Horizonte de Estrellas

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VÍCTOR CONDE

Premios Minotauro Soleyko es una ingeniera que ha decidido dejar atrás su vida, la tierra y su relación de pareja Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife en

V ÍCTOR CONDE GUILLEM SÁNCHEZ


Más fría que la guerra (2021) para embarcarse en una misión colonizadora en una nave con 200.000 ocupantes. Se trata 1973. Autor prolífico y polifacético, ha publicado más
Fabián Plaza Miranda de una expedición conjunta con los idor, una raza alienígena que coopera con los humanos a de cincuenta libros y ganado múltiples galardones,
pesar de todas las diferencias que los separan (desde la más evidente, como la anatómica, incluyendo los prestigiosos premios Minotauro, con
Frontera oscura (2020)
Sabino Cabeza
hasta la más profunda, como la capacidad de ficcionar: su mundo se divide entre certezas e
incertidumbres).
GUILLEM SÁNCHEZ Crónicas del Multiverso (2010), Celsius e Ignotus.
Su obra abarca casi todos los géneros imaginables:
Nieve en Marte (2017) ciencia ficción, fantasía, juvenil, infantil, serie negra,

HORIZONTE DE
Pablo Tébar La ingeniera despierta de la hibernación cuando la nave parece haberse desviado de su ruta. novela histórica, novela filosófica... Hace veinte años
Los viajeros en las vainas han empezado a mostrar mutaciones en su ADN y en el mismo punto creó su saga del Multiverso, y desde entonces esta
Los últimos años de la magia (2016) en el que ellos se encuentran hay una enorme nave que parece ser de los ker, una civilización cuenta con varios galardones de los más importantes
José Antonio Fideu
de la que apenas se sabe nada. que se conceden en España.
Los que sueñan (2015)

ESTRELLAS
Elio Quiroga «Una perfecta mezcla entre el sentido de la maravilla de la Edad Dorada de la ciencia-ficción Guillem Sánchez i Gómez es un escritor de ciencia
Verano de miedo (2014) y la profundidad de planteamientos de Cixin Liu, con ese impulso tan humano de explorar para ficción, ensayista, novelista y cuentista. Desde
Carlos Molinero resolver problemas.» Fabián Plaza Miranda, jurado del Premio Minotauro 2022 y ganador del 1994 viene publicando novelas, cuentos y artículos
Premio Minotauro 2021 relacionados con la ciencia ficción. Su obra consta
Panteón (2013) de doce novelas, así como novelas cortas y relatos.
Carlos Sisí «Una propuesta de ciencia ficción original e inteligente que entrelaza de forma muy amena re- Ha ganado los premios Ignotus, Julio Verne, UPC,
La torre prohibida (2012) ferencias nostálgicas con las teorías más renovadoras del género. Un viaje excitante al descu- Alberto Magno y Minotauro.
Ángel Gutiérrez y David Zurdo brimiento de otras formas de vida que van más allá de nuestros cánones, bien fundamentado
y sostenido, que satisfará tanto a los puristas como a un público más extenso. Una epopeya
Ciudad sin estrellas (2011)
profunda y reflexiva que demuestra una vez más que el talento patrio está a la altura, si no «Horizonte de estrellas es un soberbio trabajo
Montse de Paz
supera, las obras anglosajonas actuales.» Aranzazu Serrano, periodista y escritora de literatura a la hora de imaginar razas y civilizaciones

HORIZONTE DE E STRE LLAS


Crónicas del Multiverso (2010) fantástica, autora de Neimhaim absolutamente ajenas a lo humano en una historia
Víctor Conde de exploración espacial a medio y personal camino
El Templo de la Luna (2009) «Una nueva óptica sobre tropos clásicos de la ciencia ficción donde la necesidad de explorar entre Solaris, Horizonte final y Cita con Rama.»
Fernando J. López del Oso lo desconocido te empuja a seguir devorando páginas.» Darío Díaz Anzalone, jurado del Premio John Tones, periodista en Webedia/Xataka.
Minotauro 2022 y miembro de la asociación Pórtico
El libro de Nobac (2008)
Federico Fernández Giordano «Una sugerente novela que combina a la perfección los elementos clásicos de la sci-fi con sor-
Gothika (2007) prendentes y originales reflexiones en torno a la ciencia, la filosofía y algo que el ser humano no
Clara Tahoces debería perder jamás: la curiosidad y el deseo de viajar en pos de la aventura.» Silvia Broome,
librera y prescriptora especializada en ciencia ficción, fantasía y terror
Señores del Olimpo (2006)
Javier Negrete
Los sicarios del cielo (2005)
Rodolfo Martínez
www.edicionesminotauro.com
Máscaras de matar (2004) 10287568
León Arsenal

Diseño de cubierta e ilustración: Cover Kitchen


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Horizonte de estrellas

© Víctor Conde, 2022


© Guillem Sánchez, 2022

Publicación de Editorial Planeta, S.A. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona.


Copyright © 2022 Editorial Planeta, S.A., sobre la presente edición.
Reservados todos los derechos.

ISBN: 978-84-450-1232-1
Depósito legal: B. 11.991-2022
Printed in EU / Impreso en UE.

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1 TRES COMIENZOS

L
a sensación era como de flotar en un medio frío y
acuoso.
La temperatura en descenso; la gravedad, una no-
ción. Soleyko estaba sumergida en un líquido frío, rodeada
de oscuridad por todas partes. Bueno, no: había un leve
resplandor allá arriba, encima de su cabeza, semejante a
una luz de estrellas reflectándose en la superficie de un
lago. Hacia allí quiso ir, en esa dirección movió los brazos.
No recordaba cómo había llegado a aquel lugar.
Estaba confusa y tenía una serie de recuerdos en cola,
esperando por alcanzar su cerebro, pero ninguno de ellos
le decía nada concreto. Lo último que recordaba, la últi-
ma imagen que retenía de sí misma y que sabía —in-
tuía— que era real, era una de ella desnudándose en la
cámara de intercambio, vistiéndose con el traje de hiber-
nación y metiéndose en una cápsula. Las risas y los chistes
nerviosos de última hora de sus compañeros. El tictac de
la cuenta regresiva, inexorable, que les marcaba un tiem-
po límite para que se metieran en las cunas de sueño, para
pasar allí el resto del viaje.

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Dormir. Tal vez soñar. Los viajes extrasolares exi-
gían esa pirueta tecnológica. No era como recorrer dis-
tancias dentro de cualquier sistema planetario, donde
las naves podían recurrir a hechizos tecnológicos como
el salto Voight, que les permitían recorrer distancias in-
mensas de un solo golpe. Fuera del alcance gravitatorio
de la estrella, esa tecnología era inservible. Los ingenie-
ros que la inventaron sabrían por qué. Había que recu-
rrir a los viajes a la antigua: varias décimas por debajo de
la velocidad de la luz, en la franja en la que todavía no
hay compresión temporal, gastando meses y años para
salvar el titánico espacio vacío hasta el siguiente sol. No
todo el camino se hacía a velocidad subluz, por supues-
to, sino usando los túneles cuánticos estables que las an-
tiguas razas habían sembrado por la galaxia, pero la en-
trada a esos túneles quedaba muy lejos de la Tierra. Y
podían pasar años hasta que una nave la alcanzara. Las
máquinas lo soportaban bien, los humanos no. Por eso
había que dormir todo el camino.
Pero si se había puesto el traje y se había acostado en
la cápsula de hipersueño, ¿por qué estaba ahora sumergi-
da en un lago de agua helada, cayendo, cayendo hacia la
oscuridad y añorando la caricia de la luz?
Soleyko necesitaba empezar de nuevo, reiniciar su
mente. Intentó agarrarse a algo, cualquier cosa: uno de
esos recuerdos que aguardaban en la cola mnemotécnica.
Poco a poco se alzaba el telón, y los actores se ponían en
su lugar para representar el drama. Se veía a sí misma en
el escenario, sentada en una…

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… silla de la cafetería de la estación espacial, la enor-
me y compleja Ciudad Micelio. Hablando con alguien.
¿Quién era? Ah, sí, su rostro salía de la penumbra, y no
era un rostro propiamente dicho, sino algo más inquie-
tante: el amasijo de vísceras en rotación de su amigo
Rhen, el idor, un miembro de una raza ancestral que
ejercía de tutora para los seres humanos en el brazo espi-
ral. Soleyko se había acostumbrado a mirar a una parte
concreta del cuerpo de aquellos seres, tomándola como
su «cara», pero era una decisión arbitraria. Los idor no
tenían rostro; sus órganos visuales eran columnas girato-
rias que brotaban de polos opuestos de su cuerpo para
construir la visión del entorno como una estereoscopía,
añadiendo rayas verticales a una imagen mental.
La joven ingeniera miró en la dirección de una de esas
columnas.
—No sé, Rhen, creo que me está entrando el pánico
del último minuto. Hasta ayer mismo, que vi a mi pareja,
estaba convencida de querer hacer esto. Pero es que este
hombre tiene una influencia muy perturbadora en mí.
—Buscó café con la mirada—. Puede que perturbadora
no sea la palabra exacta… «Desequilibrante» sería una
posible candidata.
—¿Por qué, qué te dijo? —La voz del extraterrestre
surgió de su vóder orgánico, situado en algún punto de
su espalda. Su tono era bajo y ronco, pero tenía una ex-
traña suavidad que le recordó a la de una cuchilla contra
la carne, por la forma como la tentaba. Dejando una mar-
ca pero sin llegar a herirla.

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—Más que lo que dijo, fue lo que hizo. Vino dispues-
to a despedirse de mí haciéndome pasar una velada inol-
vidable, de esas que recuerdas toda la vida.
—Los humanos y vuestras extrañas costumbres gre-
garias…
—Los humanos y nuestras extrañas costumbres grega-
rias estamos bien, gracias, y muy contentos de tenerlas. Lo
que me hizo dudar de mí misma y de si estaba tomando la
decisión correcta al querer marcharme, fue la promesa de
que habría muchas más veladas como aquella y cosas aún
mejores si me quedaba a su lado. Fue una jugarreta, y una
muy soterrada —admitió con tristeza—. El muy tramposo
lo preparó para que la experiencia sonase a amenaza: si te
vas, no volverás a tener esto. Nunca habrá nadie a tu lado
que te quiera tanto como yo. Podrás tener amantes, pero
jamás una pareja sincera. —Se limpió los labios con la ser-
villeta para redondear su actuación.
—Es decir, que disfrazó una forma de agresión como
un agasajo romántico. Los humanos tenéis expresiones
para definir eso, ¿verdad?
—Chantaje emocional. Pero no le sirvió de nada. Creo.
—Prioridades, Soleyko. Vas a embarcar en el vuelo de
la Galaxian como tenías previsto. Vendrás con nosotros a
Sirio 5. Hallarás tu destino entre las estrellas.
La mujer agarró la copa de cristal por el pie y la hizo ba-
lancear un poco, con lo que la bebida osciló peligrosamente.
—Por supuesto que iré. Ya había tomado la decisión y
la mantengo, aunque me sienta así de insegura… Será
bueno para mi carrera. Y para mi cordura.

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Los sacos de ganglios de su amigo disminuyeron su
velocidad, lo que se traducía en un sentimiento de com-
pasión en el «rostro» de Rhen. El cuerpo de un idor se
basaba en el movimiento giratorio perpetuo: su torso era
una masa oblonga de órganos en rotación, algunos más
rápidos y otros más lentos, que se aprovechaban de esa
velocidad para realizar las tareas de su metabolismo. Su
ciclo de Krebs, su transmisión de impulsos nerviosos, in-
cluso su digestión… todo dependía de incorporar la fuer-
za centrífuga a bolsas de carne que giraban al extremo de
cuerdas musculares, como si fueran boleadoras llenas de
venas. Incluso su sangre dependía de ese movimiento
para limpiarse y eliminar residuos. No todo su cuerpo gi-
raba, sin embargo, pues las tres patas y la columna verte-
bral que lo sostenían —por la que subían y bajaban las
dinamos vivas que hacían posible tal movimiento— eran
algo así como un eje fijo que hacía de columna para toda
la estructura. El idor se remataba por encima por unos
huesos que parecían una corona, de los que colgaban las
únicas telas que aceptaban como ropa, y que los rodeaban
como cortinas de ducha. El ropaje de un idor tenía su
propio código de colores. El de Rhen proclamaba para
quien supiera leerlo que se sentía orgulloso de ser el xeno-
biólogo de la tripulación.
«Ahora mismo —pensó su amiga—, estaría analizándola
a ella con la misma curiosidad con la que los humanos obser-
vaban las especies alienígenas con las que se iban encontran-
do en sus viajes. Al fin y al cabo, eso eran los humanos para
los idor: una divertida rareza de la ecología planetaria.»

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—Pues si ya has tomado la decisión de partir, amiga
mía, como decís vosotros, es mejor que dejes de preocu-
parte. Tu pasado forma parte de tu historia. Lo único que
matiza tu presente es el futuro.
—Bonita frase. ¿Se la has robado a algún dramaturgo
de tu raza? —sonrió con picardía.
—No. Sabes que no poseemos ninguna forma cultu-
ral parecida a lo que vosotros llamáis teatro, ni tampoco
literatura.
—Es verdad, los idor sois incapaces de entender el
concepto de alegoría, por lo que no obtenéis ningún pla-
cer en representar la realidad de manera ficticia.
—¿Qué ganaríamos con ello? La realidad es real, la
imaginación solo son quimeras.
Soleyko, como buena humana, no estaba de acuerdo
con eso. Una raza que no fuera capaz de establecer un pac-
to implícito entre soñadores y lectores jamás podría desa-
rrollar ninguna clase de arte, ni visual, ni literario ni expre-
sivo. Le asombraba que los idor hubiesen sido capaces de
llegar tan lejos sin su equivalente cultural del arte, pero
también era cierto que en su densa historia, que abarcaba
centenares de miles de años, habían tenido menos de un
tercio de las guerras que ya contaban los humanos. Eran
seres más fríos y racionales, que se mataban muchísimo
menos entre sí. Había una relación, estaba segura.
—Si pasas el tiempo suficiente al lado de mujeres
como yo —le previno— puede que acabes desarrollando
el gusto por la lírica. Y te convertirás en el primer drama-
turgo de tu especie.

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—No creo que eso sea posible, amiga Soleyko, pero
gracias por el interés.
—¿Que no? —Alzó su copa a modo de brindis—. Me
subestimas. Dame tiempo y verás. Dame tiempo…

… y verás. Una hermosa promesa, un desafío. Sole-


yko no le tenía miedo al arte en ninguna de sus formas,
pero a veces creía entender la postura de Rhen. Enfren-
tarse a la realidad suponía un gran esfuerzo. Y ofrecía re-
sultados desconcertantes. Como en este momento, en
que estaba hundiéndose en el lago, cayendo, cayendo ha-
cia la oscuridad y sin tener la menor idea de cómo había
llegado allí. En momentos así tenía la molesta sensación
de que había vuelto a la infancia, a un mundo lleno de
intenciones misteriosas y secretos arcanos del que los
adultos parecían ser cómplices, pero ella no. Un universo
lleno de promesas en el que, si deseaba avanzar, tenía que
pasarse la vida formulando preguntas.
La oscuridad del fondo la reclamaba, pero no pensaba
dejarse arrastrar hasta ella. Pataleó hacia arriba, hacia la
luz. Quería volver a estar con otras personas, con gente
amable como Rhen o con su novio, Emil. Todos senta-
dos en la cantina de la Galaxian, con sus esperanzas toda-
vía sin empaquetar. Emil no le perdonaría que hubiese
escogido el gran viaje antes que una vida en común con
él. La relación corría el peligro de convertirse en una ré-
mora si no la dejaba atrás. En la Tierra la esperaba un fu-
turo brillante si luchaba por conseguirlo. Una mujer con
su expediente académico lo tendría fácil para conseguir

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trabajo en casi cualquier parte, pero no era eso lo que
quería. Tenía sueños, esperanzas, aptitudes y actitudes. Y
deseaba aprovecharlas al máximo antes de que fuera de-
masiado mayor como para apuntarse a viajes a otros
mundos.
Cuando se lanzó la llamada para toda la gente que
quisiera apuntarse al viaje a la lejana Sirio 5, una tenue
luz que brillaba en la densidad de Tycho, fueron muchos
los que se sometieron a las pruebas de admisión. Querían
ver aquella estrella que estaba finalizando su fase de que-
mar hidrógeno y que dentro de poco comenzaría a devo-
rar helio. Tenía uno o dos planetas en el centro de su
biozona, aunque nadie estaba seguro de si habían empe-
zado a generar sus propios microorganismos.
La Galaxian era un transporte de clase Embajador,
una de las mayores naves que era capaz de fabricar el ser
humano, de casi tres kilómetros de eslora y con un siste-
ma de impulsión —regalo de los idor cuando aceptaron
a la humanidad como especie pupila— no basado en ex-
pulsar materia o energía y en la contrarreacción que ello
generaba, sino en cristalizar la radiación de fondo del
universo para resbalar sobre ella como si fuera una pista
de patinaje. Al menos, ese era el símil que los idor ha-
bían usado cuando explicaron la base de su tecnología.
El sistema de salto cuántico de las naves en la cercanía
de las estrellas también se basaba en el mismo principio
sin masa de reacción, solo que aplicado de otra manera.
Así, los ingenieros humanos habían dejado de concebir
sus naves como cohetes que salían disparados haciendo

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honor a las leyes de Newton para imaginárselos como
enormes trineos con patines no para el hielo, sino para
la radiación de Planck.
Soleyko acababa de cumplir los treinta cuando se
apuntó a la lista para realizar las pruebas. Había elegido la
especialidad de ingeniería, pues sus estudios universita-
rios iban por esos derroteros: se había doctorado en inge-
niería proyectiva, una rama extremadamente difícil de la
física que había nacido cuando la humanidad entró en
contacto con los idor y otras razas de su idioskosmosfera.
Básicamente se trataba de hacer ingeniería inversa con to-
dos los cachivaches que los idor iban dejando caer en las
irresponsables manos humanas, para averiguar los secre-
tos de su funcionamiento. Pero dado que los idor no fun-
cionaban con los mismos principios lógicos que los hom-
bres, y que muchas partes de su física ni siquiera estaban
basadas en preceptos newtonianos, era una gesta difícil,
muy frustrante en ocasiones.
Pero Soleyko había heredado de sus padres una gran
imaginación, combinada con un sano espíritu práctico, y
eso la hacía muy buena en su trabajo. No había nadie
como ella para mirar por primera vez un aparato comple-
tamente desconocido y tener al menos un destello, una
intuición, de por dónde iban los tiros de su funciona-
miento. Por eso pasó las pruebas. Y por eso le dijo adiós a
Emil con un último beso y se embarcó en la nave, rumbo
a lo desconocido.
¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Cuánto llevaba dur-
miendo? El periplo hasta la entrada al túnel que comuni-

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caba con la densidad de Tycho requería diecisiete años
de viaje sublumínico. En algún punto de ese intervalo,
Soleyko estaba teniendo esta pesadilla con lagos fríos y
profundidades insondables. Quería despertar, averiguar
si esto era real o una jugarreta de su inconsciente. ¿Pero
cómo? Alcanzar la luz, allá arriba, parecía ser la única
opción razonable. ¿Qué hacía cualquier mamífero no
acuático si se veía metido en esta situación? Pues inten-
tar no caer en el pánico y nadar con fuerza en dirección
contraria a la gravedad, claro. Así que eso fue lo que
hizo: comenzó a dar brazadas y pataleos frenéticos. Y
empezó a subir, pero más lentamente de lo que espera-
ba. De su garganta surgieron bocanadas de burbujas.
Empezó a faltarle el aire, a tener miedo, a sentirse más
pesada.
Otro recuerdo la asaltó, un placebo, elegido por el sub-
consciente para que su cerebro se calmase mientras busca-
ba una solución para aquel embrollo. Un recuerdo feliz en
el que estaba…

… haciendo el amor con Emil en su apartamento. La


última vez que lo hicieron antes de separarse para siempre.
Él estaba tumbado boca arriba y ella sentada sobre su cin-
tura, en lo que históricamente se llamaba la posición de
Andrómaca, por la mujer de Héctor, príncipe de Troya.
¿Qué extrañas coincidencias tenían que haberse dado en la
historia para que esa posición sexual tan básica fuera atri-
buida a esta señora? Eran los misterios de la mitología, más
desconcertantes que el laberinto de Creta.

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Soleyko se vio a sí misma moviéndose con extrema
lentitud encima de su novio, experimentando los matices
de la sensación, los instrumentales secretos del placer.
—Entonces, te marchas —susurró él, en sustitución del
gemido final del orgasmo. Pudo escuchar el sonido del mie-
do en su voz. Miedo no, quizá… solo temor. Por el futuro.
—Sí —asintió ella, jadeando—. Tengo mis motivos y
no estoy obligada a explicárselos a nadie.
—Ni siquiera a mí.
—No, cariño, ni siquiera a ti. Lo siento. —Dejó esca-
par un suspiro largo e irregular, dejándose caer en el re-
voltillo de sábanas. Notó cómo el pene salía deslizándose
suavemente de su vagina.
—Yo también me presenté a las pruebas, pero no las
superé. Ni siquiera tuvieron la cortesía de tentarme con
una tutoría horizontal. Por lo visto, nadie necesita un res-
taurador de obras antiguas en el espacio. Es una profesión
que se queda en la Tierra.
Ella sonrió.
—La necesitarán cuando las colonias exteriores sean
lo suficientemente viejas. Son sistemas culturales cerra-
dos, lo que implica que acabarán generando sus propios
artistas y sus obras de arte. —Le acarició los genitales en
un masaje reparador—. Por definición, cualquier obra de
arte envejece. Ahí entras tú.
—Pero eso no sucederá hasta dentro de por lo menos
cien años. ¿Y dónde estaremos nosotros, en ese entonces?
Soleyko hizo un rápido cálculo mental de la deuda
temporal que adquiriría al viajar hibernada y a través de los

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túneles cuánticos, y la comparó con la progresión temporal
de la Tierra.
—Tú estarás muerto, con toda seguridad. Y yo seré
una cuarentona trabajadora sin tiempo para andar pen-
sando en una familia.
—Estremece pensar en esos términos, ¿verdad?
—Sí…, asociados a la un poco. —Se recostó sobre su
hombro, pensativa. Dijo para tranquilizarlo—: Te echaré
de menos, peluche, no creas que no. Sobre todo al princi-
pio. Pero me consolaré pensando en que habrás seguido
con tu ciclo vital, mientras yo roncaba perdida en el cos-
mos, y habrás encontrado a otra mujer que te quiera y
desee darte hijos. Me tranquilizaré imaginando que fuiste
muy feliz, y dormiré en paz porque tuviste una vida larga
y plena, y moriste en tu cama con una sonrisa en los la-
bios. Tal vez pensando en mí. —Hizo una pausa—. Qui-
zá una de tus hijas lleve mi nombre, y jamás le hayas con-
tado a tu mujer por qué lo elegiste.
—Es una bonita historia. Pero no soy capaz de pen-
sar en otra mujer que no seas tú.
—Señoría, solicito que no quede registrada esa última
afirmación porque le hace parecer un anticuado y un
simplón.
—Boba.
—Bobo tú.
Soleyko sintió una presión en la vejiga como de tener
pis acumulado, pero la idea de abandonar la comodidad
de las sábanas y de aquel hombro le pareció demasiado
ridícula como para tenerla en cuenta. Unió saliva y coraje

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y le detalló los pormenores de su decisión de abandonar
la Tierra y dejar su antigua vida atrás, junto con todo lo
que venía en el equipaje. Junto con él. Una vez dichas en
voz alta, incluso a ella le parecieron razones coherentes.
Este tipo de conversaciones había que tenerlas en un lu-
gar autorizado, no en la cama, entre sábanas revueltas. En
un bar a media luz echando una carrera en la que ella fuera
por lo menos doce copas por detrás, o cuatro por delante.
Pero era él quien había sacado el tema, el que abrió la caja
de Pandora. Así que tenía que aprovechar para soltarlo todo
o jamás cerrarían ese capítulo.
Se levantó de la cama y, tras un rápido vaciado de ve-
jiga, se asomó desnuda al balcón del apartamento. Un
hilo de luna flotaba allá arriba, entre arrecifes nubosos.
Los grandes cuerpos celestes se habían convertido en me-
ras abstracciones matemáticas, islas que ir dejando atrás.
Hitos en la noche.
Él lloró, por supuesto, y le suplicó que no se fuera.
Pero Soleyko miraba a través de la ventana y sabía que no
había nada allí que la retuviera. Hicieron el amor una se-
gunda vez, pues se sentían con fuerzas, pero en esta oca-
sión los dos fingieron el orgasmo.
Nadó. Contra corriente, más y más arriba. Pero el aire
seguía agotándose y empezaba a tragar agua. La sensación
de hipoxia se hacía cada vez…

… más alarmante, como si se estuviera asfixiando de


verdad. Como si aquello no fuera un sueño sino una rea-
lidad cruel y disfrazada.

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De pronto, se le ocurrió una idea espantosa: había
oído hablar de fenómenos psicológicos asociados a la ro-
tura de las cunas de sueño, y a la asfixia de las personas
que se quedaban atrapadas en ellas. Si la persona no des-
pertaba inmediatamente, significaba que su cuerpo aún
estaba demasiado frío y dependía de la respiración asisti-
da para vivir. Pero si esa respiración se estropeaba y no
había ningún médico cerca para echarle una mano, la
mente podía llegar a imaginar complejos paisajes de hi-
poxia. Alegorías freudianas que ilustrasen el hambre de
oxígeno del cerebro, la sequedad de sus neuronas. Como
que se estaba hundiendo en un lago oscuro, por ejemplo.
Que se estaba quedando sin aire.
Con un acceso de pánico, la ingeniera braceó con más
fuerza, pero la distancia parecía incrementarse en lugar
de ir a menos. Era como una de esas ilusiones ópticas del
cine, cuando la cámara se acerca a un objeto pero el zoom
de la lente retrocede al mismo tiempo. Las distancias pa-
recían dilatarse, la gradación fina del universo cambiaba
de escala. Abrió la boca para gritar, dejando escapar un
montón de burbujas.
Dios, era eso, seguro: algo muy malo tenía que haber
pasado con su unidad de criogenia. Con toda la Galaxian. A
lo mejor había chocado con un asteroide, o la habían ataca-
do naves piratas, o vete a saber qué otra horrible cadena de
incidentes… y ahora estaba al borde de la destrucción, sus
motores ardiendo en el vacío —un fenómeno imposible
pero que ella había visto suceder—, con doscientas mil per-
sonas asfixiándose mientras soñaban con lagos helados.

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Tenía que escapar, llegar hasta la luz, ¡despertar! Si esto
es un sueño, quiero despertarme ya, suplicó a unos dioses
en los que no creía. Pero allí no había nadie para echarle
una mano, solo ella, cayendo lentamente hacia la oscuri-
dad… cayendo hacia…

… la gravedad invertida. Era un efecto gracioso de los


campos pregenerados de gravedad de los motores idor.
Siempre había al menos un punto, en algún lugar recón-
dito de las naves estelares, donde el tirón gravitatorio es-
taba invertido. Los objetos subían hasta el techo en lugar
de quedarse pegados al suelo. Los ingenieros lo justifica-
ban diciendo que era un fallo inevitable en la matemática
de aquellos campos, una asíntota de la gráfica, y que si se
quería disponer de gravedad artificial dentro de las naves
había que joderse y aguantarlo. Para la gente que viajaba
en ellas, y sobre todo para los niños que se criaban dentro
de naves en tránsito, aquel fallo de la tecnología era un
parque de atracciones.
Soleyko recordaba haber jugado siendo niña con los
puntos I —como eran conocidos a nivel popular; su
nombre técnico era mucho más complejo—, y haberse
reído como la que más. Pero que te tocara uno dentro de
tu mismo camarote era mucha casualidad. Y a ella le ha-
bía tocado. La Galaxian, vista desde fuera, parecía un
abanico de rascacielos grandes y planos que rotaban an-
clados a un cilindro central, el «tronco», a un extremo del
cual estaban los motores de impulso y al otro el puente de
mando. Esos rascacielos, llenos de pequeñas ventanitas,

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parecían las hojas de un archivador abierto por la mitad,
y giraban lentamente no para generar gravedad, sino para
disipar el sobrante electromagnético de los motores: los
extremos de cada edificio eran largas franjas de paladio
que al girar rozaban contra la burbuja electromagnética
que creaban los motores y que podía ser dañina para los
tripulantes. Ese rozamiento alteraba las líneas del campo,
convirtiendo el exceso de energía en polaridad, y lo redi-
rigía de vuelta al motor. A ese diseño primario se habían
añadido módulos a medida que se necesitaban, con ex-
pansiones del motor, células de combustible, contenedo-
res de carga, racimos de antenas… hasta que la identidad
individual de la astronave comenzó a desaparecer en la
emergente topología de aquella aglomeración.
El camarote de la joven ingeniera, que compartiría
con otra mujer una vez hubiesen salido del hipersueño,
estaba situado cerca de la franja de paladio. Cosas del des-
tino, tenía el maldito punto I justo al lado de la taza del
inodoro. Menudo engorro. Y lo peor era que no podía
protestar, porque tampoco iban a hacerle ningún caso.
—Mira si es mala suerte, esto —le dijo a Rhen justo el
día de la partida, mientras se preparaban para bajar al sa-
lón de gala para la fiesta de despedida—. Hay ciertas co-
sas relacionadas con la fisiología del ser humano para las
cuales la gravedad invertida resulta un serio inconvenien-
te. Empiezo a pensar que este viaje está gafado.
—Te quejas por todo —le reprochó el idor, que se
había vestido a su manera para la ceremonia, cambiándo-
se las telas que colgaban de su osamenta superior por

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otras con estampados—. Te ha tocado un camarote bas-
tante grande en comparación con otra gente, y todavía
protestas.
—Un proverbio dice que el error de una persona lista
vale lo mismo que los aciertos de mil tontas. Quien quie-
ra que haya sido el responsable de asignar los habitáculos
ha cometido un error. El problema es que me ha tocado a
mí —rezongó mientras se limpiaba después de orinar y se
subía las bragas—. Creo que hay más de diez mil camaro-
tes en este trasto volador, y yo tengo que cargar con el
único que tiene una asíntota gravimétrica en el váter.
Dime si no es un mal augurio.
—Los idor no creemos en…
—En los augurios ni en la suerte, ya lo sé. Es otro ras-
go psicológico de los seres humanos, eso de pensar que la
estocástica universal está regida por unas leyes ocultas
que a la postre pueden ser manipuladas. Vosotros sois de-
masiado perfectos para creer en esas tonterías.
—Algún día tendremos que hablar de las posturas es-
tereotipadas que los seres humanos adoptáis al hablar con
alguien que no sea de vuestra especie. No te das cuenta,
pero también lo haces.
—Claro que me doy cuenta. Soy una de las poquísi-
mas expertas que hay en mi rama de la ingeniería. No he
conocido a nadie que nada más conocerme no adoptara
una postura estereotipada.
Se detuvo una última vez ante el espejo para compro-
bar que todo estuviera en orden, y por enésima vez cambió
de opinión con respecto al maquillaje. La combinación de

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colores que había elegido no le parecía que quedara bien
con los tonos azafranados del vestido, así que se tocó disi-
muladamente el pendiente, donde estaba oculto el sapien-
cial que gobernaba la microtecnología que llevaba encima.
Este hizo que el carmín de labios, la sombra de ojos y el
puntito de maquillaje de las mejillas alterasen sus tonos.
Los curvilíneos rasgos orientales de Soleyko se vistieron de
sombras y perspicacias que encajaban un poquito mejor
con la idea de «jardín en primavera» que sugería el vestido.
—No es que los idor no admitamos la estocástica —
dijo el alienígena, que con sus tres metros de altura tenía
que andar constantemente con su trío de patas dobladas
para que la osamenta no rozara el techo, al menos mien-
tras estuviera dentro de los camarotes. Los pasillos, por
fortuna, eran más altos—. En lo que no creemos es en la
existencia de rituales para alterar sus resultados. Una ora-
ción o una plegaria no van a hacer que las empresas que
acometemos en el día a día salgan mejor.
—Eso también lo sabemos nosotros.
—Entonces, ¿por qué tenéis tantos rituales para con-
jurar la suerte? ¿A qué vienen esos sonidos aliterativos que
profieren algunas de vuestras culturas, como el
«Laa’illaha’illallahu» de los muecines?
Soleyko le dio una contestación de ingeniera:
—¿Sabes por qué estos edificios giran, Rhen?
—Para quemar el exceso de electromagnetismo y que
no dañe la circuitería.
—Pues los seres humanos cantamos para quemar
nuestro exceso de individualismo y egolatría. Nada mejor

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para eso que creer en un ser superior a ti que te haga de
placebo.
—¿Y funciona?
Ella le echó una ojeada al canal de noticias de su esfe-
ra de datos personal, la burbuja que la acompañaba
como una esencia fantasmal a todas partes. En uno de
los canales se veían varios edificios ardiendo en una gue-
rra en —dónde si no— Oriente Medio, un conflicto mo-
tivado —cómo no— por causas religiosas.
—La verdad es que no. Nada de nada.
Bajaron al gran salón, que estaba atestado a pesar de
sus dimensiones. La fiesta estaba en su apogeo, con la
gente bailando y celebrando de mil maneras distintas la
partida de la Galaxian. Los corpachones de al menos una
decena de idor —la palabra que designaba a su especie no
tenía variación de forma o, mejor dicho, no tenía forma
singular, pues «idor» implicaba a más de un miembro de
la misma especie reunido con otros para hacer algo— so-
bresalían del mar de cabecitas humanas, cada uno lucien-
do distintos colores en sus banderolas. La nave estaba en
movimiento, y pronto irían llamando a los pasajeros y
tripulantes por orden alfabético para irlos metiendo en
sus cunas de sueño. Pero este momento era de celebra-
ción, de despedidas simbólicas de la antigua vida de todas
aquellas personas para saludar la nueva y misteriosa que
les quedaba por delante. Aunque había bastantes ojos lle-
nos de lágrimas, el ambiente en general era positivo. Al
fin y al cabo, nadie estaba allí obligado. Todos los viaje-
ros se habían apuntado porque quisieron.

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Soleyko pensó en Emil y en lo paradójico que resul-
taba el que prosiguiera con su vida a partir de ese mo-
mento, día tras día y mes tras mes, mientras la de ella
entraba en un estado de pausa que duraría primero die-
cisiete años, luego uno entero de viaje y convivencia
dentro de la nave, y otros cincuenta más de sueño para
rematar la jugada. Cuando la nave alcanzara su destino,
en la distante y pálida Sirio, habrían pasado casi setenta
años en la Tierra. Emil, si seguía con vida, estaría cum-
pliendo la centena. Ya sabría si su vida había sido un éxi-
to o un fracaso. No como Soleyko, que no habría hecho
sino empezar la suya.
Cogió una copa de una bandeja flotante y la levantó
en dirección a su amigo.
—Por las paradojas de la física. Y cómo el convivir con
ellas ha conseguido que la existencia de las personas sea más
complicada.
—Brindo por eso —dijo el idor. Cruzó sus palpos en
un gesto que, en su cultura, era el equivalente al chinchín
del brindis.
La Tierra se alejaba cada vez más en el ventanal, con
sus conflictos, sus problemas, pero también sus cosas
buenas y sus maravillas naturales. Maravillas que seguro
que no estarían presentes en el planeta que iban a coloni-
zar. Pero qué más daba, pensó con una sonrisa: la especie
humana no era sino una pequeña población de sofontes
en mitad de un universo increíblemente grande y pobla-
do —ahora lo sabían— por especies que llevaban millo-
nes de años bregando contra la adversidad. Algunas eran

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agresivas y otras no, pero si los humanos querían sobrevi-
vir tenían que dar el salto a las estrellas, era un sine qua
non. Y se necesitaba gente como Soleyko para dar ese sal-
to. Gente que no le tuviera miedo al espacio ni a algo in-
finitamente más atemorizante: el futuro.
Así que apuró la copa, agarró los palpos de Rhen e in-
tentó bailar con él una alegre tonada. Como normalmen-
te intentar bailar con un paquidermo de tres metros re-
sulta complicado, aquel baile la dejó…

… exhausta. Se estaba quedando sin aliento, cada


vez le dolían más y más los pulmones, y para colmo se-
guía cayendo hacia la oscuridad. Gritó suplicando que
se acabara de una vez aquella maldita pesadilla, pero no
había nadie escuchando por fuera del hipersueño. O eso
parecía. Las constantes vitales de su cuerpo tendrían
que estar completamente disparatadas, y aparecer como
la lectura de un sismógrafo en los monitores. Eso, en
circunstancias normales, habría hecho que sonaran alar-
mas en el sapiencial que vigilaba la salud de los dur-
mientes, lo cual llevaría a que un enfermero acudiera
inmediatamente. Como eso estaba claro que no ocurría,
Soleyko empezó a temerse de verdad que algo Muy Ma-
loTM, con mayúsculas, le había pasado a la Galaxian.
—¡Socorro! —exclamó, la garganta llenándosele de
agua—. ¡Que alguien me ayude! ¡Auxilio!
Vio algo que le dio nuevas esperanzas: un cable, una
especie de sedal sin anzuelo que alguien había lanzado al
agua. Desesperada, viendo aquello como un gesto divino,

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se agarró al cable y se dejó llevar cuando tiró de su cuerpo
hacia la superficie. Cuando su cabeza rompió la línea del
agua, sus ojos se abrieron y vio que la luz formaba volú-
menes, conspirando contra las sombras. Figuras de per-
sonas que la estaban ayudando a salir de la cuna de hiper-
sueño. Gente vestida de gris… o quizá era la luz saturada
de blancos, que se pegaba a sus cuerpos como una segun-
da piel.
Le extrajeron el tubo traqueal que insuflaba aire direc-
tamente a sus pulmones, y vomitó. Los enfermeros esta-
ban esperando esa reacción, porque alguien puso una
bolsa delante de su boca para recoger el escaso líquido
que pudiera devolver su estómago. Que los colores y la
gradación de la luz volvieran a sus límites fue cuestión de
minutos, tras los cuales Soleyko pudo ver que, en efecto,
eran unos miembros de la tripulación los que la habían
rescatado del lago…, perdón, de la ilusión de hipoxia, y
ahora estaban a su lado.
—¿Q… qué coño ha pasado? —preguntó cuando re-
cuperó el uso de las cuerdas vocales. No, no todo estaba
bien, lo notaba: la enfermería estaba atestada de gente y,
pegados al techo, había cendales de humo de incendios
que el sistema de soporte vital se esforzaba por eliminar
de aquel laberinto de habitaciones cerradas.
El enfermero, un hombre con cara de auténtica preo-
cupación, consultó una terminal.
—¿Es usted Soleyko Adamu, ingeniera proyectiva de
la sección nueve?
—¿Qué pasa, por qué me han despertado?

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El hombre apretó los labios hasta que formaron una
línea blanca.
—Hay algo que tiene que ver con urgencia, señora
Adamu. Algo muy malo le ha pasado a esta nave.

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