Cihuacóatl, La Llorona Prehispánica

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Cihuacóatl, la llorona prehispánica

Los cuatro sacerdotes aguardaban expectantes, sus ojillos vivaces iban del
cielo estrellado en donde señoreaba la gran luna blanca, al espejo
argentino del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos
silenciosos bajaban en busca de los gordos ajolotes. Después
confrontaban el movimiento de las constelaciones estelares para
determinar la hora, con sus profundos conocimientos de la astronomía. De
pronto estalló el grito. Era un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un
sonido agudo como escapado de la garganta de una mujer en agonía. El
grito se fue extendiendo sobre el agua, rebotando contra los montes y
enroscándose en las alfardas y en los taludes de los templos, rebotó en el
Gran Teocali dedicado al Dios Huitzilopochtli, que comenzara a construir
Tizoc en 1481 para terminarlo Ahuízotl en 1502 si las crónicas antiguas han
sido bien interpretadas y pareció quedar flotando en el maravilloso palacio
del entonces emperador Moctezuma Xocoyótzin.
―¡Es Cihuacoatl! ―exclamó el más viejo de los cuatro sacerdotes que
aguardaban el portento.
―La criatura ha salido de las aguas y bajado de la montaña para
prevenirnos nuevamente ―agregó el otro interrogador de las estrellas y la
noche.
Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia el oriente una
figura blanca, con el pelo peinado de tal modo que parecía llevar en la
frente dos pequeños cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda de tela
tan vaporosa que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar. Cuando
se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron a lo lejos, por el rumbo
del señorío de Texcocan todo quedó en silencio, sombras ominosas
huyeron hacia las aguas hasta que el pavor fue roto por algo que los
sacerdotes primero y después Fray Bernandino de Sahagún interpretaron
de este modo:
―Hijos míos, amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima.
Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y conmovedores, para
decir, cuando ya se alejaba hacia la colina que cubría las faldas de los
montes:
―¿Adónde irán, adónde los podré llevar para que escapen a tan funesto
destino? Hijos míos, están a punto de perderse.
Al oír estas palabras que más tarde comprobaron los augures, los cuatro
sacerdotes estuvieron de acuerdo en que aquella fantasmal aparición que
llenaba de terror a las gentes de la gran Tenochtitlán, era la misma diosa
Cihuacóatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre que había
heredado a los dioses para finalmente depositar su poder y sabiduría en
Tilpotoncátzin en ese tiempo poseedor de su dignidad sacerdotal. El
emperador Moctezuma Xocoyótzin se atuzó el bigote ralo que parecía
escurrirle por la comisura de sus labios, se alisó con una mano la barba de
pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces aunque tímidos, en
el viejo códice dibujado sobre la atezada superficie de amatl y que se
guardaba en los archivos del imperio tal vez desde los tiempos de Itzcóatl y
Tlacaelel. El emperador Moctezuma, como todos los que no están iniciados
en el conocimiento de la hierática escritura, solo miraba con asombro los
códices multicolores, hasta que los sacerdotes, después de hacer una
reverencia, le interpretaron lo allí escrito.
―Señor ―le dijeron―, estos viejos anuales nos hablan de que la Diosa
Cihuacoatl aparecerá según el sexto pronóstico de los agoreros, para
anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.
Dicen aquí los sabios más sabios y más antiguos que nosotros, que
hombres extraños vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo y a ti
mismo, y tú y los tuyos serán de muchos lloros y grandes penas y que tu
raza desaparecerá devorada y nuestros dioses humillados por otros dioses
más poderosos.
―¿Dioses más poderosos que nuestro dios Huitzilopochtli, y que el gran
destructor Tezcatlipoca y que nuestros formidables dioses de la guerra y
de la sangre? ―preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y
humildad.
―Así lo dicen los sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que
nosotros, señor. Por eso la diosa Cihuacóatl vaga por el Anáhuac lanzando
lloros y arrastrando penas, gritando para que oigan quienes sepan oír, las
desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro imperio.
Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran
trono de alabastro y esmeraldas; entonces los cuatro sacerdotes volvieron
a doblar los pasmosos códices y se retiraron también en silencio, para ir a
depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito
los más sabios y más viejos. Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca,
Itzcóatl, Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y Ahuízotl, el fantasmal
augur vagaba por entre los lagos y templos del Anáhuac, pregonando lo
que iba a ocurrir a la entonces raza poderosa y avasalladora. Al llegar los
españoles e iniciada la conquista, según cuentan los cronistas de la época,
una mujer igualmente vestida de blanco y con las negras crines de su pelo
tremolando al viento de la noche, aparecía por el sudoeste de la capital de
la Nueva España y tomando rumbo hacia el oriente, cruzaba calles y
plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces,
templos y cementerios y las imágenes iluminadas por lámparas votivas en
pétreas hornacinas, para lanzar ese grito lastimero que hería el alma.
―¡Ay, mis hijos, ay, ay!
El lamento se repetía tantas veces como horas tenía la noche la madrugada
en que la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía
en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente
oración, para volver a levantarse, lanzar de nuevo su lamento y
desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta las goteras de la
Ciudad y cerca de la traza.
Jamás hubo valiente que osara interrogarla y todos convinieron en que se
trataba de un fantasma errabundo que penaba por un desdichado amor,
bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición que se trasladó a
la época colonial. Los románticos dijeron que era una pobre mujer
engañada, otros que una amante abandonada con hijos, hubo que
bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que abandona a
una hermosa mujer sin linaje. Lo cierto es que desde entonces se le
bautizó como La Llorona, debido al desgarrador lamento que lanzaba por
las calles de la Capital de Nueva España y que por muchos ilustres
constituyó el más grande temor callejero, pues toda la gente evitaba salir
de su casa y menos recorrer las penumbrosas callejas coloniales cuando
ya se había dado el toque de queda. Muchos timoratos se quedaron locos y
jamás olvidaron la horrible visión de La Llorona. Hombres y mujeres "se
iban de las aguas", y cientos y cientos enfermaron de espanto.
Poco a poco y al paso de los años, la leyenda de La Llorona, rebautizada
con otros nombres, según la región en donde se aseguraba que era vista,
fue tomando otras nacionalidades y su presencia se detectó en el sur de
nuestra insólita América en donde se asegura que todavía aparece
fantasmal, enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su terrífico
alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos, subiendo colinas y vagando por
cimas y montañas.
Este ser es considerado como el primero en dar a luz. Ayudó a Quetzalcóatl
a construir la presente era de la humanidad, moliendo huesos de eras
previas y mezclándolos con sangre. Es madre de Mixcóatl, al que
abandonó en una encrucijada de caminos. La tradición cuenta que regresa
frecuentemente para llorar por su hijo perdido, pero solo encuentra un
cuchillo de sacrificios. Regía sobre el Cihuateteo, el lugar donde perecían
las mujeres nobles que habían muerto durante el parto. También dice la
leyenda que surgió de forma fantasmal para advertir sobre la destrucción
del imperio de Moctezuma, tomando después el popular nombre de La
Llorona. Su aspecto es el de Ilamatecuhtli, Toci y Tlazolteotl y obtiene el
título de vicerregente de Tenochtitlan.

Bernadino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España, folio 111, vuelto, apéndice
del libro 2º. Edición facsímil autorizada por la Biblioteca Mecidea-Lorenciana de Florencia.

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