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FIJMAN, JACOBO - San Julian El Pobre (Relatos)

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Jacobo Fijman

San Julián el pobre

(relatos)
JACOBO FIJMAN (Besarabia, 25 de enero de 1898 – Buenos Aires, 1 de
diciembre de 1970) fue un poeta judeo argentino. Nace en Besarabia, en la actual
Rumania, el 25 de enero de 1898. A principios del nuevo siglo emigra con sus
padres a la Argentina donde se instalan en la provincia de Río Negro.

Pese a ser uno de los escritores más distinguidos de toda la vanguardia


argentina, sus creaciones han intentado silenciarse de diversas formas. La obra de
Fijman puede dividirse en dos partes bien definidas y a lo largo de ella puede
notarse una evolución clara; pasando de un registro de vanguardia hasta alcanzar
una poesía con marcados rasgos místicos. El propio poeta vivió un cambio
espiritual que lo llevó del descreimiento absoluto a la creencia cristiana.

En 1917, luego de una residencia en la localidad de Lobos donde cursa sus


estudios primarios, se traslada a Buenos Aires e ingresa en el profesorado de
Lenguas Vivas y obtiene el título de profesor de francés. En 1921 ocurre la primera
de sus internaciones en el Hospicio de las Mercedes. En esa época forma parte de
la vanguardia literaria del grupo Martín Fierro, donde se vincula con Jorge Luis
Borges y Oliverio Girondo. En 1926 publica su primera obra, el libro de poemas
Molino Rojo. Ese mismo año viaja a París. Hacia 1930 se produce su conversión al
catolicismo y publica su segundo libro: Hecho de Estampas. En 1931 aparece
Estrella de la mañana, tercera y última obra de su producción. A lo largo de esa
década viaja por el país ejerciendo oficios diversos, entre ellos el de violinista
ambulante. En 1942 es internado nuevamente y definitivamente en el Hospicio de
las Mercedes, con diagnóstico de psicosis distímica. Muere en 1970 en el Hospital
Psiquiátrico José T. Borda de la ciudad de Buenos Aires.

Jacobo Fijman, pastel, 17cm x 11cm, s/f, firmado abajo a la derecha.


Dos días

Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco.
Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón, siendo una cosa de orden
metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed,
dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorar a los hombres, tenía sentido del
sacrificio, me redimía, amaba. No sé por qué, en una comisaría de la ciudad, me
apalearon. En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del
origen de la especie, del superhombre y cantando La Marsellesa. Me había
desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de
inocencia, de santidad.

De mañana, vino mi padre; vino hasta el calabozo, acompañado de un


policía. Mi padre ha envejecido. Está más canoso. Tiembla. Tiene los ojos azules,
más azules y tristes.

—¡Cómo, hijo!, ¿ayer te emborrachaste? Pobrecito, no es nada. ¿Para qué te


desnudaste? —me pregunta con mucha ternura, con mucho miedo.

Yo no le digo nada. Entonces mi padre se echa a llorar.

El policía mira; tiene un aire seguro, tranquilo.

—Hijo, en la sala de espera está tu madre.

Yo no le digo nada. Interiormente sonrío y reflexiono: ¡Cómo!, ¿no sabrá éste


que soy el superhombre? ¿No sabrá lo que todo el mundo: que tengo el cerebro de
oro? Por eso me pegaron en la cabeza. No me la pudieron romper. ¡Y, cómo!, ¿no
sabe que soy el Mesías? ¿No recuerda la sesión teosófica que le di anoche? ¿No le
habló Kliguer, que es poeta y teósofo, de mi lenguaje de los dioses? ¡Cómo!, ¿y se
olvidó de las tres piezas que toqué en el violín para recordarle quién era? ¿No
recuerda de mi «Kol Nidre», de mi «Air» de Bach y de la «Marcha Fúnebre» de
Chopin? ¡Y, cómo!, ¿no sabe que mi violín es de una antigua sinagoga de
Jerusalén? ¿No sabe que soy el Anunciado? ¿No sabe que he escrito mi Tabla de
valores?
—Vamos, hijo, vamos.

Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota
de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más
policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con sus
mismos libros, donde anotan los datos, con la misma lapicera.

Ahora todos me miran, me observan, sin duda para no olvidarme.

De pronto, el escribiente interroga:

—Profesor de violín, ¿no?

Ahora interrogan todos: «Profesor de violín, ¿no?», y anotan lo mismo. Yo


pienso: Je. ¡Profesor de violín! Gente estúpida, todavía cree en la división del
trabajo.

Al rato, salimos. Es un día de sol, caluroso, 23 de enero. La ciudad está


silenciosa: sin duda la gente ya sabe que no me gusta el ruido.

—Vamos a tomar un auto, hijo —dice mi madre.

—No, yo no voy, no, no —contesto.

Y aprieto a los dos contra mí de un modo que los hace estremecer.

No quiero ir en automóvil después que he escrito mi Tabla de valores. El


auto es un elemento de civilización. Yo no quiero debilitar mis pies; yo no quiero el
progreso. Yo quiero la caverna del hombre primitivo; quiero a Eva; quiero la
llanura; quiero el sol.

Después, les digo:

—Vamos a lo de Alberto, a mi casa de Alberto.

—Nosotros no la conocemos. ¿Adónde nos llevas?

La ciudad está cambiada, pero reconozco el camino. No sé cómo, me


acuerdo de los pájaros. Los pájaros tienen sentido de orientación; aunque la ciudad
ha cambiado tanto, me digo: Encontraré la casa de Alberto.
Camino y camino. En efecto, la ciudad ha cambiado. Hay otra luz en la
ciudad, velada de un color de fuego transparente, de seda. Estoy, sin duda, en otro
plano.

Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una
alteración nerviosa, me siguen. Siguen un fantasma. Se detienen y me aconsejan:

—Volvamos a casa; a nuestra casa; no seas malo.

—No, casa de Alberto —contesto, y los obligo a seguir.

Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me
sugiere la idea de que los de la casa han muerto, que han desencarnado, que se han
vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo
hablándome del «Ayer».

—Buscas tu Ayer —me dijo.

Como es pelirrojo y sanguíneo, se me ocurrió, de improviso, que tiene el


color de los ladrillos que hacían los esclavos faraónicos. Vi en él algo de Triángulo.
Me eché a llorar. Este hombre sabía mi angustia. Sabe que busco un sentido a la
muerte. Sabe que soy el Anunciado. Lo sabe todo. Es Salomón. Los dos nos hemos
encontrado. Yo soy Moisés: he aquí que mis manos tienen el cayado del profeta.
Con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos. Somos dos antiguos que se han
encontrado. Ahora, creo que el viejo me cuenta una parábola. Es verdad, al padre
de Alberto le gusta hablar de parábolas y contar leyendas de la antigüedad.

Empieza a llover.

—Es fiesta —dice el padre de Alberto con un acento de nostalgia, lánguido,


imprevisto.

Llueve ópalo, azul, oro, violeta. ¡Je! Estoy en Jerusalén. Ya estamos en


Jerusalén. Salgo corriendo de la casa de Jaime Berg, padre de mi amigo Alberto,
Debo anunciar algo: leer mi Tabla de valores. Soy el Anunciado. Voy a darle un
abrazo a Kliguer, el poeta teósofo que muchas veces me ha dicho que soy más
anciano que él. Tenía razón. Soy el Mesías. Anunciaban que vendría después de la
guerra.

He visto a Kliguer en la redacción del «Ydische Zeitung». Me recibe en su


gabinete de corrector de pruebas. Le hago «señas».
—¿Hablas el lenguaje de los dioses? —me pregunta.

Sigo haciéndole señas.

—¡Qué lástima que no tenga una flor para darte!

Sigo haciéndole señas.

—Bueno, ve, anda, si no quieres decir nada.

Entonces le hago un gesto significativo, como diciendo:

—Kliguer, te espero mañana en las barricadas. —Y golpeando el suelo


furiosamente, salgo de la redacción.

Son las cinco de la tarde. La tarde es turbia. Ha refrescado.

Ahora voy a lo de Giacosa con un candado sobre la puerta. Ya debe de estar


preso. La policía ya sabe que mañana estalla el caos. Me echo a reír y grito:

~¡Yo soy el anunciador de la tempestad!

En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la
calle Corrientes, risueño, gozoso. Veo un judío de barba; usa patillas de patriarca,
anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho
sionista. Se llama Stein.

—¡Ah!, si él supiera que yo soy el Mesías.

Ya lo he perdido de vista. Sigo caminando. En la trastienda de una sastrería


hebrea están dos sastres que parecen ser los dueños, y Moicha, un conocido
violinista de piezas típicas de casamiento. Los dos sastres son morenos, afeitados,
gordos; usan anteojos de carey, son de mediana estatura, algo encorvados; Moicha,
el violinista, es rubio, calvo, flaco, rasurado; lleva una vieja levita de un negro
desteñido que tira a verde. Ninguno de los tres me conoce, pero yo sí los conozco;
los he observado muchas veces. Están examinando un violín; me parece que
Moisés también se dedica a revender violines. Me detengo y los miro. Después me
acerco a ellos. Pido el violín. Me miran curiosos, asombrados. Pruebo el violín cual
un consumado luthierista, golpeando en la tapa y aplicando el oído por si se
percibe la vibración simultánea de las cuatro cuerdas.
Dicen en yargón:

—Parece que entiende.

Me hago el ingenuo y les digo:

—Este es un instrumento hebraico.

—Sí, sí —dice uno.

Y otro, en yargón:

—Sabe, sabe.

—Hoy es día de la raza, ¿no? —les pregunto.

Todos me miran azorados. De pronto pego un formidable puñetazo sobre el


mostrador, gritando:

—¡Llegaremos!

Ellos tres gritan horrorizados:

_¡Está loco!

Salgo corriendo, lanzando carcajadas terribles, ásperas, sarcásticas. No saben


que soy el Mesías. No me presienten.

Todavía tienen miedo. Esperan. Sigo caminando. Ya he caminado un trecho


enorme. Estoy cerca del barrio de Flores. Ahora me voy a leer mi Tabla de valores a
Enriqueta Gómez, una grande alma solitaria. No sé quién la llamó Luisa Michel o
la comparó con ella. Me parece que estoy enamorado de Enriqueta. Tengo que
leerle mi Tabla. Se alegrará mucho. Hace tiempo que no la veo. Además tengo que
decirle que estoy enamorado de Carolina Mendoza. Ella debe de conocerla. Algo
tengo que contarle. Carolina es una muchacha rara; le gusta enamorar a los
hombres y después volverles la espalda, como hizo con mi amigo Berman.
Posiblemente, si Berman no se hubiera enamorado, ella seguiría siendo su amiga.
A mí me tiene miedo. No me tiene odio. No, a mí me ama. Tampoco. Conmigo le
gusta hablar sobre pesimismo. Carolina es escéptica, amarga, pesimista. Carolina
sabe más que el padre, un abogado que no ejerce, tolstoyano, que cree en la moral,
no cree en Dios, es enemigo del Estado y ha publicado sobre moral veintidós
tomos. La madre de Carolina es una mujer pequeña, flaca, neurótica. Habla de
melancolías, de flores, de la provincia natal y es enemiga del matrimonio. Ahora
vive sola con Carolina. Odia al marido. Él, a su vez, también la odia. Todos ellos se
odian. Me causan risa. Carolina tiene unos hermanos pelirrojos que la detestan. La
llaman perversa. Son bolcheviques. Trabajan en una fábrica. Hablan mucho. Dicen
cosas disparatadas. Son pelirrojos e impulsivos. Pero ya amo a Carolina. Voy a
decírselo a Enriqueta Gómez, que me comprende. Pero también estoy enamorado
de Sofía y compadezco a Emma. Amo a Sofía desde que hablé con ella en la
Maternidad. Tiene ojos de ensueño. Me acordé de Schumann. Oí música. Consulté
con ella sobre Carolina.

—Yo soy muy franca —me dijo—. Esa muchacha tiene más inteligencia que
sensibilidad.

Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño.
Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados.
Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice,
sorprendida:

—¡Oh!, ¿qué les ha pasado?

Sofía y yo estamos en silencio.

Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con
un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.

—Me consolaré con ser madre —va diciéndome Emma.

Emma es buena y fea; quiere estudiar medicina.

—La vida para mi no tiene objeto.

—Para mí, sí —le contesto.

—¿Por qué? —me pregunta.

—Porque dos y dos son cuatro.

Pasamos cerca de la Penitenciaría Nacional. Me parece que hago una seña.


Con ella quiero decir: «Mañana, a primera hora, larguen los presos. Mañana
Beethoven dirigirá en el estadio la Novena a coro». Emma me habla de Fanny.
Fanny me quiere mucho. Es rubia, tiene ojos azules; dice que soy un tipo original.
Fanny me ama, me adora, me comprende. Voy a decírselo a Enriqueta Gómez para
asombrarla.

Un día me preguntó si alguna vez estuve enamorado. Una noche volví


cansado de vagar y soñé que Enriqueta Gómez me daba un abrazo de alma, un
abrazo inmanente, un abrazo de alma extraordinaria.

Ya estoy en la casa de Enriqueta Gómez. Sale una señora de luto. Me dice


que Enriqueta Gómez no está. Me siento sobre un montón de ladrillos a esperarla.
Yo venía a anunciarle que mañana estallaba la revolución; pero ella debe de estar
preparándose, si es que no está en la cárcel. Pero necesito leerle mi Tabla de valores
para que tenga ánimo en las barricadas.

Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas
partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está
perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a
caminar. Sólo encuentro mujeres de los negros, ojos tristes de horror. De fijo que es
la hora. En este momento anoto no sé qué impresión en mi Tabla. Me encuentro
con unas mujeres hermosas, divinas.

—¡Oh, un poeta! —exclaman y se acercan para observarme. Miro el cielo. El


cielo está cada vez más azul, más alto, más lejano. Camino y camino.

Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la
Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro,
porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido,
mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos,
anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a
dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico,
milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran
obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; «Ayer» usaba trapo rojo; hoy soy el
mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en
aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:

—¡Es dinamita!

Hay un desbande. Alguien me ha tirado una flor roja. Ese alguien me ha


reconocido.

—Es la hora —pienso—. Yo soy el Cristo Rojo.


Los rayos se desdoblan en el espacio. Ya no hay estrellas. Ya no hay gente.
Llueve.

Me vuelvo a mi casa. El portón negro del palacio en que vivo se abre


empujado por una mano misteriosa. Ah, sí, ya sé, es Chernichevski, el espíritu del
jefe de los nihilistas, que me abre la puerta. Entro a mi casa. Todos duermen.
Duermen en el suelo; se explica, hace calor, mucho calor. De pronto, me detengo a
contemplar a mi hermanita Fedora. Todo su cuerpo es blanco, de mármol, de
diamante. Veo sus envolturas astrales. ¡Dios mío, la inmortalidad del alma es un
hecho! Ahora, por fin, siento la alegría de vivir. No se muere nunca. Se «es»
eternamente. Bienaventurados todos nosotros. Aleluya. La vida tiene sentido; la
muerte tiene sentido; todo tiene sentido. Pienso que todos los cuerpos de mi casa
contienen espíritus antiguos, superiores. Evohé, toda Grecia está en mi casa.

Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer,
porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia, Hay que ser un dios,
algo más y siempre más.

La canilla de la pileta resplandece. Me digo: «Es de oro». Ahora todo es de


oro. Se explica; yo, el superhombre, encontré la piedra filosofal. La piedra filosofal
la descubrí en el sonido. Soy el alquimista de los sonidos. Ahora todo es de oro
puro. Todo se ha purificado. Todo brilla. Ha llegado la hora del alba eterna, del
alba esperada. Homero ha vuelto a reencarnarse para mi fiesta. Pues bien, bebo.
Bebo agua. Son las últimas gotas de agua que beberé, nada más que para limpiar
mis órganos de oro, los órganos eternos; los órganos que no saben del bien, ni del
mal, ni de la virtud, ni del pecado; los órganos del Integral, del Superhombre.

Entro en la cocina. Está clara, limpia. La lamparilla eléctrica es de color rojo


y amarillo. Debe de ser una comunicación de Moscú. Recibo noticias secretas que
contesto.

La luz recta de un reflector, con un aliento monstruoso, enfoca la ciudad.


Recuerdo a mi Jerusalén. Estoy percibiendo aromas, incienso. Mí cuerpo exhala,
poro tras poro, aromas distintos y penetrantes. Estoy en la gloria. Desde el fondo
de mi ser me brotan aleluyas. Mi ánimo se resuelve en misticismo. No me
entiendo. Tengo la certeza del otro espacio, del otro. El alma existe. Dios existe. Yo
existo. Nada muere.

Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están
blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi
amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a
reflexionar.

Soy feliz. La felicidad es mía. Tengo paz, seda, dulzura en mi sangre. Ya no


soy pesimista.

En eso entra mi madre.

—¿Qué haces? —interroga.

—Mire, mire: ¡qué limpia tengo la boca!

—Es cierto. —Y luego agrega—: ¿Dónde has comido?

Yo por toda respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego
mi madre no sabe quién soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de
compasión y dulzura para conmigo:

—Bueno, vete a dormir —me ordena.

—Después.

Ella se va meneando la cabeza, pensativamente. Todo está en silencio. Me


deslizo como una sombra y salgo. Tampoco dormiré más. Ni comer ni dormir,
nada de las dos porquerías.

Estoy en la calle. Camino. Recuerdo que debo estar en mi «soviet». Mi


«soviet» está compuesto por Pardo, Berman y Soria. Los tres ilustrados. Los tres
son revolucionarios. Los tres son pesimistas. ¿Cuál de los tres es más pesimista?
Pardo, porque ama el color gris y tiene ojos tristes; pero cree en el amor. Berman no
cree en nada, pero tiene pasiones con alternativas que dan miedo. Soria está
casado. El pesimista soy yo. No; el pesimista es Enrique Pitzberg, un muchacho
medio feo, con algunos dientes de menos y atacado del mal metafísico. No cree en
nada; todo está mal; todo es inútil; los hombres son perversos; las mujeres son
idiotas. El universo está mal construido. Tales de Mileto se equivocó en su teorema
sobre la construcción del mundo. Todo es imperfecto. La perfección es inútil,
porque Kant, porque Fichte; porque Descartes; pero Bacon, pero Sócrates, pero…

No, éste tampoco es pesimista. Y, aunque lo fuera, no lo entiendo. Pesimista


es Tartessi. Tartessi es un muchacho que se le ha dado por usar barba. Es un
temperamento apasionado, latino; y es neurótico. Lo es su madre, su hermano el
violoncelista y sus hermanitas. Él está en pleno pesimismo. Lee a Leopardi, el
Eclesiastés; pero estudia el yargón, porque se ha enamorado de una violinista
judía. Ahora ya no está enamorado. Quiere irse a Norte América, a Italia o al
campo. No, tampoco Tartessi es pesimista. Pesimista es un exfraile amigo mío, un
tipo erudito, vagabundo. Lee mucho; y come donde puede. ¿Dónde estará? Debe
de estar también preso, porque dijo el otro día a voces:

—Moscú es la capital del mundo.

—Montenegro —le dije— cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a
muchos, sin miedo, sin piedad.

—¿Matar? Yo no sé matar —me contestó.

—El que no mata en la hora de la revolución, la hace fracasar.

—Yo sólo aspiro a ser comisario de instrucción pública.

He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que
porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son
los que dicen: «Hemos llegado demasiado tarde» y quieren volver a la Edad Media
o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para
esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y
a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para
la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomas;
queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro
es una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a
Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente,
por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos
que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt,
(Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado). Ah, pero
el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo
en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre
vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento, Su
cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente.
Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. Él es el único que no cree
en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece.
Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las
que oyó en las estepas.
Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las diez me encuentro
con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el
piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que,
según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es
posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se
va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar
más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Superhombre; el
Mesías.

Después he visto a Berman, al padre de Berman, un hombre silencioso y


bueno. Me habla y no le contesto. Encuentro a Soria, a Pardo, y a Muñoz, un
muchacho anarquista con todos los defectos de tal; y encuentro a Tartessi. Todos
me hablan y no les contesto. No debo hablar más el lenguaje vulgar y tonto. Soy,
pues, el Superhombre.

Llega la noche. Recuerdo unos terribles golpes sobre mi cuerpo, una


comisaría, gritos, cantos, ¡qué sé yo!… Ah, es verdad, estoy en la casa de mi padre
Jaime Berg. Él me había abandonado en Rumania; una de esas cosas que ocurren
en el mundo: un devaneo, un amorcillo. Samuel Lejtman no es mi padre; él sólo me
ha criado. Mi madre adoptiva me sacó de la cuna. Con razón la que yo creía mi
madre no tuvo hijos durante nueve años. Por eso me adoptaron. Todo termina
bien. Estoy en la casa de mi padre Jaime Berg, mi verdadero padre. Pero a las tres
de la tarde vamos a lo del psiquiatra José Ingenieros, a discutir posiciones
revolucionarias. Veremos cómo se resuelven. Nos acompañan Samuel y Alberto;
yo voy con mi padre Berg.

Entramos a lo de Ingenieros. Le hacemos unas señas misteriosas que


comprende y contesta. Ya sabe quién soy y quiénes somos. Nos despedimos. Al
despedirnos pego un golpe con el pie, y grito:

—¡Yo soy el Cristo Rojo!

Ingenieros me golpea el hombro, diciendo:

—Eh, amigo, aquí no se grita.

Está bien, comprendo, es una orden para las barricadas.

Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca.
Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:
_¡Viva la revolución social!…

—No grites —me interrumpe papá Berg.

Bueno, la revolución está hecha.

Hemos vuelto a la casa de mi verdadero padre. La casa está en silencio y


triste.

—Ahora, a dormir —me dice mí «verdadero padre» que me lleva al cuartito


donde duerme Alberto. Allí me desnuda y me hace acostar en una cama plegadiza.
El cuartito es oscuro. Hay muchos baúles. No hay dónde moverse.

—A dormir, a dormir —me dice por última vez y se va, bajando una
escalerita de hierro.

Ya no oigo sus pasos. Duermo. A los pocos minutos me despierto, y me


siento sobre la cama. Hace un calor insoportable. Tengo toda la sangre en la
cabeza.

—¿Dónde estoy? —pregunto.

Nadie me contesta.

—¿Quién me ha traído aquí? —vuelvo a preguntar.

Anoche me pegaron en la comisaría, recuerdo; aquí tengo algo, adentro, en


la cabeza. Me pesa y no me pesa. Todo es rojo. Veo mal, distingo mal las cosas.
Vuelvo a acostarme, pero no me duermo.

Viene mi verdadero padre y me dice:

—Tienes que tomar esto —y me ofrece un líquido en una cuchara.

—No, no quiero.

—Toma, toma, te lo manda Ingenieros.

Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, sí, debe de ser una
receta «bolchevike» que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería!
Ingenieros debe de haberme «tomado el pelo». Ingenieros es una bestia. Debe de
ser la cuchara que les da a sus iniciados de «La Siringa».

—Bueno, a ver si por fin te duermes —me dice papá Berg.

Duermo un rato. Oigo la voz de mi hermano que está abajo. Mi verdadero


padre le pregunta a mi hermano David:

—¿Tenía muchos amigos?

—Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de
aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.

Hablan de mí como si hubiera muerto. Vuelvo a dormir unos minutos.

Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por
la voz, se me figura que está vestida de luto.

Dice la señora de luto:

—Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…

—Murió anoche. ¡Qué se va a hacer! —añade la señora de mi verdadero


padre.

De manera que estoy muerto. He muerto anoche. La paliza que me dieron


era para hacerme desencarnar. Ahora lo comprendo todo.

Oigo llorar a mi amigo Alberto. Verdaderamente estoy muerto. Me consuela,


no obstante, pensar que estoy vivo, que la inmortalidad del alma es un hecho.
Estoy flotando en el cuarto.

A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está
velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.

—¡Je! Mi hermano no se ha dado cuenta.

Ha estado velando mi cadáver. Ha bajado, y ha vuelto a subir «mi


fantasma».

Duermo. Me despierto preguntando por Rosa, una amiga mía.


—Yo soy David y no Rosa. Duerme —me contesta mi hermano.

¡Qué raro es todo! Este cuarto suspendido en el aire, no sé cómo, se sostiene.


Los baúles son sospechosos. Ah, sí: uno es para mí; y el otro es para Alberto, Nos
vamos en aeroplano a Moscú, porque el gobierno de aquí nos persigue. No, me iré
con mi «padre». Él no se llama Berg; él es Trotzki. Va y viene de Moscú cuando le
place. Yo soy Lenin. Ahora todo se explica, se aclara.

De mañana viene a verme la señora de mi padre. Me habla con dulzura, y


me «ceba» mate.

—¿Está bien el agua? —me pregunta.

—¡Más caliente! —le contesto.

—Bueno, voy a calentarla.

Al rato vuelve.

—Y ahora, ¿le gusta?

—¡Más caliente! —le grito.

—¡Pero, si está hervida!

—¡Más caliente, más caliente! —le grito repetidas veces, lanzando terribles
carcajadas.

Ella se va, o no sé cómo desaparece. Todo pasa como en un sueño. Los


dioses están contándome un cuento shakespeariano.

Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto.
Reconozco la lamparita; Samuel Leftman me la tiró una vez, porque nos
enfadamos…

Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele
a tabaco, a miseria, a no sé qué.

—¡Fuera, fuera! —le grito.

Él llora, llora como un niño.


Vuelve a acercárseme; le doy un puñetazo. Se va.

Después viene Neje, la que me ha criado, mi madrastra.

—¡Fuera! Tú quieres plata, sólo quieres plata.

Ella llora. Aquí todos lloran. Todo el mundo llora. Se va.

Este cuento de los dioses es muy triste. Es como la vida…

Luego sube Rebeca, que viene con la sirvienta; pero no es la sirvienta, es


Luisa, una amiga de mi infancia, que hace diez años que no veo y que ha venido de
Norte América a visitarme. No, es Lina, una amiga mía de Mendoza. No, es
Octavia. Rebeca me da los buenos días y se va. Se va Luisa o Lina u Octavia. Lina
se parece a Cristo. Es rubia; tiene ojos azules. ¡Cómo cambia el tiempo hasta las
fisonomías! Ya no están en mi cuarto. Se han ido. Se oye sonar el piano. Mi padre
grita. Es la hora de comer. Alberto llora. No comprendo. La voz de Samuel me
dice:

—Israel, ¿quieres comer con nosotros?

—No. Yo no bajo. ¡Yo subo! ¡Vivan las alturas!

—Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar
el «Kadisch» —le oigo decir.

—¡Cómo! ¿No dijiste tú que cuando murieras te levantarías de tu sepulcro


para rezarte tú mismo el dichoso «Kadish»? —le digo.

Todos ríen.

Ahora duermo. Duermo profundamente. Estoy en el Egipto. Me han


encerrado en la Esfinge. Debo colgarme de los anillos de Saturno para salvarme. Ya
estoy colgado. Soy un caldeo que observa las estrellas.

Ya estoy en el espacio. Los anillos de Saturno me han salvado. ¡Qué lejos


está la Tierra! ¿De qué encarnación me acuerdo? Estoy saturado de una luz azul.
Sólo me falta la escala de Jacob. Me he salvado. Mi salvación es eterna. ¡Cómo
canta el mar, un mar que debe estar lejos, entre unas nieblas de ensueño!

Ha pasado tiempo, mucho tiempo. ¿De qué? No recuerdo. ¿Para qué ha


pasado el tiempo? Ya es tarde para volver; pero volver, ¿a dónde volver? No lo sé.

Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las
barricadas.

—¡Yo soy el Cristo Rojo! —grito azuzando al pueblo enloquecido.

Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la
plaza. Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y
grito como un endemoniado.

Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un
médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.

Ahora está a mi lado Alberto, que escucha mis aventuras.

—¿Te acuerdas?, me caí al agua, allí, cerca de la Asunción… Me salvó Tomás


Mendoza, un militar, camarada del coronel Jara. Me sacó del agua por los cabellos.
Mi canoa chocó contra un vapor. ¿Cuándo trajeron mi cadáver?

Alberto se desternilla de risa. Me habla de no sé qué cosa. Pero ahora


descubro que yo estaba equivocado. Alberto Berg soy yo; él es Israel Lejtmar, Yo
tengo esa enfermedad del corazón; yo uso lentes; yo soy gordo; yo soy hermano de
Rebeca. Yo he estado esperando que mi madre volviera de Europa, donde la ha
sorprendido la guerra. He llorado mucho, mucho, por ella. Me saco los lentes y los
limpio. Me los vuelvo a poner. Israel Lejtman se va.

Ya es de noche. Sube mi «padre».

—Vístete —me dice.

Y él mismo me viste.

—Vienen a buscarte unos amigos en auto.

—Será Pardo —pienso.

Estoy vestido con mi traje negro. Mi «padre» no encuentra mis zapatos.

—Vamos así, no importa. Total vas en auto.


Abajo veo un bombero. Una lamparilla eléctrica brilla en la joyería. El
bombero está acompañado de dos amigos que han venido del puerto Murtinho,
del Brasil.

Le grito a uno:

—¡López!

—¡Wilhelm!

Me abrazan y me llevan fuera. Subo a un auto. En el pescante se sienta Israel


Lejtman. Mi padre Berg se va. Creo que llora. Se cierra la puerta de la joyería. La
ciudad tiene mucha sombra. Todas las sombras de la ciudad se mueven, se
contraen. Canto trozos de ópera. Los tranvías se detienen al paso de nuestro auto.
Por una larga avenida entra la ciudad de Asunción del Paraguay. De pronto el auto
se desvía…

Pienso: «Nos han traicionado. ¿Quién?, no lo sé».

Estamos en el manicomio.

—¡Oh, miren, un loco! —grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco
Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.

El auto se detiene. Me bajan teniéndome de las dos manos.

Dice un policía:

—Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del
mal de la anarquía.

En la puerta hay dos loqueros. Un médico ordena, tranquilamente:

—Pásenlo.

Me desvanezco. Estoy muerto…

Pero a media noche…

[Publicado por primera vez en el diario Crítica, suplemento Magazine


(páginas centrales), Buenos Aires, lunes 3 de enero de 1927]
La voz que dicta

Día de invierno. Cinco de la mañana. Aúlla el mar.

Camino desesperado por la escollera gris y fría. Una lucidez extraordinaria


domina mi espíritu; pero mis pies están helados. Se diría que he cometido la locura
de ponerme zapatos de hielo. Mis pies están helados; apenas obedecen a mi
voluntad. Ahora siento circular en mí una avalancha de ideas claras, risueñas,
como nunca.

Me aseguro a mí mismo:

—Todo el mundo duerme; pero yo estoy despierto.

Ningún deseo grosero entorpece mi sentimiento.

Abarco la ciudad pequeña y detallada irregularmente; torres, casas altas y


bajas, luces, el mar, el cerro.

El viento, que hace aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles de
ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.

Pienso en mis dos amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni
de mis sueños: Mario Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar
de sus treinta y cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique
Gabriel, hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado
por la vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de «los
candelabros del Bautista», mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta
aventuras amorosas, sonreían irónicamente.

Una gran lucidez domina mí espíritu, y mi negra, constante preocupación de


la muerte, se transforma en alegría, en infinita, en cósmica alegría.
En un café próximo al puerto, juegan al billar dos individuos. Un vagabundo
sucio, despeinado, que está de pie, a cierta distancia de los jugadores, se rasca y
pone en el juego una atención cómica y desesperada.

Me siento en una silla. Miro la pizarra en donde está escrito un número


entero y una fracción; indica la hora en que empezó el partido. Dos filas del
contador están desordenadas.

Ahora duermo. La lucidez, visión sobrenatural, con una persistencia de


imagen, sigue dominando mi espíritu; no se altera. Duermo con el cerebro
despierto.

Una voz me dicta (la voz que dicta).

—Seríamos felices si no tuviéramos el sentido del tiempo; divinamente


felices.

Duermo con el cerebro despierto. Mi cansancio se abandona a lo inesperado.


Alguien ha encendido los «Candelabros del Bautista» y da vueltas alrededor de un
tiempo peligroso, opresor; estremecido de alegría y locura.

Me sacuden violentamente.

Gritan:

—Aquí no se puede dormir. Parece mentira. ¡Un hombre joven!

En la mesa de billar rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera
cubierto de aserrín, puchos y escupitajos.

—¿Lo ahorcaron? —pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra,
bien envuelta al cuello.

Son unos bárbaros los… sanguinarios, inquisidores. Nadie debe matar a


nadie. A eso le llaman justicia, comenta su acompañante.

Habla, sin duda, de un proceso.

«La voz que dicta» me interroga.

—¿Aversión?
Los jugadores han interrumpido el juego.

Permanecen en silencio, mudos; con los ojos fijos, inexpresivos, muertos.

«La voz que dicta» prosigue: nadie.

—No sentía aversión por nadie. No sentía nada por Prefería huir de las
compañías humanas.

Vuelven a sacudirme violentamente. Miro. Es el patrón. Sus hombros, sus


manos de sapo, blancas, rosadas, callosas.

Ordena:

—Fuera, atorrante. ¡A trabajar! Parece mentira. ¡Un hombre joven, lleno de


salud!

(Hacía poco que me habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires).

Salgo. Mi paso es lento, inseguro.

Las calles siguen húmedas, frías. Camino durmiendo; mi cerebro está


despierto, pero mis pies helados.

En el fondo de mi ser recobro la lógica; asocio ideas maravillosamente, en un


estilo extraordinario, sobrenatural.

«La voz que dicta» se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces:
se sinfoniza.

Una de las voces dicta:

—Por este motivo.

Otra:

—¿Cómo era que no hablaban sus personajes?

Otra:

—No.
Otra:

—Se explica.

Un golpe duro, como un hachazo, me hace volver a la realidad. He chocado


con un árbol que tiene las ramas limpias, peladas. Una opresión en el pecho me
hace pensar si no estoy enfermo.

Interrogo al árbol y escucho «las voces que dictan».

Una voz:

—No tiene cabellos.

Otra:

—Ni voz ni nada.

Se me aparece Funes. Sonríe. Declara, resolviendo como una clave, el


significado de las voces:

—Es tan puro que no sabe de la desnudez todavía…

Un borracho, en una esquina, grita:

—¡Viva las mulas del Estado!

En efecto, pasan los carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar
piedras.

Duermo. Una lucidez ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están
helados.

Una de las voces dicta:

—Detestaba su cuerpo desproporcionado y feo.

Recuerdo una narración interrumpida que oí hace varios años entre dos
mujeres turcas, vestidas con trajes pintorescos.

Estoy cerca de un mercado. Gente que va, gente que viene. Una de las voces
dicta:
—Todavía no ven.

Otra:

—Están ciegos.

Otra:

—Hay que modelarles los ojos.

Otra, piadosamente:

—No sabrían caminar.

¿Por qué me acuerdo de Teresa? Su hermano Ricardo me ha escrito que ella


se casa muy pronto. Sufro amargamente.

Una de las voces dicta:

—¿Celos?

La oscuridad de la calle me despierta. Todas las luces están apagadas.

Ahora las voces se reducen a una sola, y la voz me dicta:

—De pronto aparecieron en su espíritu los celos; pero suavizados por un


anhelo puro. No sospechó los inconvenientes…

Teresa es pelirroja, de ojos enfermos, manos regordetas y piernas redondas,


como las de esas muñecas rellenas de aserrín que hay en los bazares.

Me pregunta (diálogo que sostuve el año pasado):

—¿Usted sería a capaz de hacer vida burguesa?

—Pero si yo soy un burgués. Me han ofrecido un empleo de quinientos


pesos —contesto.

La madre, que acaba de entrar, me aconseja:

—Acéptelo. No sea zonzo. ¿Para qué va a volver a Montevideo?


El padre, que nos ha vigilado, que nos ha descubierto, sacándose los lentes
de armazón dorado, también me aconseja:

—No; no se quede; vuelva a Montevideo. Así terminará de curarse


completamente.

Despierto sobresaltado.

Una puerta rechina. Viejas beatas se encaminan a oír maitines.

Un vendedor de diarios anuncia:

—«El Día», «Tribuna Popular», y desaparece.

Aúlla el mar.

[Publicado por primera vez en la revista Martin Fierro (2da. ed.), N.º 35,
Buenos Aires, 5 de noviembre de 1926]
Hotel Dacia

Opinión del cuarto 25: Es terrible el problema de la estima.

Dante amaba la cruz del sur. Me parezco a Dante mirando la cruz del sur;
parecido que me ha hecho perder la canción infantil Frére Jacques, del cuarto 6,
marquesa Duvernois, y las campanas de la Sorbonne.

Todas la Torres, aquel señor escapado de un vitrail de Chartres, el joven que


se va a las Indias, el médico muerto… Pero hay dos médicos muertos. He pasado
mala noche, o la mañana es húmeda, de humedad que ensucia.

—Los patitos, los patitos, los patitos.

Repito las palabras de la señora Jeanne Lelong del 13. Se las he oído en
Rambouillet.

Los hoteles de París son siniestros. Así como suena: siniestros. Pasan por
ellos matrimonios, de una hora, de una semana, de un mes.

Me han robado los zapatos. Me quedaré en casa. Adán Iraola a quien no


describiré nunca, me ha encomendado la venta de un cuadro de Toulouse Lautrec.

Examino mi guardarropa. Curioso guardarropa: frac de muerto, tabaquera


de muerto. El público de la Comedie Française hubiera preferido verme de traje de
golf, aunque sea con el del cuarto 4, señor Alain. Los francos que repartió
Mergault, 18, el apetito en sí, según la alemana del 10, me obligarán a ver al señor
de «El Universal», joven sanjuanino que compra artículos.

El noruego del 23 entra a mi cuarto. Extiende un mapa.

En tanto murmura despacito:

—Yo trabajo para perder mi nacionalidad. Ya la he perdido. Sólo tengo


derecho a la protección de los cónsules.
—¿Por qué?

—No quiero tener nacionalidad. Amo el espíritu francés.

París baila demasiado los derechos del hombre.

Francia tiene la dulzura de Cristo, pero esta noche guillotinan a tres


hombres. Ovejero, 5, que lee al Poverello, se paseará reposada y dignamente, como
cuadra a su estatura, y a su bastón de malaca, por la rue de la Paix; alguna ciclista
irá en dirección de Versailles, y no se le ocurrirá pensar que tres hombres verán por
última vez la claridad latina.

Yo debería contar la historia del cepillo para que supieran los motivos de mi
antipatía por Ovejero; pero en este preciso instante, Eduardo Lezica me ha traído
barajas criollas, me cuenta los incidentes de las fiestas de a bordo, y vistas de una
condesa alemana.

—En Jonville encontré la novela de Ohnet que se llama Serge Panine.

—Nuestro amigo Sergio Méndez firmaba sus artículos con ese pseudónimo
—le digo a Lezica. Méndez es muy amigo de Lezica.

—¿Y tu primera noche de París? —pregunta.

—He tenido muchas primeras noches. Una de ellas fue la noche en que me
echaron de «La casa de los estudiantes» por cantar vidalitas.

Ayer he subido hasta el quinto piso, examiné los botines apostados en cada
puerta, y sin embargo no soy aquel zapatero que conocía el espíritu de los
individuos por las deformaciones de los zapatos.

Espero que mientras escribo mi diario y referencias no minuciosas sobre los


tipos que habitan el hotel «Dacia» no todos se hayan marchado.

La mujer del 15 se parece hoy a las mujeres que dan examen de canto en la
Municipalidad, para tener derecho de mendigar. Tiene las medias café claro y
embarradas, y la voz suficientemente lúgubre para poder explicar a los turistas el
nombre de cada tumba del cementerio del Quartier. Es intérprete y hace muñecas.
Habla mal todos los idiomas y sabe que la vida es dura.

Por preguntarle algo de Holanda, le digo:


—¿Los holandeses cantan?

No ha entendido ni seca; pero contesta:

—Son demasiado limpios.

—¡Uf, qué asco! Estos entierros parisinos. La gente que acompaña al muerto,
bajo los paraguas —nombro la selva virgen, los ríos, las islas de mis pagos—. He
visto enterrar en el Chaco…

Los domingos son iguales en todas las partes del mundo.

Las caricaturas sarcásticas de Groz darían gráficamente mis impresiones y


los cabellos rojizos de la noruega y los regalos de muñecas de la intérprete a cada
nuevo amante y el monito del cuarto 3, señorita Dreyfus, que hablaba de la vida
primitiva, de algo potente; todo este mundo demolido por la cortesía, discutidora y
absurda. ¿Qué hace la Torre de Eiffel?

—Quisiera entrar en el laberinto de su espíritu —me ha dicho la señorita


Dreyfus—. Puede ser que nos entendamos.

Ha intercalado en la conversación palabras italianas. Para enternecerme me


habla de una Biblia ilustrada por Fouquet.

—La podemos vender por cien mil francos, o si no buscaré un viejo que me
mantenga y de tanto en tanto nos veremos para conversar de teosofía.

La señorita Dreyfus desvió mis ideas hacia la señora del ministro mejicano
en Indo-China. La señora del ministro mostraba por todas partes su carita
granujienta y hablaba con fervor del bolcheviquismo.

¿Hay algo más terrible que una boda de pobres en París? El éxtasis antes de
Jesucristo. Habla el cuarto 24. Voy a jugar con las estrellas como con bolas de billar.

Mis sujetos no trabajan: sólo tienen nostalgia. Puede que hayan trabajado;
puede que se decidan a trabajar.

Debería irme a las Indias. El cuarto 14 perdió el miedo de la muerte en las


Indias.

Las quenas de una peruana, los huacos de mi amigo Laprida y las balalaycas
del restorán Knam, los cielos grises y las corbatas y pañuelos me han enloquecido
de terror.

En este momento yo sabría qué hace el cuarto 24, si no me hubieran robado


los zapatos.

Entonces Dakar sólo existía para mí en las estatuitas negras y en los cuadros
de Matisse. Absurda comparación; pero es la única venganza que se merece la
pintura, ya que es tan difícil de comprender. Diez y siete días me he paseado con el
primer tomo de la Suma de Santo Tomás por todos los cabarets y lugares de
diversión, por culpa del Saxofón que trajo las aldeas negras del Senegal a las
ciudades de piedra, y que me hizo gustar los platos de porcelana decorados de
Cristos de vientres largos, larguísimos. Por eso decía mi amigo Osvaldo, del 16,
que la Edad Media era una época en broma.

Ahora veo cada tipo a través de determinado caos. A la señora del 22, señora
Rabinovich, por la voz, por el sistema de molestar; a la inglesa del 8, por lo, que
afirmaba los domingos a sus amigas francesas (Shakespeare es un buen autor), a
Vélez, que habita el 21, en busca de la alsaciana que se la sopló el amigo griego con
cara de sirio y tonada cordobesa; a Puñi, dueño de dos manzanas de casas de
Leningrado y actualmente habitante del 17 y a…

En Paris, ciudad donde he comido faisán y he festejado el centenario de la


enfermera Cammembert, mis tipos cambian según el barrio que frecuentan, hasta
que se me familiarizan una vez que se han habituado a comer manises.

El relojero suizo, cuarto 25, no usaba reloj; pero hablaba de la geometría de


lo sensible, de faroles y coches que daban vueltas hasta romper el día. Me entraban
tentaciones de decirle a la señora Rabinovich:

—Yo sé que tiene usted las patas sucias, y mejor será que hablara su lengua
materna. ¿Por qué cree que es distinguido hablar francés?

La señora Rabinovich berreaba tan alto que me impedía formarme un juicio


de Suiza. Pero la cruz y las Florecillas del Poverello no me dejaban dar libre curso a
mi indignación.

He cenado en el Grand Hotel, y me he convencido que la multitud es todo,


motivo por el cual decidí el catorce de Julio, puesto que toda Francia baila los
derechos del hombre, leer Esquilo.
Las manos de los Cristos de las catedrales se parecen a las ninfas. Con ellas y
latas de yerba Flor de Lis, me hago la atmósfera de Buenos Aires. Todo es bello en
el deseo. ¿Qué vine a buscar a Paris? El amor. No. Yo amo a mi novia salteña, casi
india. ¿A Pascal? He visto la torre de Saint Jaeques donde él hizo la experiencia de
la pesantez de los cuerpos. ¿Qué he venido a buscar? El Sena está siempre frío bajo
los cielos grises, y en todas partes, Dios.

Ah, ¡qué admirable sería matar! El crimen. Yo conocí al señor que se llamaba
Tortiello, que amaba a Darwin y hablaba de patricios. Aquella vez que
guillotinaron al bandido Michel, él siguió pensando que era necesaria la guillotina.

¡La alegría que me dan las cosas!

La alemana del 10, señorita Schtainer, se ha caído del último piso. De ella
tenía referencias del 26, señor Schveiberg, argentino naturalizado chileno. La
alemana amaba la «aventura de la palabra» frase de Balzac, los puentes y sobre
todo los símbolos puentes. El médico chileno, Barros, coleccionista de tarjetas
postales, observa:

—Ha escupido la masa encefálíca.

Yo le digo al médico chileno, cuarto 27:

—Había resuelto llevarla hasta el Arco de Triunfo y hacerle conocer la


tumba del «soldado desconocido».

En ese momento llegaba la noruega, del 2, vestida de baile y con hambre de


tres días.

—Ha vomitado la masa encefálica —repitió el médico chileno—. ¿No ve la


espuma?

La belga del 9, ciudadana de Brujas, lleva un gran ramo de flores y pasa


corriendo.

Padre, Hijo y Espíritu Santo; medito en los tres portales de Notre Dame. El
señor Friedman, exministro mejicano, del 14, ya no tiene miedo de la muerte. Por
todo el hotel entra la Semana Santa de Sevilla; Fabiano, el gitano español, canta
saetas. Bendita sea su madre.

Con la vida y las almas no se puede hacer lo que con las palabras. ¿Cómo
sacarle a la marquesa Duvernois que no piense en su marido muerto durante la
guerra y a Castro, 28, sacarle la manía de su apellido y la de buscar sillones del
siglo trece? A los dos les curarían las buenas costumbres cosmopolitas de una
inglesa y noruega que encontré en el Wikinks, café de Mortparnasse 181.

—Tomaremos café con leche y medias lunas —me dijo Ofelia, la Ofelia
gorda, que venía de dejar sus dientes de oro en la casa de préstamos.

Yo oía el bullicio del fondín de Montrouge y la voz de la patrona: Sopa,


Sopa.

Ofelia, Ofelia, Ofelia, cuarto 1. Es la más vieja de los pensionistas del Hotel
«Dacia».

—El violinista hondureño hace ocho horas que se empeña en tocar el


concierto de Viotti. Lo ha tocado 20 veces y habita en el 20; estúpida coincidencia.
Le ama la lavandera del hotel y le admira Manekatz, del 19.

—Puedo prestarle cinco francos, le dijo un día.

Ahora vuelvo a recordar la belga de Brujas ciudad mística. En la ciudad


mística después de escuchar explicaciones, mejor dicho, datos sobre la catedral,
puente, lago, almorcé carne de caballo, y supe que los habitantes de la ciudad
mística eran profundos jugadores de football. Con razón el guardián del museo
Memling, me dijo:

—Brujas no está muerta; Brujas está viva… Lo único que ha desaparecido


son los cardenales que sabían ochenta y cuatro dialectos.

—Ah, la pobre belga, lo que tiene que aguantar.

—Todos mis amigos insultan a Dios y se suicidan —decía el pintor lisboeta


del 7, Gautchot—. Mis amigos me reprochan que ya no soy hombre de acción.

Gautchot es el 12.

Amigos, la amistad; Vélez en busca de la alsaciana.

—Ofelia, ofelia —canto. Tengo hambre. El saxofonista negro se desternilla


de risa. El saxofón se ha metido en todos los cuartos del hotel.
[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 2, Buenos Aires,
febrero de 1930]
Sumánovich

Por las calles húmedas se cruzaban las sombras envejecidas de los barrios
Montmartre, Etoile, Latin, Passy, figurines de modistos de cuarenta a cincuenta
años, grupos de viejas provincianas tocadas de negro, ojos que han visto mar, ríos,
bosques, otras ciudades, muchos países, gotear del moho de una iglesucha
románica, lamparillas de los dancings de Saint Cloud, megáfonos del Ejército de
Salvación, pisos de la torre Eiffel, calesitas del Luna Park, rostros, idiomas,
multitudes.

—Imposible… Necesario —murmuró el Irlandés.

Supuse que nos iba a leer por cuarta vez la nota de expulsión de James Joyce
de la corte inglesa, quejarse de los turistas americanos y pedirnos cincuenta, diez o
cinco francos.

—Empezaré hoy mi cátedra de inglés en la academia Berlitz; pagan mal,


pero es necesario vivir; por ejemplo, ¿no tienen cinco francos?

Los tiempos para el Irlandés eran decididamente adversos. La catalana que


protegía el triángulo de su barba rubia, manchada por la mañana de whisky, de
cognac y sueño, ahora descansaba su cuerpo y sus ánimos en el cabo de Mallorca;
la suiza, la médica suiza que adoraba su cabeza de Lord Tennyson, descansaba
para siempre en el río Marne. ¡Ah!, para el mal de sus pecados todas las mujeres
del barrio descansaban en otros países, en el más allá, o volvían a los brazos de sus
padres o sus maridos.

El Irlandés traía sus ojos dorados, como las cinco mil o diez mil ventanas de
las casas de los diques de la Senne, por el sol de verano.

El café Dome: la tabla de anuncios ofreciendo departamentos, piezas, cambio


de lecciones, cinco o seis amigos, mujeres de todos los mapas y todos los oficios, el
farsante hindú y sus signos, la declamación de un charlatán de feria; el Parnasse,
su dueña rosada de tanto acompañar la nostalgia y la soledad de los extranjeros, el
poker, los besos, los besos de una inglesa, y las vacaciones de las inglesas, los
trajes, las boquillas y las risas; el Quaie de femmes, pequeñísimo cabaret, antigua
Universidad «El Camaleón» de Paul Valéry, Giraudoux, Morand, Stravinsky, Max
Jacob, Picasso; Closery de Lila, sus mesas coloradas, la epilepsia del escultor
catalán, la mujer del pintor Gvanovsky, las botas del judío Sborovosky, comprador
de cuadros, damas polonesas desbocadas; el parque de Montparnasse, nos traía el
Irlandés por no haber conseguido cinco o diez o cincuenta francos.

Una mujer gorda rechinó los dientes muy cerca del Irlandés, y lo arrastró
con su voz de gong apolillado.

Media hora más tarde dimos con el cónsul uruguayo de Atenas y sus
nostalgias de la calle Sarandí, Helene Murillo discípula de la academia de pintura
Loth, y la periodista alemana que se vanagloriaba de los amores de su hija:

—Ya conoce casi todo el barrio. ¡Extraordinario!

El griego Apanasis, discípulo del escultor Bourdelle, sacó la revista de sport,


dibujó varios boxeadores, y se hizo a un lado.

Luego llegó Sumánovich, el pintor servio, que odiaba a Mussolini. Saludó


haciendo inclinaciones cómicas y me preguntó por Luis Martínez Oro, tenorio
porteño.

—¡Ah, cómo admiraba sus cabellos de indio y sus miradas de acero!

Hizo breve silencio como para dejar pasar al tocador de balalaika del té de la
calle Berry y su bata amarilla, dos frases luteranas de un actor de Nuremberg, y se
echó a reír:

—Aun en París no se encuentra París.

Al oír la risa de Sumánovich, a la librera de L’Estetique le entró miedo;


pensaba en la suerte de su sobrino Karl, pintor surrealista, y en la suerte de su
librería y sus dos hijas: la morocha que había aprendido inglés en Norteamérica, y
la rubia que gustaba del vino de Palestina; y pensó en el mozo de San Pedro, cara
de indio, converso por fray Cayetano, lector del Speculum de San Buenaventura.

El cuello de Patricio de Meabe, cónsul en el Havre, la risa de Sumánovich,


que se detuvo en:

—Excúseme, mi señor, y en el «tengo miedo» de mi amiga Marguerite, me


obligó a pedir un Martell y a concentrarme quince minutos.
Clarise, amiga de la dueña de L’Estetique y de su hija la rubia que irritaban
las beatas de la iglesia situada frente a la librería y que enternecía la cabeza
romántica de un adolescente puschquiniano, y Sumánovich que habla de las
montañas de Servia, de las canciones bárbaras de los montañeses. ¿A quién? A
Clarise.

Clarise, Sumánovich pasan. Los he visto juntos. El que siempre habla es


Sumánovich. Es claro, las montañas, el mar, las canciones, el sol, la vida primitiva.

Sumánovich, Clarise; Clarise, Sumánovich. En el Luxembourg, en


L’Ambasside, en el Depart. Después…

Sumánovich. Sumánovich. En el Luxembourg; en la torre, en el Depart.

—Es muy triste, pero muy triste —lloriquea la señora de L’Estetique—,


Sumánovich está loco. Dice que es inventor de automóviles, y que ha hecho un
modelo original, único.

—¿Clarise?

—¿También usted ha comprendido? —me pregunta.

—No. Si ella no lo amó nunca. El pobre Sumánovich se hizo ilusiones hasta


que llegó a los automóviles. Dice que ocultamos a Clarise; dice que le negamos
noticias de Martínez Oro.

—¡Pensativo! ¡Qué raro! Hay que abrir los ojos —dice, y hace su mímica el
modisto italiano.

—Es verdad.

—¿Comparte mi opinión?

—Claro.

—Luego, estamos de acuerdo.

Su amigo el alemán Weber descansaba de las fatigas del cuartel. Así llamaba
a su curso de Geodesia.

—Señor, pienso con el tiempo hablar más rápido —me dice Weber—. Los
cafés de Berlín son grandes, más grandes que éstos… —añade.

He vuelto a oír la risa de Sumánovich, sus pasos lentos, sus continuas


excusas y la historia de los montañeses.

—Iremos a bailar a Versailles —le digo a mi Marguerite que limpia su gorra


de vasco.

—Vamos.

—¿En qué piensas?

—En la respuesta de mis padres. ¿No sabes que pronto me caso?

—¿Con quién?

—Con el aviador.

—¿Me quieres hacer llorar?

—No me tomes el pelo. Le he escrito diciéndole que tengo un amante, y me


ha contestado que no le importa. Que quiere casarse… Me da lástima; es generoso.
Y luego, una situación es una situación.

Ha pasado el ruso que me dijo:

—Ahora nadie ríe en la Santa Rusia.

La boca de cura protestante del estudiante Butler, la boca de cínico del


dibujante Pigazzi, la boca del financista de as, se abren para hablar pestes de las
fábricas de tallarines y de la facultad gótica de Buenos Aires.

Un león acostado, y a su vera un niño gordo, a la sombra del árbol que rinde
su fruto semejante al pan, moneda antigua de Bolivia, trae a la memoria el joven
estudiante de medicina Molins, y su puna de Atacama, aquella Puna cedida a Chile
por Melgarejo a cambio de un pantalón de montar y el caballo Holofernes.

El araucano Barros arrastra no sé cuántas palabras y sombras de las estatuas


de las Islas de Pascua.

—Gallo, ¿qué haces? Vámonos a las Indias. Preséntame a tu cabra —me


pide.

—Marguerite, aquí tienes a un auténtico indio. Bailan la cueca, y le han


puesto las tripas a la miseria.

Pero la risa de Sumánovich, la carita momificada de Clarise, las calles


húmedas nos han traído la medianoche, y el silencio y la nieve, y el castillo de la
Conciergerie, que ruedan bajo los puentes de la Senne.

—Cuidado, señor, cuidado —me recomienda una mujer enorme que se


pasea y fuma.

—Cuidado, señor, cuidado —insiste.

—¡Yo no soy Sumánovich! —le grito destempladamente.

—¡Ah!, vamos, es extranjero —exclama, y se estampa en la noche de París.

[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 4, Buenos Aires, abril
de 1930]
San Julián el Pobre

Por fin había dado con una calle de un solo minuto, como decimos aquí, de
una sola cuadra. Era angosta y se llamaba San Julián el Pobre. A veces tenía un
silencio y otras, dos o más; a veces, turistas, y a veces, solitarios. Era una calle
sorda con aspectos de penitente postrada ante la iglesia de San Julián el Pobre, en
cuyo interior, según me mostró un guardia republicano (Liberté, Fraternité,
Egalité) aún existía un pequeño horno donde antiguamente se hacía el pan
destinado a ser distribuido entre los pobres. Antiguamente…

Un pintor japonés desde la esquina de la calle angosta dibuja, pinta o intenta


sorprender a Notre Dame. El olor de las papas, de los arenques, de las lechugas le
había obligado a hacer una naturaleza muerta. No es tan fácil participar de Notre
Dame. El que podría participar de ella es un japonés converso y monje que llevaba
el otro día en su valija una colección de varios ídolos nipones que había confiscado
en la casa de sus amigos japoneses convertidos por él. Había en él el «amarillo», y
otras condiciones del amarillo que no podían participar de Notre Dame.
Antiguamente… ¿Por qué antiguamente? El pan de los pobres.

Notre Dame. Notre Dame. A media noche, casi junto a los apóstoles de los
portales, una mujer enorme me gritó:

—¿Dónde vas?

La mujer era enorme, y su voz era también enorme como para anchura del
desierto.

Los mecheros de los faroles, claros y adormecidos.

—Vamos —repitió la voz de la mujer.

Tres guardias republicanos montados a caballo cruzaron el Pont Neuf.

La mujer enorme huyó. Las gárgolas de la catedral se retorcieron en mi


alma. Y se me vino un recuerdo amargo: Teresa.
Mi novia era pequeña y vestía de vez en cuando de rosa. Teresa, Buenos
Aires. Miré el cielo de París. No había estrellas. Había cielo y no había estrellas.

Chevique me tomó las manos, miró detenidamente sus líneas, luego echó las
cartas, y leyó:

—¡Tragedia! Usted ama a una niña de familia tradicional que se opone a sus
relaciones. Ella no lo quiere mucho…

Ema se paseaba de un lado a otro y cantaba: Eron, eron, petit patapon, sur le
pont d’Avignon —con acento agrio y extraño que me trajo a la memoria el pueblo
de mi nacimiento, y un puente, y sobre ese puente el niño que aún hay en mí, y al
cual no termino nunca de volver y retornar. Ese niño que de vez en cuando asoma
a mis ojos, y a quien la enfermera del Hospital de la Maternidad, de la Rue Pascal,
dijo:

—Usted tiene ojos de portugués enamorado.

Justamente esta noche, a la una, tengo cita con la enfermera; y a la una


menos cuarto me apuesto cerca del hospital. Empieza bruscamente a llover. De
tanto en tanto, en la oscuridad se levantan resplandores que dejan ver los techos de
pizarra y el patio del hospital. Suena a cada rezaba, me seguían, por la Avenida de
Mayo de Buenos Aires, dos jovencitas japonesas enlutadas que llevaban atadas al
cuello sendas cruces… Iban a misa.

Despierto. Abro los ojos. Examino los dos francos, y en tanto oigo que
Lisandro Alvarado me dice:

—Un día me asusté; creí que había en mi familia judíos…

En el momento de esa confesión, Lisandro atravesó más de dos kilómetros


en busca del puesto que ofrecía nafta por dos francos menos que en los demás
puestos.

Volví a dormirme, y en el coro de San Mateo de Bach, y en un banco de


l’Eglise de l’Etoile, de fondo pintado de azul y estrellas doradas, imitación al modo
de Giotto; y ahora me duelen las manos, me sangran las manos.

Hace frío. Tengo la boca amarga y el alma erizada de sequedad.

El sirviente ha entrado en mi cuarto, y me observa:


—Ahorre, ahorre. No tire las migas de pan…

Avisos semejantes he mirado en los tranvías y en los subterráneos.

¡Ah! Pero es verdad, en los hornos de San Julián el Pobre ya no se hace más
pan para los pobres.

[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 16, Buenos Aires, abril
1931. Al pie del relato, dos líneas debajo del nombre del autor, se agrega:
«Ilustración de Basaldúa»]
Ciudades, más ciudades

Estaba de nuevo en mi cuarto del albergue de San Julián el Pobre. Las


campanas de la Iglesia enlazaron mis pasos mientras subía las escaleras viejas y
oscuras del albergue. Ahí las ventanas, ahí el armario de libros, y me eché en la
cama a meditar. La estatua del siglo XIII del San Juan Bautista policromado del
Museo Cluny me miraba con ojos lúcidos. Sonaron de nuevo las campanas. Pensé
en el soplo teológico que animaba a la estatua del Bautista. El mismo soplo
teológico que animó en su oración al pobre desconocido y a Dante, que paseaba de
un lado a otro en figura, en aquellos días por esta misma calle infectada de hollín,
moho, agua, chinos, japoneses, hindúes, ejemplares de todas las razas y todos los
pueblos.

Entre campanada y campanada también salió el canto de un coro de niños


que duró pocos instantes. Pensé en Dios. Causa primera, causa final. La oscuridad
entraba en mi carne, rodeaba mis huesos. Ah, ah, ah. Mi cuerpo y la tierra; mi
cuerpo y la vida y la muerte. Pensé en los niños de la Edad Media. ¿Cómo reían,
cómo cantaban? Hace pocos días he visto desfilar por el Boulevard a niños
huérfanos de la guerra vestidos con delantales negros. Sus padres murieron por la
República, y pensar que los hijos que dejaron no saben hacerse el signo de Dios.
Ah, estos niños tan frágiles, que no gritan ni ríen, que impresionan como ángeles
verdaderos, y que de pronto uno espera ver grabados en el cielo densamente gris y
oírles cantar alabanzas al creador de todos los bienes.

Ciudades, más ciudades. Mañana me iré a Bruselas con González Chaves.


Ciudades, más ciudades. Y ciudades muertas según la imagen de las personas
dinámicas. Pero de cualquier manera tengo que huir, huir de Teresa, de mi amor
por Teresa.

Ha entrado a mi habitación la alemana Renata Koch:

—Tengo mucha alegría. He encontrado a un norteamericano que me ha


dado dinero para curarme y aprender inglés. En cuanto sepa inglés me iré a vivir
con él… —dice la alemana.

Siento el mismo asco y malestar que aquella tarde que comí ostras en la casa
del arquitecto rubio Benderzky; la misma repugnancia de la pornografía de ese
imbécil sentimental.

El arquitecto abrió las ventanas y dijo:

—A eso llaman los franceses arquitectura. Tendríamos que llevarlos a la


Avenida de Mayo para que aprendieran lo que es arquitectura.

La alemana continúa narrándome sus aventuras, y luego me pregunta:

—¿Vélez anda ahora con una pintora que se emborracha?

Miro a la calle. Llueve. Pasa una mujer de cabellos rojizos. El gris oscuro de
las piedras, las canciones de los parroquianos del cafetín «El abate de la espada»
mueven mi nostalgia y mi muerte.

Mañana iré a Bruselas. Es preciso dormir. La alemana se ha marchado. Antes


de acostarme miro la Torre Eiffel dibujada millones y millones de veces por los
turistas ingleses.

Es horrible; y aquella mujer de «Los Noctámbulos» que era estudiante de


latín y vendía su carne, y que me dijo:

—Tienes ojos de soñador.

—Y los tuyos, ¿cómo son? —le pregunté.

—Los míos ya conocen todo el bien y todo el mal.

La estudiante podía decir en latín: vendo sexum.

Sobre mi mesa hay un plato de porcelana con dibujos antiguos que tanto
divierten al tarado que vive al lado de mi cuarto, y que siempre le pregunta a mi
amiga Rambouillet:

—¿Ya se ha divorciado usted?

El amor. Ah, ah, ah. Pero no, no es el amor; pienso en la barba siniestra del
pintor uruguayo Planes, los pájaros graciosos del dibujante suizo, las torres, las
ventanas, las cúpulas, las calles; todo muere en mi cuerpo y mi alma. La ciudad o
lo esencial de la ciudad queda deshabitado.
He visto el vuelo de los pájaros. Cae la noche, y en la noche el ramo de flores
de aquel millonario colombiano ofrecido a la mujer que dibujaba con el lápiz rojo y
negro el retrato de sus amantes.

A estas horas es difícil hablarle a Teresa al «Grand Hotel». Ha salido con su


familia o duerme.

—¡Eh, mozo, una botella de vino blanco!

Ciudades y más ciudades. Teresa…

[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 21-22, Buenos Aires,
octubre 1931]
Conversación con Jacobo Fijman o el viaje hacía la realidad
profunda

Nota del 2 del 9 de 1998. Producción y reportaje: Vicente Zito Lema.

—Abordemos la poesía, ese «fenómeno del estupor frente a la vida». ¿Cuál


sería el elemento que la identifica? ¿Cómo se genera una vivencia poética?

—Todo se acentúa en el alma. Todo se encuentra en el alma. Entonces el


poeta a partir de la materia sensible, concretará el poema, que puede ser o no una
total realización. Lo fundamental aquí es relativo y tengo miedo de profundizar en
estos conceptos por las locuras que despierta.

Las mayores dificultades que nos presenta la materia poética derivan de la


falta del hábito de la interpretación. Es entonces que la búsqueda del rostro de la
poesía y de las vivencias en que descansa ese rostro se enmascaran en un misterio
que algunas, veces es beneficioso, pero que siempre daña.

—Si admitimos que la poesía lleva al conocimiento, a la par de la razón,


¿podemos reconocerle atributos de la ciencia sin que por ello pierda la naturaleza
sensible que la distingue?

—La poesía es ciencia. Algunos intelectuales la consideran corrió una


categoría del pensamiento inferior. Sin embargo, la fundamenta todas las ciencias.
La química sin poesía se convierte en una burda y peligrosa nada, y el ejemplo se
extiende a cualquier disciplina. La ciencia es de Dios, y se la cuenta como uno de
los dones del Espíritu Santo: pero el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu Santo son
poetas.

—Persiste en nuestras sociedades una grave e interesada confusión sobre la


necesidad de la poesía y la función social del poeta. Este, día a día, ve cuestionada
la dignidad que otras culturas se le reconocía como expresión de la eterna lucha de
la vida contra lo inerte. Pese a ello, los poetas siguen creando y algunos, los más
decididos en asumir la conciencia de la dignidad humana, enfrentan graves
riesgos. ¿Qué debe entenderse hoy por ser poeta? ¿Acaso aceptarla marginación,
desafiar la muerte?

—Conforme la etimología de la palabra poeta: hacer o el que hace, el poeta


es un hacedor de la más del cada materia. Debe ser entonces integrado en la
categoría de lo Divino: el poeta es un Dios.

Pero no confundamos a los poetas con los que escriben libros por vanidad o
se doctoran en la carrera literaria: esos mismos que se prostituyen detrás de los
premios o de las famas de cenáculos: esos pobres tontos que pretenden encerrar la
poesía en un cofre, como si las palabras fueran simples joyas y no lo que son: la
carnadura del alma.

Esa gente no puede ser considerada realizadores de obras, creadores como lo


entendían los antiguos gramáticos por ejemplo Donatus. Se olvida muchas veces
que el poema para concretarse necesita de la intuición poética y ella presupone un
estado despojado y muy humano del espíritu. ¿Y dónde veremos lo humano más
que en el dolor ajeno?

De todas formas ya no quiero hacer más cargos a esta sociedad. El Evangelio


dice: «No juzgar». Además, ¿quién conoce a nuestra sociedad?, ¿o quién puede
conocer otras manifestaciones que no sean las de su demencia y su congénita
maldad?

Buscar la verdad siempre es doloroso y el que no se anime jamás será poeta.


Lo he escrito estamos en el mundo, pero con los ojos en la noche.

—La verdadera poesía nos lleva como a niños de la mano hasta la reflexión;
la intuición nos convoca al misterio ya partir de la emoción se amplía nuestra
conciencia. Así como usted lo anunció hace años, será posible sentir «la luz entera
de la mañana». ¿Sigue percibiendo la poesía de igual manera? ¿Hasta qué punto es
superable la incidencia de la reclusión en el espíritu de un artista?

—Persisto en entender la poesía como un estado de ánimo antes de la


reflexión… y en la reflexión mi alma crece, se hace ligera… En cuanto a lo demás,
me remito a la obra poética de Aristóteles; allí continúa estando la clave. En estos
momentos de crueldad en que vivimos, y que anuncian tiempos de mayor
desgracia humana, deberíamos resguardar todo lo referente a la poesía como un
gran secreto, un secreto de Estado. Hay que prepararse para salvar la poesía de sus
enemigos.

Yo he tenido una infancia poética. Recuerdo que desde niño me llamaban «el
poeta». Mi cuerpo, muy temprano, se acostumbró a alimentarse del dolor. Por eso,
vivir en el hospicio no puede cambiar ni limitar mis sentimientos sobre la poesía ni
dañar mi espíritu más de lo que por destino le fue reservado. Pequeño sería el
artista que se dejara ganar por el sufrimiento. Por el contrario, a partir de allí
comienza el trabajo.

—Hablemos de sus libros, escritos hace casi cuarenta años y que con
dificultad hemos podido rastrear en algunas bibliotecas. Usted publicó Molino
rojo, Estrella de la mañana y Hecho de estampas. ¿Qué le recuerdan Cada uno de
esos títulos?

—Molino rojo me recuerda la demencia, el vértigo. Yo buscaba,


precisamente, un título que significara esos estados de mi alma, y reparé de pronto
en un molinito viejo que tenía en la cocina. Era de color rojo para moler pimienta, y
vi en ese objeto todo lo que mi poesía quería expresar.

Estrella de la mañana, en cambio, se refiere a mis estados místicos. Había


sido recientemente bautizado convirtiéndome a la religión católica, y quise
expresar con ese título la encarnación del Verbo.

En cuanto a Hecho de estampas, yo trataba de volver a la filosofía escolástica


y, fundamentalmente, a Aristóteles. Fue en esos días cuando hice una visita al
Museo de Louvre y quedé muy impresionado por los maestros clásicos,
especialmente por su pintura religiosa. Más tarde, cuando contemplé en Buenos
Aires unas estampas muy finas de esos cuadros religiosos, los asocié a mis poemas
había una misma intención final.

—¿Cómo ubica su obra en relación al momento social en que fue escrita?

—Molino rojo aparece en tiempos en que se estaba preparando la revolución


para tumbar al presidente Yrigoyen. Culturalmente, no existía nada, sólo el
movimiento Martín Fierro. Era una época de pobreza atroz. Yo vivía simplemente
por casualidad, Recuerdo que mi casa estaba cerca cae la del cantor Carlos Gardel,
quien me quiso sobornar para que hablara bien de él, sabiendo que trabajaba en un
diario, pero no lo hice porque era un gran pecador.

Una vez me balearon desde la Escuela Militar. Pienso si mi internación en el


hospicio no habrá sido una medida divina para que no me mataran… Yo por
entonces amaba el ruido de las balas más que la Novena Sinfonía. Molino rojo
tenía un título que atrapaba a los socialistas y anarquistas, ellos reaccionan
instintivamente ante el color rojo.

—Se notaba en la ciudad un estado de demencia genera, y en Molino rojo


hay una intención que empieza por la demencia. Uno de los poemas dice:
«Demencia, el camino más alto y más desierto…».

—Cuando escribí Hecho de estampas estaba en París. Allí había estallado la


guerra entre los monárquicos y los demás partidos. En el fondo, todos eran unos
vagos y creo que por entonces en esa ciudad estaba prácticamente prohibido ser
católico.

Estrella de la mañana corresponde a la época más oscura que he conocido en


este país. La gente era perseguida de la manera prevista en el Apocalipsis.

—Usted integró el movimiento martinfierrista que recogió en su seno


distintas concepciones del vanguardismo de la época. ¿Identifica su obra con
alguna corriente poética?

—No. lo mío está afuera de cualquier escuela literaria. Nunca seguí a nadie,
aunque espontáneamente me considero un surrealista. Eso sí, distinto… Los
surrealistas son auténticos poetas, pero blasfeman y tienen una raíz satánica. Hablo
de los franceses, claro, porque aquí los que se llaman surrealistas, salvo unos
pocos, parecen nacidos para coronarse detrás de algún escritorio oficial o
esconderse debajo de la mesa. Después quieren disimularlo haciendo jueguitos de
palabras…

Recuerdo que en París conocí a varios de los fundadores del movimiento,


aunque ya sus caras se me han borrado. Una noche nos citamos para leer poemas,
estaban Breton. Desnos, Éluard… venían a ofrecerme una recepción, pero alguien o
algo hizo que se apagara la luz y no pudimos darnos ni las manos.

Con Artaud también nos conocimos en un café, en la Coupole. Estuvimos a


punto de pelearnos. Yo me identificaba con Dios y Artaud, con el Diablo. Sin
embargo, le tengo aprecio. Un poeta tiene que estar al servicio de Dios y si no es
preferible que sirva al Demonio. Lo más denigrante es tener un patrón humano.

—Siento al conversar con usted la presencia simultánea de la oscuridad y la


luz. Lo mismo me pasa con sus poemas. De niño, ese par de opuestos que siguen
fascinándome los encontraba en la Biblia, aunque tomando aquí las apariencias del
bien y del mal, surgiendo con imágenes bellas, pero también aterradoras. ¿Puede
leerse la Biblia como un texto poético?
—La Biblia es un libro de Dios y no tiene fondo. Aunque tampoco podrá
negarse que el Apocalipsis es realmente un poema terrible.

Roguemos que Dios no permita que cegados por la poesía transformemos


nuestras palabras en blasfemias.

—Usted no sólo escribe, también pinta. ¿Qué busca? ¿Cuál es el fin de su


arte?

—Escribo para que mis actos se ordenen con Dios. Buscando la verdad y no
la oscuridad. Es decir, escribo para Dios y mi perfección.

Dios, sencillamente lo aprueba. Y esto dicho en lengua baja, para que todos
me entiendan.

—¿Y en cuanto a su pintura?

—Entre mi pintura y mi poesía hay una sola mano. Por ello, las mismas
concepciones.

De niño me dijeron que sería un gran pintor, entonces quemé toda mi obra.
Ahora, en el hospicio pinto para purificar mis sentidos, externos e interiores,
únicamente así es válido pintar o escribir. Y hasta que aquellos que se dicen
artistas no lo entiendan deberían dejar estas actividades, porque están mintiendo.

El arte tiene que volver a ser un acto de sinceridad.

—En sus pinturas y dibujos, cualquiera fuera el tema y como moviéndose


tras una gasa, me parece descubrir siempre su rostro. Es como si no hiciera más
que obstinados autorretratos. También me provocan un desconcierto ante el
tiempo, como si las obras trajeran una antigüedad que nos pertenece. Estas son
algunas de mis sensaciones. Me gustaría que usted hablara de las suyas y de las
asociaciones que les provocan los colores, en especial el blanco, y el rojo, los que
más abundan en sus trabajos.

—Sabemos que los colores centrales son el violeta y el verde, y que los
periféricos son el rojo, amarillo, el anaranjado y el azul. Así se sitúan ante mis ojos.

Yo siento preferencia por el blanco y el negro. Me gustaba de joven ir


vestido todo de negro y con guantes blancos. Son los dos primeros colores
nombrados en el Génesis: «Separó Dios la luz de las tinieblas…». Amo el blanco.
En el palacio del castigo los reos iban vestidos de blanco… El negro es melancolía.
Lo opuesto del blanco y de la dicha. Yo vestía de negro porque no tenía por quién
enlutarme. En cuanto al rojo. ¡Ah!, el accidente del aire fácilmente conjuga con el
fuego. El secreto es saber cuál es el elemento.

—¿Veremos siempre en el negro un símbolo de la muerte y lo maldito? ¿No


dejaremos de asociarlo con nuestra melancolía y la pena?

—Dice San Agustín en la distinción que practica sobre el Génesis: «Y las


tinieblas estaban sobre la faz del abismo…».

Interpretaba así a los ángeles malditos, pero no siempre el negro será el


rostro de la muerte y lo negado, podrá verse simplemente como color. La prueba
está en las mismas Escrituras. Allí se lee: «negra soy pero hermosa». Los teólogos
lo aplicaron a la Santísima Virgen, que también fue negra ¡y tan hermosa!

Además, aquel que pregunta ya sabe. ¿Para qué difundir lo que los dos
conocemos?

—Hace un instante, mientras citaba a San Agustín, tuve presente una


imagen que se reitera con frecuencia en su poesía: «La noche de los corderos».
¿Cuál es su significado?

—Hay tres noches. La primera corresponde a los sentidos externos; la


segunda, a los sentidos internos, y la tercera noche es la del intelecto. Hay algo
esencial para quien se presenta ante estas noches: la sinceridad. El pecador nunca
dejará de serlo.

Yo soy un muerto, pero vivo en Cristo.

Los corderos significan la unidad divina. Cuando eran sacrificados en el


Templo judío, debían tener siempre un año, para representar la unidad. ¿Quién te
enseñó la física? Los egipcios. ¿Quién te enseñó la magia? Los caldeos. ¿Pero quién
te enseñó el misterio de la unidad divina? El pueblo de Israel.

—Mientras hablaba de su libro Estrella de la mañana usted citó su bautismo.


¿Qué motivo la conversión de judío a católico? ¿Hay en este hecho, sin duda
trascendente, una pista para mejor entender el desarrollo de sus mecanismos
creativos y el giro que da en su poesía?

—¿Conocer la obra sin descender a lo más profundo del alma? Pero no se


trata de una conversión de judío a católico. Es, simplemente, la aceptación de la
religión católica, apostólica y romana. Porque lo de judío no se pierde.

Esta particular conversión es una concesión de gracia. Dios, estoy seguro, ha


encontrado méritos para concederme ese conocimiento y esa fe.

—Recuerdo que me contó que había sido violinista. ¿Cómo relaciona la


música con su poesía?

—Especialmente en la medida. Mi poesía está totalmente medida y de una


manera que la acerca a lo musical.

En Molino rojo hay gran influencia de la sonata de Corelli La locura. Esta


sonata tiene dos formas de ejecución El loco y La loca, según sea hombre o mujer el
ejecutante.

En Hecho de estampas hay influencia de los cantos gregorianos. Estrella de


la mañana, a su vez, sigue la medición del latín clásico, que es toda música.

—Hay en su obra, especialmente en sus primeros poemas publicados, una


constante referencia a la locura. Incluso la invoca como si fuera el camino para
cumplir su destino, «el camino más alto y más desierto». ¿Porqué esa invocación?
¿De qué demencia se trata?

—Me refiero a la demencia en el sentido más total, absoluto. Hay formas de


la demencia que obedecen a los nervios centrales y otras a los nervios periféricos.
Pero también puede ser un castigo. El que va a nacer elige ser bueno o malo. Eso se
da hasta con las vacas.

También es cierto que la mayoría de los demonios tienen la médula


desviada. Cualquier enfermedad, aun el cáncer, es estado de locura. Los médicos
tendrían que seguir a fondo las enseñanzas de Hipócrates, que curaba hasta con el
fuego. ¡Y pensar que incluso hay gente que se alegra de estar loca!

La demencia debe ser vista desde un punto de referencia moral. A esa pobre
gente que está en el hospicio habiendo pasado por lo más horrible habría que darle
buena comida (aquí la comida es pésima), y enseñarles a sentarse en la mesa, a no
robar, a no blasfemar… Hay que cambiar, fundamentalmente, la higiene. Es que el
hambre, el abandono, la suciedad, las humillaciones, contribuyen al deterioro sin
tregua de la criatura humana, de su cuerpo y de su alma.
Es cierto, en mi poesía invocaba la locura. Aquí se conoce la locura.

—La relación entre el arte y las crisis espirituales más profundas, esos
estados que suelen calificarse de locura o demencia, continúa siendo un misterio
de difícil revelación. En su criterio, ¿en qué medida la enfermedad mental puede
influir en una obra artística?

—Corelli escribió su sonata La locura después de estudiar durante años esas


enfermedades. Y cuando terminaba de tocar la sonata en su casa salía a la calle a
conocer a la gente, viendo con tristeza que la mayoría estaban locos.

Yo he investigado el alma, también la psiquiatría. Y sé que los ciegos y


sordomudos son dementes. Que los muy ricos y los que llevan uniformes son
dementes y peligrosos. Y que los que visten sotanas y se llaman hijos de Cristo son
los más dementes, hipócritas y demoníacos de todos.

En cuanto a mi obra, los médicos dicen que no hay en ella signos de


enfermedad. Y aunque no es gente de gran entendimiento, en esto no se equivocan,
ya que no hay en mi poesía nada en contra de la gramática. Pero a la vez presiento
que en la poesía y en la locura hay un mismo soplo…

—¿El soplo de la inocencia?

—¡Y del espanto!

¿Qué piensa de la obra de Artaud, de Lautréamont, de Nerval?

—En Artaud la enfermedad influyó en contra de su obra. Pero él no podía


alejarse de la locura, era la locura de Satán.

Si Artaud hubiera estado sano habría estudiado la escolástica, ¡hay que


estudiar!

El Conde de Lautréamont era un loco perverso. Yo leí su obra y supe de su


vida viviendo en el Uruguay. ¡Qué hombre pésimo! Se habla entregado a los vicios
y hacía con ellos poesía. Era un monstruo. Sólo en él había locura, la del lobo que
roe la frente.

Nerval en cambio era bueno. Pero se ahorcó de un farol. Le gustaban las


manzanas.
Lautréamont y Artaud me angustian. Su psicología es la de los vagos Yo
estaba atraído a ser como ellos, pero me salvé con la misa y los libros santos.

—Lautréamont y Artaud también sufrieron. Pareciera que en sus vidas no


hubo mucho más que dolor. Y ese dolor lo convirtieron con extraña belleza,
quemándose en su propia conciencia, en poesía.

—No debemos confundirnos. El sufrimiento de los viciosos no es noble, está


muy alejado del de los mártires de Dios.

—Me cuesta diferenciar en el sufrimiento y distinguir quienes son los


verdaderos mártires, los de Dios o los de los hombres. Pero además, ¿no cree que
esa exaltación angustiosa de lo siniestro que encontramos en Artaud y más
marcadamente en Lautréamont, adquiere finalmente un sentimiento místico, si aun
se quiere culturalmente religioso?

—Lautréamont no tenía nada de religioso. Era un muerto, como diría un


teólogo moralista.

Es cierto que no supo más que de penas, pero no pudo dar con la contrición,
ese dolor perfecto ni con la trición (?), ese dolor imperfecto al que se entregan los
pecadores arrepentidos para que se les restituya a la primera gracia y continuar
una vida penitencial, hasta arraigarse en un estado de paz y esperar la buena
muerte.

Pero él no da señales de haber tenido ninguna instrucción religiosa: aunque


nombre mucho a Dios, que lo pudiera llevar a la salud espiritual.

—¿Usted no quema sus años en este hospicio por buscar su verdad absoluta,
ese Dios que lo convierta en el mismo Dios? Pienso que Lautréamont no hizo en su
corta vida con su obra otra cosa que mostrar su desesperada necesidad de amar.
Injuriaba a Dios porque lo llamaba en el amor. Exaltaba el mal porque no
soportaba la hipocresía del bien.

—Tiene pasión por Lautréamont, ¿no es así?

—Los Cantos de Maldoror marcaron desde muy temprano mi espíritu. Diría


más: mi creencia de que la poesía es la posibilidad del hombre para vencer el
miedo a la locura y a la muerte surgieron tras la lectura de ese libro. Voy a decirle
algo que lo hará pensar. Es un secreto que he mantenido hasta hoy. Yo, a pesar de
todo, quiero al conde de Lautréamont y lo voy a ayudar. Y él me conoce. Como
juez he tenido que verlo. Me pidió que no lo olvidara, que intercediera por él ante
Dios, que es mi amigo.

Hace un tiempo nos encontramos en otra región. Cuando lo vi estaba como


despojándose del sueño, con agua y con algas, pero no con peces. Los peces se
habían ido. Se mantenía muy quieto, acostado en el mar. Yo caminaba sobre las
aguas y lo llamé: «Lautréamont, Lautréamont —le dije—, soy Fijman».

Él se acercó y dijo que me quería, que seriamos muy amigos ahora en el mar,
porque los dos habíamos sufrido sobre la tierra, Pero no lloramos, nos abrazamos y
permanecimos una eternidad en silencio.

—¿Recuerda cómo era? Nadie pudo hablar de él con exactitud, y hasta se


duda que haya vivido.

Tenía ojos celestes de gato. Alto, varios metros. La piel azul y la manos
huesudas.

—Yo soñé una vez que tenía colmillos y plumas hasta los tobillos.

—Sí, fino elegante, pero con una dentadura tremenda, probablemente un


vampiro. Debe estar ahora no en el Infierno sino en el Hades que es el reino de la
muerte.

—¿Cuál fue el peor de sus pecados?

—La soberbia. Se negó a ser un niño. Es lo que deduzco de sus escritos,


donde se hacen sentir su soledad y su desesperanza.

—Duele estar solo, mientras el corazón se apaga…

—Yo también lo estoy, aunque pienso que he encontrado a usted una buena
amistad. Somos amigos, ¿no es así?

—Para mí usted es un maestro al que respeto porque se consume en su


propio desierto, ¿me entiende? Y he llegado a quererlo mucho.

—¿Puedo pedirle un favor?

—Sí.
—Sé que dentro de muy poco me voy a morir. Ya soy viejo y he sufrido lo
suficiente. Pero tengo miedo de lo que me espera. No de la muerte, porque ya
estoy muerto en Cristo, sino de que me abran la cabeza como hacen con todos los
internos… ¡No quiero presentarme ante Dios cuando resucite con el cerebro
dañado y chorreando sangre! Mi vida ha sido el estudio, la poesía; quiero estar
hermoso, digno… Además va a estar ella, la Virgen, la única que no se burló de mi
amor ni me rechazó… ¿Se ocupará de mí cuando muera? Sáqueme a toda prisa de
la morgue. No deje que me destrocen, ¿me lo promete?

—Se lo prometo…

¿Recuerda que escribió «es muy larga la noche del corazón»?

—Fue hace unos años… Nunca imaginé que duraría tanto esa noche:
tampoco que serían mis días los de un poeta en el hospicio.

[Hospital Borda, noviembre de 1968]

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