Jose Rodriguez Rodriguez
Jose Rodriguez Rodriguez
Jose Rodriguez Rodriguez
E-mail: [email protected]
Almería, 2016.
Building the work in group is when the teacher gets the whole implication of the
students as a team and as individuals. Literary critique is a dynamic way to improve
particular skills and put on playing some habilities which are underlined as basic
competences. The method consists on analyzing a literary job and distribute all
classroom activities between students groups; each of them is developed in the same
framework and the result of the reflexions and assertions will be put together in a
collective educational space of the institution. So this training plan is designed to
accomplish a global strategy which is a powerful tool in order to form different aspects
of students human growth.
Key words:
Resumen:
Palabras clave:
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APORTACIONES PARA LA ACTIVIDAD DOCENTE
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de trabajo y unas posibilidades concretas. En este caso, el análisis que hemos realizado
sobre la novela a tratar es específico, técnico y amplio y, por supuesto, invade terrenos
que no corresponden a la Educación Secundaria, pero supone un punto de partida muy
conveniente para ir acotando los márgenes de trabajo en el aula. A más complejidad,
más posibilidades de reducción de ideas a superficies didácticamente más estables y
accesibles. En una segunda dirección: una vez establecidos principios críticos previos,
el docente desarrollará espacios creativos y herramientas de trabajo para poner en juego
los temas trascendentales, intelectuales y de formación individual básica que aparecen
en la obra, y que servirán para consolidar determinadas competencias obligatorias en
este período escolar. Por lo tanto, este esquema de trabajo será, en primer lugar, un
esquema grupal, es decir orientado a la acción conjunta de las fuerzas individuales del
aula; creativo, en cuanto a que se construye sobre la aportación de ideas nuevas que
surgen del estímulo de las diferentes actividades; innovador, por cuanto pone énfasis en
los medios tecnológicos actuales y en los espacios virtuales, con el fin de
intercomunicar en tiempo real las ideas y propuestas de los alumnos; cooperativo, en el
sentido de que buena parte de las acciones dependen de la fuerza conjunta de los grupos
constituidos, de manera que las notas y los resultados finales serán un concurso de las
interrelaciones de los alumnos y sus capacidades para coordinarse, y dinámico, en
cuanto a que la variedad de los esquemas de trabajo permite que los alumnos desarrollen
diferentes modos de actuación y de resolución de problemas concretos, así como de
entendimiento de nuevos conceptos y asimilación de ideas y matices. Y, sobre todo, se
trata de una propuesta exportable a los diferentes grupos y niveles, cuyos resultados
podrán formar parte de una base de conocimiento del centro, o sea una estructura
estable y modificable que, a través del uso de herramientas informáticas, permita
acumular producciones creativas de los alumnos y recuperar modos, tareas y actividades
que puedan ser reutilizadas y actualizadas para el beneficio de otros cursos posteriores.
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teatro”, en José Romera Castillo, Pautas para la investigación del teatro español y sus
puestas en escena (2011: 21-45 y 47-101), respectivamente). Ver también:
ROMERA CASTILLO, J. (2011): Pautas para la investigación del teatro español y sus
puestas en escena. Madrid. UNED.
- (2012). “Teatro en escena: un centro de investigación sobre la vida teatral en
España”. Teatro de Palabras (Université de Québec a Troís-Rivières) 6, 175-201.
Disponible en http:///www.uqtr.ca/teatro/teapal/TeaPalNum06Rep/TeaPal06Romera.pdf
[15/05/2016].
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CONSIDERACIONES GENERALES
No es que yo crea que la lectura de una obra exija conocimiento de la vida del autor.
No, uno puede maravillarse ante una obra sin necesidad de saber siquiera quién la
escribió, aunque puede entenderse de otra manera cuando se sabe algo de la vida,
pero, sobre todo, y esto es lo importante que quiero transmitirles: el acto de
creación de una obra está imbricado en la vida del escritor como la raíz de un árbol
en la tierra de donde nace (Sampedro, 2007: 18).
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De esta manera, a la idea del escritor subyace la consciencia del mismo, y la conciencia
del público sobre él. Esto implica que el escritor desempeña un papel en la sociedad,
expresa y determina una conducta intelectual y humana, y proyecta sobre el colectivo la
palabra común transformada, evocada y maximizada. Y así, sin la aquiescencia del
público, el escritor se encuentra huérfano de sí y alejado de su propia esencialidad, ya
que no existe como ente autónomo, sino como vehículo de comunicación de ideas y
promotor de órdenes del pensamiento en la cotidianidad de las vidas de las gentes. Es
un constructor de la realidad y, por consiguiente, necesita ser comprendido y
confirmado. Por lo tanto, por mucho que la crítica se afane en entronizar a unos y
demonizar a otros, y por mucha razón que tenga desde su atalaya de conocimiento, es el
público el que, finalmente, hace a un escritor, o por lo menos hace que éste tenga
conciencia de sí. Y esta consideración es independiente de la mucha o poca calidad de la
obra que se derive.
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Para José Carlos Mainer, nuestro autor se muestra como un escritor que junto a
Miguel Delibes y Carmen Martín Gaite representa a la generación madura, “cuyos
modos de narrar están cercanos a los intereses del público”. (…) Otros críticos de la
literatura mantienen al último Sampedro dentro de la corriente culturalista y de la
novela histórica desde la aparición de La vieja sirena (1993), novela intermedia de
la trilogía “Los Círculos del Tiempo”. Sobre estos escritores vinculados al ámbito
universitario y cultural, Julio Peñate los califica como “profesores ensayistas” y la
nómina está compuesta por Umberto Eco, fuera de España, y dentro a Fernando
Savater y a José Luis Sampedro (Martín Martín, 2007: 15).
(…) podemos afirmar que, aunque sus técnicas narrativas hayan evolucionado a lo
largo de su trayectoria, sus principios básicos (objetivo y valor de la literatura)
siguen siendo, en líneas generales, los mismos, absolutamente centrados en su
evolución personal (Moreno Martínez, 2002: 22).
Podríamos añadir, sin ligereza, que Sampedro tiene un objetivo y que éste comporta una
serie de encaminamientos y virajes, que lo hagan accesible. En la maraña literaria que
va construyendo –atenuada en el tiempo y en el desarrollo de su narrativa-, subyacen
elementos complejos, sintetizados en preguntas esenciales y en personajes
característicos, cuyos propósitos escapan al simple argumento y ponen al lector frente a
la sustancia misma de su experiencia humana. En su obra, además, se puede notar un
cierto manejo de la crítica social, que el autor enfatiza como una cuestión de ética
individual hacia el todo al que pertenece.
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subyacen unos objetivos profundos, no tan fácilmente captables en muchas
ocasiones, que son los que realmente aportan su verdadero valor distintivo al hecho
literario, configurándolo como una trayectoria de búsqueda (Moreno Martínez,
2002: 24).
Como hombre que es, y como escritor que acaba siendo reconocido, Sampedro tiene un
bagaje memorístico y de aprendizaje, que lo define y lo contextualiza. Es importante,
por tanto, que el crítico redescubra el camino emprendido por su magisterio literario, de
modo que pueda identificar una línea genealógica que ayude a comprender el porqué de
los trazos estudiados. La herencia creativa de los escritores no es sino la información
genética que emprende una lucha autodestructiva, cuyo resultado es la elaboración de
un ser autónomo, independiente y responsable de sí y de sus acciones. Como un
individuo cualquiera, social y consciente, el escritor también ha de superar ese proceso
de aprendizaje hasta llegar a la confirmación del yo.
Por otra parte, el bagaje intelectual no es una clave de mayor grado dentro de la
jerarquía interna del autor, puesto que en un escritor “emocional” como Sampedro
existen otros ítems a tener en cuenta. Su compromiso social y personal se hace evidente
en sus manifestaciones públicas, entrevistas y artículos, siendo, sin embargo, el campo
de la obra artística donde sale a relucir de una forma palmaria. En ella, por tanto,
avizoramos cierto desdén por el institucionismo, una crítica intensa sobre la
categorización del absurdo que representa a las sociedades modernas, una lucha por
abandonar los viejos criterios y por liberar al individuo de los corsés que algunos, en su
posición de privilegio, siguen tratando de conservar, entorpeciendo el paso a las nuevas
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ideas, hábitos, costumbres, a la inteligencia abiertamente expuesta a través de la
creatividad, la expresión, la socialización de la duda. Alcanzar la verdad por medios
“ilícitos” es también una característica del ser humano, que puede alejarse de cuanto le
han programado otros, de cuanto la historia prescribe, para labrar su propio destino,
construyendo, así, sociedades más humanas y acogedoras. La palabra es infinita y no
solo constituye una “impresión” individual, sino una categoría, una verdad, cuando se
eleva sobre el argumento irrefutable de la experiencia, y cuando ésta se asienta en el
conocimiento contrastado, que no siempre proviene de los otros, sino que a veces es
fruto de una intuición y de una capacidad interna del ser, del uno.
En ese sentir creativo, motor del que mana la obra, Matilde Moreno (Moreno Martínez,
2002: 146-147) se pregunta, entonces, el porqué de la alta culturización de la novelística
de Sampedro. Independientemente de que el autor esté imbricado necesariamente en la
idea que subyace a todo producto que sale de su mano, el sedimento tiene más que ver,
en mi opinión, con la búsqueda de un camino de expresión, para el que Sampedro se
vale de todas las herramientas posibles, ampliando hasta la extenuación, en la medida de
sus posibilidades significativas, el cauce semántico y lingüístico. Y esto obliga a no
encasillar al autor en un marco demasiado rígido, del que podrían extraerse
consecuencias obligadamente sencillas, transparentes, pero, en realidad, poco
clarificadoras, pues hurtarían los matices más recónditos y, tal vez, los más precisos de
su producción.
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(…) José Luis Sampedro no es un escritor social; nunca lo ha sido, y las anécdotas
narrativas interpretables como portadoras de un objetivo de crítica social, política,
religiosa o institucional en general, permanecen dispersas a lo largo de toda su
producción (…) (Moreno Martínez, 2002: 177-178).
A mí la vida me hizo ser científico porque debía ganar un sueldo y tener un trabajo,
pero yo soy sobre todo un artista. Y creo que mientras ser o no científico es algo
elegible por cualquiera con un mínimo de inteligencia, no se puede ser artista por
elección. Ahí sí hay algo con lo que se nace. Un pintor o un escritor pueden adquirir
una formación científica y destacar en ese campo. Un científico no puede “hacerse”
escritor o pintor, aunque pueda escribir o pintar (Palacios, 1996: 312).
De ahí que esa búsqueda de la que hablábamos nazca como un proceso de reencuentro
con el ser que, alguna vez, se fue y que, como un historiador hace con las sociedades del
pasado, ha de reconstruir, de manera que se construya una verdad sostenible, férrea y
que constituya el armazón de un sentido vital, que jamás se consigue hasta haber
recorrido el camino de vuelta. La literatura, así, proporciona a Sampedro la experiencia
necesaria para ir indagando en su propia intelectualidad, que es la vía natural de sus
aspiraciones humanas e individuales. Y así lo hace constar, cada vez que tiene
oportunidad para ello.
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El arte, su práctica y disfrute nos lleva a algo más que el mero conocimiento
científico racional, pues nos ofrece revelaciones y nos lleva hacia la sabiduría; es
decir, a un conocer al mismo tiempo que sentir, en una percepción total que nos
integra fecundamente en el cosmos al que pertenecemos (Lucas, 2016: 47-48).
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La obra
La segunda parte narrativa de José Luis Sampedro (…) se inicia con la publicación
de Octubre, Octubre (1981). El éxito editorial de esta novela junto a una creciente
apuesta del público lector por las obras del autor ha supuesto la consagración
definitiva de José Luis Sampedro en el mundo literario, que se ve reflejada en un
experimentalismo inicial (Octubre, octubre) y el regreso a unos moldes tradicionales
de escritura (La sonrisa etrusca y Monte Sinaí) (Martín Martín, 2007: 199).
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obra como una forma de conocimiento, una sabiduría ancestral, idea con la que
Sampedro se siente correspondido.
En un trabajo ya clásico sobre la novela como base del conocimiento Julián Marías
destaca tres etapas, la primera en que se siente la necesidad de hacer de la novela
“una nueva forma del conocimiento”, la segunda se corresponde con la novela
existencial, que para Marías la ostenta Unamuno, y la tercera Marías la presenta
como “la novela complemento o instrumento auxiliar de una filosofía, o como
método parafilosófico”. En Sampedro su tentativa sobre la novela como
conocimiento se centra en el hombre en plena fase de expansión filosófica y un
aprender a vivir entre penumbras y dudas, que lo acerca, sin lugar a dudas, a la
novela existencial a la manera unamuniana (Martín Martín, 2007: 143).
¿Para qué sirve una novela? Una vez alguien me dijo que las mismas palabras lo
decían, novela: no verla (…) Pues bien, la novela sirve para vivir. Muchas otras
cosas sirven para vivir, pero la novela también (Lucas, 2016: 209).
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salido de las fuentes consolidadas de un esquema interior, de la memoria y de los
conceptos que, como se ha demostrado, nos sirven para ir sobreviviendo a las diferentes
experiencias mundanas. Toda la novela, entonces, es producto de un prejuicio, y no todo
prejuicio es malo sino que, en este orden significativo, es una oportunidad para la
discusión; de donde se deduce que la novela puede ser una diatriba sobre ideas
preconcebidas y una tabla de salvación frente al modo contradictorio de pensar, que es
natural en todo hombre.
Luego hay que decidir si el público merece la pena, si hay que dirigirse a él o si debe
ser, como parecen pensar Faulkner o Joyce, los demás los que deben hacer el esfuerzo.
Esa bidireccionalidad de la motivación lectora, de la percepción artística, cae, en el caso
de Sampedro, en el lado del autor, que proporciona una lopesca actitud a su novela para,
tras la superación de la experiencia vanguardista inicial, hallar la summa en el haz de
voz, en el hilo universal al que accedemos: el sonido simple y ajustado de lo común, del
lenguaje hablado por todos. Ahí también se suceden las ideas, también se accede al
margen insondable del signo y también se construye la realidad, aunque la apariencia
externa parezca ahogarla en su mismidad.
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fundamental de su obra ha sido siempre la expresión del propio yo (Simó Comas,
2004: 14).
A lo que contribuye el hecho de que el individuo que hay tras el escritor sea capaz de
redescubrir el espacio en el que convive. No siempre el contexto se revela en su
amplitud cognoscitiva, sino que enmascara con mensajes inconexos realidades
profundamente intersecadas. En cualquier caso, el hombre ha de recorrer el camino de
la revelación, que nace de sí pero que se haya estimulada en los intersticios de la
cotidianidad, espacio al que refiere la argumentación pausada y desafiante que, a veces,
muestran las novelas de nuestro autor.
(…) la guerra al escritor le sirvió para ponerle en contacto con unos escenarios
vitales y unos seres humanos que no había conocido nunca, y yo creo que esto
contribuyó a humanizarme. Yo digo siempre que mis tipos rurales, los de El río que
nos lleva y los de La sonrisa etrusca, vienen de mi estancia de niño en Cihuela y de
los campesinos que conocí a lo largo de la guerra (Palacios, 1996: 41-42).
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Si acaso el lector ha de apreciar un esfuerzo bienintencionado en la realización de la
estructura narrativa, como si de construir una apariencia, una simbología de la belleza,
se tratase. Pero más allá, nunca se puede confundir la realidad de la forma con la
realidad del fondo, ya que no hablamos en términos modernistas y, por tanto, hay
consecuencias tras lo dicho por el papel. Esto significa que la novela, formalidades
aparte, contribuye a establecer un contacto redefinido con la realidad, de la que
comulgan lectores de todas las dicciones y lenguas individuales, y que establecen, en los
márgenes de su propia cultura personal, enraizamientos de diversas consideraciones,
unas veces por enemistad ante lo dicho y, otras, por enamoramiento o contradicciones
varias, lo que supone, en suma, una pregunta final, que no obtendrá sino la respuesta de
la sensibilidad del que la pronuncie. Así, no se trata de que la obra sea un constructo
racional a la manera finalista del término, sino una especie de ejercicio necesario de la
razón que, al terminar el proceso, se halla en disposición de disgregarse ante la emoción
del particular que protagoniza su actualización. El acto de lectura, en consecuencia, es
una apertura a los sentidos, a la visualización de los colores que propone el argumento
de la novela.
Si una novela respondiera del todo a un proyecto racional, si fuera sólo ingeniería,
no resultaría viva. El origen de una novela está en uno o dos personajes, o en un
paisaje, o una situación, que de pronto se destacan entre las innumerables ráfagas
surgidas en el pensamiento. Se me imponen porque sí, se me hacen ineludibles, y
entonces me rindo y comienzo a trabajarlas con oficio; así se conjugan lo imprevisto
y lo racional. Pero lo imprevisible continúa emergiendo (…). Yo creo que nunca he
intentado hacer novelas de tesis, la tesis, si la hay, surge del libro (Palacios, 1996:
116-117).
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novela, que a veces parece subyacer ineludiblemente en cualquier trabajo, es un hecho
que sólo puede transmitirse a la colectividad en la superposición de los diferentes
razonamientos individuales. De los lectores nace la valoración general, que se hace
norma en el reconocimiento final de la crítica, quien únicamente aporta adornos y
supercherías intelectuales al producto resultante. Esta concepción de la obra, naturalista
y enigmáticamente desconsiderada con la llamada “alta cultura”, es una predisposición
al acercamiento, que no siempre se ha dado en la obra de Sampedro pero que ha
acabado ganando la partida. Podría hablarse, entonces, de un humanismo heredado
socialmente, pues ha sido el contexto el que ha inoculado en el autor el sentido general
de la transmisión educativa y vocacional de la palabra. La sonrisa etrusca produce, sin
duda, este efecto de regeneración del sentido humano de la voz.
El interlocutor existe siempre, porque lo que nos lleva a conocernos viene en casi
todas las ocasiones dado por los otros, bien en un libro, en una película, o
simplemente viendo actuar a los demás a nuestro alrededor. Aunque en ese caso más
que interlocutor habría que hablar de detonador, porque provoca nuestra
interpretación de lo leído o visto. Pero hay una diferencia cuando existe un
interlocutor real, porque nos da la posibilidad de una interpretación distinta a la
nuestra (Palacios, 1996: 195).
Parecería, por lo tanto, que Sampedro hace un ejercicio de voluntarismo estético que
acompaña a la intencionalidad humanista. Y esto se puede deducir, en general, de su
actitud intelectual, filosófica, comprometida e intervencionista en el debate público,
pero también, en este caso, en la reelaboración de los criterios que condicionan su obra,
desde Octubre, octubre hasta la que nos ocupa, escorando hacia la valorización del
sujeto ignorado y de sus posibilidades, muy por encima del aislamiento egocéntrico que
se supone en todo creador y que, en ocasiones, no sirve para extraer del hombre el
sentido final de sus contradicciones. La vindicación de los postulados de la sencillez no
siempre han de manejarse en las lindes de la bisoñez o la incultura, sino que, más bien,
puede representar, como a veces se vislumbra en la obra de un Cela, por ejemplo, la
sustancia incalculable de la potencialidad máxima, de la corriente inasequible del
aliento del ser, aquella que llega a configurar el sustrato de toda literatura, del tipo que
sea.
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-No parece tan difícil conseguir que el público menos culto disfrute de otros
placeres. Tú tienes lectores que pertenecen a todos los niveles culturales.
-Sí. A mí me emociona cuando en las escuelas de adultos personas mayores que
acaban de aprender a leer, o que sabiéndolo hacer no se habían asomado nunca a
una novela, me hablan de La sonrisa etrusca y me demuestran con sus comentarios
que han captado todo lo que allí se cuenta a un nivel muy profundo. Se subestima a
la gente y sus posibilidades. Pero en el fondo es que es más fácil manejar a un
pueblo ignorante que a uno culto (Palacios, 1996: 246-247).
Sin embargo, no podemos obviar que Sampedro, como cualquier escritor, no desdeña el
artificio que supone el proceso de creación. En su obra, a través del tiempo, vemos
cómo su escritura se adapta inevitablemente al proceso comunicador y lingüístico,
dotándola de una personalidad muy precisa, que se alarga en el tiempo y en su
apreciación de detalles con posterioridad a su recepción. La sonrisa etrusca parece
situarse, así, en un paréntesis creativo en el que la relajación de la actividad creadora de
Sampedro se aprecia en su acercamiento al conjunto de los sentidos, a la estimación de
la vida como un correlato natural de las emociones. Por eso, asuntos como la memoria,
el amor o la muerte cobran una especial relevancia en esta novela y, por eso también, el
lenguaje ha de estar alejado de toda reutilización de las técnicas, y centrado en eso que
llamamos “la verdad” y que arrostra la inseguridad propia de toda afirmación rotunda.
Puede, entonces, que todo cuanto leamos en la novela no sea verdad (de hecho no lo es),
en el sentido de correspondencia con las acciones y los tiempos, y las personas, pero no
deja de ser una verdad, pues ha sido mostrado con la mayor de las franquezas y ha
girado sobre el eje de una artificiosidad desnuda, espontánea, más propia de un diario o
de una confesión del espíritu.
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De alguna manera, la crítica ha detectado en la novelística de Sampedro los restos de la
evolución del género propugnada por las vanguardias y los movimientos modernistas de
finales del XIX y principios del siglo pasado. Esto se refiere a la base fundamental sobre
la que se asienta la categoría sinfónica literaria: el proceso de conocimiento del ser, del
self, como diría G.H. Mead. La relación nuclear entre el yo de la voz actante y los
sucesos acaecidos en el espacio contextual, ya sean en el entorno de la novela o en los
resultantes externos a la creación –que también influyen a veces en la apreciación de la
misma-, marca los tiempos del desarrollo evolutivo de toda obra, que se enmarca, así, en
la extraordinaria herencia que hombres como Joyce, Cansinos Assens, Faulkner, Borges
o Martín Santos dejaron en la historia de la literatura. El esfuerzo de los modernistas
responde a esa valorización del yo y del crisol creador del individuo que, en su
integración en el mundo, abandona los espacios mundanales para refugiarse en el arte.
En Sampedro, no obstante, hay una recuperación del espacio común entre discurso y
acción, entre memoria individual y sentimiento reflexivo, reflejado en el diálogo final
con el lector, lo que induce a pensar que ciertos obstáculos sociales han sido admitidos
o superados. Y eso casa a la perfección con su visión personal de la religión o de los
demonios del alma, y con esa claridad de ideas de la que siempre ha hecho gala.
Tal vez por eso, por haber atravesado el tamiz del tiempo y de las experiencias de otros,
Sampedro se reconoce en una individualidad mucho más heterogénea, que responde a
condicionantes externos más que a consideraciones egocéntricas. En este sentido, en
lugar de presentar las ideas del personaje como emanaciones que se han ido cocinando
al hilo de los pensamientos aislados, resultantes de la historia del sujeto y de los
vaivenes de la acción, las dibuja como elaboraciones actuales, que se van administrando
en el espacio que le ha tocado vivir y, a través del cual, pueden sufrir reestructuraciones
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y modificaciones, algo que está muy en la línea de la psicología educativa moderna. Por
lo tanto, el hombre se va rehaciendo con el curso de los hechos, y esto desde el punto de
vista intelectual y ontológico, lo que pone en cuestión todo el edificio de la moral y los
principios que hemos ido construyendo como sociedades. Esto no va en detrimento de
los pilares que sostienen al personaje, y que le dan solidez y verifican su rostro,
diferenciándole y registrándole bajo el contraste de los términos del lenguaje, pero sí
que le permite sustanciarse en la evolución normal de la edad y las experiencias, lo que
le confiere, sin duda, una mayor riqueza simbólica y significativa.
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En la novelística sampedriana se ofrece un karma de comprensión de los males
del mundo y de sus pobrezas, como no podía ser de otro modo, sin embargo no hay en
él un objetivo crítico de la sociedad, que de manera instrumental cope el relato. No se
trata, como en otros escritores, de alguien que utiliza la trinchera del relato para verter
sus disquisiciones políticas, sino de un avezado filósofo de sí mismo. Lo que se halla en
su discurso, es lo que encuentra en sí mismo, y ve confirmado en los demás. Se trata de
un ejercicio de aspiración de sí, por encima de todo, más que de un panfletario sobre los
errores históricos del ser humano.
Aunque la obra de José Luis Sampedro expresa, ante todo, los conflictos del alma,
posee un indudable componente social que se manifiesta, con mayor o menor
intensidad, en cada una de sus novelas (Simó Comas, 2007: 192).
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como la causa del cambio interior, sino como una representación literaria del
mismo. Este motivo esencial en la narrativa de José Luis Sampedro, tiene una doble
realización, pues aunque la mayoría de las veces la ruptura de la continuidad
analógica de los centros se materializa en un desplazamiento físico, hay también
ocasiones en que esta experiencia es puramente mental (Simó Comas, 2007: 224).
El retorno a las ‘ciudades enterradas’, metáfora con la que se refiere a cada una de
las novelas que escribió y que ahora relee, es una senda hacia el pasado que le
ofrece la oportunidad de revivirse (…). En este reencuentro con el que fue, ejercicio
doloroso y catártico que lo convierte en arqueólogo de sí mismo, recupera la
experiencia de superar sus contradicciones mediante la palabra salvadora (Simó
Comas, 2007: 225).
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No es extraño, siguiendo el hilo de este razonamiento, que la obra de autores como
Husserl, Heidegger o San Agustín o Kierkegaard, aparezcan influenciando la escritura
de nuestro autor. El compromiso de sus personajes, existencial y vitalista, está en la
senda de las novelas de construcción individual. Los argumentos dialógicos chocan, una
y otra vez, con diferentes piedras en el camino de la conciencia, aquellas que han sido
situadas desde las estructuras de la metacultura, impuesta a machamartillo por el
devenir de la historia. El Sísifo que protagoniza toda la novela sampedriana se estrella, a
menudo, con estos esqueletos para ir abriéndose paso, a trompicones, entre los restos de
un pasado que empieza a vislumbrarse lejano y menos amenazante. Este esfuerzo
titánico es el que normaliza al héroe de sus narraciones, y lo trae al camino de la
redención, como el de un barco que ha atravesado la tormenta y ve la luz del sol.
En un trabajo ya clásico sobre la novela como base del conocimiento Julián Marías
destaca tres etapas, la primera en que se siente la necesidad de hacer de la novela
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“una nueva forma de conocimiento”, la segunda se corresponde con la novela
existencial, que para Marías la ostenta Unamuno, y la tercera Marías la presenta
como “la novela complemento o instrumento auxiliar de una filosofía, o como
método parafilosófico”. En Sampedro su tentativa sobre la novela como
conocimiento se centra en el hombre en plena fase de expansión filosófica y un
aprender a vivir entre penumbras y dudas, que lo acerca, sin lugar a dudas, a la
novela existencial a la manera unamuniana (Simó Comas, 2007: 143).
Por otro lado, el novelista, además de querer explicarse a sí mismo (…) podría
desear también (…) liberarse por medio de la escritura, de ciertas limitaciones
humanas de dos órdenes:
a) Unas, amplias, de carácter casi universal, que derivan de nuestra propia
condición humana perecedera (…).
b) Otras son más específicas, más personales: las vivencias de tipo religioso y
social, inculcadas en el novelista como principios morales inamovibles (…) (Moreno
Martínez, 2002: 18).
Esto indica cómo participa la persona del autor en el proceso creador de su obra, y
también nos lleva a reconocer ciertos lugares comunes en el origen de la misma. El
propio Sampedro identifica los diferentes momentos de su biografía en que nacen sus
productos creativos, y en qué circunstancias, hecho que no elude la profunda reflexión
que está contenida en ellos, pero sí que manifiesta una predisposición inicial a
estructurar los textos según una motivación precisa y concreta, que puede tasarse, y que,
seguramente, Sampedro relaciona con una sensación, con un estímulo vital.
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(…) Congreso en Estocolmo (…) y El río que nos lleva (…) surgieron, según sus
palabras, como consecuencia de un detonante externo: La estatua de Adolfo Espejo,
fruto de su estancia en Melilla después de la guerra; La sombra de los días, a la que
sirvió de acicate literario la muerte de Germán Sanginés, su mejor amigo en
Santander, Congreso en Estocolmo, surgida a raíz de un congreso de Economía en
dicha ciudad; El río que nos lleva, consecuencia de la impresión producida por la
maderada en la adolescencia, y Real Sitio, homenaje a una ciudad en la que sitúa
muy importantes vivencias de adolescencia y primera juventud (Moreno Martínez,
2002: 25-26).
Todos ellos elementos que componen la reconstrucción de la memoria del autor, que,
como en la mayoría de los hombres, sufre de continuas desapariciones, enterradas en el
sustrato que compone nuestro subconsciente, y en el que vamos almacenando la
cacharrería que compone el pensamiento interconectado, aquel que nos globaliza, que
nos induce a lo social. De alguna forma, el autor hace un trabajo de campo en el que
revierte el proceso, para dejar a la luz los pequeños detalles, las pistas que, un día,
llevarán al origen de los sentimientos, de las percepciones, que son insignificantes haces
de luz, disociados y elementales, pero que sugieren toda la cadena de estructuras
intelectuales con las que vamos construyendo la personalidad humana. Supone, por
tanto, una deconstrucción de lo establecido por el yo, de cara a la reelaboración de la
realidad, sobre los márgenes del inconformismo y la no aceptación de las reglas
asumidas. Es, en consecuencia, la culminación del orden de la voluntad y la libertad, de
esa condena natal sartreana.
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evidentes sus inquietudes y sus dudas acerca de asuntos tan espinosos como la
sexualidad, de la que hace bandera de libertad y expresión de la mismidad. Hasta el
punto de que uno de los grandes descubrimientos de su avanzada sabiduría, se centra en
la desconsideración de los valores asignados en las etiquetas sexuales, hablando
abiertamente de ese hibridismo carnal que se entremezcla en todo ser humano. Esta
libertad de criterio, esta claridad de ideas, acaba formalizando un dualismo novelístico
de primer orden, que no solo alcanza a lo sexual, aunque sí que lo utiliza como
exposición crítica y simbólica de una sociedad corrompida por sus propias taras.
El personaje encarna la excusa, el motivo del diálogo y el núcleo central de todas las
participaciones metodológicas en el ente artístico. La estructura nace a través de él, se
requiere de su contextualidad y de su confinamiento coordinado, que ha de enganchar
convenientemente con las aspiraciones que tiene, y con su proyección futura. Todo
argumento, entonces, es una intención del sujeto, que lo expande a su antojo y lo va
conformando como un caminito que se construye piedra a piedra, paso a paso. Así pues,
los adornos, las palabras bordadas y los grandes discursos no son sino una manera de
humanizar, de dar apariencia de veracidad humana a la única dimensión posible de la
novela: el hombre y su deseo de llegar a alguna parte.
(…) algunas de sus novelas (…) son meditaciones sobre sí mismo, encarnado en casi
todos los personajes, que hacen aflorar, en diálogo directo o a través del narrador,
hasta las mínimas anécdotas rescatadas de su propia vida, junto a profundas
reflexiones y a continuas alusiones culturalistas que sirven de soporte a problemas
psicológicos (psicología del hombre y psicología del escritor) que le atormentaban
en el momento de la escritura (Moreno Martínez, 2002: 33).
31
Aceptamos, no obstante, que en la obra de José Luis Sampedro hay algo más que un
ejercicio de catarsis o de aceptación de uno mismo. Creemos en el cartesianismo de la
originalidad novelística, al propugnar la mirada del yo como la mirada del otro; ese paso
que ha de darse, es el de la confirmación del ser, para poder aceptar, posteriormente, la
categorización del grupo, la socialización y la historia. Puede que se trate de un paso
único, indeterminado, además de esencial, pero es el único posible, ya que no se puede
caminar sin el sustento de un suelo firme, seguro, sobre el que entender el camino.
Sampedro, de este modo, es honesto con su necesidad vital y, también, orienta su
producción hacia una coherencia interna que podrá verse reflejada en la historia crítica –
y de hecho lo hace- coincidiendo con las grandes problemáticas del arte universal. De la
esencialidad del yo surge la esencialidad de la idea o, al menos, la pregunta
fundamental; de este modo, el error o la malversación del signo quedan conculcados.
32
Sus primeras novelas, tan tardíamente publicadas, La estatua de Adolfo Espejo y La
sombra de los días, representan, curiosamente, dos extremos en la utilización de
estructuras narrativas: desde la estructura episódica (…) hasta la complejidad
estructural del perspectivismo, con varios planos narrativos y un encuadre
argumental que propicia la denominada estructura circular (…).
Congreso en Estocolmo, El río que nos lleva y El caballo desnudo (lo mismo que la
extemporánea La sonrisa etrusca) vuelven a la estructuración episódica, sin mayor
complejidad que los breves e inevitables retrocesos narrativos requeridos por la
trama argumental (Moreno Martínez, 2002: 68).
33
34
El espacio
35
al relato o para ofrecer un marco a la trama, sino también como un modo de
caracterización que, más allá de sus funciones temáticas y estructurales, contribuye
a dar cierta forma a la esencia de los personajes (Simó Comas, 2004: 124).
Entronca, de este modo, José Luis Sampedro con la novela del siglo XX, la reinventora
del término: con Dos Passos, con Faulkner, con el Kafka más revelador de Der Prozess,
y se aleja de la modelización de lo urbano que podíamos ver en Clarín, a pesar de la
vitalidad que éste imprime en su condición de la tramoya espacial. Tiene más que ver
36
con el Torrente Ballester de La saga/fuga de J.B. y menos con la novelística mal
llamada “histórica”. No llega a alcanzar las cotas de una visión interiorizada a lo
Leopold Bloom, pero sí que activa similares resortes cognoscitivos y perceptivos, por lo
que se pueden ver ciertas concomitancias funcionales entre estos modelos de la
modernidad y el suyo propio.
-Creo que todas las ciudades que aparecen en sus novelas son reales. ¿Necesitas
conocerlas antes de escribir sobre ellas?
(…)
En cuanto a si necesito conocerlas personalmente, la respuesta es negativa. Lo que
sí me resulta imprescindible es documentarme exhaustivamente sobre ellas. Cuando
hablaba de Milán, que yo no conocía cuando escribí La sonrisa etrusca, tenía planos,
mapas de transportes urbanos, guías, etc. (…) El Milán que yo creé era una ciudad
hostil, despersonalizada. Por contraste, mi Madrid de Octubre, octubre es como un
pequeño pueblo con gentes conocidas y cercanas (Palacios, 1996: 126).
37
Al hilo de esta cuestión, el espacio no sólo es modificado por el sujeto sino que, a su
vez, cambia al mismo, lo moldea hacia el sentido de la metacultura que está asociada a
lo dimensional. Lo urbano o lo rural son administraciones nominales de todo un
catálogo de moralidades y principios, de normas estéticas y hábitos, de costumbres
vitales y limitaciones, así como de aspiraciones y sueños. Los hombres construyen su
mundo para verse reflejados en él, sin apercibir el sentido de inversión de los términos,
ya que acaban condicionando estos proyectos por el contexto al cual pertenecen. Lo cual
no es sino una pregunta sobre los orígenes de la terminología, sobre la etimología del
lenguaje mismo y el poder de éste sobre las decisiones en el tiempo.
Estábamos diciendo que hay una gran parte en el hombre que es cultural. En esta
novela se habla de la diferencia entre dos formas de vida, la urbana y la rural. Es
esencial darse cuenta de que la vida rural supone entre otras cosas una permanente
interdependencia entre las personas y su entorno. Habitualmente el hombre de
campo vive en la casa donde ya lo hicieron los padres y los abuelos. En ese entorno
un hombre es mucho más parte de lo que le rodea. Por contraste el hombre urbano
está más desarraigado, trasplantado de un lugar a otro y cada trasplante es un
trauma doloroso. Y eso me parece muy importante para comprender la
insensibilidad de la cultura urbana frente a una serie de acontecimientos (Palacios,
1996: 181-182).
38
serie de círculos imaginarios en los que se plasman las vicisitudes de su experiencia
individual y social, por lo que es posible afirmar que los círculos del tiempo son
también los del espacio (Simó Comas, 2007: 22-23).
Todo está sucediendo y las impresiones, dudas, incertidumbres o miedos no son más
que estados cambiantes que definen el camino de los personajes hacia la
comprensión de su propia identidad. En estos pasajes la vida se cuenta a partir de
pequeños detalles que, sin trascendencia aparente, van desvelando desde fuera el
relieve interior de unos individuos cuyo máximo deseo es trascender lo inmediato. El
entorno se convierte así en un espacio simbólico y sugerente en el que cada elemento
apunta a otra dimensión más abstracta y personal (Simó Comas, 2007: 117).
39
La memoria y la imaginación son los motores del sueño y todo lo que en él se crea
toma rápidamente visos de realidad. Se recuperan antiguas vivencias y sensaciones,
pero no como se dieron en el pasado, porque la conciencia reconstruye sin
limitaciones aquellos aspectos de la realidad que no llegaron a ser (Simó Comas,
2007: 151).
En este sentido, toda palabra, toda creación individual, sustentará un deseo intelectivo,
un proceso cognitivo y una explicación pragmática, reservada para la conciencia
colectiva del lector. Autor, personaje y lector han de verse implicados e intersecados por
la idea central del símbolo, que es significativa, diferenciadora y universal. La
transformación del lenguaje de la metacultura histórica en una supracultura individual,
es lo que, en último término, sublima la acción fenomenológica del yo, y coloca a la
novela en el ámbito de lo sociológico, que es en donde el espacio cobra sentido.
40
Las ideas de la coexistencia y la diversidad, recurrentes en la obra de José Luis
Sampedro, ofrecen también una clave para entender el alcance del símbolo urbano
(Simó Comas, 2007: 156).
De la misma manera, ese proceso concéntrico atañe también al símbolo, que nace de lo
espacial y del diálogo del individuo con lo determinable por dicho espacio. A medida
que el personaje hace reconocimientos precisos de lo simbólico, el espacio se hace
flexible, se estira y se encoge hasta allanar el camino a la comprensión de lo metafórico.
Al suprimir la complejidad del signo, reconcentrándola en el objeto, en la pervivencia
de la imagen y la fisicidad de lo cotidiano, el efecto transmisor de la palabra se hace
más directo, más visible, más cercano y funcional. La efectividad de lo costumbrista
está, en este caso, no en la representación de una realidad, sino en la recreación de la
misma, en términos expresivos y creativos, ya que el objeto dibujado no es sino una
virtualidad de un signo más amplio y menos accesible. La vulgaridad, entonces, cobra
visos de una categorización más elevada.
41
una arquitectura formal, que no puede navegar al margen del signo específico de la
metáfora global del yo.
(…) aunque el espacio urbano es un elemento tangible, las líneas que delimitan sus
distintas secciones son de naturaleza abstracta y no material. Dentro de cada uno de
estos niveles se establece una serie de relaciones dialécticas sobre las que descansa
la esencialidad intrínseca del espacio, como las correspondencias lógicas de
inclusión o exclusión o de lo abierto y lo cerrado (Simó Comas, 2007: 161-162).
En torno a esa dualidad de lo fronterizo, que Sampedro elabora como una herramienta
de pregunta-respuestas, de símbolo-contrasímbolo, se encuentra la lógica de
Maimónides sobre la definición negativa de la divinidad. Sampedro reconoce la
imposibilidad de abarcar ciertas exactitudes del ser (de existir), si no es través de
representaciones contrastivas, que puedan reflejar el negro sobre el blanco, el no frente
al sí, de lo que surge un concepto de la negatividad impuesta por la herramienta
dialectal, que hace de lo negativo una propuesta constructiva.
En esta idea del mundo, percibido como una sucesión infinita de fronteras, subyace
necesariamente una apreciación dual del mismo, ya que cada uno de las líneas que
delimitan la extensión de una determinada entidad sirven también para definir todo
lo que ésta no es, en particular cuando las fronteras dejan de ser intuiciones y se
convierten en palabras (Simó Comas, 2007: 201).
Lo más importante, pues, es que estas negaciones no son sino la puerta de acceso a la
positividad, a la afirmación del concepto, porque toda palabra de la metacultura ha de
ser superada y, en ese empeño, cualquier establecimiento conceptual puede llegar a
derribarse, con la conciencia flexible y el ánimo de dialogar con el ser. El
establecimiento de un lenguaje novelístico como tierra fértil de esa descomposición y
posterior reedificación del edificio cultural del yo, hereditario y determinista, no
significará sino la paulatina posibilidad de una nueva revisión, pues el hombre es un ser
flexible, incompleto, inasible. No obstante, el esfuerzo forma parte de su naturaleza y,
por ello, ha de verse continuado y justificada su práctica.
42
Frontera no es límite, para José Luis Sampedro (…) la frontera es trascendible,
permeable, la frontera propicia el intercambio, el cruce de barreras; la frontera es
provocadora: reta, incita, invita a ser traspuesta. Contrariamente, el límite es
monolítico, restrictivo, el límite confina, acota, circunscribe, encierra; el límite es
disuasorio. Como su mismo nombre indica, el límite es delimitador (Moreno
Martínez, 2002: 75).
El tiempo
43
paso de la palabra a la realidad, de la duda al signo, y de ahí al lenguaje. En todo caso,
cada uno de los tiempos es signo en sí mismo, es presencia y es condicionante y
contextualidad, y de ello se nutre la narrativa de nuestro autor.
De todos modos, los tiempos no son dimensiones excluyentes, sino caras confluyentes
del mismo objeto de precisión. Y sirven al mismo proceso de definición negativa del
que hablábamos anteriormente, para alcanzar los objetivos que perfilan las conciencias
diseccionadas de los personajes. La novela es un campo de investigación de las partes
del ser, y así acaban manifestadas como extractos singulares de una unidad en
discusión.
44
redundante o auxiliar. Y, por supuesto, es el sujeto el que motoriza la acción temporal,
no la estructura argumental novelística, que sí que es accesoria con respecto al signo
interno de lo expresado por lo espacio-temporal. Tiempo sobre tempo, contenido en la
forma, signo aglutinado de lo reflexivo.
Pero para que el tiempo tenga consistencia lo debe tener el ser, una coherencia interna
exigida por el correlato de la supracultura del yo, que es una construcción única e
indivisible, aunque perfectamente flexibilizada por el espíritu crítico del que ha partido
toda la acción expresiva. El personaje de la novela sampedriana va uniendo los
elementos que lo constituyen para cerrar el mosaico de su voz. Es decir, que los
elementos temporales de la conciencia, reconstruidos sobre el hilo argumental de la
memoria, no pueden sino estrechar los vacíos inconsecuentes que el hombre ha
depositado entre ellos, para consolidar la argamasa de la intrahistoria individual, la
única en la que la simultaneidad cobra sentido, más allá de todo empirismo.
Esta dimensión temporal es, por asociación de ideas, otra línea fronteriza, otra
referencia de la dualidad sampedriana. Pero esta vez, sin ambages, quedan claros los
preceptos que la dibujan y que establecen trincheras entre lo onírico y lo físico. Se trata
de configurar el reto de lo dialógico en el interior del yo, entre el yo expresivo,
45
comunicativo y externo, y el yo referenciado, cariacontecido, escéptico y en proceso de
derribo. Tiempo de lo vivo vivido y tiempo de lo vivo por vivir, podríamos decir.
El tiempo del alma es la experiencia interior del tiempo. La percepción del sujeto, al
distinguir entre lo que ocurre interiormente y lo que está fuera de él, traza la
primera línea que separa el tiempo del mundo de esta otra vivencia puramente
individual, ya que lo que define la naturaleza de ambas dimensiones no es el
concepto de lo objetivo o lo subjetivo, sino esta distancia que va de la impresión
interna a la idea de un orden temporal en el que todo se inscribe (Simó Comas,
2004: 77).
En la conquista del espacio de libertad que la novela de Sampedro conlleva, y que guía
los pasos de sus personajes, el tiempo es un lastre del que el sujeto no puede
desprenderse. Lo soporta con estoicismo pero también lo añade a su supracultura, como
elemento previo, como herramienta cognitiva, como caleidoscopio retrospectivo; en ese
mundo de circunferencias, propio de un Juan de Mena, la imaginativa visión de los
órdenes del ser se quieren en su mismidad, y a ella se retraen, ejercitando su
subconsciente.
El tiempo es el espacio para la vida y perderlo es quedarse sin ella con todos sus
atractivos y riquezas (Lucas, 2016: 238).
46
-El tema del tiempo ha estado siempre presente en tu obra.
-Es verdad que aflora con frecuencia en mis páginas, creo que es fundamental para
cualquiera que reflexione y, de hecho, es un tema central en todas las culturas. Es
natural que así sea porque el tiempo está ligado al vivir: el tiempo de cada uno se
acaba con su vida y comienza con ella. Sea cual sea la concepción filosófica o
científica del tiempo, para cada persona tiempo y vida son una misma cosa. O, lo
que es lo mismo, mi tiempo se acaba con mi muerte. Además, a lo largo de nuestra
existencia vivimos con distintos tempos; es decir, ritmos, velocidades, intensidades,
según nuestra edad… Hay muchas cosas ligadas a la órbita del tiempo (Palacios,
1996: 265).
Sin embargo, no todos los tiempos tienen la misma relevancia. El futuro es una
construcción onírica, en todo caso, puesto que no cuenta con el aval de la experiencia,
más allá de todo propósito y plan, y el instante es una rúbrica de nuestra consciencia
vital y activa, pero no puede determinar una imagen conceptualizada, una detención de
la línea de lo sucesorio en la dimensión nietzscheana del término concepto. Así que nos
queda el pasado, y Sampedro lo reutiliza con naturalidad, como suele hacer en su
novelística, implicando al actor como si fuera su voz la que, en realidad, hablara,
poniendo sobre la mesa el argumento infalible de lo experimentado. Lo sensible, una
vez más, está en la base adscrita de toda organización mental.
47
engullida por las turbulentas aguas del reloj. El perspectivismo surge, así, como una
alternativa a la historia, que únicamente parece conducirnos por el camino de la
sumisión a los acontecimientos, liberando al yo del personaje de las trabas que le
confinan tras de una metacultura impuesta desde el lenguaje oficial.
48
Tal vez por su influencia unamuniana, lo trascendental va asomando la cabeza en la
novelística de nuestro autor. Así es como responde a la necesidad individual de
encontrar respuestas a las preguntas claves de la existencia, que no se resiste a hacer.
Sin embargo, esa trascendencia no posee el alarde de un formalismo cultista sino que se
percibe en la irracionalidad pasajera de la convivencia social del individuo. Sampedro
gusta de enmarañar a la persona de sociedad, mezclarla con los lenguajes populares,
enfrentarla a los desdenes del presente, para así lograr crear el conflicto necesario, del
que el tiempo contiene una posible respuesta. La única puerta abierta a la discusión
surge del pasado, que es lo fenoménico detenido, congelado en la imagen de la
experiencia. Ya que el hombre no puede atrapar lo evanescente, ha de hacer que lo
evanescente se solidifique y pierda, por un momento su naturaleza pasajera para
mostrarse como un rostro imperecedero. Es lo único que, humanamente, el personaje
puede hacer, convertir el pasado en presente, al modo proustiano, estableciendo una
conexión innata, metafórica, que evoque el signo de las cosas.
El sujeto
49
para ofrecer rasgos referenciales a la nueva personalidad del yo. Este procedimiento
surge de la revelación cartesiana del hombre, acuciado frente a la desaparición de todo
proyecto futuro, fruto de la apropiación que la metacultura ha hecho del lenguaje. Por
tanto se trata de una revolución en toda regla, que desarma antiguas estructuras y que
didácticamente, modifica los valores internos, creando así las condiciones para un
nuevo establecimiento del signo colectivo.
Los recuerdos, por intranscendentes que puedan parecer, son un viaje a lo más
hondo de uno mismo. Un descenso al centro de los círculos interiores en los que el
individuo, por la memoria de lo que ha sido, se encuentra con su propia esencia. Por
ello hay siempre implícito, en el gesto de recordar, un proceso de espiritualización
(Simó Comas, 2004: 79).
Éste es el sentido de la búsqueda. Asumir todos los niveles interiores, aun cuando
sean contradictorios, y aceptarlos como parte de la propia realidad. El proceso de
individuación, siempre largo y complejo, se basa en el conocimiento de sí mismo, en
la capacidad para internarse en la propia conciencia y para escuchar, también, los
mensajes del subconsciente. El recuerdo es el camino hacia esas fuentes a las que el
sujeto debe volver para reunir sus fragmentos y poder andar sabiéndolo ya todo.
50
Pero es también el instrumento de la catarsis, el reflejo de la región más recóndita
de la psique en la que se halla la clave de lo que uno es sin saberlo (Simó Comas,
2004: 81).
Cada uno de nosotros, de los seres vivos y de los seres humanos, es un ejemplar
diferente y esa diferencia no sólo tiene el derecho sino el deber de expresarse
(Lucas, 2016: 89).
Una vez tuve ocasión de acudir a una reunión a la que asistió Miguel de la Cuadra
Salcedo, un hombre –ustedes lo saben-que ha viajado por todas partes. Un
personaje muy interesante. Entre otras cosas le pregunté cuáles eran los pueblos
más felices de cuantos había visto por el mundo. Me dio dos nombres que a mí no se
me hubieran ocurrido jamás: uno, los beduinos del desierto de Arabia: otro, los
esquimales de Groenlandia. ¡Pensar que en dos climas tan difíciles como el desierto
árabe y el de quienes viven en casas de hielo con pieles, como lo hacen los
esquimales, haya podido haber felicidad! Pues la hay (Lucas, 2016: 133).
51
En cierta manera, el desconocimiento del yo es un producto social, como hemos dicho,
aunque también es una responsabilidad del orden en el que nos relacionamos los unos
con los otros. En la obra sampedriana el individuo siempre tiene que lidiar con la
posibilidad de establecer relaciones, de elegir entre ellas y de afirmarse o no en ellas, lo
cual rige los designios de su propia autoconcepción. El otro significativo es el camino
para la consolidación del yo, en muchas ocasiones, es el espejo efectivo y la vía
experimental del diálogo más allá de la conciencia, por lo que, habitualmente, son esos
“otros” los que definen lo que somos, los que nos inducen a creer, los que nos inoculan
la norma metacultural, los que nos enajenan. También pueden ser, al contrario, los que
acepten nuestra disposición de ánimo y nos ofrezcan la pregunta evolutiva. Así que lo
relacional es, en todos los casos, imprescindible en el yoísmo novelístico, y no una
excusa para el diálogo.
Otra de las cosas que trataba de contar es que no conocemos a nadie, que somos
unos desconocidos para los demás, que estamos solos y el intento de recordar es una
traición. Sé que es una visión pesimista, pero yo de joven era mucho más negativo.
En aquel entonces yo pensaba que todos somos culpables, hoy creo que todos somos
inocentes (Palacios, 1996: 48).
Así pues, la actuación del sujeto viene determinada por su carácter poliédrico,
multidimensional, que se ve directamente afectado por cada una de las influencias que
surgen de su panorámica visión del mundo: unas veces afectada por el racionalismo más
preciso y, otras, surgida del sensitivismo más experimental. En suma, las zonas de
fricción del pensamiento y la emoción intervienen en la gramática general, al brotar los
signos de las zonas intersecadas, como manifestaciones equidistantes y significativas de
áreas de influencia. El álgebra de los signos es, así, álgebra de espacios, conjunto de
ítems primarios constituidos en términos y, posteriormente, en nombres, que es la
materia sobre la que se edifican los símbolos y, globalmente, la cultura.
Y es que José Luis Sampedro no sólo se define como fronterizo (…). Parece
manifestar una especie de sino o destino fronterizo personal; es como si nos diese a
entender la inevitabilidad de innumerables fronteras actuando sobre su persona y
condicionando, como acción de un hado singular, la posterior racionalización y
elaboración de su mito (Moreno Martínez, 2002: 72).
52
En Sampedro, entre otras cosas, se observa una de las características esenciales que
propugna la nueva educación: la del principio del “aprender ser”. La ontología es un
camino inabarcable, pero una acción natural, espontánea e inevitable. El individuo
puede cerrar los ojos ante su realidad o abrirlos ante la incertidumbre, volviéndose
aristotélicamente infeliz, y, no obstante, concebir el mundo como una constante
búsqueda y lucha por alcanzar la coherencia y el significado. La semántica del signo del
ser es tan abstracta como cotidiana, en la medida en que han de interconectarse los
objetos fenoménicos con los conceptos de la memoria, para establecer criterios
soportables y sólidos. El individuo sampedriano, además, exige de sí la altura de miras
para cumplir una ética cognitiva, que no solo no se arredra ante lo negativo sino que
interpreta como una oportunidad el suceso problemático. En este proceso, de todos
modos, no todo lo anterior es rechazado, puesto que el signo del hombre no comienza
de la nada y se acepta su contextualidad histórica y memorística, su individualidad
colectivizada y los materiales metaculturales de los que parte. Esto no puede ser
considerado una contradicción destructiva, sino más bien una mayéutica sobre la que
establecer criterios originales y originarios, en la medida de una recreación del yo.
Esta elaboración del problema del ser acude en demanda de respuesta para personaje y
autor. El autor se encuentra concernido de sí a través del mensaje literario, pues no
puede eludir –sino todo lo contrario- el debate. De hecho, el personaje es un trasunto del
53
propio escritor, que es el primer interesado en la catarsis que supone la pregunta inicial
sobre el yo. Pero, ¿implica esta actuación una división del pensamiento, una
reelaboración del producto final, una manifestación expresa de una diatriba interna no
resuelta? Lo primero que ha de quedar claro es que las posiciones del personaje son las
de éste, no las que quisiera el autor que fueran, puesto que su virtualidad no puede ser
vulnerada, aunque Sampedro lo intentase. De ahí que las posiciones surjan como
posibilidades, no como realidades calcadas de una presencia activa y comprobable. La
literatura, finalmente, sólo es literatura y si se trata de una realidad, lo es desde el punto
de vista de su espacio convivencial y dialógico, cuyos parámetros no pueden responder
a nuestra experiencia física, más allá de nuestra ocupación como lectores.
54
Al final, como al principio, los elementos modernistas que subyacen al pensamiento de
Sampedro relucen aquí con nitidez. Ésa es la transformación de los objetos en sí
mismos, recuperándose de la apatía de la metacultura impuesta por la historia, y ésa es
la magnífica trasposición de los valores, enraizada en el espectro significativo del signo
lingüístico. La naturaleza de las cosas es más diversa que la contenida en el concepto
nietzscheano, va más allá de la detención del tiempo, de la constante que nos permita
ver la fluidez de los objetos: la realidad es aire en movimiento, incapaz de plasmarse en
una fotografía y, en todo caso, una imagen solo indicaría un aspecto ínfimo y
evanescente de la misma, por lo que la movilidad ha de presidir cualquier pensamiento.
Subyace, en cualquier caso, una constante que vincula a todos estos seres fronterizos
a pesar de las diferencias que entre ellos se observan: la tensión entre la
permanencia y el cambio que los enfrenta a sus propias naturalezas y al reto de
hacerse quienes verdaderamente son. Por ello la frontera es también la metáfora de
la transición, de la relatividad de las verdades y los juicios, de la multiplicidad de
los tiempos y los espacios, el eje que define la naturaleza dual de cada ser. Es la
expresión máxima de la interioridad en crisis, síntesis de los momentos de
transformación interior que el individuo experimenta a lo largo de su existencia y
que, necesariamente, debe superar en el proceso del devenir (Simó Comas, 2007:
203).
Por asociación de ideas, la movilidad intelectiva debe ser también movilidad espacial,
física, en el sentido de que el personaje no puede convivir en un único marco de
interacción social, ya que esto impediría la experiencia fenoménica adecuada para su
natural metamorfosis. La captación de los entornos, y los contrastes de los mismos,
resulta fundamental para entender el proceso de evolución cognitiva y la reflexión que
ésta produce. Así pues, no es de extrañar que muchos de los argumentos de la novela en
Sampedro estén condicionados por esa idea de movilidad, de desplazamiento y de
cambio de espacios, que han de considerar, junto con los tiempos en que se producen,
las coordenadas de la impresión fenomenológica del sujeto.
55
Sampedro en forma de viajes y mudanzas que, por supuesto, no deben interpretarse
como la causa del cambio interior, sino como una representación literaria del
mismo. Este motivo esencial en la narrativa de José Luis Sampedro, tiene una doble
realización, pues aunque la mayoría de las veces la ruptura de la continuidad
analógica de los centros se materializa en un desplazamiento físico, hay también
ocasiones en que esta experiencia es puramente mental (Simó Comas, 2007: 224).
56
La escritura
57
En la elaboración del producto creativo se desarrollan determinados criterios
formales a partir de conceptualizaciones previas, muchas de ellas previstas en el modelo
universal ofertado por la crítica convencional. Dichos modelos eluden, en ocasiones, la
ética de la creación, comprometida en su núcleo con el mensaje final que se pretende
transmitir. No hablamos de tesis de la novela, pero sí de palabra comunicante.
Sampedro refiere la honestidad de los términos literarios a esta consecuencia relacional
intrínseca y lógica: del mensaje surgen las estructuras, y no al revés. Por tanto, la
formalidad y el contenido son uno, en la medida en que la formalidad no está aislada de
la comunicación.
(…) de verdad cree que el estilo y las estructuras narrativas viven al servicio de lo
que se quiere contar. Sin trampa. Sólo así el estilo nace de dentro y no se transforma
en bisutería literaria (Varios, 1991: 11).
(…) Mi forma de escribir es poner el oído para adentro y tratar de escuchar. Utilizo
los recursos literarios sólo en la elaboración literaria, no en el pensamiento. Mi
problema no es el resultado, sino el camino… (…) necesito creerme la historia que
cuento porque si no me la creo yo, menos se la va a creer el lector. Para conseguir
eso tengo dos mecanismos que hago conjugar. Uno es la apoyatura en el dato, (…).
El segundo mecanismo es mi propia vida interior (Lucas, 2016: 121).
58
comunicación lingüística y con una formalidad cognoscitiva. A partir de ahí, el autor
utiliza los mimbres necesarios para ir elaborando los criterios que mejor se adapten a su
estadio de conciencia. De este modo, la palabra se aviene a la razón íntima del ser, lo
que confiere al global de la obra de José Luis Sampedro un aspecto de camino de
construcción, un camino de vida, en definitiva.
Hay muchas formas de explicar qué es la literatura y qué es la crítica, y cada una de
las teorías de la ficción literaria que ha conocido el siglo XX ofrece su propia idea
al respecto. La más adecuada de todas ellas es siempre la que mejor se ajusta a las
necesidades de cada estudio. (…) la particular intensidad con que José Luis
Sampedro concibe la unidad entre el concepto y la forma hacen que la orientación
teórica sea precisamente la que sigue la lógica de la estructura. El estructuralismo
no debe ser entendido en este caso como una plantilla rígida, sino como una guía
sistemática y ordenada hacia el interior del laberinto del texto ya que, en rigor, un
modelo estructuralista es todo aquel que conciba la realidad como un sistema (Simó
Comas, 2004: 11).
Es evidente, entonces, que todo el racionalismo de la obra surge del sensitivismo del
sujeto que la protagoniza y, por supuesto, de la fenomenología vital del autor, que va
describiendo y analizando su propio transcurrir interior del tiempo. Más que de una
actividad profesional o cultural, hemos de hablar de una vocación, de un interés o
necesidad existencial, que arrastra consigo todo el entramado intelectual que había
construido socialmente con anterioridad. De ello se deduce que el personaje es un
juguete del amor de Sampedro por el ser, y de la vitalidad que éste desprende y que le
impide la resignación.
Los narradores de José Luis Sampedro y por tanto la personalidad literaria que
adopta (…) están siempre escribiendo, narrando como si más allá del oficio de
narrar, hubiera una búsqueda, una indagación existencial que convierte el camino
literario en una aventura de conocimiento, pero también de pasión por el
conocimiento (Moreno Martínez, 2002: 13).
59
evidentemente, pero también una puerta abierta a la “extravagancia” de la memoria, que
deja paso a conceptos antes bloqueados, negados o, directamente, ignorados. La
liberación de los bloqueos mentales produce efectos inesperados: como la aparición de
una nueva terminología o la aceptación de dimensiones del hombre inconcebibles con
anterioridad. En Sampedro, el terreno de la sexualidad y de la moral son hollados
necesariamente por esta nueva realidad, descubriendo en él aptitudes “impropias” de
alguien de su edad, inaceptables para la normativa social aceptada y, en todo caso,
provocadoras, pero no por el simple hecho revolucionario de la escandalización del otro,
sino con el propósito de desatar las palabras enterradas de la colectividad, las que
pueden ofrecer escalones hacia la libertad del pensamiento y los códigos de conducta.
(…) el propio novelista (…) se desdobla en dos entidades, “el escritor y el otro”,
definidas por él mismo como el yo verdadero y el yo social, respectivamente; éste
último con rasgos caracteriológicos sorprendentes (…) para el primero, que, a su
60
vez, es portador profundo de unas entidades psicológicas en muchos casos
insondables para el segundo (Moreno Martínez, 2002: 45).
También el escritor está disociado con respecto a su producto: como sujeto, percibe,
reflexiona; como creador, propone, elabora. Es la manera en que se transcriben los
sentimientos, pero toda vez que la fenomenología del espíritu ha quedado enmarcada en
la racionalidad de un pensamiento complejo. Así que la mecánica del escritor reproduce
estructuras que, previamente, han sido concebidas en su mente “paralela”, que es
aquella en la que se elaboran los modelos.
Tal vez por ello, el efecto comunicativo y didáctico que tiene la novela está presentido
y, lógicamente, diseñado para producirse. En cualquier caso, como ya dijimos, la
arquitectura literaria cobra sentido únicamente en el acto creador de todo receptor, por
lo que éste ha de establecer los mismos criterios –o parecidos- para elaborar el signo,
que los que había modulado el autor. Por tanto, la experiencia de la lectura ha de
suponer una fenomenología de los sentidos, producir emociones y sensaciones previas a
la investigación de las mismas y el reconocimiento en la personalidad del receptor. Y
esto resulta prioritario.
(…) Sampedro no pretende establecer una relación crítica con el lector, sino que
prefiere crear con él un vínculo íntimo en el que el impacto emocional de la obra
esté por encima de la experiencia intelectual de la lectura (Simó Comas, 2007: 16).
61
término: relación de significación mediante el ente sonoro y la semiótica estructurada
por la norma y el uso. La palabra establece los cauces apropiados de la expresión, pero
también es un contexto metacultural, de alguna forma, puesto que ya lleva implícita la
materia histórica, la moralidad, los prejuicios sociales, la tradición, la aceptación
colectiva. Sin embargo, haciendo caso de los preceptos de la novelística de un Cansinos
Assens, un Guelbenzu, un Sábato, el espectro del signo es tan amplio que permite la
“reutilización” del mismo. Y a esta libertad se aferra el escritor, lo que lleva asociado
una mirada crítica y un sentido de la evasión consciente.
El discurso es, ante todo, la expresión del contenido que conforma la historia. Por
ello, además de ser tiempo es palabra. (…) La expresión del narrador,
conceptualizada en la idea de ‘voz’, se ve mediatizada decisivamente por la
‘perspectiva’ desde la cual percibe los hechos ya que, inscrito dentro del relato, el
narrador puede ser testigo de la acción o su protagonista, y fuera de él, un demiurgo
o un simple transcriptor de lo que ve. (…) ‘Voz’, ‘perspectiva’ y ‘palabra’
construyen así una estructura de conceptos inseparables (Simó Comas, 2007: 35).
El esmero con que Sampedro planifica la arquitectura de sus novelas, rasgo que se
ha convertido ya en una marca distintiva de su estilo, revela la intención de
configurar la trama como un sistema lógico y conceptual, por lo que el modo en que
se disponen los acontecimientos cumple la doble función de dar forma al contenido y
ofrecer una representación simbólica del mismo (Simó Comas, 2007: 39).
62
Lo que la crítica ha querido ver en la forma en que Sampedro compone su sinfonía
literaria, es una socialización del hecho que, en mi opinión, traspasa un poco los
objetivos significantes de su obra. No es convencional su bibliografía, como no lo es el
modo en que manifiesta su posición ante los diferentes temas trascendentales. No
obstante, sí que puede haber cierta comunión con el instrumento de la representación,
pero en Sampedro se constata que la claridad y la verosimilitud de lo virtual es más una
cuestión comunicativa que formal, puesto que en su obra lo complejo, lo vanguardista y
lo realista siempre han aparecido al servicio de un objetivo único: la emoción consciente
de la memoria y su interpretación racional.
Seguimos apostando, por tanto, por esa herencia modernista que parece observarse en
algunos de los comportamientos “éticos” del escritor con respecto a los formalismos, y
en cómo éstos son dinamizados por la evasión emocional de la personalidad del sujeto.
La mismidad se presume en los márgenes del lirismo, donde el esteticismo pueda causar
el mayor influjo posible; la impresión está por encima de la captación, puesto que ella es
captada de inmediato, espontáneamente, así como la voz, incorporándola al registro
interior y transformándola en asunto propio. Por ello es por lo que todo realismo en la
novela no es sino una superficialidad del tono egocéntrico de la palabra, que es el que
predomina, pues se mira hacia sí y reconsidera la dirección del panorama escénico, toda
vez que él acaba siendo motor y objeto de la interacción. El realismo del relato no
podría explicar esta vida interior, sino establecer la tramoya externa, poco más. De ahí
que Sampedro no sea, stricto sensu, un escritor social sino un escritor moderno, de la
modernidad de la nueva novela del siglo XX.
63
Sampedro, pero la lectura que el autor hace de todas estas teorías psicoanalíticas es
esencialmente poética y, lejos de presentar a sus individuos como casos clínicos,
acentuando en ellos el componente neurótico de sus personalidades, los perfila como
seres extremadamente complejos y delicados (Simó Comas, 2007: 277).
64
personalidad creativa, al otro lado, recogerá los efluvios pues siempre hay alguien afín a
nosotros en alguna parte. Pero ¿qué pasa cuando el mensaje tiene un destinatario
concreto? ¿Es imposible entonces que otro lector interprete los condicionamientos
interiores del signo? No, por supuesto, ya que el signo es flexible y, además, todo yo es
universal y uno por definición. Sampedro, que no escatima en argumentaciones sobre su
propio material narrativo, especifica los modos del origen, pero la realidad del objeto
nos demuestra la virtualidad añadida del espectro semántico, que no es otra que la
manipulación de los preceptos de la mismidad, su desnudez inmediata que nos permite
descubrir qué somos. Así que no hay nada más universal que la sinceridad exclusiva, ni
nada mejor entendido.
-Dentro de esa búsqueda del interlocutor que te comprenda, ¿has escrito alguno de
tus libros para un lector concreto?
-Sí, pero de una forma especial. Hay novelas que van destinadas a una persona
concreta, que llevan un mensaje secreto y privado, aunque a la vez permiten su
lectura a otros lectores que van a verse reflejados. (…) La sonrisa etrusca es para mi
hija y mi nieto (Palacios, 1996: 111).
La novela de Sampedro crea los marcos referenciales que sirven para el desarrollo de la
misma. En este sentido, el esqueleto que configura los recovecos, donde se suceden los
hechos de la trama, es muy importante ya que especifica aquellos escenarios en los que
la palabra ha de transcurrir. En cierta manera, aunque este autor suponga un edificio
creativo como algo superior, es su disposición a abrir el grifo de lo perceptivo lo que
realmente configura su mensaje artístico. Y esto resultaría imposible sin una precisión
de la lengua interiorizada en el instante de la voz. Por lo tanto, el hecho de que
Sampedro encuentre el lenguaje como “algo secundario” (Palacios, 1996: 119) no debe
llevarnos a confusión, ya que su prioridad como escritor va paralela a su condición de
hombre pensante. De hecho, más adelante reconoce él mismo que toda la presencia
estética y formal juega en virtud de lo dicho, es decir que la sistematización es
únicamente la manera de referenciar, de dibujar un retrato que consiga dar apariencia a
la abstracción.
65
sencillez. Tenía el modelo de fray José de Sigüenza a quien Unamuno alababa
mucho. Yo quería conseguir la sencillez y la hondura que fray José consigue al
describir un manantial escondido (Palacios, 1996: 120).
Por eso llega, finalmente, a la conclusión de que las ideas son inabarcables, a pesar de
todo el esfuerzo desarrollado, a pesar de la consideración crítica, de los modelos
formales y de la construcción hermética de una estructura expresiva; puesto que el
lenguaje que está inmerso en el orden de la novela es literario, por su naturaleza y por su
intencionalidad primigenia, y eso lo convierte en una abstracción más, superando con
creces toda virtualidad. El núcleo de la palabra narrativa estará siempre en una
dimensión no hollada, y solo proporcionada para una vinculación emocional e
intelectiva. De ahí que se propicie una comunicación multisignificativa, que englobe
todos los conceptos que la novela, inocentemente tal vez, trata de apropiar en un marco
de elementos aparentemente interconectados por una norma no escrita.
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67
El amor y las emociones
La emoción, estado afectivo del yo que surge del contacto con los otros y de las
impresiones que la percepción provoca en el individuo, marca el inicio de la vida
psíquica. La mirada de la emoción nada tiene que ver con otros estados del
conocimiento como la intuición o la reflexión. Tampoco es el resultado de una
elaboración mental, sino que fundamentalmente es una respuesta espontánea que
envuelve todas las formas del sentir y personaliza la experiencia subjetiva del
individuo. De este modo, las sensaciones y las impresiones agrupadas por la
percepción se cargan de un significado trascendente que caracteriza el mundo
interior del hombre y convierte las percepciones y los recuerdos en el elemento
básico para la construcción de su identidad (Simó Comas, 2004: 113).
68
emocional que empuja al conocimiento, puesto que se evade de lo negativo, de lo
destructivo y, por tanto, de lo accesorio.
En definitiva, vida (…) es una entidad compleja que aglutina lo primario humano, el
mármol sin pulir (…) pero portador de dos valores fundamentales: la sinceridad y la
sensibilidad (Moreno Martínez, 2002: 57).
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A su parecer, en el travestido concurren dos factores de importancia: una base
biológica de carácter hormonal y una desacertada vivencia psicológica o cultural
(…) las posiciones del novelista (…) parecen ir paulatinamente inclinándose hacia el
predominio de lo biológico en la génesis del travestismo y de la androginia (Moreno
Martínez, 2002: 61).
70
libertad para ser moralmente aceptable o no. Si el hombre puede escoger su camino,
¿Por qué no habría de escoger su sexo? En la creación bíblica está el germen de su
incongruencia, que no queda explicada por ninguna fe –salvo para el creyente que es,
por su condición, dogmático y ciego ante toda razón negativa de aquélla-. Esta actitud –
y es lo que quiere destacar el escritor- conlleva la infelicidad del sujeto, puesto que
imposibilita la explicación de muchos de sus comportamientos o, cuando menos,
estigmatiza ideas y emociones que se expresan con la espontaneidad de una naturaleza
ensimismada. La lucha contra las imposiciones ilegítimas de toda confesionalidad
institucionalizada, lleva a Sampedro a liberar las emociones, a aceptar otros modos de
divinidad y de entendimiento de la religión, pero también a una negación del orden no
dialogado de lo social.
71
El amor es una experiencia comparable a la religiosa, cuando es auténtica. En el
amor descubrimos hasta lo que no teníamos porque en el proceso de amar nos
enriquecemos y descubrimos lo que nos ha sido dado y hemos hecho nuestro (Lucas,
2016: 27).
Creo que el andrógino debe entenderse como un desarrollo de las posibilidades que
toda persona encierra y de eso que hemos llamado cualidades masculinas o
femeninas. No se trata de borrar las diferencias sino de potenciar nuestras
posibilidades. Por mucho que desarrolle mi parte femenina nunca voy a sentir como
una mujer y por eso desearé siempre lo que la mujer me aporta (Lucas, 2016: 42).
72
significado y consecuencias. Pero esto es, de por sí, solo válido dentro de la utilidad
pragmática de lo empírico-social, no va más allá. Entonces, deberíamos entender la
moralidad como un proceso de desnaturalización de lo sexual, lo amoroso y lo
emocional, en su generalidad, y no como una parametrización lógica de nuestras
condiciones individuales en sus relaciones con el yo y con el otro. La moral provoca la
indefinición de los seres, pero lo hace ofreciendo una respuesta precisa y breve, sin
dudas ni problemas. El individuo institucionalizado vive perfectamente en su
ignorancia, pues no percibe la discapacidad de su emoción, tan solo la ubica en su
espacio asignado. Por otra parte, la indefinición manifiesta, responsable y aceptada, no
daña la conciencia, ni al ente social y, muy por el contrario, construye un mundo de
posibilidades que son innatas en la interacción humana. Por eso es por lo que Sampedro
defiende la destrucción de las bases morales de lo institucional, creando seres “mixtos”
(usando la terminología tradicional).
Se percibe de nuevo el peso de una moral que va contra natura. Yo creo que en el
sexo casi todo es natural, aunque no sea habitual o a veces no sea de buen gusto.
Dentro de ese marco de pensamiento, El amante lesbiano viene a ser una
reivindicación de la libertad.
Creo que el puritanismo hace un gran daño a la literatura, a la cultura y, en
definitiva, a la vida (Lucas, 2016: 170).
Me preguntas: ¿dónde está el límite? Todos los límites, en general, son relativos. Es
difícil establecer normas categóricas. No estoy defendiendo la inmoralidad a
ultranza, pero tampoco defiendo la inmoralidad de la moralidad vigente (Lucas,
2016: 173).
En la lontananza del tiempo hubo un lugar en el que el hombre vivía alejado de toda
moral, y en la que los principios se reservaban para una ética independiente, del sujeto.
73
En ese tiempo, los hombres sabían cuál era su responsabilidad vital y eso se
correspondía con un sentido de la paz y el sosiego consciente, que es la íntima conexión
entre el uno y lo diverso. Seguramente, muchas de las filosofías orientales que
despiertan el sentido de Sampedro son resquicios de esa humanidad intrínseca que la
sociedad fue desterrando, a través de los avatares de la historia. Ese camino de
recuperación es el establecimiento de una nueva moral que, en la práctica, no significa
sino la aceptación de un gen perdido.
(…) está mi filosofía vital, la que se basa en el “Siento, luego existo”. Hay un intento
de decir que la vida está por encima de la razón. (…) sin razonamientos,
instintivamente, encarnando cada uno de nosotros las fuerzas de la vida hasta el
máximo (Palacios, 1996: 53).
Así que el ser está condenado a conocerse, no puede evitar encontrarse con lo que es, ya
que la sensación lo conduce hacia el conocimiento del instante, que es el que le da las
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claves y las referencias. De este modo, la sexualidad, que es la consecuencia necesaria
de la necesidad de amor, es un término que engloba diferentes dimensiones sensitivas
del hombre, y que lo certifican en el plano de la relación con otros seres. Sería absurdo
afirmar, en el sentido ontológico del término, que algo tan limitado como una
denominación (heterosexual, homosexual, etc.) puede englobar todo lo que representa
un individuo. Es por ello que la manifestación sampedriana del amor o de la sexualidad,
van más encaminadas hacia la culminación de un conocimiento completo del yo, que no
puede etiquetarse. Es otra manera de saltarse los muros que ha edificado la metacultura,
y lograr espacios de confluencia más abiertos. Esto no puede surgir del aislamiento
individual y, por tanto, ha de contar con el beneplácito de los otros significativos, y
también del entorno social, por lo que se considera imprescindible un cambio de
mentalidad en el conjunto de los espacios humanos. Al hilo de esto, existe un
convencimiento del autor de que la feminidad, como término asociado a una actitud –
que él encarna en la mujer pero que a veces identifica con hombres concretos, o con
actitudes muy determinadas, como pasa en el protagonista de La sonrisa etrusca- es,
posiblemente, un concepto previo al de la liberación sexual absoluta, que es la no
determinación de los nombres externos.
No es que yo crea que las mujeres son más comprensivas, pero sí creo que la mujer
por el hecho negativo de verse obligada a aceptar un papel de cuidadora de los
niños, de los mayores, de los enfermos, aprende a no formular sus juicios con
violencia, se fuerza a sí misma a comprender para hacer menos dolorosa la
resignación. Por todo esto las encuentro superiores en su desarrollo sentimental. Y
tal vez porque yo soy más intelectual que sensible –aunque me proponga lo
contrario- surge la envidia y la necesidad de acercarme y comprender el mundo de
la mujer (Palacios, 1996: 73).
75
Cuando digo que no adopto el lema “Pienso, luego existo”, sino el “Siento, luego
existo”, estoy rindiendo tributo a los aspectos no racionales. Cuando afirmo que la
persona es para mí sobre todo un animal simbólico estoy haciendo lo mismo. De
modo que la idea de que en la vida tiene que haber componentes inexplicables me
parece fundamental (Palacios, 1996: 94).
Definitivamente, las etiquetas pueden servir para desguazar el mundo que las ha creado.
El término hombre está asociado a una serie de actitudes vitales, que se acompañan de
acontecimientos históricos, mientras que el término mujer, también con sus
consideraciones particulares, ha sido arrinconado a los aspectos secundarios del
transcurrir de las sociedades. De resultas de ello, la humanidad se ha ido arrinconando,
alienando y embruteciendo, por mucho que se nos intente vender la idea de progreso –
más asociada al progreso tecnológico y científico que propiamente humano o social-;
ello implica una revalorización de lo extemporáneo, de aquello que no tiene encuadre en
los términos conocidos, de lo que transgrede los valores de toda moral actual que
pervierta la socialización natural de los sujetos. Y ahí es donde la mujer juega un papel
fundamental, como en el caso de los personajes de las novelas de Sampedro donde, o
son elementos catalizadores de la transformación, o provocadores de una revisión
interior de los protagonistas masculinos.
76
lingüístico. De ahí que lo sensitivo, lo amoroso, compartan espacio con lo mensurable
para, de alguna forma, lograr el encuadre de comprensión que todo receptor precisa, y
todo emisor busca denodadamente. Cualquier pensamiento, volcado en el papel, cobra
una nueva dimensión, como cualquier yo, hecho personaje, se virtualiza. Es la no-
realidad real de la que hablábamos anteriormente en anteriores epígrafes, que se encarna
en la voz del otro.
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La dignidad y sus circunstancias
La posición pública que José Luis Sampedro expresa como individuo, como
autor, como personaje conocido y a través de su obra, es de sobra conocida. Expresa un
compromiso intenso y emocionado con el hombre, no exento de un argumentario
completo y diverso, en el que proporciona preguntas clave para entender las diferentes
situaciones de degradación por las que pasa el mundo actual. Sin embargo, a pesar de lo
negativo de sus representaciones, sus criterios guardan algo de optimismo, el
convencimiento –de una positividad inocente, tal vez- de que el ser humano se recupera
de sus errores y, antes de volver a cometerlos, emprende un camino de reorientación
que, en algunos casos, lleva a evolucionar en diferentes aspectos sociales. Esto confiere
a su obra y a su magisterio un indudable espíritu constructivo, que ayuda a su
transmisión y eco público. Pero no esconde su decepción hacia los valores que se
vislumbran.
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En consonancia con sus pensamientos, otros autores reivindican la exposición del
sujeto, la violenta liberación de los sentidos, no desde un punto de vista tan
comprensivo, como en la obra sampedriana, sino desde la condición de un individuo
que exige del conjunto la consideración de su singularidad. Este contraste nos hace
palpar el sosiego que fluye por las páginas de la novelística de nuestro autor, que
prefiere la visión consciente y la acción comunicativa, y vive los exabruptos del yo, a
través del sexo o la exageración de los rasgos relacionales, como una interiorización
más que como una excentricidad política, lo que no significa una valoración negativa de
este último criterio.
Parece curioso, de todos modos, que la educación recibida por las generaciones no solo
condiciona los modos del pensamiento, de la estructura que origina la pregunta
existencial, y de cómo ésta se reelabora a partir de los instrumentos que, de manera
innata, el sujeto ha ido adquiriendo sino que, además, pueden guiar el proceso que
provoca dichas diatribas internas. Entendido así, podríamos colegir que el corolario más
perverso de esta idea es que toda nueva reflexión viene inducida por la metacultura y,
por lo tanto, no es sino una manera de engañar a la conciencia, pues no participa de una
experiencia fenoménica libre y subjetiva, sino de una influencia simbólica, heredada,
una palabra histórica.
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En esta idea subyace la realidad de que la libertad del hombre, a la que está condenado
en términos sartreanos, no es sino una concesión del contexto histórico en el que vive,
es una dimensión más de la realidad que ha heredado, y de la que sólo puede huir a
través de la recuperación de la conciencia originaria, que es lo que lleva a Sampedro a
ese cartesianismo sui generis emocional del que hace gala. Tal vez, al final, lo que
realmente importa es la obra en marcha, como decía Juan Ramón Jiménez, y no el
resultado de las pesquisas, por lo que la palabra que se nos haya dado no puede ser
negativa del todo ya que, al igual que la personalidad que hemos forjado –nuestra del
todo o prestada por un tiempo-, en el sedimento más profundo esconde una verdad
universal y, utópicamente, siempre podrá ser desvelada. Así que el esfuerzo es noble,
honesto y merece la pena.
Para Sampedro el hombre es libre, pero esa libertad está condicionada por las
circunstancias en que nace. Hay dos coordenadas, la natural y la cultural que son
los condicionantes de la libertad humana y son conformadores de la experiencia
vital de cada persona. El hombre es libre, pero tiene una libertad profunda, que
consiste no tanto en poder conseguir en cada momento lo que quiere, sino en
perseguir en cada momento lo que él cree que es su camino y en dar sentido a todo
aquello que le sucede (Martín Martín, 2007: 102).
80
un asesino puede llegar a tener sentido de la dignidad. En general no lo tienen, no se
me malinterprete, pero puede llegar a tenerlo. Leí hace muchos años una
extraordinaria obra de nuestro Siglo de Oro, algunos de ustedes seguramente la
conocerán, El condenado por desconfiado, de un fraile, de Tirso de Molina. Ahí se
muestra cómo un bandolero, un asesino, puede salvarse por tener dignidad. Y
también un rey, un general o un “hombre de bien” puede ser indigno (Sampedro,
2007: 67).
Y como el alma, por lo tanto, ha de existir necesariamente, puesto que puede ser
concebida por el yo, no queda más remedio que darle un espacio en esa relación de
sentido del signo humano, y éste no puede ser el hueco asignado a la divinidad,
entendida como un todo absoluto, motor de todas las cosas, externo al hombre, sino
como un punto de partida hacia el interior del ser, nada menos. Entonces, digno es el
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que cumple consigo mismo, respetando lo que siente de sí, aunque pudiera concebirse
como otro ser, aunque pudiera inventarse.
Lo que procuro hacer en mi vida es ser quien soy lo más posible; que no soy gran
cosa, bueno pues muy bien, pero lo que sea, lo que sea y morirme con dignidad. Y
eso es tremendo (Lucas, 2016: 23).
Del mismo modo, el grupo también ha de tener un espíritu, un alma, puesto que parte
del principio de un signo humano. El corolario habría de ser una dignidad del colectivo,
de lo social, inspirada en el origen del ser del grupo, que es la interrelación entre los
individuos y los principios que ésta inspira. Cuando vemos que el hombre ha perdido su
dignidad –si alguna vez la poseyó- es porque la sociedad en que vive, en buena medida,
jamás la tuvo sino en partes muy ínfimas, y no camina hacia la recuperación de los
primeros pasos, sino que avanza inexorablemente hacia ninguna parte.
Sampedro reflexiona sobre este particular con una evidente preocupación por el futuro.
Él mismo, como explica en sus entrevistas, vivió esa transformación que provoca lo
indigno, al revisar los términos de su lenguaje educativo. Nació en el joven escritor una
nueva moral, sin saberlo, que no aceptaba lo bueno y lo malo tal y como se lo habían
explicado sus mayores, y vislumbraba posibilidades mucho más lógicas, al tiempo que
emocionalmente soportables. Al hilo de esta cuestión, en su obra se refleja la esperanza
en un futuro más sólido, incorporando la fuerza de la juventud, el impulso de los que
han de ser dignificados por la palabra; como un ilustrado dieciochesco, Sampedro
incorpora una importante funcionalidad a su literatura.
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mientras en la otra cien hacia atrás y el barco girará en redondo, poniendo proa
hacia un desarrollo humano (Lucas, 2016: 71-72).
Implicados en determinada aventura, los jóvenes han de ser conscientes de lo que se les
viene encima, de la hostilidad que ha escrito las páginas de la historia y de cómo ésta va
construyendo su relato como una apisonadora, sin respetar las pequeñas y unamunianas
verdades. Esto queda muy bien explicado en La sonrisa etrusca, cuando el abuelo
alecciona al nieto, desde sus principios lógicos, en la búsqueda de una personalidad que
le haga sobrevivir y entender el mundo por encima de los convencionalismos de su
propia familia y mundo. La historia no puede ser un Big Brother sordo y vocinglero,
sino un campo de experimentación y superación de los errores anteriores. Santayana
vive en las páginas de nuestro autor, sutilmente.
La transformación no es una fase distinta dentro de un mismo sistema sino que, tal
como yo creo, es el tránsito a otro sistema diferente y esto me hace pensar que esta
situación de crisis no se va a agotar en el siglo XX, va a continuar en el XXI y
probablemente en otros porque lo que viene nuevo no es exactamente recombinación
de los elementos anteriores, sino que es un replanteamiento con emergencias
diferentes a lo largo de la historia (Lucas, 2016: 75).
Porque, en realidad, las crisis que el relato histórico registra –y que deberían entenderse
como momentos de transformación resultantes de la revisión del sistema- no son sino
ciclos del propio sistema que, como un gran y pesado cuerpo que dormita, cambia de
postura. No significan nada relevante, si acaso una vuelta de tuerca sobre el sujeto, que
va a sentir con mayor presión la incomunicación del ente social y su aislamiento. Por
tanto, las crisis vividas no son tales, no son momentos en los que se produce un cambio,
no son latencias de vida.
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esto. Su actitud comprometida es voluntad a la hora de crear, impresionando al lector
con un discurso que nace del personaje pero que, en realidad, es un diálogo con la lógica
de las cosas de alrededor. En los tiempos convulsos que ahora, igual que antes, vivimos
la literatura de Sampedro da réditos de credibilidad a la palabra, que ya no se esconde
en el reflejo realista vacuo sino que prefiere involucrarse y alzar la voz.
El espacio contextual del autor, que es el de los personajes, responde a unos parámetros
circunscritos a lo cultural heredado, con singularidades y tópicos necesarios. Vive en
ese espacio un sentimiento de lo colectivo, que todos los que vivimos en él aceptamos.
Pero hace falta que alguien cuestione los mandamientos de la ley general, para que no se
apolille en algún cajón de oro. La literatura ha de provocar este enaltecimiento de la
duda existencial, entre otras cosas para que la dignidad del hombre no sea un papel
mojado, sino un papel rugoso y firme, que soporte el paso del tiempo. Es lo menos que
un escritor puede hacer.
Esto es Europa, cuna de culturas. Sí, ése es el escenario y su decorado. Pero ¿de
verdad estamos en una democracia? ¿De verdad bajo ese nombre gobiernan los
pueblos de muchos países? ¿O hace tiempo que se ha evolucionado de otro modo?
(Lucas, 2016: 83).
El problema que se plantea es que, como bien sabe el autor, no hay reflexión individual
que cambie el mundo si no puede sistematizarla, si no puede involucrar al lector y, con
éste, al sentido de lo dinámico. El sistema, la estructura que rige los flujos del
pensamiento, de la lengua colectiva, tiene que variar y debe hacerse firme en el contacto
de las conciencias, y en la valoración que el álgebra de los comunes solidifica.
Principios, actitud, método, conciencia, como elementos a los que aspirar. Los
personajes sampedrianos influyen en el entorno, originando esa metamorfosis necesaria,
pero lo hacen conscientes de la dificultad de lograr un buen fin, si no es con la ayuda del
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propio sistema, que ha de ser repuesto, por lo que la batalla comienza en clara
desventaja.
Para lograr que las generaciones venideras aspiren a algo más que al dinero, que
sería un logro a largo plazo, necesitamos educadores motivados en el corto plazo,
pero como la motivación no es cuantificable… (Lucas, 2016: 92).
Se puede creer en dios, pero no en ése. Se puede creer en dios, llamando dios al que
desata y desencadena la inmensa energía vital, que pone la vida en marcha y que la
impulsa. Eso sí, un ser de quien no podemos describir las cualidades que describen
los teólogos, del que no podemos decir si es compasionado o no, racional o no,
porque es mucho más que eso y es incomprensible. En ese dios que es energía pura,
que pone en marcha el universo, que es luz y materia pura, en eso podría creer. Eso
es la vida espiritual, la percepción de esa energía, pero un dios que negocia con
Abraham, y que le dice “si tú haces esto, yo hago lo otro”… ¡Eso es un negociante
detrás de un mostrador! (Lucas, 2016: 95).
Por eso ha de morir el término, con el significado que le aplicamos habitualmente y que
está vacío. Y éste es el principio de lo nuevo, la revisión del lenguaje. De todos modos,
Sampedro aboga por la diversidad humana también en este sentido, puesto que entiende
las particularidades de lo singular, de lo exclusivo y unitario. No hay que reedificar un
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lenguaje nuevo sobre el antiguo, sino posibilidades del lenguaje, extendidas dentro de
su espectro semántico. Eso sería un código reconstruido, pero no vuelto a uniformar
sino latente, comprensible y dinámico.
(…) una lengua es un estilo de vida, una manera de pensar, y por tanto es una
manera de vivir (Lucas, 2016: 151).
Lo digno tiene que ver, como decimos, con lo humano. Sampedro-sujeto se hace
hombre con la literatura, donde establece su propia palabra; otro lo hará en su actitud
vital, en su oficio, en su relación de pareja, en su vida en sociedad, etc., porque lo que
importa para cumplir con el papel de cada uno es que tenga algo que decir y lo diga
convencido, y sea verdad.
La primera gran metamorfosis del ser humano fue cuando adquirió la palabra.
Entonces, cuando el simio, el prehombre, adquirió la palabra, se transformó
profundamente, se convirtió en ser humano y accedió a la cultura (Lucas, 2016:
157).
Cuando se habla de libertad siempre hay que preguntarse: ¿libertad para quién?
Porque la libertad no es lo mismo para unos que para otros. En manos del poderoso,
la libertad sirve para hacer lo que le dé la gana con los demás. Mientras que para el
pobre desgraciado la libertad consiste simplemente en que le dejen vivir su propia
vida sin reventar a nadie. Es la gran diferencia (Lucas, 2016: 163-164).
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La espada de Damocles del proceso es siempre el horizonte, y el horizonte es la muerte.
No se trata de un proceso ilimitado, sino de una indefinición en un frasco temporal muy
pequeño, que se agota y se consume rápidamente. La muerte es un asunto capital en la
literatura de Sampedro y es el contrapunto de la esperanza, cuando ésta se vislumbra. La
gran pregunta sobre el tiempo siempre persigue al sujeto, incapaz de dar una respuesta
satisfactoria con una limitación tan poderosa. Pero, una vez aceptadas las reglas del
juego, el horizonte se convierte en una parte más del proceso, en un elemento a tener en
cuenta y a integrar en el lenguaje cotidiano. Y entonces deja de ser una aversión
negativa, una mácula, para recuperar su sentido de la naturalidad de lo inmaterial.
Parte del conocimiento de la realidad pasa por este trance, por la asunción de la
limitación del tiempo. Sin embargo, lo cognoscitivo nos empuja, como vimos, hacia la
universalización del instante, lo cual parecería entrar en contradicción con lo dicho. No
es tal, ya que el fenómeno que captamos es de una intelección inmediata, que puede
alargarse en la intensidad de la experiencia vital, y ahí no habría tiempo que enmarcara
sus pasos. Por otra parte, la vida es breve en el sujeto, si consideramos su fisicidad.
Llegar a la conclusión de que la vida es una y es todas forma parte del procedimiento
para entender qué significa la conciencia humana y qué es por tanto lo que hay que
hacer para ser dignos. Lo oriental y lo místico se funden en la visión sampedriana de la
trascendencia.
Sorprende que un científico como él conjugue de esta forma las visiones globales del
arte, la ciencia y la religión. Pero sorprende menos cuando comprobamos que la
construcción del signo del ser forma su parte nuclear. De hecho, necesita de todas estas
dimensiones para manifestarse, para situarse en el centro magnético de las fuerzas del
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pensamiento. El hombre da pasos mirando al suelo, pero también los da mirando al
cielo. De la misma manera que hay una realidad que se puede tocar, hay otra que se
puede sentir y otra que se puede esbozar. La novela es un cúmulo de las tres y el lector
un operario que ha de equilibrar los modos y las maneras, puesto que el autor sólo tiene
la responsabilidad de hacer la pregunta esencial y retirarse del campo de juego.
Lo importante es la verdad de cada uno. Y ustedes me dirán: pero ¿es que no hay
una verdad? Pues bien, hay muchas verdades, pero todas integradas en ese cosmos,
en ese ser, y en todas ellas hay, por de pronto, una verdad suprema, que es la vida;
la vida global, la fuerza de la vida (Lucas, 2016: 257).
No ha lugar, por lo tanto, a imaginar ninguna verdad que se encuentre más allá de la
literatura, que es la humanización de la voz utilitaria, la exaltación de lo sonoro,
multiplicado por los sentidos de la comunicación virtual con los potenciales lectores que
van y vienen. Sampedro tiene, entre sus principios, el de la memorización ontológica, es
decir la captación de la verdad de las cosas que, necesariamente, pasa por el sujeto y se
humaniza, se redescubre.
La idea de que la verdad es algo adscrito al constituye uno de los pilares del
pensamiento de José Luis Sampedro (…) (Simó Comas, 2007: 13).
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‘Vivencia’ y ‘suceso’ son, por lo tanto, dos aspectos encontrados de una misma
realidad: la muerte. La ‘vivencia’ es una muerte vivida desde dentro como la
experiencia trascendental de un instante y que, paradójicamente, está llena de fuerza
y esperanza; el ‘suceso’ es la muerte pública, el punto sin retorno con el que
desaparecen de un golpe todas las posibilidades de ser. La brutalidad del contraste
abre una reflexión sobre el sentido de la vida que, de nuevo, se ofrece en su
contradicción inherente, ya que es imposible concebir la existencia sin su conclusión
natural, sin el único acontecimiento capaz de englobar la totalidad del individuo
(Simó Comas, 2007: 68).
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hay la expresión de un yo: el miedo, la soledad o la rebeldía son tan nuestros como la
sensación de felicidad o el triunfo. Es una responsabilidad del ser no redimirse en los
demás, sino en uno mismo, no echar las culpas afuera, sino aceptar las suyas. Por eso es
por lo que el signo de las cosas, el lenguaje mismo tiene el significado que cada cual
quiera darle, sea el externo o el interno, sea el artificial o el que se percibe. Y de ahí que
la lengua sea un corpúsculo extraordinariamente maleable y, sin embargo, pertenezca a
una sólida unión de las conciencias, puesto que todas están hechas de la misma materia.
Hacer que el lenguaje de otro se acerque al nuestro persigue la valoración de los males
comunes del ser, y de las claves de su existencia. El realismo virtual de las novelas de
nuestro autor consigue, a ese nivel, que nos sintamos cerca del signo, no solo por la
claridad de sus elementos lingüísticos sino, más bien, por la calidez de la reflexión
interna, que parece abrir un diálogo entre las partes.
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merecedores de la atención del paradigma, que es algo más que el relato realista o la
crónica de sucesos, es la experiencia metálica de la singularidad, de lo comprimido. No
se modelizan las vanidades, sino la normalidad.
(…) Frente al individualismo hay que entronizar la solidaridad –un valor que los
pueblos primitivos conservan- en este mundo global tan empequeñecido por la
técnica; frente al hombre valorado sólo como productor-consumidor hay que
instalar al que vive además otras dimensiones humanas; frente a la obsesión por
poseer más la de hacerse mejor; (…) (Palacios, 1996: 153-154).
La posesión acaba desvirtuando el signo de las cosas, por cuanto que creemos
apropiarnos de ellas y sólo actuamos superficialmente. En el exterior de los objetos,
sólo permanece la fisicidad sin significación, que es la ausencia de sentido. La
novelística sampedriana, que tiene una fuerte presencia del entorno, construye el objeto
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como elemento característico del lenguaje individual y, por tanto, asociado a la memoria
y al signo. Entonces, la posesión se confiere como una entidad nuclear, no como un
aspecto social y banal. Del convencionalismo pasamos a la profundización del ente, que
tiene rasgos fenoménicos de los que se deduce el efecto lingüístico cognoscitivo. Un
objeto es un símbolo cuando tiene vida y ésta es consciente, en todos los demás casos
únicamente es cacharrería.
Yo soy un hombre cuyo ideal es vivir en una celda sin objetos. No lo realizo por mi
lentitud para tomar decisiones, por no complicarme la vida y porque soy una
persona que acaricia mucho los recuerdos. Guardo todos los papeles, los objetos
que significaron algo para mí. Pero mi ideal sería vivir con más simplicidad, con lo
esencial (Palacios, 1996: 163).
En tus libros hay muchas referencias al sentimiento asociado a los objetos. ¿Cuál es
tu relación con ellos?
-La relación que yo mantengo con las cosas es muchas veces ritual. Soy maniático
de no tirar nada, creo que es una muestra de respeto con lo que los objetos
significan. Las cosas son corporeizaciones del pasado, guardan el recuerdo del
momento en que se incorporaron a nuestra vida. Tienen un valor de recordatorio y a
la vez son compañeras. Una pluma que llevo años usando es como una prolongación
de mi cuerpo.
Los objetos cabe utilizarlos de muchas maneras, con un sentido utilitario, con
indiferencia, desdeñosa o ritualmente. Yo mantengo ritos con los objetos (Palacios,
1996: 172).
92
La dignidad del pasado es también la dignidad del futuro, aquella que no pide nada, que
no exige nada, que solo se requiere en sí y por sí. Los personajes que elabora Sampedro
tratan de mostrar a los demás lo que son, sin ambages, sin querer perpetuar nada más
allá de su herencia natural, sin imponer. Hablamos, claro está, de los personajes dignos,
por contraste con los que están atrapados en el callejón sin salida de las ambiciones
evanescentes. Los hombres que ven pasar el tiempo, y no se querellan contra él, nunca
son viejos, sino transparentemente jóvenes. La consecuencia de la rebeldía individual
del hombre frente a la historia, es la superación de la muerte.
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Sobre La sonrisa etrusca
Sampedro, casi de golpe, muestra al viejo adusto y tradicional del Sur, inexperto en
cuestión de niños, frente a su nieto. A él se dirige en un nivel lingüístico lleno de
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diminutivos, lenguaje de afectos. De ahora en adelante el escritor barcelonés irá
mostrando, cada vez con mayor ternura y profundidad, los sentimientos, acciones y
reacciones del viejo partisano calabrés (Fernández Jiménez, Labrador Herraiz y
Teresa Valdivieso, 1990: 397).
La historia del viejo Roncone es la historia de una antigua batalla del hombre contra la
soledad. Su nieto es su escudero, un paño de lágrimas, un amigo de borracheras, un
confidente para los amores desgraciados, un poso para depositar la experiencia y
encontrarse a uno mismo. Las funciones de dualidad de la novela sampedriana no son
aquí sino un trasunto instrumental: el viejo y el niño, en realidad, son uno en distintas
dimensiones de la historia. Por eso, la transmisión emocional no admite respuesta,
aunque el pequeño parece comprender, en todo momento, lo que ocurre a su alrededor y
quién lo protagoniza.
Pero, como venimos diciendo, el nieto existe también para acudir en defensa del abuelo,
ya que su juventud es el bálsamo de la nueva palabra, la esperanza de que el mundo
puede materializarse desde la voluntad, y no desde la aceptación ciega. Pero para que
eso ocurra, la heredad ha de ser consciente, depositada con fruición, desplegada con
amor y vinculada con lo experiencial. De ahí que Roncone haga del Conde Lucanor con
su nieto, ejerciendo de maestro de ceremonias de una vida que pronto le llegará de
golpe.
Es la vida que el viejo siente pasar –explica el autor- la vida que le da el nieto
(Fernández Jiménez, Labrador Herraiz y Teresa Valdivieso, 1990: 400).
Una de las lecciones que desprende la novela, desde el punto de vista estructural
también, es que la tramoya espacial no deja de ser accesoria, a pesar de que parece que
cumple una función importantísima y que condiciona, en cierta manera, el transcurrir
del diálogo interior del personaje. Sin embargo, el espacio es una excusa para
ejemplificar lo lingüístico y lo ideológico, ya que el auténtico orden de la conciencia se
encuentra en el otro significativo: en este caso, el nieto.
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El calabrés, amante de su pueblo, no quisiera vivir en el norte frío. Podría volver a
su tierra; pero ya no puede dejar Milán, pues el nieto es ahora todo para él (…)
(Fernández Jiménez, Labrador Herraiz y Teresa Valdivieso, 1990: 401).
La transformación del individuo, en plena vejez y, por tanto, en clara decadencia física
–proceso acelerado por la enfermedad- no merma la fuerza comunicativa del personaje,
sino que la acrecienta. El miedo –aun presente de forma lógica por las circunstancias
vividas- ha desaparecido, conscientemente. La vida cobra una renovada fuerza y,
eliminado el lastre de lo socializador, el sujeto adquiere frescura y prestancia, algo que
se transmite a los seres que tiene alrededor. Esta forma de cambiar el entorno es, desde
lo emocional y lo fenoménico, plenamente pragmático pues, inopinadamente,
transforma el mundo, lo rota en un lugar más habitable y humano. Lo que Sampedro
parece querer contar es que la literatura –mandato cansiniano donde los haya- puede
cambiar al hombre y, con él, al mundo, pero no desde lo panfletario o desde lo
directamente político, sino desde la acción reflexiva y cognitiva.
Cada vez más, según avanza la historia, Sampedro habla del cariño y devoción del
hijo hacia el padre y del agrado, suavidad y terneza del viejo para con su hijo. Aun
entre suegro y nuera crece cada vez más cierto aprecio, entendimiento,
mansedumbre, simpatía y respeto. En sus conversaciones con la gente de la
universidad y otros, aun en sus ideas sobre su enemigo de Roccasera, el fuerte viejo
calabrés adquiere o crece en piedad, sensibilidad, cordialidad y humanidad. Todo,
claro está (Sampedro insiste en ello), debido especialmente al nieto.
Por ello, así, después de estos meses en la ciudad, el viejo es ahora un hombre
afable y completo (Fernández Jiménez, Labrador Herraiz y Teresa Valdivieso, 1990:
402).
Tal vez más que ninguna otra, La sonrisa etrusca es un trasunto de lo experiencial del
Sampedro hombre, que admite, sin ambages, que su nieto es el provocador de la
creación. El producto tiene un eco proustiano de un eje concreto de la memoria y el
autor lo explica con suma placidez, reencontrándose en el instante, y hallando una
significación que construye todo un logro comunicativo y lingüístico. Con su ejemplo,
la palabra adquiere un valor desmedido, pues trasciende lo individual hacia lo colectivo
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y no como un simple paradigma funcional, sino como una pregunta abierta a la
esencialidad de la respuesta de cada uno. La singularidad, seguramente, está en su
sencillez, en un lenguaje admirablemente directo y fresco, que destila honestidad.
Esta novela, para la crítica, significó una especie de estancamiento del autor, o una
transición hacia una nueva evolución en su concepción artística. Otra parte de la crítica
interpreta el sentido de interconexión, de unidad, que tiene con el resto de su obra, como
de una intertextualidad imprescindible para comprender su proceso creativo. En todo
caso, no es posible discriminar La sonrisa etrusca como una obra secundaria, y mucho
menos como una obra menor, pues en ella subyacen temas de gran calado y su estilo
presenta técnicas ya adquiridas, pero tratadas con una perspectiva novedosa en su
bibliografía. Hay que destacar la posición del héroe que, en un entorno distinto al suyo,
se transforma e interpreta la lucha no como una situación política o histórica, sino como
un trasunto de la emoción. El protagonista se enfrenta a dos de las situaciones más
importantes en la vida, y más significativas: la soledad frente al grupo y la soledad
frente a la muerte. Y supera el trance a través del amor; siempre el amor, que en este
caso está vertido hacia la infancia, hacia la heredad, el futuro, la esperanza. El camino
de fe es un camino del hombre, no de dios, y es un camino, en todo caso, de esperanza.
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sabiduría folklórica, claudican constantemente ante unas estructuras advenedizas.
Lo antinatural es hoy el opio del pueblo y, por ello, Bruno eleva su grito. No hay que
dejarse derrotar por el Estado, por la Política y, menos que nada, por la Muerte.
Bruno no ha luchado, como don Quijote, contra una sociedad corrompida, para
recoger humanas lecciones de desengaño; ni como Robinson Crusoe, con la
inteligencia dominadora de la naturaleza, sino con su instinto y con su concepción
tradicional de la vida, una concepción pagana, pero satisfactoria (Varios, 1991: 37).
En apoyo a esto, José Luis Sampedro aprovecha los muchos elementos que su mundo
literario dispone. Los personajes femeninos son heredados, pero reconvertidos para la
ocasión, creando el clímax necesario. Las mujeres de sus novelas son pasajes de la
memoria del escritor, sin duda, pero también son aspectos relacionales del yo
personificados en una figura materna o sexual. Esto se completa con la presencia del
niño, para cerrar el círculo emocional y afectivo de Bruno. El niño es el verdadero
cambio, es el fondo del crisol donde todo se vierte, la fuente de la que manará la
postmodernidad, como el personaje de Última en la novela cansiniana. Él es dios, en la
realidad pagana del calabrés, él y su capacidad para recrear la humanidad en gestos, en
pasiones calladas, en la ternura infinita que ablanda el corazón y la rabia que la
metacultura impone al individuo.
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pasiones se van a ir desatando a medida que las situaciones ponen al individuo al borde
de la contradicción, o de la negación de sí, pero las reacciones iniciales son sólo
respuestas reflejas de la condición heredada; necesitan, para una correcta valoración, de
la perspectiva del tiempo y de la elaboración del símbolo vital. De ahí que lo que vemos
en Roncone sea el nacimiento de un hombre nuevo, como ya dijimos, cumpliendo con
estos plazos y entendiendo qué y cómo comprende su existencia.
-Sí, yo siento una cierta envidia por el hombre que vive según sus instintos, sin
conocimientos ni razonamientos, el hombre aventurero, sin hogar ni ley, uno de esos
bárbaros que llegaban arrasando ciudades, o un pirata. Yo algunas veces hubiese
querido ser el Bruno de La sonrisa etrusca.
-Pero luego conviertes a Bruno en un hombre que descubre la fuerza de la ternura.
-Sí, porque en último término prefiero al hombre que comprende, al que se explica el
mundo, aunque envidie al hombre que actúa sin analizar, movido por el impulso
(…). Comprender es mi deseo, los Brunos son mi fantasía; no me veo en ese papel, ni
me cambiaría por ellos, pero los envidio porque son lo que no soy ni seré nunca ni
siquiera quiero ser, a pesar de reconocer los valores que encarnan (Palacios, 1996:
62).
La vida provoca numerosos efectos en los seres: es la apuesta por la cosmogonía del
universo, la recreación del eterno retorno helénico, la edificación del Fénix, la
incontenible belleza de la materia en movimiento… Seguramente, la calma con la que
se explican los procesos emocionales y cognitivos del personaje en la novela, son
producto de la eliminación de los criterios superfluos que incendiaban el alma del
escritor, y que todos hemos padecido alguna vez conscientemente. Cuando la edad
permite la visión de la nueva vida como un retorno al principio, cuando el ciclo parece
volver a poner en marcha, es como si todo lo andado no hubiese tenido mucho sentido y
como si la sencillez de los sentimientos contuviesen todo lo esencial del geist, todo el
espíritu trascendente de la palabra y la pulsión. Por eso no es de extrañar que Sampedro,
condicionado por esta visión, escribiera a partir de unos postulados literarios
transformados, retraídos hacia la candidez, casi la bisoñez, de la expresión
comunicativa, exenta de rúbricas y capiteles, solo la base pétrea y cristalina de la voz de
muchos.
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-En La sonrisa etrusca se refleja la posibilidad que un abuelo tiene de madurar a
través de su deseo de ayudar a crecer a un niño. ¿Cómo viviste ese reencuentro con
el niño cuando fuiste abuelo?
-Mi vivencia de abuelo me produjo mucha más ternura que mi vivencia de padre. En
primer lugar, porque a mi hija la veía menos a causa de mis muchas ocupaciones
(…) y, además, porque crecía sin problemas, mientras que mi nieto tardó bastante en
hablar. Además, siendo todavía muy pequeño y pasando con sus padres un invierno
en mi casa, el chiquillo de noche se bajaba de su cuna y aparecía en mi cuarto con
su pelele blanco, produciéndome una angustiosa sensación de desamparo. Tuvo
además una época con frecuentes catarros y fiebres, hasta que le quitaron las
vegetaciones… En fin, problemas que me retrotraían a mi propia infancia en la que,
con razón o sin ella, como dije, me creí yo también desamparado. En todo caso, sin
ese nieto yo no hubiera escrito nunca La sonrisa etrusca (Palacios, 1996: 74).
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sí transmite, en cambio, son sensaciones. Y las sensaciones son también experiencia
adquirida (Palacios, 1996: 212).
Por otra parte, hay otro interlocutor muy importante en la novela: el amor de la mujer.
Para este viejo, duro y afectivo a la vez, el descubrimiento de la vida recrea sensaciones
de la existencia que habían quedado aletargadas. Sampedro no hace ningún
descubrimiento extraordinario si habla del amor en la vejez, pero transmite una
honestidad en ello que llega al lector como un haz de luz intenso y cálido. No hay
impostura en su modelización, ni fantasías ajenas a la imposición que los años hacen en
la condición humana, que es también física. El amor de Hortensia es el amor de la
claridad, de la paz y el placer de su confirmación. Es una forma de sexualidad que
arrebata por su poderosa ternura, pero también por su intensidad, que traspasa.
Sampedro habla en sus entrevistas, habitualmente, de la deformación intelectual del
sexo, de que la sociedad de la modernidad, del consumo, ha convertido lo sexual en una
herramienta desconsiderada y fría. El amor de vejez de este protagonista es todo lo
contrario, reproduce las carencias, los anhelos y las esperanzas de todo ser humano, y
los pequeños triunfos de la caricia o la mirada, que no son, ni mucho menos, poca cosa,
ni aun para héroes más jóvenes y fornidos.
Estas disquisiciones no han convencido a autores como Luis Suñén o José Baeza, que se
centran en la supuesta claudicación artística de Sampedro tras obras como Octubre,
octubre, fundamentalmente. El triunfo comercial de la novela no ha ayudado a una
valoración correcta de la misma, puesto que la crítica no siempre está dispuesta a
admitir que el público tenga razón, en alguna forma, y centra sus pesquisas en la
funcionalidad del código creativo y lingüístico. Pero lo comunicativo, como hemos
dicho, es precisamente emocional, en el sentido más originario del término y, en tal
caso, los lectores han entendido perfectamente el hilo de la voz que pone en juego la
novela. Novela que es emocional pero que reconstruye una visión de la existencia que
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libera al Segismundo calderoniano de su angustia, ya que muestra las puertas abiertas al
exterior, sin moverse de su sitio, alcanzando la perspectiva que le faltaba. El pasado, la
memoria, y las nuevas sensaciones, transforman un entorno hostil en un hogar. Del
mismo modo, la claridad narrativa de La sonrisa etrusca no tiene por qué carecer de la
capacidad intelectual que otros modos, más estructurados y complejos, expresan de otra
forma. Las dicotomías son válidas, como la lucha de contrarios en la dualidad
sampedriana de sus novelas, pero más allá tienen un propósito y, entonces, no deben
obstaculizar el cumplimiento del mismo. Tal vez sea el propio autor el que nos desvela
sus razones interiores, cuando aprovecha sus experiencias y cuitas interiores para hacer
balance de los momentos en que surgió la idea de escribir.
La sonrisa etrusca, por lo tanto, ha sido vista como una novela de retraimiento, como
un agotamiento creativo del autor, pero también, y audazmente, como el principio de
una nueva concepción de lo narrativo en su bibliografía, como la construcción de un
signo de lo intelectual-popular lopesco y rompedor, carente de las vanidades creativas
de los grandes novelistas del siglo –que no ha de ser criticadas sino en la medida en que
invaden otros territorios-. Puede que entonces, lejos de la maraña de lo formalista,
Sampedro haya descubierto una forma de establecerse en el mundo del lector, y de
acercarse a él, de atraparlo con vehemencia para mostrarle unos dones necesarios e
incorrompibles. Esta novela enamora por su sinceridad y provoca gran cantidad de
debates intelectuales de hondo sentido ontológico: Roncone no es un Werther, porque
no muere de amor sino que vive para él y por él; es un romántico pero no puede habitar
en el olvido, que para eso ha nacido su Brunettino; posee el lirismo de la autenticidad,
pero no es un Pessoa, cariacontecido; un Trakl, angustiado o un Cavafis, ensimismado.
Tiene la mayoría de edad de un Baudelaire, pero no se regodea en lo recóndito, sino que
prefiere la transparencia de la palabra adusta, clara, directa. Esta novela no es Finnegans
Wake, no es Manhattan Transfer, pero sí que participa de ese renacimiento de lo
simbólico que emociona y que cultiva la lectura y el arte. Por eso es grande, y
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entenderla es una responsabilidad de quien la atiende y la recrea. Sin duda, de todos
modos, es el principio de una época de entendimiento y matización, de realismo
consciente.
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transformado en intimidad, se torna un Tú. Él o ellos son los alejados de tal
proximidad. La enfermedad en Bruno es el disparador de una serie de recuerdos que
van desde la infancia hasta su vejez, con la guerra como obsesión revivida y la
muerte del mundo antiguo frente al nuevo. Su personaje principal es Bruno, que se
muestra portador de un ideario que se desea transmitir al lector (Martín Martín,
2007: 233).
Por esto es por lo que la fundamentación poética de la narración alcanza cotas muy
elevadas. Es un lirismo reconcentrado, atenuado por la presencia del diálogo y la
trasposición de imágenes, más que su creación original. Se podría adscribir a un tipo de
poesía de lo convencional, de lo descriptivo, más que de lo recreador, pero, en cierta
manera, tiene los modos de una linealidad a lo García Montero. No es, como opina
cierta parte de la crítica, una novela exenta de fondo significativo. Se mantiene, eso sí,
en la determinación para que el lector no se pierda entre las reflexiones, como ocurre
con otras obras, pero la obsesión por el encuadre de lo individual no tira por tierra la
abstracción impoluta de las afirmaciones ontológicas que se desprenden. Eso la hace
más asequible. Lo romántico está en el terreno de la conversación interior, que es donde
las emociones bullen en su máxima expresión. Ahí es donde la narración ya no puede
sino eliminar las capas superfluas de lo explicativo, para centrarse en lo sensitivo.
Los monólogos en esta novela son monólogos interiores del abuelo hacia su nieto, en
una conversación nunca amplificada, dada la incomprensión del niño del lenguaje
humano. Casi podríamos decir que estamos frente al monólogo que presenta un
interlocutor figurado en el discurso mental, que permite dotar al monólogo de un
aspecto reflexivo. El protagonista posee una gran capacidad de interiorización, de
recuerdos que se presentan en sus monólogos interiores. El lenguaje de Bruno se
compone de palabras sencillas, llanas, con repeticiones constantes que nos dan la
impresión del clima predestinado de la obra. El lenguaje en La sonrisa etrusca está
más apoyado en el campo poético que en el narrativo y esa emoción de la soledad
que se capta en los monólogos de Bruno (…) acercan la distancia afectiva entre el
lector y el personaje (Martín Martín, 2007: 245).
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consciente: aceptar el camino del conocimiento y sus resultados, por inadecuados que
nos parezcan. Aprender a ser yo mismo, es la mayor de las dignidades del ser humano.
Roncone parece comprenderlo cuando repasa lo que los demás son y cuando, a pesar de
no estar de acuerdo con la postura de su hijo o su nuera, entiende las condiciones en que
las vidas se desarrollan, el mundo que los sustenta y los destruye, pero también los crea.
Lo único que puede hacer lo hace por su nieto, cuyo contexto es el ser, el otro
significativo y lo emocional. Aún no ha sido captado por la culturización de lo
colectivo. En la aceptación hay también una liberación: el individuo no se resigna, pero
aprende a vivir, lo cual es de una complejidad mayúscula, pero es la única fuente de
felicidad posible.
Sin duda, La sonrisa etrusca es una novela angustiosa, y no se trata, como Malraux
sugirió, de que vivamos “tiempos de desprecio”, sino de que el hombre en este
momento, y de esta forma, conviva con esta sentencia que nuestra civilización
occidental lleva impresa, según Sampedro, en sus genes. De esta guisa para el autor
la literatura no puede ser sino un nihilismo existencial, que bien pudiera ostentar a
la entrada el aviso puesto por Dante a la puerta del Infierno (Martín Martín, 2007:
251-252).
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sabe que el verdadero nacimiento se “consuma” con la muerte, umbral que conduce
a otra existencia, a otra juventud en cuanto edad dorada (Martín Martín, 2007: 264).
Sampedro, por otra parte, utiliza la novela como un medio de construcción de la vía del
conocimiento colectivo, porque se sabe deudor con el otro significativo: el receptor de
la obra. En esta socialización encapsulada, la confesión se conduce en los términos de la
modelización del ser, que se caracteriza como sabemos en el protagonista. Roncone no
es Sampedro, pero sí lo es, por otra parte, y el nieto es el lector, al que trata de
enternecer con sus confesiones. La soledad del escritor es otro eslabón perdido en la
materia humana del producto artístico, ya que la expresión no es sino la consecuencia de
una necesidad comunicativa de primer orden. Además, el producto se desliza por los
conspicuos caminos de la lírica, de lo poético, para elaborar la dimensión de la forma,
que de pábulo a los créditos del contenido. Esta exigencia es más banal, si no va
acompañada del presupuesto modernista que globaliza el efecto fenoménico de la
semiótica literaria, pero da sentido a la existencia del objeto-texto. Novela ésta que
expresa los sinuosos arbitrios del creador, que se aproxima o se aleja de lo contextual-
histórico a medida que crece como persona y, en consecuencia, como comunicador. Es
por ello que lo simbólico y lo narrativo sean como variantes subcutáneas de lo primario,
espontáneo y sonoro.
Una idea muy interesante es la de la transformación evolutiva del viejo, algo que parece
propio de la modernidad, más que del pasado al que se ve sometido por sus fuertes
recuerdos. Es un contraste muy fuerte el que se va enlazando entre el sentimiento y la
realidad del presente, los cambios vividos en su movilidad de espacios, el no
reconocimiento del entorno familiar, la sociedad distante, la soledad. Roncone, sin
embargo, esté donde esté, sabe amar, y eso es lo que lo convierte en un hombre vivo y
dispuesto a caminar.
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Hay que señalar que en La sonrisa etrusca la vejez y la enfermedad terminal no son
un medio del que se sirve el autor para provocar su itinerario espiritual, su cambio o
transformación. El cambio lo provoca el amor (…) (Nòria Jové, 1998: 362).
Uno de los rasgos que caracterizan esa transformación es la superación del lenguaje, la
creación de lo significativo-simbólico a través de la emoción, que recrean el espíritu de
conocimiento de la realidad que huye de lo convencional, de lo adquirido, pero que se
sostiene en lo conectivo, en el recuerdo que transfiere al presente lo mediatizado por la
experiencia. La elevación por encima de lo metacultural requieren de una interiorización
de lo preconcebido y, por tanto, de una capacidad de producir voz, que en el viejo va
acompañado de la convicción de lo correcto.
La relación del personaje con el espacio es dual, como también con los objetos aunque,
en este caso, el espacio que es apropiado por los signos del presente no se designa en los
recuerdos, ya que se trata de objetos recién adquiridos en la mente. En consecuencia,
nada hay que relacionar si no es con la propiedad semántica de lo recordado, es decir en
la adquisición de nuevas formas del contenido, una adaptación comprensiva que
estructura y reorganiza la mente humana. El personaje procura, entonces, la realización
de sus ideales sobre el fondo experiencial de lo nuevo, lo desconocido, para lo cual ya
tiene elaborado su propio código simbólico, su propia intracultura. Ya es, de hecho, un
hombre nuevo.
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La novela posee, por supuesto, su propio código interior; como éste nace de su
condición artística tiene, por consiguiente, características formales. El cultivo de las
formas es inherente a la voz creadora de Sampedro, que se preocupa de las estructuras,
como dijimos, y que busca enlaces entre los argumentos, las tramas, los personajes y el
significado. Lo comunicado en el texto tiene que valerse de una referencia que esté en el
ámbito de lo semiótico, pero que lo trascienda hasta el concepto de lo humano, que se
halla en lo multidimensional. De ahí la importancia del símbolo, que es una heredad que
lo contiene todo: las capas de la voz, del signo y del contenido.
La presencia de las esculturas, como referencias que explican una realidad o unos
deseos, es otro de los ejes vertebradores de la novelística del autor. Casi siempre
hay una búsqueda de relación del arte con la vida. Las artes plásticas se relacionan
asimismo con la escritura. Es una forma de visualizar, de semiotizar el texto en todo
su alcance icónico. Salvatore, al llegar a Roma, en la Villa Giulia contempla “Los
esposos” (…). Es la sonrisa de esta escultura etrusca la que dará nombre a la
novela. (…) A lo largo de la novela, el protagonista va retomando la imagen de los
esposos, va relacionando con el arte los acontecimientos de la vida. Esa sonrisa es
un leitmotiv que ayuda a construir el sentido de la obra y, desde la vida misma, a la
construcción del personaje (…) (Nòria Jové, 1998: 373-374).
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protagonista podría transcribirlo. La sutileza del logos es, por lo tanto, no solo vera sino
rastreable.
La sustancia de la realidad, que es lo que importa, no se edifica sobre los pilares de una
experiencia unitaria, cuyos parámetros se deslizan hasta el ámbito literario. Aunque en
la vida del escritor confluyan elementos vivenciales que sean portables a la novela, La
sonrisa etrusca no puede ser relacionada con una biografía encubierta del escritor, tal
vez maquillada por elementos subsidiarios. Se advierte la presencia de una realidad no
experimentada, que fundamenta el diálogo y la conciliación de ideas. Y esto tiene que
ver con el poder inventivo del autor, que él mismo relaciona con un tipo de “despiste”
posicional que le permite ignorar ciertos procedimientos formalistas. Él mismo lo
explica en estos términos:
109
Sin ese aditamento literario tal vez no sería posible la experiencia lectora de La sonrisa
etrusca en los mismos términos. No se ha perseguido el testimonio de la vejez o de la
muerte, ni la conquista del amor tardío, ni siquiera la confirmación de que la vida
refresca los sentimientos de lo dormido; ésta es una novela que trata sobre el yo, que
globaliza las dudas y las preguntas, que fluye a través de los diálogos y se detiene en los
silencios y en el reconocimiento de los espacios y los objetos, sin llegar a ser
costumbrista. Es una novela de los hábitos, pero siempre está en movimiento; es una
novela del amor y la esperanza ante la proximidad del fin. Es una novela sobre el
hombre, como no podía ser de otro modo.
110
Cuando Salvatore Roncone marcha a Milán a hacerse una revisión médica siente
el miedo lógico de la incertidumbre. Parece ser que su enfermedad es complicada. Al
toparse con la gran ciudad, el viejo calabrés sufre una impresión muy intensa: no solo
porque se enfrenta a un mundo desconocido para él, que requiere de unos parámetros
vitales distintos a los que tenía asimilados en su pequeña región de la existencia, sino
porque conoce, por vez primera, a su nieto, un niño que le inyectará vitalidad y ganas de
recuperar el vigor que siempre tuvo, y que aún parece no haber perdido. Surge, allí, en
la soledad de su aislamiento, el renacer de la memoria y un pequeño y romántico amor
con Hortensia, una señora que se esfuerza por comprenderlo y por acompañarlo. Pero el
auténtico amor será el de su nieto, ese ser pequeño y cercano en el que vuelca toda su
sabiduría y experiencia, convencido de que es el único que le entiende.
Este argumento basta para establecer una estructura en la que los personajes
representan los engranajes de ambos mundos. Salvatore Roncone es el personaje
central; de rasgos fuertes, de personalidad intensa y vigorosa, se muestra como apegado
a su memoria, a la intrahistoria de su país, de la que ha sido un protagonista anónimo.
Tiene unos principios férreos, que le mantienen con vida y le dan sentido a su
existencia. Los defiende con ahínco, frente a toda esa barahúnda de la modernidad que
no entiende. En la sencillez y la naturalidad de las formas, es donde se encuentra y
donde muestra su verdad, la verdad del guerrero, que no entiende de más filosofía que
de la felicidad de las pequeñas cosas terrenales: el amor de su nieto le recuerda que está
vivo, y el amor por las mujeres le reafirma en su condición viril, que está asociada a los
valores morales de su mundo y al respeto por las criaturas y entorno con el que convive
todo ser humano. A pesar de su fiereza y obstinación aparentes, se trata de un hombre
sensible y pragmático, entregado y generoso, capaz de flexibilizar su pensamiento en la
intimidad, pero que no da su brazo a torcer mientras no haya una razón clara para ello.
Siente miedo a la muerte, pero no por la muerte misma, sino por el hecho de dejar
inconclusas aquellas acciones que se han convertido en una misión personal: su nieto y
las deudas contraídas con el pasado. No olvidemos, de todos modos que, como nos
recuerda María del Carmen Bobes Naves:
111
si conoce como si desconoce los artificios de su composición y presentación (Bobes
Naves: 3-4).
112
Por contra, los enfoques más recientes prefieren ver en el personaje un participante
o actor de la acción narrativa conectado a otros actores o elementos del sistema
(Garrido Domínguez, 2008: 68).
(…) un personaje de novela sólo nace de las unidades de sentido; está hecho de las
frases que pronuncia o que se pronuncian sobre él. (…) El fondo reaparecerá en
113
íntimo contacto con el substrato lingüístico, en el que va envuelto y del cual depende
(en Maestro: 448)
114
directa, despojada de ornamento innecesario, y de alto valor semántico. Éste es el viaje
que nos propone José Luis Sampedro. En opinión de Todorov:
[se] (…) considera intolerable la reducción del personaje a psicología [ya que] (…)
lo psicológico no se encuentra ni en los personajes ni en sus cualidades o acciones;
se trata más bien de una impresión que el lector extrae a partir del reconocimiento
de ciertas relaciones entre las proposiciones del texto (En Garrido Domínguez,
2008: 72).
Lo que vemos reafirmado en esta novela. Asimismo, podríamos admitir con Chatman
que:
115
y lo configuran, aunque como ser ficcional y en mayor o menor medida, a imagen y
semejanza de la persona física (en Valles Calatrava, 2002: 501).
116
Se establece un tercer nivel en este esquema de relaciones. Los personajes como
Annunciatta, Maddalena, Valerio, los profesores universitarios o el médico son los que
sirven de base para los distintos escenarios en los que se moverá el personaje de
Salvatore en Milán. Así, la casa de su hijo cuando ellos no están aparece bajo la batuta
de la doncella, Annunciatta, que es una prolongación de los deseos y órdenes de
Andrea, su nuera. Mientras, Maddalena, dueña de un puesto de alimentación, se ve
sometida al genio y a la falta de tacto del viejo. Salvatore muestra su arrojo a la hora de
poner en evidencia los precios y las calidades de lo que ella vende: ése es su mundo, allí
es donde se ha criado, nadie le va a engañar. Su actitud irrita a la vendedora y pone en
evidencia al anciano con su nuera que, no obstante, reconoce más tarde, implícitamente,
que los precios no son precisamente baratos:
-¡Llegó a llamarme ladrona, señora Roncone, delante de mis clientes! ¡Ladrona yo,
que miro y remiro los precios como todo el barrio sabe!
-¡Discúlpele, señora Morante, es viejo y está enfermo. Además, es del Sur, un
campesino, ya comprende… (Sampedro, 1998: 72).
Estos episodios van confirmando, a pesar de los modales criticables del anciano,
que su aparente anacronismo esconde un conocimiento cierto de la existencia, de los
modos de supervivencia, de lo real y estable que subyace a las relaciones humanas y sus
simplicidades. De hecho, podríamos definir a Roncone como un personaje agónico, en
el sentido unamuniano:
(…) personaje agónico sería aquel que –en sentido etimológico- se debate entre
continuas alternativas y modifica por tanto su conducta y pensamiento a lo largo de
la novela (…) (en Valles Calatrava, 2002: 503).
117
problemáticos- está unida a la historia y desarrollo de la burguesía, sin ser
conciencia real o posible de esta clase (Domínguez Caparrós, 2009: 162).
118
punto cardinal que no desaparece, ni siquiera e incluso acrecentado, ante la enfermedad
y la muerte que ambos padecen. La Rusca, por otra parte, es la personificación de dicha
enfermedad. Como elemento de la vida, la muerte merece un nombre, merece ser objeto
de diálogo y tiene ciertas características que la vivifican, que la hacen árbol vivo, que
crece, que se queja, que está y que percibe. La memoria es el lado de la balanza que
mantiene vivo a Salvatore mientras que la Rusca es el peso que va venciendo su
resistencia, poco a poco, de manera amable. Dunka, Silvana, Cantanotte están muertos,
pero vivos; la Rusca está viva mientras muere. Pero, tal y como se pregunta María del
Carmen Bobes:
Si en la novela realista el peso del discurso recaía sobre las endiosadas espaldas de
ese charlatán omnisapiente, en la novela contemporánea se pondrá en boca de un
personaje, que pueda hablar de sí mismo o desempeñar el papel de testigo de los
acontecimientos narrados (…) (Sánchez Alonso, 1998: 89).
Lo cual, como afirma Todorov, puede ser un “engaño”, un mecanismo del novelista
para inducir en el receptor del mensaje la construcción de un modelo de
comportamiento e ideológico:
Por eso es por lo que Franz Baiz puede decir abiertamente que:
119
En realidad, si generalizamos, podemos ver que las diferentes perspectivas
dramáticas y literarias de todas las épocas no han hecho más que proponer
construcciones ideales del hombre y, por consiguiente, modelos deseados de la
persona (…) (Baiz Quevedo: 4).
120
- ¿Sabes a quién conoce tu padre, y hasta le salvó la vida en la guerra?... ¡No te lo
imaginas! ¡A Pietro Zambrini! (Sampedro, 1998: 251)
Y, como hemos apuntado, una sensación de ternura que contrasta con su aspereza:
Ella, mientras tanto, sabiendo lo que sabe, siente derramársele hacia dentro,
anegándole el pecho, unas lágrimas por él, por ella misma (Sampedro, 1978: 291).
Todos los personajes aparecen caracterizados por sus relaciones con Roncone.
En realidad, podríamos aseverar que sus perfiles vienen retratados por los contrastes de
negro sobre el blanco de la personalidad sureña del protagonista. Nadie tiene una
descripción que no sea filtrada por los ojos del anciano, lo que limita, en gran medida,
nuestra capacidad como lectores para interpretar o valorar al resto de los personajes. Sin
embargo, esto no quiere decir que se quiera ofrecer una sola versión de lo acontecido en
la historia de la novela, ni mucho menos. No estoy en condiciones de afirmar que
Sampedro ponga en evidencia al mundo de la ciudad frente a la vitalidad de la
naturaleza rural, ni que un modo de vida se imponga a otro, pero sí que parece que las
pequeñas renuncias y aceptaciones que hacen personajes como Andrea o su hijo sirven
más para reforzar las razones del anciano, que para dulcificar la caracterización de los
mismos. En este sentido, se trata de una novela donde los sentimientos de afecto o
apego al personaje central vienen, en gran medida, condicionados por el sentido de la
narración. No es, por lo tanto, una obra en la que se deje totalmente al arbitrio de los
lectores la interpretación de la sentimentalidad que “debe” despertar. ¿Es por ello más o
menos conductista? Es, digamos, tan directa y lineal como el pensamiento de Roncone.
Parece que el autor nos habla como nos hablaría el viejo, nos reconocemos en él cuando
dialogamos con la obra. Es así como entendemos al personaje y cómo su fuerza nos
121
llega de manera más nítida. Entendiéndola así, no es que Sampedro nos conduzca hacia
su tesis, es que la tesis tiene una forma bien medida en su fondo, donde todo encaja
como debe ser. Es, en este sentido, en el que debemos entender la dimensión ilocutoria
del texto, tal y como la comprende E. Bruss, cuando hace referencia al mismo como un
verdadero acto en sí, ya que:
¿Y la muerte, qué papel juega aquí? El desencadenante de este episodio que nos
relata Sampedro, que es una parte de la vida del personaje, es la enfermedad terminal
que lo va consumiendo. Ése es el principal motivo de su viaje a Milán, de su estancia en
la casa del hijo y de su seguimiento médico. Roncone es un hombre que convive con la
muerte y que la soporta, la animaliza, habla con ella, incluso, y conoce sus reacciones y
“propósitos”, por decirlo de alguna manera. Como dijo el gran y efímero poeta,
desaparecido a una edad inhumanamente temprana, José Luis Hidalgo:
Efectivamente, no hay una razón para la enfermedad, pero está en él, ha llegado
para quedarse y para llevárselo del mundo y, sin embargo, no hay rencor en sus palabras
122
o reflexiones. Roncone acepta que ésa es su misión, pero su muerte debe llegarle cuando
aún conserve esa sonrisa que la escultura etrusca del museo le sugiere. Por lo tanto, lo
más que puede hacer es suplicarle comprensión: necesita más tiempo para ver morir a su
eterno enemigo, Cantanotte, y dejarle algunas enseñanzas a su nieto. Es entendible,
entonces la reacción que tiene cuando el médico le hace un pronóstico sincero:
- ¡Nueve o diez meses! –se exalta el viejo -. ¡Me da usted todo el verano!... ¡Gracias,
profesor, me basta! (Sampedro, 1998: 198)
123
Roncone y que, de algún modo, tienen su justificación en la Rusca, con la que están
obligados a convivir y que forja la materia de su personalidad.
Para finalizar este apartado quisiera recordar las palabras de Lucrecio cuando
afirma:
124
En este sentido, el viejo estaría en perfecta consonancia con este pensamiento en el que
la circunstancia mortal es, a un tiempo, circunstancia vital. Por eso, en un momento
dado, dice:
Giovanni Pappi afirmaba, allá por 1913, que “Don Quijote no es ya hoy en día el
personaje de una novela, la feliz invención de un preso genial. Pertenece como
Ulises, como Gulliver, como Farinata, como Hamlet, como Fausto, como Don
Abbondio, a esa raza humana que no está descrita en ningún manual de
antropología; pero que es más viva que las otras cinco; tan viva, que sus ciudadanos
pueden esperar la inmortalidad” (Sánchez Alonso, 1998: 83)
125
De modo que Salvatore Roncone, como heredero de esa tradición de la novela
del siglo XX, ha compuesto un conjunto de rasgos identificativos que enarbolan una
historia común y que, como tales, significan algo más que un espacio novelístico, son el
reconocimiento de una realidad humana.
126
El discurso narrativo. La línea del tiempo en la novela de Sampedro
127
En La sonrisa etrusca […] el narrador suele adoptar las coordenadas espaciales del
protagonista, de tal manera que el punto cero de ambas voces se identifican.
[…] La única excepción la constituyen los fragmentos de la novela en los que el
protagonista se sitúa en un lugar que no es prominente para la novela. Entonces,
parece producirse una disociación entre narrador y protagonista, que se sitúa en un
espacio perteneciente a la tercera persona.
Como corolario de esta reflexión hay que decir que los locativos en la novela
funcionan como auténticos referentes emocionales, para expresar el bien y el mal, y
marcan la tipología del personaje, el prototipo, y el discurso de la misma. Se hace
identificar al locativo con el nombre: Dunka sería atrás en el tiempo, Hortensia sería
aquí y Brunettino sería el allí, pero no únicamente como referencias de la temporalidad
sino como un modelo en el pasado, una certeza en el presente y una verdad en el futuro;
es decir, que representan la búsqueda del conocimiento que libra el hombre a través de
la humanización de sí mismo, de la conciliación con el ser. El uso de la referencia
espacial, que se hace equivalente a la temporal, en la novela es el que marca el
movimiento del personaje en el transcurso de esa búsqueda.
128
La novela de nuestro tiempo no alarga la acción, la minimiza y detiene el tiempo
especializándolo con el fin de que asomen con mayor calado los personajes, sus
obsesiones, sus frustraciones (Vicente Gómez, 2007-2008: 1031).
De este modo, el contraste entre lo viejo y lo nuevo, que es uno de los caballos
de batalla de esta historia, aparece de forma relevante a lo largo de todo el texto. Así,
verifica las palabras de Bertrand Russell cuando afirma que:
(…) las culturas jóvenes hacen hincapié en el trabajo y (…) las culturas viejas hacen
resaltar más lo que podría llamarse, en cierto sentido, juego. Pero al hacer esta
afirmación, incluyo bajo el epígrafe de juego todo aquello que no está designado
como un objeto de utilidad práctica. Incluyo bajo este epígrafe el arte, la literatura,
la filosofía contemplativa y la búsqueda del conocimiento cuando no está sometido a
la técnica (Russell, 1967: 163).
Roncone es el único que parece disponer de tiempo para pensar, y es por ello que su
logos constituye la dicción casi única de la tesis de la novela, pues desarrolla los
elementos que sitúan al lector en la línea del tiempo de su pensamiento, que es el marca,
en este caso, los tiempos de la propia historia. De hecho, la narración se produce sin
más alteraciones del discurso que el paso de la tercera persona del narrador a la primera
persona del personaje, identificando, como hemos dicho, ambos puntos de vista. No
obstante, añadimos, en contraposición al uso del tiempo reducido en la novela de
vanguardia del siglo XX, esta utilización de los planos temporales de la memoria no
deja de ser un uso interesado de la línea de los acontecimientos, con una finalidad
específica: el contraplano de los espacios del recuerdo y las vivencias del personaje.
Confirma, entonces, lo que opina Darío Villanueva al respecto, al afirmar que:
129
(…) el tiempo deja de ser un asunto marginal para ocupar un puesto preeminente en
todos y cada uno de los campos de prospección de la moderna filosofía: el cosmos
(…); la vida (…); la conciencia (…); la existencia (…); el espíritu (…) (Villanueva,
1994: 41).
Esa línea del espacio y del tiempo, resulta indisoluble en la unión bajtiniana porque, a
través de la estructura del cronotopo que muestra su creador:
El procedimiento que pone en marcha el diálogo interior del anciano es, a simple
vista, sencillo. Se trata de responder a estímulos exteriores que van apareciendo en la
escena. El espacio global es Milán, el imaginario es el tiempo pasado donde está la
memoria y la justificación del presente.
(…) la ciudad de finales del siglo XX, como representación literaria, ha usurpado el
emplazamiento que ocupaba la naturaleza en épocas anteriores, esa naturaleza
amenazadora, todopoderosa, que ponía en evidencia la insignificancia y
eventualidad del individuo ante el medio (De Juan Ginés, 2004: 21).
130
descendiente. Estos espacios son determinantes por cuanto, como dice María del
Carmen Bobes Naves:
La novela precisa los perfiles de los personajes por relación a los lugares donde
viven y a los objetos de que se rodean (en De Juan Ginés, 2004: 25).
Lo que parece claro, en todo caso, como opina Darío Villanueva, es que, en esta novela:
Sin embargo, como decimos, todos esos espacios físicos, inmóviles, pétreos, son
el escenario donde se produce la transformación de la personalidad del viejo. Y son los
que, de alguna manera, marcan el ritmo de la historia. Siguiendo a Antonio Garrido:
(…) incluye (…) el espacio considerado como estructura por su relación con los
acontecimientos, es decir, por el espacio-tiempo (en De Juan Ginés, 2004: 42).
[…] La sonrisa etrusca, por ejemplo, es en teoría la más fácil de mis novelas pero
lleva por debajo el problema de la identidad masculina y femenina, y otro aún más
complejo, el de un hombre ya mayor que se feminiza […] (Duque, 2005: 161).
¿Por qué una reflexión tan honda sobre el propio concepto del carácter y de la
personalidad del individuo se produce en un espacio narrativo tan limitado? Porque para
131
que ésta tenga lugar, los principios que han regido la vida del anciano deben estar
permanentemente en cuestión. El presente de la narración, la actualidad temporal de la
escena transforma una ciudad tan grande como Milán en un teatro ínfimo que se reduce
a dos referencias (la casa de Hortensia y la de su hijo) y a una habitación (la de la cuna
del niño). El actor está fuera de lugar, las reglas no son las suyas y se produce una
revolución. En primer lugar, la acción-reacción conlleva una fricción entre los
personajes que destruye la confianza mutua; en segundo lugar, el anciano busca un
refugio para huir de la presión (y éste puede ser un espacio nuevo, o una excusa para
actuar a su manera). De esa reacción nacen ideas en voz alta que describen, desde la
perspectiva del viejo, al resto de los personajes, balanceándolos hacia el cielo o el
infierno, sin término medio. La supervivencia se impone. De no existir Roncone, el
mundo que se nos presenta, donde viven su hijo, su nuera, su nieto y el resto de los
personajes (salvo aquellos que habitan sólo en sus recuerdos), sería un mundo
caracterizado por el unanimismo, que es:
132
en la necesidad que crea la guerra o el odio hacia el terrateniente. La incomprensión de
los demás, el mundo que se derrumba, no hará que sus principios se mueran con él: para
eso está su nieto y su última misión, y probablemente más importante, es la de
establecer un nexo entre su memoria y la vida que acaba de nacer. Una línea del tiempo
que no disipa las vivencias ni las hunde en el olvido. El espacio se reduce para ampliar
el campo de la visión. Al decir de Mijail M. Bajtin:
133
nos retrotraen a una verdad conocida, lo que no sucede ante la cuna. Espacio vacío
donde la vida es plena. Cumple Sampedro, de este modo, con el paradigma que pinta
David Lodge sobre la instrumentalización de la memoria:
Los cambios temporales son un recurso muy común en la ficción moderna, pero
habitualmente son “naturalizados” como resultado de una operación de la memoria,
ya sea en la representación del flujo de conciencia de un personaje (…) o, de modo
más solemne, a modo de unas memorias o reminiscencias de un personaje-narrador
(…) (Lodge, 2011: 121).
Porque en el sedimento histórico de la novela del siglo XX, heredera del Modernismo y
las vanguardias, así como de las diferentes orientaciones de lo que, globalmente, se ha
etiquetado como anti-novela, ocurre –y así también en Sampedro- lo que A.C. Ward
define en términos de:
Y sus grabaciones serán colocadas al lado de personajes ilustres. Esta es una manera
segura de que su testimonio vital no muera, de que todos esos que han luchado por
borrar a la auténtica Italia del sur de los mapas, fracasen. Es como si el autor creara una
metáfora del proceso que comenzó al descubrir que su nieto existía y le miraba como a
un objeto nuevo, interesante y divertido. La metáfora de la memoria que se va para
quedarse. La memoria es volátil para alcanzar la permanencia.
134
Sin embargo, su memoria no sólo sale a relucir en la universidad sino que le
sirve de apoyo para verificar que está vivo, que no hacen de él alguien diferente,
percatándose, más tarde, de que es el niño el único que le está enfrentando a su propia
esencia, aquella que subyace más allá de la lucha por la vida. Despojado de las
tensiones, de la necesidad de reafirmación, Roncone se convierte en alguien menos
afilado, capaz de discernir de otro modo y de valorar las cosas lejos, incluso, de su
bagaje personal. ¿Por qué? Porque ha desaparecido el motor de su lucha y el referente se
le presenta vacío, sincero, todo futuro, sin nada en el zurrón que defender. La lucha se
hace imposible frente a la vida, a la que puede mirar a la cara, por una vez, sin
obstáculos. Todos los hombres, de un modo u otro, debemos nuestra personalidad a
nuestra existencia, a la línea del tiempo que nos ha acogido y a la que nos hemos
agarrado más allá del número, de la cronología. En la toma de decisiones hemos ido
trazando nuestro propio camino, a veces empujados, a veces decididos. Esa
contaminación constante que suponen las ideas construye nuestra memoria, lo que
somos, que es lo que defendemos pues constituye todo nuestro tesoro vital. Hace
buenas, así, las disposiciones que arrastramos desde el concepto de novela
decimonónica. Como nos dice Edith Wharton:
135
Siendo ésta la actitud estructural de la narración. Podemos considerar que existe un
presente actual de la narración, que es la vivencia que produce los estímulos de los que
nacen las reacciones del personaje. Este sería el pretexto para contar la historia y
describir el carácter de Roncone. Por otro lado, está el tiempo de la reflexión, que
siempre nos lleva al espacio del ideal: el paisaje de la memoria, que sólo existe en él y
que caracteriza sus gustos, su forma de hablar, vestir, comer, amar, etc., y, por supuesto,
el espacio de las vivencias, que han quedado registradas como un compendio del saber
personal del anciano, un saber que se apoya en lo vivido, en lo visto, en lo
experimentado, en la sensación y en el flujo de información con otras personas que han
sentido lo mismo, y que es lo único que el viejo considera auténtico, lo que no ha
aprehendido sino por el curso de los acontecimientos.
Siguiendo a Bergson:
Percibir consiste, por tanto, en suma, en condensar los períodos enormes de una
existencia infinitamente diluida en algunos momentos más diferenciados de una vida
más intensa […]. Percibir significa inmovilizar (Bergson, 1994: 82).
Por lo tanto, la memoria es una fotografía útil que la mente humana traslada al presente
y le da vida. El instante del presente narrativo está siendo pasado mientras ocurre; todo,
en el fondo, es pasado. El niño es el único personaje en el que se da la sensación de que
todo es futuro, puesto que no ve condicionada su existencia por un bagaje anterior. El
discurso de la novela es un discurso que, estando anquilosado en el pasado, da una
enorme sensación de actualidad, de modernidad, de cambio constante, de mundo que se
mueve. Esa sensación se produce porque el pasado memorístico de Salvatore no detiene
la línea del tiempo cronológico, sino que se adhiere a ella como un fragmento que
cortamos y pegamos más adelante. Es una incorporación activa y un referente. La
estatua de los etruscos simboliza esta alternancia temporal, esta percepción, ya que la
expresión de los rostros que en ella aparecen tiene una vitalidad intemporal que nace de
la piedra, que es un objeto inerte y estanco.
136
Cuando pensamos en ese presente como debiendo ser, no es todavía; y cuando lo
pensamos como existentes, ya ha pasado. Si, por el contrario, consideráis el presente
concreto y realmente vivido por la conciencia, puede decirse que ese presente
consiste en gran parte en el pasado inmediato. […]
No percibimos prácticamente más que el pasado, siendo el presente puro el
imperceptible progreso del pasado que corroe el porvenir (Bergson, 1994: 84).
137
verosimilitud del relato a través de los interlocutores, que son tipos, conceptos, como el
mismo Salvatore. Sobre esta idea abundaremos más adelante.
Además de confirmar mi idea antes expuesta, vemos como este párrafo, a pesar
de estar escrito en tercera persona, no hace sino corroborar el hecho de que el narrador
cuenta la historia como si fuera el propio Roncone, dejando entrever un punto de vista
totalmente centrado (véase la adjetivación y el sentido de las oraciones: cazurro, no
tiene ni idea), que hacen advertir en el lector la clara intencionalidad del pensamiento de
138
Andrea al respecto de su suegro. Esta contraposición marca, como veremos, el choque
de dos mundos completamente diferenciados. Las posturas son irreconciliables:
Renato no tiene arreglo; está domado. Tras su grito de la otra noche ha vuelto bajo
el yugo de Andrea […] (Sampedro, 1998: 98).
Siendo esta idea de desarraigo de su propia familia la que subyace en su deseo ferviente
de no dejar al niño en manos de sus padres. Leemos:
O bien:
¡Yo te pondré en la buena senda para escalar la vida, que es dura como la montaña,
pero te llena el corazón cuando estás en lo alto! (Sampedro, 1998: 48)
Volviendo al tiempo del relato. Hay una reflexión muy interesante de Guillermo
Fernández Escalona en referencia a la novela histórica española, de la cual podemos
relacionar un pensamiento común a la obra que estamos estudiando. Dice nuestro
profesor que:
139
Me he permitido esta larga cita para ilustrar el pensamiento que venimos
defendiendo: la utilidad de la memoria para justificar el presente es también una
manipulación de la misma. Cuando el anciano recupera los momentos que sólo él ha
conocido, que sólo él interpreta en su cabeza, no hace sino vislumbrar un objetivo único
de los acontecimientos, conceptuar la vida que ha pasado ante sus ojos desde su punto
de vista exclusivo y hacerla coincidir con el presente en el momento en que le conviene.
Es decir, que el despertar de la memoria en el personaje es un re-crear el presente
continuo, es un descubrir la nueva realidad, que para él tiene una dirección distinta del
resto. Su sabiduría personal, su vivencia, es la justificación frente a los demás; nadie
puede rebatir sus ideas, sus principios, porque nadie estaba en los escenarios que él
describe y que pertenecen a otra época, porque nadie ha experimentado como él esa
vida, que es la que da soporte a la actual, así que nadie puede entender como él por qué
hace las cosas como las hace. Su verdad no tiene más rival que la verdad de quien
conoce ese pasado: de ese modo, observamos el sincero respeto que le despiertan
personajes que, como él, han luchado como partisanos, por ejemplo. Al final,
encontramos que el personaje del viejo Roncone, a propósito de la antigua novela
griega, cumpliría con lo que Bajtin denomina como el cronotopo de la épica y la
tragedia. En un esquema de la acción donde la secuencia sería: encuentro – separación
– búsqueda – reencuentro, el novelista somete al sujeto a una prueba vital. Como diría el
propio Mijail M. Bajtin:
(…) En este sentido, el motivo de la prueba es fundamental: los héroes ven sometidos
constantemente a prueba su castidad, su fidelidad, su intrepidez, su valor y –más
raramente- su inteligencia.
Finalmente, en estas novelas nada sucede: el hombre-héroe se nos muestra como un
“producto acabado”, perfecto (…) vence las pruebas y ve fortalecida su propia
identidad (Bajtin, 1989: 4).
Hay, concluimos, una tensión generalizada entre el mundo que existió, que fue,
y al que el personaje pertenece, y el mundo posible que se construyó a partir de ahí y
que, en realidad, sólo existe en la mente de Roncone, conformando su posibilidad. El
mundo ya ha cambiado, se ha determinado al margen de toda su lucha anterior, y ha
evolucionado, para bien o para mal, hacia derroteros desconocidos para el sujeto. Aquí,
como diría Emilio Lledó:
140
(…) el hombre se mueve entre la realidad y la posibilidad. La realidad supone la
aceptación de su predeterminada naturaleza; la posibilidad implica el inmenso
espacio del homo faber, donde se rompen los límites impuestos por las physys y
comienza el proceso de hominización. (…) el lenguaje trasciende los límites del
espacio (…) para sumergirse en el ámbito del tiempo, para crear el tiempo (Lledó,
2011: 26).
Y ése es, quizá, el gran constructo del personaje: la creación de un tiempo, o más bien la
re-creación, que estuvo presente y que permanece dormido sólo en la conciencia del
sujeto, que es la que mantiene vivos los canales de comunicación con otros yoes,
conformando un logos distinto, una expresión caracterizadora, personalizadora,
intergeneracional.
141
frecuentemente “descontextualizado”. (…) La exploración en el pasado personal se
lleva a cabo en muchos relatos sobre los recuerdos y vivencias de la infancia lejana;
vivencias antiguas que se proyectan sobre la persona en el presente, formándose a
menudo un círculo cerrado que aísla al personaje del entorno (De Castro y Montejo,
1991: 36-37).
Con respecto a la interpretación que Hegel hace de las condiciones de su época (…)
hay, sobre todo, dos consecuencias de esta nueva concepción que son características
y que pueden indicar algo sobre la crítica a la época implícita en ella: por una
parte,
1. la estructura relacional de la vida implica una concepción de la totalidad que
puede interpretarse como intersubjetivista; además, las relaciones en las que la vida
aparece estructurada pueden ser interpretadas como relaciones de reconocimiento.
Y, por otra parte,
2. esta nueva interpretación lleva a una historización de la vida. De estos dos
aspectos podemos deducir la interpretación del mundo moderno que se relaciona
con esta concepción de la vida (Madureira: “Identidad y crítica epocal en el concepto
de vida del periodo de Frankfurt en los Frühe Schriften de G.W.F. Hegel”, en Leyva,
2003: 99).
142
establece un nivel concreto de relación, sirven de apoyo narrativo, sirven de ejemplo,
que acrecienta la sensación de soledad del protagonista, del tipo, del carácter por encima
de la persona. Este escenario es el comienzo de la autodestrucción del personaje,
sometido a la presión del entorno y de su propio desconocimiento de sí. Aquellos
valores que antes servían, son ahora papel mojado y, por lo tanto, el conflicto es de
naturaleza dinámica, al establecer un requerimiento de los puentes con el origen de la
palabra, que ya no puede sino redimensionarse.
El sujeto de Hegel, incansablemente activo, que se abre paso hasta los escondites
más recónditos de la Naturaleza para desenmascararla como una versión inferior de
sí mismo, no ha de temer que su deseo le arranque de la Naturaleza y le deje privado
de suelo, dado que la ruptura que lleva a cabo el sujeto respecto a su imaginaria
comunión con el mundo (…) no es más que un momento necesario en el regreso
imaginario del Espíritu a sí mismo. Lo que aparece para el sujeto como un
catastrófico salto en el orden simbólico, aparece desde el punto de vista de lo
Absoluto como mera espuma sobre la ola de su autorrecuperación imaginaria. La
caída que sufre el sujeto desde la presencia de sí narcisista hasta la alienación es
sencillamente un movimiento estratégico en el interior de un narcisismo auspiciado
por el propio Absoluto, una treta de la Razón mediante la cual finalmente ascenderá
hasta el gozo de contemplarse en el espejo de la autoconciencia humana (Eagleton,
2011: 183).
Lo primero que aquí llama la atención es que las relaciones recíprocas de este tipo
pueden comprenderse como relaciones de reconocimiento. Esto se hace
particularmente manifiesto si tenemos en cuenta que en la estructura que subyace a
una relación de reconocimiento existe, sobre una base en común, una diferenciación
basada en una relación de determinación recíproca. En efecto, para que haya
143
reconocimiento se precisa que en una relación de dos sujetos, uno reconozca a la vez
al otro como idéntico a sí mismo (si no, ellos permanecerían entre sí como
absolutamente ajenos, es decir, sin relación alguna) y, a la vez, como algo distinto
(Madureira: “Identidad y crítica epocal en el concepto de vida del periodo de
Frankfurt en los Frühe Schriften de G.W.F. Hegel”, en Leyva, 2003: 100).
La soledad del personaje es, también, una soledad ante la muerte y ante la vida. Él se
arroga el derecho de transmitir la sabiduría a su nieto, su sabiduría, sin confiar en la
autoridad de los propios padres, buscando únicamente la condescendencia de aquellos
que él considera correligionarios, cohabitantes de su espacio existencial que son los
únicos a los que concede la capacidad de comprensión. La separación, la distancia, es
evidente.
Existen dos escenarios muy cualificados para representar esta historia: Norte y
Sur, Milán y la Calabria, que no son sino trasuntos de un mundo considerado natural y
el mundo artificial de la urbe, alejado de la madre Tierra, de sus conocimientos y
bondades y, también, de su dureza: es significativo a este respecto el episodio en el que
conoce a Valerio, un estudiante de doctorado de la universidad que trabaja como
podador del ayuntamiento para sacarse un dinero y que, siendo una persona de altos
conocimientos, es incapaz de podar el árbol que está bajo la ventana de Roncone sin
dañar seriamente su estructura. El viejo, ignorante y analfabeto a la vista de todos,
desarrolla esa labor ante el joven con extraordinaria habilidad. El mensaje que creemos
subyace en dicho episodio, es una síntesis de la comparación de los dos mundos que
entran en juego: el pasado y el presente (que es una proyección absurda y constante
hacia el futuro, del que no sabemos nada, ni siquiera si existe, y al que vendemos lo que
somos, parece decirnos el autor). La naturaleza es la que sale perdiendo. Pero, en el
fondo, somos nosotros los que al dañar el espacio que nos acoge, morimos.
144
misma, es inseparable de nosotros en tanto que es la propia esencia de lo que es. Las
cosas existen por sí mismas, pero su verdad sólo despuntará a través de una firme
incorporación de sus determinaciones en la totalidad dialéctica del Espíritu. Lo que
hace que el objeto sea verdaderamente el mismo es a la vez lo que hace que su rostro
se vuelva hacia la humanidad, ya que el principio de su ser está arraigado en
nuestra propia subjetividad (Eagleton, 2011: 183-184).
Valerio, estudiante universitario y, por tanto, persona con acceso a la sabiduría, no sabe
que está matando al árbol y se emplea a fondo en ello sin plantearse si debe, o no, dejar
ese trabajo puesto que el dinero que le proporciona es una fuente de ingresos necesaria.
Tiene sus propias prioridades. Sin embargo, el lector adivina la sensación de ridículo
que experimenta el chico ante la habilidad y las enseñanzas del anciano cuando le
muestra cómo podar sin matar. En el fondo, es el joven y fuerte sabio un hombre
desamparado frente al viejo y enfermo analfabeto.
Hay una preocupación constante por los valores del mundo natural que se observa,
también, en la discusión acerca de la comida: si la fruta es buena o mala, cara o barata
según su calidad, o si la cocina se practica bien o mal. Hay numerosas referencias
léxicas en ese sentido:
145
¡Dunka! ¡Su cuerpo sí que era frutal, dulce, oloroso! (Sampedro, 1998: 23)
Mientras Renato abre el armario, el viejo recorre esa celda con la mirada.
Cortinillas tapando la ventana; una mesita con una lámpara, una estampa confusa
con algo como pájaros; una silla… Nada le dice nada, pero no se sorprende
(Sampedro, 1998: 20).
Todo en la nueva vida, en la vida que ha generado en su hijo Renato, es una desgracia:
una mujer que manda pero que no sabe dirigirse, un hombre que reniega de lo que ha
sido, o de lo que debiera ser según su padre, una pareja entristecida por un futuro que no
llega, y que no llegará, un paisaje gris en una ciudad gris incomparablemente inferior a
los grandes paisajes naturales de su tierra. Esta comparación es hábilmente explicitada
en el caso de la mujer como representación de la madre Tierra, de la madre que pare
hijos, que engloba las virtudes de la naturaleza y que es una exhibición constante de
amor, cercanía, valor, cariño, olor, piel, calor, vida. La mujer representa el mundo en su
totalidad en la cabeza de Roncone y su fuerte sexualidad es una declaración de amor
hacia la vida, hacia los grandes placeres, experiencias, sentimientos que nos reconcilian
con el origen de lo que somos y que nos devuelven a la tierra misma. Frente a una mujer
triste y apocada:
El viejo reconoce a Andrea: su boca delgada y seria entre los marcados pómulos,
bajo la mirada gris. (…) Es ella, sí. Recuerda los huesos en la espalda, el pecho liso
(Sampedro, 1998: 20).
Roncone encuentra en Hortensia el recuerdo de una imagen de mujer que aún conserva.
Sin embargo, su cabeza ya no está en coordinación con su cuerpo, que va deshaciéndose
en la enfermedad. No puede dejar de sentir cierto anhelo por ese paraíso terrenal que
representa la unión de ambos sexos:
146
- ¿No te da pena tener en tu cama sólo una carne ya muerta?
- ¿Muerta? - protesta esa ternura absoluta- ¡Vive! ¿Es que esa carne no está
sintiendo mi caricia? (Sampedro, 1998: 290)
(…) el importante punto para nosotros es que este dualismo sea a su vez doble: ya se
concibe, al parecer, como resultante de una dicotomía simétrica y equilibrada entre
grupos sociales, aspectos del mundo físico y atributos morales o metafísicos (…) o
bien, por el contrario, en una perspectiva concéntrica, con la diferencia, en este
caso, de que los dos términos de la oposición son necesariamente desiguales, desde
el punto de vista del prestigio social o religioso, o bien desde ambos puntos de vista
al mismo tiempo (Lévi-Strauss, 1994: 171).
O sea que el no-condicionamiento del ser humano deviene en una ausencia de dualismo,
en una no-lucha, no contraposición, en evolución espontánea, a partir de su propia
naturaleza, podemos colegir. Esta reflexión que hago es muy esperanzadora pero,
también, en el fondo, una losa para el desarrollo de las sociedades. Porque si, por un
lado, en la naturaleza del ser humano se encuentra el germen de la transformación del
presente, respetando el hecho original, el ser que somos, ¿no es la historia sino un
contaminante del ser que nos aparta del verdadero camino? Pues, por ejemplo, ¿cómo
habría Andrea de cambiar su punto de vista, aceptar a su suegro como es y valorarlo en
su justa medida humana si su familia ha sido la que ha marcado su personalidad y si su
concepto del futuro condiciona el presente que vive? ¿Cómo podría aceptar quién es el
viejo y mirarlo de otro modo sin renunciar a su personalidad? ¿Podría un ser humano
despojarse de lo que es, de lo que ha vivido, de la sabiduría que su historia personal le
ha aportado, para transformarse en alguien libre de pensar y de ser completamente?
147
estar incluido dentro del mismo esquema espacio-temporal que todos los otros
particulares”. Así, el concepto de identidad se expresa como “mismidad (mêmeté) y
no como ipseidad (ipséité)”. Por lo tanto, “en una problemática de identificar la
referencia, la mismidad del cuerpo de uno oculta su ipseidad” (Rassmussen:
“Repensando la subjetividad: la identidad narrativa y el sí-mismo”, en Leyva, 2003:
369).
148
preciso el autor cuando aborda el léxico del entorno natural, que le sirve de herramienta
comparativa. Así, aparece una abundante terminología frutal, animal, paisajística o
gastronómica. Veamos algunos ejemplos de ambos:
1- (…) como una montaña cuya cumbre fuese el copete de la cabecera en castaño
pulido (…)
2- Y la voz. De verdadera stacca, de buena jaca.
3- Al menos por la mañana me libraré del panetto, de sus pastas preparadas para
recalentar, de sus congelados y de todas las porquerías de fábrica… ¡Tú y yo,
Rusca, comeremos siquiera una vez al día lo bueno de la tierra!
4- El viejo imagina la sangre de sus venas con las mismas angustias de la savia
para seguir subiendo tronco arriba.
149
Una narrativa puede unir el pasado con el futuro dando un sentido de continuidad a
una historia siempre cambiante del sí-mismo. Como la narrativa tiene esta
potencialidad, ella es singularmente calificada para expresar la continua dialéctica
de ipseidad e igualdad mientras que al mismo tiempo ella puede permitir que vuelva
a pensarse el significado de subjetividad. La manera en que la identidad narrativa se
expresa inicialmente, es a través de las narrativas de ficción. Las narrativas de
ficción revelan el “carácter” a través del entramado (Rassmussen: “Repensando la
subjetividad: la identidad narrativa y el sí-mismo”, en Leyva, 2003: 373-374).
¿Cuáles son las características de ese prototipo? El perfil del modelo que
conjuga el discurso de la novela responde al contraste que hemos venido desarrollando
de los dos mundos en juego. Hay una expresión muy sólida de ese claroscuro, de ese
balanceo constante entre el bien y el mal, el conocimiento y el desapego de la naturaleza
humana del hombre: la mujer. La mujer está tratada como un objeto de debate, como
materia original que sostiene todo lo demás y, por ello, a ojos del protagonista, sus
virtudes están enmarcadas en una relación casi mística del círculo que conforman
belleza-sexo-maternidad. Si alguna de esas mujeres, como Dunka en el recuerdo,
manifiestan propiedades atribuidas, en ocasiones, solo a la virilidad, podríamos decir,
por añadidura, que esos comportamientos “vigorosos” siguen asociados, en el fondo, a
las condiciones de ese tipo de mujer: defensa y protección de lo amado, defensa del
entorno vital de la mujer frente a la agresión externa, capacidad para soportar el dolor,
abnegación y demás. Características todas ellas adornadas con el conocimiento
alquimista de la cocina tradicional (creatividad) o el gusto por los aspectos más
primarios del ser humano en su colectivo (autenticidad): ya sea en las relaciones
personales o en la exacerbación de los sentimientos o en el respeto formal debido a la
figura del hombre, que ocupa un papel esencial con características relacionales definidas
frente a su feminidad. Ese orden, cuyos límites quedan asumidos implícitamente, no
debe sufrir variaciones fundamentales. Y si las sufre, como en el caso de la
feminización de Roncone frente al niño, responde a una situación excepcional en la que
la virilidad se pone al servicio de la defensa de las nuevas generaciones de la saga,
como depositarios de sus ideales y que traspasa la línea del tiempo.
150
Por lo tanto, se puede decir que el prototipo más importante que se desarrolla en
la obra es el de la mujer y los dos perfiles principales y antagónicos responden a las
siguientes características:
1- Mujer intelectual y de lógica racional que corresponde al orden de la
modernidad. Es una mujer asexuada por razón de sus condicionantes personales,
con poca o nula preparación para el hecho de la maternidad, odiosa en sus
costumbres, sin pecho, estrujada físicamente, como agotada por el esfuerzo de la
ambición que consume sus depósitos naturales: caderas, formas redondeadas,
pechos o labios.
2- Mujer del sur de Italia. Mujer de hermosas proporciones, cálida, de
comportamiento recio, de grandes recursos ante las dificultades, madre surgida
de la tierra, amante, amiga, conocedora de las pasiones, templada o ardorosa
cuando corresponde, fruta de pensamiento maduro y de belleza primaveral.
El ciclo de la vida aparece como una circunferencia de sentimientos y acciones que son
esencia de todos nuestros pensamientos y actitudes y que están en el fondo de los
hechos históricos, entendiendo historia como devenir personal. Rueda que nos mueve.
Y ésta, nuestra historia, siempre tiene como punto de apoyo el referente femenino,
pivote central entre el nacer y el morir. Un recuerdo de Roncone lo define:
(…) su vieja cama (…) ¡Rotunda, definitiva, para gozar, parir, descansar, morir!
(Sampedro, 1998: 21)
La cama, con nombre femenino por cierto, se refiere a cuatro acciones fundamentales
que tienen su espacio de acción en ella. Dos corresponden al agotamiento y a la
desaparición, contraste por negación de la actividad y la vida. Las otras dos acciones,
que refieren a hechos activos, cargados de vitalidad, de generación de vida y de
expresión profunda de la misma, son acciones cuyo eje principal corresponde a la
mujer, como objeto protagonista: el gozar (acto sexual, mística conjunción del hombre
con el universo, a través del reconocimiento de la vida en el objeto que le da origen: la
madre) y el parir (el hecho mismo de engendrar otras vidas). De este modo, y ante unos
márgenes tan estrechos y tan asumidos e interiorizados, el anciano no parece transigir
con esas mujeres tan esquematizadas que reducen al hombre a un instrumento de la
151
máquina moderna. Su lenguaje se vuelve despectivo y autoritario frente al paisaje
incomprensible del hombre de ciudad:
(…) ¡qué vergüenza! En este Milán los hombres no tienen lo que hay que tener (…)
¡ya podía levantarse la Andrea a darle lo suyo! Biberón, claro; otra cosa no tiene
esa mujer (Sampedro, 1998: 25).
Esa misma crueldad, que no refleja sino el manifiesto desacuerdo por la forma en que
las mujeres modernas se relacionan con la maternidad, puede llegar a auténtico
desprecio cuando el comportamiento femenino altera el orden de su actividad natural,
ya sea por exceso o defecto. Podemos leer al respecto un recuerdo muy gráfico:
Cuando empezábamos a mocear (…) nos gustaba salir de la taberna para ir a mear
detrás de la escuela. Sabíamos que la maestra nos espiaba (…). Se iba haciendo
solterona y andaba salida (…). Además, no valía para casa de labrador (…). Sin
dinero y fea, no tenía arreglo, la pobre (Sampedro, 1998: 229).
152
espontáneo y las versiones urbanas la alejan de su ser para convertirlas en hombres con
aspecto de mujer degradada, que degradan a los hombres, a su vez, en una maternidad
descontextualizada. Este punto de vista del autor, que puede ser criticable desde nuestra
mentalidad actual, no es sino la característica de un hombre que viene de un mundo
concreto y que defiende sus valores porque, en su fundamento, equilibran el balance de
los sexos y crean un mundo justo que, en su memoria, se ha mantenido intacto a pesar
del tiempo y sus avatares.
Para ver otro ejemplo muy claro, también, de la utilización del prototipo en la
novela podemos acudir a la escena de la universidad en la que estando presente en una
discusión con un profesor alemán, podemos leer:
- ¿Es que aquí nadie tiene sangre en las venas? (…) ¿Un solo alemán asusta a tantos
profesores? (…)
- Yo luché- replica tranquilamente Buocontoni.
- ¿Usted? (…)
- Partisano. En Val d’Aosta. Cuerpo a cuerpo.
- Dispensa compañero. Eso es otra cosa (Sampedro, 1998: 240).
Tal es el conjunto de sentimientos y de ideas que nos vienen de una educación mal
entendida, aquella que se dirige más hacia la memoria que hacia el juicio. Se forma
aquí, en el seno mismo del yo fundamental, un yo parásito que se apoyará
continuamente sobre el otro. Muchos viven así, y mueren sin haber conocido la
verdadera libertad. Pero la sugestión se tornará persuasión si el yo todo entero se la
asimila (…) y la educación más autoritaria no suprimiría nada de nuestra libertad si
sólo nos comunicase ideas y sentimientos capaces de impregnar el alma entera.
Pues, en efecto, es del alma entera de donde emana la decisión libre (Bergson, 1994:
158).
153
Me he permitido, de nuevo, una cita extensa porque define perfectamente lo que ocurre
con Salvatore. El perfil de su memoria es como una roca inconmovible a todo tipo de
sentimientos externos, desafectos y reacciones. El modelo a seguir está perfectamente
inoculado en su personalidad, moldeada por la fuerza de lo vivido. Sin embargo,
Roncone llegará a conocer la verdadera libertad, en palabras de Bergson, y será su nieto
quien se la proporcione, ya que impregnará su “alma entera”. El nieto es la pregunta, el
conflicto y la solución, como camino de progreso. A través de él el espacio se modifica
y los vínculos afectivos y sociales se reposicionan. Esto obliga al anciano a plantearse lo
fenoménico a través de lo conocido, y a extraer diferentes conclusiones.
Es, curiosamente, el propio anciano quien negará ese recurso del prototipo con
su definitivo proceso de transformación. Su feminización será su último y gran acto de
liberación, una visión enriquecedora y embellecedora, a la vez, del proceso de la
maternidad ejercido por el hombre a través de la educación. El prototipo, por tanto,
llega a su desvirtuación final por boca de su máximo defensor, como no podía ser de
otra manera; aunque, no nos equivoquemos, con esa actitud no se rompe el orden
fundamental hombre-mujer que implícitamente está convenido en su historia, y que
comparten tanto Hortensia como él. En cualquier caso, todo orden está supeditado a la
defensa de la familia y el nieto constituye el elemento más débil y el que reclama mayor
atención. Esta feminización del viejo se produce, entre otras cosas, porque, de acuerdo
con el pensamiento de Margaret Mead:
154
niños-, pueden ser fácilmente establecidas como correspondientes al sexo masculino,
en una tribu, y en otra proscripta tanto para la mayoría de los hombres como de las
mujeres, carecemos de base para relacionar con el sexo tales aspectos de la
conducta. (…)
El material reunido sugiere que muchos, si no todos, de los rasgos de la
personalidad, que llamamos femeninos o masculinos, se hallan tan débilmente
unidos al sexo como lo está la vestimenta, las maneras y la forma del peinado que se
asigna a cada sexo según la sociedad y la época (Mead, 1994: 235).
Digamos, por consiguiente, que las nuevas “virtudes” del viejo no son sino una
exploración en una dimensión oculta de su personalidad que no había aparecido aún
porque no había tenido un motivo de reacción para ello. El estímulo que supone la
interconexión abuelo-nieto, novedosa y esperanzadora, aún más en su situación de
enfermo terminal, despierta comportamientos en él que descubren otras facetas de su
idiosincrasia personal. El prototipo está abocado a su desaparición definitiva.
La tesis de la extrañeza irreductible del arte con relación a toda comprensión no es,
para la hermenéutica una descripción adecuada de la lógica de la experiencia
estética, sino sólo la consecuencia de una elección teórica inicial, que somete de
golpe esa experiencia a un distanciamiento metódico (Menke, 1997: 95).
155
cimientos del nuevo lenguaje, de la nueva cultura que va reorganizando a partir de los
elementos que, desde su inicial desconexión significativa, dan al viejo un nuevo sentido
de las relaciones con los objetos y las personas. En la observación de los moldes
semánticos de lo espacial, el anciano va concluyendo numerosas especificaciones del
error, pero no como una desvalorización de lo hecho, de lo conocido, sino más bien
como una desmitificación. Derretir las vigas sólidas del armazón metacultural es un
ejercicio de liberación que exige un replanteamiento también sólido. Y éste no puede
partir sino de un conocimiento adquirido y una mitología aferrada a la conciencia, de la
que ha de desprenderse.
156
La feminización de Roncone, el rudo partisano, el viejo incombustible, frente a
la presencia de un niño pequeño, débil y necesitado de sabiduría, de consejo, de
protección, parece el dominio de los sentimientos, de la verdad humana, frente a la
historia, que no deja de ser sino una manipulación implícita del propio ser humano,
empeñado en desmontar su naturaleza para construir mundos artificiales que
ambicionan deseos que nunca se cumplirán en su totalidad. Sampedro expone la
plenitud que contiene la humanidad, infinita y esencial, frente a la desnaturalización de
la maternidad, de la relación de los seres vivos y las cosas.
La estructura en pareja implica que el examen de los objetos estéticos, según una de
las determinaciones, exige su duplicación desde el concepto opuesto. Las parejas de
conceptos no designan aspectos inmediatos del objeto, sino perspectivas desde las
que se ofrece a la experiencia estética. El "todo" y las “partes”, la “construcción” y
la “mímesis” son aspectos de la explicación o dimensiones de la experiencia de los
objetos estéticos (Menke, 1997: 98).
El prototipo, finalmente, muere porque, desde sus inicios, está condicionado por
la falsedad de los hombres, ya que la maldad, parece decirnos el autor con su actitud
narrativa, no es sino otra forma de falsedad. Si lo que anhelamos, si lo que advertimos
en el contacto con la nueva vida que encarna el nieto, es deseo de protección, de
transmisión del conocimiento y amor, ¿por qué seguimos provocando guerras, vacío, o
teniendo deseos destructivos? Solo se puede ambicionar el amor, la paz del alma, la
familia, el mundo perfecto de los sentimientos, lo demás sobra, está emponzoñando
nuestra felicidad, depositada como un germen en los nuevos nacidos. Hay una tragedia
implícita en el conocimiento histórico, y una perversión del ser que parece no detenerse
nunca, que necesita explicitarse para alcanzar el equilibrio contrastivo de la bondad
constructiva humana. Parece inconcebible, dentro de la lógica de la inocencia utópica,
que lo negativo se manifieste como una necesidad de lo constructivo, pero así parece
indicarlo el proceso decadente de lo institucional. Las sociedades, merecidamente
expuestas a su propia descomposición intelectual y cultural, son el motivo –tal vez
imprescindible- para la activación de las conciencias. Así, en un proceso infinito de
acción-reacción, el sujeto se construye y se descubre.
157
Lo que se ha producido en el último desarrollo de la sociedad capitalista, afirma
Habermas, es un conflicto progresivo entre el “sistema” y el “mundo de la vida”: el
primero ha penetrado cada vez más profundamente en el segundo, reorganizando
sus prácticas de acuerdo con su propia lógica racionalizadora y burocrática. A
medida que esas anónimas estructuras políticas y económicas invaden y colonizan el
mundo de la vida, comienzan también a instrumentalizar formas de actividad
humana que necesitan para sus operaciones efectivas una forma distinta de
racionalidad: una “racionalidad comunicativa” que implique a los agentes
prácticos y morales, a los procesos democráticos y participativos, así como a los
recursos de la tradición cultural (Eagleton, 2011: 485).
158
comprensión. Pero rehúsa aplicar esta negatividad y aplazamiento a la comprensión
efectiva misma (Menke, 1997: 108-109).
Y en tanto que modelos, presentan una ubicuidad esencial: la de poder ser transmitidos
más allá de los contextos espacio-temporales, pues todo objeto literario es adaptable y
puede ser presentado a lectores de diferentes épocas y culturas. Todo lo cual
universaliza el mensaje y consigue traspasar la frontera de los idiomas metaculturales y
las normas de socialización, sean cuales sean. Porque el prototipo humano
159
despersonaliza la creación del ser, la convierte en común y la limita a unas condiciones
explicativas, pero no necesariamente referenciales.
Reconocemos, una vez más, el papel reflexivo del arte, categorizador de la pregunta que
devuelve al origen de la conciencia. Es éste el fenómeno más acusado de la propiciación
creativa: la de hacer posible una recuperación del sentido de lo humano a través de la
captación que toda ontología procesa. La historia conmina, como hemos ido explicando,
a la desnaturalización del ser y, a continuación, toda la experiencia vital es una
necesaria reconsideración de valores, una transmutación que significa un retroceso, pero
no en el sentido negativo –aunque sí deconstructivo-. Es por esto por lo que la literatura
de Sampedro deja un espacio a lo misterioso, a lo recóndito de la existencia que parece
encarnar, en su caso, la mujer, pero que está en el amor, en las relaciones emocionales
entre los seres, en las dependencias, que surgen del conocimiento mutuo y en el respeto
por la diferencia.
La novedad o extrañeza del signo estético no debe confundirse con las del signo
histórico. Mientras que en éste se trata siempre de novedades de contenidos,
informaciones y saberes, en el caso de la comprensión estética se trata de
aprehender, a una nueva luz, determinaciones que no conocemos por haber sido
siempre propias. La comprensión estética sigue una teleología de la aproximación:
lo extraño y provocador del signo estético se hunde como una sonda en lo
demasiado conocido, para poder conocerlo realmente. Si el signo estético no nos
habla, no es, según dice Gadamer, porque sea portador de una verdad encontrada
según su formulación clásica, sino porque lo que dice es algo que nos está dado
desde siempre y, por lo tanto, rehusado, disimulado. La comprensión estética revela
la zona oscura de nuestro propio horizonte (Menke, 1997: 119).
160
Parece ser que la experimentación con los modelos del ser, los dualismos, los
monólogos del personaje y tantas otras herramientas de desarrollo y conocimiento
literario dejan, también, un espacio abierto a lo inabarcable. Seguramente, porque en la
estructura de lo complejo debe haber un sentido de lo formalista y un fondo
incognoscible que lo sustenta. Si la complejidad se reconoce como un ente objetivo,
parametrizable, que puede ser distinguido en la realización de una norma del
pensamiento, una idea, un concepto que detiene la movilidad del ser, éste se ve
sometido a la banalización. Esta propiedad de lo insignificado es natural de los seres
humanos, se ve en la amplitud del logos y supera todo orden de vulgarización o intento
de cosificación general. En tanto esto, la literatura exige sus modos y maneras, sus
atributos, y son buenos y correctos, pero no implican la deslegitimización de una verdad
insoportable, en cuanto a totalizadora. De ahí que los personajes de la novela
sampedriana se muevan en el ámbito de la posibilidad, de los mundos invertebrados,
ligados a una experiencia que puede cambiar las vidas y los principios y que, por tanto,
son inasequibles a la lógica más estricta.
161
162
La presencia de los nombres como vehículo conceptual
163
nivel. Por ello, no nos sirven solamente los aspectos relacionados con el concepto de
denominación sino que, y más en este caso, hay caracterizaciones que son más
complejas y que definen otros parámetros. Así:
O sea, que los nombres son el pilar sobre el que se construyen los ideales de la novela
pues encierran definiciones y conceptos que estructuran o dirigen la misma. La realidad
de los nombres, podríamos decir, es la realidad de la novela, en cierto modo, y resumen
la síntesis de los acontecimientos y sus consecuencias. Esto ocurre, fundamentalmente,
en aquellas novelas, como ésta, en las que el personaje principal centraliza la tesis
didáctica o plantea el problema fundamental de discusión. El diálogo, entonces, es el
diálogo hermenéutico sobre los nombres, sobre su semántica, que hace del constructo
forma-fondo, un auténtico corpus identitario. Por eso, en La sonrisa etrusca, José Luis
Sampedro no escatima la posibilidad del nombre y, al contrario de lo que propugna la
vanguardia novelística, distingue el yo, con todas sus caracterizaciones.
Sampedro, como decimos, no solo acepta el esquema tradicional sino que investiga en
las coincidencias semánticas, estructurales y lingüísticas, adoptando una postura
historicista de la palabra, que consume las posibilidades del nombre, enraizando los
sonidos y los hechos; de ahí, por ejemplo, que los fonemas más fuertes y rotundos
tengan que ver con la virilidad y los significados de los nombres con las expectativas de
los personajes. Evidentemente, lo único que hace nuestro autor es recuperar un cierto
sentido de la construcción significativa del lenguaje artístico, en unos modos
164
convencionales pero con un propósito, también, normalizador, de desmitificación de la
tragedia vital. De ahí que las elecciones tengan que ver con una realidad muy presente,
que conjuga a la perfección los individuos y los motivos. Como dice David Lodge:
En una novela los nombres nunca son neutros. Siempre significan algo, aunque sea
solo el carácter común y corriente (Lodge, 1992: 69).
En este sentido, la palabra aporta numerosas configuraciones y ejes en los que apoyarse,
pero también por los que transitar con cierta flexibilidad, superando esa historicidad que
ha de ser, al final, un punto de partida para la nueva construcción. Cuando Paul Ricoeur,
analizando la obra aristotélica, hace referencia a la lexis, identifica al nombre como la
parte de la palabra que posee la función básica. Nombrar es definir, pero también es
connotar y, en su máxima expresión, es la posibilidad abierta, iniciática, hacia la
construcción del lenguaje, pues hace de puente de comunicación con otros signos, que
alcanzan su definición en el nombre y que le conceden y se conceden un sentido al
interactuar. Por eso es por lo que precisa que:
Se trata precisamente del nombre cuando después del análisis de la lexis en partes e
inmediatamente antes de la definición de la metáfora se dice: “Todo nombre es
nombre corriente (kyrion) o nombre insigne, nombre metafórico o de ornato o
formado por el autor, nombre alargado o abreviado o alterado” (…). Este texto de
enlace une expresamente la metáfora a la lexis por mediación del nombre (Ricoeur,
2001: 25).
165
la capacidad denotativa y connotativa del nombre, que dan consistencia a esa “liquidez”
variable de la percepción humana. Los nombres, al final, son el andamiaje necesario
sobre el que construir el dinamismo de los pensamientos.
166
encuadrar en el modo de vida rural que ambos, Roncone y Renato, habían llevado. No
obstante, hemos de recordar que para Renato, el hijo, nuestro protagonista tenía la
dignidad de un dios que se elevaba sobre la realidad, sobre todas las cosas. La visión del
padre enfermo no disminuye ese recuerdo, esa mitificación, aunque produce un
sentimiento, no solo de lástima, sino de conciencia de la muerte de toda una estirpe, de
un mundo que está hundiéndose bajo el océano para no volver a la superficie jamás. Esa
sensación de que algo se está yendo para siempre coincide con las palabras de Jorge L.
Tizón:
Hay que hacer notar que, después de tanto tiempo, Renato parece completamente
desvinculado de su familia, alienado. De ahí que las opiniones de Roncone sobre su hijo
no sean precisamente buenas. Resulta significativo que la primera vez que escuchamos
el nombre de Renato sea por boca de Andrea, su mujer, que es símbolo indudable de su
urbanización, del alejamiento de sus orígenes. Renato es un hombre manejado por su
mujer, trasladado fuera de su sitio y, por tanto, el autor le da a ella la autoridad
suficiente para hacer uso de su nombre, para presentarlo en sociedad más allá de su
acción, ya que el nombre, su uso y disfrute, supone para el receptor la apropiación, la
incorporación por parte del emisor. Ese conocimiento implícito es lo que se desprende
de la pregunta inquisitiva que lanza Andrea en este breve diálogo donde no sólo quiere
saber dónde se encuentra sino que, implícitamente, el autor nos da la clave de quién es
la que manda en la casa:
-¿Renato?
- Sí, querida. Aquí estamos (Sampedro, 1998: 19).
167
En la misma línea familiar, el tercer miembro, el nieto, supone un descubrimiento que
para el viejo tiene un alto componente de interés, pues se trata de un individuo más de
su sangre al que no conoce, y al que no concibe. De algún modo, esa desvinculación,
quizá alimentada por el propio Renato, se observa en algunos pasajes:
Los recién nacidos no se parecen a nadie. (…) Nada, bultos que lloran (Sampedro,
1998: 22).
Ésta es la respuesta que da Roncone a su hijo cuando afirma que el nieto se parece a él.
El viejo tiene que mantenerse alerta ante cualquier forma de sentimentalismo que él no
pueda justificar. Los niños son niños, nada más, y no hay que darle más importancia:
hay que criarlos, hacerlos fuertes y transmitirles los valores que los harán hombres o
mujeres, y que les ayudarán a sobrevivir en el mundo. Por encima de esto, nada debe
dejar al descubierto su verdadero interés:
(…) Sólo tengo este hijo de Renato, este chiquitín, ¿cómo se llamará? (…)
(Sampedro, 1998: 24)
¿No se adivina en estas palabras un cariño implícito que parece querer expresarse
abiertamente? Así ocurre ante el motivo del nombre. El nombre, volvemos al origen de
este apartado expositivo, acaba siendo la motivación de algo fundamental, que da inicio
al resto de las cosas y que ocupa un lugar en la mentalidad que se desbroza en la novela.
Resulta interesante cómo el autor plasma ese momento trascendental en que el abuelo,
independientemente del conocimiento físico del nieto, llega a incorporarle como un
elemento más de su historia, y ese momento está directamente relacionado con el
nombre del niño:
168
-¡Tonterías! (…) Bruno me lo hice yo, es mío… (Sampedro, 1998: 27)
Hay dos aspectos fundamentales en este diálogo tan crucial para entender el
planteamiento de los nombres en la novela. Por un lado, el hijo cree que ha ofendido al
padre por no haberle puesto su nombre pero, por azar para él, da en el clavo y le ofrece
el mejor de los regalos. Ese aspecto desconocido de su personalidad es una parte de él a
la que no había accedido: un ejemplo más de la distancia que se ha establecido entre
padre e hijo y que parece sólo salvable a través del accidente de la naturaleza que acaba
de nacer. El autor vuelve a utilizar un elemento natural como instrumento de unión entre
los hombres, como esencia de la humanidad. Por otra parte, el viejo tiene dos vidas, que
corresponden a esos dos modos de acceder a él: el mundo que le pertenece, que hace
suyo, que identifica con unos rasgos, con un pasado, su historia, y el mundo que le
rodea, donde es, simplemente, Salvatore, el anciano que se muere. Su reacción jubilosa
responde a un motivo que el lector puede perfectamente identificar. Brunettino es su
nombre de guerra, asociado a un pasado que fundamenta todo lo que ha sido, ha amado
y ha construido en el mundo; por eso, el hecho de que el niño lleve su nombre adoptado,
aquel que no ha sido nunca impuesto, que ha elegido libremente, asocia la figura del
nieto con todo aquello que le pertenece. A partir de ese momento, el objeto-niño, que no
era más que una masa de carne que lloraba, una fabricación de su alienado Renato, pasa
a ser un objeto aprehendido en su historia, un correlato de sí mismo.
¿Qué nos impediría, como lectores, llamarle Bruno, en vez de viejo, por qué el
autor nos obliga a reconocerlo como un personaje anónimo, como una sombra no
identificada? ¿No será que Sampedro intenta que identifiquemos la figura del personaje
con la del nieto? ¿Existe la posibilidad de que el autor, a través de la ausencia
continuada de nombre en la tercera persona, en el trato lejano y despersonalizado, no
solo nos haga ver la vida desde sus ojos sino que nos obligue a identificar al individuo,
no con su nombre de pila, sino con su nombre real, que sirve para referir al nieto? Esa
forma de narrar, ese artilugio del nombre transparente, nos conduce inconscientemente
al mundo del niño, que es todo el mundo para Roncone y que hace que lo demás no
merezca tanto la pena. La despersonalización del protagonista es una transposición del
individuo conferida por el artificio nominal.
169
Y luego está la enfermedad. En el diálogo interior del viejo existen varios
planos: el plano del pasado, que usa para comparar su modelo de pensamiento ante cada
estímulo del presente histórico, como hemos visto; el plano de la maternidad, que se
refleja en el esfuerzo de protección y educativo que realiza con respecto al nieto; y el
plano de la enfermedad, a la que concede rasgos y personalidad concretos:
170
El niño = la vida; Hortensia = el amor; la Rusca = la muerte; la memoria = la vejez.
171
mujer perfecto, que no contiene deformaciones y, si las tiene, se convierten en virtudes
a añadir a las anteriores. Asociamos, como lectores, a Dunka con el sexo pleno, la mujer
fuerte, independiente, la sensación inolvidable, escultura perfecta en la memoria pero
mujer de carne y hueso, al fin, con la que se puede disfrutar el día a día. El recuerdo de
Salvinia, en cambio, está asociado a la tragedia que es mujer, la dolorosa, la que
incondicionalmente da su vida por alguien, la madre que no tiene hijos pues su hijo es la
humanidad, el principio personal por el que renuncia a la vida, si es necesario. Salvinia
no quiere morir, la matan porque es una mártir, porque es la mujer que todo lo ocupa,
intocable en la memoria, que se recuerda como una imagen religiosa a la que se merece
veneración. Salvinia es mujer pero no ha sido descubierta como Dunka y ocupa su lugar
merecido como imagen de perfección de los valores de la feminidad. La simbología de
la mujer en Roncone abarca todos esos conceptos y, aunque en el fondo todos
corresponden al mismo ser, es como si tuviera la necesidad de encuadrarlos en
individuos diferentes, cada uno irreductible, que no admiten deformación alguna ni
correspondencia directa con otros nombres puesto que, en su autonomía, expresan a la
perfección todo ese paisaje femenino que copa la historia de la humanidad. Las mujeres
protagonizan la humanidad a través de los hombres, parece decírsenos, y solo los
hombres, en su íntima memoria personal, pueden narrar los hechos y alcanzar una justa
verdad que no se puede hallar en los libros ni en los registros folclóricos de la
universidad (que son manipulados por el propio viejo), ni en los tópicos más arraigados.
Es tanto el poder de la mujer que, al final, hasta el viejo se feminiza. La vida es la mujer
y todos alcanzamos el sentido último de nuestro ser cuando comprendemos que es ella,
la mujer como término, la respuesta a la humanización del hombre. Dice Roncone al ver
la estatua de los etruscos:
-¡Oh, ya lo creo que reían! (…) ¡Y qué bocas! Ella, sobre todo, como… -Se
interrumpe para callar un nombre (Salvinia) impetuosamente recordado (Sampedro,
1998: 14).
172
173
La vejez: sexualidad y humor. Una visión actual humanizadora
174
Retorciéndose en los afanes de una voluntad voraz, impelidos por un implacable
apetito que no paran de idealizar, los hombres y las mujeres no son protagonistas
trágicos sino gente penosamente obtusa. (…)Para Schopenhauer, el aburrimiento es
el motivo principal de la sociabilidad, puesto que es para evitarlo por lo que
buscamos la compañía sin amor de los otros (Eagleton, 2011: 219-220-221).
José Luis Sampedro no acepta esas premisas del todo. Hace buena la idea de
Platón, que ya se refirió al amor como la manifestación del deseo de aquello que nos
falta. Y también podemos añadir la sentencia de Quevedo: “Empezar a vivir es empezar
a morir”. Si Salvador Roncone, que padece una enfermedad terminal y que está fuera de
su entorno, tiene anhelo de amor es que está vivo. Si mira a las mujeres cuando pasan,
es que está vivo. Si siente deseo por Hortensia, es que está vivo. Su sexualidad no es la
sexualidad calmada de un anciano que deviene en cariño. Padece de un exceso de
ternura, en ocasiones, porque está minada físicamente pero, en su favor podemos añadir
que está cargada de honestidad, de pureza y de intensidad, algo que escasea en algunas
parejas jóvenes que padecen una sexualidad normalmente “anormal”. En este caso, el
viejo hace buenas las palabras de Karl Marx al respecto:
Si amamos sin suscitar un amor que nos corresponda, es decir, si nuestro amor
como tal no produce un correspondiente amor, si mediante nuestra exteriorización
vital como hombres amantes no nos volvemos hombres amados, ese amor es
impotente, es una desgracia (Marx, 1993: 149).
175
de toda fuerza, lo que implica un diálogo sin enfrentamientos, esclarecido y
transparente, ácidamente sincero. Y eso constituye todo un programa político y social.
(…) ¡Y cómo nos besábamos, Dunka, cómo nos besábamos! (Sampedro, 1998: 23)
176
perfila los rasgos de un anciano al que, sexualmente, no podríamos llamarlo como tal.
Solo al final de la novela registramos algún momento de debilidad en el que la
enfermedad comienza a adueñarse del espacio. Por ejemplo, estando en la cama de
matrimonio con Hortensia, leemos:
Si bien aparece la debilidad materna de la mujer que identifica al anciano con un niño
desvalido, el resto de la oración bien podría atribuirse a una pareja joven que acaba de
hacer el amor. No cabe duda de que Sampedro utiliza la sexualidad como instrumento
liberador del hombre. El viejo aún tiene ojos para mirar y manos para acariciar y busca
en la naturaleza esa “fruta” que despierte su sensitividad, aún ardorosa:
(…) Y por si todo fuera poco, ¡qué mujer detrás del mostrador, qué mujer!
(Sampedro, 1998: 34)
O cuando dice:
El recurso del humor es una técnica que el autor usa para desmitificar ciertos tópicos
sobre la vejez, sobre todo los asociados a la falta de energía y al sexo. En realidad,
afirmamos, esa identificación de la vejez con la niñez se instrumentaliza en esta historia
desde el punto de vista de la criatura inquieta, desbordante, que añora el juguete que le
produzca placer. Incansable, afirma:
¡Qué culos, qué tetas! Ahora lo enseñan todo. Da gusto, los ojos no envejecen…
Pero también cabrea. ¡Pura mentira, de papel nada más! Calentarse y no tocar,
hace falta ser tan frío como los milaneses para aguantarlo (Sampedro, 1998: 76).
Los hombres de su tierra son amantes que no se conforman con fantasear y esa actitud
no va a cambiar en él porque se esté muriendo, o porque haya cumplido unas cuantas
177
decenas de años. Pero no solo cumple con el tópico de la virilidad y la feminidad
tradicionales, sino que circunscribe el amor liberador a una expresión de inteligencia y
de sabiduría emocional que, en este caso, soporta la mujer. Los personajes de
Sampedro, a lo largo de su obra, van readaptando los conceptos de la metacultura
sexual, superando ciertos márgenes que obligan al lector a la asimilación de situaciones
no esperadas, o no reflexionadas. Y eso ocurre no solo con las mujeres o con el amor de
la vejez, como en este caso, sino con la homosexualidad o la feminización del hombre,
como también, en cierta manera, va ocurriendo con Roncone, que se reconoce en formas
ajenas a su espartana educación de antaño.
178
muerte. Por lo tanto, algunas feministas abogan por la necesidad de construir un
terreno propio, separado de la cultura de dominación masculina. (…) Otras
feministas cuestionan la idea y la posibilidad de un terreno propio basado en la
experiencia de la mujer (Ryan, 2002: 120).
A los trece, mis mozas en Roccasera ya eran tan cautas y reservadas como mujeres.
En cambio, esta Simonetta… ¡libre como un muchacho!... El caso es que hace bien,
resulta hasta bonito, limpio”, piensa el viejo, asombrándose de tener tales ideas
(Sampedro, 1998: 94).
También podríamos añadir que la modernidad del hecho está conferida en el tratamiento
de lo extraordinario, al que se le concede el beneficio de la reflexión y la humanización.
La relación del lector con el acontecimiento que supone comprobar una dimensión del
sexo tan poco convencional en el relato, es la de una reconfiguración de los procesos
fenomenológicos, comparables al de cualquier otro estímulo. En este sentido, el
personaje de Roncone está en período de reconstrucción y eso le confiere valores
mutantes, alejados del confort de lo socialmente aceptable, políticamente incorrectos o,
simplemente, enajenados del ser de la comunidad en la que vive. Pero esta situación, sin
embargo, no lo convierte en un ser ajeno al lector sino todo lo contrario: se vierten en
las páginas las verdades del yo interior, de los valores que están detrás de las reacciones
179
emocionales, de los miedos y de los deseos. El objeto de búsqueda vital va perfilándose
con mayor crudeza a través de la honestidad del que siente, inserto en una corriente de
descubrimiento en el que el recuerdo sirve de palanca motora y la mujer como signo
afirmador.
180
Además, en esta línea de razonamiento, el estímulo aparece como desencadenante de
una idea superior, que engloba todas las demás y que pone en relación conceptos del yo
que construyen vectores de la personalidad. Si el núcleo es el sexo, o el amor, la
presencia intelectual será un esquema relacional, social y político, que estructura
pensamientos de orden superior al propio estímulo, desarrollando lenguajes interiores
que determinan la posición del hombre frente al todo, del yo en el conjunto de la
realidad.
O sea que lo que queda en el recuerdo es el ideal, como dijimos antes, y por ello las
mujeres que se cruzan en el presente histórico se comparan con Dunka o con Salvinia,
que son ejemplos indestructibles. El trato diario y el conocimiento mutuo hará de
Hortensia una figura nada despreciable, que irá convirtiéndose en imprescindible en los
últimos días del anciano. Aunque con ella no parece tener esa actitud distante y
autoprotectora que ejerce con los demás. Su imagen de señora “clásica”, de modales
adecuados a su mentalidad, y la dignidad con que lleva su soledad son virtudes que
destacan por encima de su belleza física y, sobre todo, el amor que despliega por el
nieto, al que comienza a apreciar y querer como si fuera parte de su propia familia. En
cierta manera, éste es otro rasgo que podemos apreciar del sexo en la ancianidad pero
que no nos debe parecer extraño ni degradante. Las relaciones sociales son el primer
ejemplo de sexo y, si bien las personas jóvenes tienen unos valores que asocian con el
atractivo sexual, del mismo modo las personas ancianas los tienen, y porque no
coincidan con nuestro punto de vista (porque no nos parezca sexy) no podemos
atribuirles un valor de verdad en su negación. La prueba que desmonta ese tópico es la
ardiente sexualidad que despliegan en el plano íntimo, en el escenario donde se
desbordan las manifestaciones de la individualidad y se funden con el otro:
181
Un adolescente no lo habría expresado mejor. Hay un momento en la novela en que
Andrea siente el deseo de hacer algo por él, de limar asperezas, aunque en el fondo
esconde una intención más prosaica: la de buscarle una ocupación para que no
“contamine” al bebé y lo deje en paz. Quiere encerrarlo en una especie de gueto
civilizado. Se explica así:
182
¿Cómo se humaniza una sociedad tan desnaturalizada como ésta? La novela
ofrece las respuestas sencillas, que no son sino enormes complejidades que no ofrecen
ninguna solución efectiva, pero que encierran el germen de todas ellas. El amor es la
solución: el amor del niño, que ofrece todo el futuro ante los ojos, el amor de quien te
comprende, que pertenece a tu mundo y lo acrecienta y enriquece, y el amor de la
mujer. Todo parece estar encerrado en ese símbolo maravilloso que da lugar al título de
la novela:
El viejo está cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado ahí para aprovecharla.
Así es la gente del campo (Sampedro, 1998: 12).
O sea que en una ciudad donde abundan los centros culturales, un individuo que observa
una obra de arte o arqueológica solo lo hace porque “está cansado”. Es “gente del
campo”, y por eso tiene ese comportamiento que nosotros, de tratarse de un hombre
joven, calificaríamos como “interesante”. Porque un hombre joven que observa el arte
es interesante y un hombre viejo que hace lo mismo es un hombre cansado. El lector
adivina la caricatura de la sociedad moderna que no comprende el valor de la intuición o
la íntima conexión del individuo con el mensaje artístico. Lo que tampoco comprende el
lector hasta que no ahonda en la historia con más detenimiento, es que esa mezcla de
amor y muerte que se entrelaza en el símbolo etrusco es la clave de la tesis, si existe, en
la novela. Siendo el amor la salvación del mundo, o sea del hombre que es el único
183
mundo conocido por él mismo, la muerte no se detiene en el sepulcro sino que el objeto
amado acompaña al ser hasta el final, no hay soledad, hay plenitud en el amor y eso no
lo destruye la muerte. La sonrisa de los etruscos, “que sí que saben reír” es la explosión
de la felicidad eterna, inviolable, que subyace en el ser y permanece, como una llama,
incluso en el instante de la desaparición. Esa visión imaginada, artística, es la gran
reflexión que hace Roncone cuando se sienta ante la escultura ya que, en ese momento,
sufre de la añoranza que Quevedo matizó: se muere porque está vivo y tiene conciencia
de ello. ¿Por qué esta matización? Porque los ancianos del club de la tercera edad no se
mueren; impersonales, gozan en su espacio, en el que se les ha concedido, y aunque son
conscientes de su edad no sienten la muerte del mismo modo, no hay anhelo en ellos, no
hay deseo, solo son viejos que transitan por el tiempo, su tiempo, y que queman los
cartuchos, las horas, sus mentes están ausentes del futuro. No mueren, solo
experimentan el instante de la muerte, como un minuto más de sus vidas, sin dominio
sobre el mismo. Los etruscos de la estatua, sin embargo, mantienen el vigor sexual hasta
la muerte, es decir que, se podría afirmar extensivamente, sienten que mueren mientras
aman pues el conocimiento implícito que el sexo conlleva, que es como la conexión con
el centro de nuestro universo, hace que el hombre llegue al final del camino, que haga
de la plenitud el fin, y el fin de la vida es la muerte. Solo el amor cura de la indiferencia
de la muerte, solo él enseña la verdad y debe mantenerse vivo:
(…) jurar amor a una mujer no es faltar a la palabra, aunque sea mentira
(Sampedro, 1998: 243).
¿Quién dijo que el amor es un sentimiento que desemboca en una sola persona? El amor
es un bien universal, nos dice Roncone, y no hay que escatimarlo. El anciano ha
aprendido que en la vida la mujer es el centro de la respuesta que todo hombre busca, y
contiene la verdad; pero no una mujer, sino la mujer, el concepto que engloba la idea
modelo. Esa mujer modélica vive en muchas mujeres y todas ellas merecen ser amadas
cuando aman incondicionalmente. En una personalidad tan característica y limitada por
su pasado, sorprende la manera en que Sampedro nos presenta a un tipo que es capaz de
entender el amor, que no el sexo, de una manera tan amplia. De hecho, se considera que
su comportamiento conocido por el lector no es el de alguien promiscuo sino el de un
hombre que ha respetado a las mujeres con las que ha tenido relaciones. En ningún
momento se hace alusión a su profusión sexual. Sin embargo, esto no impide que sea
184
capaz de amar en su mente a todo objeto que encierra belleza (hablo del objeto
femenino) y que en esa admiración no haya solo un deseo sexual mecánico y pasional
sino un anhelo de verdad, una búsqueda incesante del secreto que contiene cada uno de
esos objetos, que son dignos de admiración y respeto y, por tanto, dignos de ser amados.
En todo caso, cuando Roncone conoce a Hortensia y comienza a relacionarse con ella
más íntimamente vemos que desaparecen, casi totalmente, los comentarios que hace al
respecto de otras mujeres que ve en la calle, como si ya no pudiese hacerlos o se
autolimitase. Salvatore ama a todas las mujeres, pero se ocupa solo de una, en cada
caso.
Sabemos, en otro orden de cosas, que el taoísmo (una de las religiones más
antiguas de China) propone despreciar las cosas materiales y estimar la vida rompiendo
los lazos con ese materialismo y con los demás hombres que perturban nuestro camino.
185
A este respecto, el valor de los elementos naturales, de la intuición de la expresión de
verdad de las cosas que nos da la tierra, es evidente en el personaje principal, donde no
observamos ni un atisbo de deseo de posesión material. Su huida del pueblo, donde
Cantanotte, su eterno rival, agoniza como él, es una renuncia del espacio para ganar
libertad. Y no es una renuncia pequeña, ya que acaba descontextualizado en todos los
niveles de su vida diaria. Pero la esencia de su vitalidad le ayuda a encontrar un nuevo
espacio, que aprehende y que transforma a su imagen y semejanza. El comportamiento
de Roncone es, en este punto, afín a los postulados de la sabiduría taoísta. La pérdida de
ese fluido vital del que habla el taoísmo se ve acrecentada en Roncone por los dos
factores ineludibles de su tránsito al espacio urbano: por un lado, el propio espacio de la
ciudad, que es, en realidad, el espacio de la ausencia del hijo, la incomprensión y la
beligerancia de la nuera y la agresividad del entorno mismo; y, por otro lado, la
enfermedad.
Se sienta en el retrete y termina pronto. Se levanta y mira. Sangre otra vez. Claro, el
rebullirse anoche de la Rusca. (…) Mi sangre, mi vida, derramándose un día sí y
otro también… (Sampedro, 1998: 84)
No se puede negar que un hombre asociado con una espiritualidad tan profunda, aunque
pedestre en sus formas, y que vive su sexualidad de manera tan expresiva, es alguien
que, como dice el taoísmo, refuerza su vitalidad, su latido de vida, algo que se vuelve
incomprensible para quien no acepta su libertad de pensamiento y de actuación.
¿Quién podría decirlo? Se pregunta la frutera, ¿no debería estar en una cama, apocado y
esperando el momento de su desaparición? Andrea ya ha enterrado a su suegro, se niega
a actuar, es que no puede “hacer nada”, como si la salvación de Roncone estuviera en
manos de alguien. ¿Qué podría hacer ella, que ni siquiera es capaz de aceptar su propia
vida y siempre está anhelando lo que pudo ser y no fue, ni será?
186
Andrea descubre que el viejo conoce a Zambrini, el senador y dice: “Si llego a
conocer esa amistad a tiempo no me hubieran robado en Villa Giulia la plaza que
me correspondía (…) Tu padre querrá presentarme, ¿verdad? (Sampedro, 1998:
251)
-Seré la madrina, ya que se empeñan (…) pero mi madre tiene que estar loca para ir
ahora a enterrarse con un viejo en un poblacho de mala muerte sin compensación
alguna (Sampedro, 1998: 293).
Otra vez la idea de la muerte asociada a la sexualidad en la vejez. En la vejez todo está
muerto, todo ha desaparecido y nada, excepto el dinero, merece la pena. Si Hortensia
ama, está loca; pero si ama y hay dinero que lo compense, entonces el comportamiento
parece razonable. La razón de la sociedad es materialista y no entiende del espíritu del
hombre. La mujer tiene las mismas limitaciones que el hombre para encontrar su centro
187
de gravedad. Y ella, que es tan libre como él, lo demuestra queriéndolo sin reservas y
enfrentándose a la realidad del mundo que no la comprende. Los obstáculos que el autor
pone frente al personaje, acrecientan su dignidad y descubren un mundo diferente y
posible, un mundo de esperanza que está humanizado por el amor. En este mismo
punto, cuando sobreviene la muerte del anciano, Hortensia y Andrea establecen un
principio de amistad basado en el recuerdo necesario de la persona. Andrea descubre
todo lo que él había estado haciendo a sus espaldas y llega a identificarse con Hortensia
y a respetarla. Ella comprende enseguida su forma de actuar puesto que Andrea, ahora
lo sabemos, perdió a su madre cuando solo tenía tres años. El distanciamiento que está
generando en su hijo es solo una manera de responder a la falta de cariño experimentada
en su infancia. El trauma crea una barrera protectora contra el sentimiento. La razón lo
invade todo, no respeta los espacios del espíritu y ahoga el ser. Hortensia se compadece,
en cierto modo, de Andrea pero no del viejo, que, aunque ha muerto, no se ha visto
sorprendido por una muerte que le sobrevenía sino que ha convivido con ella y ha
encontrado el conocimiento, el saber y la profundidad de su íntima humanidad. Su
presencia solo ha dejado amor y un camino a seguir. Hortensia en su conversación, en
sus muestras de cariño a Brunettino parece estar prolongando esa travesía de
humanización y de naturaleza espontánea que no muere con los hombres, porque el
hombre, en realidad es solo uno.
188
189
¿Sentimiento como forma de conocimiento y transformación?
Por el pasillo llega un llanto infantil (…) Me gusta, piensa el viejo, así lloraría yo si
alguna vez llorase (Sampedro, 1998: 24).
Esa idealización del ser que llega a la vida, que lo puede ser todo, provoca una reacción
inusual en el viejo, que transforma su parecer y que altera los acontecimientos.
¡Trece meses ya! (…) Mi nieto, mi sangre, ahí, de pronto… ¿Cómo no lo supe
antes?... ¡Está hermoso, ya lo creo! (…) Ahora sonríe: ¡qué carita de sinvergüenza!
(Sampedro, 1998: 26)
190
personales. Cuando la evolución tiene lugar es porque Roncone no está evaluando al
niño, en realidad, sino a sí mismo. Sus reacciones son la respuesta a la pregunta que
supone el nieto, que es una pregunta sobre el ente complejo de la realidad y la relación
del yo con aquél. Por lo tanto, se trata de un autoanálisis modelizado en la figura del
niño, y un replanteamiento de los órdenes de la vida, que aparecen cíclicamente desde
sus orígenes. El viejo es un observador del tiempo al que ya no le preocupa el
transcurrir de las horas, puesto que todo momento es una añadidura, un regalo. Y el
nieto, en tal caso, es una experiencia mental que le hace redescubrir su propio
nacimiento.
Aquellas personas o cosas de nuestro entorno que nos afectan con intensidad en vez
de informarnos simplemente son, por lo común, nuestras propias proyecciones. Todo
aquello que nos fastidia, inquieta, repugna o –en el otro extremo- nos atrae, fascina
u obsesiona, es generalmente un reflejo de la sombra (Wilber, 2012: 128).
191
Al colocarse frente al espejo de las circunstancias evolutivas, y reflexionar acerca de sí
y de su orteguiana realidad, el protagonista no se evade de la gran pregunta sobre la
condición indispensable de la propiedad del yo, a la que parece aludir directamente. La
cuestión del ¿Quién? es, ampliamente, la cuestión del ¿Para quién? Y lo es en la medida
en que la construcción social del yo se aleja del sesgo apropiativo de lo consciente, al
redimirse en el objeto del otro significativo. En la novela de Sampedro, el mundo surge
de la redención de los demás, del conocimiento y la comprensión que todos tienen de
todos, y el lugar que se le concede al bien público, a la verdad, a la emoción colectiva.
Por esto es por lo que el viejo proyecta en el nieto todo lo que sabe y lo que adquiere en
su relación con él, antes de que otros hagan el trabajo en su lugar. Tratar de apresar las
reacciones del nieto es como tratar de evitarle el mal de lo social, que para reconciliarse
necesita destruirse previamente.
192
The importance of what we term “communication” lies in the fact that it provides a
form of behavior in which the organism or the individual may become an object to
himself (Mead, George H., 1972: 138).
En este caso el tiempo no ha servido para acumular una experiencia, una enseñanza,
para apropiarse de él sino que ha supuesto una pérdida del espacio natural. La
intervención de otras personas, Renato y Andrea, los padres del niño, han sustraído ese
acontecimiento de su línea vital. Ese distanciamiento entre hijo y padre es aquí donde se
hace más patente. Ha pasado más de un año desde que su nieto existe y, sin embargo, no
ha podido verlo, o no ha querido, no se explica en la novela, lo que refleja que la
familia, el concepto de unión genética en el tiempo, se ha disuelto en cierto modo y será
Brunettino el que, saltándose una generación, volverá a conciliar la experiencia vital
continuada entre los seres vivos de un mismo árbol genealógico.
Dice Lucrecio:
Por tanto, y en conexión con Lucrecio, esa masa de carne que llora, que pide comer, que
lleva una sangre común pero que no piensa con claridad aún, debe forjar el sentimiento
y la conexión íntima a través del saber común, que es el que forma al hombre. Y como
el contexto espacial en el que Roncone se halla, en casa de su hijo y nuera, no es el más
adecuado para la expresión de la libertad humana y de los valores naturales que él
propugna, desde sus principios y desde su mundo que los encierra, se propone, como
193
tarea principal del tiempo que le queda por vivir, el hacer de su nieto una prolongación
de sí mismo y sus saber, y no únicamente una coincidencia de nombres. Así, cuando
recibe la noticia de que Cantanotte está peor, se regocija y quiere celebrarlo con vino, y
le dice a su nieto:
Aparte de esto, se produce una inversión de los valores del anciano. Para poder
admitir al niño como suyo y transmitirle sus principios e ideas debe asumir una serie de
condicionantes que tienen su origen en el niño, que es el que marca los límites de esa
progresión. La relación entre ambos, por tanto, está marcada por el ritmo que el niño
imprime en la misma, a medida que se va familiarizando con las actitudes de su abuelo,
y éste trata de agradar al nieto conforme observa sus reacciones. Ese intercambio se
origina en el niño y no en la voluntad de Roncone. Dice a este respecto Edmund Burke:
Hay una gran diferencia entre la admiración y el amor. Lo sublime, que es la causa
primera, siempre trata de objetos grandes y terribles; lo otro, de las cosas pequeñas
y placenteras. Nos sometemos a lo que admiramos, pero amamos lo que se nos
somete; en un caso nos vemos obligados a condescender y en el otro se nos halaga
para ello (Burke, 1995: 84).
Roncone ama a su nieto, que es su sangre, que es parte de sí y que, además, le ofrece un
motivo para seguir vivo. Sin embargo, ¿qué razón tendría el niño para quererle? El
comportamiento del anciano, cada vez más pendiente del nieto y cada vez más acorde a
su forma de actuar, se gana el amor del niño, que no tardará en identificarlo, también,
como su familia. Burke nos descubre también otro aspecto interesante en el mismo
ensayo:
194
La primera y más simple de las emociones que descubrimos en el entendimiento
humano es la Curiosidad. Por Curiosidad entiendo cualquier deseo o placer, que
experimentamos en relación a la novedad (Burke, 1995: 23).
No nos da más que una vida, no acertó a darnos tetas a los hombres… Porque abajo
bien provistos y arriba con tetas… ¡Los niños serían felices! (Sampedro, 1998: 235)
Otra vez el recurso al humor para el tema sexual. Roncone no reniega de su condición
de hombre, pero anhela el poder de la maternidad y ahora que se le ofrece la
oportunidad de ejercerla, siente que su acción solo puede ser un sucedáneo de lo
auténticamente natural y genético. Todo su amor se pone al servicio de esa acción que
solo puede imitar. El anhelo que demuestra en esta frase es una expresión de que el
hombre, en realidad, sufre de amputación en una parte fundamental de la creación que
solo permanece en el ser de la mujer. Y a tal punto llega ese compromiso, esa cercanía
de la relación con el nieto, que llega a decir en un momento dado:
Lo realmente crucial, lo que marca la vida en Milán del viejo no es su propio hijo, como
vemos, sino el descubrimiento, la novedad, de la vida que proviene de él y que de él se
ha de proyectar, al fin. Por eso entendemos perfectamente el esfuerzo de adaptación que
humaniza al hombre, que lo feminiza. En palabras de Ramón Sibiuda:
195
En efecto, el amor tiene fuerza y virtud para unir, cambiar, convertir y transformar.
Y ésta es su propia naturaleza y su condición indispensable. Y por eso une al amante
con la cosa amada, y lo transforma de su ser, y convierte y cambia al amante en la
cosa amada (Sibiuda, 1995: 76).
Y ésa, claro está, es la natural correspondencia entre los seres que se identifican. El
viejo se ve en los comportamientos del niño y lo manifiesta con algarabía, sin que
podamos deducir si es él el que influye en esos comportamientos o si es la condición del
niño la que le lleva a identificarse con su ser original.
Eso, así, ¿ves cómo aprendes? Así, a golpes y a caricias… Así somos los hombres:
duros y amantes… (Sampedro, 1998: 45)
En cualquier caso, el viejo siente la necesidad de que el niño incorpore a su ser el rasgo
familiar, le incorpore a él y lo que significa. Siente que se muere, que desaparecerá y
que el tiempo no le permitirá observar la evolución de su nieto. Esa desesperación se
transforma en una defensa de los hechos que involucran la memoria y la sangre, como
símbolo de todos los que, antes que él, vivieron. No solo es la familia consanguínea, es
la familia del hombre y de sus valores. Por eso responde exaltado a las imposiciones de
la nuera:
No puedo dejar de pensar que hay aquí una alusión indirecta del anciano a su nuera.
Parece querer decirle que su falta de comprensión está alejando a un ser como él, que
representa a la auténtica familia, de su nieto, que significa la continuación de la estirpe.
Andrea, para el viejo, no tiene derecho a invocar razones artificiales para cambiar el
orden de las cosas. El orden ya lo ha establecido la naturaleza: “son nuestros”, dice. Lo
nuestro, los seres queridos, los difuntos, el pasado que ha quedado atrás pero que deja
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una huella indeleble en nosotros, que vamos actualizando en el presente actual con cada
gesto (que tiene una reminiscencia) o con cada palabra, que contiene en sí la historia de
la humanidad, no pueden ser subvertidos por el racionalismo moderno o por argumentos
ajenos a esa naturaleza. Las costumbres que pervierten ese orden son costumbres
deshumanizadoras, parece decirnos Roncone con una exclamación justificada.
Mientras el anciano imagina el futuro que, con toda seguridad, tendrá el niño. Es
decir, el futuro que habrá de repetir las acciones del pasado y que le conectarán con su
ser íntimo:
Esos puñitos, esos deditos, ¡cómo serán cuando derriben a un rival, cuando
acaricien unos pechos jóvenes…! (Sampedro, 1998: 109)
El nieto le corresponde con muestras físicas en las que parece querer agradar a su
abuelo, en una conexión contextual y comunicativa que nos remite a los instintos más
primigenios, los más auténticos:
Por último, queremos cerrar este análisis ilustrando lo que estamos diciendo. La sangre
llama a la sangre. El hombre no puede huir indefinidamente de su propia naturaleza.
Puede que no se dé cuenta de ello, como Andrea que está continuamente rechazando la
razón de ser de su suegro, pero Renato, el hijo alienado, comprenderá perfectamente de
qué se trata, a pesar de todo. Y así lo reconoce:
Milán le civiliza, comentó Andrea pocas noches atrás. Pero Renato sabe: no es
Milán, sino el niño; Brunettino transforma a su abuelo (Sampedro, 1998: 121).
Además, Renato va descubriendo que su presencia le hace recuperar todo aquello que
había perdido y que, de algún modo, ansía volver a tener. Sabe que hay cosas que no
podrá llegar a cambiar, pero la presencia de su padre en Milán, ha trastocado su
monotonía y supone un punto de vista que, poco a poco, va comiéndole el terreno a lo
que su mujer, Andrea, ha ido inoculando en él desde su matrimonio, confiriéndole una
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personalidad irreconocible que él ha aceptado como orden de los acontecimientos
ineludibles. La visión de su padre le reconforta y la trae la paz de la conciencia:
¿Por qué no nos comprendemos, padre, si yo le quiero?... Pero esta noche, al menos,
habitamos el mismo país; estamos juntos (Sampedro, 1998: 123).
Hay una capacidad indestructible del amor para crear espacios únicos, diferentes y
aislados de la realidad. Hijo y padre conviven, en una noche, en un lugar donde no
existe la deshumanización, donde solo son lo que son, están juntos y son felices. Renato
no puede cambiar, a pesar de su mujer, lo que es. Esa íntima unión es la que da lugar a
la vida, la que conecta al hombre con otros hombres, que son él mismo, y que lo
proyecta hacia el futuro a través de la línea inefable del tiempo.
La desaparición final del viejo, en la escena de la muerte en la que participa el niño, es,
a mi modo de ver, excesivamente dramática y clásica pero convoca al recuerdo de la
figura escultórica de los etruscos pues, al fin, Salvatore Roncone morirá pleno en su
felicidad, pleno en su vida, a los ojos y con la compañía de quien es parte de él mismo.
Nos queda la sensación, como lectores, de que hemos asistido a la humanización del
mundo a través del personaje y de que toda su trayectoria vital no ha sido en vano. No
es que el niño haya aprendido los conocimientos del abuelo, es que la casa donde vive y
el entorno que le rodea se han impregnado de la lección vital que ha dejado a su paso.
Esta labor, no obstante conviene a la humanidad, no a un solo hombre, no a una sola
familia. La sonrisa de Roncone es la misma sonrisa de los etruscos que ha sido el
resultado de la acción de los hombres durante muchos siglos. En el pasado y en el futuro
la naturaleza y el hombre pueden seguir estando conectados con voluntad, y eso es lo
que nos explica esta novela.
198
199
ACTIVIDADES PARA EL AULA
Para la aplicación de este estudio de La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, vamos
a suponer un aula de 3º de la ESO, y un grupo de 25 alumnos. En este caso, y tras hacer
una introducción histórica lo más somera y resumida posible, vamos a construir el
análisis crítico de la obra a partir del trabajo colectivo de los alumnos, supervisados
entre ellos y con el profesor, respondiendo, como horizonte de expectativas del mismo,
a un listado que, previamente habrá de elaborar, para sí, sobre principales asuntos
derivados de la lectura de esta novela (o de otras). Este listado servirá de guía para ir
centrando los temas de discusión. En nuestro caso, proponemos una lista de 9 puntos
fundamentales a tratar:
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Toda actividad tendrá como principal objetivo la construcción, por parte del alumnado,
de los elementos teóricos que darán respuesta a las preguntas planteadas en la tarea,
desde un punto de vista crítico.
Objetivos: Distribución del aula en grupos TEI y de tareas a realizar por los mismos.
Contenidos: Temario de la novela a estudiar.
Desarrollo:
- Para un aula de 25 alumnos, creamos 5 grupos de 5 alumnos cada uno. En cada grupo
se establece, elegido por el profesor, un TEI (Tutor entre iguales), al que se le asignan
las tareas de supervisión y responsabilidad con respecto al trabajo del grupo. El TEI se
encargará de exponer los resultados del trabajo y de responder a cuantas cuestiones se
planteen, en representación del grupo.
- Se distribuyen los capítulos de la novela entre los grupos existentes, para realizar una
lectura colectiva. Una vez trabajados los capítulos, cada grupo expondrá en clase un
resumen sinóptico-argumental sobre los mismos. El resto de grupos, durante la lectura
pública, tomará notas para extraer y proponer aquellos asuntos fundamentales que se
derivan de esa parte de la novela.
-Los temas propuestos se distribuyen entre los grupos, para que éstos establezcan sus
líneas maestras de discusión. Cada grupo, por lo tanto, con la supervisión del TEI,
establecerá una lista de preguntas esenciales que analicen el tema asignado. Esta lista
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será la que, una vez discutida públicamente, servirá de base a la siguiente fase de la
actividad.
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- El profesor ha de explicar, previamente, determinados criterios básicos de búsqueda de
información, para seleccionar aquella que sea relevante, pertinente y precisa, y que
aporte un valor añadido al trabajo analítico realizado por los alumnos. Explicar los pros
y contras de Internet y el modo correcto de utilización de la red.
- Cada grupo, además, propondrá una lista de 5 ítems de información relevante sobre
alguno de los puntos resumidos en la lista de palabras-clave.
- Supervisar, por parte de los TEI y del profesor, los aspectos formales de la redacción,
así como los parámetros de presentación exigidos.
- Finalmente, el trabajo, una vez revisado, se compila en un fichero .pdf y se envía a las
direcciones de los correos electrónicos de los alumnos o, en su caso, se entrega
203
personalmente en papel, para que todos dispongan de un ejemplar de su trabajo
completo. En dicho trabajo se podrán incluir cuantas propuestas sean procedentes:
mapas conceptuales, esquemas o presentaciones gráficas.
- Exposición en común de los resultados: uno para los TEI y otro, para el resto de los
integrantes.
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PROYECTO DE WEBQUEST.
LA SONRISA ETRUSCA: LA OTRA NOVELA.
¡ÉCHALE UN VISTAZO!
EL ARTE ETRUSCO.
Tal vez te interese ver los diferentes ejemplos de manifestaciones artísticas que dejó
este pueblo. Te van a sorprender.
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AUDIOLIBRO.
Aquí tienes la posibilidad de revisar el texto de José Luis Sampedro, pero esta vez a
través de la literatura oral. ¿Te apetece que te cuenten un cuento? ¡ATRÉVETE A
IMAGINARLO!
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¡HAGAMOS TURISMO!
Conoce la tierra del viejo Roncone, la Calabria, y la ciudad donde se desarrolla la
acción. Un vistazo a la cosmopolita Milán.
¡Cómo nos gusta viajar!
CALABRIA MILÁN
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ACTIVIDADES COMPLEMENTARIAS
1. LECTURA DRAMATIZADA
2. INTERCONECTADOS
210
debe ser previa a las demás, de forma que vaya condicionando el calendario y la
información que ha de desarrollarse, posteriormente, en clase.
3. ARTÍCULO
Con el lema “La vejez en el siglo XXI”, los alumnos escribirán un artículo en el
que pongan de manifiesto cuál es la significación de la vejez para ellos, que pertenecen
a una generación y a un mundo distinto del de Roncone. ¿Cómo nos vemos cuando
envejecemos? Hacer un retrato descriptivo imaginándonos como personas mayores.
¿Quiénes somos? ¿Cuáles son nuestras inquietudes, nuestros problemas? ¿Qué
queremos de la vida?
4. DEBATE
5. LOS CONFERENCIANTES
6. CONCURSO
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Se realizará en el formato pregunta-respuesta. Se forman tres grupos en el aula.
El mecanismo de juego será el siguiente:
1- Se realiza una pregunta a la clase, basada en aspectos de la novela estudiada, con tres
posibles respuestas.
2- El equipo cuyo líder levante antes la mano tiene que contestar. Si falla la respuesta,
hay rebote, y contestará el segundo.
3- Si la respuesta es correcta, entonces ha de elegir, para una segunda pregunta, entre un
tema de cultura general u otra relacionada con los Etruscos.
4- Si la primera respuesta es correcta y la segunda es incorrecta, el equipo en cuestión
suma un punto. Si las dos respuestas son correctas, el equipo suma dos puntos.
De 15 primeras-preguntas realizadas han de haberse contestado, al menos, 10
correctamente, en las dos primeras opciones de contestación. Si esto es así, todos los
grupos sumarán a la nota final del tema, según su clasificación: Primer clasificado=1
punto; Segundo clasificado=0’5 puntos; Tercer clasificado=0’25 puntos.
8. MICRORRELATO
9. LA BOLA DE CRISTAL
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Una vez escaneadas partes del libro, se ofrecen a los alumnos para que realicen
predicciones sobre la posible continuación de esa parte de la historia que se les ha
mostrado. Se hará con diferentes secciones del libro.
Este ejercicio debería realizarse previamente a la lectura de la obra por parte de los
alumnos, para evitar posibles contaminaciones de las ideas espontáneas que puedan
surgir.
Una vez que los alumnos hayan revisado la obra a estudiar, entre todos han de
elaborar un mapa conceptual o un esquema general de los personajes y la acción, con
flujos que indiquen el movimiento de las ideas y de los protagonistas, en el espacio y en
los esquemas personales mostrados.
Se propone que los alumnos hagan, por grupos, un video-clip sinopsis del
argumento de la novela, presentando la acción y haciendo atractiva su lectura. Los
videos se pueden grabar con la tecnología móvil actual y presentar en ficheros de video
de formato estandarizado, para que todo el mundo pueda acceder a él y para que
podamos verlo en clase en la pizarra digital. Cada grupo tendrá libertad creativa y se
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valorará el guion, que habrá de ser presentado también, la estructura de trabajo, los
esquemas de tiempos de grabación, así como la intencionalidad, el esfuerzo y todos los
elementos visuales que se produzcan.
Éste debe ser el espacio para abrir un apartado llamado “creaciones”, donde los
alumnos pueden colgar enlaces a los diferentes trabajos realizados, con el fin de que
puedan ser compartidos por el resto de los alumnos y el centro, en general. El criterio de
exposición debe ser: primero, los trabajos premiados; finalmente, los trabajos que el
equipo docente considere suficientemente atractivos. Los trabajos que no cumplan un
mínimo de calidad, no serán valorados y quedarán fuera del espacio virtual.
FICHAS DE TRABAJO
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Progreso Unidad Comunidad Información
Actividad:
Escribir un párrafo donde se reflejen las impresiones que se deducen del visionado
de la foto, usando algunas de las palabras propuestas y añadiendo otras.
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Libertad Paz Sosiego Felicidad
Aislamiento Desconexión Rural Dureza Lento
Actividad:
Escribir un párrafo donde se reflejen las impresiones que se deducen del visionado
de la foto, usando algunas de las palabras propuestas y añadiendo otras.
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FICHA 2: ¿A quién ves?
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FICHA 3: ¿Cómo lo ves?
El área personal
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El área social
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FICHA 4: ¿Quién es?
Su nuera Su nieto
Su hijo Hortensia
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FICHA 6: LA MEMORIA
ACTIVIDAD:
Escoge 5 objetos que sean claves en tu memoria (actual o pasada) y coloca junto a
ellos una palabra que defina el recuerdo asociado a ese objeto, y otra que defina el
sentimiento que provoca en ti. Sigue el esquema:
221
222
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
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El personaje y el texto en el cine y la literatura, pág. 4-8. Disponible en
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SOBRE DIDÁCTICA Y LITERATURA.
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Introducción a la literatura española. Guía práctica para el comentario de
texto, Madrid, Uned.
SIMÓN DÍAZ, José (1980): Manual de Bibliografía de la literatura española, Madrid,
Gredos.
TALENS, ROMERA CASTILLO, TORDERA y HERNÁNDEZ ESTEVE (1999):
Elementos para una semiótica del texto artístico, Madrid, Cátedra.
YERRO, Tomás (1977): Aspectos técnicos y estructurales de la novela española actual,
Madrid, Universidad de Navarra.
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