánico es la misma que encontramos en otros libros del Nuevo
Testamento. Así, por ejemplo, leemos en la Carta “a los Hebreos”, que Dios “últimamente, en estos días,
nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos; que, siendo la
irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia y el que con su poderosa palabra sustenta todas las
cosas, después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las
alturas”(Heb 1, 2-3)
6. El prólogo del Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a los Hebreos), expresa, pues,
bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimiento en Cristo de todo cuanto se había dicho en a Antigua
Alianza, comenzando por el libro del Génesis, pasando por la ley de Moisés (cf. Jn 1, 17) y los Profetas, hasta
los libros sapienciales. La expresión “el Verbo” (que “estaba en el principio en Dios”), corresponde a la
palabra hebrea “dabar”. Aunque en griego encontramos el término “logos”, el patrón es, con todo, vétero-
testamentario. Del Antiguo Testamento toma simultáneamente dos dimensiones: la de “hochma”, es decir, la
sabiduría, entendida como “designio” de Dios sobre la creación, y la de “dabar” (Logos), entendida como
realización de ese designio. La coincidencia con la palabra “Logos”, tomada de la filosofía griega, facilitó a
su vez a aproximación de estas verdades a las mentes formadas en esa filosofía.
7. Permaneciendo ahora en el ámbito del Antiguo Testamento, precisamente en Isaías, leemos: La “palabra
que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Is 55, 11 ).
De donde se deduce que la “dabar-Palabra” bíblica no es sólo “palabra”, sino además “realización” (acto).
Se puede afirmar que ya en los libros de la Antigua Alianza se encuentra cierta personificación
del “verbo”(dabar, logos); lo mismo que de la “Sabiduría” (sofia).
Efectivamente, en el libro de la Sabiduría leemos: (la Sabiduría) “está en los secretos de la ciencia de Dios y
es la que discierne sus obras” (Sab 8, 4); y en otro texto: “Contigo está la sabiduría, conocedora de tus
obras, que te asistió cuando hacías al mundo, y que sabe lo que es grato a tus ojos y lo que es recto...
Mándala de los santos cielos, y de tu trono de gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo
a saber lo que te es grato” (Sab 9, 9-10).
8. Estamos, pues, muy cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan. Aún más cerca se hallan estos
versículos del libro de la Sabiduría que dicen: “Un profundo silencio lo envolvía todo, y en el preciso
momento de la medianoche, tu Palabra omnipotente de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de
la tierra destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable” (Sab 18, 14-15). Sin
embargo, esta “Palabra” a la que aluden los libros sapienciales, esa Sabiduría que desde el principio está en
Dios, se considera en relación con el mundo creado que ella ordena y dirige (cf. Prov 8, 22-27). En el
Evangelio de Juan, por el contrario, “el Verbo” no sólo está “al principio”, sino que se revela como vuelto
completamente hacia Dios (pros ton Theon) y siendo Dios Él mismo. “El Verbo era Dios”. El es el “Hijo
unigénito, que está en el seno del Padre”, es decir, Dios-Hijo. Es en Persona la expresión pura de Dios,
la “irradiación de su gloria” (cf. Heb 1, 3), “consubstancial al Padre”.
9. Precisamente este Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan da testimonio en el Jordán. De
Juan Bautista leemos en el prólogo: “Hubo un hombre enviado por Dios de nombre Juan. Vino éste a dar
testimonio de la luz...” (Jn 1, 6-7). Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos: “En
Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4). Esta es “la luz verdadera que... ilumina a
todo hombre” (Jn 1, 9). La luz que “luce en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron” (Jn 1, 5).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque es Hijo unigénito de Dios Padre.
El Verbo. El viene al mundo como fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el
punto central y decisivo de nuestra profesión de fe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.
1. El prólogo del Evangelio de Juan, al que dedicamos la anterior catequesis, al hablar de Jesús como Logos,
Verbo, Hijo de Dios, expresa sin ningún tipo de dudas el núcleo esencial de la verdad sobre Jesucristo;
verdad que constituye el contenido central de a autorrevelación de Dios en la Nueva Alianza y como tal es
profesada solemnemente por la Iglesia. Es la fe en el Hijo de Dios, que es “de la misma naturaleza del
Padre” como Verbo eterno, eternamente “engendrado”, “Dios de Dios y Luz de Luz”, y no “creado” (ni
adoptado). El prólogo manifiesta además la verdad sobre la preexistencia divina de Jesucristo como “Hijo
Unigénito” que está “en el seno del Padre”.
Sobre esta base adquiere pleno relieve la verdad sobre la venida del Dios-Hijo al mundo (“el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros”, (Jn 1, 14), para llevar a cabo una misión especial de parte del Padre. Esta
misión (missio Verbi) tiene una importancia esencial en el plan divino de salvación. En ella se contiene la
realización suprema y definitiva del designio salvífico de Dios sobre el mundo y sobre el hombre.
2. En todo el Nuevo Testamento hallamos expresada la verdad sobre el envío del Hijo por parte del Padre,
que se concreta en la misión mesiánica de Jesucristo. En este sentido, son particularmente significativos los
numerosos pasajes del Evangelio de Juan, a los que es preciso recurrir en primer lugar.
Dice Jesús hablando con los discípulos y con sus mismos adversarios: “Yo he salido y vengo de Dios, pues yo
no he venido de mí mismo, antes es Él quien me ha mandado” (Jn 8, 42). “No estoy solo, sino yo y el Padre
que me ha mandado” (Jn 8, 16). “Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre, que me ha enviado,
da testimonio de mí” (Jn 8, 18). “Pero el que me ha enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis. Yo le
conozco porque procedo de Él y Él me ha enviado” (Jn 7, 28-29). “Estas obras que yo hago, dan en favor mío
testimonio de que el Padre me ha enviado” (Jn 5, 36). “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y
acabar su obra” (Jn 4, 34).
3. Muchas veces, como se ve en el Evangelio joánico, Jesús habla de Sí mismo -en primera persona- como de
alguien mandado por el Padre. La misma verdad aparecerá, de modo especial, en la oración sacerdotal,
donde Jesús, encomendando sus discípulos al Padre, subraya: “Ellos... conocieron verdaderamente que yo
salí de ti, y creyeron que tú me has enviado” (Jn 17, 8). Y continuando esta oración, la víspera de su pasión,
Jesús dice: “Como tú me enviaste al mundo, así los envié yo a ellos al mundo” (Jn 17, 18). Refiriéndose de
forma casi directa a la oración sacerdotal, las primeras palabras dirigidas a los discípulos la tarde del día de
la resurrección, dicen así: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20, 21 ).
4. Aunque la verdad sobre Jesús como Hijo mandado por el Padre la pone de relieve sobre todo los textos
joánicos, también se encuentra en los Evangelios sinópticos. De ellos se deduce, por ejemplo, que Jesús
dijo:“Es preciso que anuncie el reino de Dios también en otras ciudades, porque para esto he sido
enviado” (Lc 4, 43). Particularmente iluminadora resulta la parábola de los viñadores homicidas. Estos tratan
mal a los siervos mandados por el dueño de la viña “para percibir de ellos la parte de los frutos de la viña “y
matan incluso a muchos.
Por último, el dueño de la viña decide enviarles a su propio hijo: “Le quedaba todavía uno, un hijo amado, y
se lo envió también el último, diciendo: A mi hijo le respetarán. Pero aquellos viñadores se dijeron para sí:
“Éste es el heredero. (Ea! Matémosle y será nuestra la heredad. Y asiéndole, le mataron y le arrojaron
fuera de la viña” (Mc 12, 6-8). Comentando esta parábola, Jesús se refiere a la expresión del Salmo 117/118
sobre la piedra desechada por los constructores: precisamente esta piedra se ha convertido en cabeza de
esquina (es decir, piedra angular) (cf. Sal 117/118, 22).
5. La parábola del hijo mandado a los viñadores aparece en todos los sinópticos (cf. Mc 12, 1-12; Mt 21, 33-
46; Lc 20, 9-19). En ella se manifiesta con toda evidencia la verdad sobre Cristo como Hijo mandado por el
Padre. Es más, se subraya con toda claridad el carácter sacrificial y redentor de este envío. El Hijo es
verdaderamente “...Aquél a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn 10, 36). Así, pues, Dios no
sólo“nos ha hablado por medio del Hijo... en los últimos tiempos” (Cfr. Heb 1, 1-2), sino que a este Hijo lo
ha entregado por nosotros, en un acto inconcebible de amor, mandándolo al mundo.
6. Con este lenguaje sigue hablando de modo muy intenso el Evangelio de Juan: “Porque tanto amó Dios al
mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida
eterna” (Jn 3, 16). Y añade: “El Padre mandó a su Hijo como salvador del mundo”. En otro lugar escribe
Juan: “Dios es amor. En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios ha mandado a su Hijo
unigénito al mundo para que tuviéramos vida por Él”; “no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios,
sino que Él nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” . Por ello
añade que, acogiendo a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su resurrección, “hemos reconocido y
creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en
Él”(Cfr. 1 Jn 4, 8-16).
7. Pablo expresará esta misma verdad en la Carta a los Romanos: “Él que no perdonó a su propio Hijo (es
decir, Dios), antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con Él todas las cosas?” (Rom 8,
32). Cristo ha sido entregado por nosotros, como leemos en Jn 3, 16; ha sido “entregado” en sacrificio “por
todos nosotros” (Rom 8 32). El Padre “envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).
El Símbolo profesa esta misma verdad: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación (el Verbo de Dios)
bajó del cielo”.
8. La verdad sobre Jesucristo como Hijo enviado por el Padre para la redención del mundo, para la salvación
y la liberación del hombre prisionero del pecado (y por consiguiente de las potencias de las tinieblas),
constituye el contenido central de la Buena Nueva. Cristo Jesús es el Hijo unigénito” 1, 18), que, para llevar
a cabo su misión mesiánica reputó como botín (codiciable) el ser igual a Dios, antes se anonadó tomando la
forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres... haciéndose obediente hasta la muerte”p 2, 6-8). Y
en esta situación de hombre, de siervo del Señor, libremente aceptada, proclamaba: Padre es mayor que
yo”14, 28), y: hago siempre lo que es de su agrado” 8, 29).
Pero precisamente esta obediencia hacia el Padre, libremente aceptada, esta sumisión al Padre, en antítesis
con la desobediencia” primer Adán, continúa siendo la expresión de la unión más profunda entre el Padre y
el Hijo, reflejo de la unidad trinitaria: “Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre y que según el
mandato que me dio el Padre, así hago” (Jn 14, 31). Más todavía, esta unión de voluntades en función de la
salvación del hombre, revela definitivamente la verdad sobre Dios, en su Esencia íntima: el Amor; y al mismo
tiempo revela la fuente originaria de la salvación del mundo y del hombre: la “Vida que es la luz de los
hombres” (cf. Jn 1, 4).
1. “Abbá-Padre mío”: Todo lo que hemos dicho en la catequesis anterior, nos permite penetrar más
profundamente en la única y excepcional relación del hijo con el Padre, que encuentra su expresión en los
Evangelios, tanto en los Sinópticos como en San Juan, y en todo el Nuevo Testamento.
Si en el Evangelio de Juan son más numerosos los pasajes que ponen de relieve esta relación (podríamos
decir “en primera persona”), en los Sinópticos (Mt y Lc) se encuentra, sin embargo, la frase que parece
contener la clave de esta cuestión: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11, 27 y Lc 10, 22).
El Hijo, pues, revela al Padre como Aquel que lo “conoce” y lo ha mandado como Hijo para “hablar” a los
hombres por medio suyo (cf. Heb 1, 2) de forma nueva y definitiva. Más aún: precisamente este Hijo
unigénito el Padre “lo ha dado” a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que el hombre
alcance la vida eterna en Él y por medio de Él (cf. Jn 3, 16).
2. Muchas veces, pero especialmente durante la última Cena, Jesús insiste en dar a conocer a sus discípulos
que está unido al Padre con un vínculo de pertenencia particular. “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío”,
dice en la oración sacerdotal, al despedirse de los Apóstoles para ir a su pasión. Y entonces pide la unidad
para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve la relación de esa unión
y“comunión” con la que existe sólo entre el Padre y el Hijo. En efecto, pide: “Que todos sean uno, como tú,
Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has
enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en
ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos
como me amaste a mí” (Jn 17, 21-23).
3. Al rezar por la unidad de sus discípulos y testigos, al revelar Jesús al mismo tiempo qué unidad,
qué“comunión” existe entre Él y el Padre: el Padre está “en el” Hijo y el Hijo “en el” Padre. Esta
particular“inmanencia”, la compenetración recíproca -expresión de la comunión de las personas- revela la
medida de la recíproca pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo. Jesús la
explica cuando afirma: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10). Es una relación de posesión
recíproca en la unidad de esencia, y al mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: “Ahora
saben que todo cuanto me diste viene de ti” (Jn 17, 7).
4. Se pueden captar en el Evangelio de Juan los indicios de la atención, del asombro y del recogimiento con
que los Apóstoles escucharon estas palabras de Jesús en el Cenáculo de Jerusalén, la víspera de los sucesos
pascuales. Pero la verdad de la oración sacerdotal de algún modo ya se había expresado públicamente con
anterioridad el día de la solemnidad de la dedicación del templo. Al desafío de los que se habían
congregado:“Si eres el Mesías, dínoslo claramente”, Jesús responde: “Os lo dije y no creéis; las obras que yo
hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mi”. Y a continuación afirma Jesús que los que lo
escuchan y creen en Él, pertenecen a su rebaño en virtud de un don del Padre: “Mis ovejas oyen mi voz y yo
las conozco... Lo que mi Padre me dio es mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi
Padre. Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 24-30).
5. La reacción de los adversarios en este caso es violenta: “De nuevo los judíos trajeron piedras para
apedrearlo”. Jesús les pregunta por qué obras provenientes del Padre y realizadas por Él lo quieren
apedrear, y ellos responden: “Por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios”. La respuesta de
Jesús es inequívoca: “Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago, ya que no me creéis a
mí, creed a la obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (cf. Jn 10, 31-
38).
6. Tengamos bien en cuenta el significado de este punto crucial de la vida y de la revelación de Cristo. La
verdad sobre el particular vínculo, la particular unidad que existe entre el Hijo y el Padre, encuentra la
oposición de los judíos: Si tú eres el Hijo en el sentido que se deduce de tus palabras, entonces tú, siendo
hombre, te haces Dios. En tal caso profieres la mayor blasfemia. Por lo tanto, los que lo escuchaban
comprendieron el sentido de las palabras de Jesús de Nazaret: como Hijo, Él es “Dios de Dios” -“de la misma
naturaleza que el Padre”-, pero precisamente por eso no las aceptaron, sino que las rechazaron de la forma
más absoluta, con toda firmeza. Aunque en el conflicto de ese momento no se llega a apedrearlo (cf. Jn 10,
39); sin embargo, al día siguiente de la oración sacerdotal en el Cenáculo, Jesús será sometido a muerte en
la cruz. Y los judíos presentes gritarán: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 40), y comentarán con
escarnio: “Ha puesto su confianza en Dios; que Él lo libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha dicho:
soy el Hijo de Dios” (Mt 27, 42-43).
7. También en la hora del Calvario Jesús afirma la unidad con el Padre. Como leemos en la Carta a los
Hebreos: “Y aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia” (Heb 5, 8). Pero
esta“obediencia hasta la muerte” (cf. Flp 2, 8) era la ulterior y definitiva expresión de la intimidad de la
unión con el Padre. En efecto, según el texto de Marcos, durante a agonía en la cruz, “Jesús... gritó: ‘!Eloí,
Eloí, lamá sabactáni?’, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34).
Este grito -aunque las palabras manifiestan el sentido del abandono probado en su psicología de hombre
sufriente por nosotros- era la expresión de la más intima unión del Hijo con el Padre en el cumplimiento de
su mandato: “He llevado a cabo la obra que me encomendaste realizar” (cf. Jn 17, 4). En este momento la
unidad del Hijo con el Padre se manifestó con una definitiva profundidad divino-humana en el misterio de la
redención del mundo.
8. También en el Cenáculo Jesús dice a los Apóstoles: “Nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis
conocido, conoceréis también a mi Padre... Felipe, le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le
dijo: Felipe, -tanto tiempo ha que estoy con vosotros y aún no me habéis conocido? El que me ha visto (ve) a
mí ha visto (ve) al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Jn 14, 6-10).
“Quien me ve a mí, ve al Padre”. El Nuevo Testamento está todo plagado de la luz de esta verdad
evangélica. El Hijo es “irradiación de su (del Padre) gloria", e “impronta de su substancia” (Heb 1, 3).
Es“imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo hombre, asumiendo “la
condición de siervo” y “haciéndose obediente hasta la muerte” (cf. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo para
todos los que lo escucharon “el camino”: el camino al Padre, con el que es “la verdad y la vida” (Jn 14, 6).
En la fatigosa subida para conformarse a la imagen de Cristo, los que creen en Él, como dice San Pablo, “se
revisten del hombre nuevo...”, y “se renuevan sin cesar, para lograr el perfecto conocimiento de Dios” (cf.
Col 3, 10), según la imagen del Aquél que es “modelo”. Este es el sólido fundamento de la esperanza
cristiana.
¡Abbá!
La palabra “Abbá” no sólo manifiesta el misterio de la vinculación recíproca entre el Padre y el Hijo, sino que sintetiza el
conocimiento recíproco del Padre y del Hijo, del cual emana el eterno Amor.
Catequesis del 21 de julio de 1987.
1. Posiblemente no haya una palabra que exprese mejor a autorrevelación de Dios en el Hijo que la
palabra“Abbá-Padre”. “Abbá” es una expresión aramea, que se ha conservado en el texto griego del
Evangelio de Marcos (14, 36). Aparece precisamente cuando Jesús se dirige al Padre. Y aunque esta palabra
se puede traducir a cualquier lengua, con todo, en labios de Jesús de Nazaret permite percibir mejor su
contenido único, irrepetible.
4. En un texto de Jeremías se habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: “Vosotros me diréis:
‘padre mío’” (Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en los tiempos mesiánicos. Jesús de Nazaret
la ha realizado y superado al hablar de Sí mismo en su relación con Dios como de Aquel que “conoce al
Padre”, y utilizando para ello la expresión filial “Abbá”. Jesús habla constantemente del Padre, invoca al
Padre como quien tiene derecho a dirigirse a Él sencillamente con el apelativo: “Abbá-Padre mío”.
5. Todo esto lo han señalado los Evangelistas. En el Evangelio de Marcos, de forma especial, se lee que
durante la oración en Getsemaní, Jesús exclamó: “Abbá, Padre, todo te es posible. Aleja de mí este cáliz;
mas no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieras” (Mc 14, 36). El pasaje paralelo de Mateo dice: “Padre
mío”, o sea, “Abbá”, aunque no se nos transmita literalmente el término arameo (cf. Mt 26, 39-42). Incluso
en los casos en que el texto evangélico se limita a usar la expresión “Padre”, sin más (como en Lc 22, 42 y,
además, en otro contexto, en Jn 12, 27), el contenido esencial es idéntico.
6. Jesús fue acostumbrando a sus oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra “Dios” y, en
especial, la palabra “Padre”, significaba “Abbá-Padre mío”. Así, desde su infancia, cuando tenía sólo 12
años, Jesús dice a sus padres que lo habían estado buscando durante tres días: “¿No sabíais que es preciso
que me ocupe en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Y al final de su vida, en la oración sacerdotal con la que
concluye su misión, insiste en pedir a Dios: “Padre, ha llegado la hora, glorifica tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique a ti” (Jn 17, 1). “Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado” (Jn 17, 11). “Padre
justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí...” (Jn 17, 25). Ya en el anuncio de las realidades últimas,
hecho con la parábola sobre el juicio final, se presenta como Aquel que proclama: “Venid a mí, benditos de
mi Padre...” (Mt 25, 34). Luego pronuncia en la cruz sus últimas palabras: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu” (Lc 23, 46). Por último, una vez resucitado anuncia a los discípulos: “Yo os envío la promesa de
mi Padre” (Lc 24, 49).
8. Ahora bien, Jesús establece siempre una distinción entre “Padre mío” y “Padre vuestro”. Incluso después
de la resurrección, dice a María Magdalena: “Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre,
a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20, 17). Se debe notar, además, que en ningún pasaje del Evangelio se lee
que Jesús recomendar los discípulos orar usando la palabra “Abbá”. Esta se refiere exclusivamente a su
personal relación filial con el Padre. Pero al mismo tiempo, el “Abbá” de Jesús es en realidad el mismo que
es también“Padre nuestro”, como se deduce de la oración enseñada a los discípulos. Y lo es por
participación o, mejor dicho, por adopción, como enseñaron los teólogos siguiendo a San Pablo, que en la
Carta a los Gálatas escribe: “Dios envió a su Hijo... para que recibiésemos la adopción” (Gál 4, 4 y s.; cf. S.
Th. III q. 23, aa. 1 y 2).
9. En este contexto conviene leer e interpretar también las palabras que siguen en el mencionado texto de la
Carta de Pablo a los Gálatas: “Y puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo
que clama ‘Abbá, Padre’" (Gál 4, 6); y las de la Carta a los Romanos: “No habéis recibido el espíritu de
siervos... antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ‘Abbá, Padre’” (Rom 8, 15).
Así, pues, cuando, en nuestra condición de hijos adoptivos (adoptados en Cristo): “hijos en el Hijo”, dice San
Pablo (cf. Rom 8, 19), gritamos a Dios “Padre”, “Padre nuestro”, estas palabras se refieren al mismo Dios a
quien Jesús con intimidad incomparable le decía: “Abbá..., Padre mío”.
Jesús se dirige al Padre en la oración.
Es en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a
Él, se dirija a Él con toda su existencia humana.
Catequesis del 22 de julio de 1987.
1. Jesucristo es el Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que “vive totalmente para el Padre” (cf. Jn 6,
57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin reservas. A estos temas desarrollados en las
últimas catequesis, se une estrechamente el de la oración de Jesús: tema de la catequesis de hoy. Es, pues,
en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que el Hijo esté íntimamente unido al
Padre, esté dedicado a Él, se dirija a Él con toda su existencia humana. Esto significa que el tema de la
oración de Jesús ya está contenido implícitamente en los temas precedentes, de modo que podemos decir
perfectamente que Jesús de Nazaret “oraba en todo tiempo sin desfallecer” (cf. Lc 18, 1 ). La oración era la
vida de su alma, y toda su vida era oración. La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje que
con esa plenitud -de ese modo- se relacionara con Dios en la oración como Jesús de Nazaret, Hijo del
hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios, “de la misma naturaleza que el Padre”.
2. Sin embargo, hay pasajes en los Evangelios que ponen de relieve la oración de Jesús, declarando
explícitamente que “Jesús rezaba”. Esto sucede en diversos momentos del día y de la noche y en varias
circunstancias. He aquí algunas: “A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue aun
lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1, 35). No sólo lo hacía al comenzar el día (la “oración de la mañana”), sino
también durante el día y por la tarde, y especialmente de noche. En efecto, leemos: “Concurrían numerosas
muchedumbres para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero Él se retiraba a lugares solitarios y se
daba a la oración” (Lc 5, 15-16). Y en otra ocasión: “Una vez que despidió a la muchedumbre, subió a un
monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí solo” (Mt 14, 23).
3. Los evangelistas subrayan el hecho de que la oración acompañe los acontecimientos de particular
importancia en la vida de Cristo: “Aconteció, pues, que, bautizado Jesús y orando, se abrió el cielo...” (Lc
3, 21), y continúa la descripción de la teofanía que tuvo lugar durante el bautismo de Jesús en el Jordán. De
forma análoga, la oración hizo de introducción en la teofanía del monte de la transfiguración: “...tomando a
Pedro, a Juan y a Santiago, subió a un monte para orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se
transformó...” (Lc 9, 28-29).
4. La oración también constituía la preparación para decisiones importantes y para momentos de gran
relevancia de cara a la misión mesiánica de Cristo. Así, en el momento de comenzar su ministerio público, se
retira al desierto a ayunar y rezar (cf. Mt 4, 1-11 y paral.); y también, antes de la elección de los
Apóstoles,“Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día,
llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos, a quienes dio el nombre de apóstoles” (Lc 6, 12)13). Así
también, antes de la confesión de Pedro, cerca de Cesarea de Filipo: “...aconteció que orando Jesús a solas,
estaban con Él los discípulos, a los cuales preguntó: ¿Quién dicen las muchedumbres que soy yo?
Respondiendo ellos, le dijeron: ´Juan Bautista; otros Elías; otros, que uno de los antiguos Profetas ha
resucitado´. Díjoles Él: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondiendo Pedro, dijo: “El Ungido de
Dios” (Lc 9, 18-20).
5. Profundamente conmovedora es la oración de antes de la resurrección de Lázaro: “Y Jesús, alzando los
ojos al cielo, dijo: !Padre: te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero
por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que tú me has enviados!” (Jn 11, 41-42).
6. La oración en la última Cena (la llamada oración sacerdotal), habría que citarla toda entera. Intentaremos
al menos tomar en consideración los pasajes que no hemos citado en las anteriores catequesis. Son
éstos:“...Levantando sus ojos al cielo, añadió (Jesús): ´Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu
hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él
la vida eterna´" (Jn 17, 1-2). Jesús reza por la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación
de los hombres. Y añade: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a tu enviado,
Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar.
Ahora, tú, Padre glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo
existiese” (Jn 17, 3-5).
7. Continuando la oración, el Hijo casi rinde cuentas al Padre por su misión en la tierra: “He manifestado tu
nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los diste, y han guardado tu
palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti” (Jn 17, 6-7) Después añade: “Yo ruego por ellos,
no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son tuyos...” (Jn 17, 9). Ellos son los
que“acogieron” la palabra de Cristo, los que “creyeron” que el Padre lo envió. Jesús ruega sobre todo por
ellos, porque “ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti” (Jn 17, 11). Ruega para que “sean uno”, para
que“no perezca ninguno de ellos” (y aquí el Maestro recuerda “al hijo de la perdición”), para que “tengan
mi gozo cumplido en sí mismos” (Jn 17, 13): En la perspectiva de su partida, mientras los discípulos han de
permanecer en el mundo y estarán expuestos al odio porque “ellos no son del mundo”, igual que su Maestro,
Jesús ruega: “No pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal” (Jn 17, 15).
8. También en la oración del cenáculo. Jesús pide por sus discípulos: “Santifícalos en la verdad, pues tu
palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié al mundo, y yo por ellos me santifico,
para que ellos sean santificados en la verdad” (Jn 17, 17-19). A continuación Jesús abraza con la misma
oración a las futuras generaciones de sus discípulos. Sobre todo ruega por la unidad, para que “conozca el
mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como tú me amaste a mí” (Jn 17, 25). Al final de su invocación,
Jesús vuelve a los pensamientos principales dichos antes, poniendo todavía más de relieve su importancia. En
ese contexto pide por todos los que el Padre le “ha dado” para que “estén ellos también conmigo, para que
vean mi gloria, que tú me has dado; porque me amaste antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).
10. Si en la oración de la última Cena se oye a Jesús hablar al Padre como Hijo suyo “consubstancial”, en la
oración del Huerto, que viene a continuación, resalta sobre todo su verdad de Hijo del Hombre. “Triste está
mi alma hasta la muerte. Permaneced aquí y velad” (Mc 14, 34), dice a sus amigos al llegar al huerto de los
olivos. Una vez solo, se postra en tierra y las palabras de su oración manifiestan la profundidad del
sufrimiento. Pues dice: “Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo
quiero sino lo que tú quieres” (Mt 14, 36).
11. Parece que se refieren a esta oración de Getsemaní las palabras de la Carta a los Hebreos. “Él ofreció en
los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para
salvarle de la muerte”. Y aquí el Autor de la Carta añade que “fue escuchado por su reverencial
temor” (Heb 5, 7). Sí. También la oración de Getsemaní fue escuchada, porque también en ella -con toda la
verdad de su actitud humana de cara al sufrimiento- se hace sentir sobre todo la unión de Jesús con el Padre
en la voluntad de redimir al mundo, que constituye el origen de su misión salvífica.
12. Ciertamente Jesús oraba en las distintas circunstancias que surgían de la tradición y de la ley religiosa y
de Israel, como cuando, al tener doce años, subió con los padres al templo de Jerusalén (cf. Lc 2, 41 ss.), o
cuando, como refieren los evangelistas, entraba “los sábados en la sinagoga, según la costumbre” (cf. Lc 4,
16). Sin embargo, merece una atención especial lo que dicen los Evangelios de la oración personal de Cristo.
La Iglesia nunca lo ha olvidado y vuelve a encontrar en el diálogo personal de Cristo con Dios la fuente, la
inspiración, la fuerza de su misma oración. En Jesús orante, pues, se expresa del modo más personal el
misterio del Hijo, que “vive totalmente para el Padre”, en íntima unión con Él.
Actitud de acción de gracias.
"El Hijo vive en la actitud de acción de gracias al Padre."
Catequesis del 29 de julio de 1987.
1. La oración de Jesús como Hijo “salido del Padre” expresa de modo especial el hecho de que El “va al
Padre” (cf. Jn 16, 28). “Va”, y conduce al Padre a todos aquellos, que el Padre “le ha dado” (cf. Jn 17).
Además, a todos les deja el patrimonio duradero de su oración filial: “Cuando oréis, decid: ‘Padre
nuestro’...” (Mt 6, 9; cf. Lc 11, 2). Como aparece en esta fórmula que enseñó Jesús, su oración al Padre se
caracteriza por algunas notas fundamentales: es una oración llena de alabanza, llena de un abandono
ilimitado a la voluntad del Padre, y, por lo que se refiere a nosotros, llena de súplica y petición de perdón.
En este contexto se sitúa de modo especial la oración de acción de gracias.
2. Jesús dice: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y
discretos y las revelaste a los pequeñuelos...” (Mt 11, 5). Con la expresión “Te alabo”, Jesús quiere
significar la gratitud por el don de la revelación de Dios, porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a
quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt 11, 27).
También la oración sacerdotal (que hemos analizado en la última catequesis), si bien posee el carácter de
una gran petición que el Hijo hace al Padre al final de su misión terrena, al mismo tiempo está también
impregnada en un profundo sentido de acción de gracias. Se puede incluso decir que a acción de gracias
constituye el contenido esencial no sólo de la oración de Cristo, sino de la misma intimidad existencial suya
con el Padre. En el centro de todo lo que Jesús hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don
de Dios, creador y Padre; y una respuesta adecuada al don es la gratitud, a acción de gracias.
3. Hay que prestar atención a los pasajes evangélicos, especialmente a los de San Juan, donde esta acción de
gracias se pone claramente de relieve. Tal es, por ejemplo, la oración con motivo de la resurrección de
Lázaro: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11, 41). En la multiplicación de los panes
(junto a Cafarnaún) “Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban recostados, e igualmente
de los peces...” (Jn 6, 11). Finalmente, en la institución de la Eucaristía, Jesús, antes de pronunciar las
palabras de la institución sobre el pan y el vino “dio gracias” (Lc 22, 17; cf., también Mc 14, 23; Mt 26, 27).
Esta expresión la usa respecto al cáliz del vino, mientras que con referencia al pan se habla igualmente de
la“bendición”. Sin embargo, según el Antiguo Testamento, “bendecir a Dios” significa también darle gracias,
además de “alabar a Dios”, “confesar al Señor”.
4. En la oración de acción de gracias se prolonga la tradición bíblica, que se expresa de modo especial en los
Salmos. “Bueno es alabar a Yavé y cantar para tu nombre, oh Altísimo... Pues me has alegrado, oh Yavé, con
tus hechos, y me gozo en las obras de tus manos” (Sal 91/92, 2-5). “Alabad a Yavé, porque es bueno, porque
es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yavé... Den gracias a Dios por su piedad y por los
maravillosos favores que hace a los hijos de los hombres. Y ofrézcanle sacrificios de alabanza (zebah
todah)"(Sal 106/197, 1. 2. 21-22). “Alabad a Yavé porque es bueno, porque es eterna su misericordia... Te
alabo porque me oiste y fuiste para mí la salvación... Tú eres mi Dios, yo te alabaré; mi Dios, yo te
ensalzaré”(Sal 117/118, 1. 21. 28). “¿Qué podré yo dar a Yahvéh por todos los beneficios que me ha hecho?
Te ofreceré sacrificios de alabanza e invocaré el nombre de Yavé” (Sal 115/116, 12. 17). “Te alabaré por el
maravilloso modo con que me hiciste; admirables son tus obras, conoces del todo mi alma” (Sal 138/139,
14). “Quiero ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los siglos” (Sal 144/145, 1).
5. En el Libro del Eclesiástico se lee también: “Bendecid al Señor en todas sus obras. Ensalzad su nombre, y
uníos en la confesión de sus alabanzas.” “Alabadle así con alta voz: Las obras del Señor son todas buenas,
sus órdenes se cumplen a tiempo, pues todas se hacen desear a su tiempo... No ha lugar a decir: ¿Qué es
esto, para qué esto? Todas las cosas fueron creadas para sus fines” (Eclo 39, 19-21. 26). La exhortación del
Eclesiástico a “bendecir al Señor” tiene un tono didáctico.
6. Jesús acogió esta herencia tan significativa para el Antiguo Testamento, explicitando en el filón de la
bendición -confesión- alabanza la dimensión de acción de gracias. Por eso se puede decir que el momento
culminante de esta tradición bíblica tuvo lugar en la última Cena cuando Cristo instituyó el sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre el día antes de ofrecer ese Cuerpo y esa Sangre en el Sacrificio de la cruz. Como
escribe San Pablo: “El Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar gracias,
lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mia” (1 Cor 11, 23-24).
Del mismo modo, los evangelistas sinópticos hablan también de a acción de gracias sobre el cáliz: “Tomando
el cáliz, después de dar gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo. ‘esta es mi Sangre de la
Alianza, que es derramada por muchos’” (Mc 14, 23-24; cf. Mt 26. 27; Lc 22, 17).
“Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vida de David tu Siervo, que nos has hecho desvelar por
Jesús tu Siervo...”.
“Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos has hecho desvelar por Jesucristo,
tu Siervo...”.
“Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones, y por el
conocimiento, la fe y la inmortalidad que nos has hecho desvelar por Jesucristo tu Siervo” (Didajé 9, 2-3;
10, 2).
8. El Canto de acción de gracias de la Iglesia que acompaña la celebración de la Eucaristía, nace de lo íntimo
de su corazón, y del Corazón mismo del Hijo, que vivía en acción de gracias. Por eso podemos decir que su
oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en revelación de esta verdad fundamental enunciada por
la Carta de Santiago: “Todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las
luces...” (Sant 1, 17).Viviendo en a acción de gracias, Cristo, el Hijo del hombre, el nuevo “Adán”, derrotaba
en su raíz misma el pecado que bajo el influjo del “padre de la mentira” había sido concebido en el
espíritu “del primer Adán” (cf. Gén 3) La acción de gracias restituye al hombre la conciencia del don
entregado por Dios “desde el principio” y al mismo tiempo expresa la disponibilidad a intercambiar el don:
darse a Dios, con todo el corazón y darle todo lo demás. Es como una restitución, porque todo tiene en Él su
principio y su fuente.
“Gratias agamus Domino Deo nostro”: es la invitación que la Iglesia pone en el centro de la liturgia
eucarística. También en esta exhortación resuena fuerte el eco de la acción de gracias, del que vivía en la
tierra el Hijo de Dios. Y la voz del Pueblo de Dios responde con un humilde y gran testimonio coral: “Dignum
et iustum est”, “es justo y necesario”.
Jesús, ungido por el Espíritu Santo.
Hoy, gracias al Espíritu Santo, la divinidad del Hijo, Jesús de Nazaret, resplandece ante el mundo.
Catequesis del 5 de agosto de 1987.
Introducción.
1. “Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesucristo tiene
el conocimiento de su origen del Padre: es el Hijo porque proviene del Padre. Como Hijo ha venido al mundo,
mandado por el Padre. Esta misión (missio) que se basa en el origen eterno del Cristo-Hijo, de la misma
naturaleza que el Padre, está radicada en Él. Por ello en esta misión el Padre revela el Hijo y da testimonio
de Cristo como su Hijo, mientras que al mismo tiempo el Hijo revea al Padre. Nadie, efectivamente “conoce
al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo” (Mt
11, 27). El Hijo, que “ha salido del Padre”, expresa y confirma la propia filiación en cuanto “revea al
Padre”ante el mundo. Y lo hace no sólo con las palabras del Evangelio, sino también con su vida, por el
hecho de que Él completamente “vive por el Padre”, y esto hasta el sacrificio de su vida en la cruz.
2. Esta misión salvífica del Hijo de Dios como Hombre se lleva a cabo “en la potencia” del Espíritu Santo. Lo
atestiguan numerosos pasajes de los Evangelios y todo el Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento, la
verdad sobre la estrecha relación entre la misión del Hijo y la venida del Espíritu Santo (que es también
su“misión”) estaba escondida, aunque también, en cierto modo, ya anunciada. Un presagio particular son las
palabras de Isaías, a las cuales Jesús hace referencia al inicio de su actividad mesiánica en Nazaret: “El
Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió, para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los
cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para
anunciar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 17-19; cf. Is 61, 1-2).
Estas palabras hacen referencia al Mesías: palabra que significa “consagrado con unción” (“ungido”), es
decir, aquel que viene de la potencia del Espíritu del Señor. Jesús afirma delante de sus paisanos que estas
palabras se refieren a Él: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír” (cf. Lc 4, 21).
3. Esta verdad sobre el Mesías que viene en el poder del Espíritu Santo encuentra su confirmación durante el
bautismo de Jesús en el Jordán, también al comienzo de su actividad mesiánica. Particularmente denso es el
texto de Juan que refiere las palabras del Bautista: “Yo he visto el Espíritu descender del cielo como paloma
y posarse sobre Él. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre quien vieres
descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y doy testimonio
de que éste es el Hijo de Dios” (Jn 1, 32-34).
Por consiguiente, Jesús es el Hijo de Dios, aquel que “ha salido del Padre y ha venido al mundo” (cf. Jn 16,
28), para llevar el Espíritu Santo: “para bautizar en el Espíritu Santo” (cf. Mc 1, 8), es decir, para instituir la
nueva realidad de un nuevo nacimiento, por el poder de Dios, de los hijos de Adán manchados por el pecado.
La venida del Hijo de Dios al mundo, su concepción humana y su nacimiento virginal se han cumplido por
obra del Espíritu Santo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha nacido de la Virgen María por obra del
Espíritu Santo, en su potencia.
4. El testimonio que Juan da de Jesús como Hijo de Dios, está en estrecha relación con el texto del Evangelio
de Lucas, donde leemos que en la Anunciación María oye decir que Ella “concebirá y dará a luz en su seno un
hijo que será llamado Hijo del Altísimo” (cf. Lc 1, 31-32). Y cuando pregunta: “¿Cómo podrá ser esto, pues
yo no conozco varón?”, recibe la respuesta. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te
cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 34-35).
Si, entonces, el “salir del Padre y venir al mundo” (cf. Jn 16, 28) del Hijo de Dios como hombre (el Hijo del
hombre), se ha efectuado en el poder del Espíritu Santo, esto manifiesta el misterio de la vida trinitaria de
Dios. Y este poder vivificante del Espíritu Santo está confirmado desde el comienzo de la actividad mesiánica
de Jesús, como aparece en los textos de los Evangelios, sea de los sinópticos (Mc 1, 10; Mt 3, 16; Lc 3, 22)
como de Juan (Jn 1, 32-34).
5. Ya en el Evangelio de la infancia, cuando se dice de Jesús que “la gracia de Dios estaba en Él” (Lc 2, 40),
se pone de relieve la presencia santificante del Espíritu Santo. Pero es en el momento del bautismo en el
Jordán cuando los Evangelios hablan mucho más expresamente de a actividad de Cristo en la potencia del
Espíritu: “enseguida (después del bautismo) el Espíritu le empujó hacia el desierto” dice Marcos (Mc 1, 12).
Y en el desierto, después de un período de cuarenta días de ayuno, el Espíritu de Dios permitió que Jesús
fuese tentado por el espíritu de las tinieblas, de forma que obtuviese sobre él la primera victoria mesiánica
(cf. Lc 4, 1-14). También durante su actividad pública, Jesús manifiesta numerosas veces la misma potencia
del Espíritu Santo respecto a los endemoniados. Él mismo lo resalta con aquellas palabras suyas: “si yo arrojo
los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 28). La
conclusión de todo el combate mesiánico contra las fuerzas de las tinieblas ha sido el acontecimiento
pascual: la muerte en cruz y la resurrección de Quien ha venido del Padre en la potencia del Espíritu Santo.
6. También, después de la Ascensión, Jesús permaneció, en la conciencia de sus discípulos, como aquel a
quien “ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder” (Act 10, 38). Ellos recuerdan que gracias a este poder
los hombres, escuchando las enseñanzas de Jesús, alababan a Dios y decían: “un gran profeta se ha
levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 7, 16). "Jamás hombre alguno habló como
éste” (Jn 7, 46), y atestiguaban que, gracias a este poder, Jesús “hacia milagros, prodigios y señales” (cf.
Act 2, 22), de esta manera “toda la multitud buscaba tocarle, porque salía de Él una virtud que sanaba a
todos” (Lc 6, 19). En todo lo que Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, hacía o enseñaba, se cumplían las
palabras del profeta Isaías (cf. Is 42, 1 ) sobre el Mesías: “He aquí a mi siervo a quien elegí; mi amado en
quien mi alma se complace. Haré descansar asar mi espíritu sobre Él...” (Mt 12, 1 8).
7. Este poder del Espíritu Santo se ha manifestado hasta el final en el sacrificio redentor de Cristo y en su
resurrección. Verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios “que el Padre santificó y envió al mundo” (cf. Jn 10,
36). Respondiendo a la voluntad del Padre, Él mismo se ofrece a Dios mediante el Espíritu como víctima
inmaculada y esta víctima purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para que podamos servir al Dios
viviente (cf. Heb 9, 14). El mismo Espíritu Santo -como testimonio el Apóstol Pablo- “resucitó a Cristo Jesús
de entre los muertos” (Rom 8, 11), y mediante este “resurgir de los muertos” Jesucristo recibe la plenitud
de la potencia mesiánica y es definitivamente revelado por el Espíritu Santo como “Hijo de Dios con
potencia” (literalmente): “constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de la
resurrección de entre los muertos” (Rom 1, 4).
8. Así pues, Jesucristo, el Hijo de Dios, viene al mundo por obra del Espíritu Santo, y como Hijo del hombre
cumple totalmente su misión mesiánica en la fuerza del Espíritu Santo. Pero si Jesucristo actúa por este
poder durante toda su actividad salvífica y al final en la pasión y en la resurrección, entonces es el mismo
Espíritu Santo el que revela que Él es el Hijo de Dios. De modo que hoy, gracias al Espíritu Santo, la divinidad
del Hijo, Jesús de Nazaret, resplandece ante el mundo. Y “nadie -como escribe San Pablo- puede decir:
´Jesús es el Señor´, sino en el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3).
Jesús trae el Espíritu Santo a la Iglesia y a la humanidad.
“Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y
hasta el extremo de la tierra.”
Catequesis del 12 de agosto de 1987
1. Jesucristo, el Hijo de Dios, que ha sido mandado por el Padre al mundo, llega a ser hombre por obra del
Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen de Nazaret, y en la fuerza del Espíritu Santo cumple como
hombre su misión mesiánica hasta la cruz y la resurrección.
En relación a esta verdad (que constituía el objeto de la catequesis precedente), es oportuno recordar el
texto de San Ireneo que escribe: “El Espíritu Santo descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo Hijo del
hombre, habituándose junto a Él a habitar en el género humano, a descansar en los hombres, y realizar las
obras de Dios, llevando a cabo en ellos la voluntad del Padre y transformando su vetustez en la novedad de
Cristo” (Adv. haer. III, 17, 1).
Es un pasaje muy significativo que repite con otras palabras lo que hemos tomado del Nuevo Testamento, es
decir, que el Hijo de Dios se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo y en su potencia ha desarrollado la
misión mesiánica, para preparar de esta manera el envío y la venida a las almas humanas de este espíritu,
que “todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), para renovar y consolidar su
presencia y su acción santificante en la vida del hombre. Es interesante esta expresión de Ireneo, según cual,
el Espíritu Santo, obrando en el Hijo del hombre, “se habituaba junto a Él a habitar en el género humano”.
2. En el Evangelio de Juan leemos que “el último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y gritó
diciendo: ‘Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Al que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua
viva manarán de sus entrañas’. Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él, pues aún
no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 37-39).
Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo sirviéndose de la metáfora del “agua viva”, porque “el espíritu es
el que da la vida...” (Jn 6, 63). Los discípulos recibirán este Espíritu de Jesús mismo en el tiempo oportuno,
cuando Jesús sea “glorificado”: el Evangelista tiene en mente la glorificación pascual mediante la cruz y la
resurrección.
3. Cuando este tiempo -o sea, la “hora” de Jesús- está ya cercano, durante el discurso en el cenáculo, Cristo
repite su anuncio, y varias veces promete a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo como nuevo Consolador
(Paráclito).
Les dice así: “yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de
verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque
permanece con vosotros y está en vosotros” (Jn 14, 16-17). “El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,
26). Y más adelante: “Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de
verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí...” (Jn 15, 26).
Jesús concluye así: “Si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros: pero, si me fuere, os lo enviaré. Y al
venir éste, amonestará al mundo sobre el pecado, la justicia y el juicio...” (Jn 16, 7-8).
4. En los textos reproducidos, se contiene de una manera densa la revelación de la verdad sobre el Espíritu
Santo, que procede del Padre y del Hijo. (Sobre este tema me he detenido ampliamente en la
Encíclica“Dominum et Vivificantem”). En síntesis, hablando a los Apóstoles del cenáculo, la vigilia de su
pasión, Jesús une su partida, ya cercana, con la venida del Espíritu Santo. Para Jesús se da una relación
casual: Él debe irse a través de la cruz y de la resurrección, para que el Espíritu de verdad pueda descender
sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia entera como el Abogado. Entonces el Padre mandará el Espíritu “en
nombre del Hijo”, lo mandará en la potencia del misterio de la Redención, que debe cumplirse por medio de
este Hijo, Jesucristo. Por ello, es justo afirmar, como hace Jesús, que también el mismo Hijo lo
mandará: “el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26).
5. Esta promesa hecha a los Apóstoles en la vigilia de su pasión y muerte, Jesús la ha realizado el mismo día
de su resurrección. Efectivamente, el Evangelio de Juan narra que, presentándose a los discípulos que
estaban aún refugiados en el cenáculo, Jesús los saludó y mientras ellos estaban asombrados por este
acontecimiento extraordinario, “sopló y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados,
les serán perdonados; a quien se los retuviereis, les serán retenidos’” (Jn 20, 22 - 23).
En el texto de Juan existe un subrayado teológico, que conviene poner de relieve: Cristo resucitado es el que
se presenta a los Apóstoles y les “trae” el Espíritu Santo, el que en cierto sentido lo “da” a ellos en los signos
de su muerte en cruz (“les mostró las manos y el costado”: Jn 20, 20). Y siendo “el Espíritu que da la
vida”(Jn 6, 63), los Apóstoles reciben junto con el Espíritu Santo la capacidad y el poder de perdonar los
pecados.
6. Lo que acontece de modo tan significativo el mismo día de la resurrección, los otros Evangelistas lo
distribuyen de alguna manera a lo largo de los días sucesivos, en los que Jesús continúa preparando a los
Apóstoles para el gran momento, cuando en virtud de su partida el Espíritu Santo descenderá sobre ellos de
una forma definitiva, de modo que su venida se hará manifiesta al mundo.
Este será también el momento del nacimiento de la Iglesia: “recibiréis el poder del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de
la tierra” (Act 1, 8). Esta promesa, que tiene relación directa con la venida del Paráclito, se ha cumplido el
día de Pentecostés.
7. En síntesis, podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno Hijo, es aquel
que“ha salido” del Padre haciéndose hombre por obra del Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su
misión mesiánica como Hijo del hombre, en la fuerza del Espíritu Santo “va al Padre” (cf. Jn 14, 21).
Marchándose allí como Redentor del mundo, “da” a sus discípulos y manda sobre la Iglesia para siempre, el
mismo Espíritu, en cuya potencia el actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que “va al
Padre”, por medio del Espíritu Santo conduce “al Padre” a todos aquellos que lo seguirán en el transcurso de
los siglos.
8. “Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, (Jesucristo) le
derramó”(Act 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de Pentecostés. “Y, puesto que sois hijos, envió Dios a
vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, ¡Padre!” (Gál 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El
Espíritu Santo, que “procede del Padre” (cf. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el Espíritu de Jesucristo: el
Espíritu del Hijo.
9. Dios ha dado “sin medida” a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el IV Evangelio. Y
Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los profetas recibieron el Espíritu “con medida”,
y por ello, profetizaban “parcialmente”. Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo “sin medida”: ya
como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna le da el soplar el Espíritu sin medida; ya
como hombre, en cuanto que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo, para
que lo efunda en todo creyente (cf. Super Evang S. Ioannis Lectura, c. III, 1. 6, nn. 541-544). El Doctor
Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): “Porque aquél a quien Dios ha enviado habla palabras de
Dios, pues Dios no le dio el espíritu con medida” (según la traducción propuesta por ilustres biblistas).
Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndolos al Evangelista Juan: “De su plenitud
todos hemos recibido” (Jn 1, 16); verdaderamente hemos sido hechos partícipes de la vida de Dios en el
Espíritu Santo.
Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte, vemos erguirse potente a Cristo,
el“último Adán”, convertido en “Espíritu vivificante” (1 Cor 15, 45).
1. Las catequesis sobre Jesucristo encuentran su núcleo en este tema central que nace de la Revelación:
Jesucristo, el hombre nacido de la Virgen María, es el Hijo de Dios. Todos los Evangelios y los otros libros del
Nuevo Testamento documentan esta fundamental verdad cristiana, que en las catequesis precedentes hemos
intentado explicar, desarrollando sus varios aspectos. El testimonio evangélico constituye la base del
Magisterio solemne de la Iglesia en los Concilios, el cual se refleja en los símbolos de la fe (ante todo en el
niceno-constantinopolitano) y también, naturalmente, en la constante enseñanza ordinaria de la Iglesia, en
su liturgia, en la oración y en la vida espiritual guiada y promovida por ella.
2. La verdad sobre Jesucristo, Hijo de Dios, constituye, en la autorrevelación de Dios, el punto clave
mediante el cual se desvela el indecible misterio de un Dios único en la Santísima Trinidad. De hecho, según
la Carta a los Hebreos, cuando Dios, “últimamente en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb 1, 2), ha
desvelado la realidad de su vida íntima, de esta vida en la que Él permanece en absoluta unidad en la
divinidad, y al mismo tiempo es Trinidad, es decir, divina comunión de tres Personas. De esta comunión da
testimonio directo el Hijo que “ha salido del Padre y ha venido al mundo" (cf. Jn 16, 28). Solamente Él. El
Antiguo Testamento, cuando Dios “habló... por ministerio de los profetas” (Heb 1, 1), no conocía este
misterio íntimo de Dios. Ciertamente, algunos elementos de la revelación veterotestamentaria constituían la
preparación de la evangélica y, sin embargo, sólo el Hijo podía introducirnos en este misterio. Ya que “a Dios
nadie lo vio jamás”: nadie ha conocido el misterio íntimo de su vida. Solamente el Hijo: “el Hijo unigénito,
que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
3. En el curso de las precedentes catequesis hemos considerado los principales aspectos de esta revelación,
gracias a la cual la verdad sobre la filiación divina de Jesucristo nos aparece con plena claridad. Concluyendo
ahora este ciclo de meditaciones, es bueno recordar algunos momentos, en los cuales, junto a la verdad
sobre la filiación divina del Hijo del hombre, Hijo de María, se desvela el misterio del Padre y del Espíritu
Santo.
Tal misterio está presente también en la teofanía ocurrida durante el bautismo de Jesús en el Jordán, en el
momento que el Padre, a través de una voz de lo alto, da testimonio del Hijo “predilecto”, y ésta v
acompañada por el Espíritu “que bajó sobre Jesús en forma de paloma” (Mt 3, 16). Esta teofanía es casi una
confirmación “visiva” de las palabras del profeta Isaías, a las que Jesús hizo referencia en Nazaret, al inicio
de su actividad mesiánica: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió... me envió...” (Lc 4, 18;
cf. Is 61, 1).
4. Luego, durante el ministerio, encontramos las palabras con las cuales Jesús mismo introduce a sus oyentes
en el misterio de la divina Trinidad, entre las cuales está la “gozosa declaración” que hallamos en los
Evangelios de Mateo (Mt 11, 25-27) y de Lucas (10, 21-22). Decimos “gozosa” ya que, como leemos en el
texto de Lucas, “en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10, 21) y dijo: “Yo te
alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las
revelaste a los pequeñuelos. Si, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere
revelárselo” (Mt 11, 25-27).
5. Estas palabras, tomadas de Mateo y de Lucas, armonizan perfectamente con muchas afirmaciones de Jesús
que encontramos en el Evangelio de Juan, como hemos visto ya en las catequesis precedentes. Sobre todas
ellas, domina la aserción de Jesús que desvela su unidad con el Padre: “Yo y el Padre somos una sola
cosa” (Jn 10, 30). Esta afirmación se toma de nuevo y se desarrolla en la oración sacerdotal (Jn 17) y en todo
el discurso con el que Jesús en el cenáculo prepara a los Apóstoles para su partida en el curso de los
acontecimientos pascuales.
6. Y propiamente aquí, en la óptica de esta “partida”, Jesús pronuncia las palabras que de una manera
definitiva revelan el misterio del Espíritu Santo y la relación en la que El se encuentra con respecto al Padre
y el Hijo. El Cristo que dice: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”, anuncia al mismo tiempo a los
Apóstoles la venida del Espíritu Santo y afirma: Este es “el Espíritu de verdad, que procede del Padre” (Jn
15, 26). Jesús añade que “rogará al Padre o para que este Espíritu de verdad sea dado a los Apóstoles, para
que “permanezca con ellos para siempre” como “Consolador” (cf. Jn 14, 16). Y asegura a los Apóstoles: “el
Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre” (cf. Jn 14, 26). Todo ello, concluye Jesús, tendrá lugar
después de su partida, durante los acontecimientos pascuales, mediante la cruz y la resurrección: “Si me
fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7).
7. “En aquel día vosotros sabréis que yo estoy en el Padre...”, afirma aún Jesús, o sea, por obra del Espíritu
Santo se clarificará plenamente el misterio de la unidad del Padre y del Hijo: “Yo en el Padre y el Padre en
mí”. Tal misterio, de hecho, lo puede aclarar sólo “el Espíritu que escudriña las profundidades de Dios” (cf.
1 Cor 2, 10), donde en la comunión de las Personas se constituye la unidad de la vida divina en Dios. Así se
ilumina también el misterio de la Encarnación del Hijo, en relación con los creyentes y con la Iglesia,
también por obra del Espíritu Santo. Dice de hecho Jesús: “En aquel día (cuando los Apóstoles reciban el
Espíritu de verdad) conoceréis (no solamente) que yo estoy en el Padre, (sino también que) vosotros (estáis)
en mí y yo en vosotros” (Jn 14, 20). La Encarnación es, pues, el fundamento de nuestra filiación divina por
medio de Cristo, es la base del misterio de la Iglesia como cuerpo de Cristo.
8. Pero aquí es importante hacer notar que la Encarnación, aunque hace referencia directamente al Hijo,
es“obra” de Dios Uno y Trino (Concilio Lat. IV). Lo testimonia ya el contenido mismo de a anunciación (cf. Lc
1, 26-38). Y después, durante todas sus enseñanzas, Jesús ha ido “abriendo perspectivas cerradas a la razón
humana” (Gaudium et Spes, 24), las de la vida íntima de Dios Uno en la Trinidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Finalmente, cumplida su misión mesiánica, Jesús, al dejar definitivamente a los Apóstoles,
cuarenta días después del día de la resurrección, realizó hasta el final lo que había anunciado: “Como me
envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20, 21). De hecho, les dice: “Id, pues; enseñad a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).
Con estas palabras conclusivas del Evangelio, y antes de iniciarse el camino de la Iglesia en el mundo,
Jesucristo entregó a ella la verdad suprema de su revelación: la indivisible Unidad de la Trinidad.
Y desde entonces, la Iglesia, admirada y adorante, puede confesar con el evangelista Juan, en la conclusión
del prólogo del IV Evangelio, siempre con la íntima conmoción: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito,
que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
Jesús: verdadero Dios y verdadero hombre.
“Creo... en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María
Virgen...”
Introducción
1. “Creo... en Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen”. El ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que
desarrollamos aquí, hace referencia constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico
que acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios -Hijo del Padre- y, al mismo tiempo,
como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las catequesis anteriores nos han permitido y cercarnos a
esta verdad fundamental de la fe.
Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido esencial: debemos preguntarnos qué
significa “verdadero Dios y verdadero Hombre”. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra
fe mediante a autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta -como cualquier otra verdad revelada-
sólo se puede acoger rectamente mediante la fe, entra aquí en juego el “rationabile obsequium fidei” el
obsequio razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del Dios-Hombre, quieren
favorecer una fe así.
2. Ya anteriormente hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el apelativo
de “Hijo del hombre” (cf. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título estaba vinculado a la tradición mesiánica del
Antiguo Testamento, y al mismo tiempo, respondía a aquella “pedagogía de la fe”, a la que Jesús recurría
voluntariamente.
En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de
que“el Hijo del hombre” era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una demostración
muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos
hemos referido en las catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas y cuando Pedro
llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su testimonio llamándolo “bienaventurado
tú, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado sino mi Padre” (cf. Mt 16, 17). Es el Padre,
el que da testimonio del Hijo, porque sólo Él conoce al Hijo (cf. Mt 11, 27).
3. Sin embargo, a pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio pedagógico de que se
ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba haciendo cada vez más patente, debido a lo que Él decía y
especialmente a lo que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era causa de
contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva durante el proceso ante el Sanedrín.
Narra el Evangelio de Marcos: “El Pontífice le preguntó y dijo: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús
dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo” (Mc
14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la pregunta se formula así: “Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios? Díjoles:
vosotros lo decís, yo soy” (Lc 22, 70).
Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: “Quien blasfemare el nombre de Yahvéh será castigado con
la muerte; toda la asamblea lo lapidará” (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes
oficiales del Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia -según la convicción de
ellos- una blasfemia. Por eso “reo es de muerte”, y la condena se ejecuta, si bien no con la lapidación según
la disciplina veterotestamentaria, sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí
mismo “Hijo de Dios” quería decir “hacerse Dios” (cf. Jn 10, 33), lo que suscitaba una protesta radical por
parte de los custodios del monoteísmo del Antiguo Testamento.
5. Lo que al final se llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya antes objeto
de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de Juan. Leemos en él repetidas veces que los
que lo escuchaban querían apedrear a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia.
Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema del Buen Pastor (cf. Jn 10, 27.
29), y en la conclusión a la que llegó en esa circunstancia: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
La narración evangélica prosigue así: “De nuevo los judíos trajeron piedras para apedrearle. Jesús les
respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?
Respondiéronle los judíos: Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo
hombre, te haces Dios” (Jn 10, 31-33).
6. Análoga fue la reacción a estas otras palabras de Jesús: “Antes que Abrahán naciese, era yo” (Jn 8, 58).
También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación idéntica: “¿Quién pretendes ser?” (Jn 8, 53),
y la respuesta a tal pregunta tuvo como consecuencia la amenaza de lapidación (cf. Jn 8, 59).
Está, pues, claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del “Hijo del hombre”, sin embargo
todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba testimonio de que Él era el Hijo de Dios en el sentido
literal de la palabra: es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también Él era Dios, como el
Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto el hecho de que El fue reconocido y
escuchado por unos: “muchos creyeron en Él”: (cf. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de
que halló en otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la disposición a infligirle la
pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.
7. Entre las afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente significativa la
expresión:“YO SOY”. El contexto en el que viene pronunciada indica que Jesús recuerda aquí la respuesta
dada por Dios mismo a Moisés, cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: “Yo soy el que soy... Así
responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros” (Ex 3, 14). Ahora bien, Cristo se sirve de la
misma expresión“Yo soy” en contextos muy significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a
Abrahám: “Antes que Abrahám naciese, ERA YO”; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: “Si no creyereis que YO
SOY, moriréis en vuestros pecados” (Jn 8, 24), y también: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre,
entonces conoceréis que YO SOY” (Jn 8, 28), y asimismo: “Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para
que, cuando suceda, creáis que YO SOY” (Jn 13, 19).
Este “Yo soy” se halla también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt 28, 20; Lc 24,
39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de Dios, propio del Libro del Éxodo,
aparece particularmente límpido y firme. Cristo habla de su “elevación” pascual mediante la cruz y la
sucesiva resurrección: “Entonces conoceréis que YO SOY”. Lo que quiere decir: entonces se manifestará
claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios. Por ello, con dicha expresión Jesús indica
que es el verdadero Dios. Y aun antes de su pasión Él ruega al Padre así: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo
mío” (Jn 17, 10), que es otra manera de afirmar: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámonos también nosotros a Pedro y repitamos con la misma
elevación de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Jesús, Verbo Eterno de Dios
“Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron
hechas por Él..."
Catequesis del 2 de septiembre de 1987.
1. En la catequesis anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo habla
de Sí utilizando la expresión ´YO SOY´. El contexto en el que aparecen tales afirmaciones, sobre todo en el
Evangelio de Juan, nos permite pensar que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con
el que el Dios de la Antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de confiarle la misión
a la que está llamado: “Yo soy el que soy... responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a
vosotros”(Ex 3, 14).
De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo, en el marco de la discusión sobre Abrahám: “Antes que
Abrahám naciese, YO SOY” (Jn 8, 58). Ya esta expresión nos permite comprender que “el Hijo del
Hombre”da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.
2. Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona, y la expresión más sintética parece ser ésta: “Salí
del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesús dirige estas
palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican
claramente que antes de “venir” al mundo Cristo “estaba” junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su
preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de
dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.
3. Expresiones semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al
mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo
especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al
mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el hecho de que
Pilato le pregunte más tarde: “¿De dónde eres tú?” (Jn 19, 9). Y antes aún leemos: “Mi testimonio es
verdadero, porque sé de dónde vengo y adónde voy” (Jn 8, 14).
A propósito de ese “¿De dónde eres tú?”, en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una
declaración significativa: “Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el
cielo” (Jn 3, 13). Esta “venida” del cielo, del Padre, indica la “preexistencia” divina de Cristo incluso en
relación con su “marcha”: “¿Qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?”, pregunta
Jesús en el contexto del “discurso eucarístico” en las cercanías de Cafarnaum (cf. Jn 6, 62).
4. Toda la existencia terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel “antes” y a él se vincula de nuevo como
a una “dimensión” fundamental, según la cual el Hijo es “una sola cosa” con el Padre. ¡Cuán elocuentes son,
desde este punto de vista, las palabras de la “oración sacerdotal” en el Cenáculo!: “Yo te he glorificado
sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de
ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 4-5).
También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la “venida” del Hijo del hombre para la
salvación del mundo (cf. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan
contienen una referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.
5. La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que
en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior
explicitación, en cierto sentido definitiva: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo
era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él... En Él estaba la vida, y la vida
era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron” (Jn 1, 1-5).
En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba: “Salí del Padre y
vine al mundo” (Jn 16, 28), cuando rogaba que el Padre lo glorificase con la gloria que Él tenía cerca de Él
antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5).
Al mismo tiempo, la preexistencia del Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del
misterio trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es “Dios de Dios”, de la misma naturaleza que el Padre
(como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el
Prólogo de Juan: “El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. Afirmar la preexistencia de Cristo en el
Padre equivale a reconocer su divinidad. A su naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la
eternidad. Esto se indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.
6. El prólogo de Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él, constituye como
el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento había dicho de la Sabiduría. Véanse, por
ejemplo, las siguientes afirmaciones: “Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no
dejaré de ser” (Eclo 24, 14); “El que me creó reposó en mi tienda. Y me dijo: Pon tu tienda en Jacob” (Eclo
24, 12)13). La Sabiduría de que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene
atributos que la colocan por encima de todo lo creado: “Siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la
misma, todo lo renueva” (Sab 7, 27).
La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan, confirma en cierto sentido la revelación acerca de
la sabiduría presente en el Antiguo Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el
Verbo no sólo “está en Dios” sino que “es Dios”. Al venir a este mundo en la persona de Jesucristo, el
Verbo“viene entre su gente”, puesto que “el mundo fue hecho por medio de Él” (cf. Jn 1, 10-11). Vino a “los
suyos”, porque es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (cf. Jn 1, 9). La autorrevelación de Dios en
Jesucristo consiste en esta “venida” al mundo del Verbo, que es el Hijo eterno.
7. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre,
lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el Prólogo de Juan es el eco eterno de las
palabras con las que Jesús dice: “salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega
que el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). El
Evangelio tiene ante los ojos la revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al mismo
tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la resurrección, en las que la verdad
sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus
testigos oculares.
8. En estrecha relación con la revelación del Verbo, es decir, con la divina preexistencia de Cristo, halla
también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra -que en traducción literal significa “Dios
con nosotros”- expresa una presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese “YO SOY” de Cristo
manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (cf. Is 7, 14), proclamada siguiendo las
huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo (cf. Mt 1, 23), y confirmada en el Prólogo de Juan: “El Verbo se
hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es multiforme, pero la verdad
que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús pronuncia su “yo estoy con vosotros” especialmente en los
momentos difíciles, como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad que se
calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: “Yo estaré con vosotros siempre
hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20).
9. La expresión de Cristo: “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28) contiene un significado salvífico,
sotereológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo de Juan lo expresa en las palabras: “A
cuantos lo recibieron (= al Verbo), dióles poder de venir a ser hijos de Dios” , la posibilidad de ser
engendrados de Dios (cf. Jn 1, 12-13).
Esta es la verdad central de toda la sotereología cristiana, vinculada orgánicamente con la realidad revelada
de Dios-Hombre. Dios se hizo hombre a fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios,
más aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos Padres de la Iglesia tuvieron
claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual, exhortando a seguir a Cristo, único maestro
verdadero y seguro, afirmaba: “Por su inmenso amor Él se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la
posibilidad de ser lo que Él es” (cf. Adversus haereses, V, Praef.: PG 7, 1.120).
Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la expresión concreta de nuestra vida
cristiana, a la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios, Verbo del Padre.
1. El ciclo de las catequesis sobre Jesucristo tiene como centro la realidad revelada del Dios-Hombre.
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad expresada coherentemente en la verdad
de la unidad inseparable de la persona de Cristo. Sobre esta verdad no podemos tratar de modo
desarticulado y, mucho menos, separando un aspecto del otro.
Sin embargo, por el carácter analítico y progresivo del conocimiento humano y, también en parte, por el
modo de proponer esta verdad, que encontramos en la fuente misma de la Revelación -ante todo la Sagrada
Escritura-, debemos intentar indicar aquí, en primer lugar, lo que demuestra la divinidad, y, por tanto, lo
que demuestra la humanidad del único Cristo.
Ya que Cristo se aplica a Sí mismo aquel “YO SOY” (cf. Jn 13, 19), hemos de recordar que este nombre define
a Dios no solamente en cuanto Absoluto (Existencia en sí del Ser por Sí mismo), sino también como el que ha
establecido la Alianza con Abrahám y con su descendencia y que, en virtud de la Alianza, envía a Moisés a
liberar a Israel (es decir, a los descendientes de Abrahám) de la esclavitud de Egipto.
Así, pues, aquel “YO SOY” contiene en sí también un significado sotereológico, habla del Dios de la Alianza
que está con el hombre (con Israel) para salvarlo. Indirectamente habla del Emmanuel (cf. Is 7, 14), el “Dios
con nosotros”.
3. El “YO SOY” de Cristo (sobre todo en el Evangelio de Juan) debe entenderse del mismo modo. Sin duda
indica la Preexistencia divina del Verbo-Hijo (hemos hablado de este tema en la catequesis precedente),
pero, al mismo tiempo, reclama el cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel, el “Dios con
nosotros”. “YO SOY” significa pues -tanto en el Evangelio de Juan como en los Evangelios sinópticos-,
también “Yo estoy con vosotros” (cf. Mt 28, 20). “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), “...a buscar y
salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). La verdad sobre la salvación (la sotereología), ya presente en el
Antiguo Testamento mediante la revelación del nombre de Dios, se reafirma y expresa hasta el fondo por la
autorrevelación de Dios en Jesucristo. Justamente en este sentido el Hijo del hombre “es verdadero Dios:
Hijo de la misma naturaleza del Padre, que ha querido estar “con nosotros” para salvarnos".
4. Hemos de tener constantemente presentes estas consideraciones preliminares cuando intentamos recabar
del Evangelio todo lo que revela la Divinidad de Cristo. Algunos pasajes evangélicos importantes desde este
punto de vista, son los siguientes: ante todo, el último coloquio del Maestro con los Apóstoles, en la vigilia de
la pasión, cuando habla de “la casa del Padre”, en la cual Él va a prepararles un lugar (cf. Jn 14, 1-3).
Respondiendo a Tomás que le preguntaba sobre el camino, Jesús dice: “Yo soy el camino, la verdad y la
vida”. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de Él (cf. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve
a Él, ve al Padre (cf. Jn 14, 9). “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Jn 14, 10). Es
bastante fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse “verdad” y “vida” equivale a referir a
Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser-Verdad, Ser-Vida.
Al día siguiente Jesús dirá a Pilato: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar
testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). El testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero “ser la
verdad”es un atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da testimonio de
la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que Él mismo “es la verdad” en la subsistente
verdad de Dios: “Yo soy... la verdad”. Por esto Él puede decir también que es “la luz del mundo”, y así,
quien lo sigue, “no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida” (cf. Jn 8, 12).
5. Análogamente, todo esto es válido también para la otra palabra de Jesús: (Jn 14, 6). El hombre, que es
una criatura, puede “tener vida”, la puede incluso “dar”, de la misma manera que Cristo “da” su vida para
la salvación del mundo (cf. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este “dar la vida” se expresa como
verdadero hombre. Pero Él “es la vida” porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a
Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25).
En la resurrección confirmará definitivamente que la vida que Él tiene como Hijo del hombre no está
sometida a la muerte. Porque Él es la Vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, Él puede hacer partícipes
de ésta a los demás: “El que cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también
-en la Eucaristía- en “el pan de la vida” (cf. Jn 6, 35-48), “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51). También
en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica los sarmientos que permanecen injertados en Él
(cf. Jn 15, 1), es decir, a todos los que forman parte de su Cuerpo místico.
6. A estas expresiones tan transparentes sobre el misterio de la Divinidad escondida en el “Hijo del hombre”,
podemos añadir alguna otra, en la que el mismo concepto aparece revestido de imágenes que pertenecen ya
al Antiguo Testamento y, especialmente, a los Profetas, y que Jesús atribuye a Sí mismo.
Este es el caso, por ejemplo de la imagen del Pastor. Es muy conocida la parábola del Buen Pastor en la que
Jesús habla de Sí mismo y de su misión salvífica: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las
ovejas” (Jn 10, 11). En el libro de Ezequiel leemos: “Porque así dice el Señor Yavé: Yo mismo iré a buscar a
mis ovejas y las reuniré... Yo mismo apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la majada..., buscaré
la oveja perdida, traeré a la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma... apacentaré con
justicia” (Ez 34, 11, 15-16). “Rebaño mío, vosotros sois las ovejas de mi grey, y yo soy vuestro Dios” (Ez 34,
31). Una imagen parecida la encontramos también en Jeremías (cf. 23, 3).
7. Hablando de Sí mismo como del Buen Pastor, Cristo indica su misión redentora (“Doy la vida por las
ovejas”); al mismo tiempo, dirigiéndose a los oyentes que conocían las profecías de Ezequiel y de Jeremías,
indica con bastante claridad su identidad con Aquél que en el Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo
como de un Pastor diligente, declarando: “Yo soy vuestro Dios” (Ez 34, 31).
En la enseñanza de los Profetas, el Dios de la Antigua Alianza se ha presentado también como el Esposo de
Israel, su pueblo. “Porque tu marido es tu Hacedor Yavé de los ejércitos es su nombre, y tu Redentor es el
Santo de Israel” (Is 54, 5; cf. también Os 2, 21-22). Jesús hace referencia más de una vez a esta semejanza
de sus enseñanzas (cf. Mc 2, 19-20 y paralelos; Mt 25, 1-12; Lc 12, 36; también Jn 3, 27-29). Estas serán
sucesivamente desarrolladas por San Pablo, que en sus Cartas presenta a Cristo como el Esposo de su Iglesia
(cf. Ef 5, 25-29).
8. Todas estas expresiones, y otras similares, usadas por Jesús en sus enseñanzas, adquieren significado
pleno si las releemos en el contexto de lo que Él hacía y decía. Estas expresiones constituyen las “unidades
temáticas” que, en el ciclo de las presentes catequesis sobre Jesucristo, han de estar constantemente unidas
al conjunto de las meditaciones sobre el Hombre-Dios.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. “YO SOY” como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas
propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes
del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), se presentó
también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que
salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo.
En la catequesis que precede a la venida del Espíritu Santo sobre los paganos, San Pedro proclama que
Cristo“por Dios ha sido instituido juez de vivos y muertos” (Act 10, 42). Este divino poder (exousia) está
vinculado con el Hijo del hombre ya en la enseñanza de Cristo.
El conocido texto sobre el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo, comienza con las
palabras:“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono
de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor separa a
las ovejas de los cabritos” (Mt 25, 31-32).
El texto habla luego del desarrollo del proceso y anuncia la sentencia, la de aprobación: “Venid, benditos de
mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34); y la
de condena: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles” (Mt
25, 41).
2. Jesucristo, que es Hijo del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder divino de
juzgar las obras y las conciencias humanas, y este poder es definitivo y universal. Él mismo explica por qué
precisamente tiene este poder diciendo: “El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo su
poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Jn 5, 22-23).
Jesús vincula este poder a la facultad de dar la Vida. “Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así
también el Hijo a los que quiere les da la vida” (Jn 5, 21). “Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así
dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por cuanto Él es el Hijo del hombre”(Jn
5, 26-27).
Por tanto, según esta afirmación de Jesús, el poder divino de juzgar ha sido vinculado a la misión de Cristo
como Salvador, como Redentor del mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra de la salvación, al orden
de la salvación: es un acto salvífico definitivo.
En efecto, el fin del juicio es la participación plena en la Vida divina como último don hecho al hombre: el
cumplimiento definitivo de su vocación eterna.
Al mismo tiempo, el poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria del Padre en su Hijo
como Redentor del hombre. “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre... y entonces
dará a cada uno según sus obras” (Mt 16, 27).
El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el principio, en el orden de la gracia. El juicio final debe ser la
confirmación definitiva de esta vinculación: Jesús dice claramente que “los justos brillarán como el sol en el
reino de su Padre” (Mt 13, 43), pero anuncia también no menos claramente el rechazo de los que han obrado
la iniquidad (cf. Mt 7, 23).
En efecto, como resulta de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30), la medida del juicio será la
colaboración con el don recibido de Dios, colaboración con la gracia o bien rechazo de ésta.
3. El poder divino de juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en el
Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que Cristo ejerce este poder no sólo
como Dios-Hijo, sino también como Hombre. Lo ejerce -y pronuncia las sentencias- en nombre de la
solidaridad con todo hombre, que recibe de los otros el bien o el mal: “Tuve hambre y me disteis de
comer”(Mt 25, 35), o bien: “Tuve hambre y no me disteis de comer” (Mt 25, 42).
Una “materia” fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al hombre-prójimo. Cristo se
identifica precisamente con este prójimo: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40); “Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis de
hacerlo” (Mt 25, 45).
Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el amor. Pero no hay duda de que los
hombres serán juzgados también por su fe: “A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del
hombre le confesará delante de los ángeles de Dios” (Lc 12, 8); “Quien se avergonzare de mí y de mis
palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su gloria y en la del Padre” (Lc 9, 26; cf.
también Mc 8, 38).
4. Así, pues, del Evangelio aprendemos esta verdad -que es una de las verdades fundamentales de fe-, es
decir, que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y universal y que este poder lo ha entregado
el Padre al Hijo (cf. Jn 5, 22) en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy
elocuente las palabras que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con Nicodemo: “Dios no ha enviado
a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él” (Jn 3, 17).
Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los Sinópticos, es juez en el sentido escatológico,
es igualmente verdad que el poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que se
manifiesta en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya especialmente Juan: “Yo he venido al
mundo para un juicio, para que los que no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos” (Jn 9, 39). “Si alguno
escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al
mundo” (Jn 12, 47).
5. Sin duda Cristo es y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los hombres
según principios solamente humanos (cf. Jn 8, 15). Él es, ante todo, el que enseña el camino de la salvación
y no el acusador de los culpables. “No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os
acusará, Moisés..., pues de mí escribió Él” (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús
responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz,
porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
6. Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en cierto
sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su
manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual
de la cruz y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, por así
decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el
Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la
posibilidad de salvación.
7. Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que
se le ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere
decir precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no creyó en el nombre del
Unigénito Hijo de Dios”: ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que
aparece en el Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y levantamiento de muchos
en Israel”(Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la “piedra que reprobaron los edificadores” (cf.
Lc 20, 17-18).
8. Pero es verdad de fe que “el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22). Ahora
bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que Él -el Hijo del hombre- es verdadero
Dios, porque sólo a Dios pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la
voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la
Alianza, que viene a los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación
cristiana del Dios que es Amor.
Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia,
o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como
el último anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a
Cristo es según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.
Unido al poder divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se atribuye y los
Evangelistas (especialmente Juan) nos dan a conocer, va el poder de perdonar los pecados. Vimos que el
poder divino de juzgar a cada uno y a todos -puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica
del juicio final- está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al hombre en Cristo y por medio
de Cristo. El primer momento de realización de la salvación es el perdón de los pecados.
Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su continuación en todo lo que los
Evangelios dicen sobre el poder de perdonar los pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo -el
Hijo del hombre- tiene el mismo poder quiere decir que Él es Dios, conforme a lo que el mismo ha dicho: “Yo
y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). En efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no
se limita a proclamar la necesidad de la conversión (“Convertios y creed en el Evangelio”: Mc 1, 15) y a
enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos, sino que perdona Él mismo los
pecados.
2. Precisamente en esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara poseer,
atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. Él afirma, por ejemplo: “El Hijo del hombre tiene poder en
la tierra para perdonar los pecados” (cf. Mc 2, 10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le
llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que Jesús, al ver la fe de los que
llevaban al paralítico, quienes habían hecho una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre
enfermo delante de Él, dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5). Los escribas que
estaban allí, pensaban entre sí: “¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo
Dios?” (2, 7).
Jesús, que leía en su interior, parece querer reprenderlos: “¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué
es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y
vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados -se
dirige al paralítico-, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (2, 8-11). La gente que vio el
milagro, llena de estupor, glorificó a Dios diciendo: “Jamás hemos visto cosa igual” (2, 12).
Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o reverencia
que, según Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado
a los hombres (cf. Mt 9, 8) o, como escribe Lucas, ante las “cosas increíbles" que habían visto ese día (Lc 5,
26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece
como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los escribas: “El Hijo del
hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.
3. Hay que notar también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en la tierra: es
un poder, que Él ejerce ya en su vida histórica, mientras se mueve como “Hijo del hombre” por los pueblos y
calles de Palestina, y no sólo a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su humanidad.
Jesús es ya en la tierra el “Dios con nosotros”, el Dios-hombre que perdona los pecados.
Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados, los presentes manifiestan
contestación y escándalo. Así, en el texto donde se describe el episodio de la pecadora, que se acerca al
Maestro cuando estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: “Tus pecados te son
perdonados” (Lc 7, 48). Es significativa la reacción de los comensales que “comenzaron a decir entre si:
¿Quién es éste para perdonar los pecados?” (Lc 7, 49).
Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores
ciertamente desaprueba (pues de hecho le recomienda: “Vete y no peques más”: 8, 11), pero que no la
aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras de Jesús podemos ver la reafirmación de
su poder de perdonar los pecados y, por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber
preguntado a la mujer: “¿Nadie te ha condenado?” y haber obtenido la respuesta: “Nadie, Señor”,
declara:“Ni yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (8, 10-11). En ese “ni yo tampoco” vibra el poder
de juicio y de perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su encarnación humana
para la salvación de cada uno de nosotros.
5. Lo que cuenta para todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados, es que se
ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna Voluntad de amor y de perdón. Nos lo
enseña el mismo Jesús cuando, al sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las
piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta la parábola de los dos
deudores, uno de los cuales debía al acreedor quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona
la deuda: “¿Quién, pues, lo amará más?” (Lc 7, 42). Responde Simón: “Supongo que aquel a quien condonó
más”. Y El añadió: “Bien has respondido... ¿Ves a esta mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados,
porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama” (cf. Lc 7, 42-47).
La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor, entre el amor que obtiene el perdón y el
perdón que genera nuevo amor, entre la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón
agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de Jesús que son para nosotros una
invitación a tomar la actitud justa ante el Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados
para salvarnos.
6. Puesto que todos estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus discípulos y que
ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición fundamental al Padre: “Perdónanos nuestras
deudas”(Mt 6, 12), que en la redacción de Lucas suena: “Perdónanos nuestros pecados” (Lc 11, 1). Una vez
más Él quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados (Mc 2, 7). Pero
al mismo tiempo Jesús ejerce este poder divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber,
que el Padre no sólo “ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar” (Jn 5, 22), sino que le ha conferido
también el poder para perdonar los pecados.
7. Sin embargo, el “ministerio” del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a sus
sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes
perdonareis los pecados les serán perdonados” (Jn 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en
cuanto a la persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que el Padre le ha
comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la unión hipostática; como Hijo del hombre que
sufre y muere en su naturaleza humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su
perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión mesiánica ha de prolongar su
acción salvífica hasta la consumación de los siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonar los
pecados para ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad eterna del
Padre, “rico en misericordia” (Ef 2, 4)
En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo, Hijo de Dios y del hombre que murió por
nosotros, en la obra del Espíritu Santo que, por medio del ministerio de la Iglesia, realizó continuamente en
el mundo “el perdón de los pecados” (cf. Encíclica Dominum et Vivificantem), se apoya nuestra esperanza de
salvación.
1. En los Evangelios encontramos otro hecho que atestigua la conciencia que tenía Jesús de poseer una
autoridad divina, y la persuasión que tuvieron de esa autoridad los evangelistas y la primera comunidad
cristiana.
En efecto, los Sinópticos concuerdan al decir que los que escuchaban a Jesús “se maravillaban de su
doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4,
32). Es una información preciosa que Marcos nos da ya al comienzo de su Evangelio. Ella nos atestigua que la
gente había captado en seguida la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de los escribas israelitas, y no
sólo en el modo, sino en la misma sustancia: los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley
mosaica, de la que eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno “que enseña” o de
un “comentador”de la Ley Antigua, sino que se comportaba como un Legislador y, en definitiva, como quien
tiene autoridad sobre la ley. Notemos que los que escuchaban sabían bien que se trataba de la Ley Divina,
que dio Moisés en virtud de un poder que Dios mismo le había concedido como a su representante y mediador
ante el pueblo de Israel.
Los Evangelistas y la primera comunidad cristiana, que reflexionaban sobre esa observación de los que habían
escuchado la enseñanza de Jesús, se daban cuenta todavía más de su significado integral, porque podían
confrontarla con todo el ministerio sucesivo de Cristo. Para los Sinópticos y para sus lectores era, pues,
lógico el paso de a afirmación de un poder sobre la ley mosaica y sobre todo el Antiguo Testamento a
afirmación de la presencia de un autoridad divina en Cristo. Y no sólo como un Enviado o Legado de Dios,
como había sido en el caso de Moisés: Cristo, al atribuirse el poder de completar e interpretar con autoridad
o, más aún, de dar la Ley de Dios de un modo nuevo, mostraba su conciencia de ser “igual a Dios” (cf. Flp 2,
6).
2. Que el poder, que Cristo se atribuye sobre la Ley, comporte una autoridad divina lo demuestra el hecho de
que Él no crea otra Ley aboliendo a antigua: “No penséis que he venido abrogar la ley o los Profetas; no he
venido a abrogarla, sino a consumarla” (Mt 5, 17). Es claro que Dios no podría “abrogar” la Ley que Él mismo
dio. Pero puede -como hace Jesucristo- aclarar su pleno significado, hacer comprender su justo sentido,
corregir las falsas interpretaciones y las aplicaciones arbitrarias, a las que la ha sometido el pueblo y sus
mismos maestros y dirigentes, cediendo a las debilidades y limitaciones de la condición humana.
Para ello Jesús anuncia, proclama y reclama una “justicia” superior a la de los escribas y fariseos (cf. Mt 5,
20), la “justicia” que Dios mismo ha propuesto y exige con la observancia fiel de la Ley en orden al “reino de
los cielos”. El Hijo del hombre actúa, pues, como un Dios que restablece lo que Dios quiso y puso de una vez
para siempre.
3. De hecho, sobre la Ley de Dios Él proclama ante todo: “en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y
la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla” (Mt 5, 18). Es
una declaración drástica con la que Jesús quiere afirmar tanto la inmutabilidad sustancial de la Ley mosaica
como el cumplimiento mesiánico que recibe en su palabra. Se trata de una “plenitud” de la Ley antigua que
Él, enseñando “como quien tiene autoridad” sobre la Ley, hace ver que se manifiesta sobre todo en el amor
a Dios y al prójimo: “De estos dos preceptos penden la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40). Se trata de
un“cumplimiento” que corresponde al “espíritu” de la Ley, que ya se deja ver desde la “letra” del Antiguo
Testamento, que Jesús recoge, sintetiza y propone con a autoridad de quien es Señor también de la Ley. Los
preceptos del amor, y también de la fe generadora de esperanza en la obra mesiánica, que Él añade a la Ley
antigua explicitando su contenido y desarrollando sus virtualidades escondidas, son también un
cumplimiento.
Su vida es un modelo de este cumplimiento, de modo que Jesús puede decir a sus discípulos no sólo y no
tanto: Seguid mi Ley, sino: Seguidme a mí, imitadme, caminad a la luz que viene de mí.
4. El sermón de la montaña, como lo trae Mateo, es el lugar del Nuevo Testamento donde se ve afirmado
claramente y ejercido decididamente por Jesús el poder sobre la Ley que Israel ha recibido de Dios como
quicio de la Alianza. Allí es donde, después de haber declarado el valor perenne de la Ley y el deber de
observarla (cf. Mt 5, 18-19), Jesús pasa a afirmar la necesidad de una “justicia” superior a “la de los escribas
y fariseos”, o sea, de una observancia de la Ley animada por el nuevo espíritu evangélico de caridad y de
sinceridad.
Los ejemplos concretos son conocidos. El primero consiste en la victoria sobre la ira, el resentimiento, la
animadversión que anidan fácilmente en el corazón humano, aun cuando se puede exhibir una observancia
exterior de los preceptos de Moisés, uno de los cuales es el de no matar: “Habéis oído que se dijo a los
antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su
hermano será reo de juicio” (Mt 5, 21-22). Lo mismo vale para el que haya ofendido a otro con palabras
injuriosas, con escarnio y burla. Es la condena de cualquier cesión ante el instinto de a aversión, que
potencialmente ya es un acto de lesión y hasta de muerte, al menos espiritual, porque viola la economía del
amor en las relaciones humanas y hace daño a los demás; y a esta condena Jesús intenta contraponer la Ley
de la caridad que purifica y reordena al hombre hasta en los más íntimos sentimientos y movimientos de su
espíritu.
De la fidelidad a esta Ley hace Jesús una condición indispensable de la misma práctica religiosa: “Si vas,
pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja
allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu
ofrenda” (Mt 5, 23-24). Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a nada que se tenga en el
corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o
restablecer la armonía en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de
procedimientos judiciales (cf. Mt 5, 25).
5. Otro ejemplo de perfeccionamiento de la Ley es el del sexto mandamiento del Decálogo, en el que Moisés
prohibía el adulterio. Con un lenguaje hiperbólico y hasta paradójico, adecuado para llamar a atención e
impresionar a los que lo escuchaban, Jesús anuncia: “Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os
digo...” (Mt 5, 27): y condena también las miradas y los deseos impuros, mientras recomienda la huida de las
ocasiones, la valentía de la mortificación, la subordinación de todos los actos y comportamientos a las
exigencias de la salvación del alma y de todo el hombre (cf. Mt 5, 29-30).
A este ejemplo se une también en cierto modo otro que Jesús afronta enseguida: “También se ha dicho: El
que repudiare a su mujer déle libelo de repudio. Pero yo os digo...” y declara abolida la concesión que hacía
la Ley antigua al pueblo de Israel “por la dureza del corazón” (cf. Mt 19, 8), prohibiendo también esta forma
de violación de la Ley del amor en armonía con el restablecimiento de la indisolubilidad del matrimonio (cf.
Mt 19, 9).
7. Y también: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis
frente al malvado” (Mt 5, 38-39), y con lenguaje metafórico Jesús enseña a poner la otra mejilla, a ceder no
sólo la túnica sino también el manto, a no responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre
todo: “Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado” (Mt 5, 42). Radical
exclusión de la Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús, cualquiera que sea el deber de la
sociedad de defender a los propios miembros de los malhechores y de castigar a los culpables de violación de
los derechos de los ciudadanos y del mismo Estado.
8. Y ésta es la perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás: “Habéis oído
que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos
y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir
el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos...” (Mt 5, 43-45). A la interpretación vulgar de la
Ley antigua que identificaba al prójimo con el israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la
interpretación auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la referencia al Padre
celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor
universal.
En efecto, Jesús concluye: “Sed... perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Él pide a
sus seguidores la perfección del amor. La nueva Ley que Él ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor
hará que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica contraposición amigo-enemigo, y
tenderá, desde dentro de los corazones, a traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y
política, incluso institucionalizadas. Será, pues, muy amplia en la historia, la irradiación del “mandamiento
nuevo” de Jesús.
9. En este momento nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes
del“sermón de la montaña" se repite la contraposición: “Habéis oído que se dijo... Pero yo os digo”; y esto
no para “abrogar” la Ley divina de la Antigua Alianza, sino para indicar su “perfecto cumplimiento”, según el
sentido entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con todo su valor generador
de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-
Legislador. Podemos decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el eco de esa
autodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: “Yo soy” (cf. Jn 8, 58).
10. Finalmente hay que recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus discípulos el
que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas en día de sábado, violando así la
Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y de sus compañeros, que no dudaron en comer
los“panes de la proposición” para quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no
observan la ley del descanso porque desempeñan las funciones en el templo. Después concluye con dos
afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: “Pues yo os digo, que lo que hay aquí es más grande
que el templo...”; y “El Hijo del Hombre es señor del sábado” (Mt 12, 6, 8; cf. Mc 2, 27-28).
Son declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de su autoridad divina. El que
se definiera “como superior al templo” era una alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y
proclamarse “señor del sábado”, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación abierta
de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador de la nueva Ley. No se trataba, pues,
de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas también por los rabinos en casos muy restringidos, sino
de una reintegración, de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: “El cielo
y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35). Lo que viene de Dios es eterno, como eterno
es Dios.
1. Los hechos que hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y prueban la
conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios,
los atributos divinos, el poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar los
pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son aspectos de la única verdad que Él afirma
con fuerza, la de ser verdadero Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos, al
conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: “Yo y el Padre somos una
misma cosa” (Jn 10, 30). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es propio de Dios, Jesús habla de Sí mismo
como del “Hijo del hombre”, tanto por la unidad personal del hombre y de Dios en Él, como por seguir la
pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos de la mano, a las alturas y
profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo del hombre no duda en pedir: “Creed en Dios, creed en
mí” (Jn 14, 1).
El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente las respuestas que da Jesús
a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide que crean en Él, se trata no sólo de la fe en el Mesías como
el Ungido y el Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre. “Creed
en Dios, creed también en mí” (Jn 14, 1).
2. Estas palabras hay que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la última
Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que va a prepararles un lugar en la casa del
Padre (cf. Jn 14, 2-3). Y cuando Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús
responde que Él es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6). Cuando Felipe le pide que muestre el Padre a
los discípulos, Jesús replica de modo absolutamente unívoco: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre;
¿cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que
yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el
Padre y el Padre en mí; a lo menos, creedlo por las obras” (Jn 14, 9-11).
3. En todo caso, para ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apea a sus obras: a todo lo que ha llevado a cabo
en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de obras santas y muchas veces milagrosas,
realizadas como signos de su verdad. Por esto merece que se tenga fe en Él.
Jesús lo dice no sólo en el círculo de los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día
siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había llegado para las celebraciones
pascuales, discutía sobre la figura de Cristo y la mayoría no creía en Jesús, “aunque había hecho tan grandes
milagros en medio de ellos” (Jn 12, 37).
En un determinado momento “Jesús, clamando, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha
enviado, y el que me ve, ve al que me ha enviado” (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que Jesucristo se
identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a sus seguidores. Y les explica: “Las cosas que yo
hablo, las hablo según el Padre me ha dicho” (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que el
Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.
Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en una “consecuencia lógica” para los que
honradamente escuchan a Jesús, observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el
presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que quieren convertirse en sus
discípulos o beneficiarse de su poder divino.
4. A este respecto, es significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde la infancia
por un “espíritu mudo” que se desenfrenaba en él de modo impresionante. El pobre padre suplica a
Jesús: “Si algo puedes, ayúdanos por compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al
que cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi incredulidad” (Mc 9, 22-23). Y
Jesús cura y libera a ese desventurado.
Sin embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo que le han dado a lo largo
de los siglos tantas criaturas humildes y afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a Él para
pedirle ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.
5. Pero allí donde los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una resistencia
derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud suya no admitiéndolos a los beneficios
concedidos por su poder divino.
Es significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que Jesús se encontraba porque
había vuelto después del comienzo de su ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo
se admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además “se escandalizaban de Él”, o sea, hablaban de
Él y lo trataban con desconfianza y hostilidad, como persona no grata.
“Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y
no pudo hacer allí ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. Él
se admiraba de su incredulidad” (Mc 6, 4-6). Los milagros son “signos” del poder divino de Jesús. Cuando hay
obstinada cerrazón al reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser.
Por lo demás, también Él responde a los discípulos, que después de la curación del epiléptico preguntan a
Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al
demonio. El respondió: “Por vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano de
mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17, 19-20). Es un
lenguaje figurado e hiperbólico, con el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de
la fe.
6. Es lo mismo que Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de nacimiento,
cuando lo encuentra y le pregunta: “¿Crees en el Hijo del hombre? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor,
para que crea en Él? Díjole Jesús: le estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró
ante Él”(Jn 9, 35-38).
Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los humildes que buscan a Dios (cf. Dt 29, 3; Is 6, 9
ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2): él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque reconoce
al“Hijo del hombre”, a diferencia de los autosuficientes que confían únicamente en sus propias luces y
rechazan la luz que viene de lo alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera (cf.
Jn 9, 39-41).
7. La decisiva importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre Jesús y Marta ante
el sepulcro de Lázaro: “Díjole Jesús: Resucitará tu hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la
resurrección, en el último día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta):
Sí, Señor; yo creo que tú eres el mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo” (Jn 11, 23-27). Y Jesús
resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a los muertos porque es Señor de la
vida, sino de vencer la muerte, El, que como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!
Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto central de la fe que salva: “Es preciso
que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Podemos decir también que éste es el “punto crítico” de la fe en Cristo. La cruz ha sido la prueba definitiva
de la fe para los Apóstoles y los discípulos de Cristo. Ante esa “elevación” había que quedar conmovidos,
como en parte sucedió. Pero el hecho de que Él “resucitó al tercer día” les permitió salir victoriosos de la
prueba final.
Incluso Tomás, que fue el último en superar la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el
Resucitado, prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Como ya en
ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16, 16), así también Tomás en este encuentro pascual
deja explotar el grito de la fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es “Señor y Dios”.
Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los
Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para
que, creyendo, se alcance la salvación. La salvación -y por lo tanto la vida eterna- está ligada a la misión
mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la “lógica” y la “economía” de la fe cristiana. Lo proclama el
mismo Juan desde el prólogo de su Evangelio: “A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder de venir a ser
hijos de Dios: “A aquellos que creen en su nombre” (Jn 1, 12).
1. En nuestra búsqueda de los signos evangélicos que revelen la conciencia que tenía Cristo de su Divinidad,
hemos subrayado en la catequesis anterior la interpelación que hace a sus discípulos de que tengan fe en
El:“Creed en Dios, creed también en mí” (Jn 14, 1): una interpelación que sólo puede hacer Dios. Jesús exige
esta fe cuando manifiesta un poder divino que supera todas las fuerzas de la naturaleza, por ejemplo, en la
resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 38-44); la exige también en el momento de la prueba, como fe en el poder
salvífico de su cruz, tal como afirma en el coloquio con Nicodemo (cf. Jn 3, 14-15); y es fe en su
Divinidad:“El que me ha visto a mi ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los sentidos y de la experiencia, y supera los
límites del mismo intelecto humano (argumentum non apparentium: “prueba de las cosas que no se ven”: cf.
Heb 11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a “esas cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre”, pero que Dios ha preparado para los que lo aman (cf. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así
cuando el día antes de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a prepararles
un lugar en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2).
2. Estas cosas misteriosas, esta realidad invisible, se identifica con el Bien infinito de Dios, Amor eterno,
sumamente digno de ser amado sobre todas las cosas. Por eso, junto a la interpelación de fe, Jesús coloca el
mandamiento del amor a Dios “sobre todas las cosas”, que ya estaba en el Antiguo Testamento, pero que
Jesús repite y corrobora en una nueva clave. Es verdad que cuando responde a la pregunta: “¿Cuál es el
mandamiento más grande de la ley?”, Jesús cita las palabras de la ley mosaica: “Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt 22, 37; cf. Dt 6, 5). Pero el pleno sentido que
toma el mandamiento en la boca de Jesús emerge de la referencia a otros elementos del contexto en el que
se mueve y enseña.
No hay duda que Él quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre todo lo creado; y sólo de
cara a Dios puede haber dentro del hombre la exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en
virtud de esta exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que “lo siga” sin reservas, sin
limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en el Antiguo Testamento: “Habéis de ir tras de Yavé,
vuestro Dios.... habéis de guardar sus mandamientos..., servirle y allegraos a Él” (Dt 13, 4). En efecto, sólo
Dios “es bueno” en el sentido absoluto (cf. Mc 10, 18; también Mt 19, 17). Sólo Él “es amor” (1 Jn 4, 16) por
esencia y por definición. Pero aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de
Cristo.
3. Jesús llama a seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro mismo del
Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos hablar a los Evangelistas de hombres que
lo siguen, y aún más, de algunos de ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los Evangelistas: “Un discípulo le dijo:
Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos
sepultar a sus muertos” (Mt 8, 21-22): forma drástica de decir: déjalo todo inmediatamente por Mí. Esta es
la redacción de Mateo. Lucas añade la connotación apostólica de esta vocación: “Tú vete y anuncia el reino
de Dios” (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo y casi impuso a Mateo,
quien nos atestigua el hecho: “Sígueme. Y él, levantándose lo siguió” (Mt 9, 9; cf. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo,
sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres.
No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había
observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír esto (es decir, la
invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 22; Mc 10, 22).
Sin embargo, otros no sólo aceptan el “Sígueme”, sino que, como Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de
comunicar a los demás su convicción de haber encontrado al Mesías (cf. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón es
capaz de decirle desde el primer encuentro: “Tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro)” (Jn 1, 42).
El Evangelista Juan hace notar que Jesús “fijó la vista en él”: en esa mirada intensa estaba
el “Sígueme” más fuerte y cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente
especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer madurar poco a poco su
capacidad de valorar y aceptar esa invitación.
En efecto, el “Sígueme” literal llegará para Pedro después del lavatorio de los pies, durante la última Cena
(cf. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (cf.
Jn 21, 19).
4. No cabe duda que Pedro y los Apóstoles -excepto Judas- comprenden y aceptan la llamada a seguir a Jesús
como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del anuncio del reino de Dios. Ellos mismos
recordarán a Jesús por boca de Pedro: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).
Lucas añade: “todo lo que teníamos” (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere precisar de “qué”se
trata al responder a Pedro. “En verdad os digo que ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres
e hijos por amor al reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en el
venidero” (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos “por amor de mi nombre”; a quien lo
haya hecho Jesús le promete que “recibirá el céntuplo y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas las cosas “por mí y por el Evangelio”, y
sobre la recompensa: “El céntuplo ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y
campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero” (Mc 10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos preguntamos: ¿Quién es ese que pide
que lo sigan y que promete a quien lo haga darle muchos premios y hasta “la vida eterna”? ¿Puede un simple
Hijo del hombre prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no sólo para aquellos
discípulos felices, sino para millares y millones de hombres en todos los siglos?
5. En realidad los discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a seguirlo sin dudar
en pedirles una dedicación radical, expresada en términos que podían parecer paradójicos, como cuando
decía que había venido a traer “no la paz, sino la espada”, es decir, a separar y dividir alas mismas familias
para que lo siguieran, y luego afirmaba: “El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí;
y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de
mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37-38). Aún es más fuerte y casi dura la formulación de Lucas: “Si alguno
viene a mí y no aborrece a (expresión del hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer,
sus hermanos, sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre lo excelsa y ardua que es la vocación
cristiana. No cabe duda que las formas concretas de seguir a Cristo están graduadas por Él mismo según las
condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y de los grupos. Las palabras de
Jesús, como Él dice, son “espíritu y vida” (cf. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma
idéntica para todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias heroicas como
las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia de sí por seguir a Jesús -y podemos decir
igual de la oblación de sí mismo en el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo-
compromete a todos “secundum praeparationem animi” (cf. S.Th. II-II q. 184, a. 7, ad 1), o sea, según la
disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en cualquier momento que se le llame, y por lo
tanto comportan para todos un desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no
hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de una elección de
Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que Marcos señala con bastante claridad cuando
escribe: “Subió a un monte, y llamando a los que quiso, vinieron a Él, y designó a doce para que lo
acompañaran...” (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los Apóstoles en el discurso final: “No me
habéis elegido vosotros a mí, sino yo os he elegido a vosotros...” (Jn 15, 16).
No se deduce que Él condenara definitivamente al que no aceptó seguirlo por un camino de total dedicación
a la causa del Evangelio (cf. el caso de joven rico: Mc 10, 17-27). Hay algo más que pone en juego la libre
generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor cristiano es universal y
obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a
nosotros mismos, porque “el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no
ve” (1 Jn 4, 20).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a la multitud, y habló a todos de la
renuncia que pide a quien quiera seguirlo, de cargar con la cruz y de perder la vida “por mi y el
Evangelio”(Mc 8, 34-35). (Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (cf. Mc 8, 31-32).
8. Pero, al mismo tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos “por amor del Hijo
del hombre” (Lc 6, 22): “Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa” (Mt 5,
12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad a seguirlo, predice odio,
insultos y persecuciones de todo género (cf. Lc 6, 22), y promete “recompensa en los cielos”? Sólo un Hijo
del hombre que tenía la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo entendieron los
Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su revelación y su mensaje. En este sentido queremos
entenderlo nosotros también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”.
1. Estamos recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús “Hijo del hombre”, que al mismo tiempo hace
que lo conozcamos como verdadero “Hijo de Dios”: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).
Hemos visto que El refería a Sí mismo el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina pre-existencia
en la unidad con el Padre (y con el Espíritu Santo, como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis); se
atribuía el poder sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en la Antigua Alianza
(especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5); y junto a ese poder se atribuía también el de perdonar
los pecados (cf. Mc 2, 1-12 y paral.; Lc 7, 48; Jn 8, 11 ) y de juzgar al final las conciencias y las obras de
todos los hombres (cf. por ejemplo, Mt 25, 31-46; Jn 5, 27-29).
Finalmente, enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra, invitaba a seguirlo hasta la
muerte y prometía como recompensa la “vida eterna”.
Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los elementos y todas las razones para afirmar
que Jesucristo se ha revelado a Sí mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la
humanidad.
2. El terreno de la revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo Testamento,
especialmente en la segunda fase de la historia de Israel, narrada en los textos de los Profetas y de los
Salmos que siguen al exilio y las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido.
Recordemos especialmente los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que “reina sobre
las gentes” (Sal 46/47, 8-9); y el reconocimiento exultante: “Tu reino es reino de todos los siglos, y tu
señorío de generación en generación” (Sal 144/145, 13).
El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios “que no será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará
a todos esos reinos, más él permanecerá por siempre”. Este reino que se hará surgir del “Dios de los
cielos”(= el reino de los cielos), quedará bajo el dominio del mismo Dios y “no pasará a poder de otro
pueblo” (cf. 2, 44).
3. Insertándose en esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza, Jesús de Nazaret
proclama desde el comienzo de su misión mesiánica precisamente este reino: “Cumplido es el tiempo, y el
reino de Dios está cercano” (Mc 1, 15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la espera de
Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica, que se había dibujado en la última fase del
Antiguo Testamento, al proclamar que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es
el Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento final más allá del tiempo,
pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y se desarrolla, en cierto sentido, “dentro” de la historia. En
esta perspectiva Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y esperanzas, “se ha
cumplido”, y que el reino de Dios “está cercano”, más aún, está ya presente en su misma persona.
4. En efecto, Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad central de su
enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su
poder divino, su soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los signos de la
creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (cf. 2 Cor 5, 17, Gál 6, 15), en las que ha vencido, en
Cristo y por medio de Cristo, todo lo caduco y lo efímero, y ha establecido para siempre el verdadero valor
del hombre y de todo lo creado.
Es un poder único y eterno que Jesucristo -crucificado y resucitado- se atribuye al final de su misión terrena,
cuando declara a los Apóstoles: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, y en virtud de este
poder suyo les manda: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros
siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 18-20).
5. Antes de llegar a este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina del “Hijo del
hombre”, Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Más aun, en el conflicto con
los adversarios que no dudan en atribuir un poder demoníaco a las obras de Jesús, Él los confunde con una
argumentación que concluye afirmando lo siguiente: “Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin
duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). En Él y por Él, pues, el espacio espiritual del
dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la humanidad, y
Él es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de
los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para Dios.
6. También el mandato definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28, 18-20), fue
preparado por Él bajo todos los aspectos. Momento clave de la preparación fue la vocación de los
Apóstoles:“Designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar
demonios” (Mc 3, 14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de un poder
especial en orden al reino: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y
las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te dará las llaves del reino de los cielos, y cuanto
atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra quedará desatado en los
cielos” (Mt 16, 18-19). Quien habla de este modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía
total, y de poder confiar sus “llaves” a un representante y vicario suyo, más aún de lo que haría un rey de la
tierra con su lugarteniente o primer ministro.
7. Esta convicción evidente de Jesús explica porqué Él, durante su ministerio, habla de su obra presente y
futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana: no sólo como verdad anunciada, sino como
realidad viva, que se desarrolla, crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la
levadura (cf. Mt 13, 33; Lc 13, 21). Esta y las demás parábolas del reino (cf. especialmente Mt 13), dan
testimonio de que ésta ha sido la idea central de Jesús, pero también la sustancia de su obra mesiánica, que
Él quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al Padre, mediante una estructura
visible cuya cabeza es Pedro (cf. Mt 16, 18-19).
8. La instauración de esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace de la
misma a los Apóstoles escogidos por Él: “Yo dispongo (latín dispono; algunos traducen: “transmito”) del
reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío” (Lc 22, 29). Y la transmisión del
reino es al mismo tiempo una misión: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo” (Jn
17, 18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús a los Apóstoles, les repetirá: “Como me envió mi
Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán perdonados, a
quienes se los retuvierais les serán retenidos” (Jn 20, 21-23).
En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a continuación respecto a la suerte de
sus misioneros (cf. Mt 10, 17-25); tema sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con
los“escribas y fariseos”, afirmando: “Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a unos los mataréis y
los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad...” (Mt
23, 34). Suerte que, por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la Antigua
Alianza, a los que se refiere el texto (cf. Mt 23, 35). Pero Jesús daba a sus seguidores la seguridad de la
duración de su obra y de ellos mismos: et porta inferi non praevalebunt.
A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su devenir histórico, el reino de Dios,
instaurado una vez para siempre en el mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio
pascual del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino también el sello de su poder
divino, que deslumbró en la resurrección. Lo demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de
todos los creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo, histórico, escatológico y eterno,
del que enseña el Concilio Vaticano II: “Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por
ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A Él están sometidas todas las
cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las
cosas (cf. 1 Cor 15, 27-28)” (Lumen gentium, 39).
2. Una ojeada a algunos acontecimientos particulares; presentados por los Evangelistas, nos permite darnos
cuenta de la presencia arcana en cuyo nombre Jesucristo obra sus milagros. Helo ahí cuando, respondiendo a
las súplicas de un leproso, que le dice: "Si quieres, puedes limpiarme", Él, en su humanidad, "enternecido",
pronuncia una palabra de orden que, en un caso como aquél, corresponde a Dios, no a un simple
hombre:"Quiero, sé limpio. Y al instante desapareció la lepra y quedó limpio" (Cfr. Mc 1, 40-42).
Algo semejante encontramos en el caso del paralítico que fue bajado por un agujero realizado en el techo de
la casa: "Yo te digo... levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Cfr. Mc 2, 11-12). Y también: en el caso
de la hija de Jairo leemos que "Él (Jesús)...tomándola de la mano, le dijo: ´Talitha qumi´, que quiere decir:
´Niña, a ti te lo digo, levántate´. Y al instante se levantó la niña y echó a andar" (Mc 5, 41-42). En el caso
del joven muerto de Naín: "Joven, a ti te hablo, levántate. Sentóse el muerto y comenzó a hablar" (Lc 7, 14-
15).
¡En cuántos de estos episodios vemos brotar de la palabras de Jesús la expresión de una voluntad y de un
poder al que El se apela interiormente y que expresa, se podría decir, con la máxima naturalidad, como si
perteneciese a su condición más íntima, el poder de dar a los hombres la salud, la curación e incluso la
resurrección y la vida!
En la descripción cuidadosa de este episodio se pone de relieve que Jesús resucitó a su amigo Lázaro con el
propio poder y en unión estrechísima con el Padre. Aquí hallan su confirmación las palabras de Jesús: "Mi
Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también" (Jn 5,17), y tiene una demostración, que se puede
decir preventiva, lo que Jesús dirá en el Cenáculo, durante la conversación con los Apóstoles en la última
Cena, sobre sus relaciones con el Padre y, más aún, sobre su identidad sustancial con Él.
4. Los Evangelios muestran con diversos milagros) señales cómo el poder divino que actúa en Jesucristo se
extiende más allá del mundo humano y se manifiesta como poder de dominio también sobre las fuerzas de la
naturaleza. Es significativo el caso de la tempestad calmada: "Se levantó un fuerte vendaval". Los Apóstoles
pescadores asustados despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. El "despertado, mandó al viento
y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran
temor, se decían unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?" (Cfr. Mc 4, 37-
41).
En este orden de acontecimientos entran también las pescas milagrosas realizadas, por la palabra de Jesús
(in verbo tuo), después de intentos precedentes malogrados (Cfr. Lc 5, 4)6; Jn 21, 3)6). Lo mismo se puede
decir, por lo que respecta a la estructura del acontecimiento, del "primer signo" realizado en Caná de
Galilea, donde Jesús ordena a los criados llenar las tinajas de agua y llevar después "el agua convertida en
vino" al maestresala (Cfr. Jn 2, 7-9).
Como en las pescas milagrosas, también en Caná de Galilea, actúan los hombres: los pescadores) apóstoles
en un caso, los criados de las bodas en otro, pero está claro que el efecto extraordinario de a acción no
proviene de ellos, sino de Aquel que les ha dado la orden de actuar y que obra con su misterioso poder
divino. Esto queda confirmado por la reacción de los Apóstoles, y particularmente de Pedro, que después de
la pesca milagrosa "se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un pecador" (Lc
5,8). Es uno de tantos casos de emoción que toma la forma de temor reverencial o incluso miedo, ya sea en
los Apóstoles, como Simón Pedro, ya sea en la gente, cuando se sienten acariciados por el ala del misterio
divino.
5. Un día, después de a ascensión, se sentirán invadidos por un "temor" semejante los que vean los "prodigios
y señales" realizados "por los Apóstoles" (Cfr. Hech 2, 43). Según el libro de los Hechos, la gente sacaba "a las
calles los enfermos, poniéndolos en lechos y camillas, para que, llegando Pedro, siquiera su sombra los
cubriese" (Hech 5, 15).
Sin embargo, estos prodigios y señales", que acompañaban los comienzos de la Iglesia apostólica, eran
realizados por los Apóstoles no en nombre propio, sino en el nombre de Jesucristo, y eran, por tanto, una
confirmación ulterior de su poder divino. Uno queda impresionado cuando lee la respuesta y el mandato de
Pedro al tullido que le pedía una limosna junto a la puerta del templo de Jerusalén: "No tengo oro ni plata;
lo que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, anda. Y tomándole de la diestra, le levantó, y
al punto sus pies y sus talones se consolidaron" (Hech 3, 6-7). O lo que es lo mismo, Pedro dice a un
paralítico de nombre Eneas: "Jesucristo te sana; levántate y toma tu camilla. Y al punto se irguió" (Hech 9,
34).
También el otro Príncipe de los Apóstoles, Pablo, cuando recuerda en la Carta a los Romanos lo que él ha
realizado "como ministro de Cristo entre los paganos", se apresura a añadir que en aquel ministerio consiste
su único mérito: "No me atreveré a hablar de cosa que Cristo no haya obrado por mí para la obediencia (de
la fe) de los gentiles, de obra o de palabra, mediante el poder de milagros y prodigios y el poder del
Espíritu Santo" (15, 17-19).
6. En la Iglesia de los primeros tiempos, y especialmente esta evangelización del mundo llevada a cabo por
los Apóstoles, abundaron estos "milagros, prodigios y señales", como el mismo Jesús les había prometido
(Cfr. Hech 2, 22). Pero se puede decir que éstos se han repetido siempre en la historia de la salvación,
especialmente en los momentos decisivos para la realización del designio de Dios. Así fue ya en el Antiguo
Testamento con relación al Éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto y a la marcha hacia la tierra
prometida, bajo la guía de Moisés.
Cuando, con la encarnación del Hijo de Dios, llegó la plenitud de los tiempos (Cfr. Gal 4, 4), estas señales
milagrosas del obrar divino adquieren un valor nuevo y una eficacia nueva por a autoridad divina de Cristo y
por la referencia a su Nombre (y, por consiguiente, a su verdad, a su promesa, a su mandato, a su gloria) por
el que los Apóstoles y tantos santos los realizan en la Iglesia. También hoy se obran milagros y en cada uno
de ellos se dibuja el rostro del "Hijo del hombre/Hijo de Dios" y se afirma en ellos un don de gracia y de
salvación.
1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos
del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. "Mas si yo arrojo a los demonios
con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios", dice Jesús (Mt 12, 28).
Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los
milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden
separar los "milagros, prodigios y señales", atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que
obraban "en su nombre", del contexto auténtico del Evangelio.
En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros
cristianos oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos
recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no
se sorprendían de su inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las
contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los
Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de
Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes.
Aquel que revela a Dios como Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su
propio poder, se revela a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a Él en su señorío sobre la
creación.
2. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado
fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación.
Así, hablando de la primera "señal" realizada en Caná de Galilea, el Evangelista Juan hace notar que, a través
de ella, Jesús "manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos" (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado
con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas.
Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la "señal" sirve para poner de relieve
toda la economía divina de a alianza y de la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se
expresa a menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por tanto, podría estar en
relación con la parábola del banquete de bodas, que un rey preparó para su hijo, y con el "reino de los
cielos"escatológico que "es semejante" precisamente a un banquete (Cfr. Mt 22, 2).
El primer milagro de Jesús podría leerse como una "señal" de este reino, sobre todo, si se piensa que, no
habiendo llegado aún "la hora de Jesús", es decir, la hora de su pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cfr. 7,
30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1; 17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del "Evangelio del reino" (Cfr.
Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María, puede considerarse como una "señal" y un
anuncio simbólico de lo que está para suceder.
3. Como una "señal" de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el milagro de la
multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más
adelante con el discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de
procurarse"el alimento que permanece hasta la vida eterna", mediante la fe en Aquel que Él ha enviado" (Jn
6 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que "da la vida al mundo" (Jn 6, 33) y también que Aquel
que da su carne "para vida del mundo" (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte
salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión,
como sacramento) pan de vida eterna (Cfr. Jn 6, 52-58).
4. A su vez, la tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como "señal" de una presencia
constante de Cristo en la "barca" de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está
sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad, Jesús, despertado por sus discípulos, orden
a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: "¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no
tenéis fe?" (Mc 4, 40).
En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en
su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los
que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la
espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como "señal" de la presencia de Jesús y
garantía de la confianza en El por parte de los cristianos y de la Iglesia.
5. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra "señal" de su presencia, y
asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. "Soy yo, no temáis", dice Jesús a los
Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (Cfr. Mc 6, 49)50; cfr. Mt 14, 26)27; Jn 6, 16)21). Marcos
hace notar el estupor de los Apóstoles "pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba
embotado" (Mc 6, 52).
Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús, y nos hace
ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta
dulcemente: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?" (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en
la barca "se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios" (Mt 14,33).
6. Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las "señales" de la fecundidad de su misión, si
se mantienen profundamente unidas al poder salvífico de Cristo (Cfr. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3)6). Efectivamente,
Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de Jesús exclamando: "Señor,
apártate de mí, que soy hombre pecador" (Lc 5,8), y la respuesta de Jesús es: "No temas, en adelante vas a
ser pescador de hombres" (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la resurrección,
coloca el mandato de Cristo a Pedro: "Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas" (Cfr. Jn 21, 15-17). Es
un acercamiento significativo.
7. Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la
creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo,
las "señales"mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo
se introduce v se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo
visible, que es también obra divina. La gente (como los Apóstoles en el lago), viendo los milagros de Cristo,
se pregunta:"¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?" (Mc 4,41), mediante
estas "señales", queda preparada para acoger la salvación Que Dios ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos,
y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con
referencia al poder salvífico de su nombre: "En nombre de Jesús Nazareno, anda" (Hech 3,6).
Los milagros de Jesús, demostración del mundo sobrenatural.
"Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las
cosas visibles, para comprender lo que Dios es." (San Agustín)
1. Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto
interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino
de las cosas celestes. "Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo (escribe) son obras divinas que
enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios
es"(Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).
Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A
quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les
hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad.
El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas
accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro
es "signo"de que este orden es superior por el "Poder de lo alto", y, por consiguiente, le está también
sometido.
Este "Poder de lo alto" (Cfr. Lc 24,49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la
naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que (mediante este orden y
por encima de él) el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son "signos" de este reino.
3. Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que
implican a solamente cierta "suspensión" experimentable de su función ordinaria, no su anulación.
Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las
leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma,
aunque por encima de su capacidad normal actual.
¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la
naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad
normal de acción.
Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las "leyes
naturales" establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto
modo, ennoblece la capacidad del obrar o también de recibir los efectos de la operación del otro, como
sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.
4. La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la
única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de
Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los limites de la creación misma.
La creación (particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible) está abierta a
un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en El la obra de la creación
se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (Cfr. 2 Cor
5, 17; Gal 6, 15), una "creación de nuevo", una creación a medida del designio originario del Creador, un
restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido, el desconcierto y
la"corrupción", como consecuencia del pecado.
Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la "creación nueva" y están, pues, vinculados al orden de la
salvación. Son "signos" salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del
mundo sometido a la "corrupción" (Cfr. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de
la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden sotereológico
de la creación nueva (re) creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como "signos", dan
testimonio.
5. El orden soteriológico tiene su eje en la Encarnación; y también los "milagros-signos" de que hablan los
Evangelios, encuentran su fundamento en la realidad misma del Hombre/Dios.
Esta realidad (misterio abarca Y supera todos los acontecimientos)milagros en conexión con la misión
mesiánica de Cristo. Se puede decir que la Encarnación es el "milagro de los milagros", el "milagro" radical y
permanente del orden nuevo de la creación.
6. Si la Encarnación es el signo fundamental al que se refieren todos los "signos" que dan testimonio a los
discípulos y a la humanidad de que "ha llegado... el reino de Dios" (Cfr. Lc 11, 20), hay también un signo
último y definitivo, al que alude Jesús, haciendo referencia al Profeta Jonás: "Porque, como estuvo Jonás en
el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el
corazón de a tierra" (Mt 12, 40): es el "signo" de la resurrección.
Jesús prepara a los los Apóstoles para este "signo" definitivo, pero lo hace gradualmente y con tacto,
recomendándoles discreción "hasta cierto tiempo". Una alusión particularmente clara tiene lugar después de
la transfiguración en el monte: "Bajando del monte, les prohibió contar a nadie lo que habían visto hasta
que el Hijo del hombre resucitase de entre los muertos" (Mc 9, 9).
Podemos preguntarnos el por qué de esta gradualidad. Se puede responder que Jesús sabía bien cómo se
habrían de complicar las cosas si los Apóstoles y los demás discípulos hubiesen comenzado a discutir sobre la
resurrección, para cuya comprensión no estaban suficientemente preparados, como se desprende del
comentario que el evangelista mismo hace a continuación: "Guardaron aquella orden, y se preguntaban que
era aquello de ¡cuando resucitase de entre los os muertos!" (Mc 9, 10).
Además, se puede decir que la resurrección de entre los muertos, aun anunciada una y otra vez, estaba en la
cima de aquella especie de "secreto mesiánico" que Jesús quiso mantener a lo largo de todo el desarrollo de
su vida y de su misión, hasta el momento del cumplimiento y de la revelación finales, que tuvieron lugar
precisamente con el "milagro de los milagros", la Resurrección, que, según San Pablo, es el fundamento de
nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15, 12-19).
La vida de los santos, la historia de la Iglesia, y, en particular, los procesos practicados para las causas de
canonización de los Siervos de Dios, constituyen una documentación que, sometida al examen, incluso al más
severo, de la crítica histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del poder de lo "alto" que obra
en el orden de la naturaleza y la supera.
Se trata de "signos" milagrosos realizados desde los tiempos de los Apóstoles hasta hoy, cuyo fin esencial es
hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino de Dios. Así, mediante tales "signos", se confirma en
los distintos tiempos y en las circunstancias más diversas la verdad del Evangelio y se demuestra el poder
salvífico de Cristo que no cesa de llamar a los hombres (mediante la Iglesia) al camino de la fe.
Este poder salvífico del Dios/Hombre, se manifiesta también cuando los "milagros/signos" se realizan por
intercesión de los hombres, de los santos, de los devotos, así como el primer "signo" en Caná de Galilea se
realizó por la intercesión de la Madre de Cristo.
Jesús es verdadero hombre
Es el misterio central de nuestra fe: un hombre insólito y extraordinario, pero siempre y sólo un hombre.
Introducción
1. Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre: es el misterio central de nuestra fe y es también la verdad-
clave de nuestras catequesis cristológicas. Esta mañana nos proponemos buscar el testimonio de esta verdad
en la Sagrada Escritura, especialmente en los Evangelios y en la tradición cristiana.
Hemos visto ya que en los Evangelio Jesucristo se presenta y se da a conocer como Dios-Hijo, especialmente
cuando declara: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30), cuando se atribuye a Sí mismo el nombre de
Dios "Yo soy" (Cfr. Jn 8, 58), y los atributos divinos; cuando afirma que le "ha sido dado todo poder en el cielo
y en la tierra" (Mt 28, 18): el poder del juicio final sobre todos los hombres y el poder sobre la ley (Mt 5, 22.
28. 32. 34. 39. 44) que tiene su origen y su fuerza en Dios, por último el poder de perdonar los pecados (Cfr.
Jn 20, 22)23), porque aun habiendo recibido del Padre el poder de pronunciar el "juicio" final sobre el mundo
(Cfr. Jn 5, 22), Él viene al mundo "a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 10).
Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza "milagros", es decir, "signos" que testimonian
que junto con Él ha venido al mundo el reino de Dios.
2. Pero este Jesús que, a través de todo lo que "hace y enseña", da testimonio de Sí como Hijo de Dios, a la
vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre. Todo el Nuevo Testamento y en
especial los Evangelios atestiguan de modo inequívoco esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento
clarísimo y que los Apóstoles y Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún género de duda. Por
tanto, debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y a comentar al menos en un breve bosquejo los datos
evangélicos sobre esta verdad, siempre en conexión con cuanto hemos dicho anteriormente sobre Cristo
como verdadero Dios.
Este modo de aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy indispensable, dada la tendencia tan
difundida a ver y a presentar a Jesús sólo como hombre: un hombre insólito y extraordinario, pero siempre y
sólo un hombre. Esta tendencia característica de los tiempos modernos es en cierto modo antitética a la que
se manifestó bajo formas diversas en los primeros siglos del cristianismo y que tomó el nombre de
"docetismo". Según los "docetas", Jesucristo era un hombre "aparente", es decir, tenia la apariencia de un
hombre, pero en realidad era solamente Dios.
Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa y proclama firmemente la verdad sobre Cristo como
Dios-hombre, verdadero Dios y verdadero Hombre; una sola Persona (la divina del Verbo) subsistente en dos
naturalezas, la divina y la humana, como enseña el catecismo. Es un profundo misterio de nuestra fe, pero
encierra en sí muchas luces.
3. Los testimonios bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y claros. Queremos
reagruparlos ahora para explicarlos después en las próximas catequesis.
El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación: ´Et incarnatus est´, profesamos en el Credo. Más
distintamente se expresa esta verdad en e el prólogo del Evangelio de Juan: "Y el Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). Carne (en griego ´sarx´) significa el hombre en concreto, que comprende la
corporeidad y, por tanto, la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad (´Toda carne es hierba
´, leemos en el libro de Isaías 40, 6). Jesucristo es hombre en este significado de la palabra "carne". Esta
carne (y por tanto la naturaleza humana) la ha recibido Jesús de su Madre, María, la Virgen de Nazaret. Si
San Ignacio de Antioquía llama a Jesús "sarcóforos" (Ad Smirn., 5), con esta palabra indica claramente su
nacimiento humano de una mujer, que le ha dado la "carne humana". San Pablo había dicho ya que "envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Gal 4, 4).
4. El Evangelista Lucas habla de este nacimiento de una mujer cuando describe los acontecimientos de la
noche de Belén: "Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito y le envolvió
en pañales y lo acostó en un pesebre" (Lc 2, 6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que el octavo día
después del nacimiento, el Niño fue sometido a la circuncisión ritual y "le dieron el nombre de Jesús (Lc 2,
21). El día cuadragésimo fue ofrecido como ´primogénito´ en el templo jerosolimitano según la ley de
Moisés" (Cfr. Lc 2, 22-24). Y, como cualquier otro niño, también este "Niño crecía y se fortalecía lleno de
sabiduría" (Lc 2, 40). "Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).
5. Veámoslo de adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios. Como verdadero hombre,
hombre de carne (sarx), Jesús experimentó el cansancio, el hambre y la sed. Leemos: "Y habiendo ayunado
cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre" (Mt 4, 2). Y en otro lugar: "Jesús, fatigado del camino,
se sentó sin más junto a la fuente... Llega una mujer de Samaria a sacar agua y Jesús le dice: dame de
beber" (Jn 4, 6).
Jesús tiene, pues, un cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un cuerpo mortal. Un cuerpo que al final
sufre las torturas del martirio mediante la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la crucifixión.
Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero de la cruz, Jesús pronuncia aquel su "Tengo sed" (Jn
19, 28), en el cual está contenida una última, dolorosa y conmovedora expresión de la verdad de su
humanidad.
6. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús en el Gólgota, sólo un verdadero hombre ha
podido morir como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la constataron muchos testigos oculares, no
sólo amigos y discípulos, sino, como leemos en el Evangelio de San Juan, los mismos soldados que "llegando,
a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas sino que uno de los soldados le atravesó con
su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 33-34).
"Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado":
con estas palabras del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia profesa la verdad del nacimiento y de la muerte de
Jesús. La verdad de la Resurrección se atestigua inmediatamente después con las palabras: "al tercer día
resucitó de entre los muertos".
7. La resurrección confirma de un modo nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo para nacer en el
tiempo "se hizo carne", cuando, resucito volvió a tomar el propio cuerpo de hombre. Sólo un verdadero
hombre ha podido sufrir y morir en la cruz, sólo un verdadero hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere
decir volver a la vida en el cuerpo.
Este cuerpo puede ser transformado, dotado de nuevas cualidades y potencias, y al final incluso glorificado
(como en a ascensión de Cristo y en la futura resurrección de los muertos), pero es cuerpo verdaderamente
humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en contacto con los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a
las cicatrices que quedaron después de la crucifixión y El no sólo habla y se entretiene con ellos, sino que
incluso acepta su comida: "Le dieron un trozo de pez asado y tomándolo comió delante de ellos" (Lc 24, 42-
43). Al final Cristo con este cuerpo resucitado y ya glorificado pero siempre cuerpo de verdadero hombre
asciende al cielo para sentarse "a la derecha del Padre".
8. Por tanto verdadero Dios y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un "fantasma" (homo
phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles y el grupo de creyentes que constituyó la
Iglesia de los comienzos. Así nos hablaron en su testimonio.
Notamos desde ahora que así las cosas no existe en Cristo una antinomia entre lo que es "divino" y lo que es
"humano". Si el hombre desde el comienzo ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1, 27; 5,
1), y por tanto lo que es humano puede manifestar también lo que es divino", mucho más ha podido ocurrir
esto en Cristo. Él reveló su divinidad mediante la humanidad, mediante una vida auténticamente humana.
Su "humanidad" sirvió para revelar su "divinidad": su Persona de Verbo-Hijo.
Al mismo tiempo Él como Dios-Hijo no era, por ello, menos hombre. Para revelarse como Dios no estaba
obligado a ser "menos" hombre. Más aún: por este hecho Él era "plenamente" hombre, o sea en a asunción de
la naturaleza humana en unidad con la Persona divina del Verbo, El realizaba en plenitud la perfección
humana.
Se anonadó a sí mismo
Siendo de condición divina, Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y a la muerte.
1. "Aquí tenéis al hombre" (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que
pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias, después de haberlo hecho
flagelar y antes de pronunciar la condena definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de
espinas, vestido con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano ya a la
muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
"Aquí tenéis al hombre. Esta expresión encierra en cierto sentido toda la verdad sobre Cristo verdadero
hombre: sobre Aquel que se ha hecho "en todo semejante a nosotros excepto en el pecado"; sobre Aquel que
"se ha unido en cierto modo con todo hombre" (Cfr. Gaudium et Spes, 22). Lo llamaron "amigo de publicanos
y pecadores". Y justamente como víctima por el pecado se hace solidario con todos, incluso con los
"pecadores", hasta la muerte de cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, resalta un último
aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente ala luz del misterio de su
"despojamiento" (Kenosis). Según San Pablo, El, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a !os
hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz" (Flp 2, 6-8).
2. El texto paulino de la Carta a los Filipenses nos introduce en el misterio de la "Kenosis" de Cristo. Para
expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra "se despojó", y ésta se refiere sobre todo a la
realidad de la Encarnación: "la Palabra se hizo carne" (Jn 1,11). Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la
humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre Cristo-hombre debe
considerarse siempre en relación a Dios-Hijo.
Precisamente esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. "Se despojó de sí mismo" no significa
en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡Sería un absurdo! Por el contrario significa, como se expresa de modo
perspicaz el Apóstol, que "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", sino que "siendo de condición divina"
(´in forma Dei") (como verdadero Dios-Hijo), Él asumió una naturaleza humana privada de gloria, sometida al
sufrimiento y a la muerte, en la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
3. En este contexto, el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se extendió
incluso a los "privilegios", que Él habría podido gozar como hombre. Efectivamente, asumió "la condición de
siervo". No quiso pertenecer a las categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues "el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Mc 10, 45).
4. De hecho vemos en los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo con el
sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del nacimiento, cuando el Evangelista Lucas
hace notar que "no tenían sitio (María y José) en el alojamiento" y que Jesús fue dado a luz en un establo y
acostado en un pesebre (Cfr. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los primeros meses de su vida
experimentó la suerte del prófugo (Cfr. Mt 2, 13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en
condiciones extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (Cfr. Mt 13, 55), y en
el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (Cfr. Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una
extrema pobreza siguió acompañándolo, como atestigua de algún modo él mismo refiriéndose a la
precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de evangelización. "Las zorras tienen
guaridas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Lc. 9, 58).
5. La misión mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a pesar de los
"signos" que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido por los que ejercían el poder y tenían
influencia sobre el pueblo. Por último, fue acusado, condenado y crucificado: la mas infamante de todas las
clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de extrema gravedad, a los que no
eran ciudadanos romanos y a los esclavos. También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió,
literalmente, la "condición de siervo" (Flp 2, 7).
6. Con este "despojamiento de sí mismo", que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero
hombre, podernos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se restablece y se "repara".
Efectivamente, cuando leemos que el Hijo "no retuvo ávidamente el ser igual a Dios", no podemos dejar de
percibir en estas palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y la mujer
cedieron "en el principio": "seréis como dioses, conocedores del bien y del mal" (Gen 3, 5). El hombre había
caído en la tentación para ser "igual a Dios", aunque era sólo una criatura. Aquel que es Dios-Hijo, "no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios", y al hacerse hombre se despojó de sí mismo, rehabilitando con esta opción a
todo hombre, por pobre y despojado que sea. en su dignidad originaria.
7. Pero para expresar este misterio de la "Kenosis", de Cristo, San Pablo utiliza también otra palabra: "se
humilló a sí mismo". Esta palabra la inserta él en el contexto de la realidad de la redención. Efectivamente,
escribe que Jesucristo "se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8). Aquí
se describe la "Kenosis" de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el punto de vista humano es la dimensión
del despojamiento mediante la pasión y la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención
que realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció voluntariamente por amor al
Padre y a los hombres a los que tenia que salvar. En ese: momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria
de Dios en la historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el texto paulino dice:
"Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre, que está sobre todo nombre" (Flp 2, 9).
8. He aquí cómo comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: "Esta expresión le exaltó no
pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo: en efecto, este último ha sido y será
siempre igual a Dios. Por el contrario, quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas
palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación del Verbo para que apareciese claro que
términos como humillado y exaltado se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo
que es humilde es susceptible de ser ensalzado" (Atanasio. Adversus Arianos Oratio 1, 41).
Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana (toda la humanidad) humillada en la condición
penosa a la que la redujo el pecado, halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
9. No podemos terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente habló de sí mismo
como del "Hijo del hombre" (por ejemplo, Mc 2, 10.28; 14, 67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn
1, 51; 8.28; 13, 31, etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces, podía
indicar también que Él es verdadero hombre como todos los demás seres humanos y, sin duda, contiene la
referencia a su real humanidad.
Sin embargo, el significado estrictamente bíblico, también en este caso, se debe establecer teniendo en
cuenta el contexto histórico resultante de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de
Daniel que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (Cfr. Dn 7, 13)14). "Hijo del hombre" en
este contexto no significa sólo un hombre común perteneciente al género humano, sino que se refiere a un
personaje que recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los tiempos
históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula está, por tanto, cargada de un sentido
pleno que abarca lo divino y lo humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace
comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice con fuerza: "a partir de ahora
veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Padre y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26, 64). En el
Hijo del hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos hallamos nuevamente ante
el único Hombre/Dios, verdadero Hombre y verdadero Dios. La catequesis nos lleva continuamente a Él para
creamos y, creyendo, oremos y adoremos.
1. Jesucristo, verdadero hombre, es "semejante a nosotros en todo excepto en el pecado". Este ha sido el
tema de la catequesis precedente. El pecado está esencialmente excluido de Aquel que, siendo verdadero
hombre, es también verdadero Dios (´verus homo´, pero no ´merus homo´).
Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión testimonian la verdad de su absoluta
impecabilidad. El mismo lanzó el reto: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8, 46). Hombre "sin
pecado", Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra el pecado,
comenzando por Satanás, que es el "padre de la mentira", en la historia del hombre "desde el principio" (Cfr.
Jn 8, 44). Esta lucha queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el momento de la
tentación (Cfr. Mc 1, 13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), y alcanza su culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha
que, finalmente, termina con la victoria.
2. Esta lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los
hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los
ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.
3. Bajo este aspecto es importante la "comparación" que hace Jesús entre su persona misma y Juan el
Bautista. Dice Jesús: "porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen: Está poseído del demonio. Vino el
Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y
pecadores" (Mt 11, 18-19).
Es evidente el carácter "polémico" de estas palabras contra los que antes criticaban a Juan el Bautista,
profeta solitario y asceta severo que vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican a después a Jesús
porque se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente, a la luz de estas
palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse Jesús hacia los pecadores.
4. Lo acusaban de "ser amigo de publicanos (es decir, los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados
y considerados no observantes: cfr. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y pecadores". Jesús no rechaza radicalmente este
juicio, cuya verdad (aun excluida toda connivencia y toda reticencia) aparece confirmada en muchos
episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio referente al jefe de los publicanos de
Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: Zaqueo, baja pronto (Zaqueo, siendo de
pequeña estatura estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara) porque hoy me
hospedaré en tu casa". Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría. y ofreció a Jesús la hospitalidad de su
propia a casa, oyó que Jesús le decía: "Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de
Abrahán; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Cfr. Lc 19, 1-10). De
este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo
por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.
5. Un acontecimiento parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es tanto más
significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto "sentado al mostrador de los impuestos", fue
llamado para ser uno de los Apóstoles: "Sígueme", le dijo Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre
aparece en la lista de los doce como Mateo y sabernos que es el autor de uno de los Evangelios. El
Evangelista Marcos dice que Jesús "estaba sentado a la mesa en casa de éste" y que "muchos publicanos y
pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos" (Cfr. Mc 2, 13)15). También en este caso "los
escribas de la secta de los fariseos" presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: "No tienen
necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores"
(Mc 2, 17).
6. Sentarse a la mesa con otros (incluidos ´los publicanos y los pecadores´) es un modo de ser humano, que
se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica. Efectivamente, una de las primeras ocasiones
en que Él manifestó su poder mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió
acompañado de su Madre y de sus discípulos (Cfr. Jn 2,1-12). Pero también más adelante Jesús solía aceptar
las invitaciones a la mesa no sólo de los "publicanos", sino también de los "fariseos", que eran sus adversarios
más encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: "Le invitó un fariseo a comer con él, y entrando en su
casa, se puso a la mesa" (Lc 7, 36).
7. Durante esta comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento de Jesús con
la pobre humanidad, formada por tantos y tantos "pecadores", despreciados y condenados por los que se
consideran "justos". He aquí que una mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los
presentes y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se entabla entonces un
coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual establece Jesús un vínculo esencial entre la
remisión de los pecados y el amor que se inspira en la fe: "...le son perdonados sus muchos pecados, porqué
amó mucho Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, ¡vete en paz!" (Cfr. Lc 7, 36-50).
8. No es el único caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de una mujer
"sorprendida en adulterio" (Cfr. Jn 8, 1-11). También este acontecimiento (como el anterior) explica en qué
sentido era Jesús "amigo de publicanos y de pecadores". Dijo a la mujer: "Vete y no peques más" (Jn 8, 11).
Él, que era semejante a nosotros en todo excepto en el pecado se mostró cercano a los pecadores y
pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente
"nueva" respecto del rigor con que trataban a los "pecadores" los que los juzgaban sobre la base de la Ley
antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad
profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (Cfr. Gen 1,
27; 5, 1).
9. ¿En qué consiste esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios mismo. El Hijo
de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno
como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la
expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que.
Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es reconfirmado aquí de una manera del todo
particular Él que ama desea compartirlo todo con el ama. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace
hombre. De Él había predicho Isaías: "Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias" (Mt
8,17; cf. Is 53, 4). De esta manera, Jesús comparte con cada hijo e hija del género humano la misma
condición existencial. Y en esto revela Él también la dignidad esencial del hombre de cada uno y de todos. Se
puede decir que la Encarnación es una "revalorización" inefable del hombre y de la humanidad.
10. Este "amor-solidaridad" sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del hombre en relación, sobre
todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino
estará "la entrega de su propia vida para rescate de muchos" (Cfr. Mc 10, 45): el sacrificio redentor de la
cruz. Pero, a lo largo del camino, que lleva a este sacrificio supremo, la vida entera de Jesús es una
manifestación multiforme de su solidaridad con el hombre, sintetizada en estas palabras: "EL Hijo del
Hombre no ha venido para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mc. 10, 45). Era
niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto a José de Nazaret, de la misma manera
como trabajan los demás hombres (Cfr. Laborem Exercens, 26). Era un hijo de Israel, participaba en la
cultura, tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a menudo acontece en la
vida de los hombres llamados a una determinada misión: la incomprensión e incluso la traición de uno de los
que Él había elegido como sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor (Cfr.
Jn 13, 21).
Y cuando se acercó el momento en que "debía dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28), se ofreció
voluntariamente a Sí mismo (Cfr. Jn 10, 18), consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. EL
gobernador romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra fuera de éstas:
"Ahí tenéis al hombre" (Jn 19, 5) Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible a
la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice todo sobre la realidad humana
de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado,
se ha hecho víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.
1. Jesucristo es verdadero hombre. Continuamos la catequesis anterior dedicada a este tema. Se trata de
una verdad fundamental de nuestra fe. Fe basada en la palabra de Cristo mismo, confirmada por el
testimonio de los Apóstoles y discípulos, trasmitida de generación en generación en la enseñanza de la
Iglesia: ´Credimus... Deum verum et hominem verum non phantasticum, sed unum et unicum Filium Dei´
(Concilio Lugdunense II: DS, 852) . Más recientemente, el Concilio Vaticano II ha recordado la misma doctrina
al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado
con todos y cada uno: "El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con
corazón de hombre. Nacido de la Virgen María se hizo verdaderamente uno de los nosotros. Semejante en
todo, a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22)
2. Ya en el marco de la catequesis precedente hemos intentado hacer ver esta "semejanza" de Cristo con "
nosotros", que se deriva del hecho de que El era verdadero hombre: "El Verbo se hizo carne", y "carne" (´sarx
´) indica precisamente el hombre en cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el
nacimiento "de una mujer" (Cfr. Gal. 4, 4). En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como cualquier hombre, ha
experimentado el cansancio, el hambre y la sed. Su cuerpo era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y
precisamente en esta carne (´sarx´), fue sometido El a torturas terribles, para ser finalmente, crucificado:
"Fue crucificado, murió y fue sepultado".
El texto conciliar citado más arriba, completa todavía esta imagen cuando dice "Trabajó con manos de,
hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre"
(Gaudium et Spes, 22).
3. Prestemos hoy un atención particular a esta última afirmación, que nos hace entrar en el mundo interior
de la vida psicológica de Jesús. El experimentaba verdaderamente los sentimientos humanos: la alegría, la
tristeza, la indignación, a admiración, el amor. Leemos, por ejemplo, que Jesús "se sintió inundado de gozo
en el Espíritu Santo" (Lc 10, 21); que lloró sobre Jerusalén: "Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al
menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya! (Lc 9, 41-42), lloró también después de la muerte de
su amigo Lázaro: "Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que venían con ella, se
conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús" (Jn
11, 33-35).
4. Los sentimientos de tristeza alcanzan en Jesús una intensidad particular en el momento de Getsemaní.
Leemos: "Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan comenzó a sentir temor y angustia, y les decía:
Triste está mi alma hasta la muerte" (Mc 14, 33-34; cfr. también Mt 26, 37). En Lucas leemos: "Lleno de
angustia, oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc 22,
44). Un hecho de orden psico-físico que atestigua, a su vez, la realidad humana de Jesús.
5. Leemos, asimismo, episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a Él, para que lo cure, un
hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús. en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: "¿Es,
lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla?, y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada
airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y fuele
restituida la mano" (Mc 3,5).
La misma indignación vemos en el episodio de los vendedores arrojados del templo. Escribe Mateo que
"arrojo de allí a cuantos vendían y compraban n él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los
vendedores de palomas, diciéndoles: escrito está: Mi casa será llamada Casa de oración pero vosotros la
habéis convertido en cueva de ladrones" (Mt 21, 12-13; cfr. Mc 11,15).
6. En otros lugares leemos que Jesús "se admira´: ´Se admiraba de su incredulidad!" (Mc 6, 6). Muestra
también admiración cuando dice: "Mirad los lirios como crecen... ni Salomón en toda su gloria se vistió como
uno de ellos" (Lc 12, 27). Admira también la fe de la mujer cananea: "Mujer, ¡qué grande es tu fe!" (Mt 15,
28).
7. Pero en los Evangelios resulta, sobre todo, que Jesús ha amado. Leemos que durante el coloquio con el
joven que vino a preguntarle qué tenía que hacer para entrar en el reino de los cielos, "Jesús poniendo en él
los ojos, lo amó" (Mc 10, 21 ). El Evangelista Juan escribe que "Jesús amaba a Marta y a su hermana y a
Lázaro" (Jn 11, 5), y se llama a sí mismo "el discípulo a quien Jesús amaba" (Jn 13, 23).
Jesús amaba a los niños: "Presentáronle unos niños para que los tocase...y abrazándolos, los bendijo
imponiéndoles las manos" (Mc 10, 13-16). Y cuando proclamó el mandamiento del amor, se refiere al amor
con el que Él mismo ha amado: Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15,
12).
8. La hora de la pasión, especialmente a agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el zenit del amor con
que Jesús, "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). "Nadie
tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13).Contemporáneamente, éste es
también el zenit de la tristeza y del abandono que Él ha experimentado en su vida terrena. Una expresión
penetrante de este abandono, permanecerán por siempre aquellas palabras: "Eloí, Eloí, lama sabachtani?...
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34). Son palabras que Jesús toma del Salmo 22
(22, 2) y con ellas expresaba el desgarro supremo de su alma y de su cuerpo, incluso la sensación misteriosa
de un abandono momentáneo por parte de Dios. ¡El clavo más dramático y lacerante de toda la pasión!
9. Así, pues, Jesús se ha hecho verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de siervo,
como proclama la Carta a los Filipenses(Cfr. 2, 7). Pero la Epístola a los Hebreos, al hablar de Él como
"Pontífice de los bienes futuros" (Heb 9, 11), confirma v precisa que "no es nuestro Pontífice tal que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado" (Heb
4, 15). Verdaderamente "no había conocido el pecado, aunque San Pablo dirá que Dios, "a quien no conoció
el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21 ).
El mismo Jesús pudo lanzar el desafío: "¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?" (Jn 8, 46). Y he aquí la fe
de la Iglesia: ´Sine peccato conceptus, natus et mortuus´. Lo proclama en armonía con toda la Tradición el
Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): Jesús "fue concebido, nació y murió sin mancha de
pecado". El es el hombre verdaderamente justo y santo.
10. Repetimos con el Nuevo Testamento, con el Símbolo y con el Concilio: "Jesucristo se ha hecho
verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado" (Cfr Heb 4, 15). Y
precisamente, gracias a una semejanza tal: "Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et Spes 22).
Se puede decir que, mediante esta constatación, el Concilio Vaticano II da respuesta, una vez más, a la
pregunta fundamental que lleva por titulo el celebre tratado de San Anselmo: Cur Deus homo? Es una
pregunta del intelecto que ahonda en el misterio del Dios/Hijo, el cual se hace verdadero hombre "por
nosotros, los hombres, y por nuestra salvación", como profesamos en el Símbolo de fe niceno-
constantinopolitano. Cristo manifiesta "plenamente" el hombre al propio hombre por el hecho de que El "no
había conocido el pecado". Puesto que el pecado no es de ninguna manera un enriquecimiento del hombre.
Todo lo contrario: lo deprecia, lo disminuye, lo priva de la plenitud que le es propia (Cfr. Gaudium et Spes,
13). La recuperación, la salvación del hombre caído es la respuesta fundamental a la pregunta sobre el por
qué de la Encarnación.