Dignidad Del Anciano y Su Mision en La Iglesia y El Mundo

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Documentos
La dignidad del anciano
Y su misión

En la Iglesia y en el mundo

INDICE

Introducción
Sentido y valor de la vejez
El anciano en la Biblia
Problemas de los ancianos: problemas de todos
La Iglesia y los ancianos
Orientaciones para una pastoral de los ancianos
Conclusión

INTRODUCCIÓN

Las conquistas de la ciencia, y los correspondientes progresos de la


medicina, han contribuido en forma decisiva, en los últimos decenios, a
prolongar la duración media de la vida humana. La “ tercera edad ” abarca
una parte considerable de la población mundial: se trata de personas que
salen de los circuitos productivos, disponiendo aún de grandes recursos y
de la capacidad de participar en el bien común. A este grupo abundante de
“ young old ”(“ancianos jóvenes”, como definen los demógrafos según las
nuevas categorías de la vejez a las personas de los 65 a los 75 años de
edad), se agrega el de los “ oldest old ” (“ los ancianos mas ancianos ”, que
superan los 75 años), la cuarta edad, cuyas filas están destinadas a
aumentar siempre más. (1)

La prolongación de la vida media, por un lado, y la disminución, a veces


dramática, de la natalidad. (2) por el otro, han producido una transición
demográfica sin precedentes, en la que la pirámide de las edades está
completamente invertida respecto a como se presentaba no hace más de
cincuenta años: crece constantemente el número de ancianos y disminuye
constantemente el número de jóvenes. El fenómeno, que comenzó durante
los años sesenta en los países del hemisferio norte, llega ahora también a
las naciones del hemisferio sur, donde el proceso de envejecimiento es aún
más rápido.

Esta especie de “ revolución silenciosa ”, que supera de lejos los datos


demográficos, plantea problemas de orden social, económico, cultural,
psicológico y espiritual cuyo alcance es objeto de una esmerada atención
por parte de la Comunidad Internacional. Ya durante la Asamblea Mundial
sobre los problemas del envejecimiento de la población.
Convocada por las Naciones Unidas – y celebrada en Viena (Austria) del
26 de julio al 6 de agosto de 1982- se había elaborado un Plan internacional
de acción que sigue siendo, aún hoy, un punto de referencia a nivel
mundial.
Anteriores estudios llevaron a la definición de dieciocho principios de las
Naciones Unidas para los ancianos (repartidos en cinco grupos:
independencia, participación, atención, realización personal y dignidad )
(3) y a la decisión de dedicar a los ancianos una jornada mundial cuya
fecha a sido establecida el 1° de Octubre de cada año.
La resolución de la ONU por la cual se declara el año 1999 año
Internacional de los Ancianos, y la misma elección del tema: “ hacia una
sociedad para todas las edades”, confirman ese interés. “ Una sociedad para
todas las edades – afirma el Secretario General Kofi Annan en su mensaje
para la jornada mundial de los ancianos 1998 – es una sociedad que, lejos
de hacer una caricatura de los ancianos presentándolos enfermos y
jubilados, los consideran más bien agentes y beneficiarios del desarrollo”.
Una sociedad multigeneracional, pues, empeñada en crear condiciones de
vida capaces de promover la realización del enorme potencial que tiene la
Tercera Edad.

La Santa Sede – que aprecia el intento de establecer una organización


social inspirada en la solidaridad, en la que las distintas generaciones,
unidas, de su propia aportación – desea colaborar en el año internacional de
los ancianos, haciendo escuchar la voz de la Iglesia, tanto en el campo de la
reflexión como en el de la acción.

Insiste en el respeto a la dignidad y a los derechos fundamentales de la


persona anciana y , con la convicción de que los ancianos tiene aún mucho
que dar en la vida social, desea que se afronte la cuestión con un gran
sentido de responsabilidad por parte de todos: individuos, familias,
asociaciones, gobiernos y organismos internacionales.
Según las competencias y deberes de cada cual y de acuerdo con el
principio, tan importante, de subsidiariedad . Sólo así se podrá perseguir el
objetivo de garantizar al anciano condiciones de vida siempre más humanas
y dar valor a su papel insustituible en una sociedad en continua y rápida
transformación económica y cultural. Sólo así se podrán emprender, en
modo orgánico, iniciativas destinadas a influir en el orden socio-económico
y educativo, con el objeto de que sean accesibles a todos los ancianos, sin
discriminaciones, los recursos indispensables para satisfacer necesidades
antiguas y nuevas, para garantizar la tutela efectiva de los derechos, y para
dar nuevos motivos de esperanza y de confianza, de participación activa y
de pertenencia, a los que han sido alejados de los circuitos dela convivencia
humana.

La preocupación y compromiso de la Iglesia en favor de los ancianos no


son cosa nueva. Ellos han sido destinatarios de su misión y de su atención
pastoral en el transcurso de los siglos y en las circunstancias más variadas.
La “Caritas” Cristiana se ha hecho cargo de sus necesidades, suscitando
distintas obras al servicio de los ancianos, sobre todo gracias a la iniciativa
y a la solicitud de las Congregaciones Religiosas y de las Asociaciones de
Laicos. Y el Magisterio de la Iglesia, lejos de considerar la cuestión como
un mero problema de asistencia y de beneficencia, ha insistido siempre en
la importancia de valorizar a las personas de todas las edades, para que la
riqueza humana y espiritual, así como la experiencia y la sabiduría
acumuladas durante vidas enteras, no se dispersan. Confirmando lo
anterior, Juan Pablo II , al dirigirse a unos ocho mil ancianos recibidos en
audiencia el 23 de Marzo 1984, les decía: “ No os dejéis sorprender por la
tentación de la soledad interior. No obstante la complejidad de vuestros
problemas [...], las fuerzas que progresivamente se debilitan, las
deficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la legislación
oficial y las incomprensiones de una sociedad egoísta, no estáis ni debéis
sentiros al margen de la vida de la Iglesia, o elementos pasivos en un
mundo no excesivo movimiento, si no sujetos activos de un período
humanamente y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tenéis
todavía una misión por cumplir, una contribución para dar ”. (4)

La situación actual – en no pocos sentidos inédita – interpela, en todo caso,


a la Iglesia , a que emprendan una revisión de la pastoral de la tercera edad
y la cuarta edad. La búsqueda de formas y métodos nuevos que
correspondan mejor a sus necesidades y expectativas espirituales, y la
elaboración de derroteros pastorales arraigados en la defensa de la vida, de
su significado y de su destino, parecen ser, pues, condiciones
imprescindibles para estimular a los ancianos a que den su propia
aportación a la misión de la Iglesia y para ayudarles a lograr un especial
beneficio espiritual gracias a su participación activa en la vida de la
comunidad eclesial.
Este es, a grandes rasgos, el contexto en el cual se sitúa el presente
documento del Pontificio consejo para los laicos. Ha contribuido a su
elaboración un grupo de trabajo constituido por representantes de varios
Dicasterios de la Curia romana y de la Secretaria de Estado; han
participado, además, responsables de movimientos y asociaciones
eclesiales y de congregaciones religiosas que tienen una amplia experiencia
del mundo dela tercera edad. Al ponerlo a la disposición de las
conferencias episcopales, de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas,
movimientos y asociaciones, jóvenes y adultos, y de los mismos ancianos,
el Pontificio Consejo para los Laicos – designado como “ punto focal” de la
coordinación de las actividades de la Santa Cede para el año internacional
de los ancianos – confía en que sirva de estímulo para la reflexión y el
compromiso de todos y cada uno.

I
SENTIDO Y VALOR DE LA VEJEZ

Las expectativas de la longevidad que se puede transcurrir en mejores


condiciones de salud respecto al pasado; la perspectiva de poder cultivar
intereses que suponen un grado más elevado de instrucción: el hecho de
que la vejez no es siempre sinónimo de dependencia y que, por tanto, no
menoscaba la calidad de la vida, no parecen ser condiciones suficientes
para que se acepte un período de la existencia en la cual muchos de
nuestros contemporáneos ven exclusivamente una inevitable y abrumadora
fatalidad.

Está muy difundida, hoy en efecto, la imagen de la tercera edad como fase
descendiente en la que se da por descontada la insuficiencia humana y
social. Se trata, sin embargo de un estereotipo que no corresponde a una
condición que en realidad esta muchos más diversificada, pues los ancianos
no son un grupo homogéneo y la viven de modos muy diferentes. Existe
una categoría de personas capaces de captar el significado de la vejez en el
transcurso de la existencia humana, que la viven no sólo con serenidad y
dignidad, sino como un período de la vida que presentan nuevas
oportunidades de desarrollo y empeño. Y existe otra categoría – muy
numerosas en nuestros días - para la cual la vejez es un trauma. Personas
que, ante el pasar de los años, asumen actitudes que van desde la
resignación pasiva hasta la rebelión y el rechazo desesperados. Personas
que, al encerrarse en si mismas y colocarse al margen de la vida, dan
principio al proceso de la propia degradación física y mental.
Es posible, pues, afirmar que las facetas de la tercera y de la cuarta edad
son tantas cuanto son los ancianos, y que cada persona prepara la propia
manera de vivir la vejez durante toda la vida. En este sentido, la vejez crece
con nosotros. Y la calidad de nuestra vejez dependerá sobre todo de nuestra
capacidad de apreciar su sentido y valor, tanto en el ámbito meramente
humano como en el de la fe. Es necesario, por tanto, situar la vejez en el
marco de un designio preciso de Dios que es amor, viviéndola como una
etapa del camino por el cual Cristo nos lleva a la casa del Padre (cf. Jn
14,2). Sólo a la luz de la fe, firmes en la esperanza que no engaña (cf. Rom
5,5), seremos capaces de vivirla como don y como tarea, de manera
verdaderamente cristiana. Ese es el secreto de la juventud espiritual, que
se puede cultivar a pesar de los años. Linda, es una mujer que vivió 106
años, dejó un lindo testimonio en este sentido. Con ocasión de su 101°
cumpleaños, confiaba a una amiga: “ Ya tengo 101 años, pero ¿ sabes que
soy fuerte? Físicamente estoy algo impedida, pero espiritualmente hago
todo, no dejo que las cosas físicas me abrumen, no les hago caso. No es que
viva la vejez por que no le hago caso: ella sigue por su camino, y yo la
dejo. El único modo de vivirla bien es vivirla en Dios”.

Rectificar la actual imagen negativa d3e la vejez, es, pues, una tarea
cultural y educativa que debe comprometer todas las generaciones. Existe
la responsabilidad con los ancianos de hoy, de ayudarles a captar el sentido
de la edad, a apreciar sus propios recursos y así superar la tentación del
rechazo, del auto – aislamiento, de la resignación a un sentimiento de
inutilidad , de la desesperación. Por otra parte, existe la responsabilidad con
las generaciones futuras, que consiste en preparar un contexto humano,
social y espiritual en el que toda persona pueda vivir con dignidad y
plenitud esa etapa de la vida.

En su mensaje a la Asamblea mundial sobre los problemas del


envejecimiento de la población, Juan Pablo II afirmaba: “La vida es un don
de Dios a los hombres, creados por amor a su imagen y semejanza. Esta
comprensión de la dignidad sagrada de la persona humana lleva a valorizar
todas las etapas de la vida. Es una cuestión de coherencia y de justicia. Es
imposible, en efecto, valorizar verdaderamente la vida de un anciano, si no
se da valor verdaderamente a la vida de un niño desde el momento de su
concepción. Nadie sabe hasta dónde se podría llegar, si no se respetara la
vida como un bien inalienable y sagrado”. (5)

La construcción de la auspicada sociedad de “todas las generaciones”


permanecerá en pie sólo si se funda en el respeto por la vida en todas sus
fases.
La presencia de tantos ancianos en el mundo contemporáneo es un don,
una riqueza humana y espiritual nueva. Un signo de los tiempos que, si se
comprende en toda su plenitud y se sabe acoger, puede ayudar al hombre
actual a recuperar el sentido de la vida, que va mucho más allá de los
significados contingentes que le atribuyen el mercado, el Estado y la
mentalidad reinante.

La experiencia que los ancianos pueden aportar al proceso de


humanización de nuestra sociedad y de nuestra cultura es más preciosa que
nunca, y les ha de ser solicitada, valorizando a aquellos que podríamos
definir los carismas propios de la vejez:
- La gratuidad. La cultura dominante calcula el valor de nuestras
acciones según los parámetros de una eficiencia que ignora la
dimensión de la gratuidad. El anciano, que vive el tiempo de la
disponibilidad, puede hacer caer en la cuenta a una sociedad
“demasiado ocupada” la necesidad de romper con una indiferencia
que disminuye, desalienta y detiene los impulsos altruistas.
- La memoria. Las generaciones más jóvenes van perdiendo el sentido
de la historia y, con éste, la propia identidad. Una sociedad que
minimiza el sentido de la historia elude la tarea de la formación de
los jóvenes. Una sociedad que ignora el pasado corre el riesgo de
repetir más fácilmente los errores del pasado. La caída del sentido
histórico puede imputarse también a un sistema de vida que ha
alejado y aislado a los ancianos, poniendo obstáculos al diálogo entre
las generaciones.
- La experiencia. Vivimos, hoy, en un mundo en el que las respuestas
de las ciencia y de la técnica parecen haber reemplazado la utilidad
de la experiencia de vida acumulada por los ancianos a lo largo de
toda la existencia. Esa especie de barrera cultural no debe de
desanimar a las personas de la tercera edad, porque ellas tienen
muchas cosas qué decir a las nuevas generaciones y muchas cosas
qué compartir con ellas.
- Independencia. Nadie puede vivir solo; sin embargo, el
individualismo y el protagonismo dilagantes ocultan esta verdad. Los
ancianos, en su búsqueda de compañía, protestan contra la sociedad
en la que los más débiles se dejan con frecuencia abandonados a sí
mismos, llamado así la atención acerca de la naturaleza social del
hombre y la necesidad de restablecer la red de relaciones
interpersonales y sociales.
- Una visión más completa de la vida. Nuestra vida está dominada por
los afanes, la agitación y no raramente por la neurosis; es una vida
desordenada, que olvida los interrogantes fundamentales sobre la
vocación, la dignidad y el destino del hombre. La tercera edad es,
además, la edad de la sencillez, de la contemplación. Los valores
afectivos, morales y religiosos que viven los ancianos constituyen un
recurso indispensable para el equilibrio de las sociedades, de las
familias, de las personas. Van del sentido de la responsabilidad a la
amistad, a la no- búsqueda del poder, a la prudencia de los juicios, a
la paciencia, a la sabiduría; de la interioridad, al respeto de la
creación, a la edificación de la paz. El anciano captas muy bien la
superioridad del “ser” respecto al “hacer” y al “tener”. Las
sociedades humanas serán mejores si sabrán aprovechar los carismas
de la vejez.

II
EL ANCIANO EN LA BIBLIA

Para entender profundamente el sentido y el valor de la vejez, es preciso


abrir la Biblia. Sólo la luz de la palabra de Dios, en verdad, nos da la
capacidad de sondear la plena dimensión espiritual, moral y tecnológica de
esa época de la vida. Como estímulo para reexaminar el significado de la
tercera y cuarta edad, sugerimos a continuación algunos puntos de
referencia bíblicos, con observaciones y reflexiones sobre los retos que
ellos representan en la sociedad contemporánea.

Espeta al anciano (Lv 19, 32)


La consideración por el anciano, en la escritura se trasforma en ley: “ Ponte
en pie ante las canas, [ ... ] y ahora a tu Dios” (ibid.). Además:”Honra a tu
padre y a tu madre” (Dt. 5, 16). Una exhortación delicadísima a favor de
los padres, especialmente en la edad senil, se encuentra en el tercer capítulo
del Eclesiástico (vv. 1-16), que termina con una afirmación muy grave:
“Quien desampara a su padre es un blasfemo, un maldito del señor quien
maltrata a su madre”. Es preciso, pues, hacer todo la posible para detener la
tendencia, tan difundida hoy, a ignorar a los ancianos y a marginalizarlos,
“educando” así a las nuevas generaciones a abandonarlos. Jóvenes, adultos
y ancianos tienen necesidad los unos de los otros.
Nuestros antepasados nos contaron la obra que realizaste en sus días, en los
tiempos antiguos (Sal 44 [43],2)
Las historias de los patriarcas son particularmente elocuentes al respecto.
Cuando Moisés vive la experiencia de la zarza ardiente. Dios se le presenta
así: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el
Dios de Jacob” (Ex. 3,6). Dios pone su propio nombre junto al de los
grandes ancianos que representan la legitimidad y la garantía de la fe de
Israel. El hijo, el joven encuentra – digamos, “recibe” – a Dios siempre y
sólo a través de los padres, de los ancianos. En el trozo arriba mencionado,
junto al nombre de cada patriarca aparece la expresión “Dios de ... “, para
significar que cada uno de ellos hacia la experiencia de Dios. Y esta
experiencia, que era el patrimonio de los ancianos, era también la razón de
su juventud espiritual y de su serenidad ante la muerte.
Paradójicamente, el anciano que trasmite lo que ha recibido esboza el
presente; en un mundo que ensalza una eterna juventud, sin memoria y sin
futuro esto da motivo para reflexionar.

En la vejez seguirá dando fruto (Sal. 92 [91],15)


La potencia de Dios se puede revelar en la edad senil, incluso cuando ésta
se ve marcado por limites y dificultades. “Dios ha escogido lo que el
mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el
mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo
despreciable, lo que no es nada a los ojos del mundo para anular a quienes
creen que son algo. De este modo, nadie puede presumir delante de Dios”
(1 Cor. 1,27-28). El designio de salvación de Dios se cumple también en la
fragilidad de los cuerpos ya no jóvenes, débiles, estériles e impotentes. Así,
del vientre estéril de Sara y del cuerpo centenario de Abrahán nace del
pueblo elegido (cf. Rom. 4, 18-20).Y del vientre estéril de Isabel y de un
viejo cargado de años, Zacarías, nace Juan el bautista, Precursor de Cristo.
Incluso cuando la vida se hace más débil, el anciano tiene motivo para
sentirse instrumento de la historia de la salvación : “Le haré disfrutar de
larga vida, y le mostraré mi salvación” (Sal. 91 [90] , 16), promete el
Señor.

Ten en cuenta a tu Creador en los días de tu juventud, antes de que lleguen


los días malos y se acerquen los años de los que digas: “No me gustan”
(Ecl. 12, 1)
Este enfoque bíblico de la vejez impresiona por su objetividad desarmante.
Además, como lo recuerda el salmista, la vida pasa en un soplo y no
siempre es suave y sin dolor:” Setenta años dura nuestra vida, y hasta
ochenta llegan los más fuertes; pero sus afanes son fatiga inútil, pues pasan
pronto, y nosotros nos desvanecemos” (Sal. 90 [89],10).
Las palabras de Qohélet – que hace una larga descripción, con imágenes
simbólicas, de la decadencia física y de la muerte- pintan un triste retrato
de la vejez. La Escritura nos llama, aquí a no hacernos ilusiones acerca de
una edad que lleva a malestares, problemas y sufrimientos. Y recuerda que
se debe mirar hacia Dios durante toda la existencia, porque Él es el punto
de llegada hacia el cual hay que dirigirse siempre, pero sobre todo en el
momento del miedo que sobre sobreviene cuando se vive la vejez como un
naufragio.

Abrahán expiró; murió en buena vejez, colmado de años y fue a reunirse a


con sus antepasados (Gn. 25,7)
Este paso bíblico tiene una gran actualidad. El mundo contemporáneo ha
olvidado la verdad sobre el significado y el valor de la vida humana-
establecida por Dios, desde el principio, en la conciencia del hombre- y con
ella, el pleno sentido de la vejez y de la muerte. La muerte a perdido, hoy
su carácter sagrado, su significado de realización. Se ha trasformado en
tabú: se hace lo posible para que pase inobservada, para que no altere nada.
Su telón de fondo también ha cambiado: si se trata de ancianos, sobre todo,
se muere siempre menos en casa y siempre más en el hospital o en un
instituto, lejos de la propia comunidad humana. Ya no se usan
especialmente en la ciudad, los momentos de rituales de pésame y ciertas
formas de piedad. El hombre actual, como anestesiado ante las
representaciones diarias de la muerte que dan los medios de comunicación
social, hace lo posible por no afrontar una realidad que le produce
turbación, angustia, miedo. Entonces, inevitablemente, se queda solo ante
la propia muerte. Pero el Hijo de Dios hecho hombre cambió, en la cruz, el
significado de la muerte, abriendo de par en par al creyente las puertas de la
esperanza: “Soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya
muerto vivirá; y todo el que éste vivo y crea en mí; jamás morirá”(Jn.
11,25-26). A la luz de estas palabras, la muerte- que ya no es condena, ni
hacia conclusión de la vida en la nada- se revela como el tiempo de la
esperanza viva y cierta del encuentro cara a cara con el Señor.

Enséñanos a calcular nuestros días, para que adquiramos un corazón sabio


(Sal. 90[89],12)
Uno de los “carismas” de la longevidad, según la Biblia, es la sabiduría:
pero la sabiduría no es necesariamente una prerrogativa de la edad. Es un
don de Dios que el anciano debe acoger y ponerse como meta para alcanzar
esa sabiduría del corazón que da la posibilidad de “saber contar los propios
días”, es decir, de vivir con sentido de responsabilidad el tiempo que de la
Providencia concede a cada cual. Núcleo de esta sabiduría, es el
descubrimiento del sentido más profundo de la vida humana y del destino
trascendente de la persona en Dios. Y si esto es importante para el joven,
con mayor razón lo será para el anciano, llamado a orientar su propia vida
sin perder nunca de vista la “única cosa necesaria” (cf. Lc 10, 42).

A ti, Señor, me acojo; no quede yo avergonzado para siempre (Sal.


71[70],1)
Este salmo, que se destaca por su belleza, es sólo una de las muchas
oraciones de ancianos que se encuentran en la Biblia y que dan testimonio
de los sentimientos religiosos del alma ante el Señor. La oración es el
camino real para una comprensión de la vida según el espíritu, propia de las
personas ancianas. La oración es un servicio, un ministerios que los
ancianos pueden ejercer para bien de toda la iglesia y del mundo. Incluso
los ancianos más enfermos, o inmovilizados, pueden orar. La oración es la
fuerza, la oración es su vida. A través de la oración participan en los
dolores y en las alegrías de las demás, y pueden romper la barrera del
aislamiento, salir de su condición de impotencia. La oración es un tema
central, y de él se pasa a la cuestión de cómo un anciano puede llegar a ser
contemplativo. Un anciano agotado, en su cama, es como un monje, un
ermitaño: con su oración puede abrazar al mundo. Parece imposible que
una persona que haya vivido en plena actividad pueda volverse
contemplativa. Pero hay momentos de la vida en los que se producen
aperturas que benefician a toda la comunidad humana. Y la oración es por
apertura por excelencia, pues “ no hay renovación, incluso social, que no
nazca de la contemplación.. El encuentro con Dios en la oración introduce
en los pliegues de la historia una fuerza [....] que conmueve los corazones,
los anima a la conversión y a la renovación y, de este modo, se convierte en
una potente fuerza histórica de trasformación de las estructuras sociales”.
(6).

III
PROBLEMAS DE LOS ANCIANOS:
PROBLEMAS DE TODOS

Marginación
Entre los problemas que experimentan los ancianos, a menudo, hoy, uno –
quizás más que otros- atenta contra la dignidad de la persona: la
marginación. El desarrollo de este fenómeno, relativamente reciente, ha
hallado terreno fértil en una sociedad que, concentrado todo en la eficiencia
y en la imagen satinada de un hombre eternamente joven, excluyente de los
propios “ circuitos de relaciones” a quienes ya no tienen esos requisitos.
Responsabilidades institucionales eludidas, con las consiguientes
deficiencias sociales; la pobreza, o una drástica reducción de los ingresos y
de los cursos económicos que puedan garantizar una vida decorosa y la
posibilidad de gozar de atenciones adecuadas, y el alejamiento más o
menos progresivos del anciano del propio ambiente social y de la familia,
son los factores que colocan a muchos ancianos al margen de la comunidad
humana y de la vida cívica.

La dimensión más dramática de esta marginación es la falta de relaciones


humanas que hace sufrir a la persona anciana, no sólo por el alejamiento,
sino por el abandono, la soledad y el aislamiento. Con la disminución de
los contactos interpersonales y sociales, comienzan a faltar los estímulos,
las informaciones, los instrumentos culturales.
Los ancianos, al ver que no pueden cambiar la situación por estar
imposibilitados a participar en las tomas de decisiones que les conciernen,
como personas y como ciudadanos, terminan perdiendo el sentido de
pertenencia a la comunidad de la cual son miembros.

Este problema nos concierne a todos. Es tarea de la sociedad, de sus


distintos organismos, intervenir para garantizar una efectiva tutela, incluso
jurídica, de esa parte no ínfima de la población que viven en estado de
emergencia socioeconómico- informativa.

Asistencia
Aún hoy día para entender y asistir a los enfermos ancianos no
autosuficientes, sin familia o con pocos medios económicos, se recurre-
siempre con mayor frecuencia- a la asistencia institucionalizada. Pero el
hecho de recluirlos en un instituto puede trasformarse en una especie de
segregación de la persona respecto al contexto civil.
Algunas opciones socio- asistenciales y las instituciones que de ellas han
surgido, comprensibles en un pasado que tenía un contexto social y cultural
distinto, están superadas actualmente y son categorías a las nuevas formas
de sensibilidad humana. Una sociedad consciente de sus propios deberes
hacia las generaciones más ancianas que han contribuido a edificar su
presente, debe ser capaz de crear instituciones y servicios apropiados. En la
medida de lo posible, los ancianos deberán poder permanecer en el propio
ambiente, gracias al apoyo que se les prestará mediante, por ejemplo, la
asistencia a domicilio, el day-hospital, centros diurnos, etc.
En este panorama, no sobra una referencia a las residencias para ancianos.
Por el hecho mismo de que ofrecen alojamiento a personas que han tenido
que dejar su propio hogar, habrá que insistir en que en ellas se ha de
respetar la autonomía y la personalidad de cada individuo, garantizándole
la posibilidad de desarrollar actividades vinculadas a sus propios intereses;
y se han de prestar todas las atenciones que requiere la edad que avanza,
dando a la acogida una dimensión lo más familiar posible.

Formación y ocupación
La mentalidad actual tiende a relacionar íntimamente la información con la
actividad de trabajo. He aquí el motivo de la carencia de programas de
formación para la tercera edad. En una época en la que el training y la
actualización constantes son una condición indispensable para seguir el
paso de la rápida evolución de las tecnologías y sacar los beneficios
correspondientes e incluso de orden material, los ancianos- cuyo saber ya
no se puede colocar en el mercado del trabajo- se ven excluidos de las
políticas de educación permanente. Esto desatiende sus crecientes
solicitudes y expectativas al respecto.

La separación del mundo del trabajo y de todo lo relacionado con él se


realiza en forma brusca, poco flexible y sólo muy raramente coincide con
los tiempos y modalidades elegidos por las personas interesadas. No es raro
que muchas de éstas para compensar pensiones insuficientes o casi
inexistentes busquen luego pero sin mayores resultados una ocupación. Es
preciso satisfacer ese anhelo de seguridad proporcionando a los ancianos
oportunidades que les permitan permanecer activos, expresar su
creatividad y desarrollar la dimensión espiritual de su vida.

Parece ya comprobado helecho de que la jubilación obligatoria da


comienzo a un proceso de envejecimiento precoz: mientras el desarrollo de
una actividad posterior a la pensión produce un efecto benéfico en la
calidad misma de la vida. El tiempo libre de que disponen los ancianos es,
pues, el principal recurso que se ha de tener en cuenta para volverles a dar
un papel activo, promoviendo su acceso a las nuevas tecnologías, su
compromiso en trabajos socialmente útiles y su apertura a experiencias de
servicio y de voluntariado.

Participación
Está comprobado que los ancianos, cuando se les presenta la oportunidad,
participan activamente en la vida social, tanto a nivel civil como cultural y
asociativo. Lo confirma el hecho de que tantos puestos de responsabilidad
estén ocupados por jubilados – por ejemplo, en el campo del voluntariado –
así como su peso político no indiferente. Es preciso rectificar las imágenes
erróneas que se dan del anciano, así como los prejuicios y desviaciones
comportamentales que, en nuestros días, han menoscabado su figura.

Se debe dar la posibilidad a los ancianos de ejercer influencia en las


políticas relacionadas con su vida, pero también con la vida de la sociedad
en general; esto, mediante organizaciones de la categoría y representantes a
nivel político y sindical. Ha de fomentarse, pues, la creación de
asociaciones de ancianos y hay que apoyar aquellas ya existentes que,
como lo desea Juan Pablo II, “deben ser reconocidas por los responsables
de la sociedad como expresión legítima de la voz de los ancianos, y sobre
todo de los ancianos más desheredados”. (7)

Para poner remedio a la cultura de la indiferencia, al individualismo


exasperado, a la competitividad y al utilitarismo, que actualmente
constituyen una amenaza en todos los ámbitos del consorcio humano, y
con el fin de evitar toda ruptura entre las generaciones, es necesario
promover una nueva mentalidad, nuevas costumbres, nuevos modos de ser,
una nueva cultura. Buscar un bienestar y una justicia social que no olviden
colocar a la persona humana, y su dignidad, en el centro de sus objetivos.

IV
LA IGLESIA Y LOS ANCIANOS

“La vida de los ancianos [...] ayuda a captar mejor la escala de los valores
humanos, enseña la continuidad de las generaciones y demuestra
maravillosamente la interdependencia del pueblo de Dios”. (8) La iglesia
es, de hecho, el lugar donde las distintas generaciones están llamadas a
compartir el proyecto de amor de Dios en una relación de intercambio
mutuo de los dones que cada cual posee por la gracia del Espíritu Santo. Un
intercambio en el que los ancianos trasmiten valores religiosos y morales
que representan un rico patrimonio espiritual para la vida de las
comunidades cristianas, delas familias y del mundo.

La práctica religiosa ocupa un lugar destacado en la vida de las personas


ancianas. La tercera edad parece favorecer una apertura especial a la
trascendencia. Lo confirman, entre otras cosas, su participación, en gran
número, en las asambleas litúrgicas; el cambio decisivo en muchos
ancianos que se acercan de nuevo a la iglesia después de años de
alejamiento, y el espacio importante que se da a la oración: ésta representa
una aportación invaluable al capital espiritual de oraciones y sacrificios del
cual la iglesia se beneficia abundantemente y que ha de revalorarse en las
comunidades eclesiales y en las familias.
Vivida en forma sencilla, pero no por esto menos profunda, la religiosidad
de las personas ancianas, hombres y mujeres – determinada también por la
mayor o menor intensidad que ha tenido su modo de vivir la fe en las
etapas anteriores de la vida – se presenta en formas bastante diversificadas.

A veces lleva las connotaciones de un cierto fatalismo: en tal caso, el


sufrimiento, las limitaciones, las enfermedades, las pérdidas vinculadas con
esta fase de la vida se consideran como un signo de Dios, ciertamente no
benévolo, más bien como castigo. La comunidad eclesial tiene la
responsabilidad de purificar ese fatalismo haciendo evolucionar la
religiosidad del anciano y dando una perspectiva de esperanza a su fe.

En esta tarea, la catequesis tiene el papel fundamental de disolver la imagen


de un Dios implacable, llevando al anciano a descubrir el Dios del amor. El
conocimiento de la Escritura, la profundización de los contenidos de
nuestra fe, la meditación sobre la muerte y resurrección de Cristo, y
ayudarán al anciano a superar una concepción retributiva de su relación con
Dios, que nada tiene que ver con su amor de Padre. Al participar en la
oración litúrgica y sacramental de la comunidad cristiana y compartir su
vida, el anciano comprenderá cada vez más que el Señor no permanece
impasible ante el dolor del hombre ni ante el peso de su propia vida.

Es deber de la iglesia anunciar a los ancianos la buena noticia de Jesús que


se revela a ellos como se reveló a Simeón y a Ana, los anima con su
presencia y los hace gozar interiormente por el cumplimiento de las
esperanzas y promesas que ellos han mantenido vivas en sus corazones (cf.
Lc 2,25-38).

Es deber de la Iglesia ofrecer a los ancianos la posibilidad de encontrarse


con cristo, ayudándoles a redescubrir el significado de su propio Bautismo,
por medio del cual han sido sepultados con Cristo en la muerte para que
“para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder
del Padre, así también [ellos] llevan una vida nueva” (Rom 6, 4), y
encuentren el sentido de su propio presente y futuro. La esperanza, en
efecto, hunde sus raíces en la fe en esa presencia del espíritu de Dios, “que
resucitó a Jesús de entre los muertos” y hará revivir nuestros cuerpos
mortales (cf. Ibid. 8, 11). La consecuencia de una nueva vida en el
Bautismo hace que el corazón de una persona anciana no desfallezca el
asombro del niño ante el misterio del amor de Dios manifestado en la
creación y en la redacción.
El deber de la Iglesia hacer adquirir a los ancianos una viva conciencia de
la tarea que tienen ellos también de transmitir al mundo el Evangelio de
Cristo, revelando a todos el misterio de su perenne presencia en la historia.
Y hacerlo también conscientes de la responsabilidad que se reprende, para
ellos, de ser testigos privilegiados- ante la comunidad humana y cristiana-
de la fidelidad de Dios, que mantiene siempre sus promesas al hombre.

La pastoral de evangelización del anciano debe estar enfocada hacia el


desarrollo de la espiritualidad que caracteriza esa edad, es decir, la
espiritualidad de ese continuo renacer que Jesús mismo indica al anciano
Nicodemo, invitándolo a que no se deje detener por la vejez y se empeñe a
renacer en el Espíritu a una vida siempre nueva, porque “ lo que nace del
hombre es humano; lo entregado por el Espíritu, es Espiritual” (Jn 3, 5).

A todos sus discípulos, en todas las etapas de la vida, Cristo hace un


llamamiento a la santidad: “ Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto” (Mt 5, 48). Los ancianos también, no obstante el transcurso de los
años que pueda apagar impulsos y entusiasmos, deben sentirse más que
nunca llamados a medirse con los horizontes fascinantes de la santidad
cristiana: el cristiano no debe dejar que la apatía y el cansancio lo detengan
en su camino espiritual.

Esta tarea pastoral incluye la necesidad de formar sacerdotes, operadores y


voluntarios- jóvenes, adultos y los mismos ancianos- que, ricos en
humanidad y espiritualidad , tengan la capacidad de acercarse a las
personas de la tercera y de la cuarta edad y de satisfacer esperanzas con
frecuencia muy individualizadas de orden humano, social cultural y
espiritualidad.

Los ancianos con sus exigencias espirituales, tendrán que ser tenidos en
cuenta también por los distintos sectores de la pastoral especializada: desde
la pastoral familiar- que no puede descuidar su relación con la familia no
sólo en el ámbito de los servicios sino en la vida religiosa- hasta la pastoral
social sin olvidar la pastoral de los agentes sanitarios.

En indispensable, en la tarea pastoral la aportación de los ancianos mismos


que de su riqueza de fe y de vida pueden sacar cosas nuevas y cosas
antiguas, no sólo en beneficio propio sino de toda la comunidad. Lejos de
ser sujetos pasivos de la atención pastoral de la iglesia los ancianos son
apóstoles insustituibles sobre todo entre sus coetáneos, pues nadie conoce
mejor que ellos los problemas y la sensibilidad de esa fase de la vida
humana. Cobra especial importancia, hoy, el apostolado de los ancianos
con los ancianos en forma de testimonio de vida. En nuestros tiempos,
escribió Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, el hombre “escucha más a
gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que
enseñan es por que dan testimonio” (n. 41). No es secundario, por tanto, el
anuncio directo de la palabra de Dios del anciano al anciano, y del anciano
a las generaciones de los hijos y de los nietos .

Mediante la palabra y la oración, pero también con las renuncias y los


sufrimientos que la edad avanzada lleva consigo, los ancianos han sido y
siguen siendo siempre testigos elocuentes y comunicadores de la fe en las
comunidades cristianas y en las familias. A veces incluso en condiciones de
verdadera persecución. Como ha sido el caso, por ejemplo, en los
regímenes totalitarios ateos del socialismo real en el siglo veinte. ¿ Quién
no ha oído hablar de las “ babuskas” rusas?. Las abuelas que, durante largas
décadas en las que cualquier expresión de fe equivalía a ejercer una
actividad criminal, fueron capaces de mantener viva la fe cristiana,
transmitiéndola a las generaciones de sus nietos. Gracias a su valor, no
desapareció totalmente la fe en los países ex comunistas, y hoy existe un
punto de apoyo- aunque mínimo- para la nueva evangelización. El Año del
Anciano brinda una ocasión preciosa para recordar esas figuras
extraordinarias de ancianos- hombres y mujeres- y su silencioso y heroico
testimonio. No sólo la iglesia, sino la civilización humana, les debe mucho.

Un papel importante en la promoción de la participación activa de los


ancianos en la obra de evangelización lo desempeñan, hoy, las asociaciones
y movimientos eclesiales, “ uno de los dones del Espíritu a [la iglesia de]
nuestro tiempo”. (9). En las varias asociaciones presentes en nuestras
parroquias, los ancianos ya han encontrado un terreno muy fértil para su
propia formación, su compromiso y su postulado, transformándose en
verdaderos protagonistas en la comunidad cristiana. No faltan tampoco
asociaciones, grupos y comunidades que trabajan específicamente en el
mundo de la tercera edad. Gracias a sus carismas, todas estas realidades
crean ambientes de comunicación entre las generaciones y un clima
espiritual que ayuda a los ancianos a mantener el impulso y la juventud
espiritual.
V
ORIENTACIONES PARA UNA PASTORAL
DE LOS ANCIANOS

Al compartir “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo”. (10) La Iglesia- además de entregarse a ellos
con materna solicitud, mediante obras de asistencia y de caridad- pide a los
ancianos que continúen su misión evangelizadora, no sólo posible y justa
también en la vejez, sino transformada por la misma edad en algo
específico y original.

En la exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici sobre la


vocación y la misión de los laicos, Juan Pablo II, dirigiéndose a los
ancianos, escribe: ” La sensación [....] de la actividad profesional y laboral
[abre] un espacio nuevo a [vuestra] tarea apostólica. Es un deber que hay
que asumir, por un lado, superando decididamente la tentación de
refugiarse nostálgicamente en un pasado que no volverá más, o de
renunciar a comprometerse en el presente por las dificultades halladas en
un mundo de continuas novedades; y , por otra parte, tomando conciencia
cada vez más clara de que su propio papel en la iglesia y en la sociedad de
ningún modo conoce interrupciones debidas a la edad, sino que conoce sólo
nuevos modos. [...] La entrada en la tercera edad han de considerarse como
un privilegio; y no sólo porque no todos tienen la suerte de alcanzar esta
meta, sino también y sobre todo porque éste es el período de las
posibilidades concretas de volver a considerar mejor el pasado , de conocer
y vivir más profundamente el misterio pascual, de convertirse en ejemplo
en la iglesia para todo el Pueblo de Dios ” (n. 48).

La comunidad eclesial, por su parte, está llamada a responder a las


expectativas de participación de los ancianos, valorizando el “don” que
ellos representan como testigos de la tradición de fe (cf. Sal 44, 2; Éx
12,26-27), maestros de vida (cf. Eclo 6, 34; 8, 11-12) y agentes de caridad.
Y debe, por tanto, sentirse interpelada a reconsiderar la pastoral de la
tercera edad como espacio abierto a la acción y colaboración de los mismos
ancianos.

Entre los ámbitos que más se presenta al testimonio de los ancianos en la


iglesia, no se debe olvidar:
- El amplio campo de la caridad: gran parte de los ancianos gozan de
suficientes energías físicas, mentales y espirituales que les permiten
comprometer generosamente su propio tiempo libre y sus
capacidades en acciones y programas de voluntariado.
- El apostolado: los ancianos pueden contribuir ampliamente al
anuncio del Evangelio, como catequesis y como testigos de vida
cristiana.
- La Liturgia: muchos ancianos contribuyen ya eficazmente a cuidar
de los lugares de culto. Las personas dela tercera edad, si reciben una
formación adecuada, podrían desempeñar, en mayor número, los
oficios de Lector y Acólito, ejercer el ministerio extraordinario de la
Eucaristía y desarrollar la actividad de animadores de la liturgia, así
como la de fieles cultores de las formas de piedad eucarística y de las
devociones, sobre todo de la devoción mariana y de los santos.
- La vida de las asociaciones y de los movimientos eclesiales: sobre
todo después del Concilio, se ha manifestado una gran apertura, por
parte de los ancianos, a la dimensión comunitaria de la vida de fe. El
desarrollo de numerosas realidades eclesiales- que representan un
gran enriquecimiento para la iglesia- se debe también a una
participación que integra las generaciones y manifiesta la riqueza y
la fecundidad de los distintos carismas del Espíritu.
- La familia: los ancianos representan la “memoria histórica” de las
generaciones mas jóvenes y son portadores de valores humanos
fundamentales. Donde quiera que falta la memoria faltan las raíces y,
con ellas, la capacidad de proyectarse con la esperanza en un futuro
que vaya más allá de los limites del tiempo presente. La familia- y,
por tanto, toda la sociedad – recibirán un gran beneficio con la
revaloración del papel educativo del anciano.
- La contemplación y la oración: es preciso estimular a los ancianos, a
que consagren los años que están ocultos en la mente de Dios a una
nueva misión iluminada por el Espíritu Santo, dando así principio a
una etapa de la vida humana que, a la luz del misterio del Señor, se
revela como las más rica y prometedora. A este respecto , Juan Pablo
II, dirigiéndose a los participantes en el Forum internacional sobre el
envejecimiento activo, decía: “ Los ancianos, gracias a su sabiduría y
experiencia, fruto de toda una vida, han entrado en una época de
gracia extraordinaria que les abre inéditas oportunidades de oración y
de unión con Dios. Les son dadas nuevas energías espirituales, que
ellos están llamados a poner al servicio de los demás, haciendo de la
propia vida una ferviente oferta al Señor y Dador de vida ”. (11)
- La prueba, la enfermedad, el sufrimiento: estas experiencias
representan el momento que hace “ completar”, en la carne y en el
corazón, la pasión de Cristo por la iglesia y por el mundo (cf. Col 1,
24). Es importante guiar a los ancianos – y no sólo a ellos – para que
sepan captar, en esas circunstancias, la dimensión del testimonio del
abandono en las manos de Dios, siguiendo las huellas del Señor.
Pero eso será posible sólo en la medida en que las personas ancianas
se sienta amada y respetada. La preocupación por los más débiles,
los que sufren, los no autosuficientes, es deber de la iglesia y prueba
de la autenticidad de su maternidad. Habrá, pues, que brindar a los
ancianos toda una serie de cuidados y servicios, para que no se
sientan inútiles, o un peso para los demás, y vivan el sufrimiento
como posibilidad de encuentro con el ministerio de Dios y del
hombre.
- El compromiso a favor de la “cultura de la vida” : el momento de la
enfermedad y del sufrimiento remite por excelencia al principio
inalienable de la vida. La misión misma de Jesús, con las numerosas
curaciones que él realizó, indica cómo Dios tiene en cuenta también
la vida corporal del hombre (cf. Lc 4, 18). Pero el hombre no puede
elegir arbitrariamente entre vivir y morir, entre dejar vivir y dejar
morir: de ello dispone sólo. Aquel en el cual “vivimos, nos movemos
y existimos” (Hch 17, 28; cf. Dt 32, 39). Ese cerrarse a la
trascendencia, típico de nuestros días, va alimentando siempre más la
tendencia a preciar la vida sólo en la medida en que aporta bienestar
y placer, y a considerar el sufrimiento como una amenaza
insoportable de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte,
considerada como cosa “absurda” si interrumpe una vida abierta a un
futuro lleno de posibles experiencias interesantes, se transforman en
“liberación reivindicada” cuando se contempla la existencia como
algo que no tiene sentido, por estar sumergida en el dolor. Este es el
contexto cultural del drama de la eutanasia, que la iglesia condena
por ser una “grave violencia de la ley de Dios en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana” (12)

Teniendo en cuenta la gran diversidad de las situaciones y condiciones


de vida de los ancianos, la pastoral de la tercera y la cuarta edad debería
incluir la realización de iniciativas que permitan el logro de objetivos
como los que siguen:

- Dar a conocer mejor las necesidades de los ancianos, no por última


la de poder contribuir a la vida de la comunidad desempeñando
actividades apropiadas a su condición peculiar. Este conocimiento
dará la posibilidad de estructurar acciones adecuadas y de
sensibilizar y comprometer a las comunidades eclesiales y civiles
para que se orienten hacia aquellas opciones que parecen ser
evangélicamente y culturalmente mas válidas teniendo en cuenta
también la renovación de las obras caritativas y asistenciales de la
iglesia.
- Ayudar a los ancianos a superar las actitudes de indiferencia,
desconfianza y renuncia a una participación activa, a una
responsabilidad común.
- Integrar a los ancianos sin discriminaciones, en la comunidad de los
creyentes. Todos los bautizados, en todo momento de la vida, deben
poder renovar la riqueza de la gracia del propio Bautismo y vivirla
planamente. Nadie debe quedarse sin el anuncio de la Palabra de
Dios, sin el don dela oración y de la gracia de Dios, sin el testimonio
de la caridad.
- Organizar la vida de la comunidad, de manera que en ella se
favorezca y se promueva la participación de las personas ancianas,
valorizando las capacidades de cada una. Con ese objeto, las
diócesis debería crear departamentos especiales para el ministerio de
los ancianos, así, a las parroquias, a que desarrollen actividades
espirituales, comunitarias y de recreo para ese grupo de edad; hay
que promover el servicio de los ancianos en los consejos diocesanos
y parroquiales y en los consejos para asuntos económicos.
- Facilitar la participación de los ancianos en la celebración de la
Eucaristía; darles la posibilidad de acercarse al sacramento de la
Reconciliación y de tomar parte en peregrinaciones, retiros y
ejercicios espirituales, procurando que no se impida se presencia por
la falta de acompañamiento o debido a barreras arquitectónicas.
- Recordar que la atención y asistencia a los enfermos ancianos no
autosuficientes, o a los que por debilitamiento senil han perdido las
propias facultades mentales, es también una atención espiritual a
través de los signos mediadores de la oración y de la cercanía en la
fe, como testimonio del valor inalienable de la vida, incluso cuando
ésta ha llegado al extremo límite de las fuerzas físicas.
- Otorgar una especial atención a la administración del sacramento de
la Unión de los Enfermos y del mismo Viático, dando una
preparación catequética adecuada. Si las circunstancias lo
consienten, es deseable que los pastores incluyen la administración
de la Unión de los Enfermos en celebraciones comunitarias, tanto en
las parroquias como en los lugares de residencia de los ancianos.
- Contrarrestar la tendencia de dejar solos, sin asistencia religiosa y
consuelo humano, a los moribundos. Esta tarea no corresponde sólo
a los capellanes, cuyo papel es fundamental, sino también a los
familiares y a la comunidad de pertenencia.
- Prestar una atención particular, por un lado, a los ancianos de otras
confesiones religiosas, para ayudarles a vivir su propia fe con
espíritu de caridad y de diálogo; y, por otro, a los ancianos no
creyentes, ante los cuales no se debe dejar de testimoniar la propia fe
con espíritu de fraternidad y de solidaridad.
- Recordar que si los ancianos tienen derecho a un espacio en la
sociedad, con mayor razón les corresponde un lugar responsable en
la familia. Recordar a la familia, llamada a ser una comunión de
personas, la misión que le compete de conservar, revelar y
comunicar el amor, insistir en el debe que ella tiene de proveer a la
asistencia de los familiares más débiles, incluso los ancianos,
rodeándolos de cariño. Y hacer hincapié en la necesidad de apoyos
adecuados para la familia: subsidios económicos, servicios
sociosanitarios, y políticas para la casa, las pensiones y la seguridad
social.
- Preocuparse por los ancianos que viven en residenciales públicas o
privadas. Estar lejos de la propia familia será para ellos menos
traumático, si cada comunidad mantiene los vínculos con los propios
ancianos. La comunidad parroquial, “familia de familias” tendrá que
transformarse en “diaconía” para las personas ancianas y sus
problemas, buscando una colaboración con los responsables de
dichas estructuras, con el objeto de encontrar los modos adecuados
de asegurar la presencia del voluntariado, la animación cultural y el
servicio religioso. Éste tendrá que garantizar el alimento eucarístico
de los ancianos, procurando que la Comunión asuma el significado
de participación en la celebración del día del Señor, de signo de la
paternidad de Dios y de la fecundidad de una vida y de un
sufrimiento que, si no están iluminados por el consuelo del Señor,
corren el riesgo de perderse en la tristeza e incluso en la
desesperación.
- No olvidar que, entre los ancianos, hay sacerdotes: ministros de la
iglesia y pastores de las comunidades cristianas. La iglesia diocesana
tiene que hacerse cargo de ellos a través de medidas y estructuras
adecuadas. También las comunidades parroquiales están llamadas a
colaborar con el objeto de que los sacerdotes ancianos que por edad
avanzada o por motivos de salud – se retiran del ministerio activo,
encuentren una situación conveniente. Eso mismo vale para las
comunidades religiosas y para sus superiores, que deben prestar una
atención particular a sus hermanos y hermanas ancianos.
- Educar a los jóvenes pertenecientes a grupos, asociaciones y
movimientos presentes en las parroquias, a la solidaridad con los
miembros más ancianos de la comunidad eclesial; una solidaridad
entre generaciones que se expresa también en la compañía que los
jóvenes pueden ofrecer a los ancianos. Los jóvenes que tienen la
oportunidad de estar con los ancianos saben que esta experiencia los
forma y los hace madurar, ayudándoles a adquirir una visión atenta a
los demás que les será útil durante toda la vida. En una sociedad
donde reinan el egoísmo, el materialismo y el consumismo, y en la
cual los medios de comunicación no contribuyen a disminuir la
creciente soledad del hombre, valores como la gratuidad, la entrega,
la compañía, la acogida y el respeto por los más débiles representan
un desafío para quienes desean que se forme una nueva humanidad
y, por tanto, también para los jóvenes.

Para realizar toda la acción pastoral a favor de los ancianos será


especialmente ilustrativa y útil una constante referencia al Decreto
conciliar Apostolicam actuositatem y a los documentos publicados por
el Magisterio en los últimos años, especialmente la Exhortación
apostólica Familiaris consortio .

CONCLUSIÓN

Nuestro breve viaje por el mundo de la tercera y cuarta edad ha puesto


de relieve muchos problemas que les conciernen y requieren acciones
precisas por parte de la comunidad civil así como una especial atención
pastoral por parte de la comunidad eclesial. Sin embargo, se ha
descubierto la riqueza en humanidad y “ sabiduría” de las personas
ancianas, que tanto tiene qué ofrecer todavía a la iglesia y a la sociedad.

Caminar con los ancianos, tenerlos en cuenta, es un deber de todos. Ha


llegado el tiempo de comenzar a actualizar a actuar con miras a un
efectivo cambio de mentalidad respecto a ellos y de darles el lugar que
les pertenece en la comunidad humana.

La sociedad y las instituciones destinada a esa tarea, están llamadas a


abrir a los ancianos espacios adecuados de formación y participación y a
garantizar formas de asistencia social y sanitarias adecuadas a las
distintas exigencias y que respondan a la necesidad de la persona
humana de vivir con dignidad en la justicia y en la libertad. Con ese
objeto, junto a un compromiso del Estado a favor de la promoción y
tutela del bien común hay que sostener y valorizar- respetando el
principio de subsidiariedad- la acción del voluntariado y la aportación
de las iniciativas inspiradas en la caridad cristiana.

La comunidad eclesial debe hacer lo posible para ayudar al anciano a


vivir su vejez a la luz de la fe y a redescubrir por si mismo el valor de
los recursos que todavía está en condiciones de poner al servicio a los
demás y que tiene la responsabilidad de ofrecer a los demás. El anciano
debe ser siempre más consciente de que tiene aun un futuro por
construir porque todavía no se a agotado su tarea misionera de dar
testimonio a los pequeños, a los jóvenes, a los adultos y a sus mismos
coétanos, de que fuera de Cristo no hay sentido, ni la alegría, tanto en la
vida personal como en la vida con los demás.

“La mies es mucha” (Mt 9,37). Estas palabras del Señor se aplican muy
bien al campo de la pastoral de tercera y de la cuarta edad, un campo
que, por su misma amplitud, requiere la obra y el esfuerzo generoso y
apasionado de muchos apóstoles, de muchos agentes de pastoral, de
testigos que sepan convencer acerca de la plenitud que puede
caracterizar esta etapa de la vida siempre que esté fundada en la “roca”
que es Cristo (cf. Mt 7, 24-27).

Un ejemplo extraordinario de esta verdad nos lo da Juan Pablo II, gran


testigo, también en esto para el hombre actual. El Papa vive su vejez con
extrema naturaleza. Lejos de ocultarla (¿Quién no lo ha visto bromear
con su bastón?), la pone ante los ojos de todos. Con serena sencillez,
dice de sí mismo: “ Soy un sacerdote anciano”. Vive la propia vejez en
la fe, al servicio del mandato que ha sido confiado por Cristo. No se
deja condicionar por la edad. Sus sesenta y ocho años cumplidos no lo
han privado de la juventud del espíritu. Su innegable fragilidad física no
ha hecho mella, en lo más mínimo, en el entusiasmo en que se dedica a
su misión de sucesor de Pedro. Sigue sus viajes apostólicos por todos
los continentes. Y es sorprendente constar cómo su palabra adquiere
siempre mayor fuerza, cómo llega, más que nunca, hasta el corazón de
las personas.

El camino con los ancianos, si está acompañado de una pastoral atenta a


las distintas necesidades y carismas abierta a la participación de todos y
dirigida hacia la valorización de las capacidades de cada cual,
representará una riqueza para toda la Iglesia. Es deseable, por tanto, que
lo emprendamos en gran número, con valor, captando su significado
profundo de comino de conversión del corazón y de don entre
generaciones.
En el año 1999, dedicado por las Naciones Unidas a los ancianos, es el
año dedicado a Dios Padre en el marco del Gran Jubileo. Una
coincidencia providencial que puede ser la ocasión, para las
generaciones más jóvenes, de reconsiderar y volver a establecer una
relación con la generación de sus propios padres; y para quien ya no es
tan joven, de reexaminar la propia existencia colocándola en la
perspectiva goza del testimonio por el cual “ toda la vida cristiana es
como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del que se
descubre cada el día el amor incondicionado a toda criatura humana”
(13)

En el año 2000, año jubilar que introduce al pueblo de Dios en el tercer


milenio de la era cristiana el día 17 de Septiembre estará dedicado a los
ancianos. Esperemos que no falten a esa importante cita. Y
confirmamos en que la perspectiva del Gran Jubileo inspire iniciativas-
a nivel local, diocesano, nacional e internacional e internacional- que
permitan a las personas ancianas expresan siempre más, y siempre en
mayor número, sus capacidades de participar de dar esperanza y de
recibir esperanza. Porque sólo con ellas, y gracias a ellas , se podrán
cantar las alabanzas al Señor de generación en generación (cf. Sal 78
[79], 13).

Vaticano, 1° de octubre de 1998


Stanis Law Rylko
Secretario
James Francis Card. Stafford
Presidente

(1) La división “ población” del Departamento de asuntos económico-


sociales de las Naciones Unidas publicó, el 26 de octubre de 1998,
una actualización de los cálculos y proyecciones en materia
demográfica. En el capítulo dedicado al aumento del número de
personas ancianas, resulta, entre otras cosas, que los 66 millones de
personas de más de ochenta años de edad, presentes hoy en el
mundo, están destinados a aumentar a 370 millones en el año 2050,
cuando se contarán entre ellos 2,2 millones de centenarios.
(2) Los últimos estudios de las Naciones Unidas están modificando-
teniendo siempre a la baja- las previsiones sobre el aumento de la
población en las próximas décadas. El FNUAP (Fondo de las
Población de las Naciones Unidas), en su informe sobre el estado de
la población mundial de 1998, confirma esa parálisis demográfica.
Sólo en un número muy reducido de países de África sigue siendo
elevada la natalidad. En otras partes- de Asia hasta América Latina-
la tasa de natalidad va moderando el paso cada vez más.
(3) La aplicación de estos principios, la quinta revisión del Plan
internacional de acción, así como la revisión de la estrategia
adoptada en 1992 por la Asamblea de las Naciones Unidas,
constituyen los “ Objetivos globales relativos al envejecimiento para
el año 2001”.
(4) Insegnamenti di Giovanni Paolo II VII,1 (1984), p. 744.
(5) Insegnamenti, V, 3 (1982), p. 125.
(6) Juan Pablo II. Discurso a la Iglesia italiana reunida en Palermo con
motivo del tercer Encuentro eclesial, L’ Osservatore Romano, 24 de
Noviembre de 1995, p. 5.
(7) Insegnamenti V, 3 (1982), p . 130.
(8) Insegnamenti III, 2 (1980), p. 539.
(9) Cf. Juan Pablo II, Homilía durante la Vigilia de Pentecostés, L’
Osservatore Romano, 27-28 de mayo 1996, p. 7.
(10) Constitución pastoral Gaudium et spes, 1.
(11) Insegnamenti III, 2 (1980), p. 538.
(12) Carta encíclica Evangelium vitae, 65.
(13) Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 49.

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