Memento Mori - Muriel Spark
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Muriel Spark
Memento mori
ePUB v2.1
Polifemo7 05.11.11
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Titulo original: MEMENTO MORI
Traducción del inglés: J. B. Cuyás Boira
Sobrecubierta: C. Torres
© Muriel Spark, 1958
© Editorial Andorra, S. L., 1968, por lo que se refiere a la presente edición.
Impresión de la sobrecubierta: Filograf - Barcelona.
Impresión del texto: Imprenta Socltra - Barcelona
Depósito legal: B. 5624 - 1969
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A
TERESA WALSHE,
con amor
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¿Qué haré yo de ese absurdo,
¡oh corazón, oh turbado corazón!, de esta caricatura,
la decrepitud, que me han atado
como a un perro la cola?
W. B. YEATS: La Torre.
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I
Doña Lettie Colston cargó la pluma estilográfica y continuó la carta.
«Confío que cualquier día escribirás con la misma brillantez sobre un tema más
alegre. En estos tiempos de guerra fría considero que deberíamos remontarnos por
encima de lo sombrío y de la niebla para sumergirnos en el límpido cristal.»
Sonó el teléfono. Doña Lettie levantó el receptor. Como había temido, el hombre
habló sin darle tiempo de decir una palabra. Apenas hubo pronunciado la frase, ahora
ya familiar, ella preguntó:
—¿Quién es, quién habla?
Pero quien fuese, al igual que las otras ocho veces precedentes, había cortado la
comunicación.
Doña Lettie telefoneó al subinspector, como se le indicó que hiciera.
—El hecho se ha repetido —dijo.
—Comprendo. ¿Tomó nota de la hora?
—Ha ocurrido hace un momento.
—¿Las mismas palabras?
—Sí —contestó—, las mismas. Ciertamente, creo que usted tendrá algún medio
para buscar…
—Sí, doña Lettie, lo atraparemos, no lo dude.
Minutos después doña Lettie telefoneó a su hermano Godfrey.
—Godfrey, ha ocurrido otra vez.
—Ahora voy a buscarte, Lettie —propuso él—. Debes pasar la noche con
nosotros.
—¡Tonterías! No hay peligro. Sólo es una molestia.
—¿Y qué te ha dicho?
—Siempre lo mismo. Usa un tono decidido, no precisamente amenazador. Estoy
segura de que ese hombre debe ser un loco. Ignoro la opinión de la policía. Pero,
evidentemente, tienen que estar dormidos. El asunto dura ya seis semanas.
—¿Sólo dice esas palabras?
—Sí, y siempre las mismas: «Recuerde que ha de morir». Nada más.
—Debe tratarse de un maniático —sentenció Godfrey.
* * *
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el nexológico ni el cronológico. Charmian tenía ochenta y cinco años. Días antes, un
periodista de un semanario le hizo una interviú. Godfrey le leyó después el artículo de
aquel joven.
«Cerca del hogar-chimenea sentábase una frágil y anciana dama. Una dama que
un tiempo iluminó todo el mundo de las letras (incluso también al Támesis)…
A pesar de sus años, esa figura legendaria está llena todavía de vitalidad…»
Charmian diose cuenta de que estaba a punto de adormilarse. Por eso se dirigió a
la sirvienta que ordenaba las revistas colocadas sobre la larga mesa de nogal junto a
la ventana.
—«Taylor», voy a descabezar un sueñecito de cinco minutos. Telefonee al San
Marcos y diga que llegaré de un momento a otro.
Precisamente en este instante, Godfrey entró en la habitación, con el sombrero en
la mano y el abrigo puesto.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó.
—¡Oh, Godfrey, me has sobresaltado!
—«Taylor»… —repitió él—, «San Marcos»… ¿No te das cuenta de que en esta
habitación no hay ninguna sirvienta y que, además, no estás en Venecia?
—Ven a calentarte junto al fuego —dijo ella—, y quítate el abrigo.
Creía que su marido acababa de llegar.
—Pero si voy a salir —replicó él—. Voy a buscar a Lettie. Esta noche dormirá
con nosotros. La han molestado de nuevo con otra de sus anónimas llamadas
telefónicas.
—Era un muchacho simpático el que vino a visitarme el otro día —dijo
Charmian.
—¿Qué muchacho?
—El del periódico, aquel que escribió…
—¡Pero si ya han pasado cinco años desde entonces! —le interrumpió su marido.
«¿Por qué uno no consigue ser amable con ella? —se preguntó Godfrey, mientras
conducía el coche hacia Hampstead, en dirección a la casa de Lettie—. ¿Por qué uno
no consigue ser más amable?»
Tenía ochenta y siete años y estaba en posesión de todas sus facultades. Cuando
reflexionaba sobre su comportamiento, Godfrey no se refería nunca a sí mismo en
primera persona, solía usar el pronombre indefinido.
* * *
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fuera Charmian.
—Lettie, por favor, no tengo necesidad de que me enseñen a conducir. He visto
muy bien el semáforo.
A decir verdad, había frenado bruscamente, y Lettie fue lanzada hacia delante.
Cuando el semáforo dio el verde, ella emitió un suspiro altamente significativo, y
su hermano reanudó la carrera a mayor velocidad.
—¿Sabes, Godfrey —empezó—, que para la edad que tienes eres maravilloso?
—Todos lo dicen.
Moderó la marcha. El suspiro de alivio de Lettie fue imperceptible, como también
el ademán de darse unos afectuosos golpecitos sobre su propio hombro.
—Dada tu posición —prosiguió él—, debes tener enemigos.
—¡Tonterías!
—Yo te digo que sí.
Y aceleró.
—Bueno. Quizá tengas razón.
Godfrey redujo de nuevo la velocidad, pero Lettie pensó:
«¡Ojalá no me fuera!»
Estaban en Knightsbridge. Ahora bastaba mantenerlo tranquilo hasta haber
alcanzado Kensington Church Street y girado hacia Vicarage Gardens, donde vivían
Godfrey y Charmian.
—He escrito a Eric a propósito de su libro —dijo ella—. Naturalmente, él tiene
algo de la viveza de ingenio de su madre cuando escribía; pero creo que la trama
adolece de falta de alegría y optimismo, características de una buena novela de
aquella época.
—No conseguí leer ese libro —dijo Godfrey—. Literalmente no pude seguir
adelante. Un comerciante de automóviles de Leeds y su mujer pasan la noche con un
bibliotecario comunista… ¿Dónde puede ir a parar una situación semejante?
Eric era su hijo. Tenía cincuenta y seis años. Hacía poco se había puesto a la
venta su segunda novela.
—Por más esfuerzos que haga, nunca llegará a la altura de Charmian —prosiguió
Godfrey.
—Bueno, yo no estoy plenamente de acuerdo contigo sobre este punto —replicó
Lettie, admitiendo que ahora se habían detenido ante la casa—. Eric tiene una áspera
vena de realismo que Charmian nunca ha…
Godfrey había bajado del coche y dio un portazo. Lettie suspiró y le siguió a la
casa, doliéndose aún de haber ido.
* * *
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—¿Se ha divertido en el cine, señorita Taylor? —preguntó Charmian.
—No soy Taylor —protestó Lettie—. De todos modos, durante los últimos veinte
años aproximadamente que estuvo a tu servicio, la llamaste siempre Jean y no Taylor.
La señora Anthony, la asistenta, entró con el café con leche que depositó sobre la
mesa del almuerzo.
—¿Se ha divertido en el cine, señorita Taylor? —le preguntó Charmian.
—Sí, gracias, señora Colston —contestó la asistenta.
—La señora Anthony no es la señorita Taylor —insistió Lettie—. Aquí no hay
nadie que se llame Taylor. De todas maneras en los últimos tiempos solías llamar
Jean a la señorita Taylor. Sólo de muchacha la llamabas Taylor. De modo que la
señora Anthony no es la señorita Taylor.
Entró Godfrey y besó a Charmian, que le dijo:
—Buenos días, Eric.
—No es Eric —intervino Lettie.
Godfrey miró a su hermana arrugando la frente. Le irritaba que ella se pareciese a
él. Abrió el «Times».
—¿Hay muchas esquelas hoy? —preguntó Charmian.
—¡Oh, no seas macabra! —exclamó Lettie.
—¿Quieres que te las lea, querida? —preguntó Godfrey, volviendo las páginas del
periódico, en busca de las esquelas, como desafiando a su hermana.
—Prefiero las noticias de la guerra —contestó Charmian.
—La guerra terminó en 1945 —intervino de nuevo Lettie—. Suponiendo que
aludas a la última guerra. ¿O acaso te referías a la primera Guerra Mundial? ¿O a la
de Crimea…?
—Lettie, por favor —la interrumpió Godfrey.
Había notado que la mano de su hermana temblaba al levantar la taza y que en su
mofletuda mejilla izquierda se había acentuado la habitual contracción nerviosa.
Pensó que él estaba mucho más en forma que Lettie, aunque ella fuera más joven:
sólo setenta y nueve años.
La señora Anthony se asomó a la puerta.
—Hay alguien que llama a doña Lettie al teléfono.
—Oh, ¿quién es?
—No ha querido decir su nombre.
—Pregunte quién es, se lo ruego.
—Ya se lo he preguntado. No ha querido…
—Voy yo —la interrumpió Godfrey.
Lettie le siguió al teléfono y oyó como salía del micrófono la conocida voz
masculina.
—Dígale a doña Lettie que recuerde que ha de morir.
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—¿Quién habla? —preguntó Godfrey. Pero ya el hombre había colgado.
—Deben de habernos seguido —dijo Lettie—. Ayer por la tarde no dije a nadie
que vendría aquí.
Telefoneó al subinspector para referirle lo ocurrido.
—¿Está segura de no haber dicho a nadie que pensaba pernoctar en casa de su
hermano? —preguntó el subinspector.
—Estoy segurísima.
—Su hermano, ¿ha oído la voz? ¿La ha oído él, de veras?
—Sí, como acabo de contarle, ha sido él quien se puso al teléfono.
—Me satisface que tú hayas recibido la llamada —dijo Lettie a Godfrey—. Esto
confirma mis afirmaciones. Ahora me he dado cuenta de que la policía siempre lo ha
puesto en duda.
—¿Dudaba de tu palabra?
—Verás, supongo que pensaron que todo era fruto de mi fantasía. Quizás ahora se
muestren más activos.
—La policía… ¿qué estáis diciendo de la policía? ¿Nos han robado? —preguntó
Charmian.
—Me están molestando —contestó doña Lettie.
Anthony entró para levantar la mesa.
—Taylor, ¿cuántos años tiene usted? —preguntó Charmian.
—Sesenta y nueve, señora Colston —contestó la señora Anthony.
—¿Cuándo cumple los setenta?
—El veintiocho de noviembre.
—¡Será magnífico, Taylor! ¡Entonces se convertirá en una de los nuestros! —
añadió Charmian.
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II
Eran doce enfermas en aquella sala del hospital Maud Long (para ancianas). La
enfermera decía que eran «la docena del panadero». Había oído repetir esta frase
muchas veces, pero ignoraba que la «docena del panadero» consta de trece panes y no
de doce{1}. Es así como muchos aforismos viejos pierden, poco a poco, su eficacia.
La primera era una tal señora Emmeline Roberts, de setenta y seis años. Había
sido cajera del Odeón, cuando el Odeón «era» el Odeón. Luego, la señorita o señora
Lydia Reewes-Duncan, de setenta y ocho años. Su pasado era vago, pero cada quince
días recibía la visita de una sobrina de media edad, muy presuntuosa, muy autoritaria
con los médicos y las enfermeras. Después, la señorita Jean Taylor, de ochenta y dos
años, que había sido dama de compañía de la célebre escritora Charmian Piper,
cuando ésta casó con Colston, el de la cerveza Colston. A su lado, estaba la señorita
Jessie Barnacle, que no poseía certificado de nacimiento, pero según los registros
resultaba ser ochentona, y durante cuarenta y ocho años había vendido periódicos en
Holden Circus. Había que contar también a Madame Trotsky, la señora Fanny Green,
la señorita Dorcen Valvona, y otras cinco, cuyas antiguas profesiones eran conocidas
y variadas, y cuyas edades oscilaban de los setenta a los noventa y tres años. Estas
doce ancianas también eran conocidas con los nombres de abuela Roberts, abuela
Duncan, abuela Taylor, abuela Barnacle, Trotsky, Green, Valvona, etc.
Tal vez, en los primeros tiempos, después de haber tomado posesión de su cama,
la paciente se sentía ofendida y un tanto humillada de oír llamarse abuela. La
señorita, o señora Reewes-Duncan estuvo toda una semana entera amenazando con
presentar querella contra cualquiera que la llamase abuela Duncan. Incluso amenazó
con excluir al culpable de su testamento y escribir a su diputado. Apremiadas por sus
insistentes peticiones, las enfermeras le facilitaron papel y lápiz, pero sobre la
oportunidad de informar a su diputado, ella cambió de opinión cuando las enfermeras
le hubieron prometido que nunca más la llamarían abuela.
—Pero —sentenció— no os mencionaré en mi testamento.
—¡En nombre del cielo, de verdad que eso es horrible por parte de usted! —
exclamó la enfermera-jefe mientras vagaba ociosa por la sala—. Yo confiaba en que
nos dejaría un buen paquete.
—Ahora no —dijo la abuela Duncan—. Ahora ya no, no quiero. ¡No me tomaréis
por tonta!
La inflexible abuela Barnacle, que durante cuarenta y ocho años había vendido el
diario de la noche en Holborn Circus y solía decir: «Cuentan más los hechos que las
palabras», por lo menos una vez por semana enviaba a alguien a Woolworth a
comprar un modelo o guión de testamento, y esto la mantenía ocupada durante dos o
tres días. Preguntaba a la enfermera de qué manera se escribían palabras como
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«cien», o bien «armiño».
—¿Me deja cien esterlinas? —preguntaba la enfermera—. ¿Me deja a mí su capa
de armiño?
Durante sus visitas en la sala, el doctor decía:
—Bien, abuela Barnacle, ¿me recordará o se olvidará de mí en su testamento?
—Figura usted con mil esterlinas, doctor.
—Palabra de honor, deberé cuidarme mucho de usted, abuela. Apuesto cualquier
cosa que la media donde guarda sus ahorros debe ser muy grande, querida muchacha.
Jean Taylor meditaba sobre su estado y la vejez en general. ¿Por qué algunos
pierden la memoria y otros el oído? ¿Por qué algunos hablan de su juventud y otros
do sus testamentos? Ella estaba pensando en doña Lettie, Ia cual estaba en posesión
de todas sus facultades, y, sin embargo, se divertía en un verdadero «juego al
testamento», tratando de mantener en la incertidumbre a sus dos sobrinos,
enemistados entre sí… y Charmian… ¡Pobre Charmian, desde que tuvo aquel ataque
de apoplejía! Tenía las ideas confusas sobre casi todo, pero, en cambio, tenía la mente
perfectamente lúcida cuando discutía de los libros que había escrito. Lucidísima sólo
en eso: el tema de sus libros.
Un año antes, cuando la señorita Taylor fue acogida en ese hospital, sufrió mucho
porque la llamaban abuela y llegó a la conclusión de que prefería morir en un foso
antes que ser mantenida de por vida en aquellas condiciones. Pero era una mujer
acostumbrada a dominarse. No exteriorizaba jamás sus resentimientos. La humillante
familiaridad con la cual las enfermeras la trataban, se fundía en ella con los dolores
de la artritis, y soportaba a unas y a otros hasta donde podía, sin lamentarse. Pero
luego, el sufrimiento físico la obligó a llorar durante una larga noche de pesadilla,
cuando la débil luz de la sala transformaba los lechos en otras tantas masas grises,
informes, semejantes a horribles montones de ropa blanca que, de vez en cuando,
refunfuñaban y roncaban.
Una enfermera fue a ponerle una inyección.
—Ahora estará mejor, abuela Taylor.
—Gracias, enfermera.
—Dese vuelta, abuela; vamos, sea buena chica.
Los dolores de la artritis se aplacaban. Quedaba la pena por aquella desoladora
humillación. Casi hubiese preferido seguir soportando el sufrimiento físico. Después
del primer año, Jean decidió convertir sus tormentos en algo voluntario. Si ésta es la
voluntad de Dios, también tendrá que ser la mía. Del nuevo estado de ánimo, sacó
una deliberada y visible dignidad, y al mismo tiempo perdió su estoica resistencia al
dolor. Se quejó más, reclamó más a menudo el orinal, y una vez que la enfermera
tardó en acudir, no dudó en mojar la cama, tal como hacían con tanta frecuencia las
demás abuelas.
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La señorita Taylor pasaba mucho tiempo reflexionando sobre su situación. Las
acostumbradas palabras del doctor: «Bien, bien, ¿cómo se encuentra esta mañana,
abuela Taylor? ¿Ha hecho su testamento…?», acababan en un balbuceo cuando él
miraba los ojos inteligentes de la anciana. Ella no podía por menos de detestar
aquellas visitas y también a las enfermeras que iban a peinarla y le decían que
demostraba tener diez y seis años; pero se resignaba mentalmente, por decirlo así, a
soportar también esto como una parte de la voluntad de Dios. Pensaba que todo
hubiera podido ser peor y sentía piedad por la generación más joven que ahora estaba
entrando en la vida y que, en la vejez —de buena familia o no, instruida o no—,
también por disposición de la ley sería confinada en las salas de los enfermos
crónicos. Se atrevía a decir, que casi cada ciudadano del reino daba ya por descontado
este final. Ciertamente, un día todos se convertirían en un abuelo o una abuela del
Estado, a menos que, misericordiosamente, no alcanzasen el eterno descanso en la
flor de sus años.
Doreen Valvona era una buena lectora. Tenía los mejores ojos de toda la sala.
Cada mañana a las once leía en voz alta, en el periódico, el horóscopo de cada una de
las compañeras, manteniendo la hoja casi pegada a la oscura nariz y a los negros ojos
—ocultos tras las gafas, que había heredado de padre italiano. Sabia de memoria el
signo zodiacal de todas. «Abuela Green. Virgo», decía. «Día propicio para las
iniciativas audaces. Las relaciones de negocios son provechosas. Período excelente
para las diversiones.»
—Léalo de nuevo. Aún no me había puesto el aparato acústico.
—No, espere. Ahora toca a la abuela Duncan. Abuela Duncan. Escorpión. «Hoy
abandónese por completo a lo que desee. Alegría y diversiones os tendrán en
movimiento.»
La abuela Valvona recordaba durante todo el día el horóscopo de cada una y
controlaba los hechos que parecían confirmar la predicción. Así, después de la visita
de doña Lettie Colston a la señorita Taylor, la vieja sirvienta de la familia, la abuela
Valvona dejó escapar una exclamación.
—¿Recuerda lo que he leído de su horóscopo? —dijo—. Escuche, que se lo
vuelvo a leer. Abuela Taylor. Gemminis. «Hoy os sentiréis en espléndida forma.
Están a la vista poderosas personas cuya posición social es extraordinariamente
brillante.»
—«Portentosas» —corrigió la abuela Taylor—. No poderosas».
La abuela Valvona miró otra vez el periódico y leyó silabeando:
—«Po-de-ro-sas» —insistió.
La señorita Taylor no quiso insistir.
—Comprendo —dijo.
—¿Y bien? —exclamó la abuela Valvona—. ¿No ha sido una predicción perfecta?
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«Hoy os sentiréis en espléndida forma. Están a la vista personas
extraordinariamente…» ¿No es verdad que el horóscopo anunciaba a su visitante,
abuela Taylor?
—Sí, es verdad, abuela Valvona.
—En definitiva, una señora —sentenció la más bajita de las enfermeras, la cual
no lograba comprender por qué la abuela Taylor había llamado con tanta seriedad a
su visitante «doña Lettie». Sólo en broma, o bien en el cine, había oído hablar de
«dama».
—Espere, enfermera, a que lea su horóscopo. ¿En qué mes nació?
—He de irme, abuela Valvoni. Está por ahí la encargada.
—No me llame Valvoni. Mi nombre es Valvona. Termina en «a».
—En «a» —repitió la enfermera, mientras desaparecía brincando.
—La abuela Taylor estaba hoy en espléndida forma —dijo doña Lettie a su
hermano.
—¿Has ido a ver a la señorita Taylor? Eres muy buena —comentó Godfrey—.
Pareces cansada. Confío en que no te habrás fatigado.
—Francamente, creo que de buena gana cambiaría mi lugar por el de la señorita
Taylor. Hoy en día son verdaderamente personas muy afortunadas. Disfrutan de
calefacción central, todo cuanto desean, mucha compañía.
—¿Está entre gente de buena posición?
—¿Quién… la Taylor? Verás, todas tienen aspecto floreciente y limpio. La Taylor
siempre dice que está satisfechísima de todo, y precisamente creo que lo está.
—¿Conserva todas sus facultades?
Godfrey tenía la idea fija de los viejos y de sus facultades mentales.
—Ciertamente. Me ha preguntado por ti y por Charmian. Naturalmente, cuando
se menciona a Charmian llora un poco. Es lógico. Estaba muy encariñada con
Charmian.
Godfrey miró a su hermana con atención.
—Tienes el aspecto de no encontrarte bien, Lettie.
—¡Tonterías! Hoy me encuentro muy bien. Jamás me he sentido igual en mi vida.
—Creo que no deberías regresar a Hampstead —dijo él.
—Después del té. He decidido volver a casa después del té, y después del té me
iré.
—Ha habido una llamada telefónica para ti —dijo Godfrey.
—¿Quién era?
—Otra vez ese tipo.
—¿De verdad? ¿Has avisado a la policía?
—Sí. Efectivamente, vendrán aquí esta tarde para tener cuatro palabras con
nosotros. Están más bien perplejos sobre ciertos aspectos del caso.
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—¿Qué ha dicho ese hombre? ¿Qué ha dicho?
—No te excites, Lettie. Sabes demasiado bien lo que ha dicho.
—Después del té, yo regreso a Hampstead —repitió Lettie.
—Pero la policía…
Charmian entró con vacilante paso.
—¡Ah, señorita Taylor!, ¿ha disfrutado con su paseo? Parece que está
perfectamente hoy.
—La señora Anthony se retrasa con el té —dijo doña Lettie, apartando el sillón
de manera que quedara de espaldas a Charmian.
—No deberías pasar la noche sola en Hampstead —machacó Godfrey—.
Telefonea a Lisa Brooke y pídele que se quede contigo durante algunos días. La
policía no tardará en detener a ese hombre.
—¡Al diablo Lisa Brooke! —profirió Lettie.
Una exclamación inquietante, si hubiese sido sincera, porque Lisa Brooke había
muerto pocos minutos antes, como Godfrey leyó a la mañana siguiente en el obituario
del «Times»,
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III
Lisa Brooke murió a los setenta y tres años, después de su segundo ataque de
apoplejía. Necesitó nueve meses para morir, y en realidad sólo un año antes de su
muerte, sintiéndose empeorar, decidió cambiar de vida. Consciente de ser aún muy
agradable, ofreció su decisión —la de permanecer soltera— al Señor, para quien
ningún donativo, de cualquier clase que sea, es inaceptable.
Mientras tomaba asiento en un banco de la capilla del crematorio, Godfrey no
pensó en que todos los presentes, excepto él, habían sido amantes de Lisa. Ni menos
le pasó por la mente haberlo sido incluso él también. Efectivamente, no lo fue en tal o
cual localidad inglesa, sino tan sólo en España y en Bélgica. Además, en este
momento, estaba completamente ensimismado haciendo una estadística. Los
presentes eran diez y seis. De un primer análisis resultaba que cinco eran parientes de
Lisa. Entre los once restantes, Godfrey reconoció al abogado de Lisa, a su institutriz,
al director de su banco. Lettie hacía poco que había llegado. Luego estaba él,
Godfrey. Quedaban seis personas, y de éstas reconoció a una sola. Presumiblemente,
todos habían sido parásitos de la difunta, y él estaba contento de que la fuente de
dinero se hubiese secado. ¡Todos aquellos años de latrocinios a la luz del sol! «Un
niño de seis años lo hubiera hecho mejor que tú», había repetido mil veces a Lisa,
cuando ella desplegaba una de las pinturas, verdaderos ultrajes al arte, debidas a
alguno de sus protegidos.
—Si hasta ahora no ha hallado su camino en la vida —le había dicho y más de
una vez, refiriéndose al viejo Percy Mannering, el poeta—, ya no lo encontrará jamás.
Eres una tonta, Lisa, permitiendo que se te beba la ginebra y te ladre sus versos al
oído.
Percy Mannering, que casi tenía ochenta años, estaba de pie, delgado, encurvado,
mientras el ataúd era transportado a lo largo de la nave de la capilla. Godfrey
contemplaba fijamente los pómulos del poeta, salientes y recorridos por pequeñas y
rojas venas. Miraba su afilada nariz y pensaba: «¡Apostaría algo a que está llorando
por el fin de sus rentas! Todos la estrujaron viva. ¡Pobre Lisa!» En realidad, el poeta
estaba en un estado de gran excitación. La muerte de Lisa le había llenado de un
glacial terror. Aunque conocía perfectamente el axioma común en virtud del cual la
muerte es el destino último de cada uno de nosotros, no conseguía creer en la
posibilidad de tal o cual caso particular de muerte. Por este motivo cada defunción
suscitaba en él una impresión diversa. Al empezar la ceremonia, pensó que dentro de
pocos minutos, el ataúd de Lisa se deslizaría en el horno crematorio y, en una
espantosa visión, vio los cabellos de ella, teñidos de un rojo llameante, resplandecer
como siempre, en competición con las rabiosas lenguas del fuego de abajo. Puso al
descubierto sus dientes en una sonrisa, igual que un lobo excitado, y derramó
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lágrimas de dolor humano, como si fuese mitad hombre y mitad bestia, y no mitad
hombre y mitad poeta.
Godfrey, que no le perdía de vista, pensó: «Debe chochear. Sin duda ya no está en
posesión de sus facultades».
El ataúd empezó a deslizarse despacio a lo largo del declive hacia una abertura en
la pared, en tanto que el órgano tocaba suavemente un motivo religioso. Godfrey, que
no era creyente, quedó muy turbado por aquella escena, y decidió, de una vez para
siempre, hacerse incinerar también, cuando llegara su momento. «Y así es como se va
Lisa Brooke», murmuró para sí, mientras miraba cómo el último ángulo del féretro
bajaba hacia el horno. «La proa», pensaba el poeta, «se levanta y la nave se hunde
con su capitán a bordo…» No. Demasiado trivial. Mejor imaginar que Lisa era la
nave. Godfrey miró a su alrededor, pensando: «Habría podido muy bien tirar adelante
otros diez años, pero ¿qué podía esperar bebiendo tanto y con aquellos estafadores
revoloteando a su alrededor?» Miró en torno suyo con tanto furor en los ojos que
suscitó la alarma en las caras de todos cuantos advirtieron su mirada.
La obesa Lettie alcanzó a su hermano en el ábside, cuando éste se dirigía, junto
con los demás, hacia el pórtico.
—¿Qué te pasa, Godfrey? —le preguntó, jadeando.
En la puerta, el capellán estrechaba la mano a todos los del duelo. Mientras tendía
la suya, Godfrey, hablando por encima de su hombro, dijo a Lettie.
—¿Que qué me pasa «a mí»? ¿Qué quieres decir? Di mejor ¿qué te pasa «a ti»?
Enjugándose los ojos, Lettie murmuró:
—No hables tan alto y no pongas estos ojos. ¡Todos te están mirando!
Sobre el pavimento del amplio porche, estaban expuestas las flores. Algunas,
recogidas, formando ramilletes de buen gusto. Otras, en coronas de forma anticuada.
Los parientes de Lisa las observaban, una tras otra. Los familiares eran el sobrino, de
edad intermedia, y su mujer, la hermana mayor, la apergaminada Janet Sidebottome,
que había sido misionera en la India cuando la India «era» aún la India; el hermano,
Ronald Sidebottome, que, hacía tiempo, se había retirado de la City, y la consorte
australiana de Ronald, que se llamaba Tempest. Godfrey no los identificó en seguida,
porque sólo tenía delante la hilera de sus traseros. Estaban encorvados, en efecto,
examinando las tarjetas de visita de cada ofrecimiento floral.
—Mira, Ronald, ¿verdad que es gracioso? Un ramillete de violetas. ¡Oh!, fíjate lo
que dice: «Gracias, querida Lisa, por todas aquellas horas maravillosas.
Afectuosamente, Tony»…
—Palabras un tanto raras. Estás segura…
—¿Quién será ese Tony?
—Janet, mira esa corona de rosas amarillas de la señora Pettigrew. ¡Debe de
haberle costado una fortuna!
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—¿Qué dices? —preguntó Janet, que era un poco dura de oído.
—Una corona de la señora Pettigrew. Debe de haberle costado una fortuna.
—¡Chist!… —dijo Janet, mirando a su alrededor.
Tenía razón, porque la señora Pettigrew —la vieja gobernanta de Lisa— se estaba
acercando, con sus maneras distinguidas y eficientes. Janet, arrancada de la
inspección de las tarjetas, se incorporó fatigosamente y se volvió para saludar a la
señora Pettigrew. Dejó que le cogiera la mano.
—Gracias por todo lo que ha hecho por mi hermana —dijo Janet, con sequedad.
—Lo hice con mucho gusto —contestó la señora Pettigrew con voz
inesperadamente suave.
Era evidente y claro que Janet estaba pensando en el testamento.
—Yo quería mucho a la señora Brooke, pobrecita.
Janet inclinó graciosamente la cabeza, retiró con brusquedad la mano y con
mucha descortesía le volvió la espalda.
—¿Podemos ver las cenizas? —preguntó en voz alta Percy Mannering, mientras
salía de la capilla—. ¿Hay alguna posibilidad de «verlas»?
Al oír su voz, el sobrino de Elisa y su mujer tuvieron un nervioso sobresalto y
miraron a su alrededor.
—Deseo ver las cenizas, si es posible.
El poeta se había plantado ante Lettie, insistiendo ávidamente con su pregunta.
Lettie advirtió algo morboso en el hombre y se apartó.
—Es uno de los artistas de Lisa —murmuró a John Sidebottome, sin demostrar
ninguna intención de empujarlo hacia la salida con un «¡Oh!» de sorpresa y quitarle
el sombrero en dirección a Percy, como por el contrario hizo.
Godfrey retrocedió un paso y pisó un ramo de claveles rosa.
—¡Oh, disculpen! —dijo a los claveles, apartándose con viveza.
Pronto se molestó por su torpeza, aunque sabía que nadie podía haberle visto.
Lentamente se apartó de las flores pisoteadas.
—¿Qué quiere hacer ese tipo con las cenizas? —preguntó John a Lettie.
—Quiere verlas. Quiere ver si se han vuelto grises. Es francamente desagradable.
—Es natural que sean grises. Ese fulano debe haber perdido sus facultades,
siempre en el supuesto de que las haya poseído alguna vez.
—De sus facultades nada sé —replicó Lettie—. Lo que si sé de cierto es que
carece de sensibilidad.
Tempest Sidebottome —apretadamente encorsetada, cabellera azulada— estaba
diciendo con voz que llegaba por lo menos hasta el Jardín de los Recuerdos:
—Para cierta gente no hay nada sagrado.
—Señora —intervino Percy, mostrando en su sonrisa los dientes escasos y
verdosos—, las cenizas de Lisa Brooke siempre serán sagradas para mí. Deseo verlas
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y besarlas, si ahora ya se han enfriado. ¿Dónde está aquel capellán?… Él debe tener
las cenizas.
—¿Ves allí a la gobernanta de Lisa? —preguntó Lettie a Godfrey.
—Sí, sí, y me pregunto…
—Precisamente aquello que «también yo» me estoy preguntando —continuó
Lettie.
Se estaba preguntando si Pettigrew buscaba una colocación y si aceptaría cuidar
en persona a Charmian.
—Creo que a nosotros nos iría mejor una mujer más joven. Esa debe ser anciana,
si no recuerdo mal —dijo Godfrey.
—Pettigrew es fuerte como un caballo —contestó doña Lettie, dirigiendo una
mirada de tratante de ganado a la arrogante figura de la señora Pettigrew—. Además,
hoy resulta imposible encontrar mujeres más jóvenes.
—Pero, ¿está en posesión de todas sus facultades?
—Naturalmente. A la pobre Lisa le hacía hacer todo lo que quería.
—No creo que eso le guste a Charmian…
—Charmian necesita ser dominada. Precisamente exige un puño de hierro. Es el
único sistema.
—¿Y la señora Anthony? —preguntó Godfrey—. Podría ocurrir que esa mujer no
estuviera de acuerdo con ella, y después sería una tragedia si la perdiéramos.
—Si no encuentras pronto a alguien que cuide a Charmian, seguro que perderás a
la señora Anthony. Charmian es una carga demasiado pesada para ella. La perderás,
sin duda. Charmian continúa llamando a Jean Taylor. La señora Anthony acabará por
molestarse. ¿Qué estás mirando?
Godfrey observaba a un hombrecillo encorvado, el cual, con la ayuda de dos
bastones, daba vuelta a la esquina de la capilla.
—¿Quién es? —preguntó Godfrey—. Me parece que le conozco.
Tempest Sidebottome dirigíase apresuradamente hacia el hombrecillo, que le
estaba sonriendo con su rosada cara bajo un ancho sombrero negro. Hablaba con un
tono de voz aguda, infantil.
—Siento haber llegado con retraso —dijo—. ¿Ha terminado ya la ceremonia?
¿Sois incordios o cargantes de Lisa?
—Ése es Guy Leet —exclamó Godfrey, reconociéndole en el acto, porque Guy
había designado siempre «incordios o cargantes» a hermanas y hermanos{2}—. ¡Qué
bellaco! Una vez puso cerco a Charmian. Hará treinta años que no le ve. No puede
tener más de setenta y cinco años, y fíjate como está, a qué ha quedado reducido.
* * *
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Para la recepción posterior a la cremación de Lisa habían sido reservadas mesas
en una sala de té cercana a Golders Green. Godfrey, en principio, quiso evitar la
refacción, pero la llegada de Guy Leet le hizo cambiar de idea. Había quedado como
magnetizado ante aquel hombrecillo inteligente, encorvado sobre sus bastones, y no
conseguía apartar la mirada del renquear artrítico de Guy, el cual iba abriéndose paso
por entre las flores del funeral.
—Será mejor que nosotros vayamos también a tomar el té con los demás —le dijo
a Lettie—, ¿no te parece?
—¿Por qué? —preguntó su hermana, echando una ojeada a la reunión—.
Podemos tomar el té en casa. Ven conmigo, lo tomaremos en la mía.
—Creo que es mejor que vayamos con los demás —insistió Godfrey—. Quizá
consigamos cambiar unas palabras con la señora Pettigrew para saber si estaría
dispuesta a cuidar a Charmian.
Lettie observó como la mirada de su hermano seguía el giboso perfil de Guy Leet,
quien, apoyándose sobre los bastones, había ya alcanzado la puerta de su taxi.
Algunas personas de la comitiva le ayudaron a subir y después le siguieron dentro del
coche. Mientras se iban, Godfrey dijo:
—¡Qué marrano! Oficialmente hacía crítica literaria, pero intentando siempre
tomarse libertades con todas las escritoras. Luego, se lanzó a hacer crítica teatral y a
probar con las artistas. Ya lo recordarás, supongo.
—Vagamente —contestó Lettie—. En lo que a «mí» se refiere, no logró nunca
muchas satisfacciones.
—Lo dudo, jamás te cortejó —exclamó Godfrey.
* * *
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bien a la vista de Tempest, la organizadora. Ella le vio en seguida y le asignó un
puesto en una mesita.
—Lettie —llamó él entonces—. Ven. Nos sentaremos aquí.
—Doña Lettie —dijo Tempest por encima de la cabeza de Godfrey—. Venga aquí
con nosotros, querida. Aquí, al lado de Ronald.
«Maldita presumida —pensó Godfrey—. Evidentemente está convencida de que
Lettie es un importante personaje.»
Alguien se inclinó para ofrecerle un cigarrillo, de los de filtro. Dijo:
—Gracias. Lo guardo para después del té.
Luego, al levantar los ojos, vio un gesto de lobo en la cara del hombre que le
tendía el paquete con mano temblorosa. Godfrey cogió un cigarrillo y lo colocó junto
al plato. Estaba muy molesto porque le habían colocado al lado de Percy Mannering,
no sólo porque Percy Mannering había sido uno de los parásitos de Lisa, sino porque
el poeta, con toda seguridad, estaba idiotizado, a juzgar por aquel guiño y aquellos
espantosos dientes, además de que, sin duda alguna, no habría sabido hacerse con la
taza del té, de tanto como le temblaban las manos.
Godfrey tenía razón. Percy vertió buena parte de té sobre el mantel. «Deberían
recluirlo en un asilo», pensó Godfrey. De vez en cuando, Tempest echaba una ojeada
a su mesa y solicitaba silencio. Pero lo hacía con todos, como si se tratara de un
banquete para niños. Percy era indiferente a los problemas que creaba, a la
desaprobación de cualquiera. Otras dos personas estallan también sentadas a su mesa:
Janet Sidebottome y la señora Pettigrew. El poeta había dado por descontado que él
era la persona más importante y por eso estaba convencido de que a él le incumbía
dirigir la conversación.
—Una vez me enamoré de Lisa —bramaba—. Fue cuando ella se juntó con
Dylan Thomas.
Pronunciaba «Dailan».
—Dylan Thomas —continuó—. Lisa fue buena con él. Tomen nota de esto: si
supiera que yo tenía que ir al Paraíso y allí encontraría a Dylan Thomas, preferiría ir
al Infierno. Y nada me extrañaría que Lisa haya sido mandada al Infierno por incitarle
a escribir aquellas avillanadas poesías.
Janet Sidebottome acercó su oído a Percy.
—¿Qué decía de la pobre Lisa? No he oído bien.
—Estoy diciendo —repitió Percy—, si Lisa no habrá ido al Infierno por culpa de
su…
—Por respeto a mi querida hermana —empezó Janet con mirada hostil—, no creo
que deberíamos discutir…
—Dylan Thomas murió de delirium tremens —continuó el viejo, alegremente
—. ¿Notan la coincidencia? Sus iniciales eran D.T. y «murió» de «Delirium
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Tremens». ¡Ja, ja!
—Por respeto a mi difunta hermana…
—¡La poesía! —exclamó Percy—. Dylan Thomas no conocía ni siquiera el
significado de esta palabra. Como yo le decía a Lisa: «Estás haciendo un modesto
papel de estúpida», le dije, «dando alas a ese charlatán». La suya no es poesía. Es una
tomadura de pelo. Pero ella no se daba cuenta. Nadie lo notaba. Les aseguro que sus
versos, todos, eran una burla, una befa.
Tempest se volvió en la silla.
—¡Silencio, señor Mannering! —exclamó dándole un golpecito en la espalda.
Percy la miró y rugió:
—¡Ah! ¿Saben lo que podría sugerírsele a Satanás que hiciera con la poesía de
Dylan Thomas?
Apoyóse en el respaldo de la silla para observar, con su mirada maligna, el efecto
de su pregunta, a la cual se apresuró a contestar en términos irreferibles, haciendo
exclamar «Dios mío» a la señora Pettigrew, en tanto que con un pañuelo se enjugaba
las comisuras de la boca. Mientras, varias señales de agitación se elevaron en las
otras mesas, y la camarera más vieja advirtió:
—¡Aquí «no», señores!
El disgusto de Godfrey fue frenado por el temor de que la recepción se
interrumpiera bruscamente. En tanto la atención de todos aún estaba concentrada
sobre Percy, Godfrey, furtivamente, cogió del piso más alto de una bandeja un par de
pastas envueltas en celofán y se las metió en el bolsillo. Miró a su alrededor y quedó
convencido de que nadie había sorprendido su gesto.
Janet Sidebottome se inclinó hacia la señora Petigrew.
—¿Qué ha dicho? —preguntó.
—Verá, señora Sidebottome —contestó Pettigrew, en tanto que de soslayo se
miraba en un espejo colgado de la pared—, por lo que he podido comprobar, a mi
entender hablaba mal de cierto señor.
—¡Pobre Lisa! —exclamó Janet.
Asomaron lágrimas a sus ojos. Besó a los parientes y se fue. El sobrino de Lisa y
su mujer se escabulleron, pero antes de haber alcanzado la puerta, fueron reclamados
por Tempest, porque el sobrino había olvidado su bufanda. Por último se permitió a la
pareja que se fuera. Percy Mannering quedó riendo burlonamente en su silla.
Con gran alivio de Godfrey, la señora Pettigrew le llenó la taza, luego se sirvió
otra para sí, pero cuando Percy le tendió la suya, vacilante, ella fingió que no le veía.
Percy dijo:
—¡Ja, ja! Ha sido un tanto fuerte para ustedes, señoras, ¿no es verdad?
Alargó el brazo hacia la tetera.
—Confío que no habré sido yo la causa del llanto de la hermana de Lisa —dijo
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solamente—; sentiría haberla hecho llorar.
La tetera, que pesaba demasiado para sus trémulos dedos, se inclinó, y un mar
amarillento, salpicado de hojitas, se deslizó de la levantada tapadera sobre el mantel y
sobre los pantalones de Godfrey.
Tempest se levantó, empujando la silla hacia atrás con el aire de quien va a
resolver el asunto en serio, y fue, hasta la mesa de la desgracia, seguida por Lettie y
por una camarera. Mientras secaban a Godfrey, Lettie cogió al poeta por un brazo y le
dijo:
—Le ruego que se vaya.
Tempest ocupada con los pantalones de Godfrey, llamó al marido, que estaba a
sus espaldas.
—Ronald, tú que eres un hombre, da una mano a doña Lettie.
—¿Qué dices? ¿Quién? —preguntó Ronald.
—Despabílate, Ronald. ¿Es posible que no veas de qué se trata? Ayuda a doña
Lettie a poner al señor Mannering a la puerta.
—¡Oh, mira! —exclamó Ronald—. Alguien ha derramado el té.
Y contempló el empapado mantel.
Percy apartó de su brazo la mano de Lettie y, sonriendo a derecha y a izquierda,
se fue, abotonándose el ajado abrigo.
Hicieron sitio a Godfrey y a la señora Pettigrew en la mesa de los Sidebottome.
—Pediremos que traigan otra tetera —dijo Tempest.
Todos emitieron un profundo suspiro. Las camareras remediaron el desastre. En la
sala reinaba un tal silencio que todos lo notaron.
Doña Lettie empezó por preguntar a la señora Pettigrew cuáles eran sus proyectos
para el futuro. Godfrey deseaba atender a su conversación. No estaba muy seguro de
desear tener en casa al ama de llaves de Lisa Brooke, para que cuidase de Charmian.
Quizás era demasiado vieja, o acaso exigiría un estipendio demasiado elevado. Tenía
el aire de ser una mujer elegante y probablemente de dispendiosas costumbres. Y él
no estaba aún muy convencido de que Charmian no tardara en ser internada en una
clínica.
—Naturalmente, no se trata de una oferta definitiva —intervino Godfrey.
—Bien, señor Colston, como estaba diciendo, no puedo hacer proyectos hasta que
las cosas no estén arregladas —dijo Pettigrew.
—¿Qué cosas?
—Godfrey, por favor —le interrumpió Lettie—. La señora Pettigrew y yo
estamos hablando.
Y apoyó con fuerza un codo en la mesa y se volvió hacia la señora Pettigrew
impidiendo a su hermano que viese y escuchara.
—¿Cuál es su opinión sobre el servicio? —preguntó Tempest.
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Godfrey miró, en torno suyo, a las camareras.
—Muy satisfactoria —contestó—. Esa vieja camarera ha sabido manejar muy
bien a Mannering, creo yo.
Tempest cerró los ojos como quien está invocando la bendición celestial.
—Me refiero al rito fúnebre para Lisa, al crematorio.
—¡Ah! —exclamó Godfrey—. Usted tenía que haber indicado el servicio
fúnebre. Cuando dijo servicio, yo, naturalmente, pensé…
—¿Qué le ha parecido el servicio de incineración?
—De primera calidad —contestó Godfrey—. He decidido, para cuando llegue mi
momento, recurrir también a la cremación. Es el sistema más higiénico. Bajo tierra,
los cadáveres contaminan nuestras reservas hidráulicas. Pero usted había debido
precisar en el acto que estaba refiriéndose al servicio de cremación.
—A mí me ha parecido algo frío —insistió Tempest—. Me hubiera gustado que el
capellán hubiese leído el elogio fúnebre de la pobre Lisa. En la última cremación a la
que yo asistí (la de Henry, el pobre hermano de Ronald), leyeron el elogio fúnebre
publicado en el «Nottingham Guardian», dedicado por entero a su servicio militar y a
su trabajo para la S.S.A.F.A. y la «Road Safety». ¡Fue tan conmovedor! ¿Por qué no
lo han hecho también por Lisa? Deberían habernos leído todo lo que han dicho los
periódicos a propósito de lo que ella hizo por las artes. Deberían habérnoslo leído.
—Perfectamente de acuerdo —dijo Godfrey—. Era lo menos que el capellán
podía hacer. Pero ¿no hizo usted la solicitud formal?
—No. Dejé el encargo a Ronald para que lo organizara todo. Pero si las cosas no
las hace uno por sí mismo…
—Se encolerizan siempre cuando entran en juego otros poetas —intervino
Ronald.
—Mire, apenas la poesía se pone en marcha, se sienten atacados en lo vivo.
—¿De qué están hablando? —exclamó Tempest—. Todavía hablan de
Mannering. De eso están hablando. Pero nosotros no hablábamos de Mannering,
Ronald. Mannering ya se ha ido. Ya es harina molida. Habíamos pasado a otro tema.
Mientras se ponían de pie para irse, Godfrey sintió que le tocaban un brazo. Se
volvió y vio, detrás de él, a Guy Leet, el busto inclinado sobre bastones y la cara
infantil levantada oblicuamente hacia él.
—¿Has tenido ya tu parte en el banquete fúnebre? —preguntó Guy.
—¿Qué? —inquirió Godfrey.
Guy hizo con la cabeza un ademán señalando el bolsillo de Godfrey, hinchados
los dos a uno y otro lados—. ¿Te las llevas a casa para Charmian?
—Sí —contestó Godfrey.
—¿Cómo está Charmian?
En parte, Godfrey había recobrado su compostura.
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—Está en espléndida forma —contestó—. Siento —añadió— verte tan
malparado. Debe ser terrible no poder sostenerse sobre las propias piernas.
Guy lanzó una risita. Se acercó a Godfrey y le susurró dentro del chaleco.
—Pero en el pasado «yo» la he corrido, amigo mío. Por lo menos, «yo» la he
corrido.
Cuando regresaban a casa, Godfrey tiró las pastas por la ventanilla del coche.
¿Por qué, pues, «uno» se mete en el bolsillo estas malditas cosas? «Uno» no tiene
necesidad de hacerlo. Puede comprarlas en todas las pastelerías de Londres, y no por
eso quedarse sin dinero, pensó. «¿Por qué lo hace "uno"? No tiene sentido.»
—He ido a los funerales de Lisa Brooke —dijo a Charmian cuando entró en casa
—. Mejor dicho, he asistido a su cremación.
Charmian recordaba a Lisa Brooke. Tenía motivos para recordarla.
—Personalmente —dijo—, tengo mis razones para creer que alguna vez Lisa fue
un tanto malévola con respecto a mí, pero también tenía su lado bueno. Era generosa,
cuando establecía relación con la persona adecuada, pero…
—Fue Guy Leet —la interrumpió Godfrey—. Está casi acabado. Va doblado en
dos, apoyado en sus bastones.
—¡Pensar que era un hombre tan linteligente! —comentó Charmian.
—¿Inteligente? —preguntó Godfrey.
Al ver la cara de su marido, Charmian se echó a reír con una carcajada estridente
y nasal.
—He decidido hacerme incinerar cuando llegue mi día —continuó Godfrey—. Es
el sistema más higiénico. Los cementerios sólo sirven para contaminar nuestras
reservas hidráulicas. Es mejor la cremación.
—Estoy de acuerdo —contestó Charmian, adormilada.
—No, tú «no» estás de acuerdo conmigo —dijo el marido—. A los católicos no se
les permite hacerse incinerar.
—Sí, claro. Creo que tienes razón, Eric.
—Yo no soy Eric —replicó Godfrey—. Pero tú no estás convencida de que yo
tenga razón. Pregunta a la señora Anthony. También ella te dirá que los católicos son
contrarios a la cremación.
Abrió la puerta y, a grandes voces, llamó a la señora Anthony. Ésta entró
lanzando un gran suspiro.
—Señora Anthony, usted es católica, ¿verdad?
—Sí, naturalmente, pero ahora tengo algo en el hornillo.
—¿Usted cree en la incineración?
—Verá usted, no me seduce mucho la idea de que me despachen con tanta prisa y
con tanta furia. Parece que sea como si…
—No importa ahora lo que le seduzca a usted. Ahora se trata de lo que su Iglesia
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le prohibe que haga. Su Iglesia dice que no debe hacerse quemar, ése es el caso.
—Verá usted, señor Colston, tal como le decía, no me seduce la idea de…
—No le seduce la idea… No se trata de si le gusta o no. No tiene elección en eso,
¿comprende?
—Bueno…, a mí me gusta siempre asistir a unos buenos funerales, me ayuda
siempre…
—Para su Iglesia, el hecho de que usted no se haga quemar es una cuestión de
disciplina —insistió él—. Ustedes, las mujeres, no conocen siquiera la parte
normativa de su propia religión.
—Lo comprendo, señor Colston. Tengo algunas cosas en el hornillo…
—«Yo» creo en la cremación, pero tú no… Charmian, tú «desapruebas» la
cremación, ¿comprendes?
—Está bien, Godfrey.
—Y usted también, señora Anthony.
—De acuerdo, señor Colston.
—Es cosa de principios —insistió Godfrey.
—Eso es —sentenció Anthony, y desapareció.
Godfrey se escanció un abundante whisky con soda. De un cajón cogió una caja
de cerillas y una hoja de afeitar y con mucho cuidado se puso a cortar a lo largo cada
cerilla a fin de lograr dos cajitas de una. Y mientras trabajaba, sorbía su whisky con
satisfacción.
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IV
La razón por la cual la familia de Lisa Brooke había organizado aquella recepción
fúnebre en un salón de té y no en el estudio de la difunta —un pequeño edificio de
ladrillos en Hampstead— era ésta: el ama de llaves, Pettigrew, residía aún en él.
Mientras, la familia se había enterado de que Lisa había dejado la mayor parte de su
fortuna a la señora Pettigrew, a quien hacía mucho tiempo, ellos consideraban un
elemento nefasto en la vida de su allegada. Se habían afeccionado a esta intuición
como a menudo acontece a la gente que, oscuramente, acaba por tener razón, aunque
las sospechas que la condenen a sus conclusiones sean erróneas. Cualquiera que fuese
la influencia ejercida por el ama de llaves, a la cual sospechaban que Lisa había
estado sometida, los parientes confiaban que podrían impugnar el testamento, bajo
pretexto de que, cuando Lisa lo redactó, no estaba en plena posesión de sus facultades
mentales y probablemente había obrado bajo la ilegal influencia de la señora
Pettigrew.
La propia forma del testamento —argumentaban—. probaba que cuando Lisa lo
había redactado, no disfrutaba de un equilibrio mental perfecto. El testamento no
había sido extendido en primera copia por un notario.
Era una simple hoja de papel convalidada con el testimonio de la sirvienta a horas
y por su hija. Y todo eso se remontaba a un año antes de la muerte de Lisa. La fortuna
en su totalidad había sido dejada «a mi marido, caso de que me sobreviviere, y
después de él, a mi ama de llaves, Mabel Pettigrew». Pero —así lo creían por lo
menos los parientes— Lisa no tenía ningún marido viviente. El viejo Brooke había
muerto hacía ya tiempo y, por añadidura, Lisa se había divorciado de él durante la
primera Guerra Mundial. Que la difunta fuese un tanto disipada, concluían, lo
demostraba el simple hecho de la mención del marido. E insistían en que aquel
pedazo de papel no podía ser considerado válido. Pero cuando los abogados no
encontraron nada que pudiera invalidarlo, se alarmaron: Mabel Pettigrew, sin duda
alguna, era la única beneficiaría.
Tempest Sidebottome estaba furiosa.
—Ronald y Janet —decía— deberían ser los herederos por derecho. Nos
opondremos. Lisa jamás habría mencionado a su marido, de haber tenido el cerebro
en su sitio. Está bien claro que la señora Pettigrew influyó a Lisa.
—Lisa soltaba con mucha facilidad algunas tonterías —hizo notar Ronald
Sidebottome.
—Tú has nacido con el sentido de la obstrucción —contestó Tempest.
Así, por el momento, consideraron medida de prudencia evitar el umbral del
Harmony Studio, y también prudente invitar al té a la señora Pettigrew.
Doña Lettie estaba contándoselo todo a la señorita Taylor, la cual había visto
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muchas cosas durante su dilatado servicio en casa de Charmian. Sin darse cuenta,
doña Lettie en los últimos meses, se había habituado a hacer confidencias a la
señorita Taylor. Muchas amigas de Lettie, que conocían su mundo y el pasado que
encerraba, habían perdido la memoria o la vida, o sido internadas en clínicas
particulares, en el campo. Era cómodo contar en Londres con la señorita Taylor y
poder discutir con ella de los asuntos.
—¿Lo ve, señorita Taylor? —decía doña Lettie—. Nunca pudieron sufrir a la
señora Pettigrew. Por otra parte, Pettigrew es una mujer extraordinaria. Yo confiaba
que la persuadiría para que cuidara de Charmian; pero, naturalmente, con la
perspectiva del dinero de Lisa, no desea continuar trabajando. Lógicamente, debe de
haber pasado los setenta años, aunque ella dice… Bien, ya lo comprende usted, con el
dinero de Lisa…
—Mabel Pettigrew no es la persona adecuada para Charmian —interrumpió la
señorita Taylor.
—Bien, con franqueza, yo creo que Charmian tiene necesidad de una mano un
poco dura, caso de que decidamos continuar teniéndola en casa. De lo contrario,
debería ir a una clínica. Ella no puede imaginar siquiera cómo irrita al pobre Godfrey.
Con todo, trata de hacerlo lo mejor que puede. —Lettie bajó la voz—. Y luego,
señorita Taylor, está la cuestión del excusado. No podemos pretender que la señora
Anthony la acompañe siempre. Por eso cada mañana le toca a Godfrey ocuparse de
los orinales. No está acostumbrado a esta clase de cosas, Taylor.
En previsión del calor de la tarde septembrina, habían acomodado a la señorita
Taylor en un sillón en la tribuna de la sala Maud Long, con las piernas envueltas en
una manta.
—Pobre Charmian —dijo—. Querida Charmian. ¡A medida que se envejece, los
problemas de la vejiga y de los riñones se vuelven tan importantes para nosotros!
Confío en que tendrá una bacina junto a la cama. Ya sabe usted lo difícil que es para
los viejos montones de huesos manejar un vaso de noche.
—El orinal ya lo tiene —dijo Lettie—. Pero no resuelve el problema durante el
día. En ese aspecto la señora Pettigrew habría ido magníficamente bien. Recuerde lo
que hizo por la pobre Lisa después de su primer ataque apoplético. De cualquier
modo, con esa herencia en perspectiva, no podemos contar con la señora Pettigrew.
Por parte de Lisa ha sido algo ridículo nombrarla su heredero.
La cara de la señorita Taylor asumió una expresión desolada.
—Sería desastroso —comentó— que la señora Pettigrew fuese con los Colston.
Charmian sería muy desgraciada con esa mujer. No debe ni pensar en esa solución,
doña Lettie. Usted no conoce a la señora Pettigrew como yo.
Cuando ella se inclinó acercándose un poco más a la señorita Taylor, los ojos
castaños de Lettie parecieron posarse sobre una escena excitante.
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—¿Supone —preguntó— que entre la señora Pettigrew y Lisa existían
particulares relaciones? ¿Quiero decir, anormales?
La señorita Taylor no fingió que no había comprendido lo que su interlocutora
quería insinuar.
—No podría pronunciarme —contestó— respecto de la naturaleza de sus
relaciones en los primeros años. Sólo sé esto, y también lo sabe usted, doña Lettie,
que la señora Pettigrew fue muy despótica con la señora Brooke durante los ocho o
nueve años últimos. Esa mujer no interesa para Charmian.
—Precisamente por su aspecto despótico la hubiera deseado para Charmian —
insistió Lettie—. Charmian «tiene necesidad» de una persona que la domine, para su
bien. Pero ya que no es éste el caso, no hablaremos más de ello. La señora Pettigrew
no desea ese puesto en el hogar de mi hermano. He oído decir que Lisa se lo ha
dejado prácticamente todo. Como ya sabe, Lisa era muy rica, y…
—Yo no estoy tan segura de que la señora Pettigrew acabe por heredar —insistió
la señorita Taylor.
—Se equivoca, Taylor. Temo que la familia de Lisa tiene bien pocas
probabilidades de conseguir la herencia. Es más, no creo que los abogados les
aconsejen que lleven el caso ante los tribunales. No hay elementos para un pleito.
Lisa tuvo perfectamente sana la cabeza hasta el día de su muerte. Es verdad que la
señora Pettigrew ejercía sobre ella una influencia desagradable, pero Lisa estuvo muy
lúcida hasta su fin.
—Sí, la señora Pettigrew tenía ascendente sobre ella, es verdad.
—Yo no hablaría de ascendente, sino de verdadera influencia. Si Lisa fue tan
tonta de…
—Ciertamente, doña Lettie. ¿Por casualidad estaba el señor Leet en los funerales?
—¡Ah, sí!, Guy Leet también estaba. No creo que tire adelante por mucho tiempo.
Artritis reumática con complicaciones.
Mientras hablaba, Lettie recordó que la artritis reumática era una de las
aflicciones de la señorita Taylor, pero, después de todo, pensó, hay que afrontar la
realidad.
—Va aguantando, con mucha dificultad, usando dos bastones.
—Es como hacer la guerra —observó la señorita Taylor.
—¿Cómo dice?
—Superar los setenta es como estar en guerra. Todos nuestros amigos están para
ir a ella o bien ya han ido, y nosotros sobrevivimos rodeados de muertos y de
moribundos, lo mismo que en un campo de batalla.
«Su mente delira. Hay algo patológico en ella», pensó doña Lettie.
—O bien sufrimos psicosis de guerra —prosiguió la señorita Taylor.
Lettie estaba despechada porque había confiado en que la señorita Taylor le
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hubiese dado algún buen consejo.
—Vamos, señorita Taylor —dijo—. Usted habla ahora como Charmian.
—Debe habérseme pegado mucho su modo de pensar y de hablar…
—Señorita Taylor, me gustaría oír su opinión. —Lettie miró a su interlocutora
para cerciorarse de que le prestaba atención—. Hace cuatro meses —continuó— he
empezado a recibir llamadas telefónicas anónimas de un hombre, y desde entonces
sigo recibiéndolas. Una vez, estando en casa de Godfrey, aquel hombre, que debió
seguirme hasta allí, dijo algo para mí y para mi hermano.
—¿Qué dice este hombre?
Doña Lettie se inclinó al oído de la señorita Taylor y se lo refirió en voz baja.
—¿Han informado a la policía?
—Claro que lo hemos hecho, pero los policías son unos inútiles. Incluso Godfrey
ha tenido una conversación con ellos. Diríase que están convencidos de que se trata
de una historia inventada por nosotros.
—Supongo que habrán pensado a consultarlo con Mortimer, el inspector jefe. Era
un ferviente admirador de Charmian.
—Mortimer no tiene nada que ver con eso. Está retirado, jubilado, y casi tiene
setenta años. El tiempo pasa. Usted vive en el pasado, señorita Taylor.
—Yo sólo pensaba en que el inspector Mortimer podría actuar privadamente, o
cuando menos hacerse útil en alguna manera. Le he considerado siempre un hombre
excepcional.
—Mortimer está fuera del asunto. Para esta labor queremos un investigador joven
y activo. Un loco peligroso está en libertad. Quién sabe cuántas personas, además de
mí, se encuentran en peligro.
—Si yo fuera usted, doña Lettie, no contestaría al teléfono.
—Querida señorita Taylor, no podemos quedar al margen por una eternidad. He
de seguir ocupándome de mis instituciones de beneficencia. No estoy completamente
fosilizada, querida. Es forzoso contestar al teléfono. Pero, se lo confieso, me siento
muy nerviosa. Puede imaginárselo: cada vez que se contesta… se teme siempre oír
aquella penosa frase. Sí, penosa.
—«Recuerde que ha de morir» —repitió la señorita Taylor.
—¡Chist!… —dijo Lettie, mirando, preocupada, por encima de su hombro.
—¿No consigue despreocuparse de esas llamadas telefónicas, doña Lettie?
—No, no lo logro. Lo he intentado, pero ese asunto me turba profundamente. Es
una cosa que me ataca los nervios.
—Quizás, a lo mejor, debería hacer caso de la recomendación —sugirió Taylor.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a que quizá debería intentar recordar que ha de morir.
«Delira otra vez», pensó Lettie. A continuación, dijo:
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—Señorita Taylor, yo no deseo que me aconseje respecto a lo que he de hacer. Yo
sólo esperaba que pudiera sugerirme una manera de arrestar al criminal, pero observo
que he de ocuparme personalmente del asunto. ¿Entiende usted sobre hilos de
teléfono? ¿Pueden ponerse bajo control las llamadas que parten de aparatos
particulares?
—Para las personas ancianas es difícil empezar a recordar que han de morir —
continuó la señorita Taylor—. Es mejor acostumbrarse a la idea desde que somos
jóvenes. Veré si concreto algún plan para descubrir a ese hombre, doña Lettie. Hubo
un tiempo que yo entendía algo de instalaciones telefónicas. Intentaré volver a pensar
en ello.
—Ya es hora de irme. —Lettie se levantó y añadió—: Deseo que aquí la traten
bien, señorita Taylor.
—Ahora tenemos una nueva encargada de la sala. No es tan simpática como la
anterior. Yo, personalmente, no puedo quejarme, si bien algunas de mis compañeras
son algo quisquillosas. Tienen ideas fijas, manías.
Lettie miró a lo largo de la baranda soleada de la sala Maud Long, en la cual una
hilera de ancianas estaban sentadas en sus sillones.
—¡Son afortunadas! —exclamó Lettie, reteniendo apenas un suspiro.
—Lo sé —dijo la señorita Taylor—. Con todo, no están contentas y tienen miedo.
—¿Miedo de quién?
—De la encargada de la sala.
—¿Qué tiene de especial esa encargada?
—Nada, excepto que le asustan esas viejas.
—¿«Ella» tiene miedo? Me pareció que usted dijo que son las pacientes las que
tienen miedo de «ella».
—El resultado es el mismo —contestó la señorita Taylor.
«Disparata», pensó Lettie. Luego añadió:
—En los países balcánicos, al llegar el verano, los campesinos echan fuera de
casa a sus viejos padres y los mandan a mendigar su comida para el invierno.
—¿De veras? Es un sistema muy interesante —exclamó la señorita Taylor.
Al despedirse de ella, Lettie estrechó su mano, de tal modo que le dolieron las
deformes articulaciones.
—Espero —añadió aún Taylor— que no pensará emplear a la señora Pettigrew.
«Tiene celos de cualquiera que deba relacionarse con Charmian», pensó doña
Lettie.
«Quizá los tengo», pensó la señorita Taylor, que había leído en la mente de su
interlocutora.
Como de costumbre, luego que doña Lettie hubo salido, la señorita Taylor meditó
largo rato y comprendió siempre con mayor claridad por qué Lettie iba a visitarla tan
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a menudo; porque parecía gustarle y, al propio tiempo, raras veces le demostraba
simpatía, fuese con palabras o con su conducta. Todo era culpa de aquella vieja
herrumbre por el asunto amoroso de Taylor en 1907. En realidad, doña Lettie ya lo
había olvidado, peligrosamente olvidado, de modo que había quedado en su corazón
una vaga, tenaz enemistad para Jean Taylor sin que hubiese llegado a una saludable
clasificación. Por el contrario, ella, Taylor, hasta hacía muy poco tiempo recordaba
los detalles de su historia de amor y el subsiguiente noviazgo de doña Lettie con
aquel hombre, noviazgo que, en resumen, no había llegado a buen término.
«Sin embargo, de un tiempo a esta parte —pensaba la señorita Taylor—, empiezo
a sentir lo mismo que siente ella. La enemistad es contagiosa.»
La anciana señorita cerró los ojos y dejó caer sus manos sobre la manta que le
cubría las rodillas. Pronto vendrán las enfermeras para llevar las abuelas a la cama.
Mientras, ella pensaba, con un placer un poco soñoliento:
«Estoy contenta por las visitas de doña Lettie. Las espero con impaciencia,
aunque luego la trato con mi acostumbrada aspereza. Quizá sea debido a que ahora
tengo tan poco que perder, o acaso porque nuestras entrevistas tienen un fondo
divertido. Si no fuese por esa vieja gordinflona de Lettie, me hundiría en una especie
de apatía. Además, podré servirme de ella para el problema de la encargada de la sala,
pese a que es poco probable que obtenga algo efectivo.»
* * *
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—No lo sé con exactitud —repuso la señorita Taylor.
La señora Reeves-Duncan, que se alababa de haber vivido en sus buenos tiempos
en un bungalow, se dirigió a la abuela Valvona.
—¿Se da cuenta de que el horóscopo que nos ha leído hace poco habla de fiestas
nocturnas, en tanto que la amiga de la abuela Taylor ha venido hoy por la tarde a las
tres y cuarto?
Abuela Trotsky levantó de nuevo su cabeza de extraño perfil. Habló subrayando
sus palabras con vivaces ademanes de aquella cabeza cuya conformación era tan
increíble y espantosa.
—¡Ha dicho festejos, un cuerno! —se arriesgó a decir a este punto la abuela
Barnacle—. ¿De qué va a servirnos que las estrellas nos hagan predicciones con esa
carroña de enfermera de allí fuera, la cual únicamente espera el invierno para vaciar
la sala, cuando tengamos que quedarnos en cama con la pulmonía? ¡Podrá leer
magníficamente bien en sus estrellas cuando tengan necesidad de nuestras camas para
la próxima hornada! Eso es lo que ha dicho… ¿No es así, abuela Trotsky?
La interpelada, levantando la cabeza hizo otro y aún más trémulo esfuerzo; luego,
exhausta, dejóse caer sobre la almohada y cerró los ojos.
—Eso es lo que ha dicho —repitió la abuela Barnacle—. Por descontado, le asiste
plena razón. Cuando llega el invierno, las que han dado más molestia no duran
mucho en estas condiciones.
A lo largo de la fila de camas de la sala pasó una ola de murmullos. Cesaron
cuando la enfermera recorrió la sala y se reanudaron apenas se fue.
Los ojos de la señorita Valvona hurgaron, a través de sus gafas, en el pasado,
como hacían a menudo en otoño. Ella volvió a ver la puerta abierta de la tienda en
una tarde dominguera y los exquisitos helados que hacía su padre. Oyó también de
nuevo el armonioso sonido de la armónica que él seguía tocando cuando ya había
llegado la noche, hasta la hora del cierre.
—¡Oh, la salita detrás de la tienda y los helados mixtos, y los white ladies, que
servíamos a nuestros clientes! —exclamó—. Y mi padre con la armónica… Los white
ladies se mantenían firmes y duros sobre el mostrador de cinc, compactos y
fabricados con ingredientes de primera calidad. Y los amigos me decían: «¿Cómo
estás, Doreen?», pese a venir del cine acompañados de otra muchacha. Y mi padre
cogía la armónica y tocaba como un campeón. Le había costado cincuenta esterlinas.
En aquel tiempo, recuerden, era mucho dinero.
—¿Ha rogado a aquella señora que hiciera algo en favor nuestro? —preguntó la
abuela Duncan a la señorita Taylor.
—No de manera directa, pero he logrado que comprendiera que ahora no estamos
tan bien como antes.
—¿«Hará» algo por nosotras? —preguntó la abuela Barnacle.
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—Ella no forma parte del comité directivo —explicó la señorita Taylor—. Una
amiga de ella forma parte de la directiva, y por eso necesitará cierto tiempo. Es una
mujer que fácilmente pierde la paciencia. Entretanto, nosotras debemos esforzarnos
en afrontar la situación como mejor podamos.
La enfermera volvió a atravesar la sala pasando por entre las ancianas, hoscas y
silenciosas, excepto la señora Trotsky que ahora se había dormido ruidosamente con
la boca abierta.
«Es verdad —pensaba la señorita Taylor— que las enfermeras jóvenes son menos
alegres desde que la hermana Burstead ha asumido la dirección de la sala.»
Naturalmente, pocos minutos bastaron para que la hermana Burstead se
convirtiera en «hermana Bastard»{3}, por boca de la abuela Barnacle. Quizá la
asociación de ese apellido con la edad —la hermana Burstead había cumplido hacía
mucho tiempo los cincuenta— suscitó inmediatamente en Barnacle unos sentimientos
hostiles.
«Pasados los cincuenta adquieren una mentalidad de hospicio para pobres. No es
de fiar una encargada de sala que ha pasado de los cincuenta. No se dan cuenta de
que desde el fin de la guerra están vigentes unas leyes sobre nuevos sistemas
directivos.»
Estos sentimientos contagiaron, una tras otra, a las demás huéspedes de la sala.
Pero el terreno había sido preparado la semana anterior, cuando se enteraron de que la
encargada más joven de la sala se iba de allí.
—Un cambio, ¿lo habéis oído? Habrá un cambio. Abuela Valvona, ¿qué dicen las
estrellas?
Y así, la mañana en la que la hermana Burstead comenzó su servicio —delgada,
gruesos lentes, de media edad, con un antipático tic nervioso a un lado de la cara,
entre el labio y la mandíbula—, la abuela Barnacle declaró que ya la había catalogado
a la perfección.
—Mentalidad de hospicio para pobres. Verán lo que va a suceder ahora. Todas las
que no sepan contener sus necesidades, como yo, por ejemplo, que tengo el morbo de
Bright, no durarán mucho tiempo en esta sala. Buscan la pulmonía durante el
invierno. No se puede dejar de atraparla, y ésa no nos asegura nada de bueno.
—Pues, según usted, abuela Barnacle, ¿qué cree que hará?
—¿Que qué hará? Lo que importa es lo que no hará. Esperen el invierno. Se
encontrarán clavadas en la cama y no habrá nadie que haga algo por ustedes, sobre
todo si no tienen parientes o alguien que haga investigaciones.
—Pero las demás son buenas enfermeras.
—Notarán una diferencia incluso en «las demás».
Habían notado ya una diferencia. Las enfermeras le tenían terror a su nueva
encargada. Éste era el hecho. Pero, a medida que se convertían en más activas y
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eficientes, la mayor parte de las viejecitas las espiaban, cargadas de pensamientos
hostiles y atroces sospechas. Cuando el personal iniciaba el turno de noche, la sala se
relajaba. Dicho en otras palabras, las abuelas no cesaban de vocear en toda la noche.
Gritaban en el sueño o en su agitado duermevela. Llenas de miedo, aceptaban las
pildoras sedantes, y, por la mañana, se preguntaban recíprocamente:
—¿Qué hice esta noche? —porque no recordaban si fueron ellas o las otras las
que hicieron ruido.
—Y todo acaba anotado en el registro. Nada de lo que sucede durante la noche
deja de figurar en el registro. Y la Bastard lo lee cuando llega la mañana. ¿Verdad que
ustedes saben lo que quiere decir todo eso cuando llegue el invierno?
Inicialmente, la señorita Taylor no dio importancia a esas habladurías. Sí: la
nueva encargada era nerviosa, severa y estaba asustada; tenía más de cincuenta años.
Pero la señorita Taylor creía que todo terminaría en nada cuando las dos partes se
hubiesen habituado al cambio. Con sus cincuenta años, la hermana Burstead le daba
pena.
«Treinta años atrás —pensaba— también yo tenía más o menos esa edad y
empezaba a envejecer. Envejecer estropea los nervios. ¡Es mucho mejor ser viejo!»
En aquella época de su vida, había tenido muchas dudas por si debía dejar a los
Colsten y trasladarse a Coventry con su hermano, en tanto se presentaba la ocasión.
¡Era una tentación tan fuerte —la de dejarlos— para ella, que se había formado a
través de una convivencia de veinticinco años con Charmian! A los cincuenta años le
pareció absurdo de veras continuar sirviendo a la patrona, puesto que sus costumbres
y sus gustos eran ahora superiores y mucho más refinados que los de las camareras
que encontraba en sus viajes con Charmian. Alcanzada la cincuentena, había pasado
un par de años de intranquilidad, no sabiendo elegir entre ir a Coventry a cuidar el
hermano viudo y disfrutar de cierta consideración social, o bien seguir despertando a
Charmian cada mañana y ser testigo silencioso de las infidelidades de Godfrey.
Durante aquellos dos años, mientras maduraba sus decisiones, había convertido en un
infierno la vida de su patrona, amenazándola, cada vez, con despedirse, colocando de
cualquier manera en el baúl los vestidos de Charmian, de tal modo, que se ajaran, y
yendo a visitar las galerías de arte, mientras la señora zarandeaba inútilmente la
campanilla, llamándola.
—Estás mucho peor ahora que cuando tuviste la menopausia —le decía
Charmian.
Charmian la atiborraba de frascos de reconstituyentes, que ella, con perversa
alegría, acababa vaciando en el retrete. Luego de un mes de vacaciones al lado de su
hermano en Coventry, descubrió que no conseguiría soportar una convivencia con él,
con sus costumbres, expedirlo cada mañana al trabajo, tenerle arregladas las camisas,
y asistir —llegada la noche— a encarnizadas partidas de whist. En casa de los
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Colston siempre había huéspedes de toda clase, y el salón de Charmian había sido
pintado de negro y anaranjado. Durante todo el tiempo en que permaneció en
Coventry, la señorita Taylor sintió la nostalgia de las divertidas conversaciones oídas
durante las tardes de Charmian.
—Querida Charmian, ¿no cree, con toda franqueza, que debería haber matado a
Boris?
—No. A mí Boris me cae simpático.
¡Y aquellas llamadas telefónicas en plena noche!
—¿Es usted, querida Taylor? Llame a Charmian, por favor. ¡Dígale que estoy en
tal estado!… Dígale que quiero leerle mi último poema.
Eran cosas de treinta años antes. Porque cuarenta años atrás las llamadas eran
diferentes.
—Señorita Taylor, diga a la señora Colston que estoy en Londres. Habla Guy
Leet. Ni una palabra al «señor» Colston.
Éstas eran las llamadas telefónicas, de las que la señorita Taylor, alguna vez, no
daba cuenta a su patrona. En aquella época era Charmian quien tenía la menopausia,
y era muy capaz de arrimarse como una gata a cualquier hombre que se atreviera a
acercársele. Aunque hubiese sido Guy Leet, el cual, en otros tiempos, ya había sido
su amante.
A los cincuenta y cuatro años la señorita Taylor se había calmado. Podía ahora
encontrarse con Alec Warner sin experimentar ninguno de los sentimientos que en el
pasado había alimentado por él. Iba con Charmian a todas partes. Durante horas y
horas permanecía sentada escuchando a la escritora que leía sus novelas en voz alta,
aun manuscritas, y le decía su opinión. A medida que los demás componentes de la
servidumbre empezaron a ponerse difíciles y se fueron, Jean Taylor asumió sus
obligaciones. Cuando Charmian se hizo ondular los cabellos, la señorita Taylor hizo
otro tanto. Cuando Charmian se convirtió al catolicismo, también la señorita Taylor
se convirtió, pero, en verdad, para dar una satisfacción a su ama.
Raras veces se encontraba con el hermano de Coventry y cuando esto sucedía se
consideraba afortunada por haber escapado de él. En cierta ocasión, le dijo a Godfrey
Colston que fuera con cuidado con lo que estaba haciendo. El tic nervioso que,
producto de la desilusión, se le fijó en la comisura de la boca cuando tenía cerca de
cuarenta años, había ido desapareciendo poco a poco.
—Y también pasará lo mismo con la hermana Burstead, en cuanto se haya
ambientado. El tic desaparecerá, pensaba la señorita Taylor. Pero bien pronto empezó
a comprender que existían pocas probabilidades de que desapareciera el tic de la
nueva encargada. Las abuelas estaban tan inquietas en sus relaciones con ella, que no
sería de extrañar que la hermana Burstead las dejara morir de pulmonía, cuando se le
presentara la ocasión.
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—Ha de hablar con el médico, abuela Barnacle, si verdaderamente está
convencida de que no la han curado bien —dijo la señorita Taylor.
—¿El doctor?… ¡Un cuerno! Esos dos son uña y carne. ¿Qué importancia tiene
para ellos una pobre vieja como yo?
La única ventaja admisible, después de la llegada de la nueva encargada, era que
ahora la sala se había hecho más vivaz. Parecía como si las facultades mentales de
todas las internadas se hubiesen reanimado, como si la encargada hubiera obrado
sobre ellas a modo de un electrochoc. Las abuelas ya no pensaban en redactar y
volver a redactar sus testamentos, y ya no amenazaban con desheredar a las
enfermeras o de desheredarse mutuamente entre ellas.
Pero un día en que, a la hora de la comida, la carne resultó dura, o nada fresca —
la señorita Taylor no recordaba bien—, la señora Reewes-Duncan cometió un grave
error: amenazó a la hermana Burstead con informar a su abogado.
—Vayan a avisar a la encargada —ordenó—. Tráiganla aquí.
La aludida entró en el preciso momento en que se la reclamaba.
—Bien, ¿qué sucede, abuela Duncan? Vamos, de prisa, porque estoy ocupada.
¿Qué quiere?
—Oiga, querida, esta carne…
En la sala comprendieron en seguida que la señora Duncan estaba cometiendo un
burdo error.
—Informaré a mi sobrina… Mi abogado…
Pero sólo Dios sabe por qué razón la palabra «abogado» hizo perder la cabeza a la
hermana Burstead. Aquella palabra, precisamente, fue la que hizo desencadenar el
desastre. Amenazar con el doctor o los propios parientes, eso aún era posible. La
enfermera-jefe lo habría tolerado. Rígida sobre sus pies, con ojos centelleantes,
coléricos y el tic en la boca, se habría limitado a decir:
—Usted ni siquiera se ha dado cuenta de que vive en este mundo.
O bien:
—Conforme. Dígaselo a su sobrina, «querida».
Pero la palabra «abogado» la mandó a los siete infiernos, como tuvo oportunidad
de decir la abuela Barnacle al siguiente día. Agarrándose a la barra de la cama, la
hermana Burstead le gritó a la abuela Duncan durante sus buenos diez minutos. Las
palabras aisladas, o reagrupadas en períodos, se desprendían como chispas del feroz
estrépito que salía de aquella boca.
—Vieja bestia… puerca, cochina, vieja bestia… comida… rezongar y
refunfuñar… Estoy de pie desde las ocho de la mañana… siempre de pie… trabajar,
trabajar, trabajar todo el día para un rebaño de inútiles viejas marranas…
La Burstead dejó el servicio inmediatamente, asistida por una enfermera.
«Bastaría con que nosotras intentáramos ser unas amables y pacientes viejas
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criaturas —pensaba la señorita Taylor—, y también ella se comportaría bien. Pero,
como nosotras no somos unas amables y pacientes viejas criaturas…»
—Escorpión —había empezado la abuela Valvona, unas cuatro horas más tarde, si
bien, como el resto de todas las de la sala, estaba muy trastornada—. Abuela Duncan.
Escorpión. «Podéis partir a toda vela, confiadas. El éxito de otra persona podrá
alcanzaros de muy cerca.» —Abuela Valvona dejó el periódico—. ¿Comprenden lo
que quiero decir? —dijo—. Las estrellas jamás engañan. «El éxito de otra persona…»
Una extraordinaria predicción.
El incidente fue referido a la directora y al doctor. A la mañana siguiente, la
directora llevó a cabo una investigación en un tono que claramente traicionaba su
esperanza —en contra de toda lógica— de poder exonerar del servicio a la hermana
Burstead. Realmente habría resultado difícil su sustitución.
Se inclinó sobre la señorita Taylor y le dijo calmosamente, en gran secreto:
—La hermana Burstead se toma unos días de descanso. Ha trabajado mucho.
—Evidentemente —contestó Taylor, que tenía una horrible jaqueca.
—Dígame todo lo que sepa de este incidente. La hermana Burstead ha sido
provocada, ¿no es así?
—Evidentemente —dijo la señorita Taylor mirando la benévola cara inclinada
sobre de ella, deseando, por otra parte, que se apartara.
—¿La hermana Burstead se ha enfadado con la abuela Duncan?
—Sí. Se ha encolerizado. Esto es todo. Yo sugeriría que se trasladara a la
hermana a otra sala, en donde la gente sea más joven y el trabajo menos pesado.
—En este hospital todo el trabajo es pesado —arguyó la directora.
Casi todas las abuelas estaban demasiado inquietas para disfrutar de los pocos
días de licencia de la hermana Burstead. En efecto, apenas el estado de histeria
general señalaba la calma, la señora Barnacle volvía a soplar sobre el fuego.
—Esperen a que llegue el invierno. Cuando cojan la pulmonía…
En aquellos días la abuela Trotsky tuvo un segundo ataque apoplético. A su
cabecera llamaron a un viejo primo, y alrededor de la cama fue colocado un biombo,
de detrás del cual una hora después emergió ese pariente. Seguía manteniendo
encasquetado en su cabeza el sombrero verde oscuro con el cual había llegado. Movía
cabeza y sombrero, y su cara salpicada de manchas, extraña, estaba inundada de
lágrimas.
Abuela Barnacle, sentada aquel día en una butaca, lo llamó con un «¡Pssst!»
Obediente, el hombre se acercó.
Con la cabeza, la abuela Barnacle hizo un signo en dirección a la cama rodeada
por el biombo.
—¿Ha muerto?
—No. Respira, pero no habla.
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—¿Sabe de quién es la culpa? Ha sido la hermana la que le ha provocado ese
ataque.
—No tiene hermanas. Yo soy su más próximo pariente.
Entró una enfermera y, con rapidez, lo alejó de allí.
Abuela Barnacle manifestó otra vez en la sala:
—La hermana Bastard ha sido la causa del ataque de la abuela Trotsky.
—Es su segundo ataque. Siempre hay un segundo. Ya se sabe.
—Es culpa de la encargada de la sala y de su mal carácter.
Cuando se enteró de que la hermana Burstead no había sido trasladada a otra sala,
sino que iba a reanudar el servicio al siguiente día, la abuela Barnacle manifestó al
doctor que, a partir de ese momento, rehusaba dejarse curar, que se iría de allí a la
mañana siguiente y que diría los motivos a todo el mundo.
—¡Pues no faltaría más! Conozco sobradamente cuáles son mis derechos de
paciente —exclamó—. No crean que no conozco las leyes. Y, lo que es más grave,
puedo procurarme el número del periódico. Es suficiente que les telefonee, para que
vengan aquí a saber de qué se trata.
—Cálmese, abuela —le aconsejó el médico.
—Si la hermana Bastard vuelve aquí, yo me voy —insistió la abuela Barnacle.
—¿Adonde? —preguntó la enfermera.
La abuela Barnacle la fulminó con una mirada de fuego. Comprendió que la
enfermera se sentía irónica. Con toda seguridad, ella debía saber que había pasado
tres meses en la cárcel de mujeres de Holloway treinta y seis años antes, seis meses
veintidós años antes y otros meses en épocas sucesivas. La abuela Barnacle se
convenció de que la enfermera había querido aludir a sus procedentes cuando había
preguntado con aquel tono de voz: «¿Adónde?»
El doctor miró a la muchacha arrugando la frente y dijo a la abuela Barnacle:
—Estése tranquila, abuela. Esta mañana su presión no es muy satisfactoria.
¿Cómo ha pasado la noche? ¿Algo agitada?
Estas palabras animaron a la abuela Barnacle, que, en verdad, había pasado una
pésima noche.
Abuela Trotsky se había repuesto tanto, que quitaron el biombo, y volvió a emitir
sus balbucientes gorgoteos. Sólo verla y oír el rumor de aquellos esfuerzos para
hablar, y precisamente en ese momento, quitaron toda fuerza a la abuela Barnacle.
Miró al doctor a la cara, como esperando leer una sentencia.
—Doctor, efectivamente no me siento nada bien —dijo—. Y con esa asquerosa
de servicio no estoy tranquila. Creo que me va a pasar algo.
—Vamos, vamos, abuela. Esa pobre mujer ha trabajado demasiado —la amonestó
el médico—. Todos estamos contentos de poder ayudar de cualquier modo que
podamos hacerlo. Intentamos serles útiles, abuela.
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—¿Tengo mal semblante, querida? —murmuró fe abuela Barnacle a la señorita
Taylor, cuando el médico se hubo ido.
—No, abuela. Tiene un excelente aspecto.
En realidad, la cara de la abuela Barnacle estaba salpicada de manchas de rojo
oscuro.
—¿Ha oído lo que el doctor ha dicho sobre mi presión? ¿Cree que era una
mentira, sólo para que no me quejara?
—No lo creo.
—Se lo juro, abuela Taylor, quisiera salir por aquella puerta y bajar las escaleras,
aunque después me muriera de repente.
—No se lo aconsejo —dijo la abuela Taylor.
—¿Podrían declararme loca?
—No lo sé.
—Se lo diré al cura.
—Ya sabe lo que le contestará —dijo la señorita Taylor—. Ofrezca su condenado
sufrimiento a las ánimas benditas.
—Sí.
—Es una religión severa, abuela Barnacle. Si mi madre no hubiese sido católica,
yo jamás hubiera…
—Conozco a una señora…
Fue entonces cuando la señorita Taylor dijo imprudentemente:
—Yo conozco a una señora, que conoce a otra señora que forma parte del comité
de este hospital. Se necesitará un poco de tiempo, pero ya veré qué puedo hacer para
que trasladen a la Burstead.
—Que Dios la bendiga, abuela Taylor.
—No puedo prometer nada, pero lo intentaré. Deberé usar de mucha diplomacia.
—¿Oyen? —dijo la abuela Barnacle, dirigiéndose a todas las pacientes de la sala
—. ¿Saben lo que va a hacer la abuela Taylor?
La señorita Taylor no quedó demasiado desilusionada de su primera tentativa de
indagar con doña Lettie. Aquello era sólo el principio. Insistiría. Y, después, quizás
podría intentar algo con Alec Warner. Quién sabe si podría inducirle a hablar con
Tempest Sidebottome, que formaba parte del comité directivo del hospital. Y quién
sabe también si se habría podido disponer cada cosa sin vituperio y sin daño para
aquella desgraciada abuela Burstead.
* * *
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—No. Necesitará tiempo.
—Pero ¿cree que lo logrará antes del invierno?
—Confío que sí.
—¿Le ha explicado lo que ha hecho a la abuela Duncan?
—Exactamente, no.
—Debiera habérselo dicho. Pero lo comprendo. Tengo la impresión de que usted
no está completamente de nuestra parte, abuela Taylor. Además, creo que recuerdo
aquella cara.
—¿Qué cara?
—La de su «doña».
La dificultad estaba en el hecho, pensaba la señorita Taylor, de que en realidad
ella consideraba que aquel asunto no era tan importante como lo planteaban. Alguna
vez le habría gustado poder decirles a sus compañeras: «¿Y si vuestras sospechas
fuesen fundadas? ¿Y si muriéramos en el próximo invierno?» Alguna vez decía:
—De todos modos, alguna de nosotras morirá ese invierno. Es muy probable.
—Yo ya estoy dispuesta para presentarme ante Dios. En cualquier momento —
contestaba la abuela Valvona.
—Pero no antes de su momento —añadía rápidamente la abuela Barnacle, con
decisión.
—Debería insistir a su amiga, señorita Taylor —decía la señorita Duncan, que, de
todas, era la que mayor irritación causaba a la hermana Burstead.
Abuela Duncan tenía cáncer. A menudo, la señorita Taylor se había preguntado si
la hermana Burstead no tendría miedo precisamente a causa de esto.
—Creo que ahora recuerdo la cara de aquella señora —continuaba repitiendo la
abuela Barnacle—. ¿Se la veía a menudo por Holborn, durante la noche?
—No lo creo —contestó la señorita Taylor.
—Quizás era una antigua cliente mía —insistía la otra.
—Creo que estaba suscrita directamente a sus periódicos.
—¿No iba a trabajar por esos barrios?
—Verá… No iba precisamente al trabajo. Formaba parte de varios comités. Se
ocupaba de cosas de este tipo.
Abuela Barnacle volvía a ver con el pensamiento la cara de doña Lettie.
—¿Dice que se ocupaba de obras asistenciales?
—Sí, algo por el estilo —contestó la señorita Taylor—. Nada de especial.
Abuela Barnacle la miró con sospecha, pero la señorita Taylor no quería dejarse
inducir a decir demasiado y a admitir que doña Lettie era visitadora de las cárceles de
Holloway desde que tenía treinta años hasta que —gorda y asmática como se había
vuelto— le resultaba ya difícil subir escaleras.
—Insistiré a doña Lettie —prometió.
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Era el día de descanso de la hermana Burstead, y una enfermera entró silbando
mientras llevaba la bandeja con la cena.
Abuela Barnacle comentó con robusta voz: «Mujer que silba, gallina que canta,
no es agradable a Dios, ni al hombre encanta.»
La enfermera dejó de silbar y lanzó una intensa mirada a abuela Barnacle. Luego,
con gran ruido, depositó la bandeja y fue a recoger otra.
Abuela Trotsky intentó levantar la cabeza y decir algo.
—Abuela Trotsky quiere hablar —dijo la señora Duncan.
—Dice —explicó la señorita Taylor— que no deberían ser descorteses con las
enfermeras, sólo porque…
—¡Descorteses con las enfermeras! Ya veremos lo que harán cuando en
invierno…
La señorita Taylor empezó el benedicite.
«¿No hay forma —pensaba— de lograr que ellas olviden el invierno? ¿Por qué no
empiezan a redactar y volver a redactar sus testamentos cada semana?
Durante la noche murió la abuela Trotsky. Se le reventó un vaso sanguíneo en el
cerebro, y su alma retornó a Dios, que se la había dado.
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V
La señora Anthony notó, instintivamente, que la señora Pettigrew era una mujer
de ánimo gentil. Su instinto se equivocaba. Pero durante las primeras semanas, desde
que había entrado en casa de los Colston para cuidar a Charmian, la señora Pettigrew,
sentada en la cocina, contó sus penas a la señora Anthony.
—Tome un cigarrillo —dijo ésta, señalando el paquete encima de la mesa, en
tanto servía un té muy fuerte—. Todo podría ir peor.
—No podría ir peor —replicó la señora Pettigrew—. He dedicado treinta años de
mi vida a Lisa Brooke. Todos sabían que yo debía de haber heredado aquel dinero. Y
luego, he aquí que Guy Leet da un paso adelante con sus pretensiones. Ése no era un
matrimonio, no. No era un matrimonio en el buen sentido de la palabra.
Acercóse la taza de té e, inclinando su cabeza junto a la de la señora Anthony, le
contó en qué terribles circunstancias y por qué antigua razón Guy Leet no consiguió
consumar el matrimonio con Lisa Brooke.
La señora Anthony tragó un abundante sorbo de té, sosteniendo la taza con ambas
manos, soplando mientras el vapor caliente y perfumado le envolvía agradablemente
la nariz.
—Con todo, un marido siempre es un marido. Por ley.
—Lisa jamás le reconoció como tal —dijo la señora Pettigrew—. Nadie supo de
su matrimonio con Guy Leet, hasta que murió. ¡Ese cerdo!
—Creí haberle oído decir que no había nada que objetar respecto de la Brooke —
objetó Anthony.
—Guy Leet —precisó la señora Pettigrew—. Él es el cerdo.
—¡Ah, comprendo! Bien, los tribunales tendrán que decir algo, querida, cuando
llegue el momento. Coja un cigarrillo.
—Me está incitando al vicio de fumar, señora Anthony. Gracias. Acepto. Usted
debería intentar fumar menos. No le sienta nada bien.
—Veinte cigarrillos al día desde que tenía veinticinco años, y ayer cumplí los
setenta.
—¡Setenta! Buen Dios, pero usted…
—Setenta, ayer.
—¡Setenta! ¿No es hora ya de que se retire? No la envidio, con esa buena
compañía.
Con la cabeza señaló el umbral de la cocina, para indicar a los Colston, que
estaban al otro lado.
—No son tan malos como eso —dijo la señora Anthony—. Él es un poco
cicatero, pero ella es simpática. A mí, ella me es agradable.
—¿Es mezquino en asuntos de dinero? —preguntó la señora Pettigrew.
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—¡Oh, muchísimo! —contestó Anthony, y movió los ojos para subrayar el juicio.
La señora Pettigrew se acarició los cabellos que eran tupidos, teñidos de negro y
bien cortados, como se los hacía llevar Lisa Brooke.
—¿Cuántos años me calcula, señora Anthony?
Sentada aún, la señora Anthony se apoyó al respaldo de la silla para contemplar
mejor a su interlocutora. Le miró los pies, calzados con un par de zapatos de ante
negro, las piernas sólidas y bien torneadas, sin ninguna vena que resaltara, las caderas
como enguantadas por una faja y el pecho firme. Luego inclinó la cabeza a un lado
para contemplar con un ángulo de quince grados la cara de la señora Pettigrew.
Alguna arruga entre nariz y boca. Una boca pequeña, pintada de color rojo cereza.
Sólo un esbozo de doble papada. Dos surcos a través de la frente, ojos oscuros y
límpidos, nariz afilada y voluntariosa.
—Diría —empezó, cruzando los brazos —que va para los sesenta y cuatro.
El aspecto físico bastante marcado de la señora Pettigrew hacía más inesperada la
dulzura de su voz, la cual aún fue más dulce cuando dijo:
—Puede añadir cinco más.
—¡Sesenta y nueve! No lo parece —exclamó la señora Anthony—. Naturalmente,
usted siempre ha tenido tiempo y dinero para cuidarse y arreglarse la cara. Si hubiese
tenido que afanarse como yo…
En realidad, la señora Pettigrew tenía setenta y tres años, pero bajo el maquillaje,
en efecto, no demostraba su edad.
Se pasó una mano por la frente y movió suavemente la cabeza. Estaba preocupada
por aquel dinero. Sin duda el pleito iría para largo. Incluso la familia de Lisa hacía
valer sus derechos.
La señora Anthony había empezado a recoger el mantel.
—Supongo que el viejo Warner todavía está con «ella» —dijo.
—Ciertamente —confirmó la señora Pettigrew.
—Me la quita de encima por poco —añadió la señora Anthony.
—Debo decir —continuó la señora Pettigrew— que cuando yo vivía con Lisa
Brooke, normalmente me invitaban para que entretuviera a los huéspedes. Así yo
podía hablar con todos ellos.
Anthony se había puesto a pelar patatas y canturreaba.
—Voy para allá —dijo la señora Pettigrew, levantándose y pasando las manos por
la limpia falda—. Le guste o no, es necesario que no la pierda de vista. Para eso estoy
aquí.
Cuando la señora Pettigrew entró en el salón dijo con bondad:
—¡Oh, señora Colston! Me pregunto si no estará usted cansada.
—Puede llevarse el té —dijo Charmian.
Pero la señora Pettigrew llamó al timbre para que viniera la señora Anthony, y,
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mientras recogía platos y tazas y los colocaba sobre la bandeja para que se los
llevase, la gobernanta diose cuenta de que el invitado de Charmian la estaba mirando.
—Gracias, Taylor —dijo Charmian a la señora Anthony.
La señora Pettigrew había visto alguna vez a Alec Warner en la casa de Lisa
Brooke. Él la sonrió y le hizo un ademán de saludo. Ella se sentó y cogió un cigarrillo
de su bolso de antílope negro. Alec le dio fuego. El tintineo sobre la bandeja de la
señora Anthony se fue debilitando, a medida que ésta se alejaba hacia la cocina.
—¿Me estaba diciendo…? —dijo Charmian, dirigiéndose a su huésped.
—¡Ah, sí! —Warner levantó su blanca cabeza, su pálido rostro hacia la señora
Pettigrew—. Estaba explicando el nacimiento de la democracia en la Gran Bretaña.
¿Echa de menos a la señora Brooke?
—Muchísimo —contestó Mabel Pettigrew, exhalando una larga bocanada de
humo. Había asumido su tono mundano—. Continúe hablando sobre la democracia
—añadió.
—Cuando estuve en Rusia… —empezó a decir Charmian—, la Zarina envió una
escolta para…
—Por favor, señora Colston, aguarde un momento, hasta que el señor Warner nos
haya hablado de la democracia.
Charmian, por un momento, miró a su alrededor, un poco sorprendida. Luego
dijo:
—Sí, sigue hablando de democracia, Eric.
—No, Eric no. Alec.
Con un movimiento de la mano, vieja pero firme, pareció que Alec Warner
quisiera nivelar el aire a su alrededor.
—El verdadero resurgir de la democracia en la Gran Bretaña, tuvo efecto en
Escocia gracias a la vejiga de la reina Victoria —dijo—. Allí, ¿comprenden?, ya
aleteaba una idea de democracia. Pero ésta, realmente, se instauró por aquella
pequeña debilidad de la reina Victoria.
Mabel Pettigrew rió echando la cabeza hacia atrás. Charmian parecía confusa.
Alec Warner continuó lentamente, como una persona que quiere colmar con su voz el
vacío del tiempo. Tenía la mirada atenta.
—Vea, la reina Victoria, repito, sufría de una leve molestia en la vejiga. Cuando
en los últimos años fue a vivir en Balmoral, hubo que construir muchísimos retretes
en el lado posterior de los pequeños cottages, los cuales, antes, carecían de servicio
higiénico. Y todo para que la reina pudiera dar su paseíto matinal por el campo, y
bajar de vez en cuando de la carroza, aparentemente para visitar a los pobres
campesinos en sus habitaciones. Así corrió la voz de que la reina Victoria era
extraordinariamente democrática. En realidad todo se debía a ese pequeño trastorno.
Sea como fuere, todos imitaron a la reina. La idea se difundió y ahora, como pueden
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ver, nosotros tenemos una gran democracia.
La señora Pettigrew seguía riendo. Lo mismo que un cazador de pájaros, Alec
Warner miraba a Charmian, la cual jugueteaba con la mantita que le cubría las
rodillas, en espera de poder intercalar su narración.
—Cuando estuve en Rusia —empezó levantando la cara para mirar al amigo, tal
como hacen los niños—, la Zarina envió una escolta para recogernos en la frontera.
Pero, en cambio, no la mandó en mi viaje de regreso. Así es Rusia. Allá toman una
decisión y luego cambian de idea. Los campesinos pasan todo el invierno echados
sobre la estufa. En todos los viajes que por aquel país hice en ferrocarril, mis
compañeros abrían sus maletas y pasaban revista a sus cosas. Era primavera y…
La señora Pettigrew guiñó un ojo a Alec Warner. Charmian dejó de hablar y le
sonrió.
—¿Ha visto a Jean Taylor, últimamente? —le preguntó.
—No la veo desde cosa de un par de semanas. He estado en Folkestone por mi
trabajo de investigación. Iré a verla en la próxima semana.
—Lettie va regularmente. Dice que Jean es muy feliz y afortunada.
—Lettie es… —iba a decir que era una tonta egoísta, pero recordó la presencia de
Mabel Pettigrew—. Bien, tú sabes lo que pienso de las opiniones de Lettie —
continuó y con un ademán de la mano rechazó el tema.
Como si éste hubiese caído en brazos de Charmian, ésta miró su regazo y
continuó:
—Si por lo menos, yo hubiera descubierto un poco antes el carácter de Lettie…
Él se levantó para despedirse. Conocía la facultad inherente a la memoria de
Charmian de repetir las arbitrariedades del pasado, en éste o aquél año. Era verosímil
que se hubiese posado en aquellos acontecimientos —en aquel año 1907— para
acercárselos tal como se acerca un libro a los ojos. La época de su asunto amoroso
con Jean Taylor, cuando era camarera en la casa de Piper, antes del matrimonio de
Charmian, le parecería a ella ocurrido en la semana pasada. Su mentalidad de
novelista, por pura costumbre profesional, confería aún a estos hechos, destacados de
su contexto, una fisonomía que él no podía aceptar, porque, en cierto sentido, lo
consideraba infiel. Había amado a Jean Taylor, y, en resumen, decidió escuchar la
opinión de todos. Por eso se había prometido con Lettie y luego se había alejado de
ella, cuando pudo conocerla más a fondo. Éstos eran los acontecimientos de 1907. A
partir del año 1912 había logrado enfocarlos sin emoción alguna. Pero la querida
Charmian los agigantaba, los veía como una secuencia dramática proyectando
conveniencias incluso sobre el trabajo de toda la vida de Alec. Eso le interesaba
porque reflejaba la psicología de Charmian, y no ciertamente porque le atañía
personalmente. Por su gusto, le hubiera agradado demorarse en aquella butaca esa
tarde de su septuagésimonono aniversario y seguir escuchando a Charmian
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reevocando la pasada juventud; pero la presencia de la señora Pettigrew le
desazonaba. La intrusión le había irritado. No lograba, como lo hacía Charmian,
hablar como si la señora de compañía no estuviera presente. Miró a Mabel Pettigrew,
mientras en el recibidor, ésta le ayudaba a ponerse el abrigo.
«Una mujer irritante —pensó. Rápidamente añadió para sí—: Una mujer
agradable.»
Este pensamiento iba asociado a la carrera de ella en casa de Lisa Brooke, como
pudo observar, a intervalos, durante más de veintiséis años. Pensó en Mabel
Pettigrew durante todo su camino de regreso, a través de dos parques, aunque se
había propuesto pensar sólo en Charmian mientras iba caminando. Se examinó a sí
mismo, maravillado de tener casi ochenta años. A su juicio, Mabel debía tener sus
buenos sesenta y cinco.
«¡Oh! —exclamó para sí—, esos espasmos eróticos que como ladrones vienen
por la noche para robar mi elevada «eclesiasticidad».
En realidad, él no era un alto eclesiástico. Ésa era una especial manera de hablar
de sí mismo.
Regresó a St. James's Street, a sus habitaciones, las cuales, si bien oficialmente
eran definidas como «habitaciones sólo para caballeros», él negaba siempre que
constituyeran un departamento. Colgó el abrigo, dejó sombrero y guantes. Luego se
detuvo ante el gran mirador, como para admirar un imponente panorama, aunque la
ventana daba sólo sobre la entrada lateral de un club. Por el contrario, el portero de su
departamento estaba embocando la estrecha callejuela, leyendo atentamente la última
página de un periódico de la noche.
Mientras, el doctor Warner, el viejo sociólogo, meditaba sobre la vejez, la cual era
objeto de sus estudios desde que había cumplido los setenta años. Casi diez años de
trabajos de investigación acabaron en los registros y ficheros cerrados en dos
mueblecitos de nogal, a ambos lados de la ventana. Su manera de afrontar el
argumento era único: pocos gerontólogos tenían el ingenio o la libertad de conducir
sus investigaciones en el sentido adoptado por él. Warner indagaba y buscaba
personalmente, y utilizaba agentes. Su trabajo era —al menos así lo esperaba— de
gran valor, o lo sería algún día. Su amplia escribanía estaba desnuda, pero de un
cajoncito sacó un grueso libro de anotaciones, encuadernado, y se sentó para escribir.
Se levantó casi en seguida para coger los dos ficheros. Cuando trabajaba en el
escritorio manejaba continuamente las fichas dispuestas en orden alfabético. Uno de
ellos contenía los nombres de los amigos y de los conocidos que habían cumplido
más de setenta años. Los detalles de las relaciones que él había mantenido con ellos y,
cuando se trataba en encuentros casuales, las circunstancias del encuentro. Secciones
especiales eran reservadas al hospital psiquiátrico St. Aubrey, en Folkestone, en el
cual desde hacía diez años se trasladaba para visitar a ciertos pacientes, siempre con
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la finalidad de indagaciones oficiosas.
Muchas de las informaciones suministradas por esta primera categoría de fichas
eran sólo un auxilio para la memoria. En efecto, si bien ésta era aún bastante sólida,
Warner quería asegurarse contra el riesgo de perderla. Ya había previsto el día en el
cual al tomar una ficha, y leer el nombre, se preguntaría, por ejemplo: «Colston…
Charmian. ¿Quién es Charmian Colston? Charmian Colston… conozco el nombre,
pero en este momento no consigo recordar quién es…» Contra eventualidad de tal
naturaleza había escrito: «Nacida, Piper. Conocida en 1907. Ver Ww pág…» «W.w.»
era la abreviatura de «Who's Who». El número de la página estaba añadido a lápiz
para ser sustituido cada año cuando adquiría la nueva edición del anuario. La mayor
parte de las fichas de esta categoría estaban escritas con una caligrafía pequeña y por
las dos caras. Por disposición suya, todas debían ser destruidas a su muerte. En la
parte superior, a la izquierda, cada ficha llevaba una letra y un número de referencia
en tinta roja. Estas señales se referían a una segunda categoría de fichas, las cuales
llevaban los seudónimos inventados por el doctor Warner para cada persona. (Así
Charmian en el segundo fichero figuraba con el nombre de «Gladys»). Éstos, los del
segundo fichero, eran las verdaderas fichas de trabajo, porque contenían las
referencias a los anamnesis de los casos individuales. Sobre cada una estaba señalada
una nítida red de letras y de números que se referían a varios pasos de los libros de
gerontología y envejecimiento, dispuestos a lo largo de las paredes y al cúmulo de
datos recogidos durante diez años en sus cuadernos de apuntes.
Alec Warner levantó el receptor del teléfono y ordenó pescado a la parrilla.
Sentóse ante la mesa del escritorio, abrió un cajón y sacó un libro de apuntes. Era su
diario anual —también para ser destruido a su muerte— y anotó las observaciones
hechas aquella tarde sobre Charmian, Mabel Pettigrew y sobre sí mismo. «Su mente
—escribió— no ha dejado de funcionar, como quiere hacer creer su marido. Trabaja
por asociación de ideas. Primeramente, Charmian se ha perdido tras de un sueño,
atormentando con sus dedos la manta que tenía sobre sus rodillas. No siguió,
efectivamente, la relación de lo que yo narraba. Pero, por lo que parece, las palabras
«reina Victoria» han evocado en su mente a otra figura real. Cuando terminé de
hablar, se abandonó a una reminiscencia (presumiblemente verdadera en los detalles)
de su visita a Petersburgo cuando fue allí de viaje para encontrar a su padre en 1908.
(Yo mismo recordaba, cuando lo explicaba, por vez primera desde 1908, los
preparativos de Charmian para el viaje a Rusia. Ese recuerdo había quedado hasta
ahora adormecido en mi memoria.) He observado, no obstante, que Charmian no ha
mencionado el encuentro con su padre, ni con el de otro diplomático cuyo nombre no
recuerdo y que más tarde se mató por causa de olla. Tampoco ha hecho mención al
detalle de que la acompañaba Jean Taylor. No tengo razón alguna para dudar de la
exactitud de sus recuerdos a propósito de las costumbres de los viajeros rusos. Por lo
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que puedo recordar, sus palabras exactas han sido…»
Siguió escribiendo hasta que llegó el pescado.
«Mi lía Marzia —reflexionó mientras comía— tenía nóvenla y dos años, o sea
siete años más que Charmian, y poco antes de morir era aún una excepcional
jugadora de ajedrez. La señora Flaxman, mujer del ex-rector de Pineville, tenía
sesenta y tres años cuando perdió por completo su memoria. Doce años menos que
Charmian. La memoria de Charmian no se ha disipado del tudo. Funciona sólo de
manera intermitente.»
Se levantó y tuo hacia la mesa de escritorio para señalar un apunto al margen de
la página sobre la cual había anotado la relación de la tarde pasada con Charmian.
Escribió: «Ver señora Flaxman».
Volvió a su pescado. Pensó en que Ninón de Lenelos, en el Setecientos, había
muerto a los noventa y nuevo años, en plena posesión de sus facultades mentales y
famosa aún por su ingenio.
Acercó, por un momento, el vaso de vino a sus labios.
«Goethe —siguió pensando— era más viejo que yo cuando escribía poesías de
amor dedicadas a jovencitas. Renoir a los ochenta y seis años… Tiziano, Voltaire…
Verdi compuso Falstaff a los ochenta años. Quizá los artistas sean una excepción…»
Pensó en la sala Maud Long, donde yacía Jean Taylor y se preguntó si Cicerón
hubiera podido sacar algo de ello. Miró los estantes de la librería. Los grandes
escritores alemanes de esta especialidad… eran o unos visionarios o, en líneas
generales, unos patólogos. Para comprender bien el argumento era necesario trabar
amistad con el prójimo, servirse de espías, conquistarse aliados.
Comió la mitad de lo que le había sido servido y bebió parte de la media botella
de vino. Volvió a leer lo que había escrito: la relación de la tarde desde que había
llegado a casa de los Colston hasta el paseo a través del parque, con los pensamientos
que lo habían cogido de sorpresa respecto a Mabel Pettigrew, cuya embarazosa
presencia —lo había consignado en el diario— le había fastidiado ocasionándole un
sentimiento de irritación mental y al propio tiempo de erótica turbación. El diario
acabaría en el fuego, pero su tarea de cada mañana consistía en analizar y sacar del
periódico los datos para la historia de sus casos, destinados después a pasar a los
diversos libros de apuntes metódicamente puestos al día. En ellos Charmian se
convertiría en una «Gladys» impersonal, casi sin raíces; Mabel Pettigrew, en «Joan»
y él, en «George».
Entretanto guardó fichas y diario, y durante una hora leyó uno de los gruesos
volúmenes de Newman, La vida y las letras. Antes de dejarlo, con el lápiz señaló un
pasaje:
«Me pregunto de qué moría la gente en los tiempos antiguos. Nosotros leemos:
"Después le dijeron a José que su padre estaba enfermo." "Y se acercaba el día en el
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que David iba a morir." ¿De qué estaban enfermos, y de qué morían? Lo mismo
puede decirse de los grandes papas de la Iglesia: san Atanasio murió con más de
setenta años. ¿Murió de parálisis? No podemos imitar a los mártires en su muerte.
Pero, tal vez, a mí me parece que sería un consuelo poder parecernos en sus
enfermedades a los grandes confesores y declarar: san Gregorio papa tenía gota; san
Basilio una enfermedad de hígado. Pero ¿y san Gregorio de Nacianzo? ¿Y san
Ambrosio? San Agustín y san Martín murieron de fiebres, de enfermedades de la
vejez…»
Eran las nueve y media cuando cogió un paquete de cigarrillos de un cajón y
salió. Dobló la esquina del Pall Mall, donde la calle estaba en reparación y había un
vigilante nocturno de servicio a quien, desde hacía una semana, Alec Warner iba a
visitar cada noche. Confiaba recoger respuestas bastante consistentes para construir
un nuevo caso. «¿Cuántos años tiene? ¿Dónde vive? ¿Qué come? ¿Cree en Dios?
¿Profesa una religión? ¿Se ha interesado alguna vez por el deporte? ¿Va de acuerdo
con su mujer? ¿Cuántos años tiene? ¿Quién? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo se encuentra?»
—Hola —dijo el hombre cuando Alec se acercó—. Gracias —añadió, cogiendo el
cigarrillo. Se apartó sobre el banco para acercarse al brasero y dejar sitio a Alec.
Alec se calentó las manos.
—¿Cómo se encuentra esta noche? —preguntó.
—No va mal. ¿Y usted, jefe?
—Tampoco. ¿Cuántos años me dijo…?
—Setenta y cinco. En el Ayuntamiento, sesenta y nueve.
—Naturalmente.
—No me queda mucho tiempo que vivir.
—Yo tengo setenta y nueve —gruñó Warner.
—No aparenta más de sesenta y cinco.
Alec sonrió mirando al fuego. Sabía que la afirmación no era sincera, pero a él no
le importaba demostrar más o menos años, aunque la mayor parte de las personas se
preocupan por ello.
—¿Dónde nació? —preguntó.
Pasó un policía y miró a los dos viejos sin mudar el ritmo de su paso. No se
mostró sorprendido al ver al vigilante nocturno en compañía de un señor que tenía el
aire de pertenecer a una clase social superior. ¡Cuántos viejos extravagantes habría
visto!
—Ese joven policía se está preguntando qué estamos haciendo —dijo Alec.
El vigilante cogió la botella del té y quitó el tapón de corcho.
—¿Tiene alguna información para mañana?
—«Gunmetal», a dos y medio. «Inalcanzable» lo dan a cuatro y cuarto. Pero
dígame…
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—«Gunmetal» es dinero garantizado —le interrumpió el vigilante—. No vale la
pena.
—¿Cuántas horas duerme durante el día? —preguntó Alec.
* * *
Habían metido en cama a Charmian. Ser tratada físicamente con rudeza hacía que
su cerebro fuera más lúcido en cierto sentido, y más nebuloso en otro. En ese
momento sabía demasiado bien que la señora Anthony no era la Taylor, que Mabel
Pettigrew era la ex-gobernanta de Lisa Brooke y que le era antipática.
Acostada, Mabel Pettigrew reflexionaba en sus resentimientos y se decidió por el
no. Había hecho la prueba tres semanas, y la prueba se había revelado insatisfactoria.
También Charmian meditaba en la cama. Pensaba en los agravios recibidos de
Mabel Pettigrew mucho tiempo atrás. Pero, en realidad, había sido Lisa Brooke quien
la hizo víctima de chantaje, tanto que Charmian se vio obligada a pagar y volver a
pagar, pese a que Lisa no tuviese necesidad de dinero, y había velado noches enteras
devanándose los sesos hasta que dejó a su amante Cuy Leet, mientras Guy, por amor
a Charmian, se casaba secretamente con Lisa al objeto de tenerla sujeta y hacerla
callar. Ahora Charmian revertía todas esas culpas sobre Mabel Pettigrew, olvidando
por el momento que la responsable de aquellos antiguos tormentos había sido Lisa,
tan amargo era aquel recuerdo y tan perversa su nueva torturadora. En efecto,
mientras le estaba quitando el vestido, Mabel Pettigrew le había dado un tirón de un
brazo y seguramente le produjo una contusión con su apretón tenaz e impaciente.
—De lo que usted tiene necesidad es de una enfermera —había dicho—, y yo no
lo soy.
Charmian aún estaba indignada por la insinuación de que ella necesitaba una
enfermera. Por eso había decidido que, a la mañana siguiente le pagaría la
mensualidad y la rogaría que se marchara. Antes de que Mabel Pettigrew apagase la
luz, Charmian comenzó a decir con voz dura:
—Yo creo, señora Pettigrew…
—Oh, llámeme Mabel, tráteme como a una amiga.
—Creo, señora Pettigrew, que a partir de ahora no será necesario que usted venga
a la salita cuando yo reciba a mis invitados, a menos que yo no llame…
—¡Buenas noches! —dijo Mabel Pettigrew, y apagó la luz.
De regreso a su habitación, encendió la televisión que había sido instalada a su
requerimiento. La señora Anthony se había ido a su casa. Cogió su trabajo de
ganchillo y se sentó a hacer labor con las agujas en tanto contemplaba la pantalla.
Tenía ganas de soltarse los cierres del corsé, pero no estaba segura de que
Godfrey no sacara la cabeza para mirarla. Durante las tres semanas de su estancia en
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casa de los Colston, él había entrado cinco tardes en la habitación donde ella estaba.
Nunca por la noche. Quizá lo hiciera esta noche, y Mabel Pettigrew no quería que la
encontrara desarreglada. Oyó llamar a la puerta y dijo que entrara.
La primera vez fue necesario que el señor Colston expresara sus exigencias, pero
ahora Mabel había comprendido perfectamente de qué se trataba. Godfrey —sus ojos
excitados y su rostro enjuto que se destacaba a la débil luz de la lámpara— dejó en la
mesita baja del café un billete de una esterlina. Luego quedó allí, de pie, mirándola
con sus brazos colgantes y las piernas separadas, como el campesino de una comedia.
Sin cambiar de posición, ella se levantó la falda por un lado hasta descubrir el borde
de la media y el broche de la liga. Entretanto continuaba haciendo correr las agujas y
mirando la televisión. En silencio, y durante un par de minutos, Godfrey contempló la
media y el brillante acero de las ligas. Luego echó sus hombros hacia atrás, como
para recobrar su porte normal, y, siempre en silencio, salió de la habitación.
Después de la primera vez, la señora Pettigrew se había imaginado, casi
alarmándose, que las solicitudes de Godfrey fuesen el preliminar de exploraciones
más audaces por su parte. Ahora había comprendido, con sentimiento de alivio propio
de su edad, que él no exigiría jamás otra cosa: sólo el borde de la media y el broche
de la liga. Cogió la esterlina de encima de la mesa, la colocó en su bolso de piel de
ante y se aflojó los cierres del corsé. Tenía sus proyectos para el porvenir. Y de todos
modos, una esterlina era una esterlina.
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VI
Jean Taylor estaba sentada en la silla al lado de la cama. Nunca sabía si aquélla
sería o no la última vez que pudiera sentarse en un lugar que no fuese su cama. Su
artritis se agravaba y la socavaba en lo profundo. A duras penas podía mover la
cabeza, y sólo muy lentamente, e incluso esto se le hacía difícil. Alec Warner movió
un poco su silla para ponerse enfrente de ella.
—¿Estás atormentando a doña Lettie? —preguntó Jean.
Entre otros pensamientos, tuvo la idea de que la mente de Jean estaba ya en fase
de reblandecimiento. La miró con atención a los ojos y percibió, alrededor de los
bordes de la córnea, el círculo gris, el arcus senilis. Pero aquel círculo envolvía aún lo
esencial: una inteligencia siempre despierta en medio de la decadencia.
Jean Taylor diose cuenta de que el amigo la estaba escudriñando. «Ciertamente es
un investigador del tema —pensó—, pero en muchos aspectos es como los demás.
También es verdad que a nosotros, los viejos, todos nos examinan en busca de nuevos
signos de decaimiento.»
—Vamos, Alec, dímelo —insistió Jean.
—¿Si atormento a Lettie? —preguntó él.
Jean le habló de las anónimas llamadas telefónicas y luego añadió:
—Deja de observarme, Alec. No estoy volviéndome lela. A lo menos por ahora.
—Yo creo que Lettie lo es.
—No, no lo es, Alec.
—Admitiendo que Lettie haya recibido de verdad esas llamadas, ¿por qué
insinúas que sea yo el culpable? —preguntó Alec—. Te lo pregunto por puro interés
científico.
—A mí me parece verosímil, Alec. Puedo equivocarme, pero ésta es precisamente
la clase de cosas que tú podrías hacer por razones de estudio, ¿no es verdad? Un
experimento…
—Es cierto: pertenece a esa índole de asuntos —aceptó él—, pero en este caso
dudo de que sea yo el culpable.
—Lo «dudas».
—Cierto que lo dudo. Ante un tribunal, querida, yo rechazaría la acusación con
perfecta sinceridad. Pero tú ya lo sabes: yo no puedo afirmar o negar nada que entre
en el campo de las posibilidades naturales.
—Alec, ese hombre eres tú, ¿sí o no?
—No lo soy. Si lo soy, no me doy cuenta de ello. Podría ser también un doctor
Jekill y un señor Hyde, ¿verdad? Recientemente ha habido un caso…
—Si tú eres el culpable, la policía te descubrirá —insistió Jean Taylor.
—Tendrían que probar el hecho. Y si lo probasen de modo convincente, yo no
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tendría ya duda alguna.
—Alec, ¿eres tú el hombre que se oculta detrás de esas llamadas telefónicas?
—No, que yo sepa.
—Entonces, si no eres tú, ¿se trata, quizá, de alguien pagado por ti?
Pareció como si él no oyera la pregunta, pero, entretanto, continuaba observando
a la abuela Barnacle, como si fuera un naturalista en vacaciones. Abuela Barnacle
sufría aquel examen con complaciente sumisión, lo mismo que hacía cuando el
médico conducía a los estudiantes de medicina alrededor de su cama, o cuando el
sacerdote le llevaba los Sacramentos.
—Pregúntale cómo la tratan, ya que sigues mirándola tan insistentemente —
sugirió Jean.
—¿Cómo la tratan? —preguntó Alec.
—No muy bien —contestó la abuela Barnacle. Inclinó la cabeza a un lado
indicando los dispensarios de la sala, que estaban al otro lado de la entrada—. Ha
habido un cambio en la dirección —añadió.
—¡Ah, sí! —dijo Alec, y reclinando la cabeza con un asentimiento definitivo que
incluía a toda la sala Maud Long, trasladó su atención a Jean Taylor.
—¿Hay alguien a tu servicio? —insistió ella.
—Lo dudo.
—En tal caso, ese hombre no eres tú, ni tampoco un agente tuyo —dijo Jean
Taylor.
Cuando se encontraron por primera vez, cincuenta años atrás, había quedado
turbada al oírle expresar aquellas extrañas «dudas», y pensó que acaso estaba un poco
loco. Sólo muchos años después acabó por pensar que expresarse de aquel modo era
una especie de autoprotección, usada exclusivamente por él con las mujeres que le
agradaban. No lo utilizaba con los hombres. Y después de tantos años, ella había
descubierto que su manera de acercarse a la mentalidad femenina, su manera de
enfrentarla, era la de tener el aire de divertirle. Cuando Jean Taylor hizo este
descubrimiento se alegró de que no se hubieran casado. Él se ocultaba demasiado
detrás de su comportamiento bromista, paternal —ahora ya convertido en un hábito
mental—, para que entre él y una mujer adulta pudiese establecerse una justa
relación.
Recordaba cierta tarde del 1928, mucho tiempo después de su sentimental
romance. Ella, Jean, había seguido a Charmian en una excursión de fin de semana en
el campo. Alec era uno de los invitados. Esa tarde —la cosa había divertido mucho a
Charmian— él había acompañado a Jean Taylor a dar un paseo «para interrogarla,
habida cuenta de que Jean era tan digna de crédito en sus testimonios». Ahora había
olvidado gran parte de aquella conversación. Pero recordaba la primera pregunta de
Alec.
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—Jean, ¿tú crees que la otra gente existe?
Al principio, ella no comprendió ni la naturaleza ni la finalidad de la pregunta.
Por un momento se había preguntado si acaso aquellas palabras podían referirse en
cierto modo a su historia de amor de veinte años atrás, y si las palabras que siguieron:
«Quiero decir, Jean, si crees que las personas de nuestro alrededor, son reales o
ilusorias», no se refirieran a un hecho personal. Pero esta interpretación no
concordaba con el conocimiento que tenía sobre la persona de Alec. En el tiempo de
su amor, él no era del tipo de los que dicen con presunción: «No existe nadie en el
mundo fuera de nosotros dos; sólo existimos nosotros dos solos». Por otra parte,
también ella que en aquel momento paseaba al lado de ese señor de media edad, ya
había pasado de los cincuenta.
—¿Qué quieres decir? —le había preguntado.
—Ni más ni menos lo que he dicho.
Habían llegado a un bosque de hayas aún empapado a causa del temporal de la
noche anterior. De vez en cuando una pequeña gota de agua de lluvia caía de las hojas
y golpeaba sus sombreros. Él la cogió del brazo y la condujo fuera del camino
principal, por lo que a Jean, no obstante su buen sentido, de repente le pasó por la
cabeza que Warner era un asesino, un loco. Pero en aquel mismo instante ella recordó
sus cincuenta años y pico. ¿No son jóvenes, normalmente, las mujeres que acaban
estranguladas en los bosques por enloquecidos sexuales? «No —volvió a pensar—,
alguna vez incluso son mujeres que han cumplido los cincuenta.» Las hojas crujían
bajo sus pies. En el cerebro de Jean relampagueaban ideas en contraste. «¡Pero yo le
conozco bien! Es Alec Warner. Pero, ¿es verdad que le conozco? ¡Es tan extraño! Era
raro incluso como amante. Pero lo conocen en todas partes. Su fama… Pero también
ciertos hombres ilustres tienen sus vicios secretos. Nadie logra descubrírselos.
Precisamente es su importancia lo que les protege…»
—Ciertamente, tú te das cuenta de que ésta es una pregunta digna de ser
considerada —estaba diciendo él, mientras continuaba arrastrando a Jean por entre
las sombras goteantes del bosque—. Admitiendo que creas en tu existencia como en
una obvia realidad, ¿crees también en la de los otros? Dime, ¿crees, por ejemplo, que
yo, en este preciso instante, yo existo?
Y, por debajo del ala de su fieltro castaño, escrutaba su cara.
—¿Adonde me llevas? —le preguntó Jean.
—Fuera de este bosque que chorrea de lluvia —contestó—, a través de un atajo.
Entonces, dime, ¿has comprendido bien lo que te he preguntado? Es una simple
pregunta…
Ella miró ante sí entre los árboles y vio que el sendero era verdaderamente un
senderuelo que conducía hacia la campiña. Inmediatamente se dio cuenta de que la
pregunta era puramente académica y que Alec no estaba meditando un asesinato con
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una infame agresión. ¿Qué razón tenía ella, después de todo, para sospechar una cosa
semejante? «Qué extraño es que ciertas fantasías puedan atravesar la mente de una
mujer —dijo para sí—. Alec es un hombre fuera de lo común.»
—Admito que tu pregunta puede hacerse —contestó finalmente—. A veces nos
preguntamos, quizá de manera inconsciente, si las otras personas existen realmente.
—Ruego que sitúes esta pregunta en un estado mental superior al de la
semiconciencia —contestó él—. Plantéatela con toda la conciencia de que seas capaz
y dime cuál es tu contestación.
—Oh, entonces creo que las otras personas existen. Ésta es mi respuesta, la cual,
por otra parte, viene dictada por el sentido común.
—Has decidido tu respuesta con demasiada prisa. Espera y vuelve a considerar el
asunto —dijo aún Alec.
Fuera ya del bosque, habían embocado un caminito que bordeaba un campo arado
y que conducía al pueblo. Y he aquí, al inicio del camino, la iglesia con su cementerio
un poco en declive. Jean Taylor miró por encima de la pared del camposanto, cuando
pasaban junto a él. Ahora no sabría decir si sus palabras habían sido superficiales o
serias, o una y otra cosa juntas. Por el resto, incluso cuando eran jóvenes —y
especialmente durante aquel julio del 1907, en la alquería— no supo jamás
demasiado bien cómo tratar a Alec, y alguna vez le había causado un poco de miedo.
Jean miró el cementerio. Alec miró a Jean y con indiferencia notó que, bajo la
sombra del sombrero, la mandíbula de ella no estaba más marcada que en el pasado.
En su juventud, su rostro había sido mórbido y redondo y su voz era muy dócil, como
la de un enfermo. En los años de la madurez empezó a revelar, en el aspecto, cierta
angulosidad. Su voz se había hecho más profunda y la línea de la mandíbula casi
masculina. Alec se fijaba mucho en esos detalles y quizá los apreciaba. Jean le
gustaba.
Ella se detuvo y se asomó por encima del muro de piedra para observar las losas.
—Este cementerio es una prueba de que las otras personas existen —dijo.
—¿En qué sentido?
Jean no estaba muy segura. En seguida, después de haber pronunciado aquellas
palabras, ya no sabía bien porqué las había pronunciado, y cuanto más se preguntaba
qué había querido decir, tanto menos conseguía darse perfecta cuenta.
Alec intentó saltar la pequeña pared, pero no lo consiguió. Era una pared baja,
pero no lo suficiente para sus fuerzas.
—Tengo casi cincuenta años —dijo sin sentirse embarazado, sin una disimuladora
sonrisa.
Y Jean recordó que en el 1907, en la hacienda rural, cuando por casualidad él
subrayó que los dos habían superado la primera juventud —Alec tenía veintiocho
años y Jean treinta y dos—, se había sentido ofendida y embarazada hasta que luego
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se dio cuenta de que Alec no había querido ofenderla sino tan sólo precisar un dato de
hecho. Y Jean habituándose a esas maneras, antes de finalizar el mes encontró el
valor de declararle con extrema indiferencia:
—Nosotros somos de distinta condición social.
Él se sacudió de los pantalones la tierra suelta de la pared del cementerio.
—Voy por los cincuenta. Me gustarla mirar esas losas. Entremos por la verja.
Y así pasearon por entre las tumbas, inclinándose para leer los nombres sobre las
lapidas.
—Estas tumbas, lo veo muy bien, denotan la existencia del prójimo —dijo él—.
Fíjate aquí, en efecto, esculpidos en la piedra, nombres y fechas. No son una prueba,
pero sí un válido testimonío.
—Naturalmente, las tumbas podrían ser una alucinación. Pero no creo que lo sean
—dijo ella.
—Considero incluso esta hipótesis —asintió Alec con cortesía tal que irritó
profundamente a Jean.
—Pero, por lo menos, las tumbas son tranquilizadoras —prosiguió ella—. ¿Por
qué nos tomaríamos la molestia de enterrar a la gente si no existiera?
—En efecto —admitió también Alec.
Recorrieron lentamente el corto vial que llevaba a la casa. Lettie, que estaba
escribiendo junto a la ventana de la biblioteca, les miró y luego apartó los ojos.
Cuando entraron, Lisa Brooke, con su cabeza de rojos rizos, salía de la casa.
—¡Hola! —exclamó, mirando dulcemente a Jean Taylor.
Alec fue directamente a su cuarto, mientras Jean iba a buscar a Charmian.
Encontró a varias personas que la saludaron con un «Hola». Eran personas de
ideas abiertas. No hicieron malignas suposiciones a propósito de su paseo con Alec,
en aquel verano del 1928, pese a que algunas de ellas recordaban aquellos amores del
caserío en 1907. En aquellos tiempos había suscitado cierto revuelo. Sólo un
brigadier —que había sido invitado porque el dueño de la casa deseaba su opinión
sobre la cría de animales de leche, y se había cruzado con la pareja que estaba
paseando—, preguntó más tarde a Lettie, cuando aún Jean podía oírla:
—¿Quién es esa señora que he encontrado con Alec? ¿Ha llegado hace poco?
Lettie detestaba a Jean tanto como Jean la detestaba a ella, pero quería pasar por
una mujer de visión amplia. Por eso contestó que era la camarera de Charmian.
—Piense usted lo que quiera sobre esas cosas, pero a los otros sirvientes no les
gustará con seguridad —comentó el brigadier.
Su observación, después de todo, respondía a la verdad.
«No obstante —pensaba Jean Taylor mientras seguía sentada con Alec en la sala
Maud Long— quizás eso no había sido, al fin y al cabo, una broma. Quién sabe si,
por lo menos en parte, la pregunta de Alec había sido hecha sinceramente.»
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—Vamos, ponte serio —le dijo mirándose las manos deformadas por la artritis.
Alec Warner miró el reloj.
—¿Has de irte? —preguntó ella.
—No. Dispongo de diez minutos. Pero necesitaré tres cuartos de hora si atravieso
los jardines. He de atenerme escrupulosamente a mis horarios. ¿Sabes? Casi ya tengo
ochenta años.
—Me alivia pensar que no eres tú, Alec, quien hace esas llamadas…
—Querida mía, las llamadas telefónicas no son más que un parlo de la fantasía de
Lettie. La cosa es clara. No admite dudas.
—¡Ah, no! Por lo menos ese hombre le dijo a Godfrey dos veces: «Diga a doña
Lettie que recuerde que ha de morir».
—¿También lo oyó Godfrey? —preguntó Warner—. Bien, entonces debo ser un
maniático. Y Godfrey, ¿cómo se lo ha tomado? ¿Se ha asustado?
—Doña Lettie no me lo ha dicho.
—¡Intenta saber cómo han reaccionado! Quiero confiar en que la policía no
pondrá demasiado pronto las manos sobre ese individuo. Podrían registrarse
reacciones muy interesantes.
Alec se levantó para irse.
—Oh, antes de que le vayas, quisiera pedirte otra cosa.
Él volvió a sentarse y colocó el sombrero sobre el pequeño armario.
—¿Conoces a la señora Sidebottome?
—¿ Tempest? Es la esposa de Ronald. La cuñada de Lisa Brooke. Tiene setenta y
un años. La conocí en el 1930, en un barco, en el Golfo de Vizcaya. Era…
—Está bien. Tempest Sidebottome forma parte del consejo directivo del hospital.
La enfermera-jefe de la sala no es adecuada para ese cargo. Todas deseamos que la
trasladen a otra sala. ¿Quieres los detalles?
—No —contestó Warner—. Tú quieres que hable con Tempest.
—Sí. Hazle comprender que la enfermera en cuestión está siempre derrengada
por el excesivo trabajo. Hace tiempo hubo aquí un poco de alboroto por su culpa,
pero no se ha llegado a ninguna resolución.
—No puedo hablar en seguida con Tempest. La semana pasada ingresó en una
clínica para ser operada.
—¿Algo serio?
—Un tumor en el útero. Dada su edad es menos grave que en una mujer joven.
—Así, por el momento, no puedes hacer nada por nosotras.
—Ya pensaré si conozco a alguien más —prosiguió él—. ¿Has tocado el asunto
con Lettie?
—Sí, claro.
Él sonrió.
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—No le hables más. Es tiempo perdido, Jean. Tienes que empezar a considerar en
serio ir a esa clínica de Surrey. Los gastos no son grandes. Yo y Godfrey podemos
correr con ellos. Y creo que pronto también Charmian estará contigo. Has de tener
una habitación para ti sola, Jean.
—Ahora no —contestó Jean—. No quiero irme de aquí. He hecho algunas
amistades en la sala. Ahora, ésta es mi casa.
—Adiós, hasta el próximo miércoles, querida —dijo Alec.
Tomó el sombrero y miró a su alrededor fijando los ojos en cada una de las
encamadas, una después de otra.
—Si todo va bien —concluyó Jean.
Dos años antes, cuando ingresó en la sala Maud Long, Jean Taylor había deseado
ardientemente ir a aquella clínica privada de Surrey, de la cual tanto se había hablado.
Godfrey puso enormes inconvenientes por el pupilaje. Protestó en su presencia y citó
la opinión de muchos amigos de ideas progresistas, a propósito de los nuevos
hospitales gratuitos, que eran superiores a las clínicas particulares. Alec Warner había
hecho notar que aquéllos eran aún tiempos de transición, que una persona con la
inteligencia y las costumbres de Jean probablemente no se hubiera encontrado a su
gusto entre las comunes viejecitas de un hospital. «Aunque sólo fuese por el hecho —
había añadido— de que a Jean, en parte, nosotros la hemos hecho, deberemos cuidar
de ella.»
Y se había ofrecido a asumir la mitad de los gastos para el mantenimiento de Jean
en el Surrey. Pero, al final, Lettie puso término a la discusión, lanzando una especie
de desafío a Jean.
—¿No os verdad, querida, que usted «prefiere» ser independiente? Después de
todo, usted forma parte del público. Los hospitales son «suyos». Usted tiene el
derecho…
—Cierto, yo prefiero ir al hospital —había contestado Jean.
Tramitó por cuenta propia todas las gestiones necesarias y había dejado a Alec y a
Lettie aún sumidos en la cotidiana discusión a propósito de su destino.
A Alec Warner le había desagradado verla en aquella sala. La primera semana
expresó el deseo de que ella se trasladase a otro lugar. Jean, desgraciada como era,
había dudado. Los dolores aumentaban y aún no se había resignado. Hubo nuevas
consultas. De nuevo se discutió sobre el asunto. ¿Quería ser trasladada a Surrey? Y
Charmian, ¿no había podido reunirse allí con ella?
«Ahora no —pensó, luego de que Alec Warner se hubo marchado. Abuela
Valvona habíase enhorquillado los anteojos y estaba buscando los horóscopos—.
Ahora no —pensó Jean Taylor—. No ahora, que ya lo peor había pasado.»
* * *
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Al primer momento, con las luces de la mañana, Charmian perdonó a la señora
Pettigrew. Lentamente consiguió bajar por sí misma a la planta baja. Los otros
movimientos eran más difíciles, pero Mabel Pettigrew, con bastante gentileza, la
había ayudado a vestirse.
—Pero debería acostumbrarse a tomar el desayuno en la cama —le dijo Mabel
Pettigrew.
—No —contestó Charmian alegremente, mientras, vacilando un poco y
agarrándose al respaldo de las sillas daba la vuelta a la mesa para alcanzar su puesto
—. Sería una mala costumbre. Mi taza de té, en cama, cuando despierto, es todo lo
que deseo. Buenos días, Godfrey.
—Lydia May murió ayer en su casa de Knightsbridge, seis días antes de cumplir
noventa y dos años —leyó Godfrey en el periódico.
—Una bailarina del «Gayety» —comentó Charmian—. La recuerdo muy bien.
—Esta mañana está en forma —notó Mabel Pettigrew—. No olvide tomarse las
pildoras.
Había puesto el frasquito junto al plato de Charmian. Ahora desenroscó el tapón y
tomó dos pildoras, que colocó ante su dueña.
—He tomado ya las pildoras —protestó Charmian—. Las he tomado con el té de
la mañana, ¿recuerda?
—No —replicó Mabel Pettigrew— se equivoca, querida. Tome las pildoras.
—Había hecho una fortuna —comentó Godfrey—. Se retiró de la escena en el
1893, y se casó con una montaña de dinero, tanto la primera como la segunda vez.
¿Quién sabe cuánto habrá dejado?
—Esas son cosas que ocurrieron en los tiempos de mi niñez —observó Mabel
Pettigrew.
—¡Tonterías! —exclamó Godfrey.
—Perdone, señor Colston, pero fue precisamente durante mi niñez. Si se retiró en
1893, yo entonces era una niña.
—La recuerdo —dijo Charmian—. Cantaba con mucho sentimiento. Como
entonces era costumbre, naturalmente.
—¿En el «Gayety»? —preguntó Mabel Pettigrew—. Claro que…
—No. Yo la oí en una recepción privada.
—Ah, entonces usted debía ser una señorita. Tome sus pildoras, querida.
Y empujó las dos pildoras blancas hacia Charmian.
Charmian las rechazó.
—Ya las he tomado esta mañana —repitió—. Lo recuerdo perfectamente bien.
Tengo la costumbre de tomar las pildoras con el primer té.
—No siempre —insistió Mabel Pettigrew—. Alguna vez se le olvida y las deja en
la bandeja, como esta mañana para ser verídicos.
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—Era la más joven de catorce hijos —leyó aún Godfrey en el periódico—, y
pertenecía a una familia de baptistas observantes. A la muerte de su padre, a los
dieciocho años, hizo su debut en un pequeño papel en el «Lyceum». Alumna de Ellen
Terry y de Henry Irving, les dejó más tarde para pasar al «Gayety», en donde se
convirtió en la primera bailarina. El entonces Príncipe de Gales…
—Nos la presentaron en Cannes, ¿verdad? —interrumpió Charmian, la cual,
aquella mañana, iba adquiriendo confianza en su memoria.
—Exacto —confirmó Godfrey—. Hacia 1910.
—Ella saltó sobre una silla, miró a su alrededor y exclamó: «¡Dios, este sitio
apesta a realeza!» Recuerdo que todos nos quedamos terriblemente turbados.
—No, Charmian, no. Esta vez te equivocas. La que se subió sobre la silla fue una
de las hermanas Lilley y el hecho ocurrió mucho después. Lydia May era una
muchacha completamente diferente. Pertenecía a otra clase social.
La señora Pettigrew acercó, aún más, las dos pildoras a Charmian, sin decir una
palabra.
—No debo superar la dosis —dijo Charmian, y con temblorosa mano volvió a
poner las dos pildoras en el frasco.
—Charmian, toma esas pildoras, querida —insistió Godfrey, y ruidosamente
bebió un sorbo de té.
—Ya he tomado dos. Recuerdo muy bien haberlo hecho. Cuatro podrían hacerme
daño.
Mabel Pettigrew levantó los ojos al techo y suspiró.
—¿Para qué sirve que yo pague las campanudas facturas del médico, si luego tú
rehusas tomar todo eso?
—Godfrey, no tengo ninguna intención de acabar envenenada por una dosis
excesiva. Por otra parte, las facturas las pago yo y con mi dinero.
—¡Envenenada, imagínese! —exclamó Mabel Pettigrew, dejando la servilleta
sobre la mesa, como quien se esfuerza en contenerse más allá de los límites de lo
soportable.
—Ni tampoco deseo correr el riesgo de sentirme mal —insistió Charmian—. No
quiero tomar las pildoras, Godfrey.
—Está bien —dijo él—. Si es así como lo piensas, he de decirte que nos
conviertes la vida en algo malditamente difícil, y nosotros no podemos asumir
ninguna responsabilidad si tienes otro ataque por no seguir las prescripciones del
médico.
Charmian se puso a llorar.
—¡Ya sé que quieres internarme en una clínica!
La señora Anthony había entrado en aquel momento para levantar la mesa.
—¿Qué dice? —exclamó—. ¿Quién quiere hacerla ingresar en una clínica?
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Charmian dejó de llorar y le preguntó:
—Taylor, ¿ha visto la bandeja de mi té cuando la han llevado abajo?
Anthony no parecía haber comprendido la pregunta. Si bien, por descontado, la
había oído, intuía que implicaba mucho más de cuanto parecía expresar.
—Ha visto… —repitió Charmian.
—En resumen, Charmian —exclamó Godfrey previendo la posibilidad de una
contradicción entre la respuesta de Anthony y la precedente afirmación de la señora
Pettigrew.
Precisamente en este sentido, él estaba verdaderamente obsesionado por la
preocupación de prevenir un posible conflicto entre las dos mujeres. Su comodidad,
el proceso regular de su vida dependían de la permanencia de Anthony en su casa. Si
ella se despedía, él, probablemente, habría de renunciar a la casa y acabaría en una
posada. Por otra parte, ahora que habían conseguido conquistar a Mabel Pettigrew
debían conservarla, pues, de otra manera, Charmian acabaría retirándose en un
pensionado.
—En definitiva, Charmian, no queremos más discusiones sobre tus pildoras —
exclamó Godfrey.
—¿Qué decía de la bandeja del té, señora Colston?
—¿Había algo en la bandeja cuando, desde mi cuarto, se la han llevado abajo?
—Claro que no había nada en la bandeja —interrumpió Mabel Pettigrew—. Yo
volví a colocar en la botellita las dos pildoras que usted se olvidó de tomar.
—En la bandeja había una taza y un platito. Lo ha llevado abajo la señora
Pettigrew —dijo Anthony, esforzándose para contestar con la mayor precisión posible
a preguntas que la dejaban todavía algo perpleja.
La señora Pettigrew empezó a disponer ruidosamente la vajilla de la colación
sobre la bandeja de Anthony, y le dijo:
—Venga, querida, que tenemos trabajo.
Anthony intuyó que, en cierto modo, había defraudado lo que de ella esperaba
Charmian, y mientras seguía a Mabel Pettigrew fuera de la habitación, hizo una
mueca.
—Observa qué jaleo has armado —dijo Godfrey, cuando las dos ya habían dejado
la habitación—. La señora Pettigrew estaba muy impaciente. Si la perdemos…
—¡Ah! —exclamó Charmian—. ¡Estás tomándote el desquite, Eric!
—Yo no soy Eric.
—Pero te tomas el desquite.
Quince años antes, cuando tenía setenta y uno, y su memoria había empezado a
declinar ligeramente, Charmian se dio cuenta de que Godfrey se había puesto en
contra de ella, como quien estuvo esperando la venganza largo tiempo. No creía que
él fuera consciente de ello. La suya era una reacción instintiva contra los años durante
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los cuales había sido el marido de una mujer famosa y genial, y advertía que a
continuación —gracias a ella— estaba recogiendo una cosecha que no había
sembrado.
Entre los setenta y dos a los ochenta años, Charmian no le había censurado sus
modos despóticos. Aceptó sin comentarios aquella autoritaria manera de hacer, hasta
que la propia debilidad se agarró hasta el punto de constreñirla a depender de él
siempre más cada vez. Fue entonces cuando, cumplidos los ochenta años, ella
empezó a repetir a menudo aquella frase que en el pasado hubiera juzgado poco
sabía: «Estás tomándote represalias».
En esta circunstancia, como siempre, él refutó.
—¿Desquite «de qué»?
En verdad, Godfrey no se daba cuenta. Sólo comprendía que la mujer empezaba a
creerse objeto de persecuciones. Veneno, venganza, ¿y qué otra cosa más dentro de
poco?
—Te estás metiendo en la cabeza que todos los que te rodean conspiran contra ti
—añadió.
—¿De quién es la culpa si me estoy volviendo así? —insistió Charmian con
aspereza ofensiva.
Esta pregunta le exasperó, en parte porque observó en ella más profunda verdad
que en todas las demás acusaciones de la mujer, y en parte porque no sabía qué
responder. Se sentía como un hombre aplastado por un pesado fardo.
Más tarde, por la mañana, cuando llegó el doctor, Godfrey le detuvo en el
vestíbulo.
—Doctor, hoy está intratable.
—¡Ah, bien, bien! —contestó el médico—. Eso es un síntoma de vitalidad.
—Si sigue así, será necesario pensar en una clínica.
—Sería una buena idea, siempre que se consiga hacerla agradable para la señora
—prosiguió el doctor—. Por lo que a la asistencia regular se refiere, ciertamente, la
clínica presenta muchas ventajas. He visto casos mucho más graves que el de su
esposa, que mejoraban milagrosamente con el traslado a un ambiente verdaderamente
cómodo y confortable. Y usted, ¿cómo se encuentra?
—¿Yo? Verá, ¿qué puede esperarse con todas estas preocupaciones domésticas
que me caen sobre los hombros? —Godfrey señaló la entrada de la tribuna en donde
Charmian estaba esperando—. Será mejor que entre —dijo al doctor.
Se sentía defraudado por la falta de comprensión y apoyo que había esperado, y le
desagradaba vagamente que el doctor hubiese hablado de una posible mejora de su
mujer, caso de que la hubiese internado en una clínica.
La mano del médico estaba ya sobre del tirador de la puerta.
—Yo no me preocuparía demasiado de las cuestiones caseras —dijo—. Salga lo
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más a menudo que pueda. Como ya le he dicho, su mujer podría recobrarse muy bien
si la trasladáramos a otra parte. Quizás el cambio de ambiente actúe como un
estímulo… Naturalmente, su resistencia, a su edad… Pero no digo que no pueda
reanudar sus salidas. En buena parte, lo suyo es una simple neurastenia. Tiene
extraordinaria capacidad para recobrarse, casi como si en ella hubiera una secreta
corriente…
«Ésta es la coba obligada —pensó Godfrey—. Charmian tendrá su corriente
secreta, pero soy yo quien paga las facturas.»
De repente tuvo esa salida:
—Bien, alguna vez pienso que merecería que se la mandase fuera de casa. Fíjese
en esta mañana, por ejemplo…
—«¡Se merecería!» —protestó el doctor—. Observe que nosotros no
recomendamos las clínicas como un castigo, ¿comprende?
«¡Maldito!» —exclamó Godfrey, todavía al alcance del oído del médico, el cual
no había entrado aún en la habitación en donde Charmian lo esperaba.
El doctor no había cruzado el umbral, cuando entró Mabel Pettigrew por la puerta
de la tribuna.
—Buen tiempo, pese a la estación —dijo.
—Cierto —convino el doctor—. Buenos días, señora Colston. ¿Cómo se
encuentra hoy?
—Esta mañana no hemos querido tomar las pildoras —dijo Mabel Pettigrew.
—Bien, paciencia.
—Las he tomado —insistió Charmian—. Las he tomado con mi primer té, y han
intentado obligarme a tomar otras en la comida. Yo sé que las he tomado con el
primer té. Imagínese si hubiese tomado una segunda dosis…
—No tendría demasiada importancia —le interrumpió el médico.
—Pero —intervino Mabel Pettigrew—, siempre es peligroso sobrepasar la dosis
prescrita.
—A partir de ahora intente observar un rígido control, mantener un ritmo regular
con las medicinas —recomendó el doctor a Mabel Pettigrew—. Haciéndolo así, ni
una ni otra cometerán errores.
—Por mi parte no ha habido tal error —rebatió la señora Pettigréw—. Mi
memoria es perfecta.
—Si es así —objetó Charmian—, deberemos preguntarnos cuáles eran sus
«intenciones» al pretender hacerme tomar una segunda dosis. Taylor sabe que yo he
tomado mis pildoras como siempre. No las he olvidado en la bandeja.
—Señora Pettigrew, si quisiera dejarnos solos un momento… —dijo el doctor,
mientras tomaba el pulso de Charmian.
Mabel Pettigrew salió con un profundo suspiro de cansancio perfectamente
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perceptible, y fue hacia la cocina en donde regañó a Anthony «por haber tomado
partido por aquella loca».
—No está loca —replicó la doméstica—. Conmigo siempre ha sido buena.
—No, no está loca, tiene usted razón. Es astuta y maligna. Y además no está
débil. Finge que lo está, permita que se lo diga. He estado observándola cuando ella
no podía darse cuenta. Si se le antoja, está en condiciones de dar vueltas y más
vueltas por toda la casa.
—No «si se le antoja» —rezongó Anthony—, sino cuando tiene fuerzas para
hacerlo. Después de todo, yo estoy aquí desde hace nueve años, ¿no? La señora
Colston es una persona que tiene necesidad de mucha comprensión. Tiene sus días
buenos y sus días malos. Nadie la comprende tanto como yo.
—Es ridículo que una mujer de mi posición deba escuchar cómo la acusan de
intento de envenenamiento —continuó la señora Pettigrew—. Por Dios, si
precisamente yo quisiera hacer una cosa de tal naturaleza, seguiría, desde luego, un
sistema bien diferente, se lo aseguro: no le daría una dosis excesiva de medicina en
presencia de todos.
—Lo creo —dijo Anthony—, pero ahora apártese de aquí —añadió.
En efecto, sin ninguna necesidad, Mabel Pettigrew había empezado a barrer el
suelo.
—¡Cuidado cómo me hable, señora Anthony!
—Oiga —continuó la doméstica— ahora que siempre está en casa, mi marido no
para de refunfuñar por causa de este servicio que desempeño en casa de los Colston.
No le gusta que esté fuera tantas horas. Yo trabajo únicamente para conservar un
poco de independencia y luego porque lo he hecho siempre desde que me casé. Pero
ahora que tengo setenta años y mi viejo sesenta y ocho, podemos pasarnos muy bien
con la pensión. Intente fastidiarme, y le diré, como dos y dos son cuatro, que me
marcho. Durante esos nueve años he cuidado de «ella» yo sola y hemos salido
adelante y muy bien… antes de que viniera usted a interferirse y a armar cizaña.
—Hablaré al señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—, y le informaré de todo lo
que me ha dicho.
—¡Él! —exclamó Anthony—. ¡Háblele, si quiere! ¡Me importa un pepino «él»!
Es «ella» la que me importa, no «él».
Y la señora Anthony puso término a sus palabras, con una mirada insolente.
—¿Qué es, exactamente, lo qué quiere decir con eso? —preguntó Mabel
Pettigrew—. ¿Qué quiere usted decir?
—Arréglese por sí sola para comprenderlo. He de preparar la comida.
La señora Pettigrew fue a buscar a Godfrey, el cual no estaba en casa. Salió por la
entrada principal, dio vuelta a la casa hasta las puertas-ventana de la tribuna y entró.
Vio que el médico ya se había marchado y que
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Charmian estaba leyendo un libro. Rebosaba de furiosa rabia. Pensaba que si
hubiese tenido un ataque de nervios, ciertamente ningún doctor correría para decirle
amables frases y ponerle una inyección para calmarla, y consentir que luego
permaneciese sentada leyendo tranquilamente un libro, después de haber llevado de
coronilla a toda la familia.
La señora Pettigrew subió a echar una ojeada a los dormitorios para ver si estaban
en orden, pero, en realidad, para curiosear y dejar que se apagase su rabia. Estaba
molesta por haber perdido los estribos con la señora Anthony. Debería haber cuidado
de mantener las distancias. Pero siempre había sido así, incluso en el tiempo en que
vivió con Lisa Brooke: cuando había de tratar con los domésticos, sus inferiores, les
daba demasiada confianza. Signo de gentileza de ánimo, pero también de debilidad.
Pensó que había sido un error de principio tratar con Anthony, así ya desde su
llegada. Debía haber establecido las justas distancias con aquella mujer y reservarse
para hacerle confidencias. ¡Y ahora había descendido hasta el punto de discutir con
ella! Estos pensamientos le dieron la deprimente sensación de haber hecho una cosa
tonta y contraria a los propios intereses. A determinadas personas esta sensación les
despierta un sentimiento de culpabilidad. Presa de este estado de ánimo, se arrepintió
y, mientras seguía de pie junto a la cama de Charmian, cuidadosamente arreglada,
decidió consolidar su posición en aquella casa y, a partir de ahora, tratar a la señora
Anthony con mayor indiferencia.
Un hediondo tufo de comida quemada subió por el hueco de la escalera y penetró
en el dormitorio de Charmian. Mabel Pettigrew se asomó por la barandilla y olisqueó.
Luego prestó oídos. De la cocina no llegaba ningún rumor. Ningún rumor de
pucheros movidos apresuradamente sobre los hornillos de gas. Bajó hasta mitad de
las escaleras y volvió a escuchar. De la pequeña tribuna en donde Charmian estaba
sentada le llegó un sonido de voces. La señora Anthony estaba relatando a la ama las
ofensas recibidas. Mientras, algo estaba quemándose en el horno. Las patatas se
convertían en carbón y el hervidor del té se vertía sobre el hornillo. Mabel Pettigrew
volvió a subir las escaleras y se dirigió al piso superior en donde estaba su habitación.
De un cajoncito sacó una caja llena de llaves. Seleccionó cuatro, las guardó en su
bolsita de gamuza negra que —seguramente a causa de su ocupación— llevaba
siempre por casa y regresó a la habitación de Charmian. Allí probó, una a una, las
llaves en la cerradura del secreter. La tercera iba bien. No miró dentro. Cerró en
seguida. Con la misma llave probó de abrir los cajones. No iba bien. La colocó con
cuidado en un compartimiento separado de su bolsita y probó las otras llaves.
Ninguna se adaptaba a las cerraduras de los cajones. Salió al rellano en donde el olor
a quemado era ya de una alarmante intensidad y se puso a escuchar. La señora
Anthony seguía aún con Charmian. Naturalmente al regresar a la cocina encontraría
trabajo suficiente para permanecer ocupada otros diez minutos. Mabel Pettigrew sacó
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de la bolsita un paquete de goma de mascar y se puso a desenvolverlo. Volvió a
colocar en la bolsita el paquete con tres tiras y las otras dos se las puso en la boca.
Sentada cerca de la puerta abierta, masticó durante algunos segundos. Luego,
humedeció la punta de los dedos con su lengua, sacó de la boca la goma ablandada y
la aplastó. Por último mojó la goma con la lengua y la aplicó en el ojo de la cerradura
de uno de los cajones. La separó luego y la dejó sobre la mesita de noche para que se
secase. Luego cogió otros dos trocitos, y después de haberlos masticado como los
precedentes, mojó la pequeña masa y la aplicó en el ojo de la cerradura de otro cajón.
Colgó la bolsita de la muñeca y sosteniendo con el índice y el pulgar de ambas manos
los pedazos de goma con la impresión de las llaves, subió las escaleras y entró en su
habitación. Con cautela colocó la endurecida goma en un cajón, cerró con llave y
bajó al piso inferior atravesando la casa ahora invadida de humo y de mal olor.
La señora Anthony salía trotando de la sala cuando Mabel Pettigrew se asomaba
por el primer tramo de escaleras.
—¿Huelo a quemado o me equivoco? —preguntó.
Justo el tiempo de alcanzar el pie de la escalera y ya Anthony estaba en la cocina
sosteniendo debajo del grifo del agua la sartén de la cual salían rabiosas columnas de
humo. Una densa nube azul salía a oleadas por las rendijas de la puertecita del horno.
Mabel Pettigrew la abrió y se vio obligada a echarse hacia atrás rechazada por un
chorro de humo. Anthony dejó caer la sartén con las patatas y corrió hacia el horno.
—¡Cierre el gas! —chilló a Mabel Pettigrew—. ¡Oh, mi pobre pastel de carne!
Refunfuñando, la señora Pettigrew se acercó al horno y dio vuelta a las llaves del
gas. Luego corrió, tosiendo, fuera de la cocina y se dirigió adonde estaba Charmian.
—Huelo a quemado —dijo Charmian.
—El pastel y las patatas están carbonizados.
—¡Oh, no debía haber hablado tanto con la señora Taylor! Hay un olor tremendo,
¿no? ¿Deberíamos abrir las ventanas?
La señora Pettigrew abrió los ventanales, y, como un fantasma, una cinta de humo
color turquesa se dispersó gentilmente por el jardín.
—Godfrey se enojará —dijo Charmian—. ¿Qué hora es?
—Pasan ya veinte minutos.
—¿De las once?
—No, de las doce.
—¡Santo cielo! Vaya a ver cómo se las arregla la señora Anthony. Godfrey llegará
de un momento a otro.
Mabel Pettigrew no se movió del ventanal.
—Temo que la señora Anthony está perdiendo el sentido del olfato. Demuestra
tener más de sus setenta años, ¿no le parece? Yo más bien la definiría como a una
setentona «vieja». Debía haber notado el olor de quemado antes de que fuese tan
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intenso.
Oyeron un chirriar que procedía de la cocina. Era Anthony que, con agua, lo
estaba empapando todo.
—«Yo» no he notado ningún tufo —dijo Charmian—. Temo que la he entretenido
hablando demasiado. ¡Pobrecilla! Es…
—Aquí está el señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—. Acaba de entrar.
Y fue a su encuentro en el recibidor.
—¿Qué diablos se está quemando? —preguntó—. ¿Ha habido un incendio?
La señora Anthony salió de la cocina. Le hizo un resumen de lo ocurrido
mezclándolo con cargos y lamentos, y acabó dando los ocho días.
—Voy a hacer una tortilla —ofrecióse Mabel Pettigrew, y elevando la mirada al
cielo, detrás de la espalda de la sirvienta, para que Godfrey la viese, desapareció
hacia la cocina para afrontar el caos.
Pero Godfrey no comió nada.
—Es tuya toda la culpa —dijo a Charmian—. En esta casa todo está revuelto a
causa de haber provocado esta mañana la porfía de las pildoras.
—Una dosis excesiva hubiera podido perjudicarme, Godfrey. No estoy obligada a
saber si aquellas pildoras son inocuas.
—No se trataba de una dosis excesiva. Además, me gustaría saber por qué las
pildoras son inocuas. Quiero decir que si ese tipo te prescribe dos y tú incluso puedes
tomar cuatro, ¿qué clase de prescripción es ésta? ¿Qué bien pueden hacerte esas
pildoras? Le pagaré su cuenta y le diré que no se deje ver más por aquí. Tomaremos
otro médico.
—Rehúso que me visite otro doctor.
—La señora Anthony ha dado los ocho días. ¿Te das cuenta de lo que eso
significa?
—Ya la persuadiré yo para que se quede —dijo Charmian—. Esta mañana ha sido
sometida a una dura prueba.
—Vuelvo a salir —dijo Godfrey—. En esta casa hay demasiado hedor.
Cogió el abrigo y regresó.
—Prueba de hacer que la señora Anthony cambie de criterio. —Por precedentes
experiencias sabía que sólo Charmian podía lograrlo—. Es lo menos que puedes
hacer después de todo el jaleo que…
La señora Pettigrew y la señora Anthony estaban sentadas comiendo sus tortillas.
Llevaban los abrigos puestos porque era forzoso tener todas las ventanas abiertas.
Durante la comida, Mabel Pettigrew volvió a litigar con la doméstica y en seguida
quedó malparada.
«Si al menos, yo consiguiera mantener las distancias, jugaría mejor mis cartas»,
pensó con un sentimiento de culpa.
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Durante toda la tarde la señora Anthony permaneció sentada junto a Charmian,
mientras la señora Pettigrew —consciente de cumplir un acto que le servía de
satisfacción— cogió los trocitos de goma de mascar, cada uno con clara impresión de
una cerradura, y los llevó a Camberwell Green a cierta persona a quien conocía.
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VII
El aire más bien era fresco. Godfrey caminaba por el lado de la calle iluminado
por el sol. Había aparcado su coche a la esquina de King's Road, enfrente de un
edificio bombardeado. De ese modo si alguien lo reconocía, no podría sospechar por
qué extraño motivo él se encontraba por esos parajes. Desde hacía más de tres años,
Godfrey se desvivía diciendo a todos sus conocidos que vivían cerca de Chelsea, que
en Chelsea estaba su oculista, que en Chelsea estaba su abogado, que, a menudo, él
iba a Chelsea para visitar a su pedicuro. Sus conocidos más suspicaces se habían
preguntado alguna vez, por qué Godfrey insistía en precisar estos detalles con tanta
insistencia, casi a cada encuentro. Pero, después de todo, Godfrey tenía más de
ochenta años y podía suponerse que se sintiera inclinado a insistir sobre las cosas más
triviales.
Pero Godfrey pensaba que la prudencia no era nunca demasiada. Incluso después
de haber precisado la existencia en aquel barrio de un oculista, de un abogado y de un
pedicuro para justificar sus frecuentes apariciones en Chelsea, consideraba que era
igualmente necesario aparcar el coche en un lugar anónimo y recorrer a pie el resto de
la calle, escogiendo adrede las calles transversales, hasta Tite Street. Aquí, en un
departamento de los bajos vivía Olive Mannering, la nieta de Percy Mannering, el
poeta.
Llegado a los peldaños, se volvió. Torció a la derecha y luego a la izquierda. Miró
aún a la derecha y luego empezó a bajar. Abrió la puerta y llamó:
—¡Eh! ¡Hola!
—Cuidado con los escalones —le gritó Olive desde la habitación que daba a la
calle, a la izquierda. Habían otros tres peldaños para bajar, más allá del umbral.
Godfrey los bajó con extraordinaria cautela y prosiguió a lo largo del pasillo hasta
una habitación muy iluminada. Los muebles eran bajos y gruesos, modernos,
pintados, preferentemente, de amarillo. La muchacha, por contraste, parecía más bien
morena. Veinticuatro años, piel olivácea, verdusca. Parecía española. Tenía grandes
ojos, ligeramente salientes. Las piernas, de grandes y llenas pantorrillas, estaban
desnudas. Sentada encima de un taburete, Olive las calentaba delante de un gran
radiador eléctrico mientras leía el «Manchester Guardian».
—Dios mío, ¿es usted? —exclamó al ver entrar a Godfrey—. Su voz es casi
idéntica a la de Eric. Creí que era él.
—Así que está en Londres, ¿eh? —preguntó Godfrey, mirando a su alrededor,
receloso.
Efectivamente, cierta tarde que había ido a ver a Olive, resultó que también estaba
Eric, su hijo. Inmediatamente Godfrey preguntó a la muchacha: «He pensado que
usted podría tener la dirección de su abuelo. Debo ponerme en contacto con él».
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Olive se había echado a reír. «¡Ah, hum.!», había comentado sólo Eric con un
tono lleno de significado y —como más tarde le dijo Olive— poco respetuoso.
—«Deseo ponerme en contacto con él a causa de ciertas poesías»— había continuado
Godfrey mirando directamente a la cara de su hijo.
Olive era una buena muchacha. Lo era tanto que hasta pasaba a Eric buena parte
de la asignación mensual que recibía de Godfrey. Creía que era su deber para con
Eric, desde el momento que su padre no le daba a él un solo céntimo desde hacía ya
casi diez años. Ahora Eric tenía cincuenta y seis.
—¿Está Eric en Londres? —preguntó de nuevo Godfrey.
—Sí.
—Entonces será mejor que no me entretenga.
—Hoy no vendrá. Voy a ponerme las medias. ¿Quiere una taza de té?
—Sí, gracias.
Godfrey dobló el abrigo por la mitad, lo depositó sobre el diván-cama y, encima,
colocó el sombrero. Miró si las cortinas de las ventanas estaban bien cerradas y,
finalmente, se dejó caer sobre una de las butacas amarillas, las cuales, para su gusto,
eran demasiado bajas. Cogió el «Manchester Guardian». A intervalos, mientras
seguía esperando, echaba una ojeada al reloj.
Olive regresó, llevando ya las medias puestas, con la bandeja de té.
—¿Tiene prisa? —preguntó cuando vio que Godfrey miraba al reloj.
No. No es que tuviese prisa. Pero no había aún conseguido comprender la razón
de su impaciencia de esa tarde.
Olive depositó la bandeja encima de una mesita baja y sentóse sobre el taburete.
Se levantó un borde de la falda hasta el punto en el cual las ligas se encuentran con el
borde de la media, y manteniendo las piernas comedidamente juntas y ladeadas,
empezó a servir el té.
Godfrey no sabía lo que le había ocurrido. Su mirada estaba fija en los corchetes
de las ligas, pero —quién sabe por qué— el espectáculo no le daba la acostumbrada
satisfacción. Miró el reloj.
Olive, al pasarle el té, notó que la atención de Godfrey por las ligas era menos
considerable de lo que solía.
—¿Algo que no va? —preguntó.
—No —contestó él, y empezó a sorber el té mirando el orillo de las medias y
esforzándose claramente a dejarse hipnotizar.
Olive encendió un cigarrillo y se puso a observarle. Los ojos de Godfrey no
tenían su habitual vivacidad.
—¿Qué le pasa? —preguntó ella de nuevo.
También él se lo estaba preguntando mientras sorbía el té.
—El coche da muchos gastos —contestó.
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—¡Oh, vamos!
A ella se le escapó una risita.
—El costo de la vida… —murmuró Godfrey.
Olive cubrió las ligas con el extremo de la falda y se sentó juntando las rodillas,
como quien ha malgastado sus esfuerzos. Él ni pareció haberse dado cuenta de su
ademán.
—¿Ha leído en el periódico —preguntó Olive— lo de ese predicador que ha
dicho un sermón en el día que cumplía cien años?
—¿En qué periódico? ¿Dónde? —dijo él, tendiendo la mano para coger el
«Manchester Guardian».
—En el «Daily Mirror». No sé dónde lo he dejado. El predicador dijo que
cualquiera puede vivir hasta los cien años si obedece las leyes de Dios y se conserva
joven de espíritu. ¡Imagínese!
—Esos ladrones del Gobierno no te permiten que te conserves joven de espíritu
—rezongó él—. Es un verdadero, un auténtico, un real robo.
Olive no le había escuchado. De otra manera no hubiera escogido ese momento
para decir:
—Eric está con el agua hasta el cuello, ¿lo sabe?
—Siempre está con el agua hasta el cuello. ¿Qué le pasa ahora?
—Lo de siempre —contestó ella.
—Lo de siempre, ¿qué?
—Dinero.
—No puedo hacer más por Eric. He hecho ya más de lo necesario. Mi hijo me ha
arruinado.
Como una revelación, Godfrey se dio cuenta entonces de lo que aquella tarde
había apartado su interés de las ligas de Olive. Era el pensamiento del dinero, de este
compromiso fijo con Olive, que duraba ya desde hacía tres años. Horas agradables,
eso era cierto… «Uno», probablemente, aún había salido ganando…, pero ahora,
Mabel Pettigrew… ¡Vaya descubrimiento! Se contentaba con la propina de una
esterlina, y, además, era una mujer agradable. ¿Y la pejiguera de ir hasta Chelsea?
Nada tenía de extraordinario que «uno» se sintiera a ras de tierra, especialmente
cuando no conseguía libertarse fácilmente de un compromiso como el que había
contraído con Olive, tanto más…
—No me siento muy bien en estos últimos días —observó—. El doctor cree que
me agito demasiado.
—¿Cómo? —dijo Olive.
—Sí. Debería quedarme más tiempo en casa.
—¡Dios mío! —exclamó la joven—. A su edad, usted es extraordinario. Un
hombre como usted no podrá estar nunca encerrado en casa las veinticuatro horas del
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día…
—Claro —admitió él—, también eso es verdad.
Y sintió el impulso de mirar con deseo las piernas de la muchacha en aquel punto
en el cual, bajo el vestido, los cierres de las ligas se juntan con el borde de las medias.
Pero ella no hizo ningún movimiento para ponerlas al descubierto.
—Dígale al médico que se vaya al infierno —dijo Olive—. ¿Por qué le ha
consultado?
—Algún dolorcito aquí y aquí, querida. Nada serio, naturalmente.
—Muchos hombres, más jóvenes que usted, están atormentados por pequeños
dolores en alguna parte. Fíjese en Eric, por ejemplo…
—Nota los años, ¿eh?
—Dios mío, yo diría que sí.
—No puede culpar a nadie, sino a sí mismo —insistió Godfrey—. Digo mal, me
equivoco. A mi parecer, la culpa es de su madre. A partir del momento que el
muchacho nació, ella…
Se apoyó en el respaldo del sillón, las manos cruzadas sobre el estómago. Olive
cerró los ojos y se relajó. Mientras, la voz de él continuó resonando en aquella tarde
avanzada.
* * *
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vasito! Extraño que Olive, por lo que aparentaba, no tuviese licores en su pisito. Ella
decía que no podía permitirse ese lujo. ¡Muy raro que no pudiera permitírselo! «Uno»
se pregunta en qué empleaba su dinero.
* * *
A las seis y media Alec Warner estaba con Olive. Ella le sirvió un gin and tonic, y
él lo colocó sobre de una mesita cercana a su sillón. Sacó una libreta de tapas rígidas.
—¿Novedades? —preguntó, apoyando la gran cabeza canosa en el respaldo
amarillo del sillón.
—A Guy Leet lo ha visitado otra vez el médico. Algo del cuello. Se trata de una
forma insólita de reumatismo, que tiene un nombre raro. Algo así como tor… torco…
o una cosa parecida.
—¿Tortícolis, quizá?
—Sí, eso.
Alec Warner hizo una anotación en la libreta.
—Para que te fíes de ese tipo —exclamó—. ¡Un reumatismo raro! Y a los otros,
¿cómo les van las cosas?
—Doña Lettie ha vuelto a modificar el testamento.
—Divertido —comentó él. E hizo otro apunte—. ¿En qué sentido lo ha
cambiado?
—Eric ha sido excluido otra vez. En cambio, vuelve a figurar Martín, el otro
sobrino, el que está en África.
—Lettie sospecha que Eric es el responsable de las llamadas telefónicas, ¿verdad?
—Sospecha de todos. ¡Dios mío! Éste es su acostumbrado sistema de poner a Eric
a prueba. Incluso también ha sido excluido del testamento el ex investigador.
—¿El inspector jefe Mortimer?
—Sí. Ella cree que puede ser el culpable. Es raro. Apenas le encarga de que se
ocupe privadamente del caso, y ya empieza a sospechar de él.
—¿Cuántos años tiene Mortimer? —preguntó Alec.
—Casi setenta…
—Eso ya lo sé. Pero ¿cuándo los cumple exactamente? ¿Se ha informado?
—Trataré de saberlo con mayor precisión —contestó Olive.
—Debe informarse.
—Creo que los cumple dentro de poco —dijo Olive, para reparar su negligencia
lo mejor que pudo—. Dentro de los primeros días del año, me parece.
—Infórmese con toda exactitud, querida. De momento, no es todavía uno de los
«nuestros». Nos ocuparemos de «él» el próximo año.
—Lettie cree que el culpable pueda ser también usted —dijo Olive—. ¿No es
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verdad?
—Lo dudo —contestó Alec con aire de cansancio.
Había recibido una carta de Lettie. en la cual ella le hacía la misma pregunta.
—¡Qué manera de hablar! —comentó la muchacha—. Bien, yo no me siento
inclinada a excluir que usted pueda ser el culpable. Esta mañana la señora Anthony
—continuó hablando seguidamente— se ha peleado con la señora Pettigrew, y
amenaza con dejar la casa. Charmian ha acusado a la señora Pettigrew de intento de
envenenamiento.
—Una noticia ciertamente muy interesante —comentó Warner—. Por lo que
adivino, Godfrey ha estado hoy aquí, ¿no es así?
—Sí. Estaba un poco raro. Alguna cosa debe de haberlo agitado.
—¿Ningún interés por las ligas, hoy?
—No. Y sin embargo, llegué hasta el límite. Luego me dijo que su médico no
quiere que salga y vaya dando demasiadas vueltas por ahí. No sé si interpretar eso
como una alusión, o bien…
—La señora Pettigrew… ¿Ha pensado en «ella»?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Olive—. No, no se me ocurrió.
Afloró una ancha sonrisa a sus labios, que cubrió con la mano.
—Intente descubrir la verdad —recomendó él.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó aún la muchacha—. ¡Adiós las cinco esterlinas para
el pobre viejo Eric! Me lo temía. Cree que la señora Pettigrew sea del tipo de…
—Sí —contestó Alec, tomando apuntes.
—En la cocina —contestó Olive—, tengo un periódico con un articulito a
propósito de un predicador que pronunció un sermón el día que cumplió los cien
años.
—¿Qué periódico es?
—El «Daily Mirror».
—Mi agencia de recortes de prensa también me manda las noticias del «Daily
Mirror». Alguna vez se olvida de los periódicos de segunda fila. De todos modos se
lo agradezco. Siempre que pueda téngame también al corriente de noticias de esa
clase. Esté al cuidado.
—Conforme —contestó Olive, y sorbió su copita de licor contemplando la vieja
mano de él, de venas claramente visibles, que movía la pluma de manera
ininterrumpida y cubría la página de pequeñísima escritura.
Warner levantó la mirada.
—Según usted, ¿cuántas veces orina?
—¡Oh, Dios mío! Sobre ese particular el «Daily Mirror» no decía nada.
—Sabe muy bien que estoy hablando de Godfrey Colston.
—¡Ah! Ha estado aquí un par de horas y ha ido dos veces al retrete.
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Naturalmente, había bebido dos tazas de té.
—Así pues, ¿el promedio es de dos veces cuando viene aquí?
—No lo recuerdo. Creo que…
—Ha de tratar de recordarlo todo con exactitud, querida mía… Ha de observar,
querida, y rezar. Es el único sistema para lograr ser unos estudiosos: observar y rezar.
—¿Estudiosa, yo? ¡Dios mío! Hoy Godfrey tenía en los pómulos las manchas más
rojas de lo normal.
—Gracias —dijo Alec. Lo anotó—. Tome nota de todo, Olive. —Luego levantó
los ojos y añadió—: Sólo usted, efectivamente, puede observarle en las relaciones
con usted misma. Cuando se encuentra conmigo es como si fuera otra persona.
—Le creo —exclamó la muchacha riendo.
Alec no rió.
—En su próxima visita intente descubrir todo lo que pueda, caso de que él la
dejara a usted por la señora Pettigrew. ¿Cuándo cree que volverá a verla?
—El viernes, me figuro.
—Hay alguien que está golpeando los cristales de la ventana, detrás de mí.
—¡Ah, sí! Será el abuelo. Lo hace siempre.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Warner se apresuró a preguntarle:
—Dígame: ¿golpea los cristales por propia voluntad, o es usted quien le ha dicho
que se haga anunciar de ese modo?
—Lo hace espontáneamente. Siempre ha golpeado los cristales.
—¿Por qué? ¿Lo sabe usted?
—No, no tengo la menor idea.
Alec se inclinó otra vez sobre la libreta, y subrayó los hechos que más tarde
analizaría hasta los mínimos detalles, incluso aquellos más refractarios a un análisis
para cualquiera.
Olive hizo entrar a Percy Mannering, que se dirigió a Alec Warner sin ningún
preámbulo, agitando ante sus ojos una revista literaria de aparición mensual, sobre
cuya cubierta veíase escrito en gruesos caracteres: «Bibliotecas Públicas de
Kensington».
—Guy Leet —bramó Percy—, ese estúpido, ha publicado una parte de sus
memorias, en las cuales habla de Ernest Dowson como de «aquel plañidero cantor de
la molicie francesa, de rodillas temblequeantes, afligido por una inspiración poética
demasiado atormentada». Su juicio sobre Dowson es falso, completamente falso.
Ernest Dowson ha sido el hijo espiritual y artístico de Swinburne, de Tennyson y de
Verlaine. Las voces de estos poetas volvieron a resonar en él. Dowson fue una
especie de erudito francés, evidentemente sensible tanto a la fascinación de Verlaine,
como a la de Tennyson y de Swinburne, y muy ligado al círculo de Arthur Symons.
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Leet no tiene ninguna razón en su juicio sobre Ernest Dowson.
—¿Cómo está? —le preguntó Alec, que se había levantado del sillón.
—Guy Leet, que jamás ha sido un buen crítico teatral, todavía es peor como
crítico de prosa. De poesía, por descontado, no sabe nada y no tiene derecho a tocar
este tema. ¿No habría manera de obligarle a que olvidara todo eso?
—¿Qué más dice en sus memorias? —preguntó Alec.
—Una montaña de trivialidades: dice que criticó una novela de Henry James y
que luego, cierto día, encontró a James fuera del «Atheneum», cuando estaba
hablando de su conciencia de artista y de la conciencia de Guy como crítico; y, que,
finalmente, todo fue confiado a la prensa…
—No te pongas entre el fuego y las personas, abuelo —dijo Olive, porque Percy,
de pie, de espaldas a la chimenea y con las piernas separadas, monopolizaba todo el
calor.
Alec Warner cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.
El poeta no se movió.
—Henry James está de moda, y por eso él escribe sobre Henry James, mientras se
ríe del pobre Ernest… Si ese brandy que estás sirviendo es para mí, ten en cuenta que
ya es demasiado, Olive. Con la mitad tengo bastante… ¡Ernest Dowson, un gran
lírico!
Cogió el vasito, lo atenazó entre las temblorosas manos y, mientras se disponía a
beber el primer sorbo, pareció olvidarse repentinamente de Ernest Dowson.
—No le he visto en el funeral de Lisa Brooke —dijo dirigiéndose a Alec.
—No he podido ir —contestó éste, observando con gran atención el enjuto perfil
de Percy—. Tuve que ir a Folkestone.
—Fue una experiencia terrible y excitante —prosiguió Percy.
—¿En qué sentido? —preguntó Warner.
El viejo poeta sonrió. Su risa era gutural. El recuerdo de la cremación de Lisa
pareció pasar con violencia de los ojos de la mente a las áridas pupilas de la cabeza.
Mientras hablaba, la mirada de Alec, a su vez, lo devoraba complacido.
* * *
Percy se quedó con la nieta cuando Alec se marchó. Ella preparó un tentempié
con setas y tocino, y comieron con las bandejas sobre las rodillas. La muchacha le
contemplaba comer. Él roía con sus escasos dientes el pan tostado, pero lo comió
todo, hasta las cortezas más duras.
Percy levantó la mirada, mientras seguía ocupado con el último trocito de corteza,
y diose cuenta de que la nieta le estaba observando.
—Perseverancia hasta el final —dijo, cuando hubo terminado.
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—¿Qué dices, abuelo?
—La perseverancia hasta el final es la doctrina que conduce a la victoria, tanto en
las cosas pequeñas como en las grandes.
—Querría preguntarte una cosa, abuelo: ¿has leído alguna vez algún libro de
Charmian Piper?
—Sí, ciertamente. Todos conocíamos sus libros. Era una hermosa mujer. Deberías
haberla oído cómo recitaba poesías. Harold Munro decía siempre…
—Su hijo, Eric, me ha dicho que se habla de reeditar sus libros, a favor de los
cuales se ha producido una ola de nuevo interés. Alguien ha escrito un artículo, dice
Eric. Pero él sostiene que las novelas de su madre están llenas de personajes que se
consideran touché recíprocamente, y que ese nuevo interés es una afectación debida
sólo al hecho de que la autora vive todavía, es muy vieja, y una vez fue famosa.
—Es aún famosa. Siempre lo ha sido. Tu fallo, Olive, es que no sabes nada de
nada. Todos conocen a Charmian Piper.
—No es verdad. Nadie la ha oído mentar, excepto alguna persona anciana. Con
todo, parece que sus obras serán exhumadas. Repito que han escrito un artículo…
—Tú no sabes nada de literatura.
—Touché —protestó la joven, ya que Percy repetía siempre que nadie había
olvidado realmente su poesía.
Después Olive le dio tres esterlinas para hacerse perdonar su crueldad, la cual, por
otra parte, él ni siquiera había notado. Sencillamente, Percy no aceptaba la idea de la
reedición ni en un caso ni en otro, porque no quería admitir la muerte, aunque fuera
temporal. De todas formas, aceptó las tres esterlinas de la nieta, de cuyas actividades
marginales él estaba completamente a oscuras. En efecto, además de disponer de una
pequeña herencia de su madre, alguna vez la muchacha trabajaba como actriz en la
B.B.C.
Percy Mannering primero en autobús y luego en el metro acarreó su dinero hasta
Leicester Square, en donde la oficina de correos estaba abierta toda la noche.
Utilizando los pertinentes impresos, escribió con letras mayúsculas un telegrama para
Guy Leet: «The Old Stable, Stedrost, Surrey. Groseramente equivocado su juicio
sobre Ernest Dowson, ese poeta en extremo amargado que, con todo, supo evitar el
sentimentalismo y la autocompasión. Stop. Ernest Dowson fue el hijo espiritual y
artístico de Swinburne y Tennyson y especialmente de Verlaine, de cuyos versos
estuvo auténticamente obsesionado. Stop. Los versos de Dowson son leídos en voz
alta, lo cual no resiste la mayor parte de los versos escritos por poetas posteriores.
Stop. Yo pedí música más vivaz y vino más fuerte» —aparte— «pero cuando el festín
ha terminado y las lámparas se apagan» —aparte— cae entonces tu sombra, Cynara,
la noche es tuya —aparte— «y yo estoy desolado y enfermo por una vieja pasión»,
etcétera. Lea en voz alta su balbuceo de retórica aliteración de cuatro cuartos que no
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tiene ningún pero. Stop. Usted se equivoca. Stop. Percy Mannering.»
Dejó en la ventanilla el pliego de impresos. El empleado contempló al viejo, y
éste le enseñó las tres esterlinas.
—¿Está decidido —le preguntó finalmente— a enviar todo esto por telégrafo?
—Muy decidido —manifestó Percy Mannering levantando la voz.
Entregó dos de los billetes de banco, recogió el cambio y salió a la noche llena de
luces.
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VIII
Lettie Colston se sentía más a su comodidad sin una sirvienta fija día y noche.
Pero ahora se había visto obligada a tener a alguien en casa que respondiese a
aquellas espantosas llamadas telefónicas. Pero, de manera misteriosa, el desconocido
no confiaba nunca el terrible mensaje a la muchacha. Por otra parte, en las dos
semanas a partir del día en que ésta comenzó su servicio, hubo una serie de llamadas
que resultaban ser de alguien que marcaba erróneamente el número. Cuando este
hecho se verificó tres veces en un solo día, doña Lettie aturdió a la muchacha con sus
preguntas.
—¿Quién era, Gwen? ¿Era un hombre?
—Alguien que se equivocó de número.
—Pero, ¿era un hombre?
—Sí, pero se había equivocado de número.
—Dime exactamente lo que te ha dicho. Contesta a mi pregunta, por favor.
—Ha dicho: «Perdone, me he equivocado de número» —chilló Gwen—. ¡Eso es
lo que dijo!
—¿Qué clase de voz tenía?
—Pero, ¡se-ño-ra!, le he dicho que era un hombre, ¿no? Debe de haber algún
cruce. Conozco los teléfonos como la palma de mi mano.
—Bueno, pero ¿era una voz de joven o de viejo? ¿Era la misma de la vez
anterior?
—Verá usted, para mí todas las voces que dicen que se han equivocado de número
son iguales. Sería mejor que usted contestara al teléfono, y entonces…
—Lo preguntaba porque me parece que desde que estás aquí estamos recibiendo
una gran cantidad de llamadas de gente que equivoca el número —explicó Lettie—.
Y, por lo que parece, siempre se trata de un hombre.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué quiere decir concretamente con eso, señora?
Doña Lettie no tenía intención de decir nada de lo que la muchacha suponía. Era
la tarde libre de Gwen, y Lettie estaba muy contenta de que Godfrey fuese a cenar
con ella.
Hacia las ocho, mientras estaban sentados a la mesa, sonó el teléfono.
—Godfrey, contesta tú, por favor.
Él salió al recibidor. Lettie oyó que levantaba el auricular y decía el número. «Sí,
es exacto», dijo luego. «¿Quién habla?» E inmediatamente colgó el receptor.
—Godfrey —preguntó Lettie—, ¿era aquel hombre?
—Sí —gritó él—. «Diga a Doña Lettie que recuerde que ha de morir.» Luego,
colgó. Es raro, ¡maldita sea!
Sentóse y continuó cenando.
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—No tienes necesidad de chillar así, Godfrey. Guarda la calma.
Su corpachón era todo un temblor.
—Es muy extraño. Debes de tener un enemigo. Diríase que es un hombre del
pueblo. No pronuncia bien.
—¡Oh, no, Godfrey! Es un hombre instruido, pero malo.
—Te digo que es un hombre de baja extracción. No es la primera vez que oigo su
voz.
—Entonces es que no oyes bien, Godfrey. Un hombre de media edad, bien
educado, que debería emplear mejor su tiempo en vez de…
—Es un carretero, diría yo.
—¡Tonterías! Ve a telefonear a la policía. Me recomendaron que siempre se les
advirtiera inmediatamente…
—¡Para lo que va a servir! —dijo él. Pero viendo que su hermana insistía, añadió
—: Luego de cenar. Telefonearé después de la cena.
—Es la primera vez desde que tengo a Gwen, hace quince días, que ese tipo
confía a otros el mensaje que me destina. Cuando Gwen contesta, el hombre dice:
«Perdone, equivoqué el número», y lo repite dos o tres veces al día.
—Puede ocurrir que «sea de verdad» uno que se equivoca de número. Tu aparato
tendrá un contacto con algún otro. ¿Has comunicado la avería a la Telefónica?
—Sí —contestó Lettie—, y me han contestado que las líneas están en perfecto
orden.
—Con todo, debe haber algún contacto…
—Oh, ¡qué obstinado eres, Godfrey, te pareces a Gwen! También ella me está
hablando de contactos y de cruces. Yo tengo una fundada sospecha sobre la identidad
del culpable. Creo que es el inspector jefe Mortimer.
—Pero la voz no se parece en nada a la de Mortimer.
—O bien un cómplice suyo.
—¡Estupideces! ¡Un hombre de su posición!
—Por esa razón la policía no encuentra al culpable. Saben quién es, pero jamás
revelarán su identidad. Se trata de su ex-jefe.
—Te repito que tienes un enemigo.
—Y yo te repito que es Mortimer.
—Entonces, dime, ¿por qué sigues consultándolo sobre este malhadado asunto?
—preguntó Godfrey.
—Para que no sepa que sospecho de él. Así puede ocurrir que caiga en la trampa.
Entretanto, como te he dicho, lo he eliminado de mi testamento. Y él «esto», no lo
sabe.
—¡Siempre estás cambiando el testamento! No es de extrañar que tengas tantos
enemigos.
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Godfrey se arrepintió de haber hablado con Olive respecto de los cambios que su
hermana había introducido en el testamento.
—No es para maravillarse que no conozcas al culpable —añadió.
—Últimamente no he tenido noticias de Eric —dijo Lettie.
Godfrey, volviendo a pensar en todo lo que había referido a Olive, sintió
aumentar sus remordimientos.
—Esas últimas seis semanas las ha pasado en Londres. Regresó de Cornualles.
—Pero no ha venido a verme. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Godfrey?
—También yo ignoraba que estuviese en Londres. Me lo dijo ayer un amigo
común.
—¿Un amigo común? ¿Quién? ¿En qué pastel ha vuelto a meterse Eric? ¿Quién
es ese amigo?
—Ahora no consigo recordar quién era —contestó Godfrey—. Hace ya mucho
tiempo que me he despreocupado de los asuntos de Eric.
—Convendría que tuvieras la memoria más ágil —insistió Lettie—. Cada noche,
antes de acostarte, intenta rehacer mentalmente todo lo que hayas hecho durante el
día. Francamente, estoy preocupada por el hecho de que Eric no haya venido a verme.
—Ni con nosotros se ha dejado ver —dijo Godfrey—. ¿Por qué debería haber
venido a ti?
—Creí que al menos él sabría en dónde está su interés.
—Tú no conoces a Eric. Cincuenta y seis años, y un fracaso completo. Deberías
ya saber, Lettie, que los hombres de su edad y de su clase no pueden soportar la vista
de los viejos. Les recuerda que ellos están también envejeciendo. Por lo que me han
dicho, se ve que Eric acusa ya sus años. A lo mejor tú conseguirás ver cómo le
echarán la tierra encima. Quizás lo consigamos tú y yo.
Más tarde, aquella misma noche, ya en su cama, doña Lettie se dijo que detrás de
aquellas llamadas telefónicas debía ocultarse sin duda su sobrino. No era él, claro
está, quien telefoneaba, por temor de que le reconociera su voz. Tenía un cómplice,
evidentemente.
Levantóse y encendió la luz.
* * *
En bata, sentada ante su escritorio, en plena noche, doña Lettie llenó la pluma
estilográfica y mientras estaba atenta en este trabajo, echó una ojeada a la página que
había escrito hacía poco. «Cuán deforme es mi caligrafía», pensó. En seguida, como
si diera un portazo, alejó aquella preocupación. Secó la punta de la pluma, volvió la
hoja y continuó en la otra página la carta a Eric:
«… y así, desde el momento que he sabido que has estado en Londres en estas
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últimas seis semanas y que no sólo no me has informado, sino que tampoco has
venido a visitarme, confieso que me ha dolido tu —digámoslo suavemente—
descortesía. Hubiera deseado consultarte sobre ciertas cosas referentes a tu madre.
Probablemente deberemos internarla en la clínica de Surrey, de la que te hablé la
última vez que nos vimos.»
Dejó la pluma, quitóse de los cabellos una de sus bonitas horquillas y se la volvió
a poner.
«Quizá debería ser más astuta con Eric», pensó. Debajo de la lámpara de mesa su
cara se desfiguró en una serie de diversas contracciones. Dos pensamientos la
asaltaron a la vez. Uno era: «Estoy de veras muy cansada». El otro: «No estoy nada
cansada. Adelante, con mayor energía». Tomó de nuevo la pluma y continuó
escribiendo sus temblorosas palabras.
«Recientemente he introducido alguna modificación en mis asuntos y también
sobre ello hubiese querido consultarte, si tú hubieras creído oportuno informarme de
tu reciente estancia en Londres.»
¿Era lo bastante insinuante? Bien, quizá lo era demasiado para Eric.
«Estos arreglos de importancia secundaria, se refieren, naturalmente, a mi
testamento. Me ha parecido siempre una lástima que tu primo Martin, que se las
arregla tan bien en Sudáfrica, no fuese recordado, ni siquiera modestamente. No
quisiera recriminaciones en la familia después de mi muerte. Tu posición, como es
natural, queda substancialmente invariable, pero hubiera deseado que me hubieses
permitido consultarte. Recordarás las modificaciones por mí aportadas a la
precedente situación después de la muerte de tu primo Alan, caído en el campo de
batalla…»
«Así va bien, aquí soy bastante hábil —pensó—. Eric, de una forma u otra se
quedó al margen de la guerra.»
Y continuó:
«Hubiera querido discutirlo contigo, pero soy una vieja y me doy perfecta cuenta
de que también tú, no demasiado joven, debes estar muy atareado. El señor Merrilees
está ahora redactando el testamento modificado y yo no quisiera alterar
posteriormente el estado actual de las cosas. De todos modos hubiese querido
discutirlo contigo, si hubieras creído oportuno dar señales de vida durante las seis
semanas de tu reciente viaje a Londres, del cual he tenido sólo noticias cuando ya te
habías ido.»
«Así debería ir bien —pensó—. Eric regresará de Cornualles con el primer tren.
Si es él el culpable, comprenderá que yo lo sé. Nadie se atreverá a matarme
metiéndome miedo.»
Y una vez más se le ocurrió preguntarse quién podía ser su enemigo, y empezó a
dudar de que Eric fuese capaz… y dispusiese de medios financieros para pagarse un
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cómplice.
«La cosa es más fácil para Mortimer —pensó—. De todas formas, debe tratarse
de una persona mencionada en mi testamento.»
Cerró, franqueó la carta para Eric y la puso encima de la bandeja, en el vestíbulo.
Después bebió un sorbo de whisky y se volvió a la cama. Pero lentamente volvía y
volvía su cabeza en la almohada. No lograba dormirse. Había cogido frío en el
estudio. Un calambre le encogió una pierna. Sintió el deseo impaciente de un amigo
fuerte, de una Fuerza Superior a la cual dirigirse.
«¿Quién puede ayudarme? —pensaba—. Godfrey es egoísta. Charmian
imposibilitada. Jean Taylor postrada en una cama. Puedo hablar a Taylor, pero ella no
tiene la fuerza que yo necesito. Alec Warner… ¿debo ir en busca de Alec Warner? No
he recibido nunca ninguna fuerza de él. Y tampoco de Taylor. Alec tampoco posee
fuerza suficiente para sí mismo.»
De improviso se sobresaltó y se sentó. Algo le había rozado una mejilla. Encendió
la luz. Había una araña encima de la almohada, grande como una moneda e inmóvil,
con las patas negras y alargadas. La miró aterrorizada. Después recurrió a sus fuerzas
para intentar echarla de la almohada. Mientras extendía la mano, vio, también en la
almohada, allí en donde la luz de la lamparita de noche proyectaba una sombra, otro
insecto más claro, peludo, igualmente parecido a una araña.
—¡Gwen! —gritó—. ¡Gwen!
Pero Gwen dormía profundamente. Presa de pánico, doña Lettie apartó la araña
más grande; pero se dio cuenta de que era un plumón y que también lo era el otro
insecto.
De nuevo dejó caer la cabeza en la almohada.
«Mis almohadas son viejas —pensó—. Tendré que comprar otras nuevas.»
Apagó la luz y comenzaron de nuevo los inquietos movimientos de la cabeza.
«¿De quién puedo obtener fuerza?» pensaba Lettie.
Mentalmente hizo un examen de sus conocidos, uno por uno. ¿Quién de ellos era
más tenaz, y más fuerte que ella?
Tempest, concluyó al fin. Decidió pedir a Tempest Sidebottome que la ayudase.
Tempest, su antagonista durante cuarenta años en sus sesiones de comité, había sido
muchas veces una preocupación tormentosa para Lettie. Estaba resentida sobre todo
por su autoritaria actividad y por el dinamismo físico de Tempest durante el funeral
de Lisa. Pero ahora, cosa extraña, el recuerdo de aquella mujer le daba fuerza.
Tempest Sidebottome arreglaría el asunto. Si una persona en el mundo podía
resolverlo, era ella. Tempest descubriría y aniquilaría a su perseguidor. La cabeza de
doña Lettie encontró quietud sobre la almohada. A la mañana siguiente iría a
Richmond para hablar a Tempest. Después de todo, sólo tenía setenta años. Deseó
solamente que Ronald, el idiota del marido, no estuviese en casa. Pero de todas
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maneras, ¡era tan sordo! Finalmente, esperando confiada en la fuerza de Tempest
Sidebottome, como en una madre terrible, una victoria ya soñada, doña Lettie se
durmió.
* * *
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—Taylor… ¿qué quieres decir? —preguntó Godfrey. La señora Pettigrew le guiñó
el ojo.
Él abrió la boca para replicar, pero en seguida la cerró.
—Taylor está en el hospital —prosiguió Charmian, complacida de su lucidez.
—Motling… —leyó Godfrey en el periódico—. ¿Me escuchas, Charmian?
Zomba. Nysailandia, 10 diciembre. El Mayor Cosmos Petwich Motling G.C.V.O.{4}
esposo de la difunta Eugenia, padre amantísimo de Patricia y de Eugenio, ha muerto a
la edad de noventa y un años. ¿Me escuchas, Charmian?
—¿Ha caído en el frente, querido?
—¡Oh, pobre de mí! —exclamó la señora Pettigrew.
Godfrey abrió la boca para decir algo a la señora Pettigrew, pero se contuvo.
Cogió de nuevo el periódico y escondiéndose tras él, balbució:
—No, ha muerto en Zomba. Se llama Motling. Fue trasladado allá cuando le
correspondió el retiro. Tú no lo recordarás.
—«Yo» lo recuerdo muy bien —intervino la señora Pettigrew—. Cuando su
mujer vivía, Lisa tenía la costumbre…
—¿Murió en el frente? —preguntó aún Charmian.
—En el frente —dijo la señora Pettigrew.
—Sidebottome… —leyó Godfrey—. ¿Me escuchas, Charmian? El 18 de
diciembre, en la Clínica Mandeville de Richmond ha muerto Tempest Ethel, esposa
muy querida de Ronald. Charles Sidebottome. Nada de flores ni de visitas. No dice
cuántos años tenía.
—¡Tempest Sidebottome! —exclamó la señora Pettigrew alargando la mano para
coger el periódico de la mano de Godfrey—. ¿Me deja ver?
Godfrey apartó el periódico. De nuevo abrió la boca como para protestar, pero en
seguida la cerró.
—No he terminado todavía de leerlo —pudo decir un momento después.
—¡Caramba, caramba, Tempest Sidebottome! —exclamó la señora Pettigrew—.
Naturalmente, el cáncer es el cáncer.
—Fue siempre una peste —comentó Godfrey, como si el hecho de que Tempest
hubiese muerto no constituyese la prueba determinante.
—A saber quién cuidará ahora al viejo Ronald, pobrecito —dijo la señora
Pettigrew. ¡Es tan sordo!
Godfrey levantó la vista para mirarla y comprender mejor qué había querido
decir, pero la nariz pequeña y chata de la gobernanta estaba hundida en la taza y sus
ojos miraban complacidos la mermelada.
En efecto, la noticia de la muerte de Tempest la había afectado profundamente.
Un mes antes había accedido a unir sus fuerzas con las de Sidebottome en la causa
para impugnar el testamento de Lisa Brooke. Cuando se enteró del matrimonio —
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secreto hasta aquel momento— de Guy Leet y de Lisa, Tempest decidió ponerse en
contacto con la señora Pettigrew para intentar concertar sus recientes contrastes. La
señora Pettigrew hubiera preferido actuar sola, pero el coste elevado del pleito la
disuadió de su propósito inicial. Por eso había consentido tomar parte en el
procedimiento junto a Tempest contra Guy Leet, sosteniendo que su matrimonio con
Lisa Brooke no había sido consumado. Los abogados les habían advertido que la
causa tenía pocas probabilidades de éxito, pero Tempest tenía dinero y arrestos para
continuar, en tanto que la señora Pettigrew poseía las cartas a que se refería el asunto.
Ronald Sidebottome, a este propósito, se había mostrado evasivo. No le gustaba sacar
a la luz viejos escándalos. Pero evidentemente quien mandaba era Tempest. Por eso
su muerte fue un duro golpe para la señora Pettigrew. Le había tocado tener que
discutir no poco con Ronald para persuadirlo a seguir adelante. Era verdad que no se
tiene nunca un momento de reposo. Fijaba su mirada en el tarro de la mermelada
como para sondear su profundidad.
Godfrey había vuelto a su periódico.
—Nada de flores, ni visitas. Nos ahorraremos la corona.
—Harías bien escribiendo al pobre Ronald —dijo Charmian—. Yo rezaré un
rosario por la pobre Tempest. ¡Oh, cómo la recuerdo cuando era joven! Había llegado
hacía poco de Australia y su tío era uno de los directores de instituto en el Dorset,
como mi tío, ¿sabe?, señora Pettigrew…
—Tu tío no estaba en Dorset. Estaba en Yorkshire —intervino Godfrey.
—Pero era presidente de una escuela de campo, como el tío de Tempest. Déjame
en paz, Godfrey. Estoy hablando con la señora Pettigrew.
—Oh, llámeme Mabel —dijo la gobernanta dando una ojeada en dirección a
Godfrey.
—Su tío, Mabel —repitió Charmian— era un director y también el mío. Lo único
que teníamos en común; nada más o casi nada más. Por otra parte, naturalmente,
Tempest era una muchacha mucho más joven que yo.
—Más joven que tú siempre lo ha sido —intervino Godfrey.
—No, ahora ya basta, Godfrey. Bueno, señora Pettigrew. Yo recuerdo a nuestros
tíos. Estábamos todos en Dorset y estaban también un obispo y un decano, además de
los dos tíos. Tempest, pobrecilla, se aburría hasta morir. Ellos discutían sobre las
Sagradas Escrituras y de aquel manuscrito llamado «Q». ¡Cómo se enfadó Tempest
cuando se enteró de que aquel «Q» era sólo un manuscrito! Había creído que
hablaban de un obispo y por esto había preguntado en voz alta: «¿Quién es este
obispo Kew?»{5}. Naturalmente todos se echaron a reír; pero después lo sintieron
por Tempest y trataron de consolarla diciéndole que aquel «Q», en realidad, no era
nada, ni siquiera un manuscrito, y que ni siquiera existía. Debo confesar que no he
podido jamás comprender cómo estuvieron hasta tan tarde, de noche, cambiando
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opiniones sobre ese «Q» que no existía. Repito que la pobre Tempest estaba de
verdad furiosa. No podía soportar que se burlasen de ella.
La señora Pettigrew le hizo un guiño a Godfrey.
—Charmian —dijo Godfrey—, te estás excitando demasiado.
Era verdad. La anciana, azarándose, se había echado a llorar.
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IX
Fuese por causa de una reorganización de la sala Maud Long, o a consecuencia de
la muerte de Tempest Sidebottome, la hermana Burstead fue trasladada a otra
sección. Había sido una de las protegidas de Tempest, y esto influyó muchísimo en el
hecho de que el comité directivo había opuesto resistencia a la sugerencia de
trasladarla de la sala porque no estaba en situación de salir airosa en una sección de
mujeres viejas.
El comité, a pesar de que estaba formado en gran parte de profesionales —
hombres y mujeres— ingresados recientemente, había temido siempre a Tempest por
muchos motivos. O mejor dicho, a todos les asustaba tener que aceptar —cuando ella
se hubiese ido— a alguien todavía peor.
Así tuvieron que soportar a un par de supervivientes de la «vieja guardia» en
espera de que también muriesen. En realidad, temían sobre todo, en el caso de que
Tempest se hubiera ofendido y hubiese presentado la dimisión, que su lugar fuese
ocupado por una persona más temible aún; por ejemplo, una asistenta social más
astuta e intrigante. Aunque Tempest tenía siempre muchas declaraciones dramáticas
que hacer al comité, y era autoritaria con la dirección y, por principio, se opusiese
cada vez que hacía falta afrontar algún nuevo gasto; aunque manifestase su más
profundo desprecio por los fisioterapeutas y los psiquiatras (de toda palabra que
empezaba con «psico» o con «fisio», Tempest hacía un todo, identificaba el
significado y luego lo arrinconaba); aunque se pusiese siempre en contra de los
ideales del comité, se limitaba expresamente al margen del ridículo; justamente
porque traicionaba con tanta evidencia los errores de su sistema, la habían conservado
en su puesto y por fin se la habían apropiado, permitiéndole, de vez en cuando, que
obrase a su modo en cuestiones de importancia secundaria como en el caso de la
Burstead. No era que el comité no temiese a Tempest también por otras razones
menos evidentes; pero estas últimas eran razones sugeridas por el instinto que no se
admitían nunca abiertamente. Su voz en el comité había aterrorizado extrañamente a
muchos especialistas eminentes, pero dotados de poco temperamento; y por último
las jóvenes protectoras —autoritarias y adornadas con las más altas calificaciones—
no habían conseguido sostener la mirada de piedra de la Sidebottome, la «gran
matriarca», la cual adelantaba siempre sus preguntas con un tono de extremo
despego. «Una mujer terrible», decían todos, apenas ella se había ido.
—Cuando haga los cincuenta años —dijo una vez el presidente, que tenía setenta
y tres—, todo será más fácil. Es el período de transición… A la vieja brigada no le
gustan los cambios y no le agrada perder su autoridad. Cuando tenga sesenta, setenta
años, todo será más fácil y funcionará a la perfección.
Por lo cual el comité se había amoldado y resignado a soportar a Tempest,
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inmutable como una roca, ¡en espera de 1965!
En todo caso murió dejando tras ella, en el comité, un vacío preciso, que los
colegas trataron inmediatamente de llenar, pero hasta ahora no lo habían conseguido.
Entre tanto, casi como para tentar a la Providencia para que les mandara otra
Tempest, vengativa, el primer día de enero trasladaron a la hermana Burstead a otra
sala. La próxima reorganización del reparto de los ancianos proporcionó un pretexto
razonable, y la abuela Burstead no elevó ninguna protesta. La noticia del traslado
llegó a las abuelas aun antes de la reorganización.
—Lo creeré cuando lo vea con mis propios ojos —declaró la abuela Barnacle.
Y lo vio con sus ojos antes de que acabara la semana. Fue incorporada a la sala
una nueva jefa, alta y gorda, con unas facciones serenas, toda carne, y de piernas
agilísimas.
—Así va bien —exclamó la abuela Barnacle—. La Bastard estaba demasiado
delgada.
—Pero, ¿qué demonios piensa hacer? —exclamó la nueva encargada de sala
poniéndose en jarras cuando sorprendió a la anciana Green que distraídamente
vaciaba dentro del pequeño armario el huevo batido de su plato.
—Así me gustan —repitió la abuela Barnacle.
Satisfecha, apoyó la cabeza en el almohadón y cerró los ojos. Por primera vez
después de varios meses, declaró que se sentía segura y prosiguió que ahora, después
de haber asistido al alejamiento de la hermana Bastard, ya estaba preparada para bien
morir. Se incorporó sobre el almohadón y con el brazo tendido y un dedo apuntando
el vacío predijo que toda la sala superaría el invierno.
La señorita Valvona, que se dejaba siempre influir por el humor de la abuela
Barnacle, consultó las estrellas.
—Abuela Barnacle. Sagitario. Las horas alrededor del mediodía son las mejores
para emprender un largo viaje. Hoy puede dar prueba de su originalidad.
—Oh —exclamó la abuela Barnacle—. ¿Originalidad, hoy? ¡Me pondré las
bragas al revés!
Llegaron las enfermeras para la limpieza cotidiana: lavar, cambiar, peinar, poner
bonitas a las asiladas, antes de la inspección de la directora. Ellas notaron en seguida
la excitación de la abuela Barnacle y decidieron que fuese la última. Por lo demás, se
excitaba siempre durante aquella operación, y, sobre todo en los tiempos de la
Burstead, se ponía a chillar si volvían para empolvarle la espalda con polvos de talco
y la ayudaban a bajar de la cama y a ponerse en el sillón.
—Enfermera, me llenará de cardenales —chillaba.
—Si no se mueve, abuela, se llenará de llagas.
Ella invocaba a Dios llamándolo como testimonio del hecho de que no conseguía
sentarse. Cuando, después, el fisioterapeuta le hacía mover los dedos de las manos y
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pies, gemía y protestaba diciendo que sus articulaciones crujían.
—Máteme de una vez —chillaba— y se acabará todo.
—Abuela, debe hacer ejercicio.
—¡Crac! Pero, ¿no oye como crujen mis huesos? Me mata y…
—Déjese friccionar las piernas, abuela. ¡Caramba, qué bonitas piernas tiene!
También cuando estaba de buen humor, para la abuela Barnacle cualquier ocasión
era buena para hacer un poco de ruido. Se pavoneaba. En cierto sentido, daba libre
desahogo al general deseo de sus compañeras de ponerse a gritar; así las otras
acababan por evitar toda la bulla, que tal vez hubieran provocado. En verdad, alguna
se quejaba en voz alta, pero sólo pocos instantes, cuando las peinaban. La abuela
Green, apenas la enfermera le había arreglado el peinado, no dejaba nunca de decir:
«¡Tenía los cabellos tan bonitos antes de que me los cortasen!» En realidad, cuando
ingresó en el hospital, hubo poco que cortar.
—Es por higiene, abuela. Y además si tuviese los cabellos largos sentiría más
dolor cuando la peinamos.
—Tenía los cabellos tan bonitos…
—También yo —decía la abuela Barnacle, especialmente si estaba cerca Burstead
—. ¡Habrían tenido que ver mi cabeza antes de que me cortaran los cabellos!
—Los cabellos cortos hacen menos calor cuando se está en cama —murmuraba
para sí la abuela Taylor, la cual realmente había poseído cabellos largos y bellísimos,
pero ahora, francamente, los prefería cortos.
—¡Hoy le haremos una bonita onda, abuela Barnacle!
—¡Oh, pero me estáis matando!
El día de la llegada de la nueva encargada, cuando le llegó el turno a la abuela
Barnacle, excitada, que había sido dejada la última, se descubrió que tenía un poco de
fiebre.
—¿Me levantas ya de la cama, tesoro? —preguntó implorante a la enfermera—.
Déjame estar sentada hoy: así podré ver que la Bastard se ha ido de verdad.
—No, usted tiene un poco de fiebre.
—Enfermera, hoy deseo levantarme. Procúrame un impreso de testamento. Tengo
un chelín en mi armario. Quiero hacer un nuevo testamento y hacer figurar en él a la
nueva encargada de las enfermeras. ¿Cómo se llama?
—Lucy.
—Lucy Locket —chilló la abuela Barnacle—. Ha perdido su…
—Tranquilícese, abuela, y verá. Haremos que usted se encuentre mejor, ya verá.
Después de unos cuantos caprichos, la vieja se rindió. Al día siguiente, cuando le
dijeron que tenía que estar definitivamente en cama, protestó más fuerte e intentó
debatirse un poco. Pero la señora Taylor, que estaba en la cama de enfrente, notó que
la voz de la abuela Barnacle era extrañamente sutil y aguda.
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—Enfermera, hoy quiero levantarme. Me dará un impreso. Quiero hacer un nuevo
testamento e incluiré a la nueva encargada de enfermeras. ¿Cómo se llama?
—Lucy —respondió la enfermera—. Tiene la presión alta, abuela.
—¿Y su apellido de soltera?
—Lucy, Sister Lucy.
—Sister Lousy{6} —gritó la abuela Barnacle—. Bueno, de todos modos, quiero
incluirla en mi testamento. Deme una mano…
Cuando el doctor se fue, le pusieron una inyección y ella se adormiló un poco. A
la una, mientras todas estaban comiendo, se despertó. Lucy le llevó crema y se la dio
con la cucharita. La sala estaba silenciosa, y en ausencia de las voces, el tintineo de
las cucharas contra los platos se hizo más intenso.
Hacia las tres, la abuela Barnacle se despertó de nuevo y comenzó a quejarse con
voz implorante, al principio floja y después más aguda y penetrante. «Noticias de la
tarde… Ultimas noticias de la tarde», exclamaba dulcemente la vieja vendedora de
periódicos: «Periódico de la tarde. ¡E'ning Stan-ar, E'ning stah Noos, Stan-ar!»{7}
Le pusieron una inyección y le dieron un sorbo de agua. Su cama fue empujada a
un extremo de la sala y rodeada de un biombo. Más tarde llegó el médico, quedóse un
momento cerca de la enferma y después se marchó.
De vez en cuando la nueva encargada iba a echar una ojeada a la abuela Barnacle.
Hacia las cinco, cuando los pocos visitantes se marcharon, Lucy fue una vez más
detrás del biombo. La abuela Barnacle le contestó con voz débil.
—Ha recobrado el conocimiento —dijo la señorita Valvona.
—Sí, ha hablado.
—¿Está mal? —preguntó la señorita Valvona cuando la enfermera pasó cerca de
su cama.
—No está muy bien —contestó Lucy.
Algunas de las asiladas, con temerosa ansiedad, miraban fijamente la puerta de
ingreso de la sala cada vez que oían acercarse unos pasos, casi como si estuviesen
velando en espera del Angel de la Muerte. Hacia las seis se oyeron los pasos de un
hombre. Sentadas en sus camas, delante de la bandeja de la cena, las abuelas dejaron
de comer y se volvieron a mirar quién había llegado.
Era el sacerdote y llevaba un cofrecito. La señorita Valvona y la señora Taylor se
santiguaron. Acompañado de una enfermera, el sacerdote desapareció detrás del
biombo. No obstante el silencio en que estaba sumida la sala, a pesar de los aparatos
acústicos, ninguna de las viejas tenía el oído bastante bueno para oír —por los rezos
del sacerdote— algo más que un susurro, de vez en cuando.
La señorita Valvona derramaba lágrimas en el plato de la cena. Pensaba en la
Extremaunción de su padre. Después, el viejo se repuso y vivió otros seis meses. Tras
el biombo el sacerdote recomendaba a la abuela Barnacle al Señor y le ungía ojos,
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orejas, nariz, boca, manos y pies, pidiendo perdón por los pecados cometidos por ella
con la vista, el oído, el olfato, el gusto y la palabra, con el tacto de sus manos y por
fin por sus pasos.
El sacerdote se marchó. Pocas acabaron su cena. A las otras viejas se les
convenció con dulzura de que bebieran ovomaltina. A las siete la enfermera miró por
última vez tras el biombo antes de irse al comedor.
—¿Y ahora cómo está? —preguntó una de las abuelas.
—Duerme tranquila.
Pasados veinte minutos una enfermera miró detrás del biombo, entró un instante y
se marchó de prisa. Las pacientes la siguieron con la vista mientras dejaba la sala. La
chica dijo algo a uno del servicio, el cual fue al comedor, atrajo la atención de la
encargada de la sala, y después levantó un dedo para hacerle comprender que una de
sus pacientes había muerto.
Era la tercera muerte que ocurría en la sala desde que la señora Taylor había
ingresado en el hospital. Ahora ella ya conocía los trámites.
—La dejamos una hora por respeto a la muerte —le había explicado una vez una
enfermera—, pero no más de una hora, porque el cuerpo empieza en seguida a
descomponerse. Después le rendimos los últimos servicios. La lavamos y la
preparamos para la sepultura.
A las nueve y media, a la débil luz de la lámpara, la abuela Barnacle fue llevada
afuera.
—No dormiré ni un solo minuto —manifestó la señora Reewes-Duncan y muchas
dijeron lo mismo.
Sin embargo aquella noche durmieron más profundamente que otras noches. La
sala quedó sumergida, hasta la mañana, en la paz y en el silencio, como si respirase
un solo cuerpo, en vez de once.
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X
La reorganización de la sala Maud Long comenzó al día siguiente, y todas las
asiladas convinieron en que había habido una señal de la misericordia celeste en el
hecho de que la abuela Barnacle hubiese muerto y se ahorrara lo que siguió.
Hasta entonces las doce camas de la sala Maud Long habían ocupado sólo la
mitad del espacio, y de esa forma habían constituido, por decirlo así, lo sobrante de
otra sala más grande, que alojaba con preferencia mujeres ancianas. El nuevo
acomodamiento tuvo el objeto de utilizar la mitad disponible de la sala Maud Long,
trasladando otras nuevas y viejísimas acogidas, que había que colocar en el otro
extremo de la habitación. Mientras se hacían los preparativos, las enfermeras dieron a
aquella ala el nombre de «rincón geriátrico».
—¿Qué significa esa palabra que repiten continuamente? —preguntó la abuela
Roberts a la señora Taylor.
—Algo que tiene que ver con la vejez. Se ve que las nuevas que se esperan son
muy viejas.
—Y nosotras, entonces, ¿qué somos? ¿Jovencitas?
—Probablemente nuestras nuevas amigas son centenarias —dijo la abuela
Valvona.
—No he comprendido bien. Un momento, que me pongo bien la trompa —dijo la
abuela Roberts, que así llamaba a su pequeño aparato acústico.
—Mirad lo que están trayendo en la sala —dijo la abuela Green.
Una fila de camas con ruedas eran empujadas por la sala y alineadas en el nuevo
rincón geriátrico. Eran muy parecidas a otras camas del hospital, pero tenían una
sorprendente particularidad; a ambos lados tenían barandas metálicas, como las
camitas de los niños.
La abuela Valvona se santiguó.
Poco después, condujeron a las pacientes. Esto quizá no fue el mejor modo de
presentar las recién llegadas al grupo de viejas asiladas. Representaban estados
diversos de avanzada senilidad y estaban particularmente turbadas por el traslado; así
es que hacían ruido y perdían más saliva que de ordinario.
La hermana Lucy se dirigió a las camas de las abuelas para decir que habrían de
tener paciencia con aquellos casos tan avanzados. No debían dejarse agujas de hacer
calceta cerca del rincón geriátrico, para evitar que algunas de las nuevas se hiciesen
daño; y no debían alarmarse si sucedía algo extraño. Al llegar a este punto Lucy tuvo
que llamar la atención de una enfermera sobre una de las nuevas, una mujercita frágil
y ajada, más bien graciosa, que intentaba bajar por la baranda metálica de su camita.
La enfermera corrió a instalar de nuevo a la viejecita en la cama. La pobre mujer
emitió un gemido casi infantil: el gemido de una vieja que imita el lloriqueo de un
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recién nacido.
La hermana continuaba aleccionando a las abuelas en tono confidencial.
—Recuerden que éstos son casos muy, muy avanzados —decía—. Y no se
exciten. Sean buenas y esfuércense en ayudar a la enfermera estando tranquilas y
manteniendo el orden.
—A este paso también nosotras acabaremos pronto con reblandecimiento cerebral
—protestó la abuela Green.
—Chist… chist… —dijo la hermana Lucy—. Nosotras no usamos nunca esta
palabra. Éstos son casos geriátricos.
—¡Y pensar que yo he pasado los años de la madurez en ansiosa espera de la
vejez y del reposo! —dijo la abuela Duncan, cuando la encargada de sala se hubo
marchado.
Otro caso geriátrico estaba tratando de bajar de la cama salvando la reja metálica.
Una enfermera corrió a impedirlo.
—Es una suerte —exclamó la abuela Duncan— que la pobre abuela Barnacle no
haya vivido bastante para ver todo esto. ¡Pobres mujeres!… ¡No sea brusca con esa
pobrecita, enfermera!
En efecto, la viejecita había arrancado la cofia a la enfermera y ahora pedía a
gritos un vaso de agua. La muchacha se reajustó la cofia, y mientras una compañera
acercaba un vaso de plástico a los labios de la vieja, aseguró a la sala:
—Poco a poco se calmarán. El traslado las ha alterado un poco.
La noche fue agitada, pero a la mañana siguiente las recién llegadas parecían más
tranquilas, si bien algunas de ellas refunfuñaban algo en el tono de una conversación
normal y casi todas —cuando una enfermera les ayudó a bajar de la cama y a
sostenerse en pie por un momento con las piernas poco firmes— mojaron el
pavimento. Por la tarde, una especialista y una asistente llevaron una especie de
tableros a cuadros que plantaron en el suelo cerca de cuatro nuevas pacientes, las
cuales estaban sentadas en un sillón, pero tenían las manos paralizadas. No
protestaron cuando les quitaron sus medias y las zapatillas y una mujer joven empezó
a friccionar sus pies. Después, les calzaron de nuevo las medias y zapatillas y las
viejas mostraron que sabían lo que debían hacer en el momento que dispusieron los
tableros ante sus pies.
—¡Miren, miren! —exclamó la señorita Valvona—. Juegan a las damas con los
pies.
—Me pregunto si habremos acabado en un circo ecuestre —exclamó a su vez la
abuela Roberts.
—Esto no es nada comparado con lo que verán en geriatría —dijo con orgullo la
enfermera.
—¡Es verdaderamente cuestión de dar gracias al Cielo por haberle evitado a la
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pobre abuela Barnacle este espectáculo!
Por amor a Alec Warner, la señorita Taylor intentó absorber todo cuanto le era
posible de la nueva experiencia. Pero la muerte de la abuela Barnacle, los dolores
artríticos y la ruidosa llegada de los «casos geriátricos» la habían turbado un poco.
Hacia el anochecer se echó a llorar y al mismo tiempo se preocupaba de no
dejarse sorprender por la enfermera. Quizás aquélla hubiera podido referir que se
encontraba demasiado mal para ser llevada abajo a la mañana siguiente, para asistir a
la misa que ella y la señorita Valvona hacían decir en sufragio del alma de la abuela
Barnacle, la cual no tenía parientes que la lloraran.
La señorita Taylor se durmió, pero se despertó en plena noche porque le dolía el
cuerpo, y para evitarse una inyección fingió que continuaba durmiendo. A la mañana
siguiente, a las once, la abuela Valvona y la señorita Taylor fueron trasladadas con los
sillones de ruedas a la capilla del hospital. Les acompañaban otras tres viejas de la
sala Maud Long, que no eran católicas, pero que se sentían unidas a la difunta de
varios modos, incluidos el afecto, el desprecio, el resentimiento y la piedad.
Durante la celebración de la función una idea irracional atravesó el cerebro de la
señorita Taylor. La alejó y se concentró en la oración. Pero aquella idea irracional,
que se refería a la identidad del torturador de doña Lettie, acudía a su mente con
insistencia.
* * *
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Colgó el receptor y con pasos cortos entró en la biblioteca. La señora Pettigrew le
siguió. Parecía más lozana y sólo un poquitín más vieja que seis meses antes.
—¿Quién estaba al teléfono, Godfrey? —preguntó.
—Un hombre… No logro comprenderlo. El mensaje tenía que ser para Lettie,
pero ha precisado que era para mí. Yo creí que aquellas palabras…
—¿Qué le ha dicho?
—Lo mismo que a Lettie. Pero, repito, que ha precisado más. «Es para usted,
señor Colston, es para usted.» No lo comprendo…
—¡Vamos, vamos! —dijo la señora Pettigrew—. ¡Arriba esos ánimos!
—¿Tiene usted la llave del bufete?
—Sí. ¿Quiere beber algo?
—Noto que necesito un trago.
—Se lo traigo. Siéntese.
—Abundante, por favor.
—Siéntese. ¡Qué niño es!
Volvió, ágil, ligera en su vestido negro, con la nueva cofia blanca entre sus
cabellos negrísimos que le caían sobre la frente. Se los había hecho recortar más.
Llevaba las uñas lacadas de color de rosa y en un dedo dos grandes anillos que daban
un tono de opulenta y antigua majestad a su larga y arrugada mano que sostenía el
vaso de coñac con soda para Colston.
—Gracias —dijo Godfrey, tomando el vaso—. Mil gracias.
Volvió a sentarse y bebió mirando de vez en cuando a la mujer, como tratando de
adivinar lo que iba a hacer o decir.
La señora Pettigrew, sentada frente a él, calló hasta que él terminó de beber.
Luego dijo:
—Créame, créame a mí —repitió—. Todo eso es fruto de la fantasía.
Godfrey dijo algo acerca del hecho de estar en plena posesión de sus propias
facultades.
—En tal caso —insistió la señora Pettigrew—, en tal caso, ¿ha hablado ya con su
abogado?
Él murmuró algo parecido a «la próxima semana».
—Esta tarde tiene una entrevista con el abogado.
—¿Esta tarde? Pero ¿quién… cómo…?
—Yo le pedí hora para hoy, a las tres.
—Hoy no —replicó Godfrey—. No me siento animado. Tiene un despacho lleno
de corrientes de aire. La semana próxima.
—Puede tomar un taxi, si no quiere conducir. No está muy lejos.
—La semana próxima —gritó él.
El coñac le había devuelto sus fuerzas.
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Pero pronto se disiparon los efectos del alcohol. Durante la comida, Charmian le
preguntó:
—¿Qué te pasa, Godfrey?
El teléfono sonó. Godfrey levantó la cabeza, alarmado. Dijo a la señora Pettigrew
que no contestara.
—Quizá la señora Anthony lo haya oído —dijo ella.
El oído de la señora Anthony empezaba a declinar. Evidentemente, no había oído
el repiqueteo del teléfono. Con andar decidido, la gobernanta salió al recibimiento y
descolgó el auricular. Pronto regresó y se dirigió a Charmian.
—Es para usted —dijo—. El fotógrafo desea venir mañana a las cuatro.
—Perfectamente —dijo Charmian.
—Recuerde que mañana por la tarde, yo no estaré.
—No importa —insistió la anciana—. No es a usted a quien quieren fotografiar.
Dígale que a las cuatro me va muy bien.
—¿Otro periodista? —preguntó Godfrey, en tanto que la señora Pettigrew iba a
comunicar la respuesta.
—No, un fotógrafo.
—No acaba de gustarme ver a todos esos extraños por la casa. Esta mañana he
tenido una desagradable experiencia. Aplázalo.
Levantóse de la silla y gritó a través de la puerta.
—Señora Pettigrew, no queremos que venga. Dígale que otro día, por favor.
—Demasiado tarde —dijo aquélla volviendo a sentarse en su sitio.
La señora Anthony se asomó.
—¿Deseaba algo?
—Deseamos terminar la comida sin interrupciones —dijo la señora Pettigrew en
voz alta—. Por eso yo he contestado al teléfono.
—Muy amable de su parte, de verdad —dijo la sirvienta, y desapareció.
Godfrey aún estaba protestando por el fotógrafo.
—Hemos de aplazarlo. Demasiados extraños.
—No estaré mucho tiempo aquí, Godfrey —contestó Charmian.
—Vamos, vamos —intervino la señora Pettigrew—. Podría muy bien vivir otros
diez años todavía.
—Claro. Y precisamente por eso, considerándolo bien, he decidido ingresar en
esa clínica. Me han dicho que la organización es casi perfecta. Además, allí cada uno
puede disfrutar de su propia intimidad. ¡Siento verdadera necesidad!
La señora Pettigrew encendió un cigarrillo, y lentamente lanzó el humo a la cara
de Charmian.
—¡Aquí nadie turba tu intimidad! —dijo Godfrey.
—¡Y además la libertad! —añadió Charmian—. En la clínica seré libre de recibir
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a quien yo quiera. Fotógrafos, extraños…
—No hay necesidad de que te vayas a una clínica, ahora que has mejorado tanto
—replicó Godfrey con un tono casi de desesperación.
La señora Pettigrew sopló otra bocanada de humo también en dirección a
Charmian.
—Por otra parte —dijo él, lanzando una mirada a la gobernanta—, no podemos
permitirnos ese gasto.
Charmian calló, como quien no tiene necesidad de replicar. En realidad, sus libros
aún le procuraban diñero, y su pequeño capital —por lo menos aquél— estaba al
seguro de las manos de la señora Pettigrew. Las reediciones de sus novelas en el
invierno anterior, le habían estimulado el cerebro. Su memoria lo había acusado
favorablemente y su estado físico era mucho mejor desde hacía años, a pesar del
ataque de bronquitis que sufrió en enero, cuando una enfermera de día y otra de
noche tuvieron que atenderla durante una semana. De cualquier modo, se vio
obligada a moverse lentamente y a menudo tenía trastornos renales. Miró a Godfrey
que, con voracidad, comía su buen plato de arroz, sin saber —de eso ella estaba muy
segura— qué estaba comiendo. Se preguntó qué le preocupaba y qué nueva tortura le
estaba infligiendo la señora Pettigrew. ¿Qué había descubierto esa mujer en el pasado
de su marido? ¿Por qué Godfrey consideraba que todo debía ser acallado, a toda
costa? A menudo Charmian se preguntaba cuál era su deber hacia su marido, y cuáles
los límites de los deberes de una mujer. Habría querido estar ya en aquella clínica de
Surrey. Estaba sorprendida de ese deseo, porque el temor de acabar siendo confiada a
unos extraños la había atormentado durante toda su vida, y Godfrey siempre le
pareció mejor que lo peor que aún no conocía.
—Irte de tu casa, a los ochenta y siete años, podría matarte —estaba diciendo
Godfrey con voz casi suplicante—. ¿Qué necesidad tienes de irte?
—La señora Anthony está bien sorda —exclamó la señora Pettigrew, después de
haber llamado en vano con el timbre—. Tiene que procurarse un aparato acústico.
Y se fue a la cocina para ordenar a la criada de que llevara té para ella y leche
para Charmian.
Cuando salió, Godfrey dijo:
—Esta mañana he tenido una desagradable experiencia.
Charmian refugióse tras una expresión vaga y distraída. Temía que su marido le
hiciese alguna confesión embarazosa a propósito de la señora Pettigrew.
—¿Me escuchas, Charmian?
—¡Oh, sí, sí…! Dime.
—He tenido una llamada telefónica del hombre de Lettie.
—¡Pobre Lettie! ¿Aún no se ha cansado de atormentarla ese tipo?
—La llamada era para mí. Dijo: «El mensaje es para usted, señor Colston.» Yo no
* * *
* * *
Charmian despertó a las cuatro y comprendió que la casa estaba desierta. Ahora la
señora Anthony se iba a las dos. Godfrey y la señora Pettigrew debían estar fuera.
Charmian permaneció tumbada, en silencio, para tener la confirmación de que estaba
* * *
* * *
—Debe prometerme que ese asunto será tratado como estrictamente profesional.
—Prometo —asintió Alec Warner.
—Se trata de una cosa peligrosa —prosiguió la joven—. He llegado a saberla por
conducto estrictamente confidencial. Quisiera que no se mencionara ni una sola
palabra.
—Ni yo tampoco —dijo Alec.
—Tan sólo a efectos puramente científicos —insistió Olive.
—Ciertamente.
—¿De qué manera toma sus apuntes? —preguntó la muchacha—. No se pueden
descubrir los verdaderos nombres.
—Todos los documentos con referencias a nombres reales serán destruidos
después de mi muerte. Nadie podrá identificar jamás las anamnesis de mis casos.
—Está bien —dijo Olive—. Santo Cielo, esta tarde Godfrey estaba en un estado
espantoso. Me ha dado pena. Se trata de la señora Pettigrew, ¿comprende?
—¿Ligas y diversiones de esa clase?
—¡Oh, no, no! Aquello acabó ya.
—Chantaje.
—Precisamente. La mujer, a lo que parece, ha descubierto un montón de cosas
sobre el pasado de Godfrey.
—¿El asunto con Lisa Brooke?
—Ese y muchos más. Después un escándalo financiero en la «Cerveza Colston»,
al que a su tiempo se le echó tierra encima. La señora Pettigrew está al corriente de
todo. Ha puesto sus manos sobre los papeles personales de Godfrey.
—¿Y él ha ido a la policía?
—No, tiene miedo.
—Le protegerían. ¿De qué tiene miedo? ¿Se lo ha preguntado?
—Sobre todo de su mujer. No quiere que acabe sabiéndolo. Creo que es cuestión
de orgullo. Naturalmente, yo no la conozco, pero me parece haber comprendido que,
de ellos dos, ella ha sido la más religiosa, y, siendo una famosa escritora, siempre se
ha conquistado la simpatía general, incluso porque es más sensible que él.
«Querido Leet,
»No sé si soy el primero en informarte de que ni Ronald Sidebottome ni la señora
Pettigrew quieren ser parte en el pleito para invalidar el testamento de Lisa.
»Te envío mis felicitaciones y confío que disfrutarás para largo de tu buena
fortuna.
»Perdóname si me atrevo a anticiparte así la comunicación oficial. Si he
conseguido ser el primero a darte esa noticia, ¿podrías hacerme el favor de medir tus
pulsaciones y tomarte la temperatura inmediatamente después de haber leído esta
carta, luego vuelves a hacerlo una hora después y por último otra vez a la mañana
siguiente, e informarme sobre los datos recogidos: tus pulsaciones y tu temperatura
en condiciones normales, si es que lo sabes?
»Esos datos serán preciosos para mi fichero. Te lo agradecerá mucho tu
ALEC WARNER.
»P.S.— Naturalmente, cualquier otra observación concerniente a tus reacciones
por la buena noticia, será extraordinariamente bien recibida.»
Alec Warner fue a echar la carta y luego regresó para poner al día sus fichas. El
teléfono sonó dos veces. La primera vez era Godfrey Colston, de quien Alec, por pura
coincidencia, tenía precisamente en la mano su tarjeta.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
—Sepa, señorita Taylor —dijo doña Lettie—, y lo siento, que no podré seguir
visitándola. Esa gente me trastorna demasiado, y ahora que no logro dormir bien
como de costumbre, no tengo los nervios lo suficientemente sólidos para soportar a
esas decrépitas mujeres. Verdaderamente hay para preguntarse qué finalidad existe
para mantenerlas en vida a expensas del Estado.
—En lo que a mí respecta —dijo Jean Taylor—, sería feliz si me dejaran morir en
paz. Pero los doctores se indignarían si oyeran que yo lo digo. ¡Están tan orgullosos
* * *
Como era lógico, cuando Gwen abandonó el servicio en casa de doña Lettie, se lo
contó todo a su prometido: las inspecciones nocturnas de la loca de su dueña, que iba
dando vueltas por la casa hurgando todos los muebles, todos los rincones y, en el
jardín, por detrás de los matorrales, con una lámpara eléctrica portátil, y que no era
para maravillarse si estaba perdiendo la vista.
—Y no me permitió avisar a la policía —añadió Gwen—. No se fía de los
policías. No me extraña que se le rían en la cara. Pero a mí me venían escalofríos,
porque cuando va a caza de ruidos, se oyen por toda la casa y una empieza a creer
que ve sombras en la oscuridad. La mayor parte de las veces acababa por ir a chocar
contra ella en el jardín. Esa casa está habitada por espíritus. No habría podido
resistirlo ni un minuto más.
El novio de Gwen consideró que la narración era interesante y la explicó en la
obra en construcción en la que trabajaba.
—Mi chica estaba al servicio de una vieja solterona, una noble, o una condesa, o
qué sé yo, allá por la parte de Hampstead… y esa fulana iba dando vueltas por la casa
todas las noches… Decía que había ladrones… Pero no quiso avisar a la policía… Mi
chica se marchó la semana pasada. Estaba hasta la coronilla…
—Hay mucho loco suelto por el mundo, te lo aseguro —comentó uno de sus
amigos—. Recuerdo que durunte la guerra, cuando yo era asistente de un coronel,
él…
Y fue así como un peón, nuevo en aquella obra en construcción, llegó a saber lo
que Gwen había explicado. Era un joven que no se consideraba a sí mismo como un
criminal, pero conocía a un pulidor de cristales, que le podría dar dos o tres libras
esterlinas por una información de esa clase. Pero antes le era necesario procurarse la
dirección.
* * *
«Querido Guy,
»Confieso que he enviado a Percy Mannering el último episodio de tus memorias.
De todas formas lo hubiera visto lo mismo. Creo que ha quedado un tanto
descompuesto por tus nuevas referencias a Dowson.
»Contéstame dándome las gracias por haberle enviado el artículo. Mannering dice
que irá a verte, evidentemente, para discutir el asunto. Confío que no será un peso
demasiado grave que soportar y que tú apelarás a toda tu indulgencia.
»Ahora bien, querido amigo, yo sé que querrás ayudarme contando las
pulsaciones y anotando la temperatura del viejo, apenas puedas hacerlo fácilmente,
después que haya discutido el artículo.
»Ciertamente, sería preferible hacerlo «durante» la discusión, pero,
probablemente, resultará difícil. Cualquier otra observación sobre su color, su
conversación (y claridad de la misma, etc.), y también sobre su comportamiento en
general «durante» la breve discusión, como te consta, será apreciadísima.
»Mannering estará mañana contigo —o sea, el mismo día en que supongo
* * *
La tercera:
* * *
* * *
Sí, Eric era una mezcla de muchas cosas. La carta de Olive le había revelado que
su padre era extorsionado por «una tal señora Pettigrew», la cual quería obligarle a
que le dejara en herencia una parte importante de sus bienes. Había actuado
rápidamente y sin pensarlo ni un solo segundo más. Ya en el tren, durante el viaje de
Cornwall a Londres, no había recapacitado aún en lo que debía hacer. Mientras duró
el viaje se había regodeado con pensamientos que le deleitaban: la derrota de
Godfrey, la desautorización de Charmian, la posibilidad de qué virtud de corazón y de
comprensión maternal se ocultaran detrás del aspecto exterior, probablemente frío, de
esa señora Pettigrew; el gusto de estar en posición de desenmascarar a todos delante
de todos, caso de que fuese útil hacerlo, y, por último, la excitación de poder obtener
inmediatamente dinero líquido en cantidad suficiente para ir a escape a ver a tía
Lettie y decirle lo que pensaba de ella.
¡No es que supiese, en verdad, lo que pensaba de ella! Desde su juventud se había
metido este axioma en la cabeza: la familia, pérfidamente, le había abandonado;
incluso la familia lo había admitido de común acuerdo, cuando Eric estaba entre los
veintidós y los veintiocho años, y el siglo estaba entre los veintitrés y los veintinueve.
Él había repudiado las opiniones a las cuales la familia siempre se había atenido,
excepto una: «De un modo u otro hemos abandonado a Eric. ¿Cómo ha sido posible?
¡Pobre Eric! Charmian lo ha mimado demasiado, pero nunca fue una verdadera
madre para él. Godfrey, demasiado atado a sus negocios, no se cuidó nunca del
muchacho. Godfrey ha sido demasiado débil, demasiado severo, demasiado avaro; le
dio demasiado dinero, etc., etc.» Los ancianos, más tarde, tomaron la costumbre de
* * *
* * *
* * *
* * *
«Querido Guy,
»Creo que soy el primero a darte la siguiente información. Ha sido descubierto un
hombre que se llama Matthew O'Brien, que ya estaba casado con Lisa cuando tú te
casaste con ella.
»Mortimer te proporcionará los detalles que ahora han sido perfectamente puestos
en claro.
»La casualidad ha hecho que yo, desde hace diez años, estuviese visitando a ese
hombre, con motivo de mis experiencias, en el hospital psiquiátrico de St. Aubrey, en
Folkestone, sin sospechar que podía existir una relación entre él y Lisa.
»Supongo que a ti no te culparán de nada. Pero, naturalmente, como sea que tu
matrimonio con Lisa no ha sido nunca válido, no te beneficiarás de la herencia de sus
bienes. El dinero de Lisa, o por lo menos la mayor parte de él, corresponderá, como
tiene que ser, al marido legítimo. Creo que confiarán la administración a alguien,
porque él es incapaz de comprender y su voluntad es nula.
»Te agradeceré un favor: inmediatamente después de haber leído esta carta,
cuenta tus pulsaciones, tómate la temperatura, y hazme saber…»
Alec pidió un sobre a la empleada del despacho. Puso dentro su escrito. Escribió
la dirección y pegó el sello de correos. Dejó caer el sobre en el buzón de la entrada y
después fue a reconfortar a Janet.
* * *
* * *