Informacion de Identidad de Genero y Rol

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Vol. 47. Núm. C.

Enero 2013
páginas 3-353
Edgar Morin

La identidad sexual suele entenderse Como una propiedad que unifica ciertas características del
ser, un núcleo interior estable ligado al sexo, un saber esencial acerca del propio sexo. Es una
noción que ha sido utilizada de forma amplia y esconde un proceso poco comprendido. En 2000, la
Organización Mundial de la Salud (oms) y la Organización Panamericana de la Salud (ops) crearon
un documento que estableció estrategias para la promoción de la salud sexual. En dicho
documento se definió la identidad sexual de la siguiente forma:

La identidad sexual incluye la manera como la persona se identifica como mujer o como hombre, o
como una combinación de ambos, y la orientación sexual de la persona. Es el marco de referencia
interno que se forma con el correr de los años, que permite a un individuo formular un concepto
de sí mismo sobre la base de su sexo, género y orientación sexual, y desenvolverse socialmente
conforme a la percepción que tiene de sus capacidades sexuales (oms/ops 2000: 7).

La identidad sexual suele entretejerse con palabras como mujer, hombre, orientación sexual,
sexualidad, masculinidad, feminidad, sexo, género, sí mismo. Es una noción incierta que recoge la
indeterminación de la identidad y la polisemia del sexo. En México, un texto representativo de la
intersección entre derecho y medicina entiende la identidad sexual como:

[...] el conjunto de características sexuales que nos hacen genuinamente diferentes a los demás (la
percepción de nuestra sexualidad, nuestras preferencias sexuales, nuestros sentimientos o
actitudes ante el sexo, etcétera). Podría decirse que dicha identidad constituye el sentimiento de
masculinidad o feminidad (con todos los matices que hagan falta) que acompañará a la persona a
lo largo de su vida y que no siempre se definirá de acuerdo con su sexo biológico o su genitalidad.
Por tanto, la identidad sexual es la combinación de muy diversos factores: biológicos, ambientales
y psicológicos (Silva y Valls 2011).

Entre 1950 y 1960, la pregunta por la identidad sexual daba lugar a la identidad de género. Los
estados intersexuales3 y la transexualidad se tomaron como modelos ideales para investigar cómo
se forma el sentido de pertenencia a un sexo. El desarrollo de la identidad sexual comenzó a ser
explicado a partir de la distinción entre sexo y género. Fue en Estados Unidos, en particular,
donde, a partir de casos clínicos, dos grupos se interesaron en los estados intersexuales y la
transexualidad. El primer grupo de especialistas se ubicaba en el Hospital Johns Hopkins de
Baltimore, y el segundo en la Gender Identity Research Clinic de la Universidad de California, en
Los Ángeles. Con base en el trabajo de ambos grupos, los conceptos gender identity y gender
rolequedaron instalados y pasaron a formar parte de la terminología especializada. En el área de la
salud mental, el grupo del Hospital Johns Hopkins contaba con John Money, y el de la Gender
Identity Research Clinic, con Robert Stoller. Desde su particular enfoque, ambos personajes fueron
autores —solos o en coautoría con integrantes de su equipo— de libros y artículos en donde
presentaban sus reflexiones acerca del desarrollo y establecimiento de la identidad sexual. Sus
ideas continúan teniendo bastante difusión, a partir de la segunda mitad del siglo xx fueron
citados en numerosas publicaciones de muy diversas disciplinas, y fragmentos de sus propuestas
fueron ampliamente retomados y traducidos a otros idiomas. Tanto Money como Stoller
conocieron de forma recíproca su trabajo. Dado que partían de dos enfoques bastante diferentes,
no siempre coincidieron. Robert Stoller, en especial, mostraba cautelosas reservas ante las
recomendaciones de John Money, las cuales juzgaba como en exceso aventuradas y optimistas
(Stoller 1968). A ambos autores se les atribuye la noción de identidad de género, definida de
distinta manera por cada uno.

Bolívar Echeverría denominó la americanización de la modernidad a la expansión, y —a largo plazo


— a la imposición, de la perspectiva estadounidense en el desarrollo de la ciencia y la cultura.
Durante el siglo xx, el modelo norteamericano se instaló más allá de sus fronteras originales,
introduciendo una “artificialización de lo natural” o una “naturalizadón de lo artificial”, la cual,
aunque pretende mejorar al ser humano y su mundo, lo que mejora o incrementa es el grado de
sometimiento de la forma natural de la vida bajo su forma de valor (Echeverría 2008: 35). Así, los
protocolos médicos que alcanzan mayor legitimidad y valor son aquellos que se sostienen en las
coordenadas de americanización, bajo las cuales suele comprenderse el progreso científico. Esto
provoca que las prácticas clínicas implementadas en contextos locales específicos provengan de
protocolos médicos producidos en Estados Unidos y promovidos a nivel mundial como los más
eficaces.

Es posible sumar al proceso de americanización de la modernidad el de medicalización de la


intersexualidad para dar cuenta del gradual desplazamiento —no la eliminación— de los ámbitos
de regulación que intervienen las vidas concretas de sujetos en condición intersexual.
Michel Foucault (1985y 2000), Alice Dreger (1998) y Thomas Laqueur (1994) refirieron casos de
hermafroditas entre los siglos xv y xvii en donde era notable la intervención del ámbito religioso y
jurídico para establecer las formas de control y la sentencia o castigo al cual eran sometidos. La
medicalización implica que un fenómeno, atendido primordialmente en otros ámbitos, ha sido
redefinido en términos médicos y se ha caracterizado como entidad patológica abierta al
escrutinio de los doctores (Illich 2006). Eso ocurrió con la intersexualidad.

A mediados del siglo xx, los estados intersexuales ya eran conceptuali- zados de manera primordial
como entidades médicas.4 El desarrollo de tres especialidades clínicas —urología, endocrinología y
genética—, así como la incorporación de nuevas tecnologías biomédicas, abrieron la posibilidad
para detectar e intervenir en edades tempranas lo que se consideró eran anormalidades
genitales o errores en la asignación sexual, producto de defectos congénitos. El campo de las
disciplinas psi —psicología, psiquiatría y psicoanálisis— jugó un importante papel en la nueva
aproximación para tratar la intersexualidad. Interesaba conocer cómo evaluar la identidad sexual,
en qué momento puede reasignarse el sexo de un sujeto, qué factores tienen mayor peso para
caracterizar a una persona como hombre o mujer. Las respuestas tuvieron implicaciones directas
sobre los tratamientos médicos. En el trayecto surgieron nuevas nociones teóricas que a la fecha
siguen siendo utilizadas de manera amplia. ¿Cómo se comprendió la identidad sexual en las recién
formadas clínicas de intersexo ubicadas en Estados Unidos? ¿Cómo ocurrió el desplazamiento de
la identidad sexual a la identidad de género? ¿Qué sentido tuvo y a qué respondió el surgimiento
de la nueva noción? ¿De qué procesos se intenta dar cuenta a partir de dichas nociones? Este
texto pretende avanzar en las respuestas a tales preguntas.

El primer grupo de especialistas interesados en el tema del desarrollo y establecimiento de la


identidad sexual asociado a condiciones de intersexualidad se ubicaba en el Hospital Johns
Hopkins de Baltimore. Fueron herederos del interés del doctor Hugh H. Young, quien en ese
mismo lugar, en 1930, vio y trató a muchos pacientes —casi todos jóvenes y adultos— con
condiciones asociadas a intersexualidad (Jones y Scott 1975). Junto con Albarrán, en el Hospital
Cochon de París, Hugh H. Young es considerado padre de la urología. En 1937, publicó Genital
Abnormalities, Hermaphroditism and Related Adrenal Diseases, un compendio que, además de
incluir la recopilación de estudios de casos, presentaba las terapias más modernas —a base de
técnicas quirúrgicas y hormonales— para intervenir la ambigüedad corporal. Aunque no era una
regla estricta, el criterio que prevaleció en la práctica desarrollada por Young fue el de hacer
coincidir el sexo educacional con el sexo gonadal. Refiere Fausto-Sterling que Young “[n]o juzgaba
a las personas que describía, algunas de las cuales vivían como hermafroditas practicantes (esto
es, tenían experiencias sexuales como hombres y como mujeres a la vez). Tampoco obligó a nadie
a someterse a tratamiento” (Fausto-Sterling 2006: 61).

La primera Unidad de Endocrinología Pediátrica se estableció en 1953 en el Hospital Johns Hopkins


y despertó gran interés entre la comunidad médica. Muy pronto se convirtió en el principal centro
a donde se refería a niños con malformaciones congénitas de los órganos sexuales y
padecimientos asociados. La clínica representó un cambio de paradigma en la atención de
pacientes intersexuales, que hasta entonces habían sido atendidos sobre todo por urólogos y
cirujanos.

El cambio fundamental de esta actitud [autoritaria y paternalista de los urólogos y cirujanos]


comenzó con Lawson Wilkins y cols., en el Harriet Lane Home del Johns Hopkins Hospital, al
principio de la década de 1950. Allí comenzó la toma de decisiones en grupo a cargo de un equipo
compuesto inicialmente por el Dr. Howard Jones, un cirujano ginecológico; los Dres. Joan y John
Hampson, psiquiatras especializados en pacientes adultos y pediátricos; John Money, un psicólogo
recién llegado de Boston; Wilkins y sus colaboradores Judson Van Wyk y Melvin M. Grumbach,
George Clayton, y Alfred Bongiovanni, un miembro joven de la facultad y director del laboratorio
de endocrinología pediátrica. Los trabajadores sociales proporcionaron capacidades de cuidado
familiar importantes (Gumbrach, Hughes y Conté 2004: 1047).

Fue entonces cuando la intersexualidad comenzó a ser tratada en equipos médicos que más tarde
fueron conocidos como clínicas de intersexo. A los Hampson y a John Money les interesó el
estudio de la diferenciación sexual desde un enfoque biomédico conductual. Money la entendía
como una secuencia de desarrollo en donde factores prenatales, posnatales, biológicos y sociales
interactúan en una especie de carrera de relevos hasta que logran establecer la identidad/rol de
género. Según Money y colaboradores, la identidad de género ocurre por el encadenamiento de
respuestas sexualmente dimorfas que tienen como meta la diferenciación binaria en la edad
adulta: la anatomía sexual tiende a ser dimorfa y, por lo tanto, una conducta sexual bastante
dimorfa será exitosa para fines reproductivos. En ese sentido, la conducta sexual de hombres y
mujeres se concibe como complementaria. En la infancia, el papel y la identidad de género se
diferencian por complementación con los miembros del sexo contrario e identificación con los del
mismo sexo. Para que la diferenciación e identificación funcionen, se requiere que los sexos sean
distinguibles entre sí. Según Money y Ehrhardt (1982), la propia naturaleza es la que proporciona
los elementos básicos irreductibles de diferencia sexual que ninguna cultura puede erradicar, al
menos a gran escala: las mujeres pueden menstruar, gestar y lactar, mientras que los varones no.
Así, conciben que la identidad de género se desarrolla en correspondencia con la anatomía sexual,
la cual debe ser dimorfa para conseguir una adecuada diferenciación e identificación con el rol de
género. A la vez, equiparan una anatomía normal con una saludable.

Para Money y colaboradores, la identidad de género podía definirse así:

Identidad de género: la igualdad a sí mismo, la unidad y persistencia de la propia individualidad


como hombre, mujer o ambivalente, en mayor o menor grado, en especial tal como es
experimentada en la conciencia acerca de sí mismo y en la conducta; la identidad de género es la
experiencia personal del papel de género, y este es la expresión pública de la identidad de género.

Papel de género: cuanto una persona dice o hace para indicar a los demás o a sí mismo el grado en
que es hombre o mujer, o ambivalente; incluye la reacción y las respuestas sexuales, si bien no se
limita a las mismas; el papel de género es la expresión pública de la identidad de género y esta es
la experiencia privada del papel de género (Money y Ehrhardt 1982: 24).5

Según los autores, tras el anuncio del sexo del recién nacido se pone en movimiento una cadena
de comunicación caracterizada por respuestas sexualmente dimorfas. Esta cadena inicia con el
nacimiento y continúa hasta la muerte. Por ello, los casos de hermafroditismo presentan
dificultades para el desarrollo de la diferenciación sexual:

No hay padres que se tropiecen con un ejemplo más dramático de su dimorfismo hijo-hija, en su
propia conducta, que aquellos que tienen un infante hermafrodita cuyo sexo anunciado es
reasignado tras el período de la temprana infancia. Lo ideal es que la evaluación clínica de un
recién nacido hermafrodita sea exhaustiva y completa en el momento de nacer, de modo tal que
los criterios que rigen la asignación de sexo puedan ser adecuadamente contrastados y el anuncio
del sexo sea inequívoco y definitivo.

Tal ideal no siempre se logra, ya que pocas personas están preparadas a tiempo para saber cómo
reaccionar cuando nace un infante y se observa que presenta genitales ambiguos. Es demasiado
frecuente que se improvise una decisión en cuanto al sexo a anunciar. Pero después, y tras una
evaluación detenida, ha de decidirse una revisión. Si se lleva a cabo neonatalmente, se habla tan
sólo de reanuncio de sexo. Más adelante, una vez que la criatura ha comenzado a absorber el
dimorfismo de género del lenguaje, dentro del desarrollo de su sentido de la identidad de género,
resulta más preciso hablar de una reasignación de sexo y no de un reanuncio de sexo. Una
reasignación exige un cambio de respuestas por parte del infante. Un reanuncio no requiere más
que cambios de conducta de los demás. Es desaconsejable imponer una reasignación de sexo a
una criatura en contradicción con una identidad de género que se encuentra ya muy avanzada en
su diferenciación. Ello significa que el límite de edad para imponer una reasignación viene a
situarse, en la mayoría de los casos, alrededor de los dieciocho meses (Money y Ehrhardt 1982:
31).6

Con el tiempo, Money modificó la edad límite que él mismo había establecido para imponer una
reasignación de sexo. De inicio, esta edad se había fijado en los dos años y medio. Ese primer
límite fue definido después de que John Money y los psiquiatras Hampson estudiaran 76 casos de
intersexualidad, a partir de lo cual emitieron una serie de recomendaciones referidas a la
asignación de sexo, el cambio de sexo y el manejo psicológico en casos de hermafroditismo
(Money y Hampson 1955).
Como es evidente, según Money, la cirugía genital para adaptar lo más posible las formas genitales
al estereotipo del sexo asignado tenía una importancia fundamental para el desarrollo de la
identidad sexual en el lactante hermafrodita. Money recomendó realizar la cirugía a edad
temprana y asignó a esta intervención el adjetivo de correctora, pues la intervención quirúrgica
tenía la finalidad de ayudar a establecer la certidumbre del sexo asignado. Señaló que no es
conveniente que los médicos expresen dudas sobre el sexo al cual ha de ajustarse el modo de
crianza, ya que su inseguridad es transmitida a los padres y, por ese medio, a la criatura. Cuando
eso sucede, la criatura desarrolla una desconfianza con respecto a las personas mayores, y puede
entonces instalarse una incertidumbre tal que genere la convicción de que su problema se
resuelve mediante un cambio al sexo contrario. La opinión de Money es que, en ese caso, el sujeto
“puede convertirse en un excelente candidato a la reasignación de sexo, vayan o no de acuerdo el
sexo cromosómico y el sexo gonadal con el sexo reasignado” (Money y Ehrhardt 1982: 33).

Cuando la asignación de sexo y el status anatómico permanecen ambiguos en un hermafrodita,


puede ser que el sujeto en cuestión se adapte al sexo asignado, pero persistirá un sentimiento de
vergüenza y mortificación. También puede ocurrir que la criatura oscile entre el papel de niño y de
niña, “alternando pendularmente entre ambos”. Para Money y Ehrhardt, esta opción está cargada
con “demasiada disonancia cognitiva” y “la mayoría de las personas no puede tolerar tal
inconsistencia biográfica” (Money y Ehrhardt 1982: 33). Aunque la ambigüedad genital no
corregida puede instalar una identidad de género ambigua, también puede ocurrir que la
constancia de las experiencias de ser criado con el sexo asignado sea determinante. De cualquier
forma, en la diferenciación de la identidad de género, los eventos posnatales son los más críticos.
Con y sin reanuncio o reasignación de sexo, la identidad de género hermafrodita se definirá en los
primeros años hacia hombre [male], mujer [female], ambiguo o incongruente. Los fundamentos
de “la normalidad, la anomalía, la ambigüedad o la incongruenciacomportamentales de la
identidad de género se establecen mucho antes de la pubertad hormonal” (Money y Ehrhardt
1982: 39). Sin embargo, las hormonas puberales revisten particular importancia en el
hermafroditismo:

[...] parejas de hermafroditas, concordantes en su diagnóstico y situación hormonal puberal, pero


discordantes en cuanto al sexo de crianza, son típicamente contrarias también con respecto al
sexo del despertar del estímulo erótico. Sus enamoramientos y su capacidad de respuesta erótica
pueden surgir de un modo concordante con el sexo de crianza, y ello resulta posible incluso
cuando el sexo hormonal y el desarrollo somático de la pubertad no han sido corregidos
terapéuticamente para que vayan de acuerdo con el sexo de crianza (Money y Ehrhardt 1982: 39).

Para los autores, los casos de hermafroditismo y similares son de particular importancia, ya que
representan la oportunidad de leer los diferentes síndromes clínicos en humanos
como experimentos de la naturaleza. Y, en efecto, los casos en estudio fueron tratados como
experimentos. Todo parece indicar que la cuestión del método fue fundamental para introducir las
nociones de identidad de género y rol de género. Dada la indeterminación de la identidad sexual,
se volvió imprescindible contar con un correlato observable, factible de ser registrado y
cuantificado. La identidad y el rol de género se indagaron a partir del reporte verbal y las
conductas manifiestas de los sujetos en cuestión. El sexo, leído por los equipos de trabajo de las
clínicas de intersexo, incluía varios aspectos: gónadas, hormonas, cromosomas, genitales, órganos
internos. Cuando los casos fueron tratados en equipos médicos, la fragmentación del sexo —
reflejada en la atención por segmentos, característica de la evaluación en las clínicas de intersexo
— requirió de un informe que describiera en términos sintéticos lo ocurrido respecto al sexo
psicológico del sujeto en cuestión. La identidad de género funcionaba como un parámetro que
permitía comunicar al resto de los especialistas cuándo se ajustaba la identidad sexual a los límites
de lo normal. La normalidad en términos de identidad sexual se comprendió a partir de una
interpretación de la diferencia sexual bajo un modelo dicotómico y estereotipado. La conducta
manifiesta fue evaluada de acuerdo con estereotipos de masculinidad y feminidad. Se generaron
descripciones que permitieron establecer unidades de medida y escalas que correspondieran a los
términos hombre y mujer, niño y niña, masculino y femenino. Para Stuart Hall (2005), los
estereotipos reducen el todo a características y rasgos sencillos que se exageran, simplifican y fijan
sin oportunidad de cambio:

[...] la estereotipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la diferencia [...] despliega una


estrategia de hendimiento. Divide lo normal y lo aceptable de lo anormal y de lo inaceptable.
Entonces excluye o expulsa todo lo que no encaja, que es diferente [...] Así, otro rasgo de la
estereotipación es su práctica de cerradura y exclusión. Simbólicamente fija límites y excluye todo
lo que no pertenece [...] la estereotipación tiende a ocurrir donde existen grandes desigualdades
de poder (Hall 2005: 430).

Las ideas preconcebidas de Money lo rebasaban a él, a su equipo y al ámbito médico, pues forman
parte del esquema cultural que sostiene la lógica binaria del sexo-género, enmarcada en
relaciones de poder/saber. Si partimos del sentido común,7 a la identidad se le atribuyen
características de igualdad, unidad y naturalidad. La identidad se conceptualiza como el núcleo del
sí mismo, como una unidad coherente e inmutable.

Cuando la edad de detección de los estados intersexuales se adelantó, la evaluación psicológica en


las clínicas de intersexo debía responder a la pregunta: ¿esa criatura pertenece ya a un sexo? La
evaluación se realizaba —y, en la mayor parte de los casos, se continúa realizando— a partir de
observar qué preferencias de ropas, colores, juguetes y actividades tiene el sujeto en cuestión, así
como el registro de las referencias que sobre sí mismo/a hace. Cuando el sujeto era asignado o
reasignado en los primeros años de vida, el éxito del tratamiento se evaluaba en función de que la
identidad y el rol de género estuvieran de acuerdo con modelos estereotipados
de niño/niña.Cuando se encontraba que la criatura se alejaba de dichos modelos, el resultado se
entendía como un desorden, un fracaso. También lo era cuando la identidad y rol de género no
estaban suficientemente diferenciados. Recordemos que la asignación o reasignación sexual de un
infante se acompañaba desde entonces de la intervención sobre su cuerpo para asegurar cierta
coherencia entre estructuras internas, apariencia genital y corporal externa, e identidad y rol de
género. El equipo médico prestó sus servicios en dirección de la continuidad: si algo sobra en el
cuerpo, extráigalo; si algo falta, constrúyalo.

Han sido numerosas las críticas y objeciones interpuestas al razonamiento de Money (por
mencionar algunos: Diamond y Sigmundson 1997; Kessler 1998; Butler, 2001 [en este
volumen]; Chase 2005; Cabral 2006 y 2009). Teóricos, metodológicos, políticos y éticos, los
señalamientos apuntan a una concepción simplista y equivocada que tuvo graves
consecuencias, como las que fueron evidentes en el caso de David [Bruce/Brenda] Reimer
(Colapinto 2006).
2

Robert Stoller se graduó como médico y psiquiatra en la Universidad de California. Fue profesor de
psiquiatría en la universidad que lo formó e investigador en la clínica de identidad de género. Tuvo
formación psicoa- nalítica en el Instituto y la Sociedad Psicoanalítica de Los Ángeles y fue analizado
por Hanna Fenichel. Fue autor y coautor de varios libros, entre los cuales se encuentra Sex and
Gender. On the Development of Masculinity and Femininity8 (1968), en donde define tres
nociones básicas para el tema de la intersexualidad: sexo, género e identidad sexual. Dedica la
primera parte de su libro a lo que denomina “pacientes con anormalidades biológicas” y presenta
sus ideas sobre lo que acontece respecto de la identidad de género en pacientes intersexuales.

Sexo es, para Stoller, una categoría biológica compuesta de condiciones físicas: cromosomas,
genitales externos, genitales internos, gónadas, estados hormonales y características sexuales
secundarias. En un futuro —dice—, será posible adicionar el sistema cerebral. El sexo es
determinado por la suma algebraica de todas estas cualidades; su resultado es que la mayoría de
la gente puede ser llamada hombre o mujer. De acuerdo con Stoller, en los hermafroditas existe
cierto grado de sobreposición en las características del sexo. “Genéticamente hablando, habría
otros sexos en adición al de mujer xx[female] y al de hombre xy [male], en estos individuos se
presenta una mezcla de algunos de los atributos biológicos del sexo, y algunas de estas personas
son anatómicamente intersexuadas” (Stoller 1968: 9). Stoller afirma que en algún momento el
término intersexual fue empleado para definir a personas con problemas de género, pero sin
defectos genéticos o anatómicos; sin embargo, para la época en que él escribe, intersexual se usa
primordialmente en aquellos sujetos con defectos biológicos pronunciados.

Género es un término que tiene más connotaciones psicológicas y culturales que biológicas. Si los
términos apropiados para sexo son macho [male] y hembra [female], los términos
correspondientes para género son masculino y femenino, términos que son totalmente
independientes del sexo (biológico). Género es el grado de masculinidad o feminidad encontrado
en una persona, y, obviamente, aunque los encontramos mezclados en los humanos, el hombre
normal tiene una predominancia de masculinidad y la mujer normal una predominancia de
feminidad. La identidad de género comienza con el conocimiento y el descubrimiento, ya sea
consciente o inconsciente, de que alguien pertenece a un sexo y no al otro; conforme alguien se
desarrolla, la identidad de género llega a ser mucho más complicada, de tal manera que, por
ejemplo, alguien puede sentirse a sí mismo, no solamente como un hombre, sino un hombre
masculino o un hombre afeminado o un hombre que fantasea con que es una mujer. El rol de
género es la conducta manifiesta que alguien despliega en sociedad, el rol que juega,
especialmente con otras personas, para establecer su posición con estas, en tanto que la
evaluación de género es concertada, por él/ella y por quienes están con él/ella. Mientras que el
género, la identidad de género y el rol de género son casi sinónimos en la persona común, en
ciertos casos anormales varían. Un problema que surge para complicar nuestro trabajo es que la
conducta de género, la cual es en su mayor parte aprendida desde el nacimiento, juega una parte
esencial en la conducta sexual, la cual es marcadamente biológica, y a veces es muy difícil separar
aspectos de género y sexo en un trozo particular de conducta (Stoller 1968: 10).

Stoller aclara que aunque la biología y la psicología indican que hay dos extremos biológicos de
sexo —macho [male] y hembra [female]— de los cuales resultan dos géneros diferenciados —
masculino y femenino—, entre los dos extremos hay grados de maleness y femaleness (términos
referidos al sexo)9 y de masculinidad y feminidad (términos referidos al género). Tanto la biología
como la sociedad marcan estados en el desarrollo de la identidad de género, uno de los cuales es
la asignación del infante al momento del nacimiento. La adscripción a un sexo es fundamental.
Cuando se asigna un sexo, también se está asignando un género, porque prevalece la idea de que
hay una relación uno a uno entre ambos. En ese mismo momento, se da por sentado que la
adscripción es instantánea y permanente. Cuando la asignación es contundente, no puede ser
retirada; puede ser debilitada por un silencio intrapsíquico e intrafamiliar, y conducir hacia la
homosexualidad, el travestismo y otras variantes, lo cual ocurre en personas con o sin desórdenes
físicos. La expresión de tales deseos estará latente y podrá ser fantaseada o actuada.

Para Stoller, identidad de género es una noción teórica que permite trabajar en términos
analíticos. En algunos momentos se identifica con facilidad, como cuando una criatura de
alrededor de un año afirma: “soy un niño” o “soy una niña”. Ese aspecto sensible puede ser
conceptualizado como el núcleo de la identidad de género [core gender identity], el cual Stoller
equipara más adelante con el sentido de ser hombre o el sentido de ser mujer (the sense of
maleness o the sense of femaleness). Este aspecto central es producido por 1) la interacción de los
padres y otras personas del entorno del infante, 2) la percepción del infante de sus genitales
externos (aspectos que dependen de la anatomía y fisiología) y 3) fuerzas biológicas10 que se
desprenden de las variables del sexo. Mientras que el proceso de desarrollo de la identidad de
género sigue intensamente hasta por lo menos el final de la adolescencia, el núcleo de la identidad
de género está totalmente establecido antes de que se complete la fase fálica del desarrollo. Cita
aquí Stoller algunas publicaciones de Money y los Hampsons en donde reportan que a partir de los
dos años y medio es más difícil o imposible para muchas personas una reasignación de género tras
una asignación de sexo equívoca. A continuación, Stoller relata una historia para mostrar cómo
hay ciertos casos raros en los cuales alguna persona en la infancia tardía, la adolescencia o la
madurez es capaz de cambiar su género con éxito y sin un gran choque interno. Esto puede ser
posible cuando la persona ha sido criada en una atmosfera de dudas parentales causadas por
genitales ambiguos; en este caso, la persona siente que no pertenece a ninguno de los dos sexos y
puede desarrollar aspectos de ambos géneros, existe fuera de ambos en una nueva categoría, un
tercer género, un género hermafrodita. Este es un raro estado psicológico y no se encuentra en
todos los pacientes intersexuales.

La identidad hermafrodita requiere 1) genitales externos anatómicamente ambiguos desde el


nacimiento, los cuales causan 2) confusión en la mente de los padres sobre el apropiado sexo
anatómico del infante, que les dirigen a 3) caminos ambiguos de trato hacia el niño, lo cual, a su
vez, resulta en 4) defectos en el proceso de incorporación de los padres y sus actitudes, y
verdaderamente 5) identificaciones de género incongruentes que nunca pueden ser corregidas en
realidad, porque la última prueba de realidad, la percepción, demuestra de manera continua 1)
genitales externos anatómicamente ambiguos (Stoller 1968: 23).

En algunos de estos pacientes, el cambio de sexo no amenaza el sentido de su existencia, su


núcleo identitario. Ellos pueden cambiar de sexo, cambiar su rol de género, pero no cambian su
identidad de género.
Por otro lado, si a una persona con una identidad bien arraigada, una identidad de género
incuestionada, se le dice —y sabe que quien lo dice tiene razón— que en realidad es integrante del
sexo opuesto, el efecto puede ser devastador. Cita aquí un ejemplo de alguien a quien
inesperadamente se le arranca la certidumbre sobre su identidad y se instala entonces un estado
de psicosis. Según Stoller, es importante para el pronóstico la forma en que se presentó el suceso,
pero, en su opinión, puede ser que, aun con un tratamiento adecuado, la persona nunca deje de
dudar acerca de la solidez de su identidad.

Stoller discute algunos supuestos de Money y sus colaboradores, por ejemplo, el trabajo que
Money y los Hampsons presentaron en 1955. Opina que, aunque demostraron la importancia de la
asignación respecto a la identidad de género:

[...] eso no necesariamente contradice la presencia de fuerzas biológicas difusas que tengan
influencia en la conducta de género; puede ser que los efectos de la asignación tengan un efecto
abrumador y por lo tanto escondan las cualidades biológicas debilitadas, pero eso no quiere decir
que no existan (Stoller 1968: 14).

Para Stoller, las fuerzas psicológicas posnatales juegan la más poderosa y evidente parte en la
creación de la identidad de género, aunque ciertas fuerzas biológicas silenciosas controladas a
nivel genético contribuyen en este proceso. Las fuerzas biológicas incluso pueden llegar a tener,
con el paso del tiempo, un efecto muy poderoso en la producción de la identidad de género,
aunque en un inicio esta pueda desarrollarse en ausencia de tales fuerzas.

Otro de los puntos en que difiere de Money y colaboradores es en el papel que juega la anatomía
en el psiquismo. En este punto, Stoller opina, por un lado, que los genitales ambiguos tienen una
repercusión importante en la conformación de la identidad hermafrodita. En contraste, en los
capítulos titulados “El sentido de ser hombre” [The sense of maleness] y “El sentido de ser mujer”
[The sense of femaleness], Stoller resta importancia a la anatomía. Respecto al sentido de ser
hombre, este se fija de forma permanente antes de la fase fálica (tres a cinco años) y, aunque el
pene contribuye a ello, su papel no es esencial. A continuación presenta el caso de dos niños que
nacieron sin pene y que han madurado sin cuestionamiento respecto de su núcleo del sentido de
ser hombres. Una variedad de fuerzas biológicas y psicológicas producen en el niño desde el
nacimiento un incremento en la conciencia de que él es sí mismo: se ubica en su género y
reconoce que no todos pertenecen a ese género. Más tarde, cuando aprende que no todos poseen
la insignia primaria de su género —el genital externo del hombre—, ese conocimiento es
perturbador. Pero, en ese momento, él ya sabe que es un hombre. Normalmente, el pene es el
signo que la sociedad y el individuo reconocen como la insignia del hombre, pero el órgano en sí
no es esencial para producir el sentido de ser hombre. En los casos que reporta Stoller, los infantes
asignan a un objeto la función simbólica del pene, igual que aquellos niños con pene normal.

En correspondencia, para Stoller el sentido de ser mujer se desarrolla en una etapa similar y bajo
circunstancias parecidas. La conclusión de Stoller es que la vagina no es la fuente primordial que
instala la feminidad. Como en el niño, la asignación inequívoca y la certidumbre del sexo al que
pertenece el infante tienen una función definitiva. También las sensaciones provenientes de sus
genitales son importantes. El núcleo de la identidad de género persiste a lo largo de la vida y es
inalterable, tanto en hombres como en mujeres.
Stoller dedica un apartado específico para exponer el tratamiento de pacientes con anormalidades
biológicas de sexo. Se refiere a dos condiciones necesarias para un tratamiento adecuado. La
primera tiene que ver con el establecimiento de un diagnóstico certero, la segunda con algunas
cualidades y características personales que debe tener el terapeuta que atienda esos casos. En
general, Stoller concuerda con Money y los Hampson acerca de que la identidad de género se
encuentra más o menos fijada por experiencias primordiales que ocurren en particular durante los
primeros 18 meses de vida. En esa etapa se establece el núcleo de la identidad de género; por ello,
cuando el terapeuta ha determinado que el/la paciente está fijado en una identidad y que se
siente cómodo/a con ella, es probable que cualquier esfuerzo para cambiar este rol, aun cuando
esté en oposición con algunos de los aspectos del sexo, sea un fracaso. Menciona Stoller que en
ocasiones “el mejor tratamiento psiquiátrico es no tratar psiquiátricamente” a una persona que no
tiene dudas sobre su identidad de género.

Las directrices del tratamiento las presenta mediante casos específicos, cuyas conclusiones
individuales advierte que no pueden ser generalizadas. Señala que, en algún momento, el
terapeuta debe tener seguridad absoluta acerca del núcleo de identidad de género del paciente,
de tal forma que pueda ser el ancla que sujete una identidad frágil. El terapeuta debe ser capaz de
discernir la estructura psicodinámica del paciente, y tener habilidad para leer fenómenos
inconscientes tales como la identificación o la transferencia. Es necesario en ocasiones elegir entre
dos caminos que van a instalar un daño psicológico permanente, y decidir cuál puede ser el menos
perjudicial a futuro; por ejemplo, en el caso de un recién nacido hombre sin pene, uno debe elegir
entre reasignar el sexo a mujer, esperando que logre identificarse con la designación impuesta, o
dejarle en un sexo donde se asumirá como un hombre defectuoso a nivel anatómico. En ese caso,
Stoller no duda en apuntar su preferencia por la segunda opción, la cual le parece más viable en
términos tanto psíquicos como somáticos.

Stoller presenta también las dificultades que en ocasiones enfrenta el terapeuta ante la fuerte
presión que imponen autoridades médicas por razones que denomina moralistas. Describe un
caso en que un infante asignado como niño al nacimiento y con una identidad de género
masculina, fue reasignado a los seis años de edad, su pene amputado y su saco escrotal redirigido
para formar los labios vaginales externos. Entonces, al infante le fue dicho que él era ella. Stoller
no trató este caso por considerar que su actitud podría bloquear un desenlace exitoso. Sin
embargo, reporta que, después de evaluar en tres ocasiones al paciente, a la edad de 12 años era
“una grotesca caricatura de una niña” (Stoller 1968: 238).

Stoller coincidía en algunos puntos y difería en otros de los planteamientos de Money y


colaboradores. Su teoría es en ocasiones contradictoria y, en lo que se refiere a la intersexualidad,
dejó abiertas muchas interrogantes. Una diferencia radical respecto a Money fue que Stoller
pensaba que las formas genitales no determinaban la identidad sexual de un sujeto, aunque sí
participan en su estructuración. Es por eso que se opuso a la intervención médica en algunos casos
de intersexualidad. Es notable que importantes señalamientos del trabajo de Stoller no se
reflejaran en los textos médicos. Pienso que dos factores influyeron de forma notable para que
eso ocurriera. El primero es que el mismo Stoller solía pugnar por que sus recomendaciones no
fueran generalizadas en los protocolos médicos. El segundo es que el empleo del psicoanálisis
como metodología de investigación es extraño a la práctica médica general, y el mismo Stoller lo
reconocía:
Me doy cuenta de que un caso, apenas bosquejado en un reporte y sin ningún control estadístico,
no provee nada; sin embargo, espero que esto pueda servir como una advertencia para aquellos
optimistas que creen que una identidad de género es tan inestable que se puede prescindir
fácilmente de ella y crear una nueva en su lugar (Stoller 1968: 28).

La corriente del psicoanálisis que se desarrolló en Estados Unidos se apegó a la teoría de las
relaciones objetales, la cual dio prioridad al yo, haciéndolo el centro de la realidad del sujeto.
Desde dicha perspectiva, se equipara al yo con una especie de conciencia, por lo que el
tratamiento se enfoca a fortalecer dicha instancia psíquica, de tal suerte que, aunque se acepta la
importancia fundamental del inconsciente, con frecuencia se simplifica su dinámica en la
experiencia humana. A la luz de dichos señalamientos, puede entenderse lo desafortunado de
algunas recomendaciones de Stoller, por ejemplo, en el tema de la comunicación de hallazgos
médicos al paciente o a sus progenitores. A partir de una comprensión restringida de la
significación corporal, Stoller recomendaba reservar parcialmente la información cuando los
resultados mostraban una disonancia entre la identidad de género y la conformación
cromosómica, anatómica o endocrinológica. Para él, algunos casos presentaban dos verdades
contrarias de manera simultánea, y había que preservar una de ellas para permitir una
instauración certera de la identidad de género. El tiempo ha demostrado que resulta fundamental
compartir toda la información médica con pacientes y familiares, pues es imposible tapar el sol
con un dedo. Un psicoanalista debería saber eso mejor que nadie.

Es muy probable que justo la orientación del psicoanálisis de Stoller lo llevara a colocar un énfasis
exacerbado en la identidad —noción más bien extraña a los desarrollos teóricos freudianos—, a
partir de la cual le fue posible derivar la identidad de género. Con ello, la comprensión de la
sexuación a partir de la identidad y la separación en sexo y género limitó su entendimiento de la
dinámica de los procesos de identificación, el lugar del cuerpo en los vínculos primarios, la
centralidad del lenguaje en la conformación de la subjetividad o la trascendencia del deseo más
allá de su enunciación; es decir, los procesos inconscientes que median la estructuración psíquica
de la diferencia sexual.

Con los estudios de Money y Stoller, el sexo se había desdoblado en dos dimensiones: biológica y
psíquica. La separación de las categorías sexo y género produjo dos universos excluyentes: lo que
es sexo no es género y lo que es género no es sexo. Contribuyó a ello la propia fragmentación del
cuerpo a que dio lugar la conformación de prácticas especializadas en el campo médico. Sexo y
género se concibieron como dos ámbitos distintos y complementarios. A dos sexos corresponden
básicamente dos géneros. La integración de las nociones identidad sexual e identidad de géneroal
ámbito médico se acompañó del desarrollo de extraños parámetros para medir las categorías sexo
y género en escalas que representaran lo que es y lo que no es normal y deseable en las personas.
A partir de entonces, inteligibilidad y correspondencia entre sexo y género indicó no sólo
normalidad en términos estadísticos, sino, sobre todo, niveles de salud.

Las teorías de Money y Stoller fueron retomadas en sus aspectos potencialmente normativos para
establecer los lineamientos de la intervención médica. Dado que los estudios psicológicos
aseguraban la neutralidad de la identidad sexual en momentos cercanos al nacimiento, se
interpretó que existía un periodo en donde era posible, y hasta deseable, cualquier intervención
médica encaminada a reestablecer la armonía del sexo natural. Los estudios psicológicos
mostraban que la identidad de género se asumía en los primeros 18 meses de vida. Una regla
práctica se dedujo: respecto a los estados intersexuales, la edad ideal para intervenir es la infancia
más temprana: recién nacidos y lactantes. Desde entonces, la intervención médica intenta atenuar
la discordancia cuerpo-identidad mediante cirugías y tratamientos hormonales. El equipo médico
suele estar seguro de que con su intervención ahorrará dificultades futuras al infante, a su familia
y a la sociedad. Sin embargo, es claro que los resultados disponibles en el transcurso de 50 años
indican que es momento de indagar la eficacia real de los tratamientos y las repercusiones de la
intervención pediátrica en la edad adulta. Debemos preguntarnos cuáles son los fundamentos de
las recomendaciones que la costumbre ha instalado como los protocolos de atención más
adecuados (Lee, et al. 2006).

Pienso que aquello llamado identidad se asemeja más bien a un proceso siempre abierto que a
una característica esencial del ser —a una propiedad del yo—. Lo que denominamos identidad es
la capa más superficial de procesos mucho más complejos, no visibles ni voluntarios. Tras la
identidad se esconde una dimensión emocional que es fundamental para comprender los procesos
de identificación. Las emociones imprimen significación y sentido a partir del vínculo social, así que
sólo atendiendo esta dimensión se comprenderá por qué no todas las interacciones son
equivalentes en la misma magnitud. Dice Eva Illouz que las emociones son experiencias
profundamente internalizadas e irreflexivas de la acción.

[...] la emoción es la energía interna que nos impulsa a llevar a cabo un acto, en tanto dota a ese
acto de un humor, una coloración particular. La emoción, entonces, puede ser definida como el
aspecto cargado de energía de la acción, donde la energía es entendida como implicando al mismo
tiempo cognición, afecto, evaluación, motivación y cuerpo. Lejos de ser presociales o
preculturales, las emociones son significados culturales y relaciones sociales fusionados de manera
inseparable, y es esa fusión lo que les confiere esa capacidad de imprimir energía a la acción. Lo
que hace que la emoción lleve incrustada esa energía es que siempre concierne al yo y a la
relación del yo con otros situados culturalmente (Illouz 2010: 23-24).

Es necesario pensar la expresividad emocional como la capa más superficial de procesos


corporales con resonancia psíquica y física. La experiencia es corporal y obedece a necesidades
vitales como defecar, orinar o comer, rutinas que conllevan ritmos y vínculos diferentes en edades
particulares, y están mediadas por condiciones históricas y socioculturales absolutamente
singulares (Le Breton 2010). El cuerpo está dotado de una especificidad material y sensual, cuyo
sentido en singular no está preinscrito (de Lauretis 2000). Dicha singularidad implica la originalidad
del ser, lo irrepetible, la memoria corporal de cada cual, pues a la necesidad —tensión somática—
se superpone lo anímico, y los cambios de vías para lograr la satisfacción aparecen muy temprano
y continúan transformándose a lo largo de la vida. A dicho fenómeno, Freud lo denominó con el
término pulsión, ese extravío humano que no es la satisfacción instintiva y automática de la
necesidad. La pulsión es una energía psíquica potencial que tiene su fuente en una zona del
cuerpo, que se esfuerza por descargar la tensión generada mediante la intermediación de un
objeto (Freud 1915a).

El proceso de articulación identitaria está mediado por experiencias de amor, odio, desamparo,
reconocimiento, vergüenza, rechazo, desconcierto, hostilidad y miedo, pero las vías a partir de las
cuales se registran y decantan estas experiencias no son observables con claridad, ni asequibles sin
dificultad. Es necesario esforzarnos para entender la trascendencia del registro psíquico
inconsciente que la diferencia sexual implica, dado que su estructuración singular ocurre en el
vínculo con los otros. Mi propuesta se dirige a no evadir la complejidad, sino a intentar abordarla a
partir de la construcción de conexiones entre ámbitos que suelen aparecer aislados.

En la parte final de este artículo quiero concentrarme en experiencias de asignación y reasignación


de sexo, para destacar la dimensión corporal que implica el proceso de sexuación. Con ello
pretendo mostrar apenas un acercamiento a las fronteras del registro inconsciente. Mis
planteamientos parten de observaciones y encuentros llevados a cabo en el marco de una
investigación que inició ocho años atrás. Además de conocer y transmitir experiencias de personas
a quienes la intersexualidad toca directamente en su cuerpo y vida cotidiana, el estudio me ha
permitido ahondar en la comprensión del proceso a partir del cual todas las personas —
intersexuales o no— devenimos sujetos sexuados.

Por lo regular, el sistema de clasificación de los cuerpos en medicina no hace más que retomar un
acto cotidiano, cuya reiteración lo instituye como obvio: mirar entre las piernas del recién nacido
para buscar la presencia o ausencia de pene. Diferenciar el cuerpo a partir de una marca de sexo
es un acto de producción de inteligibilidad que captura al sujeto en una red de significación desde
su nacimiento. La respuesta a la pregunta “¿qué fue (niño o niña)?”, pretende salvar los agujeros
del sinsentido, reunir carne y subjetividad. La asignación de sexo aparece entonces como una
operación sencilla que resuelve de una tirada la partida de las identidades y acomoda a los sujetos
en el orden social.

El acto de declarar un sexo al recién nacido tiene además el valor de una promesa, pues presenta,
al orden social y al sujeto mismo, el horizonte de su posición en la lógica reproductiva. Asignar un
sexo significa colocar cada cuerpo en un lugar y, mediante esa operación, designar calidades
identitarias.11 No obstante, la posición en la dimensión simbólica no sólo implica descifrar y
asumir un lugar en un campo lingüístico de restricciones y posibilidades presentes en la estructura
del lenguaje. Es posible hablar no sólo de redes semánticas que articulan lo social, sino de mapas
corporales que sostienen las identidades.

Las formas genitales que no son clasificables con claridad al nacimiento o un desarrollo corporal
ambiguo inesperado rompen con la lógica reproductiva. La casuística intersex fractura la
certidumbre de que las formas genitales, observables al nacimiento, son el ancla natural de una
serie de eslabones que terminarían conformando identidades coherentes, estables y bien
adaptadas a los requerimientos socioculturales. Abordar lo que llamamos identidad sexual como
un problema —y no como una cosa— exige un esfuerzo extra para suspender la estructura
dicotómica que separa en el entendimiento lo que en la experiencia real está ligado.

En torno a la designación sexual se presenta una diversidad de situaciones. La designación sexual


abarca dos actos que pueden ser simultáneos e iniciar aun antes del nacimiento: la declaración de
sexo y la asignación de un nombre. La pregunta “¿qué fue (niño o niña)?” devela el carácter
ontológico del sexo: parece que el sexo siempre ha sido. Los exámenes de ultrasonido que se
hacen algunas mujeres confirman esta idea: la declaración del sexo en un recién nacido no
representa el momento inaugural del sexo, sino su confirmación. Se supone un sexo que ha estado
presente desde el origen en ese ser. La estructuración biológica antecede al lenguaje, pero es en la
estructura del lenguaje donde la materialidad corporal encuentra su sentido o fracasa.

A la declaración del sexo sigue la asignación de un nombre; entonces, ese/a infante queda
inscrito/a en una red simbólica e imaginaria sobre cuyas rutas deberá posicionarse a partir de un
desciframiento gradual. En la mayoría de los casos, tanto la declaración del sexo como la
asignación del nombre se llevan a cabo sin dificultad alguna, sin duda aparente. Sucede que a
los/as infantes se les declara en un sexo —a partir de las formas corporales visibles que suponen
características biológicas imperceptibles e incluso aún inexistentes— y se les asigna un nombre —
operación que inscribe a ese sujeto en la dimensión simbólica, acorde con el orden social al que
arriba—. La interpretación de la diferencia anatómica es la clave que inscribe al sujeto con fuerza
ontogénica en la matriz de diferencia sexual, operación que funciona bajo una lógica de dicotomía
excluyente: es niño o niña, será hombre o mujer. Por lo general no se duda de que el transcurso de
la vida confirmará que la niña es mujer y el niño es hombre. Cada vez que se repite ese proceso en
la vida social, se fortalecen los puntos que sostienen las uniones entre las diferentes dimensiones
que dan estructura a la matriz de la diferencia sexual. Es decir, la aparente estabilidad de la
diferencia sexual se produce a partir de la ceremonia de reiteración que ha sedimentado un
horizonte bajo el cual la vida es posible.

Es importante entender la relación paradójica que se establece entre genitales y sexo.


La reproducción de la especie es la brújula imaginaria que orienta la designación sexual. Es
imaginaria, porque la potencialidad reproductiva no aparece de inmediato. El humano es el
primate cuya capacidad reproductiva tarda más en madurar. Cuando nace es vulnerable, inmaduro
y del todo dependiente; sin ayuda de sus pares, seguramente moriría. Nada, en el momento de la
designación sexual, puede indicar el futuro de ese ser, ni siquiera en lo que respecta a su
potencialidad reproductiva. Esto quiere decir que no hay correspondencia tácita entre las formas
genitales y el destino reproductivo, la designación sexual inicial es imaginaria. A partir de ahí, aún
falta un largo trayecto antes de conocer los resultados de esa promesainaugural: si el sujeto
asume o no el sexo al que fue asignado, en qué forma hace cuerpo ese sexo, cómo se hace sexo;
es decir, el proceso a partir del cual devenimos sujetos sexuados no puede anticiparse en las
formas genitales. No hay un a priori en la vida del recién nacido que permita conocer cómo
experimentará e interpretará su potencialidad reproductiva, qué decisiones tomará al respecto o
cómo la desarrollará. Esos asuntos tienen un largo e incierto trayecto, y su destino final no es
visible, no es medible, no es predecible ni es controlable. No lo es en sujeto alguno, sea o no
intersexual. Independientemente de la forma que tengan nuestros genitales, el camino para
asumirnos como sujetos sexuados no tiene garantía. El misterio del sexo —sexo/placer,
sexo/procreación, sexo/género, sexo/práctica— es un trabajo a develarse en lo singular que
incluye procesos materiales del cuerpo, pero no se circunscribe a ellos.

Al hospital pediátrico de alta especialidad llegan infantes de diferentes edades cuya designación
sexual está en duda. Algunos son recién nacidos, otros neonatos, algunos más llegan en edad
preescolar o escolar, otros en la adolescencia. Cuando papá y mamá, o la persona a cargo de un
bebé, reciben la noticia de que el sexo no puede ser declarado o confirmado de inmediato, se
instala la incertidumbre. La duda respecto al sexo colapsa la estructura de sentido que permite el
establecimiento del vínculo con ese infante: ¿cómo debo llamarle?, ¿cómo dirigirme?, ¿qué ropa
le pongo?, ¿qué les digo a los demás? En ocasiones, lo dicho en el hospital no tiene sentido para
los padres del menor, quienes deciden el alta voluntaria o no regresan a dicha institución. Parece
imposible establecer un vínculo neutro con un nuevo bebé, por lo que con frecuencia madres y
padres llegan con ideas propias acerca de la designación sexual, aun cuando estas no sean
producto de una declaración explícita por parte del médico que atendió el nacimiento.

Una vez cimbrada la duda sobre la veracidad del sexo, el momento de incertidumbre se extiende
por un lapso cuya duración es variable e impredecible.

El embarazo de m.l. fue recibido con rechazo por parte de la madre, no fue deseado, basicamente
porque el hermano que le antecede padece también de hsc12 y la madre temió, desde el inicio del
embarazo, que se tratara de un varón con la misma enfermedad.

“No lo quería, pero qué hacía, ni modo de matarla” (refiriéndose a la época del embarazo).
Además la familia contaba ya con dos hijas mayores; no deseaban más familia.

Su embarazo estuvo rodeado de angustia y fantasías de enfermedad y muerte. No la deseó, no la


soñó, no la imaginó, “solo pensaba que se trataría de otro niño enfermo”.

[...]

En el parto fue asignada al sexo masculino, “yo la vi hombre, tenía pene y todo lo del hombre”,
“era un niño normal”.

Al mes que se diagnostica la hsc y se plantea la posibilidad de que no sea varón, no lo aceptó,
pensó que sí tendría la enfermedad, pero segura de que era un niño, igual que el hermano, le
llamaban Jonathan. Durante los estudios médicos, no cambió en nada su trato con el bebé, siguió
interactuando con ella como un niño enfermo. Nunca contempló la posibilidad de que no fuera
hombre, a pesar de habérselo sugerido los especialistas (Téllez 2000: 92-93).

La reasignación de sexo puede producir estragos, incluso cuando se realiza en los primeros meses
posteriores al nacimiento. El impacto que la reasignación tendrá en la vida del sujeto no está
necesariamente correlacionado con la edad en que esta se lleva a cabo. Asignar un nombre al
infante es acomodarlo en una distribución que le antecede, asignarle un lugar en la lógica del
género, inscribirlo. Cambiar el nombre original que le fue asignado al infante no es eliminarlo [el
nombre]. La operación se registra subjetivamente de manera similar a como queda en los archivos
médicos, un expediente poco accesible que registra: “Marcos Marcela”, “Carlos Carla”, “recién
nacido niño niña”. El nombre propio suele guardar la huella de lo acontecido.

Le llamó entonces L[upe], por ser nombre para ambos sexos. Es hasta los tres años 10 meses que
la registra, como ya mencionamos, con el nombre de Mariel, porque le agradó la combinación
entre María y él. Y L. “porque así le llamábamos ya”: “Quería ponerle María L. pero pensé que se
oía muy simple entonces dije María qué, María qué, María él, sí se oye bien y por eso le puse
Mariel L.” (Téllez 2000: 93).

Para la familia, y en especial para la madre o quien sustituya su función, mantener la asignación
sexual en suspenso impone una serie de dificultades que con frecuencia no son advertidas en su
justa dimensión. La angustia es un factor común y recurrente que incide en la diada madre-bebé.
En medio del desconcierto y la incertidumbre, se opta por guardar silencio. La
experienciadifícilmente puede acomodarse en palabras. Ante la imposibilidad de encontrar un
sentido, la angustia se abre paso como experiencia encarnada (pérdida de cabello, temblores de
algunas partes del cuerpo, cambio en los patrones de sueño y alimentación). Es una angustia que
atraviesa el vínculo, rebota entre los implicados y hace blanco incluso en un/una/u* bebé
(intranquilidad, llanto permanente, cambio en los patrones de sueño y alimentación, dermatitis).
El temor a la reacción de los demás suele experimentarse con una sensación de vergüenza; se
rehúye a la familia extensa, a vecinos y amigos. Incluso, no siempre se informa de la situación a
otros hijos de la pareja, hermanos o hermanas del nuevo bebé. La angustia se reedita en actos
cotidianos de confrontación: se mira al bebé sin saber cómo dirigirse ¿a él?, ¿a ella?, ¿qué
sustantivos utilizar?, o ¿cuál declinación es la adecuada para un adjetivo: bonito/bonita,
inquieta/inquieto, dormilón/ dormilona? Esto produce el entorpecimiento del vínculo cotidiano. El
hablante se muestra en todo momento vulnerable ante la enorme dificultad que representa salir
de la dicotomía propia del lenguaje. La mirada de los demás es casi insoportable; hay una
profunda sensación de vulnerabilidad, temor al rechazo, a la burla, a ser atacados. La angustia
suele incrementarse durante el cambio de pañal; hay quienes intentan hacerlo rápido para no
ver, mientras que otras personas miran con detenimiento buscando respuestas. Si se está en
presencia de alguien más, se realizan intentos desesperados para ocultar los genitales del bebé a
las miradas de curiosidad. A esta situación hay que añadir lo que implica asistir a un hospital, ser
examinad* por un conjunto de médicos, ser sometid* a una serie de exámenes. El cuerpo es
descubierto, palpado, picado, raspado. Estas experiencias y emociones decantan en el cuerpo y
conforman un registro singular, la memoria corporal de cada cual en los primeros años de vida, el
trayecto de conformación del sujeto humano. Sean de este tipo o de otro, lo acontecido puede
archivarse corporalmente bajo una configuración similar, más allá de si se es o no intersexual.

La reasignación de sexo implica dos momentos: primero, el del nacimiento, durante el cual al


infante se le designa sin duda en un sexo —por parte de la madre, la partera, un médico o alguien
más—, y segundo, cuando se le reasigna al otro sexo. Tanto la primera como la segunda
declaración de sexo están enmarcadas en un contexto que produce efectos de verdad, en
diferentes grados. Este contexto incluye quién lo dice, en dónde lo dice, a quién y cómo lo dice, y
cuáles son las pruebas en las que basa su decir. La reasignación de sexo tiene efectos e
intensidades variables: puede negarse, asumirse, o negarse y asumirse al mismo tiempo. Más allá
de la decisión que se tome al respecto, para que la reasignación tenga algún efecto deben operar
fuerzas bastante poderosas como para ser capaces de desestabilizar la asignación inicial de sexo,
la cual no será posible borrar, aunque ello no necesariamente devenga en una tragedia. En la
condición intersexual, estas fuerzas pueden incluir datos del cuerpo, elementos de poder/saber
presentes en el dispositivo biomédico, y el aval y resguardo del marco jurídico-legal.

En la condición intersexual, las circunstancias en que se realiza una reasignación de sexo son muy
variables, pero, a una edad temprana, la intervención médica siempre es fundamental para
plantearla como posible y concretar los cambios corporales. La llegada al hospital puede ocurrir
por referencia de un médico especialista que fue consultado por algún síntoma crítico en el bebé.
También puede suceder que la madre tenga una sospecha acerca de la veracidad del sexo
asignado y se dirija de manera intencional al especialista o a la institución pediátrica. En otras
ocasiones, ocurre que un* bebé llega por una circunstancia no grave y ajena al dsd, pero, tras la
revisión del especialista, se instaura la sospecha del probable diagnóstico, y es así que se refiere a
los padres al hospital especializado.

La madre comentó que cuando nació su hija lo asignaron niño; luego, a los pocos días de nacida, la
reasignaron en el hospital. Dice la madre que se tardó dos años en acomodarse a la idea, se sentía
desesperada, no podía dejar de pensar en ello, sentía feo cuando cambiaba a su hija: “por verle
eso grande”; a partir de la cirugía “resección de falo” [según el expediente], le es más fácil.
Importa que ella ya tiene dos hijos varones, y que durante el embarazo deseaba una niña (Notas
personales de diario de campo).

La reasignación de sexo ocurre en circunstancias del todo singulares —cada caso es distinto—, por
lo cual no produce siempre el mismo efecto, el mismo grado de malestar, ni logra instaurar con
igual certidumbre el nuevo sexo asignado. La reasignación de sexo puede acontecer en diferentes
momentos de la vida y ser impuesta o voluntaria. El sujeto implicado tendrá un mayor o menor
grado de participación en las decisiones sobre su reasignación, básicamente en función de su
edad, de la capacidad para identificar sus propios deseos y la destreza para comunicarlos, de las
condiciones de su entorno familiar y social, y de las fuerzas que operen en los vínculos cuando se
produce el singular evento. Es importante conocer en qué circunstancias llega un infante al
hospital, qué certeza o incertidumbre tienen los padres acerca del sexo designado, quién designó
el sexo y cómo lo hizo, qué fantasías y deseos paternos y maternos sujetan ese sexo. El
conocimiento sobre las circunstancias previas al arribo del infante y sus familiares revela cuan
difícil puede ser para un infante o su familia aceptar la reasignación que el equipo médico les
propone como la solución al problema.

“Me quitaron mi pajarito [pene]”, me dijo enojado un niño que regresó a revisión después de la
cirugía... tenía mucho enojo, ese día yo sí me sentí mal con lo que pasaba. Recuerdo que la mamá
quería una niña, el papá un niño. El papá se sentía orgulloso del gran tamaño del pene de su hijo.
Llegó a los 3 o 4 años, cariotipo 46, xx diagnóstico de hiperplasia suprarrenal congénita. Había sido
asignado niño al nacimiento, no sabían nada quienes lo atendieron. Aquí llegó por casualidad, por
otra cosa, ya no recuerdo, entonces lo refieren del filtro para acá. Se tomó la mejor decisión, eso
pensamos... hasta que lo vi de nuevo y me dijo eso. Aquí yo sí creo que hace falta un programa
para capacitar a los médicos de los centros de salud comunitarios. Por lo menos si no le sienten las
gónadas, que no asignen sexo. En ese caso creo que hasta los padres se separaron ¿no?, no
estaban de acuerdo. Salió del hospital con un nombre de mujer (pediatra endocrinóloga,
integrante de una clínica de intersexo, entrevista de la autora).

¿Cómo ocurre que un/a infante se sienta mutilado/a, intervenido/a involuntariamente, de manera
permanente e irreversible? ¿Puede ser predecible ese resultado en una cirugía de reasignación
sexual? ¿Pueden los y las pediatras controlar el curso y desenlace de los procedimientos que
realizan? La intervención quirúrgica que hasta la fecha acompaña a la reasignación sexual en los
hospitales no tiene un significado único. Desde la percepción del médico, la cirugía siempre tiene
el objetivo de corregir una anomalía, pero no siempre resulta así para el paciente. Más allá de los
dolores propios de cualquier intervención, el malestar puede expandirse y tornarse insoportable.
Es necesario analizar en qué momento las prácticas diseñadas para curar y reestablecer el
bienestar se tornan crueles. Cuando esto sucede, es claro que se necesita pensar nuevos
lineamientos y generar otros protocolos.
5

Comprendo bien que apenas he alcanzado a esbozar algunas ideas que me ayudan a plantear la
complejidad del proceso llamado identidad sexual. La diferencia sexual implica gran cantidad de
relaciones dicotómicas que interactúan al mismo tiempo en muy diversas dimensiones, y la
corporalidad sirve como su punto de anclaje. Sexo es aquel nudo que permite enlazar diferentes
dimensiones de relaciones productoras de sentido: formas corporales, características biológicas,
prácticas eróticas, posiciones subjetivas, posibilidades de enunciación; el sexo en su polisemia y
opacidad. La singularidad implica la indeterminación, el fenómeno es aleatorio y está sujeto al
azar. La organización de la matriz diferencia sexual puede mantener cierta estabilidad, pues los
puntos de contacto son suficientes, pero nunca queda del todo articulada. La dinámica de la
diferencia sexual es inestable y discordante, ocurren traslapes entre dimensiones y funciona como
un rompecabezas multidimensional en donde las piezas no ajustan del todo y no siempre logran
ensamblar. Su estructuración en tanto contenido es inevitablemente singular y, no obstante,
suficientemente colectiva. No se mantiene estática en sujeto alguno, como lo muestra la
dimensión psíquica. Se transforma tanto a nivel sincrónico como diacrónico, como ocurre en
lingüística.13 Se transforma en diferentes culturas y tiempos, tal y como lo muestran los estudios
antropológicos e históricos.

No pretendo defender o descartar el uso de los términos identidad sexual e identidad de


género,pues cada noción se encuentra entretejida en una red de significantes que le da sentido y
es oportuna o no según las particulares condiciones históricas en que aparece y las circunstancias
en que es utilizada. Mi interés partió de la preocupación por comprender cómo opera la
separación sexo/género en la intervención que los equipos de salud llevan a cabo en pacientes en
condición intersexual. Mi primer encuentro con la intersexualidad se llevó a cabo 17 años atrás,
cuando, a punto de concluir la licenciatura en psicología, realicé mi servicio social en el Instituto
Nacional de Pediatría. En ese entonces no contaba con las herramientas teóricas ni metodológicas
que ahora tengo para entender los temas que abordé; sin embargo, más de una pregunta perduró.
Las sesiones de psicología que presencié entonces tenían el mismo objetivo que ahora, los
psicólogos y médicos realizaban prácticamente las mismas intervenciones y desde entonces
compartían conmigo dudas parecidas, los familiares eran presa de similar angustia e
incertidumbre, y los pacientes atravesaban situaciones igualmente difíciles y dolorosas.

Un paradigma de simplicidad ha predominado en el intento de poner orden en lo


intersexual. Edgar Morin (2004) escribió que la simplicidad ve a lo uno y ve a lo múltiple, pero no
puede ver que lo uno puede, al mismo tiempo, ser múltiple. El sistema sexo-género puede servir
como instrumento de vigilancia y control cuando lo que se busca es reestablecer una concordancia
que se supone es natural; por eso me ha interesado analizar qué es y cómo funciona la
simbolización de la diferencia sexual. Aceptar que el sexo no es fundamentalmente biológico, y
que las formas corporales no son fundamentalmente su representación, implica desprenderse de
uno de los pilares que organizan la vida social. Los seres humanos tienden a aferrarse con energía
a estas convicciones, que defienden con obstinación, incluso frente a la evidencia de la
investigación biomédica, cuya realidad se opone a sus creencias. Representa una operación
psíquica de castración desprenderse del supuesto de que los conjuntos humanos —hombres y
mujeres— están definidos con claridad bajo características excluyentes y uniformes que les
organizarían bajo una marca esencial. La sexuación no es un proceso consolidado de antemano, y
las evidencias así lo demuestran. El proceso de sexuación —es decir, el camino que cualquier
sujeto sigue para colocarse en un lugar respecto a la diferencia sexual— implica la participación de
múltiples factores, influjos, condiciones, sobre los cuales no siempre es posible incidir. Estamos en
condiciones de asignar un sexo al recién nacido e informar a los familiares sobre la conformación
del sexo material que tras los estudios médicos sabemos que ese sujeto tiene; sin embargo,
debemos aceptar que no estamos en posibilidad de predecir ni controlar el proceso de sexuación
de un sujeto, sea o no intersexual.

Las intervenciones médicas no pueden orientarse a cubrir la ilusión de que si un


sujeto parecemujer, entonces será mujer. ¿Qué es una mujer? ¿Qué es un hombre? La
intervención médica no pueden resolver tal dilema, sino que lo deberá resolver cada sujeto lo
mejor que pueda, independientemente del equipo orgánico y metabólico con el que cuente.
Debemos entonces pensar qué le corresponde hacer a los médicos a quienes se acude en
búsqueda de ayuda y qué tipo de ayuda les es posible brindar sin que ello implique trasladar el
sufrimiento de un ámbito a otro. Siempre es difícil ensayar nuevas alternativas, pero es necesario
hacerlo cuando los resultados actuales son tan problemáticos. Que un/a recién nacido/a no sea
operado/a en su primera infancia no quiere decir que deba quedarse sin una atención médica que
procure su bienestar. Incluso es posible que en una edad posterior, cuando el/la paciente
comprenda la información y tenga capacidad para decidir, solicite por sí mismo/a alguna
intervención médica que implique modificar su cuerpo de manera permanente. La diferencia será
que la solicitud, responsabilidad y elección del tipo de modificación que se solicita procederán de
la persona poseedora de dicho cuerpo y no de sus familiares o de las/los médicas/os tratantes.
Hasta hace poco menos de medio siglo se podía suponer que el fantasma de las identidades
unívocas estaba subordinado a las formas de reproducción de la especie humana. Con los avances
tecnológicos y el uso cotidiano de las nuevas técnicas fuera del ámbito especializado, es claro que
la función reproductiva ya no está en riesgo; lo que se tambalea desde hace tiempo es la
estructuración hegemónica del orden social occidental. Las identidades son una ficción de unidad,
correspondencia, estabilidad e integridad. El ser humano es mucho más complejo que eso, y sin
duda hay otras formas válidas de ser y hacer en el mundo

http://www.elsevier.es/es-revista-debate-feminista-378-articulo-identidad-sexual-rol-genero1-
S0188947816300731

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