El Hachador de Altos Limpios Juan Draghi Lucero
El Hachador de Altos Limpios Juan Draghi Lucero
El Hachador de Altos Limpios Juan Draghi Lucero
El hachador
de Altos Limpios
© 1966
EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES Viamonte 640
Fundada por la Universidad de Buenos Aires
Hecho el depósito de ley
IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
ÍNDICE
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
publica Cuentos mendocinos, colección de 17 relatos, laureada con el Gran Premio Bienal de Novela
1962-63 de Mendoza, y ahora ofrece, mediante EUDEBA, su cuarto libro del género, Cuentos cuyanos,
que sigue por el mismo carril del precedente.
La mayor originalidad de la obra literaria de Draghi Lucero se manifiesta en Las mil y una noches
argentinas y en El loro adivino. Sus otros dos libros contienen los ingredientes de su estilo, pero el vuelo
imaginativo del autor está moderado por la exigencia de la anécdota. Porque aquellos desarrollan, por
un excepcionalísimo proceso de crecimiento interior, cuentos tradicionales de encantamiento, morales o
de picardías; en cambio, éstos tienen los pies en la tierra: amplían, estofan, cincelan y esmaltan
anécdotas y caracteres reales o verosímiles, que el autor extrajo de la tradición o de las mentas, o que
supo vivir en sus años mozos. Pero si los primeros son los más especiales, imposible es pasar por alto las
obras maestras incluidas en los últimos: "Árbol castigado", por ejemplo, o el personaje del juez, en "La
demanda a las hormigas", ambos pertenecientes a este volumen, son inolvidables. No estamos aquí frente
a la fácil sazón regionalista, consistente en presentar viejas lugareñas de nombres estrafalarios, que en
su pintoresco hablar zahieren indignamente las fechorías de los chicos, la conducta alocada de las
mozas y las descomposturas causadas en la plácida existencia provinciana por las novedades de los
tiempos (aunque a veces no se libra él tampoco de caer en estas tentaciones, como en el umbral de "La
pericana", narración de Cuentos mendocinos) No es una retórica traída del folklore para adornar un
relato urdido con mente urbana, ni salpicaduras regionales en una anécdota universal para darle visos
autóctonos. Es la composición de una vertiente local, vivida por el autor, sin interrupción, desde la
infancia hasta la madurez, y de otra universal, bebida en los libros, bajo el acicate de una vocación
avasallante, pues no es fácil que un chico que deja la escuela en el tercer grado para ir al desierto a
recoger jarillas termine sumergido en archivos y bibliotecas, garrapateando fichas y llenando cuartillas.
En ningún momento dejó Draghi Lucero de llevar esa existencia de dos vertientes. La recolección en sus
fuentes de la literatura folklórica lo tuvo mucho tiempo recorriendo los campos de Cuyo, y hasta
adquirió la costumbre de escribir en medio del campo en la obscuridad, con grandes letras, solo
cuidando de mantener el paralelismo de los renglones. Era uno de sus modos de impregnarse, y de
impregnar su obra, con el aliento de la tierra natal, al parecer más cargado de esencias atávicas durante
la noche. Sin duda, Draghi Lucero no inventó el género miliunanochesco, mucho menos el regionalista y
memorialista, que cuenta en nuestra literatura con antecedentes ilustres: Sarmiento, Cañé, Fray Mocho,
Payró, Lynch, Quiroga, Dávalos, Güiraldes, Burgos, Mateo Booz, Castellani y otros. Su ubicación es
más circunscripta, porque casi nunca inventa el germen del relato; a eso se debe que no escriba novelas.
Siempre está adherido a un elemento tradicional, popular, común. No quiere desarrollar las simientes de
su poder creador; quiere expresar un sentir de latitud ilimitada, en que él, los demás –vivos y muertos–,
la tierra, los astros, las plantas, los animales y los espíritus de la otra vida que andan en el mundo
constituyen una realidad inconsútil, una yuxtaposición y superposición de capas y corrientes sin confines
distintos. Esa experiencia total de las zonas claras y tenebrosas de la Creación explica por qué el estilo
de Draghi Lucero se torna en ocasiones brumoso y ectoplasmático. Digamos, de paso, que su padre
tenía achaques humanitarios y espiritistas, en tanto que la personalidad de su madre se adivina muy
neta, con perfiles tradicionalistas y católicos.
No abundan en la literatura mundial las muestras del género miliunanochesco. La racionalizada
era moderna lo sustituyó por los relatos policiales y de aventuras. Pero que subsiste la apetencia por la
evasión y la comunión trascendentales lo prueba el auge de la literatura, generalmente ilustrada, de
"fantaciencia". Los folkloristas suelen dividir los cuentos tradicionales –es decir, antiguos, anónimos,
con mil variantes– en cuatro grandes grupos: 1) maravillosos, de hadas o de encantamiento; 2)
religiosos y morales; 3) humanos o novelescos, y 4) de animales. Podemos agregar dos grupos menores:
los chistes (cuentos humanos de un solo tema y caracterizados por dichos más que por hechos) y los
cuentos de espanto, que están indecisos entre los cuentos propiamente dichos (al margen de la realidad y
en que nadie cree) y los casos supersticiosos (episodios real o verosímilmente ocurridos a tal persona del
ambiente cierta vez que topó con seres del otro mundo)
En la literatura de Occidente, durante la Alta Edad Media, llamada también en los manuales época
oral o anónima, tuvieron difusión los cuentos morales y religiosos, que se codeaban con las leyendas
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
(distintas de los cuentos en que son creídas por un elemento de verdad, histórica o geográfica); y se
entiende que así fuera por la necesidad de adoctrinar amenamente a la multitud iletrada; pero no menor
difusión tuvieron otros dos grupos: los cuentos novelescos, en especial aquellos de picardías (por
excelencia, mujeriles), que los franceses llaman fabliaux, y los cuentos animalísticos, cuyas colecciones
solían llamarse ysopetes (de Esopo); estos cuentos de animales poseían también una función
moralizadora por la facilidad con que, mal o bien, podía extraerse de ellos una enseñanza o moraleja.
Los cuatro grandes autores de cuentos populares vueltos a contar del siglo XIV –Juan Ruiz, Arcipreste
de Hita, Boccaccio, Chaucer y el Infante Juan Manuel– sacaron sus temas de la tradición religioso-
moral y novelesca. Un siglo antes, el joven príncipe que luego se inmortalizaría con el nombre de
Alfonso el Sabio había mandado traducir del árabe Calila y Dimna, una colección de cuentos indios ya
bien conocidos en el siglo vi, cuya versión sánscrita es, con sus más y sus menos, el célebre Panchatantra,
y en el cual los animales parlantes desempeñan un papel principal.
El grupo restante, de los cuentos maravillosos, permanecería ajeno a las letras occidentales, y
seguiría confinado a la tradición oral hasta fines del siglo XVII, cuando Perrault publicó sus Cuentos de
antaño, y principios del siguiente, cuando el orientalista Galland reveló a Europa la famosísima
rapsodia de relatos persas, indios y bizantinos, aumentados, ornamentados y sazonados por narradores
árabes, que se conoce con el título de Las mil y una noches. Sin embargo, setenta años antes, en el reino
de Nápoles, un caballero de buen humor, vitalidad desbordante y pluma frondosa, llamado Juan Bautista
Basile, había escrito en su dialecto natal un libro de cuentos de hadas bajo el título de II Pentamerone
ossia Lo cunto de li cunti (El Pentamerón o El cuento de los cuentos) Este libro excepcionalísimo
permaneció virtualmente ignoto, reservado a la curiosidad de algunos eruditos, hasta que lo redescubrió
en nuestro siglo un insigne filósofo y polígrafo, Benedetto Croce, quien no tuvo a menos distraer su
tiempo para traducir al italiano los cincuenta relatos de Basile, que llenan dos nutridos volúmenes.
Podemos recordar otros escritores ilustres que aliñaron con sumo arte literario temas de cuentos
de hadas, y hasta crearon algunos, como Hans Andersen, el más conspicuo de ellos, o bien, que estiraron
y condimentaron con caudaloso gracejo y castiza locuacidad sucedidos grandes y menudos de otros
tiempos fastuosos, como, por ejemplo, Ricardo Palma. Pero Basile es único: toma los cuentos
maravillosos, con sus episodios nucleares, tales como los recuerda la gente del pueblo o los narran los
contadores de cuentos, y los vuelve a narrar, con el relleno de su propio ingenio y las galas de su
personalísima pluma. En esto, Basile supera a madame d'Aulnoy, a Tieck y a los demás escritores que
quisieron relatar de nuevo, a su manera, viejos cuentos maravillosos de la tradición oral. No podemos
incluir a los hermanos Grimm, porque, aun cuando Guillermo, el menor de ellos, los escribió con una
gracia incomparable, lo hizo tratando de que pareciera, no su estilo, sino el estilo fresco y sencillo que –
no muy acertadamente– pensaba debía, ser el estilo del pueblo. Por lo demás, los hermanos Grimm eran
filólogos y no literatos.
Draghi Lucero es el Giambattista Basile del siglo xx. No tiene la vitalidad de su antecesor, pero lo
supera en el caudal emocional y metafísico. Su estilo, aun conservando barroca sensualidad, como
cuando describe manjares y mujeres, posee otro carácter, que no puede precisarse sino acumulando
impresiones, que se suceden o se funden en inimitable concierto: es tierno, florido, sentimental, galano,
sabroso, malicioso, melifluo; en fin, usando términos que la tradición criolla entiende sin necesidad de
definición exacta, querendón y decidor. En él, las voces de los libros y las del diario decir agreste se
entrelazan, conviven en singular maridaje, y echan brotes peregrinos, apareciendo donde menos se las
espera y remozándose con desinencias pluralizadoras, como ávidas de cósmica proliferación. Bajo la
magia de su pluma, los temas de los cuentos populares, tan parcos en diálogos y descripciones, se
alargan, se enredan, se cargan de galas, de intenciones, de vida palpitante; a veces, los episodios
trasmigran de un cuento a otro, y varios cuentos vierten parte de su caudal en uno. Se lo puede ver
cotejando los temas que enhila Draghi Lucero con los correspondientes relatos folklóricos, según
aparecen en las compilaciones chilenas, ya que el país de Cuyo no ha documentado aún, o no ha
publicado, su novelística tradicional. En realidad, Cuyo es, culturalmente, una provincia chilena, y en la
prosa de Draghi Lucero se trasuntan con innegables correspondencias la gracia gentil, el primor, el
gusto barroco por la ornamentación que caracterizan los preludios de las cuecas y tonadas, y que
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
contrastan visiblemente con la gravedad contenida y escueta de los tristes, estilos y vidalas del
cancionero norteño-rioplatense. Es que en él se han conjugado milagrosamente el juglar y el literato, el
que dice y el que escribe. El resultado no podía menos de ser exclusivo: precisamente, milagroso. Estas
Mil y una noches argentinas, como no perdía ocasión de repetir Gálvez, son algo extraordinario. Cuando
su autor deje de contarlas, quedarán definitivamente inconclusas.
BRUNO C. JACOVELLA
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En logrando zafarse de los atolladeros y tembladerales del Paso de la Ciénaga y en subiendo al alto
firme y seco, aparecían las murallas de la posada de doña Luzmila.
Tiempo atrás se establecieron ahí con posada provista de bien tenidos corrales con pasto emparvado
para mulas y bueyes de arrieros y carreteros, los trajinantes de pampas y travesías entre Cuyo y Buenos
Aires. Aconteció que una pareja de forasteros ayudados por desconocidos restauró murallas de un antiguo
caserón en ruinas, techó, blanqueó y abrió una llamativa casa de tentaciones con comida y beberaje. Los
viajeros de las desoladas huellas encontraron allí vinos y aguardientes y, por sobre todo, los más ricos y
apetitosos fiambres que nunca manos criollas pudieran adobar. Se desparramó la novedosa fama de tal
cocinería que tan ricos potajes preparaba. Los matambres, arrollados, quesos de chancho, mortadelas,
salchichones, lomos en escabeche y cien otras tentaciones del diente y del paladar aguaban la boca de los
hambrientos y sedientos. En cuanto al guindado, chicha, vinos, ginebras, coñaques y otras bebidas
ardientes tenían en esa posada un sabor tan particular que no se gustaba en ninguna otra fonda ni pulpería.
Pero eran los adobados fiambres y carnes escabechadas que allí se gustaban las de famas a muchas leguas
a la redonda. Se sabía que doña Luzmila atesoraba un don para sazonar las carnes con el sabio manejo de
la salmuera, pimienta, laurel, ají, nuez moscada, orégano y remotas hierbas indias que solo podía
agenciarse por mediación de adobadores de tiempos idos; y en cuanto a las bebidas fuertes, el clavo de
olor, vainilla, canela y cien desconocidas especias y montes de las serranías daban incentivo para seguir
engullendo fiambres y los fiambres un picor que clamaba por beber con angurrias. Mucho se hablaba de
estas secretas habilidades que solo muy raros entendidos manejaron con celo en la proporción y ajuste a
los gustos criollos.
En llegando arrias de mulas y convoyes de carretas, se animaban reuniones de la mocedad del
arriaraje y de las boyadas. Todo era un ir y venir de fuentes con fiambres y frascos de licores en un mar
de alabanzas dicharacheras a tan habilidosa cocinera y vinera. Sí; las comilonas y el beberaje se volcaban
a las vocinglerías alegres, matadoras de las hurañeces de la travesía y las pampas. ¡La travesía del solazo
de fuego derretidor del seso y los secadales salitrosos, agrieta dores de labios! ¡Qué! Si en la posada de
doña Luzmila se olvidaban penurias soportadas por los sufridos hombres de mulas y bueyes. Para mayor
encanto, la ardidosa mocedad se solazaba entre mascada y trago con alegres cantos y músicas. Y las
encordadas guitarras volcaban cuecas, gatos, triunfos y refalosas y al final, tonadas con cogollos
ofrendados a doña Luzmila, que los festejaba con tragos y brindis elegidos.
Sí... Mas, habían dos peros en la tal posada: el uno, que todo pago era en moneda metálica.
–¡Nada de papeluchos imprentados! –prevenía con antelación la posadera a los sedientos y
hambrientos–. ¡Aquí, en la palma de esta mano, han de cantar esterlinas, soles, cóndores, bolivianos,
patacones y tejos con sonidos y brillares mineros que no mienten!
Y los de tragaderas hacían tintinear las músicas apetecidas por doña Luzmila. El dos: que ¡no se
permitían juegos! Y no se vio ni taba ni naipe bajo ese techo.
–¡Claro! –murmuraban los enviciados a las apuestas– ¡en esta forma todo cuanto cargan los que
llegan pasa al cajón por mascada y trago!
En las avanzadas horas de la noche, cuando la comilona y el beberaje ponían pesados a los
angurrientos que allí se dejaban estar, se les allegaba doña Luzmila, concentrada, cavilosa y como a
descargar prevenciones. Y bajando su gruesa voz a las penumbras del misterio dejaba caer palabronas
conllevantes a la mocedad confiada. Se los decía y volvía a decírselos que para entrar al Paso de la
Ciénaga lo hicieran con los sentidos despiertos y después de encomendarse a los Santos del Cielo. Y
contaba casos de agonía en ese lagunazo atajante del camino. Era de arrimarse a oírle sus comedidos
consejos y sanas prevenciones sobre el traicionero cenagal que había tragado carretas enteras con sus
yuntas de bueyes, carretero y boyero sin que los pobrecitos pudieran ser salvados ni socorridos.
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Temblaban los mozos al oír a doña Luzmila relatar, con la cara descompuesta, y saliéndosele los ojos, que
un arria de mulas con varios arrieros que entraron al Paso de la Ciénaga no salieron nunca por la otra
orilla por haber sido tragados por el ojo de mar... ¡Ese maldito ojo de mar que se comunicaba por cuevas
de honduras espantosas con la mar lejana y sin orillas!
–¡Tengan cuidado, mozos! –les advertía, protectora y amiga–. ¡Tengan cuidado al pasar por la orilla
del ojo de mar y no se encandilen mirando sus honduras! ¡Métanle espuelas a las mulas y picana a los
bueyes, que no se detengan, porque...!
Y paraba en seco sus hablas y se sumía en un escuchar de rumores y gritos que vagaban por la
noche cienaguera. Procuraba el silencio de los espantos para que se oyeran los graznidos destemplados de
pajarones, aullidos del yalguaraz y de otras bestias de los totorales tenebrosos. En su ancha cara retrataba
las celadas del cenagal enemigo... Arrieros y carreteros cambiaban pareceres y se allanaban a dormir bajo
ese seguro techo. Y licores y fiambres con alegres guitarreos acortaban la noche para encarar al otro día, a
pleno sol y con los bolsillos livianos, las contingencias del temido cenagal.
Parada obligada de hombres de carguíos era la posada de doña Luzmila. Allí se apeaban los gustos
para chasquear la lengua con comidas y bebidas. Allí se concertaban tratos entre yentes y vinientes en los
trajines de la venta y de la compra, y corría la plata sobre el mostrador en esa fonda siempre llena de
gente noticiera y afanosa. En el rincón más apartado no faltaban los que murmuraban bajito, bajito, de
logias, de chirinadas, de revueltas y cambiazos de gobiernos. Mucho se hablaba de la tal posada de la
tentación; pero...
Aquel anochecer hallábanse bajo ese techo siete arrieros jóvenes y uno solo de cabello entrecano.
Mientras la mocedad regodiona y extremosa comía y bebía sin medida, el viejón, que no pasaba trago,
espiaba con ojos caladores el gran salón de la posada. Fijó su mirar en un espejo grande, roto por un
costado y con el azogue corrido en parte que, colgado en la muralla de frente a la entrada, dirigía sus
reflejos a la cocina. Más de un desconfiado olfateador se sentía "visto y oído" por el intruso cristal
azogado, pero la bullaranga y las tentaciones del paladar deshilvanaban toda cavilación y pesquisa. Sin
embargo, esa cocina... Esa cocina de donde salía un mar de fuentes y frascos llenos que volvían vacíos, se
mostraba siempre por siempre cerrada por maciza puerta de algarrobo. La tan celada puerta tenía un
ventanillo por donde un ojo en vigilia podría abarcar el salón y hasta la entrada mediante la ayuda del
espejo. Ahora que ni con tal espejo ni con el ojo más huronero se podía medio saber lo que pasaba en la
ahumada cocina, porque la puerta de tablazón de algarrobo permanecía siempre por siempre cerrada y
ante ella se plantaba el tonto cotudo de Daniel, único servidor de la casa. Este apagado y lerdo ayudante
recibía por la ventanilla las fuentes y frascos para llevarlos a las mesas de los comilones y volvía hasta
esa puerta con las sobras, que pasaba por la estrecha abertura y allí se quedaba haciendo guardia a lo
centinela.
–¿Se han fijado ustedes que ni el tonto de Daniel ni nadie entra en jamás de los jamases a esa
prohibida cocina? –les susurró a los mozos el viejón sonsacador.
–¡Ah! –le informó uno de los mocetones, engullendo un lomo en escabeche–; es que doña Luzmila
no quiere que nadie entre y ni siquiera mire a su cocina porque ahí prepara los adobos para sus fiambres y
los gustos de sus licores y, ¡claro! no es tan sonsa para permitir que nadie copie sus secretos... –
¿Secretos? –machacó arrastradamente el viejón hurgueteador.
–¡Claro, pues! Los arrollados y otros fiambres que solamente aquí se comen tienen un sabor que
nadie ha sabido darles en parte alguna. ¡Es que doña Luzmila tiene manosanta para hacer gustar el trago y
la mascada!
–¡Hummm...! Ese lomo en escabeche que está comiéndose con todas las ganas, ¿es de chancho, de
vacuno... o de burro?
–¡No sea bárbaro, don! Este tiernito lomo es de ternera de meses o de nonato. ¿No ve que es
blandito como manteca?
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Juan Draghi Lucero El hachador de Altos Limpios
–¡Lo que veo es que está macerado en vinagre y que los mistos le han hecho perder hasta el
recuerdo de lo que fue! Yo soy matancero de oficio y hasta no mucho fui cocinero del batallón, y sé de
carnes como pocos.
–Vea, don: usté será esto y aquello, pero yo estoy cansado de ver terneros y chanchos que andan por
los corrales y hasta ayudé a carniar a varios de estos animales. ¡Qué me viene usté con cuentos y enredos!
¡Cómase un bocado de este lomo en escabeche y dígame si es capaz de preparar otro igual! –No, mi
amigo. Ni comeré de eso que tan confiadamente se está mandando al buche ni soy capaz, con todo mi
arte, de preparar bocados iguales.
–¿Ha visto, amigo? ¡Ahí está la lastimadura que lo solivianta! ¡Es la envidia y no otra cosa que lo
hace cacarear! Son muchos los que le tiran piedras a doña Luzmila tan solo por tener ella buena mano en
el preparo de lo que se come y se bebe con todos los gustos. Y no siga mostrando la hilacha, don, porque
allicito viene la dueña de casa. Habíase abierto la celada puerta de la cocina y se venía la grande de doña
Luzmila. Derechito venía, como si supiera. Llegó con el todo de su presencia a porfiar sobre el temido
Paso de la Ciénaga. Advertía, noticiera y sabedora, que por estos días el gran pantano concentraba sus
favores por el cambio de luna...
–Es de saberse –decía con voz arrastrada a los misterios– que la luna, por ser mirona y de luz
anochecida, mantiene oculto manejo de las aguas como lo prueban las mareas de la mar, y descamina el
destino del hombre hasta llevarlo a los portales de su triste perdición...
–Así será, mi señora doña Luzmila –le salió al encuentro con taimados arrastres el viejón
entrometido–; pero es el caso y la comprueba que cuanto más caudal vuelva el desagüe de esta casa a la
ciénaga, más suben sus negras aguas y más crecen los peligros del que las encara en vías del pasaje. –
¿Qué está lengüetiando, don Enredos? ¡Qué anda entretejiendo con ese desagüe que por aquí pasa?
¿Quiere que yo les prive a esas aguas que siguen el derrotero del cuesta abajo que desde los tiempos sin
memoria siguieron y que seguirán per secolorum, secolorum, como diría el fraile?
–Con un simple desvío, mi enojada señora doña Luzmila, esas aguas que embravecen el cenagal
irían a inundar otro bajos y el Paso de la Ciénaga no seguiría tragándose a tanta gente moza y por demás
confiada...
–¡Qué será lo que anda queriendo descaminar, don Tiralapiedra! ¡Qué será lo que trae bajo el
poncho de las cavilaciones dañosas!
–Nada, mi doña Luzmila. Con mansedumbre en la palabra yo me pregunto y le digo que ya son
muchos los que se va tragando esta ciénaga.
–De tiempos antiguos tiene fama este Paso de tragarse a gente vieja.
–Yo, que ya cuento mis añitos, estoy cansado de entrar y salir del Paso de la Ciénaga, sin novedad,
pero desde hace un tiempito le ha dado por tragarse a gente moza y por demás confiada y si no, vamos
sacando las cuentas y comencemos por Mardoqueo Salvatierra, que desapareció hará un año y medio y el
pobre apenas si contaba 18 floridas primaveras; le siguió Ubaldo Ríos, el buen marucho que apenas
sobrepasaba los 17 de la cuenta y ya era un hombre crecido; recordemos a Juan Tejada, mocetón en las
vecindades de los 20 y del que ha quedado el fiel perro que lo llora. Recordemos a un Mayorga, también
en la flor de la edad; a Marcial Contreras, que no arribaba a los 22 y era tan ágil que se le sentaba a los
potros más ariscos a fumarse un cigarro; al hijo de mi compadre Liborio, que frisaba en los 18 y que
como guitarrero y cantor no se conocía otro y, por último, a un tal Cupertino no sé cuántos, mozo
pajuerano; y paro de contar porque hasta aquí, no más, llega el apuntar en mis libros; pero se dice y es
comento de la gente del pago que son varios más los que se fueron para no volver, sin dejar ni el adiós ¡y
ni siquiera la osamenta para darles cristiana sepultura! –Los lengua de víbora –se revolvió doña Luzmila,
hecha un basilisco– siembran cizaña y meten cuchara en todas las fuentes para tan solo empollar la
cavilación y el daño. Bien sé que hay quienes trabajan bajo cuerda por doña Estanislada, que alza pulpería
y chingana a 6 leguas de aquí y que me declara guerra porque ve fundirse su casa de mal nombre y más se
quema al ver la mía, limpia y honrada, que se levanta a las alturas. El Lengualarga que se gana bajo mis
techos tan solo a garrear y nunca gasta un real en comida o bebida, pone su güevito de dudas y sospechas
a fuerza de musarañas y luego alza el vuelo. Pero el tal y quien lo manda sepan que no han de doblegar
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