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El Maestro Del Emperador PDF

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Un

estupendo retrato del senador y filósofo Séneca y su pupilo, el emperador


Nerón. El anciano Séneca rememora su vida, desde sus tiempos de
preceptor hasta su situación actual, cuando ya ha caído en desgracia y
observa impotente cómo, el que fuera su pupilo, es cada día más cruel y
autoritario. Un excelente fresco histórico que describe con gran fuerza las
intrigas del momento.

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Pedro Gálvez

El maestro del emperador


Trilogía romana - 2

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Título original: El maestro del emperador
Pedro Gálvez, 2006
Diseño de cubierta: Redna G.

Editor digital: epubdroid


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A la memoria de los setenta y tres escritores que fueron quemados vivos, el
2 de julio de 1993, mientras celebraban un congreso en la ciudad turca de
Siva.

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No hay esclavitud más denigrante que la voluntaria.
SÉNECA

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PRIMERA

PARTE

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EN EL CONSULADO DE PUBLIO MARIO Y
LUCIO AFINIO
(62 DE NUESTRA ERA)

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1
Vigilia de las calendas de febrero
(31 de enero)

El senador Lucio Anneo Séneca, ex cónsul romano y primer consejero imperial,


contemplaba entristecido el rostro del muerto. De nuevo se veía enfrentado a la
desaparición de un ser querido, como tantas veces a lo largo de su borrascosa vida,
que tan larga y pesada se le antojaba en esos momentos. Tres días hacía que había
fallecido el amigo y aún se resistía a creerlo. Tres días lo habían velado en el atrio del
cuartel de las cohortes pretorianas. Los legionarios se habían negado a que el cadáver
fuese expuesto en otro sitio, pues quisieron conservar hasta el último instante el
cuerpo de su jefe, celosos de que otros que no fuesen ellos pudiesen tributarle los
honores postreros. Por eso había sido tan breve el desfile del cortejo fúnebre. Tan
solo doscientos veinte pasos desde la capilla ardiente hasta el centro del patio de
armas del cuartel del pretorio, donde habían levantado la pira.
Austera había sido también la procesión. Cuatro tribunos militares, ataviados con
corazas de bronce y faldillas cortas, sin capote que los protegiera del frío invernal,
habían llevado sobre sus hombros el féretro de madera de olivo en el que habían
depositado el cadáver, después de haberlo sacado del catafalco de mármol en que
había estado expuesto. Y tras ellos, por toda comitiva, escoltadas por veinte
centuriones que enarbolaban antorchas encendidas, habían marchado las dos hijas del
difunto, acompañadas por Séneca, ante las miradas de los más de siete mil legionarios
que integraban las doce cohortes pretorianas y de los demás asistentes al sepelio. Tal
había sido la última voluntad del muerto, que había dispuesto en vida que se
prescindiese del habitual cortejo, compuesto por centenares de amigos y deudos.
De acuerdo también con la voluntad del difunto, se había renunciado al desfile
interminable de músicos, bailarines y mimos, de portadores de antorchas y hachones,
de esclavos enarbolando carteles en los que se narraban las hazañas gloriosas del
difunto y sus antepasados, así como tampoco había plañideras ni gladiadores que
combatiesen a muerte junto a su pira, ni donceles danzando en torno al fuego de la
misma. Por delante del féretro había marchado únicamente el histrión Paris, con la
cara tapada con la mascarilla de bronce fraguada del molde de cera del rostro del
difunto padre. Y tras él, el actor Terno, vestido con el uniforme militar del fallecido,
imitándolo en todos sus gestos y exagerando grotescamente su manquera. La
sobriedad de aquel sepelio había hecho que a muchos se les helase la sangre en las
venas.
Séneca había bajado los ocho escalones de la improvisada tarima desde donde
había pronunciado el elogio fúnebre y ahora permanecía de pie junto al féretro. En
esos momentos, a todos los asistentes el orador se les antojó más alto, como ocurría
siempre que acababa de pronunciar un discurso. Había subido al podio un hombre de

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baja estatura, había hablado, y luego había descendido por la escalerilla un ser
engrandecido por el efluvio de su personalidad. El respeto y la veneración que
infundía se habían incrementado con cada una de sus frases, al igual que se habían
profundizado los odios que despertaba. Había hablado del amigo, calificándolo de
único, y había reivindicado para el difunto el privilegio de ser la encarnación de todas
las virtudes romanas. Roma jamás volvería a ver un varón tan insigne como él. Los
romanos sabían muy bien a quién y por qué lloraban.
Mientras Séneca contemplaba el rostro del amigo, el silencio envolvía con su
pesada alfombra la vasta superficie del campo pretorial. A sus pies estaba el féretro,
junto al altar de paredes de alabastro, rellenado de pinochas y ramas de pino, de leña
de roble y pequeños troncos de acebuche siciliano. El ara entera había sido rociada
con resina de cedro y luego habían vertido en ella perfumes de tierras exóticas.
Aspiraba ahora los aromas del bálsamo de Jericó, de la mirra de Arabia y del incienso
de la India; le envolvían las emanaciones del amomo de Cilicia y de la canela sabea.
No acostumbrado a los olores fuertes, sintió que la sangre le abandonaba el
cerebro y creyó por unos instantes que se desplomaría sobre el ataúd. Disimuló aquel
conato de desfallecimiento arrodillándose de inmediato junto al féretro. Ese era, de
todos modos, su deber. Aún tenía que cumplir con el último de los ritos. Pero antes de
llevarlo a cabo, una misteriosa fuerza interior le obligó a realizar un acto contrario a
la rígida sucesión por la que tenía que regirse toda la ceremonia. No pudo evitarlo.
Sintió una desazón angustiosa. La incertidumbre se adueñó de su ser y su entorno se
tiñó de desconfianza. Se alzó el faldón de la toga, ocultó el rostro del amigo, le metió
el índice de su diestra por la boca entreabierta y le hurgó bajo la lengua para
cerciorarse de que era infundado su miedo. Allí estaba el óbolo para Caronte, el as de
bronce que permitiría al difunto pagar el barcaje y realizar su travesía a los infiernos.
Por unos instantes se había sentido aterrorizado ante la idea de que las mujeres que lo
amortajaron hubiesen podido olvidar ese detalle.
Al sacar el dedo de la boca del amigo sintió que la sangre le subía al rostro. Miró
azorado hacia todas partes y se ruborizó como un niño sorprendido en falta. Le asaltó
la sensación de haber cometido una travesura. Pero no había podido resistir el
impulso. Fue como si una voz interior le ordenase hacerlo. Peor aún, como si
estuviese obligado a hacerlo. Le pareció revivir sus años de escolar, cuando miraba y
remiraba una y otra vez el lugar del pupitre en que había colocado el cálamo, para
comprobar que seguía en su mismo sitio y que no había caído al suelo, y cuando
empujaba, enderezaba y sujetaba el tintero de bronce que había pertenecido al padre,
temeroso de que pudiera volcarse y cubriese de negros manchones la blanca
superficie de su lámina de papiro. Recordó en esos instantes cuánto le habían
martirizado durante su infancia aquellos actos compulsivos que escapaban a su
voluntad. Temió que ahora volviesen a repetirse en su vejez. Sacudió la cabeza, se
irguió sobre las rodillas, colocó las palmas de las manos sobre los ojos del muerto y
le abrió cuidadosamente los párpados para que viese por última vez el cielo.

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Él mismo alzó la cabeza. Quería compartir con el difunto su última visión terrena.
Poco sería lo que podría ver el amigo. Negros nubarrones cubrían el firmamento. En
las alturas se cernía una tormenta. Del norte, a lo lejos, llegaban rumores de truenos y
también se vislumbraba algún que otro relámpago. En el cielo la oscuridad se resistía
a dar paso al día en aquella primera hora de la mañana. Pero tanto más iluminada
estaba la tierra. Los legionarios de las veinticuatro centurias y los jinetes de los treinta
escuadrones de caballería alzaban sus antorchas encendidas. Por doquier había
trípodes con hachones de los que se elevaban las llamaradas agitadas por el euro. El
resplandor recordaba los tiempos republicanos, cuando los entierros se celebraban de
noche, con el fin de que no fuesen utilizados como pretexto para la ostentación.
Aquel brillo perecedero era todo lo que parecía quedar de la vieja República, de
aquellos días en los que ningún ciudadano podía ser enterrado dentro de los límites
urbanos, ni había tropas acuarteladas en su perímetro urbano.
Séneca cerró de nuevo los ojos al muerto y se incorporó con lentitud. Pasó la
mirada por el campo de armas, alzó los brazos y pronunció en voz alta y por tres
veces el nombre del difunto, que fue coreado por miles de gargantas. Haciendo eco a
sus palabras, un ronco clamor se extendió entonces por toda Roma:
—¡Sexto Afranio Burro! ¡Sexto Afranio Burro! ¡Sexto Afranio Burro!
Al acabar la aclamación, Séneca se agachó, se arrodilló, dio el último beso al
amigo y le dijo adiós. Antes de levantarse recogió un puñadito de tierra y lo echó
sobre el pecho del difunto, consciente de que repetía el acto ritualizado de los tiempos
en que los seres queridos se confiaban a la madre Tierra y no al poder destructor de
las llamas.
A continuación los tribunos alzaron el féretro y lo depositaron sobre el ara. Un
pretor del ala de caballería se acercó cabalgando en un negro corcel asturcón y le
entregó una antorcha. Séneca la blandió en alto y la dejó caer sobre la pira. El fuego
mordió la leña y no tardó en ser atizado por el viento. Cuando las llamas se alzaron y
sintió que le abrasaban el rostro, Séneca retrocedió unos pasos, dio media vuelta y se
alejó del altar. No quería ver cómo la hoguera devoraba al amigo.
Se encaminó hacia el nutrido grupo de magistrados que rodeaban al emperador.
La escena le recordó una sesión plenaria del Senado en la que se hubiese exigido luto.
Los padres conscriptos iban ataviados de togas negras en las que lucían las anchas
bandas de púrpura propias de su rango. Lo que más poderosamente le llamó la
atención fue el calzado de los senadores, como si hasta ese día no hubiese reparado
en los zapatos de cuero rojo que él mismo llevaba. Se le antojó que sus colegas se
alzaban en un inmenso charco de sangre. Y en esos instantes le pareció que asistía a
su propio sepelio.
Para combatir el frío que le atormentaba desde hacía varios años en todos los
meses que no fuesen del estío se había puesto debajo de la toga dos camisetas de
algodón de manga larga, un chaleco de lana y unos calzones de lino, pero el calor que
desprendía la pira atravesó las telas y le penetró hasta las carnes.

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Un ardor intenso le recorrió la espina dorsal y se estremeció al pensar que el
amigo se achicharraba a sus espaldas. Tenía aún clavada en las retinas de sus ojos la
imagen de Burro, amortajado con su atuendo militar, luciendo una coraza de hierro
batido con incrustaciones de plata y los pantalones ajustados, que recordaban su
origen galo. Nunca se había acostumbrado su amigo a la faldilla romana. Aún veía
aquel largo cuerpo enjuto y nervudo y el rostro de facciones adustas, marcadas, como
talladas en piedra. Veía la expresión de ese hombre que podría haber sido modelado
por un dios en la intención de que fuese eternamente fiel a sí mismo. Tan fiel como
había sido para con los demás. Su integridad moral lo hizo inmune a todas las
calumnias, a todas las confabulaciones e intrigas que se fraguaban en la corte. En
tiempos del divino Augusto había desempeñado el cargo de intendente militar; con
Tiberio había sido ascendido a pretor, y Claudio había depositado en él una confianza
inusitada al nombrarlo prefecto único de las fuerzas pretorianas, sostén absoluto del
poder imperial.
Fue celebrado con toda pompa aquel ascenso durante el consulado de Tiberio
Claudio por quinta vez y de Servio Cornelio Órfito, hacía ya de aquello once años.
Once años exactos si contaba a partir de la fecha de la muerte del amigo, acaecida al
atardecer del sexto día de las calendas de febrero, cuando las cohortes se preparaban
para celebrar el undécimo aniversario de su pretoria. En vez de festejar, tuvieron que
llorar su muerte. Las lágrimas se adelantaron a las risas. Uno de los muchos caprichos
de las diosas que rigen los destinos humanos.
Recordó en esos instantes, como si hubiese sido ayer, el soleado día de invierno
en que asistió a la ceremonia en la que el emperador Claudio proclamó a Burro
prefecto de las cohortes pretorianas. El poder que le confería era inmenso. La vida del
emperador quedaba en sus manos. Roma entera se extrañó que se otorgase tal
confianza a un solo hombre, no obligándolo a compartir su cargo con colega alguno.
Los altos mandos militares cuchichearon y osaron decir por lo bajo que el príncipe
erraba en su elección. Tiberio había cometido ese mismo error por dos veces; la
primera estuvo a punto de costarle la vida, la segunda le garantizó la muerte. Roma
entera murmuraba y aseguraba que el viejo emperador chocheaba y se sometía a los
caprichos de su joven esposa. De sobra era conocido que Burro se contaba entre los
protegidos de la altiva y bella Agripina. Era un secreto a voces que Burro era el
militar de su confianza, el hombre que había movido sus hilos ocultos para que el
Senado cambiase las rígidas leyes romanas sobre el incesto y permitiese a su príncipe
contraer matrimonio con su propia sobrina, haciendo así de Agripina la emperatriz.
Todos habían percibido el extraño fulgor que irradiaban los ojos de la emperatriz
durante la ceremonia celebrada en ese mismo lugar hacía ya once años. Hasta los
niños sabían que aquella ambiciosa mujer estaba dando un paso más hacia la
coronación de su propio hijo. No sería Británico, el primogénito de Claudio, el
heredero al trono: sería Nerón, el hijo único de Agripina, cuya mirada esparcía en
aquellos momentos un brillo retador, propio de las personas que saborean su triunfo.

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Y como si aquellos instantes del pasado cobrasen vida en esos momentos, Séneca
recordó con deslumbrante nitidez la extraña mirada con que su vieja amiga
atravesaba a militares y magistrados. La arrogancia y el típico gesto suyo de desdén,
cuando fruncía los labios en un mohín de enfado, la hacían parecer aún más bella.
Recordó también cuán hondamente le había impresionado el rostro de Agripina,
como si advirtiese por vez primera esa expresión en una faz que tantas veces había
contemplado y que durante tantos años de infortunio no pudo dejar de evocar.
Vio de repente ante sí, con torturante realidad, la cautivadora sonrisa de
complicidad que le dirigía cada vez que sus miradas se cruzaban durante la
ceremonia. En aquella sonrisa le proyectaba el presente sobre el futuro, que extendía
ante él, con la clarividencia de una pitonisa. «Ahora eres —parecía decirle— el
preceptor de mi hijo. En ti confié su educación. Pronto serás el consejero áulico de un
príncipe, pues tu pupilo dirigirá los destinos de Roma mucho antes de lo que puedas
imaginar. Será emperador siendo todavía un niño, incapaz de gobernar. En mí caerá el
peso del Imperio y tú y Burro seréis mis pilares. La confianza que deposito en
vosotros es inmensa. No me defraudéis».
Los planes de Agripina se cumplieron. Tres años después, durante el consulado de
Marco Asinio y Manio Acilio, su discípulo fue proclamado emperador y él pasó a ser
su principal consejero. Se convirtió así en la eminencia gris del Imperio, en el
auténtico manipulador de sus destinos, pues Agripina, si bien supo vaticinar el futuro
de los demás, no fue capaz de adivinar el propio. Moriría a manos de su propio hijo,
con la complicidad de Séneca y Burro. Los dos antiguos favoritos de Agripina se
convirtieron en los verdaderos gobernantes de Roma. No hubo dos personas con
mayor poder en todo el orbe conocido. ¿Hasta cuándo ejercería ese poder tras la
desaparición del amigo?
El recuerdo de la muerte de Agripina le estremeció. La vio de repente ante sí,
tirada en el suelo de mármol de la biblioteca del palacete de Baia, tumbada en un
baño de sangre, con la cabeza destrozada y el rostro desfigurado en una mueca de
odio. Su aspecto era horrible, parecía la propia Medusa. Sin embargo, aquel rostro
sanguinolento conservaba un reflejo de su antigua belleza y los labios estaban
contraídos en un rictus irónico.
Pensó entonces que le echaba en cara después de muerta la confianza que había
depositado en él.
Detuvo el paso y permaneció inmóvil durante unos instantes, esforzándose por
mantener la compostura, pues había estado a punto de llevarse los puños a los ojos y
restregarse los párpados para borrar la imagen de la emperatriz muerta, cuyo rostro se
le aparecía ahora, enorme y fulgurante, recortado sobre un fondo de tinieblas e
iluminado por miles de antorchas. «Modérate —se dijo—, cuán fácil sería la vida si
un masaje en los párpados fuese todo lo que necesitásemos para acabar con los
fantasmas del pasado. La existencia va acumulando su montaña de lastre, del que no
nos podemos desembarazar. No nos es dado tirarlo por la borda como un fardo».

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Apretó el paso; su mirada se perdió por encima de las cabezas de los senadores y
percibió la caída de un rayo en la lejanía. A los pocos instantes un estruendo
espantoso retumbó en sus tímpanos. El cielo también estuvo enfurecido en aquel día
tercero de los idus de octubre en que había acompañado a su pupilo al cuartel
pretoriano para que fuese aclamado emperador.
Ocho años habían transcurrido desde entonces. Truenos y relámpagos fueron los
testigos del ascenso de su pupilo. ¿Presagiarían ahora la caída del consejero y
preceptor? Y al hacerse esa pregunta, no supo decirse si le importaba realmente caer.
Catorce años hacía que sus vidas se habían unido. Pero desde hacía tres divergían
a un ritmo inexorable. En los últimos tres años le fallaban cada vez más las fuerzas.
Lo que él perdía en vitalidad lo iba ganando su ex pupilo en rebeldía. Si difícil fue
educar al niño, y más difícil aún encarrilar al mozalbete convertido en amo del
Imperio, necesario fue el apoyo de Burro para gobernar con buen acierto durante un
quinquenio, Pero en los tres últimos años él y Burro se las habían visto y deseado
para refrenar al ser que cada vez se asemejaba más a un potro desbocado. ¿Qué sería
ahora de él sin Burro? Se sentía incapaz de soportar él solo tal peso. No era más que
un anciano al que le fallaban las fuerzas. Hacía ya tres años que había sobrepasado el
umbral de la senectud. A sus sesenta y tres años cumplidos, lo natural sería que
llevase ya tres disfrutando del retiro. Quizá necesitase un descanso. Cada paso que
daba en esos momentos le costaba un gran esfuerzo, como si la tierra lo atrajese con
una fuerza misteriosa, tratando de introducirlo en sus entrañas.
Se sobresaltó. De nuevo tenía la percepción de que hasta el músculo más pequeño
adquiría el peso de una roca gigantesca. Conocía muy bien esa sensación de que toda
la superficie de su cuerpo se veía arrastrada hacia los infiernos por cordeles
invisibles, cuando los demonios trataban de conducirlo a sus dominios. Y de repente
sintió que se asfixiaba. Abrió la boca en un vano intento por llevar a sus pulmones el
éter vivificador, mas la atmósfera que lo rodeaba parecía haberse convertido en una
masa sólida, en un objeto pesado e inmóvil. Le faltaba el aire, y por mucho que
intentó aspirarlo, no logró hacerlo entrar en sus pulmones.
Se puso a jadear. Su respiración se volvió entrecortada y le sobrevino un ataque
de tos, que aumentó aún más su ahogo. Se miró las manos y observó que las uñas se
habían vuelto azules, y supo entonces que el amoratamiento habría teñido sus labios y
que su rostro tendería a confundirse con el color del cielo. Sabía que su epidermis se
tornaba púrpura, como la ancha franja que adornaba su toga.
Atormentado por la tos y los espasmos, se exasperó por respirar, pero el esfuerzo
que realizó le dejó el cerebro sin sangre; hubiese caído desplomado al suelo de no
haber acudido a socorrerlo las dos hijas del difunto, quienes lo sujetaron por ambos
costados. Los cuatro tribunos militares se acercaron corriendo y formaron junto con
los centuriones un amplio círculo para impedir que los asistentes al sepelio se
acercaran a fisgar y privasen así al primer consejero imperial del aire que tanto
necesitaba.

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Tras la muralla de los centuriones, Séneca adivinaba más que veía un borrascoso
mar de rostros con sus ojos clavados en él. Se impuso como ejercicio entresacar e
individualizar algunas caras de entre aquel maremágnum de facciones a primera vista
anónimas. Siempre que le asaltaban los ataques de asma necesitaba concentrar su
mente en alguna tarea concreta para combatir la sensación de que su próximo intento
por respirar sería el último que hiciese en su vida. La experiencia de la inminencia de
la muerte, el presentimiento de que abandonaría en breve el mundo de los vivos sin
exhalar siquiera el último suspiro, no le sumían en un estado de resignación, sino que
le impulsaban a aferrarse aún más a la vida, pues le repugnaba la idea de que la
muerte se presentase tan de improviso, de un modo tan ridículo, tan trivial, tan ajeno
a su voluntad.
Quería ser el artífice de su propia existencia y quería sobre todo escribir con su
propia mano el acto final de la obra teatral que le había tocado en suerte desempeñar
en su vida. Era algo que le obsesionaba: decidir el instante en que el actor principal
de su propia comedia abandonase la escena.
En ese esfuerzo por vivir comenzó a distinguir algunos rostros. A lo lejos divisó a
Popea, la nueva amante de Nerón, y creyó percibir una sonrisa en su rostro, al igual
que creyó advertir una mueca burlona en el hombre que estaba a su lado. Al principio
no lo reconoció. Aguzó la vista y sintió entonces un malestar difuso en el estómago.
¿Cómo podía haber pasado por alto ese rostro? Parecía perseguirlo desde los tristes
años de su destierro en Córcega. Era la faz inconfundible de Ofronio Tigelino, del
cortesano nato, del que sabía utilizar sus encantos para medrar contra viento y marea,
del seductor siciliano que supo engatusar primero a Agripina y luego a su vástago y
que ahora no se conformaría con el puesto de prefecto de los vigilantes nocturnos y
jefe del cuerpo de bomberos. Aunque ya había logrado convertir a esos serenos en la
fuerza represiva más eficaz de toda Roma, creando en su seno una policía secreta
privada, aquel hombre aspiraba a más. Incluso había llegado a sus oídos el rumor de
que Tigelino pretendía ser el sucesor de Burro. Sintió escalofríos cuando se lo
dijeron.
Entre aquel mar de rostros, inmóviles unos, en movimiento otros, advirtió
expresiones de preocupación y de condolencia, pero también muecas de satisfacción
y mohines de alegría. Y de repente todos aquellos rostros se echaron a reír y se vio
envuelto en una masa de gente que se mofaba de él y hacía burla de su desgracia.
Escuchó incluso el fragor infernal de sus carcajadas.
La alucinación duró tan solo unos instantes. Lo sacó de ella la visión de los ojos
de su esposa, que trataba de abrirse paso entre la multitud para llegar hasta él.
Distinguiría aquellos ojos incluso en las profundidades de una caverna, pues tenían la
propiedad de brillar con luz propia. Siempre decía que eran ojos capaces de resucitar
a un muerto. Solía pensar que lo único que le mantenía en vida eran la dulzura y la
alegría desbordante que irradiaban los ojos de su Pompeya Paulina.
Un tanto reconfortado con la visión de su esposa, descubrió entonces que una

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persona, a la que todos abrían paso, se acercaba a grandes zancadas. Era Nerón,
precedido de lictores y escoltado por efectivos de la guardia germana. Se alegró de
ver dirigiéndose hacia él aquella figura gallarda, de rostro franco y hermoso,
acariciado por bellos bucles dorados teñidos de carmesí. La actitud del príncipe le
enterneció e hizo que rememorase, como en muchas ocasiones, una escena que jamás
se le borraría de la memoria. La revivió con tal intensidad que creyó ver
efectivamente al niño de once años que se le abalanzaba sonriente para abrazarlo.
Aquel abrazo había sido lo único que de agradable había tenido su vida en muchísimo
tiempo. Le resarcía de los nueve años de exilio. Y le restituía al primogénito perdido
días antes de que emprendiese el camino del destierro. De no haber muerto aquella
criatura a los tres años, hubiese tenido la misma edad del niño que en aquellos
momentos se abrazó a su cintura y clavó en él la mirada inocente de sus hermosos
ojos azules. Su vieja amiga Agripina, recién convertida en emperatriz, lo liberó de la
deportación y lo nombró preceptor de su primogénito, pero más que un discípulo le
regaló un hijo.
Séneca sintió en esos instantes la alegría del padre que ve al hijo correr en su
ayuda. Unas veces lo veía tal como era, ya de mayor, ya el joven de veinticinco años,
pero las más lo veía como el niño que se abalanzó sobre él, saltándose todo el rígido
protocolo de la casa imperial, se aferró a su cuerpo y le dijo que se alegraba de poder
aprender de un hombre al que precedía su sabiduría.
Cuando Nerón se le acercó a toda prisa y le estrechó entre sus brazos, a Séneca
por poco se le saltaron las lágrimas.
—Ya he hecho avisar a Andrómaco —le dijo, jadeante, Nerón—. Te estará
esperando. Haré que te lleven inmediatamente a él. ¡No sabes cómo me preocupas!
¿Cómo te encuentras?
—No tenías por qué molestar a tu médico de cabecera —contestó Séneca,
sintiéndose notablemente más aliviado—. Y tampoco tenías por qué preocuparte. Ya
sabes que esto no es más que uno de mis habituales ejercicios con los que me entreno
en vida para la muerte. Al igual que un atleta se prepara para competir con maestría,
yo me ejército en el arte del buen morir.
—Eres incorregible. Te burlas hasta de ti mismo. Y de tu salud. Pero esta vez haré
que te cures de verdad. Me ocuparé personalmente de ello. Has de saber que de ahora
en adelante dispondré de más tiempo libre, no solo para dedicarme a la literatura y a
las artes, sino también para cuidar de mi anciano maestro.
—Avanzas impetuoso, ¡oh, querido príncipe!, por la difícil senda de la sabiduría
—exclamó Séneca, mientras se le iluminaban los ojos de alegría—. Estás
descubriendo que la vida no es corta si sabemos hacer buen uso de ella. Pero, dime,
¿cómo realizarás el milagro de multiplicar las horas?
—Pienso nombrar prefecto del pretorio a Tigelino, un hombre dotado de la rara
habilidad de cargar sobre sus hombros muchas de las tareas que pesan sobre los míos.
Me aligerará de la pesada carga del ejercicio del poder. Creo que voy a disponer de

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más tiempo de ocio.
Tan solo la costumbre de ocultar sus sentimientos a la hora de tratar sobre los
asuntos del estado impidió a Séneca dar un respingo. Por hábito, adoptó una
expresión hierática, que no dejaba traslucir la menor emoción, pero por dentro el
sobresalto se apoderó hasta de las fibras más íntimas de su ser. Una ola de calor le
recorrió las vísceras y aumentó los latidos de su corazón. No podía permitir que aquel
mozo descarado de otros tiempos, que tan solo se distinguía por su buen aspecto
físico y que empezó su carrera ascendente calentando las camas de algunas patricias
romanas, fuese a convertirse ahora en el segundo hombre más poderoso de todo el
Imperio romano. Era una afrenta histórica que aquel joven de carácter tortuoso, del
que se pensó que había alcanzado la cima de su carrera cuando se hizo tratante en
caballos, fuese llamado ahora varón eminentísimo porque el emperador había tenido
el capricho de ascenderlo al orden senatorial, ornándolo con la ancha franja de
púrpura. Ya no tendría que soportarle únicamente a su lado en las sesiones del
Senado, sino también durante las reuniones del consejo imperial.
No podía permitir que un ser tan ladino fuese a tener el mismo gran poder que
había ejercido su amigo Burro. Era un poder inmenso, desorbitado. Tenía que hablar
con Nerón. Tenía que solicitarle una reunión para ese mismo día. Tenía que
convencerle de lo absurdo de su proyecto.
Intentó hablar, pero la asfixia le asaltó de nuevo, la tos volvió a atormentarle y la
irritación le paralizó la garganta; una irritación que tanto más se agudizó cuanto más
se esforzó en articular palabras.
Asustado, el emperador se puso a vociferar órdenes. A los pocos instantes se
detenía ante él la carroza imperial, tirada por una cuadriga de corceles blancos. Dos
fornidos centuriones alzaron a Séneca en vilo, lo introdujeron en la carroza y lo
acostaron en un diván. Cuando estaban a punto de cerrar la portezuela llegó corriendo
Pompeya Paulina y subió a sentarse junto a su esposo. La carroza se puso en marcha,
escoltada por un destacamento de la guardia imperial y precedida por doce lictores a
caballo, que aún llevaban las fasces a la funerala.
Pompeya Paulina se apresuró a alzar la cabeza del esposo y colocarle debajo un
almohadón. Le cogió la diestra entre sus manos, la apretó con cariño y se la llevó al
corazón. Su sonrisa parecía reanimarlo.
Séneca quiso dirigirle algunas palabras, pero la tos persistente se lo impidió. Trató
de entretener su mente con alguna de las cuestiones filosóficas que tanto solían
preocuparle, pero en lo único que pudo pensar fue en la mano inexistente de su
difunto amigo. Burro le había contado en más de una ocasión lo extraño que se le
hacía sentir frío, calor, picor y dolor precisamente en la mano que le faltaba. A veces
hablaba de ella como de su mano fantasma. «De nuevo me está dando la lata mi
mano fantasma», solía decirle.
Se puso entonces a meditar sobre el extraño fenómeno de la manquera de su
amigo, evocó algunas situaciones grotescas, e incluso chuscas, que habían vivido

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juntos, como cuando Burro, en las prisas por firmar un documento, quiso coger una
pluma precisamente con la mano que le faltaba, y por una asombrosa asociación de
ideas se le antojó identificar a Nerón con la mano fantasma del amigo. Se esforzó por
imprimir un rumbo distinto a sus pensamientos, pero su mente permanecía
obsesionada por esa identidad insólita entre la persona del emperador y la manquera
de Burro.
La tenacidad de aquella fantasía le sublevó. Su cerebro se le había declarado en
rebeldía. Trató de imponerle su voluntad, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos.
Se doblegó por fin a los caprichos de su mente, pues sabía por experiencia que
resultaba inútil oponerse a los cauces por los que se precipitaban a veces sus ideas, y
trató de entender la relación que podría existir entre dos fenómenos tan distintos entre
sí: una mano que no era tal y un ser que tan íntimo le era.
Entre los esfuerzos que realizó por penetrar el misterio de aquella asombrosa
concatenación de ideas y los que hizo por respirar mientras una tos pertinaz lo
asfixiaba, acabó perdiendo el conocimiento.
Mientras Pompeya Paulina enjugaba con un pañuelo las gotas de sudor que
cubrían la frente y el rostro del esposo, advirtió, al mirar a través de una de las
ventanillas, que los lictores portaban las fasces con las hachas dirigidas hacia abajo.
Le pareció entonces que iban abriendo camino a la carroza que transportaba los restos
mortales de un emperador difunto.

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Día tercero de las idus de marzo
(13 de marzo)

En el amplio Salón de las Constelaciones de la mansión de Ofronio Tigelino,


recostado en un triclinio que compartía con su esposa y su amigo Demetrio, el
senador Lucio Anneo Séneca intercambiaba miradas y sonrisas con el anfitrión, que
le hacía señas desde lejos, agitando en lo alto un vaso de vino, para indicarle que
deseaba brindar por la salud del primer consejero áulico y de sus distinguidos
acompañantes.
«¡En qué inmundos cenagales de hipocresía nos revolcamos a veces los humanos!
—pensó Séneca, mientras alzaba su copa—. ¿Qué necesidad tengo yo de estar
saludando a ese cerdo?».
Y en ese mismo instante, Séneca tuvo un sobresalto que no pasó inadvertido ni a
la esposa ni al amigo. Le pareció inusitado haberse hecho esa pregunta. Había algo
nuevo en ella. No recordaba haberse planteado durante los últimos años ninguna clase
de dudas acerca de los cargos que poseía.
«Por supuesto que estoy obligado a hacer lo que estoy haciendo —se dijo—, para
eso el hombre al que saludo es el nuevo prefecto del pretorio y yo sigo siendo la
eminencia gris del Imperio, el emperador sin púrpura».
La pregunta era pueril, como muchas de las que solía plantearse en los últimos
tiempos. Tigelino ofrecía un banquete al que asistía el mismísimo emperador y él no
podía brillar por su ausencia. Demasiado tensas eran ya sus relaciones con el nuevo
favorito del emperador como para empeorarlas aún más. Bien al tanto estaría Tigelino
de que él había sido el causante de que tuviese que compartir su pretoria con Fenio
Rufo, de quien todos sabían que se contaba entre el círculo de amigos de la casa de
los Séneca. Conociendo como conocía a Tigelino, podía estar seguro de que este
jamás se lo perdonaría.
No le había sido fácil disuadir a Nerón. El príncipe se había dejado deslumbrar
por el encanto seductor del siciliano. ¡Y cuán fácil era caer en las redes de un hombre
que únicamente decía lo que su interlocutor quería oír! Tuvo que recurrir a toda la
fuerza de su oratoria persuasiva. De nada le valieron las veladas críticas a Tigelino, ni
pudo asustar al príncipe con el fantasma de un nuevo Sejano, del hombre que estuvo
a punto de arrebatar el poder al emperador Tiberio, tras haber dado muerte a su hijo.
De nada valieron los ejemplos sacados de la historia, de nada los razonamientos
políticos, de nada la lógica ni el sentido común. Logró al fin convencer a Nerón
cuando le hizo ver lo popular que se había hecho Fenio Rufo como pretor de
abastecimiento, pues durante su mandato jamás había faltado el trigo al pueblo. Los
ciudadanos verían con buenos ojos que su amado prefecto de la anona pasase a ser
uno de los dos prefectos del pretorio. Contribuiría a reforzar la adorada imagen del

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emperador. La gente lo querría aún más.
Este último argumento había sido el decisivo. Conocía las ansias desmedidas que
tenía su discípulo de ser reconocido y alabado. Hasta se sintió avergonzado por haber
utilizado aquel viejo truco de sus años de preceptor, cuando obtenía de Nerón
mediante alabanzas lo que no podía conseguir con amonestaciones. Fue así como
logró su propósito: evitar que Tigelino alcanzara un poder desmesurado y colocar a
su amigo Fenio Rufo —que había sido, al igual que él mismo, protegido de Agripina
— en posición de controlar las desbocadas ambiciones del antiguo tratante en
caballos.
Pero eso era algo que el antiguo tratante en caballos jamás le perdonaría. Hacía ya
más de veinticinco años que lo conocía, desde los tiempos en que ambos entablaron
amistad con Sivila y Agripina, las nietas del gran Germánico, del más famoso de
cuantos generales habían existido después de Julio César. Se conocieron precisamente
cuando ambos lograron escapar a duras penas de las iras de Calígula, que se
aplacarían quizá tras enviar a sus dos hermanas al destierro y degollar a sus amantes.
En aquella ocasión le salvó la mujer de un alto dignatario a la que Calígula había
tomado por concubina y quien logró convencer al tirano de que aquel arrogante
provinciano amigo de sus hermanas estaba demasiado enfermo como para que
mereciese la pena tomarse la molestia de adelantarse a la naturaleza infligiéndole la
muerte. Una cortesana le salvó la vida. Otra salvó a Tigelino. Sus destinos parecían
estar unidos.
Se vieron de vez en cuando, para rememorar los momentos felices que pasaron en
compañía de las dos desterradas, y se reunieron también para celebrar la muerte de
Calígula y lo que pensaron que iba a ser la restauración de la República.
Tras el tiranicidio perpetrado por unos oficiales de la guardia imperial, el Senado
se reunió en el Capitolio, para no hacerlo ni en la basílica ni en la curia de César, y
decidió incluso que derribarían todos los templos que recordasen a los gobernantes de
la dinastía de los Julio Claudios. Los padres conscriptos proclamaron la República.
Fueron momentos de euforia, pero el tío del emperador difunto, el único de los
hermanos de Germánico que quedaba con vida, traicionando incluso los ideales del
hermano muerto, apoyándose en la guardia pretoriana, dio un golpe de estado y se
hizo proclamar príncipe.
Séneca intuyó enseguida que los nuevos aires presagiaban tormenta, pero no
adivinó, como se dijo luego, que «lo que se le avecinaba era un huracán».
Claudio, el nuevo déspota que vestía el manto de púrpura y adoptaba el título
hipócrita de «príncipe», del «primero entre pares», se convertía en el hombre más
poderoso del mundo. Traía consigo a su tercera esposa, la jovencísima Mesalina, que
llegaba embarazada de ocho meses.
El retoño de la emperatriz, que nació a las tres semanas y que recibiría años
después el apodo de «Británico», se convertía así en el posible heredero al trono, pero
también lo era por derecho propio el hijo de Agripina. La confrontación entre las dos

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mujeres era una cuestión de tiempo.
De nuevo él y Tigelino frecuentaron las mansiones de Agripina y de Julia Livila,
de nuevo celebraron banquetes y tuvieron animadas charlas, y de nuevo se vieron
implicados en un escándalo de adulterio. A él le acusaron de haber tenido relaciones
carnales con Julia Livila; a Tigelino, con Agripina. Pero esta vez hubo acusación
formal.
A instancias de Mesalina, los juristas desempolvaron a toda prisa la vieja ley de
delitos de adulterio de los tiempos de Augusto, la terrible Ley Julia, la que permitió al
tirano desterrar a Ovidio y recluir en islas de por vida a su propia hija y a su única
nieta. Los acusadores pidieron para Séneca la pena de muerte.
Lo condenaron en un juicio sumarísimo de urgencia, durante una reunión
extraordinaria del Senado. Claudio intervino y le salvó la vida, concediéndole la
gracia del exilio.
Con cuatro esclavos y ocho baúles repletos de libros partió para Córcega, donde
alquiló una casa modesta en la colonia militar de Aleria, en la costa oriental de la isla.
Jamás olvidaría el día de su llegada a aquel lugar mil veces maldito en su
memoria. Apenas había atracado su barco en el puerto de Diana cuando se levantó un
terrible viento huracanado que apenas permitía dar un paso. Los cielos rugieron,
vomitando truenos y relámpagos, y una lluvia torrencial cayó furibunda sobre la isla,
amenazando con hundirla en las profundidades del mar. Le pareció que los dioses
protestaban por su presencia. En Roma era persona non grata, en la Ciudad Eterna
los hombres le habían humillado y desterrado, en aquella isla ni los dioses inmortales
lo toleraban.
Aún sentía escalofríos al recordar el hondo abatimiento en que se vio sumido.
Veinte días antes de partir para el destierro había muerto su pequeño Marco, sin haber
cumplido aún los tres años de edad. Y dos días antes había partido su madre para
Corduba, sin sospechar siquiera que su hijo sería condenado al destierro. En un lapso
de tiempo que le pareció un instante su vida se había trastocado. Se sintió como
enclaustrado en una mazmorra.
De niño, tendría unos cinco o seis años, se había quedado encerrado en la bodega
de la finca que su abuelo materno tenía en las inmediaciones de Corduba, en la falda
de una colina a cuyos pies se extendía un valle frondoso que llegaba hasta la orilla del
Betis. En aquel lugar paradisíaco, al que luego siempre tuvo miedo de volver, se
encontró sepultado entre aperos de labranza y ánforas de aceite y vino.
Aporreó la puerta con los puños, gritó hasta enronquecer y lloró
desconsoladamente. Pero lo que más le aterrorizó fue su propia desesperación. Quería
salir de allí, salir inmediatamente. Sentía que no podría soportar aquella situación ni
un solo instante más, que estaba a punto de perder el sentido.
Aquella percepción fue más mortificante que el hecho mismo de estar encerrado.
Por momentos pensó que enloquecería, que erraría después por las calles de Corduba
como los dementes que iban de un lado para otro emitiendo horrorosos alaridos.

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Exactamente lo mismo sintió en Córcega. Creyó perder la razón si no lo sacaban
de allí inmediatamente. Fue la primera vez en su vida que experimentó la angustia de
sentirse a un paso de la locura. No sería la última vez que aquel temor le aterrorizaría.
Tampoco lo vivió como algo extraño, pues se asemejaba en cierto modo a esos
momentos durante un ataque de asma en que creía que estaba a punto de dar el gran
salto hacia la muerte.
Huyendo del terror, se refugió en la ciencia. Recordó su período alejandrino,
reanudó sus estudios de naturalista y escribió algunos tratados sobre la geología y la
climatología de la isla. Recolectó y catalogó plantas, escribió la biografía del padre y
se enfrascó en la redacción de un extenso tratado psicológico sobre la terrible
enfermedad de la ira y sus nefastas consecuencias.
Y en un desapacible día otoñal, cuando chapoteaba por los barrizales de una de
las calles de Aleria, meditando sobre ese tratado, con el que pretendía ayudar a sus
semejantes a evitar tan funesto mal, se topó con Ofronio Tigelino.
En aquella soledad tan espantosa, en aquella isla que tanto aborrecía, encontrarse
de pronto con una cara conocida fue para él como volver a ver a un viejo y añorado
amigo.
Se abrazaron afectuosamente, se metieron en una tasca y se pasaron horas de
charla rociada con vino.
A Tigelino le habían acusado de adulterio con Agripina, quien pudo evitar un
nuevo destierro gracias al matrimonio con el influyente Crispo Pasenio. Julia Livila
había sido deportada a una de las islas Pontinas y luego asesinada por orden de
Mesalina, quien sentía celos de las miradas que le dirigía Claudio, ya que le parecía
que había algo más que ternura en las relaciones entre tío y sobrina. A él le habían
conmutado la pena de muerte por el destierro a Córcega, donde llevaba ya casi dos
años viviendo en Mariana, la otra colonia militar de la isla.
A partir de aquel día Séneca y Tigelino no dejaron de visitarse. El joven siciliano
había significado para él una gran distracción, aun cuando advertía en el otro un
trasfondo diabólico. Su presencia le desazonaba siempre. Intuía que en el alma de
aquel joven anidaba la maldad. Sin embargo, a veces era encantador y resultaba muy
difícil no sucumbir a su gran poder de persuasión.
A los tres años de estar en la isla les llegó la noticia de la muerte de un hermano
del poderoso ministro Polibio, uno de los libertos del emperador, quizá el único que
no defendía a capa y espada a la pareja imperial y que albergaba ocultas simpatías por
Agripina y por todo lo que ella representaba como hija del gran Germánico.
Tigelino fue a verlo y le convenció para que dirigiera al ministro un escrito
consolatorio y aprovechase la ocasión para inducirlo a interceder por él ante el
emperador.
—No seas tonto —le dijo, con su franqueza habitual—. ¿Vas a desperdiciar tus
dotes de escritor? ¿De qué te sirve ser el príncipe de la elocuencia, de qué ser el
mejor orador de toda Roma? Utiliza tus dones divinos para excavar el túnel que te

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permitirá escapar de esta cárcel. ¡Te conmino a que empieces ahora mismo!
Fue como una de las órdenes del padre, que jamás se atrevió a desobedecer.
Llamó a su amanuense, quien acudió presuroso con el recado de escribir, y se puso a
dictarle el escrito que, para su desgracia, llegaría a hacerse famoso con el título de
Consolación a Polibio. Y mientras el secretario garrapateaba con el cálamo en el
rollo de papiro, registrando en escritura taquigráfica las palabras que le dictaban, y
Tigelino, entre grandes aspavientos, daba ostentosas muestras de aprobación, Séneca
hacía gala de sus grandes dotes de orador y declamaba lo que se suponía que estaba
dirigido a aliviar el dolor del ministro, pero que, en realidad, perseguía el único fin de
conmover al destinatario y hacer que pidiese clemencia para el desterrado. En lo
único que pensó en esos momentos fue en salir del fondo de la bodega. Y así
pronunció palabras dictadas por el terror y la desesperación, palabras que le salieron
de lo más profundo de su ser y no del intelecto, pues en aquellos momentos no era
más que el niño que gritaba y aporreaba la puerta, implorando que le liberasen del
suplicio del encierro.
¡Cómo habría de lamentarse después de haber escrito aquel panfleto! No podía
recordarlo sin sonrojarse. En aquel horroroso pasquín llamó a Claudio «salvador del
género humano», calificándolo de «restaurador de todo cuanto destruyó el furor de su
antecesor». Y confiando en que Polibio mostraría a Claudio aquella carta y le daría a
leer las alabanzas a él dirigidas, escribió: «Me esforzaré para que el príncipe no tenga
que avergonzarse de rebajarse hasta mí».
Cada vez que recordaba aquellas palabras, sentía un escalofrío que le recorría
toda la espina dorsal. Y al escalofrío seguía, invariablemente, la evocación del rostro
de Tigelino.
En aquellos instantes, al evocar el rostro, sintió que una ola de rabia le abrasaba
las entrañas. Aquel personaje siniestro estaba echando por tierra en cuestión de días
todo aquello que él había logrado edificar en trece años de esfuerzos. Ocho años
dirigiendo con Burro los destinos de Roma, empeñado en humanizar las costumbres y
las leyes, y ese tratante en caballos resucitaba en un abrir y cerrar de ojos el espantajo
de los denunciantes, blandía de nuevo la temida Ley de delitos de lesa majestad y le
demostraba que era capaz de convertir en cenizas los trece años que llevaba tratando
de modelar a Nerón. Con Tigelino el Senado perdía poder a marchas forzadas, y la
armonía reinante entre príncipe y Senado, que tanto trabajo le costó conseguir, se
convertía en guerra declarada.
Sumido en esos lúgubres pensamientos, su mirada se cruzó otra vez con la de
Tigelino, que le sonreía de nuevo desde lejos, alzando su copa. Distraído con sus
recuerdos, no advirtió que estaba contemplando la imagen real y no la de sus
evocaciones, por lo que instintivamente lanzó una mirada de furia a esa imagen. A
Tigelino se le congeló la sonrisa en los labios, bajó la copa y apartó la mirada.
Sobresaltado por el penoso incidente, Séneca buscó la mirada de Tigelino para
devolverle la sonrisa, pero el anfitrión ya había reanudado su animada charla con

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Popea Sabina, de quien todos sabían que era la nueva amante del emperador, pero que
estaba sentada al lado del prefecto del pretorio porque esa noche Nerón había acudido
al banquete en compañía de su esposa.
Séneca se quedó meditabundo, recordando las consecuencias de aquella carta a
Polibio. Fueron funestas, como todo cuanto tenía relación con Tigelino.
El escrito llegó a poder de la emperatriz, quien convenció a su esposo de que el
filósofo estaba intrigando en la isla, por lo que lo aconsejado sería darle un buen
escarmiento.
Séneca fue relegado a Lurinum, una aldehuela miserable situada en el extremo
norte de la isla, en la abrupta lengua de tierra conocida como el cabo de Córcega.
Esta vez tuvo una choza por morada. Despeñaderos y ortigas dibujaron su paisaje.
Jamás entendería cómo los griegos pudieron llamar a esa isla Kalliste, «La Bella». En
lo alto de un promontorio, a dos mil pies de altura sobre el nivel del mar, sentado en
un peñasco, se pasaba las horas contemplando los embates del mar contra las rocas de
la pequeña isla de Giraglia, que se convertiría en su única compañía. Para no volverse
loco empezó a componer tragedias. Un mundo nuevo se extendió a sus pies. El
tiempo detenido cobró alas.
Séneca se revolvió en el diván. Se sentía incómodo. Pese a los almohadones, no
sabía cómo apoyarse en el codo, y la espalda empezaba a dolerle. Jamás se
acostumbraría a esa moda importada de Grecia de comer tumbado. De hombres era
comer en mesas y dormir en camas. Los antiguos comían de pie y tenían la tierra por
lecho. En su casa se comía sentado a la mesa, sin sibaritismos estrafalarios, que solo
servían para descoyuntar los huesos.
Se comía en una mesa larga de madera maciza, en la que cabían esclavos e
invitados. Se comía como en su casa de Corduba, en aquella mesa inusitadamente
larga, a cuyo derredor corría como alma perseguida por los demonios, huyendo de las
persecuciones de su nodriza cuando esta pretendía castigarle por alguna falta.
Jamás llegó a alcanzarle. O bien él era mucho más rápido, o bien se interponía la
madre y la nodriza tenía que retirarse tras recibir una buena reprimenda y sin que él
supiera si realmente aquella mujer bonachona se hubiese atrevido a ponerle la mano
encima. Se sonrió al recordarlo.
—Por lo que parece, el sol ha salido al fin después de la tormenta —le dijo
Demetrio, que no pudo reprimir una sonrisita burlona al observar los bruscos cambios
en el rostro de Séneca—. ¿Os dirigís también tales miradas durante las sesiones del
consejo imperial? Los puñales volarán por el aposento.
—A veces vuelan hasta espadas y lanzas; y si tuviésemos las dotes de un Júpiter,
rayos nos arrojaríamos —replicó Séneca.
—Eso te pasa por no seguir mis consejos y coquetear de forma tan descarada con
el poder, amigo mío. Para nosotros, los cínicos, el sabio ha de rehuir cualquier
participación en los asuntos del estado. Ha de fustigar las malas costumbres, no
fomentarlas. Todo político es un corruptor de almas.

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Séneca se quedó contemplando al amigo. Alto, delgado, más bien enjuto, de
espesa melena negra y largas barbas tupidas, de ojos vivos y mirada penetrante,
parecía la encarnación de la sabiduría, de ese ideal que tanto desearía él mismo
alcanzar. Frugal en sus comidas, una esterilla por cama, siempre ataviado con el
manto pardo del filósofo, tejido de basta lana, no había resultado fácil convencerlo
para que se pusiera una túnica de seda y se echase por encima un manto rojizo de la
más fina lana cordobesa. Ahora, desprovisto del manto, vestido con una túnica
cretense de vivos colores, hasta parecía uno de esos aristócratas refinados que lucen
su elegancia con displicencia estudiada.
Tenía que reconocer, de todos modos, que su amigo Demetrio jamás presentaba
un aspecto que pudiese resultar desagradable. No era como la inmensa mayoría de los
filósofos, que se dejaban crecer barbas y cabellera para dar a entender que estaban
por encima de las trivialidades humanas y que andaban demasiado ocupados con sus
pensamientos como para prestar atención a tales nimiedades. Y de ese modo, cuantas
menos ideas tenían en la cabeza, tanto más sucios y harapientos se veían. La fatuidad
contraía nupcias con la hediondez. En los filósofos, los malos olores del cuerpo
anunciaban desde lejos la futilidad del espíritu que lo albergaba. De ahí que en el
habla popular se dijera que «la barba no hace al filósofo». Su amigo Demetrio era
todo lo contrario: en su cabeza bullían las ideas.
De repente, en el techo, se movieron las placas del artesonado, que giraron,
inclinándose a guisa de trampillas, y una lluvia de polvo de oro, azafrán y violetas
cayó sobre los comensales. En medio de las risas y de la algarabía generalizada que
aquella sorpresa había arrancado a los invitados, un grupo de bailarinas gaditanas
surgió como por encanto en el centro de la sala. La orquesta, hasta ahora en silencio,
ejecutó una música apasionada, a cuyo son danzaron las jóvenes, marcando el ritmo
con sus castañuelas.
Por doquier aparecieron jóvenes de deslumbrante belleza, ondeando sus cuidadas
cabelleras y luciendo túnicas de seda recamadas en oro. Con gracia inusitada,
portaban bandejas de plata, que enarbolaban como estandartes, ejecutando con ellas
las más asombrosas piruetas y amenazando a los comensales con derramar sobre sus
cabezas el contenido de las fuentes y las jarras. Entre los chillidos de las damas, los
coperos escanciaron licores y vinos y sirvieron los primeros entrantes.
Un joven moreno de largas pestañas les colocó unas copas en las mesitas que
tenían delante de sus divanes y les escanció una bebida hecha con absenta, dátiles
tebanos, azafrán y regaliz. Otro les sirvió unas cazuelillas con lonchas de orejas
curadas de jabalí, aceitunas verdes adobadas con hinojo y ajedrea y rodajitas de
melón acompañadas de taquitos de jamón.
No habían terminado de beber la absenta cuando otro copero les sirvió vermut
mezclado con infusión de ajenjo y otro les trajo un vino tinto de Falerno, endulzado
con miel ática y enfriado con nieve de los montes Albanos. A esto se añadieron
nuevas cazuelillas con ostras del lago Fumino y vieiras del Egeo, de al menos cinco

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pulgadas de largo y recubiertas de una salsa preparada con yema de huevo y
pimienta.
El gran salón de la mansión de Tigelino se llenó de música, risas y voces. Séneca
pasó la mirada por la sala y se fijó en los peinados extravagantes de las mujeres, que
parecían competir por superar en altura al mismísimo Olimpo. De muchas de las
orejas de aquellas damas colgaba el equivalente a los bienes de una familia
acomodada. Algunas, como Popea, se jactaban de llevar en el cuello y los brazos las
rentas de provincias enteras. El oro, la plata, las perlas y las piedras preciosas
brillaban desde todos los divanes.
Apartó la vista de los comensales y miró a su esposa. Le pareció la más bella de
todas las mujeres que asistían al banquete. Superaba incluso a Popea en hermosura,
pues la beldad de esa mujer tenía un cierto aire arrabalero, mientras que la de Paulina
era excelsa como la de una divinidad olímpica. No necesitaba como la otra ni adornos
ni afeites. Tampoco tenía necesidad de teñirse el pelo de rojo como ella, ni de
cubrírselo con pelucas rubias de cabelleras de mujeres germanas como hacía la
mayoría, pues lucía con orgullo su color natural: negro como el azabache. Llevaba el
peinado clásico de la época republicana, con raya en el medio y moño recogido sobre
la nuca, dejando así al descubierto el esbelto cuello. Aparte unos pequeños pendientes
de oro y esmeraldas, su única joya, la que siempre llevaba en el anular izquierdo, era
el anillo de hierro de las desposadas. Un ligero toque de carmín en los labios y un
poco de carboncillo en las cejas eran toda su concesión a la vanidad humana.
Doce años llevaban ya de casados y cada día la amaba más. De su primera esposa,
que le había sido impuesta por el padre, apenas guardaba un oscuro recuerdo. Paulina
había sido, en realidad, la primera mujer en su vida. A veces se decía que el casarse
con Paulina fue lo único bueno que hizo cuando regresó del exilio. Toda Roma le
envidió por ello. Aquella jovencita de quince años no solo destacaba ya por su
ingenio y su belleza, sino que aportaba al matrimonio una fortuna que hasta podría
despertar la codicia de los dioses.
Era hija del nonagenario Pompeyo Paulino, gobernador de la ciudad y antiguo
general del ejército, que había sido también uno de los pocos amigos íntimos del
padre de Séneca. Tenía por hermano al prefecto de la Alta Germania, de quien se
decía que no iniciaba un viaje sin llevar como calderilla un millón de sestercios por lo
menos.
Treinta y cinco años era la diferencia de edad entre él y su esposa, cosa que a
veces le aterraba. Temía que le ocurriese algo y su mujer quedase desvalida. ¿Qué
sería de ella si él moría?
Cerró los ojos para alejar de sí los malos pensamientos, y al abrirlos de nuevo y
contemplar a su esposa a la luz de unas velas, creyó ver de repente el rostro de
Agripina, aquel rostro que no dejó de evocar ni un solo día durante los ocho años de
exilio.
Sintió que el corazón le daba un vuelco al percatarse de que la Agripina que dejó

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en Roma antes de partir para el exilio, la mujer del rostro que se le quedó grabado en
la memoria, tenía en aquel entonces la misma edad que la mujer que estaba tumbada
ahora en un diván a su lado. De no haber sido asesinada, Agripina tendría ahora tan
solo cuarenta y tres años.
Se imaginó por unos instantes a Agripina tumbada a su lado y apuró sin darse
cuenta varias copas de absenta.
—Come algo o te va a sentar mal la bebida —le instó Paulina, acercándole una
bandeja con rodajas de melón empapadas en una salsa elaborada con pimienta, menta
poleo, licor de vino, garo y vinagre—. Esto te aliviará el estómago.
—¿Sabéis qué hemos bebido al tomar esa absenta? —inquirió Demetrio—. Quizá
algún tinto de Falerno, aderezado con vermut del Ponto, dátiles tebanos, resina de
pinos piñoneros, hojas de laurel, almáciga y azafrán. ¡Cómo se complican la vida los
humanos! ¿No podíamos haber tomado vino mezclado con agua o, mejor aún, agua
sin mezcla alguna? Aunque parece ser que en los tiempos que corren el agua no la
quieren ni los peces. Os digo que…
Demetrio no pudo terminar la frase. Enmudeció, ensordecido, ante los
trompetazos y el repiqueteo de timbales y tambores de una orquesta que acababa de
presentarse en el escenario y se dedicaba a interpretar pasajes y arias de las obras de
Nerón. El coro entonaba el célebre lamento de las cautivas troyanas:
Llorad, cautivas, en la noche amarga.
¿Veis a lo lejos el triste resplandor?
Los comensales se pusieron a canturrear por lo bajo, luego se fueron
entusiasmando, se animaron, vencieron el miedo y la sala entera se integró en el coro.
Tigelino, de pie en su diván, cantaba ahora con toda la fuerza de sus pulmones.
Cuando al fin se retiró la orquesta, entre grandes aplausos y ovaciones, e hicieron
su entrada músicos y bailarinas etíopes, por el salón empezaron a correr de un lado
para otro criados de cabezas rapadas y toscas túnicas de lino, que fueron recogiendo
los platos mientras ofrecían cuencos de agua perfumada para lavarse las manos.
Y de nuevo aparecieron los elegantes coperos de largas pestañas y ondulantes
cabelleras, portando esta vez grandes bandejas de alabastro con manjares variados,
cortados en trozos pequeños para que el único esfuerzo de los comensales fuese
llevárselos a la boca. Había huevos revueltos con ensalada de trufas, tortilla de
espárragos con crema de champiñones y huevos duros con salsa de almejas; había
vulva de cerda macerada en salmuera de atún, crías de conejo rellenas de paté de
hígado de flamenco, taquitos de avestruz asado nadando en salsa de dátiles, siluros
del Danubio en una salsa preparada con entrañas de escaro, ideal para abrir el apetito;
había sesos de pavo y de faisán, lenguas de flamenco y asaduras de murena; no
faltaba el barbo aderezado con una salsa elaborada con higadillos de salmonete
hervidos en vino; había huevos de faisán, paté de hígado de cerdos cebados con higos
y vino, caracoles con sesos de pavo real, y ratitas dormidoras rellenas de una pasta

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elaborada con colas de langosta, lenguas de ruiseñor y rosas de Alejandría.
De alguien partió el rumor de que el anfitrión había hecho traer para el banquete
más de tres mil peces selectos y más de ocho mil aves. Entre cuchicheos se empezó a
susurrar la suma que Tigelino se había gastado, la que fue creciendo al pasar de boca
en boca. Al final los comensales acordaron que tendría que haberse gastado unos
cuatro millones de sestercios.
Séneca observó que su amigo apenas probaba bocado y rehuía todo alimento de
origen animal. No era extraño que estuviese tan delgado. Pero su esposa comía, como
de costumbre, con un apetito envidiable, y conservaba un cuerpo de junco
cimbreante. Él comía mucho menos y sufría de obesidad. O en la naturaleza no regía
ley alguna o aquello se debía a la diferencia de edad o la constitución emanaba
también del intelecto. ¿Estaría echando barriga su espíritu?
—Contempla a mi querido esposo —dijo Paulina, dirigiéndose a Demetrio—. Se
nos ha ido de nuevo. Ahora lo tienes ahí. Absorto, admirando esos bocaditos de
papafigo arrebozado. Se entretiene con cualquier cosa, parece un chiquillo. Siempre
que me dicen que estaría mejor si tuviese un hijo, respondo: «¿Y para qué quiero más
niño que el que ya tengo?».
—Quizá esté pensando en su amigo Tigelino —replicó el otro con sorna.
—¡No me mencionéis más a ese Afrodito! —exclamó Séneca.
—¿Afrodito? —inquirió, extrañado, Demetrio.
—Sí, porque es un «Tejedor de engaños». ¿No llamaba así Zeus a su hija? Pues si
bien Afrodita es la diosa de la belleza y el amor, no lo es de la verdad.
—No puede serlo cuando el amor es ciego —dijo Paulina.
—Tan ciego como cualquier pasión —dijo Demetrio—. Los afectos rompen
cualquier frontera. Tomad como ejemplo la glotonería. En su afán por encontrar
nuevos manjares, los hombres no solo navegan por todos los mares y recorren las
tierras del mundo conocido, sino que hasta hurgan en las entrañas de los seres vivos.
Esos gusanillos tan apetitosos que veis en esa cazuela, aderezados con garo de la
Bética, laurel de Sicilia, pimienta de la India, miel de la Arcadia, dátiles de Tebas e
higos de la Siria, han sido extraídos de los intestinos de una especie de mújol que
habita en el Ponto Euxino. Esa carne de ave, tierna como la manteca, proviene de
gallinas que tuvieron que pasarse dos días enteros sumergidas en vino hasta el cuello
antes de ser sacrificadas. Ese paté de cerdo, tan grasiento, se logra gracias a la
sobrealimentación de los puercos con higos secos y vino mezclado con miel, con lo
que se provoca la degeneración del hígado y nos comemos así un órgano putrefacto.
Y por cierto, ¿cómo estarán los hígados de todos los que nos rodean?
Séneca se miró instintivamente el vientre con expresión de inquietud.
—Las crías de conejo que nos sirvieron hace un rato —prosiguió Demetrio— y
que nadaban en una salsa hecha a base de huevos duros triturados, pimienta, comino,
perejil, puerros, bayas de mirto, miel, vinagre, garo y aceite de oliva, son en realidad
los fetos extraídos de los vientres de sus madres.

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—Me estás quitando el apetito —dijo Paulina.
—No, que para eso nos encargamos de aderezarlos. Todo lo falsificamos. Hasta al
pobre nabo, base auténtica del poder romano. Con ese tubérculo y un puñado de
cereales se sustentaban las legiones que conquistaron el mundo. Yo lo adquiero en el
mercado a un sestercio por libra, que es más de lo que necesito para mi consumo
diario. Crudo sabe delicioso. Pero eso sería demasiado vulgar para el capricho
humano. Primero lo cocemos, luego lo trituramos, después lo cubrimos de sal y lo
arrojamos a una sartén con aceite de oliva hirviendo. Le añadimos ahora una mezcla
que preparamos en un mortero machacando pimienta, comino, semillas de coriandro,
hojas de menta y dientes de ajo. Aclaramos esa mezcla con vinagre, la revolvemos
bien, y luego la espesamos con una pasta que habremos preparado triturando dátiles y
piñones. Añadimos miel, más vinagre, garo, vino dulce moscatel y unas hojitas de
laurel. Algunos van más allá y preparan con esa masa pequeñas bolitas, que luego
sumergen en huevo batido y recubren de pan seco desmenuzado. Las bolitas van a
parar al horno y tenemos así las célebres albóndigas de nabo. También las hay de
calabacín. Pero ¿dónde está el sabor al nabo o a la calabaza?
—¡Por Júpiter! —exclamó Paulina—. ¿Cómo sabes todas esas cosas? ¿No nos
estarás engañando con lo de tu frugalidad?
—El sabio ha de estar enterado de las debilidades humanas —replicó Demetrio.
—¡Tienes más labia que una verdulera siciliana! —exclamó Paulina, soltando la
carcajada—. Ahora hasta te pareces a mi esposo, que predica lo que no ejerce.
Y al pronunciar esas palabras se llevó la mano a la boca y miró a su marido con la
expresión de una niña sorprendida en falta.
Séneca, que había estado a punto de estrellar contra el suelo el plato con su postre
favorito, crema de melocotón con salsa de comino, luchaba por refrenar su ira. En
algún punto de su cerebro, que él creía situado en el mismo centro, un demiurgo
maligno le urgía a escenificar un estallido de rabia. Estaba horrorizado. Llevaba años
tratando de dominar esos impulsos destructivos que a veces le asaltaban con fuerza
inusitada. Siempre le sorprendía su repetición, como si su fuerza de voluntad la
tuviese simplemente de adorno. En momentos como ese se sentía impotente.
Los peores ataques de rabia los padeció durante su adolescencia y luego los fue
dominando en la juventud. De mayor fueron haciéndose cada vez más escasos, pero
no dejaron de atormentarle. Gracias a sus propias experiencias con los accesos de
cólera pudo escribir en Córcega un extenso tratado sobre la ira. Lo que muchos
creyeron que había sido el resultado de investigaciones profundas, fue en realidad un
esfuerzo colosal de introspección. Por eso el desenfreno en las pasiones caracterizó
siempre a los personajes de sus tragedias.
Al contraer matrimonio con Pompeya Paulina se juró que no volvería a dejarse
arrastrar por la intemperancia, al menos en su presencia. La joven parecía tan frágil y
delicada como un vaso murrino.
No llegó a cumplir del todo su juramento, pero descubrió un ardid que le permitió

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sobreponerse a sus impulsos: contemplar los ojos de su esposa. Cuando creía estar a
punto de perder el control de sí mismo, clavaba sus ojos en los de su esposa y se
solazaba con aquella mirada llena de mil vidas que sonreía continuamente al mundo.
La enorme expresividad de sus ojos fue lo que más le subyugó al conocerla.
—¿Te he ofendido? —le preguntó Paulina—. No debí haber dicho eso. Lo siento.
—Y yo lo siento aún más porque has dicho la verdad. No sabes cómo me molesta
que me echen en cara precisamente los defectos de los que yo me culpo. Es como
cuando criticas a tu patria y viene un extranjero y también la critica. Hace
exactamente lo mismo que tú, pero no se lo perdonamos.
—¿Así que a mí no me perdonas?
—Tú y yo formamos parte de una sola patria, que es la humanidad. Pero, dejemos
eso, ¿no estábamos descubriendo las dotes culinarias de nuestro buen Demetrio?
¿Qué más tiene que decirnos el nuevo Lúculo?
—Sí —dijo Paulina—, que nos diga una nueva receta, algo realmente exótico.
—Me rindo ante la mayoría —dijo Demetrio—, soy fiel al espíritu republicano.
¿Habéis comido alguna vez budín de rosas? Resulta delicioso acompañado de vino de
violetas. Al menos, según me lo han contado. Ya sabéis cómo es mi alimentación. El
sabio…
—Lo sabemos, lo sabemos —le interrumpió Paulina—, pero revélanos la receta
de una vez. No nos estires en el potro.
—Pues bien, primero hay que deshojar las rosas y quitar las nervaduras blancas
de los pétalos, que trituraremos después en un mortero junto con anchoas. Tras añadir
garo, lo pasamos por el colador. Preparamos a continuación una papilla de sesos de
ternera condimentados con pimienta, la añadimos a las rosas y batimos la mezcla
hasta que haga espuma. Batimos también unos huevos junto con vino, licor de uva
moscatel y aceite de oliva y lo echamos en el puré de rosas. Engrasamos un molde de
hierro, colocamos ahí nuestra mezcla, la espolvoreamos bien con queso de cabra
rayado y la gratinamos al horno. Una vez lista, echamos por encima pimienta recién
molida.
—¡Por Hércules! —exclamó Séneca—. Nuestro Demetrio nos ha resultado un
Apicio. ¡Qué oculta me tenías esa faceta de tu personalidad!
—Pues que nos escriba también un libro de cocina —dijo Paulina—. Seguro que
superaría al mismo Apicio con sus recetas.
—No —dijo Séneca—, mejor será que no lo imite. No he conocido en mi vida
tonto más grande que aquel. En cierta ocasión me puse de acuerdo con unos amigos
para gastarle una jugarreta. En aquella época, tendría yo unos veintitantos años, era
muy dado a burlarme de mis semejantes, sobre todo de aquellos que parecían estar
pidiendo a gritos que se mofasen de ellos. Nos dedicamos a ensalzar una especia
única de cangrejo que se daba en las costas de Numidia. El muy glotón acabó
fletando un barco. Ya en África se dio cuenta enseguida de que los cangrejos de por
allá no se diferenciaban en nada de los que habitan nuestras costas. Ni siquiera saltó a

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tierra. No quiso conocer Numidia. Solía ir de madrugada al mercado de pescado, y en
cierta ocasión se puso a pujar como un orate por un barbo que quería conseguir a toda
costa, hasta que le dijeron que su contrincante era nada menos que el representante de
la casa imperial, que tuvo que pagar por el barbo diez mil sestercios una vez que
Apicio abandonó a regañadientes la palestra. Se calcula que se gastaría unos
cuatrocientos millones de sestercios en sus excentricidades culinarias; las lenguas de
ruiseñor y de flamenco, la carne de avestruz y la placenta rellena de las cerdas
jóvenes son algunas de ellas. En sus banquetes se fueron, además, los regalos
inmensos que recibió del emperador Tiberio. Después de una breve vida de continuos
derroches, cuando advirtió que solo le quedaban para vivir diez millones de
sestercios, se suicidó por miedo a verse hundido en la pobreza.
—¡Diez millones de sestercios! —exclamó Paulina—, pero si eso representa la
fortuna de diez senadores. Basta un millón de sestercios para poder acceder al orden
senatorial, el doble de lo que se le exige al orden ecuestre. ¿Temía morir de hambre
con la fortuna de veinte caballeros? ¿Estaba loco?
—No —contestó Séneca—, creía realmente que podía morirse de hambre. No
estaba más loco que todos aquellos que se aterrorizan por cosas que pueden suceder y
que, por lo general, nunca suceden. Los peores sueños, las pesadillas más
angustiosas, nos asaltan durante el día. Despiertos nos imaginamos nuestros suplicios
más horribles y pintarrajeamos el futuro de negro. Recordamos el pasado para
lamentarnos de nuestros actos, tememos el futuro y olvidamos que tan solo el
presente es nuestro.
—Pero para que el presente sea nuestro —intervino Demetrio—, antes hemos de
convertirnos en amos de nosotros mismos. Quien se deje llevar por sus pasiones o
persiga cosas tan efímeras como el oro no venerará el instante. Ni siquiera tendrá
reposo en sus sueños, pues los fantasmas del día se le presentarán en la noche.
El rostro de Séneca se ensombreció de repente. Paulina, a quien no pasó
inadvertido el cambio en la expresión de su esposo, le espetó:
—¿Por qué no lo cuentas de una vez? Te aliviará desahogarte. Sé que algo te
preocupa. Llevo notándolo durante todo el día. Y sé que ha sido por alguna pesadilla.
Te levantaste cambiado esta mañana.
—No dejarás nunca de sorprenderme —dijo Séneca—. Sí, tienes razón: tuve un
mal sueño. Es un sueño que me asalta últimamente y que suele convertirse en
pesadilla. Ve o a Nerón, pero lo veo de niño, tal como lo conocí hace trece años. Y de
repente se convierte en una mano gigantesca y aparece Burro y extiende su brazo
manco y se apodera de la mano y se la pone. Se va entonces, con paso marcial,
alzando el brazo manco, que ahora termina en una mano descomunal. Vuelve la
cabeza y me grita entonces desde lejos: «¡Ya no me duele!». Y todo eso me asusta y
no lo entiendo.
Paulina se quedó contemplándolo, sin decidirse a expresar lo que pensaba, y tras
algunos titubeos, le dijo:

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—Al igual que a Burro le dolía la mano inexistente, a ti te duele el Nerón que ya
no existe.
—Callad, blasfemos —susurró Demetrio—, que no están los tiempos como para
decir lo que uno piensa. Aquí hasta los platos tienen oídos. Ayer mismo el yerno de
Tigelino acusó a un pretor de componer coplas contra Nerón y haberlas difundido en
un banquete. Lo haría a instancias del suegro. Al igual que lo harían los otros
senadores a su servicio, quienes se apresuraron a desempolvar la Ley de delitos de
lesa majestad, que no se utilizaba desde los tiempos de Claudio. Está probando sus
fuerzas. Él y Popea acabarán gobernando Roma, y Nerón hará lo que ellos quieran y
seguirá la senda de los déspotas sanguinarios.
—¡No, por todos los dioses inmortales, no! —exclamó Séneca, airado—. Os
equivocáis. Nadie podrá cambiarlo. Es un alma buena por naturaleza. No os consiento
que…
Enmudeció de repente y se llevó una mano al estómago. El rostro se le contrajo
en una mueca de dolor.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Paulina.
—La comida me ha sentado mal. Tengo unos ardores terribles.
Llamaron a uno de los coperos, que acudió presuroso, y le expusieron el caso.
—Quizá haya comido mucho pescado y no haya ingerido suficiente líquido —
dijo el joven—. Hay que beber vino: los peces tienen que nadar.
—Creo que he bebido lo suficiente como para que naden en mi estómago un par
de ballenas —replicó Séneca.
—En ese caso, lo mejor que puede hacer el señor es tomarse un oxyporum
neronis. La receta es del mismísimo emperador. Recurre a esa bebida cuando está
indispuesto por algún exceso ocasional en el beber y en el comer. Y tengo entendido
que no solo alivia los ardores del estómago, sino que es eficaz contra las
enfermedades del riñón y de la vesícula biliar, pues hasta disuelve los cálculos.
—Y ¿de qué se compone? —quiso saber Séneca.
—Nosotros la preparamos aquí con carne de membrillo, gajos de granada y
peritas de serbal cocidas en zumaque. Todo bien triturado y hervido con mucho
azafrán.
—Pues no me extraña que eso disuelva las piedras —dijo Séneca—. Creo que
hasta podría disolverme a mí. Si no tienes otra cosa, mejor será que me busques un
médico.
—Ese mejunje debe de saber a sapos y culebras —apuntó Paulina.
—No compliquemos las cosas —dijo Demetrio—. Tráenos un oxigarum
digestivo.
—Y eso, ¿qué es? —preguntó el copero.
—¡Ay, la juventud! —exclamó Demetrio—. Ya no sabe de los acreditados
remedios de antaño. Ve a la cocina y diles que te muelan en un mortero pimienta,
cardamomo, comino, espliego, menta, perejil y apio de montaña. Que te lo pasen por

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un colador y te lo disuelvan en vinagre y vino. Y que no olviden añadir un poco de
sosa. ¡Corre, muchacho! Ponte en los talones las alas de Mercurio.
—Volaré como una saeta lanzada por Cupido —replicó el joven, alejándose con
un amanerado contoneo.
Poco después reapareció el joven, que ofreció a Séneca la copa de alabastro que le
traía en una bandeja de plata. Séneca se tomó el brebaje, que le alivió como por
encanto los ardores, y al advertir que el príncipe ya se había marchado, pensó que
sería el momento oportuno para retirarse.
Al llegar a la casa, cuando atravesaba el atrio, tropezó con una mesita en la que se
encontraba, de adorno, un precioso vaso murrino. El vaso cayó, fue a estrellarse
contra el piso de piedra y se rompió en una multitud de pedazos.
Una vez acostado, dio a su esposa un beso en la frente, se tumbó de espaldas, con
la mirada clavada en la negrura del techo, y se preparó para iniciar el ejercicio
espiritual que realizaba todas las noches. Paulina se acurrucó a su lado, sin atreverse a
pronunciar palabra alguna, pues sabía que ese era el momento en que su esposo
pasaría revista a los acontecimientos del día y enjuiciaría su comportamiento en cada
uno de ellos. Su esposo le había asegurado que solía hacerse una autocrítica
descarnada y ella imaginaba que no habría acusador más rígido y desalmado que su
propio esposo a la hora de juzgarse a sí mismo.
Como de costumbre, no estaba satisfecho consigo mismo, no aprobaba su
conducta durante el día. ¿Había sido realmente cariñoso con su mujer? ¿Había tratado
bien a sus esclavos? ¿No se habría mostrado demasiado arrogante con sus protegidos
a la hora del saludo matutino? ¿Había aprovechado el tiempo?
El tiempo se le escapaba y no sabía cómo detenerlo. Al igual que no sabía
exactamente qué concatenación de circunstancias le había conducido a la situación en
que se encontraba.
En sus pensamientos se retrotrajo a la época de su regreso a Roma tras el
destierro, A esa época volvía una y otra vez. Acababa de cumplir los cincuenta años y
se sentía con fuerzas para empezar de nuevo. El padre hacía ya una década que había
muerto, a la vetusta edad de noventa y cuatro años, que hasta en la muerte tuvo que
exagerar el padre, y su hermano mayor no pertenecía ya a la familia, pues había sido
adoptado por un amigo íntimo del padre, ya que carecía de descendencia. Así que él
era ahora el pater familias, a él debían todos obediencia. No era responsable ante
nadie. Podía actuar según su libre albedrío.
Por vez primera en su vida no solo sabía exactamente lo que quería, sino que
estaba en condiciones de realizarlo. Quería ir, al fin, a Atenas a estudiar filosofía.
Quería realizar el sueño de su vida.
Ya no estaba allí el padre para decirle que la filosofía no era dedicación propia de
hombres y que la única actividad excelsa y digna del ser humano era la retórica.
Quien no fuese orador, solía afirmar el padre, pertenecía a la categoría de gentes de
mal vivir y moral disoluta. Para el padre primero estaba Marco Tulio Cicerón y luego

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el dios supremo creador del universo.
Ya no estaba el padre, pero estaba Agripina. Lo primero que había hecho al
convertirse en emperatriz fue traérselo a Roma. Sin ella quizá hubiese quedado
desterrado de por vida. Había contraído una enorme deuda con su vieja amiga.
Estaba preparando su viaje a Grecia, cuando Agripina lo mandó llamar y le
ofreció una prefectura, que lo convertía automáticamente en miembro numerario del
Senado, y le pidió que se encargara de la educación de su único hijo.
No le toleraría que reflexionara sobre su oferta. Tenía que aceptar. Sería pretor, la
magistratura más alta antes del consulado, dignidad que no tardaría mucho en
alcanzar. Sería el tutor del heredero al trono. Y con toda probabilidad: del futuro
emperador. Y él, en calidad de maestro y guía de Nerón, se convertiría después en su
principal consejero. Sería el presidente del consejo imperial. Ella estaba dispuesta a
renovar el Imperio romano, a modernizarlo, y él podía ayudarla. ¿Por qué irse a
Atenas a estudiar filosofía cuando en el lugar en que vivía, en la Ciudad Eterna, tenía
la oportunidad de realizar el ideal estoico de un gobierno dirigido por sabios?
Claudicó en aquel entonces, como había claudicado tantas veces en su vida ante
los ruegos de la madre y las órdenes del padre, ante los consejos de su tía y las
recomendaciones de su hermano mayor. Hasta en las cosas más íntimas había
claudicado siempre.
Recordó una escena de cuando tenía veinte años. Desde la infancia sentía afición
por las ciencias naturales y la filosofía. Eso se lo debía a la madre y al abuelo
materno. En la juventud los estudios de filosofía le habían ayudado a sobrellevar su
constitución enfermiza. En aquellos tiempos había asistido a las clases de dos
filósofos que dejaron en su espíritu una huella perdurable. Atalo, que predicaba la
pobreza, la continencia y la frugalidad, le enseñó a respetar ciertas reglas a la hora de
elegir sus alimentos. Y el pitagórico Sofión le convirtió al vegetarianismo.
Recordaba aquel día como si hubiese sido ayer. Llegó por la tarde a la casa,
exactamente a la hora décima[1], cuando el padre presidía la cena, siempre con igual
puntualidad, y se encontró con que le habían colocado en el lugar que él solía ocupar
en la mesa un plato enorme en el que apenas cabía un lechón dorado al horno.
Extrañado, pidió que le retirasen aquello y que le trajesen sus habituales alcachofas
cordobesas, que él mismo se aliñaba con vinagre y aceite de oliva.
—¡Hoy te vas a comer eso! —gritó el padre—. Y también beberás un buen vaso
de vino. Hoy vas a comer como un hombre.
—Me va a sentar mal —había protestado Séneca—. Llevo ya muchos meses
comiendo solo fruta y verduras. Y sabes que mi estómago no soporta el vino.
Además, va en contra de mis principios.
—Déjalo en paz —intervino la madre—. ¿Por qué hacer de un mosquito un
elefante?
El padre pegó un puñetazo en la mesa y de un par de manotazos tiró al suelo la
copa y el plato que tenía por delante.

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—¿Qué es esto, una rebelión? ¿Os habéis amotinado todos? —vociferó—. ¿Os
habéis olvidado de quién es el amo de la casa? ¡Pues soy yo! ¡Principios!, ¿así que el
niño tiene principios? ¡Tonterías es lo que son! ¡Supersticiones! Costumbres de
bárbaros. Y a ti, insubordinada esposa, ya te arreglaré las cuentas: no estoy
convirtiendo un mosquito en un elefante, estoy colocando las puertas de nuevo en sus
quicios. Y en cuanto a ti, chiflado estúpido, te comes todo eso y no se hable más.
Aun cuando no recordaba haber llorado desde su más tierna infancia, ese día se
echó a llorar. Se levantó a toda prisa y fue a encerrarse en su cuarto.
El padre fue a verlo, y aunque no le pidió disculpas, sí cambió de táctica. Eran
tiempos muy peligrosos. El emperador Tiberio, que ya había restablecido la vieja Ley
de delitos de lesa majestad desde hacía ya cuatro años, ahora acababa de prohibir el
culto a Isis y había dictado leyes contra el judaísmo y otros cultos egipcios y
asiáticos. Ya había deportado a Cerdeña a cuatro mil personas y amenazaba a los
demás con la conversión o la expulsión.
Propio de esos cultos perseguidos eran las restricciones en los hábitos
alimentarios. Su vegetarianismo podía ser interpretado como una oposición al
régimen. Estaba poniendo en peligro a toda la familia.
Se había enjugado las lágrimas y había accedido a volver con los demás. Al entrar
en el comedor en compañía del padre observó cómo una reunión de estatuas de piedra
cobraba vida, se animaba y se ponía a comer como si no hubiese pasado nada.
Se comió entonces el lechón asado y hasta se bebió varios vasos de vino ante la
mirada satisfecha del padre.
Y mientras engullía bocado tras bocado se decía a sí mismo que el padre no había
logrado engañarle. Sabía perfectamente que su progenitor había recurrido a aquel
ardid para ocultar la auténtica razón que lo impulsaba: el odio inmenso que abrigaba
hacia la filosofía.
Por aquella época hizo también sus primeros pinitos poéticos y luego se entregó
de lleno a la poesía. El padre no lo vio mal del todo, pues no dejaba de ser un buen
ejercicio para el arte declamatoria.
Dos años después de aquello fue ejecutado el caballero Clutorio por haber escrito
un poema contra Druso, el hijo del emperador Tiberio. Lo ejecutaron a la antigua
usanza: lo sujetaron al suelo con una horca y le dieron latigazos hasta que expiró.
Al conocer la noticia, no pudo reprimirse. Fue directamente al despacho del padre
y le preguntó si también pensaba prohibirle la composición de poemas.
—Por supuesto que no —había contestado el padre—. No es que me agrade
mucho esa afición tuya, pero las hay peores. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿No piensas que un poema es tan peligroso como una manzana o un nabo?
Fíjate en lo que le ha ocurrido a Clutorio.
—¡Maldito engendro del averno! —gritó el padre, arrojando contra la pared un
tintero, que fue a estrellarse contra el rostro de una Venus que surgía de entre la
espuma del mar—. ¿Te crees que yo soy como los demás en esta casa? Emplea tus

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ingeniosidades con tu madre o con los esclavos de la cocina, pero ¡no contra mí!
¿Quién te has creído que eres? ¡No eres más que un mequetrefe!
Por aquella época también entabló amistad con la viuda de Germánico, que había
regresado de Siria junto con sus hijos, llevando la urna con las cenizas del esposo.
Fue entonces cuando vio por primera vez a Agripina y a sus hermanas menores Livila
y Drusila, de seis, cuatro y dos años de edad. Jamás hubiese podido imaginar que sus
destinos se iban a ver entrelazados de tal manera.
Aquello fue también otro motivo de bronca con el padre. Cierto día, cuando
regresaba de la mansión del difunto Germánico, el padre le preguntó airado si es que
se había propuesto conducir a la ruina a toda la familia. ¿No sabía acaso que la viuda
de Germánico había caído en desgracia? Toda Roma comentaba los enfrentamientos
entre aquella altiva dama y el emperador. Con su lengua esa mujer se estaba cavando
su propia tumba.
Las escenas del pasado se sucedían, desfilaban ante él como una novela milesia,
pero seguía sin haber examinado su comportamiento durante el día. Cuando esto le
ocurría, que era muchas veces, elegía algo sucedido en las últimas horas y lo
analizaba. De ese modo tiraba del ovillo y desenredaba la madeja.
Pensó en el vaso murrino que acababa de romper. Recordaba vagamente haber
pagado por él unos trescientos mil sestercios. Sesenta mil ganaba al año un oficial del
ejército o un magistrado de mediana categoría. Trescientos mil sestercios al año
solamente los ganaba un alto magistrado.
Se puso a hacer cálculos y se horrorizó. Mil sestercios cobraba al año un
legionario. En un abrir y cerrar de ojos, por andar tambaleándose bajo los efectos de
la embriaguez, había hecho añicos el equivalente a la soldada anual de trescientos
legionarios. ¿Valía un tropezón suyo más que trescientos legionarios? ¡Por Júpiter,
qué fuerte era!
Recordó que en su época de pretor había estimado en unos cuatrocientos a
quinientos sestercios el ingreso anual mínimo para garantizar la subsistencia de una
familia. Sería generoso: lo dejaría en quinientos. Si pensaba en su propia fortuna, que
podría rondar los seiscientos millones de sestercios, ¿cuánto valía él como ser
humano? ¿Tanto como doce millones de familias humildes? ¿No predicaba él mismo
que todos los hombres eran iguales? ¿No había abrazado una filosofía que
proclamaba el rechazo de los bienes materiales? Demetrio tenía razón cuando decía:
«La diferencia entre vosotros, los estoicos, y nosotros, los cínicos, radica en que
vosotros predicáis la pobreza, mientras que nosotros la ejercemos».
Torturado por estos pensamientos, se levantó de la cama y se fue al cuarto de
baño. Se colocó ante un espejo que cubría toda una pared y se desnudó. Quería verse
tal como era, sin las ropas de seda y lana adornadas de oro y púrpura, sin el ropaje
artificial de sus mansiones, de sus lujosos jardines, de sus villas surales, de sus
extensos viñedos y sus inmensos campos de olivos, de sus minas de plata y oro, de
los ingentes beneficios que le producían sus capitales colocados a préstamo. Quería

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verse sin sus títulos y sin sus cargos.
Lo que vio en el espejo le horrorizó. Una ridícula figura rechoncha coronada por
una reluciente calva. Unas piernas raquíticas y un abdomen voluminoso, como el de
una mujer con trillizos y en el noveno mes de embarazo. Una gran papada y unos
ojillos ocultos tras bultos de grasa.
—Tú mismo te creas tus propios hábitos —se dijo en voz alta— y luego estos te
crean a ti. Lo que ves es el resultado de tu propia elección. A nadie puedes culpar de
ello. ¡Por todos los dioses inmortales! ¿Cómo puedo pretender cambiar y mejorar a
los hombres si ni siquiera sé cómo puedo cambiarme a mí? Quizá de todas las
personas a las que quiero cambiar sea yo la que más necesite el cambio.
Sumido en ese diálogo consigo mismo observó, mientras se contemplaba en el
espejo, que la puerta a sus espaldas se movía y que por el umbral asomaba el rostro
de uno de los sirvientes encargados de los baños. Habría oído ruido y acudiría a ver si
necesitaba algo.
—No te quedes ahí parado, entra —le dijo Séneca, mirando la figura del sirviente
reflejada en el espejo—. Entra y contempla la estampa más indigna de un ser humano
que imaginarse quepa. Mira, observa esas grasazas colgantes de un cuerpo cebado en
la molicie. ¿Ves algo más que un borrachín glotón, gordo y fofo? ¿Ves lo pequeño
que soy? Los hombres ilustres siempre parecemos grandes. ¿Y sabes por qué? Porque
se nos mide junto con el pedestal. ¿Piensas que habrá en toda Roma un ser más
ridículo que yo?
—Pienso que exageráis, señor.
—¡Así que exagero! ¿Sabes que poseo más de treinta mil esclavos? Tantos como
habitantes tiene una floreciente ciudad de provincias. Trabajan para mí en las tierras
que riegan el Nilo y el Betis, en las minas de Hispania y Britania, en los campos de
Italia y de la Cirenaica. Y cuando me reprocharon la magnitud de mi fortuna, ¿sabes
lo que contesté? Que solamente el sabio era capaz de sobrellevar con dignidad sus
riquezas. Recurriendo a mi ingenio, argumenté que el sabio es dueño de sus riquezas,
que únicamente él las posee, mientras que los demás son poseídos por ellas. Y ahora
te pregunto: al ver esa figura miserable en el espejo, ¿te parece que soy dueño de mi
fortuna? ¿No seré más bien esclavo de ella?
Séneca regresó al dormitorio sin esperar la respuesta del esclavo.

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3
V de las calendas de marzo
(25 de febrero)

El senador Lucio Anneo Séneca tenía la sensación de haberse convertido en piedra.


Estaba horrorizado. Apenas podía dar crédito a lo que veía. El estupor le había dejado
clavado en su asiento. En vez de unas bailarinas sirias, unos cómicos napolitanos o
unos titiriteros egipcios, presenciaba una carnicería demoníaca.
En ese hermoso día soleado de invierno se propuso al levantarse prescindir del
saludo matinal de sus libertos y rehuir el cortejo de aduladores que siempre le
acompañaba a todas partes. Como un proscrito, había abandonado su mansión por
una puerta trasera en compañía de tan solo dos esclavos. Quería andar por Roma y
sentirse como uno de sus centenares de miles de ciudadanos de a pie.
Salió cuando el sol se estaba elevando por el horizonte y bajó alegremente, como
un chico haciendo novillos, por la calle de la Cuesta Suburana, sintiendo en sus pies
la caricia casi olvidada del empedrado urbano. Estuvo deambulando por las estrechas
y tortuosas callejuelas del barrio de la Subura, para desesperación de sus criados, que
temían por la seguridad de su amo en aquellos andurriales en los que se concentraba
el mayor número de prostíbulos de toda Roma y que arrojaban el índice más alto de
robos y asesinatos.
Se detuvo ante algunas tiendas y entró a fisgonear por los estantes repletos de
objetos de arte y artesanía provenientes de Italia y de las demás provincias del
Imperio. Y así, entre la distracción que le producían las pequeñas tiendas y los
recuerdos que se agolpaban de su juventud, rodeó la colina del Capitolio y se metió
por la vía Lata con intención de abandonar el perímetro urbano siguiendo la vía
Flaminia.
A la altura de la vía Recta cambió de opinión y decidió atravesar el campo de
Marte y darse un buen chapuzón en las aguas del Tíber para revivir aquellos escasos
días felices de su infancia en los que convencía a su esclavo tutor para que se
olvidase ese día de la escuela y le permitiera ir a nadar al río incluso en lo más crudo
del invierno. Si no se sentía con ánimos para bañarse en las frías aguas, siempre podía
ir a dar un buen paseo por el espléndido parque que poseía en la margen derecha del
Tíber.
Al pasar por delante de las Termas Neronianas se había detenido a contemplar la
vistosa fachada de mármol de aquel imponente edificio. Una cálida oleada de orgullo
le había recorrido el cuerpo. Había sido él quien había convencido a Nerón de la
necesidad de construir esas termas. Desde que se fundó el principado, le había dicho,
desde que la dinastía de los Julio Claudios regía los destinos de Roma, hacía ya más
de ocho décadas, jamás emperador alguno había dotado al pueblo de baños públicos
financiados con los fondos del estado. Agripa se había hecho construir unos baños

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magníficos, que luego puso a disposición del pueblo, y Mecenas, que se había
regalado en vida unas termas espléndidas, las dejó a su muerte como herencia para
los ciudadanos romanos. Pero en ambos casos se trataba de iniciativas privadas. Él
iba a ser el primer emperador que iba a ofrecer tal lujo al pueblo. La gente lo querría
aún más.
Hacía ya dos años que habían sido inauguradas las termas, y siempre que pasaba
por allí se detenía a admirarlas. Se trataba de una de las pocas construcciones que se
habían realizado con fondos del erario público siendo él el principal consejero áulico,
pues su primera preocupación había sido evitar el saqueo de las arcas públicas en aras
del boato y la ostentación arquitectónicas.
Sumido en reflexiones sobre los trece años que llevaba en la cúspide del gobierno
del Imperio romano, se sobresaltó al escuchar una suerte de aullido salvaje,
producido por una amalgama de gritos y carcajadas.
Miró a su diestra y se percató de que las voces provenían del anfiteatro que Nerón
había mandado edificar hacía ya algunos años. Extrañado, preguntó a uno de los
porteros de las termas por la causa de aquel alboroto. Era evidente que allí había una
multitud que se lo pasaba en grande. Pero ¿cuál era la causa de tanta diversión? Que
él supiese, ese día no era festivo, y los combates gladiatorios no empezaban hasta
después del verano.
—Hoy es un día extraordinario, señor —le había contestado el vigilante—. Hoy
se cumplen doce años desde que nuestro amado príncipe, quiera Júpiter que Atropos
no corte jamás el hilo de su vida, fue adoptado por el divino Claudio, que los dioses
lo amparen en el Olimpo. Para conmemorar tan magna fecha se celebran hoy
combates de gladiadores. Quiera Hércules que se celebren durante muchísimos años.
Que Láquesis devane…
—Deja a las Parcas en paz, amigo mío —le atajó Séneca—, que sean ellas
mismas quienes decidan lo que hilan, devanan y cortan. Releguemos el destino a la
providencia divina, y que los hombres se ocupen de los asuntos mundanos.
—¡Pero si sois, señor, el ilustrísimo primer consejero áulico, el excelentísimo
Lucio Anneo Séneca! —había exclamado el vigilante—. He leído todos vuestros
escritos filosóficos, todos vuestros dramas, hasta tengo una colección de vuestros
discursos, y creo que no me falta ninguno. Jamás tuvo Roma un orador tan potente y
singular. Os admiro.
Las palabras de aquel hombre le habían levantado el ánimo. Fueron para él como
una de las ovaciones atronadoras que recibía en el teatro Pompeyo cada vez que se
representaba una obra suya.
Con ánimo alegre se giró hacia la derecha y se quedó contemplando el anfiteatro.
Su construcción había sido una auténtica proeza arquitectónica: hecho enteramente de
madera, alcanzaba la altura de un edificio de seis plantas. El material empleado en su
construcción le confería un aire rural, casi bucólico.
Durante los primeros cinco años de gobierno de Nerón, en aquel feliz quinquenio

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en que él y su amigo Afranio Burro diseñaron los destinos de Roma, desaparecieron
casi por completo los combates de gladiadores, y en las escasas ocasiones en que el
emperador ofreció espectáculos de esa índole, siempre se puso un gran cuidado en
que ni siquiera resultase herida una sola persona. Hasta las mismísimas vírgenes
Vestales hubiesen podido saltar a la arena.
Tras el asesinato de Agripina fueron reapareciendo poco a poco los combates de
gladiadores; y desde que Tigelino ejercía el cargo de primer adulador imperial, se
habían multiplicado. Había que restregar sangre en los hocicos del romano, para que
gritase de placer y olvidase que tan solo era un esclavo.
Celebrar el aniversario de la adopción de Nerón por Claudio resultaba irónico,
dado el desprecio que Nerón había sentido siempre por su padre adoptivo, y tan solo
podía haber sido obra de Tigelino, pues no era más que un pretexto para bestializar de
nuevo a Roma.
Alzó la cabeza y contempló el sol. Estaría por comenzar la hora séptima. Por la
mañana habrían ofrecido el espectáculo de las bestias, donde los condenados a muerte
eran arrojados a las fieras y se organizaban también horrorosas cacerías. Por la tarde
los hombres lucharían contra los hombres. Pero la costumbre exigía que el
espectáculo meridiano estuviese reservado a la distracción sana. Durante el descanso
del mediodía, cuando algunos iban a comer a sus casas o a los pequeños restaurantes
de los alrededores, se organizaba un variado programa de músicos, bailarines y
comediantes para aquellos que preferían comer en las mismas gradas, bien porque se
traían de casa la comida, bien porque la compraban a cualquiera de los muchos
vendedores ambulantes que iban ofreciendo sus productos por entre las filas de
espectadores.
Decidió entrar. Quería distraerse un poco. Creyó que disfrutaría con payasadas
jocosas y representaciones cómicas. Se encontraba de buen humor y hasta quizá
podría reírse un poco.
Pensando aún en la conversación con el simpático portero, se dirigió directamente
a las filas reservadas para la clase senatorial y tomó asiento en la primera de ellas, sin
echar siquiera una mirada de reojo a la arena.
Le sorprendió advertir lo concurridas que estaban las gradas a esas horas del
mediodía, incluyendo las reservadas a los senadores. A sus espaldas, a partir de la
séptima fila, se abarrotaba una multitud de lo más heterogénea: hombres y mujeres
que lucían ricas vestiduras junto a esclavos mal vestidos sentados a sus pies; personas
con los ornamentos propios del orden ecuestre junto a comerciantes, artesanos y una
abigarrada multitud de seres que vivirían a expensas del erario público. Se calculaba
que del millón de ciudadanos que albergaba Roma, la gran parásita del Imperio,
seiscientos cuarenta mil vivían de las distribuciones gratuitas de trigo; y en cuanto al
resto, la mayoría sobrevivía gracias a las esportillas de víveres que recibían de sus
patronos. Las festividades ocupaban más de la tercera parte del año.
—¡Dioses del averno! —exclamó indignado un senador al lado suyo—, Pero ¿a

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cuento de qué tantos remilgos si de todos modos lo van a atravesar con la espada?
¡Venga, por Hércules, remata de una vez a ese cobarde! Esa carroña no vale ni el
esfuerzo que empleas en mandarlo al Horco.
Fue solo entonces cuando se fijó en lo que ocurría en la arena. Una multitud de
infelices condenados a muerte era aniquilada por el método más rápido y que mayor
diversión produjera a los espectadores. Se los obligaba a luchar por parejas,
completamente desnudos y sin escudo ni protección alguna, de forma que cada golpe
asestado con la espada fuese un tajo abierto en las carnes. Si alguno era
particularmente diestro en el combate y vencía a sus adversarios, se le iban echando
hombres de refresco hasta que perecía. Lo importante era vaciar la arena, que no
quedase en ella ni rastro de vida humana. Si alguno titubeaba, los guardias le hacían
entrar en razón a latigazos.
A veces, para amenizar un poco el espectáculo y romper así la cruel monotonía,
se crucificaba a un condenado, o se le empalaba para mayor diversión, utilizando el
orificio genital en el caso de las mujeres, y se le exponía a los ataques de algún
animal feroz que había sido sometido a un ayuno prolongado. Era entonces cuando
los desgarramientos de los cuerpos resultaban más interesantes, pues hacían aflorar
las entrañas del condenado. Y era entonces cuando los médicos, que merodeaban
como buitres alrededor de los sometidos al suplicio, aprovechaban para auscultar los
órganos aún palpitantes.
El público chillaba de entusiasmo, pues el espectáculo del mediodía lo convertía
en amo y señor. La chusma ya no tenía que esperar, consumida de impaciencia, a que
terminase una exhibición tediosa de esgrima para que uno de los combatientes
resultase herido o cayese muerto. Ahora las heridas profundas y los golpes mortales
se sucedían sin parar. Los asistentes podían exponer a gritos sus deseos, ya que los
guardias se apresuraban a complacerlos.
—¡Quitad a ese idiota la espada para que no pueda defenderse!
—¡Rematad de una vez a ese cobarde!
—¡Azuzad al oso contra aquel que corre!
Cualquier orden proveniente de las gradas era ejecutada inmediatamente.
—Así da gusto —oyó decir a un senador a sus espaldas—, aquí los condenados
mueren con más rapidez de lo que se tarda en cocer espárragos. Espectáculos como
este tendría que haber todos los días. Nos liberaría de tantísima podredumbre
humana.
—¿Y tú, quién eres para juzgar así a tus semejantes? —le espetó Séneca,
volviéndose airado—. Esos condenados son seres humanos, como tú y como yo. Con
independencia de lo que hayan podido haber hecho, hay que entender el delito como
una enfermedad más, bien de la sociedad o bien del alma, y contra esa dolencia se
requiere una medicina benigna, dosificada por un médico que no se irrite con el
paciente y que jamás pierda la esperanza de curarlo. ¿Qué dirías tú de un médico que
mata a su paciente porque le desagrada contemplar sus males? La justicia no puede

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basarse en la venganza. Es propio de bárbaros proclamar el «ojo por ojo y diente por
diente». La pena de muerte representa la abolición de toda justicia, pues la finalidad
de esta ha de ser corregir, no castigar.
Se levantó entonces de su asiento y abandonó precipitadamente el anfiteatro,
seguido de sus dos sirvientes.
—¿Os habéis fijado? —les dijo Séneca—. Por la mañana se arroja a los seres
humanos a las fieras; al mediodía, a los espectadores.
—Estáis muy pálido, señor —le dijo uno de los criados.
Séneca advirtió que ambos le miraban con expresión de miedo y preocupación.
Realmente se sentía descompuesto. Las piernas le temblaban.
Desde niño sentía repulsión por la tortura. En cierta ocasión, tendría unos once
años, deambulando por el Foro Romano, pasó por delante del templo de la Concordia
y se encontró de repente donde empiezan las Gemonias, la «escalinata de los
Suspiros», como las llamaba el pueblo, la escalera empinada por donde dejaban caer
los cadáveres desnudos de los ajusticiados en la cárcel adyacente. Y así vio de
repente el cadáver de un hombre que había sido sometido a terribles torturas. Allí
quedaría expuesto durante días como advertencia a los futuros delincuentes y
divertimiento del populacho.
Era la primera vez en su vida que contemplaba un muerto, por no hablar ya de un
cuerpo humano desgarrado por los suplicios. El rostro no era más que una masa
sanguinolenta de carne, tenía hondas heridas por todo el cuerpo y un tajo profundo en
el vientre, por donde se le escapaban los intestinos. Eso fue lo que mayor impresión
le produjo.
Salió corriendo hacia la casa, atropellando a los pasantes por las callejas de la
Subura, subió como un loco la cuesta que conduce al Esquilino, atravesó como alma
que lleva el demonio el pórtico de Livia y la puerta de la vieja muralla serviana y
entró jadeante en su casa, donde fue en busca de su madre, se abrazó a ella y se echó
a llorar en su regazo.
La madre le estaba consolando con mimos y caricias cuando entró el padre en el
aposento, ataviado con el vestido de gala de los caballeros: manto blanco con franjas
rojas. Venía precisamente del Foro, donde había estado asesorándose con un abogado
en la basílica Julia, y desde el pórtico de ese edificio había visto correr a su hijo como
si le persiguiese la propia Medusa. Alarmado, había dejado con la palabra en la boca
a su contertulio y había emprendido el camino de vuelta a casa.
Al enterarse del motivo de los llantos de su hijo, tuvo un estallido de cólera.
—¡Con razón eres el hazmerreír de tus compañeros, cretino! —gritó—. ¿Es que
no puedes contemplar impasible lo que presencian hasta las mismísimas vírgenes
Vestales? ¡Ya te enseñaré yo a comportarte como un hombre!
Salió entonces del aposento, no sin haber cogido antes un jarrón de alabastro y
haberlo estrellado contra el suelo.
Semanas después el padre cumplió su amenaza. Jamás olvidaría aquel día. Fue en

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un dos de las nonas de septiembre, al filo de la alborada, cuando el padre lo llevó al
anfiteatro Tauro, en el campo de Marte, para que contemplara los juegos gladiatorios
que el emperador Augusto ofrecía al pueblo con motivo de la inauguración de los
Juegos Romanos.
Gracias a un jugoso soborno, pagado a uno de los acomodadores, el padre había
obtenido dos asientos en la primera fila de las gradas.
—Así disfrutarás del espectáculo a corta distancia —le había dicho el padre.
Durante toda la mañana tuvo que presenciar una larga serie de ejecuciones y
torturas ingeniosas. La primera fue la de una joven mujer condenada a representar el
papel de Pasífae cuando se volvió loca de amor por un toro. Introdujeron a la mujer
dentro de un armazón de cobre forrado con el pellejo de una vaca, de tal modo que su
vagina, adosada por un ancho tubo a la vulva de la vaca artificial, pudiese servir de
orificio de entrada al falo de un toro en celo.
No pudo entender la alegría y el alborozo de los espectadores cuando el rostro de
la mujer se descompuso, convirtiéndose en una máscara horrible, y lanzó un grito de
terror antes de desmayarse.
—Esa sí que se lo ha pasado bien hoy —dijo el hombre que estaba sentado a su
derecha—. ¡Eh, muchacho!, ¿has visto cómo ha gozado?
Con el siguiente ajusticiado se recreaba la leyenda de Escévola, una de las
primeras que todo niño aprendía en la escuela. Se remontaba la historia en más de
quinientos años, hasta los días en que el rey etrusco Parsena tenía asediada a la
ciudad de Roma. Unos jóvenes, entre ellos un tal Mucio, juraron dar la vida por la
patria y matar al monarca enemigo en un ataque suicida. Mucio fracasó al intentarlo y
fue apresado. Como se negó a delatar a sus compañeros, el rey lo amenazó con
someterlo al tormento del fuego. En esos momentos se encontraba junto a un altar en
el que ardía un fuego sagrado. Sin titubear siquiera, Mucio extendió el brazo derecho
y expuso su diestra a las llamas hasta verla completamente consumida. Ni una mueca
de dolor perturbó su rostro. Impresionado por su valor, el rey le otorgó la libertad.
Recibió entonces el apodo de Escévola, el «Zurdo».
El padre le explicó que un hombre condenado a muerte, aun cuando hubiese
asesinado a un centenar de personas, podía ser indultado y recobraba su libertad si se
prestaba a representar dignamente el papel del héroe.
—Mira —le dijo—. Tenemos suerte. Lo van a hacer justamente delante de
nosotros.
Cuando el condenado puso la mano sobre el fuego, él tuvo un vahído y se
desmayó. Pero el padre lo reanimó y le obligó a contemplar todo el espectáculo
matutino, con sus carnicerías terribles, protagonizadas por hombres y fieras salvajes;
y tras un descanso que hicieron al mediodía para ir a tomar un tentempié en una
fonda cercana, tuvo que presenciar también los combates de gladiadores. A lo largo
del día perdió el conocimiento varias veces. Desde entonces cualquier hecho que
estuviese relacionado con las torturas le provocaba un miedo enfermizo. Y también

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un pavor irracional a la muerte. La sola idea de que podía morir le sumía en un estado
de pánico. La muerte se había convertido para él desde entonces en una obsesión.
Incluso a sus años se atormentaba pensando que era un cobarde.
Aquella noche, como tantas otras, oculto bajo las mantas, lloró
desconsoladamente y pidió a su adorada Minerva que lo cogiese en sus brazos y lo
llevase de vuelta a Corduba.
La imagen de su ciudad natal se le había quedado grabada en su memoria con tal
nitidez que a veces le producía dolor. De pie sobre una barquilla llevada por un
camino de sirga había contemplado por última vez su Colonia Patricia, la antigua
Corduba turdetana. El bello puente de acceso a la ciudad, la silueta de los edificios
del Foro, con sus maravillosos templos, el teatro, por cuyas callejuelas adyacentes
solía deambular para solazarse con la multitud de pequeñas tiendas que ofrecían los
objetos más variados que imaginarse quepa, desde teatrillos automáticos de la lejana
Alejandría hasta flautas de caña de los montes de Lidia; todo fue empequeñeciéndose
ante su mirada hasta desaparecer por completo tras uno de los recodos del río. Pero
todo aquello vivía aún en su memoria como si una deidad olímpica se lo hubiese
estampado en el cerebro con un hierro candente.
En Corduba había vivido los únicos años felices de su infancia. Por una ironía del
destino tenía que agradecer aquellos años a su constitución enfermiza, que tanto le
había hecho padecer en su vida. Cuando, por asuntos de negocios, la familia entera se
trasladó a Roma, el médico de cabecera había insistido en que el pequeño Lucio no
resistiría el viaje. Era demasiado débil. Cuando el padre consultó a otros galenos,
todos dijeron lo mismo.
Partieron los padres, partieron sus dos hermanos, tanto el mayor como el
pequeño, partió el gran séquito de libertos y esclavos, pero él se quedó al cuidado de
una hermana de la madre en la casa del abuelo materno. Allí viviría hasta cumplir los
nueve años de edad. Allí correteó por los montes y se bañó en los riachuelos durante
las temporadas que pasaba en la finca del abuelo; allí fue conociendo su ciudad y allí
cursó los dos primeros años de la enseñanza primaria. No conoció más que cariño y
atenciones. Fue inmensamente feliz.
Su mundo se vio trastocado cuando llegó a Roma. Había disfrutado del viaje,
primero hasta Hipa Magna, donde lo montaron en una barcaza que lo llevó río abajo
hasta Hispalis, ciudad en la que se embarcaron en un buque mercante que hacía la
travesía hasta el puerto de Ostia. En Ostia le esperaban los padres, a los que
prácticamente veía por primera vez.
Más por todo lo que le habían dicho que por lo que él realmente sentía, se
convenció de que tenía que ser ese el momento más dichoso de su vida, ya que se
reencontraba con sus progenitores.
Remontó el Tíber lleno de entusiasmo y llegó a Roma en un estado de delirio
febril. Todo le parecía grande y hermoso. El futuro le sonreía. En aquella ciudad
cabían muchas ciudades como la suya. Había llegado a un paraíso. Fue eso al menos

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lo que le pareció. Hasta que el padre lo envió al día siguiente a la escuela.
Lo primero que hicieron sus nuevos compañeros fue reírse de él. Su estampa
entera parecía estar gritando que venía de provincias. Su acento era extraño; su habla,
rara, demasiado cantarina, sin la sobriedad altanera del deje romano. Empleaba
arcaísmos y a veces alargaba las vocales sin venir a cuento. Cuando le preguntaron
por el barrio en que vivía, pronunció la palabra «morar» alargando la «o», con lo que
en vez de decir «resido en el Esquilino», dijo «soy loco en el Esquilino», así que los
niños le apodaron inmediatamente «el Loco del Esquilino».
Entre burlas y pullas, los niños se pusieron a hacer cábalas para ver quién de ellos
adivinaba primero cuál era la aldea de mala muerte que lo había visto nacer.
—Soy de Colonia Patricia —dijo, inflamado de orgullo—. Soy un patriciense.
Los niños prorrumpieron en carcajadas.
—¡Anda, pero si el pelagatos se cree un patricio! —exclamó un chico grandullón,
cogiéndolo por la pechera de la túnica—. Aquí, en Roma, no se puede mentir en estas
cosas. Sabemos muy bien que tu padre no es más que un caballero de provincias que
se dedica a vender aceite y vino como un mercachifle cualquiera. Y aquí, en esta
escuela, todos somos hijos de nobles patricios; aquí, cada cual, quien más quien
menos, cuenta con una docena de cónsules entre sus antepasados y con generales que
celebraron triunfos. Ninguno de nosotros es un mierdica como tú. ¿Te enteras ahora,
mocoso provinciano? Y por si fueses duro de entendederas, no te preocupes, que yo
te ayudaré a aprenderlo.
Y sin más aviso, el grandullón le proporcionó una soberana paliza. Más que los
golpes le dolieron las risas y las burlas de sus compañeros cada vez que rodaba por el
suelo enlodado del patio de la escuela.
En la casa el padre lo había sorprendido llorando y con la cabeza hundida en el
regazo de la madre.
—La vida es dura —le había dicho el padre—. Hay que saber afrontar las
adversidades. Toma ejemplo de mí. Cuando yo tenía tu edad nadie se mofaba de mí
en la escuela. Y años después me gané el respeto y la admiración de todos mis
compañeros cuando vieron que era capaz de repetir de memoria, siguiendo
exactamente el mismo orden, dos mil palabras que acababa de escuchar, y que podía
recitar en sentido inverso, desde el último al primero, doscientos versos que acababa
de oír por primera vez.
Por la noche, oculto bajo las mantas, se había dicho que aunque pudiese repetir no
ya dos mil sino veinte mil palabras y dos mil versos, no sería capaz de esquivar los
puñetazos del grandullón.
Los tormentos en la escuela no cesaron. Se siguieron burlando de su acento y de
los muchos arcaísmos que utilizaba. Se mofaban de sus piernecillas esqueléticas y de
su constitución enfermiza, que a ellos se les antojaba propia de mujeres y
homosexuales. Fue por entonces cuando empezó a tener problemas con la vista y su
mote se convirtió en «el Loco Patricio Cegato del Esquilino».

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En la casa buscaba el cariño y el consuelo de la madre, pero temiendo siempre la
aparición súbita del padre, con sus ataques de cólera y sus retahílas interminables de
consejos y de ejemplos sacados de su propia vida.
Con el tiempo fue adquiriendo el modo de hablar romano y su voz se hizo más
potente, pero su afección pulmonar le imposibilitaba para el canto. Sus compañeros
decían que cantaba como una urraca perseguida por un halcón.
En cierta ocasión, cuando estaban ensayando en coro una sonatina pastoril, en
uno de sus accesos de niño travieso y quizá para encubrir con una petulancia su falta
de talento musical, emitió a propósito una nota chillona.
El maestro de canto, un viejo griego refunfuñón, se dirigió hacia él y le propinó
una sonora bofetada. Aún le escocía el carrillo cuando llegó a la casa. Se sentía tan
humillado, que se armó de valor y se enfrentó al padre.
—Quiero que me cambies de escuela —le dijo—. Estoy harto de esos
descendientes de cónsules y generales. Soy el único cuyo padre pertenece al orden
ecuestre. Me humillan, me pegan, no lo soporto más. Quiero ir a la escuela de Porcio.
—¡Pues te aguantas! —le gritó el padre—. Es un privilegio que puedas ir a esa
escuela. No pienso enviarte con nuestro amigo Porcio: hay allí demasiados niños
hispanos y galos. Quiero que te conviertas en un romano. Nuestro querido Porcio es
una bellísima persona, un hombre de vastísima cultura, pero no ha logrado
desembarazarse de nuestros típicos defectos hispanos. No consigue olvidar nuestra
sólida y agreste costumbre de vivir conforme se presentan las circunstancias. Los
hispanos somos muy dados a la improvisación basada en el ingenio. Nos gusta vivir a
salto de mata. Por eso no hemos construido un imperio y somos los dominados. Tú te
educarás al margen de esas lacras. ¡Y no te quejes! Tienes el privilegio de vivir en la
ciudad más grande y más bella del mundo.
—Sí, ¡pero no en la mía! —había gritado.
Tras un par de bofetadas que recibió aquel día, aunque el padre nunca le pegaba,
tuvo que hacer los tres niveles de enseñanza en la misma escuela.
De repente empezó a sufrir tics nerviosos que escapaban a su voluntad. Giraba el
cuello hasta producir un sordo chasquido con las vértebras o aspiraba ruidosamente
por la nariz, molestando a todos cuantos se encontraban a su alrededor. A intervalos
regulares, sin que pudiera evitarlo, agachaba la cabeza para inspeccionar la bandeja
del pupitre y cerciorarse de que aún seguía en ella el tintero que había pertenecido al
padre. Y así, al escarnio que le sometían sus compañeros se añadía ahora la
humillación de verse incapaz de controlar sus propios actos.
Los únicos momentos felices que tenía eran los que podía dedicar a sus lecturas.
Disponía de la fabulosa biblioteca que había ido acumulando el padre a lo largo de su
vida y que su madre había contribuido a engrandecer. Con excepción de algunas de
las obras de lectura obligada en la escuela, devoraba todo lo que se le ponía a su
alcance. Le apasionaban la geografía y las ciencias de la naturaleza; le entusiasmaban
las matemáticas, la mecánica y la astronomía; adoraba a Homero y a los trágicos

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griegos; se entretenía por igual con una buena biografía y con un tratado de
mineralogía. Le fascinaba la poesía y le deleitaban las novelas milesias.
Incluso a sus años recordaba con enorme satisfacción un período de su vida, quizá
de unos tres meses de duración, en que pudo dedicarse por entero a la lectura.
Aprovechó para ello uno de los viajes que realizaba de cuando en cuando el padre a
la Bética para supervisar sus propiedades. Eran épocas en las que podía disfrutar a sus
anchas del cariño de la madre, para quien era el hijo preferido, quizá por su
constitución enfermiza, quizá también porque había aprendido a extorsionarla con sus
achaques.
Tendría unos doce años y se había quedado en casa, sin poder ir a la escuela,
porque había cogido un fuerte resfriado con las primeras inclemencias del invierno.
Fue entonces cuando le crecieron unas protuberancias molestas dentro de las fosas
nasales. A veces se las arrancaba con las uñas, tirando de ellas hasta hacerse sangre,
pero las excrecencias siempre surgían de nuevo.
Por aquellos días se había puesto de moda en Roma la enfermedad del cáncer,
pues esa dolencia había segado en breve tiempo la vida de algunos patricios ilustres.
Los médicos advertían de los peligros de los granos que salían en la piel y que
crecían y se convertían en tumores que ocasionaban la muerte.
Creyó que tenía cáncer y que iba a morir. Primero se aterrorizó, quiso ir a
contárselo a su madre, pero luego, tras leer algunos párrafos de los libros de historia
de Tito Livio, en los que se narraban las hazañas de los héroes romanos, decidió que
tenía que afrontar la muerte como un bravo guerrero. Eran los tiempos en los que el
padre aún no le había sometido a la cura de espanto de los espectáculos gladiatorios y
aún no le había entrado aquel miedo cerval a la muerte que tanto le hacía padecer.
Decidió encerrarse en su cuarto, donde se acomodó, entre almohadones de pétalos
de rosa, en un mullido diván. Allí, leyendo una novela de aventuras tras otra, se puso
a esperar la muerte.
Llevaba ya tres semanas esperando la muerte sin que esta se presentara cuando
tuvo la idea de untar sus doloridas fosas nasales con la pomada que le solían aplicar
en el pecho para ayudarle a respirar. Era un ungüento de los laboratorios
farmacéuticos alejandrinos, elaborado de mentol, alcanfor, esencia de eucalipto y
sebo de oca.
Para su gran asombro, los pólipos desaparecieron. Había descubierto el remedio
universal contra la enfermedad del cáncer. Pensó en salir corriendo a la calle a
proclamar su descubrimiento a los cuatro vientos, pero luego se dijo que no le
creerían. Tendría que mantener en secreto su invento.
—¡Qué lástima! —se dijo—. Soy un genio y nadie lo sabe.
Al recordar aquella escena, Séneca se echó a reír en medio de la calle. De repente
había recobrado el buen humor.
Siguió paseando por la vía Recta hasta llegar al puente de Nerón y se metió luego
por el camino de ronda del viejo muro aureliano. Deambuló por la margen izquierda

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del Tíber, deteniéndose a veces a contemplar las embarcaciones que llegaban repletas
de mercancías provenientes de todas las partes del mundo.
Sin fijarse exactamente en qué dirección caminaba, cogió por la calle de la Cuesta
Argentaria y se encontró de repente en pleno Foro Romano. En una de sus esquinas,
bajo la escalinata de la basílica Julia y a los pies del arco de Tiberio, advirtió una
fogata y un tropel de gente alrededor. Como macacos colgaban algunos de las
cornisas del templo de Saturno y de los salientes de la tribuna de los oradores en su
afán por presenciar bien el espectáculo. En su delirio trepador no habían respetado
siquiera la higuera centenaria ni la columna de Augusto.
Repartiendo codazos a diestra y siniestra, mientras pregonaban el nombre de su
amo, los dos sirvientes le abrieron paso entre la multitud. Entonces presenció algo
insólito. Sintió que le recorría el cuerpo la misma oleada de repugnancia que le había
asaltado al mediodía en el anfiteatro, le aquejó el mismo mareo y se vio catapultado
en el tiempo, como si reviviese los peores momentos sufridos durante los principados
de Tiberio y Claudio.
En el centro de un amplio círculo formado por pretorianos fuertemente armados,
protegida por una circunferencia de piedras, ardía una hoguera. Erguido junto a la
hoguera se encontraba el verdugo del Tuliano, el mismísimo ejecutor de la cárcel
estatal. Y a su lado, en el suelo, había un montón de rollos de pergamino
cuidadosamente apilados. Y al otro lado de la hoguera, frente al verdugo, se hallaba
Consuciano Capitón, el yerno de Tigelino, con traje de gala y luciendo las flamantes
insignias de pretor.
Aún le seguía pareciendo que todo no era más que una pesadilla, cuando
Consuciano Capitón alzó la diestra y dijo, elevando la voz en tono patético:
—Mediante este acto solemne, arrojamos al fuego los Testamentos de Fabricio
Veyentón. Quede borrado de la memoria de los hombres el recuerdo de ese blasfemo
traidor.
A una señal del orondo magistrado de reciente cuño, el verdugo echó al fuego una
docena de libros. Los pergaminos comenzaron a arder, emitiendo unas bellas
llamaradas de tonos azulados.
No se habían consumido aún los primeros libros, cuando Consuciano Capitón
alzó de nuevo el brazo y repitió, con otro nombre, su sortilegio:
—Mediante este acto solemne, arrojamos al fuego las poesías del pretor Antistio.
Quede borrado de la memoria de los hombres el recuerdo de ese blasfemo traidor.
Séneca contempló cómo se iban consumiendo los libros entre los vítores y los
gritos de júbilo de la muchedumbre.
Según le había contado el padre, la primera vez que se quemaron libros
públicamente desde la fundación de Roma fue en época de Augusto, una vez
enterrada la República. En aquella ocasión Augusto ordenó echar a las llamas los
libros de historia del orador Tito Labieno, tras haberlo condenado a muerte. Su delito
había consistido en negarse a cambiar ciertos párrafos de su Historia romana, en los

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que ensalzaba los tiempos republicanos. Recordó que el padre hablaba siempre de él
con gran afecto y respeto.
A la segunda quema de libros de toda la historia romana tuvo el triste privilegio
de asistir personalmente. Fue en tiempos de Tiberio, cuando él no había cumplido aún
los veintiséis años. Ocurrió aquello poco antes de su partida para Egipto, cuando
comenzaba el consulado de Cornelio Coso y Asinio Agripa. Jamás olvidaría la honda
impresión que le produjo ver las obras de su venerado Cremucio Cordo ardiendo en
una hoguera en el Foro.
Había sido la consecuencia de una acusación insólita en el Senado, que el propio
emperador aprobó tácitamente al limitarse a fruncir el ceño. Lo acusaron de hablar
bien en sus Anales de los asesinos de César. Había ensalzado a Bruto y había
calificado a Casio como «el último de los romanos».
En protesta por esa acusación con la que se enterraba definitivamente la libertad
de expresión, el historiador se quitó la vida, dejándose morir de hambre, con lo que
no hizo más que adelantarse a una posible sentencia de muerte.
En aquellos días los médicos le habían aconsejado que fuese a Egipto a curarse su
afección pulmonar. Con las precipitaciones de la partida, apenas tuvo tiempo para
consolar a la hija de Cremucio Cordo antes de embarcarse rumbo a Alejandría.
Y esta era la tercera vez. Bien lo sabía. Consuciano Capitón, ese personajillo
siniestro que acababa de recibir las insignias senatoriales por el único mérito de
haberse casado con la hija de Tigelino, había acusado al pretor Antistio de haber
escrito poemas difamatorios contra el príncipe y de haberlos leído durante un
banquete.
En aquella sesión del Senado —él no había estado presente— se resucitó la
terrible Ley de delitos de lesa majestad, que no se aplicaba desde los tiempos de
Claudio. Se pidió para Antistio la pena de muerte.
Cuando se lo contaron tuvo un ataque de asma. Jamás hubiese podido pensar que
volvería a esgrimirse esa atrocidad jurídica durante el principado de Nerón.
Y a los pocos días, otro senador de reciente hornada, amigo de Capitón y
protegido de Tigelino, acusó a Fabricio Veyentón, hombre de rancio abolengo, de
haber ridiculizado a senadores y sacerdotes en unos escritos que tituló Testamentos.
El mismo Nerón había presidido el juicio.
No hubo ejecuciones, tan solo destierros. Pero él presenciaba ahora la primera
hoguera del principado de Nerón. ¿Cuándo presenciaría las primeras ejecuciones de
senadores? Ni treinta días habían transcurrido desde la muerte de Burro y ya el nuevo
prefecto pretorial grababa su infausta impronta en la nueva Roma.
Él hubiese podido evitarlo de haber asistido a las deliberaciones del Senado. Pero
en esos días había estado enfermo. Todo había comenzado con una fiebre ligera, que
le asaltó por la mañana y fue en aumento durante el día. Comenzó a sentir fuertes
dolores en un pie y punzadas en las articulaciones. Pensó que se habría dislocado un
tobillo o que tendría agujetas de la larga caminata del día anterior. Pero a medida que

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pasaban las horas, el dolor se hacía más intenso, concentrándose en el dedo gordo del
pie. También le dolían, aunque no tanto, el talón, la planta y los tobillos. En la noche
el dolor le había impedido conciliar el sueño. Los dolores que había tenido durante el
día se habían convertido ahora en unos desgarramientos violentos, como si le
arrancasen los tendones del cuerpo. Al amanecer pudo descansar un poco, ya que los
dolores remitieron, y logró pasar sin grandes sufrimientos el día, pero al llegar la
noche se repitieron los ataques, que se reanudaron el tercer día. Al cuarto
desaparecieron del pie derecho y pasaron al izquierdo. En esa alternancia
transcurrieron cerca de doce días.
De no haber padecido esos ataques, podría haber evitado la ignominia que estaba
presenciando. Todo había sido culpa de Tigelino. Ese mercader de caballos y esa
disoluta Popea trataban de corromper a Nerón y de arrastrarlo a la tiranía. Pero no lo
conseguirían. Él sabía que Nerón poseía un alma bondadosa e incorruptible.
«De haber estado yo presente —se dijo para sus adentros—, habría podido
evitarlo. Eso no habría ocurrido. Esto no estaría ocurriendo… Pero ¿habría podido
realmente? ¿No me estaré mintiendo? Presente estaba yo el año pasado cuando se
deliberó en el Senado sobre el asesinato de mi paisano Pedanio Segundo a manos de
un esclavo. La noticia de la muerte del prefecto urbano había escandalizado a la
ciudad. Aquel día hubo que hacer una edición extraordinaria del diario oficial, pues
ya habíamos pegado el Acta Diurna por las paredes de Roma cuando se descubrió el
cadáver. Según una antigua y bárbara ley, tenían que ser ejecutados todos los esclavos
que se encontraban en la misma casa en que se había producido el asesinato, pues
todos eran sospechosos de complicidad activa o pasiva, todos, hasta los niños de
pecho y los ancianos postrados en sus lechos. ¡Todos! Cuatrocientos fueron en aquel
caso. El pueblo se echó a la calle, quería evitar la matanza. Muchos senadores nos
inclinamos por la clemencia, pero la mayoría se aferró a la tradición. Ni el príncipe
pudo impedirlo: tuvo que sacar las tropas a la calle para contener a las masas
enfurecidas, que tuvieron que contemplar impotentes el desfile de los cuatrocientos
condenados hasta el lugar del suplicio. Yo estuve presente en las deliberaciones.
¿Pude impedirlo?».
Se alejó cabizbajo y meditabundo, cruzó el Foro y se metió por el Argileto, la
calle principal del barrio de la Subura, sin percatarse siquiera de que pasaba junto a la
Curia, el edificio en el que había asistido a la inmensa mayoría de las reuniones del
Senado. Se distrajo un poco al ver las primeras librerías y hasta se le iluminó el
semblante al descubrir un ejemplar de su Medea. ¿Cómo había sido capaz de escribir
una cosa tan maravillosa en un lugar tan horrible? La escribió en sus momentos de
soledad más espantosos, en el cabo septentrional de la isla de Córcega, en una choza
miserable y a la luz de unas tristes lucernas. La escribió en un arrebato de euforia
creadora. Y cuando la terminó, consciente de que había creado una obra inmortal, se
subió a lo alto de un peñasco, en todo lo alto del acantilado, y la leyó en voz alta,
declamando con pasión cada verso.

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Y al fondo, a mil setecientos pies de profundidad, el mar embravecido, en su
incesante batir contra las rocas, le aplaudió entusiasmado.
Había sentido en aquellos momentos una extraña unión espiritual, casi carnal, con
la naturaleza. Las olas, convertidas en espectadores, le ovacionaron. Jamás poeta
alguno había disfrutado de un público tan entusiasmado y agradecido. La ovación de
aquel día no fue superada años más tarde por ninguna de las que le tributaron en los
teatros de Roma.
Su Medea perduraría. ¿Perdurarían también las termas de que tan orgulloso se
había sentido por la mañana? El tiempo y los caprichos humanos acabarían
destruyéndolas. Pero ni el tiempo ni los caprichos humanos serían capaces de borrar
el recuerdo de cuatrocientos seres humanos injustamente ejecutados. Tampoco
borrarían el recuerdo de las hogueras alimentadas con libros.
—¡Podías sentirte también orgulloso de ello! —se dijo en voz alta.
Siguió caminando por la calle del Argileto, entre dos monótonas filas de edificios
de fachadas de piedra y ladrillo, con la impresión, como siempre que pasaba por allí,
de que se había internado en un túnel en el tiempo, pues la altura de las casas, que
alcanzaban hasta las siete plantas, impedía la entrada de los rayos del sol.
Al final de la calle, cuando esta se bifurcaba para convertirse en otras dos, dejó a
su izquierda la calle del Barrio Patricio y torció a la derecha para coger por la angosta
y empinada Cuesta Suburana.
Tuvo que apoyarse en uno de sus criados por miedo a resbalar en el tosco
empedrado recubierto de fango. Hizo un descanso al alcanzar el pórtico de Livia y
entró a su patio interior, donde se sentó en un banco a contemplar el templo de la
Concordia.
Se decía que el templo había sido edificado en el mismo lugar en que antaño se
encontraba la piscina a la que el desalmado Vedio Polión solía arrojar a sus esclavos
para que se los comiesen las murenas. Famosa fue la frase del sádico ricachón:
—No mando arrojar a mis esclavos a las murenas porque estas no tengan nada
mejor que comer, sino porque no conozco una manera más eficaz de triturar tan
perfectamente a una persona.
Al morir Polión, su palacio pasó a ser propiedad del emperador Augusto, quien
ordenó destruirlo y aplanar el lugar para que no quedase ni rastro de la memoria del
odiado potentado. En el mismo lugar ordenó erigir el pórtico al que puso el nombre
de su esposa. Una inscripción en la entrada recordaba el hecho:
DE SU PROPIO PECULIO, RESTITUIDO AL PUEBLO

Pero aquello ocurrió cuando aún faltaban seis años para que él llegase al mundo.
Salió del pórtico sonriéndose, pues siempre le divertían los detalles con los que se
percataba de la genialidad perversa que había caracterizado al viejo déspota en todo
lo concerniente a la propaganda imperial.
Siguió trepando por la tortuosa cuesta hasta alcanzar, con un suspiro de alivio, la
puerta Esquilina. Al fin había llegado a terreno plano. Allí se extendían los bellos

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jardines de Mecenas. Allí se alzaba también la alta torre desde la que se podía divisar
toda la ciudad y hasta los lejanos montes Sabinos y Albanos. Allí también estaba su
casa, en un entorno de bucólico idilio.
No habría sido esa vista la misma si la hubiese presenciado antes de que Mecenas
mandase sanear el lugar. Allí, tras los viejos muros de la ciudad, se extendía el
cementerio de esclavos y mendicantes: una serie de fosas comunes a cielo abierto, a
las que se arrojaban los cadáveres desnudos. El hedor tuvo que haber sido
insoportable.
Se quedó contemplando la torre (¡cuántas veces había trepado de niño hasta lo
alto para poder ver la ciudad a sus pies y meditar sobre las adversidades de su
infancia!), pasó la vista por el alegre parque y trató de representárselo como una gran
fosa llena de cadáveres en descomposición. Su esfuerzo de imaginación fue tan
intenso, que creyó incluso percibir un olor lejano a carne podrida.
Allí se tiraban los cuerpos de seres humanos como si fuesen basura. Allí se los
dejaba pudrir a la intemperie. El hedor que despedirían atraería a lobos y aves
carroñeras, que dejarían por doquier un reguero de huesos.
Según el derecho privado, un esclavo no era más que un instrumento, un objeto
provisto de piernas como los hombres, y por tanto, con la asombrosa capacidad de
locomoción propia. Tras su muerte se convertía en una cosa inservible de la que uno
se desembarazaba sin contemplaciones. El esclavo muerto era una herramienta rota
que ni siquiera se podía reparar.
¿Cómo podría hacer entender a sus semejantes que el esclavo era un ser humano
como cualquier otro ser humano? Cada vez que lo afirmaba se reían de él. No
entendían que tanto esclavos como amos eran por igual esclavos de sus apetitos, de
sus pasiones.
Si hacía repaso a sus años consagrados a la vida pública y si era realmente sincero
consigo mismo, tenía que reconocer que lo único que había logrado en esos años
había sido la promulgación de un par de leyes tendentes a mejorar las condiciones de
vida de los esclavos. Mediante una de ellas se prohibía la venta de esclavos para
arrojarlos a las fieras en el circo, que había sido hasta entonces uno de los métodos
aplicados por algunos amos para desembarazarse de sus esclavos inútiles y sacarles
algún provecho. Mediante la otra adquiría por primera vez el esclavo el derecho a
denunciar a su amo ante el pretor urbano si era sometido a malos tratos. Era de lo
único que se podía sentir orgulloso.
Mas, ¿se atrevería un esclavo a denunciar a su amo?
Llegó a su mansión, una espléndida casa solariega enclavada en un bello parque
surcado de jardines, entró al vestíbulo y atravesó el ático.
En el techo, por el hueco del impluvio, divisó las estrellas, que se reflejaban en el
estanque situado en el centro del aposento y que servía para recoger el agua de lluvia.
Lo que antiguamente fuera un elemento arquitectónico eminentemente funcional se
había convertido en un simple objeto decorativo desde que las casas disponían de

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agua corriente. Tan decorativo como el par de muebles y la larga mesa que recordaba
los tiempos en que se comía sentado y en que la vida familiar se desarrollaba en ese
recinto.
Con la conquista de Grecia los romanos advirtieron que el peristilo de las casas
helenas, con su estanque y su fuente cantarina, su oloroso huertecillo y sus
columnatas, era más bello, más luminoso y más alegre que el atrio romano, que se
convirtió en una suerte de museo y sala de paso.
Contempló su pequeño museo iluminado por hachones y se fijó en la mesa; en
ella, junto a una aceitera y una vinagrera, estaba el inevitable salero de plata, el único
lujo al que aspiraba y se podía permitir la mayoría de los romanos. Poseer un salero
de plata era convertirse en una persona digna y pertenecer a la clase de los que han
logrado algo en esta vida. Los que él utilizaba para comer eran de oro.
Al atravesar uno de los pasillos se topó con Harpaste, la criada boba que había
pertenecido a su primera mujer. Era una enana tonta y deforme, que hacía mucha
gracia a su esposa. El personalmente no podía entender cómo alguien podía reírse de
las desgracias ajenas. Harpaste era el único recordatorio de su primer matrimonio. La
consideraba como una carga hereditaria.
La infeliz mujer iba cogida del brazo de un sirviente que la acompañaba a todas
partes, pues se había quedado ciega. Lo asombroso era que se negaba a reconocer su
ceguera y aseguraba que la casa estaba muy mal iluminada. No entendía por qué no
se encendían más velas.
Se quedó contemplándola cuando pasó por su lado y la siguió con la mirada
mientras se iba alejando con el criado por el pasillo.
De repente se sobresaltó. ¿No estaría también él ciego sin saberlo? ¿Cómo podía
tener la certeza de que sus actos no eran los de una persona a la que falta una
dimensión sensorial? ¿No habría nacido ya ciego para ciertas cosas? ¿No lo habrían
cegado sus padres al inculcarle de niño el amor por el oro y la plata y el miedo a la
pobreza? ¿Necesitaba realmente para vivir más que su amigo Demetrio? Al igual que
la boba necesitaba la ayuda de un criado, ¿no necesitaría él el auxilio de una legión de
esclavos para poder caminar con su ceguera? ¿Cómo podría saberlo?
Entró a su despacho y sacó de una vitrina la mascarilla mortuoria del padre. La
sostuvo entre sus manos y la contempló.
Aquel ser que le había dado la vida, ¿no se la había quitado también en cierto
modo? ¡Cuántos miedos le infundió, cuántos falsos temores, cuántas dolencias
gratuitas, cuántos terrores innecesarios! Cuánto le costó llegar a darse cuenta de la
relación que había entre las enfermedades que le acompañaron desde la primera
infancia y las imprecaciones de su padre.
—Quizá por eso —se dijo en voz alta— nos parezcan a veces tan terribles los
dioses, porque son el reflejo de nuestros padres. ¡Ay, padre!, hasta después de muerto
te tuve que obedecer, incluso más que antes. Tus consejos y deseos guiaron mis actos.
A tus caprichos me sometí, en contra de mis propias inclinaciones. Me marcaste el

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camino. Lo seguí.
Dejó la mascarilla en su sitio y fue a contemplarse en un espejo. El rostro
abotargado y mofletudo, de generosa papada, que le miraba ahora con sus ojillos
diminutos, hundidos en grasa, se le antojó extraño. No se veía a sí mismo: veía a otro.
A veces tenía esa impresión de sí mismo cuando regresaba a la casa tras haber
estado, como él decía, «entre los hombres». El contacto con la gente le tornaba más
ambicioso, más dado a los placeres; en realidad, como él pensaba, más cruel, más
inhumano. Sentía entonces que era un extraño para sí mismo. Pero esta vez la
sensación era mucho más profunda, casi enloquecedora: sentía que aquel ser que le
miraba no era él, sino un extraño, una persona a la que ni siquiera conocía.
—¿Quién eres, Séneca? —se preguntó—. Eres un ser que venera lo que reprende,
que practica lo que condena y que defiende lo que acusa. Solo eres libre cuando
escribes, pero eres un esclavo en el ejercicio de tu vida. Lo que piensas nada tiene
que ver con tus actos. ¿Hasta dónde pretendes llegar? ¿Qué picos quieres escalar?
¡Insensato! Detrás de cada cima se eleva un picacho más alto. Podrías haberte dado
ya cuenta a tus años de que la cumbre no es más que un peldaño.

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SEGUNDA

PARTE

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SIGUE EL AÑO DEL CONSULADO DE PUBLIO
MARIO Y LUCIO AFINIO
(62 DE NUESTRA ERA)

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4
Idus de abril
(13 de abril)

Al descender de la litera, Séneca sintió en el rostro la caricia del céfiro, que le


recordaba la llegada de la primavera. Las suelas de sus zapatos de cuero crujieron al
pisar las losas de travertino del pavimento de la plaza del Foro. Dio un rodeo para
esquivar la Piedra Negra, la lápida bajo la que se suponía la tumba de Rómulo, el
mítico fundador de la ciudad, y se dirigió hacia la Curia del divino Julio. Aquella
construcción austera, que alcanzaba la altura de un edificio de siete plantas, con su
fachada de mármol y sus grandes portalones de bronce macizo, a veces le aplastaba
con su rancia sobriedad.
Siguiendo lo dispuesto por Augusto, el fundador del principado, el Senado tenía
que reunirse al menos dos veces al mes, en las nonas y las idus, y generalmente lo
hacía en ese edificio, para recordar a los padres conscriptos que sus viejas
prerrogativas republicanas estaban cercenadas, pues se veían obligados a celebrar sus
asambleas en el edificio emblemático del sepulturero de la República.
Al poner el pie en el primer peldaño de la escalinata que daba acceso a la Curia
sintió la inconfundible lisura resbaladiza del mármol. En la escuela le habían
enseñado que pisar mármol era ser romano. Quizá pensasen sus maestros que de ese
material estaban hechas las cabezas de los habitantes de las provincias del Imperio.
Llegó a detestar el Imperio. Incluso a su edad sentía un cierto malestar en el
estómago cuando veía un mapa del Imperio romano, pues le recordaba el mapa que
siempre colgaba de la pared en cualquiera de las aulas de la escuela y que sus
compañeros utilizaban para hacerle ver lo minúscula que era la «aldehuela
insignificante» en que había nacido.
Subió por la escalinata, rodeado de la multitud de colegas que acudían, al igual
que él, a esa primera hora de la mañana, cuando el cielo empezaba a clarear, atravesó
el vestíbulo de cuyas paredes colgaban cuadros de los más famosos pintores romanos
y griegos, y entró en la sala donde solía celebrar sus sesiones el Senado.
Cualquier extranjero que fuese invitado a participar en alguna sesión del Senado
tenía que sentirse aplastado por el poder romano. Tendría que alzar mucho la mirada
para poder contemplar el rico artesonado del techo, que se alzaba a más de setenta
pies de altura. Y desde allá arriba, desde una altura de unos sesenta pies, provenía la
luz que entraba a raudales por los grandes ventanales de cristal de alabastro.
Un largo pasillo central, adornado con mosaicos, conducía al podio donde se
sentaba el presidente del Senado. Y a ambos lados del pasillo, las filas escalonadas de
bancos de madera donde se sentaban los padres conscriptos, cuyo número había ido
creciendo desde la desaparición de la República y el fortalecimiento del principado.
De trescientos se había convertido en mil, por lo que muchos senadores, los jóvenes y

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los de baja alcurnia, tenían que permanecer de pie tras las últimas filas de las gradas.
A la espalda del asiento reservado al presidente del Senado, detrás de un altar en
el que ardía un fuego sagrado, se alzaba una bellísima estatua de la diosa Victoria,
con sus alas extendidas, embrazando un escudo y empuñando una lanza, erguida
sobre un inmenso globo terráqueo. Fruto del saqueo de Tarento y adornada con lo que
robó en Egipto, Augusto la había mandado colocar allí, hacía ya noventa y un años,
para conmemorar su victoria sobre Antonio y como símbolo del poder romano sobre
el mundo entero.
Delante del altar se colocaba la silla curul donde se sentaba el senador designado
para presidir la asamblea. Era un simple taburete plegable, hecho de cuero y marfil,
una de las escasas reminiscencias que quedaban de los antiguos reyes. Aquella
sencilla silla curul era la versión republicana de los tronos de oro que ocuparon los
monarcas en la antigua Roma. Era, además, un objeto sagrado: su robo o su
destrucción voluntaria eran castigados con la pena de muerte.
Séneca se acercó al altar y ofrendó a la diosa incienso y vino. Luego fue a
sentarse en el primer puesto de la primera fila situada a la derecha de la tarima
presidencial, que ese día ocupaba el miembro más anciano del Senado, el ex cónsul
Valerio Mesala, nieto del célebre orador Valerio Mesala Corvino, cónsul de la época
de Augusto y miembro de una vieja familia cuyos orígenes se perdían en los albores
de Roma.
Tras las libaciones y las ofrendas a la diosa y una vez que Valerio Mesala logró
imponer silencio tras pegar muchos gritos con su aguda voz de falsete, comenzaron
las deliberaciones sobre temas del culto.
Según una antigua tradición, en toda sesión del Senado había que dedicar la
mayor parte del tiempo a los asuntos divinos, relegando a un segundo plano los
mundanos. No en balde se creía a pie juntillas que la superioridad romana se debía
exclusivamente a que el romano era el más devoto de todos los pueblos.
Aquellas discusiones interminables sobre el culto a unos dioses en los que ya
apenas se creía le aburrían solemnemente. Le recordaban las tediosas horas pasadas
en la escuela, cuando se recitaba a sí mismo pasajes de la Ilíada para no morir de
aburrimiento. Y le evocaban las horas, que se le antojaban eternas, obligado a
escuchar en silencio los discursos y las amonestaciones del padre. Se horrorizó al
pensar en el tiempo que había perdido en su vida escuchando cosas que no le
interesaban.
El lugar preferente en que se sentaba era un privilegio que le había concedido
Nerón, al igual que su consulado lo debía a una gracia del emperador. Había sido la
primera vez en la historia del Senado de Roma que un cónsul no había resultado
electo por los propios senadores, sino que había sido designado a dedo por el
emperador, que arrancaba así un privilegio más al Senado.
Aún sentía en la nuca las miradas de odio que le lanzaron aquel día. Habían
transcurrido desde entonces cuatro años, pero ni cuatrocientos serían suficientes para

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que los descendientes de la nobleza patricia se lo perdonaran.
Los veía frente a él, hieráticos, adustos, conscientes de que eran superiores por
nacimiento al resto del género humano. Allí estaban los Léntulos, los Silanos, los
Pisones y los Ahenobarbos, los nietos de quienes durante quinientos años no
aceptaron incorporación nueva alguna al Senado. Los nombres de las familias ilustres
que lo integraron no variaron desde la fundación de la República hasta su abolición a
manos de Julio César, haría ya más de un siglo.
Recordaba que tan solo hacía catorce años los nobles patricios se habían
escandalizado cuando los notables de la Galia Comata pidieron el derecho a ocupar
cargos públicos en la ciudad de Roma. Les dijeron de todo. Los acusaron de haber
asediado en Alesia al divino Julio y de haber saqueado Roma hacía cuatrocientos
treinta y ocho años. Desde entonces las cosas habían cambiado: hispanos y galos
habían alcanzado las más altas magistraturas. Su suegro, su hermano mayor, su
cuñado y él mismo eran ejemplo de ello. Pero siempre lo considerarían un
advenedizo, un homo novus, un hombre sin estatuas de sus antepasados en el atrio de
la casa, un noble de nuevo cuño, el primero en su familia en ocupar una magistratura
curul. Jamás, por muchas riquezas y honores que acumulara, sería considerado como
uno de ellos.
Los contempló y le parecieron iguales que siempre: las mismas togas orladas de
púrpura, el mismo anillo de oro en el meñique, los mismos zapatos encarnados y
ajustados con correas negras hasta la mitad de la pantorrilla, donde se los abrochaban
con una lúnula de marfil.
Tan solo en una cosa habían cambiado: en los tiempos de Augusto y de Tiberio,
también con Calígula y Claudio, los padres conscriptos se peinaban el pelo hacia
delante, dejándose caer el flequillo en la frente. Ahora, con Nerón, se peinaban hacia
atrás.
Se sonrió al pensar que si esos patricios aparentaban tanta dignidad era
precisamente porque carecían de ella. Tan solo una vez, hacía ya veintiún años, en un
nueve de las calendas de febrero, el día en que asesinaron a Calígula, los vio recobrar
su dignidad perdida. Se reunieron en el Capitolio, para distanciarse de todos los
edificios construidos por la dinastía de los Julio Claudios, y proclamaron la
restauración de la República.
Mientras tanto, Claudio, el tío del emperador destronado, se reunía con los
pretorianos y daba un golpe de estado, inaugurando así una nueva forma de nombrar
emperador. Los patricios se sometieron. Algunos, los pocos que conservaron su
dignidad, fueron ejecutados; y los que de la dignidad solo quisieron conservar la
apariencia, conservaron también hacienda y vida.
El año anterior, la reina británica Boadicea, tras haber tomado Camulodunum,
donde destruyó el templo del divino Claudio, y haberse apoderado de Londinium y
otra ciudad más, después de haber liquidado dos legiones romanas, había insultado a
los ciudadanos romanos llamándolos «esclavos de un comediante de feria».

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Aun cuando también le tocaba a él, no pudo menos de sonreír al recordar ese
epíteto. Pero la sonrisa se le heló en los labios al ver a Consuciano Capitón, el yerno
de Tigelino, avanzando por el pasillo hasta colocarse frente a la tarima del presidente
del Senado.
Capitón adoptó la postura típica del orador: estiró el brazo derecho, abrió la mano
y mantuvo recogidos el meñique y el anular. Extendió los demás dedos y señaló a
Séneca con el pulgar. Frunció el ceño y dijo con voz estentórea:
—Ahora que hemos cumplido con nuestro deber para con los dioses, creo,
senadores, que ha llegado el momento de prestar atención a los asuntos mundanos; es
decir: de cumplir con nuestro deber para con nuestros conciudadanos.
Séneca pudo palpar el pesado manto de silencio que cayó sobre la asamblea con
más fuerza que si se hubiese desplomado el artesonado del techo. El hecho de que
Capitón lo hubiese señalado con el pulgar captó la atención de todos. Los senadores
enmudecieron para no perderse ni una sola palabra del discurso.
«¿Qué pretenderá ese fantoche intrigante? —se dijo Séneca—. Como no me
dedico a hundir a los demás, se creen que pueden hundirme a mí. ¡Ten cuidado,
insensato!, que aún me sobran fuerzas para acabar con tu corta carrera y enviarte al
destierro. ¿Quieres acaso convertirte en un segundo Suilio?».
Un estremecimiento de repugnancia le recorrió el cuerpo al recordar las
acusaciones que aquel tétrico personaje le había dirigido en ese mismo lugar hacía ya
cuatro años. Fue en el año del consulado de Nerón por tercera vez y de Valerio
Mesala, quien en aquel entonces presidía el Senado al igual que en ese día.
Hombre terrible y venal aquel Pablo Suilio. Pese a haber venido al mundo en
noble cuna, había llegado a él con una predisposición innata para la calumnia. Tiberio
lo tuvo que deportar a una de las islas Pontias para que refrenase sus ansias de
destacar como denunciante. Al morir Tiberio y volver del destierro, Suilio se hizo
amigo íntimo de Claudio, para quien fue su delator principal. Se decía que de los
treinta y cinco senadores y más de doscientos caballeros que había mandado ejecutar
Claudio, la mayoría había caído en desgracia por las maquinaciones de Suilio.
Con cada ejecución, que iba invariablemente acompañada del embargo de los
bienes del condenado, aumentaba la fortuna de Suilio, que se llevaba la mitad de lo
confiscado. Tras la muerte de Claudio, su espíritu querellante lo llevó a querer
derribar al mismo Séneca, soñando quizá con apoderarse de la mitad de su inmensa
fortuna.
Séneca cerró los ojos y vio a su acusador de antaño delante del mismo Valerio
Mesala, que ahora, al igual que entonces, presidía la asamblea. En aquella ocasión,
para no ponerse a desenredar el cúmulo de acusaciones que le dirigió Publio Suilio,
recurrió a un ardid jurídico. Hizo que le aplicasen la Ley Cincia, que prohibía a los
senadores cobrar honorarios por su participación como defensores en los juicios.
Suilio fue desterrado a una de las islas Baleares, y se decía que llevaba desde
entonces una vida de molicie y dulce desenfreno en la idílica Ebussus.

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Séneca abrió los ojos y advirtió que Capitón señalaba en esos momentos hacia la
tarima presidencial, mientras declamaba en tono patético:
—Hace cuatro años, senadores, tuvisteis que solicitar a nuestro amado emperador
una ayuda para socorrer en su pobreza al hombre ilustre que hoy preside la sala y que
en aquel entonces era cónsul electo, colega del emperador. Quinientos mil sestercios
al año le concedió, en su magnificencia infinita, nuestro amadísimo príncipe Nerón
César VI. ¿Sabéis, senadores, cuánto ha pagado en estos días Séneca por un esclavo
gramático de origen griego? ¡Ochocientos mil sestercios, senadores! Una minucia,
por cierto, para el hombre por cuya culpa hemos perdido dos legiones y estuvimos a
punto de perder una provincia entera.
«¡Qué hijo de loba! —pensó Séneca—. ¿Me va a acusar ahora de la sublevación
de los británicos?».
Permaneció impasible en su asiento, esbozó una sonrisita despectiva y se dispuso
a aguantar el chaparrón de calumnias que se le avecinaba. De momento no había nada
que pudiera hacer. Mientras el otro mantuviera su discurso, conservaría el derecho de
palabra y nadie tenía derecho a quitársela. Si le apetecía, podía pasarse todo el resto
del día hablando.
Como viniendo de muy lejos escuchó la voz de Capitón:
—Ochenta millones de sestercios había prestado Séneca a los británicos,
cobrándoles intereses de usura. Cuando les exigió la devolución inmediata de la
deuda, los británicos no vieron más salida que la rebelión. Es un milagro que aún
conservemos Britania. Si permitimos que Séneca siga actuando como si el Imperio
fuese suyo, pronto el Imperio se verá reducido a los confines del recinto urbano.
Mientras escuchaba los ataques de Capitón le parecía estar soportando de nuevo
alguna de las interminables diatribas del padre, cuando este le insultaba, le humillaba
y le exponía con todo lujo de detalles las razones por la que prefería al hermano
menor, a Novato, un joven que tenía los pies bien plantados sobre la tierra y que no
desperdiciaba su tiempo con filosofías y otras paparruchadas propias de personas que
no tenían necesidad de ganarse la vida trabajando honradamente.
—Un buen pastor —seguía diciendo Capitón— esquila su ganado, pero no lo
despelleja.
«¿Cómo se atreve a atacarme así? —se preguntó Séneca—. ¿Estará cumpliendo
órdenes de Tigelino? ¿Por qué no tiene miedo a la reacción de Nerón?».
Como si proviniera de los lejanos montes Albanos le llegaba la verborrea de su
acusador:
—¿Por medio de qué sabiduría, con qué doctrina filosófica ha ganado en ocho
años de amistad con el emperador trescientos millones de sestercios? Las riquezas de
Séneca, senadores, sobrepasan la medida propia de un particular. Y aún sigue
incrementándolas como si tuviese miedo de caer en la pobreza. Y aún sigue jurando y
perjurando que su fortuna es modesta y ha sido adquirida mediante el trabajo
honrado. Yo, por mi parte, senadores, dejaré hoy mismo el Senado y me dedicaré a

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ejercer el honrado oficio de panadero para ver si amaso una fortuna equiparable a la
de Séneca.
Las carcajadas de los senadores retumbaron en las paredes del Senado,
arrancándoles ecos de risas distorsionadas.
—Él es el mejor en todo. No hay mejor dramaturgo, mejor orador, mejor filósofo
que él. ¿Hasta cuándo no va a ver cosa alguna en Roma de la que no se diga que ha
sido inventada o descubierta por Séneca? Quiere acaparar para él solo la gloria de la
oratoria. Sus jardines y sus villas superan incluso en lujo a los jardines y las villas del
emperador. Se gana el favor del pueblo, como si él fuese el príncipe, y se dedica a la
poesía tan solo para engatusar a nuestro emperador.
Al escuchar por tres veces la referencia al emperador, los padres conscriptos se
escandalizaron. Un rumor de alarma recorrió la sala. ¿Qué pretendía en realidad el
yerno de Tigelino? ¿Quería en verdad lanzar contra el poderoso Séneca una acusación
formal? Podía costarle incluso la vida si su acusación no prosperaba. Los senadores
contuvieron el aliento a la espera de lo que iba a suceder.
—Ante la diosa Victoria, hija del Valor y la Fuerza, hemos jurado, clarísimos
padres conscriptos, extendiendo la diestra hacia ella, fidelidad a nuestro emperador
—prosiguió Capitón sin amilanarse—. ¿Qué hace Séneca? No se recata en manifestar
abiertamente que se opone a las diversiones del príncipe. Menosprecia sus
habilidades de auriga y se burla de su voz cuando canta. Hace ya tiempo que la niñez
del príncipe ha terminado. Ahora está en pleno vigor de su juventud. Ya es hora de
que se sacuda de encima a su maestro. En sus mayores tiene preceptores de mucha
más categoría.
La expectación se apoderó de la sala. Todos se preguntaban si estarían asistiendo
a uno de esos raros momentos estelares en los que los poderosos son destronados. El
orador, que parecía haber estado hablando en un estado de trance, enmudeció de
repente.
—Senador Consuciano Capitón —le interpeló el presidente del Senado—,
¿deseas levantar acusación formal contra el senador Lucio Anneo Séneca? Te insto a
que me respondas.
El interpelado titubeó y permaneció callado. El senador que estaba sentado a la
derecha de Séneca se dirigió en susurros al compañero que tenía al lado, pero no en
voz tan baja que Séneca no pudiera oír lo que decía:
—Ese jovenzuelo tiene al lobo agarrado por las orejas; y ahora no sabe cómo
retenerlo ni cómo dejarlo escapar. No me gustaría estar en su pellejo.
—Te insto a que me respondas —repitió Valerio Mesala.
En el rostro de Consuciano Capitón se reflejaba la codicia, pero también el miedo.
Si atravesaba su Rubicón, no tendría ya ninguna oportunidad de huida.
En esos momentos Séneca se puso de pie, dio dos pasos al frente, alzó el brazo y
pidió la palabra.
—Si Consuciano Capitón está dispuesto a retirar sus palabras —dijo—, yo las

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daré por no oídas. Todo habrá sido una tormenta de verano.
—¿Estás de acuerdo con la propuesta? —preguntó Valerio Mesala.
—Estoy de acuerdo —se apresuró a contestar, aliviado, Consuciano Capitón, que
corrió a ocultarse entre las últimas filas de los senadores.
Valerio Mesala, a quien todo el asunto había desagradado profundamente, no
resistió la tentación de cerrar con broche humorístico el penoso incidente y levantó
ostentosamente el índice de su diestra, haciendo así el gesto por el que se perdona la
vida al gladiador derrotado.
Muchos senadores se echaron a reír, otros juntaron las yemas de los dedos índice
y pulgar y se los llevaron a los labios en señal de admiración.
—Si llega a levantar el pulgar en vez del dedo salvador, nos condena a muerte a
ese idiota —dijo a su compañero el senador que ocupaba el asiento contiguo a
Séneca.
—Hay que reconocerle una cierta inteligencia después de todo —dijo Séneca, que
en esos momentos ocupaba de nuevo su asiento—. Tomó, como el gladiador, la
decisión en la arena.
—Y tú aplicaste el proverbio de «a enemigo que huye, puente de plata», amigo
Séneca —respondió el otro—. Que no te quite el sueño esta enojosa trivialidad. Sabes
muy bien que la mayoría estamos contigo.
—Mientras lo esté el príncipe… —apuntó el compañero—. Pero advierto que hay
personas malvadas que os quieren separar.
—¡No lo conseguirán jamás! —exclamó Séneca.
—La esperanza es nuestra —replicó el otro—, pero lo que realmente ocurre lo
deciden los dioses. ¡Que ellos te sean propicios!
Las palabras de los dos colegas le sirvieron de consuelo. Pero de ahí a creerse que
la mayoría estaba con él había un abismo. No le cabía duda de que tan solo se había
tratado de una mentira piadosa. Jamás había estado con él la mayoría. En realidad,
por mucho que escribiese sobre el valor de la amistad y por mucho que ensalzase sus
virtudes, podía contar a sus amigos íntimos con los dedos de una mano.
Se sentía humillado. Se propuso no pensar en las palabras de Capitón, pero estas
le venían a la mente una y otra vez. Y una y otra vez sentía en ese punto misterioso en
el centro de su cerebro una palpitación extraña que amenazaba con convertirse en un
estallido de cólera. Sentado en su banco, inmóvil como la mayoría de los senadores,
de tener en esos momentos un ataque de ira, sabía que las furias del mismo se
expandirían por el interior de su cuerpo.
Trató de pensar en otra cosa, pero solo le venían a la mente escenas fugaces de
humillaciones pasadas. Al alcanzar la mayoría de edad, terminados ya sus años de
escolar y de estudiante, creyó que se acabarían las burlas sobre su persona. Y se
acabaron. Se acabaron las de los niños y los jóvenes, pero comenzaron las de los
mayores.
Tras vestir la toga viril, una vez terminados los estudios de derecho en la basílica

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Julia, se puso a trabajar de abogado. Pronto se dio cuenta de que el ejercicio de la
profesión de orador exigía al cuerpo esfuerzos inauditos. Algunos no lo soportaban.
El mismo Cicerón había tenido que retirarse al campo a recuperar su salud arruinada.
Él tuvo que hacer un esfuerzo terrible para sobreponerse a su constitución enfermiza.
A los tres años comenzó a quedarse calvo. La frente crecía y amenazaba con
extenderse hasta la nuca. En cierta ocasión, en medio del acaloramiento de un
proceso muy delicado, el abogado de la parte contraria le espetó:
—César no fue solo un gran militar, un gran estadista y un gran escritor: fue
también un gran orador. Pero no creas que es en eso en lo que te pareces al divino
Julio. Tu único parecido con él está en la calva. Para mí serás siempre el divino calvo
que no sabe hablar.
Y con lo de «Divino Calvo» se quedó, que luego se convirtió en «el Divino Calvo
del Esquilino»… cuando ya creía que habían pasado a la historia los tiempos en que
era «el Patricio Loco del Esquilino».
A los seis años de trabajar de abogado cayó enfermo. Con sus ahorros se compró
una casa en las afueras de Pompeya y se retiró a descansar. Se había convertido en un
esqueleto andante, que apenas podía respirar bajo el peso de la calva. Se pasó dos
años leyendo y luchando contra su afección pulmonar hasta que el médico Aulo
Cornelio Celso le recomendó partir para Egipto e ir a curarse de su asma y su
bronquitis crónica a tierras más cálidas y secas.
Regresó a Roma para preparar el viaje. Fue durante el consulado de Cornelio
Coso y Asinio Agripa. Tiberio llevaba ya once años en el poder. Él acababa de
cumplir los veintiséis. Se reunió con sus antiguos compañeros y se fueron a una
posada a celebrar la despedida.
En un aposento reservado para ellos, alrededor de una mesa que se extendía a
todo lo largo de la habitación, les sirvieron vino, licores y entremeses variados. En
medio de los brindis se puso de pie un joven larguirucho y de tez plagada de granos.
—Ahora quiero brindar —dijo con voz chillona— porque los hispanos se
civilicen de una vez y no nos lleguen de sus tierras tan funestas noticias. ¡Por que
cese la barbarie en Hispania!
—¡Mirad a Séneca! —chilló otro—. Parece una damisela. Se ha puesto más rojo
que una rosa alejandrina.
Ese había sido siempre uno de sus defectos; su rostro no podía ocultar sus
emociones: todo lo revelaba. Había enrojecido de ira, pero también de vergüenza
ajena. ¿Qué se creerían que eran aquellos petimetres? A sus ojos eran bárbaros
advenedizos. Bárbaros que se atrevían a insultarlo porque se equivocaban con
respecto a su propia condición.
En esos días había llegado una noticia terrible de la península Ibérica. Un
campesino termestino se había emboscado en el recodo de un camino al acecho del
momento en que pasara por allí el séquito de Lucio Pisón, pretor de la provincia
Tarraconense. Luego salió de improviso de su escondite e hirió de muerte al pretor de

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un solo golpe, asestado con un pedrusco. Huyó después a uña de caballo, abandonó
su cabalgadura y se internó por lugares quebrados e impracticables. Lo descubrieron
por el caballo, que fueron mostrando de pueblo en pueblo. Lo torturaron
salvajemente, pero no delató a sus cómplices. Al día siguiente, cuando lo llevaban de
nuevo a la sala de tormento para interrogarlo, logró liberarse de sus guardianes, cogió
una piedra y se quitó la vida golpeándose con ella en la cabeza. En Roma se decía
que todos los hispanos eran unos bárbaros.
Pero ¿qué tendría él que ver con aquellas tierras de la antigua Celtiberia regadas
por el Turia? Por parte de su madre pertenecía a una noble familia turdetana cuyos
orígenes se remontaban a la civilización tartesia, cuando los antepasados de los
patricios romanos ni siquiera habrían aprendido aún a labrar la tierra. Allá arriba,
entre Numancia y Serguntia, probablemente en una aldea cercana a la localidad de
Termes, quizá habrían aprendido a leer y escribir con la llegada de los romanos, pero
en su Turdetania natal existía una literatura que se remontaba hasta mucho antes de la
fundación de Roma.
Indignado, se puso de pie y recriminó a sus compañeros:
—¡Sois unos ignorantes! En la Turdetania donde nací hay ciudades que se
fundaron mil años antes que Roma. En mi Corduba natal florecía ya una civilización
cuando vosotros errabais por los montes disputándole la comida a los lobos.
—El ignorante eres tú —replicó el larguirucho—. Tu ciudad la fundó el general
Marco Claudio Marcelo, hace apenas unos doscientos años.
—¿La fundó? —había gritado exasperado—. ¿La fundó ese carnicero que cargó
en su conciencia el asesinato de Arquímedes? Llamáis «fundar» a apoderaros de
ciudades para cambiarles el nombre. Asentó en la antigua Corduba una colonia de
veteranos y la rebautizó como Colonia Patricia. Siempre se os ha dado bien
conquistar civilizaciones muy superiores a la vuestra. Lo hicisteis en Grecia, en Asia,
en Egipto y en mi Iberia natal. A los pueblos realmente bárbaros, tan bestias como
vosotros, jamás llegáis a dominar del todo. Vuestras legiones se han estrellado
siempre contra cántabros, astures y germanos. Un bárbaro como Arminio el Querusco
os exterminó tres legiones en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Así que te alegras de las derrotas romanas? —le espetó el larguirucho.
—¡Sí, me alegro!
—¡Eres un miserable traidor!
—¡Y tú un idiota!
Se había levantado y había salido precipitadamente a la calle. Sentía que las
lágrimas le afloraban a los ojos. Quizá también porque revivía una escena ocurrida
hacía ya catorce años. No hacía mucho que había venido de Corduba y llevaba ya un
par de meses yendo a la escuela. Llegó entonces a Roma la noticia de la destrucción
de las legiones de Varo en el bosque de Teuteburgo. Se decretaron días de luto y no
tuvo que ir a la escuela, cosa que le alegró, pero más le alegró todavía la derrota que a
los romanos habían infligido los queruscos. Se relamía de gusto al pensarlo.

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En la casa había ambiente de luto y el padre no hacía más que pasearse de un lado
a otro mientras hablaba una y otra vez de la tragedia. A la hora de la cena el padre se
puso patético.
—¡Tres legiones perdidas! ¡Tres escuadrones de caballería! ¡Seis cohortes! ¡Más
de veinticinco mil hombres aniquilados! Sus cuerpos sepultados en el fango. ¡Oh,
dioses inmortales, que yo haya nacido para asistir a tal tragedia! —declamó,
levantando los brazos al cielo.
—Así tendrían que acabar todos los que van a conquistar y a sojuzgar a otros
pueblos —había dicho tajante, con aquella aguda vocecilla de falsete que tenía a los
diez años.
Todos le miraron horrorizados. Al padre se le salían los ojos de las cuencas. Y en
medio de un silencio sepulcral, el padre fue hacia él y le propinó tal bofetada que le
hizo rodar por el suelo.
Como le había dado un revés con el dorso de su diestra, donde llevaba el gran
anillo de hierro que utilizaba para imprimir su sello en cartas y documentos, la herida
que le abrió en la mejilla tardó dos meses en cerrar del todo. Aún conservaba la
cicatriz. Pero si bien es verdad que la lesión acabó por curarse, aun cuando dejase su
marca, más de medio siglo no había sido suficiente para que se le pasase la cólera
pacifista que en aquellos momentos le inculcó el padre. Mientras los niños se
entusiasmaban en la escuela con las proezas de Alejandro Magno y Julio César, él no
sentía más que desprecio por esos asesinos que no dudaban en segar la vida de
millones de seres con tal de incrementar su fama y sus riquezas.
Para pasar rápidamente a otro tema, Valerio Mesala había leído la solicitud
presentada por la ciudad tripolitana de Sabratha, cuyos magistrados pedían que se les
concediese el honor de dedicar un templo al divino Nerón.
Séneca escuchaba en esos momentos la larga perorata de un senador sobre la
conveniencia de permitir que otros pueblos adorasen en vida a quienes los romanos
solo divinizaban después de muertos.
«¡Tanto que he escrito sobre la vida y el tiempo —se dijo— y qué forma tengo de
perderlo! ¿Cuántas horas, cuántos días, cuántos años de mi vida habré derrochado en
estas sesiones, en las del consejo imperial, en los procesos, en las charlas inútiles
sobre temas que en realidad no me importan?».
¿Por qué había hecho siempre en su vida justamente lo que no quería hacer? ¿No
podía haber seguido el ejemplo de Quintio Sextio? El mismo César le había ofrecido
la dignidad senatorial y una magistratura. Rechazó la oferta para dedicarse a la
filosofía. Fue el fundador de una escuela filosófica y su hijo destacó como médico y
botánico. Fue vegetariano, practicó el ascetismo y dedicó su vida a la sabiduría. ¿Por
qué no hizo él lo mismo?
Pensó en que si Quintio Sextio rechazó la oferta de César fue porque se dio
cuenta a tiempo de que aquello que se otorga también se puede quitar. Pero nadie
puede arrebatarle a uno lo que uno se otorga a sí mismo durante el camino hacia el

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saber.
Se quedó reflexionando sobre una idea que había leído el día anterior en las obras
de Sextio. «El sabio —escribía—, al igual que el general de un ejército, ha de estar
preparado en todo momento para agrupar sus fuerzas, concentrarlas y lanzarlas en la
dirección por la que asoma el enemigo».
Sextio estuvo preparado. El enemigo fue la tentación del César. Juntó sus fuerzas
y lo derrotó. Así tenía que actuar él. Y fue entonces cuando le asaltó una duda: ¿y si
el enemigo era él mismo? ¿No podría ocurrir que él fuese su peor enemigo?
Pues entonces tendría que dirigir contra él mismo sus propias fuerzas.
Cuando, ya entrada la tarde, salió a la plaza del Foro, consciente de que había
perdido un lapso más del tiempo de su vida, respiró profundamente y se alegró ante la
perspectiva de lo que pensaba hacer al día siguiente.
Una gran aventura le esperaba. Serían días de meditación y aprendizaje. Su amigo
Cesonio Máximo ya lo estaría esperando en la casa, donde pasaría la noche, pues
habían acordado partir a primera hora de la mañana.
Llegó tarde a la casa, pasada la hora décima, y ordenó que sirviesen enseguida la
cena. El amigo lo estaba esperando. Se sentaron juntos a la mesa, en compañía de
Pompeya Paulina y los seis esclavos que los acompañarían al día siguiente.
Como tenían por costumbre, celebraron con una buena comida esa víspera de su
aventura. Corrió el vermut y el vino, hubo entremeses variados, cuatro platos y
postres diversos. Sabían que no volverían a comer así durante muchos días.
Los dos amigos estuvieron charlando animadamente (Paulina les dijo que tenían
una locuacidad propia de mercaderes sirios), discutiendo los detalles de su proyectada
empresa.
Después de la comida Séneca ordenó que le preparasen un cuarto de baño e invitó
al amigo a que hiciera lo propio. A partir del día siguiente imitarían la costumbre
antigua de bañarse cada nueve días.
El cuarto de baño estaba agradablemente caldeado. En la bañera de mármol de
Tasos el agua caliente fluía, con un chorro límpido, de un grifo de plata. Se la habían
dejado a medio llenar, pues sabían que le gustaba regular él mismo la temperatura del
agua.
Se quitó el manto de baño y se deslizó en la bañera, sintiendo en el cuerpo la
caricia del agua. Le invadió una cierta modorra.
Contempló, no sin melancolía, su extenso jardín. Se pasaría días sin verlo, sin
disfrutar de los placeres de la vida urbana.
Había sido una idea maravillosa derribar toda aquella pared y sustituirla por un
gran ventanal, con lo que se tenía la impresión de bañarse al aire libre. Al igual que
había sido una ocurrencia brillante echar el techo abajo y sustituirlo por una cúpula,
en la que se imitaba el cielo estrellado en una noche de primavera.
Tumbado en la bañera, con la cabeza recostada en un cojín relleno de pétalos de
rosa, contempló el cielo. Todavía no había concluido la duodécima hora del día y el

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sol aún iluminaba el firmamento, tiñéndolo con tintes rojizos y de un violeta azulado.
Llamó a un esclavo y le pidió que le restregase bien el cuerpo con un cepillo de
cerdas. Quería que le quitasen la suciedad que le había envuelto durante todo el día.
Después, tumbado de bruces en un diván mientras un esclavo etíope le daba un
masaje en cada músculo del cuerpo, reflexionó sobre las acusaciones que le habían
dirigido, en las que sobre todo le reprochaban por sus riquezas, y se le ocurrieron
algunas ideas al particular. Ordenó al esclavo que le había secado el cuerpo que
corriese a traerle a su amanuense. A los pocos instantes llegaba el amanuense,
provisto de estilo y tablillas de cera, y se sentó en un taburete a su lado.
—Escribe —le dijo Séneca—. Es propio de un espíritu pusilánime no poder
soportar las riquezas. Aquel que usa la vajilla de barro del mismo modo que si fuera
de plata es un alma noble. Pero no menos noble es quien emplea la de plata como si
estuviese hecha de barro. La pobreza ha de ser voluntaria. Es un don espiritual. Tiene
que venir de dentro. Es grande aquel que permanece pobre entre las riquezas.
En la noche, acostado junto a su esposa, trató de pasar revista a los sucesos del
día, pero sus pensamientos se encauzaban tercamente hacia la aventura que le
esperaba al día siguiente. Se encontraba emocionado, como un niño en la víspera de
las Saturnalias, que no puede conciliar el sueño al pensar en todos los regalos que
tendrá junto a su cama al despertarse.
Tras una noche algo agitada, en la que los momentos de insomnio se sucedieron a
las duermevelas y al sopor profundo, se levantó antes del amanecer y se vistió a toda
prisa con la indumentaria propia de un hombre del pueblo.
Sobre la túnica de cuero de cabra, ceñida al cuerpo, se puso un capote con
capucha, fabricado con una tela basta de lana de mala calidad. Se miró en el espejo y
sonrió satisfecho. Ya no llevaba el calzado propio del patricio, hecho de finísimo
cuero de ante, sino unos toscos zapatos de cuero de buey. Cogió un capote igual al
que se había puesto, se echó un morral al hombro, en el que había metido las tablillas
para escribir y los estilos, y salió del aposento tras haber dado a su esposa un beso en
la frente.
En el atrio le estaba esperando el amigo, ataviado exactamente igual que él. El
portero les abrió el portalón de la casa y afuera los esperaba una litera para dos
personas, construida de cedro aromático y pieles de gamos de la Arabia Feliz. Se
recostaron en los mullidos almohadones de plumas de cisne y se abrazaron como dos
chiquillos que celebran el comienzo de unas vacaciones. Doce esclavos tracios
levantaron la litera y los condujeron a paso ligero en dirección a la puerta Capena.
Durante ese trayecto no pudieron conversar. El ruido que los rodeaba era
ensordecedor. A esa última hora de la noche, antes del amanecer, abandonaban la
ciudad a toda prisa las últimas carretas tiradas por bueyes, que habían entrado en la
ciudad cargadas de grandes bloques de mármol, los últimos carros arrastrados por
mulas, que habían traído a la ciudad ánforas de vino y aceite y toda suerte de
mercancías, las últimas carrozas de veloces cuadrigas de cuantos emprendían un viaje

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y no habían querido ser llevados en litera hasta alguna de las puertas de la ciudad.
Todos tenían prisa por salir de Roma antes de que despuntase el día para no violar la
antigua Ley Julia municipal, que prohibía el tráfico rodado por la ciudad en horas que
no fueran de la noche.
A esa hora se agolpaba por las calles la gran masa de ciudadanos pobres que iban
a rendir pleitesía a sus patrones con la esperanza de recibir una canastilla de comida o
unos cuantos ases. Se sumaban a esa masa los que iban al trabajo, los niños que se
dirigían a sus escuelas y los que habían salido de sus casas para ver lo que les
deparaba el día. Al ruido que hacían en el empedrado de las calles los cascos de los
animales de tiro y las ruedas de los vehículos se añadían los gritos y las
imprecaciones de los que se veían arrojados contra los zaguanes de las casas o de los
que habían recibido algún codazo en los riñones de alguien que quería abrirse paso. A
veces se escuchaba también la sarta de insultos soeces que soltaban los ciudadanos
indignados porque alguien les había arrojado desde un cuarto piso el contenido de un
orinal. Y entre todo ese barullo, los gritos y los golpes de los veinte fornidos esclavos
etíopes que iban por delante para permitir el avance de la litera en que viajaban el
ilustrísimo senador Lucio Anneo Séneca y su amigo Cesonio Máximo.
El séquito de esclavos salió a la vía Apia por la puerta Capena y los portadores
etíopes aparcaron la litera junto a una enorme y tosca carreta a cuyo yugo iba uncido
un tiro de mulas.
Cuando los dos amigos se apearon de la litera y vieron la carreta y al simpático
mulero que los saludaba con el rostro iluminado de alegría y una sonrisa de oreja a
oreja, no pudieron refrenar su entusiasmo y se abrazaron entre muestras de alborozo.
—¡Por fin pobres, amigo Séneca! —exclamó Máximo.
—Disfrutemos, pues, de la frugalidad —respondió Séneca.
La carreta pertenecía a la gran explotación vinícola que Séneca poseía en
Nomentum. Se utilizaba para el transporte de la uva. Para esa ocasión se le habían
colocado unos bancos de madera y un toldo de lona.
Subieron al vehículo en compañía de ocho esclavos (todos los que cabían junto
con ellos) y emprendieron el viaje hacia el sur. El carretero los guiaba, caminando
descalzo junto a sus mulas.
Dejaron a su izquierda el templo dedicado a la diosa Fortuna del Buen Regreso,
en cuyo altar realizaban una ofrenda cada vez que volvían a Roma tras una de esas
peregrinaciones hacia la pobreza, bajaron por la vía Apia y vieron a la derecha la
hondonada por donde se extendía el idílico bosquecillo consagrado a las Musas.
Situado en un lugar tan estratégico, justo al lado de donde las carretas tenían que
esperar a que se hiciera de noche para poder entrar en la ciudad y por donde estaban
obligados a pasar los que la abandonaban de madrugada a paso de caracol debido a
los enormes atascos que originaba el tráfico, el bosquecillo se había convertido en
morada habitual de mendicantes judíos.
—Esos sí que son pobres de verdad, amigo Séneca —dijo Máximo, señalándolos

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con el dedo.
—Serán pobres —replicó Séneca—, pero no disfrutan de la pobreza. Solo el sabio
puede disfrutar de ella.
—Pues no parecen estar pasándolo mal del todo —apuntó el amigo.
—Llevan una vida despreocupada, en la que solo el presente importa. Son mucho
más felices que nosotros —reconoció Séneca.
La carreta avanzaba traqueteando sobre las losas poligonales de basalto,
produciendo un canto monótono al que acompañaban el trote acompasado de las
mulas y el canturreo del mulero. Iban dejando atrás, a ambos lados del camino, la
sarta de tumbas y mausoleos de quienes habían conocido en vida la estrechez y la
opulencia. El mausoleo de los Escipiones se mezclaba con el de la pobre matrona de
la que solo se podía decir en la lápida que «supo cocinar e hilar muy bien la lana».
Al cabo de una hora de viaje y pasado el mojón que señalaba el comienzo de la
quinta milla, divisaron a la izquierda el bello templo consagrado a Júpiter. A la
derecha del templo se internaba culebreando un caminillo por un bosque de cipreses.
Por un recodo del mismo aún se podía divisar la entrada a la villa suburbana de
Séneca.
Distraído, estuvo a punto de proponer al amigo ir a desayunar a su casa, pero se
contuvo al recordar que se habían propuesto pasarse unos quince o veinte días
haciendo vida de pobres. Habían acordado no llevar consigo más que lo puesto y
comer y dormir a la intemperie.
Séneca ordenó entonces hacer alto a un lado de la vía, y los dos amigos fueron a
sentarse a la sombra de un castaño mientras los esclavos preparaban el desayuno.
Un esclavo se puso a moler trigo con un molinillo de piedra, mientras otros dos
improvisaban un horno cavando un hoyo en la tierra y recubriendo de piedras el suelo
y las paredes. Los demás se fueron al bosque a buscar leña.
Pasada una hora les colocaron sobre un mantel en el suelo una canastilla con
higos secos y una cesta con panecillos recién salidos del horno. Un queso de cabra y
una garrafa de vino completaban el desayuno. El sol brillaba con fuerza en un cielo
de un azul intenso, anunciando a los viajeros que disfrutarían de un hermoso día de
primavera.
—¡Qué alegría, amigo Máximo! —exclamó Séneca, llevándose un higo a la boca
—. Así vivirían los hombres antes de que el férreo arado hundiese sus garras en la
madre Tierra, antes de que se inventase la codicia y alguien pudiese decir: «¡Esto me
pertenece!».
Entusiasmado con su propio discurso, se apartó el higo de la boca y lo mantuvo
en alto, entre los dedos índice y pulgar.
—¿Qué locura tan espantosa ha arrastrado al ser humano a fundar sociedades en
las que todos somos infelices? ¿Por qué no se conformó el hombre con lo que la
naturaleza le prodigaba? La codicia nos ciega, las pasiones nos matan y las riquezas
nos ahogan. ¿Cuántos han muerto asfixiados por su propia fortuna? Fíjate, amigo

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Máximo, un par de higos como este es cuanto necesitamos para vivir. Antaño se
comía para saciar el hambre, hoy se come para abrir el apetito, se bebe para tener más
sed. ¿Por qué no renunciamos a todas nuestras riquezas y seguimos la senda de los
sabios?
—Tú mismo has dicho —respondió el amigo— que el sabio no ama la riqueza,
pero la prefiere.
En esos momentos pasó por la carretera una carroza de plata, arrastrada por una
cuadriga de briosos corceles sicilianos. Los ocupantes los miraron.
—¡Amigo Séneca —exclamó Máximo—, pero si te has puesto más colorado que
una amapola perdida en un campo de trigo!
Por el rabillo del ojo advirtió Séneca que sus sirvientes se llevaban la mano a la
boca para contener la carcajada. Sintió entonces que una segunda ola de calor le
afloraba al rostro.
—Esto te demuestra —dijo Séneca, una vez que se hubo calmado un poco— que
los principios que alabo y apruebo no están aún dentro de mí. Ensalzo una cosa con
mi cabeza, pero reniego de ella con el cuerpo. La senda de la sabiduría es empinada.
No creo que alcance su cima nunca.
Siguieron viaje hacia el sur por la vía Apia, pasaron por delante de posadas
humildes y quintas lujosas, hicieron alto para comer en las inmediaciones de la
ciudad de Aricia y al atardecer se detuvieron junto a unos matorrales en las afueras de
Ad Sponses para pasar allí la noche.
Los esclavos les colocaron sendos colchones en el suelo y los dos amigos se
acostaron, utilizando cada uno un capote como sábana y otro como manta. La regla
era no llevar más que lo puesto.
Al día siguiente comieron en las afueras de Tres Tabernae, no sin echar alguna
mirada nostálgica a la espléndida quinta que se alzaba cerca de ellos, y fueron a pasar
la noche en las inmediaciones de Forum Appii.
Durmieron en el claro de un bosque cuyo suelo era un blando tapiz aterciopelado
de hierba protegida del sol por el tupido follaje de los árboles. Los ataques incesantes
de los tábanos les hicieron añorar las comodidades de la civilización.
Al comenzar el cuarto día de aventura, el alba los sorprendió a orillas de una de
las playas del golfo que baña las laderas del promontorio donde se alza la ciudad de
Terracina. Decidieron desayunar allí antes de abandonar las tierras del Lacio e
internarse en las de Campania. Su objetivo era seguir por la vía Apia hasta Sinuesa,
coger allí la vía Domicia, llegar a Pompeya y hacer vida campestre en la ladera
oriental del Vesubio.
Sentados sobre una alfombra en el suelo, degustando el consabido desayuno de
pan recién horneado, queso de cabra y vino, vieron cómo se acercaba por la orilla del
mar un grupo de jóvenes, chicos y chicas, que habrían pasado una noche de
francachela y acudirían ahora a desayunar en alguna de las pequeñas tabernas que se
encontraban diseminadas por la playa. Al llegar hasta ellos, los jóvenes los miraron

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con curiosidad. Una chica los señaló con el dedo y se echó a reír.
—De nuevo te has puesto rojo como una amapola —dijo Máximo.
—¡Pero si no he hecho otra cosa desde que hemos salido de Roma! —exclamó
Séneca—. ¿Te das cuenta de que he naufragado incluso antes de embarcar?
Se quedó contemplando las aguas del mar Tirreno; pensó en que seguirían
bañando las costas de Italia cuando él hubiese desaparecido, cuando sus tormentos y
sus ilusiones ni siquiera fuesen un recuerdo, reflexionó sobre la inusitada brevedad de
la vida y sobre cómo los seres humanos la acortan con sus indecisiones y sus
compromisos. Se sintió pequeño, se sintió ridículo y sintió al mismo tiempo que
podía ser grande.
—¡Todo esto no es más que un juego de niños! —exclamó—, ¡Vamos, montemos
en la carreta! ¡Regresamos a Roma!
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, preocupado, el amigo—. Parece como si
tuvieses fiebre. ¿No te encuentras bien?
—Pues, ¡claro que me encuentro bien! En mi vida me he sentido mejor que en
este momento. Lo que quiero es regresar, regresar cuanto antes a Roma.
—¿Regresar? ¿Te has vuelto loco?
—No. Loco he estado hasta ahora. Acabo de descubrir mi verdadero camino. Me
voy a Grecia. ¡A Atenas, a estudiar filosofía!
El amigo lo abrazó emocionado.
—Y yo me voy contigo —le dijo—. Pero no te mientas a ti mismo: no acabas de
descubrir tu verdadero camino. Conocías ese camino desde niño, pero no lo seguiste.
No acabas de descubrir nada que no supieses: acabas de tomar la primera decisión
cuerda de toda tu vida.

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IX de las calendas de mayo
(23 de abril)

De pie, frente a un ventanal de uno de los salones de la residencia imperial, Séneca


contemplaba meditabundo el gran complejo arquitectónico que tenía sus orígenes en
las antiguas mansiones de Livia, Augusto y Tiberio, a las que se habían ido
agregando edificios a cual más imponente, que habían ido descendiendo por las
faldas del Palatino y que ahora cruzaban el valle que los separaba del Esquilino y
trepaban por sus laderas con el único fin de incorporarse los espléndidos jardines de
Mecenas. Un recorrido de seiscientos ochenta pasos, casi dos tercios de milla, para un
palacio que amenazaba con partir la ciudad en dos. El príncipe llamaba a ese vasto
complejo su Domus Transitoria porque le servía de paso entre las dos colinas.
Miró hacia abajo y observó que por las calles adyacentes al Circo Máximo
desfilaban grupos de personas engalanadas que parecían tener prisa por llegar a algún
lugar concreto. De lejos podía ver mucho mejor que de cerca, así que divisó, o al
menos creyó divisar, los corrillos de chicas vestidas con túnicas de alegres colores y
luciendo en sus cabezas guirnaldas de flores. Se dirigirían al Foro del divino Julio a
ofrendar ramos de mirto y hojas de menta en el altar de la madre Venus; de allí
subirían hasta el Capitolio y harían libaciones de vino frente al templo de Júpiter
Capitolino.
Ese día noveno de las calendas de mayo siempre le traía recuerdos agradables de
la infancia. La Vinalia era para él una de las fiestas más alegres de Roma. Los
hombres celebraban la llegada del vino nuevo y se lo agradecían a sus dioses con
bailes y cánticos. La ciudad se cubría de alborozo.
Pensó entonces en lo que daría por ser de nuevo joven, por haber tenido otros
padres, por haber nacido en el seno de una familia modesta y encontrarse ahora
danzando alegremente por las calles de Roma, cortejando quizá a alguna chica.
Reflexionó sobre cómo le gustaría no ser lo que era en esos momentos.
Se sentía ultrajado. Sabían perfectamente en la residencia imperial que el príncipe
le había concedido audiencia para la hora cuarta de ese día y lo cierto es que no
habían estado preparados. Le habían tratado como a un visitante cualquiera, como a
cualquiera de los aduladores que acudían al saludo matutino que ofrecía el
emperador, y le habían vejado aplicándole una disposición de los tiempos de Claudio,
que él creía ya abolida. Un gigante con aspecto de gladiador germano le había
palpado con sus manazas el cuerpo para ver si llevaba oculta algún arma. Ningún
emperador antes de Claudio se había atrevido a ordenar el registro de quienes acudían
a palacio. Al parecer, Nerón había vuelto a imponer tal medida.
Todo había sido tan repentino, tan inesperado y sorprendente, que no logró
reaccionar y permitió que le humillasen manoseándole las carnes. Se había puesto

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rojo como una cereza y había temblado de ira. Sintió que le arrebataban la dignidad.
Ante situaciones tan imprevisibles como esa tendía siempre a quedarse
paralizado. En esos momentos se convertía de nuevo en aquel niño que se refugiaba
en la pasividad para resistir la tormenta que el padre estaba a punto de descargar
sobre él. Aterrorizado ante lo que se avecinaba, se acurrucaba como un animal
atemorizado y se hacía el muerto.
Estaba tratando de apartar de su mente el recuerdo de la humillación sufrida,
cuando le llegó el olor intenso de un perfume en el que predominaban el azafrán y el
espliego. Se dio media vuelta y se encontró frente a frente con Nerón, que había
entrado sigilosamente en el aposento. A sus espaldas aún se movían ondulantes los
pesados cortinones por entre los que se había deslizado el emperador.
—¡Siempre es una alegría verte, mi viejo maestro! —exclamó Nerón,
extendiendo los brazos—. ¡Ven, abrázame!
Al abrazarlo, a Séneca casi se le saltaron las lágrimas. Había visto de repente
frente a sí a un joven fornido de veinticinco años, con una rizada melena pelirroja
peinada hacia atrás y unos ojos grandes y de un azul intenso, que brillaban en un
rostro ancho y de francas facciones. Pero lo que había visto en realidad en su interior
había sido al niño de once años que le vino al encuentro corriendo la primera vez que
se vieron y que se le abrazó como si en esos instantes estuviese adoptándolo como al
padre que apenas conoció. Y para él, que venía de pasar los terribles años del exilio,
aquel niño se convertía de repente entre sus brazos en el hijo que, de no haber
muerto, tendría aproximadamente la misma edad que Nerón.
Aún recordaba con toda nitidez las palabras de aquel niño como si no hubiesen
transcurrido trece años desde entonces:
—Me han dicho que eres el mayor sabio del Imperio y que vas a ser mi preceptor.
Te prometo que me esforzaré para no defraudarte.
En aquella ocasión sí se le saltaron las lágrimas. Estuvieron largamente
abrazados, creando instintivamente un vínculo que sobrepasaba en mucho la relación
alumno-maestro y se acercaba emocionalmente a la de padre-hijo.
Cuando se produjo el enfrentamiento entre Nerón y su madre, Séneca se puso de
parte de quien consideraba su propio hijo, traicionando así a la amiga y a la persona
que más debía en su vida.
Desde la muerte de Agripina, hacía ya poco más de tres años, las cosas no habían
vuelto a ser iguales entre los dos: Nerón parecía rebelarse también contra él. Cuando
le asaltaban sus momentos de pesimismo macabro, se decía que quizá algún día
Nerón, al matricidio, añadiría también el parricidio.
—¿Por qué tantas prisas por verme? —preguntó Nerón—. He tenido que sacar
tiempo de donde no lo tenía para recibirte. Trabajo noche y día en la composición de
una tragedia sobre Atis. Estoy entusiasmado. Incluso siento que la Gran Madre de los
Dioses, sumiéndome en la locura, me obliga a castrarme. Te juro que hasta he sentido
fuertes dolores en los testículos. Hasta me veo convertido en pino. ¡Estoy poseído del

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furor poético! Las Musas se han apoderado de mí y guían mi mano. El entusiasmo se
sucede al arrebato. Me admiro de mí mismo. Creo que estoy superando al propio
Virgilio, quizá al mismo Homero. Ya te la leeré en cuanto la termine.
—Por Júpiter que me alegra la noticia; pero ¿no descuidas así los asuntos propios
del estado?
—¡Bah! Para eso están mis ministros. Para eso está Tigelino. No sabes cómo me
descarga él del trabajo. Ahora tengo mucho más tiempo para escribir, para cantar,
para conducir carros de caballos y para supervisar las obras de mi nueva mansión.
Viviré al fin como un príncipe y me dedicaré a las actividades propias de un artista.
Empiezo a ser feliz. Pero, cuéntame, ¿por qué querías verme?
—Yo también quiero seguir mi propio camino. Quiero hacer al fin lo que siempre
he soñado hacer en esta vida. Quiero ir a Atenas a estudiar filosofía. Sí, no te
asombres, no me mires así, a mis años quiero ir de nuevo a la escuela.
—Y para eso necesitas mi permiso —dijo Nerón, dando un par de pasos hacia
atrás.
—Sí, me siento viejo y agotado. Ocho años hace que comparto contigo la pesada
carga de llevar las riendas del Imperio. Tú eres joven y fuerte. Puedes seguir solo. Ya
no me necesitas.
—Ven, sentémonos —le dijo Nerón, cogiéndolo por un brazo—. Una decisión de
ese tipo no puede tomarse de pie, como si estuviésemos desayunando.
Nerón se arrellanó en un sofá de cuero rojo y de patas altas e indicó a Séneca que
se acomodase en un antiguo diván etrusco que apenas levantaba dos palmos del
suelo.
—Y quisiera pedirte algo más —prosiguió Séneca—. Las riquezas me agobian.
La gente, además, murmura. Se habla de los enormes dones que he recibido de ti.
Quisiera devolverte los inmensos regalos que me has hecho durante estos ocho años.
Ya no tengo fuerzas para administrarlos.
—¡Por el Hades! —chilló Nerón—. ¿Qué pretendes de mí? ¿Quieres humillarme
ante el pueblo de Roma? ¿Qué se diría de mí en el Imperio? Me devuelves mis
regalos, te apartas de mí, ¿cómo quedo yo? ¡Me ofendes!
—Te juro que no había pensado en eso. No era mi intención ofenderte. Quizá
haya sido demasiado egoísta y solo haya pensado en mí. Pero, te lo suplico, ¡libérame
de esta carga!
—¡Por Hércules, no! Ni me vas a devolver los regalos ni te vas a ir a Grecia. No
tienes mi permiso.
—Olvidémonos de los regalos. Ha sido una idea absurda. Pero déjame marchar a
Grecia.
—No suelo tomar una decisión para revocarla al instante. ¡He dicho que no!
—Entonces ¿no podré salir de Italia?
—No, te lo prohíbo terminantemente.
—Y entonces, ¿me prohíbes también —inquirió Séneca con un dejo de sorna en

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la voz— alejarme a más de siete millas de Roma sin permiso tuyo?
—¿Quieres ofenderme aún más? Esa ley de Claudio jamás ha valido para ti,
aunque sí para el resto de los senadores. No vas a tener que pedirme permiso para ir a
Nápoles o a Pompeya. Puedes visitar tus propiedades donde las tengas, ¡siempre que
se encuentren en los confines de Italia!
—¿Ni siquiera puedo ir a inspeccionar mi patrimonio familiar?
—¡No! También te prohíbo ir a Corduba.
Séneca enmudeció bruscamente, y entre ambos hombres se produjo un silencio
embarazoso. El espeso manto que se extendió entre ellos podría haberse cortado con
una espada. Nerón apartó la mirada y Séneca se quedó contemplándolo fijamente.
Tuvo que hacer esfuerzos para no estallar.
Delante de sí tenía a un mozo robusto, rebosante de vitalidad, con más pinta de
auriga que de poeta, más parecido a un campesino que a un noble patricio, en realidad
un chiquillo grandullón, fatuo y engreído, pero al que prestaban obediencia ciega las
veintidós legiones del Imperio. Una palabra suya podía pulverizarle. Aquel jovencito
narcisista tenía en sus manos los rayos de un Júpiter y el poder de utilizarlos.
Lo irónico de la situación era que ese poder que tenía se lo debía en gran parte a
él. Mientras atravesaba a Nerón con la mirada evocó los acontecimientos que
condujeron a su proclamación como emperador.
En la noche del día veintiuno anterior a las calendas de noviembre, durante el
consulado de Marco Asinio y Mario Acilio, había muerto Claudio, el viejo tirano, tras
pegarse un buen atracón de setas. Las malas lenguas afirmaron que lo había
envenenado su esposa Agripina, ansiosa por ver a su hijo en el trono. Su médico de
cabecera dictaminó muerte por indigestión causada por su sempiterna glotonería. Él
se había inclinado por la explicación más lógica: las setas que había comido eran
venenosas. Incluso había visto morir a su mejor amigo, Anneo Sereno, compatriota
suyo y prefecto del cuerpo de vigilantes nocturnos, junto con media docena de sus
oficiales, en un banquete al que él mismo había asistido.
Pero en aquellos momentos la causa de la muerte de Claudio era absolutamente
irrelevante. Lo único que importaba era que había muerto. El Imperio se quedaba sin
emperador. Y seguía sin haber un procedimiento jurídico que regulase la sucesión.
Al no haber normas de sucesión establecidas, se presuponía que el Senado era la
única institución con potestad para designar un nuevo príncipe. Nadie pensaba ya en
la posible restauración de la República, pero tampoco se creía en que pudiese
repetirse el golpe de estado por el que Claudio, con el apoyo de las tropas pretorianas,
se había proclamado a sí mismo emperador.
Nerón tenía dieciséis años y apenas entendía lo que estaba ocurriendo. Veía llorar
a su esposa Octavia por la muerte de su padre, veía llorar a su hermanastro y lo único
que le preocupaba era que su mundo, ahora estable y ordenado, se desintegraba de
nuevo en el caos. Recordaba la muerte del padre, la desaparición de la madre cuando
fue enviada al exilio, el deambular de una casa a otra, al cuidado de parientes, la

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incertidumbre del mañana, y sentía la inquietud y el miedo ante lo desconocido.
Agripina ordenó cerrar las puertas del palacio y le hizo venir junto con Burro. Los
tres se pasaron toda la noche en una actividad febril. No podían permitir que el
Senado se encargase de nombrar un sucesor. Ellos tenían que nombrarlo. Se jugaban
incluso la vida. Su única baza era Nerón, aquel niño lloroso que temblaba de miedo
ante lo desconocido.
Por fin, pasado el mediodía del día siguiente, entre las horas séptima y octava,
ordenaron abrir las puertas del palacio. Burro se había pasado buena parte de la noche
y toda la mañana negociando con los oficiales a su mando y con la oficialidad de las
unidades que la flota de Miseno tenía en Ostia y en Roma.
Cuando al fin se abrieron las puertas del palacio, apareció Burro acompañando al
joven Nerón, que llevaba el traje de gala de un general victorioso.
Séneca se sonrió al recordar el momento en que pusieron a Nerón el manto de
púrpura que los caudillos militares lucían en las celebraciones de los desfiles
triunfales. Como los bataneros utilizaban orines para disolver la púrpura y teñir la
tela, esos mantos despedían siempre un penetrante hedor a letrinas públicas. Nerón
había fruncido la nariz y había exclamado:
—¡Qué mal huele el poder!
Él le había alisado el manto por los hombros, le había asegurado que todo pasaría
en un abrir y cerrar de ojos y se había mantenido en todo momento junto a él, dándole
las últimas instrucciones.
Nunca olvidaría aquellos instantes en que se vio detrás del joven Nerón, en lo alto
de la escalinata del palacio, y escudriñó los rostros de los soldados que integraban la
guardia imperial. Por un momento creyó que titubeaban.
Al fin, tras unos segundos que le parecieron eternos, soldados y oficiales, a una
señal de Burro, golpearon sus escudos con las rodilleras de bronce, en señal de
aprobación, y gritaron al unísono:
—¡Larga vida a nuestro emperador!
Entonces respiró aliviado: habían dado el primer paso. Acto seguido metieron a
Nerón a toda prisa en una litera, él se sentó a su lado, corrieron las cortinillas, y
sintieron que volaban por las tortuosas calles de Roma. El camino se le hizo largo,
pese a que los portadores no tardaron ni media hora en llegar al cuartel de las
cohortes pretorianas. Faltaba la prueba de fuego. Había llegado el momento de la
verdad. ¿Cómo reaccionarían los pretorianos?
Lo único que le tranquilizaba era el ruido sordo y acompasado de las pisadas de
los soldados de la guardia imperial que los escoltaban.
En el cuartel del pretorio, Burro reunió a los oficiales y a la tropa y mandó
colocar una tarima para que subiera Nerón a pronunciar un discurso. Él se lo había
hecho aprender durante la noche.
No fue difícil convencer a los pretorianos. En el discurso se había esmerado en
ensalzar los valores castrenses, había hablado de las hazañas militares, del honor y de

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la defensa de la patria y había prometido nuevos privilegios para el ejército y
donativos en especie y en metálico. Los pretorianos serían los más beneficiados: se
les rebajarían los años de servicio, se les aumentaría la paga y recibirían como premio
el equivalente a la soldada anual de diez años. Los donativos a la oficialidad eran
principescos.
Soldados y oficiales prorrumpieron en vítores y proclamaron emperador a Nerón.
Acto seguido la oficialidad agasajó a Nerón con un banquete. El nuevo príncipe se
ganó la lealtad de los pretorianos a base de brindis y nuevas promesas regadas con
vino. Durante el curso del día empezaron a llegar destacamentos de refuerzo de la
marina de guerra.
Finalmente, a eso de la hora duodécima, a punto de hacerse de noche y bajo una
lluvia torrencial, partieron para el Foro escoltados por cuatro cohortes pretorianas y
mil infantes de marina.
El Senado en pleno los estaba esperando en la Curia del divino Julio. Los padres
conscriptos llevaban reunidos desde las primeras horas de la tarde y lo único que
habían podido hacer había sido comentar los rumores que les iban llegando. A ningún
senador se le escapaba que iba a ser la segunda vez que un miembro de la familia de
los Julio Claudios llegaba al poder mediante un golpe de estado. Lo único que
realmente les preocupaba era si se repetirían las matanzas de Claudio.
Aun cuando ya habían cruzado su Rubicón y nadie iba a ser tan estúpido como
para enfrentarse a cinco mil guerreros fuertemente armados, a sabiendas de que había
por lo menos otros ocho mil detrás, a Séneca no se le ocultaba que les esperaba lo
más difícil: legitimar un acto a todas luces delictivo, pues ni siquiera habían
respetado el púdico manto de legalidad que cubría al principado.
Tras ofrendar incienso y vino en el altar de la diosa Victoria, Nerón, con la
aureola de piedad que aquel acto le confería, fue a colocarse en el lugar de los
oradores y pasó la vista por las filas de senadores. El silencio era sobrecogedor. No se
escuchaba ni el roce de los pliegues de una toga.
El adolescente, recién proclamado emperador por doce cohortes pretorianas y con
el respaldo de la marinería, habló con voz segura y modulada, pronunciando un
discurso que podía haber servido de paradigma en cualquier curso avanzado de
oratoria. Todos sabían que Séneca se expresaba a través del nuevo emperador, en
cuya boca ponía sus propios discursos. De sobra era conocido su estilo inimitable.
Luego le reprocharían que utilizase a Nerón para que todos advirtieran lo culto e
ingenioso que era.
Al oírle hablar, se había sentido orgulloso de él. Le confirmaba que sería un gran
príncipe y que la arbitrariedad desaparecería para siempre del gobierno de Roma.
Gracias a su pupilo el Imperio iniciaba una nueva era. A veces recordaba emocionado
la ovación que recibió su discípulo cuando dijo con tono firme:
—Os aseguro, senadores, que volveréis a ser los conductores del Imperio y que el
Senado de Roma recobrará todo su peso, toda su importancia, todo su antiguo

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esplendor. Solo quiero ser uno más entre vosotros, nada más que el primero entre
pares: vuestro príncipe.
La sesión se prolongó hasta el amanecer, pero no porque los senadores
discutiesen la legalidad de la proclamación imperial basada en las espadas, sino
porque cada senador se esforzaba por superar a sus colegas en las propuestas sobre
los honores que había que conceder al príncipe. General en jefe de todos los ejércitos,
pontífice máximo, potestad tribunicia que le otorgaba la inmunidad ante la ley y hacía
su persona sacrosanta, cónsul, templos y estatuas en su honor, más de oro que de
plata, y hasta los títulos de Augusto, César y Padre de la Patria. Séneca pensó en
aquellos momentos que al igual que hay que echar muchas capas de cal y de tierra
para sanear una fosa llena de cadáveres putrefactos, los padres conscriptos se
afanaban por ocultar el delito bajo mantos de legalidad. No hubo honor alguno que no
se quisiera otorgar a Nerón.
Recordaba que al empezar los debates no pudo reprimir un suspiro de alivio. Se
percató enseguida de que para los padres conscriptos el aparentar que existía aún la
República era muchísimo más importante que el hecho de que existiese en realidad.
En ese estado de irreal lucidez que produce llevar dos noches privado del sueño,
las emociones más diversas se agitaron en su pecho: desprecio por la condición
humana, satisfacción por haber conseguido su objetivo, orgullo por aquel joven al
que quería como a un hijo.
Un pensamiento le envanecía: él no había sido el único conspirador, pero ese
nuevo príncipe que se imponía con absoluto desparpajo a un millar de patricios, ese
emperador aclamado por la tropa, ese orador fogoso y convincente, ese nuevo
gobernante del Imperio era, ante todo, obra suya.
Y ahora, en esos momentos, lo tenía delante de él, cuando habían transcurrido tan
solo ocho años, y esa obra suya se interponía cual montaña gigantesca entre él y su
libertad.
—Te lo suplico una vez más —dijo en tono cansado—, libérame de estas
ataduras, déjame pasar en paz los pocos años de vida que aún me quedan.
—¡Me ofendes! ¿Cómo pretendes que un príncipe cambie a la ligera sus
decisiones? El sol no puede decidir a su antojo si se oculta por la tarde y reaparece
con el día.
—Aquí el único ofendido soy yo —replicó Séneca, sin poder ocultar en su voz la
rabia contenida—. Un mamarracho se atreve a insultarme en el Senado y en tu casa
cualquier criado puede ponerme la mano encima.
—¿Lo dices por lo del registro? Ya me enteré del incidente. El hombre cumplía
órdenes directas de Tigelina. Algún error ha tenido que haber en la cadena de mando.
Ya le daré un buen tirón de orejas al responsable, aunque sea el mismo Tigelina.
Créeme que lo siento.
—Te creo.
—A mí también me gustaría creerte —le espetó Nerón, carraspeando—; pero…

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hay opiniones tuyas que no me agradan, la gente murmura, cuenta cosas, dice que
censuras mis actividades.
—Jamás me atrevería a hacerlo. Aunque lo pensase. Me lo guardaría para mí.
—¿De verdad? ¿Por qué entonces dijiste que mi oxyporum neronis sería capaz de
disolverte? ¿Por qué me criticas abiertamente en un banquete? ¡Incluso delante de
esclavos! ¿Dónde queda mi autoridad como emperador? ¡Me humillas! Hasta
insinúas que pretendía envenenarte. ¡Yo, el envenenador de mi maestro, quien es para
mí como un padre!
La voz de Nerón se había vuelto cada vez más chillona y Séneca se encontraba
cada vez más aturdido. ¿De qué estaría hablando ese mozuelo engreído? De repente
se acordó del banquete en casa de Tigelino y de sus ardores de estómago.
—No fue más que un chiste —dijo con tono cansino.
—¿Un chiste? —chilló Nerón—. ¡A expensas de los dioses no se hacen chistes!
—Mejor será que suspendamos esta conversación.
—¡Claro que será mejor!
Nerón se levantó, se dirigió al ventanal y se quedó contemplando la ciudad que se
extendía a sus pies, a la espera de que Séneca abandonase el salón. Séneca se encogió
de hombros y salió de la habitación. Era la primera vez que se despedían de ese
modo.
No había dado ni cincuenta pasos por el pasillo cuando se abrió una puerta y le
salió al encuentro la amante de Nerón. Le saludó con zalamería y le invitó a entrar en
un acogedor aposento, de suelo ricamente alfombrado y paredes cubiertas de tapices.
Lo condujo cariñosamente hasta un sofá y luego se arrellanó en un sillón a su lado.
Estuvieron un rato charlando de cosas sin importancia, le preguntó por su esposa,
hablaron incluso del tiempo tan espléndido que hacía en ese día de la fiesta de la
Vinalia, le comentó que en los últimos días había estado leyendo algunas de sus
tragedias y que, como siempre, quedó fascinada con su Medea y con su Fedra.
Acostumbrado como estaba a penetrar en lo más recóndito del alma humana,
sabía que las personas de naturaleza violenta ocultaban instintivamente su verdadero
carácter adoptando una máscara de efusiva cordialidad. Había podido comprobar a lo
largo de su vida que las mujeres y los hombres que irradian una afabilidad excesiva
suelen ser precisamente los seres más inclinados a la maldad. Conscientes de su
perversidad, necesitan enmascararla en todo momento.
Y aun así, cada vez que estaba junto a Popea, le resultaba difícil no dejarse
seducir por sus encantos. Era una de las mujeres más bellas que había conocido en su
vida, de una belleza intimidante, que ella acentuaba aparentando recato. A su
extraordinaria hermosura se sumaban una inteligencia poco común y una vastísima
cultura. Conversar con ella se convertía en un auténtico divertimiento intelectual.
La habían casado a los catorce años con el caballero romano Rufio Crispino, que
rondaba los sesenta. A los diecinueve, tras unos años de infidelidades conyugales, lo
dejó para casarse con Marco Salvio Otón, joven apuesto y de su misma edad, a quien

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Claudio había ascendido a la clase patricia.
Otón, amigo íntimo de Nerón y compañero de juergas y francachelas nocturnas,
cometió la torpeza de ensalzar en todo momento ante Nerón la belleza de su esposa.
Para quitárselo de encima y arrebatarle de paso a la mujer, Nerón lo nombró
gobernador de Lusitania.
En calidad de nueva concubina había entrado Popea, hacía ya cuatro años, en la
vida del palacio. Y había entrado como un huracán. Aquella mujer de veintisiete años
supo engatusar al joven príncipe, que apenas había cumplido los veintiuno. Le obligó
a desembarazarse de Acté, su amante de la lejana Misia, a quien idolatraba sobre
todas las cosas, incluso había planeado casarse con ella, renunciar al Imperio e irse a
las provincias de Asia a llevar una vida de citaredo andante.
Tras derrotar a su rival en la cama, dedicó todas sus energías a quitarse de en
medio a la única mujer que podía disputarle su ascendiente sobre Nerón. Roma entera
sabía que esa mujer había inducido al príncipe al matricidio.
Ahora la tenía ante sí, un auténtico lobo disfrazado con la piel de un cordero,
soltándole una zalamería tras otra. ¿Se creía acaso que podía engañarlo? Él sabía
perfectamente que esa mujer tenía que odiarlo a muerte. Él había sido uno de los
causantes de la caída en desgracia de su primer marido.
Por miedo a que se pudiesen repetir los peligros que se cernieron sobre Tiberio
con sus dos sucesivos prefectos del pretorio (uno estuvo a punto de arrebatarle el
poder tras asesinarle al hijo, y el otro acabó asfixiándolo en su lecho de enfermo),
Claudio había impuesto el sistema de la paridad en esa magistratura. Lusio Geta y
Rufio Crispino, marido de Popea, llevaban años compartiendo la prefectura cuando la
nueva emperatriz, Agripina, convenció a su esposo para que los destituyera y los
suplantase por uno solo: Sexto Afranio Burro, hombre de su entera confianza y amigo
íntimo de Séneca. Sabía perfectamente que Popea jamás le perdonaría aquello.
—Necesito tu ayuda —le imploró de repente, cogiéndole una mano entre las
suyas—. Quiero que me prometas algo.
Séneca se estremeció. Era difícil mantenerse impasible ante esa mujer. A sus
treinta y un años conservaba toda la lozanía de la juventud. Su piel era tersa como la
de una niña.
Aunque él no creía mucho en las pomadas y en los ungüentos, pues opinaba,
como Hipócrates, que la salud tiene que venir de adentro, a veces pensaba, al verla,
que los baños diarios que se daba Popea en leche de burra, la más espesa de todas las
leches conocidas, contribuirían posiblemente a mantener incólume la frescura de su
cutis, caracterizado por su transparencia blanquecina. Ni una sola arruga marcaba su
rostro, ni un rictus de amargura lo afeaba, no se le notaba siquiera que no hacía ni dos
meses que su hijito de cinco años había muerto aplastado entre los escombros de su
casa pompeyana cuando la ciudad fue destruida por un terremoto.
Clavó en él su mirada profunda y seductora, como si quisiera hipnotizarlo con sus
enormes ojos de azabache.

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—¿Me lo prometes? —insistió, frunciendo los labios en un pícaro mohín.
—¿Qué? —preguntó, aturdido, Séneca.
—Ya sabes los malos ratos que he pasado desde que conocí a Nerón. Todos se
pusieron en mi contra. Agripina me odiaba. Sus libertos me hicieron la vida
imposible. No sé cómo pude soportarlo. Tan solo el amor me hizo ser fuerte. Agripina
sentía una predilección especial por Octavia. La quería como a una hija. Jamás
hubiese permitido que Nerón se separase de ella. Lo mismo ocurría con Burro. Con
su terquedad de mula gala, se opuso siempre a mi matrimonio con Nerón. Yo sé que
eres para Nerón como un padre. Por favor, no te opongas a nuestro enlace.
—Sabes que jamás he puesto reparos en lo concerniente a los asuntos de alcoba
del emperador. Siempre los he tolerado. Es más, hasta los he favorecido. Cuando me
suplicó que le ayudase a ocultar a Acté de las furias de su madre, le pedí a mi íntimo
amigo Anneo Sereno, que sus restos descansen en paz, que les pusiera su casa a su
entera disposición. Pero de ahí a favorecer el divorcio entre Nerón y Octavia hay un
gran trecho. Ya sabes cuánto la quiere el pueblo. Se trata de un asunto de estado, de
una cuestión de alta política, el príncipe no es libre de actuar como la inmensa
mayoría de los mortales.
—¿Conque te opones? —le inquirió Popea, cuyo rostro se endureció de repente.
—No me opongo, pero tampoco lo apruebo.
—Entonces tendré que confesarte algo —le dijo, llevándose las manos al vientre
—. Estoy embarazada. Me lo acaba de confirmar mi obstetra.
—¿Quién se puede oponer entonces a la naturaleza?
—¡Gracias, mi querido Séneca! —exclamó Popea, que se incorporó, le echó los
brazos al cuello y le cubrió de besos las mejillas—. Pero… ¡por las flechas de
Cupido, si te has puesto rojo como un chiquillo!
—¿Y cómo pensáis llevar a cabo lo de la separación de Octavia? —se apresuró a
preguntar Séneca, con voz ronca—. Habrá que convencer al pueblo, darle
explicaciones, argumentos. De todos modos, imagino que tu embarazo será razón
suficiente.
—¡No! —gritó Popea, enrojeciendo de ira—. No será suficiente. Nerón tiene que
repudiarla.
—Para repudiarla habrá que encontrarla culpable de algo —adujo Séneca.
—De adulterio, por ejemplo —replicó fríamente Popea.
De repente Séneca se asustó. ¿Estaría tramando aquella mujer conducir al cadalso
a la dulce Octavia? ¿No estaría actuando desde hacía muchos años según un plan
diabólico de venganza? ¿No estaría urdiendo una conspiración para acabar con la
vida de Octavia?
Se dio cuenta entonces de que no conocía a esa mujer. La había considerado como
una simple arribista que utilizaba todos sus encantos para escalar posiciones. Se
divorciaba de un caballero para casarse con un patricio, abandonaba al patricio para
conquistar al príncipe. Todo era de una claridad y una simplicidad meridianas.

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Resultaba incluso trivial.
Sin embargo, ¿era todo realmente así de trivial, así de diáfano? ¿Encajaba esa
trayectoria, atípica pero no infrecuente, con la personalidad de una mujer
inmensamente rica, enormemente culta, extraordinariamente bella y de una
inteligencia y una brillantez nada comunes?
Se afirmaba de su madre que no había habido mujer más bella en toda Roma. Hija
del patricio Popeo Sabino, cónsul y gobernador de tres provincias, había sido el foco
de atracción en los salones de los optimates. Artistas y escritores se disputaban el
honor de asistir a sus banquetes. Jamás había conocido la ciudad un refinamiento
equiparable.
Pensando en Popea Sabina como la arribista, era fácil deducir que había
adoptado, en contra de la tradición, el nombre de su abuelo materno para arroparse
con la aureola de un hombre a quien el príncipe había concedido las insignias
triunfales. Y no obstante, ¿era esa realmente la explicación? ¿No había otra posible?
Séneca palideció aterrorizado. Lo que había comenzado como una simple
intuición se le volvió certeza. Popea Sabina no se había puesto el nombre del abuelo
materno para rodearse de sus glorias pasadas: se lo había puesto para poder llevar el
mismo nombre de su madre, para identificarse con ella, para que todo el mundo
supiera que honraba y veneraba su memoria. No se había divorciado de Rufio
Crispino y se había casado con Otón porque este fuera más joven y más guapo que su
marido, también de más alta alcurnia: se había casado con él porque era íntimo amigo
de Nerón. Y no había seducido a Nerón porque este fuera el amo del Imperio, sino
porque estaba casado con Octavia, la hija de Mesalina, la responsable de la muerte de
su madre, la emperatriz intrigante que acosó a su madre, a la bellísima Popea Sabina,
hasta obligarla al suicidio. Y por eso no le bastaba con llegar a ser emperatriz:
necesitaba la sangre de Octavia.
Al tomar conciencia de aquel plan demoníaco, pensó que incluso las quinientas
burras que le daban leche formaban parte de él.
Balbuceó unas disculpas, se despidió a toda prisa y salió aturdido de la
habitación. Tenía que hablar cuanto antes con Octavia.
La encontró en sus habitaciones particulares, que ahora estaban en una de las
nuevas edificaciones que habían alcanzado ya la cima del Esquilmo, lo más lejos
posible de las dependencias de Nerón. Lo recibió en un jardín rodeado de espléndidas
arcadas de mármol de Numidia. Estaba sentada en un banco de madera labrada, junto
a una fuente cantarina, con un rollo de pergamino entre las manos. Lo había dejado
de leer cuando le anunciaron la llegada de Séneca, a quien esperaba con impaciencia.
—¡Qué alegría volver a verte! —exclamó Octavia—. Me parece que ha
transcurrido un siglo desde la última vez.
La emperatriz se levantó de su asiento, fue al encuentro de Séneca, lo abrazó
cariñosamente y le besó en los labios, cosa que siempre hacía, pues lo consideraba
como un miembro de su familia.

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—Mayor es mi alegría —contestó Séneca—. Para mí serás siempre el sol radiante
que ilumina cuanto está a su alrededor.
—Pues no parece que hayas tenido muchas ganas de que te ilumine. A cambio, yo
he recibido tu luz, pues has brillado por tu ausencia.
—Los asuntos del estado no me han concedido ni un momento libre. Ni siquiera
tengo tiempo para mí. Pero déjame que te mire bien.
La cogió suavemente por los hombros, dio un paso atrás y la contempló
largamente. A sus veintiún años seguía siendo una niña, parecía como si la naturaleza
se resistiera a convertirla en mujer. Al contrario que Popea, Octavia poseía una
belleza que irradiaba serenidad. Todo en su rostro era perfilado y delicado.
De repente creyó estar contemplando a la niña de ocho años que conoció al volver
del exilio. Era una niña melancólica, en cuyo rostro se reflejaba el sufrimiento por la
pérdida de su madre. Cuando Claudio la dio en adopción para poder prometerla a
Nerón, al que ya había adoptado como hijo, Séneca empezó a considerarla cada vez
más como su propia hija. Tras la muerte de Claudio, la huerfanita lo había adoptado
como padre.
Octavia lo cogió de una mano y lo condujo hasta el banco de madera labrada
junto a la fuente.
—Siéntate aquí conmigo —le dijo—. Tenía grandes deseos de verte, de disfrutar
de tu compañía. Háblame de ti.
—¿Qué podría decirte de un anciano hastiado de la vida? Sería muy aburrido. Tú
tienes todo el fuego de la juventud. Felices aquellos que pueden disfrutar de tu calor
día tras día. Prefiero que seas tú quien me cuente de su vida. ¿Eres feliz?
Octavia lo miró, abriendo desmesuradamente los ojos, luego le echó los brazos al
cuello, le hundió la cabeza en el pecho y se echó a llorar.
—Soy muy desgraciada —le dijo entre balbuceos—. Me siento como una
proscrita en mi propia casa. ¿No has advertido que ya he sido desterrada incluso
dentro de mi propio palacio? Hasta los esclavos empiezan a mirarme como a una
extraña.
Séneca la abrazó y ambos permanecieron en silencio.
Al cabo de un rato, Octavia se incorporó y se enjugó las lágrimas con un pañuelo.
—Además, tengo miedo —le dijo.
—¿Temes por tu vida?
—Todavía no, pero sí por la de mi primo Rubelio Plato. Ya sabes cuánto lo
quiero. Siempre jugábamos juntos de niños.
Séneca se quedó pensativo. Él también sentía gran cariño por el joven Rubelio.
Lo tenía por una de las grandes promesas de Roma. Raras veces había conocido una
inteligencia tan despierta ni una cultura tan vasta en un hombre tan joven. Su único
defecto era ser, al igual que Nerón, descendiente directo del divino Augusto por vía
materna. Incluso se había hablado, hacía ya siete años, de que Agripina pretendía
contraer matrimonio con él para arrebatar el trono a su propio hijo. Aquella calumnia

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sin fundamento ocasionó el destierro de los acusadores. Rubelio Plato, de por sí ya
sobrio en sus hábitos, mantuvo una vida retirada por miedo a verse envuelto en
nuevos escándalos. Pero dos fenómenos naturales fueron su perdición.
Hacía ya dos años, durante el consulado por cuarta vez de Nerón César VI y de
Cornelio Coso, poco después de la celebración de los Juegos Quinquenales
introducidos por el emperador para ver si podía helenizar Roma, cuando a duras
penas él y Burro lograron impedir que Nerón se presentase cantando en público, en
aquellos días de chismorreos y murmuraciones en torno a la figura del príncipe, se
vio brillar un cometa en el firmamento.
La superstición popular asociaba ese fenómeno a un cambio de gobernante.
Corrió enseguida de boca en boca el rumor de que el próximo príncipe sería Rubelio
Plato, quien, precisamente por rehuir la fama, se la había ganado por la austeridad de
sus costumbres.
En ese ambiente de infundios y habladurías, encontrándose Nerón en su villa de
Subláqueo, celebrando un banquete al aire libre a la orilla de los Estanques
Simbruinos, se desató de repente una tormenta. Y cuando príncipe y cortesanos
corrían a resguardarse del aguacero, cayó un rayo donde habían estado comiendo y
carbonizó la mesa y los manjares.
El pueblo interpretó aquello como una señal inequívoca del repudio de los dioses.
Se añadía la circunstancia de que entre esas tierras regadas por el río Anio y la
localidad de Tibur, la ciudad natal de Rubelio Plauto, no había más que quince millas.
El emperador, asustado por las habladurías de la gente, escribió a su primo,
recordándole que tenía propiedades en la Caria asiática y que en ellas podía llevar
una vida tranquila y exenta de peligros.
Tras esa invitación al destierro voluntario, Rubelio Plauto partió para la provincia
de Asia en compañía de su esposa y de algunos amigos. Dos años llevaba ya en el
exilio.
—¿Y por qué temes ahora por la vida de Rubelio? —preguntó Séneca, rompiendo
el silencio.
—Tengo mis informantes, aunque hayan sido depurados de los mandos militares
muchos de los partidarios de Agripina. Pues, ¿qué pueden purgar? El ejército entero
conserva aún viva la memoria de Germánico y no olvida el cariño que profesó a su
hija. Para la mayoría, en lo más hondo del alma popular, Agripina sigue siendo la
emperatriz a quien todos respetaron, la biznieta del divino Augusto. Algún día será
reivindicada su memoria. Llegué a odiarla, te lo confieso, pero con los años he
aprendido a amarla y a admirarla, ¡Cuánta razón tenía en todo lo que decía sobre
Nerón! Conocía muy bien sus defectos, sus ansias desmedidas de ser vitoreado y…
su crueldad.
—¡Octavia, te lo ruego!, no sigas torturándome con la incertidumbre. ¿Qué te han
comunicado tus hombres de confianza?
—Para qué voy a ocultártelo. Mi confidente ha sido el mismo Fenio Rufo. Sé que

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es tu amigo. Gracias a ti comparte con Tigelino la prefectura del pretorio. Sin él todo
sería aún peor todavía. Así que, como puedes darte cuenta, mis informes provienen
de buena tinta. No vayas a creer que exagero, que se trata de las cavilaciones de una
pobre mujer asediada por todos.
—Jamás he puesto en duda tus palabras; pero, dime de una vez lo que te ha dicho.
—Que Tigelino se ha propuesto destruir a mi primo. Habla continuamente de él a
Nerón. Pretende convencerle de que cunde el malestar en las legiones del Asia. La
presencia de Rubelio Plauto las inquieta, las incita a la acción. Afirma que es muy
posible que se alcen en armas y proclamen emperador a Rubelio.
—Pero, todo eso es absurdo. Lo conozco muy bien. Es un hombre más entregado
al estudio que a la política. No tiene ambición de poder.
—Da igual. ¿No te das cuenta de qué es lo que pretende realmente Tigelino? Por
su culpa se ha aplicado de nuevo la Ley de delitos de lesa majestad, y de nuevo, por
instigación suya, han ardido libros en el Foro. Ahora quiere hacerle cómplice de
asesinato para atarlo aún más a él.
—¡No lo conseguirá! —exclamó Séneca—. Conozco sus defectos, pero no es
cruel.
—Te equivocas. Yo lo conozco mejor que tú. Poco antes de morir Burro me
obligó a asistir a un espectáculo nuevo. Fue en su anfiteatro privado. Se entretenían
en lanzar un toro al ruedo y luego lo mortificaban. No creas que ese espectáculo tiene
el menor parecido con el de las chicas y los chicos cretenses que saltan por encima de
los toros, ejecutando bellas cabrioletas a todo lo largo de sus lomos. No, aquí no se
trataba de acrobacias y danzas al son de los caramillos. No era eso, no, era algo
horrible. Clavaban en el toro saetas encendidas. Lanceros a caballo lo acosaban. Al
final le daban una muerte horrenda, tras haberlo atormentado. Y de esa forma
mataban a un toro y luego a otro y a otro. No se cansaban de matar. A la sordidez
sumaban la monotonía. Una distracción propia de seres vulgares y sedientos de
sangre. Los toros, enloquecidos por las torturas, atacaban a los caballos y les
desgarraban los vientres con sus cuernos. Los corceles relinchaban de dolor y corrían
por el ruedo, arrastrando sus intestinos por la arena.
—Me espanta lo que me cuentas. Conozco muy bien a esos animales, pues tengo
rebaños en mi finca de Ardea, y sé lo mansos que son. Solo luchan entre sí durante el
período del celo. No atacan al hombre ni a otros animales. No es fácil que embistan.
Hay que acosarlos mucho para que lo hagan.
—Pues eso fue exactamente lo que hicieron. Sin embargo, lo que más me aterró
fue ver la cara de satisfacción que ponía mi marido. El muy idiota disfrutaba del
espectáculo. Me escandalicé. Era la primera vez que advertía en él ese regodeo ante
el sufrimiento. Se lo dije.
—¿Qué te respondió?
—Que ese espectáculo es digno de reyes.
Estuvieron hablando hasta la hora de la cena, que les sirvieron en un triclinio en

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el mismo peristilo en que se encontraban, y luego alargaron la sobremesa hasta bien
entrada la segunda vigilia.
Al filo de la medianoche se hallaba de nuevo en su casa, acostado junto a su
esposa, que se había acurrucado junto a él guardando silencio, y trataba de repasar los
acontecimientos del día con la mirada perdida en la oscuridad del techo. Por mucho
que lo intentaba, no lograba introducirse en ese estado de retiro espiritual que
necesitaba para analizar su comportamiento y descubrir las faltas que había cometido.
Se sentía inquieto. Estaba muy alterado.
—¡Por los huevos de Júpiter! —exclamó de repente en la oscuridad—. ¡No
quiero, no me da la gana!
Paulina se incorporó asustada y llamó a sus ayudas de cámara para que viniesen a
encender algunas luces. Luego contempló angustiada el rostro de su esposo,
iluminado ahora por velas y lucernas.
Séneca se levantó de la cama y se puso a dar vueltas por el dormitorio,
midiéndolo a grandes zancadas. Con su blanco camisón de dormir parecía un
fantasma chaparro escapado de un cementerio.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Paulina—. ¿Qué es lo que no quieres?
—¡No quiero seguir haciendo el imbécil en esta vida! No quiero seguir siendo un
esclavo, de los demás y de mí mismo.
—¿Por qué no me lo cuentas todo desde el principio? No me has querido decir
nada de lo que te ha ocurrido en palacio. Te lo pregunté, pero no quise insistir. Sin
embargo, leí en tus ojos que algo terrible te había sucedido.
—Ese auriga de burros sarnosos y cantante de pacotilla nos ha prohibido ir a
Grecia. Nos prohíbe salir de Italia. Eso sí, me concede el honor de poder viajar hasta
Pompeya sin tener que implorar su permiso. Por primera vez en mi vida no estoy
dispuesto a someterme a los caprichos de nadie.
—Tiene que haber una solución.
—¡Y la hay! Ya he pasado la barrera de los sesenta años. He entrado en la
senectud. Nadie puede obligarme a asistir a las reuniones del Senado, tampoco a las
del consejo imperial. Aparentaré haber caído enfermo. Mañana mismo anularé los
saludos matutinos. Para siempre. Nadie volverá a venir aquí a robarme mi tiempo.
Haremos una vida retirada. Nos mudaremos a nuestra villa suburbana. Tendré al fin
tiempo para ti.
—Y para ti también, que tanto lo necesitas.
Los ojos de Paulina brillaron de alegría. Al contemplarlos, Séneca sintió que se
desvanecían como por encanto todos los sinsabores del día.
«¡Por Hércules! —pensó—. Una mirada de mi esposa vale más que cien horas de
meditaciones nocturnas. Y yo, tonto y payaso de mí, encima apago la luz. Ni siquiera
me doy cuenta del tesoro que tengo a mi lado. ¿Qué sería de mí si no lo tuviera? Con
razón dice el vulgo: “Sin Juno a su lado, hasta el mismo Júpiter pasa frío”».
—Pero antes tengo que hacer una cosa.

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—¿Qué?
—Tengo que interceder por Rubelio Plauto y he de conseguir al menos que
Octavia no sea repudiada. Luego me retiraré definitivamente.
—Pero ¿de qué me estás hablando? —inquirió Paulina, asustada.
Le contó entonces todo lo que le había ocurrido durante el día y se quedaron
charlando hasta el amanecer. Demasiado alterados como para poder pensar siquiera
en conciliar el sueño, decidieron arreglarse y salir a dar un paseo por el parque antes
de tomar el desayuno.

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6
II de las idus de junio
(12 de junio)

En la biblioteca de su villa suburbana, situada a la altura de la quinta milla de la vía


Apia, arrellanado en un sillón de cuero rojo, Séneca, que había cerrado los párpados y
se había cubierto los ojos con las palmas de las manos, escuchaba en silencio a su
amigo Fenio Rufo, quien caminaba de un lado a otro por el amplio salón,
gesticulando como un actor de atelanas, mientras hablaba precipitadamente sin
ocultar su indignación.
—Tuvimos que llevar a Popea la cabeza de Octavia… para que se regodeara
contemplándola. El centurión que presenció la escena me dijo que esa arpía la cogió
entre sus manos y se echó a reír.
—Se está convirtiendo en hábito lo de llevar cabezas a palacio —dijo Séneca,
saliendo de su mutismo—. Me horroriza todo lo que me cuentas. Estoy destrozado.
—Sé cómo te sientes.
—No, no puedes saberlo. Era como una hija para mí. Jamás imaginé que Nerón
ordenaría su muerte. Todo ha sido demasiado precipitado. Los acontecimientos se
desbocan a un ritmo demencial.
Primero fue la muerte de Cornelio Sila, el último descendiente del célebre
dictador. Llevaba cinco años exiliado en la Galia Narbonense por una acusación
ridícula y a Tigelmo se le ocurrió decir a Nerón que Cornelio Sila representaba un
grave peligro para la seguridad del Imperio, ya que las Galias se alborotaban con la
sola mención del nombre del dictador. No parecía importar a Tigelino que a Cornelio
Sila le separase cerca de siglo y medio de su ilustre antepasado. Acabaron enviando
un comando ejecutor a Marsella, sorprendieron a Sila a punto de sentarse a la mesa
para almorzar y lo degollaron delante de su familia y sus criados. Días después
contemplaba Nerón la cabeza de Sila y se mofaba de sus cabellos encanecidos
prematuramente.
No tardó en recibir también desde la lejana Asia, conservada en hielo, la cabeza
de Rubelio Plauto, de quien hizo mofa, llamándole «narizotas». Un destacamento de
sesenta pretorianos al mando del eunuco preferido de Nerón había viajado hasta la
provincia de Asia para darle muerte. Pese a que estaba sobre aviso, no quiso huir ni
defenderse para que la ira del emperador no cayese sobre su mujer y sus hijos. Se
limitó a esperar serenamente la muerte.
Como si le hubiese estado leyendo el pensamiento, decía Fenio Rufo en esos
momentos:
—Tigelino convenció a Nerón de que las legiones del Asia podían sublevarse y
proclamar emperador a Rubelio. ¿Y sabes, entre otros, qué argumento utilizó? Le dijo
que Rubelio Plauto se había dado a la secta arrogante de los estoicos, que hace a los

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hombres subversivos y ambiciosos de poder. Es una clara alusión dirigida en tu
contra. Cuídate de ese hombre.
—Cuídate tú también. Advierto que atraviesas un momento difícil. Imagino que
tendrás dificultades. De lo contrario, no hubieses venido a visitarme casi en
condiciones de clandestinidad. En vez de uniformes, tú y tus oficiales lleváis ropas de
caminantes.
—Tienes razón. Bien es verdad que comparto con Tigelino la prefectura del
pretorio, pero este me arrebata cada vez más el poder. Intriga constantemente contra
mí. Entre muchas otras cosas, me echa en cara haber sido uno de los hombres de
confianza de Agripina. Me siento como si me estuviese cavando una fosa bajo mis
pies. Algún día me hundiré.
—Algún día nos hundirá a todos. Pero cuéntame otra vez cómo fue la muerte de
Octavia. Estaba muy aturdido cuando me informaste de los detalles. Creo que ni
siquiera te oí. Quiero saberlo todo.
Mientras Fenio Rufo le repetía el relato de los últimos momentos en la vida de
Octavia, Séneca, a la par que escuchaba, no podía menos de repasar en su cabeza los
acontecimientos de los últimos cincuenta días. Le parecían de vértigo.
Fue digno de cualquiera de los trabajos de Hércules el esfuerzo que había
realizado para convencer a Nerón de que se divorciase amistosamente de Octavia,
pero esta, con una terquedad para él desconocida, se había opuesto rotundamente.
—¡Ni hablar! —había gritado a Nerón—. ¿Vas a casarte ahora con una prostituta
después de haber confiado el gobierno a un asesino? ¡A la sangre de mi primo tendrás
que añadir la mía!
Había vuelto a intervenir y había logrado que Nerón la repudiase aduciendo
simplemente esterilidad. Bajo custodia militar, Octavia había sido confinada en la
Campania, donde se la obligó a vivir en una de las casas que habían pertenecido a su
primo Rubelio Plauto y donde había veraneado con él. Mientras tanto, en Roma,
Nerón contraía nupcias con Popea.
A los pocos días, durante las festividades de los Juegos Florales, que se celebran
entre las calendas y el día tercero anterior a las nonas de mayo, alguien puso a
circular el rumor de que el príncipe había repudiado a su nueva esposa y había
ordenado el regreso de Octavia. El bulo corrió de boca en boca, pues a nada se le da
más crédito que a lo que se quiere oír, y el pueblo enardecido se echó a la calle, subió
al Capitolio a dar gracias a los dioses, destruyó las efigies de Popea, sacó de sus
escondites las estatuas de Octavia, las colocó en el Foro y en los templos y las adornó
con guirnaldas de flores. Tigelino intervino con sus tropas para sofocar la sedición
popular. El Foro y el Capitolio quedaron sembrados de muertos.
Popea y Tigelino convencieron a Nerón de que Octavia podía encabezar un
movimiento popular y militar y destronarlo aduciendo que ella, en tanto que hija del
divino Claudio, era la auténtica heredera del Imperio. Nerón ordenó su deportación a
la minúscula isla de Pandataria.

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En aquel lugar abrupto y desolado, cuyas costas podía recorrer en menos de
media hora, tuvo que vivir en la casa en que habían muerto Julia, la hija de Augusto;
Agripina, la abuela de Nerón, y su hija Julia Livila, acusada de adulterio con Séneca.
Se estremeció al pensar en lo mucho que tenía que haber sufrido en su destierro,
enclaustrada entre fantasmas y tristes recuerdos. Aquellos días anteriores a la muerte
tuvieron que ser peores que la muerte misma.
Ni una sola noche había podido dormir sin pesadillas y sin despertarse a menudo
sobresaltado desde que se enteró de que Octavia había sido trasladada a Pandataria. Y
ahora le daban la noticia de su muerte, ocurrida hacía tan solo tres días atrás.
—Ni siquiera tuvo el valor ese tirano —decía Fenio Rufo— de deportar a Octavia
abiertamente. No, tuvo que recurrir primero a la mentira. No hubo calumnia que no
levantase contra ella. Acumuló bulo tras bulo, amparándose en el dicho de «no hay
humo sin fuego». ¿Sabes lo que le espetó a Tigelino una de las sirvientas de Octavia
mientras la torturaban para obligarla a confesar que su ama había cometido adulterio
con un esclavo? Le escupió a la cara y le gritó: «¡La vulva de mi ama es más casta y
pura que tu guarra boca!».
Se estremeció al recordar las noticias que le habían ido llegando a su villa
suburbana durante el horrible proceso que condujo a la caída en desgracia de Octavia.
Tras haberla repudiado por ser estéril, la acusaron de haberse acostado con su
esclavo Eucero, un flautista alejandrino, del que supuestamente había quedado
embarazada. A eso se sumó el cargo de infanticidio, pues se dijo que Octavia había
estrangulado con sus propias manos al fruto de su pecado. En el edicto final de
Nerón, al adulterio y el infanticidio, con el agravante de relación carnal con un
esclavo, se sumaba el haber seducido al almirante de la flota del mar Tirreno, que
tenía su base en el puerto de Miseno, a cuyas afueras se encontraba la casa que le
habían designado por morada.
Se la acusó entonces de delito de alta traición, pues se suponía que pretendía
derrocar al príncipe con la ayuda de la marina de guerra. Y todo aquello de lo que se
le acusaba, desde haberse quedado embarazada de un esclavo hasta abortar, cometer
infanticidio y seducir al almirante de una flota, lo había realizado Octavia en tan solo
cincuenta días. Nerón superaba al mismo Augusto en sus mentiras, que eran
aplaudidas en todo momento por el Senado, cuyos miembros votaban acciones de
gracia ante todos los pulvinares, decretaban rogativas en todos los templos y
ordenaban erigir estatuas de plata y oro con las efigies de Nerón y Popea. Desde la
desaparición de la República, todos los crímenes del estado eran recompensados con
honores.
—¿Cómo ordenó su muerte Nerón? —preguntó Séneca con voz ronca.
—Él no la ordenó. Se desentendió el muy cobarde. Delegó la decisión en Popea.
No quiso saber nada. Se encerró en sus salones privados y se dedicó a cantar como
una mujerzuela. Creo que ni siquiera sabe que ha muerto. Popea ordenó al centurión
que le llevó la cabeza de Octavia que fuese rápidamente al Tíber a tirarla en sus

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aguas.
—La mataron hace ya tres días, ¿no es así?
—Sí, el día quinto anterior a las idus de junio, el día de la festividad de la
Vestalia.
—Era una de las fiestas preferidas de Octavia. De niña siempre me pedía que la
llevase por las calles de Roma a ver las procesiones de burros engalanados con
guirnaldas de flores y coloridos arreos.
—Fue idea de Popea ejecutarla en el día consagrado a la diosa protectora de la
paz en el hogar.
¿Volverían otra vez los años negros? Como una sucesión de relámpagos le
vinieron a la mente los momentos cruciales de su vida. Una catástrofe parecía
sucederse a otra. Un dolor era apagado por un dolor nuevo. ¿Había sido feliz alguna
vez? Quizá de muy niño, en Corduba, en casa del abuelo, cuando sus padres estaban
en Roma. Luego vino el exilio a una ciudad extraña, se sintió como un árbol
arrancado de raíz, y vino la escuela, con sus humillaciones, y el padre, tirano
omnipotente, y una madre sometida a la autoridad paterna; le pareció que le
aplastaban bajo losas gigantescas. Y luego los estudios a trancas y barrancas,
luchando siempre contra la enfermedad, sus luchas como joven abogado, sus éxitos
en los procesos, la ilusión de sentir que poco a poco le envolvía la fama, y de repente,
de la noche a la mañana, la sensación de que Átropos se disponía a cortarle el hilo de
su vida. Siguió su larga convalecencia en su casa de Pompeya. ¿Había conocido en
algún momento la felicidad?
Se sonrió al recordar su época alejandrina. Quizá viviese allí los mejores
momentos de su vida. Veintiséis años tenía cuando partió para Egipto. Treinta y tres a
su regreso a Roma. Siete años en el país más fascinante que existía sobre la tierra, en
la ciudad más culta, divertida y animada de todo el Imperio. A Alejandría debía su
auténtica formación.
No vivió aquellos años como un ciudadano cualquiera. Cayo Galerio, prefecto de
Egipto, divinizado en vida por la población, que lo consideraba como la
reencarnación de sus antiguos faraones, era el marido de la hermana de su madre. En
su calidad de sobrino de la autoridad suprema de aquella provincia prohibida, su
persona se convertía en sacrosanta. Cualquier capricho suyo no tardaba en
transformarse en realidad.
Fueron años de diversión, de mujeres que se le rendían, de viajes a los parajes
más exóticos, pero también de esfuerzo y estudios. Se dedicó a las ciencias naturales
y publicó algunas monografías sobre la geografía y la etnografía de Egipto y la India.
Un tratado suyo sobre los terremotos, muy alabado en los medios académicos, le
proporcionó cierta fama. ¿Por qué había realizado en su juventud lo que era incapaz
de crear ahora?
Después, la partida de Egipto, hacía ya casi treinta años, cuando su tío fue
relevado del cargo que había ocupado durante más de tres lustros. Le pareció que

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abandonaba la Edad de Oro de la Humanidad y se precipitaba en la del Hierro.
¿Había tenido desde aquel entonces un solo instante de felicidad?
Una tormenta les sorprendió en alta mar, cuando divisaban las costas de Italia.
Estuvieron a punto de naufragar. En medio de aquel caos murió su tío, aplastado por
un mástil. Completamente destrozado por el mareo, sin apenas fuerzas para aferrarse
al palo de mesana, fue incapaz de ayudar a su tía en sus esfuerzos desesperados por
impedir que el cuerpo de su esposo fuese arrojado al mar por las enfurecidas olas.
Todo fue como un enorme presagio. El augurio siniestro de su llegada a Roma.
Jamás olvidaría aquel reencuentro con la ciudad. Fue en los días en que el
emperador Tiberio había ordenado ejecutar a todos los amigos de Sejano, del favorito
caído en desgracia. Los cadáveres se amontonaban en los empinados escalones de las
Gemonias, se esparcían por la ciudad y se quedaban enganchados en las riberas del
Tíber. El olor a podredumbre se extendía por toda Roma y se quedaba incrustado en
los muros de las casas. Pasaron muchos meses antes de que las calles recobrasen su
olor natural a desperdicios, excrementos y orines.
El hedor le auguraba lo que se le venía encima. Curiosamente, la piedra que había
desencadenado la matanza, rodando por el despeñadero hasta convertirse en un
terrible alud, nada había tenido que ver con Sejano.
Agobiado por la falta de dinero, debido en parte a las desastrosas guerras contra
los frisios y otras tribus germánicas, el emperador Tiberio, siempre amigo de los
bienes ajenos, ordenó que se acusase de incesto con su hija a uno de los hombres más
ricos de la época, el turdetano Sexto Mario, cuyo apellido daba nombre a toda la
serranía que se extendía al norte de Corduba, desde Iporca hasta Ilugo. Tras la
ejecución del acusado, que fue arrojado desde lo alto de la roca Tarpeya, los Montes
Marianos, con todas sus minas de plata y oro, fueron a engrosar las arcas privadas del
emperador, a quien le entró un apetito insaciable de sangre y riquezas.
Y como siempre le había ocurrido desde su llegada a Roma, sus conocidos
aprovecharon aquel suceso para discriminarle: le preguntaron si era costumbre
hispana que los padres se acostaran con las hijas y los hijos con las madres. El padre
se aterrorizó y se apresuró a regalar a Tiberio sus minas de cobre y plomo argentífero.
Pasados los años de terror bajo Tiberio, creyó poder respirar libremente con
Calígula, que a punto estuvo de condenarlo a muerte. Enviadas al exilio sus amigas
Agripina y Julia Livila, las hermanas del emperador, se vio obligado a abandonar
toda actividad pública y a esconderse como una comadreja.
Se pasó dos años encerrado en su casa, esperando día tras día la llegada del
comando ejecutor. Dos años despertándose por las mañanas empapado en sudor. Y de
repente un resplandor de esperanza: aquel feliz día noveno de las calendas de febrero,
cuando el pueblo se echó a la calle, delirante de alegría, al recibir la noticia del
magnicidio. El tirano había sido asesinado. Él acababa de cumplir los cuarenta y dos
años. Pensó que se avecinaban tiempos mejores. Pero no había terminado el año,
cuando ya se encontraba en Córcega, desterrado quizá de por vida, después de

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escapar, como por un milagro, de una sentencia de muerte.
Tras siete años de destierro, gracias a su amiga Agripina alcanzó la pretura, fue el
maestro de Nerón y vivió cinco años de honores. Aquel provinciano de condición
ecuestre, del que tanto se burlaron en la escuela, había entrado por la puerta ancha en
los salones de la nobleza, había pasado a ser uno de los próceres del estado. El
pequeño Patricio Loco del Esquilmo se había convertido realmente en uno de los
patricios que habitaban esa colina.
Pero ¿qué había hecho en realidad en aquellos cinco años? Intrigar, intrigar e
intrigar… hasta lograr que su discípulo se convirtiera en el amo indiscutible del
Imperio. No había tenido ni un momento de descanso.
¿Y desde entonces? ¿Qué había hecho desde entonces? ¿Qué había hecho en esos
últimos ocho años en que todo el mundo le envidiaba? ¿Qué tenían realmente que
envidiarle: el tedio de una vida absurda que en nada le llenaba? ¡Nada tenían que
envidiarle!
—Es hora de que me vaya —le dijo Fenio Rufo—. Tigelino es capaz de ponerse a
indagar las causas de mi ausencia. Es pesado como un tábano de las Lagunas
Pontinas, no hay forma de quitárselo de encima. Creo que desconfía hasta de su
propia sombra.
—Siempre ha sido igual —asintió Séneca—. Es el mismo granuja que conocí
hace ya un cuarto de siglo. Entonces era tratante en caballos, ni siquiera llevaba
manto de caballero; hoy luce el uniforme militar y no tardará en exhibir también las
insignias consulares. Llevará toga con banda ancha de púrpura. Pero es como el
zorro: cambia de pelo, pero no de costumbres.
Ya había oscurecido cuando vio partir a su amigo en compañía de un grupo de
oficiales. Se le antojaron fantasmas desvaneciéndose en la noche.
Se metió en la cama a eso de la hora segunda de la primera vigilia, pero apenas
pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, cuando el sol iniciaba su marcha ascendente
por el firmamento, ordenó que le llevasen a la ciudad en una carroza tirada por cuatro
corceles. Se apeó a la entrada de la puerta Capena y sus portadores le condujeron en
una litera hasta la residencia imperial.
Entró en el palacio como si fuese el mismísimo emperador, apartando con
ademanes bruscos a todos los que se le interponían al paso. Cuando alguien pretendía
preguntarle lo que deseaba, lo rechazaba con la frase mágica:
—¡El príncipe me espera!
A la que seguía:
—¡Apártate, que tengo prisa!
Así logró abrirse camino hasta las dependencias privadas del emperador. Irrumpió
en el salón donde estaba Nerón cuando este se encontraba recostado en un diván,
sosteniendo en una mano una tablilla encerada y un estilo en la otra, componiendo
probablemente algún poema.
—¿Por qué has mandado matar a Octavia? —le espetó a bocajarro.

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—¿Yo?
—Era más que tu esposa: era tu hermana.
—Nada tengo que ver con su muerte. Me limité a repudiarla. Era estéril. No podía
darme descendencia.
—¡Claro que no podía darte descendencia! La misma Octavia me lo contó.
Sentíais el uno por el otro un amor filial, y por eso, también horror al incesto.
Dormisteis juntos, para guardar las apariencias, pero sé que jamás tuvisteis comercio
carnal.
—Pero ¿a qué me importunas con todo eso? Tengo cosas más elevadas de que
ocuparme. Precisamente ahora estaba describiendo el momento en que Atis resucita,
sube a los cielos y se sienta a la diestra de Diosa Madre, con la que recorrerá el
firmamento en su carroza tirada por leones. Estaba inspirado y me has arruinado la
inspiración. No puedo perder mi tiempo con menudencias.
—¿Con menudencias? —vociferó Séneca—. ¿Son para ti menudencias matar a
Octavia, a Rubelio Plauto y a Cornelio Sila? ¿Esos asesinatos son para ti
menudencias? Menudencias serán también resucitar los procesos de lesa majestad y
quemar libros en el Foro. ¡Ahora me entero de que destruir ocho años de buen
gobierno no es más que una menudencia!
—¿Buen gobierno? No sé para quién. Para mí no, por supuesto. No fui más que
un esclavo. Ahora empiezo, por fin, a vivir como un príncipe. Al fin empiezo a llevar
una vida digna de Nerón. ¡Y todo lo demás sí son menudencias!
—¿También lo son los tormentos que tuvo que sufrir Octavia antes de morir?
—No sé de qué me hablas. De nada me he enterado. Todo lo dejé en manos de
Popea y Tigelino. De quienes me fío, por cierto. No como de otras personas.
—La cargaron de esposas y de grillos. Le desgarraron tobillos y muñecas.
—¡Calla, no quiero saberlo!
—Le abrieron las venas de los brazos y las piernas. Pero ni siquiera esperaron a
que se desangrara. Tenían prisa por llevarle su cabeza a Popea.
—¡Mientes!
—Prepararon un baño de agua hirviendo y en él la abrasaron antes de ahogarla.
Espero que le hayas dado un buen tirón de orejas a Popea y Tigelino… Te digo una
cosa: ¡no quisiera morir yo también así algún día! Quizá haya salvado la vida bajo
Calígula y Claudio para ser asesinado por quien tengo por mi propio hijo.
—¡Me ofendes! —chilló Nerón—. Sabes que sería incapaz de hacerte el menor
daño. Te juro por lo más sagrado que carecen de todo fundamento tus sospechas.
Antes me daría la muerte que perjudicarte en algo.
—Me gustaría creerlo.
—Lucio, ¡por favor!, ¿cómo te atreves a decir eso? Sabes muy bien que te quiero
como a un padre.
Los dos hombres se abrazaron sin poder contener las lágrimas. Luego
permanecieron largo rato en silencio, a continuación se pusieron a charlar con la

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locuacidad delirante que caracteriza a las personas poseídas por la fiebre, analizaron
después los últimos versos que había compuesto el príncipe para Atis y Sagaritis y se
despidieron entre grandes muestras de afecto.
Llegó Séneca a su villa suburbana a eso del atardecer. Tomó con su esposa una
cena ligera: crema de calabaza y verduras rehogadas, pues estaba tratando de volver,
después de más de cuarenta años, al régimen vegetariano.
Habían comido en uno de los peristilos de la mansión, junto a una enorme
higuera, a través de cuyas ramas se divisaban retazos del cielo estrellado. Cuando les
trajeron los postres se pusieron a picotear con toda parsimonia, proponiéndose alargar
al máximo la sobremesa para disfrutar de aquella noche maravillosa de mediados de
junio.
—Y por fin, ¿cómo te fue con tu discípulo? Nada me has contado todavía —dijo
Paulina—. Espero que lo hagas. Saliste esta mañana de casa como si te persiguieran
las mismas Parcas.
—Es horrible todo lo que está sucediendo. Nos precipitamos a un pozo que no
parece tener fondo. La perversidad se adueña del Imperio. Pero no creo que Nerón
sea perverso. Hacen con él lo que quieren. Estoy seguro de que sufre igual que yo.
Sus lágrimas no eran fingidas.
—¡Menuda sorpresa me das! ¿Así que hasta lloró ese comediante ladino? Tu
cariño por Nerón te ofusca. Reconoce que se ha convertido en un tirano. Además, se
ha vuelto loco. No hace más que tonterías.
—Sufrió mucho de niño. Tiene alma de artista. No sirve para dirigir los asuntos
del estado. La infancia lo dejó marcado. Tampoco habrá sido fácil ser el hijo de
Agripina. Era una persona autoritaria y mandona, parecía más un sargento de
caballería que una mujer. Jamás he conocido a otra persona en mi vida que se
asemejase tanto a mi padre. Eran astillas del mismo palo.
—¿No es muy sencilla la forma que tienes de justificarlo?
—No de justificarlo: de entenderlo. Tú tuviste en Arélate una infancia feliz. Tu
padre es la serenidad en persona, tu madre irradia cariño, tu hermano te habrá
protegido siempre. Te ha rodeado en todo momento la armonía, no puedes
comprender lo que significa ser martirizada de niña. Estoy convencido de que todos
nuestros males provienen de la infancia. Yo me crie entre las imprecaciones de mis
padres.
Se quedaron en silencio, ambos meditabundos, hasta que Séneca reanudó la
conversación.
—Hay muchas cosas que te he contado de mi padre, pero hay una que nunca te he
dicho.
—¿Cuál?
—Me la reveló en cierta ocasión mi madre, cuando yo lloraba abrazado a su
regazo tras una de las filípicas interminables de mi padre. Fue a los pocos años de
llegar a Roma.

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Tras un largo silencio, prosiguió Séneca:
—Sabrás que el famosísimo orador Porcio Latrón, cordobés de nacimiento, fue
íntimo amigo de mi padre. Juntos viajaron a Roma por primera vez en su juventud.
Latrón fue nada menos que maestro de Ovidio, de Floro y de Fulvio Esparso. Sus
discípulos lo admiraban tanto que para imitar la palidez de su rostro tomaban
infusiones de comino silvestre. Mi padre lo veneraba hasta la adoración.
—¿Y qué tiene eso que ver contigo? Ni siquiera habías nacido.
—Porcio Latrón se suicidó en Corduba el mismo día en que nací yo, a la misma
hora. Mi padre nunca me lo perdonó. De algún modo pensó que yo tenía la culpa.
—¡Pero eso es absurdo!
—¡Cuántas cosas más absurdas aún se esconden en el alma humana!
—¿Y no piensas que el gobierno de una nación, por no hablar ya de la dirección
de un imperio, tendría que estar a salvo de las veleidades y flaquezas de una sola
persona?
—Has puesto el dedo en la llaga. No pienso en otra cosa desde que salí hoy del
palacio. Me atormento y me avergüenzo. Es algo que no puedo perdonarme.
—¿El qué? No me digas que todavía piensas en tu carta a Polibio.
—Hace ya muchos años de aquello. Estaba desesperado y tuve un momento de
debilidad. Pero no, aquel incidente está olvidado. Cuando venía por la vía Apia en la
carroza pensé en lo mucho que me indigné cuando me atribuyeron la autoría de aquel
pasquín difamatorio contra Claudio. ¿Lo recuerdas? Se describía la divinización de
Claudio, su apoteosis, su ascensión al Olimpo para acabar convertido en calabaza,
con la acepción que tiene esa hortaliza de «cabeza hueca» y su utilización como
orinal.
—¡Claro que lo recuerdo! Te pusiste hecho una fiera. Te ofendió el que algunas
personas pudieran pensar que serías capaz de utilizar un vocabulario tan soez y un
estilo tan ramplón, amén de afirmar tantas estupideces. Dijiste que solo un imbécil
podía creer que ese libelo fuese tuyo.
—Me indignó que me achacaran una cosa que no había escrito, hasta me
avergonzó, pero no me avergoncé de algo que sí había salido de mi propia pluma. Mi
padre tenía muchos defectos. Era arrogante y algo estrecho de miras. Hombre
chapado a la antigua. Detestaba la cultura griega y afirmaba que la oratoria terminaba
con la muerte de Cicerón. Es decir: con la República. Mi padre fue pompeyano y
republicano, mi familia jamás apoyó a César. Mi padre solía decir que, con la
desaparición de las libertades públicas, el arte de la oratoria había dejado de tener
sentido. Decía de los oradores que no eran más que aduladores altamente capacitados.
Y en eso tenía razón. En eso me convertí yo: en un adulador altamente capacitado.
No fue casual que Nerón me nombrase cónsul justamente en los días en los que
publiqué aquel panfleto del que verdaderamente tengo que avergonzarme, del que me
avergonzaré toda mi vida.
—Te estás refiriendo a tu tratado sobre la clemencia.

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—Me estoy refiriendo a la vergüenza que he hecho recaer sobre mi familia. Bien
puedo vanagloriarme de ser el primer monárquico en ella. ¡De clementia, en mala
hora la escribí!
—Ahí tengo que reconocer que te pasaste un poquito con tus adulaciones, mi
querido esposo.
—¿Un poquito? Pero si lo llamé «el más humano de todos los seres humanos»,
subrayando bien las palabras por añadidura. No hay elogio que no le prodigase. Me
arrastré como una víbora de los desiertos de Libia.
—No te excedas. En aquellos días creímos que con Nerón comenzaba una nueva
era, que la legalidad volvería a reinar en el Imperio. El pueblo entero estaba
entusiasmado, tanto pobres como ricos, patricios como plebeyos. Y la verdad es que
desde que sucumbió la República no hubo años mejores que aquel primer quinquenio
neroniano en la historia del principado. Es al menos lo que todos dicen.
—Agripina vivía aún y supo contenerlo. Burro y yo manteníamos bien sujetas las
riendas del Astado. Pero en eso no consistió mi error. Me equivoqué al defender esa
forma de gobierno. Nada hay peor que la monarquía para el género humano. Y yo me
convertí en su portavoz, en su defensor. Peor aún: yo la doté de una base teórica.
Refrendé con la pluma lo que César y Augusto impusieron con la espada. Antes de
mí a la monarquía la habían defendido los ejércitos y los sacerdotes, conmigo la
defendieron los filósofos.
Extraordinariamente alterado, Séneca se levantó de la mesa, entró en la casa y
regresó a los pocos momentos con un rollo de pergamino en las manos.
—Escucha. Te leo algunas de las ingeniosidades que escribí en aquel entonces:
«La naturaleza inventó la monarquía, como puede advertirse en muchas sociedades
animales y también en la de las abejas». Con esto pretendía demostrar que el
absolutismo forma parte integrante de la armonía cósmica. Escucha: «El poder
absoluto se justifica porque el emperador desempeña en la tierra la función que los
dioses cumplen en el cielo». Aplico aquí al Imperio romano la misma concepción que
del poder tienen los déspotas orientales. Y escucha esto, que no tiene desperdicio: «El
emperador (sabio, y por lo mismo: clemente) socorrerá a los que lloran, pero sin
llorar con ellos».
—Me corrijo: no te pasaste un poquito, pues lo cierto es que exageraste más que
un guía griego explicando la historia de Troya a un grupo de turistas romanos.
—¿Te acuerdas de cuánto me gustaba utilizar el ejemplo de Sarpedón?
—¡Oh, sí! Siempre te oía decir: «Al igual que Zeus no pudo salvar la vida de su
propio hijo, así el príncipe tampoco puede actuar a su antojo, pues está sometido a las
leyes terrenas al igual que lo están los dioses a las cósmicas». ¿No eran esas tus
palabras?
—Hay veces que tu memoria es demoníaca. Es verdad: Zeus no pudo evitar la
muerte de su hijo a manos de Patroclo, pues tuvo que acatar lo acordado en el consejo
de los dioses. Pero en algo me equivoqué: quizá Zeus no pueda violar las leyes

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divinas, pero la historia demuestra hasta la saciedad que todo gobernante sí puede
violar las humanas.
—¿Crees acaso en una vuelta a la República? ¿Defenderías hoy otra forma de
gobierno?
—No. No creo que ahí radique el problema. Lo que hoy defiendo es una forma
distinta de gobernar nuestras propias vidas. Me preguntaba ayer, mientras escuchaba
a Fenio Rufo, si volverían los años negros. No hay años negros ni blancos. La
oscuridad está en nosotros. Nosotros somos los que tenemos que hacer la luz dentro
de nosotros mismos. Solamente el individuo es capaz de iluminarse a sí mismo. Me
preguntaba también por la felicidad, por los momentos felices que había tenido en mi
vida. Por supuesto que no los tuve. Y no los tuve porque no había entendido que la
felicidad se genera dentro del alma y que solo nosotros mismos podemos desempeñar
el papel de comadronas. Me preguntaba además ¿por qué no puedo realizar ahora
cosas que realicé de joven? Me lo preguntaba sin darme cuenta de que a mis años
tengo la oportunidad, como anciano, de superar las obras del joven. He entendido
esas cuatro cosas, pero para lograrlas tendría que dominar una quinta, la más difícil
de resolver, de la que dependen todas las demás.
—¿Y es?
—Aprender a ser dueño de mí mismo. Seguir la senda del sabio, que consiste en
dirigir nuestra vida con la mente y no dejarnos arrastrar por las pasiones. Ese sería mi
ideal. Jamás lo conseguiré.
—Lo conseguirás. Estoy segura. Solo tienes que proponértelo. Confía en ti.
—Me gustaría volver a escribir. Hace tiempo que no lo hago. Me parece que han
pasado siglos desde la última vez. He pensado en componer un tratado extenso sobre
la naturaleza, en el que se refleje el estado actual de nuestros conocimientos
científicos. Cuestiones naturales pienso titularlo. Y me gustaría profundizar en el
alma humana, revelar a la humanidad sus misterios. Sería algo así como una larga
disquisición filosófica, quizá en forma de epístolas, no lo he perfilado muy bien
todavía. Pero hay algo que sí sé con toda claridad: ya no me interesa el presente,
quiero trabajar para la posteridad. Trabajar para la posteridad es como trabajar para la
humanidad entera. Quiero mostrar a los demás los errores que cometí en el camino de
mi vida. No obstante, para poder llevar a cabo esa obra, antes tengo que trascenderme
a mí mismo.
—Insisto en que lo conseguirás. Sería la primera vez que no logras lo que te
propones.
—No comparto tu optimismo. Nos han enseñado muchas cosas, pero no nos han
enseñado lo que realmente tiene importancia en esta vida. Hoy en día todo puede
someterse a cálculo. Cualquier figura, por caprichosa que sea, puede convertirse en
un cuadrado. Las montañas son horadadas con precisión absoluta. Las cuadrillas de
obreros que empiezan por ambos lados de una montaña se encuentran, al excavar sus
respectivos túneles, en el mismísimo centro. Los matemáticos calculan las

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trayectorias de los proyectiles y los físicos construyen máquinas capaces de arrasar
ciudades. Los agrimensores me enseñan a medir meticulosamente mi parcela, pero
¿quién me enseña a repartirla con mi vecino? Sabemos lo que es una línea recta, pero
¿sabemos acaso dónde está la rectitud del alma?
—Es precioso lo que has dicho. Pero no sabía que te atormentases tanto.
—Vivimos en un mundo de locos. Por un delito de poca monta condenamos a un
pobre diablo a morir en el cadalso; si una persona mata a título privado a otra la
tachamos de criminal, pero si un carnicero con las insignias de general aniquila a
millones de seres humanos, lo alabamos, lo ensalzamos y hasta le organizamos un
desfile triunfal. El genocidio engendra gloria. Si yo ponderase en un escrito a un
asesino, todos me condenarían. Sin embargo, como historiador puedo regodearme en
el sufrimiento de naciones enteras y cantar las glorias de sus verdugos. Y así
seguiremos por los siglos de los siglos hasta que el ser humano entienda que su
auténtica patria es la Tierra y que su prójimo es la Humanidad. Algún día lo
comprenderá. Quizá dentro de miles de años. Por eso he de desentenderme del
presente y trabajar para la posteridad.
—¿Piensas que ya no tiene sentido luchar por mejorar la sociedad en que vives?
—Con César perdimos la libertad. El hipócrita de Augusto, vanagloriándose de
haber restaurado la República, la sepultó definitivamente. Luego hubo muchos que se
dedicaron a echar paladas de tierra sobre su sepultura. Yo entre ellos. Me equivoqué.
Creí saber más que los antiguos, que aquellos hombres sabios que desterraron a los
reyes y crearon una sociedad libre y democrática. Me equivoqué. Y ahora no veo
cómo podrá la humanidad recobrar la libertad perdida. Por eso he llegado al
convencimiento de que la libertad solo puede venir de dentro.
—En eso te apartas de los estoicos.
—Nunca me he encasillado en escuela alguna. Me inclino por el estoicismo, pero
no le entrego mi alma. Subordinarse a una teoría es convertirse en esclavo. En
muchísimas cosas me siento más cerca de Epicuro, en otras prefiero a los cínicos, a
veces a los pitagóricos, no dudo en recoger mi bien allí donde lo hallo.
—Digas lo que digas, sé que te compenetras más con el epicureísmo que con la
estoa.
—Lo veo más humano, más racional a veces.
Permanecieron un largo rato callados, contemplando el firmamento, disfrutando
de aquella hermosa noche estrellada de finales de la primavera, que les anunciaba con
su calidez la llegada inminente del verano. En la bóveda celeste los astros brillaban
como luciérnagas en celo esparcidas por un matorral.
Séneca se fijó en Arturo, su estrella favorita, que esa noche tenía el color del
fuego. Tan solo hacía tres horas, hacia el final de la primera vigilia, la había visto por
encima del horizonte, justamente en la vertical que lo dividía en dos mitades y se
elevaba hasta la estrella Polar. Y ahora ya había iniciado su carrera descendente hasta
el poniente, donde se hundiría antes del amanecer, persiguiendo a la Cabellera de

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Berenice. Siguió con la mirada la vía Láctea, desde donde corta a Escorpión hasta
donde atraviesa a Cefeo y Casiopea. Se sintió infinitamente pequeño ante la
inmensidad del universo y pensó que en su alma anidaba la posibilidad de
aproximarse a esa grandeza si lograba despertar en ella la parte dormida que
participaba de la divinidad.
Entre Libra y Virgo divisó el pequeño círculo amarillo de Saturno, cuya
luminosidad no era fulgurante como la de las estrellas. La superstición popular le
atribuía un carácter refrigerante y funesto. Situado en la constelación de Capricornio,
desencadenaba lluvias torrenciales; en la de Escorpión, el granizo que destruye las
cosechas. Había que vigilarlo, así como también a Mercurio, pues si se le
aproximaba, los maleficios se cernirían sobre los hombres. Si, por el contrario, se
acercaba a Júpiter, su acción era benéfica. El astro participaba de la fatalidad de
Saturno, cuando su hijo Júpiter lo destronó y lo expulsó del Olimpo por haber
enseñado la agricultura a los hombres. El caso era contemplar el cielo y temblar, bien
de miedo o del alborozo que engendra la esperanza. Se echó a reír.
—Cuéntame de qué te ríes —le pidió Paulina—. No te lo guardes para ti, como
haces muchas veces.
—Nada tengo que guardar. Me río de la imbecilidad humana. ¿Cómo pueden
creer los hombres que las estrellas andan atareadas ocupándose de sus trivialidades
mundanas?
—Pues de eso vive una legión de charlatanes. Personas de las que jamás lo
imaginarías acuden al primer caldeo que les sale al paso para que les establezca su
horóscopo.
—Bien que lo sé. Esos embaucadores amasan fortunas inmensas. Sin embargo,
¿no nos dejamos embaucar hasta por las cosas que creemos más racionales? Me
convierto en un experto jinete, sé guiar mi caballo y moderar con el freno su carrera.
¿De qué me sirve si, en cambio, me veo arrastrado por las pasiones más
desenfrenadas? La equitación es un arte. Hay escuelas donde te la enseñan. ¿En qué
escuela nos enseñan a domarnos a nosotros mismos?
Estuvieron charlando hasta que la aurora tiñó de rojo en el oriente los lejanos
montes Albanos, mientras que el Boyero, al otro extremo de la ciudad de Roma, se
hundía hasta la cintura en las aguas del mar Tirreno. Cuando los primeros rayos del
sol intensificaron la rica gama de tonalidades verdes del jardín y arrancaron destellos
de plata a las azucenas, pidieron que les trajesen allí fuera el desayuno.
Les sirvieron un pan recién salido del horno, cuya masa había sido fermentada
con levadura de cerveza, según la costumbre hispana. Lo sirvieron cortado ya en
rebanadas que habían sido restregadas con ajo y luego untadas con aceite y rociadas
de sal. Taquitos de queso de cabra, higos secos y una infusión de tomillo completaron
el desayuno.
—Cada vez me sabe mejor nuestro pan —dijo Séneca—, hecho según se hace en
mi tierra y con harina de verdad. Nunca lograré acostumbrarme al pan blanco.

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—Muchas familias patricias de Roma no querrían nuestra harina ni para echársela
a sus perros. La harina tiene que ser blanca como la nieve.
—¿No es una locura más? Muelen el trigo hasta lograr harinas de increíble finura,
lo trituran hasta darle la apariencia de serrín, y luego lo tamizan con cedazos de
apretado tejido hasta obtener un polvillo blanco. Pero ni siquiera eso les basta:
añaden a la harina candeal greda de Puteoli, y algunos hasta la blanquean con yeso.
Hoy en día no podemos saber lo que comemos. Todo está adulterado, por eso nos
enferma. ¿Y no es mayor locura incluso el hecho mismo de que yo lo sepa? Sé eso y
mucho más, sé que todas nuestras enfermedades tienen su origen en lo que comemos,
lo sé desde que me dediqué a realizar estudios de dietética en Alejandría, lo sé desde
hace más de treinta años. ¿Me ha servido de algo? ¿Qué provecho he obtenido de ese
conocimiento? Tan solo una cosa he aprendido: que soy incapaz de controlar mis
impulsos, que jamás podré seguir la senda del sabio.
—¿Por qué te martirizas siempre con lo mismo? ¿Por qué exiges tanto de ti?
—Porque la vida se me escapa, porque quiero legar a la posteridad una obra que
aún está por realizar. Y porque no la realizaré si antes no logro vencerme a mí mismo.
—Creo que te equivocas. A nadie tienes que vencer. Lo que necesitas es sellar la
paz contigo mismo. Tienes que acabar de una vez por todas con esa guerra que algún
día te declaraste.
Séneca se quedó contemplando la torre de Mecenas; pensó en las veces que había
subido hasta lo alto para contar a Roma sus penalidades de niño, repasó una vez más
los tétricos cuadros de su atormentada vida, como si se sucedieran a lo largo de una
inacabable tempestad, y divisó unas cuantas escenas iluminadas por los relámpagos.
En una de ellas, la más resplandeciente, vio a su mujer. ¿Tendría la felicidad al
alcance de la mano y ni siquiera lo sabía? De una cosa estaba seguro: Paulina era lo
único que le alegraba la existencia. Por ella merecía la pena seguir viviendo.

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7
V de las calendas de julio
(27 de junio)

Aún faltaban cerca de dos horas para el amanecer, cuando Séneca se levantó
súbitamente de la cama, alarmó a la servidumbre y se puso a impartir órdenes en las
que expresaba su deseo de salir inmediatamente de viaje. Había que preparar el
equipaje, enganchar los caballos a un coche y abandonar Roma por las puertas Colina
y Nomentana antes de que los rayos del sol acariciasen los muros de la ciudad. No
toleraría demoras. Y además tenía que darse un baño antes de irse, pues había estado
sudando en la cama durante la noche.
Ante las órdenes del amo, el revuelo se extendió por toda la casa. Más de
trescientas personas saltaron de sus lechos y corrieron hacia sus puestos de trabajo. A
los únicos que no cogió desprevenidos la alarma fueron al panadero y a sus
ayudantes.
En medio de aquel alboroto generalizado, entre gritos que pretendían pasar por
susurros y ruidos de pisadas, Paulina parecía ser la única persona adulta en la casa
que, al igual que los más pequeños, se negaba a abandonar el refugio de las sábanas y
se aferraba a su modorra, tapándose la cabeza con la colcha. Hasta que, entre sueños,
se percató de la gravedad de la situación y se levantó sobresaltada de la cama.
Asustada, interpeló a su esposo:
—Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¡Métete de nuevo en la cama!
—Ni hablar. Me voy a la villa de Nomento.
—¡No hagas tonterías! ¿Has olvidado ya lo que te dijo el médico?
—Que tengo fiebre. Se lo podía haber ahorrado. Eso ya lo sabía yo.
—Te tomó el pulso y se asustó. Lo tenías agitado e inestable. Vuelve a la cama, te
lo ruego.
—Te diré lo mismo que dijo en cierta ocasión mi hermano mayor cuando se
enfermó siendo gobernador de Acaya: «La enfermedad no está en mí, sino en este
lugar». Le habían asaltado unas fiebres malignas en Corinto y tomó la decisión de
embarcarse inmediatamente rumbo a Atenas. Eso mismo hago yo.
—Pero si Gayo está igual de loco que tú. ¿Cómo vas a salir huyendo de tu
enfermedad? Tendrás que reposar para curártela. Entra en razón, Lucio, no seas terco.
—Me voy. No se hable más del asunto —dijo Séneca, saliendo precipitadamente
del dormitorio.
Llevaba unos doce días tratando de mantener un régimen vegetariano y haciendo
gimnasia todas las mañanas, pero no había logrado adelgazar ni un par de onzas y
para colmo el día anterior le habían asaltado escalofríos, que fueron el preludio de un
fuerte ardor en las sienes. El médico le dijo que tenía los síntomas típicos de los
afectados por las fiebres que azotaban la ciudad durante los meses del verano.

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Tumbado en la cama, sin poder conciliar el sueño, había recordado las palabras de
su hermano: «La enfermedad no está en el cuerpo, sino en el lugar». Fue entonces
cuando tomó la decisión repentina de partir para su villa de Nomento.
Acababa de comenzar la hora duodécima de la noche cuando concluyeron los
preparativos del viaje. Había tomado asiento en el coche y estaba a punto de dar la
orden de partir cuando Paulina salió corriendo de la casa, abrió la portezuela del
vehículo y se aferró a las manos de su esposo.
—Recapacita, Quédate, te lo suplico. Hazlo por mí.
—Por ti lo hago —respondió Séneca, llevándose a los labios las manos de su
esposa—. Precisamente por ti. Tengo que cuidarme, pues he de cuidar de ti. No te
preocupes. Volveré restablecido.
Era aún noche cerrada cuando la comitiva cruzaba el portalón de entrada y se
internaba por las calles de la ciudad en dirección hacia la puerta Colina. Abrían la
marcha una docena de corredores, portadores de antorchas, que iban iluminando el
camino y apartando a los viandantes que les salían al paso. Detrás, una docena de
jinetes númidas, armados de lanzas y espadas, daban escolta al carruaje. A la cola
viajaban una veintena de sirvientes, junto con el equipaje, en dos carretas tiradas por
mulas.
Cuando atravesaron el puente sobre el Anio, a la altura del monte Sagrado, los
primeros albores del día surgieron por el horizonte. Al divisar las tonalidades rosadas
en las copas de los chopos de la ribera del río, Séneca advirtió que respiraba mejor.
Ya se había dado cuenta de que su estado de salud mejoraba en lo que abandonaron la
atmósfera agobiante de la ciudad, en la que se mezclaba el hedor de las cloacas y de
los desperdicios con los vapores pestilentes que lanzaban al aire las cocinas en las
que se preparaba la comida para un millón de personas. Experimentó un alivio
enorme cuando se vio libre del olor penetrante de los humos de las chimeneas.
Llegaron a la villa de Nomento a eso de la hora quinta del día. Lo primero que
divisaron, a un lado del camino, fue una estatua de madera del dios Eríapo, que
exhibía un falo descomunal, orgullosamente erguido y que habían pintado de minio
para que resplandeciera con el color del fuego. En su diestra empuñaba una hoz
dentada. Tales eran sus armas, con las que defendía las propiedades rurales. El intruso
que hoyase la finca con la intención de robar o de cazar furtivamente se exponía a la
cólera de la divinidad, que lo sodomizaría con su enorme pene y le cortaría luego los
testículos con la hoz dentada.
Llevaba el dios en la cabeza una guirnalda de espigas, testigo de la pasada
cosecha. En lo que llegara el otoño, con la vendimia, le colocarían una corona
trenzada con racimos de uvas. Entonces le redoblarían las ofrendas. Recibiría una
mayor cantidad de miel, de leche, de frutas, pasteles y verduras. Todos los días le
colgarían del falo una nueva guirnalda de flores. Y es que el dios estaría agobiado de
trabajo. La finca de Nomento estaba considerada como la explotación vinícola más
productiva de toda la comarca, quizá de Italia entera.

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Séneca se sentía orgulloso de ella. Había adquirido el terreno, hacía ya más de
cuarenta años, de un patricio agradecido, a quien había defendido brillantemente en
un pleito en torno a unas complejas y escabrosas cuestiones de herencia. Las mil
yugadas de bosque y tierra fértil representaron el pago principesco en concepto de
honorarios; fueron el reconocimiento de su talento como abogado y supusieron
también la primera propiedad que adquirió en su vida. Él mismo había colocado las
primeras piedras de lo que serían los cimientos de su gran villa rural y había plantado
una cincuentena de plátanos para determinar los lindes del camino que habría de
servir de entrada. En aquellos días había pensado en invertir en esa finca todos sus
ahorros. Fue precisamente entonces cuando le sobrevino la enfermedad que le
postraría en la inacción. El dinero penosamente ahorrado fue a parar a la adquisición
de una villa en las afueras de Pompeya, donde pasó unos años de convalecencia.
Luego su estado de salud le obligaría a partir para Egipto.
A los once años de haber adquirido el latifundio, mientras ejercía en Roma la
magistratura de cuestor, empezó a utilizar sus momentos libres en convertir aquellas
tierras en una gran explotación agropecuaria especializada en la vinicultura. Los
estudios de agricultura que había realizado en Alejandría le ayudaron a realizar su
sueño. Hoy en día la finca le producía más de seiscientos mil sestercios al año.
A su llegada salió a recibirlo el administrador de la finca, un hombrecillo enjuto y
nervudo, de aspecto campechano y oriundo de Carbula, pequeño puerto fluvial
situado en la margen derecha del Betis, a unas diecisiete millas al sudoeste de
Corduba. Como hacían siempre que se veían, se pusieron a hablar en turdetano.
Séneca dominaba algunas lenguas vernáculas de su Bética natal y poseía una
amplia colección de libros escritos en turdetano clásico y tartesio antiguo. El
conocimiento de esos idiomas fue una de las cosas que le aliviaron la existencia
durante su exilio en Córcega, pues se dedicó a realizar estudios de filología
comparada entre las lenguas de los corsos y los turdetanos. Encontró numerosas
semejanzas y pudo demostrar que había habido una corriente de población desde el
sur de la península Ibérica hacia Córcega.
Se acordó de aquellas investigaciones mientras charlaba con su administrador y
pensó que resultaba delicioso tenerse a sí mismo como amigo cuando uno se había
tomado la molestia de hacer de su propia persona una compañía agradable. Se sonrió
maliciosamente al meditar sobre el caso contrario.
—¡Qué bien les sentaría a muchos poder tomarse unas buenas vacaciones de sí
mismos! —dijo de repente, pasando del turdetano al latín.
—¿Cómo decís, señor?
—¡Bah!, no me hagas caso. Estaba pensando en voz alta. Pero, vamos,
acompáñame a dar una vuelta por la finca.
Visitaron los pajares y los graneros, estuvieron en los establos y en la gran nave
de los aperos de labranza, donde se guardaban, envueltas en toldos untados de grasa,
las guadañadoras y las segadoras. Inspeccionaron las vides, cargadas de racimos de

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incipientes bayas verdes, prometedoras de una gran cosecha, dieron un paseo por el
bosque y recorrieron luego los campos de árboles frutales. Entre las higueras y los
manzanos, los perales y los ciruelos, había también cerezos y melocotoneros.
Al mediodía, cuando paseaba con su administrador por una pérgola recubierta de
yedra para protegerse de los rayos del sol, se les acercó corriendo un muchacho y le
entregó una pera gigante.
—Pesará alrededor de una libra y media —le dijo el administrador—. Es de uno
de los árboles que plantasteis con vuestras propias manos. Este chico los cuida.
—Pues entonces me la comeré.
Se llevó la pera a la boca con la intención de comérsela a mordiscos, pero los
huecos en su dentadura y un diente que le bailaba se lo impidieron. El administrador
sacó una navaja del zurrón que llevaba colgado al hombro y se la ofreció.
—Ya te habrás dado cuenta, mi buen Felicio —dijo Séneca— de que se me están
cayendo los dientes, al igual que se están desmoronando, como he podido advertir,
los muros de esta finca. Si ya se han erosionado esas paredes que son una veintena de
años más jóvenes que yo, ¿qué poder tengo yo contra el tiempo, cómo no voy a
derrumbarme y a caerme en pedazos?
—Aún sois tan robusto como esos álamos —dijo el administrador.
—¡Vaya ejemplo que me pones! Yo mismo los planté. ¿No ves lo ajados que
están? Seguro que si pudiesen hablar se quejarían de sus achaques.
Siguieron caminando, mientras Séneca cortaba con toda parsimonia trocitos de la
pera y se los llevaba a la boca. Entraron a inspeccionar un pajar y Séneca se fijó en un
enorme perro de presa que yacía junto a una columna de madera, sobre un lecho de
paja, totalmente acurrucado, casi envuelto en sí mismo, y con la larga cola recogida
como un lazo alrededor de sus patas. Su gran cabeza estaba hundida contra el suelo,
por lo que su nariz parecía aún más chata de lo que era en realidad. Las amplias
orejas le caían sobre la frente, tapándole los ojos.
—¿Qué le pasa a ese laconio? —preguntó Séneca—. Parece estar a punto de
morir. Sin embargo, se ve joven y fuerte.
—¡Ay, el buen Argos! —exclamó el administrador—. Se lo tiene bien merecido
por goloso. Habíamos preparado un veneno contra las ratas con raíces de acónito
recubiertas de miel de Heraclea. Y como está acostumbrado a robar todas las cosas
dulces que encuentra, se zampó un par de tubérculos.
—¿Y ha sobrevivido a los dos venenos? —inquirió Séneca, asombrado—. Esa
miel es ya de por sí altamente tóxica.
—Quizá Príapo haya sido benigno, pues algunos creen que su envenenamiento se
debe al castigo del dios por haberle sustraído unos pastelitos de la ofrenda. El caso es
que ahí lleva ya seis días tumbado, sin moverse del sitio y negándose a comer. Tan
solo acepta agua, y no mucha.
Séneca se quedó pensativo, contemplando al perro, que le evocaba algo, pero no
sabía precisar el qué. Se esforzó por traer a la memoria el recuerdo que le suscitaba

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esa escena, pero tan solo logró visualizar en su mente unas imágenes borrosas de
templos egipcios.
—Yo creo que se está curando —dijo el administrador, interrumpiéndole en sus
pensamientos—, pues no es la primera vez que observo a un animal rechazando la
comida para curarse de una intoxicación o de una herida. Recuerdo una gata que…
—¡No, no se está curando, se está sanando! —exclamó Séneca, muy agitado—.
Sin haberlo leído, ese perro ha entendido a Hipócrates mejor que yo: «El médico
cura, la naturaleza sana». Ese animal se ha puesto en manos de la naturaleza. Argos
es más sabio que yo.
Entonces los recuerdos se perfilaron en su mente con toda claridad. Había sido
durante un viaje en que remontó el Nilo hasta unas cien millas más al sur de la Quinta
Catarata y se detuvo para descansar en la ciudad de Meroe. Allí entabló amistad con
un sacerdote nubio, quien le reveló el secreto de la gran longevidad y la
extraordinaria salud que distinguían a los servidores del templo de Amón, quienes no
solo comían una vez cada tres días, sino que se abstenían de todo alimento durante
cuarenta días seguidos dos veces al año.
—Cuando ayunes —le dijo—, has de tener en cuenta que durante los primeros
días sentirás hambre, pues tu espíritu seguirá apegado a la tierra, junto con tu cuerpo.
Entre el noveno y el duodécimo día tu espíritu abandonará lo material, llevándose a tu
cuerpo consigo. Te sentirás entonces por encima de las necesidades humanas. No
sabrás lo que es el hambre. Al cumplir el cuadragésimo día tu espíritu retornará al
dominio de lo material, arrastrando consigo a tu cuerpo, y este te exigirá alimento. De
nada te valdrá entonces pretender recurrir a lo espiritual. La materia se impondrá al
espíritu. El hambre vencerá.
Había escuchado con toda atención al sacerdote e incluso había sentido que su
alma se engrandecía, preñada de buenos propósitos, pero a las pocas horas ya se
encontraba a la mesa del pretor de la ciudad, quien le agasajaba con un banquete
digno de déspotas orientales.
—¡Por Hércules! —exclamó Séneca, dejando caer la pera al suelo y cogiendo por
los hombros al administrador, a quien sacudió con todas sus fuerzas—. ¡Lo acabo de
entender! Después de tantos años. Por eso Aquiles se negó a comer cuando le
informaron de la muerte de Patroclo. La defunción del amigo le había envenenado el
alma. Tenía que ayunar para sanarse.
Se puso entonces de cuclillas junto al laconio, le acarició cariñosamente el lomo y
la cabeza y le dijo en voz baja:
—Ponte bien, mi buen Argos, que a partir de este momento te acompañaré en tu
ayuno.
Ante el asombro del personal de la cocina, que se había esmerado ese día en
preparar platos especialmente refinados, Séneca se negó a probar bocado en todo el
día. Por la noche durmió algo mejor que de costumbre, y al levantarse de madrugada
advirtió que la fiebre le había desaparecido. Se pasó el día deambulando por la finca,

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descansando a veces bajo la sombra de un árbol, dándole vueltas en la cabeza a los
sucesos que habían marcado su vida y haciendo tímidos planes para el futuro.
Al cuarto día de ayuno tuvo que quedarse en cama. Se mareaba en lo que
intentaba levantarse, las piernas le dolían y sentía que su cuerpo pesaba como si fuera
de granito. Pensó en interrumpir el ayuno, pero la sola idea de comer le provocó
vómitos.
El quinto y el sexto día quiso permanecer también acostado, pero tuvo que
levantarse en varias ocasiones para dar un paseo, distraerse y vencer así los deseos
irrefrenables que tenía de comer. Aunque advirtió, asombrado, que esos deseos
giraban en torno a manjares exóticos, mientras que la vista de una manzana o de un
melocotón no le despertaba el apetito.
El séptimo día tuvo un ataque intenso de asma, pero de muy breve duración,
después sintió continuos mareos y se recostó en un diván, donde se quedó leyendo
hasta bien entrada la noche.
Al octavo día se levantó de madrugada, completamente despejado, aunque tan
solo había dormido unas tres horas. Sentía en su cuerpo una energía desbordante.
Estuvo leyendo hasta que se hizo de día y luego salió a pasear por la finca. Dio una
larga caminata hasta la falda de un monte y trepó por la ladera con una agilidad que le
recordó la de sus años mozos. Al llegar a la cima y contemplar el valle a sus pies, la
euforia le hizo gritar de alegría.
Esa noche durmió de nuevo tan solo tres horas y se levantó sintiendo una enorme
lucidez en el cerebro. Su cuerpo y su intelecto le exigían actividad. Se pasó unas
horas anotando las experiencias de los últimos ocho días y luego salió a pasear.
A eso del mediodía entró en la cocina, pues quería cerciorarse de si aún tenía
hambre o no. En un gran caldero estaban cocinando unas gachas de trigo con
embutidos diversos y trozos de carne. El olor delataba también la generosidad
despilfarradora en el uso de los condimentos. Al respirar el aroma que despedía el
caldero, pensó que sería capaz de comerse un buen tazón de aquel guiso. Se le hizo la
boca agua al imaginarse los trozos de morcilla deshaciéndose en su paladar, junto con
el chorizo picante y el tocino que estaría blando como el queso tierno. Y cuanto más
reflexionaba sobre la posibilidad de degustar el cocido, mayor se hacía la tentación,
hasta el punto de sentir que lo único que realmente deseaba en esta vida era darse un
buen atracón de aquel potaje.
Se sentó en un banco de madera de pino frente a una larga mesa de roble con la
intención de pedir que le sirvieran un buen plato sopero de aquellos puches que cada
vez se le antojaban más apetitosos. Incluso se estremeció de placer al pensar lo que
sentiría al llevarse la primera cucharada a la boca. Fue entonces cuando se fijó en un
canastillo repleto de nabos.
Se quedó embelesado, contemplando fijamente los blancos tubérculos. Se le
antojaron de una belleza celestial. Así tendría que ser la ambrosía de los dioses. Eso
sería lo que comería Zeus en el Olimpo mientras Ganímedes le escanciaba el néctar.

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Pensó entonces en lo feliz que sería cuando pudiese comer esos nabos, una vez
finalizado su ayuno, pues en esos momentos no sentía el menor apetito. Se percató
entonces de que lo que sentía por esos modestos alimentos, a los que jamás había
otorgado importancia alguna, era una fuerte atracción de carácter estético. Fue
consciente de que solamente quería contemplarlos, pero no comérselos.
Pensó que en aquel deseo de atiborrarse de comida tendría que ocultarse un
elemento de perversidad. Se levantó bruscamente de la mesa y salió de la cocina,
dando grandes zancadas, mientras que una de las cocineras corría tras él con la cesta
de los nabos en las manos.
—¡Señor, señor! —le llamó la cocinera—. Esperad, señor, por favor, que os
prepararé estos nabos como bien disponga. He observado que os gustaban.
—Tienes toda la razón —le dijo Séneca, deteniéndose y dándose la vuelta—.
Claro que me gustan, pero para contemplarlos. Son bellísimos. Ponlos en mi cuarto.
—¡Ay, señor! Dejad ya de ayunar, que os estáis quedando en los huesos. Todos
estamos muy tristes.
—Pues os tendríais que alegrar. Jamás me he sentido mejor en mi vida.
—¿Y no os tomaríais al menos un caldito de verduras?
—Dame un cuenco de agua, buena mujer, y no te preocupes más por mí, que ya
tendrás tiempo de engordarme a tu antojo.
La mujer le trajo un cuenco de agua, él le dio un par de sorbos y se lo devolvió.
Había observado que cada vez tenía que beber menos para saciar la sed.
Por la tarde estuvo dando vueltas por la finca, pasó largos ratos sentado a la
sombra de los árboles, meditando y apuntando sus reflexiones en las tablillas que
llevaba siempre consigo, y cuando llegó la noche se quedó leyendo en la biblioteca
hasta la hora séptima.
Al día siguiente, el de las nonas de julio, el décimo de su ayuno, se levantó de
nuevo completamente despejado tras haber dormido tan solo tres horas. Estuvo
leyendo hasta el amanecer y salió luego a recorrer las plantaciones de árboles
frutales. Había descubierto que la contemplación de las frutas le producía un goce
estético comparable al que sentía paseándose por una galería de arte. Y había
descubierto también que lo único que le había aterrorizado al principio del ayuno, los
mareos repentinos, carecían de importancia y desaparecían cuando se tumbaba por
breves momentos y se levantaba luego lentamente.
Al mediodía repitió el experimento del día anterior: entró en la cocina cuando
estaban preparando la comida. Esta vez el olor del guiso le produjo náuseas y tuvo
que salir precipitadamente de la casa.
Caminó de nuevo hasta la falda del monte y se propuso trepar hasta la cima. Cada
paso que daba le costaba un enorme esfuerzo. Estuvo a punto varias veces de dar
media vuelta y regresar, pero se obligó a escalar el monte hasta la cumbre. Al
alcanzarla se dejó caer en el suelo y permaneció un rato tumbado de espaldas,
contemplando el cielo. Se incorporó lentamente y se quedó sentado, admirando el

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paisaje de campos cultivados y ondulantes colinas.
Sintió entonces un enorme alborozo y una alegría desbordante. Comprendió que
esa alegría brotaba a borbotones de la simple conciencia de estar sobre la tierra. El
mero hecho de existir le producía euforia.
Al observarse a sí mismo y al meditar sobre esas nuevas sensaciones hasta
entonces desconocidas, se percató de repente de que había cortado el cordón
umbilical que le unía con el mundo. Se encontraba por encima de toda necesidad
material. Formaba parte de la naturaleza y al mismo tiempo estaba fuera de ella. Le
pareció que flotaba dentro de una bola de cristal. Todos sus temores habían
desaparecido. Empezó a intuir que la senda de la sabiduría se extendería pronto ante
sus pies.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. Si en esto aventajo al mismo dios supremo. Él no
teme por privilegio de su propia naturaleza, y yo he dejado de temer gracias a mi
propio esfuerzo.
Sintió en su cerebro una lucidez cegadora y la necesidad de hablar con alguien y
transmitirle sus experiencias.
Se levantó, bajó por la ladera a una velocidad que le pareció vertiginosa, buscó al
administrador, lo cogió por los hombros y se puso a hablarle precipitadamente. Tuvo
la impresión de que un torrente de palabras salía de su boca con la violencia de una
explosión volcánica.
—¡Por los huevos de Júpiter! ¿Qué te pasa? —exclamó de repente, al observar
que el asombro que reflejaba al principio el rostro de su administrador daba paso a la
preocupación y luego al terror—. ¿Es que tengo cara de Medusa?
—No, señor, no, es que me asusta observar lo lento que habláis, necesitáis una
eternidad para pronunciar cada sílaba, es francamente escalofriante. Y os movéis
como un caracol aquejado de gota.
—¡Pero qué estupideces dices! —exclamó Séneca, profundamente irritado.
Dio entonces media vuelta y se alejó con cajas destempladas, asombrado de que
la ira se hubiese adueñado de su ánimo. Se alejó por los campos de labrantío y fue a
sentarse a la sombra de un sauce llorón junto a un riachuelo. Experimentó enseguida
una profunda calma interior.
—Es curioso —dijo, hablando en voz alta consigo mismo—, jamás había sentido
una paz interior tan grande. Tengo la impresión de haber alcanzado las cumbres más
altas de la sabiduría. Tengo la sensación de que nada puede perturbarme, de que el
mundo me es ajeno. Y sin embargo, he estado a punto de perder los nervios. Hasta
tuve ganas de pegar a Felicio. No lo entiendo. Al parecer no soporto escuchar
tonterías. ¿Cómo se atreve a decirme que hablo y me muevo lentamente? Pero si
charlo como un abogado en el Foro y me muevo como una liebre perseguida por
galgos.
Se quedó un rato largo contemplando la corriente y observando el vuelo de las
libélulas, se levantó luego despacio, se alejó de la ribera y llegó a una colina en cuyas

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laderas se habían construido terrazas escalonadas, reforzadas con muros de piedra.
Subió por un caminillo hasta una de las terrazas y se paseó por el borde.
Llegó a un punto en que casi alcanzaba con la mano, extendiendo bien el brazo,
las ramas de un manzano que crecía en la terraza inferior. En esa parte el muro de
contención se había derruido, quizá por efecto de las lluvias, y las piedras se
amontonaban sin concierto alguno.
Aunque no pensaba comérsela, alargó el brazo para coger una manzana. Quería
llevársela de regalo a Felicio.
Como no podía alcanzarla, estiró el cuerpo y se inclinó sobre el terraplén. Perdió
el equilibrio y cayó sobre el montón de piedras desde una altura de seis pies.
Al precipitarse sobre las piedras pensó que se partiría, por lo menos, unas cuantas
costillas y quizá una pierna. Al caer se quedó tumbado sobre las piedras, esperando la
inminente aparición del dolor. Por un instante le aterrorizó la idea de quedar allí
inválido y sin poder pedir ayuda. ¿Quién le escucharía? ¿Cuándo vendrían a
socorrerle? ¿Cuánto tiempo tardarían en encontrarle? No obstante, para su gran
asombro, sintió como si reposase sobre un colchón de plumas. Cerró los ojos y
decidió descansar unos instantes.
Tumbado boca arriba, con los ojos cerrados, pero percibiendo a través de los
párpados la luminosidad de aquel soleado día estival, advirtió de repente un
oscurecimiento, como si un nubarrón le ocultase el sol, y luego algo húmedo y
carnoso que le acariciaba el rostro.
Al abrir los ojos se encontró con las chatas fauces de Argos, que le daba
lametones en la cara y agitaba su larga cola con nerviosos movimientos ondulantes.
Se agarró al perro y se apoyó en él para levantarse. Extrañado, se dio cuenta de
que no sentía el más mínimo dolor.
—Es asombroso, mi buen Argos —dijo, abrazando al perro, que se había puesto
sobre sus patas traseras para saludarle y amenazaba con hacerle perder el equilibrio
—. He caído sobre esas piedras como un niño de pecho. He rebotado en ellas.
Al perro, de constitución fuerte y robusta, se le notaban claramente las costillas,
pero era evidente que había superado su intoxicación.
—He de dar gracias a los dioses inmortales por haberte hecho adelgazar tanto —
dijo Séneca, desembarazándose del abrazo del perro—, pues de lo contrario ya estaría
rodando de nuevo sobre esas piedras. Me alegra verte, querido amigo; tú, al menos,
no me dirás tonterías.
A partir de ese momento Séneca se habituó a dar todos los días prolongados
paseos con el laconio, que no se separaba de su nuevo amo ni un momento y que se
acostumbró a dormir junto a su lecho.
En los días que siguieron Séneca fue enflaqueciendo cada vez más, mientras
Argos engordaba a ojos vistas.
Durante uno de sus paseos en común, mientras cruzaban un campo de labrantío
bajo el sol abrasador del mediodía, en la víspera de las idus de julio, cuando se

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cumplía el décimo séptimo día de su ayuno, Argos se separó de repente de su amo y
salió corriendo a toda la velocidad que le permitían sus patas.
Séneca observó que el laconio perseguía a un conejo, de tamaño pequeño, quizá
una cría, la cual, en su huida desesperada, tras haberse alejado entre vueltas y
revueltas, volvía ahora corriendo hacia él casi hasta sus mismos pies, donde el perro
le dio caza, partiéndole el pescuezo de un mordisco.
Séneca contempló la escena fascinado. Sintió lástima de aquella pobre criatura
indefensa, pero al mismo tiempo le asombró la expresión en los ojos de Argos. No
había la menor maldad en ellos, no había furia ni odio, más bien un destello de
dulzura.
—Imagino que matar y comerte una presa será para ti como para mí arrancar una
manzana de un árbol e hincarle el diente —dijo Séneca, mientras trataba de vencer la
repulsión que le producía el despedazamiento de la cría de conejo.
Atravesaron el campo y llegaron hasta el lindero de un bosque. Séneca caminaba
con paso cansino, mientras Argos se le adelantaba a gran velocidad, volvía sobre sus
pasos, daba vueltas alrededor de su amo y se alejaba de nuevo para repetir una y otra
vez el mismo juego.
—Rebosas vitalidad, querido amigo —le dijo Séneca, en una de las ocasiones en
que se le acercó para que le acariciase la cabeza—. Es asombroso lo mucho que has
engordado en tan solo siete días. Me estás dando envidia. ¿Sabes lo que te digo? Que
ya estoy un poco harto de encontrarme flotando sobre el mundo. Me gustaría plantar
de nuevo los pies sobre esta tierra. Vamos a olvidarnos del sacerdote nubio y de sus
cuarenta días. Tengo ganas de saber lo que se siente al regresar de las estrellas.
Se disponía a internarse en el bosque, cuando se detuvo, atraído por las bayas de
un endrino que se alzaba ante unas encinas cargadas de bellotas. Arrancó una endrina,
la sostuvo entre el índice y el pulgar, la levantó en alto para exponerla a los rayos del
sol, que arrancaron al fruto destellos de un negro azulado, la contempló largamente,
indeciso, y al final se la metió en la boca.
Percibió un chasquido al triturar el fruto entre la lengua y el paladar y a
continuación saboreó con deleite el zumo agridulce que se extendía por su boca. Fue
consciente de que había decidido volver a comer. Y en ese mismo instante
experimentó un cambio profundo en todo su cuerpo. La fatiga que le había
acompañado durante los últimos días desapareció como por encanto y notó que por su
cuerpo fluía una vitalidad asombrosa.
—¡Vamos, Argos! —exclamó, dando al perro un suave capirotazo y echando a
correr.
El laconio pegó un salto de alegría y salió corriendo detrás de su amo. Séneca se
internó por el bosque, esquivando ramas y matorrales, hasta que llegó a un claro
rodeado de zarzas y fresas silvestres. Las zarzamoras aún estaban verdes, pero las
fresas proclamaban su madurez lanzando destellos encarnados.
Séneca arrancó unas cuantas fresas y se sentó en el suelo dispuesto a comérselas

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con toda parsimonia. Masticó un par de ellas sin prisa alguna, pero a los pocos
momentos sintió un apetito voraz. Se comió rápidamente las fresas que había
recolectado y se levantó de un salto. Pese a la gran brusquedad de sus movimientos,
esta vez no sufrió mareo alguno. Se sentía embriagado de vitalidad, liberado de las
debilidades y los achaques que le habían aquejado durante los últimos dieciséis días,
pero al mismo tiempo esclavo de una ansiedad ante la cual de nada le servía su fuerza
de voluntad. Sus deseos de comer eran irrefrenables. Comprendió entonces lo que
significaba poner de nuevo los pies sobre la tierra. Había perdido la libertad que le
otorgaba la falta de necesidades corporales y ahora era libre de decidir su propio
destino.
Arrancó un puñado de fresas, se las metió en la boca y se las tragó sin apenas
masticarlas. Le parecía que podría comerse un buey entero. Arrancó otro puñado de
fresas, y cuando se las iba a meter precipitadamente en la boca, se acordó de la
advertencia final que le hizo el sacerdote nubio al despedirse de él:
—Hasta el mayor de los necios puede ayunar, pero tan solo al sabio le es dado
interrumpir con cordura un ayuno. Si comes demasiado tras un ayuno prolongado,
contraerás enfermedades irreversibles, hasta puedes morir. El ayuno no te habrá
servido de nada; por el contrario: te habrá perjudicado. Es como todo en esta vida: la
desmesura está al alcance de cualquiera, cualquiera puede abrazar los extremos, pero
solo unos pocos pueden seguir el camino de la moderación.
Se sentó de nuevo sobre la hierba, se comió las fresas una tras otra, masticándolas
lentamente, saboreando su delicioso zumo, y decidió no volver a probar bocado hasta
el día siguiente.
Se pasó el día corriendo por los campos con el perro, improvisó con dos estacas y
un palo una valla para adiestrarse en el salto de altura, luego fue a un prado a
ejercitarse en el salto de longitud, y acabó cogiendo en cada mano una piedra para
practicar el levantamiento de pesas. Finalmente se puso a avanzar pegando grandes
brincos, tal como hacían los salios, los sacerdotes de Marte, en sus procesiones, para
gran regocijo de Argos, que a partir de ese momento le exigió todos los días que
ejecutase el paso de los salios.
Al atardecer, antes de encerrarse a leer en la biblioteca, pidió al capataz de los
jornaleros contratados para la recogida de las frutas que enviase un par de hombres a
Roma para que le trajesen un espejo en el que pudiese verse de cuerpo entero.
Esa noche durmió algo más que de costumbre. Al amanecer salió a pasear con
Argos por la finca. El perro se puso a pegar grandes brincos a su alrededor, y Séneca
comprendió que le estaba pidiendo la repetición del paso de los salios. Y así, ante la
mirada de asombro de los esclavos y trabajadores del campo, perro y amo se alejaron
por los campos ejecutando una danza grotesca de brincos y saltos.
Estuvieron de nuevo en el mismo claro del bosque en que habían encontrado las
fresas silvestres, y esta vez Séneca comió con toda parsimonia mientras Argos
despedazaba una liebre que acababa de cazar.

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Al mediodía, al entrar en su alcoba, vio que le habían colgado el espejo de una de
las paredes. Se desvistió rápidamente y se contempló.
La pareció estar viendo a otra persona. La enorme y abultada barriga que antes le
caía sobre las ingles, impidiéndole ver sus partes, había desaparecido, dejando en su
lugar un vientre plano como una tabla, en el que se dibujaban los músculos del
abdomen. Su cuerpo, aunque de baja estatura, había ganado en gracia y proporción.
Un mes más en compañía de Argos y tendría la figura de un Fauno heleno.
Pero lo que más le asombró fueron sus ojos. Aquellos ojillos diminutos, ocultos
tras bolas de sebo, se habían convertido en dos ojazos de azabache y de mirada
penetrante y profunda.
En general, había rejuvenecido. Aquel ser que le contemplaba desde el otro lado
del espejo se parecía más a su amigo Demetrio el Cínico que a él mismo. Su cuerpo
había sufrido una metamorfosis. El ex cónsul romano y primer consejero áulico había
desaparecido para dar paso a un filósofo enjuto como los que iban de poblado en
poblado, envueltos en un manto pardo y apoyándose en un cayado, para transmitir a
los hombres su sabiduría. Le pareció que el cuerpo que estaba contemplando se
adecuaba más a su espíritu. Su cuerpo anterior se le antojaba ahora una contradicción.
Tumbado en el suelo, con las patas extendidas y la mandíbula hundida en una
baldosa, Argos miraba de reojo a su amo, siguiendo cada uno de sus movimientos.
—¿Qué opinas, Argos? —preguntó Séneca, sin dejar de contemplarse en el espejo
—. ¿Tengo razón o me equivoco? ¿Se adecúa realmente ese cuerpo a mí? ¿Me es más
parecido? ¿O soy yo quien ha cambiado en su interior y por eso tiene ahora ese
cuerpo? No lo sé, pero tengo la impresión de ser ahora igual a mí mismo.
Cuando momentos después, vestido con una túnica ligera, ceñida a su cintura con
un cinto de seda, y habiéndose calzado unas sandalias de cuero, recorría de nuevo los
campos con Argos, recordó que ese día era el de las idus de julio, en el que habría
reunión preceptiva del Senado. Al pensar en las horas de tedio que tendría que estar
soportando en esos momentos, le entró una alegría desbordante.
Corrió entonces con el perro, imitando el salto de los salios, hasta uno de los
remansos que formaba el afluente del Anio que atravesaba la finca, se desnudó
rápidamente y se zambulló en el agua. Estuvo nadando entre ambas orillas hasta que
el laconio se animó a meterse junto con él en las aguas del río. Se puso entonces a
juguetear con el perro, haciendo como que luchaba con él, y ambos acabaron
tumbados sobre una piedra, en la que se echaron para secarse bajo el calor estival.
—¡Oh, Argos, Argos! —exclamó Séneca, entusiasmado—. Tu compañía me es
más grata que la de todos los senadores juntos.
Ocho días después, tumbado de espaldas sobre la misma piedra, con Argos
tendido a su lado, las piernas metidas en el agua, chapoteando distraídamente, se puso
a reflexionar sobre la fuerza del destino.
«¡Cuán socorrida —pensó— es la diosa Fortuna! A ella achacamos todos nuestros
bienes, pero también todos nuestros males. Nos parece tan evidente su poder, que ni

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siquiera advertimos que hasta lo más evidente puede ser falso. Cuántas veces decimos
que no ha estado en nuestro poder el determinar los progenitores que nos han sido
adjudicados por el destino. La suerte nos los ha otorgado. Sin embargo, ¿es eso
verdad? ¿No se ocultará ahí una falacia?».
Permaneció un largo rato reflexionando. De súbito se incorporó bruscamente,
poseído de un ataque de euforia febril.
—¡Eureka! —exclamó—. ¡Lo tengo, Argos, lo tengo! No podemos elegir a
nuestros padres, pero somos libres de volver a nacer conforme a lo que dispongamos
según nuestro libre albedrío. ¿Y sabes por qué? Porque somos responsables ante
nosotros mismos, ya que somos nosotros los que forjamos nuestro propio destino. No
podemos echar la culpa de lo que nos acontece ni a dios ni a la naturaleza. El hombre
tiene el poder divino de forjarse a sí mismo.
Pasó la tarde recorriendo los campos con Argos y subió con él hasta la cumbre de
un monte para contemplar mejor la puesta del sol. Cuando el astro se hundía en el
horizonte, en medio de un derroche de colores, Séneca, que se encontraba sentado
sobre una roca, reflexionando sobre su vida pasada, se levantó de repente y exclamó,
extendiendo los brazos:
—¡Argos, que cosa tan miserable y triste sería el hombre si no tuviese la
capacidad de trascenderse a sí mismo!
Cinco días después, el quinto de las calendas de agosto, tras una jornada de
intenso ejercicio físico, con el que había pretendido combatir el nerviosismo que se
había apoderado de él desde el mismo instante en que se había levantado por la
mañana de la cama, sentado junto a Argos a orillas de un riachuelo, sintió la
necesidad imperiosa de ponerse a escribir. Sacó de un zurrón las tablillas y el estilo y
comenzó a anotar sus pensamientos como si una voz interior se los dictara. Al cabo
de unas horas se levantó y se puso a dar vueltas alrededor de la piedra en la que había
estado sentado mientras releía lo que había escrito.
—¡Ahora lo sé, Argos, lo sé! No tengo ninguna necesidad, como creía, de mostrar
a la humanidad mis errores para que aprenda de ellos. ¡No! Lo que mostraré a los
demás es el camino recto de la vida, el que tan tarde descubrí, harto ya de mis
extravíos. Escucha esto, escucha, amigo Argos. Es el comienzo de las cartas que
pienso dirigir a mi amigo Lucilio, actualmente procurador de Sicilia. Sé que estas
epístolas sobre ética me otorgarán la inmortalidad que acompaña a la fama. ¡Escucha!
Tras el encabezamiento de costumbre, «Séneca saluda a su amigo Lucillo», pues
quiero hacer sentir al lector que están leyendo una correspondencia auténtica, escribo:
De esta manera has de obrar, Lucilio mío: reivindicando para ti la posesión de
ti mismo, y el tiempo que hasta ahora te arrebataban, te sustraían o se te escapaba,
recupéralo y consérvalo.
»¿Me entiendes, Argos? El tiempo es lo único que realmente nos pertenece y a
lo que no concedemos importancia alguna. Permitimos que nos lo arrebate
cualquier mentecato. Lo despilfarramos mientras atesoramos riquezas que de nada

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nos servirán cuando el tiempo se nos acabe.
»Pero, ¡qué tonterías digo! Parece como si te incluyese entre los que perdemos
el tiempo. No, tú no, Argos, tú deberías contarte entre los Siete Sabios. No conozco
a nadie que sepa aprovechar mejor su tiempo.
A partir de ese día, Séneca fue cambiando su ritmo cotidiano. Siguió levantándose
antes del amanecer y dedicando buena parte de la mañana a sus largos paseos con
Argos, a sus carreras y sus ejercicios. Se sentaba entonces a la sombra de cualquier
árbol y se ponía a anotar sus pensamientos. Luego se encerraba en su despacho y se
quedaba allí hasta bien entrada la tarde, escribiendo con cálamo y tinta en hojas de
papiro.
Salía a dar entonces otro paseo con Argos, recogía algunas frutas de los árboles y
se iba a comérselas a la orilla del río. Otras veces se alimentaba exclusivamente de
fresas silvestres y zarzamoras. Anotaba entonces sus pensamientos a la sombra del
primer árbol que encontraba y regresaba a la casa al anochecer, tras haberse dado
unos buenos chapuzones en alguno de los remansos del río, para ir a encerrarse de
nuevo a escribir en su despacho.
Mientras seguía redactando las cartas sobre ética a su amigo Lucilio, comenzó a
componer también un tratado sobre cosmología. Se acostaba siempre antes de la hora
séptima de la noche y se sumía enseguida en un sueño profundo y reparador. No se
permitía ni un solo instante de inactividad. Parecía poseído por el deseo febril de
recuperar en ese verano el tiempo que había desperdiciado a lo largo de trece años al
servicio de Nerón. Se decía a sí mismo que le era más importante cumplir con el
deber que tenía para con la humanidad entera que con la obligación contraída hacia
una sola persona.
En la víspera de las idus de agosto, encontrándose por la tarde sentado a la orilla
del río, mientras Argos trataba inútilmente de dar caza a las libélulas y él reflexionaba
sobre la tediosa sesión del Senado que se celebraría al día siguiente en Roma y sobre
los juegos públicos que se sucederían en los meses de julio y agosto y que llenarían la
ciudad de alaridos y sangre, escuchó unos gritos a su espalda, que le obligaron a
volver la cabeza. A lo lejos divisó a Felicio, que se acercaba a todo correr, con los
brazos en alto, agitando con una mano un rollo de papiro.
—¿Qué me traes con tantas prisas, Felicio? —preguntó Séneca, poniéndose de
pie.
—Una misiva que acaba de llegar de Roma. El portador dijo que era muy urgente.
Séneca cogió el rollo, que venía lacrado y sellado, rompió el sello, lo desplegó y
se puso a leer. A los pocos momentos lo enrolló y se lo devolvió al administrador.
—Puedes quemarlo o utilizarlo para envolver algo —le dijo Séneca—. Carece de
importancia. Es de un senador llamado Trásea Peto, que se dice amigo mío y que, al
parecer, quiere tenerme informado de los asuntos del mundo. Ese ser tan engreído
como pobre de espíritu me habla de una derrota que ha sufrido nuestro ejército en
tierras armenias. Asegura que se han repetido las humillaciones sufridas en Caudio y

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Numancia. Por lo visto, las legiones Cuarta Escítica y Duodécima Fulminata han
tenido que pasar bajo el yugo. No sé qué importancia podrá tener todo esto.
—¿No lo consideráis importante, señor?
—No. Se trata de la misma y repetitiva aburrida historia de matanzas entre
hombres. Yo diría: entre hermanos que no saben que lo son. No sé si te habré contado
alguna vez que en cierta ocasión presencié una feroz batalla en tierras de Egipto. Fue
algo terrible, espeluznante. Se libró en una de las partes más bellas del delta del Nilo,
en la llamada boca Heracleótica. Pasaba por allí cuando me fijé en una bandada de
delfines que trataba de remontar el río. Una manada de cocodrilos les cortó el paso.
Te aseguro que la lucha fue horrible, de una ferocidad escalofriante.
—¿Quiénes ganaron?
—Los delfines.
—¿Cómo?
—Te asombrará que unos seres tan pacíficos hayan podido vencer a unas bestias
tan fuertes y feroces. Los delfines ganaron por su inteligencia. No podían hacer daño
a los cocodrilos a través de sus fuertes corazas, pero recurrieron a un ardid, ya que
encontraron su talón de Aquiles: aprovecharon la blandura de sus vientres para
rajárselos con sus aletas deslizándose por debajo.
—¡Qué maravilla!
—Veo que te alegra el desenlace que tuvo aquella batalla.
—He visto en Roma cocodrilos en el circo. Los delfines me resultan más
simpáticos.
—Y si la lucha hubiese sido de delfines contra delfines o de cocodrilos contra
cocodrilos, ¿de qué bando hubieses estado?
—Si fueseis vos quien me contaseis la batalla, de ninguno. Pero de haber sido yo
testigo, seguramente hubiese celebrado el triunfo del bando vencedor.
—Vales tu peso en oro, mi querido Felicio —dijo Séneca, echándose a reír.
—¿He dicho algo gracioso, señor?
—No, has dicho lo que diría cualquier historiador. Y eso nada tiene de gracioso.
Es triste. En los libros de historia nos cuentan que no hay en el mundo un solo palmo
de tierra sin una tumba romana. ¿Y qué se nos había perdido en lugares tan remotos
como para tener que morir allí? Marchamos a tierras lejanas con nuestras legiones.
Llegamos con hombres bien armados y curtidos en mil combates. Llegamos con
máquinas de asalto y terribles piezas de artillería. Construimos en sus ríos naves
gigantescas, que empalmamos con vigas sobre las que extendemos plataformas desde
las que lanzamos piedras y jabalinas con catapultas y ballestas. Así arrasamos
ciudades enteras y aniquilamos a sus mal equipadas huestes sin correr peligro alguno.
Nos enfrentamos, la mayoría de las veces, a hombres sin yelmos ni armaduras, que se
protegen con escudos grandes, pesados y malos y luchan con lanzas demasiado
largas, hechas de madera endurecida con fuego. Diezmamos a poblaciones enteras y
luego los historiadores cantan nuestras victorias. Nos hemos vuelto tan arrogantes

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que no reconocemos ningún derecho extranjero. Solo tenemos por válidas nuestras
leyes, y estas ni siquiera son aplicables a los hombres de otras naciones, a los que
consideramos, sin distinción alguna, esclavos nuestros. Llegará el día, querido
Felicio, en que nos hundiremos en nuestra propia soberbia.
Séneca se dio media vuelta y se alejó por los campos seguido de Argos. Tras
haber recorrido cerca de una milla, se detuvo y se agachó para acariciar las largas
orejas del perro.
—¿Qué te parece, Argos? Ese cabeza hueca de Trásea Peto pretende que me
preocupe por que dos legiones hayan tenido que pasar por el yugo. ¡Así tendrían que
acabar todos los que van a sojuzgar a otros pueblos!
Siguió caminando, cabizbajo y meditabundo. Argos lo acompañaba lentamente,
con la cabeza gacha. Se detuvo de repente, se sacó del zurrón las tablillas donde había
apuntado sus últimas notas, las abrió y releyó lo escrito.
—¡No sé a cuento de qué me acabo de alterar con lo de esas dos dichosas
legiones! —exclamó pensativo—. ¿Qué importancia tendrá esa historia dentro de dos
siglos? Pero, escucha, Argos, lo que hace un rato he escrito: «El bien supremo no
busca la ayuda exterior: se cultiva en la intimidad y procede enteramente de sí
mismo». Y esto, Argos, esto lo seguirán leyendo los hombres dentro de dos mil años.
Y cuando momentos más tarde, sentado sobre un peñasco en la cima de un monte,
con el laconio a su lado, contemplaba el eterno y siempre nuevo juego del atardecer,
se sonrió satisfecho y se dijo que había alcanzado al fin la libertad absoluta, pues no
existía en el mundo fuerza humana capaz de esclavizarle. Sintió entonces una paz
infinita y tuvo la certeza absoluta de haber logrado en su interior la libertad.

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TERCERA

PARTE

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EN EL CONSULADO DE SILIO NERVA Y ÁTICO
VESTINO
(65 DE NUESTRA ERA)

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8
Vigilia de las nonas de abril
(4 de abril)

Sobre la mesa de tablero redondo de cedro aromático y patas de marfil indio,


alrededor de la cual estaban sentados, como tres conspiradores, Pompeya Paulina,
Lucio Anneo Séneca y su sobrino, el poeta Marco Anneo Lucano brillaba, bajo el sol
que entraba a raudales por uno de los ventanales de la biblioteca, una insignificante
moneda de cobre del valor de un as. Tenía una pulgada de diámetro, y su peso, tras
las sucesivas depreciaciones, ni siquiera llegaba a la media onza. Debido al alza
constante de los precios, ya de índole endémica desde el incendio que había sufrido
Roma el año anterior, esa moneda tan solo hubiese alcanzado para tomarse un par de
vasos de vino agrio en alguna de las tabernas de mala muerte del barrio trastiberino.
Y sin embargo, los tres la contemplaban con un interés inusitado.
—¡No me digáis que eso es un príncipe! —dijo Lucano, cuya voz temblaba de
indignación—. ¡Eso es un payaso de feria ambulante! Pero, ¡miradlo, miradlo, si
parece una puta del barrio de la Subura! ¡Qué asco me da!
—La verdad es que se ve de lo más gracioso, parece una bacante desmelenada —
apuntó Paulina.
—¿Gracioso? —chilló Lucano—. ¡Es para vomitar! El Imperio entero suelta la
carcajada. Roma se ha convertido en el hazmerreír del mundo.
—¿No crees que exageras, Marco? —dijo Séneca—. Es difícil reírse de quien va
dejando a su paso por el mundo un reguero de muertos.
—Pues, ¡mira, mira! —le dijo Lucano, cogiendo la moneda y poniéndosela
delante de los ojos—. ¿No es una vergüenza?
En el anverso de la moneda, en cuyo borde podía leerse NERÓN CLAUDIO CÉSAR
AUGUSTO GERMÁNICO, se veía la típica efigie de Nerón, con su cuello de toro, la
mandíbula pronunciada, las facciones que expresaban brutalidad y una corona de
laurel ceñida a la cabeza, sobre la melenita que iba creciendo constantemente en los
últimos tiempos conforme el príncipe intentaba parecerse cada vez más a Alejandro
Magno, al menos en su aspecto exterior.
Pero lo que llamaba la atención de Lucano era el reverso de la moneda. Allí se
veía a Nerón tocando la lira y ataviado con una clámide vaporosa que le llegaba hasta
los tobillos. Se suponía que representaba al mismísimo dios Apolo, en su condición
de aedo citaredo, pero lo cierto era que el aspecto de la figura se acercaba mucho más
al de una ménade descocada. Los títulos grabados alrededor de la imagen (pontífice
máximo con POTESTAD TRIBUNICIA, EMPERADOR Y PADRE DE LA PATRIA) resaltaban aún
más la frivolidad de la imagen.
—Por la sombra de las orejas se reconoce al asno —asintió Séneca—. De todos
modos, no entiendo a cuento de qué anuncias con tanta anticipación y exagerado

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misterio tu llegada a la casa, cuya puerta para ti siempre está abierta, irrumpes luego
en ella de forma inesperada y me dices que tienes que hablarme a solas, a lo que no
he consentido, por supuesto. Y a la postre, después de tanto enigma y secreto, acabas
enseñándonos una moneda de un as, la de mayor difusión en todo el Imperio y que,
como era de esperar, ya estábamos hartos de ver. ¿Qué pretendes demostrarnos con
esa moneda? ¿Por qué no hablas claro? No es ese tu estilo, por cierto. Antes te
caracterizas por no saber refrenar tu lengua. Dinos de una vez a qué debemos la
alegría de tu visita. Hacía ya muchos meses que no te dejabas ver el pelo.
—He estado muy ocupado —contestó Lucano en tono evasivo.
Séneca observó que su sobrino enrojecía ligeramente. En eso, como en muchas
otras cosas, había salido a él: las mentiras se le notaban a millas de distancia, los dos
estaban condenados a decir siempre la verdad.
Séneca sentía un cariño profundo por el primogénito de su hermano menor. De no
haber muerto su hijo, los dos tendrían ahora la misma edad: veinticinco años; también
el mismo nombre. Siempre que lo pronunciaba recordaba el cadáver de su hijo,
muerto a los pocos días de cumplir los tres años de edad. Le pareció en aquel
entonces que dormía y que no tardaría mucho en despertar y abrazarse a su cuello,
diciéndole:
—¡Papá, te quiero!
Aquella escena se le apareció por las noches durante muchos años, durante los
cuales siempre se levantó sobresaltado, bañado en su propio sudor, al percatarse
durante el mismo sueño que el hijo jamás se despertaría. Aún en el presente le
torturaba de cuando en cuando aquella pesadilla.
A veces creía que el alma de su hijo se había introducido en el cuerpo de su
sobrino, transmitiéndole así toda su herencia, pues en nada se asemejaba al padre, que
solo parecía entender de números y cuentas y que había ido trepando los escalafones
de las cúratelas fiscales hasta encumbrarse como administrador de los fondos
imperiales. Si no había habido transmigración del alma de su hijo en su sobrino,
¿cómo entonces pudo salir un joven tan brillante de un funcionario de espíritu tan
gris?
No había cumplido los veintiún años todavía cuando ya su sobrino ganaba el
primer premio de poesía en las primeras Neronias. A los veintitrés años, tras haber
publicado algunas tragedias, numerosos poemas y catorce libretos de pantomimas,
tenía ya casi conclusa su gran obra en verso sobre la guerra civil que condujo a la
destrucción de la República.
Lucano creía de sí mismo que llegaría a superar al propio Virgilio, y no se
recataba en proclamarlo. Haciendo alusión al poema virgiliano titulado El mosquito,
decía a todo el que estaba dispuesto a oírle que «ya había adelantado con creces al
mosquito». Pero también eran muchos los que compartían con él esa opinión. Él
mismo la compartía. Quizá la compartiese también Nerón. Quizá fuese ese
convencimiento lo que le llevó a impedir la publicación de sus poemas y a prohibirle

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que los recitase en público.
Muchas eran las cosas que tenía en común con su sobrino: ambos nacidos en
Corduba y traídos a Roma de niños. Ambos poetas y apasionados por la filosofía.
Ambos con sendas carreras meteóricas hacia la fama y el poder. Aunque en esto su
sobrino le aventajaba en mucho, pues gracias a su íntima amistad con Nerón, ya a los
veinte años fue nombrado cuestor y augur imperial y vistió la toga orlada con la
ancha franja de púrpura de los senadores. Y en algo también le aventajaba, en algo
que hasta le provocaba cierta envidia: Marco había estudiado filosofía en Atenas, en
esa ciudad de sus sueños había culminado su exquisita educación. Y una cosa más
tenían en común: ambos habían caído en desgracia.
Al contemplar a su sobrino, Séneca tuvo un oscuro presentimiento, pensó que en
ambos podía cumplirse la máxima que había postulado en sus Epístolas morales a
Lucilio: «El final de toda carrera encumbrada es la caída».
Lucano, algo azorado, miró de reojo a Paulina. Era evidente que le estorbaba. No
se atrevía a hablar en su presencia. Algo doblemente asombroso, pues su sobrino
disfrutaba ostensiblemente de la compañía de su tía y ganaba en locuacidad cuando
estaba con ella. En muchas ocasiones, cuando los veía charlar animadamente, Séneca
se había sentido como el anciano benévolo que contempla, no sin cierta añoranza y
envidia, a una joven pareja de enamorados.
Incluso de aquel sentimiento, como de tantos otros muchos, se había liberado.
Recordaba exactamente el instante en que lo venció. Hacía ya de eso más de dos años
y medio, en las nonas de agosto, cuando se cumplían cuarenta días de su partida
precipitada de Roma, también cuarenta días sin ver a su esposa.
Paulina se había presentado de improviso en la finca de Nomento precisamente
cuando él daba con Argos su largo paseo matinal, que dedicaba en buena parte a
ejercicios gimnásticos y deportivos.
Paulina fue en pos de él, preguntando a unos y a otros quién había sido el último
en verle y qué dirección había tomado. Divisó entonces a un hombre enjuto y de
aspecto musculoso, de unos treinta y tantos años de edad a juzgar por la agilidad de
sus movimientos, que se dedicaba a arrancar las frutas de un cerezo mientras un gran
perro de presa descansaba tumbado a su lado.
Se acercó por detrás al hombre y le preguntó por su marido.
—Ese Séneca al que buscáis ha muerto —le dijo el hombre, sin dejar de darle la
espalda.
Según le había contado después, ella recibió un susto de muerte, pero
inmediatamente recordó que muchos lo acababan de ver, y casi en ese mismo instante
reconoció también su inconfundible voz.
—¡Lucio! —le gritó—. ¡Date la vuelta!
—Aquí me tienes —le dijo, volviéndose hacia ella—. ¿Ves ahora que el otro
Séneca ha desaparecido? No solo exteriormente, sino también en su interior.
—¡Por todos los dioses inmortales —había exclamado Paulina—, si tengo un

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esposo veinte años más joven!
Desde aquel momento no habían vuelto a separarse ni un solo día, ni siquiera
cuando partió para Nápoles con el fin de realizar su viejo sueño. En aquella ciudad, a
sus sesenta y cinco años de edad, se matriculó en la escuela de filosofía del ateniense
Metronacte como un discípulo más.
Aun así, sabía perfectamente que entre el tiempo que dedicaba al ejercicio físico,
a los paseos, a sus estudios y al trabajo, bien escaso era el que quedaba para su
esposa. Por eso había elevado a la categoría de principio el compartir con Paulina los
momentos que invertía en el descanso. Y ahora, por una tozudez de su sobrino, no
pensaba violar ese principio.
—¿Quieres que me vaya? —dijo Paulina, rompiendo el silencio—. ¿Se trata de
algo que solo pueden escuchar los oídos masculinos?
—No, no es eso —contestó Lucano—. Se trata de algo que cuantos menos oídos
lo escuchen, mejor.
—Pues entonces, me voy —dijo Paulina, levantándose de su asiento.
—¡Ni hablar! —intervino Séneca—. Nada hay que no puedas oír. Sí Marco no
quiere contar algo en tu presencia, mejor será que no lo cuente. Lo que tú no puedas
escuchar, tampoco quiero escucharlo yo.
—Ya has oído a tu tío, querido Marco —dijo Paulina, sentándose de nuevo—. Y
no olvides que ha hablado la máxima autoridad en la familia. Así que, obedece,
sobrinito, habla o calla.
—Estáis trivializando lo que tiene una importancia fundamental, lo que puede
transformar nuestras vidas, enterrándolas bajo la lava de un volcán o liberándolas de
sus cadenas, convirtiéndolas en un ave Fénix renacida.
—¡Qué enigmático te has vuelto, sobrinito! —dijo Paulina—. ¿Cómo quieres que
trivialicemos algo que ni siquiera sabemos lo que es?
—Lo que le ocurre a Marco —dijo Séneca— es que se cree que nos está leyendo
pasajes de alguna de sus obras. Así como Lucrecio aunó la poesía con la ciencia,
Marco ha celebrado las nupcias entre la poesía y la retórica. Será una pasajera fiebre
juvenil. Pero ahora, deja la retórica para los héroes de tu Guerra civil y revela de una
vez lo que se agita en tu pecho. Nos tienes sobre ascuas. Conque no te ofendas. Lo
que te parece frivolidad de nuestra parte es en realidad sobresalto. Los humanos
tendemos a enmascarar nuestros miedos recurriendo al chascarrillo. Muchas veces la
trivialidad no es más que el manto con el que queremos ocultar la gravedad de las
cosas.
Lucano seguía empecinado en su silencio. Séneca advirtió que se sentía ofendido
y que quizá habría tenido la tentación de levantarse de la mesa y marcharse
intempestivamente. Conocía muy bien esos arrebatos de su sobrino. Quizá en uno de
ellos habría insultado a Nerón, en el acaloramiento de alguno de sus frecuentes
prontos, convirtiendo así al amigo en adversario. Un exabrupto cualquiera de Lucano
podría haber hecho aflorar la envidia que estaría corroyendo las entrañas del príncipe

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por los continuos éxitos del joven poeta, a quien todos aclamaban como la gran
promesa de las letras latinas. Nunca se lo había preguntado.
Pronto se cumplirían dos años desde que Nerón le prohibió recitar en público
pasajes de su Guerra civil. La ruptura entre los dos jóvenes fue abrupta, de la noche a
la mañana.
¿Y la suya? ¿Había roto definitivamente con Nerón o se había producido
simplemente un lento proceso de deterioro, cuyo final resultaba imprevisible? Cerca
de siete meses habían transcurrido desde la última vez que se vieron.
Había sido poco después del incendio que asoló a Roma, cuando fue a visitarlo y
le ofreció una vez más la devolución de las riquezas recibidas, esta vez para
contribuir a la reconstrucción de la ciudad. Nerón rechazó la oferta.
—¿Qué crees que pensaría el pueblo de mí? —le había dicho Nerón—. ¿Qué
hubiesen pensado los macedonios de Alejandro Magno si Aristóteles hubiese dado la
espalda a su discípulo? ¿Cómo crees que se hubiese sentido Alejandro Magno?
Se habían separado amistosamente, pero a los pocos días Nerón le había mandado
llamar para recabar su apoyo.
—Tienes que ayudarme —le había dicho sin preámbulo alguno—. Los costos de
la reconstrucción de Roma son astronómicos. Las arcas del erario público están
vacías. No tengo más remedio que recurrir a los tesoros almacenados en los templos.
Necesito ese oro.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—¡Que me apoyes! La gente murmura. Han llegado a decir que soy un
profanador de templos. En estos momentos tú eres la persona que goza del mayor
prestigio en todo el Imperio. Un discurso tuyo en el Senado, una proclama de tu puño
y letra, cualquier manifestación tuya de respaldo sería un alivio para mí.
Se había sentido horrorizado. Nerón le estaba pidiendo que le ayudase a despojar
a los dioses de las ofrendas hechas por el pueblo. Decidió en ese mismo instante que
no se prestaría a secundarle en esa infamia, cuanto más que ese oro que tanto deseaba
no lo destinaría a reconstruir Roma, sino a edificar de nuevo su propia mansión.
Le dijo que lo pensaría. No se atrevió a negarse abiertamente. Ya se había negado
ese mismo año a acompañarlo a Nápoles cuando Nerón decidió cantar por primera
vez en público en el gran teatro al aire libre de esa ciudad. Se hizo el enfermo y
procuró no ser visto por nadie que no fuese del círculo reducido de sus más íntimos
amigos y allegados. Desde entonces no había vuelto a reunirse con Nerón.
Desde la muerte de Octavia su relación con Nerón había sido una larga historia de
encuentros y desencuentros. Primero se pasaron cerca de siete meses sin verse,
exactamente hasta el día duodécimo de las calendas de febrero del año de los
cónsules Memmio Régulo y Verginio Rufo, el día en que Popea dio a luz a una niña
que Nerón llamó Claudia Augusta.
A primera hora de la mañana había venido un correo imperial a informarles de
que la emperatriz había empezado a sufrir los dolores del parto. Emprendieron viaje

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de inmediato, en una calesa tirada por una cuadriga, y recorrieron entre las horas
tercera y quinta las treinta y cinco millas que había hasta Anzio.
Poco tuvieron que esperar hasta el momento del parto, que ocurrió justamente al
empezar la hora séptima, en pleno mediodía. Al enterarse de que era una niña, Nerón
los había abrazado radiante de alegría.
—¡Y ha nacido en la misma casa que yo nací! —repetía una y otra vez el príncipe
cuando le daba la noticia a alguien.
Se volvieron a ver a los cuatro meses, pero esta vez para asistir a los funerales de
la niña. Al igual que había celebrado el nacimiento de su hija con una alegría
desbordante, rayana a veces en lo ridículo, el príncipe lloró su muerte de una forma
desmesurada, manifestando un dolor propio de tragedia griega.
La niña no fue incinerada según la costumbre romana, sino que fue embalsamada
como una princesa egipcia. Depositaron su sarcófago a título provisional en el
panteón de los Julio y el Senado decretó su divinización, así como la construcción de
un templo en el que guardarían sus restos mortales, que serían venerados y cuidados
por cinco pontífices nombrados al efecto.
Nerón se le había abrazado llorando, lo llamó «padre» y le dijo que él era el único
que lo comprendía y que no podía imaginarse la vida sin él.
A partir de ese momento no dejaron de verse, aunque solo lo hicieron muy
esporádicamente. Sus vidas divergían cada vez más. Mientras Séneca se sumía en sus
trabajos y estudios y rehuía toda actividad pública, Nerón, apartado ya casi
completamente de los asuntos del estado, soñaba con disfrutar de la fama y del
reconocimiento de sus súbditos mostrando al mundo sus dotes de actor y cantante.
Una obsesión enfermiza y todopoderosa se había apoderado del príncipe: quería
emular a Alejandro Magno. Aspiraba a lograr su misma gloria. Pero quería alcanzarla
en los escenarios de los teatros y no en los de las batallas.
Antes de finalizar el año en que murió la princesa, Séneca y Nerón celebraron la
que sería su última reunión prolongada. A ambos les pareció entonces que revivían
sus mejores momentos.
Fue Séneca quien solicitó aquel encuentro. Había empezado a componer sus
Cuestiones naturales y se puso a hacer algunos cálculos mientras redactaba el
prefacio. Y de repente sintió un vértigo cósmico y la necesidad imperiosa de
comprobar su hipótesis. La empresa sería magna. Tan solo Nerón podría financiarla.
Recordaba como si hubiese sido hace un instante el momento en que extendió
ante Nerón un gran mapa de la tierra conocida y empezó a explicarle sus cálculos.
Hasta revivía al recordarlo el entusiasmo febril que había sentido en aquel entonces.
La sangre le bullía en las sienes.
—¡Fíjate! —le había dicho—. Si enviásemos una expedición hacia el poniente,
que partiese del puerto de Gades, llegaríamos inevitablemente a la India. Eso lo sabe
cualquiera. Pero, ¡fíjate, fíjate! Si a la circunferencia terrestre, calculada por
Eratóstenes en treinta mil ochocientas ochenta y tres millas, le resto la distancia que

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hay por tierra entre Hispania y la India, que es de unas siete a ocho mil millas, me
queda entonces una distancia por mar de unas veintitrés mil millas. Pero ¿nos
podemos imaginar realmente un océano Atlántico con una anchura de veintitrés mil
millas? ¿Una distancia tal tan solo de agua? ¿Derrocha así su espacio la naturaleza?
Entre Hispania y la India tiene que haber un continente ignoto, inexplorado, quizá
más de uno; en todo caso: un mundo nuevo. La imaginación enloquece al tratar de
representarse lo que eso significa. Plantas y animales que quizá desconozcamos.
Hombres que no sabemos cómo son. Ríos, montañas, selvas, un universo nuevo.
—¡Por mi Apolo Citaredo! —exclamó Nerón, entusiasmado—. Pero si lo que me
estás calculando ahora, en este mismo momento, como científico, ya lo habías
conjeturado hace muchos años como poeta. ¿No lo recuerdas? ¡Está en tu Medea!
—La escribí hace tanto tiempo… Durante mi exilio en Córcega…
—Espera, espera —le dijo Nerón—, que tu Medea es una de esas obras que
siempre tengo a mano.
Temblando de emoción, Nerón se acercó a una estantería y regresó con un
volumen en las manos. Lo desenrolló y leyó los versos:
Los mares, domados, aceptan las leyes del hombre,
ya no se requiere una Argo construida por Palas,
de remos veloces movidos por reyes:
una nave cualquiera atraviesa ya el ponto.
Han sido abolidos los confines del orbe,
las ciudades en suelos recientes elevan sus muros,
nada permanece en su lugar de antaño,
el mundo entero tiene abiertas sus puertas.
Bebe ya el indio del gélido Araxas,
en el Elba y el Rin sacian su sed los persas.
Un tiempo vendrá, pasados los siglos,
en que Océano aflojará las cadenas del cosmos,
se abrirán entonces extensiones inmensas,
revelará al hombre Tetis mundos nuevos
y Tule no será ya el confín de la Tierra.
—¿Lo ves, lo ves? —le había dicho emocionado—. El poeta siempre se adelanta
a su tiempo.
—Será maravilloso —dijo Séneca—. No será Tetis, la hermosa diosa de los
mares, la que descubrirá tierras nuevas. Nosotros, simples mortales, descubriremos el
nuevo mundo.
Luego habían estado haciendo planes detallados para convertir en realidad aquel
proyecto. Se sintieron como dos niños grandullones jugando sobre el tablero del
universo y revivieron las horas y los días que pasaron proyectando una expedición
para descubrir las fuentes del Nilo.
Hasta Paulina creyó que maestro y discípulo se habían encontrado de nuevo, pues

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de nuevo los unía un proyecto común. Acordaron enviar la expedición a la India a
comienzos del verano del siguiente año. Pero, en lo que llegó el otoño, el príncipe se
vio afectado de un desasosiego creciente, que se convirtió, con la llegada del
invierno, en una desazón infernal; tan solo una cosa le obsesionaba en este mundo:
quería poner a prueba su talento ante un gran público. Y fue así como al comenzar el
año de los cónsules Gayo Lecanio y Marco Licinio, Nerón eligió Nápoles para
debutar. «Por ser ciudad griega y contar con un público exquisito», según sus propias
palabras. Séneca se negó a acompañarlo.
—No pienso engrosar el séquito de un payaso —dijo entonces a Paulina.
El emperador, enardecido por su triunfo en Nápoles y sediento de aplausos y
ovaciones, se puso a hacer planes para un viaje prolongado por la provincia de
Acaya, pues deseaba dar una gran gira artística por tierras griegas. El viaje a la India
se sumió en el olvido.
Como si pretendiese condimentar con sangre sus desvaríos, el príncipe empujó al
suicidio a un alto representante de la nobleza senatorial, al insigne patricio Junio
Silvano Torcuato, tataranieto del divino Augusto y miembro de una familia que,
precisamente por lo rancio de su abolengo, había sufrido ya en varias ocasiones las
iras del despotismo imperial.
Séneca recordaba con toda claridad la incertidumbre que se había apoderado de él
cuando le comunicaron la muerte de Junio Silvano. El ensañamiento de los sucesivos
emperadores con esa familia, a la que tan unido se sentía, se le antojaba la
consecución de una maldición divina. En tiempos de los emperadores Tiberio,
Calígula, Claudio y Nerón habían sido arrastrados a la muerte seis miembros de esa
estirpe; los seis, íntimos amigos suyos. Se juró entonces no volver a pisar por
voluntad propia el palacio imperial.
Rompió su juramento tras el incendio de Roma, cuando intentó liberarse de nuevo
de todas las riquezas que había recibido del príncipe. Se las ofreció a Nerón para que
las emplease en la reconstrucción de la ciudad. No supo muy bien en aquel entonces
si lo hacía por altruismo o por romper definitivamente los últimos lazos que le ataban
al tirano. Y sin embargo, pese a toda su decepción y su amargura, seguía profesando a
Nerón un amor paternal.
Recordó lo que había dicho entonces a Paulina, y sin darse cuenta, reveló sus
pensamientos al expresarlos en voz alta:
—Haga lo que haga, no puedo dejar de querer a Nerón. Siempre será como un
hijo para mí. Y el padre siempre perdona hasta al más descarriado de sus hijos.
—Pero ¿qué dices, cómo vas a perdonar a ese monstruo? —exclamó Lucano,
saliendo de su mutismo—. ¡A los déspotas hay que matarlos! Somos muchos los que
ya nos hemos puesto de acuerdo para liberar a Roma del peor de sus verdugos.
¡Pronto derramaremos la sangre del tirano!
Séneca sintió que el silencio los envolvía con su espeso manto, extendiéndose y
rellenando de una masa viscosa todo el recinto de la biblioteca. La moneda parecía

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brillar de pronto con más fuerza. Sin atreverse a mirarse unos a otros, los tres
clavaron sus ojos en la figura diminuta del aedo de clámide vaporosa que parecía ir
saltando y cantando por los campos al son de su cítara.
—Conjura tenemos —dijo Séneca al cabo de un rato que a todos se hizo eterno.
—No —replicó Lucano—: libre asociación para salvar al Imperio.
—¿Y cuántos son los confabulados?
—Somos una treintena de patriotas dispuestos a dar la vida por la patria.
—¿Una treintena de conspiradores y todavía no os han descubierto? Mal funciona
la policía de Tigelino.
—No nos hemos elegido al azar. Hay entre nosotros patricios, caballeros y hasta
militares. Fenio Rufo es uno de ellos. Como ves, nos apoya el mismísimo prefecto del
pretorio.
—Me lo imaginaba. Entre otras cosas, porque sé que teme por su vida.
—Todos tememos por nuestra vida.
—¿Y en torno a quién gira esa libre asociación de patriotas?
—De eso mismo quería hablarte. El asunto no está del todo claro.
—Pero alguien habrá tenido que empezar a hilvanar el ovillo. ¿O me equivoco?
—Creo que fue Gayo Calpurnio Pisón.
—También me lo imaginaba.
—¿Por qué?
—Porque el caballero Antonio Natal, íntimo amigo suyo, se presentó no hace
mucho en esta casa para comunicarme el deseo de Pisón de entrevistarse conmigo. Le
dije que lo mejor para los dos era que no nos viésemos.
—¿Intuiste algo?
—No. Simplemente, no me pareció oportuno. Recordarás que el mismo año en
que murió mi queridísimo amigo Afranio Burro, creo que fue por el mes de octubre,
quizá de noviembre, aquel tal Romano, ser despreciable y vil como los hay pocos,
nos denunció, a Pisón y a mí, acusándonos de estar tramando una conjura para
derrocar al emperador. Logré demostrar su falacia y hacer que lo desterraran, pero
todo fue muy desagradable. Desde entonces he preferido no mantener con Pisón
ningún tipo de relación.
—Por supuesto que lo recuerdo. Pisón se pegó entonces un susto de muerte. Creo
que a raíz de aquello decidió organizar el Comité permanente de defensores de las
libertades públicas.
—¡Por los lémures del averno, Marco, llama a las cosas por su nombre! Decidió
organizar la conjura porque temía por su vida.
—Imagino que sí. Él ha sido el alma del movimiento. Todo está perfectamente
preparado. Entre nosotros se encuentra hasta el caballero romano Claudio Seneción.
—¡Pero si es amigo íntimo de Nerón! —exclamó Séneca.
—¿Te percatas ahora de la magnitud de nuestra empresa? En ella militan personas
del entorno de Nerón. Gente que lo rodea. Contamos con tribunos de cohorte

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pretoriana y con destacados centuriones. Te asombraría saber cuántos senadores hay
implicados. Uno de ellos se ha ofrecido a acabar con la vida del tirano. Jamás
adivinarías su nombre.
—¿Y quién es ese nuevo Bruto?
—Flavio Escevino.
—¿Ese sibarita que parece haber venido al mundo para apurar hasta el último de
sus placeres? Pero si tiene un espíritu enervado por la disipación.
—Está poseído del furor divino. Quiere pasar a la historia como el libertador de
Roma.
—Me asombras.
—Más te asombrará saber quién será su adjunto en el tiranicidio.
—Después de lo de Escevino, no me asombraré ya de nada.
—El senador Afranio Quinciano ha solicitado el honor de asistir a Escevino
cuando perpetre el magnicidio. Él se tirará a los pies de Nerón, como si fuera a
pedirle algo, lo cogerá por las piernas, lo derribará y lo sujetará contra el suelo.
Luego Escevino lo apuñalará. A su lado estarán también algunos centuriones y
tribunos militares que lo rematarán con sus espadas.
—¡Por Hércules, poco será lo que tengan que hacer Escevino y esos tribunos!
Con su enorme cuerpo, Quinciano aplastará al príncipe, lo sepultará bajo una mole de
grasa.
—Quiere vengarse. Se siente agraviado. Nerón se burló de él en un poema
ultrajante.
—Hay algo que no entiendo en todo esto —dijo Paulina, que hasta ese momento
se había limitado a escuchar pensativa y en silencio—. ¿Por qué nos lo estás
contando? Ni siquiera deberíamos escucharte. ¿Por qué nos comprometes?
—A nadie que no fuese Marco hubiésemos escuchado —dijo Séneca—. No nos
compromete. En el seno de una familia no puede haber secretos.
—Te doy la razón —asintió Paulina— pero ¿por qué nos lo cuentas? ¿Tan solo
para que no haya secretos?
—No insistas —dijo Séneca—. Hace bien en revelarnos un asunto tan grave. Si
Marco corre algún peligro, nuestro deber es compartirlo. No seas tan suspicaz.
—¿Cómo quieres que no sea suspicaz? ¿Por qué titubeó cuando le preguntaste
por el cabecilla? ¿Por qué dijo que el asunto no estaba del todo claro? ¿Qué pretende
de ti? ¡Marco, di la verdad, nos estás ocultando algo!
—Tienes razón, Paulina —reconoció Lucano—. He venido como portavoz de la
mayoría de los asociados, sobre todo de los militares. Algunos dicen que no va a
tener mucho sentido quitar a un aedo para poner en su lugar a un cantante de tragedia.
Si a los militares no les gusta ver a Nerón cantando acompañado de la cítara, también
les repugna la costumbre de Pisón de cantar con atuendo trágico. Resumo: el tribuno
de cohorte Subrio Flavo, en acuerdo secreto con los demás tribunos y con los
centuriones, ha decidido que, una vez muerto Nerón por obra de Pisón, se dé muerte

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también a este y se entregue el Imperio al hombre que no ha dejado caer sobre su
persona culpa alguna y que sobresale por sobre todos los demás por sus esclarecidas
virtudes.
—¡No —gritó Paulina—, ni hablar!
—Pero ¿se puede saber de qué demonios estáis hablando? —dijo Séneca.
—¿Es que no te has dado cuenta todavía? —le preguntó Paulina—. Quieren
entregarte a ti el poder supremo. Quieren que seas el próximo emperador.
—¿Es eso cierto? —inquirió Séneca, clavando la mirada en Lucano.
—Sí —asintió Lucano, apartando la vista—. Estoy autorizado a hacerte esa
proposición.
Paulina se levantó bruscamente de su asiento, corrió hacia una de las estanterías y
regresó con tres gruesos estuches cilíndricos de fina piel de ante teñida de verde y
rotulados con letras grabadas en oro. Antes de depositarlos sobre la mesa, los sujetó
contra su pecho con el brazo izquierdo, mientras extendía la mano derecha y asestaba
un enérgico papirotazo a la moneda, que salió despedida como un proyectil y fue a
estrellarse contra el suelo de mármol, donde rebotó un par de veces con un alegre
tintineo. Luego, con el dorso de la mano, dio un par de pasadas a la superficie de la
mesa para limpiarla y solo entonces extendió su carga sobre la mesa.
—Mira —dijo Paulina—, fíjate en lo que ha realizado tu tío en menos de tres
años desde que no pierde el tiempo con asuntos públicos.
Quitó entonces las tapas a los estuches y fue sacando uno tras otro los gruesos
volúmenes de pergamino. Los colocó al lado de sus respectivas fundas, cogió uno con
ambas manos, lo desenrolló hasta dejar al descubierto la primera página, en la que
destacaba arriba, sobre la lámina amarillenta, el título en grandes letras rojas.
—¿Ves? Aquí tienes los doce libros de las Epístolas morales a Lucilio —dijo
Paulina, entregando el volumen a Lucano y cogiendo otro—. Y aquí los siete libros
de las Cuestiones naturales. Para muchos sería esto la obra de toda una vida. Y estas
dos obras, mi querido Marco, perdurarán, serán inmortales. La humanidad las seguirá
leyendo cuando ese grillito insignificante que canta con su lira ahí en el suelo no sea
más que la sombra del recuerdo de una pesadilla.
—Te doy la razón, Paulina —dijo Lucano, empuñando en alto un volumen en
cada mano—. He leído estos libros y comparto tu opinión, pero has de comprender
que…
—Nada tengo que comprender. Y ahora abre tú mismo este volumen, cuya
existencia desconoces.
Lucano dejó las dos obras sobre la mesa, cogió el volumen que le ofrecía Paulina
y empezó a desenrollarlo. Enseguida percibió el aroma penetrante de la cola fresca.
No haría mucho que habrían pegado las cuartillas de papiro, inmaculadamente
blancas aún, pues todavía no las habían impregnado en aceite de cedro para
protegerlas de la voracidad de las polillas.
Leyó el título y emitió un silbido de asombro. Pensó que no habría mucho escrito,

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pero al ir desenrollando el volumen advirtió que se componía ya de una docena de
libros.
—¡Qué callado os lo teníais! ¿Qué va a ser esto? —preguntó Lucano,
entusiasmado.
—Un tratado monumental sobre ética —contestó Paulina—. Tu tío piensa escribir
unos sesenta libros en total. Será su mayor aportación al género humano, su legado a
la posteridad. Lleva ya casi seis meses escribiéndolo, desde el pasado otoño.
»Y ahora, dime, Marco, ¿quieres realmente que tu tío vuelva a mezclarse en
política? ¿No te parece que las generaciones venideras esperarán algo más de él? Para
político sirve cualquiera.
—¡Generaciones venideras! —exclamó Lucano—. ¿Y nosotros, los pobres
mortales que tenemos la desgracia de vivir en el presente? Nosotros, ¿no contamos?
Piensa en una cosa, Paulina, y no seas tan testaruda. Si mi tío fuese aclamado
emperador, si tomase las riendas del Imperio, se habría cumplido el viejo ideal
estoico de un estado dirigido por un sabio. ¿Te das cuenta de lo que podría hacer
realmente por la humanidad? El Olimpo abandonaría sus aéreas cumbres y vendría a
morar sobre la tierra. Una era de paz y prosperidad abriría sus puertas a una nueva
Edad Dorada. La justicia vencería a la arbitrariedad y los hombres se amarían como
hermanos.
—Y tu tío dejaría de ser un sabio.
—En esa discusión sobre si seré o no seré emperador —intervino Séneca—,
¿tengo yo derecho a voz y voto? ¿Os importa en algo mi opinión?
—Tuya es la decisión —dijo Paulina—, pero conozco de antemano tu respuesta.
—Tienes que aceptar —dijo Lucano—. El orbe entero te lo reclama. Dime, te lo
suplico, ¿cuál es tu respuesta?
—No.
—¿Estás loco? Pero si el ejército entero estará contigo, si tendrás de tu parte al
Senado, si el pueblo no cabrá en sí de gozo, pues te elegiría de celebrarse comicios
para eso, si de todas las provincias nos llegarían los suspiros de alivio, si…
—No insistas, Marco —le interrumpió Séneca—. He dicho que no.
—Pero…
—He tenido tiempo sobrado de meditar mi respuesta mientras los dos decidíais
mi futuro. La tengo muy bien razonada. Reconozco, Marco, que me has tentado.
Decirme que quieren proclamarme emperador es halagarme, y los halagos siempre
gustan, aunque los rechacemos. Por unos instantes has sabido tocar las cuerdas
sensibles de mi vanidad. Pero en eso radica la prudencia del sabio, en que prevé el
peligro.
—No tienes por qué darme ahora tu respuesta —insistió Lucano—. Piénsalo,
consúltalo con la almohada. Volveré mañana y me comunicarás entonces tu decisión.
—Pero ¿qué quieres, Marco, que ocupe el poder absoluto sobre el vasto Imperio?
¿Es eso lo que quieres?

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—Sí, eso es.
—Ni siquiera Júpiter es capaz de soportar el poder absoluto. Por eso hay leyes en
la naturaleza. A la larga me convertiría yo también en un tirano.
—¡Eso es imposible!
—No lo es, Marco, no lo es. Si sigues una senda cualquiera, tendrás que atenerte
a las leyes internas de esa senda. No podrás violarlas. Tú libertad radica únicamente
en la elección de la senda. Yo he elegido. He elegido el camino hacia la libertad. Y no
me importa que ese camino pueda conducirme a la muerte, pues moriré libre y no
esclavo.
—Eso es ser egoísta, querido tío, solo piensas en ti mismo.
—No, te equivocas. Pienso que la libertad radica en ajustarse a las leyes de lo
posible.
—No te entiendo.
—Los antiguos, cuando abolieron la monarquía e implantaron la República,
tuvieron muy en cuenta las debilidades y flaquezas humanas. No pusieron a un cónsul
para que nos gobernase durante un año, sino a dos, para que el uno evitase los
desmanes del otro. En esa magistratura colegiada, ambos se repartían por turnos el
poder. Un mes gobernaba uno y al otro mes el otro. Y mientras uno gobernaba, su
colega tenía derecho de casación sobre todas las decisiones que tomara. Y al cabo del
año ninguno de los dos cónsules podía ser reelegido. Tenían que esperar al menos
diez años. Se evitaba así la posibilidad del abuso del poder. Los dos tampoco podían
ponerse de acuerdo, pues pertenecían a partidos distintos, si el uno era patricio, el
otro tenía que ser plebeyo. Y así ocurría con todas las magistraturas, que eran
elegidas en comicios democráticos.
—Sabes perfectamente que sería imposible restaurar la República —adujo
Lucano.
—Y entonces, querido Marco, ¿qué más da, qué importa quién sea el dictador de
turno? Aunque he de corregirme: en vez de «dictador», tendría que haber dicho
«déspota». La dictadura la implantaron los antiguos como una magistratura de
excepción, para aquellos momentos en que la República estuviese en peligro. El
dictador, que ocupaba a título extraordinario los poderes ejecutivo y judicial, era
elegido por el Senado por un tiempo limitado, nunca superior a seis meses, y sin la
facultad de nombrar un sucesor. Ningún dictador llegó a agotar ese período, aunque
hubiesen podido hacerlo. Todos depusieron su cargo antes de cumplir los seis meses.
—Sí —asintió Lucano—, hasta que Sila se otorgó a sí mismo la dictadura por el
tiempo que quiso y luego César se nombró dictador perpetuo.
—Dictador perpetuo, ¡qué hipócrita villanía encierra esa expresión! La dictadura
era una magistratura humilde, humildemente ejercida al servicio de la comunidad.
Con deberes y derechos muy bien definidos. Sila y César la arrastraron por el fango.
Hoy es sinónimo de despotismo.
—Pero tú no te pareces ni a Sila ni a César.

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—¿Estás seguro? ¿Quién puede saber lo que se oculta en las profundidades del
alma?
—¿Es que no te conoces?
—Conocemos antes más al prójimo que a nosotros mismos. Para cualquiera de
nosotros el ser más enigmático del mundo es nuestra propia persona. Por lo demás,
¿qué importa que no me parezca ni a Sila ni a César? No hay ser humano en el
mundo capaz de ejercer sin corromperse el poder absoluto. Ni siquiera por un mes,
como pensaron acertadamente los antiguos, por no hablar ya de un año, ni de dos, ni
de cuatro.
—Pero tú restituirías muchas de las libertades de la vieja República.
—Pero no podría restituir la República. Contribuiría, por tanto, al engaño. En eso
se basó el poder de Augusto, y en eso justamente se basa el de los demás cesares, en
que para la inmensa mayoría de los senadores la apariencia de la República ha sido
siempre más importante que la República misma. Es como todo lo humano: aparentar
tiene más valor que ser.
—Contigo no habría abuso de autoridad.
—¿Y cómo podría saberlo? ¿Quién se atrevería a corregirme si me equivoco?
¿Quién no dejaría de adularme por más bellaco que fuera? ¿No entiendes acaso que si
aceptase la oferta me habría convertido en un tirano por el mero hecho de aceptarla?
—Tú jamás serías un Nerón.
—¿Y qué sería? ¿Un faraón clemente? ¿El soberano juicioso de una monarquía
disfrazada de República, que conduciría inevitablemente a una plutocracia? ¿Y quién
me sucedería? ¿Otro Séneca o un nuevo Calígula? Los antiguos lo sabían: ¡ni por un
mes se puede otorgar tanto poder a una sola persona!
—Pero el tiranicidio es un deber de los pueblos.
—He ahí otra de las cosas que he aprendido en el errado camino de mi vida: hay
que crear sistemas políticos justos, en los que podamos destituir inmediatamente al
magistrado que se otorgue competencias que no le corresponden. Creer que es el
hombre y no el sistema lo que determina la justicia es un absurdo. Esa idea demencial
la defendí yo en mi tratado sobre la clemencia. Me arrepiento. Fui el esclavo de mi
propia soberbia. Ahora soy libre, incluso libre de mí mismo. No pienso enajenar mi
libertad.
—¿Puedes ser libre cuando vives sometido a los caprichos de un tirano?
—Sabes que jamás me he sometido a los caprichos de nadie. Tan solo a los míos,
que son los que más me ha costado vencer. Libre como soy ahora en mi interior, nada
ni nadie podrá esclavizarme, pues yo puedo decidir hasta qué momento soportaré esta
vida. Catón se la quitó para no pasar por la humillación de aceptar el perdón de César.
En unos tiempos en que unos se inclinaban por Pompeyo y otros por Julio César, él
fue el único que se mantuvo fiel al partido de la República. Murió libre para no vivir
como esclavo. Es el precio que tiene a veces la libertad.
Permanecieron callados durante largo rato, cada cual rumiando sus propios

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pensamientos, hasta que Paulina se puso de pie, apoyó sus manos sobre los hombros
de Séneca y Lucano y exclamó en tono animado:
—¡Descanso para los conspiradores! Salgamos a la terraza a tomar aire fresco.
Salieron a la terraza y se acercaron a la baranda, desde donde podían contemplar
Roma a sus pies. Un suave céfiro les acarició el rostro.
—Aún no puedo acostumbrarme a esta vista —dijo Paulina, abrazándose a
Séneca—. Me parece que fue ayer. Todavía veo las llamas.
—No sé cómo tuvisteis el valor de quedaros en Roma —dijo Lucano—. Me
pareció una temeridad.
—Había que auxiliar a los necesitados —dijo Séneca—. El mayor socorro era
poco.
Habían pasado ocho meses, pero aún recordaban como si hubiese sido ayer la
noche del catorce al trece de las calendas de agosto, cuando se desencadenó el peor
de los incendios conocidos en la historia de Roma.
Allá abajo, en la esquina sudoriental del Circo Máximo, en una pescadería, un
empleado que solía pernoctar en ella y que había estado con unos amigos de juerga,
dejó caer una vela sobre un montón de rollos de pergamino provenientes de los libros
invendibles que saldan los libreros para que sean usados como papel de envolver. A
continuación se echó a dormir su borrachera. Pronto el fuego se extendió también a
todas las tiendas en las que encontraba mercancías idóneas para alimentarse. El fuerte
siroco africano avivó el incendio, que no tardó en circunvalar el Circo y propagarse
impetuosamente por una ciudad caracterizada por sus apretadas e irregulares
manzanas y sus angostas callejas. Los bomberos se vieron impotentes para apagar el
fuego.
De los catorce distritos en que se dividía la ciudad, tan solo se salvaron cuatro,
quedando tres completamente destruidos, y siete convertidos en montones de
escombros con alguna que otra casa en pie. Al sexto día del incendio, cuando ya
estaban preparando la huida, el incendio se detuvo justamente al pie de la falda
occidental del Esquilino, en las llamadas Esquilias, gracias a que se derrumbaron
varias filas de casas y el fuego se encontró por vez primera ante un obstáculo.
Ahora la ciudad iba resurgiendo lentamente, con calles amplias y rectas, edificios
separados entre sí y con arcadas en las aceras. Había más plazas y más tomas de
agua.
Pero faltaba el espacio. Al haber perdido su palacio en el incendio, Nerón decidió
reconstruirlo multiplicado. En la intersección de la vía Sacra con la vía Nueva, donde
comenzaba el vestíbulo de su nueva mansión, se alzaba ya una estatua de mármol de
ciento veinte pies de altura, que representaba al príncipe como encarnación del dios
Apolo. En aquel recinto inmenso, que Nerón llamaba su Mansión Dorada, los
palacios se sucederían a los palacios, que serían construidos de mármol, oro, nácar y
piedras preciosas, y se extenderían entre parques y jardines adornados con
caprichosas fuentes, rodeados de bosques y viñedos, prados de pastoreo y campos de

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labrantío. En el centro de aquel proyecto faraónico camuflado de bucólico idilio rural
se extendía ya un inmenso lago artificial, en cuyas orillas se alzaban grupos de casas
para dar la impresión de ciudades desperdigadas por la ribera.
En un epigrama muy difundido por la ciudad, obra del propio Lucano, se invitaba
a sus habitantes a huir a Veies, a catorce millas de distancia, aunque advirtiéndoles de
que corrían el peligro de ser alcanzados por el maldito palacio imperial.
—¡A qué límites inconcebibles de perversidad puede llegar un tirano! —exclamó
Lucano, alargando el brazo y señalando el valle que se extendía entre el Palatino, el
Celio y el Esquilino—. ¿Cómo puede rodearse de ese lujo en medio de tanta miseria?
Está superando al mismo Calígula con sus locuras de déspota oriental. Tendremos
que abandonar todos la ciudad para que pueda acabar su casa. Llegará el día en que
los límites de su mansión coincidirán con los de Roma.
—Ya vendrá otro que la echará abajo —dijo Séneca—. Y luego otro que quizá la
construya más grande.
—Pero tú restituirías todo ese espacio inmenso al pueblo.
—Sí, pero por mucho que se beneficiase el pueblo, se beneficiaría por mi
capricho, no por su voluntad.
Abandonaron la terraza y fueron a dar una vuelta por el parque. Cuando
caminaban pensativos por una alameda rodeada de castaños, Séneca salió corriendo
de repente, llegó hasta el final del paseo, dio media vuelta y regresó dando grandes
zancadas alternadas con brincos.
Lucano y Paulina se detuvieron a esperarle. Antes de llegar hasta ellos, cuando
los separaba un tramo de unos doce pies, Séneca pegó un salto, voló por los aires y
fue a caer justo delante de ellos.
—¡Por Hércules! —exclamó Lucano—. ¡Cualquiera lo reconoce! ¡Quién lo ha
visto y quién lo ve!
—De esa suerte lo conozco desde hace ya casi tres años —dijo Paulina—, desde
el día en que me dieron la noticia de su muerte.
—¿Qué dices? Eso no me lo habéis contado. ¡Cómo has tenido que sufrir!
—Yo mismo le di la noticia de mi muerte —dijo Séneca, soltando la carcajada—.
Por cierto, aquel Séneca que murió en aquel entonces quizá sí hubiese aceptado tu
oferta.
Séneca y Paulina se abrazaron y se echaron a reír.

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9
VIII de las calendas de mayo
(24 de abril)

Cansados de esperar en la casa, salieron a dar una vuelta por el campo y luego se
encaminaron, cogidos de la mano, hacia la alameda rodeada de cipreses que conducía
hasta la vía Apia. A lo lejos, sobre las anchas copas de los achaparrados pinos,
intuyeron más que divisaron el tejado a dos aguas del templo de Júpiter.
Era ya cerca del mediodía y la espesa niebla que se había extendido por los
campos en la madrugada se resistía a desaparecer. Aún seguía aferrada a la tierra,
envolviendo el paisaje con su manto grisáceo y viscoso.
Pese a que habían tenido la precaución de abrigarse con sendos capotes de lana, la
humedad les calaba hasta los huesos. No habían dejado de sentir frío en toda la
mañana, aunque la habían pasado arrellanados en un sofá, arropados con mantas y
junto al fuego que ardía en el hogar de la sala de estar. Habían añorado su casa del
Esquilino con calefacción central en todas las habitaciones.
Aún se sentían destemplados por el largo viaje que con tanta precipitación habían
emprendido. En tan solo dos días habían recorrido el trayecto para el que solían
necesitar entre cuatro y cinco jornadas.
Ni siquiera habían podido pernoctar en sus hoteles favoritos de Sinuosa y
Terracina, sino que tuvieron que hacer noche en un hostal de mala muerte de la
localidad de Fundi, en una habitación sin cuarto de baño y en la que no les sirvieron
el desayuno en la cama.
A Paulina aquellos dos días de bandazos y traqueteos por las carreteras de la
Campania y el Lacio se le habían hecho más pesados que el viaje que realizó junto
con su hermano a su ciudad natal, donde se encontraba a la sazón el padre
supervisando las propiedades familiares. Habían recibido un mensaje en el que les
anunciaban que el padre yacía postrado en su lecho de muerte. En tan solo ocho días,
gracias al servicio imperial de postas, recorrieron las setecientas ochenta millas que
separan Arélate de Roma. Le pareció que fue un vuelo de pájaro atravesar la Toscana,
cruzar los Alpes Marítimos, alcanzar los añorados paisajes provenzales y llegar a
todo galope a las tierras bañadas por el Ródano. Justo a tiempo para poder ver al
padre levantado, alegre y sonriente, diciéndoles que su médico de cabecera se había
equivocado una vez más. El robusto anciano aún gozaba de una salud de hierro.
Para los dos el cambio había resultado demasiado brusco. Hacía ya unas semanas
desde que tomaron la decisión de irse a descansar a la villa que tenían en la falda
oriental del Vesubio, donde se encontraron con un clima francamente veraniego. En
un cielo desprovisto de nubes y que rivalizaba con el mar en la intensidad de sus
tonos azulados, el sol brillaba con fuerza cegadora y desprendía un calor canicular.
Les pareció haber dado un salto en el tiempo para disfrutar en primavera los ardores

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propios del agosto.
Esta vez el salto había sido hacia atrás. Habían cambiado la soleada Campania
por un Lacio brumoso en el que ese año la primavera parecía resistirse a llegar. Hacía
tan solo tres días habían estado desnudos al sol junto a la piscina del jardín, a la que
salían a nadar todas las mañanas. El ardor que se extendía entonces por sus cuerpos
los obligaba a refugiarse bajo la pérgola más próxima.
Y ahora estaban ahí, detenidos en la encharcada alameda, ateridos de frío,
indecisos, sin saber si seguirían caminando hasta el cruce con la vía Apia para esperar
allí al anunciado visitante o si darían media vuelta e irían a calentarse de nuevo a la
lumbre de una chimenea. Se veían a sí mismos como dos niños asombrados de que se
pudiera producir un cambio climático tan rudo y desapacible por el mero hecho de
haberse desplazado unas ciento sesenta millas desde el mediodía hasta el septentrión.
Hacía tres días, cuando se encontraban contemplando embelesados el final de una
puesta de sol que se les antojó de una belleza inusitada, les llegó un correo de Roma,
que había cabalgado día y noche para traerles un mensaje de Claudio Seneción, en el
que pedía a Séneca que regresase lo antes posible a Roma, pues tenía algo muy
urgente que comunicarle, recomendándole, eso sí, que no volviese a su mansión del
Esquilino, sino a su villa suburbana. La nota era del doce de las calendas de mayo y
había sido redactada a la hora primera de la noche, según constaba, no sin cierta
pedantería, en el escrito.
En un primer momento, Séneca estuvo a punto de hacer caso omiso del mensaje y
olvidarse de un asunto que, según pensó, en nada le concernía y que venía a
perturbarle en uno de los escasos y maravillosos momentos de felicidad que había
tenido en su vida, hasta que Paulina le recordó la conversación con su sobrino y las
implicaciones posibles en una hipotética conjura. Fue entonces cuando la alarma
estalló en su cerebro.
Claudio Seneción no se contaba precisamente en el reducido grupo de sus amigos
íntimos, aun cuando sí lo era del círculo de fieles de Nerón; lo recordaba, sin
embargo, como uno de los mozos que más se destacaron entre los que rodearon a su
augusto discípulo. Desde el primer momento en que lo vio lo tuvo por un joven
despierto, vivaz de espíritu, inteligente y prometedor. Lo conoció en aquellos años de
la adolescencia de Nerón, que tanto se alargaron, pues el joven se aferraba a la niñez
y se resistía a dar el salto a la madurez. Al ser proclamado emperador, su discípulo se
volvió más alocado, como si hubiese decidido utilizar sus nuevos poderes de príncipe
para regresar a la infancia y disfrutar de las libertades propias de esa edad en la que
tantas restricciones conoció. Fueron los años de las francachelas y las juergas
nocturnas, de las correrías por los burdeles de Roma y de alguna que otra pelea en
barrios de dudosa reputación.
Fueron años en los que las personas encargadas de la protección de Nerón
sufrieron auténticos ataques de nervios. Aunque nunca había sido propenso a reírse
de las calamidades ajenas, no pudo dejar de soltar la carcajada cuando su amigo

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Burro se le presentó un día en su despacho, pálido y desencajado, gritando:
—¡No me quedará más remedio que ocupar militarmente Roma con mis cohortes
para proteger al príncipe! Subrio Flavo me ha dicho que o le doy trescientos hombres
más para vestirlos de paisano o renuncia a su cargo de jefe de la escolta secreta
imperial. ¡Estoy desesperado! ¿Qué puedo hacer?
—Esperar estoicamente a que se calme la sangre del príncipe, querido Burro —le
había contestado, sin dejar de reír.
Entre los compañeros inseparables de Nerón se contaban en aquella época Marco
Salvio Otón, a quien Nerón nombró gobernador de la Lusitania para alejarlo de su
esposa Popea, y Claudio Seneción. Ambos acabaron asentando la cabeza. El primero
adquirió fama como uno de los gobernadores de provincia más queridos por sus
súbditos; el otro se dedicó a los negocios bancarios y compuso además una serie de
obras de teatro que gozaban del favor del público.
De los dos, solo Claudio Seneción había permanecido desde entonces en el
estrecho círculo de los amigos íntimos del emperador. Y precisamente por eso no
había dejado de verlo durante los años que permaneció como consejero al lado de
Nerón, pero no podía decirse que le uniese a Claudio Seneción una relación especial.
Simplemente, se conocían desde hacía muchos años.
Y ahora ese conocido irrumpía en su vida con la fuerza de un huracán. Una
simple misiva suya había tenido el poder de hacerle renunciar al dulce letargo de las
tierras del mediodía y les había obligado a realizar un viaje tan incómodo como
imprevisto, para acabar tiritando de frío entre las brumas, esperando que apareciese
de un momento a otro.
El día anterior habían llegado a la villa suburbana ya bien entrada la noche y lo
primero que hicieron, antes de meterse en la cama, fue enviar un correo a Claudio
Seneción, comunicándole que le estarían esperando desde el amanecer. Pronto
comenzaría la hora séptima y aún no se había presentado.
Hicieron ademán de dar media vuelta para regresar a la casa, pero titubearon, y
tras ponerse de acuerdo con una simple mirada, se abrazaron para darse calor y
siguieron caminando hacia la vía Apia.
Se sentían muy inquietos. Había repasado una y otra vez, punto por punto, las
palabras de Lucano sobre la confabulación contra Nerón. Recordaban lo mucho que
les sorprendió enterarse de que Claudio Seneción, amigo íntimo del príncipe, se
contaba entre los conjurados. Tenía que haber una relación entre lo que les había
revelado Lucano y esa misiva que, tras su apariencia de fría objetividad, sonaba como
un grito de socorro.
Durante todo el viaje se habían deshecho en cábalas y conjeturas, que les
acompañaron luego en las pocas horas que tuvieron de sueño, y por la mañana sus
aprensiones se habían visto reforzadas por algunos rumores que les habían llegado de
la ciudad a través de la servidumbre. Se hablaba de registros y detenciones en toda
Roma.

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Los dos esclavos que habían ido esa mañana al mercado en la ciudad para traerles
queso fresco de cabra, les contaron que al atravesar la vía Sacra en el cruce con la
calle Lugaria, habían visto conducir a un condenado hacia el Foro. Les llamó la
atención porque el hombre tenía aspecto de patricio, era joven y apuesto, y caminaba
con gran dignidad pese a lo triste de su situación.
En ese mismo instante tanto Séneca como Paulina sintieron un escalofrío y
supieron que ambos estaban pensando lo mismo. Veían a Lucano, con las vestiduras
desgarradas y escoltado por verdugos y soldados. Le habrían echado una soga al
cuello, de la que tiraría un esbirro como si arrastrase a un perro, al tiempo que otro le
tiraría de los cabellos para que tuviese la cabeza echada hacia atrás. Un soldado le
habría clavado la punta de su espada en la base del mentón para obligarlo a alzar la
barbilla y ofrecer así el rostro a las miradas del populacho.
Lo torturarían en el Foro, entre los aullidos de la multitud, lo rematarían en las
Gemonias, lo tirarían rodando por esa empinada escalinata, le clavarían un garfio en
las carnes y arrastrarían su cuerpo palpitante hasta el Tíber.
Aunque no se lo dijeron, los dos sabían que eso era exactamente lo que habían
pensado al escuchar el relato de los dos sirvientes. Con esas imágenes en la mente
caminaban hacia la vía Apia.
No habían llegado aún al templo de Júpiter, cuando escucharon un fuerte ruido de
pisadas, como si alguien estuviese tratando de darles alcance. Se volvieron y vieron al
portero, que venía corriendo hacia ellos, dando voces y agitando los brazos en alto.
Habían estado tan sumidos en sus pensamientos, que ni siquiera habían escuchado los
gritos del hombre.
—Señor, señor —dijo el portero, entre jadeos, dirigiéndose a Séneca—, un
caballero os espera en la casa. Creo que es el mismo al que estáis aguardando.
—Pero ¿por dónde ha llegado? ¿Ha caído acaso del cielo?
—Llegó cabalgando a campo traviesa, señor, con dos hombres de escolta. Venía
del norte.
Al llegar a la casa encontraron en el atrio, dando vueltas alrededor del impluvio, a
Claudio Seneción, que todavía no se había despojado de su atuendo de viaje, un
capote pardo de lana con capuchón de fieltro negro, que aún llevaba calado hasta las
cejas.
—Pero ¿cómo te han dejado esperando aquí? —exclamó Paulina, acercándose al
visitante y ofreciéndole sus mejillas—. Seguro que tus sirvientes ya estarán en la
cocina, sentados cómodamente junto al fogón y calentándose con vino hirviente.
—No culpes a la servidumbre, Paulina —dijo Claudio Seneción, echándose a reír
—. Fui yo quien no quiso sentarse. Son los nervios, que los tengo a flor de piel.
—Pero quítate al menos ese abrigo de una vez —dijo Séneca—, que me siento
incómodo solo de verte.
Un criado se acercó presuroso a ayudar a Seneción a despojarse del manto,
mientras Séneca se dirigía hacia su huésped con los brazos abiertos y una expresión

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de alivio en el rostro.
—Vamos al salón donde ya tenemos el fuego preparado —dijo Paulina—. Haré
que nos sirvan un vino bien caliente.
Poco después, arrellanados en cómodos sillones de cuero junto al hogar en el que
crepitaban unos leños recién colocados, mientras saboreaban un vino humeante,
preparado con azafrán, hojas de limonero y miel de montaña, tras haber hablado de
las rarezas del clima y de lo caprichoso que resultaba el abril ese año, Séneca se
decidió por encauzar la conversación hacia el asunto que los tres, tácitamente,
estaban tratando de eludir.
—¿Qué ruta has elegido para que no te hayamos visto llegar?
—Cogí por la vía Latina y la abandoné por la cuestecilla desde la que se divisa a
lo lejos el templo de Fortuna Muliebris. A partir de allí me interné por los bosques.
No vine solamente con dos acompañantes: ocho más han estado cuidando de que
nadie nos siguiera. No quería comprometeros.
—Y todo ese misterio, ¿está relacionado con la misiva? —inquirió Séneca.
—Sí, los hechos se precipitan; es imposible predecir lo que habrá de ocurrir en el
siguiente instante. Os lo explicaré todo, ya que, al parecer, sois los únicos que
permanecéis ajenos a lo que está ocurriendo. Sin embargo, independientemente de
todo lo que está sucediendo, hace ya algún tiempo que quería preveniros de algo, y
ahora con más razón que nunca.
—¿De qué? —preguntó Séneca.
—¿No lees acaso el Acta Diurna, no te interesa lo que dice nuestro diario oficial?
—Detesto leer el periódico. Lo que hoy parece un asunto de suma importancia y
gravedad, será mañana una auténtica nimiedad. No me gusta lo fugaz. No me
interesa. Para lo único que sirve el periódico es para envolver pescado.
—Pues debería interesarte. Sobre todo si tienes en cuenta que el periódico lo
dirige ahora el yerno de Tigelino. Hace ya meses que están apareciendo artículos en
los que se defiende la figura de Alejandro Magno y se ataca, sin nombrarlos, a sus
detractores. Ya sabes que Nerón se identifica con el conquistador macedonio.
—Lo sabe todo el mundo.
—Pues tú pareces ser de nuevo el único que no lo sabe. He leído tus últimas
obras, y las Epístolas con verdadera fruición, y en ellas no escatimas precisamente los
insultos contra Alejandro Magno, también contra Julio César, quien fue, a fin de
cuentas, el fundador del principado.
—Y el sepulturero de la República y las libertades ciudadanas.
—Por supuesto. Es algo que también todo el mundo sabe, pero hay un gran trecho
entre saber algo y decirlo. ¿Y sabes además a quién alabas una y otra vez en tus
escritos?
—Alabo a quienes son dignos de alabanza.
—Pues entre esos dignos aparece Catón con sospechosa frecuencia. Incluso
mientes un poquitín, perdona que te lo diga, y lo haces más republicano de lo que era,

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pues, a fin de cuentas, apoyó a Pompeyo, quien quizá hubiese acabado también con la
República. Para colmo, en tus escritos no se encuentra, por más que se busque, una
sola frase de censura contra Bruto, ni contra Casio, los asesinos de César.
—Fueron patriotas, dieron su vida por la libertad.
—Dieron muerte al fundador de la dinastía a la que pertenece Nerón.
—Cualquiera que lo hubiese asesinado, estaba legitimado a hacerlo. Todos, y el
mismo Nerón, saben que no apruebo ninguna guerra, a menos que sea realmente de
defensa. En el caso de César se añade el agravante de que sus guerras fueron ilegales,
no se sometieron a las leyes de la República, ninguna fue aprobada por el Senado.
Atacó a pueblos pacíficos que mantenían relaciones de paz con Roma. César recurrió
a la falacia de calificar sus campañas militares de guerras preventivas, destinadas a
evitar hipotéticos males. ¿Y cuál era la razón de todo? La codicia. El robo. La rapiña.
Necesitaba dinero, sus arcas estaban vacías, y no reparó ante el genocidio para
llenarlas. Y precisamente porque sus guerras fueron ilegales y corría el peligro de ser
juzgado y de acabar con sus huesos en la cárcel, incluso de ser condenado a muerte y
ejecutado en el Foro conforme a la usanza antigua, no tuvo más remedio que acabar
con la democracia. La República se interponía a sus planes.
—¿Y cómo te crees que sientan todas esas opiniones tuyas en los círculos que
defienden a ultranza el principado y que desearían convertirlo en una monarquía
auténtica, hereditaria y donde la soberanía radique en el monarca y no en esa
entelequia del pueblo romano y el Senado?
—No escribo para esos círculos. No me interesan esas personas. Me dirijo a los
sedientos de libertad.
—Aunque no te dirijas a ellos, ellos sí te leen a ti. No te puedes ni imaginar con
qué insistencia habla de tus escritos Tigelino. Su influencia sobre Nerón es tan
grande, que en cierta ocasión, después de una larga conversación con Tigelino, le oí
exclamar: «¡Llegará el día en que expulsaré a todos los filósofos de Roma! ¡Estoy
harto de tanto intelectual trasnochado!». De todo eso quería hablarte, de eso quería
prevenirte, pero mi misiva obedeció a otro asunto, a que es muy posible que yo tenga
los días de mi vida contados y que, de haber esperado, no hubiese podido prevenirte.
Por eso te envié un mensajero al día siguiente de la festividad de la Cerealia.
Séneca y Paulina intercambiaron una rápida mirada y se quedaron contemplando
fijamente a Claudio Seneción como si no quisieran dar crédito a lo que veían y oían.
Aquel hombre joven, que no habría cumplido los treinta años de edad y que tan solo
aparentaba algo más de veinte, aquel mozo rebosante de vitalidad les anunciaba su
propia muerte como si les comunicase que pensaba tomarse unas pequeñas
vacaciones en su villa de Baia.
—Tenéis que saber —prosiguió Seneción— que desde hace unos tres años se ha
ido organizando un gran movimiento cívico en contra de Nerón. Cuando miro hacia
atrás y pienso en la gran cantidad de personas implicadas, no puedo menos de
asombrarme de que no nos hayan descubierto mucho antes.

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—Al saludarte, supe inmediatamente que os habían descubierto —dijo Paulina.
—¿Por qué? —preguntó, extrañado, Seneción.
—Porque no te opusiste a que fuésemos juntos al salón. No insististe en hablar a
solas con mi esposo. Algo muy importante tenía que haberte traído hacia nosotros;
pero, fuera lo que fuese, esa cosa importante también ya te daba igual.
—¡Por Hércules!, hay que agradecer a los dioses inmortales que Tigelino no
tenga mujeres en su cuerpo de policía, pues, de lo contrario, yo no estaría aquí, sino
pudriéndome en un calabozo. Aún no me han descubierto. De momento. Pero no creo
que tarden. Todo ha sido muy mal encauzado, y los que tenían que haber dado la cara
están ahora temblando como ratas.
—¿Podrías ser más explícito? —dijo Séneca.
—Pisón fue el promotor de todo. Nos unimos a él porque estábamos hartos de las
locuras y sandeces de Nerón, de sus crímenes y despilfarros. De su opresión continua
y del estrangulamiento de las libertades. En realidad, lo único que deseábamos era
poder pensar lo que queremos y decir lo que pensamos. Y como quiera que con
lamentos no se cazan las liebres, decidimos hacer algo. Pero ya en aquellos primeros
tiempos tendría que haberme dado cuenta de que los que nos dirigían eran, en el
fondo, unos cobardes. ¡Pero si a fin de cuentas iniciaron la conjura por miedo a
convertirse en víctimas de alguna denuncia falaz!
—¿A quiénes te refieres? —preguntó Paulina.
—A Pisón, por supuesto, que hace tres años casi se muere del susto cuando aquel
tal Romano lo acusó junto a tu esposo de tramar una conspiración, pero me refiero
además a Fenio Rufo, quien, por la autoridad que le confiere ser uno de los dos
prefectos del pretorio, ejerce el mando también sobre los militares confabulados. Ese
hombre será nuestra perdición.
—¿En qué te basas? —preguntó Séneca—. Me extraña lo que dices de Rufo,
siempre lo había tenido por un hombre digno, fue un magistrado excelente cuando se
hizo cargo de la prefectura del abastecimiento y distribución de cereales.
—Sí, es un hombre probo cuando se trata de pan, pero cobarde cuando hay que
enfrentarse a la sangre. Tiene un cargo castrense sin tener preparación para ello. Es
un civil dirigiendo a militares en un campo de batalla.
—Como si a mí me encargasen de la construcción de un acueducto —dijo Séneca
—. La gente acabaría muriendo de sed.
—No de sed precisamente, pero morir, acabaremos muriendo todos. Ya se han
producido algunas detenciones. Estuve presente cuando interrogaron al primer
detenido, a Flavio Escevino. Aparte Tigelino y Nerón, asistieron al interrogatorio
Fenio Rufo y el tribuno Subrio Flavo, amén de dos centuriones que también
pertenecían al grupo de los conjurados. Durante el interrogatorio observé un
intercambio de miradas entre Fenio Rufo y Subrio Flavo. Este, que se encontraba
justamente detrás de Nerón y a espaldas de Tigelino, hizo una señal a Fenio Rufo,
indicándole que podía degollar a Nerón de un solo tajo de su espada. Os juro que vi

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prácticamente como rodaba por el suelo la cabeza de Nerón. Incluso me eché la mano
a la cintura para sacar el puñal y rematarlo si hubiese sido necesario.
—¿Y? —preguntaron al unísono Séneca y Paulina.
—Fenio Rufo contuvo a Flavo con la mirada. En ese mismo instante supe que la
conspiración no solo estaba descubierta, sino también traicionada. Si Fenio Rufo
hubiese permitido a Subrio Flavo acabar con la vida de Nerón, es probable que
hubiésemos triunfado; en el peor de los casos, hubiésemos muerto cubiertos de gloria;
ahora moriremos sumidos en la ignominia. Poco a poco, iremos cayendo uno tras
otro. ¿Se creen acaso que se van a salvar? No creo que todos tengan la misma
entereza que Plaucio Laterano. Murió sin delatar siquiera a su ejecutor.
—¿Cuándo? —preguntó Séneca.
—Esta misma mañana. Lo ejecutaron como a un perro en el Foro. El mismo
Subrio Flavo le cortó al final la cabeza, tras haber sido vejado como un esclavo. Ni
una sombra de reproche, por no hablar ya de rencor, advertí en los ojos de Plaucio.
Por eso tardé en llegar esta mañana.
—¡Ceres misericordiosa —exclamó Paulina—, si fue a Plaucio a quien vieron
nuestros siervos!
—¿Y Lucano? —preguntó Séneca, alarmado.
—¿Lo preguntas porque es amigo íntimo de Plaucio?
—Por supuesto.
—A Lucano todavía no lo ha pasado nada.
—Pero ¿cómo ha sido posible? —preguntó Paulina—. Plaucio era el cónsul
designado de este año, un aristócrata de rancia familia, ¿cómo han podido ejecutarlo
como si fuese un esclavo? ¿Por qué no se le permitió elegir su propia muerte? Seguro
que ni siquiera ha sido juzgado.
—Nerón sentía hacia él un odio muy particular. Era un hombre demasiado
íntegro. Quizá de todos cuantos nos involucramos en la conjura fuese él a quien
impulsaron los motivos más nobles. Muchos se sumaron para vengar agravios
personales, otros por miedo, él lo hizo por amor a la República. Soñaba con
restaurarla.
—Y Pisón, ¿qué hace? —preguntó Séneca.
—Morirse de miedo. Habíamos acordado que mataríamos a Nerón en el Circo,
durante la carrera de carros en honor a Ceres, una de las escasísimas ocasiones en que
Nerón aparece en público. Teníamos planeado que el senador Afranio Quinciano,
precisamente por lo corpulento que es, se le arrojaría a los pies en actitud suplicante,
como si fuese a pedirle algo, lo cogería de las piernas y lo derribaría. Flavio Escevino
sería el primero en apuñalarlo cuando hubiese caído al suelo. Incluso lo rodearían
algunos tribunos y centuriones, como el mismo Subrio Flavo, que lo rematarían con
sus espadas. Yo mismo le hubiese asestado un par de puñaladas. El centurión Sulpicio
Aspro juró que lo degollaría. Mientras tanto, Pisón estaría esperando en el templo de
Ceres a que se presentase Fenio Rufo, quien lo conduciría al cuartel de las cohortes

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pretorianas para que fuese proclamado emperador. Tal era el plan, que fracasó al ser
detenido Escevino. Aun así, ¿por qué esos dos hombres, Pisón y Rufo, no intentaron
sublevar al pueblo o amotinar a la tropa? Al menos podían haberlo intentado y
triunfar o morir en el intento. Ahora van a morir igualmente, pero como cobardes.
Podían haberlo hecho. En sus manos estaba.
—Y ahora vosotros estáis en las suyas —sentenció Paulina.
—Tú lo has dicho —asintió Claudio—. Cuanto más lo pienso, más me echo en
cara lo ingenuo que he sido. Debí haberme dado cuenta de que confiábamos en dos
ratones a los que teníamos por águilas. De Pisón, al menos, tuve que haberlo
sospechado. Le propusimos matar a Nerón en la villa que tiene Pisón en Baia, pues
Nerón solía ir allí a visitarlo. Se negó, aduciendo que eso sería violar las sagradas
leyes de la hospitalidad. Por eso nos decidimos por ejecutarlo en público; no
teníamos otra oportunidad. Había que aprovechar la fiesta de la Cerealia.
—Pero ¿cómo descubrieron el plan? —preguntó Paulina—. ¿Hubo algún traidor?
—En realidad, no. Podría decirse que hubo traición, pero no traidor.
—A veces eres más enigmático que la propia Sibila de Cumas —dijo Paulina—.
¿Cómo quieres que entendamos eso?
—El plan fue descubierto por una auténtica chiquillada, por la inclinación a la
teatralidad que caracteriza a Flavio Escevino. Después de no haber hecho nada en su
vida, como no fuera dedicarse al placer, arropado en la gloria de sus ilustres
antepasados, de pronto quiso pasar a la historia como un nuevo Casio, como un
nuevo Bruto, como el salvador de Roma. Por lo visto, hace ya más de dos años
sustrajo un puñal del templo de la diosa Salud que se alza en el Quirinal. Según
dicen, un puñal tan antiguo como el mismo templo, por lo que, de ser verdad, ha de
ser de la época de los reyes. Ya para entonces, cuando nuestro movimiento estaba en
sus inicios, tuvo que haber soñado con algo por el estilo, pues de lo contrario no se
hubiese atrevido a perpetrar ese sacrilegio. Es uno de los pocos aristócratas que aún
cree de verdad en los dioses, con la inocencia de un niño. Se había propuesto cometer
el magnicidio con ese puñal consagrado a una diosa, como si no fuese muchísimo
más práctico utilizar uno de los espléndidos puñales de acero turdetano que se pueden
adquirir en cualquier tienda especializada en venta de armas.
—Lo habría afilado bien, al menos —dijo Séneca.
—Por ahí empezó todo. Seguro que lo habría afilado muchas veces y que habría
probado hasta la saciedad si se deslizaba bien en su vaina, pero la víspera del día
elegido para el atentado, tras haber mantenido una larga conversación con Antonio
Natal, el portavoz de Pisón, al regresar a la casa y después de haber hecho y sellado
su testamento, se puso a quejarse del arma, diciendo que estaba embotada por el
tiempo. Encargó entonces a uno de sus libertos, a un tal Milico, que afilase bien el
puñal en la muela y que lo hiciese chispear hasta sacarle punta y filo y dejarlo como
la cuchilla de un barbero. Es más, ordenó que le sirviesen una cena espléndida, se
sentó a la mesa y se puso a repartir dinero entre sus siervos más queridos, y a muchos

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de ellos los premió con la libertad. Luego, ordenó al mismo Milico que tuviese
preparado para el día siguiente vendas de las que se utilizan para frenar las
hemorragias.
—¡Discreción pitagórica! —exclamó Paulina—. Podía haberse subido en el Foro
a la tribuna rostral a proclamar sus intenciones.
—Sí, pero ¿cómo se descubrió el complot? —preguntó Séneca—. Alguien tuvo
que traicionarlo.
—Ese alguien fue Milico, pero no estamos seguros de si fue porque Escevino ya
le había revelado el secreto de la conjura o porque simplemente abrigó sospechas y
decidió denunciar a su patrono movido por la codicia de una suculenta recompensa.
Es evidente que cuando todo acabe, Nerón lo colmará de honores y lo hará rico. De
hecho, ya…
—O sea —intervino Séneca, interrumpiendo a Claudio—, que Milico tuvo la
misma motivación que Julio César. Con la diferencia de que Milico será recordado
como un vil traidor, mientras que César, por uno de esos raros caprichos de los
historiadores, que parecen estar a sueldo de todos los criminales que en el mundo han
sido, pasará a los anales como un genio militar, pues no en balde, para ganarse tal
gloria, subyugó y vendió como esclavos en las Galias a más de dos millones de
personas.
—¡Ya está bien, Lucio! —exclamó Paulina—. A veces eres obsesivo. Olvídate ya
de César y de Alejandro y deja que Claudio termine de hablar.
—Tienes razón —asintió Séneca—, pero quizá se deba a que, en el fondo de mi
ser, me resisto a conocer toda la verdad. A los humanos no nos gustan las historias
que terminan mal. Nos repugnan los finales tristes.
—Lo malo de este final —dijo Seneción— es que lo estamos viviendo y que aún
no ha terminado.
—Sí —asintió Séneca—, pero sabemos cómo va a terminar.
—¡Por los rayos de Júpiter! —gritó Paulina—. ¿Es que os vais a poner ahora a
escribir un tratado de arte poética? ¡Termina de una vez de contárnoslo todo!
—Pues bien —dijo Seneción—, prosigamos. Yo mismo estuve presente cuando se
presentó ese tal Milico. Apareció como por encanto a la hora primera del día en los
Jardines Servilianos, donde vive de momento Nerón, mientras le terminan su ciudad-
palacio. Jamás he visto a un ser de aspecto tan despreciable como el de ese liberto.
No entiendo cómo ha podido ocurrírsele a Escevino darle la libertad. Yo, a un
personaje de esa catadura, lo hubiese enviado sin dilación a trabajar a las canteras. Se
presentó con el puñal de su patrono y lo acusó de formar parte de una gran
conspiración para asesinar al emperador. Es muy posible que toda su acusación se
basase en conjeturas, pues no pudo dar ni un solo nombre. Por lo visto, no sabía nada
en concreto. Esa fue la impresión que tuve de él.
—¿Y qué ocurrió entonces? —preguntó Paulina.
—Entonces enviaron a un destacamento de soldados en busca de Flavio Escevino.

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Yo seguía junto a Nerón cuando lo trajeron.
—Y entonces ¿qué? —insistió Paulina.
—Pues que supo defenderse muy bien. Echó por tierra toda la acusación de su
liberto. Dijo que lo de cenar opíparamente no era nada extraño en su casa, así como
tampoco lo era hacer regalos a sus siervos o concederles la libertad, y que de vez en
cuando solía poner al día su testamento, pues jamás podía saberse el momento en que
expiraba el hilo de nuestra vida. Suspiré aliviado. Siempre que se trata de la palabra
de un ciudadano romano, cuanto más de un patricio, contra la de un liberto o un
esclavo, cualquiera dará la razón al hombre nacido libre. Además, desde tiempos
inmemoriales prohíben nuestras leyes a libertos y esclavos testificar contra sus
patronos y amos; sus declaraciones carecen de valor jurídico. Pero hoy en día
nuestras leyes solo están para ser pisoteadas. De todos modos, creí que lo lograba,
pensé que en ese mismo día cargarían de cadenas a Milico y se lo entregarían a
Escevino para que este decidiese su suerte. Aquella alimaña inmunda ya tiritaba de
miedo.
—¿Y cómo se salvó? —preguntó Paulina.
—Aquel ser despreciable pensó, quizá por primera vez en su vida. Ató cabos y
recordó que su patrono se había entrevistado en más de una ocasión con Antonio
Natal, de quien todos saben que es el perro faldero de Pisón, su confidente y
mensajero. A eso del atardecer trajeron a Natal. Lo que siguió fue, por desgracia,
harto sencillo. Les preguntaron por separado sobre los temas concretos en torno a los
que habían girado sus conversaciones. Y como es de comprender, si el uno afirmaba
que habían estado hablando de la Luna, el otro creía recordar que habían discutido
sobre el Sol. Al advertir que se contradecían, Nerón ordenó cargarlos de cadenas y
arrastrarlos a los sótanos donde se da tormento a los esclavos. Al verse entre los
instrumentos de tortura, el primero en derrumbarse fue Natal, quien señaló a Pisón
como el cabecilla de la conspiración. Confrontado con este hecho y al advertir que
Natal había confesado, Escevino admitió su intención de apuñalar a Nerón.
—¿Cómo reaccionó Nerón? —preguntó Séneca.
—Con miedo. Jamás he visto a nadie con tal expresión de espanto en el rostro.
Parecía abrumado, destrozado, como si no pudiese entender que alguien pudiera
odiarle. Por lo visto, está convencido de que todos tienen que amarlo. Balbuciente,
preguntó a Escevino: «Pero ¿por qué, por qué? ¿Qué te he hecho yo? Si siempre he
sido tu amigo».
—¿Y qué dijo Escevino? —preguntó Paulina.
—Le respondió: «A mí, personalmente, no me has hecho nada. Pero quería alejar
de mi patria la vergüenza de estar gobernada por un auriga, histrión e incendiario, que
asesinó a su madre y a su esposa. ¿Te parece eso poco?».
—¿Y todo eso ocurrió en el mismo día? —inquirió Paulina.
—No. La confesión de Escevino fue al día siguiente de la Cerealia. Ese día
todavía me encontraba yo en los Jardines Servilianos. Decidí entonces volverme a mi

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casa a esperar el desenlace de los acontecimientos y a enfrentarme tranquilamente
con mi destino. Nada más podía hacer ya. Fue entonces cuando os envié al
mensajero. No sé qué ha pasado exactamente en los últimos tres días. No sé cómo
andarán sus investigaciones, qué habrán descubierto o no. Pero todo acabará por
descubrirse. Es el propio Fenio Rufo quien dirige a veces los interrogatorios, con una
dureza asombrosa. Yo diría que con ensañamiento. Los detenidos acabarán por
hartarse de él y delatarlo. No sé realmente a qué juega. Y cuando él caiga, caerán
también todos los militares implicados. No es más que una cuestión de tiempo.
Se quedaron largo rato pensativos, sin atreverse a romper el silencio, disfrutando
del mero hecho de estar juntos, y de súbito, como si un ente invisible los hubiese
puesto de acuerdo, cambiaron el tema de la conversación, que encauzaron esta vez
hacia la filosofía y la literatura. Y de repente el mundo perdió su mediocre y fugaz
actualidad y abandonó sus tinieblas para internarse por las regiones luminosas del
pensamiento humano. Los tres se entregaron entonces a una auténtica orgía
intelectual.
En un momento de la conversación, Claudio, que era un apasionado del
epicureismo, recitó los versos que dedica Lucrecio en su Sobre la naturaleza de las
cosas a los crímenes de la superstición religiosa y la conveniencia de superar el temor
a los dioses. Paulina recitó entonces los pasajes en los que el poeta expone la
necesidad de liberarse del temor a la muerte. Los tres se dedicaron a continuación a
buscar equivalencias en la poesía griega y la charla prosiguió animadamente en la
lengua de Homero.
—Hay muchas cosas en las que estoy de acuerdo con Epicuro —dijo Séneca—,
pero hay una que hoy en día suscribo totalmente: la actividad pública es fuente
inagotable de sinsabores y angustias.
Claudio y Paulina se echaron a reír.
Al atardecer Séneca pidió a Claudio que se quedase a cenar, pero este declinó la
invitación, aduciendo que se había citado con un amigo para esa misma noche, con
uno de los tribunos militares conjurados, quien seguramente le informaría sobre los
últimos acontecimientos. Les prometió, no obstante, volver al día siguiente. Se lo
había pasado demasiado bien; se había entretenido como no recordaba haberlo hecho
desde hacía muchísimo tiempo. Podrían estar seguros de que deseaba repetir mañana
un día tan maravilloso como el de hoy.
Momentos después, tras despedirse de Claudio con grandes muestras de cariño,
Paulina y Séneca lo vieron alejarse a caballo junto con sus hombres, cual fantasmas
cabalgando hacia el mundo irreal de las tinieblas.
Cuando se disponían a sentarse a la mesa, llegó uno de los siervos de Lucano con
un mensaje de este en el que les comunicaba que estaba gozando de perfecta salud en
compañía de su esposa.
Tomaron a continuación una cena ligera, puré de calabaza con zanahorias
rehogadas, alargaron la sobremesa degustando con toda calma los postres: madroños

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conservados en miel y uvas pasas maceradas en vino moscatel, y se fueron a la cama
dos horas antes de la medianoche. Ya entre las sábanas, arropados con un grueso
edredón de plumas, no tardaron en conciliar el sueño.
Se despertaron bien entrada ya la cuarta hora del día. Afuera, sobre los campos,
seguía extendiéndose una espesa niebla. El canto de un jilguero les recordó que
estaban en primavera. Seis días más y habría comenzado mayo. El abril se iría con
todas sus fiestas.
Había comenzado el mes con los siete días de fiesta dedicados a la diosa Cibeles,
a los que siguieron, con dos días de intervalo, los ocho consagrados a Ceres, que
culminaron con la gran fiesta de la Cerealia, en la que se conmemoraba la
inauguración del templo de Ceres en las inmediaciones del Circo Máximo, donde ese
día, aparte las carreras de caballos, se soltaban zorros en la arena, tras untarles las
colas con pez y prenderles fuego. Siguió luego, el once de las calendas de mayo, la
fiesta de la Parilia, festividad de pastores en la que se conmemoraba la fundación de
Roma, hacía ya ochocientos dieciocho años. Había sido ese el día que recibieron en la
noche el mensaje de Claudio Seneción. Vino luego la fiesta de la Vinalia, cuando se
destapaban las ánforas con el vino de la cosecha anterior y todos bebían el vino
nuevo. La Vinalia había coincidido con su segundo día de viaje de regreso a Roma. El
vino nuevo lo bebieron en un hostal de la localidad de Tres Tabernas y les supo, por
lo avinagrado, como si procediese de la época de la fundación de Roma. Y en ese día
que hoy comenzaba se celebraba la fiesta de la Robigalia, en la que se ofrendaba al
dios Robigo para que protegiese los campos de cereales de los temidos incendios
veraniegos.
Se habían propuesto celebrar al menos esa fiesta de la Robigalia ofreciendo un
banquete a su huésped Claudio Seneción, a quien esperaban a lo largo del día y en
cuyo honor sacrificarían al dios un cordero y un ganso. Para él y para Paulina, Séneca
había elegido una col especialmente grande, de cuya «matanza», según dijo, se
encargaría con sus propias manos.
Pero la fiesta que pensaban celebrar por todo lo alto era la del último día de abril,
víspera de las calendas de mayo, festividad consagrada a la diosa Salud, que coincidía
con el aniversario de su matrimonio, en el que esta vez cumplirían quince años de
casados. Pensaban subir al Quirinal y ofrendar a la diosa en su templo las flores más
hermosas que se pudieran encontrar en toda Roma.
Pasado el mediodía y como quiera que Claudio Seneción no llegaba, empezaron a
inquietarse y salieron a dar una vuelta por el campo. Las brumas habían dejado paso a
una tenue neblina, que teñía todos los colores de un grisáceo tristón, envolviendo el
paisaje en una indefinible melancolía.
El cielo estaba completamente encapotado, y la fina llovizna que les había
acompañado en su paseo amenazaba ahora con convertirse en lluvia torrencial. Se
detuvieron, dispuestos a dar media vuelta, y escucharon entonces a lo lejos pisadas de
caballos. No tardaron en ver a Claudio cabalgando hacia ellos, seguido de dos jinetes.

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Al fondo, cerca de la borrosa línea del horizonte, donde los prados se convertían poco
a poco en bosques, creyeron divisar figuras difusas que galopaban por entre los
matorrales.
Claudio se les aproximó a trote corto, con las mejillas sonrojadas, una sonrisa de
oreja a oreja y el aspecto de alguien que viene de dar un paseo de placer. Séneca no
pudo menos de pensar que el joven podría haber sido su hijo.
—Voy a acabar por acostumbrarme —dijo Claudio, saltando del caballo—. Es
algo maravilloso venir aquí. Disfrutáis de la naturaleza y, sin embargo, estáis a un tiro
de piedra de Roma. El viaje se me hace corto.
—Viniendo por la vía Apia, a galope ordinario y si no hay mucho tráfico, se llega
en dos clepsidras —dijo Paulina—. Incluso en una a galope tendido.
—Te veo radiante —dijo Séneca—. Al parecer, nos traes buenas noticias.
—Pues no podrían ser peores —replicó Claudio, soltando la carcajada.
—Encima, parece que te diviertes —dijo Paulina.
—Es algo que aprendí cuando cumplía mi servicio militar en la caballería en
África. Me dijo en cierta ocasión un sacerdote númida que hay que saber reírse de las
adversidades, puesto que son las que más abundan en esta vida. De lo bueno se ríe
cualquier mentecato; de lo malo solo se ríe el sabio.
—Tienes razón, Claudio —dijo Séneca—. Preocuparse es el peor de los males,
pues entonces somos nosotros nuestros propios verdugos. La tortura ya no viene de
fuera, sino que surge de dentro. Pero no es solo el peor de los males, sino el más
innecesario. El buen gladiador descansa antes de salir a la arena.
—Preocupémonos ahora de la lluvia —dijo Paulina— y corramos a casa.
—Sí, corramos —dijo Séneca—, pero sin preocuparnos.
Poco después se encontraban en el gran salón de la biblioteca, Séneca y Paulina
recostados en sendos divanes, mientras que Claudio recorría las estanterías que se
alzaban en las paredes hasta el techo y husmeaba entre los volúmenes, cogiendo
alguno de vez en cuando, desenrollándolo, ojeándolo y enrollándolo de nuevo.
Siempre que volvía a colocar un rollo en su sitio, lo acariciaba con un gesto de
despedida, como si le pidiera disculpas por la interrupción y lo invitase a proseguir su
reposo. Cuando hubo repetido la misma operación una treintena de veces, se volvió
hacia Séneca, sosteniendo con sus dos manos un volumen desplegado.
—¿Están así todos? —preguntó.
—¿Cómo? —respondió Séneca.
—¿Así de subrayados, anotados y garabateados? ¡Por Palas Atenea, si a veces
hay más escrito tuyo que del autor!
Séneca y Paulina soltaron al unísono la carcajada.
—Mi biblioteca es un lugar de trabajo, no de ostentación —dijo Séneca.
—Si supieses lo que me reveló hace un par de días un vendedor… —dijo Claudio
—. Me dijo que poco a poco está vendiendo más estuches vacíos que textos. Estuches
preciosos, de cuero repujado y con los nombres de los autores y los títulos grabados

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en oro. Al parecer existen bibliotecas enteras repletas de estuches sin nada por dentro.
—Como la cabeza de sus propietarios —dijo Séneca—. Nada me sorprende hoy
en día. Aparentar es más importante que ser.
¿Y él, no estaba en esos momentos aparentando? ¿Decía exactamente lo que
estaba pensando? Veía a aquel hombre joven, en la plenitud de su vida, y volvía a
recordar, como tantas veces, a su hijo muerto. Le ocurría siempre que veía a un mozo
que despertaba sus simpatías y que tenía aproximadamente la misma edad que podría
haber tenido su hijo. Veinticuatro años no habían sido suficientes para eliminar el
dolor que significó su pérdida, tan solo habían servido para aminorarlo.
Aún lo recordaba. Fue un dolor físico, corporal, como si le hubiesen introducido
en el pecho una enorme piedra, que le oprimía todos los órganos vitales, amenazando
con rompérselos en mil pedazos. Aquel dolor desgarrador y punzante en el pecho lo
acompañó durante el primer año de su exilio en Córcega. Y un buen día, no supo
exactamente cuándo, le desaparecieron los dolores corporales, pero los sueños y las
pesadillas se multiplicaron. Incluso hoy en día, después de tantos años, solía soñar
con su hijo. Y siempre era lo mismo: un sueño alegre, risueño, quizá teniendo al hijo
entre los brazos, acariciándole los cabellos, y de repente el niño desaparecía, se
esfumaba y él se ponía a buscarlo por callejas tortuosas y sabía que jamás habría de
encontrarlo. Tras un sueño así se pasaba el resto del día sumido en un profundo
abatimiento. Era imposible que la propia muerte pudiese doler tanto.
La voz de Paulina le sacó de sus cavilaciones:
—¿No te parece, Claudio, de que ya va siendo hora de que nos comuniques tus
malas noticias?
—Pisón se ha suicidado.
—¿Se lo ordenó Nerón? —preguntó Paulina.
—No. Y eso es lo curioso. Al enterarse de que Natal lo había denunciado, Pisón
se adelantó a la decisión del príncipe y se quitó la vida.
—Lo haría por proteger a su esposa —dijo Séneca—. La amaba con locura. No se
le puede reprochar por ello.
—Le gustaba con locura —rectificó Claudio—. Lo único bueno que tiene esa
mujer es su belleza. Lo dominaba.
—Suicidándose sin condena previa, podía, además, hacer su testamento —dijo
Paulina—. Sería ese su principal motivo. Dejaría testamento, ¿no?
—¡Y qué clase de testamento! Según me han contado, repleto de alabanzas a
Nerón. De lo más deshonroso. Pensar que ese ser despreciable era el jefe de la
conspiración.
—¿Ha habido más detenciones? —preguntó Paulina.
—Van goteando. Poco a poco nos irán deteniendo a todos. Fenio Rufo sigue
dirigiendo algunos de los interrogatorios, cuando se cansa Tigelino. No sé hasta
cuándo lo aguantarán los otros.
—¿Eran esas todas las malas noticias? —preguntó Séneca.

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—No. Antonio Natal te mencionó a ti. Dijo que había ido a verte de parte de
Pisón, a decirte que él quería entrevistarse contigo.
—Lo cual es cierto —asintió Séneca—. Y yo me negué.
—Sí, eso lo corroboró. Explicó que tú le habías dicho que lo mejor para ambos
sería que no os reunieseis, pero que, por lo demás, tu vida dependía de que a él no le
pasase nada.
—¡Eso es una mentira! —exclamó Séneca—. ¿Cómo iba yo a decir tamaña
estupidez? ¿A cuento de qué va a depender mi vida de lo que pueda pasarle o no a
una persona privada?
—Te repito lo que me contó el tribuno Subrio Flavo, que asistió a los
interrogatorios. Quizá Natal solo quiso implicarte para hacer méritos ante Nerón,
pues sabe que este te odia.
—¿Me odia?
—De nuevo pareces ser tú el único que no lo sabe.
Permanecieron largo tiempo callados, luego se animaron y estuvieron charlando
hasta que les anunciaron que la cena estaba preparada. Pasaron al comedor, donde
estuvieron desde la hora undécima del día hasta la hora segunda de la noche. Luego
se fueron a un saloncito, donde les escanciaron vino nuevo de Falerno.
En medio de una acalorada charla sobre la geografía del mundo conocido y los
hipotéticos mundos por descubrir, Paulina interrumpió la conversación para decir a
Claudio:
—Tienes que venir la víspera de las calendas de mayo. Ese día cumplimos quince
años de casados.
—Quince años —repitió pensativamente Claudio—, pero si en ese tiempo hoy en
día hay gente que se divorcia hasta treinta veces.
—Y más, y mucho más —dijo Séneca—. Que en los cinco días que faltan para el
aniversario de nuestra boda sé de algunos y de algunas que se divorciarían hasta
cinco veces.
Prolongaron hasta tarde la velada, mientras fuera caía una lluvia torrencial.

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10
VI de las calendas de mayo
(26 de abril)

De pie en lo alto de una loma, cogidos de la cintura, Séneca y Paulina contemplaban


embelesados el espléndido amanecer. Los primeros rayos del sol arrancaban destellos
rojizos a las níveas flores de los cerezos. Las ramas de los almendros, vestidas de
verde, exhibían sus frutos incipientes; la última vez que los contemplaron desde ese
mismo lugar, sus ramas desnudas estaban engalanadas con hermosas florecillas
blancas de tintes rosados. Sobre los campos se extendía un manto de exuberante
policromía. El olor de la tierra empapada de lluvia se confundía con el aroma
penetrante de las piedras mojadas. Los muros de la villa, al igual que los bancales
cultivados y las flores, les enviaban sus efluvios agrestes.
En el cielo no se veía ni una sola nube. El firmamento era una única y extensa
mancha azul. El calor empezaba a adueñarse del paisaje, invitando a la pereza. La
lluvia del día anterior, que no cesó hasta pasada la medianoche, había caído con furia
inusitada, torrencial, pero lo había hecho como una de esas tormentas de verano que
se desatan de repente, expanden sus furores, amenazan con anegar comarcas enteras,
y de pronto, sin amainar siquiera, desaparecen tan de súbito como habían surgido,
dando paso a la bucólica languidez del lento fluir de la vida.
—¡Por fin este mes hace honor al verbo del que se deriva su nombre! —exclamó
Séneca, abarcando la línea del horizonte con un movimiento de su brazo derecho,
mientras que con el izquierdo atraía a Paulina más hacia sí—. Abril, abrir… en abril
la naturaleza se abre a una fecundidad nueva, despierta de su letargo invernal y deja
al descubierto hasta lo que más oculto tenía. Las mismas piedras cantan entonces de
alegría. La diosa Ceres esparce a manos llenas la fertilidad.
—Se abre como una rosa del desierto —dijo Paulina—. Lo insospechado se torna
realidad.
Descendieron de la loma, se alejaron caminando hasta los confines del bosque,
regresaron a paso acelerado, y cuando les faltaba más de media milla para alcanzar la
casa, emprendieron una veloz carrera.
Llegaron sudorosos, con la respiración entrecortada y los carrillos sonrosados. La
sangre les palpitaba en las sienes.
—Creo que esta vez hemos corrido más deprisa que nunca —dijo Paulina, algo
jadeante—. Estoy segura de que hemos tardado menos de una clepsidra. La próxima
vez pondremos a alguien a medir el tiempo.
—Marco, el cabrero, que se da mucha maña —dijo Séneca—, podría medirlo;
pero ¿quién será capaz de medir la euforia que estos ejercicios nos producen? ¿Quién
puede medir la alegría? Después de una buena carrera, siento el placer de vivir, como
si la mera existencia fuese la única condición necesaria para alcanzar la felicidad.

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—Y yo siento un apetito atroz. ¿Desayunamos?
Se fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y se hicieron servir higos secos, tacos
de queso de cabra y rodajas de pan untadas con aceite de oliva. Acompañaron esos
alimentos con agua de manantial y salieron de nuevo a dar una vuelta por los campos.
Esta vez se internaron por el bosque y llegaron hasta la orilla del arroyo que lo
cruzaba. Buscaron un remanso, se desnudaron, tiraron las vestiduras sobre la hierba y
se zambulleron en la corriente, saltando desde lo alto de una roca. La profundidad del
remanso les permitía nadar de orilla a orilla dando unas diez brazadas.
La frialdad de las aguas del riachuelo, que provenía de las gélidas fuentes de los
montes Albanos, los obligaba a refugiarse de vez en cuando en una gran piedra lisa
que se hallaba en una de las orillas, donde se tendían a calentarse, exponiendo sus
cuerpos al sol.
Cuando el ardor se extendía por sus pieles bronceadas, se zambullían de nuevo en
el riachuelo, para sentir entonces un doloroso escozor, como si millares de agujas de
hielo se clavasen en todos los músculos de sus cuerpos; sensación esta que daba paso
inmediatamente a otra en la que predominaba el placer y la agradable experiencia
corporal de verse de repente formando parte de un estallido de energía vivificante.
Entre los baños y los descansos al sol, amén de algunos ejercicios gimnásticos y
saltos de longitud y altura, se les pasó como un soplo la mañana.
Cuando regresaban a la mansión, a eso del mediodía, encontrándose sobre una
pequeña elevación del terreno desde la que se divisaba toda la parte posterior de la
villa, vieron llegar, por el camino que conducía a la vía Apia, un carruaje tirado por
seis caballos blancos, escoltado por una veintena de lanceros y precedidos de una
docena de corredores. Séneca reconoció enseguida la carroza recubierta de plata y el
típico séquito de su amigo Cesonio Máximo.
—¡Qué alegría! —exclamó—. Este va a ser un día feliz. Hace ya mucho tiempo
que no veíamos a Cesonio. Cómo hecho de menos aquellos viajes a lo loco, en los
que nos disfrazábamos de pobres y creíamos poder llegar a saber lo que es realmente
la pobreza.
—El último fue cuando decidiste irte a estudiar a Atenas y Nerón no te dejó —
apuntó Paulina, echándose a reír—. Quizá la Acaya haya perdido un gran discípulo,
pero yo gané, en compensación, un marido nuevo.
—Vamos a su encuentro —dijo Séneca—. Me parece que viene en compañía de
alguien. Aunque quizá me equivoque, pues él, al igual que yo, no hace remilgos a
sentarse a comer con sus siervos o a invitarlos a viajar junto con él en la carroza. Es
muy posible que los dos seamos en toda Roma los únicos que creemos firmemente en
la igualdad absoluta de todos los seres humanos, sean libres o esclavos. Todos hemos
nacido libres, o al menos hemos nacido para serlo.
—Me parece que es Demetrio quien va sentado a su lado —dijo Paulina—. Sí, es
Demetrio, nuestro cínico, ahora estoy segura.
—Envidio tu vista. Estás reconociendo las caras de los dos detrás de las

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ventanillas, mientras que yo solamente pude reconocer a Cesonio por la carroza y el
séquito.
—Para eso ves tú mejor que yo dentro de las cosas.
—Pues no sabes lo que me gustaría poderlas ver igual de bien por fuera, sobre
todo cuando te contemplo desnuda.
—A veces eres un zalamero y un auténtico seductor —dijo Paulina, sonrojándose
—. De todos modos, haré que te preparen infusiones de ruda para que mejore tu vista.
—Las infusiones de ruda no me quitarán años de encima —replicó Séneca—. Me
desmorono como las casas viejas. Pronto dejaré de ver la luz del sol.
—¡Pero qué coqueto eres! —exclamó Paulina—. Sabes de sobra que todos tus
amigos te ven rejuvenecido. Todos los que te conocen. Y yo también. Y a todos nos
obligas a repetírtelo. Si tan solo llegases a la edad que alcanzó tu padre, y yo creo que
la superarás, vivirás aún veintinueve años. ¡Por Ceres, veintinueve años! Seré yo
entonces una anciana de sesenta años y tú me dejarás para irte con una quinceañera.
—¿Quién coquetea ahora? Cómo te gusta obligarme a decirte que eres para mí lo
más importante en el mundo, y que lo seguirás siendo. Sin ti no tendría fuerzas para
vivir.
—¡Pues bien que tienes fuerzas para muchas otras cosas! —exclamó Paulina,
soltando la carcajada.
Se cogieron de la mano y echaron a correr en dirección a la casa.
Al llegar a la explanada, delante del zaguán principal, se vieron inmersos en un
histérico torbellino animal y humano, en el que se confundían los potros y sus jinetes
con los siervos que acudían a ayudarlos, los jadeos de los que llegaban corriendo con
los saludos de quienes salían a recibirlos, las voces y los gritos de los visitantes con
los chillidos y las llamadas de los agasajadores, los bufidos y relinchos de la
caballería con los ladridos y los gruñidos de los perros.
En medio de aquel tumulto, aturdidos por la infernal algarabía que se había
desatado en un instante, ni siquiera se dieron cuenta de que uno de sus siervos había
abierto la portezuela de la carroza, de la que se había apeado ya el corpulento
Cesonio Máximo, mientras que el enjuto Demetrio aún tenía los pies en el estribo.
De repente escucharon la voz estentórea de Cesonio Máximo, que les gritaba,
acercándose con los brazos abiertos:
—¡Mi muy queridos y desagradecidos amigos! Pero ¿cómo no se os ha ocurrido
avisarme inmediatamente de que habíais regresado de la Campania? Me enteré por
casualidad, porque me tropecé ayer en el foro Boario con uno de vuestros sirvientes,
que andaba de compras, al parecer. No os podéis ni imaginar siquiera qué alegría me
dio saberos de vuelta en Roma. No os esperaba hasta principios de julio, cuando
soléis volver para ir a pasar el verano en vuestra finca de los montes Albanos. Pero
¡dejad que os abrace! ¡Cuánto he esperado y añorado este momento!
Entre grandes muestras de alegría, Séneca y Paulina recibieron con abrazos y
besos a los dos amigos y luego los condujeron a un peristilo situado al fondo de una

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de las alas laterales de la villa.
—Hasta aquí no nos llegarán los gritos —dijo Paulina, invitando con un gesto a
los dos amigos a tomar asiento en unos sillones colocados alrededor de una fuente y a
la sombra de unos emparrados—. Sentaos donde os plazca.
—Aquí estaremos a gusto —dijo Séneca—, esta es la parte más tranquila de la
casa. Nadie nos molestará.
—¡Me encantan los jardines rodeados de columnatas! —exclamó Cesonio
Máximo—. Creo que es uno de los mejores inventos que hemos recibido de los
griegos. Hemos de reconocer que nuestro austero atrio romano no era más que una
gran choza con una abertura en el techo para que saliesen los humos de las primitivas
fogatas que hacían nuestros antepasados para cocinar y calentarse. Os confieso que
me agobian los atrios, mientras que los peristilos rebosan sensualidad; en ellos hay
más luz; hay más estrellas.
—Por eso mismo me gusta dormir a cielo abierto —dijo Demetrio—, porque
entonces solamente los árboles me tapan las estrellas y no los artificiales techos. He
de reconocer, no obstante, que este lugar comparte la belleza propia de la naturaleza.
—Si lo prefieres —dijo Paulina—, nos vamos al bosque y nos sentamos en el
primer claro que encontremos.
—¿Y cambiamos estos mullidos sillones por el duro suelo? —protestó Cesonio
—. ¡En modo alguno! No estoy yo para esos trotes. He engordado más de la cuenta
en los últimos tiempos. Soy una bola de sebo.
—No exageres —dijo Séneca—. Te ves fornido, no fofo.
—No trates de adularme —le replicó Cesonio—. Al parecer, las libras que vas
perdiendo tú, o me las vas pasando a mí o yo voy detrás de ti recogiéndolas.
—¿Y a qué debemos este grandísimo honor? —preguntó Paulina, dirigiéndose a
Demetrio—. Hace ya muchísimo tiempo que no te veíamos, creo que años, o es, al
menos, lo que se me antoja.
—Me fui de peregrinaje por las provincias del Imperio —contestó Demetrio—.
Estuve en África y en Asia, también en Germania y las Galias. En la Narbonense pasé
por tu ciudad natal.
—¿Por Arélate? —preguntó Cesonio—. ¡Cómo me gustaría visitar ese lugar! ¿Es
verdad que sus mujeres son tan bellas como dicen? Al parecer, son de tez muy
blanca, casi como la nieve, sus cabellos parecen de ébano y se distinguen por su
mirada dulce y llena de vivacidad. Afirman los entendidos que poseen los ojos más
bellos del mundo. ¿Es verdad todo eso?
—No tienes por qué ir tan lejos para saber la respuesta, amigo mío —le contestó
Demetrio—. Tienes a Paulina sentada a tu lado. Vuelve la cabeza y mírala a ella, no a
mí.
—Pero ¿es que hoy todos los hombres os habéis puesto de acuerdo para hacerme
ruborizar? —dijo Paulina, sonrojándose.
—Y a ti, Demetrio —preguntó Séneca—, ¿cómo se te ha ocurrido venir a

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visitarnos? ¿O es que estás viviendo en casa de Cesonio? Si quieres, puedes quedarte
también a vivir con nosotros. Sabes de sobra que esta es tu casa, que sus puertas
siempre están abiertas para ti.
—¡Qué va! —exclamó Cesonio—. No se está hospedando en mi casa; creo que
no está viviendo en ningún sitio. Lo encontré por la carretera, caminando por la
cuneta, descalzo como lo veis, con ese manto hecho jirones y del que no se sabe si es
pardo o amarillo, apoyándose en un cayado que debió de pertenecer con toda
seguridad a uno de los primeros pastores fundadores de Roma. De la calzada lo
recogí y me lo traje.
—Sí —asintió Demetrio—, pero yo me dirigía a esta casa. Yo también me había
enterado de vuestro regreso, pese a que no llevo más de tres días en Roma.
—¡Qué coincidencia! —exclamó Paulina—. Tres días llevamos nosotros aquí. ¿Y
cómo te enteraste?
—Por Claudio Seneción —contestó Demetrio—. Me lo encontré anoche. Yo
había estado visitando a algunos amigos en Roma y tenía pensado pasar la noche en
las afueras de la ciudad. Fue entonces cuando me sorprendió la tormenta. Júpiter
estaría particularmente enfurecido, pues no escatimó sus rayos. Hallándome cerca de
la casa de Claudio, fui a resguardarme en su zaguán. Y allí me encontró cuando llegó
a caballo, empapado como una sopa. En su casa dormí. Me contó que os había
visitado en vuestra villa suburbana.
—Dos días seguidos vino a vernos —asintió Séneca—, y quizá venga también
hoy, lo estamos esperando. Disfrutamos muchísimo con su compañía.
—Lo creo —dijo Demetrio—. Me pareció uno de los pocos jóvenes sensatos que
quedan en toda Roma. Pasamos una velada muy agradable.
—¿Te dijo si pensaba venir a vernos hoy? —preguntó Paulina.
—Sí, sí lo tenía pensado, pero al caer la tarde; por eso me puse en camino, porque
estaba impaciente por volver a veros. Lo demás ya lo sabéis: por la vía Apia, saliendo
de Roma, me encontró Cesonio.
—¿Estáis al corriente de lo que ocurre en Roma? —preguntó Séneca.
—Por supuesto —contestó Demetrio—. Me enteré en lo que llegué a la ciudad.
Te lo cuentan hasta las mismas piedras. Nada nuevo bajo la luz del sol, pues la tiranía
es consustancial con la civilización humana. El hombre tendría que aprender de los
demás animales. Se ha subido a lo alto de un pedestal, que agranda sin cesar. Algún
día se caerá y se romperá la crisma.
—Sí, pero de momento es Nerón el que nos va a romper la crisma a todos —dijo
Cesonio—. Los cínicos tenéis la virtud de convertir en abstracto lo concreto. Y lo
concreto en este caso es el despotismo de Nerón.
—¿Y no se os ha ocurrido pensar que quizá os comprometa venir a visitarme? —
preguntó Séneca, bajando el tono de voz.
—¡Por supuesto —contestó Cesonio—, claro que lo hemos pensado, y
precisamente por eso hemos venido!

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—La gente murmura —añadió Demetrio—, El pueblo piensa que Nerón
aprovechará la conjura para desembarazarse de su maestro y tutor, al igual que se
desembarazó de su madre y de su esposa.
—¿Es eso lo que se dice? —preguntó Séneca.
—Es lo que se susurra en todas las tabernas —respondió Demetrio—, aun a
riesgo de ser escuchados por los espías de Tigelino.
—Piensa el pueblo —aclaró Cesonio— que si Nerón ha asesinado a su madre,
acabará asesinando también a quien ha sido como un padre para él.
—¡Pues me parece una imbecilidad! ¡No lo creo capaz de eso! —dijo
bruscamente Séneca.
Y en ese mismo instante Séneca fue consciente de la tremenda frialdad de sus
palabras. Advirtió que una bruma espesa e invisible se esparcía por el peristilo,
ensombreciéndolo y hundiéndolo en un silencio pesado y embarazoso. Sabía que
tenía que tomar la iniciativa para sacar a los demás del mutismo en el que él los había
sumergido; quiso decir algo para animarlos, se esforzó por dar con una frase
ingeniosa que pudiese provocar hilaridad, pero se vio incapaz de pronunciar palabra
alguna; entendió una vez más la expresión popular de tener la sensación de que un
buey le había puesto a uno la pezuña encima de la lengua. Se había quedado mudo,
como le solía ocurrir de niño cuando se veía obligado a soportar las largas e
interminables filípicas del padre.
Lo único que se le ocurrió entonces fue imitar lo que en esos instantes estaban
haciendo todos los demás: contemplar la fuente.
Llevaban cerca de media hora sin saber cómo reanudar la conversación,
observando fijamente la fuente como si fuese el espectáculo más interesante del
mundo, cada cual esforzándose por hallar la fórmula mágica que les permitiera salir
de ese mutismo cuya duración se les antojaba ya una eternidad, cuando vino a
sacarles de su turbación Marco el cabrero, quien irrumpió en el peristilo como
perseguido por todos los lémures del averno. Pequeñito, enjuto, descalzo y vestido
con una túnica corta que ceñía con un cordón a su cintura, agitaba los brazos en un
gesto en el que parecía apartar de sí a terribles seres invisibles. Tenía la cara
descompuesta y el terror afloraba a sus ojos. Trató de hablar, pero el nerviosismo
solamente le permitió balbucear unos sonidos incoherentes.
—¡Cálmate, Marco, por favor —dijo Séneca—, y dinos de una vez lo que nos
tengas que decir!
—Pero ¿qué te ocurre, mi pobrecito Marco? —exclamó Paulina, levantándose de
su asiento y acercándose al hombre para tranquilizarlo con el contacto de sus manos.
—¡Soldados! —gritó Marco—. ¡Muchos soldados! ¡Han rodeado la casa! Los vi
venir de lejos, pero no me dio tiempo de llegar antes que ellos. Son pretorianos.
—Esperemos entonces a que entren y nos expliquen la razón de su visita —dijo
Séneca—. Si ya han rodeado la casa, no tenemos por qué ir a su encuentro.
A los pocos momentos se presentaron dos siervos seguidos de un tribuno militar,

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al que evidentemente estaban indicando el camino hasta el recóndito peristilo. El
oficial los apartó a un lado con un gesto violento y despectivo y se acercó a la fuente
con paso marcial.
Las suelas claveteadas de sus sandalias de cuero hirieron las losas de mármol del
sendero que conducía a la fuente, emitiendo una sucesión acompasada de chasquidos
amenazantes.
Sobre la túnica de seda blanca con franjas bordadas en oro llevaba una coraza de
placas de hierro en cuyo peto lucía una horrible cabeza de Medusa, de ojos saltones,
colmillos de jabalí y abundante cabellera de serpientes entrelazadas. Protegía su
cabeza con un yelmo de acero, de larga cubrenuca y anchas carrilleras, coronado por
un vistoso penacho negro. Completaba su atuendo unas grebas de plata, la clámide
roja y la espada al cinto, protegida por una funda de cuero. El hecho de llevar el casco
puesto le daba la apariencia del soldado dispuesto a entrar en combate.
—Muy aguerrido vienes a mi casa, amigo Flavo —le dijo Séneca—. ¿Es que
temes algo?
—Solo cumplo las ordenanzas —replicó el tribuno, en un tono que casi podía
interpretarse como de disculpa—. Me envía el consejo imperial.
—Hace tiempo que me conoces, amigo Flavo —dijo Séneca—, y sabes muy bien
que detesto esa forma de expresarse. Decir que te envía el consejo imperial es
escudarse en una entidad abstracta. Y una entidad abstracta no puede emitir órdenes.
Las órdenes las imparten las personas. Serán seres humanos, con nombres y
apellidos, los que te habrán dado la orden.
—Sí, los miembros del consejo imperial.
—¿Y quiénes son esos miembros? —insistió Séneca—. ¿Qué personas integran
en estos momentos el consejo imperial?
—El príncipe, su esposa y el principal prefecto del pretorio —respondió el
tribuno.
—¡Vaya! —exclamó Séneca—, ¿conque el consejo se ha reducido a Nerón, Popea
y Tigelino? Muy menguado lo encuentro.
—Como una de esas santísimas trinidades de las sectas orientales —intervino
Demetrio—. Hasta hablan de tres entes distintos y una sola divinidad verdadera. Y
dime, tribuno, esa Medusa que con tanto orgullo ostentas en tu pecho, ¿está destinada
a petrificar con su mirada a tus enemigos para que no tengas que utilizar esa espada
que cuelga de tu cintura?
—No he venido para soportar escarnios.
—No te enfades, amigo Flavo —dijo Séneca—, de sobra conoces a nuestro
querido Demetrio. No se puede morder la lengua en cuanto está en presencia de
alguna autoridad.
—De sobra lo conozco, ya lo creo; no es más que un perro como todos los
cínicos.
—¡No te consiento que insultes en mi casa a mis amigos! —exclamó Séneca,

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indignado—. Te exijo moderación o tendré que pedirte que te vayas.
—No me iré sin antes haber cumplido mis órdenes. Tengo que hacerte unas
preguntas. Necesito hablar contigo a solas.
—No hay mayor intimidad que la que proporcionan la propia esposa y los amigos
de mayor confianza —replicó Séneca—. No me moveré de aquí. Habla si quieres.
Así tendré tres testigos.
—Bien, pero que tus testigos se limiten a escuchar.
—Te lo garantizo —asintió Séneca, echando una rápida mirada a los demás.
—Ya sabrás que ha sido descubierta una conjura para asesinar al príncipe. La
dirigía Gayo Calpurnio Pisón, quien ya se ha quitado la vida. Antonio Natal, su
hombre de confianza, te ha implicado en ella.
—¿Me ha implicado? ¡Pues es mentira! ¿Vale más acaso su palabra que la mía?
—Bueno, lo cierto es que no te ha implicado directamente; solamente ha revelado
que fue a verte de parte de Pisón para quejarse de que no quisieras recibirlo y para
pedirte que os reunieseis con frecuencia.
—Sí, eso es verdad. Y me negué.
—También lo reconoció. Según él, dijiste que era mejor para los dos no tener el
menor trato.
—¿Y eso es todo? ¿En qué, entonces, me ha implicado?
—Hay unas palabras tuyas que han suscitado las suspicacias de los
interrogadores: según Natal, le dijiste que comunicase a Pisón que, de todos modos,
tu vida dependía de que a él le fuese bien.
—¡Eso es una mentira infame! Jamás dije tal cosa. Si los ilustres miembros del
consejo imperial me quieren implicar por mero capricho, que lo digan, pero que no se
anden con subterfugios infantiles.
—No, no se trata de eso. Simplemente: quieren saber la verdad. En una
investigación no se puede dejar ni un solo cabo suelto. Mi visita ha sido de rutina. Así
has de interpretar mis palabras.
—¿No deseas quedarte un rato con nosotros? —le preguntó Paulina.
—Sería un gran placer —respondió el tribuno—, pero he de regresar. Esperan mi
informe.
—Transmite, entonces, a los miembros del consejo imperial mis más cariñosos y
respetuosos saludos —dijo Séneca—. Y a ti, Flavo, te deseo mucha suerte. Sé que la
necesitas.
Por un instante creyó advertir Séneca un atisbo de sorpresa en las facciones del
tribuno, que se endurecieron de repente, delatando que había asfixiado en su germen
el gesto que había estado a punto de aflorar a su rostro.
—¡Salve! —dijo el tribuno, alzando el brazo.
—¡Salve, tribuno! —le contestó Séneca—. Que los dioses inmortales te
acompañen.
—Que Marte te proteja, Flavo —añadió Paulina—. ¡Salve!

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—¡Salve! —saludaron al unísono Cesonio y Demetrio.
Cuando se marchó el tribuno Subrio Flavo y se quedaron de nuevo solos, a los
cuatro les dio por hablar precipitadamente, casi sin escuchar lo que decían los demás.
—¡Parecemos un enjambre de cigarras áticas! —exclamó Cesonio Máximo,
echándose a reír—. Vamos a tener que elegir a un presidente para que ponga orden en
el debate.
—¿Veis? —dijo Demetrio—. Ahí está el germen de la tragedia humana, en querer
regular la vida y encauzarla por surcos angostos. Cuatro personas hablando y
enseguida se forma una sociedad. De ahí a la tiranía no hay más que un paso.
—A veces los cínicos exageráis un poquitín —dijo Paulina.
—¿Queréis que os revele un secreto? —dijo de pronto Séneca, elevando el tono
de voz.
—Las revelaciones son siempre bienvenidas —dijo Demetrio—. Pagamos
fortunas a augures, arúspices, astrólogos y otros charlatanes adivinos para que nos
descubran lo que está envuelto en el misterio. Hasta peregrinamos a Cumas para
consultar a su Sibila. Nos gastamos fortunas enteras en…
—No serás tú el que paga y peregrina y se gasta fortunas enteras —le interrumpió
Paulina, echándose a reír.
—Pero, ¡por el tridente de Neptuno! ¿Es que no podéis dejar hablar a Séneca? —
protestó Cesonio—. ¿Qué nos quieres revelar?
—Que Subrio Flavo forma parte también de la conjura contra Nerón —respondió
Séneca.
—¿Cómo? —exclamó Cesonio—. Pero si tan solo hace dos días decapitó a
Plaucio Laterano en el Foro. ¡No puede ser!
—Pues sí —dijo Séneca—, Subrio Flavo es uno de los conspiradores.
—Y Plaucio Laterano, ¿no lo sabía? —preguntó Cesonio.
—Claro que lo sabía, pero murió dignamente, sin traicionar a ninguno de los
implicados, ni siquiera al que le quitaba la vida.
—Es increíble lo que cuentas —dijo Cesonio—. La conspiración ya ha sido
descubierta y algunos de los conspiradores siguen acatando órdenes como quien no
quiere la cosa y precisamente de aquellos a los que pretendían degollar. Es
incomprensible.
—El ser humano es incomprensible —intervino Demetrio.
—¿A qué habrá venido? —preguntó Paulina, pensativa.
—No creo que nos haya mentido —dijo Séneca—. Vino a comprobar la confesión
de Natal. Eso es todo.
—Yo creo que vino a espiar lo que hacías —dijo Demetrio—, para informar a
Nerón de tu estado de ánimo, para sondearte. Eso es lo que me ha parecido.
—Sigo pensando que no nos ha mentido —dijo Séneca—. Vino simplemente a
corroborar una declaración. Es un procedimiento elemental en cualquier
investigación judicial. Se aprende en el primer curso de jurisprudencia. Sea como

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fuere, ya ha pasado todo. No ha sido más que una típica tormenta de verano.
—Sí, pero en plena primavera —dijo Cesonio—. Tengo un mal presentimiento.
—Os repito —insistió Séneca—, que no ha sido más que una tormenta de verano.
—Pues yo pienso que Demetrio está en lo cierto —dijo Paulina—. Es más: a lo
mejor vino a espiarnos sin saberlo.
Continuaron en el peristilo, charlando animadamente, pese a que la conversación
cada vez se iba centrando más en los acontecimientos que en esos días
convulsionaban la vida en Roma. A eso de la hora décima Paulina pidió que les
sirviesen la comida en el mismo jardín.
Unos siervos les colocaron delante de los asientos unas mesitas de tablas de cedro
aromático del Líbano, bellamente talladas y sostenidas por trípodes de marfil en los
que un artista oriental había tallado víboras erguidas con las fauces abiertas,
mostrando sus largas lenguas bífidas.
Degustaron en común una sopa de judías verdes al estilo de Baia, traídas de la
Campania, cocidas en un puchero de arcilla de Cumas y guisadas con cilantro y
cebolletas picadas. Y mientras que Demetrio se inclinó por compartir los mismos
alimentos que tomaron después Séneca y Paulina: frutos silvestres y agua de
manantial, Cesonio prefirió un guiso agridulce de liebre adobada, preparado con
rodajitas de limón y trocitos de manzana, y unas albóndigas de mariscos, aderezadas
con pimienta y comino, que regó generosamente con vino dulce de Malaca.
Al terminar de comer, una vez recogidos los platos y las fuentes, cuando iban a
llevarse la última de las cuatro mesas, Paulina puso de repente la diestra sobre la tabla
para impedirlo.
—¡No, déjala aquí! —ordenó al sorprendido esclavo—. Colócala en el medio
para que la veamos bien todos y tráeme un plato hondo lleno de agua. Que sea un
plato bonito, elige alguno de la vajilla de Corinto. He tenido una idea. Quiero
mostraros algo. Enseguida vuelvo.
—Tiene a veces esos prontos —dijo Séneca cuando Paulina desapareció
corriendo dentro de la casa.
Regresó al cabo de un rato, llevando en la concavidad que formaban sus manos
juntas, como si fuera una piedra preciosa, una especie de bulbo leñoso de color pardo
ceniciento y aspecto absolutamente insignificante, la clase de objeto al que se propina
una buena patada cuando uno se lo encuentra en el suelo al andar.
—A ver si sabes lo que es esto —dijo Paulina, dirigiéndose a Demetrio.
—Pues no, la verdad —respondió Demetrio—. Ni siquiera me imagino lo que
puede ser.
—Pero, ¡Paulina! —exclamó Cesonio—, ¿cómo se te ocurre preguntárselo a
Demetrio? Vive en un mundo de categorías abstractas y de pensamientos más
abstractos todavía.
—Pues si supieses —le replicó Paulina— lo mucho que Demetrio entiende de las
artes culinarias, te quedarías asombrado. Y tú, ¿sabes lo que es? No tengas miedo,

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que no muerde, ¡cógela!
Cesonio cogió el bulbo entre sus manos, lo miró y remiró durante un largo rato y
se lo devolvió a Paulina, diciendo:
—Pues lo único que sé ahora, sea lo que sea esta cosa, es que pertenece al género
femenino. Se asemeja a un nido de pájaro, pero no hay lugar para la cría. Parece
como si alguien se hubiese entretenido en recoger ramitas secas para entrelazarlas y
confeccionar una pelota. Sí, ya lo tengo: una pelota para los niños de las tribus que
habitan en el desierto.
—Con lo del desierto has acertado, amigo Cesonio —dijo Séneca, sonriéndose—,
pero en nada más.
—Es una rosa del desierto —aclaró Paulina.
—¿Una rosa? —preguntó, extrañado, Cesonio—. Lo que le queda a uno por ver
en esta vida.
—Bueno, así la llaman —dijo Paulina—. Me la trajo mi hermano de Palestina,
cuando estuvo destinado en Gaza. Puede decirse que es una planta inmortal como los
dioses olímpicos. Parece una cosa inerte, pero en lo que entra en contacto con el
agua, revive y se abre como una flor en primavera. Si la dejas secar, sus brácteas se
cierran y puede pasarse así años y años, como un trozo de madera seca, muerta en
apariencia, pero ocultando en su interior una vida latente. Es un espectáculo
maravilloso ver cómo se abre. La voy a colocar sobre el agua en este plato para que
podáis presenciar este fenómeno tan singular, un verdadero capricho de la naturaleza.
Tan solo tardará un par de horas en abrirse.
—¿Nos vamos a la biblioteca? —preguntó Séneca—. Está a punto de anochecer y
la tarde refresca. Quizá os sentaría bien un poco de vino hirviente. Yo tomaré una
infusión de tomillo, por si alguien quiere acompañarme.
—Vayamos —asintió Paulina, cogiendo el plato entre sus manos—. Pero la rosa
vendrá también con nosotros.
No llevaban ni media hora aposentados en la biblioteca, cuando se presentó de
nuevo el cabrero Marco, irrumpiendo en el aposento como si alguien le persiguiese,
con el rostro desencajado y agitando los brazos en un gesto con el que trataba de
abarcar un espacio enorme.
—¡Ahí llegan! ¡Ahí llegan! —gritó, jadeante—. De nuevo los soldados. A
caballo. Y son muchos más que antes, muchos más. Marchan como si estuviesen a
punto de cargar sobre el enemigo y los dirige el mismo tribuno de antes. ¡Nos van a
atacar!
—¡Cálmate, Marco, cálmate! —le dijo Séneca—. ¿Cómo los has distinguido tan
bien si ya es de noche?
—Es todo un destacamento de caballería, con el tribuno cabalgando al frente. Los
acompañan soldados de a pie y por delante y en los flancos van hombres con
antorchas encendidas. Al principio creí que el bosque ardía. Lo pude ver todo muy
bien, como si fuese de día. ¡Nos van a atacar! Esta vez nos van a atacar. Estoy seguro.

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—¡Tranquilízate, Marco! —le dijo Paulina, que se levantó de su asiento, se
acercó al cabrero y lo abrazó cariñosamente—. No va a pasar nada. ¿Por qué te pones
así?
—Es que tengo mucho miedo, señora, mucho miedo —contestó el cabrero,
gimoteando.
—Pero ¿por qué? —inquirió Paulina.
—Por el amo, señora, por el amo. Tengo mucho miedo de que le hagan algo. Son
muchos, señora. Ni siquiera junto con los hombres de sus amigos podríamos con
ellos.
—¡Serénate, Marco! —dijo Séneca—. Vendrán a hacerme otras cuantas
preguntas, como antes. Siéntate aquí con nosotros.
Permanecieron en silencio, meditabundos, a la espera de que entrase en la
biblioteca el tribuno Subrio Flavo.
Para sorpresa de todos los allí reunidos, en vez del tribuno se presentó un
centurión, un viejo veterano, curtido en cien batallas y a quien Séneca conocía muy
bien porque desde hacía diez años dirigía uno de los destacamentos de la guardia
personal de Nerón.
—¿Qué te trae a mi casa, Sulpicio Aspro? —inquirió Séneca—. ¿Por qué no ha
entrado tu superior, el oficial al mando? ¿Por qué no ha entrado Subrio Flavo? Sé que
viene comandando los feroces ejércitos asediadores de villas de pacíficos ciudadanos.
—Él me ha encomendado la misión de transmitirte los deseos del príncipe. El
emperador te concede la gracia de que elijas tú mismo la forma de quitarte la vida.
—Bien —dijo Séneca, sin inmutarse, mientras todos los demás abrieron los ojos
desmesuradamente en un gesto de terror—. Marco, ve a llamar a mis secretarios y
diles que me traigan las tablillas de mi testamento. Quiero hacer algunos cambios. Y
en ellos no me olvidaré tampoco de ti.
—¡Quédate sentado! —ordenó el centurión al cabrero cuando este hizo ademán
de levantarse—. Tengo órdenes terminantes de impedir que hagas testamento. De
todas formas, si lo hicieras, sería declarado nulo.
—¡Vaya! —exclamó Séneca en tono de sorna—, ¿conque el príncipe, además de
quitarme la vida, quiere también quedarse con mis propiedades? Sus condenas a
muerte parecen más un negocio de embargo y subasta. ¿No habrá inventado lo de la
conjura porque necesitaba dinero? Y vosotros, los pretorianos, habéis sido rebajados
a la categoría de publicanos, de simples recaudadores de impuestos. Pues no otra cosa
hacéis sino cobrar los impuestos de vida y fortuna. ¿Es que no te avergüenzas? ¿Os
queda aún dignidad en el ejército?
Mientras los demás presenciaban la escena horrorizados, el rostro del centurión se
iba tornando cada vez más encarnado, amoratándose por la congestión, y un par de
lágrimas brotaron de sus ojos, se deslizaron por sus mejillas y fueron a perderse bajo
las anchas carrilleras del casco. Y de repente, para asombro de todos, el centurión
desenvainó su espada, la arrojó al suelo y gritó:

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—¡Claro que me avergüenzo! En mi vida me han humillado tanto. Fijaos, aquí
estoy, obligado a impedir que haga testamento el hombre a quien yo pensaba poder
aclamar como mi emperador. ¿Soy una rata acaso para tener que hacer esto? ¡No soy
ninguna rata! ¡Mirad estos brazaletes! No me los encontré tirados en la calzada. Este
lo gané en las terribles guerras de Britania, cuando añadimos una nueva provincia al
Imperio. Y este en la Tracia, en la batalla del río Nestos, cuando sometimos a uno de
los pueblos más belicosos del orbe.
—Creo que todos tenemos que serenarnos —dijo Séneca—. Aceptemos lo
inevitable. La muerte ha de ser afrontada con la misma lucidez con la que hay que
encarar la vida. Y ahora, dime, Sulpicio Aspro, por mera curiosidad intelectual, ¿por
qué no ha entrado Subrio Flavo?
—Porque se le caería la cara de vergüenza. Cuando vinimos antes, creíamos
realmente que solo se trataba de corroborar una declaración de Antonio Natal, de
hacerte un par de preguntas. En realidad, nos enviaron a espiarte, pues querían saber
lo que hacías.
—No lo entiendo —dijo Séneca.
—Yo acompañé a Subrio Flavo cuando informó de tus palabras a Nerón, estando
presentes Popea y Tigelino. Los tres insistieron en saber si estabas haciendo los
preparativos para el suicidio. Cuando Subrio Flavo les dijo que te encontró
completamente sereno, sin el menor asomo de nerviosismo, y que, en su opinión,
nada tenías que ocultar, los tres montaron en cólera. «Pero ¿quién se ha creído que
es?», gritó Popea. «Ese hombre es un peligro público, como todos los estoicos»,
fueron las palabras de Tigelino.
—¿Y qué dijo Nerón? —inquirió Séneca.
—Primero corrigió a Tigelino: «Como todos los filósofos, dirás». Y luego:
«¿Cómo se atreve a no tener miedo?». Eso fue lo que dijo. Lo que más los enfureció
es que no tuvieses miedo.
—¿Y por qué habría de tenerlo?
—Eso fue lo que dijo.
—Pues bien, abreviemos —prosiguió Séneca, dirigiéndose esta vez a sus dos
amigos—. Ya que me prohíben agradeceros vuestro afecto y amistad, os legaré lo
único que realmente poseo, lo más hermoso que tengo: la imagen de mi propia vida.
Y os pienso legar también el recuerdo de una muerte digna.
Levantándose entonces de su asiento, con una agilidad que al propio centurión
cogió desprevenido, con un par de zancadas se acercó al lugar donde Sulpicio Aspro
había arrojado su espada, se agachó, empuñó el arma y de un par de rápidos tajos se
dio un corte profundo en cada uno de los antebrazos.
La sangre empezó a brotar lentamente, en algunas zonas a borbotones, como
saliendo de una fuente y de color rojo vivo; en otras, de forma continua, espesa como
la lava de un volcán y de una coloración pardusca y oscura, casi de un negro rojizo.
Séneca regresó a su asiento, una butaca egipcia de cuero, y dejó los brazos

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colgando a ambos costados. Los coágulos de sangre comenzaron a manchar la ancha
alfombra persa que cubría el piso de mármol de la biblioteca.
El centurión contemplaba a Séneca, asombrado, sin poder creer todavía lo que
estaba viendo; Demetrio miraba a Séneca con los ojos muy abiertos y el rostro
desfigurado por la conmoción; el cabrero gimoteaba, mientras se cubría los ojos con
las palmas de las manos; Cesonio Máximo, cuyas facciones se habían contraído de
dolor, lloraba desconsoladamente y se mesaba los cabellos. Paulina miraba a su
esposo como una niña asustada, con la boca muy abierta y la incredulidad reflejada
en sus ojos.
—Pero ¿qué estoy viendo, amigos míos —dijo Séneca—, dónde han quedado
todas nuestras charlas sobre la vida y la muerte? ¿Tan pronto los habéis echado en
saco roto? Moderaos, os lo suplico, no, os lo ordeno, hagamos que termine bien la
función. Y tú, Paulina, mi esposa adorada, ven, dame un último abrazo y sal de la
biblioteca para que no sufras al verme sufrir. Solo una cosa te pido: cuando yo me
haya ido, procura moderar tu dolor y no lo hagas eterno.
Paulina seguía mirándolo con la boca abierta, paralizada en un doloroso rictus, y
los ojos agrandándose de un momento a otro. A Séneca le pareció petrificada. En
medio de esa inquietante rigidez, tan solo la mirada de su esposa exhalaba un extraño
fulgor.
—Por favor, déjanos solos —insistió Séneca—. No puedo verte sufrir.
—¡Ni hablar! —gritó Paulina, saliendo de súbito de su mutismo—. ¡Ni hablar!
¡Moriré contigo! Déjame morir contigo.
—¿Y cómo podría impedírtelo? —preguntó Séneca—. Tu muerte será muchísimo
más gloriosa que la mía. A mí me obligan a elegirla; la tuya es voluntaria.
Paulina recogió de la alfombra la espada ensangrentada y se la dio a Sulpicio
Aspro, diciéndole, a la par que le mostraba sus antebrazos desnudos:
—Te lo ruego, centurión, ábreme las venas.
Sulpicio Aspro titubeó unos instantes, miró a Séneca para recabar su aprobación,
juntó los brazos de Paulina, sujetándolos con su mano izquierda, mientras que con su
diestra le hacía una incisión profunda en los antebrazos con el filo de la espada.
Séneca se levantó y fue a abrazar a su esposa. Ambos permanecieron un largo
rato entrelazados y luego regresaron a sus respectivos asientos como si nada
extraordinario hubiese ocurrido y estuviesen dispuestos a proseguir una agradable
velada.
Séneca advirtió que la sangre apenas le fluía. Había visto una vez desangrarse un
carnero y sabía lo lenta y larga que puede ser la muerte. Le pidió entonces la espada a
Sulpicio Aspro y se hizo varios cortes en los muslos. El rostro se le contrajo en una
mueca de dolor. Paulina se echó a llorar.
—Esto es inhumano —dijo de repente Demetrio—. Es un dolor doble lo que vais
a padecer. Será mejor que Paulina se vaya a otro aposento.
—Tienes razón —asintió Séneca.

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—Creo que será lo mejor —añadió Paulina, entre sollozos.
Llamaron entonces a las ayudas de cámara de Paulina, quienes la acompañaron
fuera del aposento. Salió sin decir ni una palabra, despidiéndose de todos con una de
esas miradas intensas y profundas que tanto la caracterizaban. En el umbral de la
puerta se dio media vuelta para contemplar una vez más a su esposo y sus amigos.
Sus bellos y enormes ojos brillaron entonces con un fulgor enigmático en el que se
mezclaban la rabia y el desconcierto. Desapareció acto seguido, dejando tras de sí un
reguero de sangre.
Entretanto había ido entrando en el aposento poco a poco, tímidamente, con
premura luego, la servidumbre. Todos miraban a Séneca con expresión de espanto,
muchos lloraban, algunas mujeres se clavaban en silencio las uñas en el rostro y se
rasgaban las mejillas, un par de niños lloriquearon, pero los adultos los sacaron
inmediatamente fuera de la biblioteca. A todos horrorizaba la palidez que se había
apoderado del rostro de Séneca y la asombrosa mancha blanquecina que rodeaba
ahora sus labios.
Séneca advirtió que el corazón se le aceleraba y que una sudoración fría le cubría
todo el cuerpo. Y de repente se sintió eufórico y sintió también la necesidad de
comunicar a los demás las ideas y los pensamientos que le asaltaban con una
precipitación inusitada. Hizo llamar entonces a sus secretarios y les dictó lo que
calificó como su legado último para la posteridad. Sobre la superficie encerada de las
tablillas de los amanuenses, junto con los estilos, se deslizaban también algunas
lágrimas.
De repente su respiración se convirtió en un caballo desbocado y tuvo que hacer
esfuerzos enormes para seguir dictando. En medio de una frase enmudeció. Se puso a
tiritar de frío y pidió entonces que le prepararan un baño de agua caliente.
Sostenido por dos siervos, se dirigió al cuarto de baño, se metió en la bañera y
ordenó que le fuesen vertiendo poco a poco jarros de agua cada vez más caliente.
Pero antes de meterse en el agua, se puso de pie en la bañera, cogió agua en las
cuencas de sus manos y salpicó con ella a todos cuantos estaban a su alrededor.
—Hago libación de este agua a Júpiter Liberador —dijo solemnemente Séneca
antes de recostarse en la bañera.
¿Así que aquello era la muerte?, pensó Séneca. Esa sensación de languidez y el
deseo de que todo acabase de una vez. Esa debilidad que se apoderaba de todos sus
miembros. ¿Habría tenido una muerte digna? Le pareció que toda su vida había
estado esperando ese instante.
Y de repente los recuerdos se agolparon. Una multitud de escenas de lacerante
nitidez se confundían en un torbellino en el que el tiempo había dejado de existir. Vio
a su hijito en el día de su cumpleaños, cuando le regaló un carro de carreras de
juguete al que se podía enganchar una cabra. Lo vio conduciendo el carro por el atrio
de la casa, con las bridas cogidas con una mano y empuñando el látigo en la otra. Y lo
vio tratando de fustigar a la cabra y dándole un latigazo a un bello vaso de alabastro,

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que fue a estrellarse contra el suelo. Y lo vio en ese mismo día, sentado a la mesa,
frente a un juego de figurillas confeccionadas de mazapán. Cuando Séneca quiso
coger una de las figuras para comérsela, al niño se le saltaron las lágrimas y gritó
desconsolado:
—¡No, papá, no, que él quiere seguir viviendo!
Y vio también a Paulina, en el día de la boda, con su larga estola amarilla y el
vaporoso velo anaranjado que le cubría la cabeza y el rostro. Y vio también al padre,
cuando de niño le cruzó la cara y le hirió con su enorme anillo de hierro. Vio también
a la madre estrechándolo entre sus brazos y enjugándole las lágrimas.
Se vio a continuación caminando por una de las calles de la Subura. No advirtió
la presencia de un gran hueco en el alcantarillado de la calzada y se precipitó por él
para ir a caer al interior de una cloaca. Al fondo, muy al fondo, advirtió una luz
intensa y azulada. «Si llego hasta allí —pensó— habré salido al mar». Echó a correr
hacia la abertura que brillaba en la lejanía y de repente la oscuridad se adueñó de sus
pensamientos.
Derramando lágrimas sin pudor alguno, gimoteando como un niño, sostenido por
Demetrio, Cesonio Máximo regresó a la biblioteca. Se arrellanó en la misma butaca
en la que había estado sentado y se fijó en el plato con agua que les había colocado
Paulina sobre una mesita. Dejó entonces de llorar y se quedó contemplando lo que en
esos momentos se le antojó un verdadero milagro: la rosa del desierto había abierto
sus brácteas, que ahora arrojaban destellos verdosos y azulados y componían un
tejido cuya trama y textura competían en belleza con su propia policromía.

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EPÍLOGO

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EN EL CONSULADO POR QUINTA VEZ DE
NERÓN CÉSAR VI, SIN COLEGA
(68 DE NUESTRA ERA)

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VI de las calendas de mayo
(26 de abril)

Por la amplísima vía Neronia, la avenida principal de Colonia Patricia, la antigua


Corduba turdetana y ahora capital de la provincia de la Bética, bajaban los
voluntarios. Eran hombres que pertenecían a todas las capas sociales de la población,
desde pobres jornaleros del campo hasta hijos de acaudalados patricios y grandes
terratenientes, y a los que unía un ideal común: acabar con la tiranía. Se habían
alistado en las milicias que el senado cordobés había ordenado crear para que fuesen
a sumarse a la V Legión Victrix, que el general Galba tenía acantonada en Cartago
Nova, donde se preparaba para marchar sobre Roma para derrocar a Nerón.
Provenían esos hombres de todas las ciudades y pueblos de la provincia y sabían
que por el camino se les irían incorporando más combatientes dispuestos a dar la vida
por la libertad. Atravesaban la ciudad de norte a sur, en dirección a la puerta de la
Estatua. Cruzarían el puente sobre el Betis y marcharían por el camino de Anticaria
hasta Malaca. En esa ciudad portuaria cogerían la carretera de la costa, la vía
Hercúlea, que los llevaría, pasando por Sexi, Abdera y Boria, hasta Cartago Nova,
donde se fusionarían con el ejército que se había alzado en armas contra el déspota
romano. Una vez en Cartago Nova, la vía Domicia los conduciría a las Galias, donde
los esperaban sus hermanos galos. Las Galias e Hispania, sedientas de libertad,
habían confraternizado. Juntas liberarían al mundo del tirano.
Bajaban los voluntarios caminando con paso marcial, con el pecho erguido y muy
alta la cabeza, imbuidos de la importancia de su misión. Había tal resolución en sus
rostros, tal firmeza y gallardía en sus ademanes, que todos, más que soldados,
parecían emperadores.
Los de a pie llevaban el equipo regular del legionario; los de a caballo, las armas
de los jinetes arqueros y lanceros. Sus cascos recién forjados lanzaban destellos de
plata. Sus armaduras brillaban bajo los ardientes rayos del sol. Las armerías de la
provincia habían trabajado día y noche para equiparlos. Ninguna mujer cordobesa,
fuese humilde o de alta condición, había dejado de hilar los rojos mantos de lana y las
blancas túnicas de algodón de los milicianos.
La calzada retumbaba al ritmo acompasado de sus pisadas. Se escuchaba ya, tras
ellos, el eco sordo del golpeteo sobre las losas del pavimento de los cascos de los
caballos y de las bestias de carga, que se confundía con el traqueteo de las ruedas de
las carretas. La ciudad entera se llenaba de ruidos en los que apenas podía
distinguirse lo bélico de lo festivo.
El pueblo de Corduba se había volcado a despedirlos. A ambos lados de la
calzada se apretujaba la multitud. Todos querían ver el rostro de los que marchaban al
combate. Todos se afanaban por cubrirlos de claveles y rosas. Desde los pisos
superiores de las casas caía una lluvia de flores.
Las mujeres los piropeaban, los ancianos los bendecían, los hombres les gritaban

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palabras de ánimo, los niños los saludaban con chillidos y risas, por doquier se
escuchaban vivas a la República. Las mozas penetraban en sus filas para dar el último
beso de despedida a sus novios y esposos. Los pequeñuelos corrían hacia sus padres
para abrazarlos entre risas y alegres llantos, pues se sentían contagiados por la
hilaridad generalizada.
Cuando pasaban por delante del Foro, un hombre, que había trepado a lo alto del
pedestal de una estatua derruida de Nerón, gritó una consigna, que fue repetida
enseguida por miles de gargantas. Un aullido de furor se extendió entonces por toda
Corduba:
—¡Vengad a Séneca! ¡Vengad a Lucano!
De las filas de los milicianos partió un único y sordo alarido:
—¡Los vengaremos!
Y de nuevo todas las voces se unieron en un solo ruego:
—¡Vengad a Séneca! ¡Vengadlo!
Al escuchar esos gritos, Pompeya Paulina, que se había encaramado sobre el
brocal de un pozo para poder ver mejor, sintió que el corazón le daba un vuelco. Y
por primera vez sintió gratitud hacia Nerón. ¡Cómo le había odiado! No solo por la
muerte de su esposo, sino por haberle impedido morir junto con él. No supo cómo
ocurrió. Después se lo contaron. Ya había perdido el conocimiento. Al enterarse de
que ella también se iba a suicidar, Nerón, al que estaban informando en todo
momento de lo que ocurría en la villa de Séneca, dio orden de que le salvasen la vida.
Un veloz mensajero partió de los Jardines Servilianos hasta la villa de Séneca para
transmitir la decisión del príncipe. Allí, los médicos de la corte, a los que siempre
enviaba Nerón por si era necesario «echar una mano a los rezagados», la atendieron y
le curaron las heridas. Se despertó rodeada de médicos y enfermeros. ¡Cómo le había
odiado por eso!
Pero ahora se lo agradecía. Gracias a él presenciaba en esos momentos el
principio del fin de la tiranía. Gracias a él podía comprobar que la memoria que había
dejado su esposo era más fuerte que nunca, que su adorado Lucio seguía viviendo en
todos los corazones. Gracias a él sabía que su esposo no había perecido en vano, pues
su muerte era una de las razones poderosas que hacían emprender a esos hombres el
largo camino hasta Roma. Su muerte era un hálito vivificador, una fuerza indómita
que impulsaba a esos voluntarios a lanzarse a una gesta arriesgada en pos de la gloria.
Gracias a Nerón podía presenciar ahora lo que ya no podrían presenciar ni el
llorado Lucano ni Claudio Seneción, ni Subrio Flavo ni Sulpicio Aspro, ni tantísimos
militares, senadores y caballeros que fueron degollados u obligados a suicidarse.
Si todos los que desaparecieron, esposo, familiares, amigos y conocidos, pudiesen
ver ahora, al igual que ella, la estatua derruida de Nerón, ¡cuán felices serían! La
diosa Fortuna la había agraciado al otorgarle el privilegio de poder ver en nombre de
todos ellos.
En su locura narcisista y despótica, Nerón había puesto sus nombres a tres meses

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seguidos, pues pretendía ser más que el divino Julio y el divino Augusto juntos, los
que se conformaron con poner su nombre a un solo mes del año. Abril, mayo y junio
se habían convertido en neronio, claudio y germánico. Estaban a finales del mes de
neronio, por lo que el mes siguiente sería, sin ninguna duda, el de claudio. Pero de
una cosa estaba ahora segura: ese año, en todo el vasto Imperio, germánico volvería a
ser junio, la diosa Juno recobraría su mes, al igual que en Corduba la vía Neronia se
llamaba ahora de la Libertad.
Deslumbrada por todo cuanto veía y oía, aturdida por el volcán de emociones que
se agitaba en su pecho y confundida por sus propios pensamientos, no reparó en la
llegada a galope tendido de un jinete que venía de la puerta de la Estatua, difundiendo
una noticia. Lo único que pudo notar fue que un revuelo extraño cundía por la
multitud y se apoderaba también de los milicianos.
—¿Qué dicen? —preguntó Paulina a una anciana que estaba junto a ella, apoyada
en la fuente.
—Que en Cartago Nova los soldados han proclamado emperador a Galba.
—¡Por los dioses olímpicos! —exclamó Paulina—. Es la primera vez que un
emperador es proclamado fuera de Roma. ¡Cómo cambian los tiempos!
Entonces sí distinguió claramente los gritos:
—¡Viva Galba! ¡Muera Nerón!
—¡Muera el asesino de Séneca!
—¡Vengad a Séneca!
—¡Lo vengaremos!
Cuando desfilaron por delante de ella los últimos voluntarios, seguidos por un
grupo de chiquillos que los vitoreaban, Paulina salió a la calzada y se puso a caminar
tras ellos. Al cruzar el puente junto con los últimos voluntarios le pareció que la
construcción de piedra se venía abajo y que todos acabarían precipitándose al agua.
Sintiendo bajos sus pies la fuerte vibración de las losas de piedra caliza, asomó
instintivamente la cabeza por el pretil.
Al fondo corría hacia el mar el caudaloso Betis, entre riberas pobladas de
alamedas frondosas. Un extraño sentimiento de nostálgico placer se apoderó de ella,
como le ocurría siempre que contemplaba el bello meandro que formaba el río a su
paso por la ciudad. Una bandada de garzas voló de una ribera a otra, saludándola con
sus alegres graznidos. En las aguas del torrente, entre las rocas, nadaban
apaciblemente varias familias de patos.
Ya al otro lado del puente, subida a una pequeña loma y rodeada de un grupo
heterogéneo de personas, Paulina siguió a los milicianos con la mirada hasta que se
fueron perdiendo en la lejanía. Cuando dejó de verlos, todavía le pareció que llegaba
a sus oídos, proveniente de los distantes olivares, la tonadilla pegajosa de la copla que
iban cantando:
Al Nerón de los cojones le decimos los hispanos: canta todo lo que puedas antes
de que te cojamos.

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Cuando apartó la vista de la línea del horizonte y volvió la cabeza para
contemplar a los que estaban a su alrededor, advirtió que un niño la miraba fijamente.
Le sonrió y el niño le devolvió la sonrisa. El hombre que estaba junto al niño los miró
a su vez y se sonrió. Paulina y el desconocido intercambiaron un guiño de
complicidad en el que expresaban su alegre satisfacción. El orgullo se reflejaba en el
rostro del hombre.
De repente el niño dejó de contemplar a Paulina, tiró al hombre del faldón de la
túnica, lo miró con los ojos muy abiertos y le dijo:
—¡Papá, papá, fíjate, esa mujer tiene ojos de muerta!
Con la expresión de quien desea ser tragado por la tierra, el hombre cogió a su
hijo de la mano y se alejó precipitadamente, tras haber balbuceado unas excusas
ininteligibles.
Paulina sintió entonces la necesidad de refugiarse en su lugar preferido. Por las
alegres calles porticadas de la ciudad regresó a paso ligero a su mansión cordobesa,
una amplia casa señorial situada en las inmediaciones del templo de la Magna Mater,
cuya puerta principal daba a una estrecha calleja que tenía el nombre de calle de los
Tilos Floridos, pese a que no la alegraba ni un solo árbol; en una de sus esquinas
había una mísera expendeduría de cerveza, vino y frituras de pescado que se hacía
llamar pomposamente La taberna de los Siete Sabios.
La casona era una de las escasas propiedades que Nerón le había permitido
conservar de la inmensa fortuna de su esposo. De lo poco que le habían dejado de su
propio patrimonio, tenía también una villa en Arélate, donde solía pasar los veranos,
huyendo de los feroces calores de Corduba. Durante el resto del año, sin embargo,
prefería vivir en la ciudad natal de su marido, quizá porque le pareciese que se
encontraba más cerca de él, quizá también porque en la Bética había terminado de
entender algunos aspectos enigmáticos del carácter de su esposo, como sus
tendencias repentinas a la improvisación y a confiar ciegamente en que en el último
instante lograría dominar una situación o resolver un problema gracias
exclusivamente a su ingenio.
Al atravesar el zaguán, Paulina se dirigió directamente al patio de la parte
posterior de la casa, donde había un bello jardín con flores, arbustos y árboles
distribuidos alrededor de una fuente y protegido por altos muros de piedra caliza
tapizados de hiedra. Era su lugar íntimo, donde se retiraba a leer y a anotar sus
pensamientos. Era también la parte de la casa a la que no llegaban los ruidos de los
gritos, los cánticos y la estridente música de La taberna de los Siete Sabios.
Se sentó en una butaca de mimbre, junto a una mesita redonda sobre la que había
una moneda de plata y un estuche alargado de madera de olivo.
Como solía hacer desde hacía unos veinte días, cogió la moneda y contempló
fijamente, casi con avidez, el grabado de su anverso. Dos figuras de mujer, ataviadas
con largas estolas, se estrechaban la mano, mientras que con sus manos siniestras
empuñaban sendos escudos y sendas lanzas invertidas. En la inscripción podía leerse:

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HISPANIA Y GALIA POR LA LIBERTAD

Tras contemplar la moneda durante un largo rato, la dejó cuidadosamente sobre la


mesa, como si fuera un objeto frágil que pudiera romperse, y cogió el estuche entre
sus manos con igual delicadeza. Lo colocó sobre su regazo y lo abrió. Antes de
extraer el contenido, se quedó mirándolo con la nostalgia reflejada en el rostro.
Se trataba de un volumen de hojas encuadernadas y de tapas de cuero encarnado,
artísticamente repujado y con estampaciones en oro, una forma de libro que se estaba
poniendo de moda y que, en su parecer, acabaría desplazando al engorroso rollo de
papiro de veintiséis pies de largo.
Lo extrajo del estuche como una joya y releyó por milésima vez su portada:
LUCIO ANNEO SÉNECA
Mi testamento
El tomo se lo habían confeccionado en una de las librerías cercanas al Foro a
partir de una edición clandestina que había traído de Roma. Jamás logró ver ninguno
de los originales. A los amanuenses pareció habérselos tragado la tierra. Amigos
misteriosos les darían oculto cobijo. Pero la obrita pronto se convirtió en uno de los
libros de mayor difusión en todo el Imperio.
Cuantos más ejemplares decomisaba la policía de Tigelino, tanto mayor era el
número de copias que circulaba. De cada casa en la que entraba un ejemplar, salían al
menos dos destinados a amigos de confianza. El Testamento de Séneca se había
convertido en el libro más leído del Imperio.
Paulina lo abrió por la primera página y se puso a leer:
Se me impide testar sobre mis bienes materiales, pero no pueden prohibirme
legar mis palabras.
El camino de mi vida ha estado plagado de errores, como el de todos los
humanos, pero en mi vejez aprendí de ellos y emprendí una senda nueva, la que
ahora quiero transmitir a mis semejantes.
Cuando comencé a recorrer, hace ya más de tres años, este camino de renuncia
de lo superfluo, intuí que podría conducirme a la muerte, pero esta se me antojó un
precio muy bajo por la libertad, quizá sea también, en determinados momentos, la
única manera de alcanzarla.
Siempre he considerado que lo importante en la vida no es vivir muchos años,
sino vivirlos dignamente. No me desgarran la vida porque me obliguen a quitármela,
ya que la existencia humana es siempre un todo armónico y completo si se sabe
colocar adecuadamente el punto final, si se es hasta el último instante el dramaturgo
consciente de la propia vida. Y en esta, al igual que en una comedia, lo importante
no es lo que dura, sino cómo se interpreta. Tampoco viene al caso en qué momento
termina: acabadla cuando gustéis, siempre que le pongáis un buen final.
Paulina siguió leyendo, y cuando llegó al párrafo final, no pudo menos de echarse
a reír. De vez en cuando, durante su muerte, dejaba de dictar sus pensamientos y se

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dirigía a cuantos le rodeaban para consolarlos e infundirles ánimos. Los amanuenses
recogían también esas palabras, que las señalizaban como se suele hacer en los
libretos de las obras de teatro para indicar que un actor se dirige directamente al
público. Sus últimas palabras, antes de enmudecer, fueron:
En cuanto a mis sufrimientos, no os preocupéis por mí, pues bien puede soportar
el buey quien levantar pudo el ternero.
Paulina cerró el libro con una sonrisa en los labios. En esos momentos creyó estar
viendo de nuevo a su esposo; aquel loco divino, incapaz de reírse de nadie y siempre
dispuesto a reírse de sí mismo, no pudo acabar sus días sin burlarse de su propia
sombra.
Se comparaba con el atleta Milón de Crotona, del que se contaba que un día se
echó a cuestas un ternero, al que siempre llevó sobre sus espaldas, de tal modo que,
cuando creció, se había ido acostumbrando poco a poco a soportar su peso. Séneca
solía decir, evocando sus ataques de asma:
—Desde muy niño me eché la muerte a cuestas.
Paulina guardó el libro en el cofre, que colocó de nuevo sobre la mesa, se puso de
pie y alzó la cabeza para contemplar el cielo. Una sonrisa, esta vez de esperanza, le
iluminó el rostro. No podía considerarse ya una mujer acaudalada, pero sus ahorros le
habían permitido equipar completamente a cincuenta legionarios y veinte arqueros de
a caballo.

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Agradecimientos
En una época en que se suele dar las gracias hasta al gato que se tumba a tu lado
cuando escribes, no quisiera terminar esta obra sin expresar mi más hondo
reconocimiento a Tácito y Suetonio. Generaciones de historiadores y novelistas han
logrado alimentar a sus familias plagiando a esos dos hombres. Que yo sepa, hasta
ahora nadie les ha dado las gracias.

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PEDRO GÁLVEZ (Málaga, 1940). Nació en Málaga y se crió en la Cárcel de
Mujeres de Madrid y en una aldea de Castilla la Vieja. Es nieto del escritor Pedro
Luis de Gálvez, un habitual de la bohemia madrileña de principios del siglo XX que
fue fusilado tras la Guerra Civil.
Emigra la familia a América por lo que realiza sus estudios fuera de España. Estudia
Antropología en la Universidad de Caracas, Economía en la Escuela Superior de
Berlín, Politología, Periodismo y Sociología en la Universidad de Munich.
El Caracas se afilia al Partido Comunista. Vinculado a la guerrilla, Gálvez tuvo que
abandonar Venezuela y en 1962 se instaló en la entonces República Democrática
Alemana (RDA), donde ingresó en el Partido Comunista de España (PCE) y llegó a
ser traductor del entonces jefe del Estado germano-oriental, Walter Ulbricht. En 1971,
Gálvez huyó a la Alemania occidental y en 1975 se trasladó a España para regresar a
Alemania en 2005.
Especializado en novela histórica, Pedro Gálvez ha escrito: El maestro del emperador
(2000); Hypatia, una mujer que amaba la Ciencia (2004) y La emperatriz de Roma
(2009). En Desarraigo (2001) nos cuenta sus memorias.

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Notas

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[1] Las tres de la tarde aproximadamente. <<

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