Así, por ejemplo, he sido implacable con los ladronzuelos, porque creo a pie
juntillas que si no se les paran los pies a tiempo llegarán a ser peligrosos
delincuentes (por eso mismo, tampoco veo mal la doctrina coránica de amputarles
alguna extremidad). Así pues, sus futuros efectos letales deben ser
contrarrestados con medidas legales, por duras y desproporcionadas que éstas
puedan parecer. Y entre los ladronzuelos, he sido especialmente duro con los que
roban botes de café soluble, pues tengo la firme convicción de que lo hacen para
mantenerse despiertos y así poder seguir robando. Por cierto, que nunca he tenido
en cuenta la distinción que establecen los leguleyos entre el hurto y el robo, pues
me parece tan abominable hurtar algo a una víctima descuidada como robar algo
mediante la fuerza y la coacción. En consecuencia, he aplicado siempre a los reos
la pena correspondiente al robo, por ser ésta la más severa.
También he sido implacable con los estafadores, no porque se lleven dinero de
los contribuyentes, sino porque lo hacen sin ofrecerles nada a cambio, y me
parece que eso envenena el correcto funcionamiento de la sociedad.
Hasta he sido implacable con los testigos, porque son la base de la justicia. Yo
siempre he dicho que un mal testigo es como un mal árbitro, y por ello les he
exigido (a los testigos, no a los árbitros) una exhaustiva reconstrucción verbal de
los hechos delictivos que han observado, porque un buen ciudadano no puede
ampararse en excusas infantiles como el miedo, los nervios o la mala visibilidad.
Esa es la razón por la que he llegado a imponer castigos a testigos incompetentes,
a pesar de las críticas de otros jueces sin duda celosos de mi eficiencia (porque he
de denunciar que en esta profesión no existe un verdadero espíritu corporativo al
servicio de la Justicia).
Pero quienes me han sacado de quicio han sido los suicidas. Porque si todos
los asesinatos son viles y ruines, creo que no hay nada más cobarde que matarse
a sí mismo, pues entonces la víctima no tiene posibilidad alguna de defensa. Y
aunque he actuado con la máxima severidad en estos casos, debo reconocer que
muchos de los reos se me han escapado. Lástima, porque entonces no he podido
ir más allá en su busca, en parte porque no creo en el Más Allá, sino sólo en la
Justicia.
En todo caso, sigo manteniendo la convicción de que mi método era el
correcto, y la prueba de ello es que fui ascendiendo en la carrera judicial hasta
incorporarme a los juzgados más importantes de la capital y participar de forma
destacada en los casos más importantes y en las polémicas que afectaban al
mundo de la Justicia.
En este sentido, he de confesar que vi con enorme desconfianza la
implantación en España de la ley del Jurado, a imitación del decadente sistema
judicial anglosajón que cualquier españolito medio conoce mejor que el nuestro
(por ello, abogo por que la Jurispridencia española se incorpore al nuevo sistema
de enseñanza obligatoria). Y sigo pensando que esta ley del Jurado es un craso
error: primero, porque como ya advertían los viajeros ingleses que recorrían
España en los albores de la Edad Contemporánea, resulta más fácil poner de
acuerdo a todo el Mundo que a una docena de españoles (incluso si son doce
hombres sin piedad); segundo, porque los incultos ciudadanos carecen de los
brillantes conocimientos jurídicos que tiene un juez y nunca sabrán captar los
sutiles matices en que se basa la Justicia (y además, el juez es siempre una sola
persona y difícilmente puede entrar en contradicción consigo mismo, pues no sufre
de esquizofrenia, a diferencia de ciertos escritores de dudoso prestigio). Aun así,
mi frontal oposición a la ley del Jurado fue duramente criticada por la prensa, ante
la cual aparecí -para mi sorpresa- como un juez elitista, de acusado espíritu
corporativista (algunos afrancesados aún lo llamaban éprit de corps), desdeñoso
con los incultos ciudadanos y distanciado del mundo real, ¡yo, precisamente yo,
que me había criado entre los olivos!
Por ello, resultará obvio decir que nunca me he llevado bien con la prensa.
Cuando me han buscado, les he hecho caso omiso, porque se sienten muy
prepotentes (se hacen llamar, nada menos, cuarto poder, justo detrás del nuestro)
y yo estoy acostumbrado a que todos me hagan caso sumiso. Ahora bien, tampoco
me ha irritado salir en algunas portadas, no por afán de notoriedad, sino porque
ya es hora de que en este país se conceda la debida importancia a los que
velamos por la Justicia, pues somos ciudadanos ejemplares y útiles, a diferencia
de los artistas pendencieros, los empresarios corruptos, los deportistas dopados y
las señoritas de dudosa reputación (y eso concediéndoles el beneficio de la duda).
Por cierto, no me importa que los plumillas me llamen super-juez, porque el
prefijo intensifica mi condición pero no la altera; en cambio, sí detesto la
calificación de juez estrella, pues me equipara con la escoria que acabo de
nombrar, altera mi humilde y honrada condición de juez y, además, preludia mi
ocaso (porque todas las estrellas acaban por apagarse, cosa que a mí no me
ocurrirá).
Cansado de aplicar la ley con eficiencia, sentido común y -según mis
detractores- dureza, y cansado también de las insidias de mis colegas y de la
prensa, probé suerte en la política. Pero la política no es lo mío. No. Yo estoy
acostumbrado a dictar sentencias, pero eso de soltar largos discursos me viene
grande, me parece ampuloso, falso y retórico. Yo soy conciso, sobrio, directo,
quizá poco diplomático, y el mundo de la política es un mar todavía más proceloso
que el de la judicatura, porque en la política las promesas nunca se cumplen (ni
siquiera las promesas que se hacen unos políticos a otros). Es un mundo
galopante, delirante e infernal. Y cansado de este trote, al poco tiempo salí de él.
Pensará el lector que soy un fue, un es y un será cansado, pero lo cierto es
que mis períodos de desengaño y abatimiento pasan pronto, porque me guía la fe
en la Justicia, sólo comparable a la fuerza inagotable que guiaba a los caballeros
andantes.
Por ello, pronto me recuperé y volví a mi alta dedicación en los juzgados de la
capital. Y siempre sobre la base de mis firmes convicciones. He abierto tantos
sumarios que no sé ni lo que suman, porque a mí no me interesa la adición sino
perseguir la adicción a las sustancias que nublan el recto proceder. Porque ahora
ya no me dedico a condenar a ladronzuelos, estafadores, suicidas o testigos
incompetentes, aunque echo de menos aquellos tiempos. No, ahora pico más alto,
pero siempre en nombre de la Justicia, porque yo nunca he tenido afán alguno de
protagonismo. Son ahora las verdaderas lacras de la sociedad las que reclaman mi
privilegiada atención: narcotraficantes, traficantes de armas, terrorismo de Estado
y terrorismo contra el Estado.
Y gracias a mi abnegada labor, sigo saliendo en las portadas, y aun en la
televisión, con lo cual todo el mundo puede conocer mi dedicación a la Justicia.
Hasta tengo -no sé por qué- más guardaespaldas que los infames políticos y
empresarios a los que persigo.
En estos últimos meses he superado incluso la dimensión nacional y mi labor,
firme y callada, ha sido conocida en todo el Orbe. Espero que mi aportación al
derecho internacional contribuya a poner algo de orden en este desalmado y
caótico mundo que llega al fin del milenio.
Para terminar, quiero advertir al lector que, a pesar de tan merecida fama, no
me he endiosado. No. No tengo intención alguna de aspirar a ser Juez Supremo,
aunque sí quisiera llegar algún día a ser Juez en el Tribunal Supremo para poder
servir mejor al sistema judicial de la mi país. Porque a pesar de todo lo que digan
de mí, sólo soy un Juez.
EL PERSEGUIDO
Me siento asediado. Me siento cercado, defendiendo encarnizadamente los
aledaños de mi ser. Porque tengo la absoluta convicción de que me persiguen. Sé
que me persiguen. Sé que van a por mí. Sé que vais a por mí. Sí, vosotros, los
que os regocijáis interiormente ante mis noches de insomnio, los que aguardáis
como agua de mayo mis lagunas creativas, los que abortáis mis fantasías lascivas.
Sí, sois vosotros los que os introducís en mi mente para producirme un intenso
dolor de cabeza, los que me embotáis los oídos, los que me nubláis el sentido.
Pero por muchos que seáis, sabed que vuestro esfuerzo será en vano. Porque
me encuentro física, moral y hasta bélicamente bien pertrechado para resistir
vuestros embates.
Y al final, no sin fatigas, no sin sangre, no sin hambre, seré yo quien venceré.
Tenéis envidia de mi genio, de mi superioridad, de mi magnificencia, y sois
vosotros los culpables, los únicos culpables, de vuestra propia ignominia y de
vuestra propia mediocridad.
Conozco todos y cada uno de vuestros movimientos, y también a todos y cada
uno de los miembros que formáis este vasto ejército que me persigue sin tregua.
Pero yo tampoco os doy tregua, aunque a veces creo haberme excedido en mi celo
protector y en mi justificada violencia contra este ejército fantasmal que se
transmuta constantemente en personas aparentemente inofensivas que comparten
mis espacios más cotidianos. Y en ese caso, quiero que quede claro -ante aquellos
que se mantienen imparciales y que en el futuro habrán de juzgarme- que no he
sido acosado por un ejército convencional, sino por una infame caterva de espías y
que, por tanto, he procedido correctamente dándoles muerte. Y la prueba más
palmaria de ello es que las autoridades nunca me han podido implicar en ninguna
de estas muertes: por supuesto que saben que soy yo, porque controlan todos mis
movimientos, pero no habrían sido capaces de explicar el comportamiento de sus
esbirros y habrían quedado en evidencia ante todo el mundo, incluso ante aquellos
que no son capaces de pensar por sí mismos. Las autoridades (en especial, la
policía del pensamiento) asumen que están sufriendo muchas bajas en la guerra
no declarada que libran contra mí, pero siguen teniendo ciertas esperanzas de que
algún día podrán acabar conmigo.
De todas formas, me queda un poso de frustración, porque tengo el
presentimiento de que sólo he podido actuar directamente contra los eslabones
más débiles de esta cadena que intenta ceñir mi cuerpo, mi mente y mi alma, que
tan sólo he podido aniquilar a los peones de este siniestro ajedrez que pretende a
toda costa darme jaque mate. Pero también tengo el presentimiento de que poco
a poco iré subiendo peldaños en la jerarquía de mis enemigos y descubriendo a los
testaferros, cabecillas, capos, caudillos y aun a las propias cabezas pensantes de
esta monumental conspiración que se ha tejido, no sé aún por qué, en torno a mí.
Sé que el lector ordinario (que quizá incluso forma parte de este infame y sutil
ejército al que me enfrento) pensará que he cometido execrables y espantosos
crímenes en nombre de una vaga quimera, en nombre de una injustificada manía
persecutoria, y que soy por tanto un peligro para la sociedad. No, no os dejéis
engañar por quienes, desgraciadamente, ya controlan vuestras mentes a través de
las nuevas tecnologías de la información. Ocurre justamente al revés: es la
sociedad la que constituye un peligro para mí. Sé que no podré convenceros, que
ya tenéis una venda en los ojos para el resto de vuestros días, pero confío y
espero que algunos lectores de sensibilidad e inteligencia superior se sientan
identificados con mi situación. Sé que no soy la única víctima, aunque quizá la
más apetecible, sé que van a correr mi misma suerte (o, más bien, desgracia) las
personas que no se han rendido ante el control omnímodo que sobre nosotros
ejercen esas dañinas, invisibles y subliminales nuevas tecnologías de la
información. Que somos un reducido grupo de elegidos ante los cuales se lanzan
sin cesar esos buitres callados, esa infame turba de personas mediocres que tan
sólo entienden lo que Ellos quieren que entiendan.
Por tanto, para esas almas superiores que se encuentran tan acosadas como
yo, para esos vestigios de la racionalidad en un mundo adocenado, para esos
rescoldos de crítica en un mundo infelizmente feliz, escribo esta dura y sincera
confesión, aunque temo que pronto será captada por nuestros enemigos y dudo
que alguna vez llegue a mano de mis secretos y aislados aliados.
Dura y sincera confesión porque reconozco que, aun en legítima defensa, he
cometido innumerables crímenes y asesinatos contra esas hordas carentes de
voluntad y de consciencia que me han perseguido durante cinco años. Y no
descarto que, en alguna ocasión excepcional, mi exceso de celo me haya llevado a
quitar la vida a algún inocente. Pero en una guerra sin cuartel como esta todo está
permitido y, además, ¿quién puede ser hoy completamente inocente?
La crueldad de mis enemigos no tiene límites, pues utilizaron en primer lugar
a miembros de mi propia familia como peones, como esbirros en la infame
persecución de que soy objeto. Esperaban, quizá, que mis sentimientos personales
neutralizaran mi perfecta mentalización bélica. Esperaban situarme ante un
dilema, y aprovechar así la debilidad de mi mente y mi voluntad para capturarme.
Pero erraron: mis tribulaciones, que existieron, fueron pronto superadas por mi
ejercitada concentración transensorial y, no sin dolor por mi parte, pude abatir a
tiempo a todos estos enemigos que otrora fueron amantísimos componentes de mi
gran familia.
Mis enemigos se sirvieron de una táctica similar al manipular vilmente a las
pocas mujeres que en esta vida se han interesado por mí. En este caso, me fue
mucho más fácil desenmascararlas: me seguían a todas partes, se metían en mi
hogar, trataban de acaparar mi atención y mis sentimientos, no me permitían
seguir en guardia contra los demás enemigos pues ellas se sentían celosas. Ahora
bien, eran como las mismísimas sirenas de Ulises, atractivas, etéreas, lisonjeras,
subyugantes; y, como el héroe, yo mismo estuve a punto de sucumbir. Sin
embargo, en el último instante, en uno de esos escasos momentos de lucidez que
sobrevienen cuando uno está aletargado por lo que llaman amor, cuando uno está
encadenado por la materia y los sentimientos, me di cuenta del sutil engaño y
obré en consecuencia. Fue duro, fue triste, fue humillante, sobre todo para
el ego de quien durante algún tiempo se sintió amado por ser quien era, pero no
podía caer de una manera tan banal: tenía que deshacerme de ellas, una a una,
tenía que hacerlo, y lo hice.
Estos son mis crímenes: ni uno más, pero tampoco ni uno menos. Porque
vuelvo a insistir en que casi todos ellos están justificados. Y seguiré así mientras
me sienta perseguido.
M. (historia de una obsesión)
Conocí a M. (permitidme que la llame así, por su inicial verdadera, pues su
nombre completo aún hoy me inspira una profunda melancolía del ánimo que se
prolonga durante semanas enteras) en una umbría tarde de septiembre, mientras
aguardábamos a que los ociosos bedeles colocaran los listados de los alumnos
admitidos para cursar la carrera de Letras. Y aquella tarde no hubo sorpresas,
pues en estos malos tiempos que corren para la Lírica fuimos todos admitidos en
nuestro particular purgatorio que, cinco años más tarde nos conduciría
inexorablemente al averno del desempleo.
Pero, a pesar de todo, aquella tarde fue especial. Porque allí estaba M., en
todo su esplendor. Los mortecinos rayos de sol en el crepúsculo del verano eran
suficientes para iluminar aquellas compactas hebras doradas y aquella blanca
palidez.
Siempre había pensado que los poetas exageraban, que estaban tocados de
algún mal incurable, y que por ello sublimaban sus frustraciones describiendo
seres angelicales que sobrepasan todo lo que se juzga normal entre las cualidades
humanas. Pero en aquel momento les di la razón. Porque allí estaba M., en todo su
esplendor, carnal y rosa, blanca en su blanca palidez.
Comienzo por los cabellos, madejas de oro delgado dispuestas en perfecta
armonía clásica: de un rubio trigueño para no cegar de luz a sus admiradores, no
muy largos para no dilatar en exceso el arrobamiento de quien los ve como maná
caído del cielo, disciplinadamente recogidos en su extremo en forma de sublime
casco dorado que jamás ciñó en sus sienes diosa alguna de la Antigüedad. Y todo,
como veis, en su justo medio, como la virtud misma.
Sigo con la frente, amplia y límpida, perfecto altozano que daba la bienvenida
sus ojos, correctamente precedidos, a modo de dintel, por una cejas algo más
oscuras de lo que su blanca palidez haría presagiar. Y por fin sus ojos,
microcosmos de la mar océana, verdiazules densos e intensos, discretamente
semiocultos por unos párpados levemente caídos que revelaban su aparente
timidez; pero a su vez armados con mortíferas pestañas, largas y separadas,
espolones de la flota argólica. Porque M. era siempre el justo medio, la armonía, la
perfecta síntesis de contrarios, el yin y el yang, la media aritmética de diez más
diez.
La nariz pequeña, progresivamente adelgazada vista de frente, sutilmente
cóncava vista de perfil, entre angelical e infantil. La boca pequeña, los labios finos
pero colorados, siendo el superior arqueado como nuevo dintel que dejaba
entrever algunas blanquísimas perlas de este interminable templo de la belleza.
El torno del rostro amable y redondeado, de nuevo en perfecta síntesis de
niña-mujer-angelical, sabiamente apartado de esos rostros de modelos al uso, tan
estirados y reveladores de huesudas quijadas que más bien parecen imitar la
estremecedora mueca de las Parcas.
El resto del cuerpo, en cambio, era más de mujer que de niña, para recuperar
la armonía momentáneamente perdida.
Y, last but not least, la tez lisa, blanca, blanca en su blanca palidez de mármol
de Carrara y tan perfecta que ningún escultor se habría atrevido siquiera a usar de
modelo, porque lo único no es repetible y ni tan sólo imitable.
Aquella tarde umbría, la contemplación de la belleza fue efímera, como
efímeros son también el placer, la vanidad y la belleza misma. Pero al ser humano
siempre le queda la capacidad del recuerdo, de la imaginación y de la
contemplación interior. Y así se empezó a forjar el videoclip de mis mejores
sueños.
Dijeron los clásicos que el hombre apetece la virtud, que se esfuerza por
seguirla de cerca. Y eso es lo que yo hice en los días y meses sucesivos. A pesar
de que el aula estaba muy masificada procuré ocupar un asiento cercano a M.,
aunque no demasiado próximo, por miedo a abrasarme como Ícaro. Más
importante que la proximidad era el hecho de que la ubicación permitiera una
buena visibilidad y -pese a desconocer las reglas del espacio tridimensional, pues
era de letras- pude hallar un ángulo inverosímil que me daba el acceso perfecto al
templo de la suprema belleza.
En aquellas nuestras primeras clases de aprendices a gramáticos y poetas, me
sentí cada vez más letraherido por su aura, su belleza y su voz. Sobre todo su voz,
sonora, equilibrada, cristalina, de bellas cadencias autóctonas, de tonemas
ascendentes finales que parecían una escalera al cielo. Era su voz el barniz ideal
de tanta perfección.
Entramos en el otoño y empezaron a caer sobre nosotros las hojas secas de la
literatura española y universal. Y ella se convirtió en mi Beatriz, mi Laura, mi Lisi,
mi Berenice. Y comprendí a Dante, comprendí a Petrarca, comprendí a Garcilaso,
comprendí a Bécquer, los comprendí a todos. Vi con excepcional nitidez que
ninguno de ellos pretendía buscar un dolor gratuito y exhibicionista, que no eran
profesionales del sadomasoquismo, como a veces ciertas mentes ingenuas han
querido pensar. Muy al contrario, su dolorido sentir en busca de un ser sublime e
intangible era un sentimiento nuevo y sincero, del que no saben ni sabrán nunca
esa infame turba de nocturnas aves que tan sólo conocen los platos precocinados
de la belleza y del amor.
Y como el hombre apetece la virtud, pronto comprobé que cinco horas diarias
de abnegado guardián del templo de la belleza sabían a poco. Y por ello, con los
primeros fríos, comencé mi particular odisea siguiendo de cerca a mi única y
verdadera sirena, aunque aquello conllevara la desolación de la quimera y el
incierto porvenir de una vaga ilusión.
Sé que la mayoría de los lectores juzgará mi comportamiento como un
enfermiza obsesión, y que quizá la sociedad neoliberal, pragmática y tecnificada
me dará la espalda por haber sucumbido a los estériles hábitos de literatos
dipsomaníacos y depresivos, seres completamente improductivos en este nuevo
mundo feliz. Pero también sé que algunos comprenderéis mis motivos, y que
puedo con mis palabras encender la tenue llama de una íntima rebelión.
Mi viaje iniciático me llevó a descubrir, en primer lugar, todos los rincones de
nuestra alma mater, en una especie de visita guiada por la belleza. Y así,
espoleado por ese inexplicable sentimiento, seguí de cerca sus pasos en la
Biblioteca (robándole miradas por encima de los libros y los atriles), el salón de
actos, las aulas vacías y los pasillos iluminados por amplios ventanales que
multiplicaban su belleza. Tan sólo me detuve a las puertas en la cantina, pues me
resistía a admitir la naturaleza humana del etéreo ente al que (in)discretamente
seguía.
Y pronto, los rincones de la Facultad me supieron a poco, pues la curiosidad y
el deseo son dos poderosas drogas que te hacen anhelar al punto algo que llegue
más allá. Y, en efecto, allende la Facultad pude encontrar nuevos universos para
mi obsesiva persecución, en los cuales mi imaginación pudiera volar como la
libélula vaga de una vaga ilusión.
Los parques cercanos eran, por ejemplo, un marco bucólico ideal para ver
como la belleza de M. se fundía con la de la naturaleza, en una simbiosis que ya
retrataron a la perfección los poetas del Renacimiento y en la que, por tanto, no
vale la pena demorarse. Desde alguna atalaya privilegiada pasaba yo horas y
horas de delectación morosa, contemplando tan sublime espectáculo de la
creación. Y en ocasiones pude advertir deliciosos gestos de M., gentil ninfa de
natural alegre y vital. Fue, por ejemplo, en uno de esos parques, cuando ella
coincidió con un apolíneo doncel, que sin duda debía de ser su hermano, y con el
que se fundió en un tierno abrazo. Y pude admirar, desde la distancia, el radiante
fulgor de sus ojos y la más encantadora de sus sonrisas, motivadas por tan
fraternal encuentro.
Su alegría de vivir era inmensa y contagiosa. Siempre saludaba cordialmente a
sus conocidos y yo, pese a mi observante distanciamiento, no iba a ser menos. De
hecho, recuerdo un día en que, tras verla en la misma acera pero en dirección
contraria, fui capaz de dar la vuelta a una gran manzana de edificios sólo para
poderme encontrar de frente con M. y, casi sin resuello, poder disfrutar una vez
más de su radiante sonrisa y su alegre mirada. Incluso una vez llegué a pensar
que mi presencia provocaba en M. una excelsa exaltación del espíritu: no sé dónde
ni cuándo (pues cuando me encontraba con ella perdía la noción del tiempo y del
espacio), la vi de frente y, de pronto, advertí que ella empezaba a sonreír con la
mejor de sus sonrisas y a mover las manos en forma de saludo entusiasta; y he
de reconocer que, presa de la excitación, yo mismo me puse a saludarla con
idéntico entusiasmo. Fueron para mí unos sublimes, aunque efímeros, segundos
de la más completa felicidad, casi quince segundos de gloria, hasta que constaté
que a mis espaldas se encontraba el mismo apolíneo doncel de días atrás. Y
entonces me retiré cortésmente, para no importunar el alegre reencuentro entre
hermanos.
Mi seguimiento no tenía límites y escapaba a toda consideración sobre lo que
se juzga razonable. Pronto descubrí qué autobús tomaba para volver a casa, y
decidí que ése sería también mi autobús, aunque tuviera que andar luego media
hora para llegar a la mía. Simulé que yo vivía cerca, tras haberme documentado
previamente sobre su barrio, para hacer más creíble la ficción. Y en aquel autobús
viví momentos verdaderamente felices. A veces nos sentábamos y charlábamos
sobre nuestra carrera, nuestros singulares profesores y sobre nuestros
compañeros (y de algunos de ellos, a los que notaba más inclinados hacia M.,
hacía yo crueles comentarios que ella reía con discreción y con mesura). Pero me
gustaba más verla de lejos, sentada y pensativa en los asientos del fondo, y
contemplar cómo los rayos de sol se rendían ante su figura de deidad nórdica y
grecorromana a un tiempo o cómo el viento de la tarde oreaba sus cabellos, fuego
rubio cortado.
Y también me producía un inexplicable placer espiarla en otros lugares,
seguirla hasta que casi se diera cuenta, hasta que sospechara que alguien estaba
sobre sus pasos, como si esa descarga de adrenalina que experimenta quien se
pone al límite de lo permisible fuera la única droga que me permitiera seguir
viviendo.
De hecho, cada año me sentía presa de un pánico indescriptible,
contemplando, cómo iba acabando el curso, cómo llegaba el verano, tan callando.
Era para mí el verano, en aquellas circunstancias, el desierto del sentimiento, el
desierto del seguimiento, el desierto en que se borraban paulatinamente sus
huellas, pues nunca fui capaz de descubrir dónde veraneaba mi luz y mi guía. Pero
como también ocurre en las áridas tierras de aquella región, al cabo de tres meses
volvían a surgir de la nada esos temporales ríos cristalinos que dibujaban de
nuevo ante mí su imagen perfecta, como dos brillantes soles rodeados por dunas
de arena.
De vuelta al curso (con alegría), en esta mi odisea alimentada por el deseo,
también coincidí con ella en el teatro, una de sus principales aficiones. Y recuerdo
-con especial satisfacción, in dulce jubilo - el momento más dulce. Se trataba de
una representación -de ámbito universitario, para amateurs (y de paso, para
amadores)- en la que M. fue escogida para representar el papel de princesa, como
toda lógica hacía presagiar. Y sin dudarlo, me embarqué en la aventura. Pensaba
que, al menos, podría espiarla desde bambalinas, dando así nuevo fuego a ese
amor secreto, que pretendo y que me esquiva, que se escapa como el humo de
puntillas. Sorprendentemente, tuve cierta fortuna y, pese a no conocer apenas el
texto y ser bisoño en las lides talíacas, me asignaron un pequeño papel cómico
(pues quedé muy lejos de obtener el de galán). Pero este papel cómico resulto ser
una nueva bendición en mi abnegado servicio a M. Porque, completamente vestido
de bufón, mi función en la obra consistía en hacer gracias que aliviaran la
melancolía de la triste princesa, lánguidamente postrada en su silla de oro,
ausente y febril la mirada, sin aliento vital alguno, a causa de la indiferencia de un
malvado príncipe en el que ella había depositado todas sus esperanzas (¡qué
amarga coincidencia!). Y fue para mí una experiencia inigualablemente deliciosa,
que aún recuerdo vivamente, ver cómo mis chanzas iban alegrando
paulatinamente el angélico rostro de la más bella princesa que jamás vieron los
siglos pasados ni verán los venideros. Y cómo, finalmente, brotaban unas sonoras
carcajadas de su boca de fresa, síntoma de que la triste princesa vencía su locura
de amor mientras yo aliviaba la mía. Mas me quedó para siempre la duda de si M.
realmente se sentía tan feliz a causa de mi presencia o simplemente, como todos
iban diciendo a la salida, es que era una excelente actriz.
Es fácil adivinar, por tanto, la influencia que ejercían sobre mí las inquietudes
artísticas de M. Me esforzaba por captar al vuelo sus opiniones sobre arte,
literatura y espectáculos, y procuraba asistir a las exposiciones y conciertos a los
que ella previsiblemente iría. Y casi siempre acertaba. Y lo curioso es que en estas
ocasiones yo no me escondía; al contrario, me mostraba ante ella de la forma más
ostentosa, simulando conocer a la perfección la vida y el estilo de sus más
idolatrados músicos o pintores, ayudado en esta tarea por la rápida memorización
de los folletos de presentación que M. aún no había tenido tiempo de leer. Y, en
consecuencia, ella admiraba mis conocimientos y se sorprendía de la perfecta
empatía que existía entre nosotros. Por esa razón, poco a poco me iba
concediendo un trato especial entre sus amistades, y me fui convirtiendo en su
consejero artístico e intelectual, teniéndola cerca sin necesidad de sutiles
industrias y arriesgados seguimientos. Y hasta quiso saber quién era la musa que
inspiraba mis versos, pero tuve que mentirle otra vez. Porque volví a ver que ella,
en el fondo, sólo tenía ojos para el apolíneo doncel que sin duda debía de ser su
hermano.
M. se convirtió así en mi sueño, mi son, mi chanson, mi pasión, mi comezón y
mi desazón porque, aunque durante varios años la seguí y aun la perseguí (ya os
he dado completa relación), no es menos cierto que jamás, jamás la conseguí.
A pesar de todo, M. y yo hemos sido amantes en infinidad de sueños y
ensoñaciones, durante los cuales he disfrutado y he sentido más y mejor que
ninguna persona humana pueda haberlo hecho durante las horas de vigilia. Y
aunque esa sensación pueda resultar extraña y difícilmente comprensible, me
duele, me sigue doliendo, me duele muchísimo, que cuando expongo en voz alta
esos sublimes momentos de amor subliminal, algunas personas vulgares,
prosaicas, sin la más mínima sensibilidad literaria, me critiquen diciendo que
todavía vivo anclado y sumido en un mundo de ficción, y que jamás, jamás me
haré mayor.
De todas formas, el lector -incluso el lector con sensibilidad literaria-
seguramente se preguntará por qué nunca fui capaz de comunicarle a M. la
verdadera naturaleza de mis sentimientos. Quizá fue por timidez, quizá fue por
creer no estar a la altura de su excelsa belleza, quizá fue por temor al que yo
esperaba que fuera su hermano. Pero sobre todo, la razón determinante fue ésta:
yo no quería que los inestables y oscuros sentimientos del amor y del deseo
interfirieran en la sublime contemplación de la belleza y en la perfecta armonía
que existía entre nosotros dos.
Pero pasaron los años y nuestras vidas paralelas se convirtieron en rectas
paralelas: ni una mirada lejana, ni un cruce casual, ni una exposición, ni un
concierto. Que yo iba por un camino y ella por otro era tristemente cierto. Quizá
se fue al extranjero, quizá habite en el olvido, quizá dé clases en un remoto
pueblo. Soy ya veinte años de ausencia, pero a mí me parecen doscientos. Una
eternidad en el recuerdo.
Y he comprobado, con pesar, que por mucho que uno se esfuerce, las ilusiones
perdidas juguetes del viento son y los horizontes perdidos no regresan jamás.
Desde entonces he ido llenando álbumes y álbumes con las fotos de actrices
que vagamente se parecían a M. Pero esta peculiar terapia, esta extraña
sublimación que algunos juzgarán enfermiza, tan sólo parcialmente ha podido
mitigar la aguda nostalgia de una ilusión perdida; porque esas actrices quizá sean
más bellas, más altas, más ricas y más famosas, pero en el fondo son sólo el
sucedáneo de lo que aún persigo en vano, vano fantasma de niebla y luz.
M. pareció desvanecerse en las caliginosas brumas del pasado, y luego
vinieron otras. Pero aún hoy, en las tardes umbrías de primavera y de otoño, me
viene a la mente, en forma de huella indeleble, su imagen, nítida, radiante, alegre,
lozana, justo como quiero recordarla.
LA SECTA
Estoy en posesión de la Verdad absoluta. Pero no me lo tengo creído.
EL TREN DE LA TOLERANCIA
No era un commuter train inglés, ni un TGV francés, ni uno de esos fugaces
trenes japoneses que casi parecen deslizarse machihembrados a la vía. Era, tan
sólo, un humilde tren de cercanías, casi una pieza de museo, recuerdo de tiempos
pasados, que invertía casi hora y media en un trayecto para el que, en otros
lugares de la aldea global, sólo se hubiera necesitado media hora. Le costaba
arrancar, iba a golpes, parecía ser presa de una timidez impropia de las gentes
que lo usaban y de los lugares por los que pasaba. Pero a pesar de todo eso (o
quizá precisamente por todo eso), este tren tenía su encanto.
Decían, además, que era una de las líneas más rentables, abarrotada por
profesores, estudiantes, turistas, inmigrantes, charlatanes y comerciantes. Iba
siempre lleno de público expectante. Desde la provinciana Murcia hasta la
cosmopolita Alicante, surcando a su pasito Orihuela (y su poeta), Elche (y su
Dama) y otras ciudades importantes.
El lento traqueteo del tren aportaba otra inesperada ventaja, pues permitía al
viajero, no sólo ver, sino incluso saborear la inmensa variedad del paisaje: la
huerta y el desierto, las urbes y los eriales, y aún se permitía el lujo de completar
el trayecto rozando los mares, el mar, la mar, nuestro Mediterráneo azul y cálido,
lleno de luz y de suaves oleajes. Parecía mentira que en tan poco espacio cupieran
tantos paisajes.
Pero tan diversos como el paisaje eran los viajeros: gitanas de luto eterno,
huertanos de rostros soleados, estudiantes bulliciosos, funcionarios adormilados,
representantes con maletines, nórdicos sonrosados, magrebíes parlanchines,
ecuatorianos sosegados, algún oriental como los del cine y subsaharianos
disciplinados. Era un inmenso crisol de razas casi imposible de clasificar; maleza
humana que ni el nacionalista más acérrimo hubiera sido capaz de desbrozar, en
vano intento por tratar de determinar quién era de aquí y quién no lo era. Porque
puestos a otorgar una patria común a toda esta gente, esta patria de compromiso
no era otra que el tren, nuestro tren.
Paco aconsejaba a Ahmed, en un tono suave y paternalista a la vez, que
ahorrase cuanto pudiera para poder comprase un piso y. Ahmed, por su parte,
lamentaba lo rápido que se le iba el buen dinero que ganaba. Porque por lo visto,
Ahmed era amigo de salir, de la juerga, de tomar copas, de irse a Torrevieja o a
Benidorm, de estar todo el fin de semana de parranda, lo cual demostraba -por
cierto- su perfecta aclimatación al modo de vida español. Pero eso estaba minando
semanalmente su economía y Paco volvía a su discurso paternalista diciéndole que
tenía que sacrificarse, no salir, o salir sólo un fin de semana al mes, y reservar
una parte fija de la paga para ingresarla en una cuenta bancaria, única forma
posible -parecía que hablaba por experiencia propia- de ahorrar algo en la vida.
Sin embargo, Ahmed estaba en la flor de la vida y no parecía muy dispuesto al
retiro monacal que le sugería el español.
Y como una cosa lleva a la otra, entre lo de establecerse definitivamente en
España y lo de estar siempre de parranda, Paco planteó a Ahmed que con un piso
propio y unos ahorros podría casarse. Ahmed expresó cierta desesperanza, pues
las españolas le parecían casi inalcanzables y para traerse a una paisana suyas
tendría que pagar una elevada dote al padre (“es más caro que comprar una
vaca”, dijo literalmente), lo cual acabaría por quebrantar su ya maltrecha
economía. No obstante, Ahmed elogió -con palabras y gestos anhelantes, casi
eufóricos- la libertad existente en España, ejemplificándola con una nueva
comparación semítica, aunque en este caso bastante más comprensible para el
oído -y la vista- occidentales:
-Allí en Argelia apenas le pude ver la pierna a ninguna mujer, y aquí se lo
puedes ver todo.
Y como estábamos a finales de junio, Paco, que conocía el percal, se atrevió a
darle un nuevo consejo -esta vez menos paternalista- a Ahmed:
-Pues aprovecha ahora, que en Torrevieja es un desmadre total.
Ahmed entendió a la perfección este sabio consejo español revestido de
lenguaje coloquial. Pero Paco no se detuvo ahí, sino que recordó el caso de otro
inmigrante argelino que trajo un par de semanas a la costa alicantina a su padre,
el cual no había salido nunca de Argelia; y ocurrió que el pobre padre tuvo serios
problemas cardíacos a la vista de la liberalidad de las playas levantinas.
Convinieron, pues, Paco y Ahmed, que lo que atraía a las masas de
inmigrantes que cruzan el Estrecho no era el hambre sino más bien el hambre de
libertad, de unos horizontes nuevos, de mayor independencia, de saltarse las
estrictas restricciones de su país, de vivir plenamente la vida en los años de
juventud, pues no sólo de pan vive el hombre.
Sabiendo la afección de Ahmed por todo tipo de fiestas y jolgorios, Paco le
comentó que pronto comenzarían en Orihuela las fiestas de Moros y Cristianos, y
que allí habría música, pólvora y alcohol a raudales. Ahmed no comprendió muy
bien el sentido de estas fiestas y pareció molestarse un tanto cuando comprendió
que celebraban la expulsión de los musulmanes de España. Pero Paco, siempre al
quite, hábil y diplomático, replicó que aquí habíamos echado a mucha gente -como
los judíos- y que no era nada particular en contra de los musulmanes. Antes bien,
el pueblo de Ahmed había dejado una fértil impronta en la Península, sobre todo
en el Sur y en Levante, de la que el propio Paco se sentía orgulloso, a la vez que
enfatizaba el sentimiento de hermandad que, tanto a nivel de Estado como del
pueblo, nos unía con la otra orilla del Mediterráneo. Y para rematar la faena, en un
singular regate dialéctico, Paco le recordó a Ahmed, que, tras la independencia, en
Marruecos y Argelia habían expulsado a numerosos franceses y españoles, pies
negros que se sentían tan magrebíes como los nativos de aquellas tierras,
demostrando implícitamente a la vez que uno es de allí donde vive y trabaja,
mensaje que rápidamente captó el aspirante a español. Y además, era evidente
que a Ahmed le interesaba bastante más la alegría del vivir cotidiano y festivo que
las luchas de nuestros antepasados, por lo cual no sólo no se sintió ofendido sino
que quedó abierta la posibilidad de verlo pronto en las de Moros y Cristianos de
Orihuela.
Para tratar de situarse cortésmente en la otra orilla, Paco hizo gala de los
conocimientos que tenía de la cultura musulmana. Había visitado varias veces
Marruecos, hospedado y agasajado por naturales del lugar, y cuando estaba a
punto de tomar el ferry para ir a Argelia, empezaron soplaron malos tiempos para
todo tipo de turismo, razón por la cual no conocía el país de Ahmed. Este, por su
parte, también deploraba la radicalización de unos colectivos que, por lo visto,
llegaban a maltratar a todo varón que fumara tabaco y jugara a las cartas o al
dominó.