04 - Capítulo Segundo - La Producción Del Espacio (Síntesis) 2de2
04 - Capítulo Segundo - La Producción Del Espacio (Síntesis) 2de2
04 - Capítulo Segundo - La Producción Del Espacio (Síntesis) 2de2
La reducción puede ir muy lejos. Puede «descender» en la práctica, por ejemplo. La gente, los
diversos grupos y clases, sufren desigualmente los efectos de las múltiples reducciones sobre
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sus capacidades, ideas y «valores», y a fin de cuentas, sobre sus posibilidades, sus espacios y
su cuerpo. Los modelos reducidos , construidos por tal o cual especialista, no son siempre
abstraídos desde una abstracción vana. Construidos en virtud de una práctica reductora, con
un poco de suerte llegan a imponer un orden y a componer los elementos de dicho orden. El
urbanismo y la arquitectura proporcionan buenos ejemplos de esto. En particular, la clase
obrera sufre los efectos de los «modelos reducidos» de espacio, de consumo y de la llamada
«cultura».
El objeto producido porta a menudo los trazos del material y del tiempo empleados, las
operaciones que han modificado la materia prima. Es posible entonces reconstruir las
intervenciones. No obstante, las operaciones productivas tienden a borrar sus huellas;
algunas tienen ese cometido: pulir, barnizar, revestir, enlucir, etc. Una vez que la
construcción ha finalizado, se desmontan los andamios; asimismo, los borradores de un
pintor son rasgados y él sabe cuándo ha de pasar del esbozo al cuadro. Ésta es la razón por la
que los productos e incluso las obras tienen también ese rasgo característico: se desprenden
del trabajo productivo. En realidad, el trabajo productivo se olvida, y ese olvido — que un
filósofo diría ocultación— hace posible el fetichismo de la mercancía: el hecho de que la
mercancía implica relaciones sociales y que conlleva su desconocimiento.
Nunca es fácil remontarse desde el objeto (producto u obra) hasta la actividad (productora o
creativa). Sin embargo, éste es el único modo de proceder que permite esclarecer la
naturaleza del objeto o, si se prefiere, la relación del objeto con la naturaleza,
reconstruyendo el proceso de su génesis y de su sentido. Todas las otras formas de proceder
pueden construir un objeto abstracto (un modelo). En cualquier caso, no se trata de captar la
simple estructura de un objeto y engendrarla, sino de generar (reproducir por y en el
pensamiento) el objeto en su totalidad, formas, estructuras y funciones. ¿Cómo puede uno (y
este «uno» designa un sujeto cualquiera) percibir un cuadro, un paisaje, un monumento? La
percepción depende evidentemente del «sujeto»: un campesino no percibe «su» paisaje como
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lo haría un urbanita que pasea por él. Imaginemos a un amante del arte que mira un cuadro.
Su mirada no es ni la del profesional ni la del inculto. Va de un objeto a otro de los que
contiene el cuadro; comienza por captar las relaciones entre esos objetos; se deja arrastrar
por el efecto o los efectos buscados por el pintor. De esto recibe cierto placer — asumiendo
que el cuadro sea del tipo de obras que brindan un placer a la vista o a la comprensión— .
Pero el aficionado es consciente de que el cuadro ya está enmarcado, que las relaciones
internas entre los colores y formas están regidas por el conjunto. Pasa así de la
consideración de los objetos en el cuadro a la consideración del cuadro como objeto, y
asimismo pasa de lo que ha percibido en el espacio pictórico a lo que él sabe de dicho
espacio. De ese modo presiente o comprende los diversos «efectos» del cuadro, incluidos
aquellos que no han sido deseados expresamente por el pintor. El aficionado, pues, descifra
el cuadro, y descubre lo imprevisto, pero dentro de un marco formal, dentro de las relaciones
y proporciones impuestas por ese marco. Los hallazgos de nuestro distinguido amante del
arte se sitúan en el plano del espacio (pictórico). En ese grado de investigación estética, el
«sujeto» se plantea algunas cuestiones; trata de resolver un problema: la relación entre los
efectos de sentido técnicamente preparados por el artista y los efectos de sentido
involuntarios (de los que algunos dependen de él, del «observador»). Comienza de ese modo
a trazar el camino entre los efectos experimentados y la actividad productora de sentido,
para encontrarla e intentar (quizás mera ilusión) coincidir con ella. Como era de suponer, su
percepción «estética» se sitúa entonces en varios niveles.
Así se evoca una larga historia del espacio, aunque este espacio no sea ni «sujeto» ni
«objeto», sino una realidad social, es decir, un conjunto de relaciones y de formas. Esta
historia del espacio no coincide ni con el inventario de los objetos en el espacio (lo que se ha
denominado desde hace poco la cultura o civilización material), ni con las representaciones
y discursos sobre el espacio. Debe rendir cuenta tanto de los espacios de representación
como de las representaciones del espacio, pero sobre todo de sus vínculos mutuos y de los
lazos con la práctica social. Encuentra así su lugar entre la antropología y la economía
política. La nomenclatura (descripción, clasificación) de los objetos aporta algo a la historia
clásica, si el historiador se preocupa de modestos objetos cotidianos, como los alimentos, los
utensilios de la cocina, las fuentes y los platos — o incluso los trajes— o la construcción de
las casas y los materiales e instrumentos de fabricación, etc. Pero esta vida cotidiana figura
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también en los espacios de representación, o incluso podría decirse que los forma. En cuanto
a las representaciones del espacio (y del tiempo), puede decirse que forman parte de la
historia de las ideologías, siempre que el concepto de ideología no quede restringido, como a
menudo sucede en las ideologías de los filósofos y de las clases dirigentes — o, dicho de otro
modo, a las nobles ideas de la filosofía, la religión y la moral— . La historia del espacio
mostraría la génesis (y, por consiguiente, las condiciones en el tiempo) de esas realidades
que algunos geógrafos designan como redes y que están subordinadas al armazón de la
política.
Atravesado por caminos y redes, el espacio natural se modifica. Puede decirse que la
actividad práctica se inscribe en él, que el espacio social se escribe sobre la naturaleza (quizá
en garabatos), lo que implica una representación del espacio. Los lugares son marcados,
numerados y nombrados. Entre los lugares, como entre las redes, hay espacios en blanco,
espacios al margen. No se trata únicamente de los Holzwege [referencia a Heidegger], los
caminos forestales, sino también de los prados y campos. Importa mucho más el camino que
los caminantes, puesto que el primero perdura: las redes de las bestias (salvajes o
domesticadas), de la gente (en las casas, alrededor de elias en las aldeas y pueblos, en los
contornos). Los indicios por todas partes distintos y bien advertidos encarnan «valores» que
se fijan a los trayectos recorridos: peligro, seguridad, espera, promesa. El grafismo (que no es
aparente a los «actores», pero que se revela mediante la abstracción de la moderna
cartografía) se asemeja más a una tela de araña que a un dibujo.
¿Se puede decir que se trata de un texto? ¿O quizás de un mensaje? La analogía no esclarece
gran cosa y parece más bien que debemos referirnos a texturas antes que a textos. Las
arquitecturas podrían decirse arqui-texturas , al tomar cada monumento o cada edificación
junto con sus entornos, en su contexto, con el espacio poblado y sus redes, como producción
de ese espacio. Puede que tal analogía clarifique la práctica espacial.
¿Qué modos de existencia asumen esos trayectos en los momentos en que la práctica no los
actualiza, cuando entran en los espacios de representación? ¿Son percibidos en la naturaleza
o bien fuera de ella? Ni lo uno ni lo otro. Los individuos animan esos trayectos y recorridos,
esas redes e itinerarios, a través de los relatos, de las «presencias» míticas, genios, espíritus
benefactores o diabólicos, que son percibidos como existencias concretas. Es dudoso que
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puedan existir mitos y símbolos fuera de un espacio mítico y simbólico, determinado
también por la práctica.
Con el siglo xx se entra en la modernidad. Dado que esos términos (el «siglo», lo moderno, la
modernidad) disimulan bajo su familiaridad más de un enigma y dada también su escasa
finura, se hace necesario un análisis más refinado. En lo que se refiere al espacio, se han
operado cambios decisivos que son disimulados por las invarianzas, las prolongaciones y los
estancamientos, especialmente en el plano de los espacios de representación. Consideremos
la Casa, la Morada. En las grandes ciudades y, más aún, en el «tejido urbano» que prolifera
alrededor de esas urbes — un tejido que se antoja el estallido de esas ciudades— la Casa sólo
posee una realidad histórico-poética enraizada en el folclore, o si se prefiere en la etnología.
Es un recuerdo que obsesiona, que persiste en el arte, en la poesía, en el teatro v en la
filosofía. Es más, atraviesa la terrible realidad urbana que se instaura en el siglo xx, pues
embellecida por un aura nostálgica, anima la crítica. Tanto Heidegger como Bachelard
hablan de ella en sus escritos con emoción, escritos conmovedores cuya importancia e
influencia no pueden discutirse. La Casa evoca la impresión de un espacio privilegiado, casi
sagrado, casi religioso, próximo al absoluto. La «Poética del espacio» de Bachelard, y su
«topofilia», ligan los espacios de representación , que recorre en sueños (y que distingue de
las representaciones del espacio elaboradas por el discurso científico), a ese espacio íntimo y
absoluto.9 El contenido de la Casa alcanza una dignidad casi ontològica: los cajones, los
arcones y los armarios se parecen a sus análogos naturales, percibidos por el filósofo-poeta,
especialmente a las figuras naturales del Nido, el Caparazón, el Rincón, el Círculo. En el
fondo, podríamos decirlo así, la Naturaleza se perfila de un modo maternal e incluso uterino.
La Casa es tan cósmica como humana. Del sótano al desván, de los cimientos al tejado, la
Casa posee una densidad a la vez soñadora y racional, terrestre y celeste. La relación entre la
Morada y el Ego es tan cercana que casi podríamos hablar de coincidencia. El caparazón, el
espacio secreto y vivido, representa para Bachelard el prototipo del «espacio» humano y de
sus atributos. En cuanto a la ontología de Heidegger — su noción de Construir, próxima a la
del Pensar, su esquema según el cual la Morada contrasta con la existencia errabunda,
aliándose quizá un día con ella para acoger al Ser— , esta ontología se refiere a cosas y a
no-cosas un poco lejanas para nosotros en la medida en que son próximas a la Naturaleza: el
Cántaro, la casa campesina en la Selva Negra," el Templo. No obstante, el espacio, el bosque,
el camino no son nada más ni otra cosa que «estar-ahí», que «seres», o Dasein. Si el filósofo
se interroga sobre su procedencia, si plantea una cuestión «histórica», no hay duda de cuáles
son la dirección y el sentido de su pensamiento: el tiempo para Heidegger cuenta más que el
espacio; el Ser posee una historia y la historia no es sino la Historia del Ser. Esto conduce a
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una concepción estrecha y restrictiva del Producir: un hacer-aparecer, un surgimiento que
lleva a la cosa, como cosa presente entre las cosas ya presentes. Esas proposiciones
cuasi-tautológicas añaden muy poco a la admirable pero enigmática fórmula: «Habitar es el
rasgo fundamental en virtud del cual los mortales son». Y el lenguaje no es otra cosa sino la
Morada del Ser.
Todavía es necesario poder datar eso que se ha dado en llamar el momento de la emergencia
de una conciencia espacial y de la producción del espacio: cuándo, dónde, cómo y por qué un
conocimiento desatendido, una realidad ignorada (la del espacio y su producción) comienza
a ser reconocida. Es cierto que dicha emergencia puede datarse con precisión. En eso
consistió el papel «histórico» de la Bauhaus, sobre la que repetidas veces se detendrá nuestro
análisis crítico. La Bauhaus no sólo aportó una «posición del objeto» en el espacio, una
contextualización o una nueva perspectiva sobre el espacio; también desarrolló una
concepción, un concepto global del espacio. En ese momento (hacia 1920, tras la Primera
Guerra Mundial) en los países avanzados — Francia, Alemania, Rusia, Estados Unidos— se
descubrió una conexión que, aunque en el plano práctico ya había sido apuntada, no estaba
desarrollada todavía: el vínculo entre la industrialización y la urbanización, entre los lugares
de trabajo y los lugares de habitación. Tan pronto como se incorporó al pensamiento teórico,
este vínculo se convirtió en proyecto e incluso en programa. Lo paradójico es que esta
«programática» vino a pasar por racional y al mismo tiempo por revolucionaria, cuando en
realidad se avenía perfectamente al Estado, al capitalismo de Estado y al socialismo de
Estado. Más tarde esto sería algo evidente y trivial. Tanto para Gropius como para Le
Corbusier el programa consistía en la producción del espacio. Paul Klee llegó a declarar que
el artista — el pintor, el escultor, el arquitecto— no se limita a mostrar un espacio, sino que
lo crea. La gente de la Bauhaus comprendió que las cosas no podían producirse
independientemente las unas de las otras en el espacio, fueran muebles o inmuebles: era
preciso tener en consideración sus relaciones mutuas y su relación con el conjunto. Era
imposible acumular unas cosas sobre otras, como una pila, suma o colección de objetos. En
el contexto de las fuerzas productivas, de los medios técnicos y de los problemas específicos
de la modernidad, las cosas y los objetos podían producirse en sus relaciones y con sus
relaciones. Anteriormente los conjuntos creados por los artistas — monumentos, ciudades,
mobiliarios— ponían de manifiesto la diversidad de criterios subjetivos: el gusto de los
príncipes, la inteligencia de los mecenas y el genio de los artistas. Para acoger los diferentes
objetos «muebles» ligados a un modo aristocrático de vida, los arquitectos construían
palacios y, junto a ellos, plazas para el pueblo y monumentos para las instituciones. El
conjunto componía un espacio dotado de estilo, a menudo deslumbrante, pero jamás
definido por su racionalidad, un espacio que nacía y desaparecía sin razón aparente.
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Considerando el pasado a la luz del tiempo presente, Gropius entendió que la práctica social
había de cambiar en adelante. La producción de los conjuntos espaciales como tales
correspondía a la capacidad de las fuerzas productivas, y de ahí a una racionalidad. No era
cuestión, pues, de introducir aisladamente formas, funciones y estructuras, sino que se
trataba de dominar el espacio global considerando las formas, las funciones y las estructuras
en una concepción unitaria. Esto venía a verificar una idea apuntada antes por Marx: la
industria abre ante los ojos el libro en que se inscriben las capacidades creativas del
«hombre» (del ser social).
El espacio se daría con el lenguaje y en el lenguaje, sin que tuviera una formación diferente.
Poblado de signos y significados, recorrido indistintamente de discursos, continente
homólogo al contenido, ese espacio estaría compuesto de funciones, articulaciones y
sucesiones, es decir, igual que un discurso. Necesarios, los signos se bastan porque el
sistema de signos verbales (que dan lugar a la escritura) contiene la esencia de los
encadenamientos, incluidos los del espacio. Pero ese compromiso que sacrifica el espacio al
ofrecerlo como un presente a la filosofía del lenguaje no se sostiene. En el espacio se
despliegan procesos significantes (una práctica significante) que no pueden ser reducidos al
discurso cotidiano ni al lenguaje literario (de los textos). Si los signos, como instrumentos de
muerte, trascienden en la poesía — como pretendía Nietzsche— , deben superarse
perpetuamente como tales en el espacio. Las dos tesis sobre el signo no pueden reconciliarse
en un eclecticismo que de alguna manera abraza a la vez el saber «puro» y la impura poesía.
No es posible especular con la ambigüedad, sino que debe demostrarse la contradicción a fin
de resolverla o, más bien, con objeto de mostrar cómo el espacio la resuelve. El despliegue
energético de los cuerpos vivos en el espacio va sin cesar más allá de las pulsiones de
muerte, y de vida, y los concilia. En y por el espacio social, el dolor y el placer — que la
naturaleza distingue mal— se disciernen. Los productos y, aún más, las obras, son
destinados al placer (tras el trabajo, mezcla de efectos dolorosos y de juego creativo). Si hay
espacios que expresan separaciones insuperables (las tumbas), también hay espacios de
reencuentro y gratificación. Y si el poeta se bate contra la frialdad de las palabras y evita caer
en las trampas de los signos, más aún debería hacerlo el arquitecto, que dispone de
materiales análogos a los signos (ladrillo, madera, acero, hormigón) y de un instrumental
similar a las «operaciones» que conectan los signos, los articulan y les confieren
significaciones (las cimbras, las bóvedas, los arcos, los pilares y columnas; las aberturas y los
cierres; los procedimientos de construcción, conjunción y disyunción de esos elementos). De
ese modo, el genio arquitectónico ha realizado espacios destinados a la voluptuosidad (la
Alhambra de Granada), espacios para la contemplación y la sabiduría (los claustros
monásticos), espacios de poder (los castillos), espacios de percepción afinada (los jardines
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japoneses). El genio arquitectónico produce espacios colmados de sentidos y en principio
eso les permite escapar de la muerte: duraderos, radiantes, dotados de un tiempo local
específico. El arquitecto produce cuerpos vivos, con sus rasgos distintivos: lo que anima ese
cuerpo, su presencia, no es visible ni legible como tal, ni objeto de discurso. Esta vida se
reproduce en la que hace uso del espacio y en su experiencia vital, por eso el turista sólo
alcanza a rozar su sombra, y el espectador deviene mero fantasma. El concepto de espacio
así ligado a una práctica social — a la vez espacial y significante— adquiere todo su alcance.
El espacio reúne la producción material: bienes, cosas, objetos de cambio tales como
vestidos, muebles, casas (moradas), producción dictada por la necesidad. Reúne también el
proceso productivo considerado en el nivel más elevado, resultado de la acumulación de
conocimientos — el trabajo es penetrado por la ciencia experimental, materialmente
creativa— . Por último, reúne el proceso creativo más libre — el proceso significante— que
anuncia el «reino de la libertad», destinado en principio a desplegarse en él tan pronto cese
el trabajo dictado por las ciegas e inmediatas necesidades; en otros términos, desde el
momento en que comience el proceso creativo de obras, de sentidos y de placer (creaciones
todas ellas muy diversas, pues la contemplación, por ejemplo, puede suponer placer sensual,
que aunque la incluya no se reduzca a la gratificación sexual).
Como toda realidad, el espacio social se relaciona metodológica y teóricamente con tres
conceptos generales, a saber: forma, estructura y función. Es decir, cualquier espacio social
puede devenir objeto de un análisis formal, de un análisis estructural y, por último, de un
análisis funcional. Cada uno aporta un código y un método para descifrar lo que a primera
vista parece impenetrable.
El término «forma» puede ser aprehendido en varias acepciones: estética, plástica, abstracta
(lógico-matemática), etc. Generalmente su uso implica la descripción de contornos, la
determinación de fronteras, de límites externos, áreas y volúmenes. En ese sentido se presta
al análisis espacial, lo que no evita otras dificultades. Una descripción formal que se
pretenda exacta puede sin embargo mostrarse después penetrada por ideologías, sobre todo
si dicha descripción tiene implícita o explícitamente una visión reduccionista. Eso sería
característico de lo que conocemos como formalismo. Un espacio puede ser reducido a
elementos formales: la línea curva y la línea recta, las relaciones «internas-externas»,
«volumen-superficie». Esos elementos formales han dado lugar, en arquitectura, pintura y
escultura, a auténticos sistemas: la razón Áurea (φ); los órdenes arquitectónicos (dórico,
jónico y corintio); los sistemas modulares (sobre la base de ritmos y proporciones), etc.
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inversamente la reunión en el todo de las partes constitutivas. Así, los capiteles de un
claustro románico difieren, pero dentro de un modelo que autoriza esas diferencias. Dividen
el espacio y le proporcionan ritmo. Es la función del diferencial significante* El arco de
medio punto o el arco en ojiva, con sus pilares y columnas de sostén, cambian de sentido y
de valor espacial según sirvan a la arquitectura de tipo bizantino o a la de tipo oriental, a la
arquitectura gótica o a la renacentista. Los arcos funcionan a la vez repetitiva y
diferencialmente en un conjunto en que determinan el «estilo». Lo mismo puede decirse en
el campo de la música del tema y de su tratamiento en la composición de fuga. En todos los
tratamientos del espacio y del tiempo es posible encontrar esos efectos «dieréticos» que los
semiólogos comparan a la metonimia. Poblar un espacio (su ocupación) es algo que se
efectúa siempre según formas susceptibles de descripción y análisis: dispersión o
concentración, direcciones privilegiadas o nebulosas. En sentido inverso, la reunión y la
concentración como formas espaciales se realizan siempre por medio de formas geométricas:
una ciudad posee una forma circular o cuadrangular (radioconcéntrica o cuadriculada). El
contenido de esas formas las metamorfosea. La forma cuadrangular se encuentra en el
campamento militar romano, en las bastidas medievales, en las ciudades coloniales
españolas, en la ciudad americana moderna. Sin embargo, esas realidades urbanas difieren
hasta tal punto que sólo la forma abstracta en cuestión autoriza su afinidad. El caso de la
ciudad colonial hispanoamericana tiene un gran interés. La fundación de esas ciudades en
un imperio colonial acompañó la producción de un inmenso espacio, Hispanoamérica. El
espacio de la ciudad colonial, que fue instrumental en el proceso de producción de ese
espacio, ha continuado su producción a pesar de las vicisitudes del imperialismo, de la
independencia y de la industrialización. Es un espacio muy apropiado para estudiar de qué
modo las ciudades coloniales de América Latina fueron fundadas durante el Renacimiento
en Europa, es decir, en un momento en que resurgen los estudios sobre la antigüedad, la
historia, las constituciones, la arquitectura y los planes de las ciudades.
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pesadas. El pensamiento y la práctica de los griegos alcanzaron efectos de unidad empleando
simultáneamente la gravedad y la lucha contra la pesantez; las fuerzas verticales,
ascendientes y descendientes, se neutralizaban y equilibraban sin destruir la percepción de
los volúmenes. Basándose en un principio idéntico, la utilización de grandes volúmenes, los
romanos operaron mediante un dispositivo complejo, de contracargas, de apoyos y sostenes,
para obtener finalmente un efecto de solidez, una fortaleza que no encubría la pesadez.
Durante el Medievo se precisó una estructura menos aparente, obtenida mediante el juego
de fuerzas opuestas; el equilibrio y el efecto de equilibrio se obtenían en virtud de fuerzas
laterales; la ligereza y el impulso se lograron continuamente. Entre los modernos triunfa la
ingravidez, en la línea marcada por la arquitectura medieval. El análisis estructural se
refiere, pues, a las fuerzas bien determinadas y a las relaciones materiales entre esas fuerzas
que dan lugar a estructuras espaciales igualmente determinadas: las columnas, las bóvedas,
los arcos, los pilares, etc.
Ese análisis tripartito (formal, funcional y estructural) no puede emprenderse sin reservas
como el método capaz de descifrar un espacio social. Este «esquema en rejilla» deja pasar lo
esencial. Se puede adoptar esta aproximación y servirse del mejor modo de ella, pero
actuando con precaución.
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