36 - BURSTIN. Linvention Du Sans Culotte (Cap. 2)

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BURSTIN, Haim. L’invention du sans-culotte.

Regard sur
le Paris révolutionnaire, Paris, Odile Jacob, 2005,
capítulo II, pp. 73-137.

La invención del sans-culotte. Una mirada sobre el


Paris revolucionario.

Traducción del francés: Manuel Ríos

Revisión y corrección: Fabián Alejandro Campagne

Capítulo 2

SANS-CULOTTES Y JACOBINOS. VANGUARDIAS POLÍTICAS, MILITANTES


REVOLUCIONARIOS Y MASAS POPULARES.

La noción de sans-culotte: entre el tipo ideal y el estereotipo


La gran familiaridad de Soboul con los documentos revolucionarios probablemente
sea lo que le haya permitido comprender la importancia central del tema de la relación
entre las vanguardias y las masas en el cuadro general de la Revolución, y en particular de
la revolución parisina. Soboul se ubica así en la línea de Albert Mathiez, que supo tratar un
tema clásico de la historia del Antiguo Régimen, el de la carestía y las subsistencias, en
función del rol político que juega durante la Revolución. No resulta entonces una
casualidad que en el corazón de la tesis de Soboul se encuentre la relación entre los sans-
culottes y los jacobinos, un tema que abarca múltiples cuestiones estratégicas para la
comprensión del fenómeno revolucionario. Para comenzar, evoquemos la relación entre
dirección política y movimiento de masas, a la que los jacobinos otorgan, en comparación
con otras corrientes revolucionarias, una importancia particular. El recurso al pueblo con

La presente traducción se realiza exclusivamente para uso interno de los alumnos de la Cátedra
de Historia Moderna, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires (agosto de 2013).

Burstin, L’invention du sans-culotte 1 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


vistas a explotar su fuerza y movilización, sin decantarse por inercia en el plano político, es
una de las claves del problema del consenso, de su conservación y de su ruptura. Pero
esto implica, necesariamente, la cuestión de la violencia, de la radicalización, y, por ello, el
Terror. Es en torno a estas problemáticas que se liga la empedernida lucha política entre
las fuerzas políticas y las facciones que se enfrentan en la escena parisina.
Es a través de estas grandes problemáticas que hay que reformular, creo yo, la
cuestión de saber lo que es un sans-culotte –en un terreno en parte despejado por Soboul,
pero que, para ir más lejos, también aprovecha nuevos elementos aportados por los
debates más recientes en torno a la política revolucionaria.
Habría que comenzar primero por preguntarse, invirtiendo las cosas, si los sans-
culottes, tienen un origen y una existencia autónomas, o si no son más bien una invención
de los jacobinos y de las otras vanguardias y corrientes radicales que ocupan la escena
política parisina del año II. Dicho de otro modo, ¿el sans-culotte es un personaje de carne
y hueso que hay que intentar reconstruir buscando darle su espesor concreta –como lo
propone, en cierto sentido, Soboul? ¿Se trata más bien de una metáfora, como sugirieron
otros? ¿O más aun, no sería más bien, como lo creo yo, un tipo ideal, una suerte de
abstracción construida en función del contexto político del que es originario? ¿El sans-
culotte tiene una vida concreta o no vive en realidad más que por la pluma de un Hébert o
un Marat, en las páginas de la prensa popular y en el cuadro de un proyecto radical al que
es asociado? En tal caso, se trataría de una creación estrictamente ligada a un terreno y a
un momento político específicos. Si es cierto –como voy a tratar de demostrar- que el
sans-culotte no surge como Minerva del cráneo de Júpiter con una fisionomía ya definida y
precisa, sino que es el producto de una génesis gradual y progresiva, podemos estimar con
una cierta aproximación que su campo operativo se sitúa cronológicamente entre la caída
de la monarquía, el 10 de agosto de 1792, y el 9 de Termidor del año II. Antes de este
período, no posee todavía una consistencia autónoma, mientras que más adelante, en el
año III, se disuelve como personaje político, como bien lo ha K. D. Tønesson1. Se trata, por
ende, de una noción que se define en un fase muy delicada de la Revolución, época de
radicalización en la que comienza a delimitarse, en su centralidad dramática, el problema
del consenso popular, y a constatarse las dificultades que conlleva el esfuerzo por
manipular esta variable.
Es, en efecto, en el contexto de la crisis provocada por el juicio al rey, luego del
agravamiento del conflicto entre facciones, que descubrimos la plena ambigüedad de la
noción de “pueblo”: un término plástico, incluso deslizante, multiforme, y en todo caso
potencialmente utilizable para los objetivos políticos más variados.
El problema es, entonces, definir la forma en que las vanguardias políticas se
relacionan con las capas populares parisinas para obtener su adhesión y utilizarlas
eficazmente en su lucha política. No se trata, sin embargo, de un simple esfuerzo por
hacerse con el monopolio del consenso con vistas a manipular la opinión pública, sino más
bien de una verdadera elección política y estratégica. En efecto, desde el comienzo de la
Revolución, el desnivel es profundo entre las fuerzas políticas desde el punto de vista de
su relación con el movimiento popular. Están aquellos que, como los monarchiens y los
1
K.D. Tønesson, La Défaite des sans-culottes. Mouvement populaires et réaction bourgeoise en l’an III, Paris,
1959.

Burstin, L’invention du sans-culotte 2 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


feuillants, se niegan a reconocer al pueblo de París como sujeto autónomo; están aquellos
que, como Le Chapelier, por ejemplo, visualizan al pueblo como un instrumento auxiliar,
un interlocutor convocado excepcionalmente y cuyo rol está ligado a un estado de
emergencia; pero también están aquellos que, como los jacobinos, se aventuran más a
fondo en esta dirección, declarándose dispuestos a asumir un cierto número de
reivindicaciones populares con el propósito de asegurarse el consenso y establecer con el
pueblo de París una relación privilegiada.
No obstante, la experiencia ha enseñado a los jacobinos –en particular desde que
están asociados al gobierno– los riesgos que esta estrategia conlleva. Otorgar a la
espontaneidad popular un rol indefinido podía engendrar una situación de
desestabilización continua que impediría el retorno a la normalidad e incluso
obstaculizaría toda tarea de gobierno. Importaba entonces balizar y delimitar el espacio a
conceder a las capas populares y a las clases trabajadoras en el seno de la nueva koïné
revolucionaria: determinar los límites dentro de los cuales podrían resultar útiles para el
proceso revolucionario. Es en este momento que el personaje del sans-culotte hace su
aparición. Se trata de una noción fuertemente plástica, imprecisa y mal definida; y no es
casualidad, porque esta plasticidad permite designar el espacio susceptible de ser
acordado, en cada ocasión, a la participación popular: un molde de extensión variable
para contener esta presencia, fijar las coordenadas y la compatibilidad con las tareas del
gobierno revolucionario. Es con la invención del sans-culotte que se impone
progresivamente en París una suerte de paradigma de la participación popular
“compatible”, y por ende aceptable, incluso deseable.
La noción de sans-culotte consigue representar así, metonímicamente, al pueblo
de París en su conjunto. Ello permite purgar los comportamientos populares de todo
aspecto considerado nocivo, y seleccionar al mismo tiempo aquellos que se desean
incentivar. Se trata, pues, de una creación “ad excludendum” por parte de las vanguardias
políticas, que juega el rol implícito de tamiz del mundo popular para filtrar y excluir
aquello que se estima peligroso, y de lo que se desconfía. Que la connotación económica y
social del término sans-culotte permanezca vaga, en beneficio de una definición de orden
político y moral, es algo totalmente lógico. Ello permite ocasionalmente incorporar al
sans-culotismo a sectores de la población parisina que no son necesariamente de
extracción popular, y abre también la posibilidad de excluir la parte menos redituable del
pueblo, aquella de la que se temían posibles reacciones.
El hecho de dejar intencionadamente imprecisos los márgenes de la connotación
sociológica del término permite asimismo acentuar el rol más específico de relevador de
comportamientos otorgado a la noción de sans-culotte. Se podía homologar así un cierto
tipo de presencia popular, tornándola más aceptable a los ojos de la opinión pública
moderada. El sans-culotte resulta entonces, desde este punto de vista, una abstracción, un
personaje artificial, una suerte de tipo ideal concebido y elaborado en el laboratorio de la
política con el propósito de representar, por medio de una metonimia, un pueblo ideal, la
sanior pars del pueblo, algo muy cercano a un paradigma normativo difícilmente
reconocible en estado puro. Desde este punto de vista, y en virtud de este carácter
abstracto, consigue jugar un rol de homogeneización a nivel popular, al menguar los

Burstin, L’invention du sans-culotte 3 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


contrastes que se manifiestan justamente sobre el plano económico y social, garantizando
así un cierto grado de policlasismo.
Es un rol que recuerda a aquel que Lucien Jaume atribuye al concepto de
ciudadano y ciudadanía, “un papel masificador, que regulaba los efectos divisorios que los
intereses económicos podían engendrar […]. Este conflicto opone la representación
política de la sociedad a la estructura social y económica”2.
El sans-culotte, en tanto que tipo ideal impuesto como modelo implícitamente
normativo y regulador de los comportamientos populares, cumple otra función de gran
importancia: aquella de proveer a las capas populares un modelo de identificación, una
figura de referencia en la que los múltiples componentes del pueblo pueden inspirarse
luego del trastorno de las jerarquías y de las estructuras de sociabilidad gestado por la
Revolución, a fin de rencontrar una nueva identidad colectiva. En este sentido, el
concepto de sans-culotte cumple un rol similar al que juega la abstracción “pueblo” en la
interpretación de Pierre Rosanvallon3; con la diferencia de que no se trata solamente de
un mecanismo de identidad genérica, sino más bien de un criterio de identificación
política –una identidad ciertamente provisoria y transitoria, pero no obstante eficaz para
estimular un sentido de pertenencia política y crear, por consecuencia, las condiciones
para la formación de un consenso.
Los jacobinos no están especialmente interesados en ofrecer una identidad
genérica a las capas populares con el objetivo, por ejemplo, de reemplazar la identidad
corporativa que acaban de perder; pretenden más bien difundir una identidad que resulte
capaz de producir adhesión y cohesión en torno a su proyecto político, identidad que
permita a estas capas sociales concebirse y situarse al interior del frente revolucionario.
La invención del sans-culotte, por ser justamente extraña a cualquier connotación
socio-profesional específica, no se opone a la ley Le Chapelier ni a su espíritu de
normalización social4; sino que otorga a las capas populares urbanas una identidad
“honorable” que les permite diferenciarse de la “plebe”, de “lo peor del pueblo”, en
síntesis, de las clases peligrosas. La participación popular se beneficia así de una suerte de
legitimidad, sin el riesgo de interferir con el mundo del trabajo.
El éxito de esta figura en París tiende, verosímilmente, a un afortunado encuentro:
de un lado, la necesidad de las vanguardias políticas de definir, al filo de las situaciones,
los límites a asignar a la noción de “pueblo”; del otro, la necesidad de parte del
movimiento popular de encontrar una nueva legitimidad al interior de la koïné
revolucionaria. Por más artificial que pueda parecer el fenómeno, la invención del sans-
culotte marca un terreno de encuentro que permite incorporar grandes sectores urbanos
a la lucha política: una solución, provisoria pero eficaz, a la difícil y problemática necesidad
de articular un acuerdo entre la vanguardia y las masas.

2
L. Jaume, “Citoyenneté et souveraineté: le poids de l’absolutisme”, en K. Baker (ed.), The French Revolution
and the Creation of Modern Political Culture, t. 1, The Political Culture of the Old Regime, Oxford, Pergamon
Press, 1987, p. 530.
3
P. Rosanvallon, Le Peuple introuvable. Histoire de la représentation démocratique en France, Paris,
Gallimard, 1998.
4
Ver en este tema las reflexiones contenidas en S. L. Kaplan, El fin de las corporaciones, Op. Cit., Págs. 546-
599.

Burstin, L’invention du sans-culotte 4 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


Deber ser –el esfuerzo normativo puesto en obra por los jacobinos– y querer ser –
la búsqueda identitaria de parte de las capas populares– se conjugan entonces alrededor
de una metáfora funcional, de un denominador común, con el propósito de definir,
unificar y normalizar al movimiento popular parisino. Este paradigma, una vez
confeccionado, es sometido de inmediato a un proceso de reificación por parte de las
elites dirigentes, que aspiran a utilizarlo para establecer una relación posible con las capas
populares.
De parte de los individuos reales, de los militantes sans-culottes o de aquellos que
aspiran a serlo, no queda más remedio que adaptarse, lo más que puedan, a este
paradigma ideal y abstracto, por medio de operaciones miméticas o de maquillaje, a fin de
darse una apariencia conforme a las exigencias de la vanguardia. Aquellos que son muy
ricos o muy educados con respecto al tipo ideal deben intentar “sans-culotizarse”,
mientras que aquellos que conservan un aspecto excesivamente plebeyo deben
evolucionar y cultivarse, sobre todo políticamente: las secciones y sociedades populares
son en el año II verdaderas escuelas de sans-culottismo. Este proceso de adaptación al
estereotipo puede operarse conscientemente, pero también de forma espontánea, bajo la
presión de una mentalidad colectiva o de una necesidad política.
He aquí por qué el estudio del sans-culotte concebido como el simple producto de
una mentalidad artesanal se torna insuficiente. No solamente no existe continuidad lineal
entre el artesano y el sans-culotte, sino que se opera una verdadera transubstanciación en
la que otros factores intervienen para cambiar la esencia del artesano y hacer de él un
sans-culotte.
En lo concreto de la dinámica política revolucionaria los medios político-
administrativos seccionales, así como las redes de militancia, resultan zonas de
contaminación y mezcla en los planos social, ideológico y de las representaciones. En
estos medios, los hombres de ley, los intelectuales, los maestros artesanos acomodados,
cohabitan con pequeños artesanos, tenderos, asalariados. Es un terreno bisagra, lugar de
intercambio y ósmosis desde el punto de vista social e ideológico. Las capas más humildes
se benefician de una suerte de promoción por el hecho de frecuentar a las elites del
barrio, de interactuar con ellas: es un factor de distinción con respecto a sus pares,
excluidos de la vida seccional. Y recíprocamente, los notables de los barrios se dejan
condicionar por los comportamientos y el lenguaje popular. La ideología igualitaria facilita
este tipo de hibridación y estimula las formas de populismo, llevando a los hombres
surgidos de los medios jurídicos o intelectuales a cambiar sus maneras o sus
comportamientos en las secciones o en los rangos de la Guardia Nacional: la necesidad de
peinar metafóricamente o concretamente el bonete rojo se torna, a menudo,
indispensable para permanecer en la política. En estas zonas de mixtura, cada uno aporta
sus características y su fisonomía tradicional, que continúa siendo importante de conocer
y estudiar, sin olvidar igualmente las transformaciones que se producen por el empuje de
la ideología y de la práctica revolucionaria. Los vectores de esta transformación son
habitualmente individuos dotados de un ascendiente particular y de un cierto mimetismo
que les permite adaptarse más rápidamente a los cambios. Desde el punto de vista social,
estos individuos se sitúan, muy a menudo, en una zona gris integrada por sectores
particularmente afectados por la Revolución: oficiales empleados por el antiguo Régimen,

Burstin, L’invention du sans-culotte 5 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


ex-eclesiásticos, hombres oriundos de la bohemia intelectual y universitaria. No es
entonces solamente de las tiendas, de los puestos, o del taller que salen los potenciales
sans-culottes; incluso el desclasamiento puede perfectamente favorecer el enrolamiento
en la vida seccional. La figura del sans-culotte se torna así punto de convergencia que
permite reunir identidades sociales y culturales diferentes; el lenguaje que allí surge es
entonces un producto compuesto y derivado de múltiples fuentes, antes que expresión
directa del mundo del trabajo.
Si la noción de sans-culotte se afirma y se generaliza a partir de 1793, conoce una
gestación en el transcurso de los años revolucionarios sobre la base de la evolución y de la
elaboración de la noción abstracta de “pueblo” al filo de las experiencias precedentes,
notablemente a partir del ingreso en la escena política de los “ciudadanos pasivos”, hasta
entonces excluidos y ahora en busca de una plena legitimación; es lo que les permite
participar en la vida seccional, pero también aspirar a nuevos lugares en la administración.
Esta legitimación se apoya sobre un teorema que se impone progresivamente, y que va a
servir de base a la definición sociológica de sans-culotte: el carácter “naturalmente”
revolucionario de los pobres.
“Sabemos que generalmente los mejores patriotas no son los de mayor fortuna”,
se afirmaba de forma perentoria en una proclama de los electores de la diócesis de
octubre de 17915. Pero si buscamos una argumentación más explícita podemos citar una
declaración de la sección de Sainte-Geneviève contra el piso impositivo en las elecciones,
el obstáculo impuesto a la condición de elegible:

Los talentos y las virtudes, únicos títulos verdaderos dignos de vuestros


sufragios, os proveerán hombres en los cuales podréis depositar vuestra
elección, y encontrareis esos hombres más particularmente, me atrevo a
decir, entre los ciudadanos de un estado mediocre más que entre aquellos
conocidos por el nombre de hijos de Pluto: J.–J. Rousseau, vuestro
regenerador, no se encuentra entre éstos últimos6.

¿Cuál es el origen de esta ecuación destinada a convertirse en ley? El texto que


viene de ser citado nos sugiere que se remonta a las primeras batallas por el
ensanchamiento de la democracia, a continuación de la polémica muy precoz contra el
sistema censitario. Con el fin de suprimir el piso impositivo se opera una inversión
polémica –suma totalmente forzada– que implica una exaltación de la pobreza como
vector de la virtud cívica y de la devoción totalmente desinteresada a la causa pública. No
obstante, visto más de cerca, podríamos objetar que el teorema opuesto resulta
igualmente válido: son de hecho las gentes con más riquezas las más desinteresadas, y por
ende las más naturalmente aptas para el ejercicio de los poderes públicos, dado que su
riqueza las pone al abrigo de la necesidad.

5
Proclama de una parte de los electores de Paris reunidos en el club del Obispado a sus conciudadanos,
octubre de 1791, publicada por E. Charavay, Assemblée électorale de Paris, 18 novembre 1790-15 juin 1791,
Paris, 1890, p. 517.
6
Archives du Département de la Seine, VD*1656, Sección de Sainte-Geneviève, 8 de junio de 1791.

Burstin, L’invention du sans-culotte 6 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


¿Por qué, entonces, el primero de estos teoremas se impone en detrimento del
otro? Sin duda alguna a causa de la necesidad de agrandar el frente revolucionario y de
anexarle las capas populares en vistas a la construcción de un consenso de masas más
sólido. Esta elección trae una serie de consecuencias. En primer lugar, la reificación de la
pobreza, que conlleva la apología de las costumbres sobrias y honestas; encontramos allí
uno de los ingredientes típicos de la imagen del sans-culotte, militante de la condición
modesta pero digno y desinteresado. En segundo lugar, un imperceptible desliz hacia el
dogma de la infalibilidad, que presupone un pueblo en sí mismo revolucionario, y por
ende capacitado para indicar el camino a seguir. Los pobres eran los menos interesados en
la conservación del Antiguo Régimen, porque no tenían ningún privilegio que defender:
condición social y predisposición revolucionaria así acoplados componían la definición de
sans-culotte. A partir de una reivindicación igualitaria, que se opone al rol de sanior pars
de los ricos sancionado en principio por el sistema censitario, se consigue una inversión
que restablece una asimetría de signo opuesto, y que atribuye, en revancha, dicho rol a
los pobres.
Si toda una retórica se monta con el fin de demostrar que los mejores patriotas son
los más pobres, todavía falta preguntarse las causas del éxito de tal afirmación. Se trata,
en efecto, de una afirmación para nada evidente, pero que se compone verosímilmente
de varios elementos inscriptos progresivamente en la mentalidad colectiva de los
parisinos. Por un lado, son los mismos precedentes insurreccionales los que designan a los
más pobres como aquellos que más sacrificios han hecho y que tienen el mayor mérito
patriótico: la historia de las jornadas revolucionarias y del enrolamiento militante de los
arrabales populares está allí para demostrarlo. Los pobres, de hecho, no solamente son
los menos ligados al pasado basado en los privilegios, y por ende, los más interesados en
el cambio, sino también los menos egoístas, ya que a pesar de sus modestos ingresos no
dudan en sustraer tiempo al trabajo para consagrarlo a la Revolución. Estamos en una
época en la que los méritos personales reemplazan el privilegio de nacimiento y en la que
la aristocracia aparece igualmente degradada: manchada por la práctica de la emigración,
por los complots y las traiciones, la nobleza adquiera de allí en más una connotación
política contrarrevolucionaria. En el cuadro de una inversión de valores típica del período,
este paradigma negativo no puede más que engendrar un paradigma positivo fundado en
la pobreza, asociado ahora a un comportamiento políticamente virtuoso. Los ejemplos del
recurso a este argumento no faltan: basta con citar la cuestión del Cristo sans-culotte, que
conoce cierta fortuna en el cuadro de las referencias sincréticas del año II.
Esta operación tiene, sin embargo, riesgos: la deriva populista para comenzar, pero
también la explotación demagógica del label “popular” de parte de todas las fuerzas
políticas, ya sean revolucionarias, moderadas, radicalizadas o incluso francamente
reaccionarias. En otras palabras, una vez legitimado por la Revolución el libre esplendor
del péndulo popular, el desencadenamiento de pulsiones oscuras, incluso incontrolables,
en el seno mismo del pueblo, se tornaba una posibilidad peligrosa, como lo habían
demostrado las masacres de Septiembre.
Resultaba importante, entonces, redefinir la noción de pobreza por medio de
correctivos eficaces. El concepto de sans-culotte, del que algunos elementos ya estaban
gestados –lo hemos visto– antes de su creación, representa justamente el esfuerzo por

Burstin, L’invention du sans-culotte 7 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


delimitar esta noción de pobreza peligrosamente amplia. Desde este punto de vista, los
sans-culottes son el pueblo de París de 1789 en cierto sentido filtrado, encerrado en un
cuadro normativo, y finalmente cosificado nuevamente como sanior pars del movimiento
popular, transformado en el pueblo por antonomasia.
El teorema que hace de los pobres el sujeto más transformador, adoptado, entre
otros motivos, con el fin de incentivar al pueblo para que se sume resueltamente al campo
revolucionario, está destinado por ende a ingresar en la retórica política corriente y a
devenir un topos. Sin embargo, con el sans-culotte la significación genéricamente social se
atenúa parcialmente en provecho de un rol más abiertamente político. Toda pretensión,
sea de parte de Soboul, sea de la parte de sus críticos, de hacer de él un personaje
sociológicamente compacto, susceptible a ser definido de una vez y para siempre, está
destinada a tropezarse con dificultades irremontables, y por ende, a fracasar.
Resumiendo, podemos entonces formular algunas hipótesis. El sans-culotte no se
inscribe en una continuación lineal con respecto a la sociedad parisina prerrevolucionaria:
originario, en efecto, de dicho contexto social, se transforma, no obstante, por una suerte
de transustanciación, para convertirse así en un personaje esencialmente revolucionario.
En efecto, es una noción que no se precisa más que en el seno de la relación entre las
vanguardias y las masas. En este sentido, podemos considerar al sans-culotte como un
molde inventado por las elites revolucionarias para contener al movimiento popular
parisino. Para que este molde resulte eficaz debe ser creíble y aceptable a los ojos, ya sea
de las elites que fijan los límites de la participación popular, ya sea de las capas que deben
identificarse con él. Con este propósito, su figura debe permanecer lo más vaga posible.
Existe, efectivamente, una sociología del sans-culotte, aunque ésta resulta
intencionadamente imprecisa: cuanta más vaga fuera la connotación más elástica se
tornaba su aplicación, y más eficaz su empleo metafórico. Poco importaba si existía o no
correspondencia entre la definición y la realidad económica, mientras que la plausibilidad
subsistiera a los ojos de aquellos que iba a asumir dicha identidad. El problema consistía,
entonces, en permitir a los individuos situarse, representarse e interpretarse al interior de
un nuevo sistema de valores creado por la Revolución. Para ligar a los individuos a ese
sistema todo el arsenal de tipos ideales entra en juego: una serie de nociones dotadas de
fuerza de cohesión, como “pueblo”, “ciudadano”, “sans-culotte”, a las que se recurre con
el propósito de estimular un sentimiento de adhesión y pertenencia.

Sans-culottes en acción
La noción de sans-culotte se muestra, entonces, proteiforme, y escapa a una
definición rigurosa porque se trata de una identidad de transición, atribuida a las capas
populares parisinas en función del enfrentamiento político en curso, y ligada a la
emergencia de una relación específica entre vanguardia y masas.
Para comprender mejor las cosas desde este ángulo, hay que esforzarse por
observar a estos personajes en acción. Recurriremos aquí a algunos ejemplos concretos
tomados de un caso que he estudiado detenidamente, el del barrio Saint-Marcel, uno de
los más pobres y más revolucionarios de la capital. Estos ejemplos, sin duda alguna, no

Burstin, L’invention du sans-culotte 8 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


agotan la cuestión, pero nos ofrecen la posibilidad de reflexionar sobre algunos de los
aspectos expuestos anteriormente.
La ocasión de una primera serie de observaciones nos la proporciona un
documento posterior a Termidor. Me refiero a una evocación de los tiempos del Terror,
escrita por una de sus víctimas7: el texto relata las condiciones dramáticas de detención en
la Prisión de las Inglesas, situada en los edificios del convento de los benedictinos ingleses
de la calle Lourcine, en el corazón mismo del barrio Saint-Marcel. Es aquí que hace su
aparición el ciudadano Bertrand, uno de los militantes perteneciente al grupo más radical
de la sección del Finistère. Se había destacado en todas las circunstancias críticas y en el
trascurso de las principales jornadas revolucionarias. Es, sin duda alguna, como
recompensa por los servicios prestados y por sus méritos patrióticos que se le confió en el
transcurso del año II el puesto de alcaide de la Prisión de las Inglesas. En este rol aparece
mencionado en el texto al que estamos aludiendo, en términos –podemos dudar de ellos–
poco halagüeños. He aquí la descripción del personaje:

Un hombre de unos 40 años, de 5 pies y dos pulgadas de altura, de figura


siniestra, ojos viscos, cabellos negros y lacios, bonete rojo sobre la cabeza,
el bigote bajo la nariz, un pantalón de tela castaña, una camisa sucia y
abierta por arriba que permitía percibir lo tupido de su estómago, el
lenguaje seleccionado y ajustado.

El retrato de Bertrand, más allá de la intención manifiestamente peyorativa,


reproduce de modo cuasi-fotográfico la imagen del sans-culotte tal como se la encuentra
en la iconografía. Si visualizamos –siempre a partir de este mismo texto– los trazos
fisonómicos de Bertrand, se desprende de forma más precisa aún el estereotipo del sans-
culotte como aparece en la prensa y en la literatura moderadas y contrarrevolucionarias:
agresivo, violento, prevaricador, con tendencia a la ebriedad, sádico, tan corrupto como
cruel8.
Estos aspectos, verdaderos o supuestos, de su personalidad, nos interesan menos;
lo que importa, por el contrario, es recordar que en su nueva condición de alcaide
Bertrand conserva sus lazos con el grupo más radical del barrio; son hombres tales como
Jacques Dumoutier (apodado “Bigote”, de la sección cercana del Observatorio) y Gency
(del comité revolucionario de la sección del Finistère, y también oficial municipal), que se
presentan cada tanto en la prisión para prestar su mano dura a Bertrand. Estos hombres
representan el paradigma del extremismo de la barriada, caracterizada por fuertes
simpatías hebertistas. Pero, a comienzos de Germinal del año II, Hébert y sus más estrictos
colaboradores terminan sobre el patíbulo. ¿Qué había que hacer? Bértrand –siempre
según el texto en cuestión– “de hebertista, devino robespierrista; los bigotes fueron

7
F.J.J. Foignet, Encore une victime, ou mémoires d’un prisonnier de la Maison d’Arrêt, dite des Anglaises, Rue
l’Oursine, Paris, Maret, S/f, 32 p., in-8° (Biblioteca nacional, Lb 41 1185).
8
Los religiosas que ocupaban originalmente el convento de las Inglesas hacen igualmente alusión a la
venalidad de Bertrand: “La única forma de obtener de él favor alguno –leemos en el diario que nos han
dejado- era el dinero.” “A Sketch of the history of the Benedictine Community now residing at St. Benedict’s
Priory, Colwich, Stafford”, The Ampleforth Journal, 13 (1907), p. 29.

Burstin, L’invention du sans-culotte 9 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


afeitados, falsos cabellos suplieron el déficit de largo de los suyos, los peinó con cera, se
empolvó el rostro, reemplazó los pantalones por la culotte de terciopelo; el bonete de
lana fue cambiado por el bonete bordado de policía; nada faltó, su corazón incluso devino
más feroz, sus modales más barbáricos”.
Al brusco cambio del clima político corresponde, entonces, una metamorfosis de
orden estético, una suerte de maquillaje para mejor adaptarse a los nuevos usos. Se trata
de una obra de “des-sansculotización”, muy extendida a la vera del 9 de Termidor e
indispensable para camuflarse en el seno del nuevo régimen, pero que, en el caso
presente, se manifiesta curiosamente mucho antes de la caída del grupo dirigente
jacobino.
El ejemplo de Bertrand parece demostrar que, para insertarse en el compás del
régimen robespierrista, algunos estimaban indispensable el hacer desaparecer, todo lo
que pudiesen, las marcas exteriores y las vestimentas relevantes del estilo popular, para
inspirarse, incluso en los aspectos exteriores, en la imagen del Incorruptible. Los militantes
de las barriadas veían a Robespierre como un revolucionario extraño a toda tentativa de
adaptación a los usos populares, a todo esfuerzo de sans-culotización, o todo
acercamiento a la gente del común con la intención de aparecer como un líder del pueblo
por pleno derecho.
El caso de otro militante de primer plano, Claude François Lazowski, es bien
diferente. Comandante de los cañoneros de la sección del Finistère, se convirtió en el
héroe revolucionario por excelencia del barrio Saint-Marcel gracias a su comportamiento y
al rol que jugó durante las jornadas destacadas, en particular en aquellas del 20 de junio y
del 10 de agosto de 1792. Consagrado como un verdadero héroe popular, es
particularmente querido por sus conciudadanos. Con su muerte –muerte natural,
probablemente– en abril de 1793, la emoción en el barrio fue considerable: se le
concedieron numerosos honores y marcas de afecto. De hecho, antes de convertirse en
un curtido cañonero sans-culotte originalmente era hijo de un gentilhombre polaco
arribado de Lorena junto a Stanislao Leszcynski. Gracias a sus conocimientos y a sus
contactos obtuvo a comienzos de la década de 1780 el cargo de Inspector General de
Manufacturas y Comercio, un puesto de distinción ciertamente inaccesible a todo hombre
de pueblo.
Sin insistir en la biografía de Lazowski 9, de hecho fuertemente controversial, he
aquí el retrato de primera mano, más bien descortés, que nos deja Madame Roland en sus
Memorias:

Elegante, bien peinado, prolijo, de espalda marcada, buen caminar, de


camisa con encaje, dándose, en fin, ese aire de importancia que los tontos
adoptan para alcanzar la consideración de sus vecinos. [Una vez suprimido
su puesto por la Constituyente], encontrándose sin ingresos, se convirtió en
patriota. Sus cabellos se tornaron grasos, vociferó en las secciones, y se hizo
sans-culotte, a riesgo de no tener de que vivir […]. Vigoroso, todavía joven,
9
Entre las obras dedicadas a Lazowski, reenvío a la bibliografía más reciente y completa, mismo si es
susceptible a críticas en ciertos aspectos: W. Lukaszewicz, Klaudius Francisek Lazowski: Nieznany bohater
Revolucji Francuskiey, Warzawa, Ksiazka, 1948.

Burstin, L’invention du sans-culotte 10 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


gritando atinadamente y, asimismo, generando intrigas, fue distinguido y
devino capitán de barrio en la Guardia Nacional […]. Yo lo noté y pude
juzgar esta sorprendente transformación. El bello señor, de a pequeñas
muecas, había tomado el cariz brutal de un patriota enragé, el rostro
enrojecido de un bebedor, y el ojo azorado de un asesino.10

Se trata, pues, de un caso típico de metamorfosis incuestionablemente lograda, a


juzgar por los resultados que no podían más que sorprender a los contemporáneos. Es
muy posible que el éxito personal en las barriadas no pudiese obtenerse, para los
hombres como Lazowski, más que a través de una sans-culotización: expediente
indispensable para ser reconocido como un hombre de pueblo, y convertirse en uno de
sus jefes.
La elección de la imagen es muy diferente de aquella adoptada por Robespierre.
No obstante, si el abogado de Arras no se sans-culotiza en lo más mínimo, ello no fue así
por razones estéticas: simplemente sucede que Robespierre no buscaba entablar con el
pueblo de las barriadas el tipo de relación a la que aspiraba Lazowski. A diferencia de este
último, que será reconocido, a pesar de sus orígenes, como un héroe popular, Robespierre
no será visto jamás por los habitantes de las barriadas como uno de los suyos; debía, en
cambio, afirmarse más bien como un héroe parlamentario. Contrariamente a Marat o a
Hébert, nunca forjó con las barriadas un lazo privilegiado; no disponía tampoco de un
periódico como El amigo del Pueblo o El padre Duchèsne; sus concesiones al gusto popular
y al estilo grosero fueron virtualmente inexistentes.
Esto no significa que Robespierre no otorgase importancia alguna a un lazo sólido
con el pueblo; al contrario, el tema del consenso popular es central en su universo político
–salvando el hecho de que esta relación se sustenta en bases diferentes e involucra una
idea de pueblo abstracta, prácticamente indiferente a su materialidad y desprovista de
toda referencia concreta. Desde este punto de vista, el deseo de satisfacer la sensibilidad
popular, incluso de halagarla, es menor. La posibilidad de explorar el tipo de relación
establecida por Robespierre con las barriadas populares de la capital puede ofrecernos, en
cambio, elementos valiosos para nuestro tema, ya que nos remite al gran debate en torno
a la penetración efectiva a nivel local de una hegemonía establecida a nivel central.
La relación entre los barrios pobres del este parisino y los órganos de dirección de
la Revolución no es tan simple y clara como podríamos pensar a partir de la literatura
hagiográfica. Paradójicamente, estos barrios, si bien representan uno de los sostenes más
sólidos de la Revolución, guardan al mismo tiempo una cierta distancia con el centro
político. Una distancia física en primer lugar, a causa de su carácter suburbano
(contrariamente a otros barrios populares situados en pleno centro, que rodean las sedes
de los principales organismos de gobierno, y que consecuentemente entablan con estos
últimos una relación más estrecha); pero también, y sobre todo, una distancia psicológica,
debida a los diferentes objetivos y lenguajes. Las repercusiones son evidentes en la
imagen de las elites políticas, y en particular en la del grupo dirigente jacobino. En los
barrios alejados del jaleo de la Asamblea Nacional y del Club de los Jacobinos, eran sobre
todo las elites locales las que, gracias a ciertos cargos de gran prestigio barrial (como las
10
Cl. Pérroud (ed.), Mémoires de Madame Roland, Paris, Plon, 1905, vol. 1, pp. 163-169.

Burstin, L’invention du sans-culotte 11 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


justicias de paz), ofrecían a la población puntos de referencia más sólidos y fiables que los
de ciertos líderes nacionales, ciertamente más célebres pero menos enraizados en la
ciudad. Tal es el caso de Robespierre y el de tantos otros que se habían trasladado a París
desde su provincia de origen, y que asumían cargos de gobierno sin específicamente
buscar integración alguna con el tejido urbano 11. Por ende, resulta difícil verificar la
empresa política concreta de estos jefes revolucionarios por fuera de los ámbitos en los
que actuaban en forma directa. Esta empresa no se ejercía con facilidad, de hecho, en los
barrios, porque subsistía todavía el legado del rol importante jugado otrora por una
comunidad local vivaz12. Los cuadros seccionales no representan en lo más mínimo, a nivel
local, una correa de transmisión automática de la hegemonía del poder central; al
contrario, los fenómenos de corto-circuito entre la instancia local y la instancia central se
producen a menudo.
Con todo, la imagen de un personaje como Robespierre, el hombre que más que
ningún otro representaba el centro político de la Revolución, penetra y se impone entre la
masa gracias especialmente a circuitos y postas específicos que sería interesante definir, y
que le permitían mantener un diálogo a distancia con los diferentes sectores de la
población parisina.
Las ocasiones de ejercer una influencia más directa no faltaron, en particular luego
de las grandes batallas políticas por el ensanchamiento y reforzamiento de la democracia
en las que Robespierre había sido gran protagonista desde los primeros años de la
Revolución. El 8 de junio de 1791, por ejemplo, contra la cláusula que establecía el piso
impositivo electoral que limitaba el derecho de elegibilidad a través de un pesado
obstáculo censitario, la sección de Sainte-Geneviève había lanzado una petición colectiva
de todas las secciones de París, calcada del discurso pronunciado por el mismo
Robespierre en la Constituyente: “Consultad –declaraban– el discurso de uno de nuestros
legisladores actuales, M. de Robespierre: ¿quién ha alguna vez mejor hecho sentir los
inconvenientes del piso impositivo electoral?13”
Pero este tipo de iniciativa tocaba un público todavía muy restringido, compuesto
de grupos de individuos políticamente enrolados: el tema de la exclusión de los derechos
de ciudadanía no era todavía la consigna predilecta de los excluidos, lo que explica por
qué en esta ocasión Robespierre todavía no había desarrollado popularidad entre los
ciudadanos pasivos que predominaban en las barriadas.
Paradójicamente, es el registro de iniciativa adoptado por los moderados el que
hizo que Robespierre y otros líderes parlamentarios fuesen asimilados a los sans-culottes:
vemos, una vez más, la ligereza de este término y su adaptación a situaciones y personajes
muy diferentes.
Por ejemplo, en una proclama difundida por los electores parisinos patriotas del
Club del Obispado, de octubre de 1791, se declaraba férreamente:

11
Cf. R. M. Andrews, “The justices of the peace of revolutionary Paris, September 1792- november 1794
(frimaire year III)”, Past and Present, 50 (1971); reeditado por D. Johnson (ed.), French Society and the
Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1976, p. 194.
12
Cf. D. Garrioch, Neighbourhood and Community in Paris, Op. Cit.
13
Archives du Département de la Seine, VD*1656, impr. De 3 p., in-4°, extraído de las actas de la asamblea
general, ocurrida el 8 de junio de 1791.

Burstin, L’invention du sans-culotte 12 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


¡Ah! Debimos defendernos de nuevas calumnias, de las expresiones
injuriosas que se sumaron a la designación de “facciosos”, de “sans-
culottes”, con las que los intrigantes honran a los patriotas, debimos incluso
defendernos de las persecuciones, no podemos dejar imprimir el sello de la
verdad sobre la frente de los perversos.

Y, en relación al término sans-culotte, se explicaba en una nota:

Expresión con la que M. d’André osaba con imprudencia calificar, en el seno


de la Asamblea Nacional, a los Pétion, a los Robespierre, y a todos los
patriotas14.

No obstante, las vías a través de las cuales personajes como Robespierre se


imponen en las barriadas son diferentes y sobre todo indirectas; se apoyan sobre toda una
red de intermediarios bien arraigados en la realidad local y en contacto con la vida
popular. No se trata, sin duda alguna, de un partido organizado, sino más bien de
individuos que hacen el trabajo de postas y de portavoz de la política robespierrista a nivel
comarcal. Gracias a estos individuos que interpretan la diversidad y la originalidad de los
diferentes distritos, y los ponen en sintonía con las consignas políticas más generales,
Robespierre pudo alcanzar un amplio consenso sin la necesidad de entrar personalmente
en contacto con estas realidades.
Uno de los hombres que aseguraba esta función de intermediación en el terreno
del barrio Saint-Marcel era justamente el patriota Lazowski, quien gracias a la extraña
metamorfosis que acabamos de evocar podía jugar con cierto éxito el rol que estamos
describiendo. Es lo que confirma un texto de época termidoreana, nuevamente poco
gentil para con el régimen que acaba de caer. Se trata de una evocación particularmente
áspera de los tiempos de la revolución popular, que incluye elementos extremadamente
fantasiosos, pero que tiene la ventaja de concernir específicamente al barrio Saint-Marcel,
lo que nos permite agregar ciertos elementos a nuestro archivo 15.
Al denunciar a este barrio como una guarida del radicalismo, el autor anónimo nos
recuerda que el arrabal era con frecuencia visitado por Collot d’Herbois, quien participaba
allí en “orgías conocidas bajo el nombre de comidas fraternales”, en las que se podían
reclutar nuevos prosélitos:

Entonces no se conocieron más patriotas que los comensales de


Robespierre. Los epítetos de virtuoso e incorruptible le eran prodigados, y
podía contar con tantos amigos como facciosos había en el barrio Marceau.

14
Proclama de una parte de los Electores de París, reunidos en el club del Obispado, a sus conciudadanos,
octubre 1791, publicada por E. Charavay, Assemblée électorale de Paris, 18 novembre 1790-15 juin 1791,
Paris, 1890, p. 515.
15
Bibliothèque historique de la Ville de Paris (BHVP), ms. 736, ff. 163-165, Anecdote historique, s/f. (¿Fines
de julio de 1794?).

Burstin, L’invention du sans-culotte 13 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


Se trata manifiestamente de datos poco plausibles o al menos excesivos: no hay,
que yo sepa, otro rastro de una supuesta frecuentación habitual del barrio Saint-Marcel
por parte de Collot. Resulta más verosímil que después de Termidor toda expresión de
extremismo se asimilara a una suerte de robespierrismo genérico, hasta el punto de dar
incluso por sentada una presencia concreta de Collot y Robespierre en el barrio más allá
de cualquier confirmación documental concreta.
La existencia de una relación entre el Incorruptible y Lazowski –quien, según el
mismo texto, “era su principal afiliado”– parece un dato más creíble. Esta fidelidad habría
dado sus resultados:

Robespierre no fue para nada ingrato, y éste [Lazowski] supo aprovechar


sus bondades, porque en los ocho meses en los que fue empleado como
administrador en los Equipamientos, tuvo el talento de ornamentar sus
departamentos con los muebles y objetos más preciosos, y se procuró una
espectacular casa con sus dependencias en Issy16.

Se trata de insinuaciones que restan de haber sido probadas, pero que testimonian
ciertamente que los méritos patrióticos de Lazowski lo habían beneficiado con un cierto
reconocimiento en el nivel central; la tesis de una intervención más directa de Robespierre
en la vida del barrio, adelantada por este mismo texto 17, parece, por el contrario,
desprovista de fundamentos.
No obstante, el lazo entre estos dos revolucionarios no es el producto de las
fantasías termidoreanas. Sabemos, por ejemplo, que Lazowski tenía relación con Maurice
Duplay, el rico ebanista que hospedaba a Robespierre en París. Juntos habían creado una
sociedad para comprar una imprenta situada en el 335 de la calle Saint-Honoré 18. La
estrecha relación con Duplay no puede sino haber acercado a Lazowski y a Robespierre.
Sin embargo, la prueba más evidente nos la proporciona el hecho de que cuando Lazowski
muere en abril de 1793, en circunstancias poco claras, es justamente Robespierre quien
pronuncia el elogio fúnebre en la Sociedad de los Jacobinos, en un tono y con términos
que difícilmente podían generar confusión. La apoteosis de Lazowski y su ceremonia
fúnebre, suceso mayor en el cuadro de la coyuntura revolucionaria de la primavera de
1793, representan una ocasión hábilmente explotada por el grupo dirigente jacobino con
un objetivo político preciso: es Robespierre el que adelanta la hipótesis de que Lazowski
pudo haber sido asesinado por sus adversarios moderados y girondinos a causa del rol
radical que había jugado hasta entonces (aún cuando su muerte bien pudo deberse a un

16
Lazowski fue efectivamente empleado, gracias a sus competencias como viejo inspector de manufactura y
comercio, en la administración para la vestimenta y equipamiento de las tropas; no hay pruebas de
malversación de su parte en el ejercicio de sus funciones; cf. British Museum, F 1180 (15), impr. De 98 p., in-
8°. Informe hecho en nombre del Comité de Vigilancia de los mercados, vestimentas y equipamientos
militares.
17
“El reconocimiento llevaba frecuentemente a su casa [la de Lazowski] al dicho incorruptible Robespierre
con sus agentes superiores; era luego de estas orgías que Robespierre se presentaba a la Tribuna de la
sección del Finistère en el nuevo Verrès.”
18
Cf. A. de Lestapis, “Inventaire des biens de Lazowski, après décès”, Annales historiques de la Révolution
Française, 23 (1951), p. 409.

Burstin, L’invention du sans-culotte 14 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


problema de salud). Se creó de este modo un mártir destinado a unirse a Le Peletier, pero
con una dimensión eminentemente popular. Las exequias, celebradas públicamente con
una gran pompa, evocan las de Marat, que tendrán lugar unos pocos meses más tarde (y
de las que representan, en cierto sentido, una suerte de ensayo general).
La importante oración fúnebre pronunciada por Robespierre en el Club de los
Jacobinos19 se inserta en esta estrategia compleja. Pero lo que ciertamente nos interesa
en este caso son algunos indicios que probarían que el episodio representó una
formidable ocasión para consolidar los lazos con el mundo de las barriadas.
Escuchemos las palabras del mismo Robespierre:

Yo era amigo íntimo de Lajouski. Conocí su alma entera. Desde hace dos
días lloro a Lajouski, y todas las facultades de mi alma están absorbidas por
los reproches de la pérdida inmensa que la República acaba de sufrir.
Sabemos que fue el jefe de la porción más vigorosa de los amigos de la
libertad […]. Este hombre, digno de la Revolución, era el padre del pueblo;
[…] la República ha perdido un defensor necesario. Yo he perdido a un
amigo. Vengo a derramar mi dolor; los amigos de la Patria y el Pueblo
entero lo compartirán. […] Juro que todos los amigos de Lajouski, es decir
todos los patriotas, son mis amigos, juro que les estoy abocado hasta la
muerte […]. Lajouski estaba en el seno del Pueblo.

El sentido de la maniobra se aclara. Lazowski era esencialmente un hombre del pueblo, o


al menos era reconocido como tal por los habitantes del barrio Saint-Marcel. Al
proclamarse amigo íntimo de Lazowski, Robespierre se convertía él también, por relación
transitiva, si no en un hombre del pueblo, al menos en alguien muy cercano al pueblo.
Una vez trazadas las dimensiones políticas de esta muerte, la máquina ceremonial
jacobina se puso en marcha: las exequias fueron solemnes, hábilmente montadas por
David con música de Gossec. El cuerpo fue enterrado en el Carrousel, frente a la sede de la
Convención. Si Lazowski iba a devenir de este modo un héroe nacional, la sección del
Finistère no quiso de ningún modo renunciar a su paternidad, y consiguió conservar el
corazón del héroe polaco en la sala de reuniones. La Comuna, a su vez, iba a adoptar a su
hija huérfana, imitando así lo que la Convención había hecho con Le Peletier.
Si bien Lazowski puede ser considerado como el intermediario más prestigioso de
Robespierre en el barrio Saint-Marcel, no era el único: “No teniendo más a Lazowski –
continua el mismo texto– quiso reencontrarlo en aquellos que habían sido formados en su
escuela. Se ligó principalmente a uno llamado Dumontier.” Con respecto a este último, las
opiniones poco halagüeñas y ciertamente infundadas no faltan. Las mismas habilitan, sin
embargo, la posibilidad de que existiera entre ambos una estrecha relación directa:

19
Cf. A. Aulard, La Société des Jacobins. Recueil de documents pour l’histoire du Club des jacobins de Paris ,
Paris, Cerf, 1889-1897, vol. 5, pp. 153-154. Este mismo discurso ha sido publicado en M. Robespierre,
Œuvres, Paris, PUF, 1958, t. 9, p. 472-475.

Burstin, L’invention du sans-culotte 15 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


Robespierre no descuida nada para conseguir sus favores. Es el padrino de
uno de sus niños […]. Dumoutier, devenido primer edecán de Robespierre,
se había transformado en parte de su estado mayor20.

Auténticos o caricaturizados, estos informes evidencian la existencia de un canal


de intercambio que implicaba igualmente a otros militantes surgidos del ámbito radical
del distrito. Entre ellos alcanza con citar a Hanriot, general de la Guardia Nacional y
hombre destacado del barrio. En la sección de los sans-culottes, donde residía, Hanriot
ejercía el rol de portavoz de la política robespierrista. No resulta casual que el 5 de mayo
de 1974, casi en vísperas del 9 Termidor, Hanriot fuera atacado por una lavandera del
barrio Saint-Marcel, quien, exasperada por el precio de las subsistencias, lo acusó sin
tapujos de ser un “maldito satélite de Robespierre21”.
Esta táctica de penetración en los sectores populares, sometida a los vaivenes de
los humores del momento, no modifica sin embargo la actitud general de Robespierre
respecto de los movimientos populares y, por consiguiente, de los barrios parisinos más
propensos a la revuelta, actitud que continúa atravesada por una extrema desconfianza: si
el pueblo de las barriadas se rebelaba, ello debía hacerse dentro de los límites fijados
desde arriba. El Incorruptible compartía con la cultura política revolucionaria en su
conjunto este rechazo a acordar toda autonomía de reacción al pueblo. Era, en definitiva,
esta cultura política en su conjunto la que tenía dificultades para ajustarse a la
espontaneidad popular. Espíritu eminentemente político, es sobre todo por esta vía que
Robespierre concibe la intervención del pueblo de las barriadas; de ahí su tendencia a
seleccionar sus reacciones: de un lado las buenas, a saber, la participación en las grandes
jornadas de la Revolución, apreciada y por ende exaltada en términos apologéticos; del
otro lado las malas, cuya responsabilidad recaía sobre los contrarrevolucionarios que
habían engañado la buena voluntad del pueblo22.
Se desprende una imagen del pueblo totalmente abstracta, extranjera a su
contexto natural, y a menudo adaptada en función de una táctica o de una retórica
específicas. Luego de los desórdenes parisinos provocados por el encarecimiento del
azúcar en la primavera de 1793, por ejemplo, Robespierre delineó una suerte de modelo
de intervención popular, al declarar: “El pueblo debe rebelarse no para conseguir azúcar,
sino para abatir a los tiranos 23”; o aún más, al hacer alusión a los barrios Saint-Antoine y
20
BHVP, ms 736, ff. 163-165. Los rastros de una relación entre Dumoutier y Robespierre se encuentran
también en la denuncia contra Bertrand realizada por detenidos de la prisión de las Inglesas: “Está ligado
íntimamente con un agente de Robespierre, el ciudadano Jacques Dumontier, sección del Observatorio, que
decía, poco tiempo antes del estallido de la facción de Robespierre: ‘Robespierre me ha escrito para que me
presente en el Club de los Jacobinos, me desespera no haber podido presentarme’”; Archives nationnales, F7
4597, n. 3, Los detenidos en la prisión de las Inglesas, calle Loursine, a los ciudadanos que componen la
administración de la policía, 26 Termidor año II.
21
Archives nationales, AF II 47, n. 368, f. 37. Se trata de una carta llena de errores, de origen evidentemente
popular, firmada: “Las siudadanas lavandera del barrio San Marceau.” Se declara, entre otras cosas: “…
podrías bien allí bailar por siempre todos los Robespierre y los malditos canallas de la banda que van a matar
a todos nuestros hijos y morir de hambre”.
22
Cf. a este tema las acotaciones contenidas en G. Rudé, Robespierre. Portrait of a Revolutionary Democrat,
London, Collins, 1975.
23
M. Robespierre, Œuvres, t. 9, p. 275, 25 de febrero de 1793.

Burstin, L’invention du sans-culotte 16 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


Saint-Marcel: “He ahí el pueblo de Paris. Sabe fulminar a los tiranos, pero no visita a los
tenderos24.”
Esta actitud no dejaba de tener consecuencias: a esta simpatía vaga, abstracta y en
el fondo desconfiada manifestada por Robespierre, el pueblo de las barriadas parisinas
debía responder con una simpatía igualmente genérica y abstracta respecto del
Incorruptible: el tipo de admiración superficial que se le debía a un personaje oficial e
ilustre pero alejado de la vida cotidiana de la gente.
Una prueba de ello la hallamos en las reacciones ante el atentado que Robespierre
y Collot d’Herbois sufrieron el 3 de Pradial del año II. En los días siguientes, los organismos
parisinos de todo tipo desfilaron en la Convención para testimoniar su resuelta condena al
ataque. En el caso del barrio Saint-Marcel, las secciones y las sociedades populares
acompañaron este movimiento unánime25; sus proclamas, presentadas ante la
Convención, expresan un vívido patriotismo que se acompaña de fervientes
agradecimientos al Ser Supremo –cuyo culto acababa de ser inaugurado–
por el peligro abortado. No obstante, el tono parece ciertamente estereotipado y
acordado, y la solidaridad se dirige a la representación nacional en su conjunto, más que a
los afectados. Solamente en el texto elaborado por la sección del Finistère aparece una
alusión a Robespierre y a Collot “cuyos servicios –leemos– vivirán tanto como la República
en aquellos corazones que son dignos de saborear las dulzuras de la libertad”. No
hallamos aquí ninguna relación con las marcas de apego que habían recaído sobre tantos
otros héroes y mártires populares: el tipo de solidaridad que se evidencia aquí resulta
fríamente institucional y genérica. Ello nos propone, indirectamente, otra clave de lectura
de la gran popularidad de Robespierre, y explica al mismo tiempo sus límites: me refiero a
lo que podríamos caracterizar como su apoteosis simbólica. Con la derrota de sus
adversarios Robespierre se torna, en efecto, el emblema principal de la Revolución,
engendrando con ello un estereotipo en el que cristalizan el consenso pero también la
hostilidad contra el nuevo régimen. No hay nada de sorprendente, entonces, en el hecho
de que en ámbitos periféricos como las barriadas el apoyo a Robespierre se sustentara en
un cierto conformismo: símbolo de todo un régimen, el jefe jacobino acompaña su destino
de cara a la opinión pública. Las acusaciones más o menos fundadas de robespierrismo se
multiplican, de este modo, para definir en general cualquier expresión de
comportamiento radical. Del mismo modo, cuando el régimen se degrade las quejas
contra el robespierrismo se convertirán en un lugar común de la prosa
contrarrevolucionaria. Dicho fenómeno estará destinado a reforzarse retrospectivamente
después de Termidor, cuando la figura de Robespierre incremente su carga paradigmática
–sobre todo en los contextos populares. Es paradójicamente entonces, cuando se
concrete esta apoteosis simbólica, que el pueblo de las barriadas hallará en Robespierre a
su jefe revolucionario, presentado inequívocamente en términos puramente abstractos:
luego de su caída, la evocación del recuerdo de Robespierre concernirá menos que nunca

24
Ibíd., p. 287, 27 de febrero de 1793.
25
El 6 de Pradial se presentan en la Convención las secciones del Observatorio, del Finistère y de los Sans-
Culottes (cf. Archives parlementaires, t. 90, pp. 632-636), el 7 Pradial se presenta la sección del Panteón-
francés (cf. Ibíd., t. 91, p. 29), y el 8 la sociedad fraternal de los dos sexos que sesiona en la plaza Maubert
(cf. Ibíd., t. 91, p. 59).

Burstin, L’invention du sans-culotte 17 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


a su personalidad concreta, pues pasará a expresar, simplemente, una opción política
específica.

¿Militantes revolucionarios o “tartufos en revolución”?


Entre los aspectos más destacados y más originales del universo político que se
dibuja de 1789 en adelante se encuentra el auge de la militancia y, en particular, la de
origen popular, de la cual el sans-culotte resulta, en cierto modo, el máximo emblema. No
obstante, este auge no deja de ser problemático, pues conlleva cierto número de
cuestiones sobre las que resulta útil interrogarse.
¿Qué es lo que lleva a un individuo, provisto de un buen trabajo, de una familia, y
de una vida estructurada, a entregarse en cuerpo y alma a la política tras el estallido de la
Revolución? No estoy pensando, en esta ocasión, en los hombres surgidos de las
profesiones liberales o jurídicas. Los legados de una educación humanista recibida en las
universidades, abundantemente nutrida de retórica y referencias a los modelos políticos
de la Antigüedad clásica, podrían bastar para explicar una propensión a lanzarse hacia la
polis y a tomar la palabra públicamente desde el momento en que la ocasión lo permite. El
descubrimiento, o redescubrimiento, de la “libertad de los Antiguos” podría justificar, en
efecto, el deseo de enrolarse en la búsqueda de la “libertad de los Modernos”, y la
aspiración a dirigir o a representar a la opinión pública.
Pero no podemos decir lo mismo respecto de otros sectores de la población
parisina; no es fácil comprender, por ejemplo, lo que induce a un pequeño artesano o a un
modesto tendero a seguir este mismo camino y a lanzarse en un juego cuyas reglas ni
siquiera conoce. Esta elección los lleva, necesariamente, a alejarse de su vida cotidiana, a
descuidar el grueso del tiempo dedicado a su trabajo y a su familia, para afrontar una
experiencia difícil, llena de riesgos y de incógnitas. Algunos de ellos están destinados a
sobreponerse a este desafío y a devenir militantes en todas las de la ley; otros van a
abandonar rápidamente la escena política, por no considerarse a la altura de la tarea
emprendida; algunos, incluso, ante una situación que los supera y que no consiguen
dominar, estarán destinados a dar, tarde o temprano, un paso en falso que
irreversiblemente comprometerá su vida y su destino.
De una forma u otra, la militancia popular parisina pone en el primer plano todo un
conjunto de individuos que se han transformado en hombres políticos a pesar de ellos
mismos, y que fueron promovidos por la Revolución a un rango que jamás hubiesen
pensado ocupar. Hace tiempo, tratando de responder al interrogante que plantea cuál es
el resorte de este mecanismo, formulé una hipótesis ampliamente confirmada por mis
investigaciones posteriores sobre la vida política en los barrios parisinos.
Creo que la Revolución engendra la experiencia colectiva de una relación muy
original con el proceso histórico: la conciencia de vivir en un tiempo históricamente más
denso y significativo que lo habitual, un “gran giro en la Historia”. Esto se debe, entre
otras cuestiones, a la sensación, compartida ampliamente por primera vez, de que una
nueva relación viene de instaurarse entre la acción y sus efectos. Las circunstancias
parecen efectivamente susceptibles de modificarse por efecto de la acción individual o

Burstin, L’invention du sans-culotte 18 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


colectiva. De ahí el esfuerzo que los contemporáneos hacen por marcar su nueva adhesión
al suceso a través de acciones significativas, y al mismo tiempo su aspiración a ver este rol
públicamente reconocido. Los individuos, al igual que ciertos grupos de ciudadanos o
ciertas categorías sociales, manifiestan su voluntad de inscribir duraderamente su acción
particular en el devenir histórico. Es la aspiración a no ser exclusivamente espectadores de
los sucesos que se producen, sino a convertirse, de forma clara y evidente, en actores
reconocidos. Este fenómeno puede verificarse en el corazón del accionar espontáneo así
como también en el ejercicio de los cargos políticos o administrativos. Aquí no se trata
simplemente de la voluntad de distinguirse ni de la pretensión de “jugar a ser importante,
de jugar a ser un político, un senador romano”, como sugirió Richard Cobb 26. Se trata de
una forma más compleja de comportamiento político, que recurriendo a un neologismo
arriesgado he calificado como protagonismo popular o, simplemente, protagonismo
revolucionario27.
Este fenómeno está ligado, en efecto, al extraordinario ensanchamiento de la
participación en la vida pública y a la nueva relación de familiaridad que se instala entre
los ciudadanos y la política como consecuencia de una conmoción radical del sistema
tradicional de valores. Este camino, trazado por el Tercer Estado desde el comienzo de la
Revolución, será posteriormente seguido por las capas populares tras la caída del régimen
censitario. En su Nuevo París, Mercier escribía:

Diríamos que la elocuencia de la tribuna ha formado o a dado la licencia a


todos estos oradores marginales, que hablan entre ellos de las grandes
mociones y del famoso complot develado, que apostrofan de tanto en
tanto a los transeúntes. Estos hombres groseros tildan de aristócratas a
todos aquellos que les disgustan. Pasan su tiempo haciendo política, y han
contraído un aire de seguridad que deviene todavía más destacable cuando
exigen, por el más mínimo oficio, el triple de salario28.

La nueva dialéctica de la participación ensanchada cumple la función de un resorte


que empuja a los individuos, incluso a los más humildes, hacia “la política y la revolución”,
no sólo como simples observadores sino más bien para demostrar que han tomado el toro
por las astas, y que son justamente los protagonistas de importantes cambios que se
desarrollan frente a los ojos de todos. Es esta actitud la que prontamente iba a
desembocar en la militancia propiamente dicha.
Retomando entonces la cuestión de la práctica militante, la misma se manifiesta
primero en la tendencia a formar corrientes organizadas en el seno de las secciones, de
los clubes y de las sociedades populares: son ya militantes, en efecto, quienes se encargan
de orientar, dirigir y condicionar el debate público, siguiendo un esquema político
preconcebido. Pero si en el origen esta militancia fue producto de una expansión

26
P. R. Cobb, Terreur et subsistances, Paris, Clavreuil, 1964, p. 49.
27
H. Burstin, “Le ‘protagonisme’ comme facteur d’amplification de l’événement : le cas de la Révolution
française ”, L’Événement. (Actes du Colloque organisé par le Centre méridional d’histoire Sociale, 16-18 de
septiembre de 1983), Aix-en-Provence, pp. 65-75.
28
L.-S. Mercier, Le Nouveau Paris, Paris, Fuchs, Pougens & Cramer, an VII (1798), vol. 2, cap. XL.

Burstin, L’invention du sans-culotte 19 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


remarcable de la democracia, a continuación, por una inversión paradójica, extrajo su
fuerza de la contracción de la vida democrática. La complejidad de los procedimientos de
las asambleas seccionales, la lentitud de su liturgia, la proliferación continua de los nuevos
organismos, y la especialización de las tareas, son factores que tendieron a desanimar a
un gran número de ciudadanos, y que engendraron formas de desafección para con la
vida seccional; estos factores favorecieron, por el contrario, la emergencia de un círculo
estrecho de individuos que tendieron a transformarse en profesionales y a conformar una
suerte de micro-oligarquía. Las estructuras mismas de la democracia directa conservan
todo su valor y se justifican esencialmente cuando la adhesión de los ciudadanos es
masiva y sistemática.
Cuando, por el contrario, la participación se reduce, el rico organismo de la
democracia de base tiende a inmovilizarse y a convertirse en un armazón vacío y formal,
en manos de un número restringido de individuos.
El rol de estas “minorías actuantes”, en las cuales los sans-culottes juegan un rol
principal, es uno de los más controversiales de la historia revolucionaria. He aquí una
especie de vanguardia espontánea –hecha de líderes, de los militantes más asiduos, pero
también de aquellos que aman simplemente distinguirse, incluso de cabecillas
ocasionales– que se legitima a través de la extensión y el desdoblamiento del concepto de
soberanía popular. Al lado de las expresiones oficiales de soberanía, se desarrolla una
forma de representación virtual, que se estima por lo general como la más auténtica y que
no está sometida al filtro electoral: es la vanguardia de los más resueltos, los mejores, los
más puros, los que se han consagrado sin reservas a la Revolución, y que por ello se
consideran, de manera más o menos explícita, los verdaderos intérpretes de la voluntad
general. Se legitiman automáticamente por los méritos adquiridos en el terreno y por su
práctica militante. La idea de que el proceso revolucionario produce per se
espontáneamente sus propias vanguardias “naturales” está estrictamente ligada a la
noción de militancia política tal como se presenta en la Revolución. La evaluación de este
fenómeno ha generado oposiciones entre los contemporáneos, y continúa dividiendo a los
historiadores. ¿Estos primeros militantes eran héroes revolucionarios, centinelas de la
libertad, prestos a sacrificar su vida por la causa? ¿O más bien demagogos, prevaricadores
y oportunistas buscando obtener un beneficio personal? ¿O, incluso, fanáticos exaltados o
visionarios ingenuos? En la historiografía revolucionaria, e incluso en la literatura, hay
para todos los gustos en función de las diferentes opciones ideológicas, lo que explica la
fortuna de ciertas imágenes de Épinal a las que se reduce a menudo este fenómeno
complejo. Creo entonces que en lugar de formular un veredicto definitivo en torno a este
tema, debemos intentar seriamente entender a la militancia como una forma específica
de comportamiento político, con todos los aspectos contradictorios que derivan de la falta
de experiencia y práctica previas.
Desde luego, los militantes parecen arrogarse el privilegio exclusivo del patriotismo
y del derecho a juzgar a sus conciudadanos, como lo demuestra la expedición de
certificados de civismo por parte de las secciones y de las sociedades populares, y la
campaña de depuración del año II. Todo ello dio lugar a formas de extremismo y abuso; se
trataba de un exceso de celo revolucionario, producto de las fases de la Revolución con
mayor voltaje, en las que se imponía la idea ingenua, pero peligrosa, de que se debía

Burstin, L’invention du sans-culotte 20 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


tamizar de manera integral a la opinión pública con el objetivo de frenar las maniobras de
la contra-revolución. Los peligros de estos comportamientos, que derivaban a menudo en
la prevaricación, eran de hecho resentidos y denunciados por numerosos patriotas, que
veían en ellos una forma de “asquear” a los ciudadanos y de favorecer a los enemigos de
la Revolución.
No obstante, para apreciar las características de la militancia no podemos
quedarnos en sus expresiones más extremas y desviadas; la tendencia de la vida política a
concentrarse en torno de una elite de militantes no es un producto del Terror sino más
bien de una dinámica más profunda y menos coyuntural. Los contemporáneos mismos
comprendieron a la perfección que el mecanismo asambleario era el terreno que mejor se
prestaba a la intervención de las minorías más activas y determinadas, en particular en
aquellas secciones en las que –tal como leemos en una nota de enero de 1794– “un astuto
orador gana influencia, y los más dignos patriotas no siempre tienen la facilidad de
expresión que se requiere para desenmascarar a estos tartufos en revolución29”.
En el contexto de la Revolución, los debates públicos provocan un ritmo de
fluctuación de la opinión y de los humores más rápido e imprevisible que lo normal. Este
aspecto no tiene coloración política precisa, pero se adapta a las relaciones de fuerza que
se instalan en los diferentes períodos y en las diferentes secciones. Ello podía beneficiar
tanto a los radicales como a los moderados. Las técnicas de condicionamiento adoptadas
en las asambleas se muestran cada vez menos ortodoxas, ya que explotan un estado
difuso de emoción colectiva, o lo producen a voluntad: vemos aquí como se dibuja una
fractura entre los que adoptan estos expedientes y los que los sufren.
En ocasiones, los líderes que se habían destacado en las secciones y en las
sociedades populares perdían en un determinado momento su ascendiente, hasta el
punto de que conciudadanos les negaban su confianza. Es el caso, por ejemplo, de
Guillaume Bouland, uno de los militantes más populares de la sección parisina del
Finistère. Cuando fue acusado de extremismo se le reprochó su capacidad de “electrizar a
la sección en conjunto, de manera de conseguir que todos hicieron lo que él deseaba 30”.
Una buena elocuencia y el arte de provocar y explotar el clima de efervescencia típico de
las asambleas eran entonces los ingredientes que permitían jugar el rol de orientadores y
condicionantes de la opinión pública. Pero a este talento personal Bouland agregaba una
estrategia más incisiva: “Comenzó –dicen sus acusadores– por rodearse de gente poco
instruida y con sus artificios buscó hacerse un partido.” He aquí, entonces, otro
expediente, probablemente de uso corriente: el de formar en la asamblea una fuerza de
choque pensada para arrastrar a los indecisos o para inhibir a los adversarios. Pensemos,
por ejemplo, en el reproche hecho por Bouland mismo a un moderado de su sección, el
cervecero Aclocque, quien había formado “un partido de mujeres con el que destruía la
obra de los patriotas, pues las inducía a gritar cada vez que éstos últimos pretendían
tomar la palabra31.” Estas acusaciones recíprocas prueban que la práctica de influenciar

29
Archives nationales, F7 2717, Actas del comité revolucionario de la sección del Finistère, 6 de Pluvioso del
año III (el subrayado es nuestro).
30
Archives nationales, F7 4611, expediente Bouland, ver también F 7 2517, actas verbales…, Op. Cit., 27 de
prarial del año II (el subrayado es nuestro).
31
Archives nationales, F7 2517, actas verbales…, Op. Cit., 22 de Ventoso del año II.

Burstin, L’invention du sans-culotte 21 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


subrepticiamente las asambleas, de utilizar a una parte de los asistentes para estorbar o
amenazar a los adversarios, y de apoyarse incluso sobre una claque organizada de
antemano, eran técnicas que habían sido rápidamente aprendidas y explotadas por las
diferentes corrientes políticas. Ello no podía suceder sin engendrar en la opinión pública,
tarde o temprano, la sensación de que se estaba atrapado en un engranaje regido por la
intimidación, un ámbito en el que la real posibilidad de expresión se encogía y la política
se reducía a una lucha entre facciones. Contribuía también a este estado de ánimo
colectivo el hecho de que a esta lucha se sumaba el antagonismo entre los diferentes
niveles de militantes: por un lado, aquellos que insertos en las instituciones
revolucionarias en virtud de sus cargos, a veces muy modestos, tendían por ello a
imponerse como líderes naturales de las asambleas; por el otro, los militantes de las
asambleas, esos brillantes oradores capaces de construir un consenso ocasional en tanto
portavoces de las aspiraciones y de los malestares más inmediatos de la población
parisina. La competencia, a veces muy aguda, entre estos dos sectores de militantes, no
podía sino enturbiar todavía más el panorama.
La imagen pública del militante tiende así a degradarse y a identificarse con la del
prevaricador, la del instigador, la del oportunista, en síntesis, la del “tartufo en
revolución”.
El recurso a estos atributos peyorativos que golpean al militante cuando ha
traicionado la confianza de las asambleas y reemplaza a la voluntad popular, deviene un
medio muy expandido para atacar a los adversarios políticos; es una arma muy eficaz en
manos de los jacobinos contra los enragés primero, y enseguida contra los hebertistas.
Luego sería empleada por los termidoreanos contra estos mismos militantes jacobinos
que la habían explotado con éxito. Verdaderas o calumniosas, estas quejas se transforman
así en un lugar común del lenguaje difamatorio; no debe sorprendernos si entre los
instrumentos políticos ampliamente utilizados durante la Revolución hallamos también a
la difamación y a la calumnia.
Otro aspecto no menos ambiguo de la cuestión se relaciona con el reproche, hecho
a los militantes revolucionarios por sus contemporáneos y compartido por numerosos
historiadores, de haberse beneficiado de las circunstancias revolucionaras para satisfacer
sus intereses personales. Refutar este argumento en nombre de la pureza revolucionaria
implicaría asignar demasiada confianza a la penetración de las virtudes republicanas. Por
otra parte, si bien la prevaricación aparece probada por numerosos testimonios, no
debemos olvidar por ello que el fenómeno resulta artificialmente amplificado en las
fuentes por el empleo ciertamente “político” que se hacía del mismo. Era, en efecto,
altamente redituable hurgar en el pasado de un adversario para desacreditarlo frente a la
opinión pública: deudas, fracasos, u otros aspectos turbios de una biografía eran
elementos propicios para empañar la imagen de aquellos que habían obtenido un cargo
remunerado en la administración revolucionaria.
No obstante, abstrayéndonos de las acusaciones muchas veces forzadas por las
luchas políticas, no debería sorprendernos el que un régimen recompensara a sus
partisanos más fieles con cargos y responsabilidades; tampoco debería sorprendernos el
que hecho de que –como todavía ocurre hoy en día– ello fuera puesto en práctica por una
determinada corriente política. Muchos ciudadanos que se habían lanzado a fondo a la

Burstin, L’invention du sans-culotte 22 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


militancia revolucionaria no hubieran podido devenir políticos de tiempo completo si no
hubieran contado con el ingreso derivado de un puesto remunerado en la administración
pública. No faltan los ejemplos de ciudadanos que fueron arrastrados por la pasión
política hasta descuidar sus ocupaciones y caer en la miseria. Si de hecho la Revolución
pretendía democratizar los rangos, no podía insertar cuadros populares en las funciones
políticas y administrativas sin prever alguna forma de retribución: el ejercicio voluntario y
gratuito de las funciones públicas habría instalado el monopolio de las capas privilegiadas.
He aquí el motivo por el que la acusación de actuar por interés personal se torna, a
menudo, capciosa o exagerada. De todos modos, el tema continúa siendo una cuestión
disputada que no admite, de ninguna manera, generalizaciones precipitadas. En cualquier
caso, no se puede negar que el nuevo panorama político, basado en un sistema de
asambleas, se prestaba para fenómenos de arribismo y oportunismo: un peligro que
rápidamente fue percibido por los contemporáneas. A través de las redes de militancia
podían filtrarse individuos que buscaban acaparar un puesto en virtud de su ambición de
poder o para satisfacer sus intereses económicos. Si los personajes que ocupaban los
principales puestos seccionales estaban sometidos a un control público muy estricto ante
la posibilidad de que acumulasen demasiado poder, rara vez se los acusaba de actuar para
favorecer sus intereses materiales: su posición social por lo general era sólida, lo que les
había permitido afianzarse en el seno de su distrito. No ocurría lo mismo con la militancia
menor, a saber, los militantes más oscuros que gracias a sus méritos revolucionarios
habían obtenido un cargo de segundo orden pero retribuido. Éstos, sin duda alguna,
estaban más expuestos a la desconfianza, a la envidia y a la sospecha de sus
conciudadanos, ya que estando socialmente más cerca de la mayoría de la población
habían conseguido, sin embargo, la oportunidad de obtener un beneficio de su práctica
militante.
Otro problema se relacionaba con la incorporación de cuadros revolucionarios en
la administración, no sobre la base de sus cualidades específicas sino en virtud de sus
méritos patrióticos. Esta práctica era fuertemente criticada por los sectores de la opinión
pública más interesados en la eficacia de la gestión que en las cuestiones políticas: en este
caso, no se reprochaba el oportunismo sino la incompetencia. Para alcanzar un rigor
auténtico en el dominio administrativo, declaraba Rubigny de Bérteval, un influyente
comerciante de cueros parisino, “harían falta ciudadanos verdaderamente iluminados,
que acoplasen la práctica a la teoría, pero no esos instigadores, esos charlatanes
republicanos que se creen igualmente capacitados para todos los cargos, ya que la
ambición es su único mérito, y no tienen otro talento más que el de enriquecerse a partir
de los asuntos públicos32”. Rubigny buscaba, sin duda, empañar la obra de
democratización del nuevo régimen, para demostrar que era entre las gentes de bien que
el estado debía reclutar sus funcionarios. No obstante, no deja de ser cierto que muchos
de aquellos homines novi demostraron, más allá de su inexperiencia, no solamente una
verdadera capacidad sino también una devoción sincera a sus funciones. En una carta
escrita en 1793, Sénac de Meilhan declaraba:

32
Archives nationales, AD XI 66, Observaciones económicas sobre el comercio, la agricultura, las
subsistencias y el aprovisionamiento de los cueros de la República, impr. De 35 p. in-8°, s. f.

Burstin, L’invention du sans-culotte 23 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


No resulta sorprendente que los hombres que han recibido educación, que
han reflexionado, que los abogados, los jurisconsultos, movidos por grandes
intereses, agitados por una ambición cuyo horizonte las circunstancias
extienden hasta el infinito, muestren talentos; pero cuando vemos un
hombre joven surgido del pueblo, un simple pescador, adquirir en pocas
horas el más grande ascendiente sobre la multitud, juzgar con rigor, pero
con justicia y sagacidad, hacer reglamentos sabios, mostrar un alma noble y
valiente, y ejercer un poder soberano, el personaje se ennoblece y la
imaginación se ve sorprendida y capturada por este súbito desarrollo de
raras facultades.33

A pesar de que eran numerosos los casos en los que el aprendizaje de la


ciudadanía, al calor de los hechos, revelaba verdadero talento político, incluso entre las
capas más humildes de la sociedad, ello no sucedía sin que la mayoría de los
contemporáneos se mostraran sorprendidos. Sebastián Mercier lo remarca:

Era un espectáculo irrisorio ver a los ujieres y alguaciles transformados en


oradores […]. ¿Dónde, estos arengadores, gestaron la audacia para hablar
en público, ellos que no sabían nada, ellos que por su temperamento físico
no eran susceptibles de pudor alguno? Su rostro no enrojecía en lo más
mínimo por miedo; no tenían la formación de un orador romano. Cada vez
que subían a la tribuna vociferaban como hombres que, tras haber
rechazado la desigualdad de condiciones, habían admitido la igualdad de
talentos34.

Si el auge de la militancia popular pone de relieve la formación de toda una


generación de hombres surgidos del pueblo de Paris, que logran sobre el terreno y con
cierto éxito aprender la lógica de la praxis revolucionaria, hay que reconocer también que
el mercader de cueros Rubigny de Bertéval no se equivocaba en lo más mínimo cuando
denunciaba la distribución “política” de los cargos. Hallamos una prueba de ello en casos
como el del juez de paz Bourgoin: inculpado por procedimientos irregulares, se justificó
declarando “que la locura de aquel tiempo lo había convertido de pintor en juez de paz,
que no sabía nada de los formalismos [jurídicos], y que en todos los casos se apoyaba en
su ayudante35.”
El acceso a cargos públicos de incompetentes o de neófitos políticamente fiables
no debería sorprendernos si pensamos en la tradición de la venta de cargos, por no hablar
de las costumbres políticas de hoy en día. El fenómeno que habría en realidad que
remarcar es la atracción por los cargos públicos, consecuencia de la expansión de la esfera
política. Arrastrados por la pasión revolucionaria, muchos ciudadanos abandonan o

33
G. Sénac de Meilhan, L’Émigré. Lettres écrites en 1793 (carta LXXV). Citado en Ph. Bourdin “Le citoyen dans
tous ses états littéraires”, Citoyens et citoyenneté sous la Révolution française. Actes du colloque de Vizille,
24-25 septembre 2004 (a publicar).
34
L.-S.Mercier, Le Nouveau Paris, Op. Cit., vol. 2, Cáp. LVI.
35
Archives nationales, F7 4611, archivo Boulland, información sobre Boulland, s/f.

Burstin, L’invention du sans-culotte 24 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


descuidan sus trabajos, lo que deviene un factor de inestabilidad en el plano social. Contra
este peligro se eleva una voz no sospechada de prejuicios contrarrevolucionarios. En su
informe a la Convención del 23 Ventoso del año II, Saint-Just lanza esta interpelación:

¿Qué queréis vosotros, que corréis por las plazas públicas para haceros ver?
[…] Lo que queréis es abandonar el trabajo de vuestros padres, que fueron
honestos artesanos cuya mediocridad os hizo patriotas, para devenir
hombres influyentes e insolentes en el estado36.

Saint-Just apostrofa así a aquellos que buscaban por cualquier medio devenir
“jefes de opinión y alcanzar un supremo renombre”. Declara, en conclusión:

He aquí la verdad: ¡ocuparse del pueblo modestamente es una cosa muy


oscura sin duda! […]. Todo el mundo quiere gobernar, nadie quiere ser
ciudadano. ¿Dónde está entonces la ciudadanía? Está prácticamente
usurpada por los funcionarios. En las asambleas, ellos disponen de los
sufragios y de los empleos; en las sociedades populares, disponen de la
opinión. Todos procuran la independencia y el poder más absoluto, bajo el
pretexto de estar actuando revolucionariamente, como si el poder
revolucionario residiese en ellos37.

Aún cuando no puede generalizarse, la paradójica situación denunciada por Saint-


Just se aplica particularmente a una época en la que la experiencia de gobierno
revolucionario mostraba síntomas de desgaste avanzado. En cualquier caso, se hallaba
ligada a una característica real de la Revolución: la política ofrecía posibilidades nuevas a
los ciudadanos. No se trata de una cuestión de mero arribismo, sino de un cambio
profundo en los criterios de promoción. La fuerte aceleración coyuntural por primera vez
impone a los individuos una serie ininterrumpida de elecciones dramáticas e ineluctables.
En cada auge insurreccional había que elegir: aceptar permanecer en el juego sin saber
hacia dónde llevaba el camino, o bien abandonar la militancia y quedar
irremediablemente descartado de la puja política. Este mecanismo favorecía, por
supuesto, a los más resueltos en detrimento de los indecisos. No era tanto el mérito
revolucionario individual y abstracto el que resultaba recompensado sino la capacidad
dinámica de alinearse tras el bando correcto. La Revolución cambia así las reglas del juego,
y ofrece la ocasión de afirmarse a quienes las comprenden y saben adoptarlas. Ello exige
una cierta ductilidad y una fuerte sensibilidad respecto de la coyuntura política. Estas
cualidades son despertadas por características a menudo heterogéneas: la audacia
ideológica, que empuja a los individuos a secundar e incluso a forzar los sucesos, la
aspiración mesiánica de concretar una regeneración radical de la sociedad, o bien la hábil
evaluación de los beneficios personales que se pueden obtener. En la mayoría de los
casos, estos elementos se mezclan en combinaciones imprevisibles: una condición de

36
Ch. Vellay (ed.), Œuvres complètes de Saint-Just, Paris, Fasquelle, 1908, vol. 2, p. 267.
37
Ibíd, pp. 270-271.

Burstin, L’invention du sans-culotte 25 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


malestar y frustración sobre el plano económico y social bien puede alimentar esperanzas
radicales y ser la fuente de una cierta audacia en el plano ideológico.
Vemos entonces como se afirman personajes oscuros o incluso mediocres que
aprovechan las nuevas reglas introducidas por la Revolución, normas que se superponen a
los criterios tradicionales de ascenso social. El desprecio por estos advenedizos de la
política, manifestado por determinados sectores de la opinión pública, se detecta de
manera particular en las numerosas compilaciones de memorias de los testigos de los
sucesos escritas en los decenios siguientes, que repercuten sobre la historiografía
conservadora incluso hasta nuestros días. La tesis de una Revolución impulsada por
fracasados, frustrados o desclasados resulta innegablemente sugestiva, y posee la fuerza
de las grandes imágenes literarias. Los Marat, los Brissot, los Saint-Just, así como buena
parte de los militantes menores, se tornan de esa forma personajes extraídos de las
novelas de Balzac, individuos humillados por la sociedad del Antiguo Régimen que
acecharon ávidamente la ocasión propicia para afianzarse, redimir sus turbias biografías, y
hacer olvidar su pasado: una comedia humana hecha de bribones, aventureros,
intrigantes o individuos frustrados en sus aspiraciones sociales, y por ende vengativos y
propensos a las empresas más extremas. La ventaja de esta interpretación radica, por un
lado, en el hecho de que permite desacreditar los sucesos revolucionarios, y por el otro,
en el hecho de que tranquiliza a sus defensores, ya que probaría que un fenómeno como
la Revolución no pudo ser obra de gente honesta, sino por el contrario, de marginales,
trastornados o individuos socialmente equívocos.
No obstante, abstracción hecha de su uso con fines caricaturescos, esta
interpretación se funda en elementos reales. No sólo es cierto, sino más bien evidente,
que durante la Revolución los resentimientos debidos a fracasos y frustraciones
anteriores jugaron un papel destacado. Los revolucionarios no eran, de hecho, profetas o
misioneros: excluyendo el caso de aquellos que renunciaban por un ideal a su condición
de privilegiados, no cabe duda de que todos aquellos que se habían visto bloqueados por
la sociedad del Antiguo Régimen encontraban en la Revolución una buena ocasión para
jugar sus cartas: son entonces quienes tienen menos para perder los que se lanzan con
más decisión a la batalla. Robert Darnton tiene razón cuando remarca que “el estudio de
las carreras individuales puede ofrecer un correctivo necesario al estudio abstracto de las
ideas y de las ideologías38”. Sin embargo, la debilidad de una interpretación basada en el
rencor y en el espíritu de revancha individual radica en el hecho de que introduce en el
dominio de los comportamientos políticos un determinismo socio-psicológico tan rígido y
apremiante como el determinismo socio-económico. Toda sociedad tiene su lista de
espera, pero por oposición a lo que sugieren los esquemas explicativos demasiado
facilistas, no por ello los fracasados, los frustrados y los aventureros se transforman
necesariamente en revolucionarios. Y, a la inversa, no todos los revolucionarios tienen
estas características. No se deviene revolucionario por predestinación o por vocación. Se
puede perfectamente alcanzar dicha condición gracias a circunstancias particulares e

38
R. Darnton, Bohème littéraire et Révolution. Le monde des livres au XVIIIe siècle, Paris, Gallimard-Seuil,
1983, p. 66.

Burstin, L’invention du sans-culotte 26 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


imprevisibles. Ello explicaría la presencia entre los militantes de individuos cuya condición
social anterior no justificaba, por sí misma, la elección política realizada 39.
En lo que concierne al sentimiento de marginalidad vivido hacia fines del Antiguo
Régimen por determinadas capas de la sociedad, si abandonamos el dominio de la
psicología individual para centrarnos en los mecanismos de funcionamiento del sistema, la
situación aparece bajo una luz muy distinta. Las aspiraciones frustradas deben
efectivamente relacionarse con las causas mismas de la frustración, con los obstáculos
reales, con el exclusivismo y las estructuras del privilegio que habían bloqueado el camino
a distintas categorías de individuos –perspectiva que tornan menos caricaturescas e
injustificadas las formas del resentimiento personal y su desenlace radical.
La condición de “bohemio”, vivida según Robert Darnton en los medios literarios,
era compartida por múltiples sectores de intelectuales, una categoría muy importante
para la formación del futuro personal político. El ejército de ideólogos y de oradores
seccionales estaba a menudo compuesto por una verdadera “bohemia” intelectual, que
sería muy interesante estudiar con mayor precisión: instructores, maestros de pensión,
profesores y cuadros secundarios del personal universitario, encuentran en la política una
ocasión para valorizar sus cualidades, hábilmente adaptando a la situación sus
conocimientos y su familiaridad con las reglas de la retórica. La capacidad de expresar las
aspiraciones colectivas en el lenguaje del momento les daba un nuevo prestigio en el seno
de las asambleas y los transformaba en potenciales líderes seccionales. Pero no son
solamente los profesionales de la cultura los que aprovechan este fenómeno: el cambio
de criterios de ascenso político abre las puertas a otras categorías de ciudadanos. Sería
entonces muy importante llevar adelante un estudio fino de la base social de la militancia,
ya que entre sus filas no sólo hallamos individuos desclasados que esperan una
rehabilitación, sino también hombres plenamente insertos en la sociedad del Antiguo
Régimen y luego desclasados tras el estallido de la Revolución. Muchos sectores
profesionales se vieron fuertemente trastornados por el cambio de régimen, en particular
en la esfera de la función pública en la que numerosos cargos fueron suprimidos. Los
hombres que los habían ocupado no siempre consiguieron poner sus competencias al
servicio de la nueva administración. Muchos estaban destinados a perder sus empleos, sus
roles y su condición, lo que los hundía en un estado de desesperación. No tenían mucho
más por perder y se veían, de este modo, empujados a la búsqueda de nuevas
perspectivas. En todo caso, para esta categoría de ciudadanos las posibilidades que
ofrecían soluciones intermedias tendían a menguar: forzados a cortar sus lazos con el
pasado, no tenían otra ruta abierta que las opciones políticas más radicales.
Los ejemplos de este tipo no faltan. Claude François Lazowski, el héroe de las
jornadas del 20 de junio y del 10 de agosto de 1792, era hijo de un gentilhombre polaco.
Antes de la Revolución había atravesado las etapas de una bella carrera hasta convertirse
en Inspector de Manufacturas y Comercio. Este puesto fue suprimido en 1791 por la
Constituyente. Pues bien, en el lapso de pocos meses lo hallamos en París entre los
patriotas más radicales de la sección popular del Finistère, en la que poco tiempo más
tarde se convertiría en jefe de los cañoneros y luego jefe del batallón.

39
Cf. al respecto las apreciaciones de E. Hobsbawm, “La Rivoluzione”, Studi Storici, 16 (1976), n°1, pp.5-39.

Burstin, L’invention du sans-culotte 27 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)


Pero hay otros casos menos estridentes de hombres que, obligados a abandonar su
profesión, se involucraron en la Revolución y borraron los lazos con el pasado gracias a un
cambio de identidad radical. Alexandre, también comandante del batallón de la Guardia
Nacional y protagonista de las jornadas de 1792, tuvo que abandonar su actividad como
agente de cambio luego del cierre de la Bolsa. En el nivel del radicalismo seccional,
podemos también citar el caso de Bouland, uno de los líderes de la facción hebertista,
acusado de haber estado al servicio de la casa del Delfín; similar resulta el caso de Juigné,
militante y comisario de policía de la sección del Finistère, que había sido feudista de la
cofradía de Saint-Marcel, o incluso Hanriot, general de la Guardia Nacional parisina en el
año II, recaudador de antiguos impuestos parisinos que luego serían suprimidos por el
nuevo régimen.
Un caso específico es el del personal eclesiástico, que recibió de parte de la
Revolución un trato muy áspero. Esta categoría se encuentra muy tempranamente frente
a una elección radical: o bien resistir a la Revolución, o bien romper amarras con el pasado
y convertirse a la nueva religión cívica. En este último caso, también existía la posibilidad
concreta de acceder a la vida política seccional y a los rangos de la militancia, tal como lo
pone de manifiesto la vivencia de los curas rojos.
Estos pocos ejemplos no representan sino un pequeño muestrario de las líneas de
investigación de las bases sociales y culturales del enrolamiento político que aún quedan
pendientes. Nos sirven, no obstante, para subrayar que los orígenes de la militancia
resultan muy complejos y variados. La fase de desestabilización abierta por la Revolución
Francesa favorece a nivel político una “bohemia” de excluidos, pero también provoca la
rápida reconversión de las carreras en extinción. Este mecanismo ubicaba en un primer
plano a hombres que no siempre eran modelo de idealismo transparente y desinteresado,
pero que al mismo tiempo eran los menos apegados a los privilegios de la sociedad
tradicional y los más propensos a impulsar cambios radicales. Más allá del tono sombrío y
del aspecto caricaturesco con que se los ha descripto, contribuyeron a la acumulación del
enorme potencial de energía política desplegada durante la Revolución.

Burstin, L’invention du sans-culotte 28 Traducción: Manuel Ríos (agosto 2013)

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