HijosDelPueblo Web
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ISBN 978-956-9261-14-5
ISBN: 978-956-9261-14-5
Editorial Eleuterio
Web: http://eleuterio.grupogomezrojas.org
Contacto: [email protected]
Santiago de Chile
L
a vida de Carlos Rodolfo González Pacheco
(Tandil, Provincia de Buenos Aires, 1882-1949)
fue en sí misma una respuesta a las grandes
preguntas que se formuló toda una época. Desde
la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras
décadas del XX, las sociedades de todo el mundo
que se habían industrializado comenzaron a entregar
los frutos de la revolucionaria transformación de
sus condiciones de vida: una terrible indiferencia
a la salud y a la dignidad de una inmensa clase de
trabajadores, que sórdidamente se aglomeraba en
los nacientes suburbios que las ciudades les ofrecían
para habitar. Aplastados por el peso de los nuevos
mecanismos industriales de producción, la vida de
muchos individuos se empobreció al ser encadenada
al frío ritmo de las máquinas. Por el contrario, al lado
de esta degradación social, las riquezas y los patri-
monios de los propietarios capitalistas, responsables
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de imponer esas condiciones de trabajo y de vida,
aumentaban exorbitantemente, en una época en la
que ya habían hecho de la totalidad del mundo un
enorme yacimiento de oro. Se conformó entonces
una sociedad sustentada por una brutal explotación
hacia muchos trabajadores, quienes, frente a la ins-
titucionalización económica y política de toda esa
miseria, impulsaron agudos cuestionamientos a la
forma social que la generaba y justificaba, naciendo
así los movimientos obreros revolucionarios del siglo
XIX, cuyo norte los orientaba hacia una concepción
del ser humano más digna, liberado de las ataduras
con que empresarios y gobernantes dominan su vida.
Es la intensidad de esta enorme lucha, librada en
medio de convulsiones de un escenario mundial, lo
que motiva a González Pacheco, siendo muy joven, a
ingresar a la prensa anarquista argentina de la primera
década del siglo XX. En medio de una generación
todavía ajena al desastre moral que significó el horror
de las dos “Guerras Mundiales”, su norte fue la espe-
ranza en la revolución misma e hizo de su palabra
un instrumento de lucha, fraguando la totalidad de
su vida al calor de las ideas ácratas y trabajando para
darles expresión en medio de las agitaciones de su
tiempo: “en la hora de la liquidación de un mundo
y eclosión de otro”, como el mismo llegó a escribir.
Y su vida y obra, completamente indisociables,
fueron enriquecedoras. Se destacó sobresalientemente
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como orador y escritor, colaborando en la producción
de múltiples periódicos anarquistas. Junto a Teodoro
Antillí, su grandioso y entrañable amigo, publicaron
casi una decena de periódicos entre 1906 y 1922, de
los que se destacaron por su gran cantidad de números
La obra, El Libertario y La Antorcha. Por medio de
esta labor establecieron diálogos con otros relevantes
escritores anarquistas de América Latina, como el
mismo Rafael Barrett, cuya imagen ya influenciaba
hondamente las ideas de los libertarios de aquella
época, siendo muy admirado por González Pacheco
como “un señor de la idea y del arte. Señor del coraje
alegre y de la voladora esperanza”.
En su trabajo periodístico, González Pacheco
entregaba breves textos literarios de carácter moral,
entre los que se cuentan sus famosos Carteles, como
también críticas y apologías a la contingencia polí-
tica de aquellos días. Ejemplo de esto último fue su
manifiesto en defensa de Kurt Wilckens, el célebre
vindicador alemán de la “Patagonia trágica”, llegando
por ello a ser condenado a prisión. En medio de las
agitaciones de esos años, incluso fue deportado al
austral penal de Ushuaia, conocida como la “Siberia
de América Latina”, en relación a la malograda pri-
sión rusa.
Esta lucha permanente por darle forma concreta a
la revolución se tradujo en su participación activa en
algunos de los grandes movimientos revolucionarios
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de aquella época, embarcándose a México en el 1911
y a Europa durante la Revolución Social de España.
González Pacheco entendía con claridad que el rol de
escritor no le excluía de poder obrar y transformar
activamente su entorno; un artista contemplando al
mundo desde una fría torre de marfil será sus ojos
objeto de sátira y a él se le opondrá la idea de la
necesidad de que todo individuo, sin distinción, está
llamado a obrar por la fundamentalmente común
conquista revolucionaria. Este es precisamente
uno de los tópicos de una importante conferencia
titulada El sentido de la cultura: “La Mistral, de
cuya obra yo soy devoto, por la descarnada raíz de
dolor indígena con que la trenza y la tiñe, ha dicho
que América está esperando su Dostoyevsky. Ella
ve sólo el ángulo literario de este asunto. Lo que el
hombre de la tierra espera – indio, gaucho o gringo
– no es quien escudriñe su alma, sino quien, con
puños de hierro y orientación libertaria, lo alce de
su esclavitud y lo lance a la pelea. No un literato,
sino un revolucionario”.
Gabriela Mistral también había conocido el
obrar revolucionario, viajando a través de inhóspi-
tos pueblos de México como misionera educativa,
habiendo sido solicitada por el mismo gobierno
mexicano para que plasmase sus pensamientos en
la importante reforma educativa que allí se llevó a
cabo en la década del veinte.
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Alentado por el mismo afán de conducir más lejos
sus pensamientos, González Pacheco visitó varios
países de Latinoamérica, incluyendo Chile en más
de una ocasión. En sus giras otorgaba conferencias
donde, según González Vera, sobresalía su gran
capacidad oratoria. De la sociedad chilena hará
un agudo análisis crítico contenido en uno de sus
carteles de viaje; le llamará la atención cómo gana
espacio la vacua remolienda de un pueblo entregado
al alcohol, advirtiendo al mismo tiempo el origen
de esto: “Lo que hay es que, tallo abajo todo placer
es dolor, toda llamarada es sombra y toda corola es
fango: En el fondo de las copas y en el nacimiento de
la vida no hay más que amarguras y desgarrones ¡El
pueblo de Chile es triste porque se divierte mucho,
tanto!...” . A sus ojos, nuestro pueblo develaba tintes
de desencanto y cansancio, tal vez por interminables
décadas de trabajo extenuado y brutal discriminación.
Esta necesidad de crítica y análisis tenía como
origen la búsqueda de contribuir a la comprensión
de la sensibilidad misma de la sociedad. Por ello, la
cultura, aquello que debía cultivar como sociedad
el ser humano, no significaba para él en ningún
caso instrucción o conocimiento, sino ante todo
conciencia y sensibilidad. Aplicando el mismo
concepto altruista que Rafael Barrett, González
Pacheco afirma que es precisamente la sociedad la
que le da valor y sentido a su obra: “Nada, al fin, es
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para uno. Y no existe el creador que se nutra de sí
mismo ni del orgullo de su obra. Ha de sacar a la
calle sus creaciones, y de lo que allí susciten extraerá
el pan de su vida; su real salario”.
Aquí hemos llegado al fin a la fuente de donde
brotaban todas sus fuerzas artísticas y revoluciona-
rias, el origen de la solidaridad contra toda injusticia,
que fue el sentido de su lucha y de su vida misma:
el sencillo y elemental sentimiento de amor al ser
humano, de “simpatía a la vida” de todos y todas.
De aquí nacen sus convicciones anarquistas, y que,
en la búsqueda por darles una plataforma cada vez
más amplia para su difusión, logró llevar al escena-
rio en numerosas representaciones de teatro, arte
social por excelencia, que le valen de gran estima
en la dramaturgia argentina de la primera mitad del
siglo pasado. Quince piezas en total conforman su
producción, iniciándose en 1916 con el estreno de
Las víboras, un boceto dramático de un acto, que lo
sitúa en la trayectoria del también anarquista, dra-
maturgo y periodista uruguayo Florencio Sánchez.
En aquella época el teatro todavía era un importante
centro de expresión de ideas, que se podía vincular
con profundidad al sentir común de la gente, pues
para acercarse a él evidentemente no se necesita leer
ni estar instruido, sólo presenciar y emocionarse.
Esta cercanía al sentir popular, unida a la precisión
de dramas cortos, de uno a tres actos, permitía una
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eficaz fluidez con los espectadores, los cuales, en su
mayoría trabajadores, le asignaron un importante
papel para la crítica y la exposición del sentir gene-
ral de la sociedad. La misma Federación Obrera de
Magallanes, durante aquellos años, dirigía también
sus directrices culturales por medio de su teatro lla-
mado Regeneración, y también con la impresión del
periódico El trabajo. Con todo, es esta labor como
dramaturgo y director teatral la que hace singular eco
durante la participación de González Pacheco en la
Revolución Social de España, al fundar en Barcelona
el año 1937 la famosa Compañía de Teatro del Pueblo.
El valor que González Pacheco le asignaba al teatro
queda reflejado con claridad en su propia actividad,
que fue ejercida casi ininterrumpidamente durante
toda su madurez, concluyendo sólo junto a su vida.
Entre sus obras, Hijos del pueblo, título tomado de
la canción original del mismo nombre, es quizás la
de mayor carácter militante. El drama en un acto
allí suscitado es en cierto sentido fabulesco, al ser
sus personajes casi completamente estereotipados.
Claudio, el protagonista, en la exaltación de sus sen-
timientos y en su vocación de militante anarquista,
refleja la fisonomía del mismo escritor enfrentado a
la contradicción de querer luchar y no poder hacerlo.
El dolor de la injusticia ya se ha esparcido por todas
partes. Sin embargo, frente a esta intolerable domi-
nación hacia los trabajadores, el drama se resuelve
15
con el decidido arrojo a la pugna revolucionaria,
enarbolando como consigna el canto de Hijos del
pueblo, como si nuestro autor afirmase que, sin
importar las inclemencias que el destino imponga
sobre los oprimidos, éstos están obligados a hacer
resurgir sus fuerzas para canalizarlas en contra de la
fatal sociedad que los atrofia y margina. La natura-
leza es generosa, y a cada ser que llega al mundo le
entrega las capacidades para disfrutar plenamente
de la vida, ¿por qué, entonces, unos han de tener
que sacrificarla para que sólo otros la desarrollen?
De esta elemental intuición brotaron las fuerzas
que fecundaron la vida de este militante libertario,
fuerzas que por su fertilidad la rebosaron para
entregarse a todo lo que está fuera de sí, tal como
las fuerzas que Antillí reclamaba cuando tan bella-
mente escribió:
“Mi fuerza es mi sonrisa, la lágrima que no detengo,
mi radiosa sensibilidad, amar con fuerza mi ideal,
derramar a torrentes la energía oculta que en mí
existe acumulada… ¡Mi fuerza es la de la tierra, no
la de las peñas! La misma lágrima tiene en mí una
raíz viril y engendra la rebeldía. En el dolor de un
anarquista no hay apocamiento: hay revolución.”
Josep Verdura
Grupo de Estudios José Domingo Gómez Rojas
noviembre de 2015, Santiago de Chile
16
Presentación
R.G.P.
Buenos Aires.
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HIJOS DEL PUEBLO
P e r s on a je s
María
Ramón
Mecha
Gabriel
Claudio
Vecina
Compañero
21
AC TO Ú N I C O
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Yo no sé. Usted sabe que las ideas son para ellos
más que todo. (Desesperada). ¡Más que el amor
también! ¿Qué voy a hacer yo, mamita?
María. — (Sorda de energía). ¡Luchar, resistir,
vencer! Y sobre todo, pensar en mí, en ti, en lo
que hemos padecido juntas. (Mecha ha echa-
do la cara en las manos; ella va y la acaricia).
¡Hijita mía! Ya tengo a mi hijo, a mi Claudio
para mí; que no vayas tú, ahora que él viene,
a írteme.
Mecha. — ¡Oh, no! Irme, no; ¡nunca!
María. — ¡Irte, sí! Si no luchas, si no vences, ten-
drás que irte tras él; seguirle de prisión en pri-
sión, de sombra en sombra…
Mecha. — (Aterrada). ¡Oh!
María. — Pero, lucharás, ¿verdad? ¡Y vencere-
mos! (Se oye un ruido de pasos en el zaguán y
luego un batir de manos). ¡Chist! ¡Chist!...
No atina a cómo hacer silencio. Mecha hace mutis por lat.
izq.; María cierra la puerta tras ella y va al foro a ver. Se
asoma hacia el zaguán, nerviosa.
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María. — ¿Cómo?... ¿Qué quiere decir?...
Compañero. — (Desde la puerta). Quiero decir
que yo también tengo madre, pues. (Riendo
francamente). Y que cuando estoy con ella,
tampoco estoy para nadie en casa. Ella, lo
mismo que usted, no quiere que el hijo de sus
entrañas sea también hijo del pueblo. Son to-
das iguales, ustedes. ¡Todas iguales!
María. — (Indignada). ¡Pero, si no está, le digo!
¿Qué quiere?...
Compañero. — Sí, sí; pero cuando esté, le dice
que vine yo, un compañero de los metalúr-
gicos, a buscarle. Que hay una asamblea del
gremio muy importante. Está aquí cerca del
local, a las dos cuadras… (Señala y va a irse,
cuando se precipita en la escena, casi lleván-
doselo por delante, Gabriel).
Gabriel. — (Tipo bohemio, sonámbulo, con mele-
na a toda orquesta). ¡Doña María! (Separa al
otro y toma la mano de la vieja entre las dos
suyas). ¡La felicito por el retorno de Claudio!
¿Dónde está?...
María. — (Con la vista en el Compañero). Salió,
Gabriel. Ha salido.
Gabriel. — ¡Ay, qué broma! Y yo que me pasé sin
dormir la noche, para cazarlo. ¿Adónde ha ido?
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Compañero. — ¿Deseaba mucho verlo?...
Gabriel. — (Volviéndose a él extrañado). ¡Claro
que sí!
Compañero. — Entonces, de aquí un momento
(mira a María), ¿verdad, señora?, váyase por
el local de los metalúrgicos. Allí estaremos.
Gabriel. — ¿Los metalúrgicos?... (Mira a los
dos). ¿Y qué tengo yo que hacer en los meta-
lúrgicos?... Le espero aquí.
María. — Allá no irá. (Con rabia). ¡Aquí es su
casa!
Gabriel. — ¡Claro!
Compañero. — (Imperturbable). Aquí está su co-
razón, con su viejecita, sí; pero sus compañe-
ros están allá. Como también los suyos. Vaya,
no más.
Gabriel. — ¿Mis compañeros?... ¡Pero, amigo!
¡Usted me está confundiendo!... ¿Por quién
me toma?... Yo…
Compañero. — (Se entra y lo encara, como si ser-
moneara a un chico). Usted… ¿qué?... ¿Usted
es artista, hace versos?... ¡Bueno! Y nosotros
los cantamos. Es con los versos de usted entre
los labios que vamos al porvenir. (Ríe a todo
trapo y le echa una mano, como una maza, al
hombro). ¡Recontra! No fue un herrero el que
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forjó a martillazos ese himno que hoy rueda
incendiando el mundo: “Hijos del pueblo, te
oprimen cadenas”… ¿No lo oyó nunca?
María. — (Mirando alarmada a la puerta de
Claudio). ¡Oh, por favor! ¡No grite!
Gabriel. — (Riendo, también, superior). Hijos
del pueblo, ¿eh?... ¡Pero eso no es arte, ni cer-
ca, amigo! Eso no es nada más que ruido para
echar gente a la calle. El arte es todo lo con-
trario; no tiene nada que hacer con la muche-
dumbre; necesita de su torre, su retiro… Mire
(sacando de su bolsillo un tomo), a propósito:
para probarle lo que es poesía pura…
María. — (Cada vez más alarmada). ¡Chist!
¡Cállese usted también! (Va a la puerta de
Claudio y escucha).
Compañero. — ¡Eh, no! No piense en leer. (Señala
a María). ¿No se da cuenta?... Estamos de
más los dos. Venga al local, si quiere. Hoy hay
asamblea del gremio; resolveremos si vamos,
o no, a tomar posesión de los talleres…
Gabriel. — ¿Y a mí qué?... ¿Qué tengo que hacer
yo allá?...
Compañero. — Allá va a ver que es más lindo
forjar el verso y cantarlo en medio de la tor-
menta; alzar la torre, no en el retiro, sino en-
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tre la tempestad, mientras el andamio cruje y
baila sobre el vacío, y el viento, como un com-
pañero loco, nos alborota las greñas y hace
chasquear nuestras blusas como banderas.
Venga al local… (Se va).
Gabriel. — ¡Oh, qué tipo! (A María). ¿Y quién
es éste?
María. — ¡Qué sé yo! Un compañero de Claudio.
Creí que no se iba más.
Gabriel. — ¡Ah, pero ésta la vamos a discutir!
Faltaría, ahora. (A María, convincente, inge-
nuo). Lo peor que no deja hablar; ¿lo vio?...
Se viene como si revoleara un martillo. ¡Ah,
pero yo lo sigo, lo alcanzo… (medio mutis) ¡Y
aunque me pegue!... (Se vuelve). Claudio duer-
me, ¿no?... Claro, estará cansado. Ya vuelvo,
doña María. (Sale diciendo). ¡Me va a enseñar
lo que es arte a mí!
María. — (Siguiéndolo). ¡No! Si no… (Gabriel
desaparece sin oírla; ella estalla). ¡Ha sali-
do Claudio; no está! (Se vuelve para pene-
trar lateral izquierda; al ir a abrir la puerta
se encuentra el diario en la mano). ¡Ah! (Se
maravilla como de un regalo). ¡Aquí hablan
de él!... (Va a la mesa, saca del delantal los
lentes, se los cala y empieza a leer).: “Claudio
Méndez”…
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Vecina. — (Por el foro). ¡Qué temprano la visi-
tan hoy, doña María! Bien se ve que él está en
casa…
María. — (Suelta el diario y le intercepta el paso).
¡No, no! ¡No está! ¡Mi hijo ha salido!
Vecina. — (Que ve salir a Claudio, lateral iz-
quierda). ¿Ha salido?... (Abre la boca para
protestar, pero vuelve a cerrarla en una bue-
na sonrisa de comprensión). Pero, si ahí está,
doña María. Ahí viene… (Vase riendo).
Claudio. — (Ve a su madre, la toma de los hom-
bros y le besa la cara). ¿Conque mintiendo, mi
vieja? ¿Engañando gente?...
32
si es “El libertario”! (Entusiasta). ¡Qué lindo
está; nutrido de doctrina; bien impreso! (Lo
recorre en sus cuatro paginitas; María lo ob-
serva inquieta). Me hubiera llamado, sí. ¿Y
qué dijo, qué quería?...
María. — ¿Gabriel?... Gabriel va a volverá
Claudio. — ¡No! (Exaltado). ¡Qué Gabriel! ¡El
otro; el compañero!
María. — (Medio mutis, lateral izquierda). Verte,
quería… y que fueras al local.
Claudio. — (Abandonando el periódico, para
sí). “El Libertario”… Aquí apareció el artículo
por el que me condenaron; aquí saludan mi
vuelta… Yo caí, pero otros siguieron… (A la
madre, que está en la puerta). Mamá: no debe
negarme a nadie. Eso está mal.
María. — (Sentida). Muy bien, hijito; no lo haré
más; perdóneme.
Claudio. — (Viéndola a punto de irse). ¡Eh, pero
no! ¡No se vaya! (Va a ella y la atrae). Cuando
digo que está mal…
María. — Sí, hijito, sí, está mal. No lo haré más.
(Desasiéndose de Claudio). Pero, también está
mal hacer creer a tu madre en una felicidad
que ya no esperaba…
33
Claudio. — ¡Hombre! ¡Vaya! No tome en drama
la cosa ¡Viejita linda! ¿Qué le dije anoche?...
¿Ya se olvidó?
María. — No me olvidé, no. Me dijiste que ibas a
dejar todo, ¡todo! Que serías mi hijo, mío; mío
nada más. Eso dijiste, Claudio. (Mirándole a
los ojos). Que dejarías las ideas, los diarios, los
compañeros: todo eso, en fin, que desde que
fuiste hombre, te arrancó a mis brazos (besán-
dolo), a mis besos.
Claudio. — ¡Ah, no, no! ¡Que dejaría las ideas,
no; eso no! ¡Que dejaría la lucha, sí; eso sí! Y
estoy resuelto a cumplirlo…
María. — (Desencantada). Pero, no dejarás nada,
nada… ¡Ya te veo! Con la sola noticia de que
vino un compañero, has cambiado hasta de
gestos. ¡Si te conoceré!
Claudio. — (Nervioso). ¡Pero, mamita, mami-
ta! Lo dicho, dicho está. No iré con ellos, no
escribiré más periódicos, no subiré a las tri-
bunas más. Pero recluirme, negarme, escon-
derme… ¡Eso es ridículo! ¿No comprende?...
María. — ¡Si te conoceré!
Claudio. — (Pasea sin oírla). ¡Mis compañe-
ros! Son mis hermanos, mis compañeros.
¡Pobrecitos! Enterados de mi vuelta del pre-
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sidio, vienen aquí a saludarme. A decirme
que mientras yo estuve preso, inmóvil entre
la nieve, ellos siguieron luchando, desparra-
mando la luz, peleando por la verdad. Vienen
a contarme sueños, ilusiones, aventuras, idea-
les. (Se vuelve a la madre y le toma la cara). Y
para este hijito suyo, tan débil y tan vencido,
eso es como para un niño un cuento de hadas.
(Implorante). Déjemelos…
María. — (Sacudiendo la cabeza). Sí, sí. Así has
empezado siempre. Después de cada prisión,
de cada fracaso, así has empezado siempre:
primero es el compañero, en seguida es la
asamblea, luego es la huelga… Y al final (sus-
pira), tú, a la cárcel; nosotras, al abandono;
tú, a sufrir, y yo… (Llorando mansamente).
¡Debieras tenerme lástima, hijito!...
Claudio. — (Consolándola). ¡Bueno, bueno! No
se ponga así; serénese, mamá. Créame esta
vez, una vez más, la última vez. Ya le he dicho
que esta resolución de dejarlo todo y vivir so-
lamente para usted, no es siquiera la voluntad
que me la dicta. Es el cansancio. Sí: tengo las
ideas cansadas, las alas entumecidas. Como si
hubiera cruzado una montaña de hielo bajo
una lluvia de nieve; ¿comprende?...
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María mueve la cabeza con resignación. Claudio la deja
y pasea monologando.
36
che de mucho frío, que me dormí de pie, en
penitencia, bajo la nieve, soñé que usted era
la Santa María; ¡no la virgen, eh!, la madre, la
que engendró al Cristo hombre, la proletaria.
La veía llorando, gimiendo por el calvario de
su hijo, con el corazón traspasado por los siete
puñales. Y yo… yo era como una tenaza, una
fuerte tenaza morena, que pasaba las rejas y
volaba, volaba abierta hacia usted a arrancarle,
una a una, las espinas de hierro: ¡le arrancaba
las penas!
María. — (Enternecida). ¡Cállate, hijito!
Claudio. — Sí, sí, me callo. Lo que se habla, no se
hace, generalmente. (Vuelve a su caja). Y aquí
hay que hacer; mucho que hacer. Estamos
de acuerdo, ¿no?... (Ella asiente con la cabe-
za). Ya verá qué cambio fundamental. Ponga
su pensamiento en su más hermoso sueño:
¡como me soñó, seré! ¡Esto es pensado, sen-
tido, resuelto! (Se yergue, sacude los brazos,
espanta a manotones su pasado). ¡A trabajar!
Mecha. — (Que ha oído la última exclamación
de Claudio, por lateral izquierda). Sí, sí, que
es tarde, mamá. Mi desayuno y me voy. (Cruza
a arreglarse frente al espejo).
María. — En seguida, hijita. (Se dispone a ir).
37
Claudio. — ¿Qué?... ¡No! ¡Yo, a trabajar! ¡Tú, te
quedas! (María se vuelve asombrada). ¡Eh, las
cosas han cambiado mucho, mi querida!
Mecha. — (A María). ¿Qué dice éste?...
Claudio. — ¿Te maravilla?... Pues, sí; esta casa
ahora es “mi” casa. Ustedes son “mis” dos
amas; y yo soy el que trabaja, proveo y guardo
“mi” nido.
María. — Bueno, pero que vaya hoy, al menos.
Dejar así, plantar así, no está bien.
Claudio. — ¡Que plante! Déjame a mí. Ven,
Mecha (ésta se acerca); mira a la vieja, nues-
tra viejita. ¿Crees tú que ella soñó con un hijo
presidario y una hija que se la explotaran?...
Mecha. — No creas, Claudio. Yo gano bien. No
me explotan.
María. — Gracias a ella…
Claudio. — (A Mecha). Tú, cállate. Explotan tu
juventud, te roban a tu balcón, te secuestran
a tu madre. Te explotan, ¡y cállate! Mire a mi
hermana, mamá: fresca y tierna, parece talla-
da en pétalos. ¿Y esta florcita de vida va a traba-
jar?... ¡No, señoras! En cambio, mírenme a mí;
fuerte, curtido, un varón cabal. (Las une y trata
de auparlas). Podría tomarlas entre mis brazos
y llevarlas por el mundo sin que una gota de
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fango me salpique. Como a dos nenas, como a
dos hijitas. (Empujando al foro a Mecha). Vaya,
vaya a telefonear a su taller o su fábrica, que
hoy no va, que hoy se queda con su herma-
no… o con su novio.
Mecha. — (A la madre, ingenua). ¿Vino Ramón?...
Claudio. — (Maravillado). ¡Ah, sí! ¿Conque es
Ramón? ¿Era mi hermano?... ¡Paisano pícaro!
(Mecha sale riendo). ¡Y no me habían dicho
nada! ¿Cómo ha sido eso, mamá?...
María. — Yo le he sabido hace poco. Tú sabes
que estas cosas, las muchachas…
Vecina. — (Visible al foro, dirigiéndose al za-
guán). No está. No, señor; ¡no ha vuelto!
María se sobresalta, va a la puerta, quisiera hacer ruido
para que Claudio no oyera.
41
compañeros! Ahora toda la república es una
asamblea. Al ancho, al largo, entre las peñas
y entre los trigales, ruge y flamea la protesta.
Sentáte.
Claudio se sienta. María trae una jarra de agua y una
servilleta, que deja sobre la mesa.
44
Mecha. — (Se deja hacer y afirma con la cabeza:
“sí”).
Ramón. — (Insistente). ¿Quiere a su gaucho ma-
trero, a su revolucionario?... ¡Conteste, pues!
¡Hable! Cante para mí solo.
Mecha. — (Cierra los ojos y los abre con un destello
de rápida y violenta determinación). ¡No; no lo
quiero, Ramón!
Ramón. — ¿Qué ha dicho, Mecha? (Se le caen los
brazos). ¿Qué no me quiere?...
Mecha. — ¡Sí; que no le quiero, he dicho! ¡Que no
le quiero revolucionario!
Ramón. — Pero… entonces…
Mecha. — Yo había soñado el amor como una libe-
ración, no como una pena más.
Ramón. — ¿Pena?... ¿Por qué?...
Mecha. — La dulce esperanza de ser amada, que-
rida, dormía en mi corazón como una flor o un
canto…
Ramón. — ¿Y?... (Ansioso).
Mecha. — Y usted pretende que la flor se cierre,
que el canto se me deshaga en lágrimas… ¡Ah,
pero no! ¡No le quiero revolucionario!
Ramón. — ¿Y cómo me querría, entonces?...
45
Mecha. — ¿Cómo?... Como la mayoría de los hom-
bres; para el hogar, para la paz. ¡Qué sé yo!
Ramón. — (Con encono). ¿Milico, tal vez? Está
bueno. ¿Y es Mecha Méndez la que habla; es la
hermana de mi hermano?... La que conocí en
los centros, en las reuniones, en los motines del
pueblo… ¡Caray!
Mecha. — Sí, sí; esa. La misma, Ramón.
Ramón. — (Sarcástico). La que cantaba en los
coros de las funciones los más bravos cantos
nuestros. La que creció prendida al cuello de
Claudio, oyendo latir su propio corazón gua-
po… ¡Mecha Méndez!
Mecha. — (Acosada). Sí, sí, Ramón; ¡Mecha
Méndez! Mecha Méndez, que vivió fingiendo
valor veinte años — ¡óigame bien!— fingiendo
valor veinte años, le dice ahora a su novio que
no le quiere revolucionario. (Cierra los ojos y se
estremece llorando). ¡Que tiene miedo!
Ramón. — ¿Miedo?... ¿Miedo de qué?...
Mecha. — (Se sienta vencida). De su vida, de su
destino, de sus ideas…
Ramón. — (Se sienta también y murmura sin en-
cono ya). ¡Ah, caray! Mi destino, mis ideas…
Está bueno. Yo no sé, entonces… Yo sólo sé que
cuando una mujer quiere de veras a un hombre,
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lo primero es la adhesión: seguirlo al destierro,
seguirlo a la cárcel, seguirlo a la cruz… ¡Eso es
amor!
Mecha. — (Se yergue vibrante). Bien; bueno. ¡Le
seguiré! Y le seguiré temblando, como he se-
guido a mamá tras de mi hermano; como he
seguido a mi hermano, tras de su ideal… Pero
aquel amor, del amor que yo soñé, no hablemos
más. ¡Nunca más! (Se oyen batir las manos en
el zaguán; Mecha se seca el llanto y va a salir).
Ramón. — (Incorporándose). No, no salga así;
voy yo. (Se asoma y habla a voces). ¿Claudio
Méndez?... ¡No, no está! (Escucha y sigue).
¡Ajá! ¡Caray! ¡Está brava la cosa, entonces!
(Escucha de nuevo). ¡Ajá! ¡Mejor, pues! ¡Sí,
sí! ¡Ya debe estar allí, Claudio! Vaya, no más.
Ya lo alcanzo yo también. ¡Bueno! ¡Salú, salú,
compañero! (Se vuelve, toma el sombrero y se
dispone a irse).
Mecha. — (Siguiéndole). ¿Ve, Ramón, ve?... Así
fue toda mi vida y la vida de mi mamá. ¡El
compañero! El compañero, que pone su garra
negra y sangrienta entre la madre y el hijo, en-
tre el hermano y la hermana, ¡entre… usted y
yo!
Ramón. — Y bueno, Mecha, ¿qué quiere?... Esta
es la lucha. Pero (apartándola), ya hablaremos
47
luego. Voy y vuelvo.
Mecha. — No volverá. Ni usted ni Claudio vol-
verán ya… Lo de siempre: el compañero, la
huelga, la cárcel…
Ramón. — Después de todo, ¿Qué puede impor-
tarle a usted? De mí, digo. Si no me quiere…
Mecha. — (Reaccionando, resuelta). ¡Pero usted
no irá! ¡Tú no irás! (Le cierra el paso).
Ramón. — ¿Cómo?... (Con asombro en que apun-
ta su vanidad satisfecha). No, Mecha, iré.
Debo ir…
Mecha. — ¡No irás, no! (Lo abraza). Con veinte
años de dolor te he ganado para mí. ¡Eres mi
vida, mi flor y mi canto! ¡Cuánto te quiero! (Lo
besa, loca, riendo y llorando). ¿Y te me van a
llevar, te me van a arrebatar?... ¡No, no! ¡No
irás!
Ramón. — (Ya tonto del todo). ¡Oh, pero… sosié-
guese!... ¡Bueno, Mecha!
Mecha. — ¿Verdad que no, que no irás?... ¿Qué
eres mío, para mí?...
Ramón. — (Echándose a muerto). Bueno, sí, ya
estuvo, ¡bah! ¡No voy! Pero, deja, al menos,
que me disculpe, mujer. (Por sobre el hombro
de ella, grita al foro). ¡Será otra vez, compa-
ñero! Aura, ya me lo ve al gaucho: ¡redotao!
48
(Baja los brazos, haciéndose el infeliz y sigue
a Mecha, que lo arrastra). Y lo que es peor:
¡redotao y alegre! ¡Mecha!
Intenta besarla, cuando oye a Claudio en el zaguán,
invitando a Gabriel a pasar. Mecha hace mutis lateral
izquierda.
49
quiero leerles un verso de un poeta nuevo; es
un poemita corto; pero van a ver qué vida, qué
fuerza de evocación; ¡qué bárbaro! (Ramón le
mira sarcástico y Claudio estalla).
Claudio. — ¡Yo soy del gremio, ya sé! Pero debie-
ran pensar que ayer llegué del presidio; que es-
toy cansado, vencido, roto. (Se para). Y vienen
aquí a buscarme; no esperan que vaya yo; ¡vie-
nen y vuelven e insisten! ¡Oh! (Dirigiéndose a
la puerta, que cierra a golpes). ¡Me obligarán a
negarme, a tapiarme, a esconderme!
Ramón. — Y total: la culpa es de éste, si no pu-
diste llegar. (Por Gabriel). ¿Dónde lo hallaste?
Gabriel. — ¿Mía?... (Asombrado).
Claudio. — Iba también para allá…
Ramón. — ¿E iba con esa melena que no pasa ni
en el circo, pagando entrada? ¡Córtese el pelo,
amigo!
Gabriel. — (Se alisa el pelo y sonríe, tolerante).
Bueno, déjate de cosas. Oigan, che…
Claudio. — (Volviendo a su silla). Tengo los ner-
vios entregados al demonio. Es la cárcel, estos
cincos años de encierro. Perdónenme.
Gabriel. — (Obsecuente). Y todavía no has dicho
cómo te han tratado allá. ¿Se ha de sufrir mu-
cho, no?...
50
Ramón. — No, si es lindo; casi como un poeta de
esos. (Por los del libro).
Claudio. — (Mordiendo ira de nuevo). No, en
Ushuaia no se sufre. ¡No se sufre! Desde que
entras al presidio hasta que sales, un centinela
te apunta con su fusil a la cabeza, a las espal-
das o al pecho. De día y de noche, de pie y
echado, sientes sobre tu vida la amenaza de
ese fusilamiento. Y no se sufre. Eres un reo en
su capilla, en una capilla eterna, que no aca-
ba nunca, y cuya prolongación ni te aplasta ni
te mata, sino que te vacía y te agota. Y no se
sufre. Cual si la boca del máuser te sorbiera,
poco a poco, la sensibilidad, el coraje y el re-
cuerdo. ¿Entiendes?... No va la muerte hacia
ti; al revés: tú entras en ella. El arma patria te
extrae, te masca y te tiene, en su pico frío y
oscuro, como a una carroña que puede arrojar
cuando quiera. Y eres tú el que teme entonces
dispararte, partir del caño, apretar el dedo so-
bre el gatillo… Y entre ese abismo y tu horror,
todavía está el guardián. ¡Sí! El guardián, que
te grita, te zamarrea, te escupe. ¡Ah!, es como
si cayeras desde el cielo, con la sensación de
estrellarte sobre la tierra, y en el aire, en el
vacío, un segundo antes de la muerte, te sin-
tieras maldecir, abofetear, profanar. (Pausa).
Y no se sufre… ¿Sabes por qué?... Porque a
51
poco de ingresar a aquel infierno, eres una
bestia vil, inerme y cobarde: ¡que tiembla, no
más, que tiembla! Y ya no sufre… (Parándose
exaltado). Donde se sufre es aquí, en libertad,
cuando te crees, te imaginas que eres hombre
y… (A gritos).
Ramón. — (Conteniéndolo). ¡Eh, hermano!
¡Caray! ¡Si gritaras menos, te oiríamos lo mis-
mo, pues!
Claudio. — (Volviéndose a él, sombrío). Pero si
gritara menos, no podría hacer callar mi con-
ciencia, que también grita. Me grita que vaya
allá (señala la calle)., con mis compañeros.
¿No entiendes?... ¿O crees que es contigo, o
con éste, o con el diablo con quien discuto?
¡Es conmigo, es a mí a quien le estoy gritando!
Ramón. — ¡Ah, bueno! Entonces, dale, no más.
Métele… Mientras yo me apunto a un mate de
yerba fiera. (Se dispone a cebárselo).
Gabriel. — (Metiendo en la coyuntura). Y yo te
leo el poemita este…
Ramón. — (Dejando el mate y volviéndose a él).
Mirá, che: a vos te voy a contar un cuento, a
ver si te convencés. Este era un zorro al que
sacaron matando, de un gallinero, una cua-
drilla de perros. Lo llevaban campo afuera,
errándole tarascones, cuando al pasar bajo un
52
árbol en que dormía un payador, se llevó por
delante su guitarra. La viola rodó cantando
bajo sus patas, y el zorro, entre gambetea y
gambetea, gritó en su idioma: ¡Como pa mú-
sicas voy!...
Gabriel. — (Con asombro). ¡Oh! ¿Y qué me quie-
res decir?...
Ramón. — ¡Que te dejés de milongas, aura! ¡Que
no estamos pa versitos!
Claudio. — (Se vuelve a sentar, tranquilo ya, comu-
nicativo). El caso es éste: vuelvo después de cin-
co años, enfermo, quebrado, histérico. Necesito
de mi madre para curarme; ella precisa de mí
para vivir. Prometo, juro, estoy dispuesto y re-
suelto. Y cuando me alzo, me desprendo de sus
brazos para lanzarme a la senda nueva, del tra-
bajo y de la paz… ustedes ven: el compañero,
la huelga, mi conciencia. Sobre todo esto: ¡mi
conciencia!
Ramón. — (Fraternal, amorosamente). ¡Pero, her-
mano! Empezará por convencerte que no sos
imprescindible allí. Hay muchos que ocuparán
tu lugar. Nadie, en justicia, podrá reprocharte
nada. Si te salís de la güella, te haces a un lao
pa vivir tu vida, te lo hallarán bien. (Claudio le
mira y él remarca). Sí, sí, hermanito: lo hallarán
bien… Porque del caballo que uno quiere, hasta
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el relincho le parece lindo. Y a vos te quieren: lo
hallarán lindo…
Gabriel. — Cada cual vive lo suyo; va donde le
llama su alma, su vocación. Date el trabajo,
Claudio. Como yo al arte. Como éste…
Ramón. — (Manotéandole las greñas). ¡Yo a las cer-
deadas, che! (Echa mano a la cintura y ama-
ga cortarle el pelo; el otro resiste buenamente).
¡Dejá, no te resistás!...
Claudio. — (Ensimismado, lejano, ausente). Sí, sí.
Arte, trabajo, amor… Cualquier cosa que brote
de una vida apasionada, es bella siempre; ya sé.
Pero, ¡ay!, muchachos. La belleza es poca cosa,
para el que marcha tras la justicia. ¡Con el pue-
blo, para el pueblo! Éste fue mi sueño. ¿A qué en-
gañarme, ahora?... Arte, trabajo, amor… (Sacude
la cabeza, desolado). ¡No, no! Dentro de mí, en
mi conciencia, eso tiene un solo nombre: ¡miedo
a la lucha, miedo a la vida, miedo a todo!
Va a llorar, cuando aparecen María y Mecha; la madre
siente en la entraña la crisis del hijo.
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Gabriel. — (A Mecha). ¿Cómo está, Mecha?...
Feliz, con el retorno de Claudio, ¿no?
Mecha. — ¡Imagínese! Y usted (dándole la mano),
¿cómo está, Gabriel?
Ramón. — Bien, muy bien de la voz. (A Gabriel).
Ahí tenés el candidato pa tus versitos.
¡Desembucháte, perdiz! (Quedan aparte).
Claudio. — (A María). Volví, sí. Ya ve, mamá…
María. — Gracias, hijito. Ya soy feliz. Creo en ti
y estoy contenta.
Claudio. — (Toma el periódico y va a leer). ¡Mi
pobre vieja!
María. — No, no leas, ahora. Vamos a conver-
sar… (Le retira el periódico). ¿Sabes?... Ramón
le ha prometido a Mecha dejar también…
Claudio. — (A Ramón). ¡Ah, sí! ¿También tú,
paisano?...
Ramón. — (Se acerca, seguido de Mecha; Gabriel
solo, pasea frente al balcón, leyendo). ¿Qué,
che?
María. — Gracias a usted lo mismo, Ramón. Por
mí y por su pobre madre… ¡Ah, muchachos,
cabezas locas! (Arregla cualquier cosa sobre la
mesa). Ustedes no sabrán nunca lo que sufri-
mos nosotras con esas…
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Gabriel. — (Deteniéndose, con alarma). ¡Oigan!
Parece que han salido del local los metalúrgi-
cos. Vienen hacia aquí cantando. ¿Oyen?...
El himno “Hijos del pueblo, te oprimen cadenas”, empieza
a llenar la escena, se cuela como un viento por las hendi-
jas; todos escuchan.
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Mecha. — (Frente a él). ¡Nada! ¿Qué van a ha-
cer?... ¡Nada!
María. — Nada, ¡Claro! ¡Quedarse aquí! ¡Esperar
que pasen!
Claudio. — Y el canto sube, no más; ¡vuelva, vie-
ne!... ¡Hijos del pueblo! ¡Qué triste y qué he-
roico! Parece un sol entre la tormenta.
Suena otra vez el clarín y simultáneamente se inicia el
tiroteo: caballazos, gritos, rebotes de bala.
Fin
de la obra
59
ANEXOS
Rodolfo González Pacheco
junto a su compañera, añ0 1948.
Una cronología de
Rodolfo Gonz ález Pacheco
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1887 Muere Agustín Gonzáles. En Buenos Aires
aparece el periódico anarcocomunista El Socialista.
77
1937 Se funda en España revolucionaria, la Compañía
de Teatro del Pueblo, con Rodolfo González Pacheco
como director artístico, Esperanza Barroso primera
actriz, José María Lado primer actor. Un comentarista
expresa: “Ya tienen la CNT y la FAI creado el teatro
revolucionario. Que no quede en un ensayo más. Que
todos le presten el calor y la ayuda necesarios y verá
de qué son capaces los dos trabajadores incansables
del Arte, que son Bosquets y Pacheco, con los demás
valiosos elementos que les secundan”. Julián A. Rey
escribirá que trató casi cotidianamente a Pacheco en la
Barcelona Revolucionaria de este año. Pacheco conoce
a Emma Goldman, cuando se encuentra encantada
por la visita a unas colectividades. También conoce
al anarquista argentino Raúl Carballeira: “Lo conocí
en Barcelona, cuando la guerra civil vino a pedirme
un “Cartel” para El Quijote; una publicación suya,
pequeñita y encendida, como una carta de amor
o como una pistola matagatos”. Pacheco dirige, en
Barcelona, los cuadernos quincenales Teatro Social.
81
1959 Actos recordatorios en Buenos Aires en el déci-
mo aniversario de la muerte de Pacheco. En el Teatro
de la Arena, en la plaza Miserere, el 5 de julio a las
9 de la mañana, ocupando la tribuna la hija mayor
de Pacheco, un actor, un escritor teatral y Alberto S.
Bianchi, animando el acto el libertario Peries. El 6 de
julio a las 19 horas, en el teatro independientes de San
Martín 766, conferencia: “Rodolfo González Pacheco,
el dramaturgo”, por el prof. Raúl H. Castagnino, y
“Rodolfo González Pacheco, el hombre”, por Julián A.
Rey; en la segunda parte, presentación de El Cura, en
una lectura interpretada por los alumnos del Teatro
Escuela Cartel; finalmente, exposición bibliográfica
e iconográfica. Albores de Libertad, por Eugen Relgis
(Buenos Aires, Editorial RECONSTRUIR, 92 pp).; en
las pp. 47-49. Perfiles, Rodolfo González Pacheco, José
Aiuto recuerda en Voluntad, de Montevideo (Nº 74,
setiembre, p. 3), su segunda visita a España: “Fue uno
de los que, impulsado por las ansias de redención,
se alejó de la República Argentina para situarse en
España y defender la Revolución naciente” (1936-39).
84
Hijos del Pueblo
85
Los corazones obreros que laten
por nuestra causa, felices serán.
Si entusiasmados y unidos combaten,
de la victoria, la palma obtendrán.
86
Compuesta originalmente en 1885, “Hijos del pueblo”
también tuvo su versión española durante los agitados
días de 1936, siendo reinterpretada y grabada por el Orfeó
Català de Barcelona bajo dirección de Francesc Pujol.
87
ÍNDIC E
Nota preliminar
9
Presentación
17
Anexos
Una cronología de Rodolfo González Pacheco
63
Visita
www.eleuterio.grupogomezrojas.org