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RODOLFO GONZÁLEZ PACHECO

HIJOS DEL PUEBLO


R od olfo G onz ález P acheco

HIJOS DEL PUEBLO


DRAMA EN UN ACTO
González Pacheco, Rodolfo
Hijos del pueblo – 1a ed. – Santiago de Chile : Editorial
Eleuterio, 2015.
92 pp.; 12×19 cms. (Cuadernos de literatura. 4)

ISBN 978-956-9261-14-5

1. Teatro 2. Anarquismo 3. Argentina I. Título.

Proyecto gráfico: Artes Gráficas Cosmos.


Portada: Ilustración de Kupka, al final del capítulo “La
industria y el comercio” del libro El Hombre y la Tierra
de Élisée Reclus (1909).

ISBN: 978-956-9261-14-5

Editorial Eleuterio
Web: http://eleuterio.grupogomezrojas.org
Contacto: [email protected]
Santiago de Chile

Es libre la reproducción para fines no comerciales, desde


que esta nota sea incluida y la obra sea citada.
Es más lindo forjar el verso y cantarlo en
medio de la tormenta; alzar la torre, no en
el retiro, sino entre la tempestad, mientras
el andamio cruje y baila sobre el vacío, y el
viento, como un compañero loco, nos albo-
rota las greñas y hace chasquear nuestras
blusas como banderas.

Rodolfo González Pacheco


Nota preliminar

L
a vida de Carlos Rodolfo González Pacheco
(Tandil, Provincia de Buenos Aires, 1882-1949)
fue en sí misma una respuesta a las grandes
preguntas que se formuló toda una época. Desde
la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras
décadas del XX, las sociedades de todo el mundo
que se habían industrializado comenzaron a entregar
los frutos de la revolucionaria transformación de
sus condiciones de vida: una terrible indiferencia
a la salud y a la dignidad de una inmensa clase de
trabajadores, que sórdidamente se aglomeraba en
los nacientes suburbios que las ciudades les ofrecían
para habitar. Aplastados por el peso de los nuevos
mecanismos industriales de producción, la vida de
muchos individuos se empobreció al ser encadenada
al frío ritmo de las máquinas. Por el contrario, al lado
de esta degradación social, las riquezas y los patri-
monios de los propietarios capitalistas, responsables
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de imponer esas condiciones de trabajo y de vida,
aumentaban exorbitantemente, en una época en la
que ya habían hecho de la totalidad del mundo un
enorme yacimiento de oro. Se conformó entonces
una sociedad sustentada por una brutal explotación
hacia muchos trabajadores, quienes, frente a la ins-
titucionalización económica y política de toda esa
miseria, impulsaron agudos cuestionamientos a la
forma social que la generaba y justificaba, naciendo
así los movimientos obreros revolucionarios del siglo
XIX, cuyo norte los orientaba hacia una concepción
del ser humano más digna, liberado de las ataduras
con que empresarios y gobernantes dominan su vida.
Es la intensidad de esta enorme lucha, librada en
medio de convulsiones de un escenario mundial, lo
que motiva a González Pacheco, siendo muy joven, a
ingresar a la prensa anarquista argentina de la primera
década del siglo XX. En medio de una generación
todavía ajena al desastre moral que significó el horror
de las dos “Guerras Mundiales”, su norte fue la espe-
ranza en la revolución misma e hizo de su palabra
un instrumento de lucha, fraguando la totalidad de
su vida al calor de las ideas ácratas y trabajando para
darles expresión en medio de las agitaciones de su
tiempo: “en la hora de la liquidación de un mundo
y eclosión de otro”, como el mismo llegó a escribir.
Y su vida y obra, completamente indisociables,
fueron enriquecedoras. Se destacó sobresalientemente
10
como orador y escritor, colaborando en la producción
de múltiples periódicos anarquistas. Junto a Teodoro
Antillí, su grandioso y entrañable amigo, publicaron
casi una decena de periódicos entre 1906 y 1922, de
los que se destacaron por su gran cantidad de números
La obra, El Libertario y La Antorcha. Por medio de
esta labor establecieron diálogos con otros relevantes
escritores anarquistas de América Latina, como el
mismo Rafael Barrett, cuya imagen ya influenciaba
hondamente las ideas de los libertarios de aquella
época, siendo muy admirado por González Pacheco
como “un señor de la idea y del arte. Señor del coraje
alegre y de la voladora esperanza”.
En su trabajo periodístico, González Pacheco
entregaba breves textos literarios de carácter moral,
entre los que se cuentan sus famosos Carteles, como
también críticas y apologías a la contingencia polí-
tica de aquellos días. Ejemplo de esto último fue su
manifiesto en defensa de Kurt Wilckens, el célebre
vindicador alemán de la “Patagonia trágica”, llegando
por ello a ser condenado a prisión. En medio de las
agitaciones de esos años, incluso fue deportado al
austral penal de Ushuaia, conocida como la “Siberia
de América Latina”, en relación a la malograda pri-
sión rusa.
Esta lucha permanente por darle forma concreta a
la revolución se tradujo en su participación activa en
algunos de los grandes movimientos revolucionarios
11
de aquella época, embarcándose a México en el 1911
y a Europa durante la Revolución Social de España.
González Pacheco entendía con claridad que el rol de
escritor no le excluía de poder obrar y transformar
activamente su entorno; un artista contemplando al
mundo desde una fría torre de marfil será sus ojos
objeto de sátira y a él se le opondrá la idea de la
necesidad de que todo individuo, sin distinción, está
llamado a obrar por la fundamentalmente común
conquista revolucionaria. Este es precisamente
uno de los tópicos de una importante conferencia
titulada El sentido de la cultura: “La Mistral, de
cuya obra yo soy devoto, por la descarnada raíz de
dolor indígena con que la trenza y la tiñe, ha dicho
que América está esperando su Dostoyevsky. Ella
ve sólo el ángulo literario de este asunto. Lo que el
hombre de la tierra espera – indio, gaucho o gringo
– no es quien escudriñe su alma, sino quien, con
puños de hierro y orientación libertaria, lo alce de
su esclavitud y lo lance a la pelea. No un literato,
sino un revolucionario”.
Gabriela Mistral también había conocido el
obrar revolucionario, viajando a través de inhóspi-
tos pueblos de México como misionera educativa,
habiendo sido solicitada por el mismo gobierno
mexicano para que plasmase sus pensamientos en
la importante reforma educativa que allí se llevó a
cabo en la década del veinte.
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Alentado por el mismo afán de conducir más lejos
sus pensamientos, González Pacheco visitó varios
países de Latinoamérica, incluyendo Chile en más
de una ocasión. En sus giras otorgaba conferencias
donde, según González Vera, sobresalía su gran
capacidad oratoria. De la sociedad chilena hará
un agudo análisis crítico contenido en uno de sus
carteles de viaje; le llamará la atención cómo gana
espacio la vacua remolienda de un pueblo entregado
al alcohol, advirtiendo al mismo tiempo el origen
de esto: “Lo que hay es que, tallo abajo todo placer
es dolor, toda llamarada es sombra y toda corola es
fango: En el fondo de las copas y en el nacimiento de
la vida no hay más que amarguras y desgarrones ¡El
pueblo de Chile es triste porque se divierte mucho,
tanto!...” . A sus ojos, nuestro pueblo develaba tintes
de desencanto y cansancio, tal vez por interminables
décadas de trabajo extenuado y brutal discriminación.
Esta necesidad de crítica y análisis tenía como
origen la búsqueda de contribuir a la comprensión
de la sensibilidad misma de la sociedad. Por ello, la
cultura, aquello que debía cultivar como sociedad
el ser humano, no significaba para él en ningún
caso instrucción o conocimiento, sino ante todo
conciencia y sensibilidad. Aplicando el mismo
concepto altruista que Rafael Barrett, González
Pacheco afirma que es precisamente la sociedad la
que le da valor y sentido a su obra: “Nada, al fin, es
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para uno. Y no existe el creador que se nutra de sí
mismo ni del orgullo de su obra. Ha de sacar a la
calle sus creaciones, y de lo que allí susciten extraerá
el pan de su vida; su real salario”.
Aquí hemos llegado al fin a la fuente de donde
brotaban todas sus fuerzas artísticas y revoluciona-
rias, el origen de la solidaridad contra toda injusticia,
que fue el sentido de su lucha y de su vida misma:
el sencillo y elemental sentimiento de amor al ser
humano, de “simpatía a la vida” de todos y todas.
De aquí nacen sus convicciones anarquistas, y que,
en la búsqueda por darles una plataforma cada vez
más amplia para su difusión, logró llevar al escena-
rio en numerosas representaciones de teatro, arte
social por excelencia, que le valen de gran estima
en la dramaturgia argentina de la primera mitad del
siglo pasado. Quince piezas en total conforman su
producción, iniciándose en 1916 con el estreno de
Las víboras, un boceto dramático de un acto, que lo
sitúa en la trayectoria del también anarquista, dra-
maturgo y periodista uruguayo Florencio Sánchez.
En aquella época el teatro todavía era un importante
centro de expresión de ideas, que se podía vincular
con profundidad al sentir común de la gente, pues
para acercarse a él evidentemente no se necesita leer
ni estar instruido, sólo presenciar y emocionarse.
Esta cercanía al sentir popular, unida a la precisión
de dramas cortos, de uno a tres actos, permitía una
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eficaz fluidez con los espectadores, los cuales, en su
mayoría trabajadores, le asignaron un importante
papel para la crítica y la exposición del sentir gene-
ral de la sociedad. La misma Federación Obrera de
Magallanes, durante aquellos años, dirigía también
sus directrices culturales por medio de su teatro lla-
mado Regeneración, y también con la impresión del
periódico El trabajo. Con todo, es esta labor como
dramaturgo y director teatral la que hace singular eco
durante la participación de González Pacheco en la
Revolución Social de España, al fundar en Barcelona
el año 1937 la famosa Compañía de Teatro del Pueblo.
El valor que González Pacheco le asignaba al teatro
queda reflejado con claridad en su propia actividad,
que fue ejercida casi ininterrumpidamente durante
toda su madurez, concluyendo sólo junto a su vida.
Entre sus obras, Hijos del pueblo, título tomado de
la canción original del mismo nombre, es quizás la
de mayor carácter militante. El drama en un acto
allí suscitado es en cierto sentido fabulesco, al ser
sus personajes casi completamente estereotipados.
Claudio, el protagonista, en la exaltación de sus sen-
timientos y en su vocación de militante anarquista,
refleja la fisonomía del mismo escritor enfrentado a
la contradicción de querer luchar y no poder hacerlo.
El dolor de la injusticia ya se ha esparcido por todas
partes. Sin embargo, frente a esta intolerable domi-
nación hacia los trabajadores, el drama se resuelve
15
con el decidido arrojo a la pugna revolucionaria,
enarbolando como consigna el canto de Hijos del
pueblo, como si nuestro autor afirmase que, sin
importar las inclemencias que el destino imponga
sobre los oprimidos, éstos están obligados a hacer
resurgir sus fuerzas para canalizarlas en contra de la
fatal sociedad que los atrofia y margina. La natura-
leza es generosa, y a cada ser que llega al mundo le
entrega las capacidades para disfrutar plenamente
de la vida, ¿por qué, entonces, unos han de tener
que sacrificarla para que sólo otros la desarrollen?
De esta elemental intuición brotaron las fuerzas
que fecundaron la vida de este militante libertario,
fuerzas que por su fertilidad la rebosaron para
entregarse a todo lo que está fuera de sí, tal como
las fuerzas que Antillí reclamaba cuando tan bella-
mente escribió:
“Mi fuerza es mi sonrisa, la lágrima que no detengo,
mi radiosa sensibilidad, amar con fuerza mi ideal,
derramar a torrentes la energía oculta que en mí
existe acumulada… ¡Mi fuerza es la de la tierra, no
la de las peñas! La misma lágrima tiene en mí una
raíz viril y engendra la rebeldía. En el dolor de un
anarquista no hay apocamiento: hay revolución.”

Josep Verdura
Grupo de Estudios José Domingo Gómez Rojas
noviembre de 2015, Santiago de Chile

16
Presentación

Ningún arte más adentro del pueblo que el


teatro. El poeta escénico es, de todos los artistas, el
que necesita menos intelectualismo y más entrañas.
Como la tierra y las madres, sus criaturas, son, o no
son, sin que las salve o las pierda más que la vida
que tengan o que les falte.
Y esto, que debiera ser un bien, es, sin embargo,
un mal; porque, para la mayoría de los autores, decir
pueblo es decir banalidad o simpleza; un estado de
conciencia fronterizo de la idiotez sin remedio. Y
es sobre esa convicción que fundamentan el teatro
que se y lee en todas partes. Lo mejor de él, drama,
comedia o sainete, gira siempre dentro de un círculo
de tragedia, sin salida hacia la libertad o la justicia;
hacia eso que es, precisamente, la realidad popular,
tan teatral y rica de arte.
El autor no la ve así, salvo cuando, como Lope
en Fuente Ovejuna, el propio pueblo le entrega su
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material militante, el tesoro de su vida épica. Pero,
para una de éstas, recordad cien: Todas son pesimis-
tas y fatales; un coro de llantos o de blasfemias ante
un destino cerrado, que hay que aceptar o morir.
Y la cosa marcha bien y les da dinero y gloria, en
tanto el eterno esclavo no halla, él tampoco, salida
a su esclavitud más que volcándose en lágrimas o
en sarcasmos. Él mismo se mira en ello como en su
más fiel pintura. Y la paga y la aplaude…
Hasta el día en que, aburrido o cansado, no puede
aguantarlos más y, no sólo a sus artistas, sino a sus
legisladores, sus amos y sus sociólogos, los manda
al diablo. Se yergue, da un paso al frente, uno solo,
y cuanto entonces fue, creyeron éstos que era su
íntima imagen, no es más. El pueblo es otro, y la ley
y el arte, la sociología y la fe, todo cuanto parecía
tan evidente y profundo, se queda atrás o al margen,
royéndoles los zancajos.
Esto es lo que está pasando ahora con el teatro.
El proletariado está en trance de superar la llamada
civilización burguesa. Hasta donde su existencia es
más trágica y oscura, la realidad popular es una gesta
de luz; sus dolores son de parto. Y en España, por
ejemplo, ya son de crecimiento. Se apodera de la
tierra y de las máquinas; crea otro mundo, plantea
otros problemas. ¿Dónde está la obra teatral que
interprete la intensidad de esta vida que hoy vive el
pueblo español, y que un poeta cabal debiera sentirla
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viva también hasta el terrón y el hierro?... No la hay.
Pero, habrá. Y de eso se trata con esta publica-
ción: de estimular el cariño a este arte, popular por
excelencia; de ennoblecerlo a fuerza de hacerlo fiel
con lo más noble y profundo que tiene el pueblo: su
coraje y su esperanza. Publicaremos para esto cuanto
bueno haya, mientras esperamos que lo mejor venga.
Como esperamos los anarquistas todo: trabajando.

R.G.P.
Buenos Aires.

19
HIJOS DEL PUEBLO

Estrenada el 29 de junio de 1921, por la Compañía


Rioplatense (Camiña) en el Teatro Boedo.

P e r s on a je s

María
Ramón
Mecha
Gabriel
Claudio
Vecina
Compañero

21
AC TO Ú N I C O

Una habitación en casa de inquilinos. Es sala de recibo, co-


medor y biblioteca; de todo un poco y nada completamente.
Hay una mesa con carpeta al centro, con un servicio de mate
arriba. Un sillón de mimbre junto a una máquina de coser.
Sobre lateral izquierda, una estantería rústica, henchida de
tomos sin encuadernar; sobre el fondo, una cómoda con un
espejo de pie encima; una polvera, almohadillas de pinches,
caja de cintas y de hilos; chucherías. Sobre lateral derecha, un
baúl con herramientas. Sillas, perchas, oleograf ías. Balcón a
la calle, puerta al interior; al foro, pasillo, por el que se ve otra
sala en igual disposición.

María sobre lateral izquierda; tiene la puerta entornada


y llama a media voz, adentro.

María. — Ven… Sí, hijita; ¡ven!


Mecha. — ¿Eh?... (Aparece andando en punti-
llas). ¿Qué hay?... (En el mismo tono bajo).
María. — (Indicando el cuarto). ¿Duerme?
Mecha. — Profundamente.
María. — (Sentándose). Siéntate.
Mecha. — (Extrañada). ¿Yo?... ¡Oh! ¿Qué hay,
mamá?
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María. — ¿Has visto qué concluido, qué enfermo
ha vuelto?...
Mecha. — (Sentándose). Sí, pobrecito; bien con-
cluido. Parece otro, casi un viejo.
María. — Anoche, mientras tú dormías, hemos
hablado mucho…
Mecha. — ¿Si?... ¿De qué?
María. — Me ha prometido dejar todas esas co-
sas. Reportarse, ser un hombre de su casa.
Mecha. — (Incrédula, acariciándola con la vis-
ta). ¿Y usted ha creído?
María. — ¿Y por qué no?... Tengo que creer.
Viene cansado, enfermo… Y a más, me lo ha
jurado llorando. (Próxima también al llanto).
Sí; lloraba.
Mecha. — ¡Ah, bueno! Mejor, entonces, mamita.
María. — Sí, de él estoy bien segura… Pero, no
es de él sólo que quería hablarte… (Mira a la
puerta de Claudio). ¿Duerme?
Mecha. — Sí, duerme, duerme.
María. — Es de Ramón, tu novio…
Mecha. — ¡Ah!
María. — Sí, de Ramón. Tú sabes que sus ideas
son las de Claudio… (Mecha asiente). Y dónde
llevan esas ideas… también lo sabes.
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Mecha. — Sí, sé.
María. — Sí, sabes… Junta, conmigo, has recorri-
do todo el calvario de mi hijo. (Pequeña pau-
sa). ¡Ah, Señor! (Suspira). Tal vez en el fondo
de tantas penas, ellos encuentren algún poco
de placer… Pero lo que es nosotras… (La bus-
ca con la mirada, turbia de lágrimas, como si
la tanteara en la sombra). ¡Cuánto hemos su-
frido, hijita!
Mecha. — Sí, sí; pero… de Ramón, ¿qué me que-
ría decir?
María. — (Retomándose). ¡Ah, sí! Es preciso
que Ramón deje también esas cosas. Como
Claudio. Y si no…
Mecha. — Y, si no, ¿qué?... (Nerviosa).
María. — (Enérgica). ¡Tú lo dejas!
Mecha. — ¡Oh, mamá! ¡Pero si yo lo quiero!
María. — ¡Chist!... (Mira a la puerta del cuar-
to, alarmada). ¡No hables tan fuerte!... Ya sé
que le quieres, que le quieres mucho… por eso
mismo; por ti, por él… ¿No comprendes?... Yo
no quiero que tú renueves mi vida de sufri-
miento. Mis penas parece que al fin van a ter-
minar; Claudio me ha prometido… Pero, si el
dolor que a mí me deja, te salta a ti…
Mecha. — Sí, sí; comprendo… Pero, ¿cómo hago?...

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Yo no sé. Usted sabe que las ideas son para ellos
más que todo. (Desesperada). ¡Más que el amor
también! ¿Qué voy a hacer yo, mamita?
María. — (Sorda de energía). ¡Luchar, resistir,
vencer! Y sobre todo, pensar en mí, en ti, en lo
que hemos padecido juntas. (Mecha ha echa-
do la cara en las manos; ella va y la acaricia).
¡Hijita mía! Ya tengo a mi hijo, a mi Claudio
para mí; que no vayas tú, ahora que él viene,
a írteme.
Mecha. — ¡Oh, no! Irme, no; ¡nunca!
María. — ¡Irte, sí! Si no luchas, si no vences, ten-
drás que irte tras él; seguirle de prisión en pri-
sión, de sombra en sombra…
Mecha. — (Aterrada). ¡Oh!
María. — Pero, lucharás, ¿verdad? ¡Y vencere-
mos! (Se oye un ruido de pasos en el zaguán y
luego un batir de manos). ¡Chist! ¡Chist!...
No atina a cómo hacer silencio. Mecha hace mutis por lat.
izq.; María cierra la puerta tras ella y va al foro a ver. Se
asoma hacia el zaguán, nerviosa.

¿Qué?... ¡No está!... Sí, pero no está. Ha salido.


Compañero. — (Trae un diario en la mano; es un
obrero, maduro de años). ¡Caramba! (Se plan-
ta frente a ella). Yo que creí madrugarle pi-
llarlo en cama descansando de las fatigas del
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viaje… ¿Llegó bien?
María. — Sí, sí, bien. (Le ataja el paso, pues el
hombre fluye cordialidad, claros deseos de pa-
sar y quedarse). Ahora ha salido; no está.
Compañero. — Es un contratiempo… (Vacila, se
rasca la frente, al fin sonríe). Soy un amigo,
¡eh! Un compañero…
María. — Será; pero él ha salido.
Compañero. — Bueno, lo siento. Adiós, enton-
ces… (Gira para irse; la vieja va a respirar sa-
tisfecha, cuando él se vuelve de nuevo). ¿Usted
es la mamá de Claudio, señora?...
María. — (Ya molesta). Sí, soy su mamá. ¿Y
qué?...
Compañero. — Entonces le dejo el diario. Aquí
hablan de él; lo saludan a su hijito. (Lo des-
dobla, señala un punto y se lo entrega). Aquí:
“Claudio Méndez; su regreso de Ushuaia”.
¿Ve?... ¿Puede leer?... (Se entra hasta mitad de
la escena). ¿Quiere que yo?...
María. — (Tomando el diario, desarmada por
la atención). No, hijo, no, gracias. Leeré des-
pués; ahora estoy muy ocupada. (Simula que
va a hacer algo). No tengo tiempo…
Compañero. — Sí, sí; la dejo. La dejo sola. (Medio
mutis, con intención). Sola con su hijo…

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María. — ¿Cómo?... ¿Qué quiere decir?...
Compañero. — (Desde la puerta). Quiero decir
que yo también tengo madre, pues. (Riendo
francamente). Y que cuando estoy con ella,
tampoco estoy para nadie en casa. Ella, lo
mismo que usted, no quiere que el hijo de sus
entrañas sea también hijo del pueblo. Son to-
das iguales, ustedes. ¡Todas iguales!
María. — (Indignada). ¡Pero, si no está, le digo!
¿Qué quiere?...
Compañero. — Sí, sí; pero cuando esté, le dice
que vine yo, un compañero de los metalúr-
gicos, a buscarle. Que hay una asamblea del
gremio muy importante. Está aquí cerca del
local, a las dos cuadras… (Señala y va a irse,
cuando se precipita en la escena, casi lleván-
doselo por delante, Gabriel).
Gabriel. — (Tipo bohemio, sonámbulo, con mele-
na a toda orquesta). ¡Doña María! (Separa al
otro y toma la mano de la vieja entre las dos
suyas). ¡La felicito por el retorno de Claudio!
¿Dónde está?...
María. — (Con la vista en el Compañero). Salió,
Gabriel. Ha salido.
Gabriel. — ¡Ay, qué broma! Y yo que me pasé sin
dormir la noche, para cazarlo. ¿Adónde ha ido?

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Compañero. — ¿Deseaba mucho verlo?...
Gabriel. — (Volviéndose a él extrañado). ¡Claro
que sí!
Compañero. — Entonces, de aquí un momento
(mira a María), ¿verdad, señora?, váyase por
el local de los metalúrgicos. Allí estaremos.
Gabriel. — ¿Los metalúrgicos?... (Mira a los
dos). ¿Y qué tengo yo que hacer en los meta-
lúrgicos?... Le espero aquí.
María. — Allá no irá. (Con rabia). ¡Aquí es su
casa!
Gabriel. — ¡Claro!
Compañero. — (Imperturbable). Aquí está su co-
razón, con su viejecita, sí; pero sus compañe-
ros están allá. Como también los suyos. Vaya,
no más.
Gabriel. — ¿Mis compañeros?... ¡Pero, amigo!
¡Usted me está confundiendo!... ¿Por quién
me toma?... Yo…
Compañero. — (Se entra y lo encara, como si ser-
moneara a un chico). Usted… ¿qué?... ¿Usted
es artista, hace versos?... ¡Bueno! Y nosotros
los cantamos. Es con los versos de usted entre
los labios que vamos al porvenir. (Ríe a todo
trapo y le echa una mano, como una maza, al
hombro). ¡Recontra! No fue un herrero el que

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forjó a martillazos ese himno que hoy rueda
incendiando el mundo: “Hijos del pueblo, te
oprimen cadenas”… ¿No lo oyó nunca?
María. — (Mirando alarmada a la puerta de
Claudio). ¡Oh, por favor! ¡No grite!
Gabriel. — (Riendo, también, superior). Hijos
del pueblo, ¿eh?... ¡Pero eso no es arte, ni cer-
ca, amigo! Eso no es nada más que ruido para
echar gente a la calle. El arte es todo lo con-
trario; no tiene nada que hacer con la muche-
dumbre; necesita de su torre, su retiro… Mire
(sacando de su bolsillo un tomo), a propósito:
para probarle lo que es poesía pura…
María. — (Cada vez más alarmada). ¡Chist!
¡Cállese usted también! (Va a la puerta de
Claudio y escucha).
Compañero. — ¡Eh, no! No piense en leer. (Señala
a María). ¿No se da cuenta?... Estamos de
más los dos. Venga al local, si quiere. Hoy hay
asamblea del gremio; resolveremos si vamos,
o no, a tomar posesión de los talleres…
Gabriel. — ¿Y a mí qué?... ¿Qué tengo que hacer
yo allá?...
Compañero. — Allá va a ver que es más lindo
forjar el verso y cantarlo en medio de la tor-
menta; alzar la torre, no en el retiro, sino en-

30
tre la tempestad, mientras el andamio cruje y
baila sobre el vacío, y el viento, como un com-
pañero loco, nos alborota las greñas y hace
chasquear nuestras blusas como banderas.
Venga al local… (Se va).
Gabriel. — ¡Oh, qué tipo! (A María). ¿Y quién
es éste?
María. — ¡Qué sé yo! Un compañero de Claudio.
Creí que no se iba más.
Gabriel. — ¡Ah, pero ésta la vamos a discutir!
Faltaría, ahora. (A María, convincente, inge-
nuo). Lo peor que no deja hablar; ¿lo vio?...
Se viene como si revoleara un martillo. ¡Ah,
pero yo lo sigo, lo alcanzo… (medio mutis) ¡Y
aunque me pegue!... (Se vuelve). Claudio duer-
me, ¿no?... Claro, estará cansado. Ya vuelvo,
doña María. (Sale diciendo). ¡Me va a enseñar
lo que es arte a mí!
María. — (Siguiéndolo). ¡No! Si no… (Gabriel
desaparece sin oírla; ella estalla). ¡Ha sali-
do Claudio; no está! (Se vuelve para pene-
trar lateral izquierda; al ir a abrir la puerta
se encuentra el diario en la mano). ¡Ah! (Se
maravilla como de un regalo). ¡Aquí hablan
de él!... (Va a la mesa, saca del delantal los
lentes, se los cala y empieza a leer).: “Claudio
Méndez”…

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Vecina. — (Por el foro). ¡Qué temprano la visi-
tan hoy, doña María! Bien se ve que él está en
casa…
María. — (Suelta el diario y le intercepta el paso).
¡No, no! ¡No está! ¡Mi hijo ha salido!
Vecina. — (Que ve salir a Claudio, lateral iz-
quierda). ¿Ha salido?... (Abre la boca para
protestar, pero vuelve a cerrarla en una bue-
na sonrisa de comprensión). Pero, si ahí está,
doña María. Ahí viene… (Vase riendo).
Claudio. — (Ve a su madre, la toma de los hom-
bros y le besa la cara). ¿Conque mintiendo, mi
vieja? ¿Engañando gente?...

María. — (Pillada en falta, se guarece con su pe-


cho, vergonzosa). Pero, es que ya empiezan,
hijo. Apenas abrí la puerta, vino en tu busca
un hombre. Un compañero…
Claudio. — ¿Un compañero?...
María. — Luego Gabriel, también.
Claudio. — Me hubiera llamado, pues. (Serio).
¡Caray, mamá! ¿A qué negarme?... (La deja, va
a la mesa y ve el periódico). ¿Y esto?...
María. — Lo dejó ése… Dijo que hablaban de ti.
Claudio. — (Tomándolo). ¿De mí?... ¡Ah, pero

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si es “El libertario”! (Entusiasta). ¡Qué lindo
está; nutrido de doctrina; bien impreso! (Lo
recorre en sus cuatro paginitas; María lo ob-
serva inquieta). Me hubiera llamado, sí. ¿Y
qué dijo, qué quería?...
María. — ¿Gabriel?... Gabriel va a volverá
Claudio. — ¡No! (Exaltado). ¡Qué Gabriel! ¡El
otro; el compañero!
María. — (Medio mutis, lateral izquierda). Verte,
quería… y que fueras al local.
Claudio. — (Abandonando el periódico, para
sí). “El Libertario”… Aquí apareció el artículo
por el que me condenaron; aquí saludan mi
vuelta… Yo caí, pero otros siguieron… (A la
madre, que está en la puerta). Mamá: no debe
negarme a nadie. Eso está mal.
María. — (Sentida). Muy bien, hijito; no lo haré
más; perdóneme.
Claudio. — (Viéndola a punto de irse). ¡Eh, pero
no! ¡No se vaya! (Va a ella y la atrae). Cuando
digo que está mal…
María. — Sí, hijito, sí, está mal. No lo haré más.
(Desasiéndose de Claudio). Pero, también está
mal hacer creer a tu madre en una felicidad
que ya no esperaba…

33
Claudio. — ¡Hombre! ¡Vaya! No tome en drama
la cosa ¡Viejita linda! ¿Qué le dije anoche?...
¿Ya se olvidó?
María. — No me olvidé, no. Me dijiste que ibas a
dejar todo, ¡todo! Que serías mi hijo, mío; mío
nada más. Eso dijiste, Claudio. (Mirándole a
los ojos). Que dejarías las ideas, los diarios, los
compañeros: todo eso, en fin, que desde que
fuiste hombre, te arrancó a mis brazos (besán-
dolo), a mis besos.
Claudio. — ¡Ah, no, no! ¡Que dejaría las ideas,
no; eso no! ¡Que dejaría la lucha, sí; eso sí! Y
estoy resuelto a cumplirlo…
María. — (Desencantada). Pero, no dejarás nada,
nada… ¡Ya te veo! Con la sola noticia de que
vino un compañero, has cambiado hasta de
gestos. ¡Si te conoceré!
Claudio. — (Nervioso). ¡Pero, mamita, mami-
ta! Lo dicho, dicho está. No iré con ellos, no
escribiré más periódicos, no subiré a las tri-
bunas más. Pero recluirme, negarme, escon-
derme… ¡Eso es ridículo! ¿No comprende?...
María. — ¡Si te conoceré!
Claudio. — (Pasea sin oírla). ¡Mis compañe-
ros! Son mis hermanos, mis compañeros.
¡Pobrecitos! Enterados de mi vuelta del pre-

34
sidio, vienen aquí a saludarme. A decirme
que mientras yo estuve preso, inmóvil entre
la nieve, ellos siguieron luchando, desparra-
mando la luz, peleando por la verdad. Vienen
a contarme sueños, ilusiones, aventuras, idea-
les. (Se vuelve a la madre y le toma la cara). Y
para este hijito suyo, tan débil y tan vencido,
eso es como para un niño un cuento de hadas.
(Implorante). Déjemelos…
María. — (Sacudiendo la cabeza). Sí, sí. Así has
empezado siempre. Después de cada prisión,
de cada fracaso, así has empezado siempre:
primero es el compañero, en seguida es la
asamblea, luego es la huelga… Y al final (sus-
pira), tú, a la cárcel; nosotras, al abandono;
tú, a sufrir, y yo… (Llorando mansamente).
¡Debieras tenerme lástima, hijito!...
Claudio. — (Consolándola). ¡Bueno, bueno! No
se ponga así; serénese, mamá. Créame esta
vez, una vez más, la última vez. Ya le he dicho
que esta resolución de dejarlo todo y vivir so-
lamente para usted, no es siquiera la voluntad
que me la dicta. Es el cansancio. Sí: tengo las
ideas cansadas, las alas entumecidas. Como si
hubiera cruzado una montaña de hielo bajo
una lluvia de nieve; ¿comprende?...

35
María mueve la cabeza con resignación. Claudio la deja
y pasea monologando.

Y ellos, ¿qué podrán decirme? Yo ya di todo


lo que tenía de audaz y fuerte a la causa; con
el poco de cariño y de bondad que me restan,
haré feliz a mi pobrecita vieja. (Se refriega
las manos, contento de la solución). A fin de
cuentas, también esto es un ideal…
María. — (Levantándose para irse). Ojalá que
nunca hubieras conocido otro… No por mí,
que las madres somos para sufrir…
Claudio. — ¿Sabe?... (La vieja se vuelve).Volveré
al oficio. Tengo unos deseos locos de empu-
ñar las herramientas. Soñaba allá con ellas.
(Se dirige al baúl, lo abre y las revuelve).
Soñaba forjarle un balcón a Mecha; un balcón
de flores y hierro con remaches de bronce; así,
cuando hablara con su novio, las palabras de
amor de él, llegarían a su pecho impregnadas
de mí, con un timbre de cosa eterna, de cosa
fiel. Pensaba, también, que su pobre máqui-
na tendría las piezas rotas, gastadas, viejas,
y que yo las compondría, para que cuando
cosiera usted, ellas cantaran bajo sus manos
un solo nombre: ¡Claudio! ¡Claudio!... ¡Soñaba
tanto! (Toma y alza una tenaza, se acerca a
la madre y la estrecha). ¡Viejita mía! Una no-

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che de mucho frío, que me dormí de pie, en
penitencia, bajo la nieve, soñé que usted era
la Santa María; ¡no la virgen, eh!, la madre, la
que engendró al Cristo hombre, la proletaria.
La veía llorando, gimiendo por el calvario de
su hijo, con el corazón traspasado por los siete
puñales. Y yo… yo era como una tenaza, una
fuerte tenaza morena, que pasaba las rejas y
volaba, volaba abierta hacia usted a arrancarle,
una a una, las espinas de hierro: ¡le arrancaba
las penas!
María. — (Enternecida). ¡Cállate, hijito!
Claudio. — Sí, sí, me callo. Lo que se habla, no se
hace, generalmente. (Vuelve a su caja). Y aquí
hay que hacer; mucho que hacer. Estamos
de acuerdo, ¿no?... (Ella asiente con la cabe-
za). Ya verá qué cambio fundamental. Ponga
su pensamiento en su más hermoso sueño:
¡como me soñó, seré! ¡Esto es pensado, sen-
tido, resuelto! (Se yergue, sacude los brazos,
espanta a manotones su pasado). ¡A trabajar!
Mecha. — (Que ha oído la última exclamación
de Claudio, por lateral izquierda). Sí, sí, que
es tarde, mamá. Mi desayuno y me voy. (Cruza
a arreglarse frente al espejo).
María. — En seguida, hijita. (Se dispone a ir).

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Claudio. — ¿Qué?... ¡No! ¡Yo, a trabajar! ¡Tú, te
quedas! (María se vuelve asombrada). ¡Eh, las
cosas han cambiado mucho, mi querida!
Mecha. — (A María). ¿Qué dice éste?...
Claudio. — ¿Te maravilla?... Pues, sí; esta casa
ahora es “mi” casa. Ustedes son “mis” dos
amas; y yo soy el que trabaja, proveo y guardo
“mi” nido.
María. — Bueno, pero que vaya hoy, al menos.
Dejar así, plantar así, no está bien.
Claudio. — ¡Que plante! Déjame a mí. Ven,
Mecha (ésta se acerca); mira a la vieja, nues-
tra viejita. ¿Crees tú que ella soñó con un hijo
presidario y una hija que se la explotaran?...
Mecha. — No creas, Claudio. Yo gano bien. No
me explotan.
María. — Gracias a ella…
Claudio. — (A Mecha). Tú, cállate. Explotan tu
juventud, te roban a tu balcón, te secuestran
a tu madre. Te explotan, ¡y cállate! Mire a mi
hermana, mamá: fresca y tierna, parece talla-
da en pétalos. ¿Y esta florcita de vida va a traba-
jar?... ¡No, señoras! En cambio, mírenme a mí;
fuerte, curtido, un varón cabal. (Las une y trata
de auparlas). Podría tomarlas entre mis brazos
y llevarlas por el mundo sin que una gota de

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fango me salpique. Como a dos nenas, como a
dos hijitas. (Empujando al foro a Mecha). Vaya,
vaya a telefonear a su taller o su fábrica, que
hoy no va, que hoy se queda con su herma-
no… o con su novio.
Mecha. — (A la madre, ingenua). ¿Vino Ramón?...
Claudio. — (Maravillado). ¡Ah, sí! ¿Conque es
Ramón? ¿Era mi hermano?... ¡Paisano pícaro!
(Mecha sale riendo). ¡Y no me habían dicho
nada! ¿Cómo ha sido eso, mamá?...
María. — Yo le he sabido hace poco. Tú sabes
que estas cosas, las muchachas…
Vecina. — (Visible al foro, dirigiéndose al za-
guán). No está. No, señor; ¡no ha vuelto!
María se sobresalta, va a la puerta, quisiera hacer ruido
para que Claudio no oyera.

Claudio. — (Solo, contento). ¡Paisano diablo!


Se me ha metido de un brinco en el corazón.
¡Bandido!
Vecina. — (Oficiosa a María). Era el de hoy, doña
María. Dice que él no es un señor. (Riendo,
a Claudio). Que es un compañero… Lo
despaché.
Claudio. — (Violento). ¿Qué?... ¡Pero, señora, no!
¡No, pues! (Corriendo al foro). ¡Sí estoy aquí!
¿Por qué me niegan?... No ve que es… (Sale al
39
zaguán, gritando). ¡Compañero! Venga; estoy
aquí!
Vecina. — (A María). ¡Qué barro he hecho! Yo,
como hoy usted… Creí hacer bien… Perdone.
(Mutis).
Claudio. — (Volviendo). ¡Y se fue otra vez, mamá!
(Se lo grita como una acusación). ¿Por qué me
niegan?... (Busca en la percha el sombrero, que
no encuentra). ¡Mi sombrero, pronto! (Entra
lateral izquierda, seguido de María; la escena
queda sola).
Pausa.

Ramón. — (Viste breech, botas de montar, pañue-


lo al cuello y sombrero amplio; entra como a
su casa; mira a su alrededor). ¿Taperas?... (Va
a la mesa, registra el mate, la yerba, la pava
y prende el calefactor). Bueno: ya que invitan,
tomaremos… (Silba, feliz, como si hubiera ve-
nido sólo a eso; va a volcar el mate, cuando
aparecen Claudio y María; los ve). ¡Oígale!
Claudio. — ¡Ramón! ¡Paisano!
Ramón. — ¡Hermano! (Se abrazan). ¡Mi hermano
viejo! ¿Cómo te ha ido?... ¿Llegaste bien?...
Claudio. — Bien, ya me ves. ¿Y tú?
Ramón. — Sobre el caballo, no más. (Se despren-
de de Claudio y va a María y la besa). Es un
40
encargo y perdone. De mi vieja, pa la mamá
de mi amigo…

María. — Gracias, gracias. ¿Está bien su mamá?


Claudio. — ¿Vienes de tu casa, ahora?
Ramón. — De mi rancho, sí. (A María). ¡Buena,
fuerte siempre, mi vieja gaucha! Ya está así
(hace ademán de chiquitez con la mano); no
cabe en mi poncho. ¡Uff, en mi pañuelo tam-
bién! Cualquier día me la echo al seno y se
las traigo pa que la vean… Pero… siéntense.
(Dispone sillas). ¡Con confianza, hombre!
Claudio. — (Sonríe). No, siéntate, tú; yo voy y
vuelvo…
Ramón. — (Que ya se ha sentado, se para).
¿Adónde?... Vamos juntos, si querés.
Claudio. — Vamos; es al local, aquí cerca. Ya ha
estado dos veces un compañero a buscarme.
Ramón. — (Suspenso). ¿Ah, sí?... (Volviendo a
sentarse). Entonces, vamos después; primero
tomemos mate. (Lo toma para volcarlo).
Claudio. — No; es que han venido a buscarme.
Ramón. — ¿Y de ahí?... Ya iremos, tomamos un
verde y vamos. Oh, si vas a empezar así, no te
va a quedar tiempo ni pa rascarte. ¡El local, los

41
compañeros! Ahora toda la república es una
asamblea. Al ancho, al largo, entre las peñas
y entre los trigales, ruge y flamea la protesta.
Sentáte.
Claudio se sienta. María trae una jarra de agua y una
servilleta, que deja sobre la mesa.

Bueno. Y como te iba diciendo… (Empieza a


volcar el mate bajo la mesa).
María. — (Alarmada). ¡No, Ramón! ¡Ahí no!
Deme…
Ramón. — Ya está; es lo mismo. (Viendo a la vieja
que corre a buscar la escoba). Qué doña María
ésta; tan aseadita, la pobre. (Claudio sonríe, él
echa yerba al mate, lo ceba y le da). Un amar-
go, hermano… Y, como te iba diciendo, mi
idea era estar ayer en el puerto pa recibirte a
ponchazos por la cabeza.
Claudio. — ¡Hombre!
Ramón. — Sí, pues: pa que olieras viento de liber-
tá, te iba a sacudir como con una bandera de
cielo y pampa por los hocicos.
Claudio. — (Volviéndole el mate). Está bueno.
Ramón. — Cuando tuve la noticia de tu salida de
Ushuaia, le pegué para Bahía. Quería embar-
carme antianoche pa estar ayer de mañana en
el portalón del barco con el poncho listo.
42
María entra, barre y se va.

Pero a Bahía caí igual que peludo a un baile. Me


achuraron.
Claudio. — Ah, ¿Sí?... ¿Qué pasó?...
Ramón. — Nada. Había función y conferencia en
un teatro. Me enteré y fui. Me barajaron en la
uña; no tenían orador y empezaron a amolar-
me: “¡Qué hable! ¡Qué hable!” (Ceba el mate).
Hablé…
Claudio. — ¿Y?...
Ramón. — Y a la salida me metieron preso.
Claudio. — Pero, ¿Por qué?...
Ramón. — Sería pa conocerme. Pasé la noche, me
prontuariaron y chao. Me vino bien; precisa-
mente, Bahía era de los pocos pueblos del que
no conocía los calabozos…
Claudio. — (Parándose). Menos mal, entonces…
Pero, me voy; tú te quedas.
Ramón. — (Que ha sorbido el mate, lo escupe in-
dignado). ¡Pero, amigo! Si hasta parece mentira.
¡Puaff!
Claudio. — ¿Qué hay?... ¿Qué te pasa?...
Ramón. — La yerba, pues. ¡Mire qué yerba se gasta!
Claudio. — (Medio mutis, foro). Ah, yo no sé.
(Riendo). De esas cosas yo no sé. Quejáte a
43
Mecha. (Viéndola entrar). ¡Ahí la tienes!
Ramón. — ¡Mecha!
Mecha se planta muda en medio de la escena.

Claudio. — (Entre los dos). ¡Mecha, sí! ¡Paisano


pícaro! (Le acaricia la mejilla dulcemente a
Mecha). ¡Muchacha pícara! (Los empuja uno a
otra y sale).
Ramón. — (Cariacontecido). ¡Oh!... ¿Qué hay?...
¿Qué quiso decir?...
Mecha. — (Alza los hombros significando “no sé”).
Ramón. — ¿Lo sabe todo, entonces?... ¿Usted?...
Mecha. — (Protesta con la cabeza “no”).
Ramón. — (Resuelto). Y total: ¡Bueno! Había de
saberlo un día. Sólo que… así… de pronto…
(Riendo francamente). ¡Loco grande, nuestro
hermano! Nos tiró al alma; de revés y de de-
recha. ¡Zas, tras! (Acción). Y quedamos con
nuestro secreto al aire como con un relicario
abierto. (Acercándose a estrecharla). Aura ya
no hay más que hablar… venga, pues: ¡venga!
Tapemos entre los dos, cobijemos este amor
que ese salvaje nos desnudó de un golpe… ¿Me
sigue queriendo un poco? ¿Un poquito mucho
más que la última vez?

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Mecha. — (Se deja hacer y afirma con la cabeza:
“sí”).
Ramón. — (Insistente). ¿Quiere a su gaucho ma-
trero, a su revolucionario?... ¡Conteste, pues!
¡Hable! Cante para mí solo.
Mecha. — (Cierra los ojos y los abre con un destello
de rápida y violenta determinación). ¡No; no lo
quiero, Ramón!
Ramón. — ¿Qué ha dicho, Mecha? (Se le caen los
brazos). ¿Qué no me quiere?...
Mecha. — ¡Sí; que no le quiero, he dicho! ¡Que no
le quiero revolucionario!
Ramón. — Pero… entonces…
Mecha. — Yo había soñado el amor como una libe-
ración, no como una pena más.
Ramón. — ¿Pena?... ¿Por qué?...
Mecha. — La dulce esperanza de ser amada, que-
rida, dormía en mi corazón como una flor o un
canto…
Ramón. — ¿Y?... (Ansioso).
Mecha. — Y usted pretende que la flor se cierre,
que el canto se me deshaga en lágrimas… ¡Ah,
pero no! ¡No le quiero revolucionario!
Ramón. — ¿Y cómo me querría, entonces?...

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Mecha. — ¿Cómo?... Como la mayoría de los hom-
bres; para el hogar, para la paz. ¡Qué sé yo!
Ramón. — (Con encono). ¿Milico, tal vez? Está
bueno. ¿Y es Mecha Méndez la que habla; es la
hermana de mi hermano?... La que conocí en
los centros, en las reuniones, en los motines del
pueblo… ¡Caray!
Mecha. — Sí, sí; esa. La misma, Ramón.
Ramón. — (Sarcástico). La que cantaba en los
coros de las funciones los más bravos cantos
nuestros. La que creció prendida al cuello de
Claudio, oyendo latir su propio corazón gua-
po… ¡Mecha Méndez!
Mecha. — (Acosada). Sí, sí, Ramón; ¡Mecha
Méndez! Mecha Méndez, que vivió fingiendo
valor veinte años — ¡óigame bien!— fingiendo
valor veinte años, le dice ahora a su novio que
no le quiere revolucionario. (Cierra los ojos y se
estremece llorando). ¡Que tiene miedo!
Ramón. — ¿Miedo?... ¿Miedo de qué?...
Mecha. — (Se sienta vencida). De su vida, de su
destino, de sus ideas…
Ramón. — (Se sienta también y murmura sin en-
cono ya). ¡Ah, caray! Mi destino, mis ideas…
Está bueno. Yo no sé, entonces… Yo sólo sé que
cuando una mujer quiere de veras a un hombre,

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lo primero es la adhesión: seguirlo al destierro,
seguirlo a la cárcel, seguirlo a la cruz… ¡Eso es
amor!
Mecha. — (Se yergue vibrante). Bien; bueno. ¡Le
seguiré! Y le seguiré temblando, como he se-
guido a mamá tras de mi hermano; como he
seguido a mi hermano, tras de su ideal… Pero
aquel amor, del amor que yo soñé, no hablemos
más. ¡Nunca más! (Se oyen batir las manos en
el zaguán; Mecha se seca el llanto y va a salir).
Ramón. — (Incorporándose). No, no salga así;
voy yo. (Se asoma y habla a voces). ¿Claudio
Méndez?... ¡No, no está! (Escucha y sigue).
¡Ajá! ¡Caray! ¡Está brava la cosa, entonces!
(Escucha de nuevo). ¡Ajá! ¡Mejor, pues! ¡Sí,
sí! ¡Ya debe estar allí, Claudio! Vaya, no más.
Ya lo alcanzo yo también. ¡Bueno! ¡Salú, salú,
compañero! (Se vuelve, toma el sombrero y se
dispone a irse).
Mecha. — (Siguiéndole). ¿Ve, Ramón, ve?... Así
fue toda mi vida y la vida de mi mamá. ¡El
compañero! El compañero, que pone su garra
negra y sangrienta entre la madre y el hijo, en-
tre el hermano y la hermana, ¡entre… usted y
yo!
Ramón. — Y bueno, Mecha, ¿qué quiere?... Esta
es la lucha. Pero (apartándola), ya hablaremos

47
luego. Voy y vuelvo.
Mecha. — No volverá. Ni usted ni Claudio vol-
verán ya… Lo de siempre: el compañero, la
huelga, la cárcel…
Ramón. — Después de todo, ¿Qué puede impor-
tarle a usted? De mí, digo. Si no me quiere…
Mecha. — (Reaccionando, resuelta). ¡Pero usted
no irá! ¡Tú no irás! (Le cierra el paso).
Ramón. — ¿Cómo?... (Con asombro en que apun-
ta su vanidad satisfecha). No, Mecha, iré.
Debo ir…
Mecha. — ¡No irás, no! (Lo abraza). Con veinte
años de dolor te he ganado para mí. ¡Eres mi
vida, mi flor y mi canto! ¡Cuánto te quiero! (Lo
besa, loca, riendo y llorando). ¿Y te me van a
llevar, te me van a arrebatar?... ¡No, no! ¡No
irás!
Ramón. — (Ya tonto del todo). ¡Oh, pero… sosié-
guese!... ¡Bueno, Mecha!
Mecha. — ¿Verdad que no, que no irás?... ¿Qué
eres mío, para mí?...
Ramón. — (Echándose a muerto). Bueno, sí, ya
estuvo, ¡bah! ¡No voy! Pero, deja, al menos,
que me disculpe, mujer. (Por sobre el hombro
de ella, grita al foro). ¡Será otra vez, compa-
ñero! Aura, ya me lo ve al gaucho: ¡redotao!

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(Baja los brazos, haciéndose el infeliz y sigue
a Mecha, que lo arrastra). Y lo que es peor:
¡redotao y alegre! ¡Mecha!
Intenta besarla, cuando oye a Claudio en el zaguán,
invitando a Gabriel a pasar. Mecha hace mutis lateral
izquierda.

Claudio. — (Entrando). Pasa, Gabriel, pasa. Aquí


está Ramón, también.
Ramón. — (A Gabriel). ¡Oh, mi melenudo viejo!
¡Avante!
Gabriel. — ¿Cómo te va, paisano?... (Se dan las
manos).
Claudio. — (A Gabriel). Acomódate por ahí.
Siéntate. (A Ramón). Llegué tarde. Han rodea-
do la manzana con un cordón de cosacos. Es
imposible pasar. (Se sienta contrariado).
Ramón. — Sí; ya sé; así dijo un compañero que
vino hace un momento a buscarte.
Claudio. — ¿Cómo?... ¿Vino otra vez?... Pero…
(Pronto a estallar). ¿Qué me quiere ese hombre?
Ramón. — ¡Oh, que vayas! ¿No sos del gremio?...
Y, a más, la cosa está brava; precisan manos…
Yo iba a ir…
Gabriel. — (Sacando el libro y estirando el bra-
zo para hacer silencio). Che, che: ante todo,

49
quiero leerles un verso de un poeta nuevo; es
un poemita corto; pero van a ver qué vida, qué
fuerza de evocación; ¡qué bárbaro! (Ramón le
mira sarcástico y Claudio estalla).
Claudio. — ¡Yo soy del gremio, ya sé! Pero debie-
ran pensar que ayer llegué del presidio; que es-
toy cansado, vencido, roto. (Se para). Y vienen
aquí a buscarme; no esperan que vaya yo; ¡vie-
nen y vuelven e insisten! ¡Oh! (Dirigiéndose a
la puerta, que cierra a golpes). ¡Me obligarán a
negarme, a tapiarme, a esconderme!
Ramón. — Y total: la culpa es de éste, si no pu-
diste llegar. (Por Gabriel). ¿Dónde lo hallaste?
Gabriel. — ¿Mía?... (Asombrado).
Claudio. — Iba también para allá…
Ramón. — ¿E iba con esa melena que no pasa ni
en el circo, pagando entrada? ¡Córtese el pelo,
amigo!
Gabriel. — (Se alisa el pelo y sonríe, tolerante).
Bueno, déjate de cosas. Oigan, che…
Claudio. — (Volviendo a su silla). Tengo los ner-
vios entregados al demonio. Es la cárcel, estos
cincos años de encierro. Perdónenme.
Gabriel. — (Obsecuente). Y todavía no has dicho
cómo te han tratado allá. ¿Se ha de sufrir mu-
cho, no?...

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Ramón. — No, si es lindo; casi como un poeta de
esos. (Por los del libro).
Claudio. — (Mordiendo ira de nuevo). No, en
Ushuaia no se sufre. ¡No se sufre! Desde que
entras al presidio hasta que sales, un centinela
te apunta con su fusil a la cabeza, a las espal-
das o al pecho. De día y de noche, de pie y
echado, sientes sobre tu vida la amenaza de
ese fusilamiento. Y no se sufre. Eres un reo en
su capilla, en una capilla eterna, que no aca-
ba nunca, y cuya prolongación ni te aplasta ni
te mata, sino que te vacía y te agota. Y no se
sufre. Cual si la boca del máuser te sorbiera,
poco a poco, la sensibilidad, el coraje y el re-
cuerdo. ¿Entiendes?... No va la muerte hacia
ti; al revés: tú entras en ella. El arma patria te
extrae, te masca y te tiene, en su pico frío y
oscuro, como a una carroña que puede arrojar
cuando quiera. Y eres tú el que teme entonces
dispararte, partir del caño, apretar el dedo so-
bre el gatillo… Y entre ese abismo y tu horror,
todavía está el guardián. ¡Sí! El guardián, que
te grita, te zamarrea, te escupe. ¡Ah!, es como
si cayeras desde el cielo, con la sensación de
estrellarte sobre la tierra, y en el aire, en el
vacío, un segundo antes de la muerte, te sin-
tieras maldecir, abofetear, profanar. (Pausa).
Y no se sufre… ¿Sabes por qué?... Porque a

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poco de ingresar a aquel infierno, eres una
bestia vil, inerme y cobarde: ¡que tiembla, no
más, que tiembla! Y ya no sufre… (Parándose
exaltado). Donde se sufre es aquí, en libertad,
cuando te crees, te imaginas que eres hombre
y… (A gritos).
Ramón. — (Conteniéndolo). ¡Eh, hermano!
¡Caray! ¡Si gritaras menos, te oiríamos lo mis-
mo, pues!
Claudio. — (Volviéndose a él, sombrío). Pero si
gritara menos, no podría hacer callar mi con-
ciencia, que también grita. Me grita que vaya
allá (señala la calle)., con mis compañeros.
¿No entiendes?... ¿O crees que es contigo, o
con éste, o con el diablo con quien discuto?
¡Es conmigo, es a mí a quien le estoy gritando!
Ramón. — ¡Ah, bueno! Entonces, dale, no más.
Métele… Mientras yo me apunto a un mate de
yerba fiera. (Se dispone a cebárselo).
Gabriel. — (Metiendo en la coyuntura). Y yo te
leo el poemita este…
Ramón. — (Dejando el mate y volviéndose a él).
Mirá, che: a vos te voy a contar un cuento, a
ver si te convencés. Este era un zorro al que
sacaron matando, de un gallinero, una cua-
drilla de perros. Lo llevaban campo afuera,
errándole tarascones, cuando al pasar bajo un
52
árbol en que dormía un payador, se llevó por
delante su guitarra. La viola rodó cantando
bajo sus patas, y el zorro, entre gambetea y
gambetea, gritó en su idioma: ¡Como pa mú-
sicas voy!...
Gabriel. — (Con asombro). ¡Oh! ¿Y qué me quie-
res decir?...
Ramón. — ¡Que te dejés de milongas, aura! ¡Que
no estamos pa versitos!
Claudio. — (Se vuelve a sentar, tranquilo ya, comu-
nicativo). El caso es éste: vuelvo después de cin-
co años, enfermo, quebrado, histérico. Necesito
de mi madre para curarme; ella precisa de mí
para vivir. Prometo, juro, estoy dispuesto y re-
suelto. Y cuando me alzo, me desprendo de sus
brazos para lanzarme a la senda nueva, del tra-
bajo y de la paz… ustedes ven: el compañero,
la huelga, mi conciencia. Sobre todo esto: ¡mi
conciencia!
Ramón. — (Fraternal, amorosamente). ¡Pero, her-
mano! Empezará por convencerte que no sos
imprescindible allí. Hay muchos que ocuparán
tu lugar. Nadie, en justicia, podrá reprocharte
nada. Si te salís de la güella, te haces a un lao
pa vivir tu vida, te lo hallarán bien. (Claudio le
mira y él remarca). Sí, sí, hermanito: lo hallarán
bien… Porque del caballo que uno quiere, hasta

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el relincho le parece lindo. Y a vos te quieren: lo
hallarán lindo…
Gabriel. — Cada cual vive lo suyo; va donde le
llama su alma, su vocación. Date el trabajo,
Claudio. Como yo al arte. Como éste…
Ramón. — (Manotéandole las greñas). ¡Yo a las cer-
deadas, che! (Echa mano a la cintura y ama-
ga cortarle el pelo; el otro resiste buenamente).
¡Dejá, no te resistás!...
Claudio. — (Ensimismado, lejano, ausente). Sí, sí.
Arte, trabajo, amor… Cualquier cosa que brote
de una vida apasionada, es bella siempre; ya sé.
Pero, ¡ay!, muchachos. La belleza es poca cosa,
para el que marcha tras la justicia. ¡Con el pue-
blo, para el pueblo! Éste fue mi sueño. ¿A qué en-
gañarme, ahora?... Arte, trabajo, amor… (Sacude
la cabeza, desolado). ¡No, no! Dentro de mí, en
mi conciencia, eso tiene un solo nombre: ¡miedo
a la lucha, miedo a la vida, miedo a todo!
Va a llorar, cuando aparecen María y Mecha; la madre
siente en la entraña la crisis del hijo.

María. — ¡Hijito! (Va a él y le toma la cara). ¿Qué


tienes, Claudio?...
Claudio. — (Repuesto, sonriendo). Nada, nada.
Hablaba con los amigos…
María. — ¡Volviste prontito, eh! ¡Gracias!

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Gabriel. — (A Mecha). ¿Cómo está, Mecha?...
Feliz, con el retorno de Claudio, ¿no?
Mecha. — ¡Imagínese! Y usted (dándole la mano),
¿cómo está, Gabriel?
Ramón. — Bien, muy bien de la voz. (A Gabriel).
Ahí tenés el candidato pa tus versitos.
¡Desembucháte, perdiz! (Quedan aparte).
Claudio. — (A María). Volví, sí. Ya ve, mamá…
María. — Gracias, hijito. Ya soy feliz. Creo en ti
y estoy contenta.
Claudio. — (Toma el periódico y va a leer). ¡Mi
pobre vieja!
María. — No, no leas, ahora. Vamos a conver-
sar… (Le retira el periódico). ¿Sabes?... Ramón
le ha prometido a Mecha dejar también…
Claudio. — (A Ramón). ¡Ah, sí! ¿También tú,
paisano?...
Ramón. — (Se acerca, seguido de Mecha; Gabriel
solo, pasea frente al balcón, leyendo). ¿Qué,
che?
María. — Gracias a usted lo mismo, Ramón. Por
mí y por su pobre madre… ¡Ah, muchachos,
cabezas locas! (Arregla cualquier cosa sobre la
mesa). Ustedes no sabrán nunca lo que sufri-
mos nosotras con esas…

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Gabriel. — (Deteniéndose, con alarma). ¡Oigan!
Parece que han salido del local los metalúrgi-
cos. Vienen hacia aquí cantando. ¿Oyen?...
El himno “Hijos del pueblo, te oprimen cadenas”, empieza
a llenar la escena, se cuela como un viento por las hendi-
jas; todos escuchan.

Claudio. — (Enderezándose, poco a poco). ¿Oye,


mamá? “¡Hijos del pueblo!” ¡Cinco años que
no lo oía! ¡Lo cantan mis compañeros! ¿Oye?...
María. — (Abrazándole, apretándole). Sí, sí, oigo,
hijito, sí. Pero serénate; queda quieto.
Claudio. — (Ya con la vida en la calle, resplande-
ciente). ¡Abre el balcón, hermano! (A Ramón).
¡Que nos alumbre ese canto! ¡Que nos bendi-
ga! (Ramón se mueve para ir).
María. — ¡No! ¿Para qué?
Mecha. — (Cortándole el paso). ¡No abra, Ramón!
Ramón. — ¡Oh!, ¿y por qué no, querida? Vamos a
oírlo mejor; podremos verlos pasar también.
(La separa y va al balcón, cuando el clarín da
su primer toque de alarma).
Gabriel. — ¡El clarín de los cosacos!
Ramón. — ¡Caray! ¡Se va a aguar la fiesta!
¿Oyes, che, Claudio? (El himno vuelve). ¿Qué
hacemos?

56
Mecha. — (Frente a él). ¡Nada! ¿Qué van a ha-
cer?... ¡Nada!
María. — Nada, ¡Claro! ¡Quedarse aquí! ¡Esperar
que pasen!
Claudio. — Y el canto sube, no más; ¡vuelva, vie-
ne!... ¡Hijos del pueblo! ¡Qué triste y qué he-
roico! Parece un sol entre la tormenta.
Suena otra vez el clarín y simultáneamente se inicia el
tiroteo: caballazos, gritos, rebotes de bala.

Voces. — ¡Adelante! ¡Abajo! ¡Viva la huelga! ¡A la


fábrica! (Y por arriba de todo, como una nie-
bla cárdena, la canción). ¡Hijos del pueblo, te
oprimen cadenas!
Claudio. — (Repitiendo, moviéndose hacia la
puerta). ¡Hijos del pueblo, te oprimen cade-
nas! ¡Vamos! ¡Vamos!
Ramón. — ¡Vamos!
María y Mecha. — ¡No, no! ¡Ramón! ¡Claudio!
¡Acuérdense! ¡No! (Los inmovilizan).
Gabriel. — (Arrojando el libro). ¡No! ¡Quédense
ustedes! ¡Voy yo! (Se dirige a la puerta y mien-
tras la abre, dice). Yo no tengo ni novia ni ma-
dre. ¡Es a mí a quien llama el canto!... (Va a
salir, cuando llena la puerta el Compañero).
¡Ah!, ¿usted?... ¿Venía a buscarme?... ¡Ya iba
yo! (Desaparece).
57
Compañero. — (Queda sobre la puerta, tenién-
dose tambaleante). ¡Claudio! (Con la voz rota).
Claudio. — (Reconociéndolo). ¡Araujo! ¡Viejo
Araujo! (Se deshace de su madre, corre a él y le
recibe en brazos).
María. — ¡El Compañero!
Claudio. — (Sosteniéndole, pues el otro se le
cae). Pero, ¿qué tienes, viejo? ¿Estás herido?...
(El compañero dice con la cabeza “sí”). ¿Mal
herido?...
Ramón y Mecha se acercan y le ponen una silla, en que
cae; María le sostiene.

¿Tú eres el que ha venido a buscarme hoy tres


veces?... (El Compañero, con la cabeza: “sí”).
¡Tres veces! ¿A mí, a tu discípulo, al que en-
señaste, junto con el oficio, el ideal?... ¡Pobre
viejo! (Le besa la frente).
El Compañero, por sobre el grupo inclinado sobre él, le-
vanta la mano y señala la calle, de donde viene, en trozos
rotos, cada vez más lejano, el himno.

¡Sí, sí! ¡Hijos del pueblo! ¡Oigo, sí, viejo!


Comprendo. ¡Ya voy! (El Compañero dobla el
cuello para morir; Claudio le toma la diestra).
¡Y fue preciso que vinieras a golpear con tu
mano ensangrentada mi corazón, para que al
final te oyera! ¡Pero, ahora, voy!
58
María y Mecha. — (Sosteniendo al moribundo).
¡Pero, Claudio, Ramón! Este hombre se mue-
re. ¡Se muere!
Claudio. — ¡Ya voy! (Saliendo). ¡Ya voy! (Desde la
puerta, a Ramón, fríamente). ¿Tú te quedas?
Ramón. — (Siguiéndole). ¡No! ¿Por qué?...
¡También soy hijo del pueblo yo!
Salen, y con ellos se va, se aleja, recula hasta apagarse el
himno.

Fin

de la obra

59
ANEXOS
Rodolfo González Pacheco
junto a su compañera, añ0 1948.
Una cronología de
Rodolfo Gonz ález Pacheco

Por Vl adimiro Muñoz

Desde el comienzo hasta el fin, la vida, la


personalidad, el pensamiento, la obra de
Pacheco son una proclamación del más
alto y puro anhelo de ser libre, surgido en
la mente y en el corazón del ser humano.
Alfredo de la Guardia

1841 Agustín González nace en el Uruguay: será


el futuro padre de Rodolfo González Pacheco.

1861 Benicia Pacheco nace en Tandil (Argentina):


será la futura madre de Rodolfo González Pacheco

1881 Carlos Rodolfo González Pacheco nace el 4 de


mayo en Tandil, bautizándosele el día 24 en la parro-
quia local. Recordando a su pueblo natal, escribirá:
“Mi Tandil es como un indio petiso lampiño, grave,
que ha muerto, al huir a la cordillera, en el primer
altiplano, pero cuyas provisiones han rodado de
sus hombros cuesta abajo. Su agua, sus yugos, sus
63
frutas, se han reproducido en fuentes, en huertos,
en árboles. Sus angustias de vencido se le volvieron
aves. Y todo eso brota ahora, sube de las hondonadas,
con la fuerza suave y segura, mientras él duerme,
amontonado en la loma, hecho roca, roca, roca...”.

1882 El padre de Pacheco tiene en Tandil un comer-


cio de ramos generales.

1885 Nace Teodoro Antillí en Argentina; sobre él


escribirá Pacheco: “Antillí fue autodidacta, en la
más bella y viril acepción de este vocablo. No vino
al anarquismo desde las bibliotecas, sino del fondo
doloroso de la vida. Y cuando abrió los libros, fue
para hacerse compañero de los sabios, no su esclavo”.
Errico Malatesta funda en Buenos Aires la revista
Questione Sociale, en italiano y español: difundirá en
el país la modalidad ácrata del comunismo liberta-
rio, a la que adherirán Pacheco y Antillí. Sobre este
último Pacheco recordará: “Como, al decir Barrett,
hay ciertos hombres-naciones, Antilli fue entre
nosotros el hombre-idea. Se podía confiar en él más
allá de cualquier límite. Ponía la mano y echaba leña
a todas las fogatas, motineras o ideológicas, pero
sin concederles más méritos que el del herrero a su
martillo y su yunque. Lo que trabajaba en ellas era
un solo metal siempre: el comunismo anárquico”.

64
1887 Muere Agustín Gonzáles. En Buenos Aires
aparece el periódico anarcocomunista El Socialista.

1889 Cesa su aparición Questiene Sociele, en total


14 números.

1890 El 18 de mayo empieza a publicarse en Buenos


Aires el periódico libertario titulado El Perseguido

1893 Rodolfo González Pacheco inscripto en la


Escuela de Comercio de Buenos Aires. El 23 de
enero se funda el periódico libertario La Liberté, en
idioma francés, cuyo director es el anarquista galo
Alexandre Sadier.

1894 Rodolfo González Pacheco deja sus estudios


comerciales y vuelve a Tandil.

1895 Sadier reemplaza La Liberté, por Le Oyelon,


nuevo periódico libertario de Buenos Aires. En La
Plata aparece el periódico ácrata La Anarquía.

1896 En Luján, el doctor John Creaghe funda un


nuevo paladín libertario: Libre iniciativa. Importante
obra libertaria: Aparece en Argentina El principio del
arte y su destino social, por P.J. Proudhon (Buenos
Aires: editor B. Gutiérrez de Quintanilla, tomo I de
264 pp. y tomo II de 279 pp).
65
1897 El 31 de enero finaliza su publicación El
Perseguido; pero continúa la difusión libertaria de
La Protesta Humana de Buenos Aires, que apare-
ce el 13 de junio dirigido por el ebanista catalán
Gregorio Iglán Lafarga. Otro catalán, José Prat, se
hace cargo este mismo año de esta publicación y a
la vez traduce esta importante obra: Psicología del
anarquista - Socialista, de A. Hamón (Buenos Aires:
“La Elzeviriana”, 234 pp).

1900 Rodolfo González Pacheco trabaja como


escribiente en la municipalidad de Tandil. Empieza
a escribir versos y prosa; algunas colaboraciones
suyas aparecen en el periódico Luz y verdad, con el
seudónimo “Solrac” (Carlos al revés). Con un grupo
de amigos funda el periódico Futuro y se hace anar-
quista; su hija Elma recordará: “Anarquista es quien
basándose en hechos, ideas y sentimientos, es capaz
de negar el principio de autoridad, e idear nuevas
formas de relación entre los hombres”.

1904 El 19 de abril La Protesta reemplaza a La


Protesta Humana.

1905 Rodolfo González Pacheco de nuevo en la


capital; su hija Elma lo recordará así: “El anarquista
soñador y poeta, vehemente y violento, apareció en
Buenos Aires”.
66
1906 Encuentro de Teodoro Antillí con Rodolfo
González Pacheco, que recordará: “Antillo fue un
anarquista claro y sugerente, de caudal vivo”. Los dos
fundan los periódicos libertarios Campana Nueva
y Germinal, en Buenos Aires. Pacheco, junto al ex
policía y ahora libertario, Federico A. Gutiérrez,
funda en Buenos Aires el periódico libertario La
mentira, con un curioso subtítulo: “Órgano de la
patria, la religión y el Estado”.

1907 Rasgos, por Rodolfo González Pacheco, es su


primer libro publicado (prosa y poesía), Pacheco
interviene en la huelga de los conventillos, que
apoya el diario bonaerense La Razón, dónde trabaja
su amigo el libertario Tito Livio Foppa. Sobre esta
huelga Juana Bouco Buela escribirá: “Te recuer-
do con tu corbata voladora, allá por el año 1907,
cuando recorríamos barrios humildes y en sus
conventillos, sobre sus umbrales hacíamos de ellos
tribuna para decirles a sus habitantes que debían
rebelarse contra el capitalismo que los explotaba”

1908 La Protesta aparece como diario matutino.


Santillán recordará que entre sus talleres se impri-
mían dos cotidianos anarquistas, caso único en el
mundo ya que por la tarde veía la luz La Batalla,
bajo la dirección de Rodolfo González Pacheco y
Teodoro Antillí. En Paraná aparece La Ráfaga, órgano
67
libertario de la Federación Obrera Entrerriana.

1910 Juana Rouco Buela recuerda a G. Pacheco: “El


centenario argentino, aquel hermoso movimiento que
fue toda una gesta revolucionaria, me parece verte
trepado en los balcones y ventanas, junto a Fernando
del Intento, Grisolía y tantos otros, luchando por la
libertad de los hombres. Recorrimos las calles de
La Plata, llenos de entusiasmo y corazón”. Le repre-
sión autoritaria devasta y destruye los talleres de
La Protesta, algunos de cuyos números logra hacer
reaparecer el “indio” Barrera (Apolinarlo Barrera);
pero, la mayoría deben publicarse en Montevideo, a
cargo del estudiante Juan Emiliano Carulla. Germen
—periódico libertario— aparece el 15 de abril en
Santa Fe.

1911 Alberdi es un nuevo periódico libertario funda-


do en Buenos Aires por Rodolfo González Pacheco,
Teodoro Antillí y Apolinario Barrera. Deportación
de Pacheco a la austral Ushuaia, de donde regresa
este año, para luego fundar en Buenos Aires otros
paladín libertario, Libre Palabra, con su amigo Tito
Livio Foppa. La reconstrucción de los talleres de La
Protesta está a cargo de Alberto Ghiraldo, Rodolfo
González Pacheco y Teodoro Antillí. Pacheco y
Foppa se embarcan hacia México, para participar
en la Revolución Mexicana. Pacheco envía a Tierra
68
y Libertad de Barcelona colaboraciones sobre esta
revolución. En Buenos Aires aparece el folleto De
Ushuaia, por Rodolfo González Pacheco y también,
el 1º de octubre aparece El Manifiesto, periódico
libertario fundado por Pacheco y Antillí.

1912 Pacheco y Foppa en La Habana, donde el pri-


mero confenrencia sobre “El Emigrante”. R. Lone
(Jesús Louzara) recordará: “Fue ya hace muchos años
cuando por primera y última vez vi a Pacheco, en la
capital, La Habana (Cuba) y al que, sin eufemismos
ni petulancia, yo titulo “el Perinclito de la oratoria”.
Con Fopppa, que tiene una corresponsalía para la
revista Fray Mocho de Buenos Aires, Pacheco se
embarca para España.

1913 Pacheco conferencia en Barcelona y varias


ciudades gallegas, a la vez que escribe para La
Protesta de Buenos Aires. La Biblioteca Emilio Zola
de Santa Fe publica Germen, en su segunda época. A
fines de año, Antillí es encarcelado por un artículo
defendiendo a Simón Radovitzky.

1914 En agosto, Pacheco y Foppa se hacen repatriar


desde España y regresan a Buenos Aires. Luego de
tres meses preso, Antillí recobra la libertad. Muere
el anarquista español Antonio Loredo y recordará
Pacheco: “Ha muerto cuando ya no tenía más que
69
entregarnos. Ocupado en darlo todo, se olvidaba
de comer y de bañarse. Tal lo vi la última vez entre
los trabajadores de Barcelona: flaco, raído, descalzo,
con las greñas como ramas arrastradas por el barro”.
Y continúa: “Ya ha muerto de trabajar de bohemio.
Sus conferencias en el Ateneo Sindicalista, de dos,
tres horas seguidas, le mellaban la vida, le socavaban
el pecho”. Aparece El Sofisma Socialista, de Julio R.
Barcos (Buenos Aires: Biblioteca “La Antorcha”, 54 pp).

1916 Las Víboras, por Rodolfo González Pacheco,


boceto dramático en un acto, es estrenado el 16 de
septiembre por la compañía Muiño-Alippi, en el Teatro
Nuevo de Buenos Aires. Ingresa en la redacción de La
Protesta el panadero asturiano Emilio López Arango.

1917 Se funda en Buenos Aires la agrupación Anarquista


La Obra, que publica un periódico del mismo nombre,
siendo sus fundadores Rodolfo González Pacheco y
Teodoro Antillí. Costean esta publicación con productos
agrícolas y Pacheco recordará: “También yo iba el otro
día con un carrito cargado de trigo hasta las estacas.
Iba desde esta chacrita que, con Antillí, surqueamos
hacia el molino, la imprenta que nos imprime La Obra.
Llevaba pan”. La Inundación por Rodolfo González
Pacheco, drama en tres actos, es estrenado el 29 de
octubre, por la compañía Pablo Podestá, en el Teatro
Nuevo de Buenos Aires.
70
1918 Recordará Santillán que La Protesta, “mantuvo
una oposición cerrada contra la supuesta dictadura
del proletariado en Rusia”. Y añadirá: “Fue un puntal
de fidelidad al pensamiento libertario cuando la
sugestión de la revolución de octubre de 1917 sacudió
al mundo del trabajo”. A fines de este año Santillán
ingresa en la redacción de La Protesta. En La Plata
aparece la revista libertaria Ideas.

1919 Carteles, por Rodolfo González Pacheco; comen-


tario sobre este libro en el semanario El Hombre de
Montevideo (Nº 131 del 36 de abril): “Quien lea Carteles
puede afirmar que conoce de cuerpo entero a Rodolfo
González Pacheco”. Un edicto gubernamental (5 de
mayo) suprime momentáneamente toda la prensa
libertaria que hasta ese momento se publicaba en
la Argentina; en agosto, para reemplazarla, aparece
Tribuna Proletaria, fundada por Mario Anderson
Pacheco y Alberto S. Blanchi.

1920 Magdalena, por Rodolfo González Pacheco, obra


teatral de un acto, es estrenada el 9 de junio, por la
compañía Muiño-Alippi en el teatro Buenos Aires, de
esta ciudad. Aparece El libertario, periódico fundado
por Pacheco y Antillí, en Buenos Aires; el 23 de octu-
bre se interrumpe en su n° 15. Se publica en Córdova
(Argentina), la revista libertaria Mente, en la cual Pacheco
colabora con un hermoso trabajo sobre Malatesta.
71
1921 El 25 de marzo se funda en Buenos Aires el
periódico libertario La Antorcha, siendo Pacheco
uno de sus fundadores. Hijos del Pueblo, por Rodolfo
González Pacheco, obra de teatro en un acto, es
estrenada el 29 de junio, por la compañía rioplatense
que encabeza Alfredo Camiña, en el Teatro Boedo
de Buenos Aires. En su cartel Gualeguaychú escribe
Pacheco: “No van a ser nuestros huesos los que se
alzarán de la tierra, sino nuestros pensamientos de
amor, de paz, de vida libre. Caigamos, pues por algo
más que por odio o por venganza: ¡por la libertad,
que ha de perdurar eterna; más allá de nosotros, más
allá de los tiranos; más allá siempre!”.

1922 El 9 de enero aparece el prestigioso suplemento


semanal de La Protesta. En General Pico (Argentina)
empieza a publicarse el periódico libertario Pampa
Libre; y en Tandil aparece otro paladín ácrata: La
Verdad. El Sembrador, por Rodolfo González Pacheco,
obra de teatro en un acto, es estrenada el 28 de julio,
por la compañía Pedro Zanetta, en el Teatro Boedo
de Buenos Aires.

1923 Pacheco en Chile realizando fructuosa gira


de propaganda; el chileno González Vera recorda-
rá: “Pacheco habla como escribe. Su frase nace del
mismo modo inaudito, idéntica originalidad, cortada
como un hacha. El discurso pierde su identidad con
72
el cartel solo por el tono y el ademán que van indi-
vidualizando cada frase. Además, tiene la virtud de
elevar al auditorio a un estado de ánimo propicio al
estremecimiento y abierto a su vibración. Sabe tam-
bién el dif ícil secreto de reemplazar cada idea por su
correspondiente imagen”. Carteles del Camino, por
Rodolfo González Pacheco, reúne escritos suyos de
Chile y Paraguay. Muere Teodoro Antillí; Pacheco
recordará: “Cuando regresé de Chile, el mal terrible
ya me lo había aniquilado. Aún escribía, pero desde la
cama. Lo levanté como pude, a caricias y a alaridos,
y se lo llevé a su madre, a la mamita que él quería
tanto. Allá se ha muerto, allá al pie de un eucaliptus
gigante, sobre las barrancas de San Pedro, quedó
enterrado, como una semillita, mi hermano viejo”.

1924 ¡Salud a la Anarquía!, por Teodoro Antillí,


recopilación y prólogo de Rodolfo González Pacheco
(Buenos Aires: “Las Antorchas”, 319 pp).; en su
prólogo titulado Los Carteles de Antillí, escribe, G.
Pacheco: “Antillí fue un sembrador que un día salió
a sembrar y no volvió nunca más sobre sus pasos;
acomodó su existencia a todas las intemperies y
echó adelante, sembrando ideales suntuosos, de vida
fuerte y alegre, como un albañil sin techo, pobre de
toda pobreza, siembra palacios. Fue un escritor sin
sentido utilitario, para quien escribir era donarse,
aclarar, esclarecerse y producir grandezas, vivir en
73
grande. Un obrero que sacaba sus soldadas de sus
propias sensaciones de hombre que está al pie de un
yunque, con el pecho resoplante, el brazo a vuelo y
el cerebro como un globo lleno de luz iluminando su
obra. Tipo menos burgués yo no he visto otro”. El 13
de julio aparece en Santa Fe el periódico libertario
Orientación y un poco después la revista Inquietud.
Hermano Lobo, por Rodolfo González Pacheco, obra
de teatro en tres actos, es estrenada el 24 de diciembre
por la compañía José Gómez, en el teatro Liceo, de
Buenos Aires.

1925 El anarquismo en el movimiento obrero, por


Emilio López Arango y Diego Abad de Santillán
(Barcelona, Ediciones “Cosmos”, 203 pp). intere-
sante primer capítulo titulado: “El anarquismo en
la Argentina, un campo de experimentación del
moderno movimiento obrero”.

1926 A causa de un artículo defendiendo a Kurt


Wilckens, condenan a Pacheco a seis meses de pri-
sión, pero se va al exterior, desde donde colabora en
La Antorcha, El Libertario y La Obra. En Rosario
aparece Libre Acuerdo, nuevo periódico libertario.
Natividad, por Rodolfo González Pacheco, obra
de teatro en tres actos, es estrenada el 31 de julio
por la compañía José Gómez, en el teatro Marconi
de Buenos Aires. El suplemento semanal de La
74
Protesta, en su Nº 225 del 27 de diciembre, pasa a
ser quincenal.

1927 El 13 de febrero aparece en Buenos Aires el


periódico libertario, en italiano, Il Pensiero, redacta-
do por Aldo Aguazzi y con colaboraciones de Luigi
Fabbri, Camilo Berneri y Hugo Treni. En mayo apa-
rece, transformado en revista, Orientación, de Santa
Fe. Se publica en Bahía Blanca la segunda época del
periódico libertario Brazo y Cerebro. Nueva obra
de teatro en un acto, A contramano, por Rodolfo
González Pacheco, se estrena el 3 de junio, en el
teatro Buenos Aires de esta ciudad, a cargo de la
compañía Enrique Muiño. Aparece en junio el perió-
dico libertario Tribuna Libre, de Rosario. Certamen
Internacional de La Protesta (Buenos Aires; Editoria
La Protesta, 157 páginas) en ocasión del 30º aniver-
sario de esta publicación: colaboraciones de Max
Nettlau (Contribución de la bibliograf ía anarquista
en América latina hasta 1914), D. A. de Santillán
(“La Protesta”, su historia, sus diversas fases y su sig-
nificación en el movimiento anarquista de América
del sur). José C. Valdés, Emilio López Arango, Luis
Fabbri, Hugo Trent y B. Aladino. En noviembre reapa-
rece Tierra Libre, en Tucumán, con imprenta propia

1928 Nuevo libro de Rodolfo González Pacheco;


Carteles de Ayer y de hoy. Va por su Nº 178, en marzo,
75
Ideas, publicación libertaria de La Plata. El Hombre
de la Plaza Pública, por Rodolfo González Pacheco,
es una obra de teatro en un acto, que se estrena el 5
de junio en el teatro Buenos Aires de esta ciudad, por
la compañía Enrique Muiño. Buntar, órgano de los
anarcocomunistas rusos extrañados en la Argentina,
aparece en Buenos Aires (agosto)

1929 El Grillo, por Rodolgo González Pacheco, obra


de teatro en un acto, es estrenada el 1º de abril en el
teatro de La Comedia, de Rosario, por la compañía
Los tres, y reestrenada el 25 de abril en el teatro
Nuevo, de Buenos Aires, por la compañía Roberto
Casaux. Nuevos periódicos libertarios en la capital
argentina; Trabajo y Solidarita, en alemán. También
empieza a publicarse la revista anarquista Elevación.
En Salta se publica la segunda época del periódico
libertario El Coya.

1930 Cesa de publicarse el prestigioso suplemento


quincenal de La Protesta, en su Nº 335. Pacheco,
perteneciente al grupo editor de La Antorcha, es detenido
en su quinta “El Terreno”, situada en Ensenada. Debe
pasar ocho meses en el cuadro tercero de Villa Devoto,
donde aprovecha para escribir su obra de teatro Juana
y Juan. Intelectuales uruguayos logran su liberación
y extrañamiento en Montevideo, donde escribe su
manifiesto Compañeros torturados y ofendidos.
76
1931 Juana y Juan, por Rodolfo González Pacheco,
obra de teatro en un acto, se estrena el 4 de junio
por la compañía Muiño-Allippi, en el teatro Buenos
Aires de esta ciudad.

1933 Aún se publica en Buenos Aires la revista


libertaria, en idioma castellano, Judaica, dirigida
por el escritor Salomón Resnick. Conferencia de
Pacheco sobre Anarquismo, en donde opina: “Las
revoluciones son genialidades de la Historia. Esta
cuenta por aquéllas, de ellas se nutre y a ellas, en
fin, se refiere su avance o su retroceso”.

1934 Empieza a publicarse en Buenos Aires el perió-


dico Acción Libertaria.

1936 Reaparece en Buenos Aires en una nueva


época, La Obra, publicación anarquista, en la que
colabora Pacheco con nuevos Carteles. Obra de teatro
en cuatro actos es Compañeros, por R. G. Pacheco,
estrenada el 10 de julio, en el teatro 18 de julio, de
Montevideo, por la compañía Alfredo Camiña. Al
estallar la Revolución Española el 19 de julio, a causa
de la sedición militar contra la Segunda República
Española, Pacheco se va a España. El 24 de noviem-
bre, Compañeros, se reestrena en Buenos Aires, en
el Teatro de la Comedia por la misma compañía.

77
1937 Se funda en España revolucionaria, la Compañía
de Teatro del Pueblo, con Rodolfo González Pacheco
como director artístico, Esperanza Barroso primera
actriz, José María Lado primer actor. Un comentarista
expresa: “Ya tienen la CNT y la FAI creado el teatro
revolucionario. Que no quede en un ensayo más. Que
todos le presten el calor y la ayuda necesarios y verá
de qué son capaces los dos trabajadores incansables
del Arte, que son Bosquets y Pacheco, con los demás
valiosos elementos que les secundan”. Julián A. Rey
escribirá que trató casi cotidianamente a Pacheco en la
Barcelona Revolucionaria de este año. Pacheco conoce
a Emma Goldman, cuando se encuentra encantada
por la visita a unas colectividades. También conoce
al anarquista argentino Raúl Carballeira: “Lo conocí
en Barcelona, cuando la guerra civil vino a pedirme
un “Cartel” para El Quijote; una publicación suya,
pequeñita y encendida, como una carta de amor
o como una pistola matagatos”. Pacheco dirige, en
Barcelona, los cuadernos quincenales Teatro Social.

1938 Carteles de España, nuevo libro por Rodolfo


González Pacheco. Regresa a Buenos Aires y en
España, un comentarista lo recordará: “Rodolfo
González Pacheco, el anarquista argentino; el artista
tan universalmente conocido, más que por sus obras
teatrales, tan numerosas y buenas, por sus carteles,
síntesis, cada uno de ellos de idealismo y rebeldía”.
78
1940 Manos de Luz, por Rodolfo González Pacheco,
obra de teatro en tres actos, es estrenada el 6 de junio,
por su compañía Bianca Podestá, en el teatro Smart
de Buenos aires. En esta década será publicada por
los “Cuadernillos Inquietud”, Nº 7 de Tupiza, Bolivia.

1946 Reaparece en Buenos Aires una nueva época


de La Obra. Se funda en Buenos Aires el periódico
libertario RECONSTRUIR.

1947 Eugen Relgis llega al Uruguay dejando atrás su


Rumania natal dominada ahora por los bolcheviques,
y recordando a Pacheco escribirá: “Personalmente,
le soy deudor de hallarme aquí, en ese rincón de
paz y libertad del continente americano. Fue a mi
llegada al Uruguay, en diciembre de 1947, después
de mis largas peregrinaciones de europeo exiliado,
que me enteré de las gestiones que este compañero
fraternal, cordial y generoso emprendió para procu-
rarme lo que en lenguaje estatal se llama ‘visado’, o
sea el derecho de entrada en un país donde, cuando
menos, sea posible salvaguardar la libertad de pen-
sar y de activar por los ideales permanentes de paz,
justicia y cultura”. Las gestiones las realizó Pacheco
con el escritor Justino Zabala Muñiz. Cuando aquí
había reyes, por Rodolfo González Pacheco, obra
de teatro en tres actos, estrenada el 10 de mayo en
el salón “Unione e Benevolenza” de Buenos Aires,
79
por la Asociación Israelita Pro Arte. En Inquietud,
de Montevideo, Junio Nº 34, p, 3. Kurt Wilckens,
por Pacheco, al ser el día 16 de vigésimo cuarto
aniversario de su muerte.

1948 Cuando aquí había reyes, en español, se estrena


el 28 de mayo en el teatro Solís de Montevideo, por
la Compañía Nacional de Comedia del Uruguay.
El presente cronólogo saluda a Pacheco, luego de
hablar éste en un mitin libertario que tiene lugar en
la plaza Libertad, de Montevideo, y le transmite los
saludos afectuosos y fraternales del libertario Raúl
Caballeira, desde Bézlers (Francia). Carteles, por
Rodolfo González Pacheco, y Esbozo de una Filosof ía
de la Dignidad Humana, por Paul Gille, en un solo
volumen (Buenos Aire, Editorial Más Allá).

1949 Rodolfo González Pacheco fallece el martes 5


de julio a las once y media de la mañana, en Buenos
Aires. El miércoles 6 depositan sus restos mortales en
el Panteón de los Artistas. El jueves 14 es incinerado
y sus cenizas depositadas en una urna, mezcladas con
tierra rojiza que él mismo, para tal fin, había traído
de España. Al morir deja inconcluso el drama El cura,
con un prólogo y un acto. Pacheco también había
colaborado con el comediógrafo Pedro E. Pico y de
esta coautoría surgieron las obras teatrales siguientes:
Que la agarre quien la quiera; Campo de hoy, amor de
80
nunca; Juan de Dios, milico y paisano; Nace un pueblo.
Numerosos obituarios en la prensa libertaria sobre la
desaparición de Pacheco. En La Protesta, de julio en
cabecera, Rodolfo González Pacheco, por la redacción:
“Bregó por la justicia y cual nuevo Quijote —caballero
sin miedo y sin tacha—, salió lanza en ristre a desfacer
los agravios de nuestra época y de nuestra sociedad, no
transando jamás con el enemigo, aunque quedara solo,
o casi solo, en el campo de batalla”. Te fuiste, Pacheco,
por Juana Rouco Buela (en este mismo número de
La Protesta): “Te fuiste, Pacheco, pero el ideal que
defendiste y propagaste queda, y queda toda tu obra,
que nada ni nadie podrá borrar, después de la historia
de un hombre que lo dio todo por liberar a la huma-
nidad de la explotación y la esclavitud”. Este ejemplar
de La Protesta propugna un “Acto en recordación del
compañero R. G. Pacheco”, auspiciado por el C. F. de
la FORA. La Obra y el grupo editor de La Protesta.

1953 Teatro Completo, por Rodolfo G. Pacheco, pró-


logo de Alberto S. Bianchi (Buenos Aires, Ediciones
“La Obra”, tomo I, de 271 pp. y tomo II, de 187 pp).

1954 Rodolfo González Pacheco, In Memoriam, artículo


ilustrado por Luis Di Filippo, en el diario El Litoral, de
Santa Fe, del 7 de agosto. Capítulo sobre Pacheco en
el libro Imagen del Drama, por Alfredo de la Guardia.

81
1959 Actos recordatorios en Buenos Aires en el déci-
mo aniversario de la muerte de Pacheco. En el Teatro
de la Arena, en la plaza Miserere, el 5 de julio a las
9 de la mañana, ocupando la tribuna la hija mayor
de Pacheco, un actor, un escritor teatral y Alberto S.
Bianchi, animando el acto el libertario Peries. El 6 de
julio a las 19 horas, en el teatro independientes de San
Martín 766, conferencia: “Rodolfo González Pacheco,
el dramaturgo”, por el prof. Raúl H. Castagnino, y
“Rodolfo González Pacheco, el hombre”, por Julián A.
Rey; en la segunda parte, presentación de El Cura, en
una lectura interpretada por los alumnos del Teatro
Escuela Cartel; finalmente, exposición bibliográfica
e iconográfica. Albores de Libertad, por Eugen Relgis
(Buenos Aires, Editorial RECONSTRUIR, 92 pp).; en
las pp. 47-49. Perfiles, Rodolfo González Pacheco, José
Aiuto recuerda en Voluntad, de Montevideo (Nº 74,
setiembre, p. 3), su segunda visita a España: “Fue uno
de los que, impulsado por las ansias de redención,
se alejó de la República Argentina para situarse en
España y defender la Revolución naciente” (1936-39).

1963 González Pacheco, por Alfredo de la Guardia


(Buenos Aires: Cuadernos de las Ediciones cultu-
rales Argentinas, 139 pp., ilustraciones, Biblioteca
del Sesquicentenario). El autor visitaba a Pacheco
en sus últimos tiempos, y en la p. 31 recuerda:
“Entendía, ahora, que el camino debía ser muy largo
82
para alcanzar aquella “tierra prometida”, de libertad
e igualdad, demasiado elevada, demasiado límpida
en su pensamiento, para que pudiera estar cerca,
tal como había creído en su juventud, cuando los
himnos resonaban en las calles con el compás del
entusiasmo y de la victoria. Pero sabía, también, que
lo importante era la lucha —concepto ibseniano—,
por el ejercicio espiritual que representa, por el afán
de ascensión, por el decisivo anhelo que siente el
hombre de depurarse. El triunfo o la derrota tienen,
únicamente, una significación inmediata y circuns-
tancial. La guerra es de muchas batallas, en muy
diversos campos, a muy largo plazo, tal vez eviterna”.

1964 Rodolfo González Pacheco, Anarquista de la


Pampa, por el presente cronólogo, es una recensión
del libro Alfredo de la Guardia (Toulouse, Francia;
revista libertaria Cenit, julio-agosto).

1965 Mi padre, rasgo biográfico de Rodolfo González


Pacheco, por Elma González de Trejo (México,
revista Tierra y Libertad, mayo-junio, Nº 266, pp.
35-39); Elma escribe: “No conocemos el lugar donde
quedaron sus cenizas mezcladas con un puñado de
roja tierra, que con tal fin, trajo de España. Ni su
voz metálica, ni la mirada de sus ojos verdes ni sus
duras manos, ni su gesto altivo. Pero sí el orgullo
por su vida de lucha sin claudicaciones, las páginas
83
que escribió, teatro o cartel, expresión poética de
su pensamiento, y su recuerdo”.

1966 R. González Pacheco, el hombre por Julián A.


Rey (México: Tierra y Libertad, Nº 283 de agosto y
Nº 287 de noviembre).

1968 Encuesta América - Europa, invitación, selec-


ción historia por Eugen Relgis (México, Ediciones
Tierra y Libertad, 141 pp.); Pacheco responde en
las pp. 65-67.

1972 Aparece La Protesta Humana, periódico anar-


quista que marcó una época de lucha, por Diego Adab
de Santillán (Buenos Aires, diario La Opinión, del
martes 13 junio, p, 8). Un anarquista en Buenos Aires
(1890-1910) por Eduardo G. Gilimón (Buenos Aires;
La Historia Popular, 117 pp, ilustraciones, Nº 71, de
la colección); reedición de Hechos y Comentarios,
pero sin la parte final, “páginas íntimas”.

84
Hijos del Pueblo

Hijo del pueblo, te oprimen cadenas


y esa injusticia no puede seguir,
si tu existencia es un mundo de penas
antes que esclavo prefiere morir.

Esos burgueses, asaz egoístas,


que así desprecian la Humanidad,
serán barridos por los anarquistas
al fuerte grito de libertad.

Rojo pendón, no más sufrir,


la explotación ha de sucumbir.
Levántate, pueblo leal,
al grito de revolución social.

Vindicación no hay que pedir;


sólo la unión la podrá exigir.
Nuestro pavés no romperás.
Torpe burgués.
¡Atrás! ¡Atrás!

85
Los corazones obreros que laten
por nuestra causa, felices serán.
Si entusiasmados y unidos combaten,
de la victoria, la palma obtendrán.

Los proletarios a la burguesía


han de tratarla con altivez,
y combatirla también a porf ía
por su malvada estupidez.

Rojo pendón, no más sufrir,


la explotación ha de sucumbir.
Levántate, pueblo leal,
al grito de revolución social.
Vindicación no hay que pedir;
sólo la unión la podrá exigir.
Nuestro pavés no romperás.
Torpe burgués.
¡Atrás! ¡Atrás!

86
Compuesta originalmente en 1885, “Hijos del pueblo”
también tuvo su versión española durante los agitados
días de 1936, siendo reinterpretada y grabada por el Orfeó
Català de Barcelona bajo dirección de Francesc Pujol.

87
ÍNDIC E

Nota preliminar
9

Presentación
17

Hijos del Pueblo


21

Anexos
Una cronología de Rodolfo González Pacheco
63

Hijos del pueblo (letra)


85
CUADERNOS DE LITERATURA
La idea anarquista es una idea del
movimiento. Desde las vibraciones
del átomo hasta los estruendos cós-
micos, el impulso anarquista cruza
nuestro pensamiento y nos interpela a
deliberar acerca de las corrientes que
cruzan los cuerpos sociales. En el flujo
del tiempo, la anarquía es una posibi-
lidad, un camino armónico que pode-
mos transitar. No es el estadio final: la
naturaleza no se detiene, no existen
formas sociales fijas.
Estos Cuadernos de Literatura traen
las notas del viaje que no acaba.
Guardados en la alforja, archivan las
impresiones de individuos que creye-
ron, y siguen creyendo aún, que el acto
creador, la imaginación suelta que se
expande hacia la utopía, es el primer
germen contra toda autoridad, el mo-
vimiento necesario para libertarnos
de nuestro estado de servidumbre.
¡Viva la autogestión!
Nos alegra saber que has llegado a un libro del catálogo de Editorial
Eleuterio. Esta es una versión electrónica de un título que también está
disponible en ferias, librerías, bibliotecas y archivos. La reproducción
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Este libro fue proyectado desde la imaginación


de Artes Gráficas Cosmos entre la antigua
biblioteca de Manuel Montt y la verde casona
de Salvador. Está compuesto por la familia
tipográfica Minion Pro.
Terminó de imprimirse a fines de la primavera
del año 2015, en Santiago de Chile.
Se lanzó en la 9a Furia del Libro el trece de
diciembre del mismo años, junto a la
Compañía Teatral Fresa Salvaje.
Su edición digital apareció en Internet un
veintidós de diciembre de 2016.

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