FIJMAN, JACOBO - San Julian El Pobre (Relatos)
FIJMAN, JACOBO - San Julian El Pobre (Relatos)
FIJMAN, JACOBO - San Julian El Pobre (Relatos)
(relatos)
JACOBO FIJMAN (Besarabia, 25 de enero de 1898 – Buenos Aires, 1 de
diciembre de 1970) fue un poeta judeo argentino. Nace en Besarabia, en la actual
Rumania, el 25 de enero de 1898. A principios del nuevo siglo emigra con sus
padres a la Argentina donde se instalan en la provincia de Río Negro.
Hospicio de las Mercedes. Dicen que me han traído aquí porque estoy loco.
Esto es imposible. Pensar que yo he perdido la razón, siendo una cosa de orden
metafísico, trascendental. No puede ser. Además, he padecido hambre, sed,
dormía mal, estudiaba mucho, quería mejorar a los hombres, tenía sentido del
sacrificio, me redimía, amaba. No sé por qué, en una comisaría de la ciudad, me
apalearon. En uno de sus calabozos se me encontró hablando de tonalidades, del
origen de la especie, del superhombre y cantando La Marsellesa. Me había
desnudado; quería ser como los hijos del sol, resplandecer de sencillez, de
inocencia, de santidad.
Fuimos a la sala, donde mi madre nos esperaba. El escribiente que toma nota
de mi nombre, domicilio y profesión, lleva lentes. A su alrededor aparecen más
policías, con su misma cara rosada, mofletuda; con sus mismos lentes, con sus
mismos libros, donde anotan los datos, con la misma lapicera.
Mi padre, con sus ojos azules, y mi madre, que tiene la cara torcida por una
alteración nerviosa, me siguen. Siguen un fantasma. Se detienen y me aconsejan:
Veo el reloj de la joyería de Alberto. Veo la tabla negra del letrero, que me
sugiere la idea de que los de la casa han muerto, que han desencarnado, que se han
vestido con el traje de la eternidad. Precisamente, el padre de Alberto estuvo
hablándome del «Ayer».
Empieza a llover.
En la calle hay poca gente. Se cierran las casas de comercio. Camino por la
calle Corrientes, risueño, gozoso. Veo un judío de barba; usa patillas de patriarca,
anteojos negros; viste de levita negra. Lo reconozco. Es el padre de un muchacho
sionista. Se llama Stein.
Y otro, en yargón:
—Sabe, sabe.
—¡Llegaremos!
_¡Está loco!
—Yo soy muy franca —me dijo—. Esa muchacha tiene más inteligencia que
sensibilidad.
Siento que me vienen desmayos. Sofía me mira con sus ojos de ensueño.
Estoy enamorado. Me muero. Oigo música de Schumann. Estamos enamorados.
Entra Emma con su hermana, que practica en la Maternidad. La hermana nos dice,
sorprendida:
Me voy con Emma. Emma está triste; ama y no ama. No quiere casarse con
un judío de Entre Ríos porque es ordinario, bruto, feo.
Ya son las nueve de la noche. El cielo es claro; las estrellas brillan. En todas
partes levantan barricadas. Una alegría cósmica inunda. El ambiente está
perfumado. De pronto, unos niños se acercan, y me tiran piedras. Me echo a
caminar. Sólo encuentro mujeres de los negros, ojos tristes de horror. De fijo que es
la hora. En este momento anoto no sé qué impresión en mi Tabla. Me encuentro
con unas mujeres hermosas, divinas.
Estoy cerca de Palermo. Es verdad que soy Beethoven y tengo que dirigir la
Novena Sinfonía. Ya los músicos están reunidos. Visten de negro. Visten de negro,
porque saben que es el color que más me gusta. Hay un gentío enorme. Ruido,
mucho ruido. Los fulmino a todos con una mirada amenazadora, lanzando rayos,
anatemas. No saben que soy Beethoven. Los músicos están preparados. Empiezo a
dirigir a distancia. Ahora todos escuchan en un silencio religioso. Algo trágico,
milagroso, presienten. Después de la Novena, pienso, sólo falta consumar la gran
obra: la Revolución Social. Yo soy Beethoven; «Ayer» usaba trapo rojo; hoy soy el
mismo. Soy el Cristo Rojo. Por fin termina la sinfonía. La multitud estalla en
aplausos, delira. Se oye un trueno. La gente escapa. Alguien grita:
—¡Es dinamita!
Tengo sed. Es verdad que hace varios días que he decidido no comer,
porque eso de comer es cosa de bestias. No hay que ser bestia, Hay que ser un dios,
algo más y siempre más.
Un instante después me limpio la boca con una papa. Mis dientes están
blancos, blancos muy blancos. ¿Qué más quiero? Sólo habría que comer papas. Mi
amigo Berman estuvo un tiempo comiendo papas y dedicándose seriamente a
reflexionar.
Yo por toda respuesta sonrío; sonrío misteriosamente. No, no; desde luego
mi madre no sabe quién soy yo. Lo que me asombra en ella es su lenguaje de
compasión y dulzura para conmigo:
—Después.
—Montenegro —le dije— cuando llegue la hora, habrá que matar, matar a
muchos, sin miedo, sin piedad.
He notado que casi todos los eruditos aspiran a lo mismo. Se creen que
porque saben latín y griego deben regir los destinos de la cultura. ¡Qué bestias! Son
los que dicen: «Hemos llegado demasiado tarde» y quieren volver a la Edad Media
o al Renacimiento. Son unas bestias. No tienen sentido histórico. No sirven ni para
esta época ni para los tiempos de Maricastaña. Ah; pero Montenegro lee a Stirner y
a Nietzsche. Es un tipo disolvente. Ha sido fraile y, desde luego, es un peligro para
la revolución. El hábito de la hipocresía, de la simulación, no se saca así nomas;
queda, está prendido de cada nervio, de cada arteria, de cada mano. Montenegro
es una bestia. ¿Para qué usará esa capa y esa barba que lo hace semejante a
Stendhal? Por economía. Por taparse la mugre: la capa; y la barba, efectivamente,
por vanidad. Pero Montenegro entiende mucho de pintura. Es uno de esos tipos
que hablan mucho de estética en los cafés y que tan bien han pintado los Goncourt,
(Los Goncourt no hablarían mucho, pero escribieron mucho, demasiado). Ah, pero
el pobre Montenegro también busca algo. Es un atormentado. Tengo que iniciarlo
en teosofía y estará salvado. ¿Pero dónde está Montenegro? ¿Y Kerchman, el pobre
vagabundo judío, sin hogar, sin amigo, sin nada? Dicen que tiene talento, Su
cabeza es blanca; sus ojos dulces y la cara rosada. En verdad, es inteligente.
Kerchman es un pesimista, un doloroso, un atormentado. Él es el único que no cree
en la revolución ni en los revolucionarios. Los odia, los desprecia, los compadece.
Kerchman se ha ido lejos, muy lejos. Quizás a pie, cantando una lamentación de las
que oyó en las estepas.
Ya se inició el nuevo día y estoy en la calle. A eso de las diez me encuentro
con Boris Goldman, un muchacho de cara pequeña y movimientos bruscos. Toca el
piano y está componiendo una sinfonía para mil músicos. Es un muchacho que,
según el padre de mi amigo Alberto Berg, tiene mucha memoria; entonces es
posible que no se olvide de componerla. Me habla y se me ocurre no contestarle. Se
va disgustado. Ahora resuelvo, no sólo no comer ni dormir, sino también no hablar
más. ¿Y para qué es, pues, mi lenguaje de los dioses? Soy el Superhombre; el
Mesías.
Salimos. Toda la ciudad arde. Es el gran día. Pasamos por la escuela Roca.
Oigo cantar el himno de los trabajadores. Veo piedras rojas: barricadas. Grito:
_¡Viva la revolución social!…
—A dormir, a dormir —me dice por última vez y se va, bajando una
escalerita de hierro.
Nadie me contesta.
—No, no quiero.
Miro el líquido que contiene la cuchara. Es rojo. Ah, sí, debe de ser una
receta «bolchevike» que me manda Ingenieros. Pruebo; es dulce. ¡Qué porquería!
Ingenieros debe de haberme «tomado el pelo». Ingenieros es una bestia. Debe de
ser la cuchara que les da a sus iniciados de «La Siringa».
—Yo no sé. Creo que sí. Del que siempre hablaba era de Berman. Berman de
aquí Berman de allá. Para él no había mejor amigo que Berman.
Abajo hablan dos mujeres; la señora de mi verdadero padre y una que, por
la voz, se me figura que está vestida de luto.
—Y bien, ya que murió, que en paz descanse. ¡Qué lástima! Tan joven…
A media noche veo que mi hermano David está cerca de mi cama. Me está
velando. Me duele el estómago. Bajo las escaleras. Vuelvo a subir.
Al rato vuelve.
—¡Más caliente, más caliente! —le grito repetidas veces, lanzando terribles
carcajadas.
Sobre la mesa de mi cuarto hay una lamparita azul con el tubo roto.
Reconozco la lamparita; Samuel Leftman me la tiró una vez, porque nos
enfadamos…
Instantes después viene Samuel. Me limpia la cara con un pañuelo que huele
a tabaco, a miseria, a no sé qué.
—Mire, Berg. Nuestros hijos, nuestros, ya no son judíos; no nos sabrán rezar
el «Kadisch» —le oigo decir.
Todos ríen.
Deben de ser las dos o tres de la tarde. Me despierto para dirigir las
barricadas.
Desde aquí veo que Enriqueta Gómez lleva la bandera roja. Estamos en la
plaza. Dirijo la batalla. Hay olor a pólvora. Suenan las ametralladoras. Pisoteo y
grito como un endemoniado.
Estoy otra vez en cama. Me han herido. Estoy agonizando. Viene a verme un
médico. El médico me examina. Según parece, no sabe lo que tengo.
Y él mismo me viste.
Le grito a uno:
—¡López!
—¡Wilhelm!
Estamos en el manicomio.
—¡Oh, miren, un loco! —grito señalando a un sujeto. Esta es la casa del loco
Cabred. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Dice un policía:
—Aquí traemos a un individuo que dice ser el Cristo Rojo y que padece del
mal de la anarquía.
—Pásenlo.
Me aseguro a mí mismo:
El viento, que hace aullar al mar, sacude, contrae, retuerce los árboles de
ramas secas, y se reparte armoniosamente, en perspectiva.
Pienso en mis dos amigos, a quienes nunca les hablo ni de mis hambres ni
de mis sueños: Mario Funes, alto, fornido, de ojos castaños enfermizos, que a pesar
de sus treinta y cinco años y sus nueve hijos, es un divino solitario; Enrique
Gabriel, hombrecillo de ojos brillosos, finos; semblante redondo, pálido, chupado
por la vida de meditación. Funes me ha explicado días atrás el significado de «los
candelabros del Bautista», mientras Gabriel y un marino, que siempre cuenta
aventuras amorosas, sonreían irónicamente.
Me sacuden violentamente.
Gritan:
En la mesa de billar rueda la bola roja, salta y cae sobre el piso de madera
cubierto de aserrín, puchos y escupitajos.
—¿Lo ahorcaron? —pregunta uno de los jugadores, que lleva bufanda negra,
bien envuelta al cuello.
—¿Aversión?
Los jugadores han interrumpido el juego.
—No sentía aversión por nadie. No sentía nada por Prefería huir de las
compañías humanas.
Ordena:
(Hacía poco que me habían dado de alta del manicomio, en Buenos Aires).
«La voz que dicta» se quiebra como un vidrio y se divide en muchas voces:
se sinfoniza.
Otra:
Otra:
—No.
Otra:
—Se explica.
Una voz:
Otra:
En efecto, pasan los carros tirados por mulas. Dan la sensación de rascar
piedras.
Duermo. Una lucidez ardiente domina mi espíritu; pero mis pies están
helados.
Recuerdo una narración interrumpida que oí hace varios años entre dos
mujeres turcas, vestidas con trajes pintorescos.
Estoy cerca de un mercado. Gente que va, gente que viene. Una de las voces
dicta:
—Todavía no ven.
Otra:
—Están ciegos.
Otra:
Otra, piadosamente:
—¿Celos?
Despierto sobresaltado.
Aúlla el mar.
[Publicado por primera vez en la revista Martin Fierro (2da. ed.), N.º 35,
Buenos Aires, 5 de noviembre de 1926]
Hotel Dacia
Dante amaba la cruz del sur. Me parezco a Dante mirando la cruz del sur;
parecido que me ha hecho perder la canción infantil Frére Jacques, del cuarto 6,
marquesa Duvernois, y las campanas de la Sorbonne.
Repito las palabras de la señora Jeanne Lelong del 13. Se las he oído en
Rambouillet.
Los hoteles de París son siniestros. Así como suena: siniestros. Pasan por
ellos matrimonios, de una hora, de una semana, de un mes.
Yo debería contar la historia del cepillo para que supieran los motivos de mi
antipatía por Ovejero; pero en este preciso instante, Eduardo Lezica me ha traído
barajas criollas, me cuenta los incidentes de las fiestas de a bordo, y vistas de una
condesa alemana.
—Nuestro amigo Sergio Méndez firmaba sus artículos con ese pseudónimo
—le digo a Lezica. Méndez es muy amigo de Lezica.
—He tenido muchas primeras noches. Una de ellas fue la noche en que me
echaron de «La casa de los estudiantes» por cantar vidalitas.
Ayer he subido hasta el quinto piso, examiné los botines apostados en cada
puerta, y sin embargo no soy aquel zapatero que conocía el espíritu de los
individuos por las deformaciones de los zapatos.
La mujer del 15 se parece hoy a las mujeres que dan examen de canto en la
Municipalidad, para tener derecho de mendigar. Tiene las medias café claro y
embarradas, y la voz suficientemente lúgubre para poder explicar a los turistas el
nombre de cada tumba del cementerio del Quartier. Es intérprete y hace muñecas.
Habla mal todos los idiomas y sabe que la vida es dura.
—¡Uf, qué asco! Estos entierros parisinos. La gente que acompaña al muerto,
bajo los paraguas —nombro la selva virgen, los ríos, las islas de mis pagos—. He
visto enterrar en el Chaco…
—La podemos vender por cien mil francos, o si no buscaré un viejo que me
mantenga y de tanto en tanto nos veremos para conversar de teosofía.
La señorita Dreyfus desvió mis ideas hacia la señora del ministro mejicano
en Indo-China. La señora del ministro mostraba por todas partes su carita
granujienta y hablaba con fervor del bolcheviquismo.
¿Hay algo más terrible que una boda de pobres en París? El éxtasis antes de
Jesucristo. Habla el cuarto 24. Voy a jugar con las estrellas como con bolas de billar.
Mis sujetos no trabajan: sólo tienen nostalgia. Puede que hayan trabajado;
puede que se decidan a trabajar.
Las quenas de una peruana, los huacos de mi amigo Laprida y las balalaycas
del restorán Knam, los cielos grises y las corbatas y pañuelos me han enloquecido
de terror.
Entonces Dakar sólo existía para mí en las estatuitas negras y en los cuadros
de Matisse. Absurda comparación; pero es la única venganza que se merece la
pintura, ya que es tan difícil de comprender. Diez y siete días me he paseado con el
primer tomo de la Suma de Santo Tomás por todos los cabarets y lugares de
diversión, por culpa del Saxofón que trajo las aldeas negras del Senegal a las
ciudades de piedra, y que me hizo gustar los platos de porcelana decorados de
Cristos de vientres largos, larguísimos. Por eso decía mi amigo Osvaldo, del 16,
que la Edad Media era una época en broma.
Ahora veo cada tipo a través de determinado caos. A la señora del 22, señora
Rabinovich, por la voz, por el sistema de molestar; a la inglesa del 8, por lo, que
afirmaba los domingos a sus amigas francesas (Shakespeare es un buen autor), a
Vélez, que habita el 21, en busca de la alsaciana que se la sopló el amigo griego con
cara de sirio y tonada cordobesa; a Puñi, dueño de dos manzanas de casas de
Leningrado y actualmente habitante del 17 y a…
—Yo sé que tiene usted las patas sucias, y mejor será que hablara su lengua
materna. ¿Por qué cree que es distinguido hablar francés?
Ah, ¡qué admirable sería matar! El crimen. Yo conocí al señor que se llamaba
Tortiello, que amaba a Darwin y hablaba de patricios. Aquella vez que
guillotinaron al bandido Michel, él siguió pensando que era necesaria la guillotina.
La alemana del 10, señorita Schtainer, se ha caído del último piso. De ella
tenía referencias del 26, señor Schveiberg, argentino naturalizado chileno. La
alemana amaba la «aventura de la palabra» frase de Balzac, los puentes y sobre
todo los símbolos puentes. El médico chileno, Barros, coleccionista de tarjetas
postales, observa:
Padre, Hijo y Espíritu Santo; medito en los tres portales de Notre Dame. El
señor Friedman, exministro mejicano, del 14, ya no tiene miedo de la muerte. Por
todo el hotel entra la Semana Santa de Sevilla; Fabiano, el gitano español, canta
saetas. Bendita sea su madre.
Con la vida y las almas no se puede hacer lo que con las palabras. ¿Cómo
sacarle a la marquesa Duvernois que no piense en su marido muerto durante la
guerra y a Castro, 28, sacarle la manía de su apellido y la de buscar sillones del
siglo trece? A los dos les curarían las buenas costumbres cosmopolitas de una
inglesa y noruega que encontré en el Wikinks, café de Mortparnasse 181.
—Tomaremos café con leche y medias lunas —me dijo Ofelia, la Ofelia
gorda, que venía de dejar sus dientes de oro en la casa de préstamos.
Ofelia, Ofelia, Ofelia, cuarto 1. Es la más vieja de los pensionistas del Hotel
«Dacia».
Gautchot es el 12.
Por las calles húmedas se cruzaban las sombras envejecidas de los barrios
Montmartre, Etoile, Latin, Passy, figurines de modistos de cuarenta a cincuenta
años, grupos de viejas provincianas tocadas de negro, ojos que han visto mar, ríos,
bosques, otras ciudades, muchos países, gotear del moho de una iglesucha
románica, lamparillas de los dancings de Saint Cloud, megáfonos del Ejército de
Salvación, pisos de la torre Eiffel, calesitas del Luna Park, rostros, idiomas,
multitudes.
Supuse que nos iba a leer por cuarta vez la nota de expulsión de James Joyce
de la corte inglesa, quejarse de los turistas americanos y pedirnos cincuenta, diez o
cinco francos.
El Irlandés traía sus ojos dorados, como las cinco mil o diez mil ventanas de
las casas de los diques de la Senne, por el sol de verano.
Una mujer gorda rechinó los dientes muy cerca del Irlandés, y lo arrastró
con su voz de gong apolillado.
Media hora más tarde dimos con el cónsul uruguayo de Atenas y sus
nostalgias de la calle Sarandí, Helene Murillo discípula de la academia de pintura
Loth, y la periodista alemana que se vanagloriaba de los amores de su hija:
Hizo breve silencio como para dejar pasar al tocador de balalaika del té de la
calle Berry y su bata amarilla, dos frases luteranas de un actor de Nuremberg, y se
echó a reír:
—¿Clarise?
—¡Pensativo! ¡Qué raro! Hay que abrir los ojos —dice, y hace su mímica el
modisto italiano.
—Es verdad.
—¿Comparte mi opinión?
—Claro.
Su amigo el alemán Weber descansaba de las fatigas del cuartel. Así llamaba
a su curso de Geodesia.
—Señor, pienso con el tiempo hablar más rápido —me dice Weber—. Los
cafés de Berlín son grandes, más grandes que éstos… —añade.
—Vamos.
—¿Con quién?
—Con el aviador.
Un león acostado, y a su vera un niño gordo, a la sombra del árbol que rinde
su fruto semejante al pan, moneda antigua de Bolivia, trae a la memoria el joven
estudiante de medicina Molins, y su puna de Atacama, aquella Puna cedida a Chile
por Melgarejo a cambio de un pantalón de montar y el caballo Holofernes.
[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 4, Buenos Aires, abril
de 1930]
San Julián el Pobre
Por fin había dado con una calle de un solo minuto, como decimos aquí, de
una sola cuadra. Era angosta y se llamaba San Julián el Pobre. A veces tenía un
silencio y otras, dos o más; a veces, turistas, y a veces, solitarios. Era una calle
sorda con aspectos de penitente postrada ante la iglesia de San Julián el Pobre, en
cuyo interior, según me mostró un guardia republicano (Liberté, Fraternité,
Egalité) aún existía un pequeño horno donde antiguamente se hacía el pan
destinado a ser distribuido entre los pobres. Antiguamente…
Notre Dame. Notre Dame. A media noche, casi junto a los apóstoles de los
portales, una mujer enorme me gritó:
—¿Dónde vas?
La mujer era enorme, y su voz era también enorme como para anchura del
desierto.
Chevique me tomó las manos, miró detenidamente sus líneas, luego echó las
cartas, y leyó:
—¡Tragedia! Usted ama a una niña de familia tradicional que se opone a sus
relaciones. Ella no lo quiere mucho…
Ema se paseaba de un lado a otro y cantaba: Eron, eron, petit patapon, sur le
pont d’Avignon —con acento agrio y extraño que me trajo a la memoria el pueblo
de mi nacimiento, y un puente, y sobre ese puente el niño que aún hay en mí, y al
cual no termino nunca de volver y retornar. Ese niño que de vez en cuando asoma
a mis ojos, y a quien la enfermera del Hospital de la Maternidad, de la Rue Pascal,
dijo:
Despierto. Abro los ojos. Examino los dos francos, y en tanto oigo que
Lisandro Alvarado me dice:
¡Ah! Pero es verdad, en los hornos de San Julián el Pobre ya no se hace más
pan para los pobres.
[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 16, Buenos Aires, abril
1931. Al pie del relato, dos líneas debajo del nombre del autor, se agrega:
«Ilustración de Basaldúa»]
Ciudades, más ciudades
Siento el mismo asco y malestar que aquella tarde que comí ostras en la casa
del arquitecto rubio Benderzky; la misma repugnancia de la pornografía de ese
imbécil sentimental.
Miro a la calle. Llueve. Pasa una mujer de cabellos rojizos. El gris oscuro de
las piedras, las canciones de los parroquianos del cafetín «El abate de la espada»
mueven mi nostalgia y mi muerte.
Sobre mi mesa hay un plato de porcelana con dibujos antiguos que tanto
divierten al tarado que vive al lado de mi cuarto, y que siempre le pregunta a mi
amiga Rambouillet:
El amor. Ah, ah, ah. Pero no, no es el amor; pienso en la barba siniestra del
pintor uruguayo Planes, los pájaros graciosos del dibujante suizo, las torres, las
ventanas, las cúpulas, las calles; todo muere en mi cuerpo y mi alma. La ciudad o
lo esencial de la ciudad queda deshabitado.
He visto el vuelo de los pájaros. Cae la noche, y en la noche el ramo de flores
de aquel millonario colombiano ofrecido a la mujer que dibujaba con el lápiz rojo y
negro el retrato de sus amantes.
[Publicado por primera vez en la revista Número, N.º 21-22, Buenos Aires,
octubre 1931]
Conversación con Jacobo Fijman o el viaje hacía la realidad
profunda
Pero no confundamos a los poetas con los que escriben libros por vanidad o
se doctoran en la carrera literaria: esos mismos que se prostituyen detrás de los
premios o de las famas de cenáculos: esos pobres tontos que pretenden encerrar la
poesía en un cofre, como si las palabras fueran simples joyas y no lo que son: la
carnadura del alma.
—La verdadera poesía nos lleva como a niños de la mano hasta la reflexión;
la intuición nos convoca al misterio ya partir de la emoción se amplía nuestra
conciencia. Así como usted lo anunció hace años, será posible sentir «la luz entera
de la mañana». ¿Sigue percibiendo la poesía de igual manera? ¿Hasta qué punto es
superable la incidencia de la reclusión en el espíritu de un artista?
Yo he tenido una infancia poética. Recuerdo que desde niño me llamaban «el
poeta». Mi cuerpo, muy temprano, se acostumbró a alimentarse del dolor. Por eso,
vivir en el hospicio no puede cambiar ni limitar mis sentimientos sobre la poesía ni
dañar mi espíritu más de lo que por destino le fue reservado. Pequeño sería el
artista que se dejara ganar por el sufrimiento. Por el contrario, a partir de allí
comienza el trabajo.
—Hablemos de sus libros, escritos hace casi cuarenta años y que con
dificultad hemos podido rastrear en algunas bibliotecas. Usted publicó Molino
rojo, Estrella de la mañana y Hecho de estampas. ¿Qué le recuerdan Cada uno de
esos títulos?
—No. lo mío está afuera de cualquier escuela literaria. Nunca seguí a nadie,
aunque espontáneamente me considero un surrealista. Eso sí, distinto… Los
surrealistas son auténticos poetas, pero blasfeman y tienen una raíz satánica. Hablo
de los franceses, claro, porque aquí los que se llaman surrealistas, salvo unos
pocos, parecen nacidos para coronarse detrás de algún escritorio oficial o
esconderse debajo de la mesa. Después quieren disimularlo haciendo jueguitos de
palabras…
—Escribo para que mis actos se ordenen con Dios. Buscando la verdad y no
la oscuridad. Es decir, escribo para Dios y mi perfección.
Dios, sencillamente lo aprueba. Y esto dicho en lengua baja, para que todos
me entiendan.
—Entre mi pintura y mi poesía hay una sola mano. Por ello, las mismas
concepciones.
De niño me dijeron que sería un gran pintor, entonces quemé toda mi obra.
Ahora, en el hospicio pinto para purificar mis sentidos, externos e interiores,
únicamente así es válido pintar o escribir. Y hasta que aquellos que se dicen
artistas no lo entiendan deberían dejar estas actividades, porque están mintiendo.
—Sabemos que los colores centrales son el violeta y el verde, y que los
periféricos son el rojo, amarillo, el anaranjado y el azul. Así se sitúan ante mis ojos.
Además, aquel que pregunta ya sabe. ¿Para qué difundir lo que los dos
conocemos?
La demencia debe ser vista desde un punto de referencia moral. A esa pobre
gente que está en el hospicio habiendo pasado por lo más horrible habría que darle
buena comida (aquí la comida es pésima), y enseñarles a sentarse en la mesa, a no
robar, a no blasfemar… Hay que cambiar, fundamentalmente, la higiene. Es que el
hambre, el abandono, la suciedad, las humillaciones, contribuyen al deterioro sin
tregua de la criatura humana, de su cuerpo y de su alma.
Es cierto, en mi poesía invocaba la locura. Aquí se conoce la locura.
—La relación entre el arte y las crisis espirituales más profundas, esos
estados que suelen calificarse de locura o demencia, continúa siendo un misterio
de difícil revelación. En su criterio, ¿en qué medida la enfermedad mental puede
influir en una obra artística?
Es cierto que no supo más que de penas, pero no pudo dar con la contrición,
ese dolor perfecto ni con la trición (?), ese dolor imperfecto al que se entregan los
pecadores arrepentidos para que se les restituya a la primera gracia y continuar
una vida penitencial, hasta arraigarse en un estado de paz y esperar la buena
muerte.
—¿Usted no quema sus años en este hospicio por buscar su verdad absoluta,
ese Dios que lo convierta en el mismo Dios? Pienso que Lautréamont no hizo en su
corta vida con su obra otra cosa que mostrar su desesperada necesidad de amar.
Injuriaba a Dios porque lo llamaba en el amor. Exaltaba el mal porque no
soportaba la hipocresía del bien.
Él se acercó y dijo que me quería, que seriamos muy amigos ahora en el mar,
porque los dos habíamos sufrido sobre la tierra, Pero no lloramos, nos abrazamos y
permanecimos una eternidad en silencio.
Tenía ojos celestes de gato. Alto, varios metros. La piel azul y la manos
huesudas.
—Yo soñé una vez que tenía colmillos y plumas hasta los tobillos.
—Yo también lo estoy, aunque pienso que he encontrado a usted una buena
amistad. Somos amigos, ¿no es así?
—Sí.
—Sé que dentro de muy poco me voy a morir. Ya soy viejo y he sufrido lo
suficiente. Pero tengo miedo de lo que me espera. No de la muerte, porque ya
estoy muerto en Cristo, sino de que me abran la cabeza como hacen con todos los
internos… ¡No quiero presentarme ante Dios cuando resucite con el cerebro
dañado y chorreando sangre! Mi vida ha sido el estudio, la poesía; quiero estar
hermoso, digno… Además va a estar ella, la Virgen, la única que no se burló de mi
amor ni me rechazó… ¿Se ocupará de mí cuando muera? Sáqueme a toda prisa de
la morgue. No deje que me destrocen, ¿me lo promete?
—Se lo prometo…
—Fue hace unos años… Nunca imaginé que duraría tanto esa noche:
tampoco que serían mis días los de un poeta en el hospicio.