Amor Por El Bosque

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Amor Por El Bosque

Había una vez un bosque, lleno de trastos viejos y florecillas nuevas, entre los
que, inconscientemente alegres, corrían, volaban, saltaban o, simplemente,
transitaban sus habitantes naturales: gorriones, vaquitas de san Antonio, mulitas,
zorrinos, liebres, perdices, ranas, cotorras, picaflores, etcétera.
Las relaciones zoociológicas eran relativamente buenas. Después de cada lluvia
los hongos nacían como hongos, y eso daba abundante motivo a los cantos,
graznidos, cotorreos, mugidos, rebuznos y otros medios de comunicación de
masas.
Las flores eran vulgares y silvestres, pero por lo menos nadie las pisoteaba. Con
su samba de una sola nota las insistentes ranas llenaban la noche. Eran
verdaderamente llenadoras. En época de relativa escasez, los animales mayores
corrían la liebre; pero cuando la escasez era más grave hasta las liebres corrían la
liebre. Sin embargo, y pese a todas las dificultades de la vida salvaje, aquel era un
bosque feliz.
Naturalmente había objeciones contra la tozudez de las mulitas, la difamación de
las cotorras o la ronca sapiencia de los sapos; pero después de todo un picaflor
tenía casi los mismos derechos que un yacaré, la única diferencia estaba en la
dentadura. Todos estaban autorizados a ver el cielo, que aparecía entre las altas
ramas y, cuando las calandrias cantaban el himno del bosque, los pinos se
quitaban respetuosamente las copas y todos los árboles lo escuchaban de pie.
Por supuesto, un bosque es un conjunto de árboles y de matas, pero en él todo
marcha mucho mejor cuando se arbola que cuando se mata. Esto no pareció
importarle demasiado a un señorito ceñudo y sañudo que apareció en el bosque
una mañana gris. De entrada, miró con resentimiento a arbustos y alimañas.
Como anticipo, pisoteó un escarabajo y le arrancó lentamente las alas a una
mariposa. Al día siguiente vino con otros hombres igualmente ceñudos y sañudos,
acompañados de extraños instrumentos, herramientas y maquinarias.
Durante dos o tres semanas, indiferente a las más hondas aspiraciones de la flora
y de la fauna, taló y taló. No dejó un solo árbol en pie. Los animales y animalitos
que, por algún azar, lograron sobrevivir a la hecatombe, pasado el estupor inicial
huyeron despavoridos.
Por fin, el hombrecito hizo cargar todos los troncos en enormes caminos. Sólo una
tortuga quedó, por razones que ustedes podrán imaginar, para presenciar esta
última operación. Por lo tanto, fue ella el único testigo de un extraño gesto: el
hombrecito desenrolló un gran cartel y lo colocó en el primero de los camiones.
Como la tortuga era analfabeta no pudo enterarse del texto del letrero, que decía:
“Yo quiero a mi bosque, ¿Y usted?”

Compositor: Mario Benedetti

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