Discurso A Diogneto

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Madrid 2004 NUESTRO ESTILO, LA VIRTUD

“Discurso a Diogneto”
Esta antigua obra es una exposición apologética de la vida de los primeros cristianos,
dirigida a cierto Diogneto -nombre puramente honorífico, según la opinión más difundida- y
redactada en Atenas, en el siglo II. Investigaciones recientes invitan a identificarla con la Apología
de Cuadrato al emperador Adriano, que durante siglos se creyó perdida. Desgraciadamente, el único
manuscrito que se conservaba de este antiguo texto fue destruido en el siglo pasado, durante la
guerra franco-prusiana, en el incendio de la biblioteca de Estrasburgo. Todas las ediciones y
traducciones se basan en ese único manuscrito, ya desaparecido.
La parte central de esta apología expone un aspecto fundamental de la vida de los primeros
cristianos: el deber de santificarse en medio del mundo, iluminando todas las cosas con la luz de
Cristo. Un mensaje siempre actual, que el Señor ha recordado a los hombres en estos tiempos
últimos con las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

La vocación cristiana (Discurso a Diogneto, V-VII)

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, I ni por su idioma, ni
por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña,
ni llevan un género de vida aparte de los demás. A la verdad, esta doctrina no ha sido inventada por
ellos, como fruto del talento y de la especulación de hombres curiosos; ni profesan -como otros
hacen- una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que
a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y
costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable y, por confesión
de todos, sorprendente.
Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y
todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria es tierra
extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no abandonan los que les nacen.
Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo
en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el Cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su
vida sobrepasan las leyes.
A todos aman, y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata
y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todas
las cosas. Son deshonrados, y en las mismas deshonras son glorificados. Se los maldice y se les
declara justos. Los vituperan, y ellos devuelven bendiciones. Se les injuria, y ellos dan honra. Hacen
el bien y se los castiga como si fuesen malhechores; condenados a muerte, se alegran como si se les
concediera la vida. Los judíos los combaten como a extranjeros, y los griegos los persiguen; y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su odio.
Mas, para decirlo brevemente, lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo) El
alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del
mundo. Habita el alma en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; así los cristianos viven en el
mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; así
los cristianos son conocidos como quienes viven en el mundo, pero su religión sigue siendo
invisible.
La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, porque no le
permite gozar a su antojo de los placeres; a los cristianos les aborrece el mundo, sin haber recibido
ofensa de ellos, por- que renuncian a los placeres. El alma ama la carne ya los miembros que la
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aborrecen, y los cristianos aman también a quienes los odian. El alma está encerrada en el cuerpo,
pero ella es la que mantiene al cuerpo unido; así los cristianos, detenidos en el mundo como en una
cárcel, son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal;
así los cristianos viven de paso en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción de los
cielos. El alma, mortificada en comidas y bebidas, se mejora; lo mismo los cristianos, castigados de
muerte cada día, se multiplican más y más. Tal es el puesto que Dios les señaló, y no les es lícito
desertar de él.
Porque, como dije, no es invención humana lo que recibieron por tradición, ni tendrían por
digno de ser conservado tan cuidadosamente un pensamiento mortal, ni se les ha confiado la
administración de misterios terrenos. No. Aquél que es verdaderamente Omnipotente, Creador del
universo y Dios invisible, Él mismo hizo bajar de los cielos su Verbo y su Palabra santa e
incomprehensible y la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus corazones. Yeso, no
enviando a los mortales -como alguien pudiera imaginar- alguno de sus servidores, o un ángel, o un
príncipe de los que gobiernan las cosas terrestres, o alguno de los que tienen encomendadas las
administraciones de los cielos. Sino que envió al mismo Artífice y Creador del universo, Aquél por
quien creó los cielos, por quien encerró al mar en sus propias lindes; Aquél cuyo misterio guardan
fielmente todos los elementos: de cuya mano recibió el sol las medidas que ha de guardar en sus
carreras de cada día, a quien obedece la luna cuando le manda lucir durante la noche, a quien
también obedecen las estrellas que forman el séquito de la luna en su carrera; Aquél, en fin, por
quien todo fue ordenado y definido y sometido: los cielos y cuanto en los cielos se contiene, la
tierra y cuanto en la tierra existe, el mar y cuanto en el mar se en- cierra: el fuego, el aire, el abismo,
lo que está en lo alto, lo de más pro- fundo, lo que está en el medio. A Éste les envió.
¿Y qué? ¿Le envió acaso -como alguno podría pensar- para ejercer una tiranía o para
infundirnos terror y espanto? ¡De ninguna manera! Lo mandó en clemencia y mansedumbre, como
un rey envió a su hijo rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres le envió, para
salvarnos. Para persuadir, no para violentar, pues en Dios no se da violencia. Le envió para llamar,
no para castigar; le envió, en fin, para amar, no para juzgar. Le mandará, sí, un día, como Juez; ¿Y
quién resistirá entonces su presencia?

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