El Castillo - Luis Zueco
El Castillo - Luis Zueco
El Castillo - Luis Zueco
CASTILLO
Luis Zueco
1.ª edición: septiembre, 2015
DL B 20066-2015
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Contenido
Prefacio
Dramatis personae
Árbol genealógico de los reyes de Aragón-Pamplona
Parte I. EL REY SANCHO III
Parte II. EL CONDE RAMIRO
Parte III. EL REY SANCHO RAMÍREZ
Nota del autor
Fuentes y bibliografía
Agradecimientos
Sobre agujas cortadas
a pico, enhiesto,
inasequible al vértigo
y al sueño. De arriba
abajo, previsión
y cálculo. El ornato
y la comodidad
desechó el constructor
para hacerme vigía
permanente y que nunca
me asalte la sorpresa.
CARLOS GARULO,
VOZ DE PIEDRA
Prefacio
Esta novela narra el sueño de unos hombres que desafiaron su destino hace mil años, en un inhóspito
enclave que ha quedado suspendido en el tiempo.
Me atrevo a decir que no existe en todo el mundo otro castillo que nos permita transportarnos a la
Edad Media de la manera que lo hace Loarre. Olviden las películas, la publicidad y todo lo que les hayan
contado; nada de lujosos palacios, ni ingenuas princesas. Si quieren sumergirse en la verdadera época
medieval y llegar a sentir lo mismo que aquellos hombres y mujeres del Medievo, no lo duden, crucen el
umbral de este libro y viajen a Loarre.
En una recóndita sierra, poco poblada y en plena frontera con sus enemigos, un aguerrido monarca
decidió levantar una fortaleza militar, pero no una cualquiera. No una más de esas fortificaciones que
encaramadas en las montañas, dominando lo más profundo de los valles o enriscadas en auténticos nidos
de águila, poblaban los paisajes de reinos y condados en la Edad Media.
No. Esta es la epopeya del más grandioso e imponente castillo que han visto mis ojos, una de las más
impresionantes construcciones de su tiempo, sobre la que se gestó uno de los más importantes reinos
medievales.
Una época oscura y peligrosa, donde una vida no valía nada, donde las religiones se enzarzaban en
sangrientas guerras en nombre de sus respectivos dioses. La Edad Media puede ser el más evocador de
los tiempos de la historia del hombre, pero no fueron unos siglos de prosperidad, ni de avances
tecnológicos ni culturales. No fue esa época de caballeros y princesas que han grabado en nuestro
imaginario colectivo las películas y la literatura. El Medievo es un tiempo de desigualdades, lucha y
muerte. Donde unos hombres con escasos medios y menos conocimientos lograron desafiar las
limitaciones que les imponían la ignorancia y el poder.
Y el elemento, el emblema de ese tiempo, son los castillos. Por ello, cuando los divisamos oteando
todavía el horizonte, orgullosos de su antaño esplendor o visitamos sus restos, en la mayor parte de
ocasiones tan solo unas ruinas, siempre dejamos volar nuestra imaginación. Recorremos sus torres y
murallas divisando enemigos en el horizonte, fantaseamos con concurridos torneos y alborotados
banquetes, o caballeros salvando bellas doncellas en apuros.
Pero como les decía antes, eso no fue la Edad Media.
Si quieren descubrir cómo eran los hombres y mujeres que forjaron aquel tiempo lejano, de qué
manera eran capaces de levantar espectaculares monumentos como el castillo de Loarre, pasen esta
página y adéntrense camino de los Pirineos, en plena frontera entre la cruz y la media luna, y vivirán la
consecución de un sueño. Porque no hay arma más poderosa en este mundo, tanto hoy como hace mil
años, que creer en tus sueños.
Por muchos obstáculos, desgracias e impedimentos que les ponga delante la vida, sueñen, como
hicieron aquellos hombres que construyeron el castillo de Loarre.
Loarre está considerado el castillo románico mejor conservado del mundo y se espera que en breve
pase a formar parte de la Lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
Dramatis personae
Personajes históricos de la primera mitad del siglo XI
Sancho Garcés III de Pamplona, apodado el Mayor, fue rey de Pamplona con el condado de Aragón,
dominó por casamiento en los territorios de Castilla, Álava y Monzón, añadió los condados de Cea,
Sobrarbe y Ribagorza. Bajo su mandato el reino de Nájera-Pamplona alcanzó su mayor extensión
territorial, abarcando casi todo el tercio norte peninsular, desde Astorga hasta Ribagorza. Contrajo
matrimonio con la reina Munia de Castilla, con quien tuvo cinco hijos.
Ramiro I de Aragón, hijo extramatrimonial del rey Sancho el Mayor con doña Sancha de Aibar.
Recibió el condado de Aragón, debiendo prestar vasallaje al rey de Pamplona. Llegaría a ser el primer rey
de Aragón, territorio al que añadió los condados de Sobrarbe y Ribagorza desde la muerte de su
hermanastro pequeño, Gonzalo.
García Sánchez III de Pamplona, apodado «el de Nájera», rey de Pamplona, primero de los hijos
legítimos del rey Sancho el Mayor.
Fernando Sánchez, conde de Castilla y rey de León, apodado «el Grande». Segundo hijo de
Sancho el Mayor y la reina Munia. Casado con Sancha de León, hermana del rey leonés Bermudo III.
Jimena Sánchez, reina consorte de León por su matrimonio con el rey Bermudo III de León, única
hija de Sancho el Mayor y de su esposa, la reina Munia.
Gonzalo Sánchez, conde de Sobrarbe y Ribagorza, hijo menor del rey Sancho el Mayor.
Empezó a respirar con dificultad, su pulso se aceleró y sintió una presión dolorosa en el pecho. Separó
sus labios todo lo que pudo para lograr que entrara más aire, era inútil. La penumbra era espesa y fría
como la nieve de la montaña. Alzó la vista y miró a su alrededor, no lograba ver con claridad, pero ella
sabía que allí había algo.
Entonces lo percibió.
Su respiración volvió a serenarse, la presión desapareció y fue calmando el ritmo de su joven corazón.
Por extraño que pareciese, aquello no le causaba terror. Y, sin embargo, sabía que debía tenerlo.
«El miedo es bueno —solía decirle su padre—. Te mantiene alerta, te hace valorar todas las opciones.
El miedo es el aliado de los valientes y el peor enemigo de los cobardes.»
La niña no entendía esas palabras, no comprendía ese sentimiento. Veía el mal en aquellos ojos
enrojecidos que la escrutaban rebosantes de sangre y, aun así, ella le mantenía la mirada. Quería saber,
quería conocer de dónde procedía. Ni siquiera se aterrorizó cuando se abalanzó sobre ella y...
—¡Eneca! ¡Despierta!
La niña abrió los ojos, mostrando unas pupilas más oscuras que la propia noche que envolvía a
aquellas horas la torre del castillo de Xabier.
—¿Te encuentras bien, hija mía? Estás sudando, tenías una pesadilla.
—¡Madre! —gritó, abrazándola con todas sus fuerzas, enrollándose entre los dorados tirabuzones de
una extensa melena.
—Sssh. Ya pasó, estás a salvo —dijo, intentando apaciguar su miedo mientras acariciaba con suavidad
su cabello.
—No madre, no estamos a salvo —susurró la niña—, viene a por nosotros.
—¿De qué estás hablando, Eneca?
—Lo he visto, me quiere atrapar.
—Pequeña, solo ha sido un mal sueño. Nadie va a venir a hacerte daño. No tengas miedo, entre estos
muros estamos a salvo de cualquier peligro.
—Está cerca.
—¿Qué ocurre? —Una mujer de mayor edad entró alterada en la alcoba, portando una vela entre sus
manos.
—Eneca ha tenido una pesadilla —contestó la madre de la niña—, pero ya está mejor, ¿verdad? —La
pequeña no respondió.
—Yo me quedaré con ella. Iguazel, vete a dormir con tu marido.
La hermosa mujer besó a su hija en la frente. Eneca se tranquilizó al ver la dulzura que rebosaban los
ojos grisáceos de su madre, que se levantó de la cama y lanzó una mirada cómplice a la recién llegada.
Observó a su hija de nuevo y se despidió de ella con un gesto de su mano. Cerró la puerta a la vez que la
anciana se acurrucaba en el jergón y apagaba la mecha de la vela. La penumbra regresó, tan pesada e
infinita como antes. Eneca volvió a sentir la presión y la dificultad para respirar. Esta vez, su abuela la
abrazó, pero no era suficiente. Sintió que el mal retornaba y tomaba de nuevo posesión de aquella
estancia.
—Tú nunca tienes pesadillas, Eneca. ¿Qué te ocurre? A mí puedes contármelo...
—Abuela, está aquí.
—¿Quién? ¿Quién está aquí, Eneca?
—Viene a por mí. Lo he visto —se acurrucó contra el pecho de la anciana—, sus ojos eran de sangre.
—¿Estás segura de eso?
—Sí —respondió con una firmeza impropia de su edad.
—¿Qué es? ¿Un lobo o un oso?
—No, un monstruo.
—Cariño, no hay... —La abuela se detuvo al comprobar cómo su nieta temblaba y su piel estaba fría
como la nieve—. Eneca, ¿qué te sucede?
Entonces, la joven sufrió una punzada en medio del pecho que le hizo agitarse con tal brusquedad que
asustó a la anciana, cuyos ojos no podían ocultar el pánico y la angustia que sentían.
—Abuela, ya han llegado.
Sonaron las campanas de la iglesia, replicaban como llevadas por el diablo. Como si el mismísimo
Lucifer golpeara el badajo con toda su ira. La anciana sintió un escalofrío, aquel sonido infernal solo podía
tener un significado.
—Pase lo que pase, no le cuentes a nadie lo que dices haber visto —le advirtió mientras se levantaba
—. ¿De acuerdo? La gente odia a los que no son como ellos, y tú, tú eres especial, cariño.
La muchacha asintió con la cabeza. Su abuela se abalanzó hacia la ventana, la abrió y descubrió frente
a ella una aldea en llamas. Los gritos comenzaron a rasgar la noche cuando unos jinetes irrumpieron por
el flanco del puente. El primero de ellos seccionó de un tajo la garganta de la hija del herrero. El segundo
elevó la hoja de su espada por encima de su cabeza para hacerla bajar con toda la violencia posible contra
el pecho de otro de los aldeanos, rasgando su piel y dejando escapar su vida. Otro estaba siendo degollado
en el suelo como un animal. Mientras, dos más eran lanceados sin compasión, incluso cuando yacían
inertes, desangrándose como animales.
Uno de los pocos que salió armado a enfrentarse a ellos, fue ensogado por el cuello y arrastrado por
un jinete hasta caer en uno de los fuegos que habían prendido los asaltantes. Sus gritos no se oían desde
la torre, pero se veía cómo gateaba desesperado por la tierra, intentando sofocar las llamas que
consumían su cuerpo. Alguien se apiadó de él y le decapitó para que no siguiera sufriendo en vano.
El resto, desesperado, se afanaba por huir. Unos en dirección al bosque y otros hacia la torre.
—¿Qué sucede, abuela?
—¡Vístete! —exclamó, cerrando la ventana—. ¡Rápido!
El techo sobre sus cabezas retumbó con abundantes pisadas. Su abuela alzó la mirada, debían de ser
los guardias que corrían a defender la fortificación. Entre aquellos muros estaban a salvo, pero toda la
gente en el exterior, su gente... Para ellos era tarde, solo Dios podía salvarles.
Mientras Eneca se abrigaba, su abuela se frotaba las manos atemorizada. Miraba a un lado y otro de
la alcoba, buscando un consuelo que no hallaba. Juntó las yemas de los dedos a la altura de su barbilla y
rezó una plegaria al Señor.
De forma sorprendente, los gritos cesaron y el silencio se adueñó de nuevo de la noche. Lejos de
hacerla más apacible, la sembraron de una insoportable incertidumbre. La mujer entreabrió la ventana y
asomó sus ojos temerosos al exterior. Entre el calor de las llamas, los atacantes ya no perseguían a los que
huían, sino que se dedicaban a rodear la torre donde ellas se guarnecían. Fue entonces cuando unas
hiladas de luces iluminaron la entrada a la aldea y fueron avanzando en perfecta formación hasta situarse
frente a la fortaleza.
La mirada atónita de la anciana no se percató de lo que iba a acontecer, no podía imaginarse el futuro
que les esperaba. Los asaltantes parecían como luciérnagas en una extraña coordinación de movimientos.
Hasta que de pronto, esos puntos de luz se duplicaron y se despegaron de la tierra para surcar la noche
estrellada, como crías en su primer y, a la postre, último vuelo.
La mujer se apresuró a cerrar la ventana y oyó los gritos de alarma en los pisos superiores. Pasados
unos instantes, volvió a abrir con precaución y descubrió de nuevo los pájaros de fuego volando contra lo
alto de la torre. Así una y otra vez, en un incesante acto ceremonial.
—¡Dios mío! ¿Estáis bien? —La madre de Eneca entró en la alcoba entre sofocos, con un rostro
empañado de temor.
—Sí, hija... —la anciana la miró con pesadumbre—, no podrán detenerlos, ¿verdad?
—Me temo que no, madre.
—¿Cuánto resistirá el castillo? ¿Vendrán a socorrernos, verdad? El rey tiene que hacerlo, tiene que
ayudarnos...
No contestó, y a la vez ese silencio fue la peor de las respuestas posibles. La mujer corrió a asomarse
por la ventana y las piernas le temblaron al ver la escena con las decenas de arqueros disparando sin
descanso contra ellos. Un resplandor en el cielo demostraba que ya habían logrado hacer blanco en el
tejado y que los cadalsos de la torre ardían presa de las llamaradas. A pesar de todo, aquello no fue lo que
más asustó a la dama. Fue el ver una balista de desmedido tamaño, posicionada junto a las cuadras del
pueblo. Tirada por un par de mulas espoleadas por varios hombres, que estaba orientándose hacia la
puerta de acceso a la torre del castillo.
—Os dije que venían, que ya estaban aquí —pronunció la niña para asombro de su madre y de su
abuela.
—Dios santo... —La mujer de la melena dorada temblaba de miedo y apenas podía articular las
palabras que ansiaban escapar de su garganta—. Madre, hemos de poner a salvo a Eneca, las defensas no
resistirán.
—¡El túnel! —La abuela cogió a Eneca del brazo.
—No podemos...
Un terrible estruendo recorrió toda la torre, los muros temblaron como si fueran a venirse abajo y los
gritos sobre sus cabezas volvieron a retumbar.
—¡Hija, corred! Antes de que entren —insistió la anciana.
Ella fue la primera en salir de aquella estancia, mientras Eneca iba en brazos de su madre, hacia la
escalera que descendía al nivel inferior de la fortificación. Cuando las tres bajaron, la puerta de entrada
ardía en llamas y cuatro soldados, armados con espadas y escudos, se disponían a repeler a los asaltantes.
—¿Qué hacéis aquí? ¡Volved arriba! —gritó uno de ellos. Fue lo último que dijo porque una flecha le
arrancó uno de los ojos de su cuenca, salpicando el rostro de Eneca.
Su madre la agarró con fuerza y cogió una de las antorchas que colgaban de los muros. Continuó
decidida bajando por la siguiente escalera, que descendía hasta la bodega de la torre, dejando tras de sí a
los tres soldados restantes rezando en voz alta, sabedores de que pronto verían al Señor.
Una vez abajo, Iguazel iluminó la estancia y prosiguió hasta llegar al extremo más alejado.
—Madre, ayudadme —Entre ambas mujeres desplazaron unos sacos de trigo, dejando ver una
trampilla en el suelo—. ¡Rápido!
La abrió e introdujo dentro a su hija, al tiempo que limpiaba, con la manga de su saya, la sangre que
había salpicado su rostro.
—Yo no voy. —La abuela de Eneca se apartó de ellas.
—¿Qué decís, madre? ¡Vamos!
—No. ¡Idos! ¡Deprisa! Yo ocultaré de nuevo la trampilla, así tendréis más tiempo para huir.
—De eso nada. —Y la agarró de la muñeca.
—Soy demasiado mayor para arrastrarme por ese túnel y correr a campo abierto —dijo con voz
serena, mientras se liberaba de la mano que la retenía—. Salva a Eneca y deja a esta vieja ser útil por
última vez. Concédeme ese deseo.
La miró con las lágrimas rebosando hasta sus mejillas. Se abrazaron como hacía tanto tiempo que
ninguna lo recordaba, conscientes de que no se volverían a ver. Dejaron una última mirada como adiós. La
trampilla se cerró tras ellas y avanzaron por un estrecho túnel, húmedo y frío, con el aire podrido y
gusanos e insectos rastreando por sus ennegrecidas paredes. En alguna zona, su anchura era tan escasa,
que tenían que arrodillarse y gatear. El espacio se asemejaba a las madrigueras de una de esas alimañas
que vivían en el bosque. Era difícil saber dónde acababa, lo que parecía seguro es que había cierta
pendiente y eso facilitaba la marcha. El suelo estaba cada vez más embarrado, sus pies se hundían sin
remedio, haciendo cada paso más difícil que el anterior. Eneca no pronunciaba palabra alguna, se limitaba
a seguir a su madre, que la guiaba cogida de la mano. La mujer de melena dorada no quería ni imaginarse
qué les sucedería si la antorcha que portaba se apagaba y, lo que era peor aún, qué encontrarían a la
salida de aquel túnel.
Para su desgracia, ella sí que adivinaba la suerte de los que habían quedado en la torre, entre ellos su
madre y su marido, el tenente de la fortaleza. Intentaba no pensar en ello: su hija, ella era lo más
importante ahora.
Por fin encontraron aire puro y, poco después, oculta entre un enjambre de ramas de arbustos, la
salida que llevaba hasta el río. Eneca no salía de su asombro, todavía no entendía cómo habían logrado
llegar hasta allí. A ella, que tanto le gustaba jugar en el agua, no le costó reconocer aquel tramo y se
maravilló con la idea de poder entrar y salir directamente de la torre al río sin ser vista. Sin tener que
pasar por la casa del herrero ni por la de la vieja sin dientes que siempre estaba hablándole a los cerdos
de su corral. Qué lástima no haberlo descubierto antes.
—No digas nada, todavía no estamos a salvo —le ordenó su madre, llevándose el dedo índice a los
labios—. Espérame aquí.
Iguazel avanzó unos pasos y se asomó buscando la torre, que para aquel entonces ya era pasto de las
llamas. Pensó en su marido, que estaría defendiendo las almenas. En su madre, que habría escondido de
nuevo la trampilla y después se habría ocultado entre los víveres. También recordó a los soldados, que
habrían hecho lo posible por repeler el ataque. Igual suerte habrían corrido los aldeanos, solo unos
cuantos habrían logrado huir hacia las montañas, donde serían presa fácil si les perseguían.
Cuando las lágrimas resbalaban desde la claridad de sus ojos, escuchó un ruido cercano, era el
relincho de un caballo.
Regresó con Eneca y la cogió del brazo. Volvió a oírlo, estaba más próximo. Miró a su hija como solo
una madre puede hacerlo. Su pequeña no se parecía en nada a ella, ni en su físico ni en su forma de ser.
Pero era su hija, sangre de su sangre. Se quitó la cruz que colgaba de su cuello y la pasó por la cabeza de
la niña.
—Eneca —le susurró—, no dejes que nadie te la quite nunca, prométemelo.
—Madre...
—¡Prométemelo! —gruñó, zarandeándola.
—Sí, madre.
—Muy bien, mi niña. ¿Te acuerdas de cuando vamos a despedir a tu padre hasta el puente del río?
—Sí, claro.
—Pues ahora quiero que vayas tú sola hasta allí, ¿lo harás? —Eneca asintió con la cabeza—. Eso es, ya
eres mayor, sé que puedes hacerlo. No te fíes jamás de nadie.
—Pero...
Volvió a oírse un relincho de caballo y unos gritos. La miró con una infinita tristeza, cómo iba a ser
capaz de separarse de ella. Era tan pequeña, tan frágil... y a la vez, sabía de la enorme fuerza que
rebosaban sus jóvenes ojos. Tenía que hacerlo, estaban cerca y ya sabía qué ocurriría si cogían a su hija.
—Vete y no te detengas. Una vez en el puente, espera a que yo llegue. Promételo.
—Te lo prometo, madre. —Y le dio un beso en la frente.
—Ahora vete, ¡vamos!
Su madre se quedó de pie junto al río, mientras la muchacha seguía el cauce. Cogió una piedra y se
agazapó tras el tronco de un grueso árbol. Entre aquella penumbra espesa apenas podía distinguir
algunas sombras, entonces vio cómo unas ramas se movían delante de ella.
La niña se detuvo al oír el relinchar de un caballo. Se volvió hacia donde se acababa de despedir de su
madre y la descubrió oculta tras unos matorrales. El jinete descabalgó y desenfundó su espada, cuya hoja
curva cortó con un silbido la noche. El sarraceno dio un par de pasos, dejando a su madre a la espalda.
Y entonces, la mirada del infiel atravesó la penumbra hasta descubrir a lo lejos a Eneca, eran los ojos
de sangre.
Su madre apareció de entre las sombras y le golpeó en la cabeza, derribándole.
—¡Corre, Eneca! ¡Corre!
El musulmán se alzó con el rostro ensangrentado, esquivó el siguiente golpe de la mujer y la agarró
del cuello con una sola mano.
Ella miró al lugar donde había visto a Eneca y sonrió con alivio al comprobar que su hija ya no estaba
allí.
2
Pamplona. 22 de noviembre del año 1027
El mercado bullía atestado de gente aquella mañana, al que habían acudido comerciantes de todos los
lugares del reino. Traían vino del norte del condado de Castilla, joyas recién llegadas de las tierras de
León, alfareros de Astorga, tejidos de Haro y Nájera, dulces de Palencia, calzado de Carrión, pescado de
Laredo y Santillana, queso del valle de Baztán, madera tallada de Garay y las mejores pieles curtidas en
Boltaña y Jaca.
Las calles de la ciudad estaban empavesadas con pendones de todas las casas vasallas del rey. Un
hervidero de gentes abigarradas, caballeros adornados con sus mejores galas, damas ataviadas con todas
sus ricas joyas, nutridas comitivas, vistosas cabalgatas, señores de todos los castillos del reino, gentiles
embajadas de los condados de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. Venerables clérigos, obispos
embadurnados en sus púrpuras casullas y doradas estolas. Hombres de armas, escuderos, pajes y gentes
del pueblo que se afanaban por ver a sus señores.
Todos sabían de la llegada a Pamplona de lo más ilustre de la nobleza del reino. El rey Sancho, el
tercero de su nombre, llamado por muchos Sancho el Mayor, por estar su grandeza por encima de
cualquier otro ilustre monarca, solía celebrar la festividad de Santa Cecilia en Pamplona desde hacía
varios años. La corte era itinerante, por ello, a pesar de ser la capital del reino, las estancias de la familia
en la ciudad eran escasas y cuando se producían, no había vasallo que no acudiera al festejo.
Lope de Ferrech concurría por primera vez a aquella cita anual, él no pertenecía a la alta nobleza,
todavía no. Su padre le había dejado un reducido territorio en la sierra de Leyre, ni demasiado extenso, ni
rico. Pero suficiente para poder asistir a los mismos banquetes que los grandes del reino, aunque nunca
codearse con ellos. A su padre le había costado una vida entera conseguir aquellas tierras, ahora le
tocaba a él sacarles provecho.
Desmontó al entrar en el fastuoso patio de armas del castillo y dejó la montura a su escudero, un
fornido hombre de mentón cuadrado y espaldas anchas como las de un oso. Fiel y obediente, tranquilo y
callado, pero también fiero y sanguinario en el combate. Él solo había acabado con cuatro hombres de
armas en el paso de Biniés, cerca del camino que llevaba a Santiago, cuando sufrieron una emboscada a
manos de unos forajidos. A veces no estaba claro quiénes eran sus peores enemigos, si los sarracenos o
los cristianos que ansiaban hacer botín a cualquier precio. Quien infligía las leyes de Dios solo podía
recibir la muerte como castigo. Aun así, siempre había desheredados y muertos de hambre que osaban
atacar a un señor, por mucho que ello significara el infierno eterno.
Se encaminó hacia el pabellón occidental, donde una comitiva de músicos daba la bienvenida a los
nobles. Estaban los escudos de armas de todas las casas: leones, castillos, calderos y otros emblemas que
nunca había visto, lo abrumaron hasta hacerle dudar de si aquel era su sitio. De si él, un infanzón del
norte, era merecedor de compartir estancia con tan ilustre señorío. Recordó a su padre, que había
luchado sin descanso para que su hijo algún día estuviera allí. Sí, posiblemente él era el señor de la casa
con menos tierras y bienes de la corte del rey Sancho el Mayor. Sí, su familia no contaba con generaciones
de caballeros a sus espaldas. Pero había sido invitado a la recepción real por derecho, nadie les había
regalado nada, todo lo contrario. Más de una vez, su padre tuvo que enfrentarse a señores y no tan
señores. Y cruzar con ellos su acero sin más remedio, pues en esta vida muchos son los que te pisan desde
lo más alto cuando te ven llegar a la cima, pero pocos los que te empujan hacia arriba para lograr tus
sueños.
Los logros y esfuerzos de su progenitor le daban la posibilidad de, quizás algún día, ostentar un título
mayor. Eso dependía de su espada y, sobre todo, de su astucia. La realidad era que no había sido educado
para ello. Él era el segundo hijo, más de una vez su padre lo quiso meter a monje. Sin embargo, Lope de
Ferrech no estaba hecho para vestir el hábito. Era terco como una mula y desde joven se empeñó en
demostrar a su familia que sujetaba mejor una espada que un crucifijo. Había heredado el título de su
ancestro porque el primogénito, su hermano Antón, había encontrado la muerte en Sangüesa, durante una
razia de los musulmanes del reino de Saraqusta. Con la caída del Califato, el rey de Pamplona intentó
hacer avanzar la frontera pero nada se logró, salvo verter sangre cristiana y perder la importante plaza de
Calahorra.
Aquella desgraciada muerte hizo olvidar a su padre sus planes para hacerle religioso y tan pronto
como pudo le puso una espada entre las manos. Cuál fue su sorpresa, al comprobar que él ya sabía
blandirla como un caballero.
En el salón real, engalanado con todo lujo, buscó dónde sentarse entre aquel enjambre de
conspiraciones veladas y tediosas conversaciones. No todos los presentes eran tan poco interesantes,
pues también había damas de la más alta alcurnia. Lope de Ferrech puso atención en una joven que vestía
con un brial entallado, con bordados florales y aberturas laterales encordadas. Ella le miró con disimulo y
le regaló una discreta sonrisa. Por desgracia, se acercó un caballero envuelto en una larga capa azulada y
la cogió por el brazo. Así que dirigió su mirada hacia otra mujer. Esta portaba un brial de anchas mangas,
con bordados geométricos en las bocamangas y un collarín con cenefas cerrando el cuello. A pesar de sus
intentos por llamar su atención, ella no daba la impresión de mostrar el más mínimo interés.
Decidió no tentar a la suerte y alejarse de aquellos provocativos ojos, y se encauzó hacia el extremo
menos concurrido. En él halló a una discreta corte que rodeaba a un fornido personaje, del cual no era
capaz de divisar su rostro. Sus acompañantes le miraron con desconfianza, pero ya estaba cansado de
deambular por aquel salón. Así que buscó una copa de vino y tomó posición a su lado, de manera que
aquellas miradas resbalaron por su espalda.
Mientras daba un sorbo a la bebida el grupo se desplazó hacia el centro de la sala. Pero no todos, uno
se situó a su derecha y tomó otra copa. Al volverse para comprobar de quién se trataba, no pudo ocultar
su sorpresa al ver a Ramiro, el hijo de mayor edad del rey, aunque no el heredero, ya que no había sido
dado a luz dentro del matrimonio, sino que era fruto de un amorío del rey Sancho el Mayor antes de
desposarse con la reina Munia, hija del conde de Castilla.
Nunca había hablado con él, pero su padre se había encargado de mostrarle, en los pocos actos que
habían coincidido con la familia real, quién era cada uno de los hijos de Sancho el Mayor. Ramiro era todo
un caballero, corpulento, de buena talla, moreno y con unos ojos que rebosaban seguridad en sí mismo.
Para Lope, ese era el mayor don que podía tener un hombre. Había cualidades importantes como la
valentía, la destreza o hasta la inteligencia, pero ese brillo en los ojos era el más poderoso de todos los
dones que Dios podía otorgar a cualquier hombre.
—Señor, soy Lope de Ferrech —dijo, tomando la iniciativa.
Lo miró de arriba abajo antes de responder.
—Mejor para vos.
—Quería presentaros mis respetos.
—¿Por qué a mí? Mis hermanos son mucho más... Cómo diría? Provechosos para un don nadie como
vos.
Lope de Ferrech sintió ese pinchazo que se produce siempre cuando te humillan, que duele justo
debajo del honor, entre las costillas, junto al lado del orgullo y la sed de venganza, y que la única manera
de sanar es cruzando espadas. Sin embargo, ni el lugar ni el personaje eran propicios para ello.
—Mi señor, soy...
—Tranquilo, se quién sois. Tan solo bromeaba.
—¿Me conocéis?
—Soy hijo del rey Sancho, conozco a todos los nobles del reino. —Aquella respuesta sorprendió a Lope
—. Una vez hablé con vuestro padre, el día en que el rey le concedió las tierras que poseéis en Leyre. Un
hombre valiente y leal, fue una lástima su muerte.
—Gracias, mi señor.
—Una fiesta aburrida, ¿verdad? Casi tediosa, me atrevería a sugerir.
—Para seros sincero, no suelo acudir a muchas.
—¡Qué suerte tenéis! —Y el hijo del rey sonrió—. ¿Sabéis por qué las fiestas son importantes?
—Quizá porque hay buena comida.
—No en todas las ocasiones, creedme —respondió Ramiro con una amplia sonrisa.
—¿Por la compañía?
—¡Dios! Por supuesto que no, mirad a vuestro alrededor. ¿Perderíais un instante de vuestra vida
conversando con estos borregos? —afirmó para su sorpresa—. Sí, no me miréis así, todos ellos tan solo
buscan complacer a mi padre, no les importa ni el reino, ni los musulmanes, ni Dios. Solo ellos; su lealtad
es menos fiable que su capacidad para no decir sandeces en cuanto abren su enorme bocaza.
—Está claro que no sois un hombre de fiestas.
—Todo lo contrario, me apasionan. La razón por la que se convocan es que en ellas siempre acontecen
sucesos interesantes. Mi estimado Lope de Ferrech, si se celebra una fiesta en el reino de Pamplona, es
para que ocurra algo. A veces se conoce de antemano, pero en otras ocasiones... ¿Sabéis qué celebramos
hoy?
—La festividad de Santa Cecilia.
—¿De verdad creéis eso? —preguntó, levantando ambas cejas—. ¿Es que acaso santa Cecilia ha hecho
algo por nuestro reino?
—Yo... creo que no. —Lope se quedó dudando—. Así que hoy sucederá algo...
Antes de que terminara la frase unos tambores anunciaron la llegada del rey. Los presentes se
cuadraron: castellanos, leoneses, pamploneses y también los ribagorzanos, aragoneses y sobrarbenses.
Todos buscaron mostrar su cabeza lo más alto posible, cual gallo en un gallinero. No era para menos, el
rey Sancho era el monarca más poderoso que habían conocido los reinos cristianos del sur de los Pirineos.
—Mis vasallos, os agradezco vuestra presencia en Pamplona —dijo con una poderosa voz—, ya cada
vez soy más viejo y me quedan menos años que celebrar.
Un murmullo recorrió la sala y las miradas de los presentes buscaron al heredero, su hijo García.
También a su hermano Fernando y al pequeño Gonzalo que permanecía junto a su madre, la reina Munia.
—Tranquilos, todavía no me tenéis que enterrar —dijo, soltando una ruidosa carcajada—, pero hacéis
bien en fijar vuestros ojos en mis hijos, pues ellos guiarán el futuro de mis territorios y por ende, el
vuestro.
—Habla en plural —susurró Ramiro.
Lope no entendió la trascendencia de aquel detalle y siguió escuchando al monarca.
—Estoy orgulloso de cada uno de ellos y estoy convencido de que, llegado el momento, me sucederán
con honor y sabiduría. —Y el rey alzó la copa—. ¡Brindemos por ellos!
Todos los asistentes obedecieron con entusiasmo.
—¡Viva el rey! —Ramiro dio un paso al frente con la copa en alto—. ¡Larga vida al rey!
—¡Larga vida al rey! —repitió el salón al completo, incluidos sus hermanastros.
Ramiro regresó a su posición y bebió de su copa con un gesto firme y seguro. Sin duda, su inesperada
intervención había causado extrañeza.
¿Qué pretende el hermanastro con estas palabras?, se preguntaría más de uno de los nobles.
—Lope, si quieres un consejo sincero, no pierdas el tiempo con aliados inciertos o débiles —advirtió el
hijo del rey en un susurro mientras le miraba con sus pupilas oscuras—. Debes estar seguro de a quién
quieres tener a tu lado y a quién no, ¿me comprendes?
—Sí, mi señor.
—¿Qué opináis de mis hermanastros?
—Seguro que gobernarán con sabiduría.
—¡Sandeces! ¿Qué pensáis en verdad? ¡Decídmelo!
—Es pronto para saber —Lope suspiró, no le gustaban las encerronas—, habrá que ver cómo reina el
heredero...
—¿Cómo creéis que repartirá sus territorios mi querido padre?
—Eso nadie lo sabe.
—García será rey de Pamplona, sin duda. Pero ¿qué pasará con el condado de Castilla? ¿Con los
señoríos de Álava o Cea? ¿Con Aragón o la Ribagorza?
—¿No se lo habéis preguntado? —Lope decidió tomar una posición más ofensiva—. Es vuestro padre,
¿quién mejor que vos para saberlo?
—Precisamente por eso, Lope. —Esas enigmáticas palabras revolotearon a su alrededor como moscas
pegajosas.
Lope de Ferrech se sintió en peligro, empezó a sentir un calor asfixiante. No estaba acostumbrado a
aquellas recepciones ni a conversaciones tan cargadas de insinuaciones. Su padre no le había preparado
para aquello, no había crecido en la corte. No era capaz de leer entre las frases puntiagudas del hijo del
rey. Y, al mismo tiempo, creía que estaba ante una de esas oportunidades que no puedes dejar escapar en
la vida.
—Yo podría ayudaros —se atrevió a decir—, necesitáis alguien de confianza, fiel y...
—No estamos en las montañas, Pamplona es más peligrosa que cualquier desfiladero o emboscada. —
Ramiro buscó una copa de vino para apaciguar su sed—. No puedo fiarme de nadie en la corte, todos
tienen deudas con todos, influencias, pactos continuos...
—Yo soy leal al rey.
—Por supuesto, eso nadie lo duda —dijo Ramiro, mirando de nuevo a Lope—. Quizá sí podáis servirme.
No aquí, sino fuera de estos muros.
—Lo siento, mi señor, no os entiendo. ¿Cómo podría yo serviros lejos de la corte?
—Este reino es extenso, en Pamplona en muchas ocasiones no nos percatamos de lo que en realidad
sucede en las zonas más alejadas y peligrosas. —Dos damas ataviadas con sayas de vivos colores y
mangas voladas saludaron a ambos nobles—. Escuchad con atención, Lope de Ferrech, si me ayudáis
sabré recompensaros.
—Como bien habéis dicho antes, vos sois el último de los hijos del rey en la sucesión, sería más
práctico para mí servir a vuestros hermanos.
—Aprendéis rápido —sonrió—, eso que habéis dicho ahora no es correcto. Para una mente estrecha de
miras, podría parecer que estáis en lo cierto. Sin embargo, si profundizáis en la situación os daréis cuenta
de que mis hermanastros tienen más aduladores a su lado de los que pueden contar. Nunca podrán
conceder a todos ellos lo que les han prometido. En cambio, yo —y abrió los brazos invitándole a que
mirara a su alrededor— estoy solo.
—Tendré que pensarlo —susurró Lope de Ferrech con el rostro contrariado.
—Hacedlo rápido, no queda excesivo tiempo.
—¿Para qué? ¿Qué va a ocurrir?
—Lope —dijo Ramiro, cogiéndole del hombro—, volvamos a la fiesta.
3
Sierra de Leyre. Noviembre del año 1027
Al alba, Eneca despertó en un abrigo en lo profundo de la montaña. Temblaba de frío, tenía las manos
hinchadas y la garganta seca. Parecía no comprender las imágenes que se formaban en sus retinas y, por
mucho que intentará abrir y limpiarse los ojos, estas no se tornaban más concisas. Se arrastró por el suelo
húmedo hasta lograr incorporarse con torpeza sobre sus cansadas piernas. Salió a un claro del bosque
con las manos por delante, como uno de esos ciegos que a veces llegaban a la aldea pidiendo limosna. Ella
sí podía ver, pero no era capaz de interpretar lo que le rodeaba.
Tenía la boca seca y los orificios de la nariz taponados con mucosidades, como si también tuviera
atrofiados los sentidos del gusto y el olfato. Se tropezó con unas ramas y cayó de bruces contra una zona
embarrada. Intentó levantarse, resbaló y volvió a golpearse contra el fango.
Allí quedó. Inmóvil, exhausta, sin voz ni conciencia. Como si deambulara por un sueño, entre la bruma
de la montaña y el inmenso silencio atrapado entre la muralla de árboles que conformaban aquel tupido
paisaje.
En la cima de su desasosiego, creyó oír algo. Supo que era una percepción real, como un grito que
tiraba de ella y la devolvía a la vida. Sí, ahora lo escuchaba mejor, era un ruido cortante, que vibraba
entre los árboles. Un aullido de animal, que rebotaba entre el follaje de encinas y carrascas. No, era un
sonido más conocido, un ladrido. Y entonces sintió un aliento sobre su rostro.
A su lado, Artal le lamía la cara enredando su cabello negro. Su mastín siempre la había acompañado
desde que su madre se lo regaló al cumplir once años y, ahora que apenas había pasado uno, ya se había
convertido en un animal hermoso y fuerte, capaz de asustar a las caballerizas, y rápido cuando salía de
caza con los escuderos de su padre. No sabía cómo, pero Artal había escapado de la aldea y seguido su
rastro por el bosque hasta dar con ella.
Al reconocerle, empezó a entender también lo que le rodeaba, a interpretar los sonidos y las formas, y
un haz de luz le devolvió al mundo de los sentidos.
Artal era tan listo como muchos hombres, de pelaje espeso y completamente blanco, como un copo de
nieve recién caído. No conocía el frío, aunque en los veranos calurosos sufría con el viento cálido de
poniente. Le gustaba la lluvia y correr entre los charcos que se formaban alrededor de la torre. Eneca
había perdido la noción del tiempo desde que se separó de su madre y llegó al puente sobre el río. Desde
entonces, había caminado siempre hacia la salida del sol. No recordaba cuándo había desfallecido, pero al
menos ya no estaba sola.
Conforme se iba recuperando, pensaba en qué habría sido de su padre, que defendía lo alto de la
torre; de su abuela, que se quedó para ocultar su huida; ¿y su madre? ¿Por qué ella le había dejado sola?
No lo estaba. Artal frotó el hocico contra su espalda, empujándola para que se levantara. Eneca le
hizo caso y le siguió entre la penumbra verdosa de la vegetación. Así, llegaron hasta un riachuelo, y Artal
metió el morro en la corriente para beber con su alargada lengua. Después miró a Eneca y esta introdujo
sus manos. El agua estaba fría, pero se lavó la cara, y comenzó a sentirse algo mejor. Se pasó las manos
húmedas por el cuello, la frente y los hombros y volvió a introducir las dos palmas formando un cuenco
del que beber. Aquello la devolvió a la vida.
—Vamos, Artal, tenemos que buscar algo de comer.
Eneca caminó siguiendo el curso del agua, rastreando la orilla, mientras su perro olisqueaba algunas
plantas que iban encontrándose a su paso. Hasta que la muchacha se detuvo frente a un imponente árbol
de cuyos pies brotaban raíces que se sumergían de nuevo en la tierra y sus ramas estaban tan altas que
no podía alcanzarlas. Fue a la base de su tronco y escarbó, primero con las manos y, cuando se percató de
que era tarea inútil, buscó un par de piedras. Con una de ellas dio forma a la otra, para después utilizarla
en la misma tarea. Con ayuda de sus rudimentarios útiles, encontró unas raíces verdosas, que fue
partiendo antes de lavarlas en el río. Masticó la primera de ellas, después la succionó, extrayendo toda la
savia, continuó con la segunda a la vez que le daba otra a Artal.
Esa noche la pasaron en otro abrigo que encontraron antes de la puesta de sol, donde el riachuelo
vertía sus aguas a un cauce mayor. Recordó cómo le habían enseñado a hacer fuego y buscó las rocas
adecuadas, reunió hojas y ramulla secas, y, por último, se afanó en encontrar el lado donde menos pegara
el viento para, después de casi una docena de intentos, lograr que una chispa cebara la escueta hoguera,
a la que añadió ramas más considerables y alguna piña que prendió de manera efusiva. Se acurrucó
contra Artal y cerró los ojos. Era complicado hacerlo cuando, en sueños, no dejaba de ver a sus padres
sufriendo. Así que despertó antes del alba y permaneció en vigilia observando las estrellas de la bóveda
celeste, todas estaban allí suspendidas y se movían al unísono alrededor de la tierra que pisaban los
hombres.
Era hermoso verlas brillar y, en el profundo silencio de aquellas montañas, parecía como si pudieras
elevarte y tocarlas con la punta de los dedos. No fue eso lo que sucedió, más bien lo contrario, pues creyó
ver a un ser volando sobre las copas de los árboles. Quizá fuera uno de esos espíritus que pueblan el
bosque, o de esas mujeres que son capaces de transformarse en formas extrañas y viajar de un lugar a
otro.
Y soltó un tremendo grito cuando algo descendió frente a ella. Artal se despertó y se encaró con aquel
ser. Era una lechuza blanca, que parecía mirarla impasible, mientras su perro ladraba de manera
incesante.
—Tranquilo —le acarició el cuello—, no pasa nada, tranquilo. —El animal se fue apaciguando.
Frente a ellos la lechuza giró sus ojos rasgados. Eneca dio un par de pasos hacia ella, extendió su
brazo derecho y lo colocó a escasos palmos del ave, que pestañeó antes de agitar sus enormes alas. Eneca
no se movió y la lechuza se posó sobre su muñeca.
—Dime, ¿dónde están mis padres? —La lechuza no se giró—. Tú lo sabes, espíritu del bosque, ¿adónde
debo ir?
La lechuza extendió de nuevo las alas y voló a unos pasos de distancia, mientras el resplandor de los
primeros reflejos dorados del nuevo día asomaba por entre las montañas. El ave se elevó y voló hacia la
salida del astro.
—¡Artal! Nos vamos.
La muchacha siguió el aleteo de la lechuza, mientras la claridad del día comenzaba a inundar el
bosque, hasta que la perdió de vista. Miró a su alrededor. Se hallaba en un claro, en la ladera hacia un
valle. Olfateó un olor que llamó su atención, parecía un fuego. Algo estaba quemándose cerca. Artal
también se percató y siguió el rastro. Se detuvo y observó a Eneca, esperando. La niña buscó de nuevo a
la lechuza, pero esta había desaparecido, así que caminó hacia su perro, que reanudó su marcha,
avanzando por los matorrales. Eneca apenas podía seguirle entre la vegetación y estaba a punto de
detenerse, cuando llegó a un lugar resguardado excavado en la roca. Una humareda blanca nacía de una
fogata a sus pies. Ella se acercó precavida. No había nadie, pero sobre el fuego había una cazuela de
barro.
—¿Quién eres tú? —la asustó una voz a su espalda.
La niña se volvió y halló frente a ella el rostro de una mujer con la piel más oscura que nunca habían
visto sus ojos. Su mirada y su cabello también vestían de penumbra, e incluso sus ropas tenían el color de
la noche.
—Me llamo Eneca.
—¿Y qué hace una pequeña como tú sola en el bosque?
—No estoy sola —replicó la niña—, tengo a mi perro y pronto mi madre vendrá a buscarme.
—Un magnífico mastín, ¿y de dónde vienes?
—De Xabier, mi padre es el tenente del castillo. Nos atacaron y... logramos huir.
—Interesante, ¿y quién atacó Xabier?
—El demonio de ojos de sangre.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y escrutó de nuevo a la niña, esta vez con más énfasis
y desconfianza.
—¿Tienes hambre? Estás hecha un saco de huesos. Siéntate ahí y comeremos algo caliente.
Eneca obedeció y la mujer le sirvió una sopa con tropezones de una carne cuya procedencia animal
era difícil de adivinar, y también alimentó al perro.
—Una niña como tú no debe deambular sola, los hombres son unos animales y se dejan llevar por sus
peores instintos. Es mejor que permanezcas conmigo.
—¡Tengo que encontrar a mis padres!
—Dime, ¿los has visto en tus sueños?
—No, a ellos no.
—Bien —asintió, al tiempo que se llevaba una hierba a la boca que comenzó a masticar—. Yo necesito
ayuda, quédate aquí, al menos un tiempo. Hay cosas que debes aprender antes de seguir tu camino. Todo
sucede por alguna razón, absolutamente todo. El destino nos guía a través de la vida, de esta y de las
otras.
—¿Qué otras?
—Vaya, vaya. Veo que tienes mucho que aprender, voy a salir al bosque. Acompáñame, por favor.
Así lo hizo Eneca, pensando que le mostraría algo en particular, pero solo caminaron hasta un saliente
pedregoso y permanecieron allí hasta que se puso el sol. Después, la mujer la llevó hasta el interior del
refugio y la acomodó en una cavidad con el suelo de paja. Artal dormiría a su lado. Así pasó Eneca la
noche en aquel sobrio lugar.
No fue la última. La niña fue acogida con cierta indiferencia por su anfitriona, que la ignoraba durante
gran parte del día, pero que a la vez se encargaba de que comiera y no pasara frío. La mujer se llamaba
Nunila y aquel abrigo era su morada. En su interior guardaba todo tipo de utensilios, hierbas y brebajes.
La oquedad en la montaña era profunda y repleta de lugares de almacenaje. Además, dentro la
temperatura era constante y había poca humedad. Nunila le ordenó limpiarla todos los días y Eneca, poco
acostumbrada a esas labores, quiso oponerse al principio. Pero por alguna extraña razón, Nunila era de su
agrado y sentía la necesidad de obedecerla.
Una mañana, salieron las dos juntas, acompañadas de Artal, al bosque.
—¿Adónde vamos? —preguntó Eneca.
—Hoy te voy a enseñar a recoger setas, así que presta atención, ya que son tan ricas y útiles como
peligrosas. La mayoría de ellas tienen veneno. Toda seta buena tiene su gemela nociva. A veces la
diferencia entre las dos variedades es tan sutil que muchos hombres las confunden y mueren.
Estuvieron caminando durante un buen tramo de la mañana.
—¡Eneca! Mira, ¿ves esa? Es una seta calabaza.
—Tiene como un sombrero.
—Así es, siempre es de color pardo, con el borde más claro. Crece entre hayas, robles y pinos. —
Nunila se agachó y mostró a la niña cómo debía cortarla.
Deambularon todo el día por el bosque, recolectando setas y, al llegar la noche, guisaron las más
sabrosas en el interior de la cueva.
—¿Recordarás cómo son las setas calabaza? —preguntó Nunila, sonriente.
—Sí, con un sombrero marrón, muy carnoso y un pie fuerte.
—¿Y nada más?
—Creo que no.
—¡Maldita niña! El sombrero tiene un margen más claro, su color no es uniforme. Si no eres capaz de
fijarte en esos detalles, no me sirves para nada. ¿Cómo puedes ser tan estúpida? ¡No estoy más que
perdiendo el tiempo contigo!
Eneca se fue llorando fuera de la cueva. Nunila tan pronto se mostraba amable y se preocupaba por
ella, como cambiaba de manera súbita de humor, se encolerizaba y la despreciaba e ignoraba.
Pasaron las semanas y llegó el frío invierno, durante muchos días no pudieron salir de su refugio. A
pesar de la cercanía, Nunila continuó sin hablar mucho con Eneca. De esta manera transcurrían los días
para la niña, hasta que por fin llegó la primavera y después el buen tiempo. En una de las primeras
noches de calor, Eneca se despertó en la oscuridad y descubrió un resplandor en el exterior del abrigo.
Sin dudarlo, se incorporó y salió de la cueva. Fuera, las llamas de una colosal hoguera se alzaban hacia el
cielo estrellado y Nunila las contemplaba en un extremo en silencio, ensimismada.
—¿No te vas a acercar? —le preguntó sin inmutarse.
Eneca fue hasta ella con cautela y se colocó a su izquierda. Nunila llevaba un cuchillo en la mano. Lo
acercó al rostro de Eneca, que vio reflejado su propio miedo en el filo. No se movió, aguantando la
respiración mientras el arma recorría, a muy poca distancia, su cuello. Nunila se detuvo, miró de nuevo a
la pequeña y alzó el cuchillo hasta cortar un mechón de su pelo negro. Dio un par de pasos y lo dejó en el
suelo, dentro de un círculo de piedras, al lado de una vela que se consumía.
—Hoy es el primer día del verano, la noche más larga. Momento de dejar atrás lo viejo y dar la
bienvenida a lo nuevo. Ha llegado el día en que vas a renacer, Eneca. Durante estos meses, te he
observado y por eso sé que a partir de hoy todo será distinto.
Nunila cogió el mechón y lo introdujo en una pequeña bolsa de cuero, a continuación metió también
las piedras y lo poco que quedaba de la vela. La cerró y la guardó.
Nunila tenía razón. Después del solsticio nada fue lo mismo. Empezó a acompañar a la mujer al
bosque, a recolectar plantas y raíces. Accedían a recónditos lugares, en lo más profundo del valle, entre
frondosos robledales o a la sombra de cauces violentos de agua. Así Eneca comenzó a identificar a los
habitantes de la montaña: osos, lobos, nutrias, gamos; también a los árboles, matorrales, plantas y
hierbas. Con todo ello, como si fuera un curioso juego, cada día aprendía algo nuevo. Hasta que una noche
se desató una terrible tormenta y comenzó a llover sin fin, durante tres jornadas no salieron de la cueva.
Lejos de aminorar, la tempestad creció y una tormenta de rayos cayó sobre el bosque, desatando el pánico
entre todas las criaturas. La niña jamás había visto algo así. Era como si desde arriba, Dios les castigara
por sus pecados. El cielo amenazaba con abrirse y caer sobre sus cabezas.
—Tranquila, Eneca, pasará pronto. Tan solo es una fuerte tormenta.
—¿Y si es Nuestro Señor que está enfadado?
—¡Cómo! No digas tonterías. Desde los tiempos más remotos, los hombres han sentido la necesidad
de explicar todo aquello que les rodeaba y provocaba miedo. Necesitaban dar un sentido al frío, la lluvia,
la sequía, el hambre, las enfermedades, la muerte...
—¿Por qué? —inquirió Eneca.
—El miedo es la mayor amenaza que se cierne sobre nosotros. Pobre de aquel que vive con temor en
su corazón, nunca encontrará la paz. El miedo nos hace querer creer cualquier cosa que nos libre de él.
Por eso, cuando los hombres de la cruz trajeron al nuevo dios a nuestras tierras, muchos le abrazaron.
Pero las montañas no le pertenecen, ellas tienen su propia diosa, la madre de la Tierra y la naturaleza.
Ella es la que gobierna el tiempo. Si ella lo desea, puede llover intensamente durante días, o hacer un
calor sofocante que seque los cultivos. Puede provocar a su antojo feroces vientos o densas neblinas allá
en los montes donde habita.
—¿Dónde está la diosa?
—En la montaña, ahí tiene su morada. Aunque se nos muestra de numerosas formas, pues ella no
transige con la mentira, el robo, el orgullo ni la falta de la palabra dada. No soporta a aquellos que
afirman lo que no es y niegan lo que es.
—Me gusta que la diosa sea una mujer.
—Niña, debes tener muy claro una cosa. Muchos hombres atacan a la diosa por ser una mujer. Nos
ven como seres malignos, afirman que somos más proclives a caer en las garras de la lujuria y el pecado.
Que algunas de nosotras, mediante pactos con el demonio, nos convertimos en sus siervas y a cambio de
ello obtenemos diversos poderes, desde provocar tormentas, hasta la muerte de nuestros enemigos.
—¿Hablas de brujas?
—¡Eneca! No debes dejarte engañar. ¿Dónde has oído tales patrañas?
—No recuerdo, en Xabier, creo que el cura decía que...
—Nosotras estábamos aquí mucho antes de que esos hombres llegaran. El clero ha asimilado como
creencias cristianas ritos ancestrales arraigados en las gentes desde siglos atrás, para así controlarlos. Es
más fácil construir una ermita sobre un lugar de ofrendas a nuestra diosa, santificándolo, que condenar su
uso. Cuando la Iglesia prohíbe un rito pagano, y es ignorada por el pueblo de manera continuada, siempre
opta por la misma opción: convertirlo en parte de su culto. Son listos esos religiosos, maldita sea si lo son.
—Entonces, ¿no existen las brujas?
—En la naturaleza hay muchos seres diferentes. Algunos se parecen a nosotros, pero otros no. Solo
unos pocos son inofensivos, del resto debes estar siempre precavida.
—Mi abuela me hablaba de unos seres cuando iba a dormir, de las hadas. Decía que se aparecen a los
caminantes en la noche del solsticio de invierno. Los hombres no pueden resistirse a sus llamadas, como
ocurre con las sirenas, y se lanzan hacia sus cuerpos transparentes, cayendo al agua y hundiéndose hacia
el fondo del lago.
—¡Qué estúpida! —exclamó sin la mayor precaución de no herir a la niña—. Las hadas son mujeres
que viven en el bosque, en las cuevas, y cerca de corrientes de agua. Hay historias que aseguran que su
poder lo generan el agua de los pozos y los manantiales, capaces de manejar el agua a su voluntad,
secando las fuentes o parando el curso de los manantiales. Son seres poderosos, mujeres que fueron
diosas en un tiempo anterior. Aléjate de ellas, no debes hablar nunca con ninguna de ellas, ¿entendido?
La niña asintió.
—¿Qué llevas colgando del cuello? ¿Es una cruz?
—Sí —respondió temerosa.
4
Pamplona. Finales de noviembre del año 1027
Propinó un buen mordisco a la manzana y se le agrió el paladar con su amargo sabor. La miró y observó
una lombriz retozando en su interior. Podría haber pensado que era el fruto prohibido, y aquel asqueroso
ser, el demonio. Echó un vistazo a su alrededor y no vio a Eva, y lo que es peor, si aquello era el paraíso no
quería ni imaginar cómo debía ser el putrefacto infierno.
El clima de aquel reino no le iba bien a su delicada salud. Tenía el cuerpo cubierto de manchas y de
constantes picazones, sobre todo en la espalda. Las aliviaba con el uso constante de un cepillo de
extremada dureza que, a la postre, le originaba callosidades que en demasiadas ocasiones degeneraban
en sangrantes erupciones.
Tiró la manzana al fango y un par de muchachos surgieron de las sombras, como alimañas en el
bosque, para mordisquearla. Cada vez le parecía más repulsivo el recóndito reino al que había llegado
hacía ya varios meses.
«¿Por qué he accedido a venir?», repetía en su cabeza.
Todos sus compañeros habían abandonado estas tierras en busca de trabajos en otros territorios más
al norte. Lejos de los infieles y más próximos a las cortes de Toulouse y París. Los que le rodeaban no
dejaban de ser unos salvajes. La mayoría todavía vivían en las montañas y vestían con harapos.
Resultaban grotescos en todo lo que hacían, en cómo se movían, en la forma en la que hablaban y, sobre
todo, en la manera en que comían.
Había conocido alguno que se hacía llamar noble, ¡valiente analfabeto! Tenía más aspecto de bandido
que de señor. Al sur de los Pirineos ya se sabía que todo era distinto. Los musulmanes habían conquistado
todas estas tierras hacía varios siglos y ahora era cuando una serie de pequeños reinos y condados
empezaban a ganarles terreno, de forma lenta y discontinua. Hasta que un rey había unido a todos ellos
bajo su corona, Sancho el Mayor le llamaban. Rey de Pamplona, conde de Castilla, Ribagorza, Sobrarbe y
Cea, conquistador de Astorga y León. Y a pesar de todos esos títulos, su corte nada tenía que ver con
Aquisgrán, Amiens y, mucho menos, con Roma.
Se cruzó con una docena de hombres de armas, con sus yelmos de cervellera en forma de media
esfera, reforzados por un aro del que pendía un protector para la nariz. Cogidos por el tiracol llevaban sus
escudos hechos de madera ligera, entelada y encolada con engrudo de yeso. Eran de casi tres pies de alto,
con forma de lágrima y la mayoría decorados con cruces metálicas. A él no le apasionaba la guerra cuerpo
a cuerpo, la veía demasiado vulgar, como todo en esta tierra a la que había llegado.
Al menos no soplaba el viento, que era lo que más le repugnaba en este mundo. El viento podía
provocar la locura en las gentes de bien. Él lo había visto: había conocido hombres que olvidaron la razón
y nunca volvieron a ser cuerdos. Por eso lo temía tanto y procuraba resguardarse cuando soplaba con
fuerza y, en especial, cuando lo hacía durante sucesivos días.
Esquivando inmundicias, excrementos de caballerizas y desperdicios de todo tipo, arribó a la puerta
del palacio real.
«¡Santo Dios! Qué despropósito llamar así a un edificio tan mal construido, tan sobrio en detalles
como escaso en envergadura y grandeza», pensó, ratificando su convicción de que aquel viaje había sido
una nefasta idea, otra más en su haber. Quien usaba como su morada un edificio de tan malograda
fábrica, no podía ser un monarca digno de llevar ninguna corona.
Explicó a los guardias quién era y fue escoltado hasta una segunda puerta, que no estaba vigilada.
Uno de los hombres que le acompañaba golpeó la madera dos veces y la hoja se abrió. Tras ella apareció
un hombre de escaso pelo, piel arrugada por los años y un vestuario más propio de un infiel, con ropas
anchas y coloridas.
Le invitó a que le siguiera por una alargada y fría sala. No había nadie más en ella. De los muros
colgaban sobrias telas, tan escasas en detalles como el palacio en grandeza. Supuso que su única función
sería resguardar aquellas estancias del frío. Le resultó inusual aquella soledad, más acostumbrado a las
multitudes de las cortes de otros reinos cristianos.
Prosiguieron hasta llegar a una nueva puerta. Su acompañante llamó otras dos veces y en esta ocasión
fue él mismo quien la abrió, haciendo un gesto para que pasara primero. Así lo hizo, y entonces se topó
con dos guardias al otro lado del umbral, que golpearon el suelo con las canteras de hierro de sus lanzas,
llevándose un buen susto. Entró en un salón que no tenía nada que ver con todo lo que había visto hasta
entonces. De sus muros colgaban ricos tapices, escudos, pendones y espadas. A sus pies, una alfombra
alargada, de preciosos dibujos vegetales y colores oscuros. Y, sin embargo, lo que más llamó su atención
fueron las esculturas. A ambos lados del pasillo que delimitaba la alfombra, había tres figuras de tamaño
natural, realizadas en mármol y con restos de una pigmentación antigua, todavía apreciable. Observó la
calidad de los detalles, la expresividad de los rostros y el trabajo de la anatomía de los cuerpos.
«Estas gentes no han podido hacer tales obras de arte, es del todo imposible», pensó. Él conocía esa
forma de trabajar, era antigua, de la época en que Roma dominaba el mundo. Por lo tanto, debían de
haber sido compradas o ser parte de un botín. Esto último fue lo que más le convenció.
—Espectaculares, ¿verdad? —pronunció una voz, cuyo eco inundó toda la sala.
—Desde luego.
—Estaban bajo este mismo suelo —continuó quien presidía la sala desde el otro extremo.
—¿Aquí? —se quedó dudando, pero avanzó por la estancia—. Claro... —entendió entonces cual era el
origen—, esta ciudad fue fundada por Pompeyo.
—Así es, un cónsul de la antigua Roma. Las raíces de mi reino se hunden más profundamente de lo
que creen al otro lado de los Pirineos.
El hombre que hablaba con un fuerte acento no era otro sino el rey, la corona sobre su cabeza no
dejaba lugar a la duda. Desde lo alto de su trono, acompañado de solo dos hombres dispuestos a ambos
lados, el monarca hablaba recostado sobre el respaldo real.
De nuevo, escasa presencia.
«¿Dónde se ocultan los consejeros, bufones, caballeros y demás?» Se prodigaban siempre de forma
numerosa en otras recepciones a las que él había asistido. Se sentía extraño en una corte tan austera, y
más desconcertante a cada instante que pasaba en ella.
Sin duda, el reino de Pamplona era diferente, quizá lo había subestimado.
—Estas esculturas son de un tiempo muy lejano —comentó él—, yo diría que alguna de ellas puede
tener casi mil años.
—Dicen mucho de quien gobernó estas tierras antes de mi linaje, ¿verdad? —comentó el monarca—.
Sugieren que se trataba de un hombre poderoso, con riqueza. Aunque desconozca lo que consiguió en
vida, puedo hacerme una idea de su poder.
—Eso creo yo también.
—¿Qué tiene la piedra que hace inmortales a los hombres?
—Los hombres mueren, sus construcciones permanecen, en ocasiones para toda la eternidad.
—Exacto —respondió el rey complacido—, la memoria es efímera, lombardo. El poder, la alegría, la
comida, el sexo, todo es volátil. Sin embargo, las iglesias y los castillos que levantamos... Ellos son
eternos.
—Si están bien construidos —se atrevió a puntualizar.
—Por supuesto. —El monarca soltó una carcajada—. Aunque a veces es complicado saber si las cosas
se hacen de la forma correcta o no, ¿verdad? Reinar es una pesada carga, y lo es más si no sabes qué
sucederá cuando ya no estés en este mundo.
El rey permaneció en silencio, con la mirada clavada en su anillo de oro y sujetando fuerte la
empuñadura de su espada, atada a la cintura. Los consejeros a su lado intercambiaron una mirada
interrogante sin respuesta.
—Eso es lo que me quita el sueño. Supongo que les pasa a todos los padres, pero yo soy rey. Tengo
cuatro hijos varones y una hija, y miles de súbditos y vasallos. ¿Cómo voy a dormir bien?
—Yo no tengo hijos, todos murieron. Así que no puedo ayudaros en esos menesteres —afirmó con
templanza—. ¿Qué queréis exactamente de mí, alteza? —La frialdad del lombardo sorprendió a los
consejeros, mientras que al monarca pareció agradarle.
—Te seré franco, puesto que tú lo eres —contestó sin remoloneo en la respuesta—. Mi reino es
extenso, el mayor que ha conocido mi linaje —suspiró—. A mi muerte, dividiré mis territorios entre todos
mis hijos.
El lombardo tragó saliva. Sabía que aquella información era restringida y que el rey estaba
comprometiéndolo al compartirla con él.
—Mi primogénito, García, será un excelente rey de Pamplona. Fernando es ambicioso e inteligente, y
sabrá hacer adecuado uso de su herencia. Gonzalo todavía es demasiado pequeño, no sé cómo será su
carácter ante las adversidades, y Ramiro nació antes de que yo me desposara, por lo tanto deberá asumir
su papel secundario.
—Alteza, yo soy constructor, no un noble de vuestro consejo. Perdonadme que insista, pero no acabo
de entender por qué habéis reclamado mi presencia para hablar de temas que incumben solo a vuestros
súbditos.
—Eres extranjero, pero estás en el invierno de la vida, como yo. Por eso sé que me entenderás. La
carne se pudre, las historias de los reyes pueden desaparecer, como las de aquellos que construyeron
estas hermosas esculturas. Solo la piedra permanece —e hizo una pausa—, la piedra y la fe. Lombardo,
quiero que construyas una poderosa fortaleza en el límite más al mediodía de mis territorios, frente a los
musulmanes.
—Alteza, yo...
—Escucha, deseo que esos infieles vean cómo se levanta, que la teman. Quiero que sea una punta de
lanza, que obligue a mis hijos a continuar la lucha y expandir el reino hacia el mediodía, hacia Saraqusta.
—La Ciudad Blanca, nada me gustaría más que ver su muralla y sus palacios. Os agradezco la
confianza, pero no sé si soy el hombre indicado para esta misión.
—Lombardo, tú eres el único que puede hacerlo. —El rey pronunció aquellas palabras con tal
contundencia que parecían labradas en piedra—. Por favor, reflexiona conmigo. Tu existencia también se
apaga, ¿por qué no construir algo que la prolongue en la eternidad? —le preguntó sin darle tiempo a
responder—. Deseo un castillo como nunca antes se ha construido, poderoso, inexpugnable. Nada de
motas, nada de torres en las que esconderse. ¡No! Anhelo un castillo que pueda resistir un prolongado
asedio, que permita guarecer a suficientes hombres de armas para atacar ciudades, reinos. Quiero una
fortaleza por la que se me recuerde cuando yo no esté aquí. Que dentro de un milenio, las gentes que
habiten estas tierras miren ese castillo igual que nosotros admiramos ahora estas estatuas que nos
rodean.
—Alteza, es un sueño ambicioso lo que me proponéis, pero una obra así necesitará recursos y
abundante mano de obra...
—Dispondrás de todo lo necesario.
—Lamento tener que ser yo quien os haga ver la realidad, pero por lo que he visto de vuestro reino, no
estáis preparados para una obra de tal magnitud. Apenas disponéis de edificios relevantes.
—Por eso vinisteis vosotros. Desde el Mare Nostrum hasta el río Aragón habéis edificado decenas de
iglesias y castillos, y, sin embargo, ahora nos habéis abandonado, ¿por qué?
—Los maestros lombardos somos solo constructores, no nos debemos a ningún reino.
—Esa no es una respuesta a mi pregunta. ¿Por qué razón habéis dejado iglesias a medio terminar,
torres sin cerrar, castillos sin defensas...?
—No seré yo quien responda algo que vos sabéis mejor que yo. Lo que sí diré es que me llamasteis y
aquí estoy.
—Eso es cierto, ¿por qué aceptaste venir? Todos los demás como tú se han marchado.
—A veces... —se detuvo—, es complicado de explicar.
—Está bien, no tengo más tiempo que perder. Dejemos todo lo demás a un lado: ¿construirás mi
castillo?
—¿Por qué yo?
—Porque no hay nadie más que pueda hacerlo.
—No suena muy convincente, ¿no creéis, alteza?
—O quizá sí, el destino ha querido que seas el último lombardo que quede a este lado de los Pirineos.
Es posible que sea una señal.
—Yo no creo en las señales.
—No tienes la obligación de hacerlo, no eres rey. En cambio, no es un lujo que yo pueda permitirme.
Debo tenerlas en cuenta, puesto que todo detalle es trascendental a la hora de reinar.
—¿Habéis elegido el emplazamiento?
—Sí, y puedo asegurarte que no te defraudará.
5
Valle del río Cinca. Día de San Marcos,
25 de abril de 1028
El río corría como un animal desbocado en busca del llano, hacia tierra de infieles. Ni siquiera un caballo
al galope podría seguir su ritmo. Fortún se imaginaba flotando sobre esas aguas que bajaban salvajes
desde las cumbres de los Pirineos. Tan altas, que ningún hombre había logrado llegar hasta la cima.
Decían los más viejos que, conforme ascendías por sus laderas, cada vez respirabas con mayor dificultad y
caminabas más despacio, como si te pesaran las piernas, los huesos y hasta las pestañas. Algunos habían
llegado a desfallecer en su aventura y otros terminaban perdidos o eran presa del frío y las tormentas.
A pesar de ello, él soñaba con coronar alguno de esos picos que se erigían majestuosos sobre valles,
ríos y bosques.
«¿Cómo será ver el mundo desde ahí arriba?», se preguntó.
Estar a tamaña altura debía de ser lo más parecido a volar que puede sentir un hombre. Quizás ese
fuera el motivo por el que Dios había levantado las montañas, para que podamos sentirnos como pájaros.
«¿Cómo lo ha hecho...? En su infinita sabiduría, ¿cómo ha...?»
—¡Fortún! ¡Despierta! —gritó su padre—. Ya estás otra vez, ¿qué demonios te pasa? ¿Por qué me ha
tenido que tocar a mí un hijo como tú?
Apenas habían hablado en todo el trayecto, como si cada uno caminara en una profunda discusión
consigo mismo. A veces, Juan tenía la sensación de que Fortún era como un perro que le seguía a
cualquier lugar a la espera de que le tirara algún currusco de pan. Andaba siempre en silencio, envuelto
en sus pensamientos, como si viviera en un mundo distinto, no se parecía en nada a él.
Durmieron dos noches más al raso, en las que tuvieron suerte y cazaron un par de perdices con las
que alimentarse bien. Aquel día de primavera hacía bueno, avanzaban por un itinerario pedregoso y
abrupto, en un territorio no frecuentado en la extremadura entre los dos reinos. Una tierra de nadie, en la
que era difícil saber si estabas en el lado de la media luna o de la cruz.
Muchos se habrían perdido en las zonas en las que la vegetación se había comido el sendero. No Juan,
él era decidido, seguro de sí mismo. De lo contrario, cómo si no hubiera logrado un hombre como él, con
tan escasos bienes que ofrecer, que la madre de Fortún le aceptara como esposo. La verdad era que Juan
todavía se sorprendía de que ella se hubiera fijado en él.
Era la más hermosa de las mujeres que había conocido, la más buena, la más dulce... Provenía de una
familia de alfareros respetada en todo el valle de Hecho. Devota cristiana, fiel y cariñosa esposa. Su mujer
era... Mejor no seguir pensando en ella. A Juan aquello no le podía traer nada bueno. La melancolía puede
llegar a ser un poderoso veneno, que mata el alma de los hombres poco a poco, sin darse cuenta.
Llegaron a un desfiladero que daba a otro valle más al sur, y Juan se detuvo para inspeccionar el
terreno. Dudó, aunque fiel a la tozudez característica de los habitantes de aquel pequeño condado, enfiló
el paso, firme y decidido. Aun así, se volvió a detener, recorrió con la lengua toda su boca y se frotó los
ojos.
—No es buena idea.
—Vamos, padre, no hay nadie.
—Silencio —ordenó con una mirada llena de rabia, como si hubiera proferido una blasfemia—. Calla y
obedece. De todos modos, eso es lo que te espera el resto de tu vida como no cambie nuestra suerte.
Juan observó la entrada, no había huellas en el suelo y la vegetación no era uniforme. Se adivinaban
zonas demasiado espesas, que se mezclaban con otras menos frondosas. Aquello no le convencía.
Fortún permanecía en silencio, con la cabeza agachada tras la reprimenda.
—No podemos tomar otro camino, si lo hacemos no llegaremos a tiempo —murmuró—. Así que pégate
a mí y obedéceme en todo lo que te diga, ¿entendido? ¡No hagas ninguna estupidez!
Fortún asintió con la cabeza. Era un muchacho imberbe, con las mejillas coloradas por el frío, enjuto y
que no sabía estarse quieto. Siempre movía sus piernas nervioso, como presto a echar a correr, deseoso
de huir.
—¿No vas a responderme?
—Has dicho que me callara.
Juan suspiró, uno de tantos suspiros desde que nació Fortún, hacía ya catorce largos años.
Se adentraron en el desfiladero, donde el sol caía de forma cenital sobre sus cabezas y no llegaba a
iluminar las paredes de piedra ocre que les rodeaban, que parecían unas fauces capaces de engullir a
cualquiera que mostrara la suficiente insensatez de penetrar en ellas. Juan animó el paso para salir de allí
cuanto antes, temeroso de que las sombras que se formaban entre las piedras tomaran vida y se
abalanzaran sobre ellos. O que aquel fuera lugar de refugio de los espíritus del bosque y que ellos, con su
presencia, estuvieran enturbiando su descanso.
La garganta era profunda, como una cicatriz en medio de las montañas. Caminaban todo lo deprisa
que estaba a su alcance y, aun así, las paredes de roca seguían cerrándose sobre ellos como una inmensa
boca de piedra.
Juan no pensó que costara tanto atravesarla. Definitivamente, no había sido una buena idea. Se
encontraban a merced de cualquier animal salvaje falto de alimento. La humedad y la penumbra se
evidenciaban cada vez más, el musgo cubría las paredes que habían perdido su color, el suelo se volvía
movedizo bajo sus pies y se agarraba a su calzado en cada pisada. Cualquier ruido parecía delatar un
peligro y, a cada paso, el sol se asemejaba más a un lejano recuerdo.
Por todo ello, el suspiro de alivio que lanzó Juan al verse al otro lado de la garganta fue tan profundo,
como breve. Pues la alegría por escapar de aquella prisión de piedra se tornó temor cuando, a la salida,
dos hombres surgieron entre la maleza armados con un hacha de cortar madera y un cuchillo de filo largo.
—Buenos días, viajeros —pronunció el más esbelto de ellos, imitando una postiza amabilidad—.
Bienvenidos a estas tierras, nos alegramos de que nos honréis con vuestra visita. Como ya sabréis, todo el
que llega a través de esta hoz debe pagar el peaje de paso.
—No tenemos nada de valor.
—Vamos, vamos. No seas tan modesto.
—Os lo aseguro, miradnos. —Juan abrió los brazos—. Ojalá tuviéramos algo con que pagaros.
—¿Y tu bolsa?
—Soy carpintero, esas son mis herramientas para trabajar. Sin ellas nos moriremos de hambre.
—Míranos bien, ¿de verdad piensas que nos importa algo lo que os ocurra? —El más robusto, que
llevaba el hacha en las manos, se acercó y le quitó la bolsa sin que Juan opusiera resistencia alguna.
—Esto vale poco —dijo al escarbar dentro de ella.
—¿Qué más escondes, carpintero? —insistió el que parecía al mando.
—Nada, solo eso y sin ellas...
—¡Cállate! Pues en ese caso... si no tienes nada más con lo que pagar, nos llevaremos al muchacho.
Algo sacaremos por él vendiéndolo de esclavo.
—Es muy torpe, no vale nada —afirmó Juan, dando un paso al frente y dejando a su hijo detrás de él.
—Eso lo decidiremos nosotros, en tierra de moros siempre hay quienes valoran bien a los jóvenes
cristianos. Hay gustos de todo tipo entre los infieles.
Juan apretó fuerte el puño, pero sabía que no era buena idea. Miró a su hijo, y al hacerlo no pudo
evitar ver los ojos de su difunta esposa.
—¡Corre, Fortún! ¡Corre!
El bandido al mando se abalanzó rápido sobre el joven y le propinó un puñetazo que lo tumbó de un
solo golpe. Juan buscó con qué defenderse, solo halló una alargada rama de pino seca.
—¿De verdad pretendes luchar con eso? —Reía su oponente con malicia.
—¿Acaso tienes miedo? —desafió el carpintero.
Aquel comentario enfureció al bandido, que le lanzó el hacha y que Juan esquivó con inesperada
habilidad, para luego golpearle con toda su fuerza en el costado. El trozo de pino se resquebrajó
acompañado de un lamento agudo de dolor.
Su enemigo se rehízo y volvió a atacar lanzando dos violentos hachazos. El primero no fue peligroso,
pero en el segundo, el filo del hacha pasó tan cerca de su rostro, que Juan sintió por un momento que la
vida se le acababa. Y tal vez fuera cierto, porque el otro bandido dejó a Fortún en el suelo y le rodeó por la
espalda.
—Se acabó la fiesta, valiente. Tú lo has querido.
El hacha describió un abultado arco en el cielo para caer directa contra el rostro de Juan, cuando una
flecha surcó el viento y se clavó en la mano que la sostenía, haciendo que el arma cayera a un palmo de su
mirada, cortando el aliento del carpintero.
El grito de dolor fue aterrador. El otro ladrón avanzó para acabar con él, pero una nueva flecha
encontró blanco en su hombro derecho. Aquello no le detuvo y siguió avanzando. Fue entonces cuando
una figura salió de la nada, embutida en una larga garnacha negra con una capucha que le cubría la
cabeza. Parecía un espectro de los que guardan la noche, corriendo hacia ellos a la vez que tensaba su
arco y lanzaba otra flecha que se incrustó en el brazo del corpulento asaltante. El bandido, a pesar de
perder el cuchillo, siguió hacia Juan dispuesto a arrancarle la vida de cualquier forma. El arquero se ancló
a veinte pies de ellos, tensó la cuerda y su siguiente lanzamiento fue directo a clavarse entre los ojos de
su enemigo.
Mientras, el otro oponente, malherido, intentaba recuperarse. Antes de que pudiera hacerlo, Juan
agarró el hacha y giró sobre sí mismo para rasgar con ella la garganta de su enemigo, que se derrumbó
escupiendo borbotones de espuma blanca enrojecida. Se retorció en el suelo intentando balbucear,
aunque las únicas palabras que salían de sus labios estaban teñidas de sangre.
Fortún se había incorporado con el rostro dolorido y observaba boquiabierto el sangriento escenario.
—Gracias —Juan se llevó la mano al pecho y cayó de rodillas, exhausto por la tensión—, os lo
agradezco en mi nombre y en el de mi hijo, mi señor.
—Más os valía ser más precavidos.
El arquero se detuvo. Calzaba unas botas altas colocadas directamente sobre las calzas, parecía ágil y
delgado. Entre las sombras en las que se ocultaba su rostro, brillaban dos inmensos ojos azules. Con
ambas manos se liberó de la capucha y ante ellos se descubrió una joven de una belleza turbadora.
—Eres una mujer... —Juan balbuceó con torpeza—, ¿cómo es posible?
—¿De verdad un hombre de tu edad necesita que le explique eso?
Juan tenía la boca tan abierta que no podía articular palabra, su desconcierto era tal que dio un paso
hacia atrás y a punto estuvo de tropezarse y caer. La arquera sonrió ante el efecto causado al delatar su
condición, como si disfrutara con ello, para después dirigir su mirada hacia Fortún. El muchacho no
mostraba la misma cara de asombro. La escrutó sin temor y, si bien parecía endeble e inseguro, solo un
crío vestido con harapos, su mirada era desafiante y su interior parecía contener un inusual brillo.
—¿Es tu hijo?
—Así es —respondió Juan todavía con la voz entrecortada.
—¿Y su madre?
—Murió cuando solo tenía dos años.
—Lo lamento. —La arquera seguía extrañada con los ojos del muchacho—. ¿Sufrió alguna
enfermedad?
—Sí —respondió Juan con infinita tristeza en las palabras—, enloqueció.
La arquera no preguntó más, pues era evidente que hablar de aquello causaba un hondo penar en
aquel hombre. Fue hacia los muertos para recuperar sus flechas. Desclavó la primera de la garganta del
muerto y la guardó en la bolsa de su espalda. Dio una patada al otro cuerpo para darle la vuelta, se
agachó y le registró por si llevaba algo de valor.
Alzó la vista y encontró la mirada del muchacho, escrutándole de forma anormal.
—¿Qué estás mirando?
—Nada —respondió Fortún.
—Eso espero.
—Vamos a Abizanda —interrumpió su padre—, a buscar trabajo, somos carpinteros.
—Pues os deseo suerte. —Saltó por encima del primer cadáver—. A partir de ahora elige mejor tu
camino, a veces la línea recta no es la mejor opción.
—¿Quién eres? —inquirió Juan—, una mujer no debe...
—Cuidado con lo que dices, todavía me quedan flechas. No creo que sea algo de tu incumbencia —
mostró un tono que evidenciaba que no hacía falta decir más para advertirles de que guardaran silencio—.
Cuida de tu hijo.
Se encapuchó de nuevo y aligeró el paso, perdiéndose entre la vegetación del bosque, tal y como
había aparecido.
Continuaron por el valle dos jornadas más, cruzaron un frondoso robledal en la linde de un empinado
monte. El hambre hizo aparición cuando no encontraron más caza y tampoco frutos salvajes, pues en
aquella época del año eran difíciles de hallar, más aún si no se conocía la zona. Avanzaban desconfiados
en cada cruce, de cada ruido. Temerosos de otro encuentro poco afortunado. Aun así, Juan parecía seguro
de su suerte y solo el cansancio atenazaba su ánimo. Las rodillas les dolían por culpa de los acusados
desniveles y lo ondulante del camino. Subidas y bajadas que castigaban sus fatigadas piernas. Más que la
fe, era la desesperación la que les guiaba. La propia de aquellos que no tienen nada que perder, porque ya
lo han perdido todo.
Cuando sus estómagos gruñían y sus esperanzas empezaban a desvanecerse, coronaron un alto
pedregoso no falto de desnivel.
—¡Fortún! ¡Ahí está! ¿La ves? ¡Mira lo alta que es!
Desde luego que la veía, cómo no hacerlo.
—Lo sabía, estaba seguro de que llegaríamos. —Juan casi lloraba de la alegría.
A pesar de la distancia, en el horizonte se observaba con detalle lo que había llamado la atención del
carpintero. Una torre que se levantaba como un gigante, como una montaña creada por el hombre.
Poderosa e intimidadora, surgía sobre la bruma como si fuera un centinela de piedra encargado de
custodiar el valle.
A grosso modo, calculó cuánto podía medir: ochenta... ¡no! Al menos serían cien pies, y no se caía.
Permanecía recta como el mejor de los árboles.
«¿Cómo es posible construir algo de semejante altura y que no se venga abajo?», se preguntó Juan.
Él había oído hablar de esos castillos que se estaban levantando para jalonar la frontera, auténticos
guardianes del reino de Pamplona. Vigilaban caminos, pueblos, valles y montañas. Protegían a los
hombres que intentaban repoblar las tierras arrebatadas de manera reciente a los infieles y, por tanto,
peligrosas y poco habitadas. Por todos eran conocidas las razias que antaño llevaban a cabo los
sarracenos, cuando Córdoba mandaba inmensos ejércitos con sus mejores generales, para castigar a los
cristianos, tomar prisioneros y hacer botín. Sin embargo, desde que se desmembró el Califato y se
formaron los nuevos reinos de infieles, las razias habían disminuido, pero la amenaza estaba latente. De
las cenizas del Califato habían surgido dos poderosas taifas que dominaban el valle del Ebro, la de
Saraqusta y la de Larida. Y frente a ellas, el rey Sancho el Mayor solo podía crear un ejército de piedra.
Unos castillos que detuvieran sus ataques y que demostraran que el tiempo de la media luna al norte del
Ebro se había terminado y que la Tierra Llana, algún día no lejano, vería un amanecer cristiano.
—¡Vamos, hijo! —Juan aceleró el paso—. Están en el tejado, con suerte todavía quedará trabajo para
nosotros.
Conforme se acercaron a Abizanda, la mole de piedra se hizo más inmensa, más colosal. Se trataba de
la primera vez que padre e hijo contemplaban un castillo, si bien habían oído hablar de ellos. Incluso
habían visto cerca de la aldea de Jaca una fortaleza construida con empalizadas y tierra prensada,
recubierta de pieles de animales impregnadas de orines.
Pero lo que tenían ante sus ojos no era comparable. Ver la piedra erguirse sobre el suelo, sin miedo,
en busca del cielo, era un espectáculo más allá de su imaginación. Por fin podía comprobar con sus
propios ojos lo que contaban en las aldeas. Allí delante tenía un verdadero castillo, aquellos que eran
edificados por reyes y señores y que solo los hombres de armas podían custodiar. Las gentes hablaban
maravillas sobre ellos. Mil historias se narraban sobre aquellas construcciones y lo que se encerraba
entre sus muros de piedra.
A su alrededor, cientos de hombres trabajaban como laboriosas hormigas; intrincados andamios se
alzaban hacia lo alto de la torre como esqueletos de madera; mientras grúas, rodillos y poleas, tirados por
caballerías y largas filas de esforzadas gentes, ascendían materiales por la vertical de sus muros. Había
artesanos de la madera y la piedra, herreros, trenzadores de cuerda, aguadores, hombres mezclando la
cal junto a la arena, otros que venían con voluminosas tinajas de grasa, y hasta se veía a las mujeres
matando ganado y amasando el pan para la comida. Los había enormes, casi como los gigantes de las
historias que se oía en los pueblos más al norte. Hombres de vestimentas extrañas, que nunca antes
habían visto. Algunos vestían con ropas holgadas, más propias de mujeres, y otros apenas llevaban una
sencilla piel anudada a la cintura. Hablaban en distintas lenguas, con graciosos acentos y otros no
inteligibles.
Fortún asistía ensimismado al espectáculo que era para sus ojos tal multitud y variedad de gentes.
Observaba con sumo interés cómo un muchacho pulía con un puntero las esquinas de un robusto bloque
de piedra. Empuñaba la herramienta con la mano izquierda que se cerraba sobre su cuerpo, con el dorso
hacia arriba y apoyando la muñeca para frenar y controlar el duro golpe del martillo, que manejaba con la
otra mano.
Juan le hizo una señal para que no se despistara y le siguiera entre la maraña de trabajadores. El
carpintero buscaba entre aquellos rostros anónimos y sudorosos alguno al que dirigirse. Identificó a uno
mal encarado, de buenas carnes, escaso pelo y menos dientes, que se percató de su llegada como si
tuviera ojos detrás de su peluda espalda.
—Buenos días, buen hombre —dijo Juan, sin que le devolviera el saludo—. ¿Sois vos el responsable de
algún aspecto de esta construcción?
—Sí, soy el capataz.
—Magnífico. Veréis, mi hijo y yo somos carpinteros, acabamos de llegar. Nos gustaría ayudar en las
labores del tejado y en cualquier otra en que podamos echar una mano.
—Tarde.
—¿Cómo?
—Tarde, ¿no me has oído? —El desdentado resopló molesto—. No hacen falta carpinteros, ha llegado
una cuadrilla de Ujué y ya están haciendo el tejado a buen ritmo. Hay que ser más rápidos, a buenas
horas venís —añadió con aire de desprecio.
—Algo habrá qué podamos hacer, aquí hay trabajo en abundancia —insistió Juan, abriendo los brazos
y señalando a su alrededor—. Mi hijo no cobrará y yo trabajo bien, no seremos casi gasto y aceleraremos
el ritmo. Seguro que el constructor os lo agradecerá, y podréis decir que es gracias a vuestra eficiente
labor de organización.
Para Fortún, una de las características más notables de su padre era la agudeza, su rapidez de réplica,
que a veces era tan rauda y definitiva que daba la impresión de no ser improvisada, como si hubiera sido
madurada durante horas para soltarla en el momento oportuno.
El capataz resopló, les escrutó de arriba abajo, como si fueran ganado que se fuera a comprar. Se
rascó la entrepierna y después se pasó la mano por la calva.
—Dices que eres carpintero, ¿tu hijo también?
—Es mi ayudante —respondió Juan con una sonrisa demasiado forzada.
—Está escuálido, no podrá ayudar mucho. —Y le dio un empujón que tumbó al joven en el suelo con
suma facilidad—. No vale para nada, no es más que un saco de huesos. No serviría ni para alimentar a las
caballerizas.
—Venimos de lejos, el viaje ha sido duro y se nos acabó el alimento. En cuanto comamos algo se
recuperará y veréis que puede ser de...
—De ninguna manera. ¿Me has visto cara de idiota? Para ti sí tengo trabajo. Pero ¿de verdad te crees
que voy a contratarlo a él como ayudante? Ese no puede ganarse la comida. —Lo cogió del cuello,
apretándoselo con brusquedad—. Tu hijo es una...
Antes de que terminara la frase, Juan se interpuso entre Fortún y el mastodonte, encarándose con él.
El capataz le empujó con fuerza para que se apartara, pero Juan no lo hizo y le devolvió el empentón.
Aquello no hizo sino enfurecerle más y el desdentado lanzó un fuerte puñetazo contra el rostro de Juan,
quien reaccionó agachándose y abalanzándose contra la mullida tripa de su contrincante, con tal violencia
que logró derribarle y que todo su volumen retumbara al chocar contra el suelo.
—¡Maldito miserable!
El hombretón se incorporó de nuevo torpemente e intentó agarrarlo por el gaznate. Juan fue más
rápido y se escurrió como un gato en apuros.
—Yo solo me he defendido, no deseo problemas.
—¡No huyas, gusano! ¡Te voy a matar!
—Ha sido un malentendido, de verdad que no quiero...
Un fuerte golpe por la espalda tumbó a Juan e hizo que la nariz le explotara en una fuerte hemorragia
al chocar con unas piedras del suelo. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. El desdentado lo encontró
tirado, sangrando, y lejos de mostrar clemencia, le lanzó un puntapié contra el costado que bien podría
haberle roto un par de costillas. No contento con ello, le pisó el estómago. Juan se removió de dolor antes
de recibir una nueva patada, esta vez en el rostro, que le rompió la ceja. Así quedó, aturdido sobre el
barro a merced de seguir recibiendo golpes sin oposición.
—¿Qué sucede aquí? ¡Deteneos! —ordenó un hombre a caballo—. No quiero peleas, ¿Es que no tenéis
trabajo? ¿Acaso os pagamos por luchar entre vosotros?
Los curiosos que habían formado un corro alrededor del tumulto bajaron la cabeza y murmuraron
mientras abandonaban el lugar sin más dilación.
—Tú —dijo refiriéndose al desdentado—, no te excedas en tu cometido. No creo que dar palizas sirva
para terminar antes la torre.
—Sí, mi señor —asintió, bajando la mirada como un perro al ser reñido por su amo.
—Y tú, ¿qué quieres? ¿Es qué vas por ahí buscando problemas? Te advierto que mis guardias te
pueden dar un escarmiento que tardarás en olvidar.
—No, mi señor, soy carpintero —respondió Juan, intentando levantarse del suelo—, he venido con mi
ayudante para trabajar duro en el castillo. Sé que tenéis cuantiosos trabajadores ya, pero...
El hombre al mando observó al capataz agachar la cabeza de nuevo.
—Basta de justificaciones, es suficiente. Así que carpintero, ahora es la mano de obra que más
necesitamos. Hay que terminar ese maldito tejado antes de que comiencen las lluvias. Si nos coge una
tormenta en este estado, colgaré de una soga a todos los holgazanes y sinvergüenzas de Abizanda, ¿me
habéis entendido?
—Puedo empezar cuando ordenéis.
—¿Y a qué esperas? Mañana quiero verte en lo alto de la torre, ahora cúrate esas heridas, no quiero
tullidos en mi castillo. ¡Se acabó holgazanear! ¡Todos a trabajar!
El caballero arengó a su caballo y continuó hacia la torre acompañado de una numerosa escolta de
sargentos y peones que portaban escudos, con la parte superior recta y la inferior curva, y espadas de
hierro, con el alijer de la empuñadura alambrado.
—Has tenido suerte, carpintero —le advirtió el desdentado.
—¿Quién era?
—¿Es que no lo sabes? Quien acaba de salvar tu miserable vida es uno de los hijos del rey, Ramiro.
Viene en ocasiones a ver los progresos de las obras —afirmó mientras se limpiaba las ropas—. Tú y yo ya
ajustaremos cuentas. —Y se alejó echando pestes.
Fortún ayudó a su padre a llegar hasta uno de los pajares que servía de alojamiento a los recién
llegados. Allí se apilaban hombres de todas las edades y procedencias, que murmuraron al verles llegar.
No había duda de que habían tenido una llegada sonada en Abizanda.
El muchacho limpió, en silencio y como pudo, las heridas. Preparó un ungüento para sanarlas tal y
como su padre le explicó. Después, se acurrucaron en una de las esquinas de aquel lugar, que no parecía
tan inhóspito después de haber pasado semanas deambulando por las montañas.
—Hijo, estate alerta. No podemos fiarnos de nadie en este sitio.
Pero Fortún cayó pronto rendido, fue Juan quien estuvo ojo avizor toda la noche. Con una cuña
agarrada al puño para utilizarla como arma si la situación se torcía.
6
Abizanda. Abril del año 1029
Juan y Fortún lograron llegar al amanecer sanos y salvos, y salieron del pajar en cuanto el sol asomó por
el ventanuco situado sobre la puerta. A Juan le dolían todavía los golpes, pero se tragó todos sus males
junto a un mendrugo de pan y el caldo que les dieron antes de ir a misa. Se colocó las calzas de lino
oscuras, atando las ligas a la cintura, y la vieja saya blanca remendada, que en su valle llamaban gonela,
pero por el sur ese término no se usaba. Al fin y al cabo no dejaba de ser una túnica de lana que bajo el
pellizón llevaban desde los campesinos hasta los carpinteros, por encima de las rodillas y con las mangas
ajustadas. Fortún se calzó sus albarcas, mientras Juan prefería andar con zuecos o esparteñas.
Acudieron juntos a la liturgia y luego a reunirse con las cuadrillas de carpinteros. Una que provenía
de Sangüesa les acogió de forma temporal y les asignaron como tarea preparar los maderos para el último
cuerpo del andamio que ayudaría a coronar el tejado.
Los tablones había que ensamblarlos con clavos y bridas de hierro forjado. Así que Fortún se
encargaba de traer las bridas y su padre hacía el resto. Los andamios no solo se levantaban en la cara
exterior del muro, sino también en el interior, por lo que había que ser cuidadoso al moverse por ellos.
A media mañana, se acabaron los maderos y hubo que subir más material. Serrar las viguetas no fue
difícil, lo complicado fue ascender los setenta pies y colocarlos en su lugar preciso, sin caerse. Juan no era
hábil en las alturas y sufría mareos con frecuencia, en cuanto se separaba varios pies del suelo. Parecía
que no iba a tener otra opción que acostumbrarse a ello.
A los dos días, les cambiaron el tajo y tuvo que trabajar en la cimbra de madera que se había
levantado en el interior del último piso de la torre, para construir los arcos de medio punto que
sustentaban la terraza. Fortún le acompañó en todo momento, ayudándole con las herramientas y otros
menesteres de menor índole.
En sus escasos momentos de reposo, el muchacho observaba maravillado la monumentalidad de
aquella construcción, fascinado por la disposición de los sillarejos, de los considerables bloques de piedra
blanquecina de la base; bien escuadrados y con algo de desgaste, como si fueran más antiguos. En la
tercera planta, le llamaba la atención de forma poderosa una ventana geminada. Le parecía magnífica y la
admiraba pensativo, intentando entender cómo había sido construida. Él no estaba acostumbrado a ver
obras tan majestuosas, tan alejadas de las casas de madera de su tierra o de los templos que habían
visitado en su viaje.
—¡Fortún! ¿Qué haces? ¡Ya estás otra vez! —le recriminó Juan—. Deja de mirar la maldita ventana y
dame el cincel, ¡vamos!
—Lo siento, padre —respondió Fortún con aire despistado.
—¿Qué demonios te ocurre?
—Nada, estaba mirando ese orificio...
—¡Virgen santísima! ¡Fortún! Eso es el vano de ventilación de la letrina; y lo que está más abajo es el
desagüe.
—¿Para qué sirve una letrina?
Los dos hombres que trabajan codo con codo con su padre explotaron en un mar de carcajadas,
mientras Juan no sabía qué decir.
—¡Muchacho! —gritó uno de ellos—, asómate y lo averiguarás. —Y volvieron a reír.
—Para cagar sin salir de la torre, y deja de hacer estúpidas preguntas, que estamos haciendo el
ridículo de nuevo.
Fortún quedó impactado por aquella revelación, los señores del castillo no cagaban en el campo, sino
que lo hacían desde lo alto, por aquel extraño lugar. Reprodujo con asombro la escena en su mente.
En las siguientes semanas el trabajo no menguó. Desde la base de la torre, un hombre rubio y esbelto
dirigía el proceso constructivo. Era uno de los numerosos maestros de obras hechos venir por el rey desde
el extranjero para levantar los castillos de la frontera, y también para edificar iglesias en los valles
conquistados de manera reciente.
El maestro de obras trabajaba sobre un alargado tablero de madera donde tenía dispuestos varios
pergaminos con dibujos y anotaciones, en los que trazaba líneas con ayuda de un cartabón, una escuadra
y otra serie de utensilios de singular aspecto.
A última hora de la tarde, comieron otro mendrugo de pan y una insípida sopa de puerros que solo
sabía a agua caliente. Cuando caía el sol, volvieron al pajar, molidos y agotados.
Pasaron dos lunas llenas completas repitiendo cada día el mismo proceso, y después fueron
destinados a reforzar el cadalso que sobresalía de la vertical de la torre. Así tres semanas más, en las que
la mitad de los días no se pudo trabajar por las copiosas lluvias y, en los que otros, el intenso calor
quemaba sus carnes y propició que varios carpinteros tuvieran que retirarse con la piel enrojecida.
Una de las tardes, al ponerse el sol, el maestro de obras se hallaba trabajando en el patio de armas.
Juan lo observó desde el andamio, estaba manipulando un objeto consistente en una pértiga vertical que
soportaba a su extremidad superior un travesaño situado sobre un pivote. El carpintero bajó y fue hacia
él. Al llegar a su altura comprobó que hacía girar el travesaño en un plano horizontal y que cada brazo del
mismo soportaba en su extremidad una plomada.
—Mi señor, ¿necesitáis ayuda?
—No —respondió sin levantar la vista.
—Soy carpintero, puedo hacer muchas cosas, aprendo rápido.
—Seguro. —Alzó la mirada, escrutó a Juan y suspiró—. ¿Sabes qué es este aparato? Es una groma.
—No, mi señor. ¿Para qué sirve?
—Con ella es posible comprobar las alineaciones y la corrección de las direcciones perpendiculares.
Su uso es muy antiguo. Cuando se funda una ciudad se coloca en la intersección del cardo con el
decumanus, ya que ambas vías deben formar un perfecto ángulo recto.
—Nunca he estado en una ciudad.
—Bueno, en este reino no abundan, así que es normal. —El maestro observó bien a Juan—. Quédate si
quieres, podrás ver cómo la uso.
—No quiero molestaros.
—Alguien de este reino debería aprender a usar estas herramientas, nosotros nos vamos. De hecho,
no sé qué hago yo todavía aquí.
—Disculpadme, pero no os entiendo.
—Da igual, eso no te incumbe, olvídalo. —El maestro se rascó la cabeza y bajó su mano hasta el cuello
—. Observa bien, te voy a mostrar cómo funciona.
Juan observó maravillado la pericia y la habilidad del constructor y, en especial, las proezas que se
podían realizar con aquel singular artilugio. Regresó tarde con Fortún, al que encontró dormido. Se
acomodó junto a él y lo observó con sosiego.
—Creo que ya sé cómo lograremos cambiar nuestra suerte —murmuró, aunque nadie le escuchaba.
Las obras avanzaban a buen ritmo hacia la fase final, pero era tal la necesidad de terminar que,
finalizado el verano, se dio orden de trabajar con el mal tiempo, algo poco usual y arriesgado.
Juan estuvo toda la jornada lijando y cortando los maderos del entablamento superior y preparando
alcamías para la parte interior del tejado. Todavía no se había acostumbrado a trabajar a tanta altura,
necesitaba vigilar donde pisaba y agarrarse al clavar. En cambio, Fortún era todo lo contrario. Se
manejaba con soltura y sin vértigo, saltaba de viga a viga y se balanceaba sin temor alguno, ante la
desesperación de Juan y las miradas de los otros carpinteros, que le advertían de que terminaría cayendo.
Desde que ellos empezaron allí, no habían cesado de llegar nuevos trabajadores a Abizanda. El pajar
estaba rebosante, se asemejaba a una ratonera y los últimos en arribar tenían que dormir a la intemperie.
Terminado el otoño, tuvieron que dejar la torre y ayudar en la zona de la iglesia. El templo era
curioso, ya que estaba integrado en el propio recinto defensivo, como si fuera un cubo de muralla.
Llevaron tinajas de agua hasta el interior del ábside y el mismo maestro de obras rubio, las vació a través
de unas aspilleras que había en la base de la muralla. Tenían un pronunciado derrame y permitían que el
agua saliera con ímpetu hacia el exterior.
Fortún asomó la cabeza por encima del muro y vio cómo el líquido caía mojando a los trabajadores del
otro lado, entre risas y blasfemias de sus compañeros.
—¡Silencio! —El maestro de obras les llamó la atención—. Esto no es ningún juego, estas aspilleras
servirán para defender el castillo.
—Pero si son tan bajas que casi es imposible que los arqueros puedan disparar sus arcos por ellas —
apuntilló otro de ellos.
—Tienen demasiado derrame para que las flechas salgan —admitió uno de sus ayudantes más
cercanos.
Todos los que le rodeaban asintieron con la cabeza, aquellas aspilleras parecían poco funcionales.
El constructor volvió a lanzar un cubo de agua por una de las aspilleras, mojando a otro de los
hombres del exterior.
—¿Quién ha dicho que son para disparar flechas? —Sonrió confiado, y ordenó que se cerrara esa parte
del muro que compartía la iglesia con la muralla.
Después de muchas jornadas sin descanso, se permitió una mañana libre que coincidió con la
instalación alrededor del castillo de un amplio mercado. Llegaron mercaderes de muchos rincones del
reino. Había mucha comida, también calzado, pieles, ropa y herramientas. Los comerciantes eran de lo
más variopinto, destacando sobre todo los que habían cruzado los Pirineos con sus productos. Aunque no
podían comprar mucho, Juan disfrutaba recorriendo los puestos, mientras que a Fortún le entusiasmaba
indagar sobre los objetos que se vendían, la procedencia del pescado, el origen de los vendedores...
Cualquier detalle le interesaba.
—Hijo, ¡basta ya! Deja de molestar, no vamos a comprar nada —le recriminó su padre—. Más te
valdría poner el mismo interés en las faenas que te mando.
—Pero, padre...
—¡Ni padre ni nada! En todo este tiempo no has aprendido nada del oficio, ¿cómo es posible?
—Me gustan otras cosas.
—¡Válgame Dios! ¡Lo que hay que oír! Tendrás que ganarte la vida algún día, ¿cómo piensas hacerlo?
¡Dime!
Se encogió de hombros.
—¿No vas a decir nada?
—No, padre, solo que no sé qué...
—Serás carpintero —sentenció Juan—, ¿qué otra cosa puedes ser tú? Contento deberías estar de que
puedas aprender el oficio de tu padre. Mira que eres desagradecido.
—No es eso.
—¡Que no me repliques! Venga, vámonos a descansar, que mañana volvemos a lo alto de la torre.
No fue así, ya no regresaron al tejado ni a los andamios. La carga de trabajo aflojó de forma repentina
y les empezaron a utilizar como fuerza bruta, más que en labores de carpintería. Después de uno de los
días más duros de toda su estancia en Abizanda, Juan tenía los músculos entumecidos del esfuerzo. Él
prefería las labores más técnicas de la torre, aunque sufriera del mal de la altura, que mover pesos a ras
de suelo.
Fue a calmar su sed en una de las tinajas que había en la base de la fortificación. Había sido una
jornada intensa, pero el trabajo bien hecho era gratificante para él. Se disponía a retirarse para descansar
cuando alguien le cortó el paso. Hacía varios meses del altercado, pero no podía ser otro que el mismo
desdentado que les recibió de manera tan singular a su llegada.
—Se acabó, carpintero, ya puedes marcharte con el sarnoso de tu hijo de aquí.
—¿Qué estáis diciendo? —Juan se quedó perplejo
—Tú sabrás lo que haces, pero yo me iría antes de que se ponga el sol o lo lamentarás. Advertido
quedas, ¿verdad? —Se volvió hacia otro hombre menos corpulento que lo acompañaba.
—Pero yo trabajo bien, no es justo.
—¿Justo? ¿Qué tiene que ver la justicia con todo esto? ¿Qué tiene que ver la justicia con gente como
nosotros?
—Sé que empezamos con mal pie, pero tan solo fue un malentendido. Os aseguro que yo puedo
trabajar más y cobrar lo mismo —dijo Juan desesperado, agarrando al corpulento capataz por el brazo.
—Suéltame, saco de estiércol. No me gustas, y sobre todo no me gusta el apestoso de tu hijo, ¿cómo
de horrible debe de ser su madre para que él haya salido así de feo? —dijo entre carcajadas.
—¿Y dónde está? —continuó otro de los que le acompañaba—, seguro que en alguna cama
acompañada —afirmó, soltando una carcajada estridente.
—Mi madre está muerta. —Fortún apareció.
—Vaya, si es el mocoso.
—Retirad lo que habéis dicho sobre mi madre.
—¿Yo? ¿El qué? —El desdentado se fue acercando—. ¿Qué he dicho? Ahora lo recuerdo: que era una
furcia.
A Juan empezaron a temblarle las manos, tuvo que apretar fuerte los puños para controlar sus
impulsos. Morderse la lengua, para no pronunciar las palabras equivocadas. Solo mirar a su hijo le hizo
pensar antes de actuar y abrir la boca.
—Os lo suplico. —Y Juan respiró profundamente.
El carpintero observó de reojo a su hijo, clavó una de sus rodillas en la tierra y la siguiente...
Entonces, antes de que se postrara del todo, Fortún se abalanzó contra el desdentado, que apenas tuvo
que esforzarse para resistir el envite del muchacho.
—¡Idiota! Ahora te vas a enterar. —Lanzó su puño contra la mandíbula de Fortún, quien lo esquivó con
una inesperada habilidad—. ¡Maldita sea! Ven aquí, apestoso. —Y volvió a propinar otro golpe sin suerte.
El muchacho se enorgulleció de su agilidad, justo cuando su rival sacó un afilado cuchillo de la
cintura. Su hoja brillaba de manera hermosa en medio de la noche. Fortún retrocedió varios pasos
asustado, con las manos por delante.
—Ahora ya no estás tan sonriente, ¿eh?
—¡Deteneos! Es un crío. —Juan se arrodilló del todo, agarrándose a sus piernas como un perro
faldero.
—¡Quita! No quiero nada de ti, me das pena.
El acompañante del capataz sujetó a Juan, mientras el desdentado caminaba hacia el muchacho.
Fue directo a por él, pero Fortún volvió a evitar el primer intento, y el segundo también. Sin embargo,
el tercero le cogió a contrapié. El cuchillo tomó la trayectoria adecuada para rasgar sus tripas y Fortún
solo pudo esperar el tajo, que finalmente no llegó a producirse. Porque su padre se había liberado y
agarrado un pedrusco del suelo. Con todas sus fuerzas, atizó a aquel hombre en la base del cráneo, que
cayó inmóvil sobre un escueto charco rojizo que fue engrandeciéndose a cada instante, como sus
problemas.
—¿Qué has hecho? ¡Lo has matado! —gritó el amigo del difunto.
Juan se revolvió y, con una inusitada violencia, le golpeó en el rostro. Aquel hombre perdió el
equilibrio y cayó. Intentó levantarse, pero entonces Juan ya había liberado su instinto más animal y
agresivo. Fue hacia él y le sacudió media docena de golpes, hasta que se derrumbó contra el suelo. Y allí
continuó atizándole con el pedrusco hasta que dejó de moverse. Solo entonces soltó la piedra, tenía la
mano desgarrada.
—¡Vamos! Hay que huir de aquí.
Juan empujó a Fortún, que miraba los dos cuerpos, atenazado por la impresión. Corrieron a recoger
sus escasas pertenencias. Intentaron no despertar sospechas y abandonaron Abizanda por el camino de
Wasqa, antes de que alguien tuviera tiempo de encontrar a los dos fallecidos y dar la alarma. No
tardarían. En breve correría la voz y el carpintero no dudaba en que varias partidas saldrían en su
búsqueda. Por eso aceleraron el paso todo lo que fueron capaces. La noche era su aliada, nadie
frecuentaba los caminos. Sin embargo, antes de salir el sol, tuvieron la mala fortuna de cruzarse con una
cuadrilla de picapedreros que iba en dirección opuesta.
—Con Dios.
—Y con la Virgen —saludaron ellos—, se ven pocos viajeros por este camino, y menos hacia occidente.
—Ningún trayecto está libre de peligros en estos días.
—Cierto es, por casualidad, ¿no vendréis de Abizanda?
—No, nosotros somos curtidores —mintió Juan—, y vamos al norte.
—¿Por este camino? —El desconocido no era tan fácil de engañar.
—Es, dentro de lo que cabe, el más seguro, y además nos permite visitar a unos familiares.
—Dicen que en Abizanda todavía hay trabajo, por eso nos dirigimos allí. No como en el resto de
aldeas.
—¿Por qué dices eso?
—Por eso que van contando por ahí. Son solo rumores, pero... —Por el rostro de Juan, el desconocido
se percató de su ignorancia—. ¿Es qué acaso no lo has oído?
—¿Oír? ¿El qué?
—Los lombardos, se marchan. —Escupió al suelo y después se rascó los cuatro pelos que le caían por
la frente—. El de Abizanda es el último castillo que levantarán en la frontera.
—El último castillo... eso es... ¡eso es terrible!
—Sí, las cosas se van a poner difíciles por estos lares.
—¿Por qué se van?
—Nadie lo sabe con certeza —dijo, torciendo el gesto—, dicen que tienen muchas iglesias iniciadas,
algunas a las que solo les falta cubrir la nave central, y aun así... Las abandonan, ni siquiera han
concluido las obras más urgentes.
—No tiene sentido.
—Ninguno, aunque ya se sabe...
—¿A qué te refieres?
—Los lombardos —torció el gesto— son gente peligrosa.
—¿Los lombardos? ¡Si son constructores! Que temáis a los salvajes de los almogávares o a los infieles,
lo entendería, pero a los lombardos...
—Esos almogávares son una leyenda, yo todavía no he visto a ninguno.
—Porque si lo hubieras hecho, no estarías vivo para contarlo —le advirtió Juan.
—No estés tan seguro. De cualquier modo, los lombardos son poco recomendables. Sus conocimientos
valen su peso en oro —dijo, bajando el tono de voz—. Técnicas y cálculos que han creado en base a siglos
de experiencia, a su propio oficio de la construcción. Y que utilizan aplicando reglas proporcionales que
transmiten en secreto a sus descendientes. Si se marchan ahora, para mí que es porque... —El locuaz
hombretón no terminó la frase.
—¿Por qué? ¿Por qué crees que se marchan?
—Nada —cambió la expresión de su rostro a un tono amenazante—; ya he hablado demasiado.
Debemos irnos, no conviene permanecer mucho tiempo detenidos en estos caminos, los musulmanes los
merodean —explicó, retomando su rumbo—. Id con Dios.
Hicieron lo propio y continuaron, al menos, hasta perderlos de vista. En ese momento, Juan se detuvo
y miró al cielo. Parecía buscar algo en él, aunque solo veía nubes bajas iluminadas de manera tenue y que
volaban con rapidez hacia oriente.
—Padre, ¿qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé, volver al norte supongo.
—Si hacemos tal cosa, terminaremos convertidos en siervos de algún señor —advirtió el muchacho
con desasosiego.
—Ser libre no es fácil, hijo. Todo en esta vida tiene un precio. Si la libertad fuera tan bonita, no
tendríamos que trabajar tanto para mantenerla.
—No.
—¿Qué estás diciendo?
—Yo no volveré atrás.
—Tú harás lo que yo te diga, para eso eres...
—¿Tu hijo? Ambos sabemos que eso no es verdad, yo no soy tu hijo.
—Fortún, ¡no digas tonterías!
—Hasta ahora no había dicho nada, pero una vez te escuché mientras bebías vino con otros. Oí lo que
dijiste, todo.
—No sé de qué estás hablando, cuando un hombre bebe cuenta muchas tonterías.
—Es posible, pero también dice la verdad.
—Fortún, soy tu padre, cuando naciste tu madre y yo estábamos casados.
—Sí, cuando nací sí, pero...
—¡Basta ya! Harás lo que yo te diga, le prometí a tu madre que cuidaría de ti. Y ya lo creo que lo haré,
¿entendido? No estamos en condiciones de perder el tiempo, hemos salido vivos de Abizanda porque Dios
ha querido. La próxima vez no tendremos tanta suerte. Ahora buscaremos a quien servir y nos
olvidaremos de sueños inútiles. Es más importante tener la tripa llena, que la cabeza.
—¿Y qué hay del corazón, padre? ¿O es que acaso no debemos llenarlo?
—Los corazones no son tan valiosos, se rompen —dijo, llevándose la mano al pecho— y la gente sigue
viviendo.
7
Abizanda. Octubre del año 1029
El carpintero dudaba por dónde debía continuar su camino. Hacia los Pirineos, volverían al lugar de
donde habían huido tiempo atrás. Al mediodía o hacia oriente, corrían el riesgo de que alguna patrulla
musulmana los avistara y entonces, en el mejor de los casos, los capturarían como esclavos para
venderlos en Wasqa, Larida o Saraqusta. Y hacia occidente estaban las tierras de los condados de
Ribagorza y Pallars, que Juan apenas conocía.
No tuvo tiempo de seguir divagando. Una pareja acompañada por un bebé se cruzó en su dirección. El
hombre contaba con una destacable talla, manos vastas y mentón cuadrado. La mujer era rolliza, de
caderas anchas para dar buenos hijos, y senos abundantes con los que alimentarlos. El bebé que llevaba
en brazos era casi un recién nacido e iba bien abrigado, enrollado dentro de una piel de oveja junto al
pecho de su madre.
—Con Dios.
—Y la Virgen. Mi nombre es Juan y este es mi hijo. Somos carpinteros y buscamos un lugar para
ganarnos la vida.
—Yo soy Mateo y trabajo la tierra. Estos años hemos tenido malas cosechas y hemos decidido probar
suerte en la frontera, vamos al valle del Gallicius.
—¿Al mediodía?
—No, hacia la puesta de sol, cruzando la sierra de Guara y pasando la ciudad de Wasqa.
—¿Pretendes adentrarte en ese territorio con un bebé en brazos? —espetó Juan, sorprendido.
—Tenemos que hacerlo. Dicen que a tres jornadas de allí, frente a la Tierra Llana, el rey Sancho ha
mandado edificar un nuevo castillo.
—Yo he oído que ya no se construyen.
—Eso pensábamos todos. Pero el rey ha prometido las futuras tierras que se conquisten desde él a
aquellos que ayuden a levantarlo.
—¿Es eso verdad?
—Lo juro. —El hombre pasó su brazo por el hombro de su mujer—. Esa tierra es peligrosa, se halla
demasiado cerca de los infieles, demasiado cerca de Wasqa y demasiado cerca de los castillos que la
defienden.
—Así que pocos acudirán a la llamada.
—Muy pocos, la muerte es la mejor amiga que puedes encontrar en esos lares.
—Y entonces, ¿por qué viajas allí?
—Porque no tenemos a donde ir.
Juan los observó con detenimiento, para después lanzar una mirada al lugar donde se oculta el sol. Se
mordió el labio inferior y suspiró.
—No deberías viajar con una criatura tan pequeña.
—Soy su padre, eso debo decidirlo yo, ¿no crees?
—Solo era un consejo.
—Guárdate tus consejos —dijo, acercándose más al carpintero—. Te ruego que no vuelvas a
contradecirme delante de mi familia, ¿entendido? —Se separó sin esperar respuesta—. No creo que tus
consejos valgan de mucho, o de lo contrario no estarías aquí como nosotros.
—A partir de ahora nuestra suerte va a cambiar.
—Sí, seguro —Mateo hizo una mueca—, quizás haya cambiado ya, y debas seguirme. Venid con
nosotros, siempre es mejor ir acompañado por estas tierras, los enemigos abundan.
«La última fortaleza», dijo Juan para sí mismo.
Así se unieron a la familia y les acompañaron en su trayecto. El camino era agreste, el río que cruzaba
la sierra de Guara serpenteaba entre riscos y barrancos difíciles de franquear. Tuvieron que descender
hasta una zona de cuevas y atravesar el cauce por un vado de exigua profundidad, para luego volver a
remontar, perdiendo cuantioso tiempo y sus escasas fuerzas. Aquel territorio era peor que las montañas
de donde provenían. Las piernas se cansaban al subir y las rodillas se retorcían al descender, así una y
otra vez. Sin descanso, sin tregua.
Al cuarto día, bordearon una poderosa ciudad musulmana, llamada Alquézar, que en la lengua árabe
quería decir «la fortaleza». Enriscada sobre una mole de granito y rodeada de barrancos que habían sido
horadados por la acción del curso de las aguas. Un lienzo de muralla descendía desde lo alto del alcázar
en busca del río, con sus almenas recortando el cielo, en las cuales ondeaban estandartes y se intuía la
presencia de los vigías. Aquella plaza parecía imposible de asaltar e inútil de asediar.
Juan se quedó impresionado, era un nido de águilas. Allí arriba, protegida entre esos muros de piedra
la vida debía de ser placentera. Sin peligros en el horizonte, sin una espalda que vigilar a cada instante.
Cómo envidiaba a aquellos hombres, aunque fueran unos sucios infieles.
—Malditos, se creen a salvo en lo alto de sus ciudades y castillos..., pero algún día les echaremos de
nuestras tierras.
—¿Nuestras?
—Claro, ¿es que acaso lo dudas, carpintero?
—Que yo sepa, ningún rey cristiano ha reinado jamás en la Tierra Llana.
—¿Qué blasfemia es esa?
—Ninguna, nadie más que yo quiere expulsar a los musulmanes, pero llamar nuestro a algo que nunca
lo ha sido...
—Si el rey Sancho el Mayor te escuchara, clavaría tu cabeza en lo más alto de una pica para que se
dieran un festín los cuervos con ella.
—El rey nunca ha estado frente a estos muros de Alquézar, si no, entendería de lo que hablo, créeme.
—Deberías cuidar tus palabras. ¡Sabe Dios que prefiero que nos acompañes! En esta tierra los
bandidos son tanto o más peligrosos que los propios sarracenos, y es mejor ir cuatro que dos, pero
seguiremos solos si hace falta.
—Relájate, Mateo. No era mi intención molestarte, te lo aseguro.
—Mejor así —refunfuñó.
No tuvieron más remedio que pasar la noche cerca de la fortificación musulmana, pues la oscuridad
les impedía avanzar y si encendían antorchas serían descubiertos con facilidad. En la penumbra, los
fuegos de la ciudad parecían suspendidos en la nada, como estrellas caídas de la bóveda celeste.
Fortún miró de reojo a la pareja que les acompañaba, la mujer estaba limpiando a su hijo, era un niño
de piel clara y pómulos abundantes. Lo cogió en brazos y lo apoyó contra su pecho, para cantarle una
canción al oído. A Fortún le gustó la melodía y sus ojos se fueron hacia el brazo del bebé, al lado del codo
tenía una mancha alargada, de color rojizo, que se extendía hacia la muñeca.
—Padre.
—Estoy cansado, déjalo para mañana.
—He estado pensando...
—Pues me das una alegría.
—¿Crees que hacemos bien acompañándoles? —inquirió—. Quiero decir, ¿crees que es verdad lo que
dijeron de ese último castillo?
—Hijo, debes fiarte del destino. Él juega con nosotros, a menudo se burla, en ocasiones se divierte
haciéndonos sufrir, pero... Aquel que no confía en la buena fortuna de su destino, está perdido. Y yo, yo
estoy convencido de que nos dará una oportunidad, siempre lo hace. La clave está en aguantar los malos
momentos, estar listos para sufrir cuando hay que sufrir. Porque llegará el día en que se presentará esa
ocasión y estará en nuestra mano aprovecharla.
—Espero que lo haga pronto.
—Lo hará, créeme. Y te juro que no la dejaré escapar.
A la mañana siguiente, continuaron su marcha con los primeros rayos de sol. Siempre hacia occidente,
por un territorio cada vez más montañoso, con acusadas pendientes, aunque sin tantos descensos. En dos
jornadas llegaron a un elevado cerro desde donde los Pirineos emergían como gigantes blancos. Frente a
ellos se extendía la mayor ciudad que habían contemplado nunca.
—Wasqa, la de las noventa y nueve torres —musitó Mateo—, si nos acercamos más nos podría ver una
patrulla.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Juan, preocupado.
—Bordearla más lejos.
—Si vamos hacia las montañas, tardaremos demasiado —replicó Juan con evidente preocupación.
—Y de lo contrario, nos descubrirán.
—No si tenemos cuidado. Podemos lograrlo.
—¡Ha perdido el juicio! No arriesgaré la vida de mi mujer ni la de mi hijo. Iremos por los pasos más
seguros —afirmó Mateo seguro de sí mismo.
—¿De verdad crees que son más seguros? Además, llevas un recién nacido, debes pensar en él.
—¿Pretendes decirme cómo debo cuidar a mi familia?
—No, solo te sugiero que recapacites.
—No conoces estas tierras. Si digo que debemos rodear Wasqa por las montañas, es que tenemos que
hacerlo.
—Entonces no hay más que decir. Aquí nos separamos —Juan extendió la mano—, suerte.
—Como desees, lo mismo digo. —El campesino le mantuvo la mirada, convencido de su decisión.
El grupo se separó, Juan y Fortún descendieron con cuidado a una zona más llana, donde abundaban
los campos de cultivo de trigo y cebada. Ellos jamás habían visto tan de cerca unas tierras con semejante
riqueza como aquellas.
«¿A cuántos estómagos podrán alimentar? ¿Cuánto comerciarán con sus excedentes?»
Sus sorpresas no acabaron ahí, alcanzaron un riachuelo en cuya orilla había un molino. Juan se
maravilló al descubrir la noria que movía la corriente, y a su vez cómo esta hacía lo propio con un eje que
entraba en la construcción por unos orificios laterales. Había oído hablar de ese ingenio, aunque hasta
que no lo tuvo delante no pudo creerlo. El carpintero admiraba lo que el hombre era capaz de construir
con ayuda de la madera.
—Algún día, yo también crearé una máquina tan magnífica como esa, lo haré. —Miró a su hijo—. ¿Y
tú? ¿Qué sueñas hacer cuando crezcas?
—No sé. —Se encogió de hombros.
—¡Dios santo! Yo a tu edad quería hacer tantas cosas que no hubiera parado de hablar.
—Yo solo quiero... no sé, padre. —Por un momento, calló dubitativo—. Me gustaría volar como los
pájaros.
—¡Qué! —exclamó enojado—. ¿Has dicho volar?
—Sí.
—Qué castigo me ha caído contigo. Por favor, no repitas eso delante de nadie. No me pongas de nuevo
en evidencia. ¡Volar! ¿De dónde sacas esas ideas?
No respondió, y eso todavía enervó más a su padre.
—Fortún, no puedes seguir así. Ya eres casi un hombre. No es posible que sigas diciendo tonterías.
Tienes que ganarte la vida de alguna forma, deja de soñar —le pidió, zarandeándolo de los hombros—.
¡Prométemelo!
—¿Qué quieres que te prometa?
—¡Maldita sea! Pues que vas a espabilar, que no vas a ser un hazmerreír, que vas a ayudarme cuando
encontremos trabajo, promételo.
—Si quieres lo hago, pero no entiendo por qué...
—No, hijo, no vuelvas a hacer eso nunca. Los hombres somos tan buenos como las promesas que
mantenemos —le advirtió—, jamás prometas algo que no puedas cumplir. Al menos, hazme caso en este
consejo que te doy, ¿entendido?
—Sí, padre.
—Debemos llegar a ese lugar donde van a construir el último castillo, después de lo que vi en
Abizanda, sé lo que debemos hacer allí.
Continuaron por el bosque hasta llegar frente a una zona de altas encinas, con robustos troncos
imposibles de rodear por un solo hombre. Juan creía en Dios, claro que sí. Pero como todas las gentes de
la montaña, también reverenciaba la naturaleza que les rodeaba, entre otras cosas, los árboles. Así que
colocó la palma de su mano sobre la rugosa corteza del tronco y pronunció unas palabras en la lengua de
sus ancestros.
Fortún no estaba seguro de que aquello que estaba haciendo su padre fuera correcto, pero aun así le
imitó. Llevaban días sin discutir, ni siquiera habían hablado de lo ocurrido en Abizanda. Fortún no tenía
ninguna intención de sacar el tema a relucir. Como si dejar que pasara el tiempo fuera la mejor forma de
afrontarlo, u olvidarlo, como si nunca hubiera sucedido. En cierto modo, a él le alegraba haber dejado
Abizanda. No le gustaba la gente, prefería los bosques y las montañas, aunque hiciera más frío y fuera
más difícil sobrevivir. La libertad, eso sí era impagable. Y los hombres le daban miedo, estaba más seguro
entre bestias.
Llegaron a un río de donde bebieron el agua fresca que bajaba por su cauce. Buscaron caza, sin
suerte. Así que recurrieron a frutos del bosque, cualquier cosa valía para saciar su hambre. Estaban
recogiendo bayas junto a una carrasca, cuando oyeron unos gritos. Ambos corrieron a esconderse entre
unos matorrales de la orilla.
No hizo falta que hablaran, padre e hijo habían aprendido a sobrevivir en sus viajes, sabían que era
preferible ocultarse ante la más mínima amenaza. Además, esta vez las sospechas eran fundadas. Se
trataba de un grupo a caballo de media docena de hombres armados, el más distinguido de ellos
cabalgaba un corcel negro y vestía ropas moras, largas y de color azul. Tenía la parte superior de la
cabeza oculta por una tela también oscura, que contrastaba con la palidez de su piel y el brillo de sus ojos.
Montaba con soltura, con un control ejemplar de su caballo y se mostraba capaz de dirigir al resto de los
hombres tan solo sirviéndose de sencillos gestos y miradas.
El cabecilla musulmán avanzó despacio hacia el río, su corcel bajó la cabeza para comer algo de
hierba fresca, mientras él alzaba la vista hacia donde ellos se ocultaban. Fijó su mirada allí, como si fuera
capaz de verlos a través de la vegetación. El caballo negro imitó a su amo y caminó despacio hacia el
escondite.
Se detuvo y desmontó.
Juan sabía que era mejor no mirarle, que podría sentir sus ojos sobre él si lo hacía. Pero no podía
evitarlo, jamás había estado tan cerca de un infiel. Había imaginado cómo eran, cómo vestían, hasta de
qué manera hablaban o cuál era su olor. Escuchaba siempre las historias que sobre ellos relataban los
viajeros y cuentistas que recorrían las aldeas. La realidad era que nada tenían que ver aquellas leyendas
con el hombre que se aproximaba a ellos. Su profunda mirada era noble, sus ropas lujosas, incluso la
manera en que se movía hacía que pareciese más distinguido que cualquiera de los nobles o caballeros
cristianos que él había visto a lo largo de su vida.
El sarraceno echó mano a la empuñadura de su espada y se oyó un leve silbido al desenfundarla, a la
vez que Juan tragaba saliva y rezaba a Dios para que le permitiera sobrevivir un día más. Se aproximó, y
su respiración estaba cada vez más cerca de cruzarse con el aliento de Juan y Fortún.
—¡Yusuf! —interrumpió uno de los soldados a sus órdenes—. Hemos encontrado dos cristianos y un
bebé en el paso del norte.
—Insensatos —envainó de nuevo su arma—, ¿qué ha sido de ellos?
—El hombre fue abatido —contestó—, y la mujer se despeñó desde lo alto al resistirse a entregar al
crío.
—¿El bebé está sano?
—Eso parece mi señor.
—Bien, llevadlo a Wasqa. —El musulmán echó una última mirada. Arengó su montura, que salió al
trote hacia donde estaba el resto de la compañía.
8
Sierra de Leyre. San Felipe, 3 de mayo del año 1029
Nunila llevó a Eneca a un aislado paraje en lo alto de un valle. Era una explanada de gran longitud, en
cuyo extremo destacaba una singular piedra arenosa. A su alrededor había dos docenas de campesinos,
que miraron con respeto a las recién llegadas.
—Ven, me ayudarás.
La mujer ascendió por una escalera de mano a lo alto de la roca. Allí, un anciano la esperaba junto a
una piedra sin labrar, toscamente tallada, como si fuera una columna, que se erguía de forma vertical
hasta la altura de la cintura. En su cima había una oquedad que parecía hecha por el hombre.
Los presentes empezaron a entonar un cántico y el anciano acercó un cuenco a Nunila, que lo alzó a la
vista de todos. Luego dejó caer el líquido que portaba sobre la piedra tallada. Fue el comienzo de una
larga ceremonia de ofrendas a la diosa, en la que Eneca no dejó de prestar atención, ensimismada con lo
que veía.
Nunila se percató de ello.
—Debes recordar lo que has visto hoy aquí. Es importante que memorices toda la ceremonia, ¿serás
capaz? —preguntó a la joven cuando finalizó.
—Sí, no la olvidaré.
—Eso espero, no te veo convencida, ¿qué ocurre?
—La columna, ¿qué era?
—Eso que has visto era un betilo, una piedra sagrada, que representa a la diosa.
—¿Ella no tiene rostro, como Jesús?
—Los hombres llevan adorándola mucho antes de que nadie viniera a este mundo en nombre de algún
dios, cuando todavía no los imaginaban con forma de personas. ¿De verdad crees que la diosa tiene
nuestra misma imagen? No, Eneca. Ella puede adoptar diversas formas, pero no sabemos cuál es la
original.
—¿Y con el betilo puedes comunicarte con la diosa?
—Sí, pero hay más medios. Los pastores de estas montañas echan guijarros en las cavernas a modo de
oración. Y hay viajeros que, cuando pasan cerca del betilo, depositan una piedra al lado de la roca,
después de haberla frotado sobre su cuerpo. Para transmitirle su cansancio y recobrar nuevas fuerzas. —
Nunila echó un ojo al cuello de la muchacha—. Sigues llevando la cruz colgada del cuello.
Eneca se puso nerviosa.
—Aunque la ocultes bajo tu saya, sé que la portas.
—Fue un regalo de mi madre.
—Es extraño que los cristianos adoren un símbolo de sufrimiento y castigo, donde crucificaron al hijo
de su Dios. Hay tantas cosas sin sentido en ellos...
—¿Quieres que me la quite?
—Eso es decisión tuya.
Regresaron a la cueva y trabajaron preparando unos brebajes medicinales. Artal estaba muy juguetón
y salió con él a pasear, como hacía antaño en Xabier.
El último día de aquel mes, bajaron al río con ropa, después de lavarla, la tendieron en los árboles. El
sol calentaba, así que se secaría antes de caer la noche. Aquella tarde acudieron allí hombres y mujeres
para conversar con Nunila. Casi siempre que iban al río, llegaba alguien a preguntar por los más diversos
temas. Desde dudas sobre si llovería pronto o no o remedios para males de estómago o espalda, hasta
asuntos más complejos, como males de ojo, ungüentos para tener hijos o para no tenerlos. Se acercaban a
ella con cautela, temerosos de que pudiera hacerles daño. Eneca, con disimulo, intentaba escucharles,
pero Nunila siempre estaba alerta y se lo recriminaba con la mirada.
Cuando aquel día llegó una pareja de pastores con problemas con sus ovejas, Eneca se acercó a la
orilla, se descalzó y metió los pies en el agua. Bajaba fría, pero a ella no le importó. Estuvo distraída hasta
que cogió una piedra plana y la lanzó contra el cauce.
—¿Qué haces? ¡Maldita seas! —Nunila le lanzó una bofetada que impactó en su mejilla, acompañada
de un ruido seco.
—Pero... —Eneca la miró lloriqueando.
—No vuelvas a arrojar piedras a las aguas mansas, ni de los lagos, ni los ibones, ni de las fuentes.
Puedes irritar a los seres que viven en ellas —le advirtió—. Ahora ayúdame, debemos recoger plantas del
bosque.
—¿Y si no quiero ir? —amenazó enrabietada.
—Tú verás, si no vienes conmigo, no vuelvas a la cueva.
Eneca reculó y siguió a Nunila. Caminaron entre la vegetación, sin lo que parecía un rumbo definido.
Sorteando obstáculos, árboles caídos, rocas y fango. Sin el menor atisbo de hallar un sendero o cualquier
otro producto de la acción del hombre. Hasta que la mujer se detuvo frente a un haya de exuberantes
raíces. Por el grosor de su tronco, debía llevar décadas creciendo en aquel inaccesible paraje. Se agachó
frente a ella, sacó una pequeña hoz de sus albarcas y cortó un tallo de un arbusto.
—Esta es una planta difícil de encontrar. La ruda tiene unos tallos fuertes y flores de color amarillo.
Son flores pequeñas, ¿ves?, con cuatro pétalos ondulados y racimos en los extremos.
—Es bonita.
—Provoca la orina y la menstruación o la aumenta en caso de insuficiencia. Tú pronto serás una mujer,
debes aprender a usarla.
—¿Cuánta hay que tomar?
—Debe ser una dosis baja, porque... —la miró con temor—, también se usa para provocar abortos,
pero con precaución, ya que tomada en exceso puede llegar a causar la muerte.
—¡No! —gritó Eneca, y se separó de ella.
—Tranquila, así es inofensiva. Además, también es un remedio contra los venenos mortíferos y un
antiafrodisíaco, que actúa disminuyendo el deseo de los hombres.
—¿Qué es eso?
La mujer soltó una carcajada que recorrió todas las entrañas del frondoso bosque, una risa burlona
que más que alegría, inculcaba miedo.
—Eso, pequeña, es la mayor de las desgracias que debemos soportar nosotras. Por esa razón es
importante que aprendas cómo usar esta hierba, pues disminuye el esperma del varón. Por ello la cultivan
en los monasterios, y la toman abundantemente en comidas los monjes y religiosos que quieren guardar
su castidad y conservar su pureza.
—¿Tan poderosa es?
—No te puedes hacer una idea. En la casa donde hay ruda, no muere criatura, ya que preserva de
todo influjo maligno, protege de los malos espíritus y de los males de ojo. Crea un campo de protección
alrededor de aquel que la posee. —Antes de que terminara de hablar, un viento del norte silenció sus
palabras, la mujer tornó su rostro, que se agrió—. Recoge la ropa, debemos irnos, ¡rápido!
De forma apresurada, abandonaron la orilla y remontaron el camino hasta el abrigo. El viento
comenzó a soplar con virulencia, agitando las copas de los árboles y trayendo consigo nubes negras. El
ambiente se enraizó y los animales corrieron a ocultarse en sus refugios.
—Deja la ropa, ¡corre! ¡Corre a la cueva!
Eneca obedeció y llegaron exhaustas a su morada. El día se ensombreció y todo cambió de color.
Parecía como si fuera a abrirse la tierra y surgir de sus entrañas todo tipo de males.
—¿Qué sucede, Nunila?
—Nada, calla y métete dentro.
Aquella noche, Nunila esparció unos granos de sal al aire; quemó en la puerta de entrada al hogar un
manojo de hierbas recogidas durante el último equinoccio, y colocó un hacha con el filo hacia arriba
apoyada en la entrada. Después se guareció junto a Eneca en lo más profundo del abrigo.
—¿Vamos a morir?
—No seas tonta, esto no es nada comparado con... Debes saber que hay seres horribles en las
montañas, ocultos tras la apariencia de indefensas criaturas. Debes alejarte de ellos, pero también los hay
que protegen nuestras vidas, como el Basajarau. Un gigante, de largo cabello y una poderosa fuerza
física. Es un protector de los bosques y también de los rebaños y las buenas gentes. Si algún día te
encuentras sola en la montaña, él puede ayudarte. No le confundas nunca con los omes granizos.
—¿Con quiénes?
—Otros gigantes que viven en los picos de las altas cimas. Todos los picos poseen en sí un gigante.
Unos les llaman «Genios de las Nieves» y otros «Espíritus de las montañas». Muchos de ellos son seres
transformados en montes; ya que hay montañas que tienen un espíritu en su interior; el cual, a veces,
toma forma humana y aparece como un ome granizo.
—¿Y la diosa? ¿Ella no nos protege?
—No, nosotros no somos tan importantes para ella. Solo si la obedecemos y respetamos, podremos
lograr que nos ayude.
—¿Cómo?
—Mañana iremos a la montaña, a ver a la diosa, y entonces podrás preguntárselo. —Nunila observó
bien a la muchacha—. Piensas que soy dura contigo, ¿verdad?
—No.
—Sé que lo haces, no te culpo. Debes saber que el mundo no está hecho para nosotras, las mujeres, y
menos para las jóvenes como tú. Debes aprender rápido y recordar todo lo que te enseño, aunque no lo
creas, yo soy tu protectora.
—¿De qué me proteges?
—De los hombres, de todos ellos, incluso del que llaman Dios, que cómo no, representan con la
imagen de un varón. Escucha bien, no confíes jamás en uno de ellos, ¿entendido?
—¿Nunca?
—En uno, puedes hacerlo solo en uno.
—¿Quién? —preguntó Eneca, intrigada.
—Lo sabrás cuando lo veas, ya que para ti será distinto al resto.
—No lo entiendo, ¿cómo lo sabré?
—Una mujer lo sabe, créeme.
El viento cesó a medianoche. Ellas salieron al alba. Artal se quedó en la cueva y ascendieron por un
pedregoso sendero que llevaba hasta una explanada en lo más profundo del valle. Era un lugar de reunión
de pastores, que contaba con un abrigo profundo bajo la montaña. No se detuvieron allí. Nunila buscó una
rama seca, casi tan larga como ella, en la que apoyarse al caminar y prosiguió por la ladera, a través de
una senda apenas esbozada entre la vegetación. No era fácil moverse por ella, pero la mujer parecía
conocerla de antemano y avanzaba sin titubeos. Así prosiguieron un buen trecho, hasta que el sol se elevó
en lo más alto de la cúpula celeste y un frondoso bosque de hayas y robles les cerró el paso. Nunila no se
amedrentó ante ello y se sumergió en su inmensidad. Eneca la siguió con dudas y se sorprendió al
comprobar que no era tan profundo, ya que en pocos pasos accedieron a una colina pelada, en cuya base
había una esbelta roca, del tamaño de dos hombres, clavada en la tierra. Como si fuera el diente de una
gigantesca criatura.
—No olvides nunca que la diosa es la señora de la tormenta y del pedrisco, juez implacable —advirtió
Nunila.
—¿Voy a ver a la diosa?
—No, Eneca, es ella quien va a conocerte hoy. Es importante que sepa quién eres. De esta manera,
cuando en el futuro la convoques, sabrá reconocerte —le ofreció su mano—. Acércate a la piedra.
La muchacha obedeció. Caminó hasta la roca y posó sus dos manos sobre su fría superficie.
Y entonces lo sintió.
Fue como si una energía atravesara su cuerpo, cada parte de él. Inspiró de manera forzada y quitó
con esfuerzo sus manos de la piedra, tropezándose con un pedrusco del suelo y casi perdiendo el
equilibrio. Dio varios pasos hacia atrás, sin dejar de mirar la forma pétrea. Hasta que unas manos se
posaron en sus hombros.
—Tranquila, lo has hecho bien.
Regresaron a su hogar antes de que cayera la noche y cenaron una sopa de cebolla caliente, aunque
Eneca apenas tenía hambre, estaba tan confundida, como ausente. Quizá por esa razón no oyó los ruidos,
ni presintió nada de lo que estaba a punto de suceder. Fue Nunila quien se incorporó de inmediato.
—¡Vamos! ¡Espabila, muchacha! —exclamó, cogiéndola del brazo para que se levantara—. Debemos ir
hacia el río, ¡rápido!
Eneca obedeció, confundida, entendió que no era momento de preguntas y solo se preocupó de que
Artal les acompañara.
Dejaron todo allí y se precipitaron ladera abajo. Una vez en el cauce, cruzaron la corriente de agua y
en la otra orilla continuaron siguiendo el curso descendente. Eneca nunca había estado al otro lado y
temía perderse, así que avanzaba pegada a Nunila, que no dejaba de mirar atrás, como si algo les
persiguiera.
Llegaron hasta un salto de agua, demasiado alto para brincar desde él. Intentaron bordearlo, pero
había abundantes piedras sueltas, cantos rodados que se desprendían con facilidad, con el peligro de caer
con ellos. Fueron más despacio, con cuidado. Así descendieron hasta el cauce bajo del río y una vez allí,
en unas aguas más tranquilas, continuaron caminando sobre el lecho.
Nunila se detuvo, se volvió hacia Eneca que iba a su espalda, y la miró con miedo en los ojos. Alzó la
vista y una flecha se clavó en su pecho, haciendo que se tambaleara y retrocediera unos pasos. Otra más
la alcanzó a escasa distancia de la primera, y una mancha de sangre cubrió sus ropas.
—Eneca, ¡corre! —pronunció con los labios manchados de sangre—, ¡son bandidos!
Cayó de rodillas y su cuerpo se venció hacia delante, quedando su rostro sumergido en el río. Artal
comenzó a ladrar, él también percibió el peligro. Una nueva flecha pasó muy cerca de ella, clavándose en
el lecho del río, y Eneca echó a correr mientras nuevos proyectiles silbaban a su alrededor. No vio hacia
dónde iba, hasta que pisó en falso y se precipitó por una nueva cascada, esta mucho más alta que la
primera. El golpe al caer fue doloroso y peor todavía la corriente que la arrastró sin control. El agua
inundó su boca, se ahogaba mientras gimoteaba en el río. Hasta que se sumergió totalmente, como si algo
tirara de ella y se hizo la noche. Todo se tornó penumbra y dejó de moverse, perdió la conciencia.
Despertó en la orilla, algo húmedo le raspaba la cara. Abrió los ojos y encontró la mirada de Artal
escrutándola. Escupió toda el agua que había en sus pulmones y una atroz arcada le hizo vomitar todo lo
que tenía en el estómago. Estaba calada, helada, dolorida, pero viva. Eso es lo primero que le sobrecogió.
Sí, su corazón seguía latiendo dentro de ella.
«¿Cómo es posible?», se preguntó.
Alzó la vista y vio la montaña.
«Ha sido ella, la diosa me ha salvado», pensó.
Al intentar levantarse, las fuerzas le fallaron y cayó de bruces contra el fango. Su perro ladró, como
llamándole la atención por su torpeza. Lo intentó de nuevo, con más determinación, y logró alzarse sobre
sus pies desnudos. Debía de haber perdido las abarcas en el río. Entonces pensó en Nunila, ella... Ella sí
que había muerto, su sangre se había derramado y ahora formaría parte del cauce. Todavía no entendía
qué había sucedido, quién había disparado aquellas flechas. No vio a los que las perseguían, no tenía la
más mínima idea de quién había intentado matarla y el porqué.
Caminó desorientada, más por instinto que por algún propósito concreto. Tiritaba, sus ropas estaban
desgarradas y húmedas, su pelo enmarañado y tenía los labios cortados por el frío.
Entonces escuchó un nuevo sonido, uno conocido. Era el tañido de las campanas de una iglesia. A lo
lejos divisó hilos negruzcos que subían hacia las nubes y unos tejados de paja pintorreaban la ladera de
una colina. Artal la miró expectante, el perro parecía intuir la complejidad de la situación.
Descendieron juntos por un sendero sinuoso que parecía llevar al burgo, y así alcanzaron unas casas
de madera y paja rodeadas de una escueta cerca donde se resguardaban media docena de ovejas. Más
adelante había un camino embarrado, y a ambos lados casas con paredes de piedra seca. No dieron un
paso más, pues dos individuos se les acercaron.
—¿Adónde vas, dulce muchacha? —preguntó el más barrigudo de los dos, de ojos saltones y cejas
pobladas—. ¿Y tus padres? Una mujer como tú no puede ir por ahí sola. Porque tú eres ya toda una mujer,
¿verdad?
—¿Verdad? —repitió el otro, más enjuto, a la vez que se mordía el labio inferior y se frotaba unas
manos negruzcas.
—¿Cuántos años tienes? —insistió el primero de ellos—. ¿Por qué no te vienes con nosotros?
Artal les ladró de manera amenazante y permaneció en guardia enseñando los colmillos.
—Sssh, tranquilo fiera, no te pongas nervioso —dijo, desenvainando un afilado cuchillo—, creo que
habrá que darle un buen escarmiento a este perrucho.
—Mi padre es Miguel de Xabier y os matará si le hacéis daño.
—De Xabier dice la pobre ilusa, ¡mentirosa! —El corpulento se jactó—. A ese lo degollaron vivo,
después lo quemaron junto con su torre y todos los que allí vivían.
—¡Noooooo!
—¡Cállate, cría del demonio!
—Mi madre está viva y os dará una paliza si no me dejáis en paz.
—¡Eres una mentirosa! Y a las niñas malas como tú hay que castigarlas... ¡Ven, te voy a dar lo que es
bueno!
—¿Qué sucede aquí? —interrumpió una voz enérgica.
—Padre, no os entrometáis, los niños huérfanos son de quien los encuentra. La podemos vender a
buen precio en la frontera.
—No haréis eso. —Su voz sonó serena y a la vez amenazante. Les miró con firmeza, manteniéndoles el
gesto—. Hijos, tened cuidado, pues vuestros pecados pesan ya demasiado y el fuego del infierno es eterno.
—Os repito que no es asunto vuestro.
—¿Te atreves a oponerte a un siervo de Dios? ¿Eres consciente del pecado al que te expones? —les
increpó, dirigiéndoles una mirada siniestra.
—Hazle caso, este cura no me gusta, parece un enviado del diablo —dijo uno de ellos.
—¿Tienes miedo de un cura? —se burló el otro.
—¡Maldita sea! ¿Has visto qué mirada tiene? Yo no quiero saber nada de esto, me voy, no cuentes
conmigo.
—Yo que tú, haría lo mismo que tu amigo. No empeñes tu alma, todavía estás a tiempo de salvarla.
El maleante se quedó confuso. Miró de nuevo a Eneca. Era tentador lo que veía en ella, pero luego
levantó la vista hacia el religioso. Tal como le había recriminado antes a su compañero, ahora él también
tuvo miedo.
—De acuerdo, nos vamos —susurró—, pero os advierto de que si no somos nosotros, serán otros los
que se la lleven —dijo, y se alejaron de allí refunfuñando.
—En eso tienen razón —susurró el sacerdote, para después contemplar a la muchacha, que a pesar de
las ropas convertidas en harapos, el barro de sus mejillas y su pelo enmarañado como las zarzas,
desprendía una luz especial.
No era hermosa, no especialmente. Sus formas de mujer apenas se esbozaban y su pose era más la de
un muchacho travieso que la de una hija de la Casa Xabier.
—¿Por qué me miráis de esa forma? —Eneca no pudo contener más su lengua—. ¿Qué querían esos?
—Nada bueno. ¿Entiendes el peligro que corres? —La joven negó con un movimiento de cabeza—. ¿De
verdad eres hija del antiguo señor de Xabier?
—Sí.
—Está bien. Ya me contarás luego dónde has estado todo este tiempo. Ahora vamos a darte ropa
nueva, no sé de dónde vienes, pero tienes un aspecto horrible.
—¿Y mi madre? —preguntó con un hilo de voz.
—Niña, tu familia ya no está con nosotros. El tenente del castillo de Xabier y todos sus allegados
fallecieron en el ataque. O eso se creía hasta que has aparecido tú. Han adjudicado las tierras que os
pertenecían a otro señor. Todos los que conocías han muerto y, ahora, solo tú podrías reclamar las tierras
de tu familia. Es un milagro que salvaras la vida y lograras sobrevivir en el bosque.
—Un hada me salvó.
—¿Qué tipo de blasfemia es esa, niña? Eso no son más que chabacanas supersticiones ignorantes.
Solo Jesucristo está en lo más alto y nos puede guiar en la vida, Él es todo luz.
—¿Él vive en las estrellas?
—Las estrellas son obra suya, como todo lo que nos rodea.
—¿Todo?
—Sí, todo en absoluto. Pero... ¡niña! ¿No has ido a la iglesia? ¿No te enseñaron quién es Nuestro
Señor?
—Sí, pero Dios también creó a los hombres que mataron a mis padres, ¿no es así?
—Eso... Eso es complicado, chiquilla. No puedes entenderlo todavía —respondió dubitativo.
—Sí puedo —afirmó con una seguridad impropia de su corta edad.
—¿Es cierto lo que dices de que te has ocultado en el bosque?
—Sí, con Artal, mi perro.
—¿Cómo te llamas? —El sacerdote se acercó más a ella.
—Eneca.
—A partir de ahora no usarás tu nombre y estás a mi cargo, me harás caso en todo lo que yo te diga.
—Me descubrirán.
—Aquí sí, así que nos iremos de inmediato.
El sacerdote era un hombre delgado en exceso, con rostro anguloso y de movimientos pausados. Tenía
un aspecto fantasmal, se asemejaba a uno de los mendigos que llegaban a Xabier a pedir caridad a su
padre. Eneca lo miraba sin miedo. Ni las abruptas facciones de su rostro, ni su mirada apagada, ni
tampoco los alargados dedos de sus manos, como auténticas garras, le atemorizaban.
No después de haber visto al demonio atacar su hogar.
—Tengo una misión que cumplir. —El sacerdote miró a su alrededor, comprobando que nadie le
espiaba y acarició un colgante que portaba en el cuello.
—¿Una misión? —Eneca le miró con desconfianza—. ¿Qué tipo de misión?
—Una que lleva años esperando mi llegada y tú me ayudarás a llevarla a cabo.
9
Valle del río Garona. Noviembre del año 1030
Bajó del caballo, su escudero se encargó del animal mientras él avanzaba hasta una roca desde donde se
dominaba una inmensa franja de terreno fértil. A sus pies, una pequeña aldea, apenas una docena de
humildes casas sin apenas pretensiones y una escueta iglesia en ruinas. Era difícil concebir que aquellos
restos pudieran servir para rezar a ningún dios. Algunas cabras pastaban en la ladera del monte más
cercano, mientras varios hombres araban una insignificante parcela de terreno baldío.
Los pies le dolían a cada paso, sobre todo el dedo gordo de la extremidad derecha. También el dorso
del pie, las rodillas y los tobillos. Solía tener ataques de dolor cada cierto tiempo, esta vez era
especialmente desgarrador. El pie le ardía y tenía la piel enrojecida como si la hubieran acercado al fuego.
El simple tacto de las botas le producía un intenso malestar que tenía que disimular hasta que pudiera
volver a Pamplona y conseguir el ungüento que preparaba una bruja de la judería y que él se aplicaba con
frecuencia para aliviar el mal.
Ahora estaba alejado de la capital del reino, en un paraje en tierra de nadie. Miró de nuevo la pobre
aldea y las tristes ruinas de aquella ermita.
—¿Es este el lugar elegido? —preguntó una voz a su espalda.
—Sí, el rey así lo quiere —respondió mientras daba varios pasos conteniendo el dolor, hasta llegar a
un saliente desde donde se contemplaba todo el horizonte hacia el mediodía.
Qué diferencia con lo que tenía a su espalda, frente a la pobreza de la aldea y las montañas, los
tesoros de la Tierra Llana, tan cerca y a la vez tan lejana para ellos. Los musulmanes eran sus señores;
sus ricas ciudades y almunias, sus castillos y atalayas, crecían con buena salud en aquella tierra
bendecida con la abundancia.
—Necesito que lleguen pronto los materiales y los hombres que demandé.
—Y así será, pero decidme, ¿cómo sé yo que cumpliréis vuestra palabra? —Lope de Ferrech seguía
con la mirada perdida en la rica tierra que se dibujaba frente a sus ojos—. Vuestra reputación... creo que
no hace falta que os la recuerde.
—Construir es mi destino, el de mi familia desde hace siglos. Más de los que tiene vuestro reino.
—Necesito algo más que eso para confiar en vos —afirmó Lope de Ferrech sin dejar de revisar el
terreno—. Yo soy un hombre pragmático, no creo ni en supersticiones, ni en presentimientos, ni mucho
menos en la suerte.
—¿Suerte? Disculpad, mi señor, esos lujos y privilegios no son para mí. Yo jamás he tenido suerte en la
vida, os lo puedo asegurar.
—Y, entonces, ¿cómo pretendéis que confíe mi futuro a alguien como vos? ¿A alguien sin fortuna?
—Porque cuando a un hombre no le acompaña la suerte, solo le queda una alternativa para tener
éxito.
—¿Cuál? —preguntó Lope de Ferrech, volviéndose por primera vez hacia él.
—Si no cuentas con la suerte de tu lado, debes ser valiente.
—Ya veo. Es por eso que dicen que la suerte solo sonríe a los audaces, ¿no?
—No —respondió firme el lombardo—. Es por eso que los audaces no precisan de ella para triunfar.
Lope de Ferrech permaneció en silencio, sintiendo que debía decir algo más, aunque sin encontrar las
palabras adecuadas.
—Mi señor, seamos sinceros, si vuestro rey me ha hecho llamar es porque no tenéis a nadie más a
quien recurrir. —Frente a él, el noble mantuvo una expresión neutra, sin hacer ostentación de ningún
sentimiento—. En estas tierras carecéis de conocimientos, no hallaréis ningún edificio reseñable en
vuestras escuetas poblaciones. No contáis con ciudades, ni mayúsculos monasterios, ni suntuosos
palacios, ni longevas catedrales. Es nuestra arquitectura la que está construyendo vuestro reino, no lo
olvidéis.
—Tenemos iglesias.
—De una nave, pequeñas y de insignificante altura, con bóveda de medio cañón y estrechas puertas,
por donde la luz apenas puede entrar. ¿Y qué es Dios sino Luz? ¿Cómo pretendéis que esos templos
andrajosos sean la casa del Señor?
—En todo eso que decís no os falta razón, pero ahora vosotros, los maestros lombardos, os estáis
marchando de nuestras tierras —le recordó Lope de Ferrech—, abandonáis las iglesias a medio construir,
los castillos sin terminar, ¿por qué huis? ¡Decidme!
—Lo sabéis de sobra, no seré yo quien os lo cuente. De todas maneras, yo estoy aquí. No me marcho a
ningún lugar, voy a construir el último castillo de este reino.
—¿Y eso debe consolarme?
—Como vos mismo habéis dicho antes, mi reputación me precede. Nadie confía en mí, ¿por qué lo
hace vuestro rey Sancho? Claro, a no ser que... no hubiera nadie más en quien hacerlo, ¿cierto? Tanto vos
como yo sabemos que este no será un castillo más, no debe servir para defender vuestra endeble frontera,
sino para expandiros sobre las tierras de los infieles.
—No pongáis en mi boca palabras que yo no he dicho.
—No solo vuestros labios son capaces de hablar. Los ojos son a veces más sinceros que el sonido de
una garganta. Y ahora, hablemos de cosas realmente importantes para nuestro fin común: ¿me podéis
asegurar que me proporcionaréis la piedra?
—Sí, pero que lleguen hombres para trabajar no es asunto mío —advirtió Lope, dando un par de pasos
hacia su derecha, dejando cierto espacio con su interlocutor. El pie le seguía doliendo y lo soportaba con
firmeza.
—El rey ha prometido tierras, vendrán, claro que lo harán —el lombardo soltó una sonora carcajada—,
los más desesperados de cada rincón de los dominios del reino.
—¿Y eso es bueno?
—¿Acaso nosotros somos mejores? ¿Es que vos no necesitáis que esto se realice tanto como yo? ¿O
como los que acudirán a la llamada? No os engañéis, mi señor, podemos ser de clases diferentes, de reinos
distintos, pero tenemos las mismas pretensiones.
—Tranquilo, lo último que desearía en este momento es que os alteréis, lombardo. ¿Y los musulmanes?
—Eso es otro cantar, aunque recordad que si no fuera por ellos, nada de esto tendría sentido. —Dio un
pequeño golpe con su pie a una piedra suelta del suelo—. Así que debemos darles las gracias más que otra
cosa.
—Nunca se me hubiera ocurrido tal barbaridad. —Lope de Ferrech observó al lombardo con enorme
extrañeza—. ¿Decís que somos iguales? Creo que no puede haber personas más distintas que vos y yo.
—¿Eso creéis? Se oye por ahí que construir un castillo en esta sierra es imposible, una locura propia
de desesperados.
—¿Quién lo dice? —inquirió desafiante el noble.
—Toda la corte, estamos rodeados de fortalezas musulmanas, a cuatro jornadas de Wasqa y en
territorio maldito.
—¿Maldito? —repitió con desidia Lope de Ferrech—. ¿No os asustarán unos cuentos para críos?
—No, aunque siempre llevan algo de cierto. Pero no, lo que me preocupa es que atemoricen a los
aldeanos y al resto de los hombres que precisamos que vengan a trabajar. De todas maneras, este castillo
es deseo del rey Sancho y por tanto debe hacerse, aunque... —pensó lo que iba a decir, para que al salir
de su boca fueran palabras sencillas de digerir—. Sé que en Pamplona los hijos del rey piensan que es un
desvarío de su padre en el invierno de su reinado.
—¿Cómo lo sabéis vos?
—Me ha dado tiempo a indagar. Hay abundantes caballeros con la lengua fácil en este reino.
—Eso no es una novedad. La ingratitud y la ambición no entienden de territorios.
—Cierto. Hay algo que no llego a entender. Si los hijos del rey no están de acuerdo con construir este
castillo, ¿cómo es que vos estáis aquí? Es extraño que pretendáis ganaros de ese modo la enemistad de
aquellos que pronto reinarán en estas tierras. —El lombardo soltó un breve gruñido que parecía una risa
contenida—. Hay algo que me ocultáis, no hubierais venido aquí si todos los hijos del rey pensaran igual.
—Dejaros de tonterías. —Aquellas palabras afectaron al ánimo del noble, por mucho que él intentara
disimularlas—. Centrémonos en el castillo.
—Por supuesto, proporcionadme los medios y yo me encargaré de levantar el último castillo de
vuestro monarca. Una fortaleza digna de su alteza.
—No me fío de alguien como vos, lombardo —le advirtió señalándolo con el dedo índice.
—Yo tampoco lo haría, desconfiar de mí es lo mejor que podéis hacer en este momento. Al igual que yo
lo haré de vos —dijo, pasándose la mano por su pelo canoso—. No me gustan los hombres que confían su
vida a otros, parecen incapaces de hacerse responsables de la suya, ¿no es cierto?
—Hay quienes dicen que todos somos iguales, ¡valiente mentira! Algunos tenemos honor y se puede
contar con nuestra palabra, otros...
—¿Tan seguro estáis? Mejor así, aunque en mi humilde parecer, creo que la única manera de que
alguien no te traicione, de que no te clave un puñal por la espalda es... Bueno, lo cierto es que cualquiera
puede jugártela. La vida es así de cruel, no tiene sentido.
—¿Quién ha dicho que debiera tenerlo? De todas formas, eso me da igual ahora —dijo de forma
tajante el noble—. Lo que quiero es que me contéis qué tenéis en mente para la fortaleza que debéis
construir: ¿una torre tan alta como la de Abizanda? ¿De base circular como la de Fantova?
—No, mi señor, no construiremos una torre. Levantaremos cinco —afirmó con convicción.
—¿Qué estáis diciendo?
—Recordad que soy un Magistri Comacini, el séptimo de mi familia, provengo de la tierra de los
mejores constructores, de la orilla del lago de Como. Nunca bromeo cuando se trata de mi trabajo. —
Señaló un risco de piedra caliza próximo a ellos—. Allí en lo alto edificaremos la torre más alta de todos
los Pirineos y a sus pies estará la entrada al recinto.
—Para protegerla.
—No. —El lombardo movió la mano hacia otro punto del risco—. Para defender el acceso levantaremos
otra torre junto a la puerta, y en el lado opuesto, construiremos una segunda torre, gemela de la anterior.
Y en el otro flanco, una tercera de menor envergadura. Todas ellas configurarán el recinto principal.
—¿Y la noble?
—La residencia del tenente estará en la torre extramuros de ese recinto.
—Os juro que no os entiendo, ¿qué sentido tiene tal cosa?
—Si vuestros enemigos pretendieran acceder al interior del castillo, se verán en un fuego cruzado. De
esta manera, la torre más importante estará fuera del recinto principal —explicó el lombardo mientras
levantaba su dedo índice—, en el camino de acceso, exenta, separada de la muralla.
—¡Exenta! ¿Qué locura es esa?
—Se unirá a la torre principal por un puente levadizo a la altura del segundo piso.
—Lo que contáis parece... No termino de entenderlo... —dijo contrariado Lope de Ferrech—. Hasta
ahora siempre se han levantado castillos con una poderosa torre y ahora me estáis hablando de...
—Una inmensa torre que no ha podido aguantar ataques contundentes. Debo ser honesto, vuestros
castillos actuales no pueden resistir asedios planificados por los musulmanes. Es una realidad y vosotros
lo sabéis.
—En algunas ocasiones hemos logrado repelerles, si bien es cierto que sobrepasan nuestras fortalezas
si atacan con grandes ejércitos, pero... ¿qué castillo puede detener a un ejército de castigo como los que
envía Córdoba?
—Este podrá, os lo aseguro.
—Cinco torres... No sé —frunció el ceño.
—Coincidiréis conmigo en que debemos mejorar el sistema defensivo, yo os propongo una solución. El
problema principal de todo castillo consiste en la ineficaz protección de la entrada y apostar todo a una
única defensa principal... —El lombardo se plantó frente al risco donde pretendían empezar a trabajar—.
Por ello construiremos una torre independiente, que funcionará aislada. En caso de ataque, el puente se
levantará y quedará incomunicada con el resto de la fortaleza. Si atacan su base, serán repelidos desde
las otras torres con facilidad.
—No sé... no lo veo claro.
—Esa torre, en caso de que los asaltantes accedan al recinto, se transformará en albarrana. Cambiará
el sistema de defensa y eso será determinante para repeler a los musulmanes.
—Hasta que no lo vea no puedo creerlo. ¿Y la quinta torre?
—Bien, habrá un segundo recinto menos fortificado. Con una torre que defenderá el acceso.
—Dos recintos, cinco torres, ¿no es demasiado?
—Preguntadle a vuestro rey, decidle que el castillo más trascendental de su reino es una obra
demasiado compleja. Si conserváis la cabeza sobre vuestros hombros después de eso, volved aquí a
decírmelo.
—Proseguid. ¿Cómo será la torre exenta de la que me hablabais antes?
—Al ser la noble, contará con una chimenea para calentarla en invierno, cuando vos vengáis, y
también con una letrina volada, para que no debáis salir nunca de su protección.
—Lombardo, lombardo... No juguéis conmigo, ya veo por dónde queréis llevarme. Cinco torres son
demasiadas...
Lope de Ferrech quedó pensativo, observó el paraje solitario sobre el cual el lombardo fabulaba. Las
montañas al fondo, rodeadas de una bruma que parecía perenne, como si formara parte de ellas. Y sintió
el frío, ese que penetra en los huesos y no los abandona. El que viene siempre acompañado de ese aliento
de humo saliendo de su boca cada mañana y el hielo bajo sus pies cuando recorre los caminos hacia Jaca.
Junto con ese viento frío que nace en occidente, capaz de derribar árboles, que atemoriza a los caballos y
alarga el invierno hasta pasada la Cuaresma.
—¿Y si los musulmanes toman esa gran torre?
—No lo permitiremos nunca, antes la incendiaremos y que la consuman las llamas. Podemos hacerlo,
cortaríamos su comunicación con el castillo, no se propagaría el fuego. —El lombardo se acercó tanto que
Lope de Ferrech sintió su aliento—. Jamás dejaremos que sea suya.
—¿Y si lo que logran es asaltar el castillo?
—Entonces, la torre será el último reducto, desde el cual podremos recuperar la fortaleza.
Lope de Ferrech dio varios pasos con la cabeza baja, observó sus botas que pisaban un suelo rocoso y
húmedo. Levantó la vista hacia las altas nubes que viajaban rápido a poniente. Inspiró aquel aire de las
montañas, frío, puro y cortante. Después miró al mediodía, a los cultivos que se adivinaban en la Tierra
Llana, a las plazas musulmanas que las protegían a lo lejos y perdió su vista en los valles que se
precipitaban más allá, donde sabía que estaba la antigua capital de la Marca Superior, ahora convertida
en un reino independiente. Él estaba convencido de que no vivirían siempre entre estas montañas, que
algún día... Era pronto para pensar en eso.
—¿Qué veis, lombardo? ¿Qué observáis al mirar al mediodía?
—Colinas, bosques, veo ríos y también el humo de las almunias de vuestros enemigos.
—¿Y qué más?
—No sé, supongo que también cultivos y caminos creados por el hombre.
—Lo que veis es la Tierra Llana y si perdéis vuestra vista en el infinito, seguís viendo esa misma Tierra
Llana, y miréis a donde miréis, la hallaréis. Territorios fértiles, ricos, con ciudades hermosas comunicadas
por extensas calzadas, molinos, acequias que riegan inmensos campos, ganado como no podríais contar.
Comerciantes que transportan productos de todos los rincones del mundo. Y si pudierais alzaros como un
pájaro y sobrevolar sus palacios, encontraríais las mujeres más preciosas, de nombres impronunciables. Y
si mirarais más allá, veríais un río tan grandioso que ningún hombre es capaz de cruzarlo a nado.
—El Ebro.
—Sí, y la Ciudad Blanca, Saraqusta.
—Algunos embajadores aseguran que es la corte más lujosa de todos los reinos de infieles —afirmó el
lombardo—. Protegida tras una inigualable muralla de piedra blanca, rodeada de extensas y ricas huertas,
en su interior, telares, orfebres y el mercado de esclavos más importante de al-Ándalus.
—Es la ciudad donde no pueden penetrar las serpientes.
—¿Cómo decís?
—Jamás penetran en ella; si se lleva allá una serpiente, esta muere enseguida —afirmó con voz firme
Lope de Ferrech—. Dicen que en el interior de la Ciudad Blanca existe un talismán contra esos animales
demoníacos. Aunque otros aseguran que la razón a tal hecho es que para la mayor parte de las
construcciones de la ciudad se utilizó un mármol que tiene la propiedad de alejar a las serpientes.
—¿Y vosotros qué creéis?
—Quiero verlo con mis propios ojos, llevar hasta su muralla una serpiente y observar qué hace.
—Queda mucho para que pueda suceder eso.
—Es posible, yo soy un hombre paciente, como mi padre. —El noble pausó su voz—. El día en que
coloquemos una cruz en la mezquita mayor de la Ciudad Blanca, no nos detendremos en ella. Seguiremos
el cauce del Ebro hasta su desembocadura.
—Hasta el Mare Nostrum.
—Sí —suspiró—. Ellos viven rodeados de riquezas y nosotros escondidos en las montañas, como
alimañas. Envueltos en pieles malolientes, comiendo los miserables frutos que nos da una tierra baldía.
Moviéndonos por caminos sinuosos, ocultándonos del frío en abrigos, peleando con los ríos para
aprovechar el agua, luchando contra el viento y contra el hielo. —Lope de Ferrech apretó los dientes con
rabia—. ¿Os creéis realmente capaz de construir esa fortaleza? —preguntó de forma solemne—, ¿podréis
edificar un castillo inconquistable en este pedazo de tierra olvidado por Dios?
—De lo contrario, no estaría aquí, mi señor.
—En tal caso, empezad de inmediato y no olvidéis lo que os voy a decir. Algún día, reinaremos en la
Tierra Llana, y esa fecha depende de que construyamos este castillo. Tenedlo en cuenta llegada la hora en
que os tiemblen las piernas y os falte el aliento, que llegará, creedme.
10
Loarre. Marzo del año 1031
Juan afilaba sus herramientas con una piedra de enorme dureza, que cierto día había adquirido en
Pamplona a un comerciante de pescado, que le contó que él, a su vez, la había adquirido en la judería de
Narbona. Le aseguró que su superficie no se desgastaba y que no había forma de romperla. Que duraría
tanto, que podría dejársela a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Por esa razón, Juan la guardaba como un
auténtico tesoro, y en el fondo lo era, puesto que con ella había afilado las cuñas, los cinceles y el martillo
con los que esperaba ganarse el alimento en aquella perdida aldea. El panorama no era halagüeño, un
asentamiento rudimentario en una escarpada sierra en la extremadura del reino. A simple vista, carente
de recursos de los que abastecerse y en plena frontera con los musulmanes.
«¿Qué incierto futuro nos puede deparar este lugar?», se preguntó.
Habían llegado allí hacía varias semanas, después de sortear las patrullas que vigilaban las
inmediaciones de Wasqa, la capital de la antigua Marca Extrema, ahora la ciudad más importante al norte
de la taifa de Saraqusta, creada tras el derrumbamiento del Califato Omeya, y donde ahora gobernaba
Yahya al-Muzaffar.
La ruda aldea en la que estaba se ubicaba en un emplazamiento situado en las últimas estribaciones
antes del llano, junto a las sierras de Caballera y Gratal, que juntas constituían una barrera geográfica
que separaba la Tierra Llana del pequeño valle del río Garona, antesala de los Pirineos. Una importante
vía de comunicación para el reino, relativamente segura para las gentes cristianas que a través del mismo
circulaban desde Pamplona, a occidente, hasta los condados de Sobrarbe y Ribagorza, a oriente.
No fue lo más difícil bordear Wasqa, sino mantenerse a salvo de los vigías de la temible fortaleza de
Bolea, que controlaban toda la frontera occidental. Una tierra de nadie, una extremadura olvidada y
peligrosa. Una vez en aquel solitario lugar, lo fácil hubiera sido cuestionar la elección. Sin embargo, Juan
confió en su decisión. Esperaron semanas hasta hallar la manera de sortear la vigilancia de los infieles y
alcanzar el asentamiento que llevaba por nombre Loarre, que en la lengua de la zona hacía referencia a la
sobrecogedora muralla natural donde se ubicaba.
Después de muchas jornadas de calma, aquel día en la aldea había amanecido diferente. La presencia
de un jinete con una hueste, no demasiado numerosa, llamaba la atención. El personaje a caballo debía de
ser de la nobleza, de lo contrario no era posible explicar su séquito, la calidad de su montura y, sobre
todo, sus armas. Los campesinos decían que era un enviado del rey, otros que trabajaba para alguno de
sus hijos. Como siempre, las opiniones al respecto eran variadas y contradictorias, como no podía ser de
otra forma. Cada hombre parecía tener la suya propia, y, si no, la copiaba de otro y la aderezaba con
características de su cosecha. Parecía que quien no tuviera una versión no era nadie en Loarre, incluso
daba la impresión de que competían por ver cuál era la más exagerada.
Lo que era un hecho es que no había venido solo y que cuando se marchó, porque un personaje así no
puede ni debe estar demasiado tiempo con una chusma como aquella, dejó en la aldea a un viejo al mando
de cuatro peones armados con lorigas y espadas. No era un ejército, pero bastaba de sobra para mantener
el orden frente a unos muertos de hambre, lo suficientemente desesperados para acudir a la llamada de la
construcción de un supuesto castillo en tan apartado lugar.
Si los musulmanes de las fortalezas cercanas lanzaban algún ataque, mejor no esperar que ese
puñado de soldados los repeliera con éxito. Lo mejor, como siempre, sería resguardarse en las montañas.
A Juan no le gustaban los hombres de armas, se creían superiores al resto solo por servir a un señor
en el campo de batalla.
«¿Es que acaso yo no les sirvo también? ¿Es que el sudor de ellos es mejor que el mío?»
En este mundo solo se distinguían tres clases de hombres: los caballeros, los que oraban y los que
laboraban. Tanto se trabajaba llevando una espada como golpeando una piedra.
Un extraño sonido le alertó a él y a los que le rodeaban. Junto a las ruinas de la iglesia, uno de los
peones, largo como él solo, enjuto y calvo, golpeaba un destartalado barreño de metal para llamar la
atención y congregar a los presentes. La desmochada iglesia no poseía ni campana, ni paredes. Por no
tener, no tenía ni cura. Los habitantes del lugar estaban inquietos con ello, llevaban meses sin recibir
oficio religioso. Algunos clamaban asustados que iban a arder en el infierno por no recibir la palabra de
Dios durante tantos meses. Incluso Él se había olvidado de la existencia de aquel lugar. Loarre tenía fama
de maldito, paraje frecuentado por malos espíritus, brujas, hadas y seres de las montañas.
Quizá fuera lo mejor, quizás hasta los sarracenos lo habían olvidado también. Y no les faltaba razón, si
ni siquiera el clero se atrevía a ir a un rincón tan remoto y peligroso, quién iba a hacerlo.
Los restos de aquella iglesia desmochada eran los únicos con algún atisbo de importancia, por lejana
que esta quedase en el tiempo. El viejo se aupó a uno de los muros laterales del templo. Se encontraba en
el invierno de su vida, pero mostraba buena presencia. Un rostro marcado por los surcos del tiempo, una
espalda recta y, sobre todo, unos brazos fuertes. Se movía con seguridad, aunque era otro aspecto el que
llamaba la atención: sus ojos. Desmedidos, brillantes, parecían los de un niño la primera vez que montaba
a caballo. A Juan le sorprendía que alguien de semejante edad tuviera tanta vida en la mirada. Fortún era
solo un niño y en el fondo de sus ojos no lucían tantos sueños como en los de aquel viejo.
El peón volvió a golpear el barreño y el hombre le recriminó su insistencia. Eran exiguos los allí
presentes, pero es que no había nadie más en aquel lugar. Muchos habían desertado antes de empezar,
cansados de esperar, desilusionados con el percal que había.
Juan se volvió y no halló a Fortún, que había vuelto a desaparecer. Lo maldijo varias veces en silencio
y lo volvió a maldecir cuando vio a otros muchachos de su misma edad junto a sus padres, atentos a las
palabras que empezaba a retumbar en aquel solitario paraje. Estaría con sus ensoñaciones, imaginando
tonterías imposibles. Soñar era lo único que hacía bien. Cada vez que lo observaba temía saber qué
estaba pensando. No podía ser bueno tener la cabeza llena de tantos pájaros. A Fortún le gustaba más
soñar la vida, que vivirla.
—No somos ni mejores, ni peores que nadie —arrancaron las primeras palabras, con acento
extranjero, de aquel hombre de ojos brillantes—. No hemos hecho hazaña digna de mención, ni somos más
ni menos cristianos que otros. Somos hombres, sí. Pero somos libres, y en libertad hemos acudido hoy
aquí. —El viejo que hablaba tenía un acento peculiar, que transmitía cierta elegancia al entonar las
palabras—. Yo soy un hombre sincero, digo la verdad por una simple razón. Es más fácil y, a la postre, más
saludable que mentir. —Muchos rieron—. Por eso os digo, que lo que vamos a hacer aquí es difícil,
complicado... hasta temerario dirán algunos.
Juan se había olvidado de Fortún y atendía a las palabras como el resto de presentes. No era común
escuchar sermones así fuera de la iglesia. Las bravuconadas de los borrachos, los chillidos de los
comerciantes, hasta los juicios de los señores ante los acusados. Había estado presente en todos ellos,
pero estas palabras eran diferentes.
—Lo que lograremos en este apartado lugar, además de imprescindible para el reino, será heroico.
Algo de lo que sentirnos orgullosos, pero del orgullo no se come. Y el orgullo tampoco se hereda, y mucho
menos se puede sacar negocio con él. Por ello, yo os digo que lo que vamos a levantar en Loarre, nos dará
riqueza, tierras fértiles donde trabajar, a vosotros y a vuestros hijos.
La mayoría asintió con la cabeza y se formó un murmullo que el orador se encargó de apaciguar,
levantando ambas manos.
—Es difícil, lo es. Ya os he dicho que soy un hombre sincero, pero en la vida hay que ser audaces. Yo
os aseguro que una mayoría de los que hoy se ríen de nosotros, ocultos en las montañas, dentro de unos
años darán el resto de su insignificante vida, la que pasarán acurrucados entre el miedo y la pobreza, por
tener la oportunidad de cambiar su existencia, tal y como haremos nosotros aquí. Cada hombre tiene la
opción de forjar su destino, con trabajo, con esfuerzo y con fe en Dios.
A Juan no le faltaban ninguna de esas tres premisas, quizá no había sido tan mala idea viajar hasta
allí.
—Así que no desfallezcáis, no dudéis ante las inclemencias, ni lamentéis el cansancio. —Dejó su
discurso un momento para ojear a todos los que le rodeaban, para recorrer incluso los rostros de los
peones que tenía a su espalda y dio un paso al frente, abandonó las ruinas y se coló entre la gente que
hizo un corro a su alrededor—. Mañana empezaremos, mañana iniciaremos la construcción del último
castillo de la frontera frente a la Tierra Llana. ¡Mañana comenzaremos a edificar nuestro futuro!
Los presentes vitorearon al maestro de obras, que sin duda les había levantado el ánimo. Había
logrado inculcar su optimismo entre ellos. Allí se congregaban campesinos con azadas, pastores, al menos
tres carpinteros como Juan, un herrero, una docena de canteros, varios tejedores, un alfarero, un curtidor,
y una buena cuadrilla de robustos hombres dispuestos a cargar con cualquier peso por aquella tierra
montañosa.
Cuando la reunión se disgregó, Juan guardó las herramientas en su alforja y deambuló por los
alrededores de la aldea en busca del muchacho. Preguntó a un par de hombres y a la mujer de uno de los
herreros. Buscó por los establos y las gorrineras, y bajó hasta el riachuelo del que se aprovisionaban de
agua. No halló dónde se ocultaba Fortún, y lo maldijo de nuevo.
Cuando volvía a la aldea, alzó la vista sobre los riscos donde empezarían las obras al día siguiente y
ahí estaba. La silueta del muchacho recortaba el horizonte. De pie, en vez de contemplar la ansiada Tierra
Llana, miraba los pliegues rocosos del lugar.
—¡Fortún! ¡Por Dios! ¿Dónde te has metido?
—Hola, padre, estaba con...
—¿Qué? No quiero oírte más, ¡vamos! Baja que mañana nos espera una larga jornada. Todo el mundo
escuchando al maestro de obras y tú aquí, como siempre, ¡pensando en tonterías!
Fue a golpearle, cuando se percató de que Fortún tenía ya más estatura que él y, sin saber bien el
porqué, se detuvo. Por primera vez se dio cuenta de lo mayor que se había hecho, y, sin embargo, seguía
haciendo las mismas diabluras que cuando era un chiquillo. Tenía que enmendarle, debía hacer de él un
hombre de provecho, o terminaría como siervo de algún señor del norte.
Había algo que le atemorizaba en él, y eran esos profundos silencios que de manera tan habitual
profesaba. No eran silencios normales, de timidez, o de momentos en los que nada hay que decir. Nada de
eso, eran silencios en los que podía sentir que la cabeza del muchacho era un hervidero, que por sus ojos
rebosaban pensamientos. Lo que no sabía, era si su naturaleza era benévola. Juan había oído historias
sobre hombres que perdían el juicio de un día para otro. De personas que de tanto pensar, terminaban mal
de la cabeza. Por eso temía el comportamiento de Fortún, esos silencios no podían ser nada buenos.
—Mañana nos levantaremos al alba, quiero que seamos los primeros en llegar a las obras, ¿entendido?
—Sí, padre.
—Después de lo acontecido en Abizanda, debemos ser precavidos.
Juan estaba convencido de que harían fortuna allí. Él conocía todos los secretos de la madera y su
mayor ilusión era que Fortún los aprendiera. Le había enseñado cómo convenía que se talaran los árboles,
haciendo un corte en el tronco del árbol por la mitad hasta la médula y dejarla así, con el fin de que se
fuera secando y cayendo gota a gota su jugo. De esta manera, el líquido nocivo, más próximo al tuétano,
no se corrompía dentro ni estropeaba tampoco la calidad de la madera. Le había repetido mil veces que
cuando el árbol estaba seco y sin gota de humedad, era el momento preciso para derribarlo, pues
entonces era magnífico para ser utilizado en la construcción.
También le había hablado de las distintas clases de madera, ya que los diferentes árboles ofrecían
propiedades variadas. El roble, el olmo, el álamo, el ciprés, el abeto, proporcionaban una madera
adecuada para la construcción. Pero ningún árbol poseía las mismas cualidades que otros.
Para Juan, era la encina la que mejores propiedades tenía para la construcción, ya que contaba con
una adecuada combinación de los cuatro principios. Aunque si se colocaba en un sitio húmedo, al recibir
el agua por sus poros, despedía el aire y el fuego y quedaba dañada y se echaba a perder por su excesiva
humedad.
Con todos sus conocimientos, el carpintero estaba seguro de que pronto lograrían obtener frutos de
su trabajo.
—Descansa, Fortún, a partir de ahora nuestra suerte cambiará, forjaremos nuestro destino.
Antes de la salida del sol, Juan se incorporó sobre su incómodo jergón, se lavó la cara y las manos y
cogió sus herramientas. Había rocío, todavía estaba húmeda la tierra y el sol parecía perezoso aquel día,
como si se hubiera embriagado durante la noche. Se encaminó junto a Fortún, que todavía bostezaba,
hacia lo alto del risco sobre la población, y cuando llegó allí se encontró con media docena de hombres
dispuestos para el trabajo.
Maldijo su suerte, no eran los primeros.
El viejo al mando tenía el rostro radiante. Dividió a los voluntarios en tres grupos. En el primero, situó
a los más fuertes; en el segundo, a los que tenían alguna experiencia y oficio; y en el tercero, a los más
ancianos, a los que no tenían habilidades, y a los niños y a las mujeres. Juan y Fortún formaron parte del
segundo, y hacia ellos se dirigió el maestro de obras, interesándose por lo que sabían hacer, otorgándoles
de inmediato una labor específica.
—¡Eres carpintero! No necesito tantos. Como mucho tú, pero tu hijo... —se quedó mirando intrigado al
muchacho que permanecía callado y como ausente—, él tendrá que trabajar en el tercer grupo —y siguió
mirándole con desconfianza—. ¿Tú qué sabes hacer? Eres alto, pero endeble y pareces poco espabilado.
Fortún no contestó, permaneció con los labios sellados, ante la cara de desesperación de su padre.
—Disculpadlo, es lento y tímido para responder. Yo le he enseñado el oficio, puede ser un buen
ayudante.
—No necesito ayudantes de carpintero, ¿qué más sabes hacer, muchacho?
Fortún seguía mudo, mientras su padre estaba atenazado por los nervios.
—Puede hacer cualquier cosa, es todavía dócil y...
—¡Silencio! Estoy hablando con él. —Un par de peones se acercaron para dar más autoridad a
aquellas palabras—. Dime, ¿en qué puedes ayudar? No quiero tarados ni vagos en mi obra.
—Ni siquiera sabe hablar —murmuró uno de los peones armados.
—¡Basta! —advirtió el maestro de obras—. Este muchacho es un inútil, no quiero volver a verlo.
—Esperad, mi señor, perdonadlo. Es ignorante y torpe, solo eso.
—Ya tiene edad para ser responsable de sus actos y sus palabras, o la ausencia de ellas.
—Os lo ruego, dejad que me ayude.
—¿Cómo te atreves a contradecirme?
—Os lo ruego, dejadnos trabajar —dijo Juan, arrodillándose ante el maestro de obras—. Haré lo que
me pidáis.
—Levántate, no pienso perder más tiempo. Debo dibujar la planta del castillo sobre el terreno.
—Yo lo haré.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—Yo dibujaré vuestro castillo sobre este suelo —afirmó Juan para sorpresa de todos.
Hubo un silencio incrédulo, un momento en que el tiempo pareció detenerse porque nadie
reaccionaba. Aquellas palabras se atascaron en la mente de los presentes y solo las risas de los peones
rompieron el embrujo. Mientras, Juan, con el rostro desencajado, sentía como si alguien le hubiera
clavado un puñal en medio del pecho. Y recordó a su mujer, y la echó de nuevo de menos, esta vez más
que nunca.
—Tú no sabrías ni dibujar un círculo —espetó alguien entre el primer grupo de trabajadores.
—Veo que la tozudez es hereditaria, ya me habían dicho que es típico de estas tierras, aunque nunca
pensé que podía llegar hasta tal extremo...
—Lo haré, pero permitid que yo y mi hijo trabajemos en las obras del castillo.
—Bueno —el lombardo suspiró—, a ver de qué eres capaz, carpintero, dibújame un recinto
rectangular de doscientos pies de largo por cien de ancho.
Las últimas palabras sorprendieron a los presentes y se hizo el silencio, un pesado silencio, uno de
esos que está lleno de palabras que no se pronuncian y se atragantan en la garganta, ahogándote. Uno
que desea ser breve, pero que puede durar una eternidad y que solo se rasga con el filo de una frase.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
11
Loarre. Marzo del año 1031
Hombres y mujeres murmuraban alrededor de Juan. Fortún, a su lado, permanecía atenazado, de pie en
la zona rocosa donde se había decidido construir la fortaleza. El público comenzó a gritarles y las burlas
fueron cada vez más grotescas y ofensivas. Juan escrutó el terreno bajo sus pies, se trataba de un suelo
rocoso e irregular, con piedras salientes que impedían caminar con facilidad.
—¿Vas a empezar hoy? —preguntó el lombardo—, porque tenemos mucho que hacer. Carpintero, en
esta vida, si no eres capaz de mantener tu palabra no vales nada.
—Hijo, necesito tu ayuda.
Fortún no podía doblar los brazos, no podía mover ni un solo músculo. Tenía la garganta tan seca, que
no se atrevía ni siquiera a intentar pronunciar una frase. Las miradas de aquellos hombres le intimidaban,
rudos y sucios, con sus pupilas rebosantes de malicia, con sus dentaduras incompletas, con cicatrices
recorriendo sus rostros, vestidos con harapos, con las uñas ennegrecidas de tanto trabajar. Gente que
parecía poco más que animales, más peligrosa que cualquier alimaña del bosque, y seguro que más cruel.
Asediado por sus miradas, no lograba hallar el valor y miró al cielo en busca de su ayuda. De todas
maneras, si nunca la había encontrado, por qué iba a hacerlo ahora.
También había mujeres que le observaban todavía con mayor desprecio que sus maridos. Murmuraban
y reían, reían sin parar, una risa burlona, una carcajada sonora y chirriante, llena de rencor apestoso. Un
sentimiento acumulado durante años de sumisión y que descargaban contra el primer infeliz que podían,
aunque el pobre no tuviera ninguna culpa de sus males.
Pero no todas.
Para sorpresa de Fortún, había una que permanecía callada. Tuvo que fijarse de nuevo en aquella
figura para asegurarse de que era ella y de que aquel azul tan intenso procedía en efecto de sus ojos.
Tenía el cabello largo y salvaje, cogido como una cola de caballo, y la piel tan blanca como la nieve. La
joven no le miraba como las demás, ella no murmuraba como las viejas y no se reía como las mujeres de
los campesinos.
No, no era como ellas.
Fortún dejó de recorrer los rostros anónimos que le increpaban y se centró solo en aquellos ojos.
Todos los demás desaparecieron y fue como si solo ella estuviera allí con él. Sus músculos se relajaron,
volvió a tragar saliva y sintió su garganta menos agarrotada. ¿Quién iba a olvidar una criatura así?
Era la arquera que les había salvado la vida camino de Abizanda. Se trataba de la mujer más hermosa
que habían visto sus ojos. Tanto, que él no hubiera sido capaz de imaginar alguien de tal belleza y, en
cambio, ahora ya no podría olvidarla nunca.
No podía dejarla ir.
—Una cuerda —Fortún no escuchaba—, ¡despierta hijo!, necesito dos palmos de cuerda, ¡ya!
Por fin reaccionó y preguntó a los que le rodeaban. Los unos miraron a los otros, pero nadie parecía
comprenderle, como si hablara en otra lengua, un idioma extranjero.
—Muchacho, toma —reaccionó uno de los más jóvenes, con unas pieles de oveja sobre los hombros,
como suelen llevar los pastores del valle.
Fortún la cogió y buscó a su padre, que para entonces ya se hallaba en uno de los improvisados
talleres de madera recién construidos. Tomó varias herramientas y maderas, y sobre una mesa de trabajo
formó una cruz con los brazos en escuadra.
—La cuerda, hijo —Fortún se la acercó—; y cuatro plomadas de igual peso, ¡rápido!
Fortún volvió hacia el gentío y empezó a gritar lo que necesitaba. Al poco tiempo, el mismo joven de
antes le hizo un gesto con la mano y le señaló un rincón del taller donde estaban las plomadas. Al
llevárselas a su padre, este las colocó colgadas de los extremos, para luego empezar a preparar un pie
que utilizó para sujetar la cruz en un plano horizontal.
Juan cogió su creación y la llevó hasta lo alto del risco donde debían empezar los trabajos. Pidió que
tres hombres, entre ellos el joven pastor, tomaran unas banderas que formaron con unas sayas viejas y
que se situaran a determinadas distancias de él, mientras demandó a Fortún que vigilara las plomadas.
Buscó una zona de tierra, más o menos plana, entre las rocas. Tomó un cuchillo y esbozó unas líneas con
la punta. De esta manera, Juan fue dibujando ángulos que alineaba de manera perpendicular a partir de
una línea base.
—Veo que sabes utilizar la groma —interrumpió el maestro de obras—, ¿dónde aprendiste?
Juan no la había utilizado nunca, pero sabía de lo que aquel aparato era capaz por lo que pudo ver en
Abizanda. Aunque lo usara de forma inexperta y torpe, creyó encontrar una manera de cuadrar los
ángulos. Si la vista no le jugaba una mala pasada, de forma algo tosca, estaba logrando dibujar la planta
que le había demandado.
Midió los pasos él mismo, para asegurarse de que los lados eran idénticos. Cuando estuvo seguro, asió
un carrete de hilo y unió todos los puntos. Sobre el terreno montañoso, quedó dibujada la planta del
castillo.
Satisfecho, fue hacia donde el lombardo aguardaba con una jarra de vino entre sus manos. Ambos se
quedaron en silencio, observándose. El lombardo dio un largo trago, se relamió los labios con el alcohol y
extendió su brazo para ofrecerle el vino al carpintero, que gustoso bebió de la jarra.
—De acuerdo, quizá me equivoqué contigo —reconoció el lombardo sonriente, a la vez que posaba su
mano sobre el hombro de Juan—. Es suficiente, has pasado la prueba —dijo bien alto para que todos lo
escucharan—, ¡gente así es lo que necesito! Y ahora volved al trabajo, tenemos un castillo que construir.
—No imagináis cuán agradecido os estoy.
—Termina lo que has empezado. —El lombardo lo acompañó hacia el lugar de trabajo—. Ahora debes
trazar una segunda línea y jalonarla, y luego hacer lo mismo con otra paralela a la primera que has
trazado.
—Eso haré. —Juan estaba exultante de alegría.
—La groma sirve para una aproximación, pero no tiene la precisión suficiente. Y el viento le afecta en
exceso, el viento nos afecta a todos, por desgracia.
—¿Y cómo se soluciona?
—Sencillo, para medir el terreno todo se limita al mismo problema, hacer triángulos.
—¿Triángulos?
—Eso es, la extensión de cualquier terreno se puede reducir a triángulos.
Juan intentó imaginarse todos los triángulos que fue capaz, aun así no logró imaginar qué hacer con
ellos.
El lombardo dejó al carpintero y escrutó por un instante a Fortún que permanecía en silencio a su
lado. El muchacho parecía despistado, como si estuviera buscando a alguien entre los que les rodeaban.
Sus ojos no dejaban de ir de un lado a otro. Una mirada que, por otro lado, en nada recordaba a la de su
padre.
Los analizó bien, ambos se parecían más bien poco.
El maestro de obras miró hacia donde apuntaba la vista del muchacho. La gente había retornado a sus
quehaceres, pero el chico seguía buscando entre ellos.
«¿A quién?», se preguntó el lombardo.
Hasta que distinguió unos ojos azulados, tan intensos que intentaban ocultarse en el anonimato.
Entonces lo entendió.
—Tal y como yo pensaba, este apartado lugar atrae a gente de lo más singular —comentó a la vez que
caminó hacia las gentes que todavía se agrupaban en torno a ellos—. No me agradan los que esconden su
condición, en Loarre somos todos iguales. Aquí empezáis todos una nueva vida, no nos importan vuestros
anteriores pecados —afirmó ante la sorpresa de los que le rodeaban—. Eso sí, toda ofensa que aquí se
produzca será castigada con más dureza que en ningún otro lugar del reino —advirtió—. Estamos en plena
frontera, a partir de hoy, Loarre está en estado de guerra. Si alguien está ocultando algo, que confiese
ahora, o cuando sea descubierto será ahorcado sin juicio previo.
Era fácil pensar que allí había gente de toda condición y pasado, quién si no acudiría a un lugar tan
peligroso. El lombardo se abrió camino hasta que llegó a los últimos hombres que allí había presentes.
—¿Quién eres tú? —preguntó al encapuchado—. Quiero verte bien el rostro.
No respondió, siguió con la mirada baja.
—¿Es qué no me has oído? ¡Quítate la capucha!
Los hombres de armas llegaron de inmediato para rodear al individuo y el resto de gentes volvió a
formar un tumulto. Si bien en esta ocasión, nadie entendía muy bien qué estaba sucediendo.
—Lo repetiré por última vez, déjame ver tu rostro.
El silencio cubrió aquel apartado paraje de la frontera, justo cuando un cernícalo surcó el cielo sobre
sus cabezas.
El encapuchado se llevó las manos a la cabeza y liberó su anonimato.
Un suspiro de sorpresa recorrió los rostros de todos los presentes, menos del lombardo que sonrió con
orgullo.
—Soy Ava —dijo, mostrando una larga melena y unos ojos tan azules que daban miedo.
—Una mujer ataviada como un hombre.
—Soy arquera y vengo para unirme a la guardia del castillo —expuso, dejando ver el arco que llevaba
al hombro y las flechas en su cintura.
—Mujer y arquera, ¡vaya sorpresa! Me temo que ese puesto es solo para varones.
—Las flechas no entienden de quién las lanza.
—Lamento dudarlo, una mujer no es tan diestra como un...
—Ponedme una prueba como a ese carpintero.
—Por favor, no me hagas reír...
—¿Por qué? Habéis dicho que en Loarre todos empezamos una nueva vida. Pues bien, dejadme que os
demuestre de lo que soy capaz y luego vos mismo podréis decidir en consecuencia.
—No es comparable lo que me pides.
—Claro que sí, vos mismo habéis dicho que en Loarre somos todos iguales. Pues bien, ahora os toca
sacar vuestra palabra del empeño en que la pusisteis.
Un murmullo de asombro recorrió los rostros de Loarre. El maestro de obras cambió su gesto, no
pareció agradarle aquella argucia construida con su propio discurso. No esperaba aquello, y menos de
una mujer. ¡Ni siquiera eso! Una simple muchacha osada, aunque de una belleza salvaje y turbadora.
—Como quieras. Así que, arquera, vamos a comprobarlo —dijo, dándole la espalda—. Hijo del
carpintero, ya te he encontrado utilidad. Anda cien pasos hacia aquella roca saliente y detente allí.
Fortún dudó si obedecer, pero la mirada de su padre le sacó de dudas y recorrió la distancia,
deteniéndose donde le habían indicado.
—Quiero una de tus flechas allí: si queda a más de dos pies de distancia del muchacho, trabajarás
haciendo la comida, y si lo matas... la horca será tu destino. ¿Estás segura de que quieres continuar?
La joven alcanzó una de las flechas que llevaba colgando de la cintura. Pasó el arco por su cabeza,
tensó la cuerda y colocó el culatín sobre ella, dejando que la cuerda entrara en la muesca. Estiró su brazo
hasta que la muñeca sobrepasó su hombro. En un alarde de pericia, la mantuvo tensa unos instantes y la
soltó. No hubo persona en aquel lugar que no contuviera la respiración y que no siguiera con la vista el
trayecto del proyectil, hasta que cayó entre los dos pies de Fortún. Con el culatín zarandeándose contra su
rodilla derecha.
No hubo murmullos, ni exclamaciones, solo asombro.
—Necesito otra flecha, muchacha —espetó el viejo maestro—. ¡Tú! Aléjate otros cien pasos.
Las miradas volvieron a la joven arquera, mientras Fortún se detenía a doscientos pasos. La joven, sin
cambiar la expresión de su rostro, tensó de nuevo su arco. Esta vez no disparó tan rápido, hizo la espera
más lenta y eso impacientó a los presentes, que se resignaron a verla fallar.
Disparó.
Clavó la otra flecha entre los pies de Fortún.
—¡Muchacho! Cien pasos más.
Fortún contó despacio para no equivocarse. Se detuvo y antes de levantar la vista, una flecha voló
sobre aquel terreno salvaje y se clavó a escasas pulgadas de su bota. Y a esa la siguió otra y otra, y dos
más. Hasta que casi quedó rodeado.
—¿Es suficiente? —preguntó ella, mirando desafiante al lombardo.
—Nunca lo es —respondió él impasible—. Trabajarás en la cocina, lo último que me faltaba es una
mujer como tú cerca de los trabajadores.
La joven enmudeció y su mano fue directa al culatín de una de sus flechas, pero los peones hicieron
intención de sacar las espadas. Miró a su alrededor, los rostros de los hombres la miraban con una mezcla
de miedo y fascinación. Y las mujeres... Ellas eran todavía peores, la escrutaban como si fuera un fruto
defectuoso, algo que no debía existir.
—Yo no sirvo a nadie, buscaos a otra que os cocine.
Dejó la flecha, se volvió a poner la capucha de su garnacha y dio media vuelta.
—Mucho carácter tienes, cuídate. Tus flechas no son lo más afilado que encontrarás en Loarre.
—Somos muy pocos hombres de armas, no podemos perder a una arquera como ella —murmuró uno
de los peones.
—Dejadla, por ahora no haremos nada, ya veremos si nos es útil más adelante.
12
Loarre. Abril del año 1031
La primera mañana en que Juan y Fortún trabajaron en Loarre fue productiva. El lombardo se mostró
como un duro maestro de obras. No permitía descansos ni distracciones, llevaba con mano firme a los más
revoltosos, nada se escapaba a su control y era sumamente exigente, en especial, con los canteros. Estos
recelaban y protestaban, utilizando una lengua que ni Juan ni Fortún entendían. El lombardo no se dejaba
amilanar y había discusiones que terminaban con malos modos, pero que no evitaban que todos siguieran
colaborando.
Los canteros eran una docena. Al parecer venían del Languedoc, al otro lado de los Pirineos, y su
trabajo era el más importante. Formaban un grupo aparte del resto, al que miraban con cierto aire de
superioridad. Trabajaban sin descanso, pero no dejaban de generar problemas y discutir con el lombardo.
La piedra prometida por el rey y confirmada por Lope de Ferrech, nombrado tenente del castillo de
Loarre a pesar de que no se hubieran edificado ni siquiera los cimientos, no llegó en cantidad ni calidad
suficiente.
El lombardo dio orden de horadar la roca madre del risco donde se iba a asentar el castillo. Aplanando
así la superficie y obteniendo piedra como materia prima para fabricar sillares.
—Así no vamos bien —advirtió uno de los canteros venidos desde Carcassone—, tardaremos
demasiado, no merece la pena semejante esfuerzo.
—Eso lo decidiré yo. —El lombardo no pensaba dar su brazo a torcer.
—Me pagáis por cada sillar que fabrico, pero esta piedra es caliza, ¿sois consciente del tiempo que se
requiere para tallarla?
—Pues claro que sí, ¿con quién crees que estás hablando?
—Entonces, ¿qué queréis que hagamos? Traednos arenisca u otra piedra más blanda y todo marchará
bien. La caliza de estas montañas es demasiado dura para tallarla por las cuatro caras, no es rentable.
—Talladla solo por la cara vista, el resto me da igual, usaremos más argamasa para las juntas y ya
está. Fin del problema, ¡a trabajar! —ordenó el lombardo.
—Aun así hay que darle forma, lo repito: no merece la pena.
—Hacedlo, no hemos empezado y ya vamos retrasados. Yo seré quien decida qué vale o no la pena
aquí, que os quede bien claro a todos.
Juan y Fortún trabajaban lejos del perímetro del castillo, en la zona más cercana a la aldea. Se
encargaban de cortar tablones a partir de troncos enteros. Juan seccionaba el tronco en cuartos antes de
cortarlo en tablas, debiendo comprobar que los granos quedaban en líneas rectas paralelas del largo de
toda la tabla. De esta manera, las tablas resultantes no se deformarían con los cambios de humedad. La
corteza debería ser recta para que las líneas perpendiculares a los anillos de crecimiento, de aspecto
brillante, corrieran de forma directa desde afuera hacia el centro del árbol.
—Fortún, quita la albura, esa madera exterior de color más claro. Es la parte del árbol donde fluye el
agua y la savia. Almacena humedad y se comprimirá cuando se seque.
—Sí, padre.
—Tu hijo parece más centrado —comentó uno de los otros carpinteros, un hombre con una barba
desigual, que dejaba claros en sus mejillas, y con la frente arrugada como un viejo.
—Es según le da, las obras del castillo creo que le atraen.
—Esperemos que valgan la pena, el lombardo... —miró precavido a su alrededor—, no me gustan los
de su tierra. Gente extraña, muy reservada. Ese no te dirá nunca ni cómo se pone la saya por las mañanas.
Recelan de cualquiera, guardan sus conocimientos como si fueran oro.
—Eso dicen, pero tendrá algún ayudante, alguien que le asista a coordinarlo todo.
—No lo verán tus ojos, esos recelan de todo el mundo. El lombardo no tiene aprendiz, absolutamente a
nadie.
La acumulación de tablones para las posteriores fases de la construcción iba a buena marcha, no
tanto la cimentación, ya que el terreno calizo era difícil de trabajar. A Juan solo le importaba su trabajo,
pero con la ayuda de Fortún el ritmo era rápido. Era la obra de piedra la que no terminaba de arrancar y
los carpinteros tuvieron que disminuir su carga para no amontonar material sin sentido. Y en cuanto su
padre se descuidó, Fortún aprovechó para escapar de su vigilancia.
El muchacho tenía entre ceja y ceja una obsesión: encontrar a la arquera, a la que no había vuelto a
ver desde el día de las flechas. Recorrió toda la aldea, sin suerte. Bajó hasta el río y deambuló por el
emplazamiento del castillo, sin encontrarla. Así que regresó hacia los talleres.
—¡Zagal!
Fortún se volvió, una mujer le había llamado. Él la conocía, era la esposa de uno de los herreros.
—Ayúdame, muchacho. Que no puedo yo sola con este barreño.
Fortún la auxilió a llevarlo hasta un fuego donde cocinaban las mujeres. Dentro del caldero había una
sopa que por el olor era de cebolla con algo de carne.
—Menudo trajín lleváis en el castillo. Cuando esto esté caliente ven, que te daré un cuenco.
—Gracias, señora.
—A ti. ¿Tú eres el hijo del carpintero? Al que disparó aquella zagala tantas flechas. Mira que lo pasé
mal cuando te vi ahí, tan solico, y venga a caerte flechas alrededor. —Se llevó la mano al pecho—. ¡Menos
mal que no te pasó nada!
—Sí, tuve mucha suerte. Oídme, señora, ¿no la habréis visto?
—¿A quién? ¿A la flacucha esa? No —dijo, riéndose—. No me digas que... ¡Anda! Ten cuidado con ella,
que no es trigo limpio, y es mucho percal para un pollo como tú.
—¿Por qué decís eso?
—Porque conozco a los hombres, mandril. A esa no le van a faltar pretendientes, pero... ¡de los de hola
y adiós! Y tú —le miró de reojo—, o cambias un poco, más bien un mucho, o me parece que poco tienes
que hacer.
—Mi padre es carpintero, dice que nos irá bien en Loarre.
—Optimista es, eso no lo dudo. Pero la zagala que buscas es la mejor cazadora de toda la sierra y
vuelve locos a los hombres con esos ojos que tiene. Vive oculta en el bosque, nadie sabe dónde. Muchos se
adentran a dar con ella, pero nadie lo consigue —comentó a modo de confidencia—. Aléjate de ella, no te
conviene.
Aunque no había cura para oficiar la misa, el domingo se guardaba fiesta y los trabajadores se reunían
a rezar en torno a las ruinas de la iglesia. Momento que aprovechaban para lamentarse por la ausencia de
un párroco. El lombardo pedía paciencia, pronto enviarían a uno desde el monasterio de San Juan de la
Peña. Al no haber oficio, quedaba abundante tiempo libre y cada uno lo empleaba a su gusto. Juan y
Fortún aprovecharon para trabajar en su cabaña. Todas las casas de los trabajadores eran sencillas, pero
la de un carpintero se esperaba que, al menos, contara con buenas vigas de madera y muebles tallados.
Así que dedicaron el domingo a mejorarla todo lo posible, o al menos lo intentaron.
—Padre, ¿cuándo colocarán las primeras hiladas de piedra?
—No lo sé, supongo que no tardarán mucho.
—¿Tú sabrías construir un castillo? —preguntó Fortún muy serio.
—No, hijo, yo solo soy carpintero.
—Yo creo que sí.
—¿Cómo dices? —Juan no creyó lo que oía—, no digas sandeces.
—Madre decía que...
—Tu madre murió cuando tenías dos años, no puedes recordar lo que te hablaba, ¿entendido? —
musitó enojado.
—Pero sí lo recuerdo.
—¡He dicho que no! Y no hay más que hablar —apretó los dientes y el rostro se le llenó de rabia—.
Odio cuando te comportas así, ¿por qué? ¿Por qué tienes que hacerlo?
—Yo no he hecho nada, solo...
—¡Cállate! —Se llevó las manos a la cabeza, aturdido—. No quiero que vuelvas a nombrar a tu madre,
nunca.
Juan se levantó y dejó la casa camino de la zona de construcción. Ascendió hasta lo más alto y desde
allí observó la cimentación. Se sentó en una roca y permaneció en silencio un buen rato, sin levantar la
vista.
—¿Qué haces aquí? —preguntó alguien a su espalda.
—Lo que me da la gana, ¿o es que no puedo...? —Se volvió y encontró al lombardo—. Disculpadme,
ignoraba que erais vos.
—Está bien, no te apures. Contesta a mi pregunta.
—Este es un buen lugar para pensar.
—¿Pensar? No es algo que la gente haga muy a menudo. Siempre conozco hombres que se jactan de
actuar, pero jamás de pensar —comentó con pausa—. ¿Y en qué piensas, carpintero?
—En mi hijo.
—Los hijos tienen eso, dan muchos dolores de cabeza. Es como este castillo, al fin y al cabo, ahora es
solo un bebé, ni siquiera eso. No tiene forma, ni cimientos, es solo una idea en mi cabeza. De hecho, si yo
muriera ahora, nunca llegaría a construirse, y sin embargo...
—¿Qué? ¿Y, sin embargo, qué?
—No paro de pensar en él, como tú con tu hijo —respondió el lombardo—. Siempre se tiene el miedo
de que un hijo no crezca como esperas, que al llegar a la edad adulta, no será como uno desea. Sucede a
menudo, ¿verdad?
—Así es.
—Con este castillo me ocurre exactamente lo mismo.
Semanas después del inicio de las obras, se colocaron los primeros bloques de piedra. Fue todo un
acontecimiento ver erigirse aquellas colosales rocas que debían soportar el mayor esfuerzo y, a su vez,
eran las más pesadas. Para levantarlas del suelo hizo falta una enorme cantidad de hombres. Eran piedras
de color gris oscuro, como la propia montaña con la que se mimetizaban.
Para tallarlas, los canteros las golpeaban con esmero y la roca se resistía orgullosa y firme. Las
primeras lascas no saltaban hasta después de varios golpes por lo que el ritmo era lento, el esfuerzo
tremendo y los resultados escasos.
Finalmente, el lombardo claudicó ante las demandas de los canteros francos y optó por enviar un
mensajero a Lope de Ferrech, tenente del castillo. El noble era difícil de localizar y la respuesta tardó en
llegar. Así que, cansado de esperar, lo intentó con el propio rey, a quien envió un pergamino explicando la
situación, los retrasos y las promesas incumplidas. Necesitaba piedra más fácil de tallar, no podía seguir
utilizando la caliza de Loarre.
Tampoco el monarca respondió, los días pasaron y los sillares fabricados solo permitían levantar la
base de la torre exterior que defendería el primer recinto del castillo. El lombardo la había diseñado
decreciente, con forma de tronco cónico. De manera que estaba dotada de un suave retranqueo, poco
visible desde la parte frontal y más evidente desde el flanco de oriente. Los sillares eran irregulares y
tallados por una sola cara, tal y como había ordenado para intentar ganar tiempo. Una vez que levantaron
diez hiladas de la torre, se continuó con la muralla sin llegar a cerrarla, dejando la torre inacabada, con
dos caras sin terminar.
El trabajo de las siguientes semanas se centró en la muralla, intentando abarcar todo el frente
oriental. Aunque por mucho esfuerzo que dedicaban, los sillares seguían fabricándose con cuentagotas.
Tal es así, que un día el lombardo se indignó tanto que ordenó detener las obras.
Se encerró en una casa de madera que habían edificado de manera expresa para él, modesta en su
exterior, pero que disponía de un interior amplio donde se dispuso una alargada mesa de trabajo.
Se deshizo de sus ropajes hasta que quedó con una saya ceñida a la cintura con una correa de cuero.
El lombardo no encendía nunca fuego en ella, por miedo a que una brasa o un chispazo provocara un
incendio y afectara a sus pergaminos y dibujos. Estos estaban repartidos por todos los rincones del
espacio, colgando de las paredes, en la mesa, la cama, hasta en el suelo. Sin embargo, no eran ellos lo que
más llamaban la atención allí dentro, sino un libro encuadernado en piel que descansaba sobre un atril en
la zona más luminosa.
Si aquel lugar fuera una iglesia, no habría duda de que se trataría de una Biblia, pero allí, entre aquel
desorden, no había manera de saber qué podía ser. Aunque sus lomos estaban desgastados, la
encuadernación era de tan buena calidad que resistía con orgullo los arañazos del uso.
El lombardo se encontraba abatido, las frustraciones por la obra pesaban incluso más que sus
abundantes años. Sí, era ya anciano, su época joven, su matrimonio, sus hijos —muertos todos antes que
él— y amigos, quedaban ya tan atrás que a veces dudaba de que hubieran sido verdad. Dicen que uno no
muere del todo mientras alguien lo recuerde en este mundo.
«Pero ¿qué sucede cuando aún vivo, a uno no lo recuerda nadie?», se preguntó.
Por no acordarse, no lo hacía ni de su propio nombre. Hacía tanto tiempo que no lo oía pronunciar que
incluso cuando él lo hacía le sonaba extraño. Como si no tuviera ya nada que ver con su persona. Aquel
nombre olvidado era de otra existencia; feliz y hermosa, pero también corta y lejana.
Para llevar las penas y los años, no había nada mejor que el vino. Solo por despreciarlo, los infieles
merecían ser castigados.
«¿Cómo se puede renegar de un placer así?», preguntó a los fantasmas que merodeaban su soledad.
El lombardo no era un hombre melancólico, nada de eso. Él era un maestro de obras, uno de los
mejores. Era el fracaso lo que le hacía evocar el pasado y la única manera de evitarlo era solucionando los
problemas constructivos de aquel castillo.
Decidió centrarse en ellos y buscar la manera de avanzar a pesar de todos los inconvenientes. Él
conocía mejor que nadie los problemas de tallar una piedra tan dura como la caliza, «¿qué otra opción
tengo si no dispongo de otro material más manejable?»
Los lombardos eran maestros en el empleo del ladrillo, capaces de construir inmensas edificaciones
con ese aparejo tan poco noble. Sin embargo, ese material no podía utilizarse en Loarre, no había ni tierra
adecuada, ni hornos, ni personal cualificado para emplearlos.
Si no podía usar ladrillos de barro cocido ni tampoco piedra caliza, «¿qué me queda?». La arenisca a
la que tenían acceso en las canteras más cercanas era de una pésima calidad, por lo que resultaba del
todo imposible hacer buenos sillares con ella. Él seguía dándole vueltas en su cabeza, bebiendo vino y
pensando en su padre y en el padre de su padre, «¿qué harían ellos?». Está claro que fabricar ladrillos,
pero «¿cómo hacerlo?», se preguntaba una y otra vez.
Con las obras paralizadas, llegó el invierno por lo que tampoco se trabajaría en los siguientes meses.
Al igual que los animales del bosque, las gentes de Loarre invernaron en sus casas, desanimados y
frustrados por la lentitud de la construcción del castillo y temerosos de que el lombardo les abandonara,
tal y como se comentaba que habían hecho sus compañeros en otros rincones del reino.
Una mañana de febrero, desesperado y abatido, y también sin vino, el lombardo salió de la reclusión
de su cabaña de madera. Caminó durante un buen trecho hasta una veta de arenisca cercana. No era de
ingentes dimensiones, le daba igual porque el material era el mismo que en las canteras de mayor tamaño
que había alrededor. Allí parado, observó una roca que se había desprendido del núcleo madre. Al caer se
había partido en varias lascas, unas irregulares, otras más aplanadas y alargadas. Cogió uno de esos
últimos pedazos entre sus manos. Medía unos dos palmos, le sorprendió su forma y su exiguo peso en
comparación a su volumen.
Lo dejó en el suelo y tomó otro similar, colocándolo justo sobre el primero. Cogió otros dos y repitió la
operación.
Su rostro cambió.
Poco después retornó a su cabaña contento y con una jarra de vino que obtuvo de uno de los pastores
que encontró en el camino de regreso.
Con el final del invierno, el maestro de obras reunió a los canteros y les proporcionó nuevas
directrices de trabajo. No tallarían más caliza, ni harían más sillares.
Fortún y su padre acudieron con celeridad al trabajo. Había desmesurada agitación por conocer el
nuevo aparejo del que tanto se hablaba en Loarre. Para su desilusión, no se les permitió verlo, ellos
debían encargarse de preparar las maderas para los mechinales que permitirían continuar subiendo el
muro con el nuevo material.
Juan seguía con sus problemas de vértigo, y hacía todo lo que estaba en su mano para acostumbrarse
a la altura, pero no le resultaba nada sencillo. Aun así, sacó la piedra de afilar y preparó sus herramientas.
Buscó a Fortún, al que imaginó de nuevo despistado.
Así era.
Desde el andamio, el muchacho espiaba a escondidas lo que sucedía en la zona de los canteros. Juan
fue a darle una reprimenda, pero en vez de eso, él también se acercó para descubrir lo que allí acontecía.
El muchacho estaba contemplando la manera en que uno de los canteros más jóvenes usaba el
puntero, marcando el contorno de la piedra. Luego introducía unas fuertes cuñas de hierro, que golpeaba
hasta agrietar su superficie. No se detenía ahí y continuaba hasta despedazarla en alargados bloques que
eran los que después trabajaba con la maza, con la que hacía saltar las esquirlas hasta aplanar las caras.
Juan no había visto a Fortún prestar tanta atención en nada, nunca. Fortún parecía tener interés real
en aquello. Desde luego, había algo de especial en estigmar la piedra. Al fin y al cabo, todos sabemos que
la madera se pudre, se quema o se va deshaciendo con el paso del tiempo. Pero la piedra... Ella es
imperecedera, estaba allí antes que ellos nacieran y seguiría cuando murieran. Eso lo entendía bien Juan,
un edificio hecho en piedra puede durar hasta el fin de los días, y esa idea le gustaba.
A lo largo de las siguientes jornadas de trabajo, Juan requirió la ayuda del muchacho con frecuencia.
Aunque no se lo decía, estaba contento de poder trabajar los dos juntos. Quizás algún día Fortún podría
sustituirle, nada le gustaría más en esta vida que que él siguiera con su trabajo. Pero no quería hacerse
ilusiones, nadie mejor que él conocía lo inusual del carácter del muchacho. Era igual que su madre.
13
Sierra de Santo Domingo. Mayo del año 1031
Al despertar estaba sola, el fuego se había extinguido y el sol de un nuevo día brillaba en el horizonte. Se
incorporó con legañas en los ojos, y Artal le dio los buenos días con un buen lametón. Miró a su alrededor,
él no estaba. Artal ladró un par de veces y le indicó la dirección a seguir. Anduvo entre unos matorrales
hasta que halló al sacerdote arrodillado frente a una cruz que con dos ramas había formado sobre una
losa de piedra.
—Acompáñame.
La muchacha se agachó y compartió rezó con el religioso. Hacía tanto que no oraba al Señor, que se
sintió extraña. Pero las oraciones estaban grabadas en su mente, y no le costó recordarlas sin esfuerzo.
—Ya podemos levantarnos —afirmó—, antes de irnos debemos hacer algo con tu aspecto.
—¿A qué os referís?
—A tu pelo y tu ropa —dijo, sacando un cuchillo de su alforja—. Ven aquí, no tengas miedo.
Eneca avanzó y el sacerdote cogió un mechón de su pelo, acercó el filo y lo empezó a cortar como si
fuera una cuerda.
—¿Qué hacéis?
—¡Calla! Si volvemos a encontrarnos con unos rufianes y descubren que eres una mujer, no sé si esta
vez podré impedir que te violen.
Y la última palabra la hizo estremecer.
—Sí, te violarán hasta cansarse, y luego te venderán al mejor postor.
—Pero... soy cristiana...
—Eso a ellos les da igual. Eres huérfana, no tienes dueño y difícilmente encontrarás marido sin dote.
Para ellos, eres del primero que te encuentre, así de sencillo.
Eneca calló y miró sus manos, que empezaron a temblarle. La una buscó refugio en la otra y las
apretó. Quedó pensativa, con el rostro sereno y su mirada todavía más oscura de lo habitual. El sacerdote
se percató de ello y la observó con interés. Después, fue hacia la zona donde preparaban fuego y atizó las
ascuas que todavía estaban calientes, añadiendo un manojo de hierba seca que pronto prendió llama. A
continuación, echó leña seca y alcanzó una vasija de barro. Buscó en sus alforjas una bolsa, de la que
extrajo algo de su interior que añadió al agua. Esperó a que se calentara y volvió con la pequeña.
—Bebe.
—¿Qué es?
—He dicho que bebas —ordenó el religioso—. Estoy harto de que me contestes siempre, ¡maldita niña!
—No os enfadéis, la persona que me cuidó en el bosque me enseñó mucho sobre las plantas del
bosque y sus usos, solo tenía curiosidad.
—¡Tú y tu curiosidad! —dijo con desprecio, pero después claudicó ante la tristeza de Eneca—. Es
belladona —continuó para su sorpresa—. No tiene buen olor, y si la tomas en exceso puede provocar
delirios y alucinaciones. Pero no te asustes. En la cantidad que te he dado sirve para tranquilizar los
nervios.
—Gracias —asintió Eneca, a la vez que observaba que el sacerdote sacaba de su alforja una planta de
hojas grandes de un color verde pálido.
—Y esto es beleño, solo la encontrarás en taludes y terraplenes. Tampoco huele bien. Las flores son de
color ocre, con venillas color violeta en su base.
—¿Para qué se utiliza?
—Bueno, tiene muchas aplicaciones. Se utiliza para tratar diarreas, espasmos, insomnio y también la
tos. —A continuación recogió todo de nuevo en su alforja—. Estaremos varios días aquí. Tenemos que
esperar a un amigo, así que es mejor que busquemos comida y un refugio en alguna cueva o abrigo. ¿Me
has oído? —El cura esperó una respuesta que no llegó—. Niña, respon...
—¿Cuántos días?
—No lo sé, los que sean precisos.
El sonido de un trueno rompió el cielo, y bandadas de pájaros salieron de las copas de los árboles,
mientras muchos otros animales huían a refugiarse, creando un murmullo que recorrió toda la montaña.
—¡Maldita sea! Viene una tormenta.
—Es la diosa —afirmó Eneca sin mirarle a la cara.
—¿Cómo dices? ¡No oses blasfemar en mi presencia! —La cogió con brusquedad del brazo—. ¡Vamos,
recoge todo! Busquemos cobijo antes de que descargue.
La tormenta duró todo un día, y el sol tardó en volver a verse otro más. Durante ese tiempo, el
sacerdote y la muchacha permanecieron resguardados en una oquedad de escasa profundidad.
—Disfruta de esta soledad, pequeña. Pues cuando partamos de aquí nos espera la ignorancia y la
malicia de los hombres.
Eneca no entendió sus palabras.
—¡Y no me mires así!
—¿Cómo?
—¡Condenada cría! No sabes tener la boca cerrada. A donde vamos no quiero que digas ni una sola
palabra, y no se te ocurra mirar a nadie con esos ojos. No puedes, no debes llamar la atención.
—¿No os gustan las personas?
—Lo que no me agrada son sus bajezas. Los hombres han olvidado que Jesús dio la vida por ellos, por
su salvación. Están más ocupados en sus guerras, sus botines, sus mujeres y sus vicios. Se dejan llevar
por sus instintos, igual que hizo Adán, están condenándose.
—Quizás es su destino.
—¡Qué dices! Esa patraña no existe.
—Pero... nuestro futuro está escrito, cuando nacemos...
—¡Silencio! No toleraré tal insulto a Nuestro Señor en mi presencia y menos de los labios de una niña.
Eneca —la llamó por su nombre y eso sorprendió a la muchacha—, olvídate de las leyendas sobre antiguos
dioses. Las gentes de las montañas creen que todo está escrito, que al nacer las estrellas marcan nuestro
futuro, lo que ellos llaman destino. Que no podemos hacer nada para cambiarlo, que somos esclavos de él.
¡Mentira! —exclamó, elevando la voz—. Todos podemos elegir, el libre albedrío es lo que nos diferencia.
Dios no creó el destino, los hombres somos libres de seguir lo que nos dicta nuestra propia conciencia,
somos los artífices de nuestra propia fortuna.
—¿Libres? Yo no me siento libre.
—¡Eneca! ¿Cómo osas decir tal cosa? Si no somos dueños de nuestras decisiones, entonces, ¿por qué
habríamos de ser juzgados un día? Y si no seremos juzgados, ¿a salvarnos de qué vino Jesucristo a la
Tierra?
—Yo no entiendo de eso, miro lo que me rodea: las montañas, los árboles, los animales, y luego
recuerdo a los que arrasaron mi hogar, a los que me querían coger cuando vos aparecisteis y no soy capaz
de ver bondad en los hombres. En sus ojos solo he observado maldad, crueldad y muerte.
El sacerdote reculó, su rostro frío y distante, se mantuvo arisco y desafiante, pero un punto de luz
radió en su pupila.
—Eneca, no caigas en el error de culpar a Dios de las injusticias y barbaridades que los hombres
cometemos. Que Él permita que todo suceda, no significa que Nuestro Señor sea quien cause todo lo que
sucede a nuestro alrededor. Es nuestra maldad la responsable del dolor y del sufrimiento. Los hombres
podemos optar entre el bien y el mal, es una elección que Él nos dio, pero eso no le hace responsable de
sus consecuencias.
Antes de que continuara hablando, un ruido alertó a ambos.
—Escóndete, ¡rápido!
Eneca obedeció y buscó refugio tras el tronco de un frondoso roble. Allí permaneció en silencio, hasta
que la incertidumbre pudo con ella y asomó su mirada tras la corteza del árbol. A lo lejos, pudo ver la
sombra de un hombre que hablaba con el sacerdote, vestía hábito y su cabello mostraba la tonsura propia
de los monjes. No se movió más, volvió a ocultarse y decidió esperar hasta que se fuera. Transcurrieron
varias horas hasta el momento en que el sacerdote la fue a buscar.
—¿Quién era?
—Matías, un amigo —respondió el religioso con indiferencia—. Vamos, ven. Debemos partir, ya
conozco mi destino y qué debemos buscar.
—¿Adónde iremos?
—Pequeña, vamos a ir a descubrir un tesoro.
14
Loarre. Abril del año 1031
El lombardo trasladó a la cuadrilla de carpinteros a la zona de cantería. Fortún estaba excitado y Juan
decidió vigilarlo de cerca, temeroso de que cometiera una imprudencia. Nada más llegar, mientras Juan
escuchaba atento las indicaciones del maestro de obras, Fortún se quedó observando a un viejo cantero
que manejaba una especie de astral doble, con dos extremos cortantes. Se llamaba tallante, era una
herramienta antigua y tenía un corte limpio y otro dentado. Más allá, otro de mayor edad trabajaba con
precisión el nuevo material. Por fin iba a conocerlo. Se trataba de pequeños bloques de piedra trabajados
de forma basta con la maza o el martillo, fáciles de manejar y mover.
El hombre miró de reojo al muchacho.
—¿Qué estáis haciendo? —se atrevió a preguntar el joven.
—Abujardando la superficie. —Fortún puso cara de no entenderlo—. Golpeo la piedra de tal forma que
le voy haciendo unos agujeros regulares. ¿Por qué quieres saberlo?
—Yo quiero saberlo todo.
El cantero soltó una carcajada.
—Eso es imposible, este oficio se tarda años en aprender. Yo soy muy cabezón, ¿sabes? Ser tozudo es
una bendición cuando eres joven.
—¿Y después?
—Eso depende. La piedra es un ser vivo. —La acarició con cariño y empezó a hablar como consigo
mismo—. Sí, tiene vida. Eso no lo sabe la gente, ni los reyes, ni los caballeros, ni los obispos, pero en
cuanto la arrancas de la cantera empieza a envejecer y endurecerse. Dicen que las rocas crecen, hasta un
centímetro cada cien años. Por eso una piedra recién cortada es más amorosa, se deja trabajar... Si la
dejas y tardas un par de años en tallarla es bastante más complicado. La herramienta ya no va por donde
tú quieres cuando la golpeas.
—¿Esa roca está viva?
—Sí. —El hombre contempló el bloque que tenía delante y continuó—: la piedra vive. Y también
enferma; es cuando le entra esa especie de carcoma que la deja como una esponja, como un leño podrido.
—Nunca hubiera pensado que la piedra pudiera enfermar.
—La piedra siente como nosotros —afirmó el cantero—, ¿entiendes?
El lombardo trazó una red de cuerdas sobre el terreno pedregoso y ordenó picar a lo largo de ellas,
marcando largas franjas. Después mandó plantar dos amplias mesas de madera, donde extendió unos
pergaminos rayados por el uso. Parecían haber sido reutilizados en demasiadas ocasiones. Su verdadero
valor estaba en los dibujos que guardaban. Solicitó que hicieran una pértiga de diez pies de longitud, con
madera tratada, para que no se pudiera deformar y tener la seguridad de que esa medida era constante.
—¡Cuidado! El surco debe caer fuera, ¡maldito estúpido! —gritó el lombardo a uno de los que
trabajaba con las herramientas más pesadas. Aquellas con un extremo de hierro, que lograba penetrar
mejor en la tierra—. Nunca, nunca, dejes caer la tierra hacia el interior de un recinto amurallado,
¿entiendes?
El peón asintió con la cabeza.
—Esto me pasa por trabajar con ignorantes de las montañas.
—Lo siento, yo no sabía.
—¡No sabéis nada! Ese es el problema.
Fortún lo reconoció. Era aquel que le tendió la cuerda cuando su padre estaba en apuros y que
después le indicó dónde se guardaban las plomadas. Seguía portando ropas de pastor y su corpulencia le
hacía destacar sobre los demás. Pero en aquel momento, con la severa reprimenda del maestro de obras,
parecía más pequeño y débil. Sin embargo, el chico era el prototipo de los oriundos de esas montañas, de
gran altura, con las facciones del rostro duras e inexpresivas.
—Lo lamento, nunca he trabajado en esto —se intentaba justificar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el lombardo, enfadado.
—Javierre.
—Pues no lo olvides, es un mal augurio. En mi tierra te habrían cortado las manos por ello.
El maestro de obras salió del recinto marcado en el suelo y se encaminó hacia donde trabajaba su
padre. Juan siempre trataba de estar cerca de él, poniendo toda su atención en las explicaciones del
maestro, para seguir planificando las siguientes jornadas. El lombardo parecía tener el castillo dibujado
en su cabeza y enseguida pasaba a los planos y salía hacia el terreno para explicar los volúmenes. Juan se
esforzaba en seguirle.
Fortún, a cierta distancia, portaba varios ovillos de cuerda, unas plomadas y una escuadra que le
llegaba a la cintura.
El lombardo se detuvo en la parte más baja del conjunto, en un lugar donde varios hombres
mezclaban una arcilla de color ocre con un polvo blanquecino y añadían una tierra muy fina.
—Esa mezcla no es correcta, demasiado blanda. Precisamos de una argamasa más fuerte. —El
lombardo se dirigía a un hombre encorvado de pelo largo que escuchaba atento—. La usaremos para unir
el sillarejo, así que necesitamos más cantidad de cal. Debéis quemar más piedra blanca, cuanto más dura
y compacta sea la piedra, más útil será la cal.
—Maestro, me temo que la cal está apagada —advirtió el hombre encorvado—, poco más podemos
hacer.
—Pues añadidle ladrillo machacado del que ordené traer.
—No hay suficiente.
—Pues mezcladla también con arena de cantera, en proporción de tres cuartas partes de arena por
una de cal. Esperad —lo pensó mejor—, ¿de dónde procede la arena?
—Del río —respondió el hombre encorvado—, hemos encontrado un buen arenal.
—Entonces mejor mezclad dos partes de arena por una de cal.
El componente de aquella cuadrilla asintió con la cabeza y se encaminó hacia la zona de cocción, de
donde salía un humo blanco por la chimenea del único horno que se había construido. Mientras, Juan
tomó en sus manos uno de los sillarejos que estaban ya tallados y listos para usarse en la construcción.
—Todo lo que vemos, incluso las piedras, están compuestas por los cuatro elementos —dijo el
lombardo al tiempo que cogía el sillarejo que Juan sostenía. Luego, lo dejó de nuevo en su sitio de
almacenaje—. Las que poseen más aire, son blandas; las que poseen mayor cantidad de agua, resultan
más dúctiles por su humedad; las que tienen más tierra son más duras y las que tienen mayor proporción
de fuego son quebradizas.
—Como la madera.
—Exacto —asintió contento con la respuesta—, esta piedra tiene exceso de agua, pero no tenemos
más remedio que usarla.
El lombardo se centró en la tarea de dibujar los planos de los alzados de las cinco torres. Para ello,
montó su mesa de trabajo en la parta más baja del castillo. Necesitaba mucha superficie de trabajo, así
que Juan tuvo que ir para montar unos caballetes donde apoyar un tablero de siete pies de largo.
—Que quede resistente, y cálzalo bien.
—Sí, maestro.
Juan aprovechó para echar un ojo a los dibujos, el lombardo también tenía abierto un voluminoso libro
con abundantes grabados y anotaciones.
—¿Qué estás mirando? —le inquirió malhumorado.
—Nada.
—¿Me tomas por un estúpido?
—Por supuesto que no, mi señor —tragó saliva—, me pareció interesante.
—Ya veo —guardó silencio—, te he estado observando.
—¿A mí?
—Sí, a ti —respondió muy serio—. Desde el día en que esbozaste la planta del castillo, he seguido tus
pasos. Te manejas bien con la madera, ¿crees que podrías hacerlo también con la piedra?
—¿Ser cantero?
—¡No! Válgame Dios, ya tengo suficiente con esos francos... No necesito más canteros por ahora.
—Entonces, no os entiendo.
—Juan —al carpintero le extrañó que le llamará por su nombre—, dime la verdad, ¿por qué estabas
ojeando estos dibujos?
—No quiero importunaros, mi señor. Pero no hay nada en este mundo que quisiera más que poder
construir algún día algo como lo que aparece en ese libro.
—¿Un castillo?
No tuvo el arrojo suficiente para contestar.
—Bien, ¿y por qué quiere aprender a edificar castillos un carpintero como tú?
—Yo...
—No tengas miedo de un viejo como yo, di lo que piensas.
—Maestro, quisiera aprender a edificar no solo fortalezas, sino también iglesias e ingenios. Quisiera
ser capaz de construir todo lo que pasara por mi mente.
—Vaya, aprecio tu ambición, pero no todo lo que imaginamos es posible de convertir en realidad. Yo
sueño con grandes edificios, pero no tengo la sabiduría para hacerlos posibles.
—Si no la tenéis vos, ¿quién puede tenerla? ¿Dios?
—Sin duda, pero no le debemos dejar toda la responsabilidad a Él. Nosotros creemos que el universo
funciona según unas reglas racionales que, a base de experimentar, pueden ser descubiertas. ¿Cómo si no
hemos podido construir iglesias, castillos, puentes y palacios? Dios, en su infinita sabiduría, puso la
ciencia a nuestro alcance, pero solo al de unos pocos.
—¿Qué es la ciencia?
—Es conocimiento, sabiduría —continuó al tiempo que ponía las manos sobre el libro que había en su
mesa—. Es nuestra obligación transmitir todo lo que aprendemos en vida, igual que nos lo transmitieron a
nosotros. El saber nunca debe perderse, ¿entiendes?
—Sí, maestro.
—Yo también fui joven, y soñador. Todos debemos soñar en la juventud, ya tenemos la vejez para
lamentarnos de no haberlo hecho. —El lombardo lo observó con atención—. Conozco bien a la gente, no te
queda otra opción cuando llegas a mis años, y sé perfectamente que rebosas ambición. Tranquilo, no te lo
estoy echando en cara. Quisiera que compartieras tu ambición conmigo, ella me dará fuerzas para este
inmenso proyecto que nos ha encomendado vuestro rey. A mi edad, las ambiciones son solo un recuerdo
lejano, como la niñez. —El lombardo miró el espacio vacío que algún día ocuparía el castillo—. A cambio,
yo te enseñaré.
—¿Lo decís de verdad? ¿Seré vuestro aprendiz?
—No tanto como eso, pero puedes ayudarme y, si eres listo, aprenderás. Pero eso depende de ti. Así
que a partir de ahora te quiero siempre cerca de mí.
Fortún apareció con unos tablones entre los brazos, que traía para terminar la mesa de trabajo.
—Y a tu hijo también, ¡qué demonios!
La construcción del castillo se encontraba ya en pleno funcionamiento. Con el tiempo había ido
llegando abundante mano de obra. Ahora el movimiento en el campo de trabajo era vertiginoso, las
distintas cuadrillas se afanaban cada una en realizar su oficio, funcionando como una perfecta estructura.
En las zonas más avanzadas, los más expertos colocaban los sillarejos. Era curioso ver cómo realizaban
incisiones corridas con la punta del paletín subrayando los tendeles en los lienzos.
Fortún andaba despistado por una de las zonas donde los dos muros de sillarejos ya alcanzaban varios
pies de altura y se estaba realizando la trabazón de ambos parapetos con el núcleo del muro. El muchacho
observaba su composición, cómo la adherencia de las tres capas se fundamentaba en la argamasa en que
tanto énfasis ponía el lombardo y en las protuberancias dejadas en la cara interna de los sillarejos.
—¿Qué haces aquí solo? —preguntó una voz a su espalda.
—Nada. —Se volvió y vio a un muchacho de su misma edad, el hijo del pastor al que el lombardo había
regañado.
—¿Nada? ¿Y ya está?
—Sí.
—Desde luego no eres muy hablador. Yo soy Javierre —dijo, sentándose a su lado sobre el muro
inacabado—. Tu padre se ha convertido en el ayudante principal del lombardo, ¡qué suerte que tenéis!
—Mi padre no cree mucho en la suerte. Él cree que trabajando duro se pueden conseguir grandes
cosas.
—¿Eso cree? Pues se equivoca.
Fortún le miró sorprendido, no estaba acostumbrado a que pusieran en duda las palabras de su padre
delante de él.
—A la gente como nosotros se nos dice que debemos trabajar sin descanso, acudir a la iglesia y
obedecer al Señor. Nada más, no sueños, ni ambiciones —cogió una de las piedras sueltas del relleno de la
muralla y se levantó para lanzarla bien lejos—, sobrevivir, como animales.
—¿Y qué es lo que piensas tú?
—Que podemos aspirar a más —respondió, estirando los brazos, y empezó a andar sobre el borde de
la muralla haciendo equilibrio—, ¿qué te gustaría hacer a ti?, ¿quieres ser carpintero?
—No.
—Eso está bien —se detuvo, bajó los brazos y se sentó de nuevo—, dime, ¿en qué estabas pensando
cuando he llegado?
—Mira. —Fortún señaló a lo lejos los fuegos que se acababan de iluminar en el cercano castillo de
Bolea.
—Los musulmanes.
—¿Crees que nos atacarán?
—Lo que yo no sé es por qué no lo han hecho ya, desde allí tienen que vigilarnos sin problemas.
—¿Por qué no lo harán? —insistió Fortún.
—Quién sabe, son infieles, no son como nosotros.
—¿De verdad son tan diferentes? Una vez vi a uno.
—¿A un sarraceno? —llamó la atención de Javierre—. ¿Dónde?
—En la orilla de un río cuando veníamos hacia aquí. Estuvo tan cerca de nosotros que temí que nos
descubriera —explicó con la mirada perdida—. Era tan distinto, sus ropas, su lengua, su forma de moverse
y, sin embargo...
—¿Qué? Di, Fortún.
—Sus ojos eran como los tuyos o los míos. A veces pienso en él, me pregunto por qué nos atacan, ¿qué
les hemos hecho?
—Eso te lo digo yo rápido, nos atacan para mantener sus riquezas y su poder. Exactamente igual que
nosotros.
—No, nosotros luchamos por Dios.
—¿Eso crees? No seas ingenuo. Cuando el rey Sancho conquiste una nueva plaza, Dios no se
beneficiará de los tesoros que haya en ella, ni sacará provecho de las nuevas tierras —asintió con
pesadumbre—. Esos infieles de Bolea nos dejan estar aquí porque no nos tienen miedo. Seguro que se
burlan de nosotros mientras comen y beben. —Se levantó y se quedó erguido mirando a la plaza
musulmana—. No hay que tener miedo, el miedo es lo que hace que nos conformemos con lo que se nos
da, ¿tú tienes miedo, Fortún?
—No, yo no.
—Bien, entonces podemos ser amigos.
15
Loarre. Agosto del año 1032
Cierto día apareció por el pueblo un gato blanco, nadie sabía con seguridad quién lo había traído. El
animal era joven y pronto aprendió a valerse por sí mismo. Cazaba los ratones y topillos que merodeaban
los campos de cultivo cerca de Loarre, impidiendo de esa manera que se comieran las cosechas, por eso
los campesinos le cogieron aprecio. Se guardaban de no darle comida para que siguiera buscándola entre
los pequeños roedores. Era un felino que llamaba la atención de todos, pues le gustaba dormirse siempre
al sol, mirando a la Tierra Llana, de ahí que le pusieran por nombre Poniente.
No a todos en el pueblo les gustaba aquel animal. Las mujeres lo tenían enfilado puesto que el gato
disfrutaba persiguiendo a las gallinas, y a la caza de cualquier mendrugo de pan o caldo que quedara
desprotegido. Eso divertía a los críos, que jugaban a perseguirle, pero Poniente era difícil de atrapar.
El gato también se colaba en las obras del castillo. Le gustaba trepar por los andamios y, cuando caía
la noche, era fácil verle encaramado a lo más alto de los muros, como si vigilara desde allí todo lo que
sucedía en Loarre.
Si había alguien que de verdad apreciara a Poniente, ese era Javierre. Quizá fuera porque compartían
ese afán de escalar todo lo que se elevaba del suelo. De cualquier modo, estaba claro que Javierre era el
único que lograba acercarse al felino sin que este saliera huyendo.
El hijo del pastor era un muchacho de costumbres rudimentarias, que compaginaba la sencillez de su
educación con la lucidez de su mente. Ágil y a la vez de buena complexión. Era vivo y listo como un zorro.
No se le escapaba ningún detalle de lo que le rodeaba. Podía entenderlo o no, pero siempre lo guardaba
en su memoria y buscaba la manera de utilizarlo. No gozaba de una buena familia, era el hijo de un pastor
y había venido solo a Loarre. Él se las arreglaba con bravura y a nadie pasaba desapercibida su agudeza.
Fortún y él se hicieron inseparables. Tal es así, que Javierre empezó a colaborar con la cuadrilla que
dirigía su padre, que era la mano derecha del lombardo, lo cual le daba una trascendente relevancia
dentro de la obra.
—Javierre, tráenos el agua —ordenó Juan.
El muchacho obedeció y escaló con destreza todo el andamio con el cubo de agua. Cuando llegó al
lugar donde el carpintero y el maestro de obras escrutaban la obra, esperó una felicitación por ello. Sin
embargo, no obtuvo nada. Entristecido, bajó de nuevo hasta donde Fortún aporreaba unas bridas sin
mucha fortuna.
—¡Lástima se atraganten!
—¿Qué dices? —inquirió Fortún, despistado con sus quehaceres.
—Nada, anda, déjame a mí, que solo vas a lograr romper la herramienta —dijo Javierre, dando dos
martillazos al metal y logrando lo que tanto tiempo llevaba buscando su amigo.
Una tarde en la que el sol estaba cercano a ponerse, en lo alto de uno de los andamios del castillo,
Fortún miraba aburrido cómo su padre y el lombardo estaban colocando los sillarejos de una galería en la
torre principal. Constaba de tres ventanas con parteluz, formado por columnas sin basa, de fustes lisos y
zapatas sencillas. A él le recordaba la que había visto cuando estuvieron trabajando en Abizanda. Aunque
en esta ocasión había sido acompañada por otras dos.
—Desde aquí se controla un campo visual increíble —comentó Juan mientras terminaba de poner
argamasa en una junta.
—Por supuesto que sí. Si fuera un mirador sería propio de una reina, ¿no crees? —preguntó el
lombardo mientras sujetaba una de las dovelas de los arcos.
—Quizás algún día veamos a una asomarse por esta galería, no estaría mal que la reina Munia nos
visitara.
—Seguro que ella o alguna otra lo hace. —Sonrió el maestro de obras, agachándose para tomar la
última dovela del tercer arco.
Fortún poco podía ayudar, así que se distraía observando el vuelo de unas golondrinas, intentando
entender cómo podían desplazarse con el simple aleteo de sus alas. Un milano las vigilaba a lo lejos,
aunque eran demasiada presa para él. Entonces, entre unos árboles, vio cómo se alejaba una figura. Afinó
la vista y distinguió la melena suelta y el arco a la espalda, era Ava.
Por fin volvía a verla.
Observó de nuevo cómo su padre se afanaba en encajar las dovelas del arco, a la vez que el lombardo
le hablaba en latín. El maestro de obras llevaba tiempo decidido a enseñar la lengua de sus ancestros a
Juan. Por desgracia, el carpintero tenía serios problemas de aprendizaje, tal es así, que en ocasiones
Fortún aprendía más que su propio padre, tan solo escuchándoles.
Estaban tan enfrascados en el latín y los arcos de la galería, que Fortún entendió que ese era un buen
momento para desaparecer. Así que, sin más, se deslizó por la estructura del andamio, intentando hacer el
menor ruido posible. Llegó al suelo y echó a correr hacia el bosque.
Alcanzó el lugar donde había visto a Ava, buscando las huellas de sus pisadas en la tierra, sin éxito.
Hasta que dio con unas ramas partidas, y siguió su rastro entre matorrales y encinas. El sol se escondía y
la noche empezaba a cubrirlo todo, debía tener cuidado o podía perderse entre la oscuridad.
Un crujido.
Era a su espalda, se volvió y recibió un duro golpe en el mentón con algún objeto contundente. Cayó
contra el suelo. Antes de que pudiera incorporarse, la punta de una flecha apuntaba directa a su cabeza.
—¿Qué quieres? ¿Por qué me sigues? —Ava le miraba enfurecida, parecía capaz de disparar si no
respondía de inmediato.
—Yo... Me había perdido.
—Mientes.
—No, de verdad.
La arquera le miró de arriba abajo y decidió bajar el arma. Le ofreció su mano para que se levantara.
Al notar el sabor amargo en su boca, Fortún se percató de que sangraba por el labio inferior.
—No me gusta que nadie me siga, ¿entiendes?
—Sí. —Fortún no bajó la vista, momento que aprovechó para observar con detenimiento a la joven
arquera.
—¿Qué estás mirando?
—Tus flechas.
—Ya veo, si tanto te gustan, ven. Te mostraré una cosa.
Fortún siguió a la arquera hasta un refugio cercano. En el suelo había rastro de cenizas y ramas
cortadas. No era muy profundo. Al adentrarse, percibió que el cambio de temperatura era evidente. Ava
se despojó de su capa y también del gambesón. Debajo vestía una camisa entallada y ceñida mediante
cordajes que se cerraban en una abertura en uno de los costados. Tenía las mangas largas y también
ajustadas, en la cintura era más holgada. Se liberó del encordado del cuello y respiró relajada. Se sentó y
cogió una caja con puntas de flecha.
—Toma, ve dándomelas cuando yo te lo pida.
Ava trajo un puñado de vástagos y empezó a montar flechas nuevas.
—La punta de la zona de anclaje con el astil termina en un aguijón —le explicó—. Por ello es necesario
clavar este en el astil de madera, bien estando la punta caliente o en frío —dijo, haciéndolo delante de él
para que lo viera—. Luego, hay que reforzar el vástago de madera. Dame las cuerdas que hay en ese
rincón.
Fortún obedeció y le trajo el material. Después se quedó mirando cómo terminaba de montar la
primera de las flechas. Ava estaba considerada por todos como la mejor cazadora de Loarre. Rara era la
mañana en que no traía una buena pieza: jabalíes, conejos, corzos, incluso algún ciervo, eran sus presas
preferidas. Había quien decía que había abatido un oso, aunque probablemente fuera solo uno de tantos
rumores que sobre la arquera corrían por aquellas tierras. El hecho de que viviera sola y fuera del
poblado era un filón para las habladurías a las que los habitantes de la aldea eran adeptos. A la joven no
parecía importarle lo que la gente dijera de ella. Armada siempre con su arco, Ava era tan libre como las
águilas que a veces sobrevolaban las obras del castillo.
—¿Siempre hablas tan poco? —preguntó la arquera.
—No se me da bien hacer amigos.
—¿Quién ha dicho que yo quiera ser tu amiga?
—Me has traído aquí.
—Necesitaba ayuda para hacer más flechas —respondió mientras montaba la siguiente—. ¿De verdad
crees que yo quiero tener amigos?
—Supongo que todos los necesitamos.
—¿Ah, sí? Pues tú no eres muy buen ejemplo. A excepción de ese que está siempre subido por todos
lados, no te he visto con nadie más.
—Entonces sí que te fijas en mí.
—¡Cuidado con lo que dices! —exclamó, cogió la flecha que llevaba en las manos y la acercó al rostro
de Fortún.
—Bájala, lo he entendido.
—A mí tampoco se me da bien conocer gente.
—Pero no entiendo el porqué, tú...
—¿Yo qué? Anda, vuelve con tu padre, ya es tarde, y conociéndole, lo tendrás bien enfadado. —Ava se
incorporó.
Juntos abandonaron aquel refugio y la arquera lo guio por el bosque.
—Espera. —Para su sorpresa, ella se detuvo—. Quiero preguntarte algo antes de irme.
—¿El qué? —Se volvió hacia él y su mirada llenó toda la penumbra de la noche que había caído sobre
ellos.
—Ava...
—¡Fortún! —Alguien gritó su nombre.
—¿Quién es? —inquirió la arquera, dando un paso al frente, mirando a su alrededor en busca de la
procedencia de la voz.
—No lo sé, te aseguro que he venido solo.
Ava lo miró enojada y se dio media vuelta para desaparecer sin decir nada más. Fortún quedó
sorprendido, mirando cómo sus botas altas se alejaban. No reaccionó hasta que alguien tocó su espalda.
—¿Qué haces aquí solo? —Era Javierre—. Tu padre te está buscando, te va a dar una buena paliza
como no vuelvas pronto.
—¿Eso te ha dicho?
—Sí, ¡vamos! —Su amigo le cogió del brazo—. ¿Cómo se te ocurre irte de la obra sin avisar? Ya verás
la que te espera ahora.
Fortún maldijo en silencio que Javierre hubiera aparecido en aquel preciso instante, y permaneció con
la mirada perdida, sin moverse. Su amigo tuvo que empujarlo para sacarlo de allí, pues Fortún seguía
buscando a Ava entre la espesura del bosque.
Llegaron a los andamios y se unieron a los trabajos sin decir nada, pero la treta no funcionó.
—¡Fortún! —Su padre le gritó desde lo alto—, ¿dónde demonios estabas? —Los que les rodeaban
pararon de trabajar—. ¿Te crees que puedes hacer lo que quieras?
Juan bajó con el rostro enrojecido por el enfado.
—He sido yo, señor. Le he pedido que me acompañara y...
—¡Silencio! ¿Qué pretende un pordiosero como tú?
—Nada, yo...
El carpintero le soltó una bofetada que tumbó al muchacho.
—No vuelvas a llevarte a mi hijo —le amenazó—. Fortún, ¿qué haces con este estúpido? Si te juntas
con gente como él, terminarás igual. ¡Venga, sube al andamio! —Juan les dio la espalda.
—Javierre, no tenías que... —Fortún le intentó ayudar a levantarse.
—¡Quita! —dijo, apartándolo de un manotazo—, no necesito nada de vosotros.
—Pero, Javierre...
—¡Fortún! No lo repetiré dos veces, ¡a trabajar! —gritó Juan.
Su amigo dio una fuerte patada a una piedra que rodó hasta chocar contra la base de un andamio y se
alejó.
16
Sierra de Loarre. Septiembre del año 1033
La yegua resopló por el esfuerzo al coronar una encrestada colina. Desde lo alto, se observaba el
movimiento en el risco de Loarre. Una torre medio construida, varios lienzos de muralla, el arranque de
otras dos y una amplia zona aplanada. El animal se alteró al sentir la presencia de un arraclán, pero el
caballero que la montaba logró tranquilizarla agarrando fuerte de los estribos y apretando sus piernas
contra los lomos de su montura.
El arraclán se sintió amenazado y se alejó pendiente abajo en busca de una piedra donde ocultarse.
—Mi señor —dijo un encorvado escudero a su espalda, que montaba un animal de mucha menor
prestancia que su señor—, ya os dije que había mucho movimiento.
—Y estabas en lo cierto —respondió el caballero, que siguió callado, observando los trabajos del
castillo.
El silencio se extendió más de lo que el escudero podía soportar. Confuso por su presencia allí, no
pudo resistir más tiempo sin abrir su enorme boca.
—Señor, deberíamos volver si no queremos que nos coja la noche en esta sierra inhóspita.
No obtuvo respuesta. El caballero al que servía era un hombre de firmes hombros, espalda recta y
voluminoso abdomen. Vestía de forma discreta para su condición. Solo su espléndida montura y la
empuñadura de su espada, decorada con la cabeza de un águila, revelaba su linaje. El rostro era como
una sólida piedra, marcado por estrías profundas que se hundían en la piel. Un pelo largo, negro y lacio,
caía sobre sus hombros. Su mirada era fría, no revelaba nada tras ella, como si fuera un escudo para
protegerse.
—Vámonos, ya he visto suficiente.
La pareja retornó por el mismo camino por donde habían llegado.
En la orilla del río Gallicius pasarían la noche para después marchar a la población de Murillo, situada
al lado del cauce del río. El caballero tenía posesiones en aquella plaza, donde destacaba una monumental
iglesia con un enorme cilindro absidal.
—Mi señor, ¿por qué el rey ha prometido tantas libertades a aquellos que construyan un castillo en
ese lugar?
—¿Y a ti eso que más te da?
—Perdonadme, a veces no sé lo que digo.
—¿A veces? —refunfuñó—, de todas formas no es el rey quien me preocupa. Ese viejo barrigudo verá
ya pocas primaveras. Lo que me inquieta es que sea ese pordiosero de Lope de Ferrech el que haya sido
nombrado tenente de Loarre.
—Él es un pequeño señor del norte.
—Es uno de los hombres de confianza de Ramiro, el primer hijo del rey.
—El bastardo.
—No, ojalá fuera un bastardo de verdad. Ese malnacido fue concebido antes del matrimonio con
nuestra señora, la reina Munia.
—¿Y en qué lugar le deja eso?
—No lo sé, eso es lo que me preocupa. Los enemigos que vienen de cara, por poderosos que estos
sean, siempre se pueden vencer. En cambio, los que vienen por los flancos o la retaguardia son peligrosos,
por exiguos e insignificantes que parezcan.
—Pero los infantes heredarán el reino, no Ramiro.
—Por supuesto, García será rey y sus hermanos... Bueno, habrá que ver qué hereda cada uno. Ramiro
solo es un estorbo, aun así...
—Aun así... qué, mi señor.
—Ese hombre se mueve con facilidad en la corte, lleva toda la vida viviendo en ella. Los caballeros
deben de estar en el campo de batalla, luchando. No en palacio, conspirando. No temo las espadas, por
largas que sean, pero las lenguas..., las lenguas pueden ser escurridizas como una serpiente y picarte,
inyectando un veneno que te consume poco a poco, sin darte cuenta —escupió al suelo—. No me gusta
Ramiro, y me preocupa que uno de sus fieles esté en la frontera construyendo un castillo por orden del
rey.
—No debería inquietaros tanto Ramiro, es el mayor de los vástagos del rey, pero su madre solo era
una señora de Aibar. No es un hijo legítimo, no puede heredar el reino de su padre. Forma parte de la
familia, sí. Y tiene derecho a vivir y ser dotado de bienes.
—No, no. Cuidado con ese hombre, ¿sabes cómo firma? Como Ramiro, Sancionis regis filim.
—Ramiro, hijo del rey Sancho.
—Ningún otro de sus hijos lo hace —advirtió el caballero.
—No tienen necesidad, mi señor. No veáis más de lo que es, un notable señor del reino, nada más.
—No es tan sencillo, mi fiel escudero. Date cuenta de que es el único de sus hijos en edad adulta. El
único que puede conspirar, se aprovecha de la juventud del resto, ¡son solo unos críos! El trono es un
trofeo demasiado extraordinario para cualquiera de ellos. El reino de Sancho el Mayor hace justicia a su
sobrenombre puesto que jamás un monarca ha poseído tantas tierras y condados como él.
—En lo cierto estáis, mi señor.
—Además, está esa historia con la reina. ¡Maldita la gracia que me hace! Yo no estuve allí, pero dicen
que García, el hijo mayor del rey Sancho, convenció a sus hermanos Fernando y Gonzalo para que
acusaran a su propia madre, la reina Munia, de adulterio ante el rey y toda la corte.
—No puedo concebir una cosa así...
—La venganza, poderoso motivo. Estando ausente el rey Sancho, su hijo García se encaprichó del
caballo favorito de su padre, y rogó a la reina para que se lo prestase. Doña Munia se negó. Y el rey la
encerró en la fortaleza de Nájera mientras decidía su destino, pues su inocencia debía demostrarse por
juicio de batalla. El resultado final de la lucha demostraría la verdad o falsedad de la acusación. Ningún
caballero del reino quiso arriesgarse a luchar por el honor de la reina. Hasta que Ramiro salió al campo
dispuesto a combatir contra sus hermanos.
—Un combate entre hijos del rey, ¡qué barbaridad!
—Quiso Dios que la sangre no llegara al río —suspiró—. A punto de comenzar la batalla, un fraile
rompió el secreto de confesión y manifestó la inocencia de la reina. Los tres hermanos, avergonzados,
habían confesado su mala acción a aquel fraile.
—Ramiro, el único que no es hijo de la reina, fue quien la salvó. Cuesta entenderlo —afirmó el vasallo.
—No tanto. Es astuto ese Ramiro. Ten bien presente que cuando llegue el momento, no habrá noble ni
caballero en todo el reino que quede complacido con el reparto que prepara el rey Sancho. Los señores
tendrán que alinearse con un hijo u otro, sin vacilar.
—García pronto tendrá la edad mínima para gobernar —espetó el escudero.
—Sí, lleva el nombre de su abuelo, como no podía ser de otra manera. Es la norma que se estableció
desde los tiempos del primer rey de Pamplona, Sancho Garcés: debe darse alternancia de nombres en el
trono. Sancho o García, así debe llamarse el rey de Pamplona —suspiró el caballero.
—Y nuestro monarca puso a su primer hijo Ramiro, pues ya podéis ver el destino que el rey esperaba
para esa descendencia fuera del matrimonio canónico. Sí, tenéis buena vista en eso. Su segundo hijo
verdadero lleva nombre castellano, Fernando —dijo el escudero antes de toser.
—No vayas tan rápido, para ser precisos tiene nombre del linaje condal, pues Fernán González fue el
primer conde de Castilla.
—Así que es fácil creer que será ese condado lo que herede al morir su padre.
—No es descabellado, pero ¿y Gonzalo, el pequeño? También es nombre de linaje castellano, el del
padre del conde Fernán González nada menos.
—Mi señor, vos mejor que nadie sabéis que el reino de Pamplona no se puede dividir. Será el condado
de Castilla y los otros territorios los que sirvan de cantera para que los demás hijos del rey hereden.
—Sí, estás en lo cierto. Pero Ramiro, ese es el que sigue preocupándome. ¿Por qué ese nombre?
Bueno, hay un antecedente, algo lejano. Un tío abuelo del rey, padre del que fue regente del reino durante
la minoría de Sancho el Mayor.
—Con vuestro permiso, mi señor, ¿no creéis que es demasiado lejano?
—En otro caso, ¿qué sugieres?
—No lo sé, solo soy un humilde y fiel escudero, pero ese nombre es nuevo en el linaje pamplonés. Lo
nuevo nunca es bueno. ¿Qué pretendía el rey nombrando así a su primer hijo, por mucho que sea
ilegítimo? Y un nombre fuera del linaje, no tiene sentido.
Descansaron en Murillo y al día siguiente realizaron el resto del trayecto hasta el valle. Entre
carrascas y encinas, descendieron por el lugar más seguro, pues las escaramuzas musulmanas en
ocasiones llegaban hasta aquellas tierras del interior. Fue mientras bajaban, cuando algo les llamó la
atención. Hallaron los cuerpos de una pareja de bueyes muertos. Yacían en un espolón y estaban siendo
devorados por una bandada de buitres.
El caballero se detuvo, mientras su escudero, más despistado, continuaba el trayecto hasta que se
percató y reculó. Su señor miraba con detenimiento cómo las aves se alimentaban de la carroña,
arrancando con sus afilados picos la carne reseca de los bueyes, en un espectáculo grotesco. Más buitres
llegaban en busca de alimento, al desplegar sus enormes alas lograban una envergadura que
impresionaba.
—Nunca había visto tantos —comentó el caballero.
—Hay muchas buitreras en aquellos terrenos. Esa zona sobre el río es la mejor para controlar el valle,
y también desde allí se ve la Tierra Llana y la plaza musulmana de Ayerbe.
—¿Estás seguro de eso? —El caballero miraba aquel paraje con inusitado interés.
—Por supuesto, ese es el mejor punto frente al río Gallicius.
—Llévame hasta él.
—¿Ahora, mi señor? Se nos hará de noche en la montaña.
—¡Maldito cobarde! ¡Osas contradecirme!
El escudero tragó saliva, y se hubiera tragado a sí mismo si fuera posible. Bajó la cabeza, sabiendo
que era mejor no decir nada más y obedecer sin dilación. De esa manera, remontaron de nuevo la sierra
hacia los nidos de buitres. Un camino sinuoso y despoblado de presencia humana. La noche les atraparía
en aquellos altos, aun así el escudero no pensaba decir nada más, pues le tenía aprecio a su vida.
Antes de llegar a las buitreras sobre el río, se encaminaron hacia una cima aplanada en lo más alto, en
cuyo extremo se elevaba una zona rocosa. Subieron a ella y frente a ellos apareció un amplio panorama de
dilatados horizontes. A lo lejos, difuminadas entre la neblina de algún río varias ciudades se columbraban
sobre una extensa llanura de tonos dorados de cereales y pardos barbechos. Una planicie que se perdía en
la interminable lejanía de la Tierra Llana, que mostraba en toda su magnitud la riqueza y grandeza que
atesoraba.
El caballero quedó impresionado, la frialdad de sus ojos desapareció por un instante, y parecieron tan
humanos como los de cualquier hombre.
Sonrió.
Su escudero no le había visto esa expresión de felicidad en quince años a su servicio. Se sorprendió de
que su señor se emocionara con un paisaje, por bello que este fuera. Quizá se estuviera haciendo viejo o
anduviera enfermo, porque aquello no era habitual en él.
—¿Se ve desde aquí Loarre?
—Sí, mi señor, aunque con dificultad.
—Este punto es más estratégico que Loarre —afirmó rebosante de alegría el caballero—, no hay duda.
—En efecto, controla más espacio visual, porque alcanza el valle del Gallicius y también de la Tierra
Llana.
—Y no está tan cerca de una fortaleza como la de Bolea. Veo la ciudad de Ayerbe con su castillo, pero
lo suficientemente lejana para no temerla.
El escudero empezó a preocuparse, miró a su alrededor. Corrían peligro, solos en aquel paraje
solitario y con la noche cayendo sobre ellos. Aquel lugar era una cumbre aplanada, comunicada con la
bajada al valle, dominadora y estratégica. Cierto era que podían ver una patrulla enemiga si se acercaba,
pero él era un superviviente y no le gustaba arriesgarse de manera tan inútil. Había visto morir a
demasiada gente en los campos de batalla como para no tener aprecio a la vida. Él había luchado contra
musulmanes, leoneses, castellanos y gentes del Bearn. Por eso no se dejaría matar en aquel baldío lugar.
—Ya sé lo qué vamos a hacer —el caballero miró de reojo a su escudero—, si ese Ramiro pretende
quedarse con estas tierras... No me quedaré sin hacer nada, mi linaje no está ensuciado como el suyo y
tiene más derechos. No permitiré que sea él quien acceda a la Tierra Llana.
—Loarre se construye por imperativo real.
—Sí, pero quién sabe qué ocurrirá cuando esté terminado. No voy a esperar a que eso ocurra. Nos
adelantaremos a los acontecimientos. Al regresar a Pamplona, quiero que llames a los mejores maestros
de obras del reino.
—¿Queréis levantar otra fortaleza?
—Así es, en esta montaña. —Se agachó y arrancó un puñado de tierra con su mano derecha.
—Mi señor, el rey ya ha concedido estas tierras al señor de Loarre.
—Te equivocas, concederá las futuras conquistas al primero que edifique un castillo en la frontera, y
Loarre dista todavía de ser un castillo.
—Pero, mi señor, carecéis de canteros, ni piedra, ni...
—¡Silencio! Por esa razón partiré de inmediato a mis feudos para organizarlo todo y traer la mano de
obra y los materiales. Cuando terminemos de organizarlo todo en Pamplona, tú irás a Loarre, quiero saber
todo lo que sucede en ese maldito lugar. Vamos a levantar una fortaleza antes que ellos, la palabra del rey
está empeñada y nosotros la usaremos.
—Como ordenéis.
—No voy a permitir que un advenedizo como Lope de Ferrech adquiera derechos en la frontera. La
Tierra Llana... mi familia lleva demasiados años soñando con sus riquezas, como para ahora permitir que
un miserable nos las robe.
—¿Y el rey, mi señor? ¿Qué pensará al respecto?
—Los reyes cambian de nombre, las Casas, en cambio, permanecen por siglos, y la mía ya ha conocido
varias dinastías de monarcas. ¿Quién se cree que es ese Ferrech para robarnos lo que es nuestro?
¡Demonios!
La actividad era frenética en el castillo de Loarre. En pocos días desbrozaron la zona circundante al
recinto por su lado interior, donde empezó a construirse la segunda de las torres, la que debía ser exenta.
Picar la roca madre para que sirviera de cimientos no fue tarea fácil, y numerosos trabajadores se dejaron
gran parte de sus fuerzas en ello. Esa torre albarrana era la que más hombres requería, se estaban
movilizando enormes cantidades de sillarejos y mampostería para asentar su base.
—¿No es excesivo material? —preguntó Juan de forma natural.
—Es posible.
—¿Cómo? No os entiendo, sí es así, ¿por qué lo ponéis?
—¿Tú quieres que la torre se caiga? No, pues yo tampoco —comentó el lombardo—. Aprenderás
rápido que en nuestro oficio los cimientos nunca son excesivos. Ante la menor duda, da mayor solidez al
edificio. No somos perfectos, nos equivocamos en las cálculos, por eso siempre los sobredimensionamos.
—No me parece coherente.
—¿Coherente? ¿Qué sabrás tú de coherencia? La clave de toda muralla, torre, castillo, o cualquier
otro edificio, es la solidez. Sucede lo mismo en los hombres, unos pueden ser más rápidos, más hábiles,
más fuertes, más inteligentes; pero al final, es la solidez de su espíritu la que determina su futuro en la
vida. La solidez de las murallas es la garantía de su permanencia en el tiempo y de su capacidad de
resistir un ataque enemigo.
—Yo no entiendo de guerra, pero...
—Pues no basta con saber de arquitectura para construir un castillo, también hay que tener
conocimientos de ataque y defensa. Nunca debes ver un castillo como un edificio, no es una iglesia, ni un
molino. No, un castillo es una potente máquina de guerra.
Juan quedó pensativo con aquellas palabras.
Desde que se habían sustituido los sillares irregulares por sillarejos la obra marchaba más rápida. El
nuevo aparejo eran piedras más manejables que los sillares. Planas en muchos casos, cortadas a martillo,
sin traza igual y sin desbastar, o solo devastados a maza, sin pulir. Se trataba de un aparejo que no
requería de canteras lejanas y costosas. Era tan vernáculo como los hombres de aquel territorio, y rápido,
algo esencial en una zona de frontera.
—Perdonad mis preguntas, maestro, yo solo intento aprender para hacerlo todo perfecto —afirmó
Juan.
—¡Perfecto! ¿Y qué es perfecto? Solo Dios, nosotros somos un cúmulo de imperfecciones. Yo no me fío
de nada hecho por el hombre, debes seguir desconfiando. Además, llegará un momento en la vida en que
dudarás.
—¿De qué?
—¡De todo! Primero, de lo más trascendental, y después, de lo más insignificante. Esa noche le llega
al corazón de cada uno de los hombres; es inevitable. Todas las luces se apagan y solo ves oscuridad. Lo
único que podemos hacer es creer en Dios. En ese momento de duda, será la única luz que veas en la
penumbra de tu vida.
—Yo creo en Él.
—No, no sirve de nada que me lo digas a mí. Tiene que ser Él quien te escuche y Dios no oirá por
mucho que grites, serán tus actos los que hablen por ti. Creer, Juan. Creer es lo que nos hace seguir
cuando dudamos.
—Pero ¿y si yo no dudo?
—Claro que dudarás, en esta vida tan cruel, cuando estés solo, dudarás hasta de tu propio nombre. —
El lombardo suspiró.
Juan, que tan orgulloso estaba de su habilidad con la madera, que tan seguro se creía de que con
esfuerzo y trabajo podía alcanzar cualquier meta, que veía cómo por vez primera en mucho tiempo la
suerte empezaba a sonreírle, y había sido acogido por un hombre tan respetable como el lombardo, dudó
un instante. Y le empezaron a temblar las piernas, y su respiración dejó de ser pausada, y el corazón
retumbó en su pecho. Pero apretó fuerte los puños, tragó saliva y mordió sus dudas.
Él no dudaría, jamás.
El lombardo echó mano a una bolsa de cuero que colgaba de su cintura y sacó una piedra de yeso con
una alargada línea en la parte central e incisiones a lo largo de ella. La orientó al sol y comprobó la
sombra que se proyectaba sobre su superficie.
—Es la hora de comer.
17
Sierra de Loarre. Enero del año 1034
Con sillarejo, la obra fue a buen ritmo hasta que llegó el invierno y hubo que detener los trabajos. Las
huestes de reyes y nobles solían guerrear entre las fechas de San Martín y San Miguel, y con las
construcciones sucedía algo similar. Se alargaba el periodo de labor hasta que llegaba el hielo. Ese era el
verdadero enemigo de los constructores, no la nieve ni el viento, sino el hielo que hacía que la argamasa
no cuajara, que helaba el agua, cubría la madera y hacía imposible trabajar. Así, que aquel año las obras
estuvieron detenidas desde San Saturnino. Pasaron los tres primeros meses del nuevo año y por fin se
reanudaron los trabajos.
Había sido un acierto abandonar el uso de los sillares de piedra caliza y utilizar sillarejos de arenisca.
—Juan, vas siempre demasiado deprisa. No tienes que pensar solo en el siguiente paso. Debes tener
presente el último: esa es la clave. Saber adónde quieres ir, porque siempre habrá varios caminos para
hacerlo, y todos pueden ser correctos. No quiero que vayas deprisa, sino que sepas dónde vas.
—Sí, maestro.
—El primer paso en el proceso de construcción de una fortaleza consiste en una adecuada elección del
sitio. Después hay que empezar por los cimientos, para lo cual hay que excavar hasta hallar suelo firme.
Conviene añadir terraplenes, para que ni los arietes, ni las minas, ni otras máquinas ataquen la solidez de
los muros, y siempre es aconsejable un foso. ¿Cuál crees que es la clave de un castillo? ¿Su principal
característica?
—La altura.
—¡No! Deja la altura en paz. No hay nada que hacer contigo, piensas como un bárbaro.
—La anchura de los muros.
—¡No, no, no! La solidez. Un castillo debe ser sólido, sus cimientos deben resistir hasta el fin de los
días, mil años si es necesario.
—Ningún castillo podría resistir tanto.
—Eso ya lo veremos —musitó el lombardo—, crees que el mundo no durará mil años más, ¿verdad?
—Yo no entiendo de eso.
—No, pero lo crees. El no saber de algo no impide a los hombres hablar sobre ello, somos así de
prepotentes. —El lombardo suspiró con la profundidad que solo los años dan—. Yo sí me imagino a los
hombres dentro de mil años, solo espero que para entonces hayamos aprendido de nuestros errores. Hace
un milenio, eran mis antepasados los que gobernaban estas tierras. Roma era un imperio que abarcaba
todo los reinos conocidos. El emperador tenía mando sobre todos ellos, ¿te imaginas?
—Difícilmente.
—Un único señor, una sola corona. Quizás algún día vuelva ese tiempo y salgamos de la barbarie y la
oscuridad que nos rodea. ¿Habrá que esperar otros mil años? Quién sabe...
—Soy incapaz de esbozar cómo será el mundo dentro de un milenio.
—Dejemos de divagar y volvamos a la realidad —continuó el lombardo—. Aprende bien esto, una torre
nunca debe tener planta cuadrada. Siempre redondas o poligonales, si no, sus ángulos son frágiles ante el
golpe de armas de asedio. Las redondas permiten mayor visibilidad. Nosotros hemos construido cuatro
rectangulares, más la primera de todas, que es más compleja. Todas a una distancia menor que un tiro de
arco, para que se puedan defender entre ellas.
—¿Cómo en Abizanda?
—No me nombres ese lugar, está anclado en el tiempo. Se acabaron las torres únicas, se terminó
pensar solo en la altura. Ha llegado la hora de ser más astutos —echó un último ojo a la mezcla—. Vamos,
hay mucho que hacer hoy.
El lombardo estaba más activo que de costumbre, que ya era mucho decir. Llevaba aquel día un
capillo de sol, de copa no muy pronunciada, hecho en paja y con unas alas bastante exageradas. Sin duda
era para protegerse del viento, pero no era nada común ver esa prenda por aquellos lares.
Era en aquellas jornadas de actividad frenética, donde más inexplicable era su extenuante capacidad
de trabajo, a pesar de su avanzada edad.
Los últimos coletazos del invierno fueron suaves, como los de un animal herido que sabe que va a
morir. Y, aunque la temperatura subió, hubo varias heladas que retrasaron la floración de los árboles de
temporada, como los almendros, y que hicieron que fuera duro estar a la intemperie.
No se decidió arrancar de nuevo los trabajos hasta la primavera, aunque había ansia de retomar las
obras. Con el primer recinto y su torre avanzados, se dividió el trabajo en dos grupos independientes. El
primero trabajaba en el recinto principal y, el segundo, en la torre exenta, situada en el camino de subida
al castillo, entre los dos cinturones defensivos.
Al caer la noche, Juan siempre volvía con Fortún para cenar algo caliente junto al establo, una sopa de
nabos y calabaza. Fortún volvía a estar tan callado como acostumbraba antaño y eso enervaba a Juan, que
a veces no podía disimularlo. Después de las largas jornadas de trabajo, le habría gustado bromear con él,
hablar de mujeres, caza o cualquier otro tema, como hacían el resto de padres e hijos. Con Fortún era
imposible, siempre parecía con la cabeza en otro lugar, lejos de allí.
—¡Quieres decir algo! ¡Por Dios santo! ¡Maldito silencio! Cómo me gustaría que hablaras aunque
fuera para decir estupideces.
—Padre, ¿estás molesto conmigo?
—No, pero..., anda, duerme, mañana tengo trabajo. Y te quiero a mi lado, a ver si aprendes algo.
Juan no volvió a decir nada más. Los pies le dolían de estar tantas horas levantado, sus esfuerzos no
eran tan físicos como en su época de simple carpintero, pero debía estar todo el tiempo atento a lo que el
lombardo le explicaba. Cualquier comentario, murmullo o incluso gesto, podía contener alguna
enseñanza. Además, cada vez hablaba más en latín, obligándole a memorizar muchas palabras. Tantas,
que no cabían en su cabeza.
Cerró los ojos y buscó con entusiasmo el sueño, entrar en su mundo y perderse en él unas horas.
Fortún, en cambio, no lograba conciliarlo con la celeridad de su progenitor. Estaba tan agotado como
él, pero aun así, por alguna razón, aunque cerrara los ojos no hallaba el descanso que ansiaba. Sin
embargo, fue otra cosa lo que halló. Una dulce voz que pronunciaba su nombre, que parecía llamarle para
que fuera a otro lugar. Fortún dudó, pero en los sueños nada malo puede pasar.
—¿Te quieres levantar antes de que despertemos a tu padre? —frente a él halló los ojos azulados de la
arquera.
—¿Qué? ¿Despertar a quién? Si estoy soñando.
—¿Soñando? Dios, vaya suerte la mía. Anda, vamos, sal fuera, ¡rápido! No te voy a esperar toda la
noche.
Fortún tardó en darse cuenta de que estaba despierto, fueron los ronquidos de su padre los que le
convencieron. Ni en la peor de sus pesadillas podía reproducir aquel rumiante sonido. Se ató la saya con
un cinturón de lana y se vistió con el pellizón de su padre.
La noche mostraba que el invierno todavía tenía fuerza y que quizás había sido temerario
reemprender los trabajos tan temprano. Había nevado, y sus huellas se marcaban en el suelo. La
muchacha le esperaba a unos pasos de distancia, le hizo una señal para que la acompañara y él la siguió
sin preguntar. Agachados para no ser vistos por algún noctámbulo como ellos, llegaron a las ruinas de la
iglesia. Tras sus muros desmochados parecían más resguardados de miradas y oídos curiosos.
—¿Ya te has despertado? —inquirió Ava.
—Sí, creía que estaba soñando.
—¿Es qué acaso sueñas conmigo?
—No, pero...
—¿En serio? No me lo puedo creer, ¡estabas soñando conmigo! —exclamó Ava, soltando una carcajada
que tuvo que contener llevándose la mano a la boca—. Eres gracioso, ¿lo sabías?
—No.
—Pues sí, es gracioso verte todo el día detrás de tu padre y del borracho lombardo que dirige toda
esta feria.
—No hables así del maestro de obras.
—¿O qué? Todos saben que le gusta demasiado el vino y que por eso nunca ha logrado construir un
edificio importante. A saber cómo engañó al rey para levantar este castillo, o quizá fue al revés, ¡qué más
da! Y luego está tu padre...
—No te atrevas a decir nada malo de él.
—Dios me libre, pero parece un perrito faldero, ambos lo parecéis.
—Y, entonces, ¿tú por qué estás aquí?
—Eso no te importa, no te importa nada de mí —dijo, golpeándolo en el hombro—, ¿entiendes?
—Has sido tú la que me ha sacado de la cama.
—Eso es verdad. —Y se calló.
La arquera asintió con tanta firmeza que Fortún quedó confundido. Peor aún fue el silencio que siguió.
Ava le miraba fijamente, sin decir nada, y el muchacho sintió un temblor en las piernas. Supo que no era
el momento de palabras, tenía que hacer algo, sin embargo, no sabía qué. Estaba aterrorizado, y eso que
frente a él solo estaba el rostro de Ava, a un suspiro de distancia. Ese era precisamente su temor, no se
hubiera amedrentado tanto ante el filo de una espada como a...
Y entonces ella lo besó.
Era la primera vez.
Ninguna otra sería igual, nunca.
Fortún fue consciente de ello en cuanto saboreó a Ava, era un gusto tan placentero, como una
deliciosa fruta. Los labios de la arquera se separaron un poco, pero él ya estaba enganchado a su néctar y
se lanzó de nuevo a comer de ellos. Sin ni siquiera pensarlo, sus manos recorrieron su espalda, hasta
abarcar la marcada cintura de Ava, ahí se detuvo.
Ava no.
Ella se distanció de Fortún y colocó un par de sus dedos en la boca, pidiéndole tiempo y silencio a la
vez. Comenzó a despojarse de sus ropas, hasta que solo quedó vestida por una fina saya blanca.
Sonrió.
Se soltó los cordones que sujetaban la última prenda a su cuerpo y esta resbaló de manera suave por
su piel, como acariciándola. Bajo la luz de la luna, entre las ruinas de aquel viejo templo, Fortún
contempló la expresión máxima de la belleza.
—Ven, acércate. —Esta vez, los dedos de Ava se movían al unísono que sus palabras.
Fortún casi tropezó con una de las losas movidas de la vieja iglesia, logró mantener el equilibrio sin
levantar la vista de la completa desnudez de la arquera. Al llegar hasta ella, Ava encorvó las cejas y él
entendió enseguida, se desnudó todo lo rápido, y torpe, que pudo.
—Tranquilo, tú solo debes seguirme —dijo Ava, tomando la mano del muchacho y poniéndola sobre
unos de sus pechos.
Fortún no encontró aire suficiente para respirar y a partir de entonces la acompañó en cada
movimiento, cada beso, cada caricia. La siguió por su pelo, por su piel, en el fondo de su ombligo y entre
sus piernas. La hubiera perseguido allí donde Ava se lo hubiera pedido, pero lo que le demandó fue que se
sentara sobre uno de los sillares y ella hizo lo mismo sobre él. Después pasó sus manos por la nuca de
Fortún y entrelazó con sus dedos el cabello del joven. Clavó su azulada mirada en lo más profundo de las
pupilas de su amante y comenzó a mover su cintura sobre él.
La arquera posó ambas manos sobre sus hombros y alzó la mirada hacia la luna, testigo de excepción
de la pareja. Fortún no sabía cómo contener la desatada pasión de la arquera, hasta que sintió como
crecía una incontrolable fuerza dentro de él. Se agarró a las caderas de Ava y jadeó hasta derrumbarse,
juntos llegaron a un clímax que Fortún no había sido capaz de siquiera esbozar en sus sueños.
Ava comenzó a moverse cada vez más despacio, acarició el rostro confuso de su amante y sonrió. Se
incorporó y le lanzó una mirada intrigante, para después acercarse hasta sus ropas y vestirse. Se
aproximó de nuevo y le dio un dulce y solitario beso en los labios.
—Vuelve a la cama y sigue soñando.
La silueta de la arquera desapareció tras las ruinas de la iglesia.
18
Loarre. Abril del año 1034
Al salir de la casa, Fortún se sorprendió al ver que el herrero no estaba preparando bridas ni remaches
para la obra, sino que batía una chapa de hierro, dándole la forma de un casco. Al lado, uno de los
hombres de armas bruñía con esmero su yelmo algo oxidado. También parecía tener algo de pintura a
mano, para protegerlo mejor y, con seguridad, también, para darle alguna identificación. La mayoría
dibujaba una cruz, pero también los había más imaginativos.
Lo más importante aquella fría mañana era terminar el último de los lados de la torre exenta. Por fin
iba a estar cerrada en su conjunto. El lombardo la había comenzado a construir sin cimentación,
directamente sobre la roca madre, que era dura y consistente. Ahora que estaba terminada, se mostraba
como un auténtico gigante de piedra, que impresionaba sobremanera a todos los que la miraban.
—Si los cimientos son de roca, no podrán minar los muros —comentó Juan, cada vez más afianzado
como ayudante del lombardo.
—¿Minar? —preguntó Fortún para sorpresa de él.
El muchacho parecía haber cambiado su actitud desde la extraña visita de la arquera. Estaba más
centrado y se mostraba más interesado en todo lo que tuviera que ver con la arquitectura del castillo. Ya
no se limitaba a ayudar a su padre de forma vaga, sino que se esforzaba y preguntaba.
—Por muy gruesa y alta que sea una muralla, siempre hay una forma de hacerla caer —explicó el
lombardo, también sorprendido por el inesperado interés del muchacho—. En mi tierra he oído historias
del pasado, de cómo los antiguos asediaban las poderosas ciudades fortificadas de sus enemigos y hacían
que las murallas se desplomasen como si hubieran sido atacados por sus dioses.
—Lo hacían excavando túneles por debajo —comentó Juan.
—Sí, aunque es una técnica compleja. Una vez hecho el túnel bajo tierra, lo apuntalaban bien con
maderas.
—Eso no tiene sentido —interrumpió de nuevo Juan.
—Calla un momento, no seas impaciente. Lo hacían para poder trabajar en él, llenarlo de ramulla,
troncos y paja, para prenderle después fuego. Al quemarse toda la estructura que lo soportaba, las
paredes del túnel se venían abajo con más fuerza y velocidad, lo que debilitaba tanto los cimientos que
podían ceder, y con ellos caía la muralla.
—Y en este suelo de piedra no podrán excavar ningún túnel.
—Eso es, mantén el secreto —advirtió el lombardo, guiñándole un ojo—. Ahora manda a tu hijo a lo
alto del andamio que montaron ayer, que lleve hasta allí esta herramienta.
Fortún observó cómo le daban una cuerda que en un extremo llevaba atada una pesada pieza de metal
con una hebilla. Escaló la estructura de madera de sesenta pies y se colocó a la altura del lienzo exterior.
La manera de construir aquel muro era a base de levantar dos muros paralelos de sillarejo y rellenar el
interior con piedras de la montaña y tierra. De esta manera, lograban consistencia y el grosor necesario.
—¡Muchacho! —gritó el lombardo—, ahora pon la palma de tu mano en el último bloque de piedra. —
Eso hizo—. Y coge la cuerda con esa mano y déjala caer. —Realizó exactamente lo que le pidió, y la pieza
de plomo buscó el suelo con ahínco, aunque no lo alcanzó. Quedó a cuatro palmos de distancia,
balanceándose—. Pega tu extremo de la cuerda al muro.
El lombardo se agachó y la estabilizó. Puso mala cara y recorrió la vertical del muro de la torre hasta
la posición del muchacho.
—Vamos mal —negó tres veces con la cabeza—, muy mal. En la parte baja de la torre, el cordel se
despega un palmo del lienzo. Fortún —era la primera vez que lo llamaba por su nombre—, ya puedes
bajar. Y tú, Juan, quédate ahí, a partir de ahora supervisarás la colocación de los sillarejos. Debemos
meternos hacia el interior, el grosor de un dedo de la mano en cada hilada que echemos a partir de ahora
y hasta dentro de ocho.
—Eso retrasará el cerramiento de la torre.
—¿Quieres que se venga abajo?
—Claro que no.
—Pues obedece.
El carpintero no comprendió en ese instante a qué se debía aquella orden. La acató lo mejor posible,
pidió que cuatro hombres subieran a lo alto y, antes de que se diera la vuelta, uno de ellos había escalado
hasta alcanzar su altura.
—Yo empezaré —dijo nada más llegar ante el asombro de todos.
Fortún lo reconoció al instante, era Javierre. Aunque esta vez había abandonado sus ropas de pastor
por otras mejores. Aun así era fácil de reconocer por su corpulencia.
—¿Cómo puedes trepar siempre tan rápido? —preguntó Fortún cuando bajó.
—Ya sabes que me gusta escalar árboles. Siempre que puedo, subo a lo más alto de uno.
—¿Por qué? —preguntó Fortún a su amigo.
—Para ver las cosas desde otra perspectiva. Siempre hay que mirar las cosas desde varios puntos de
vista. Uno no puede fiarse de nadie, Fortún. ¿Quién no miente en estos días tan oscuros que nos ha tocado
vivir?
—Bueno, algunos somos sinceros —dijo con la boca pequeña, todavía no le había contado la visita de
Ava.
—¿Seguro?
—¿Dudas de mí? —Fortún se puso pálido.
—No, pero siempre hay que conocer las debilidades de los amigos, incluso mejor que la de los
enemigos.
—¿Por qué dices eso?
—Tranquilo, que yo voy a ayudarte. —Puso su brazo sobre el hombro de Fortún—. Juntos haremos
grandes cosas, ya verás.
Los dos muchachos trabajaron juntos aquella mañana bajo la supervisión de Juan, que quedó
encargado de terminar el retranqueo exigido por el lombardo y, por lo tanto, obligando a conseguir que el
resto de trabajadores acataran esa directriz. En diez días, habían logrado su cometido. El muro en su zona
alta hacía una extraña tripa de una docena de hiladas, aunque desde abajo apenas era apreciable.
Aquella misma tarde, un vigía dio la alarma desde lo alto del puesto de vigilancia que se había
establecido en el pico más próximo a Loarre. La media docena de peones dejados por Lope de Ferrech
corrieron a recibir a los visitantes que se acercaban no por el mediodía ni oriente, sino por occidente.
Desde los andamios, Juan observó por sus ropas que se trataba de cristianos. Una reducida compañía de
cinco jinetes, un caballero y cuatro escuderos. Entraron en la aldea sin mediar palabra y remontaron el
camino al castillo. Quien los encabezaba era distinguido, una capa azulada cubría una cota de malla con la
sobrevesta de una doble aspa blanca. También la llevaba su hueste, bien armada y dispuesta para
defenderse. Las monturas eran bravas, en especial el caballo del noble, de musculosas patas y tremenda
envergadura. Costaba ver un animal así por esas tierras, pero lo que más llamaba la atención es que era
una yegua.
Solo se detuvieron al llegar a la entrada al recinto, donde el lombardo había corrido a recibirles. El
noble llevaba ceñido a la cintura un cinturón que estaba coronado por una preciosa hebilla con una cruz
central y figuras geométricas a los lados. Sus zapatos eran de cordobán, con una piel fina de alta calidad y
en un vivo color bermejo. Amarrados al tobillo, siguiendo el pie y ahusándose en la puntera.
—Soy Bernart de Marcuello —anunció el caballero—, tenente de Cacaviello, Murillo y Sibirana. Fiel
súbdito de nuestro rey Sancho el Mayor.
—Bienvenido, es un honor recibiros —contestó el lombardo.
—Así que tú eres el último. —Se rascó la barbilla mientras entregaba su yelmo a su escudero más
cercano, de aspecto desaliñado y percha encorvada—. Esperaba... no sé... algo más de grandeza.
—No sé a qué os referís.
—Supongo que cuando las ratas huyen, las que quedan atrás son las peores.
—No os tolero tal insolencia —el lombardo se enrabietó—, yo...
—¿Tú? ¿Tú qué? —Y se elevó sobre su yegua—. ¡Oídme bien todos! El rey prometió la Tierra Llana a
aquel que logre levantar y defender un castillo en esta frontera. Pues escuchadme, ese no será Loarre.
Un murmullo de incomprensión recorrió el campamento de trabajo. Unos y otros se miraban confusos
y alarmados.
—¡Silencio! —reclamó el escudero encorvado.
—Yo, Bernart de Marcuello estoy construyendo un castillo en el valle del río Gallicius. A dos jornadas
de Loarre —afirmó con rotundidad para que nadie tuviera dudas—. Está más avanzado que este engendro
que ha osado levantar un lombardo tan viejo, borracho y loco, que ni los de su tierra lo quieren y lo han
dejado aquí solo.
—¡Qué mentiras decís!
—Debéis saber que este —lo señaló con el dedo— es el último lombardo que permanece en el reino.
Todos los demás nos han abandonado. Han dejado iglesias a medio construir, castillos sin levantar... ¡Son
unos traidores!
El maestro de obras, con los ojos inyectados en sangre, se mordió la lengua para no entrar en un
juego que quizá no podía ganar.
—Soy un hombre justo y sé que no sois responsables de tales fechorías. Aquellos de vosotros que os
unáis a mí seréis bien recibidos. ¡Os daré posesiones en la Tierra Llana! —exclamó ante la alegría de los
presentes—, siempre que me juréis vasallaje.
Y el silencio creció en el pecho de cada trabajador de Loarre.
—Eso sí, no os esperaré de manera eterna. Después de la próxima luna llena, quien no se haya unido a
mí en Marcuello, ya no será bien recibido.
—¡Recordadlo, antes de la luna llena! —gritó el escudero.
Sin mediar más palabras, la compañía se dio media vuelta y abandonó Loarre por el mismo camino,
dejando a todos confusos y atemorizados.
19
Loarre. Abril del año 1034
Javierre y Fortún observaban con preocupación cómo Juan y dos peones abandonaban Loarre camino del
río Gallicius. Tras la irrupción del señor de Marcuello, el maestro de obras le había ordenado a su
aprendiz que partiera inmediatamente con dos hombres de armas para averiguar todo sobre ese nuevo
castillo. No podía permitir que ese nuevo enemigo acabara con ellos, por muy grande del reino que fuera.
La idea era aprovechar el mal tiempo para llegar sin levantar sospechas y averiguar los progresos,
materiales y mano de obra con que contaban sus rivales en Marcuello. El lugar elegido para levantar otro
castillo en la misma frontera.
La incertidumbre había corrido por Loarre, ya no solo debían edificar una fortaleza en plena frontera,
en una tierra inhóspita, frente a los terribles sarracenos que podían aniquilarles en cualquier instante.
Ahora, además, tenían rivales a su espalda. Si después de tanto esfuerzo y vicisitudes eran superados por
ellos, nada de su empeño habría valido la pena.
—¿Tú crees que este castillo se terminará algún día? —preguntó Javierre mientras los dos muchachos
observaban a lo lejos la silueta del castillo musulmán de Bolea.
—Claro que sí, Dios nos ayudará.
—¿Y Marcuello? —continuó después de lanzar una piedra todo lo lejos que pudo—. Ellos también son
cristianos como nosotros, y vasallos del rey Sancho.
—Confía en el lombardo, construiremos este castillo.
—Sí, pero en este lugar suceden cosas extrañas. —Javierre volvió a tirar otra piedra—. En la cantina
he oído a los hombres decir que está maldito.
—Javierre, ¿qué estás diciendo?
—¿No has oído hablar del ejército fantasma?
—¿De qué?
—Desde luego no te enteras de nada. —Javierre lamentó la ignorancia de su amigo—. Verás, hay una
vieja leyenda que se oye en estos valles desde antaño y que habla de unos traidores.
—¿Traidores?
—Sí, los más desgraciados de los hombres. La traición nunca se perdona, persigue a un hombre
incluso después de muerto.
—Eso no es posible.
—Ya lo creo que sí. El rastro de una traición jamás se limpia —afirmó Javierre en ese tono serio que
utilizaba el hijo del pastor, para dotar de más credibilidad e interés a sus historias—. Dicen que el ejército
fantasma está integrado por una horda de caballeros muertos vivientes que recorren los bosques
tomándose la justicia por su mano. Asesinos, ladrones, todos aquellos que no tienen la conciencia
tranquila pueden ser reclutados por ellos.
—¿Y qué buscan? —Fortún se mostró intrigado.
—Desgraciados como ellos, para no sentirse solos en su penitencia. Aunque...
—¿Qué?
—Bueno, dicen que persiguen a un hombre en particular, al mayor traidor de la historia de estas
tierras.
—¿A Judas?
—No, no al que traicionó a Cristo. Buscan a... —y guardó silencio— a un conde que engañó a su rey y
permitió que los musulmanes invadieran todo su reino, llegando incluso a estas tierras.
—No deberías escuchar a ese pastor, solo dice tonterías —les interrumpió Ava, apareciendo por
sorpresa entre ellos—. Yo jamás he visto a ese ejército de muertos vivientes —dijo, lanzando también una
piedra, con menos fuerza, pero más habilidad.
—El ejército fantasma existe —insistió Javierre con firmeza.
—¿Cómo estás tan seguro? —inquirió la arquera.
—Porque conozco a los hombres, sé de las fechorías que son capaces.
—Yo tampoco creo en esas leyendas —comentó Fortún más pausado.
—Pues deberías. —Javierre se levantó y se marchó visiblemente enojado.
—¿Qué le pasa a tu amigo?
—Nada, él es así.
Fortún dio vueltas a lo que iba a decir después, mientras un largo silencio caía entre ellos.
—Ava, ¿podemos vernos de nuevo esta noche? ¿Dónde puedo buscarte?
—Fortún, no puedes.
—Pero...
—Yo te buscaré a ti —afirmó con tono firme.
El camino hasta Marcuello no fue sencillo, la orografía era una mala enemiga en aquellas sierras
anteriores a los Pirineos. Juan seguía a los dos peones que mostraban mejores cualidades y mayor
experiencia en avanzar por aquel territorio. A pesar de los problemas, coronaron la última subida antes de
la planicie donde se ubicaba Marcuello.
Fue una sorpresa lo que allí hallaron.
—No parece gran cosa —susurró uno de los hombres de armas.
—Y no lo es. —Juan se esforzaba en entender lo que allí estaba sucediendo.
Un grupo de hombres trabajaba moviendo tierra hacia una zona que se elevaba con poca altura sobre
la llanura.
—¿Están construyendo una mota? —preguntó de nuevo el peón.
—No, están preparando la base para construir una torre, como en Abizanda. Pero...
—¿Qué? No te quedes callado.
—Algo no encaja, están demasiado parados. Hay poca gente y no tienen piedra... Necesito acercarme
más y averiguar quién dirige los trabajos.
—¿Y cómo piensas hacerlo?
—Debo ir solo, vosotros quedaos aquí.
El carpintero abandonó a su escolta y buscó el camino de acceso, quería llegar de la manera más
natural posible al emplazamiento, sin levantar sospechas. Así que intentó ser visto desde el primer
instante y mantener en todo momento la calma y ser lo más natural posible.
No fue fácil.
—¡Tú! ¿Qué quieres? —le interrogó uno de los guardias que vigilaba el perímetro, iba armado con un
garrote. No era un hombre de armas, solo un campesino rudo y fortachón.
—Me han dicho que buscáis gente para construir un castillo.
—Así es, ¿de dónde vienes?
—De Jaca.
—Muy lejos es eso —le escrutó con la mirada y se rascó la barbilla—, ¿qué sabes hacer?
—Soy carpintero.
—Bueno, eso está mucho mejor. Hasta que venga la gente de Loarre necesitamos toda la ayuda
posible.
—¿De Loarre?
—Sí, pronto tendremos buena mano de obra.
—Creía que allí estaban construyendo otra fortaleza.
—Pronto se detendrán y vendrán para aquí. Te llevaré con el jefe.
Juan dudó si preguntar más en esa línea era acertado o podía desatar sospechas. Debía tener en
cuenta al vigilante, aquel garrote parecía que no le pesaba en la mano.
—¿A quién debo dirigirme para empezar cuanto antes?
—Muy fácil, ¿ves a aquel hombre encorvado con la saya oscura? El que dirige toda la obra es el
pequeñajo que está a su lado.
—No parece lombardo.
—¿Lombardo? Claro que no, es del condado de Sobrarbe. Trabajó en Abizanda y allí aprendió el oficio
de los constructores extranjeros.
—¿Y él dirige toda la construcción?
—Sí, ¿por qué lo dices? —El movimiento del garrote contra la palma de su mano era amenazante.
—No, por nada —respondió Juan con cautela—, he trabajado en alguna iglesia y siempre eran
lombardos los constructores.
—No queremos más extranjeros en el reino, el rey Sancho ha hecho lo mejor en enviarlos de nuevo
para su casa.
—¿Quieres decir que el rey los ha echado?
—No, pero creo que en el futuro las cosas se harán de otra manera. Esto solo es un adelanto.
—Por mí, de acuerdo. Voy a por madera para poder empezar a trabajar, quiero causar buena
impresión al maestro de obras.
—Como prefieras, no te alejes de esta zona, es la que tenemos controlada.
Se quedó mirando a la pareja que dirigía aquel campamento de trabajo. El maestro de obras no se
parecía en nada al lombardo. No era más que un simple ayudante en Abizanda y ahora se atrevía a
levantar una fortaleza en plena frontera. El otro personaje le dio mala espina, de aspecto huraño y
desconfiado. Creyó recordarlo de la visita del señor de Marcuello a Loarre. Se intuía que tenía un alma
mezquina, y alguien así es siempre peligroso, aunque se le vea venir desde lejos.
Juan pasó todo el día recogiendo madera y montando un puesto de trabajo como si de verdad fuera a
quedarse. No quería huir de allí a plena luz, así que esperó a que pasara el día de la forma más natural
posible. Cuando la noche cayó, abandonó Marcuello hacia la zona donde había dejado a los dos hombres
de armas que le acompañaban.
No encontró a nadie.
Era extraño que no le hubieran esperado. No podía aguardarles más tiempo, su marcha de Marcuello
podía ser descubierta en breve. Si eran listos y ataban cabos, no era difícil que lo tomaran por un espía y
en tal caso la horca podía ser su destino final.
Así que no tuvo más remedio que alejarse de aquel lugar y dormir en un abrigo hasta que salió el sol.
Con las primeras luces retomó el camino con la mejor marcha posible. Sin ayuda de los hombres de
armas, le costó más tiempo regresar. A pesar de su lentitud, llegó a Loarre pasados dos días.
Comunicó lo que había averiguado al lombardo, quien tomó buena nota de ello. No hubo noticias de
los peones que le acompañaban, era como si se los hubiera tragado la montaña.
20
Loarre. 4 de mayo del año 1034
—Después de tanto temer a los musulmanes, resulta que son cristianos, y para más inri de nuestro
propio reino, los que van a minar nuestro sueño —recriminó Juan mientras sujetaba la plomada que usaba
el lombardo para comprobar que el muro estaba a nivel.
—El peor enemigo siempre está en casa, es aquel que no ves venir, que te llega por la espalda.
—¡Malditos traidores! —se enervaba Juan—. ¿Qué vamos a hacer?
—Resistir. Por lo que contaste, me huelo que el maestro de obras que tienen no ha construido nunca
nada que se levante seis pies del suelo. —Empezó a recoger la plomada—. Lo habrá visto hacer y se
creerá capaz, pronto se dará cuenta de que en la arquitectura todo son problemas y las únicas soluciones
las da la experiencia. A los lombardos no nos gusta probar cosas nuevas, preferimos que sean otros y, si
funciona, quizá lo usemos.
—¿Y cómo sabréis si funciona? ¿Cuánto tiempo tardaréis?
—Umm, a veces, siglos —dijo el lombardo entre risas—. Ya verás como todo sale bien.
—Si vos lo decís, pero... yo estoy preocupado.
—No lo estés tanto, ¿sabes que con los edificios siempre se da un axioma? Por mal que se construyan,
por muchas grietas que se abran, la realidad es que tienden a no caerse.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Ya lo averiguarás —dijo, soltando otra carcajada—. Te digo que nos están tomando el pelo.
Entonces su aliento le llegó, y Juan se percató de que el maestro de obras había sido generoso con el
vino.
—Yo prefiero no decir lo que estoy pensando.
—Puede que me equivoque, ya veremos. Por ahora lo mejor que podemos hacer es continuar
trabajando en nuestro castillo.
—Qué remedio. Además, recordad que perdimos dos hombres de armas. Con los que quedan, poco
podremos hacer si nos atacan.
—Continuemos, Juan, es lo único que puede hacer un constructor, su trabajo.
—Los ánimos están bajos, la gente... Mucha piensa en irse. El señor de Marcuello es uno de los nobles
más ricos del reino.
—El ánimo, como el tiempo, es cambiante. De la noche a la mañana puede variar del calor más
extremo al frío más intenso.
—Pues más vale que cambie y aumente pronto o... Llevamos numerosos meses de trabajo sin...
—¡Eso es! Celebraremos una fiesta.
—¡Cómo! ¿De qué estáis hablando? —Juan se quedó boquiabierto.
—Tú mismo has dicho que debemos levantar el ánimo.
—Sí, pero ¿qué vamos a celebrar?
—No sé, dímelo tú. Estamos a primeros de mayo... podemos... No sé....
—Maestro, creo que no estáis en condiciones de...
—Ya lo tengo, ¡plantemos el mayo! —exclamó eufórico ante la incredulidad de Juan—. Corre la voz.
Coge a los hombres más fuertes e id a buscar el árbol más alto que encontréis y lo plantaremos junto a la
vieja ermita.
—Maestro, no podemos.
—Habrá que preparar comida. ¡Y bebida! Usaremos las reservas de vino. Hay que levantar el ánimo, y
para eso el vino es como agua bendita.
Ni el lugar, ni las fuerzas, ni la despensa invitaban a excesivos lujos. Aun en esas circunstancias, la
gente llevaba demasiado tiempo sin ninguna alegría y recibieron de buena manera la inesperada idea.
Aquella misma noche prendieron una hoguera para celebrar aquella fiesta, que aunque pagana, seguía
celebrándose en la mayoría de rincones del reino. Asaron un par de ovejas viejas y algo de caza. Juana, la
mujer del herrero, cortaba los filetes ante la atenta mirada de los más hambrientos. Después, sirvió un
caldo de verduras y no se escaseó con el pan. Aquello era lo más cercano a una buena cena de lo que la
mayoría había disfrutado en meses.
Se plantó el mayo por todo lo alto. Como no podía ser menos, Javierre fue el encargado de escalarlo
hasta lo alto de la copa y ató allí una tela roja. No había duda de que era el más ágil de todo Loarre,
trepaba como una ardilla y cada vez su constitución era más fuerte. Fortún a su lado todavía parecía un
niño, por eso las muchachas de la aldea no le quitaban el ojo a su amigo y muchas ya se lo rifaban.
Durante aquella noche se habló mucho y se cantó más. Juan no tuvo más opción que unirse a la fiesta
aunque no comulgara con su idea inicial. Encontró compañero de charla en uno de los peones que
protegían los trabajos. Por su parte, el lombardo hacía rato que dedicaba todo su tiempo a dar buena
cuenta del vino. Los canteros cantaban y reían. Uno de los panaderos se había embriagado demasiado
temprano y saltaba de mesa en mesa. Fortún era de los pocos que parecía no disfrutar del festejo, callado
y como ausente, buscando entre los presentes a uno especial, y que parecía ser el único que no había
acudido.
Una mano se apoyó en su hombro, era Javierre, quien se sentó a su lado con una rebosante jarra de
vino.
—Una buena fiesta.
—Sí, la gente está contenta —sonrió Fortún.
—Hay que saber divertirse, es bueno —dijo, ofreciéndole la jarra.
—¿Para qué? —Dio un trago.
—Pues para todo, mira.
—¿El qué?
—Hasta tu amiga ha venido —respondió Javierre, señalando con disimulo a la arquera.
Ahí estaba, el rostro de Fortún se tornó sonriente, no pudo disimularlo, y cogió la jarra para darle un
buen trago. Se hallaba junto a otra mujer que quedaba en un segundo plano ante la belleza de Ava.
«¿Cómo es posible que él no la hubiera visto?», se preguntó.
—¿Has hablado con ella? —preguntó Javierre que bebió de la misma jarra y buscó comida en la mesa.
—No —mintió.
—¿Seguro?
—Te he dicho que no.
—Está bien, no te enfades. —Javierre se llevó un pedazo de pata de corzo a la boca—. Mejor.
—¿Mejor? ¿Por qué?
—Pues porque así puedo intentarlo yo.
—No te atrevas... —advirtió Fortún, apretando los puños.
—Tranquilo, Fortún. —Javierre se rio tanto que casi se atraganta con la comida—. Si te interesa jamás
haría nada. Somos amigos y eso es algo que debe respetarse —le dijo mientras le pasaba el brazo por el
hombro—. La mujer de uno no se toca, ni siquiera se mira. Yo te juro que no lo haría, de verdad.
—No es mi mujer.
—Desde ahora, para mí como si lo fuera —afirmó con toda la nobleza de que era capaz el hijo del
pastor—. Pero la próxima que aparezca por Loarre es para mí, no lo olvides —dijo, guiñándole un ojo.
Para Fortún se trataba de la primera vez que alguien le hablaba con tanta lealtad. Quizá debería
haberle contado su encuentro aquella noche en que fue a buscarle. Pero después de ocultárselo durante
todo este tiempo, no le vio sentido a revelárselo.
De todas maneras, los pensamientos de Fortún tenían a Ava como única dueña. Observó lo salvaje de
su presencia, con aquella extensa melena. Lo fuerte que parecía sobre aquellas largas piernas y cómo
brillaba su rostro en la noche.
—Ava —pronunció Javierre con una media sonrisa—. No he podido averiguar su lugar exacto de
procedencia, no hay duda de que viene de alguno de los condados orientales, de la Ribagorza con toda
seguridad.
—¿Y dónde aprendió a usar el arco con esa destreza?
—Dicen que dispara mejor que un hombre, como pudiste ver cuando llegó. También he oído que su
padre era el mejor arquero de los Pirineos y que le enseñó antes de morir luchando contra una razia
enviada por el Califato. —Javierre disfrutaba revelando su información a su amigo—. Te aviso que también
comentan que es medio salvaje, se revuelve como un gato cuando alguien osa hablar con ella.
—Como Poniente.
—Peor aún. No permite que ningún hombre se le aproxime. Así que ten cuidado y no te acerques
demasiado.
—Muchachos, hablando de mujeres. —Ambos se volvieron y hallaron al lombardo sujetando una jarra
y apestando a vino—. Tened cuidado con aquella —dijo, señalando a Ava—, tiene la mirada azulada.
—¿Y cuál es el problema, maestro? —inquirió Javierre.
—Pues que es tan azul como el mismo mar. —El lombardo volvió a beber—. Decidme, ¿habéis visto
alguna vez el mar?
La pregunta rebotó en los rostros enmudecidos de la pareja de muchachos.
—Lo suponía, solo sois montañeses. Pues yo he navegado por las aguas desde Roma hasta Barcelona,
y os aseguro que esa mujer tiene encerrado el mar en su mirada. Y las aguas del mar son traicioneras y
peligrosas. Pueden empujarte con suavidad hacia la orilla o arrastrarte sin remedio al fondo. Y lo peor de
todo, nunca sabes qué tiempo va a hacer cuando estás en él, ni qué peligros encontrarás entre el azul de
sus aguas.
Fortún había oído tantas historias sobre el mar que verlo era uno de sus mayores deseos. Alcanzar
algún día una playa y zambullirse en sus aguas. El mar estaba lejos, demasiado. Era un viaje largo y
peligroso, aunque quizás él había encontrado otra forma de penetrar en el azul de sus olas, sin salir de las
montañas.
—Bueno, lombardo, ya está bien por hoy. —Uno de los peones lo intentó coger por las axilas.
—Suéltame, maldito. —E intentó zafarse.
—Tenemos orden de velar por vos, y yo no pienso desobedecer a mi señor, ya nos advirtió de vuestros
vicios.
—¡Qué os advirtió! —exclamó indignado—. Por si no os habíais dado cuenta, en este lugar mando yo.
—Solo cuando se construye; el resto del tiempo nosotros somos los que os protegemos a vos y al resto.
—Dudo que puedas hacer algo frente a una horda de sarracenos. Seguro que huirías hacia la montaña
con el rabo entre las piernas, como lleváis haciendo desde hace siglos —dijo, volviendo a beber.
—¡Condenado lombardo!
—Seguro que tú mismo tienes sangre mora, no me extrañaría que a tu madre la prendiera uno de esos
infieles —le increpó, riéndose tanto que derramó la mitad de la jarra por encima de Fortún y Javierre.
—Prendedlo —ordenó el hombre de armas—, lo encerraremos en el almacén.
—De eso nada.
El maestro de obras soltó un puñetazo que no encontró dónde impactar y que le hizo perder el
equilibrio y caer, golpeándose la mandíbula contra el suelo. Aquello le provocó una aparatosa hemorragia,
que alarmó a todos. A su edad, cualquier imprevisto podía ser nefasto. Sin él, las obras del castillo no
podían continuarse. Así que varios hombres corrieron a socorrerle y lo trasladaron a su cabaña.
—Mañana no será capaz de levantarse —murmuró Fortún.
—Maldito borrachín. —Javierre estaba especialmente molesto—. Ese viejo estúpido.
—¿Cómo puedes decir eso de él? ¿Te das cuenta de lo que ha hecho por nosotros? Ha cogido a mi
padre como ayudante, a ti te otorga trabajos importantes en la obra. ¡Si hasta intenta enseñarnos la
lengua de los curas!
—Es un extranjero, no lo olvides.
—¡Y qué! —Fortún no salía de su asombro.
—Nunca terminará este castillo, ese borracho nos abandonará como hicieron sus amigos, si no se
mata antes en alguna borrachera.
—No puedo creer lo que estás diciendo.
—Fortún —puso ambas manos sobre sus hombros—, ya no somos unos críos, debemos empezar a
actuar como hombres.
—No sé qué quieres decir con eso.
—Tranquilo, yo cuidaré de ti —dijo, sonriendo.
Después de sus últimas palabras, Javierre fue a buscar más vino. Ya era demasiado tarde, se había
agotado y eso le enfureció. El ambiente se había calmado y la mayoría de la gente empezó a abandonar la
fiesta. En ese momento, una extraña pareja apareció por sorpresa. Era un hombre esquelético, con un
rostro anguloso donde se adivinaban los huesos de una prominente mandíbula. Tenía unas cejas
densamente pobladas y escaso pelo sobre la cabeza. Caminaba despacio, como ralentizando los pasos. El
semblante de su rostro imprimía un halo de autoridad a toda su figura. Sus ojos eran discretos y se
hundían en sus cuencas, formando un espacio oscuro donde era difícil buscar algún signo de humanidad.
—¿Quién es? —Fortún también quedó impresionado—. Tiene un aspecto anormal, como enfermo.
—Es la muerte —susurró Javierre más calmado.
—¿Qué dices?
—La muerte que viene a por nosotros —susurró moviendo los dedos, para dotar de mayor dramatismo
sus palabras.
Entre el altercado del lombardo y la extraña aparición de los dos inesperados visitantes, la
celebración se detuvo por completo y hubo un silencio solo cortado por los susurros de las gentes que
todavía permanecían allí y de otras que regresaron al ver que algo ocurría. Todos deseosos de enterarse
de quiénes eran los recién llegados a Loarre.
—Buenas noches, lamento interrumpir —pronunció aquel hombre—, soy el nuevo sacerdote de Loarre.
Ninguno de los presentes fue capaz de reaccionar, seguían todavía sorprendidos. Solo los murmullos
le dieron la bienvenida. Deberían estar contentos de poder disponer por fin de un cura que oficiara la
misa. Lástima que la iglesia estuviera en ruinas. Sin embargo, Fortún se percató de que no lo estaban.
Más que felicidad, la llegada del religioso que debía guiarles hasta la palabra de Cristo les atemorizó.
Aquel hombre de Dios parecía una aparición más próxima a su contrario. Porque, si ese individuo era
un enviado de la Iglesia, cómo sería un mensajero del demonio.
—Me acompaña un novicio, Elías, que me ayudará con mis labores, y este mastín. ¿Dónde podríamos
dormir?
Un grupo de mujeres tuvo que ir a echar una mano, se las veía temerosas y sumisas ante el recién
llegado. Fortún miró a su padre, que desde el otro lado de la fiesta parecía tan preocupado como el resto.
Entonces sintió una mirada clavada en él. Sí, estaba seguro de que alguien le observaba. Buscó aquellos
ojos espías entre los que le rodeaban. Con entusiasmo creyó que serían los de Ava, pronto se percató de
que no era la mirada azulada la que le escrutaba. Pero ¿quién si no?
Buscó por la sala, todos prestaban atención a los recién llegados.
¿Quién había clavado sus ojos en él?
Cuando desistió, el nuevo sacerdote, acompañado de su novicio, estaban siendo conducidos a la vieja
iglesia.
Y dejó de sentir aquellos ojos sobre él.
Abandonó la celebración para irse a dormir, estaba cansado y la cabeza le rugía por el efecto del vino.
Pasó junto a las ruinas de la antigua iglesia de la aldea y tuvo sentimientos encontrados. Aquel lugar le
evocaba el recuerdo del calor del cuerpo de Ava y, a la vez, le hacía sentir triste porque hacía demasiado
de aquel encuentro. Añoraba el sabor de aquellos labios y eso le atormentaba.
Contempló por última vez la silueta del templo en ruinas y se dispuso a alejarse de allí, cuando vio
brillar algo en su interior.
Dudó.
Miró a su alrededor, estaba solo, los excesos de la fiesta se oían desde allí, pero no había nadie más
que él en aquella zona de Loarre.
Le pudo la curiosidad, como casi siempre.
Se acercó a las ruinas de forma sigilosa, con precaución. Bordeó los muros más altos y entró por el
mismo lugar que la otra vez. No parecía haber nada extraño.
—Pensaba que no ibas a venir nunca. —Los ojos de Ava inundaron la noche.
No le dejó responder, la arquera se lanzó a sus labios con un prolongado beso, que desató toda la
pasión contenida que Fortún había acumulado todos aquellos días.
Cuando el sacerdote y su novicio volvieron a estar solos, una vez acomodados en Loarre, el religioso
puso su mano sobre el hombro de su ayudante.
—Nos hemos ocultado mucho tiempo, ahora no podré protegerte tanto. Ten cuidado, nadie debe
descubrirte, debes aprender a moverte entre la gente.
—No sé si seré capaz de ello y menos de ayudaros con los deberes propios de un novicio.
—Ten paciencia, lo harás bien.
—¿Por qué hemos venido aquí? Estábamos mejor ocultos en las montañas.
—No podíamos escondernos de manera eterna, este es mi destino, ya lo he retrasado demasiado por
ti.
21
Loarre. Día de San Adolfo, 19 de mayo del año 1034
A muchos les costó levantarse más de lo normal al día siguiente. Hasta Fortún comprobó lo pegajosas
que pueden ser las telarañas del sueño tras una noche más larga de lo habitual. Un acentuado puntapié
de su padre le hizo volver a la realidad.
—Borrachete, llegaremos tarde.
Se incorporó. La cabeza le pesaba como una roca. No era el vino lo que le ataba al jergón, sino el
regusto del sabor de Ava todavía en los labios, mucho más embriagador y con una resaca más difícil de
llevar. Comió un mendrugo de pan duro y un caldo del día anterior. Su padre se marchó sin esperarle. Al
salir, el muchacho vio al resto de la gente en la peregrinación diaria al risco donde se construía el castillo.
Entre ellos divisó a Javierre, que con el rostro desencajado y un paso más lento de lo habitual avanzó
hacia él.
—Me siento morir —afirmó el hijo del pastor nada más verle.
—Buenos días, ¿resaca?
—¿Tú qué crees? De todas formas, no sé para qué nos levantamos hoy. El lombardo estaba ayer tan
borracho que no sería capaz ni de construir un nido de vencejos —afirmó Javierre mientras se golpeaba la
cara con ambas manos para despertarse del todo—. Y después del golpe que se dio... Ese viejo estará un
par de días sin levantar su culo del jergón, te lo digo yo.
—No seré yo quien te diga lo contrario. —Fortún asintió con la cabeza.
—Vamos a la obra, si vemos que no está, yo me pienso volver a dormir.
Fortún sonrió y juntos remontaron el camino, pasaron frente a los lienzos de la torre exenta y entraron
dentro de lo que en su día sería el recinto del castillo, con los muros de las torres avanzados y...
Ahí estaba, subido a lo alto de un andamio.
—No puede ser —musitó Javierre, protegiéndose los ojos del sol.
Sí, lo era.
Con una enorme sonrisa de oreja a oreja, dando gritos a diestro y siniestro como cada mañana, o
incluso con más efusividad que en días anteriores. Allí de pie se encontraba el maestro de obras.
—¿Cómo es posible? —Javierre tenía la boca tan abierta que Fortún percibía su aliento con recuerdos
del vino de la noche anterior—. Si ayer estaba del revés... y su rostro, ¿dónde está la herida? Yo vi la
sangre, tú también, ¿verdad?
Fortún no respondió, una risilla se le coló entre las comisuras de los labios y tuvo que mordérselos
para que no fuera a mayores. No pudo evitar que se le hincharan las mejillas y que sus ojos se empañaran.
Dio una palmada en la espalda del pastor y se encaminó hacia el andamio con una sonrisa mezcla de
resignación e incredulidad.
—Vamos, Javierre, creo que hoy va a ser un día muy largo.
En efecto, el lombardo estaba más activo de lo habitual. A su lado, Juan le seguía como podía, aunque
apenas lograba entender la mitad de lo que decía el constructor, que usaba el latín cada dos por tres,
intercalando también palabras de otras lenguas. Hay quien decía que todavía le duraba la borrachera de
la noche anterior. Era posible pero, dada su edad, que estuviera lúcido y dirigiendo las obras era todo un
milagro.
Con todo, la jornada fue productiva a pesar de la resaca que arrastraba media tropa. La fiesta había
hecho olvidar los problemas, el peligro de los musulmanes y, sobre todo, la competencia de Marcuello.
Se continuó subiendo la altura de los lienzos principales de la torre exenta y de la muralla que lo
cerraba. En la parte baja echaban una hilada cada día en la torre, y media en la parte frontal del recinto.
Pero al ganar altura y con menos hombres, se bajó el ritmo a media hilada por día. La torre iba a tener
unas ochenta hiladas y luego había que levantar la hilada espejo, exactamente igual que la primera pero
en el interior, y rellenar el metro de espesor entre ambas.
Nadie dijo que fuera a ser fácil.
Cuando llegaron al piso superior de la torre gemela a la principal que defendía la entrada, volvieron a
construir una galería de tres arcos con parteluz. Ambas torres iban a ser idénticas, una a cada lado del
castillo. El lombardo dio orden de estrechar el grosor del muro conforme subía en altura, en los dos lados
paralelos. Un palmo hacia el interior y subir a peso con la nueva medida, de manera que quedaba una
especie de asiento, un retranqueo del muro. Como había uno en cada lado enfrentado, colocaron largos
tablones de madera que habían estado preparando durante días los carpinteros, y crearon un
entablamento en la superficie interior de la torre. Eso permitía poder moverse con mucha más facilidad,
colocar peso y herramientas, y hacerse una idea de cómo se estructuraría el interior cuando estuviera
terminada la fortificación.
A la mañana siguiente, ya no había resaca y la mayoría acudió más animada que la pasada jornada.
Al inicio del otoño, los trabajos se habían retrasado, tal y como advirtió el lombardo. Juan colaboraba
por entonces en la coronación de la torre. Hasta allí habían transportado abundante madera y junto a
ellos, media docena de carpinteros esperaban las órdenes del lombardo.
—Hoy debemos ingeniar una máquina, de lo contrario no podremos continuar el muro —anunció el
maestro de obras—. Un artilugio con piezas de madera que nos permitirá alzar tremendos pesos y
colocarlos en un sitio elevado.
—¿Cómo logran eso, padre? —preguntó Fortún.
—Las máquinas las mueve la mecánica a partir de la misma naturaleza, bajo la guía y la dirección de
la rotación cósmica —interrumpió el lombardo, que parecía tener ojos en la espalda y un agudo oído,
impropio de su edad.
Fortún dejó su mirada perdida en la cúpula celeste.
—El incesante movimiento del Sol, de la Luna y de los cinco planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter
y Saturno; esa es la clave. Si no recorrieran sus órbitas de manera mecánica, sería imposible que
tuviéramos luz en la Tierra en los periodos necesarios y no podríamos cosechar frutos maduros.
Escuchando al lombardo, Fortún se preguntaba cómo su amigo podía dudar de su capacidad.
—Nuestros antepasados cayeron en la cuenta de que las cosas eran así, se fijaron en el modelo de la
naturaleza e, imitándola, desarrollaron y llevaron a término invenciones que hacían la vida más cómoda.
Prepararon e idearon algunos hallazgos que resultaron prácticos, bien mediante máquinas con sus
rotaciones, bien mediante instrumentos manuales. —El lombardo se aproximó a ellos—. Juan, a ver qué tal
se te da la construcción de una máquina.
—¿Yo?
—¿Hay otro Juan aquí? ¡Venga! No tenemos todo el día.
—De acuerdo. —El carpintero suspiró y miró a Fortún con una mezcla de alegría contenida y temor
responsable.
—Primero, toma dos troncos de madera: aquellos de allí parecen adecuados al peso que vamos a
mover. Enlázalos por la punta superior mediante unas abrazaderas y déjalos separados por la parte
inferior. Busca unas sogas para levantarlos sujetos en la parte superior y mantenlos en vertical. —El
lombardo asombraba por su capacidad de mando—. Fortún, ayuda a tu padre y rodéalos con unas
maromas.
El trabajo aquel día fue incesante. En lo más alto de la máquina se adaptaron dos poleas que giraban
sobre sus propios ejes. Por el interior de la polea más elevada pasaron la cuerda principal, que fue desde
arriba hasta abajo y también se enrollaba en torno a la polea del aparejo inferior. Después, llevaron de
nuevo hacia la polea inferior el aparejo más elevado y la ataron en su propio orificio. El otro cabo de la
cuerda se bajó hasta la parte inferior de la máquina.
En ese momento, Juan no era consciente de qué estaban construyendo. Le era tan fascinante, que
intentaba comprender todos los entresijos y el funcionamiento de semejante engendro.
En las caras posteriores de los maderos, justo en la parte que estaban separados, el lombardo fijó dos
piezas de apoyo con un orificio en las que colocó las cabezas de unos rodillos, con el fin de que giraran los
ejes sin dificultad. Los rodillos tenían dos agujeros cerca de sus extremos, situados de manera que unas
palancas pudieran acoplarse en su interior. Sujetaron a la polea inferior unas tenazas de hierro, cuyos
dientes se ajustaban a los agujeros, que antes había horadado uno de los canteros en varios bloques de
piedra.
El carpintero ató un cabo de la cuerda al rodillo, y al mover las palancas, la cuerda se fue enrollando
en torno al eje y, como si fuera cosa de magia, el bloque de piedra comenzó a elevarse, y no se detuvo
hasta la altura donde iba a colocarse.
—Felicidades, acabas de construir tu primera máquina —dijo con alegría el lombardo a la vez que le
daba una palmada en la espalda a Juan.
Fortún se sorprendía cada día con el trabajo que realizaban. Las enormes máquinas le fascinaban,
también las herramientas más sencillas. De todas ellas, la palanca era la que más le sorprendía, tan fácil y,
a la vez, tan práctica. Él aprendió a colocarla debajo del peso y, si ejercías la fuerza por su parte central,
resultaba difícil de mover. En cambio, si se presionaba su brazo más largo, justo en su extremo, con
facilidad podías levantar una enorme masa de sillarejos.
No solo había que mover piedra, la tierra para el relleno de los muros era también fundamental.
—Esos hombres la están transportando mal —advirtió el lombardo cuando llevaban un cargamento al
lienzo de la puerta del recinto.
Cuando se trataba de movilizar imponentes cantidades de tierra por cuadrillas de varios porteadores,
con anterioridad había que comprobar con exactitud el punto medio de sus varas de transporte, con el fin
de que quedara dividido el peso de la carga en una adecuada proporción y cada porteador cargara sobre
sus hombros una parte igual de todo el peso. En la mitad de estas varas, donde se sujetaban las correas
de cuero de los porteadores, se marcaban con clavos unas referencias con el objetivo de que impidieran
que la carga se cayera hacia uno u otro lado.
—El lombardo tiene recursos para todo —comentó Fortún, que no salía de su asombro con cada nuevo
invento del maestro de obras.
—Por esa razón debo aprender de él, sabía que el destino me sonreiría. Lo sabía. Observa, hijo, pasará
lo mismo cuando los bueyes de carga arrastren un peso, su esfuerzo será proporcionado si los yugos están
equilibrados por su parte central, mediante las correas que los sujeten —afirmó su padre.
—¿Qué sucede si las fuerzas de los bueyes son desiguales?
—Pues que al tirar uno con más potencia que el otro, provocarán que vayan más agobiados.
—Pero si se deslizan las correas, una parte del yugo quedara más larga con el fin de ayudar al buey
más débil —terminó Fortún.
—Exacto, hijo, todo tiene su lógica, pero a la vez, es tan complicado... —Juan se esforzaba de verdad
en seguir los razonamientos—. Es difícil entender el funcionamiento de cada elemento que nos rodea.
—Debes entender la mecánica —interrumpió el lombardo—, y esta se funda en la naturaleza, tomando
su origen del continuo giro del cielo que la dirige. ¿Qué crees que hace inexpugnable un castillo: su
posición en un lugar o su geometría?
—Por el lugar.
—Ya veo que das poca importancia a sus constructores.
—No, pero...
—Tranquilo, tienes razón en parte. La selección del sitio es definitiva, aunque no es la condición
única, ya que requiere del arte.
—¿Arte?
—La habilidad del constructor sobre su trazado, la colocación de los elementos defensivos. Por
ejemplo, te has percatado del modo de terraplenar una muralla, ¿verdad?
—Sí, le habéis conferido mayor solidez al levantar dos muros paralelos, dejando entre ellos un
intervalo.
—¿De cuánto?
—Cinco pies, quizá. Después lo estamos rellenando de piedras y la tierra que los portadores traen de
otras zonas en las que estamos trabajando, apisonándola.
—Aquí se aprovecha todo. La tierra que se saca de un lado, se utiliza en otro. Luego, al coronar los
muros, debes saber que no han de tener igual altura los dos muros paralelos: el primero debe ser más
alto, y el segundo, el interior, más bajo; para que los soldados estén protegidos.
Entonces, el lombardo se acercó con parsimonia a su mesa repleta de pergaminos. Junto a ellos había
un objeto alargado de madera, una especie de ventana. Quitó todo y la colocó sobre la mesa, la abrió por
la mitad mediante unas puertecillas. En su interior estaba colmatada por una superficie plana y amarilla
difícil de describir. De un hueco en la parte superior, sacó un estilete con la punta metálica y brillante.
—Las obras de los muros marchan bien, así que debemos empezar a pensar en las otras estructuras.
—El lombardo hizo una incisión en aquel extraño elemento que apenas opuso resistencia a ser arañado
por la herramienta. Con ayuda de una regla y un cartabón de menor tamaño de los que solía usar en la
obra, fue dibujando sobre la superficie blanda de la tablilla trazados precisos y constantes.
—¿La puerta de acceso al castillo?
—No, no. Es pronto todavía para eso. Ahora construiremos el aljibe.
—¿Para el agua? —inquirió Juan.
—A mí me gustaría que fuera para vino, pero todavía no he visto el milagro de ver que llueva del cielo,
aunque si Nuestro Señor pudo una vez...
—Cuidado con lo que vais a decir, constructor —interrumpió una voz rasgada.
Se volvieron hacia el lugar de donde provenía y enmudecieron con lo que se encontraron. Fortún, a
unos pasos de distancia, también quedó paralizado. El hombre que contemplaba era aterrador, con unos
ojos difuminados y unos rasgos insanos, esquelético, y a la vez amenazador. El lombardo sí logró
reaccionar y saludó al nuevo sacerdote que apareció acompañado de su novicio.
—Perdonadme, estaba solo...
—No lo empeoréis —advirtió, levantando la mano con la palma elevada hacia arriba. Dio dos pasos—.
Coincido en que las obras marchan a un ritmo aceptable y que deberíais proseguir.
—Gracias, padre, me congratula que...
—Sin embargo, no creo que el aljibe sea prioritario. Seamos realistas, estos muros todavía no
resistirán un asedio.
—No quiero discrepar, pero el maestro de obras es quien debe...
—Y yo soy el que porta la palabra de Cristo. —El sacerdote acompañó aquella frase levantando una
Biblia que portaba entre las manos—. Y ahora escuchadme, podréis salvar la vida de estos hombres
construyendo este castillo, pero su alma se perderá para siempre en el infierno si no son piadosos
cristianos.
—Por supuesto.
—Entonces, coincidiréis conmigo en que es primordial levantar un templo.
—¿Perdón? —el lombardo casi se atraganta—, quiero decir que la iglesia está en ruinas y en medio de
la aldea. Tendríamos que trasladar hombres y herramientas, y nos llevaría mucho trabajo. Además, en
caso de que nos atacaran, la destruirán con rapidez, no tendría sentido tal esfuerzo.
—Veo que compartimos la misma idea.
—¿Sí? —El lombardo se quedó desorientado.
—Esos muros desmochados a los que os referís no sirven para nada, debemos construir una nueva
iglesia.
—¿Nueva habéis dicho?
—Dentro del recinto del propio castillo.
Se hizo el silencio. Juan recorrió la imagen que había proyectado en su mente de cómo sería el castillo
una vez finalizado. Sabía que sufriría cambios, que el lombardo no había revelado todas las estructuras y
que él mismo habría cometido presunciones erróneas al visualizarlo. Aun así, nunca había imaginado un
templo dentro de él, quizá porque daba por hecho que la vieja iglesia sería reparada en algún momento y
también puede que hubiera influido llevar tanto tiempo sin un sacerdote en la comunidad. Por todo ello, la
afirmación del cura le sorprendió tanto como al lombardo.
—Nada me gustaría más, pero el espacio es limitado y...
Unos gritos interrumpieron la respuesta. Al principio, parecía alguna disputa estúpida entre los
trabajadores. Las voces crecieron y Juan miró alertado al lombardo. Se asomaron a la aldea y
contemplaron lo que sucedía.
—¡Corred! ¡Atacan! —gritaba desde lo alto de los andamios uno de los carpinteros, cuando dos flechas
se clavaron en su pecho y se precipitó, cayendo sobre uno de los montones de sillarejos.
—Rápido, Fortún, ¡hay que huir del castillo!
—¿Por qué? Podemos guarecernos detrás de las defensas empezadas.
—¡Estás loco! —gritó su padre—. Será lo primero que ataquen y sus constructores a los que
degüellen. ¡Corre! Yo avisaré al resto de la gente, vamos, ¡corre, Fortún!
Un grupo a caballo descendió por la ladera por donde la mayoría pretendía escapar. El que los
encabezaba, un musulmán de piel tal morena que se confundía con el color de sus ropas, rasgó la
garganta del primer cristiano que encontró: una joven a la que Fortún solía ver cada mañana bajar al río a
lavar la ropa. El siguiente que encontró fue uno de los campesinos armado con una hoz, que lanzó un
golpe que no encontró carne. Todo lo contrario que el musulmán, que descosió su espalda y después, no
contento con ello, le remató con un violento espadazo que seccionó por completo su tráquea. No se detuvo
ahí, sino que galopó hasta dos hermanos pastores, y lanzando su filo a derecha e izquierda, rasgó la
mandíbula del primero y el pecho del segundo.
Para entonces, Fortún, el lombardo, el sacerdote y su novicio corrían hacia el bosque, cuando dos
musulmanes a pie les cortaron el paso. El primero de ellos lanzó un golpe de espada contra Fortún, que
fue incapaz de reaccionar y solo pudo ver cómo el filo le iba a cortar la cara, cuando un robusto garrote lo
detuvo.
Era el sacerdote, que acto seguido sacó de su hábito un alargado cuchillo que clavó a la altura de los
pulmones del sarraceno. El otro infiel se revolvió furioso contra el religioso. Este lo esperaba, detuvo el
ataque con su cuchillo y, esta vez fue con el garrote con el que le golpeó en la rodilla. Su oponente cayó y
él giró su muñeca para desgarrarle las tripas, que al verse libres, salieron ansiosas de su cuerpo.
—¡Dios santo! —exclamó Fortún—, ¿de verdad sois sacerdote?
—He sido muchas cosas antes en mi vida, los caminos del Señor son inescrutables. ¡Venga! Sigamos al
bosque, todavía corremos peligro.
Fue decir esas palabras y una docena de jinetes salieron de entre los árboles, se detuvieron y
formaron una línea recta. De detrás de ellos, asomó una montura de mayor calaje. Fortún lo reconoció,
era el mismo que atacó a la familia cerca de Wasqa. Estaba seguro de ello.
El jefe sarraceno pronunció unas palabras en su idioma, inteligibles para los cristianos, y señaló
claramente al lombardo. Sus hombres salieron al galope dispuestos a cumplir las órdenes. El maestro de
obras estaba sentenciado. A campo abierto, era impensable huir y aún menos enfrentarse a una carga de
caballería.
El lombardo se arrodilló y comenzó a rezar en latín.
—Un poco tarde, ¿no creéis? —le reprochó el sacerdote.
El novicio permanecía en silencio, oculto tras su capucha. Fortún perdió un instante en él y vio un
extraño destello brillar en sus ojos. Por alguna razón que no llegó a entender, prestó más atención a esa
mirada que a los sarracenos que amenazaban con terminar con su vida.
—¿Tenéis alguna idea mejor? —El lombardo seguía rezando con las palmas de las manos juntas a la
altura del pecho.
El religioso se plantó desafiante en primera línea, en una mano el garrote y en la otra cogió una de las
espadas sarracenas de hoja curva.
—Que Dios se apiade de vuestras almas infieles, ¡porque yo no lo haré de vuestras vidas!
La carga enfiló la distancia final con las espadas en ristre. Diez hombres a caballo contra uno a pie.
No había nada que hacer. El sacerdote no bajó la guardia, parecía convencido de sus posibilidades y
cuando el enfrentamiento era ya inevitable... Una flecha derribó al primero de los jinetes. A los pocos
instantes, otra al segundo. Y cuando se percataron del peligro, otra más había alcanzado a un tercero en
el hombro obligándole a detenerse. Aun así, uno de ellos llegó a la altura del sacerdote, que se agachó
esquivando su espada y, a continuación, colocó la suya a la altura suficiente para rasgarle en la pierna y
hacer que perdiera el equilibrio y cayera de forma violenta.
Para entonces, una nueva flecha había derribado al siguiente jinete. Mientras que el sacerdote había
bloqueado otro ataque, aunque a costa de perder la espada. El sarraceno volvió a la carga contra él,
levantando el filo sobre su cabeza. No tuvo opción de bajarla, una espada se clavó en su espalda. Era
Fortún, que la había lanzado con pericia después de recogerla de uno de los caídos en el campo de
batalla. El resto de jinetes musulmanes huyeron hacia la aldea y una nueva flecha les persiguió, aunque
esta vez no encontró carne.
Frente a ellos, cerca del bosque, solo quedó su jefe. Que no se había movido ni un solo paso de su
posición. Miró fijamente a los cuatro supervivientes y buscó en lo alto de uno de los lienzos inacabados del
recinto del castillo al arquero que había castigado de forma tan brutal a sus hombres.
Allí estaba ella, desafiando al viento, envuelta en una garnacha oscura y con la melena ondeando.
Ava sonrió.
22
Loarre. Otoño del año 1034
Cuando los atacantes se retiraron, Fortún corrió a buscar a su padre. Al llegar a las casas del pueblo,
encontró todo el dolor y sufrimiento que habían causado los sarracenos. Cadáveres tirados en el suelo,
familiares arrodillados frente a los cuerpos, llorando desconsolados. Cabañas calcinadas, otras todavía
ardiendo mientras las gentes se afanaban en extinguir las llamas. Heridos siendo transportados junto al
río, donde unas esforzadas mujeres intentaban ayudarles, aunque fuera solo limpiándoles las heridas y
cogiéndoles de la mano para consolarles.
«¿Y mi padre? ¿Dónde estará dentro de este escenario de horror?»
Fue a su casa, que por suerte no había ardido. En su interior no le encontró. Miró cerca de las ruinas
de la iglesia, sin suerte. Y decidió acercarse al almacén de la madera, que con seguridad habría sido
atacado y pasto de las llamas.
No fue así.
Allí estaban todos los árboles recopilados, a salvo. No se había perdido nada y los carpinteros se
felicitaban por la heroica defensa del lugar. En primera fila, halló a su padre, con un martillo todavía entre
sus manos.
Juan permaneció de pie, mirándole.
—Tranquilo, no voy a dejarte solo todavía.
Ambos se fundieron en un abrazo. Por fin un silencio entre ambos estuvo lleno de palabras.
A continuación, buscó entre los supervivientes del enfrentamiento a su amigo. No había visto a
Javierre durante todo el ataque y tampoco después.
«¿Y si él no ha tenido tanta suerte como nosotros?», se preguntó preocupado.
Se sintió mal por no haberse acordado antes de él, así que lo buscó de manera obsesiva. No era fácil,
pues Javierre no frecuentaba ningún lugar en especial, a no ser que... y se dirigió a la torre exenta y a sus
pies halló a Javierre con Poniente entre sus brazos.
—Me alegro de verte.
—Yo también —dijo mientras acariciaba al gato—, ¿cómo sabías que estaba aquí?
—Deduje que habrías subido al punto más alto de todo Loarre.
—La torre.
—Sí, la torre albarrana —repitió Fortún—. Han estado a punto de vencernos, muchos han muerto. Si
no hubiera aparecido Ava... ten por seguro que yo yacería sin vida tirado frente a las murallas.
—Fortún.
—¿Sí?
—Esa mujer te traerá problemas —le advirtió mientras Poniente bufaba a Fortún—. Es demasiado para
ti.
—No digas tonterías.
—No soy tan estúpido como tú crees.
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes de sobra —respondió sin mirarle.
Poniente se puso nervioso y se liberó de los brazos de Javierre para salir corriendo hacia el pueblo,
donde eran más que visibles los destrozos del ataque musulmán.
A las pocas horas, no se hablaba de otra cosa en Loarre que de la arquera que había derribado a más
de una docena de hombres entre jinetes y otros sarracenos a pie. Su nombre corrió por la aldea como
llevado por el viento: Ava. A quien pronto apodaron la Arquera. Hasta los hombres más fuertes admitieron
su destreza. Nunca habían visto manejar el arco con semejante habilidad. La misma que se ocultaba bajo
su capa e iba siempre enfundada en sus botas altas colocadas directamente sobre las calzas para moverse
rápida por el bosque.
Para agradecer su heroísmo, fue convocada por el lombardo junto a la base de la torre principal del
castillo, la que defendería la entrada al mismo y poseía la galería de arcos.
—Sabemos tu nombre y también quién era tu padre —afirmó el lombardo—. Has luchado como nadie,
ya conocíamos tu destreza con el arco, pero no tu valentía en batalla. Una duda me aborda. Dime, ¿por
qué estás verdaderamente aquí?
—Para lo mismo que todos: para ayudar a construir este castillo.
—Ya te dije una vez que en Loarre las mujeres trabajan haciendo la comida y lavando.
—Yo no.
—¿Es que acaso tú eres diferente?
—No, soy tan mujer como ellas. Pero no pienso limpiar lo que ensuciáis, ni recolectar frutos en el
bosque, mientras los hombres estáis todos en la obra. Por lo visto, las mujeres no somos bien vistas aquí
arriba. Eso sí, recordad que muchos de vosotros yaceríais muertos si no fuera por mí, una mujer.
—No utilices ese tono conmigo.
—Entonces no preguntéis lo que ya deberíais saber —respondió más desafiante si cabe.
—Eres igual de salvaje que los hombres de tu tierra.
—Por algo nací allí, he bebido el agua que baja veloz de las cumbres heladas y he comido animales
que han matado a guerreros, peregrinos y extranjeros como tú.
—¡Dios santo! Eres temible hasta sin arco, no me extraña que los musulmanes huyeran con el rabo
entre las piernas. —El lombardo soltó una carcajada que fue acompañada por la mayoría de los varones
que les rodeaban—. Estarían aterrorizados de que se lo cortaras.
—Cuidado con esa lengua, también puedo cortarla con una flecha.
—¡Basta! —interrumpió el sacerdote, que se coló entre los presentes. Su figura fantasmagórica fue lo
único que logró perturbar el rostro de Ava—. Estás aquí por tu arco, así que cíñete solo a él.
—El cura tiene razón.
—Dadme entonces la oportunidad de hacerlo.
—Bien, te encargarás de entrenar a los hombres que han de defender las murallas, por si hay un
próximo ataque.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió el lombardo.
—Sí, ¿por qué debo hacer tal cosa?
—Pues porque te lo ordenamos y creo yo que será mejor que limpiar ropas malolientes, ¿no?
—A cambio quiero algo.
—¿El qué? —dijo el lombardo, estirando la última palabra.
—Que la próxima vez que nos ataquen, no te arrodilles para rezar —le increpó, dándose la vuelta sin
darle opción a replicar.
—Dejadla ir, la necesitamos —intervino el sacerdote—. Hemos salvado la vida, ahora tenemos otros
problemas. El castillo ha sufrido daños, se han quemado estructuras de madera, muros a medio hacer
también se han visto afectados, y las obras han retrocedido semanas como consecuencia del ataque.
—Lo sé. —El lombardo torció el gesto.
—¿Y qué pensáis hacer?
—Pues lo único posible, volver a empezar y pedir más protección y recursos a Lope de Ferrech.
—¿Y la iglesia?
—Lo siento, vos mismo acabáis de decir que hemos retrocedido mucho, ¿cómo vamos a ponernos
ahora a levantar un templo?
—Veo que no lo entendéis.
—¿El qué? —El lombardo le desafió con la mirada.
—Lo importante que es construir ese templo para vos. Escuchad, la labor de la Iglesia no es solo
espiritual. Guiamos las almas a la salvación, y esta no se consigue solo rezando. Los hombres son capaces
de cualquier cosa cuando tienen miedo y yo, yo puedo guiarles entre el miedo. Está en mi mano lograr que
trabajen más y mejor en vuestro castillo. Solo debo hacerles entender el terror que hay fuera de sus
muros. —El lombardo escuchaba atónito las palabras susurrantes y cálidas del siniestro religioso—.
Aunque claro, para hacer mi trabajo necesito un templo. Y mejor si está dentro del recinto del castillo,
puesto que será más fácil hacer ver a estos hombres lo trascendental que es la construcción de la
fortaleza.
—Sois...
—No soy más que un humilde sacerdote de una aldea perdida en la frontera, no queráis ver más allá.
—Entiendo —el lombardo se rascó el escaso pelo que conservaba—, iniciaremos las obras de una
nueva iglesia en el flanco meridional del recinto. Aunque no detendremos el resto de los tajos, no puedo
permitirme parar las murallas ni la torre exenta. Y menos ahora que hemos perdido tantas semanas de
trabajo.
—Lo entiendo y lo acepto. Sé que cumpliréis vuestra palabra, sois un Magistri Comacini. Es un honor
conocer a uno de los famosos constructores, vuestra fama os precede en toda la Cristiandad.
—Os lo agradezco. —El lombardo se congratuló del elogio, hacía mucho que nadie lo llamaba así.
Aquel otoño, los hayedos estaban más hermosos que nunca. Formaban un auténtico manto de colores
ocres, anaranjados y marrones. En Loarre, las obras se reiniciaron con buen ánimo, dedicando también
tiempo a la construcción de la iglesia, el entrenamiento de los arqueros, la victoria frente al enemigo.
Todo ello pesó más que las muertes de compañeros y el destrozo de las obras.
Juan aprendió a dibujar en la tabla de cera del lombardo y también sobre la importancia de la
astrología para un constructor, ya que a partir de ella podía conocer los puntos cardinales: oriente,
occidente, mediodía y septentrión; y también, la estructura del cielo, de los equinoccios, de los solsticios y
de los movimientos orbitales de los astros.
No quedó ahí su aprendizaje, dado que el lombardo insistió en que era necesario profundizar en el
latín. Su mano derecha debía aprender bien esa lengua para ser capaz de consultar sus anotaciones. Así
comenzaron unas clases improvisadas, lo imprescindible para manejarse con el vocabulario de la
arquitectura. A Juan le costaba horrores seguir las lecciones: por mucho que se esforzara e intentara
aprender, su ritmo era lento y discontinuo. Para él, el latín era un idioma complejo, con enrevesadas
frases y tiempos. Más propio de curas y frailes, que de la gente corriente como él.
El lombardo no se dio por vencido a pesar de las pocas aptitudes del carpintero. Es por ello que
aumentó su dedicación y empezó a hablar solo en latín con él. A darle instrucciones y órdenes en esa
lengua. Aquello fue desesperante para Juan, pues muchas veces dudaba o no entendía rápido las
premisas. Por suerte, contó con unos inesperados ayudantes.
Fortún y Javierre se revelaron como unos excelentes estudiantes. Sus mentes más jóvenes se
adaptaron pronto al latín. A base de escuchar al lombardo intentando enseñar a Juan, lograron aprender
lo esencial. Incluso se atrevían a hablarlo entre ellos mismos y con el propio lombardo, que agradeció
encontrar a alguien, aunque fueran dos jóvenes de las montañas, con quien charlar en su lengua.
Los dos muchachos también se divertían a menudo con Poniente. Jugaban a atraparle, lo cual no era
tarea sencilla.
Javierre solía ponerle cebos para que se acercara y sorprenderle por detrás. Sin embargo, el gato los
veía venir y los esquivaba con facilidad. Los dos jóvenes lo perseguían, pero el gato parecía burlarse de
ambos. Era imposible darle caza y cuando menos lo esperaban, aparecía por cualquier lugar de Loarre.
Últimamente, lo veían mucho haciendo rabiar al perro del novicio, un gran mastín blanco.
Fortún quiso contemplar la vista del castillo desde la lejanía. Buscó a Javierre para convencerle de que
lo acompañara, pero no dio con él. Preguntó varias veces por la aldea, pero nadie lo había visto. Lo esperó
junto a las ruinas de la antigua iglesia y, finalmente, se echó al monte él solo. Hacía tiempo que no
caminaba entre los árboles y aquello le recordó sus marchas junto a su padre, siempre en pro de un lugar
donde establecerse y prosperar. La sierra de Loarre era pedregosa, nada fácil de recorrer. Caminó lo
suficiente para tomar altura y divisar las murallas y torres de la fortaleza, que se erguían como gigantes
de piedra dominando la entrada a la Tierra Llana. Todavía quería observarlo desde más distancia. Sin
embargo, el sol estaba poniéndose y debía regresar a Loarre. Deshizo el camino andado, pero se hacía
tarde, así que tuvo que aumentar el ritmo de sus pasos. Hubiera llegado antes del anochecer, si no le
hubiera detenido una sombra que vio moverse entre unas rocas de poniente.
Forzó la vista para identificar la silueta, y eso provocó que descuidara donde daba el siguiente paso,
su pie resbaló y cayó ladera abajo, rodando entre rocas y arbustos, hasta golpearse la cabeza contra un
tronco de encina.
Cuando despertó todo estaba confuso.
La cabeza le dolía como si clavasen púas en su base y al intentar llevarse las manos a la cara, el codo
derecho apenas pudo flexionarlo. Aun así, fue a levantarse, cuando una palma se posó en su pecho y lo
detuvo.
—Quieto, te has dado un buen golpe. Ve más despacio.
Fortún vio unos ojos de una profunda oscuridad, de los que era difícil salir.
—Bebe esto —le ordenaron, acercándole un brebaje caliente que olía a alguna de las hierbas del
bosque—. Todo, no dejes nada.
El muchacho sintió el líquido en sus labios y al entrar en su garganta comenzó a encontrarse mejor,
más relajado.
—Debes tener cuidado, casi te matas.
—¿Quién eres tú? —preguntó, incorporándose para descubrir la figura del novicio—. Al oír tu voz...
hubiera jurado que eras una... —Fortún detuvo sus palabras.
—Deliras, es normal. —El novicio se apartó de él.
—Un momento —Fortún le cogió del brazo, era muy delgado—, ¿qué me has dado de beber? Parece un
brebaje de brujas.
—No, solo son unas plantas que alivian golpes y despejan la mente, se encuentran en el monte. Te
encontré porque precisamente había salido a buscarlas.
Fortún volvió a mirar la negrura de sus ojos y sintió algo que solo le producía otra persona, pero... No,
no era posible, el golpe le había afectado a la cabeza, tenía que ser eso. Pero el novicio tenía unos rasgos
muy distintos a los de los otros muchachos, no era el flequillo, sino sus pómulos, su nariz... Eran
delicados, nada que ver con los abruptos rostros de los jóvenes de Loarre.
—Lo que te he dado es un remedio que todas las madres conocen, seguro que la tuya te lo ha dado
alguna vez, aunque no lo recuerdes.
—Me temo que eso no es posible, yo casi ni la recuerdo. —Fortún suspiró—. Mi madre murió siendo yo
muy pequeño.
—Lo siento, sé que no es un consuelo, la mía... es complicado de explicar, pero la perdí también hace
tiempo.
—La vida es así, al menos tú tienes a Dios.
—Y tú a tu padre, yo perdí a ambos a la vez. No sabes la suerte que tienes de conservarlo, yo daría mi
vida por tener a uno de ellos a mi lado.
A Fortún le golpearon en un lugar muy doloroso aquellas palabras.
—Debemos volver, es muy tarde.
Ambos caminaron juntos hasta Loarre, el novicio lo dejó a la entrada de la aldea y Fortún se quedó
mirando cómo se alejaba, con ganas de encontrar otro momento para compartirlo con él. Sentía que
tenían muchas cosas en común.
Dejaron de llegar noticias de Marcuello. Eso no quería decir que las obras allí se hubieran detenido,
pero sí que no marchaban a buen ritmo. Todo apuntaba a que también iban a ser capaces de derrotar a
ese enemigo.
Para el futuro de Loarre, el hecho más importante fue que se corrió la voz de la victoria frente a los
infieles por los valles cercanos y, gracias a ello, nuevos hombres se unieron a la construcción del castillo.
Tantos, que hubo que iniciar las obras de abastecimiento de agua para asegurarla en caso de un nuevo
ataque.
El lombardo dirigió la construcción de un tambor para sacar más agua del pozo cercano al castillo. No
la elevaba a estimable altura, pero sí proporcionaba abundante caudal en breves momentos.
Fabricó un eje y mandó al herrero reforzar sus extremos con láminas de hierro. Rodeó su parte central
con un tambor hecho con tablas ensambladas entre sí, que encajó sobre unos troncos con sus puntas
también protegidas con láminas debajo de los bordes del eje. En la parte hueca instaló ocho tablas
transversales desde el eje hasta la circunferencia del tambor, que lo dividían en espacios iguales. El frente
exterior quedó cerrado mediante otras tablas, dejando unas aberturas de medio pie por las que accedería
el agua a su interior. De igual modo, a lo largo del eje dejó unos orificios que se correspondían con cada
uno de los espacios.
Lo embreó y ordenó a unos hombres que pisaran encima de las tablas, de tal manera que el invento
empezó a girar con ellos dentro. El agua entró por los orificios abiertos en el frente, yendo a parar a las
aberturas del eje y vertiéndose sobre un barreño de madera, colocado debajo, mediante un canal que lo
conectaba.
Una vez obtenida una fuente de agua de esa envergadura, se procedió también a comenzar las obras
del aljibe que se alimentaría de las lluvias que caían sobre el castillo.
Como la mayoría de hombres habían aprendido ya su cometido, los trabajos fueron más rápidos que al
inicio de las obras. Pronto se recuperaron todos los progresos perdidos durante el ataque. Además, los
muros de la iglesia se terminaron con celeridad. El lombardo estudió varias opciones de cerramiento en el
tejado para la única nave del templo. Desde hacía tiempo, los lombardos terminaban la mayoría de las
iglesias con bóvedas de arista, eran los mejores construyéndolas. La técnica era compleja, pues había que
usar una triple esquina, formada por la conjunción del arco fajón que sujetaba la bóveda de cañón de la
nave, el arranque de la arista y el arco formero que sujetaba la bóveda en cuestión. Esta peculiar triple
esquina era una idea original lombarda, un símbolo de su ingenio.
A Fortún le fascinó aquel elemento, su sencillez y funcionalidad. Intentó dibujar la bóveda y la triple
esquina en unos pergaminos viejos que el lombardo le dejó para que practicara.
Sin embargo, se llevó una terrible desilusión cuando el maestro de obras no creyó necesario
semejante esfuerzo constructivo, así que buscó otra solución más sencilla que la bóveda de arista.
La presencia del sacerdote enrarecía el aire en cuanto aparecía. Su mal humor era permanente pero,
por extraño que parezca, su llegada a Loarre fue una bendición para los trabajos. Tal y como él había
dicho, tenía una inigualable habilidad para manejar el miedo de los hombres. Incluso, el propio temor que
él provocaba. A pesar de que las obras de la iglesia fueron con celeridad, pasaba holgada parte de su
tiempo entre los restos del viejo templo en la aldea. Tal es así, que decidió vivir allí y ordenó cubrir de
manera provisional el tejado de la antigua iglesia y cerrar los muros. No estaba solo, su novicio, como si
fuera un perro faldero, le seguía a todas partes y cuando no, permanecía en el interior del viejo templo sin
salir de allí.
Ava era muy consciente de su nueva designación y Fortún solo la veía desde las murallas, cuando
practicaban fuera de la aldea y partían hacia la montaña.
Cierta noche, Fortún volvía de trabajar en unas cuestiones de mecánica que el lombardo insistía en
que su padre debía dominar para poder calcular los arcos de descarga de las puertas. Se separó de su
progenitor, que debía comprobar unas herramientas que estaban fabricando. Al bordear varias cabañas,
vio luz en la antigua iglesia. Eso no fue lo extraño, puesto que el sacerdote vivía allí, lo anormal fue
escuchar golpes con alguna herramienta pesada. Eran pausados, pero contundentes. Los viejos muros
amortiguaban su sonido y aun así Fortún los escuchó.
Esta vez no le acompañaba Javierre, que últimamente desaparecía con asiduidad. Pensó en qué habría
hecho su amigo en aquella situación. Apretó los dientes y se acercó de forma discreta al templo, que había
sido cerrado de tal manera que no se podía ver nada de lo que sucedía en su interior.
La luna estaba decreciente y eso ayudaba a no ser más que una sombra en la noche. Colocó su oreja
pegada a uno de los vanos cegados con tablas, a ver si podía escuchar algo de su interior. Después de
varios intentos, desistió de ello. Repasó todo el contorno buscando algún agujero o hueco que no hubiera
quedado sellado, y, finalmente, encontró uno por donde se colaba la luz. No era demasiado espacioso,
aunque si pegaba su ojo todo lo posible, quizá lograra ver algo.
Miró primero a su alrededor, para cerciorarse de que nadie le observaba, y solo encontró una lechuza
colgada en el árbol más cercano. Se animó a continuar, y volvió a situar su ojo derecho en el agujero.
Lo primero que vio fue al sacerdote con una herramienta de las que se usaban para cavar los
cimientos de la muralla. Estaba sudando y resoplaba, por lo que intuyó que llevaba un tiempo importante
golpeando la tierra. Cuando volvió a hacerlo, escuchó mejor el ruido al impactar el metal. Chocaba su
punta metálica contra el suelo de roca.
Aquello no tenía ningún sentido, «¿qué pretende el religioso?». Si necesitaba hacer ese trabajo, «¿por
qué no solicita trabajadores?». Muchos acudirían sin dudarlo a ayudarle.
«¿Qué busca picando en los cimientos de la vieja iglesia?», se preguntaba.
Un ruido le asustó, el perro que tenían consigo descubrió su presencia y empezó a ladrar de forma
airada. El sacerdote se volvió hacia la parte del muro desde donde espiaba Fortún y se percató de
inmediato de que algo sucedía.
El joven salió corriendo de allí sin mirar atrás, pronto oyó los ladridos del animal a su espalda. Se
escurrió entre los tendederos donde se secaba la ropa y dio un gran salto para salvar una de las vallas del
ganado. Su cabaña estaba al otro lado, demasiado lejos. Por suerte, tenía otra alternativa.
Giró hacia la derecha y golpeó con saña una puerta con sus puños. Esta se abrió y detrás apareció el
rostro de Javierre, que llevaba una manzana en la boca, y estaba a punto de darle un buen mordisco.
—Necesito entrar, rápido.
El pastor se apartó y Fortún cerró detrás de él. Se acurrucó junto al fuego que todavía ardía en el
interior, ante el rostro atónito de su anfitrión que masticaba la fruta.
—¿Qué sucede? ¿De quién huyes? —preguntó sin preocuparse en exceso.
Fortún no tuvo más remedio que relatar lo que le acababa de suceder.
—El cura esconde algún secreto...
—Sí, desde luego es sospechoso. Y luego está lo otro...
—No sé a qué te refieres —murmuró Fortún mientras se calentaba en las ascuas del fuego.
—¿Qué va a ser? El novicio.
—¿Qué sucede con él?
—¡Fortún! No me irás a decir que no te parece raro. —Javierre lo dijo con tanta firmeza que Fortún no
se atrevió a contradecirle—. Están siempre juntos, él va oculto tras su capucha todo el tiempo, con ese
perro salvaje que parece una bestia. ¿Dónde se ha visto un novicio con un perro?
—Sí, quizá no es habitual.
—¿Y ese flequillo? Si no se le ve la cara. Tú que tienes más trato con ellos, ¿le has escuchado hablar?
—No. —Fortún se quedó pensativo, algo le impulsó a no compartir con su amigo el encuentro con el
novicio tras su caída—. Tienes razón, jamás he escuchado abrir la boca al novicio.
—Ahí lo tienes, raro, muy raro.
—¿Y qué sugieres?
—Nada, solo digo que ocultan algo. ¿Por qué si no están picando el suelo de la vieja iglesia en medio
de la noche cuando nadie les ve? —Javierre dibujó una amplia interrogación en su rostro.
23
Loarre. 19 de octubre del año 1034
El lombardo había pasado una mala noche, no evacuaba desde hacía días, y eso a su edad no era nada
bueno. Estaba pálido y sudoroso, tenía arcadas y un punzante dolor en el estómago. Todos los males no le
impedían trabajar aquella mañana. Llegó al castillo llevando un manojo de pergaminos entre los brazos,
tantos que no veía el suelo que pisaba. Por ello caminaba de lado, intentando ser consciente de donde
ponía el pie. Entonces algo se cruzó en su camino y todos los rollos que portaba saltaron por los aires, y él
terminó chocando de bruces contra la tierra.
—¡Maldita sea! ¿Quién demonios...? —exclamó, mirando al animal que le observaba con una curiosa
expresión que venía a decir que él no había hecho nada—. ¡Poniente! ¡Gato del demonio! Tenías que ser
tú.
Acto seguido el felino saltó por encima de sus pergaminos y se marchó veloz.
—Así no se puede trabajar —susurraba mientras se incorporaba de nuevo.
—Dejadme que os ayude, maestro. —Javierre apareció para echar una mano.
Juntos recogieron todo el material y el joven insistió en ayudarle a llevarlo todo hasta la casa del
constructor.
Era la primera vez que él estaba allí, le sorprendió el desorden y le entusiasmó la cantidad de
conocimientos y rarezas que allí había. Complicadas herramientas, enrevesados planos, tratados antiguos,
objetos que no sabría clasificar y, sobre un atril, un libro encuadernado en piel.
—¿Es una Biblia? —preguntó de manera humilde.
—Sí —contestó sonriente el lombardo—, la Biblia de la arquitectura.
—¿Qué queréis decir con eso?
—Pues que ese libro es el tratado de arquitectura más antiguo y perfecto que existe.
—¿Y lo tenéis vos? —Javierre se acercó para verlo más de cerca.
—Sí, y antes lo tuvo mi padre, y el padre de mi padre y así hasta llegar a la persona que lo escribió.
—¿Era vuestro ancestro?
—No, bueno... En cierta medida puede decirse que sí. Al fin y al cabo todos los maestros de obras le
debemos algo, es como el padre de la arquitectura.
—¿Puedo hojearlo? —preguntó antes de tocarlo.
—De ninguna manera —el lombardo se interpuso en su camino—, no es un juguete. Solo un auténtico
maestro de obras tiene el privilegio de leerlo.
—Quizá yo algún día lo sea.
—Pobre muchacho, me temo que eso es imposible. Mírate —dijo, señalando sus ropas—. Contados son
los que tienen el privilegio de ser maestros de obras, y el hijo de un pastor... Sin duda, puedes progresar
en la vida, no digo que no. Sin embargo, hay murallas demasiado altas para saltarlas, lo único que
lograrás es chocar contra sus muros.
—Las murallas se pueden minar, vos lo dijisteis.
—Te aseguro que no estas, sus cimientos son demasiado resistentes y profundos.
—Toda fortaleza tiene una puerta —musitó Javierre—. Siempre es posible encontrar alguien que la
abra.
—¡Basta ya! Muchacho, ¿cómo vas a ser tú un maestro de obras?
—No me digáis lo que puedo o no hacer. Vos no sois mi padre, ni mi señor —diciendo esto se volvió y
abandonó la casa.
Una semana antes de que empezara una nueva primavera, llegó a Loarre un artesano con un
carromato tirado por un mulo. En él llevaba mucha herramienta y unos bultos ocultos tras unas mantas.
Preguntó por el sacerdote y mandó llamarlo ya que, al parecer, quería mostrarle algo de suma
trascendencia.
—Y bien, ¿qué es eso tan importante que debo ver? —preguntó nada más llegar el cura, poco
ilusionado con la visita.
El forastero tomó la punta de una de las mantas y tiró de ella para dejar al descubierto una escultura.
Se trataba de la talla de Santa María Virgen y Madre de Dios sobre un trono. Al verla, todos se inclinaron
ante ella. El sacerdote se santiguó, se arrodilló en el suelo y rezó una plegaria mirando al cielo con las
manos extendidas y las palmas abiertas.
Sobre el regazo de la Virgen se encontraba sentado una representación del Niño Dios, de tal manera
que no había contacto entre las manos de ambas figuras. La Virgen portaba un pequeño orbe en la mano
derecha, y el Niño, los Evangelios en la izquierda, mientras bendecía a los que le rodeaban con la otra
mano. Las ropas tenían colores oscuros y los rostros, las manos y los pies que sobresalían del Niño Dios,
un tono mucho más claro.
—¿Dónde habéis encontrado esta escultura? —inquirió enojado el sacerdote, que si de normal tenía un
aspecto enfermizo, enfadado daba auténtico temor con solo mirarle a los ojos.
—La he hecho yo.
—¿Tú? —El religioso lo miró con interés.
—Por supuesto, es una escultura en piedra y pintada por mí mismo.
—¿Es para interior o exterior?
—Eso no importa, siempre debe pintarse, aunque sea piedra. Sucede igual que con las tallas de
madera. Al pintarla, se le da más vida, tanta como pueden llegar a tener las pinturas al fresco o las
miniaturas de los códices que seguro conoceréis.
—Yo pensaba que era para ocultar los fallos del que las hace.
—¿Cómo os atrevéis a insinuar que...? —El artesano se mordió los dientes al verse reflejado en los
terroríficos ojos del religioso—. Yo no hago esos trucos, os lo aseguro. Mi trabajo es de primera calidad.
—Vaya cara tienes, muchacho. Negar que sea una forma fácil de ocultar la carencia de recursos o
habilidad —le recriminó sin obtener réplica en esta ocasión—. Veo que usas piedra normal, nada de lujos
—sonrió—, ni hablar de mármol, ni nada parecido.
—Mi arte no tiene que ver con el material que uso. La piedra es humilde, pero también lo es Nuestro
Señor.
—Puede que estés en lo cierto, aunque aquí no veneramos las imágenes, al fin y al cabo son obra del
hombre, no de Dios.
—Es cierto que en los altares solo debe estar el crucifijo, pero al lado de él, ¿por qué no situar a Santa
María? Bien es sabido que el rey y su familia recurren a ella con frecuencia para que interceda por ellos
ante Nuestro Señor. —Y señaló al cielo.
—Hubo un tiempo, no muy lejano, en que la Iglesia consideraba a la mujer como instrumento del
diablo —afirmó el sacerdote.
—Sí, eso es cierto. Pero la luz se hizo, la Madre de Dios es una buena protectora, la Virgen, la nueva
Eva. No en vano, en muchas aldeas del otro lado de los Pirineos, ya bautizan a niñas con el nombre de
María.
—No pretendas confundirme, charlatán, ¿a qué se supone que has venido? ¿Pretendes que te
paguemos por esta escultura?
—Solo si os place. Si no, puedo hacer otra —dijo, destapando el resto de bultos—. Todo esto son
piedras listas para ser trabajadas.
—Creo que has venido al lugar menos indicado del reino. —Señaló el castillo que ya se vislumbraba en
lo alto de las enriscadas rocas—. ¿Ves aquello? Toda la piedra de aquí y los alrededores solo tiene un fin
en Loarre: servir para levantar los muros de esa fortaleza. Y por lo que puedo ver, tú tienes buena piedra
ahí detrás.
—¡Cómo! ¿Qué insinuáis? —exclamó, volviendo a cubrir la talla y los otros materiales—. Yo soy un
artista, no un simple picapedrero.
—Para mí es lo mismo, ¿quieres que le preguntemos al maestro de obras?
—¡No! Ya me voy, encontraré algún lugar donde aprecien mi escultura. Más pronto que tarde todas las
iglesias estarán adornadas y sus altares coronados por imágenes, ¡ya veréis! —afirmó mientras se
marchaba.
—Lo que tú digas. —El sacerdote le despidió contento por su huida.
—¿Y si tiene razón en lo que ha dicho? —murmuró Elías, que había permanecido a su lado.
—Hablar es fácil, pero la mejor forma de decir las cosas es hacerlas.
El lombardo daba indicaciones a Juan para que encendiera un fuego en el recién terminado hogar de
la segunda planta de la torre albarrana. Era una construcción singular, ya que la chimenea no era recta,
sino cónica. Cuando se encendieron las ascuas, el fuego prendió con rapidez y el humo fue aspirado por el
tiro para alegría del constructor. Mientras, Fortún y Javierre curioseaban en el otro singular elemento de
la estancia, la letrina.
Ambos muchachos miraban anonadados el agujero negro construido en piedra. Fortún le explicó a su
amigo cómo funcionaba semejante invento, pues lo recordaba de cuando era niño y lo vio por primera vez
en Abizanda.
—No puede ser —Javierre negaba con la cabeza, volvía a mirar el orificio y volvía a repetir lo mismo—,
no puede ser.
—Te digo que sí, que primero te sientas.
—¿Cómo te vas a sentar para hacer eso?
—Pero ¿quieres dejarme hablar? Mira, te sientas ahí y cae por ese agujero fuera de la torre.
Javierre se quedó en silencio, imaginando la escena.
—Tengo que probarlo.
—¡Qué dices! Estate quieto o nos volverán a llamar la atención.
—Te digo que tengo que hacerlo —Javierre se sentó en la letrina—, necesito cagar ahí como sea.
Uno de los hombres que trabajaba con el lombardo entró llamando su atención.
—¿Qué haces aquí, Fortún? Vamos, el lombardo te quiere abajo.
—Ahora mismo voy —respondió mientras escuchaba un gruñido de su amigo.
—¿Estás sordo? Ahora mismo, ¡venga!
—Espera un poco —pidió mientras seguía escuchando los esfuerzos de Javierre.
—Pero... ¿Qué sandeces estás haciendo?
—Ya podemos bajar. —Javierre apareció sonriente.
—¿Tú también estás aquí? ¿De dónde sales?
—Estaba haciendo unas comprobaciones técnicas, algo rudimentario.
Fortún se echó a reír.
—¡Rudimentario! ¡Malditos niñatos! Vamos para abajo, ¡rápido!
La pareja descendió a toda prisa hasta las rocas sobre las que se asentaba la torre albarrana. Allí,
varios pies bajo el camino de acceso, un par de hombres rodeaban un hoyo en el suelo. A su lado, el
sacerdote permanecía de pie con una mirada todavía más siniestra de lo habitual.
El lombardo se temió lo peor, aquella zona había empezado a horadarse para colocar unos arcos de
descarga que aseguraran el acceso superior. Ya que el continuo trasiego de hombres y caballerizas con
importantes pesos había provocado desprendimientos. Así que imaginó que al final habría habido alguna
desgracia.
En efecto, fue un muerto lo que allí encontró, pero bien muerto. Tanto que por el estado de sus huesos
llevaba allí enterrado un buen puñado de años.
—Es antigua —confirmó el sacerdote—, puede que sea lo más viejo de este lugar.
—¿Qué insinuáis? —El lombardo bajó hasta la misma sepultura—. No me diréis que es de hace siglos.
—Creo que sí.
—¿Bromeáis?
—Soy sacerdote, ¿cómo voy a tomarme a la ligera un muerto?
—Disculpadme, ¿hay más enterramientos?
—No, solo hemos hallado este. Es de buena factura, tuvo que pertenecer a alguien importante en vida.
El lombardo se agachó y movió la losa de la tumba.
—¡Quieto! —El sacerdote le detuvo—. ¿Qué estáis haciendo? Recibió cristiana sepultura, no podemos
profanarla sin más.
—Tranquilo, por si no os habéis dado cuenta tiene un epitafio.
—¿Cómo dices? —El sacerdote pareció sorprendido—. ¿En qué lengua? ¿En latín?
—No lo parece, yo soy incapaz de leerla.
—Esperad. —El sacerdote también bajó al nivel más bajo del enterramiento y examinó el texto.
Mientras, Juan, Fortún, Javierre y el resto permanecían en silencio. Aquellos viejos huesos
desprendían mal fario. A nadie le agrada perturbar el sueño de los muertos, todavía menos si no sabes
quién es el difunto.
—Es latín, aunque la escritura es arcaica, por eso cuesta tanto entenderla.
—¿Vos podéis leerla? —carraspeó el lombardo.
—Sí —la escrutó con detenimiento—, y no os gustará lo que está escrito.
—A mi edad pocas cosas me agradan ya. Vamos, ¿quién está ahí enterrado? Tuvo que ser algún noble.
—Es el Comes Iulianus.
—¡Un conde! —se sorprendió el lombardo.
—Eso es, el conde don Julián. Y hay más, aquí está escrito que fue el mayor traidor de la historia de
Hispania.
—¿Hispania? Hace mucho de aquello, antes de la llegada de los infieles. Cuando en vez de tanto reino,
en estas tierras del sur de los Pirineos solo teníais un monarca que las dominaba todas, sin excepción.
—Quizá tenga algo que ver con eso —comentó Juan, que se había acercado a ellos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó sorprendido el sacerdote.
—Pues que si es tan antigua y habla de que era un traidor, es factible que fuera ese que ayudó a los
sarracenos, ¿no?
—Tiene razón —afirmó el lombardo—. Es posible que este lugar fuera usado en la antigüedad, quizás
este castillo no sea el primer edificio que se levanta en este paraje.
—La tumba está aislada —recalcó el sacerdote.
—Ahora, pero hace siglos... quién sabe. Os recuerdo que llega un momento en la vida en que conoces
más gente que está muerta, que viva. Y si es un traidor, eso explicaría que nadie haya profanado la tumba.
—Yo tampoco lo haré —el sacerdote se separó de ellos—, no lograremos nada bueno, solo infortunios.
Aunque la tumba fue ocultada bajo un manto de pesadas rocas, y se intentó mantener en secreto la
identidad de su dueño, los rumores corrieron por Loarre. Los aldeanos, y también los forasteros llegados
para trabajar, cayeron pronto presa de las supersticiones y las oscuras leyendas, que ya de por sí
rodeaban aquel lugar, y se volvieron cada vez más terrenales.
Llegó una noche de truenos y relámpagos, en la que la lluvia parecía ser un castigo divino. Caía con
tal violencia que inundó establos y casas, creando ríos de barro en la aldea y desprendimientos en las
partes inacabadas de la fortaleza. Hubo que trasladar al ganado a la parte más alta, puesto que corría el
peligro de morir ahogado y aun así se perdieron algunas ovejas y cabras. El grano también se puso a
salvo. Aunque se reforzaron ventanales y puertas, el agua entraba como si estuvieran en medio del cauce
de un barranco. Así que todos los habitantes sin excepción se refugiaron en la sala de reuniones, más alta
y mejor preparada para tales inclemencias.
Allí, mientras se calentaban en torno al fuego, sucedió algo terrible.
Entraron dos de los vigías que controlaban los pasos desde lo alto del pico junto a Loarre. Se les
recriminó de inmediato su presencia allí y que no estuvieran realizando sus labores, ya que a pesar del
terrible temporal, tenían la obligación de permanecer en sus puestos. Venían con el rostro desencajado, la
mirada asustada y tiritando de miedo. Uno de ellos no podía hablar, el otro se acercó al sacerdote y le
susurró algo al oído.
Todos querían saber qué había ocurrido, pero el religioso no dijo nada. Fue el propio centinela el que
rompió el silencio.
—Lo he visto.
Nadie se atrevió a preguntar el qué, puesto que el miedo puede llegar a silenciar cualquier multitud.
—Lo he visto —repitió con los ojos corrompidos de temor—, he visto al ejército fantasma.
Fortún se quedó confundido, observó los rostros de miedo y no comprendió qué sucedía.
—Ya te hablé de él en una ocasión —susurró Javierre a su espalda—. Según se cuenta en las montañas,
cuando hay tormenta, desde lo alto de los mallos que vigilan el cauce del río Gallicius, se ve brillar unos
estandartes. Lo que parece ser una tropa aliada o enemiga, no es ninguna de las dos cosas. Se trata de los
gritos y relinchos de una horda de caballeros muertos, algunos de ellos hace siglos, pero que siguen
vagando por el mundo de los vivos. Un antiguo ejército que crece sin parar, condenado a vagar por las
montañas, en busca de almas que reclutar para sus huestes. Son ladrones, bandidos, desertores, infieles,
violadores o condenados. Nadie puede hacerles frente, puesto que ellos nunca mueren. De aquellos que
los han visto, se dice que quedan malditos para siempre, y que tarde o temprano, el ejército fantasma
viene a buscarlos.
24
Loarre. Finales de noviembre del año 1035
El invierno prematuro llegó con virulencia, como si un gigante hubiera despertado tras un largo sueño y
hubiera comenzado a soplar con un aire helador, que trajo consigo la primera nevada. Los caminos
desaparecieron bajo el manto blanco, el paisaje cambió tanto, que era irreconocible. Las montañas
aparecieron cubiertas en su totalidad, las corrientes de agua, congeladas, los árboles cambiaron su forma,
los animales se escondieron en sus madrigueras, y hasta los hombres se volvieron más huraños y
sombríos. Trabajar en aquellas condiciones se convirtió en un imposible, así que las obras se paralizaron y
todos se refugiaron entre las escuetas paredes de sus casas de madera por donde el invierno intentaba
colarse en cada rendija que encontraba abierta.
Cuando dejó de nevar, la mayoría de los habitantes de la aldea solo salían para ir a misa en la nueva
iglesia, lo que suponía ascender por el risco y pasar junto a la torre exenta, cruzar luego bajo la torre
principal y adentrarse dentro del recinto fortificado, que estaba cerrado por tres de sus lados, por lo que
daba un evidente aire de seguridad.
Las presiones del sacerdote surgieron efecto y la iglesia estaba casi terminada en uno de los ángulos
del recinto, el del mediodía, continuando el muro de cierre del perímetro defensivo, como si fuera la
quinta torre del conjunto.
El lombardo demostró su astucia, había construido el templo religioso y a la vez terminado la última
torre.
Aquel día todo el pueblo de Loarre se apelotonó dentro del reducido espacio del templo castrense,
dotado de una única nave con un tejado a dos aguas cerrándola y con la puerta de arco de medio punto,
dovelada, a los pies del muro norte. Para iluminarla, el lombardo había rasgado el muro con una pareja de
vanos de medio punto. La luz de la tarde entraba por ellos creando una atmósfera que sobrecogía a los
fieles que la llenaban. Había estado lloviznando desde media mañana y eso había rebajado algo la nieve
que se acumulaba en el suelo. No así en los tejados de las casas y las copas de los árboles. El ambiente se
había vuelto más húmedo y pesado.
El sacerdote hablaba desde la cabecera, compuesta por un cilindro absidal de tambor, con una bóveda
de cuarto de esfera donde se abría un estrecho ventanal centrado y sin adornos. Juan se sonrió al ver la
pericia del lombardo para dotar el templo de un aire místico. Fortún, al contrario, lamentaba el que no se
hubiera cubierto con la bóveda de arista.
—Hijos míos —el sacerdote inició la misa—, el invierno ha llegado, el invierno siempre llega. Podemos
correr, pero, incluso aunque pudiéramos volar como los pájaros, las frías garras del invierno nos
atraparían.
A todos les sorprendieron aquellas primeras palabras, que dieron pie al inicio del rito.
—Me acerco a tu altar, Dios omnipotente y eterno, para ofrecer este sacrificio a tu majestad —dijo en
voz alta de espaldas a los presentes—, suplicando tu misericordia por mi salvación y la de todo el pueblo.
Dígnate aceptarlo benignamente pues eres bueno y piadoso. Concédeme penetrar en el abismo de tu
bondad y presentar mi oración con tal fervor por tu pueblo santo, que se vea colmado de tus dones. Dame,
Señor, una verdadera contrición y lágrimas que consigan lavar mis propias culpas y alcanzar tu gracia y tu
misericordia. —El sacerdote besó el altar en silencio y se dirigió a los fieles.
Continuó con el Gloria a Dios en el cielo y unas pocas voces cantaron el Trisagio. Después, el
sacerdote, con las manos extendidas, recitó una oración.
—Oratio post gloriam.
—Amén —pronunciaron todos.
Tras la misa, todos salieron a la explanada del patio de armas del castillo. La nieve daba un aspecto
diferente a las defensas de aquella construcción. Hasta el lombardo parecía distinto con la llegada del
frío. Había abandonado sus pergaminos y la tabla de cera, y pasaba demasiado tiempo junto a los hombres
bebiendo vino para calentar las tripas.
La realidad era que poco tenían que hacer en esa época del año, ni siquiera podían hacer acopio de
madera. A Fortún, su padre le había enseñado todo lo necesario sobre ella y gracias a él sabía que debía
cortarse entre el otoño y la víspera del invierno. No era tampoco conveniente cortarla en primavera, pues
todos los árboles están entonces a punto de brotar y concentran su energía para hacer florecer su follaje y
sus frutos de cada año.
En el invierno, cuando están sin hojas y húmedos, no sirven, debido a su porosidad. Por la misma
razón, en el otoño, al madurar sus frutos y en consecuencia marchitarse su follaje, recibían las raíces de
los árboles toda su savia de la misma tierra, y volvían a renovar su anterior robustez.
El invierno era necesario, la fuerza del frío les daba consistencia y los mantenía comprimidos.
Durante la misa del siguiente domingo, Fortún escuchó con atención los versos en latín, cada vez más
fáciles de seguir por Javierre y él, pero que, en cambio, eran incomprensibles para el resto de asistentes.
La liturgia era así, llevaba inamovible desde hacía siglos, desde antes de que llegaran los infieles, cuando
en todo el territorio desde los Pirineos hasta las columnas de Hércules reinaba un mismo rey cristiano.
Hacía demasiado de aquello y parecía que el único vestigio de aquella época era la fe y, sobre todo, su
liturgia.
A menudo, Fortún se dejaba llevar durante la misa, pasaban por su cabeza las más extrañas ideas y
casi todas tenían como protagonista a Ava. La arquera se dejaba ver en contadas ocasiones, la mayor
parte del tiempo nadie sabía por dónde deambulaba. Fortún aprovechaba la obligatoria asistencia a la
misa del domingo para observarla a escondidas. Aquel día tenía la mirada manchada de dudas, como si
algo la preocupara. Se fijó en la expresión de Ava, como si de esa manera fuera capaz de averiguar qué
podía pasar por su cabeza. Tanto la miró, que en un descuido ella volvió su rostro y sus ojos se
encontraron.
Entonces una ráfaga de viento entró sin llamar por uno de los huecos inacabados de la iglesia y golpeó
la Biblia que, entreabierta en el altar, leía el sacerdote.
Todos enmudecieron.
El viento recorrió la única nave como si fuera el eco de un gigante.
Aquello no era una buena señal.
Las miradas se cruzaron, las gentes de la aldea, cristianas devotas, también practicaban las
supersticiones y adoraciones a los antiguos dioses, y aquel golpe de viento no parecía casual.
—¡Silencio! —ordenó el sacerdote con una autoridad que hizo claudicar a los más nerviosos—. Estáis
en Santa Misa.
El silencio volvió y con él, las fabulaciones de Fortún, que buscó la melena suelta de Ava. Ella se
encontraba en uno de los últimos rincones de la iglesia, como si aquello le mantuviera a salvo de las
sagradas palabras. Ava se percató de los ojos que resbalaban por su pelo y, lejos de ruborizarse o
disimular, como hubiera hecho la mayoría de las mujeres del pueblo, cuando todos repitieron las palabras
del sacerdote, Ava clavó sus ojos en él.
Fue Fortún el que se avergonzó y devolvió su atención a la liturgia. El siniestro sacerdote seguía
recitando pasajes del Antiguo Testamento. Su semblante era tan firme como los muros de la iglesia, tanto,
que ambos parecían en perfecta comunión. La luz, los cánticos y los fieles formaban un armonioso
conjunto.
Las misas eran largas y la gente terminaba agotada. Cuando salió al exterior, todos murmuraban y se
dispersaban con diferentes destinos.
Pero aquel día hubo una mujer en particular que se alejó más del resto. Era Ava.
Ella se coló entre el andamiaje del castillo y subió a la muralla. Echó una ojeada a los trabajos de
construcción de la base y después alcanzó la parte más alta de la torre. Era la primera vez que estaba allí.
Observó todo el espacio que se dominaba, respiró profundamente y expulsó el aire en un aliento en forma
de nube.
Contempló cómo la luz incidía sobre los sillarejos, iluminando su variedad de tonos. Aquellas piedras
toscas, sencillas y humildes, como ellos, hombres y mujeres de las montañas de un recóndito condado en
la frontera, iban a ser capaces de levantar una fortaleza inmensa. Puso las palmas sobre el muro más
exterior y sintió la fuerza de la piedra, como si ella misma fuera parte de la fortaleza. Ava estuvo largo
tiempo, en silencio, en paz y, sobre todo, en armonía con el castillo.
En la parte baja de Loarre, junto a las ruinas de la vieja ermita, el lombardo maldecía el viento que se
había levantado. Observaba cómo agitaba las ramas de los árboles, la fuerza con la que movía las nubes
sobre el castillo y la manera en que balanceaba una caldereta de caldo que una mujer morena se afanaba
en sujetar sin que nadie la ayudara.
—Malo —murmuró—, tres días seguidos de este viento de occidente no pueden hacer más que daño.
Sabía lo que decía, nadie mejor que él conocía los distintos tipos del viento, su fuerza, su constancia y
lo más importante: sus consecuencias.
—¿Qué ocurre, maestro? —preguntó Javierre al pasar a su lado—, se os ve compungido, ¿os encontráis
bien?
—Es este maldito viento.
—Ya parará, no puede quedarle mucho, lleva varios días soplando así.
Ese era en efecto el problema. Tres días para ser más exactos hacía que aquel viento les azotaba sin
descanso. Aquel no era un viento propio de aquellas fechas del año. En pleno invierno nunca soplaban
aires desde esa dirección durante tanto tiempo.
—Es un viento de transición —comentó el lombardo—, algo nuevo se avecina, un importante cambio.
—Maestro, tenemos que seguir con el latín, Fortún y yo estamos ansiosos de aprender más —dijo
Javierre, cambiando de asunto.
El lombardo asintió a regañadientes, no estaba para perder el tiempo con esos muchachos. Le dolía la
cabeza y no evacuaba desde que había empezado aquel molesto aire. Debería tomar algún mejunje para
hacer de vientre o continuarían los dolores de tripa que tanto le aquejaban.
«Maldito viento», repitió para sí.
—Que te quede una cosa clara, no es por ti por quien pierdo mi valioso y cada vez más escaso tiempo,
así que no me digas qué debo hacer. Si he accedido a que estés presente en mis enseñanzas es por
respeto a Juan y su hijo, nada más. Si por mí fuera, te dedicarías solo a limpiar establos.
Envuelto en sus lamentaciones, no se fijó en la llegada de un jinete a Loarre. Se trataba de un joven
paje que arribó exhausto, sucio y sediento. Fue llevado hasta el pozo donde la compleja máquina diseñada
por el lombardo extraía copiosas cantidades de agua. Allí se lavó el rostro y bebió de manera afanosa.
Javierre fue de los primeros en interesarse por él, no todos los días llegaba una montura a Loarre, y el
muchacho estaba siempre ansioso de conocer nuevas de otros rincones del reino.
—Debo ver al maestro de obras.
—Claro, está aquí mismo —respondió Javierre—, aunque te aviso que está de mal humor, no le gusta
nada el viento.
—¡El viento! Creo que tenemos otros temas más graves de los que preocuparnos.
—¿De qué estás hablando?
—Llévame con él, tengo más aldeas que alertar.
Javierre se sorprendió tanto con el comportamiento y la premura del mensajero que lo condujo de
inmediato a donde estaba el lombardo.
Lo hallaron resguardado detrás de un muro formado por varias jarras de vino, ensimismado en sus
pensamientos. El mensajero dudó al verlo, no esperaba que aquel anciano deprimido y bebido fuera el
responsable de la construcción del castillo más famoso del reino, aquel del que todos hablaban, levantado
frente a las narices de los infieles.
—Maestro de obras —dijo para llamar su atención—, discúlpadme traigo un mensaje importante. —No
logró llamar su atención—. Es sobre el rey Sancho.
Aquello pareció despertar su interés y levantó la mirada como si fuera un acto de caridad con el
visitante.
—Y bien, ¿qué quiere el rey?
—Señor, el rey Sancho ha muerto.
Parte II
EL CONDE RAMIRO
25
Loarre. 19 de diciembre de 1035
Uno de los vigías dio la voz de alerta en Loarre al divisar una columna de diez hombres a caballo que
llegaba por el camino del norte. Se trataba de Lope de Ferrech, señor de aquellas tierras. El noble cruzó
el poblado precedido de dos fabulosos mastines justo en el momento en que un grupo de varios habitantes
estaba preparando varias fogatas para calentar calderetas, mientras en el centro del pueblo unos
cazadores descuartizaban abundante caza: venados, jabalíes y un par de corzos.
Lope vestía tan diferente a la gente de Loarre que atrajo las miradas de todos los presentes. Llevaba
algo parecido a una saya con galones de oro en las bocamangas y bordes inferiores, abierta por delante y
detrás, justo por encima de las rodillas. Sobre ella, un arnés de guerra y, cubriéndolo todo, lo que parecía
una aljuba azul de anchas mangas.
El noble se encaminó hacia el castillo, pasó al lado de la torre albarrana, ya finalizada, y bajó del
caballo frente a la estrecha puerta con el arco típico de las construcciones lombardas que daba acceso al
recinto. La torre que la defendía aún no estaba coronada, pero pareció contento con su estado y con la
fina galería de la parte superior. Contempló la iglesia castrense y la torre norte. En medio, el extenso
patio de armas, en cuya esquina se disponía las mesas de trabajo del lombardo y su infinidad de
pergaminos y herramientas.
—Veo que no descansáis ni en invierno.
—Con las obras detenidas, es buen momento para hacer comprobaciones. —El viejo lombardo sonrió
al verle llegar.
—El rey ha muerto...
—Es ley de vida, todos morimos. Los que estamos más cerca de ese momento aprendemos a convivir
con ello —volvió la vista a sus tareas—, y no nos afecta tanto como a los más jóvenes.
—Soy un hombre de armas, os aseguro que la muerte no me asusta, temo más a los vivos. En especial,
a los que acuden como moscas a repartirse el reino nada más morir el rey. Se avecinan tiempos oscuros,
todo lo que logró nuestro rey está en peligro, también este castillo.
—La muerte de Sancho el Mayor no tiene por qué influir en nuestro trabajo, su primogénito querrá
una frontera segura y...
—Lombardo —el tono de su voz se volvió más seco—, estas tierras no pertenecen al rey García.
—¿Qué estáis diciendo? Solo él puede ser coronado rey de Pamplona.
—Eso es cierto, pero su padre nos ha dejado un testamento envenenado, ha dotado a todos sus hijos
de territorios y algunos... Bueno, algunos no tienen sentido y acarrearán problemas, y, si no, tiempo al
tiempo.
—Entonces, ¿a quién pertenece ahora Loarre? ¿A Fernando?
—Él ha sido nombrado conde de Castilla, por derecho directo de su madre, la reina Munia. Los otros
condados: Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, se han repartido entre los otros dos hijos del rey.
—¿Dos?
—Ramiro, a pesar de ser de distinta madre, también ha obtenido territorios. Aragón para ser más
exacto.
—Ese condado era la dote que recibió la reina en su matrimonio con el rey. ¿Por qué ha permitido ella
que pase a alguien que no es hijo suyo?
—Lo ignoro, pero así ha sido. En cambio, los condados orientales, Ribagorza y Sobrarbe, los últimos
conquistados, son ahora del pequeño Gonzalo.
—Es un crío, su señor debería ser el rey de Pamplona. —El lombardo bajó la cabeza moviéndola de un
lado a otro, poco convencido con las palabras que escuchaba—. ¿Qué pasará con nosotros?
—Loarre es un territorio en disputa entre Gonzalo y Ramiro, no está claro quién es su señor. Puesto
que aunque estamos en los dominios de Aragón, es una conquista reciente, como Sobrarbe y Ribagorza.
—¿Qué queréis decir? ¿Que no tenemos señor?
—O que tenéis dos.
—¿No hablaréis en serio? —sopesó sus palabras—. Os podéis hacer una idea de en qué situación nos
deja esto.
—Seguimos con nuestro objetivo, confiad en mí.
—¿Cómo podéis decir tal cosa? ¡Todo ha cambiado! —protestó, dando un golpe contra el pergamino
más cercano, el cual salió despedido.
—Tranquilizaos, lombardo, lo importante ahora es guardar la calma. El trono de Pamplona es un juego
y por ahora solo se han lanzado los dados una vez. Debemos esperar pacientes la próxima jugada. Os
puedo adelantar que Ramiro es una caja de sorpresas y que dudo de que deje escapar fácilmente un
territorio en disputa.
—No me gustan las estratagemas de vuestra corte. Yo soy maestro de obras, me preocupan los muros
de este castillo, no sus dueños. —Una ráfaga de aire agitó su escaso cabello—. ¡Y este condenado viento!
¿Es que no va a detenerse nunca? ¡Nos terminará volviendo locos a todos! Si es que no lo estamos ya —
murmuró en tono más apagado.
—Lombardo, Ramiro sigue interesado en esta obra. Nos ayudará a proseguir con ella y a terminarla.
—Así que esa era vuestra apuesta —carraspeó— y os ha salido bien, ¿verdad? Ramiro, hijo del rey
Sancho, así firma nuestro señor.
—En la vida hay que arriesgar para triunfar.
—Os recuerdo que solo es un conde. Le debe vasallaje a su hermanastro, el rey García. Es hijo de un
rey, nunca lo olvidéis. Si soy sincero con vos, prefiero no saber más, lo que me importa es conocer si nos
seguiréis financiando.
—Eso es más difícil, debemos formar un ejército por si sus hermanastros intentan apoderarse del
condado.
—Un castillo como este puede ser la clave para que un pequeño condado... se convierta algún día en
un próspero reino.
—Lombardo, lombardo... Veo que sois tan listo como aparentáis.
—Cualquier hijo de Sancho el Mayor querrá ser rey, de lo contrario, yo dudaría de que de verdad fuera
sangre de su sangre. —El lombardo sonrió con malicia—. Estoy seguro de que Ramiro quiere que Loarre
sea suyo cuando esté terminado.
—¿Y será así?
—Si seguimos recibiendo los materiales y fondos necesarios para reanudar su construcción pasado el
invierno, os doy mi palabra de ello.
—¿Cómo sé que podéis mantenerla?
—¿Y cómo sé que vos podéis hacerlo con la vuestra?
—Cuidad vuestra lengua, hasta ahora yo he cumplido todo lo que os prometí —respondió enojado y
violento—. Os daré le que preciséis para finalizar el castillo, pero recordadlo, el señor de Loarre será
Ramiro, conde de Aragón.
—¿Y Marcuello?
—Eso es otro tema —le cambió el gesto—. Nada podemos hacer para detenerlo.
—¿Nada?
—Sin contradecir la voluntad del difunto rey, no —respondió tajante—. Si ahora nos enfrentamos a
Bernart de Marcuello, el rey de Pamplona podría castigarnos y crearíamos un conflicto entre los
herederos.
—Maldita sea, espero que pronto llegue el día en que los reyes y señores piensen menos en ellos y
más en las gentes que gobiernan.
—Pasarán mil años.
—Ojalá eso fuera tiempo suficiente, aunque lo dudo. Serán otros los señores, pero siempre habrá
vasallos de los que abusar.
26
Loarre. Fin de la Cuaresma del año 1036
Acabado el periodo invernal y, como prometió el tenente, volvieron a fluir la piedra y los recursos para
continuar las obras del castillo. A Loarre llegaron nuevas gentes, todas ellas traían noticias dispares sobre
la situación del antiguo reino de Sancho el Mayor. La incertidumbre por el pequeño condado de Aragón,
que había heredado Ramiro, era evidente. Aunque mientras siguiera prestando vasallaje al rey de
Pamplona, no debería afectar a sus vidas.
Pasó la época de lluvias y llegó la hora de fecundar la tierra para que diera buenos frutos con los que
alimentar a los trabajadores el resto del año. Para ello, lo principal era cumplir con las tradiciones de los
viejos dioses y unir el sentir de las generaciones ya desaparecidas y de las que aquí estaban, venteadas
por mil vicisitudes. Aquel día se colocaría el mayo en la plaza del mercado de Loarre.
Desde que se había retomado aquella costumbre, cada año se volvía a realizar con inusitada
expectación.
Los hombres solteros escogieron el más alto y lo transportaron a hombros. Fortún, Javierre y el resto
de mozos lo trasladaban sintiendo el hombro del vecino, para respirar y empujar todos juntos. Había que
clavarlo en las entrañas de la tierra. Levantándolo a empujones, metiendo los riñones. A causa de la
enorme envergadura del ejemplar de aquel año, aceptaron de forma excepcional la ayuda de los hombres
casados y viudos. Así que Juan echó una mano a Fortún, y todos juntos cumplieron la tradición.
Poner el mayo tenía también la función de unir, de hacer grupo, de sacar a los vecinos de sus casas y
llevarlos juntos a la plaza.
Las mujeres no podían participar, eran meras espectadoras. Aquello era lo que más odiaba Ava, pero
no podía evitar ir a verlo, aunque se mantenía bien oculta tras la capa y retirada de las primeras filas. La
arquera comprobó que también el novicio estaba allí, en una segunda fila. Mientras el sacerdote bendecía
la ceremonia, se acercó a él.
Era cumplir un rito que sumaba miles de años, que provenía de cuando las montañas todavía no
existían y los hombres no conocían la ley de Dios. Era una manera de agradecimiento a la tierra, por todo
lo que ella les daba y les había dado, que hacía que siguieran vivos.
Eneca sabía que no solo era eso. Se trataba de un acto de fecundación, una ceremonia de religión
animista, el falo que entraba en la madre Gea, abierta y húmeda por las lluvias de abril. Ella, que seguía
aprendiendo la religión del nuevo Dios junto al sacerdote, veía cada vez más similitudes entre Él y
divinidades de sus ancestros.
«Quizá sean los hombres los que confunden a los dioses, quizá nos pongan a prueba», pensaba ella. La
muchacha estaba segura de que, como la tierra tras el invierno, pronto ella también saldría de su letargo.
Debía estar preparada, pues había visto en sus sueños que la edad de la oscuridad en las montañas
llegaba a su fin. Que una nueva era estaba a punto de empezar y que aquel castillo era la punta de lanza
que se clavaría en la Tierra Llana.
Tras plantar el mayo, hubo mercado en Loarre. Juan y Fortún caminaban entre los puestos de los
comerciantes que habían llegado desde el norte, de Sangüesa, Uncastillo y Luesía. Había verduras
frescas, pieles curtidas, alfareros, zapateros, un vinatero con mucha mercancía y un pescadero con la
barba más larga que Fortún había visto nunca. Su cabello estaba igualmente alborotado y vestía diferente
al resto. Botas más altas, la ropa más ajustada y tenía un dibujo que le subía por el cuello y que parecía
unas olas.
—Aquí sois muchos hombres, por suerte no a todos les gusta la carne, si no me arruinaría. Mi pescado
es el mejor, viene de muy lejos.
—Eso decís todos —replicó Juan, al tiempo que el pescadero cogía una estupenda trucha—, pero
nunca contáis de dónde.
—Porque sería un error. ¿O es que acaso quieres que arruine mi negocio? —Se rio—. Mujer, no lo
dudes, ¡pescado fresco! —gritó al ver que alguien se acercaba.
—Nada más lejos de mis deseos. —La mujer pasó de largo—. Es otra cosa lo que quiero —dijo Juan,
mirando alrededor, ahora que no había nadie—. Ya que viajas mucho, ¿qué sucede en Pamplona?
—Umm, mala pregunta.
—Pero espero una respuesta.
—En la corte de Pamplona se han despertado las disputas entre los hijos del difunto rey, ninguno está
contento con su herencia. Ni siquiera el pequeño Gonzalo, que parece poco dispuesto a abandonar la
corte para reinar en los condados más orientales. Además, el monarca de León ha muerto de forma
inesperada sin sucesor.
—Cada vez que muere un rey se despierta la tempestad —susurró Juan, negando con la cabeza—,
¿quién será el sucesor?
—De entre todos los candidatos, parece que van a elegir a Fernando.
—¡Al conde de Castilla! Al segundo hijo del rey Sancho.
—¡Ssssh! No grites —le reprochó—. Ahora será más poderoso que su hermano mayor, el rey de
Pamplona.
—Eso no traerá nada bueno.
—¿Y vuestro conde? Dicen que Ramiro ha sabido ganarse a las gentes de su pequeño condado.
—Nos sigue apoyando en la construcción del castillo, tal y como deseaba su padre. Pero no es lo
mismo servir a un rey que a un conde.
—No subestimes a Ramiro, es listo, y recuerda que ha logrado un condado que no le pertenecía por
derecho, por algo será —dijo, saludando con la mano a dos hombres—. Los musulmanes llevan un tiempo
sin atacar, y eso a pesar de la muerte del rey Sancho. ¿Por qué crees que será?
—La verdad es que es algo que yo también me pregunto.
—Ramiro quiere debilitar a los infieles. Por ello ha accedido a no atacarles a cambio de que le paguen
parias: oro, plata, vino, cereal, calzado y lino. —El pescadero envolvió dos truchas en un paño.
—Pero eso no tiene sentido...
—Dicen que planea algo y precisa de recursos, y que va a otorgar cartas de franqueza a las
propiedades de los hombres de frontera.
—Es la única manera de repoblarla, es listo, sigue la política de su padre.
—No solo eso, ese Ramiro tiene las ideas muy claras. Es consciente de que debe debilitar a los
musulmanes y dotar a su condado de una infraestructura militar adecuada, y en ella el castillo que se
construya en esta zona es la clave de bóveda, bien sea Loarre... o Marcuello.
—Será Loarre —afirmó Juan enérgico.
—Bueno, eso no es lo que se comenta en Pamplona y Jaca.
—Ya sabes que no será solo un castillo militar, sino que también servirá para atraer población a esta
zona de extremadura. Permitirá formar una frontera y dejar claro dónde está Dios y dónde los infieles.
—Lo dices como si no fuera evidente.
—Y no lo es. Una vez creada la frontera, el conde Ramiro podrá desarrollar la idea de conquista, un
ansia por tomar lo que no es vuestro, ¿entiendes?
—¿De verdad crees que logrará despertar ese sentimiento?
—Ya lo creo, en el momento que se deja claro qué es tuyo y qué de los otros, ansías tenerlo. Cuando
Loarre marque la frontera, todos los cristianos ansiosos de tierras y fortuna tendrán claro dónde deben
atacar.
—Estás en lo cierto. En una zona como esta, los hombres somos libres. Tenemos acceso a tierras y
privilegios que en el norte solo están reservados a los señores.
—El único problema es que estás bajo la soberanía de su hermano, el rey García de Pamplona —le
recordó en un tono de voz muy bajo—. Aun así, dicen que Ramiro actúa con mucha libertad, e incluso ha
iniciado el reparto de tenencias entre los más importantes señores con el objetivo de seguir manteniendo
la fidelidad que estos habían prestado con anterioridad a Sancho el Mayor. Les entrega la tenencia y
después manda edificar la fortificación, de ese modo el señor debe vigilar la evolución de la obra, como
sucede en Loarre.
—Sí, he oído sobre esa práctica en las obras. Después los señores deben poner sus huestes al servicio
del rey, durante tres meses al año en sus cabalgadas. Creo que cada señor del reino aporta hasta una
docena de hombres a la hueste o cabalgada.
—Crees bien. Aunque ya se sabe, los señores nunca viven en los castillos, como habrás podido
comprobar. Ellos están concentrándose en Jaca, dicen que pronto se construirá una ciudad allí.
—¿En Jaca? Es solo una aldea.
—Y hace poco Loarre solo era un risco rocoso. —Rio—. Para Ramiro, Loarre es imprescindible. El
reino de León o el de Pamplona, el condado de Castilla o el de Barcelona, todos ellos tienen un pasado
legendario. Provienen de grandes reyes y condes que se enfrentaron a los invasores o son descendientes
de esplendorosas dinastías francas. El condado de Aragón carece de esa identidad, no tiene pilares sobre
los que asentarse, solo la figura de Ramiro, un hijo fuera del matrimonio del rey de Pamplona. Aragón no
sobrevivirá a su figura.
—¿Insinúas que Loarre le permitirá subsistir?
—¿Qué mejores pilares para forjar un reino que unos de sólida piedra? No solo la de Loarre, también
la de los otros castillos, iglesias y monasterios, y algún día, una seo para el obispo. Aragón se forjará
sobre piedra, igual que otros reinos lo han hecho sobre leyendas.
—Pero ¿por qué no nos atacan los infieles? El tenente del castillo solo ha dejado aquí a unos pocos
castellanos y algunos caballeros que los deben defender.
—Sí, no es una excepción. En cada castillo no suele haber más de diez hombres armados. Ellos solos
deben ser capaces de defender la fortificación.
—Difícil tarea para tan escaso contingente.
Fortún llevaba días buscando a Ava por cada rincón de Loarre, soñaba con ella, con sus besos, sus
caricias, con el roce de su cuerpo, con el sabor de su piel. Era casi enfermizo, había descuidado sus
labores en las obras y había vuelto a su comportamiento errático y despistado de antaño.
Una presión le oprimía el pecho, necesitaba verla, pero sabía que eso no bastaría, que cuando entrara
de nuevo en sus ojos querría poseerla.
¿Por qué ella se mantenía alejada? Solo se veían cuando Ava lo quería y él no podía continuar de esta
manera.
Así pasaron los días.
Hasta que no pudo más y una tarde subió a lo alto del castillo, desde allí estuvo vigilando hasta que la
identificó a las afueras de Loarre y corrió a su encuentro. No le fue fácil seguirla, Ava caminó rápida hacia
el bosque. Fortún tuvo mucho cuidado de que nadie le viera seguirla. Cuando se alejó de la aldea,
aumentó el paso para no perderla entre los árboles. La arquera se adentró en la montaña y él empezó a
tener dificultades para lograr seguirla, hasta que Ava desapareció.
Dio varias vueltas, buscó sus huellas, pero Ava era muy cuidadosa y su rastro había desaparecido.
La había perdido.
De pronto sintió una punta afilada en su garganta.
—No te muevas.
—Soy Fortún...
—¿Y qué demonios haces siguiéndome? —Ava no aflojó un ápice la presión en el cuello.
—Quería verte.
—¡Estúpido! —por fin le soltó—, no vuelvas a hacer tal cosa.
—¿Por qué? ¿Con qué razón me tratas así?
—A mí nadie me habla de ese modo, ¿quién te crees que eres?
—Pero nosotros...
—Yo no soy una mujer de la aldea a la que encerrar en casa para que te lave y te cocine, y con la que
aliviarte cuando te plazca. Yo estoy aquí porque así lo quiero, para proteger estas gentes y el castillo, no
tengo señor y menos dueño.
—Ya lo sé, pero tú y yo, bueno... ya sabes.
—Sí, claro que lo sé, ¿y tú? ¿Qué sabes tú?
—Yo entiendo que...
—No, Fortún, tú eres todavía un crío, no entiendes nada —afirmó con desprecio—. Márchate.
—No, espera. —Fortún la cogió del brazo y ella le lanzó una mirada que le obligó a liberarla de
inmediato—. ¿Qué es aquello que no entiendo? Ayúdame, por favor, dime qué es lo que ocurre.
Ava lo escrutó y lanzó un suspiro.
—Fortún, la realidad no es clara. Mira a tu alrededor, la oscuridad nos envuelve, no hay nada seguro
en estas montañas. A veces, la única luz es tenue y difusa, y puede ocultarse donde menos te lo esperas,
incluso en el fondo de una mirada. —Dio un par de pasos hacia delante—. Se aproximan tiempos difíciles,
yo sola no podré defender este lugar. Llegado el momento, necesitaré ayuda, quizá la tuya. He visto algo
en ti y confío en que puedes llegar a hacer grandes cosas. Pero eso es todo. —Después se alejó,
perdiéndose en la noche.
Fortún, confundido, regresó hacia su cabaña. No entendía por qué Ava había pronunciado aquellas
palabras. Era tan extraño. La arquera había visto algo en él. Pero no le quería a su lado. Al llegar a
Loarre, vio una sombra que bajaba del castillo. Se ocultó tras una cerca de madera y vio pasar a Poniente.
Aquel gato aparecía en el lugar menos esperado siempre. Se iba a levantar, cuando oyó un ruido. Se
agachó de nuevo y esta vez vio pasar a Javierre. Fue a llamarle, pero no iba solo, y eso le detuvo.
No podía ver quién le acompañaba y esperó hasta que se alejaron sin decir nada.
Tampoco le apetecía explicarle que había estado con Ava. No sabía el porqué de ello pero lo prefería
así, por lo que agradeció que pasara de largo.
Ahora debía regresar antes de que su padre descubriera que se había marchado en plena noche y
cumpliera su amenaza de darle una buena paliza.
Fortún pasó varios días dándole vueltas a lo ocurrido con Ava, de hecho, no pensaba en otra cosa.
Tenía una amarga sensación, como un dolor que se extendía por sus huesos, no podía explicarlo bien, pero
era una desazón que le robaba las fuerzas y las ganas de vivir.
—¿Se puede saber qué te ocurre? —le preguntó Javierre.
—Nada.
—Fortún, acabas de serrar al revés esos maderos, era en vertical no en horizontal.
—¡Maldita sea!
—Es esa arquera, ¿verdad?
—No, solo es que... Bueno, sí, es ella.
—Te lo dije, que no te traería nada bueno.
—¡Vosotros! —gritó el lombardo—, queréis dejar de hablar tanto y trabajar más. ¡Tú! —dijo, señalando
a Javierre—, siempre igual, deja de cuchichear y ponte a hacer algo de provecho.
—Sí, señor —respondió con firmeza—. Ese maldito viejo, algún día me las pagará —susurró—, ya lo
creo.
—Tranquilo, no es mal hombre.
—¡Tú qué sabrás! A ti no te trata igual, como eres el hijo de su ayudante...
—Javierre, ¿qué demonios estás diciendo?
—Estás ahí pasmado, lamentándote cuando no tienes motivos. Tu padre es el ayudante del lombardo,
a ti te enseñan y te tienen bien considerado, te has acostado con la mujer más excitante que conozco, y en
cambio, estás aquí lloriqueando... Yo no tengo familia, el lombardo me trata como a una mierda, Ava ni me
mira a la cara... ¿Quieres que siga?
—Lo siento —Fortún asintió—, tienes razón, perdóname. No puedo seguir lamentándome por esa
mujer. Javierre, somos amigos, yo no voy a fallarte.
—Lo sé —el joven se rascó la nuca—, tengo algo que contarte. He descubierto qué es lo que estaba
desenterrando el sacerdote en la vieja iglesia aquella noche en que le viste.
—No puedo creerlo, ¿qué era?
—Unas reliquias, oí cómo se lo decía a un hombre hace dos días. Debía de ser un mensajero, porque
partió de inmediato.
—¿Cómo pudiste escucharlo?
—Estaba subido al tejado de la iglesia y desde allí se filtraba lo que hablaban en el interior del templo.
—¿Y qué hacías...? Déjalo, no quiero saberlo, pero sí de quién eran las reliquias.
—Mantén la boca callada, creo que nadie más lo sabe y nos meteremos en problemas si corre la voz,
creo que el sacerdote lo lleva en absoluto secreto.
—Confía en mí, Javierre.
—Aseguró que eran de san Demetrio.
—¿Y por qué no lo anuncia? Las reliquias atraerían a mucha gente, sería una gran ayuda para la
construcción del castillo.
—Lo ignoro, eso sí, no se te ocurra comentarlo con nadie.
En Loarre se trabajó sin descanso durante todo el resto del año. Las cinco torres estaban avanzadas y
el castillo comenzaba a tomar forma. Era hora de levantar a mayor altura los andamios, labor que
coordinó Juan con habilidad y destreza. Incluso adelantaron los plazos y pensaron que sería posible
concluir al año siguiente. Por desgracia, unas tormentas inesperadas debilitaron la obra, y gran parte de
los avances de los últimos meses corrían peligro. Era necesario actuar y reparar todos los daños si no
querían ver cómo se venían abajo los lienzos superiores.
El lombardo paralizó otros tajos y destinó todos los hombres a consolidar las zonas más afectadas. Era
trascendental no perder tanto trabajo y esfuerzo. Fortún y otros voluntarios se encargaron de uno de los
lienzos más afectados de la torre principal. Numerosos sillarejos se hallaban sueltos por la acción de las
lluvias y había peligro de que cayeran desde lo alto. Así que había que unirlos con argamasa de cal de
inmediato.
Por su parte, el sacerdote no dudaba en ensalzar la vital importancia del futuro castillo para el
cristianismo. Esos soplos de fe insuflaban el alma de los cansados habitantes de Loarre. La carne y el pan
llenaban el estómago, pero eran los sermones de aquel cura los que alimentaban el espíritu de los
hombres y mujeres que sacrificaban sus vidas por elevar las murallas de piedra.
Después de la misa matinal, el religioso y su novicio se retiraron a reposar. Mientras el sacerdote leía
el evangelio recostado, Eneca cayó rendida. Durmió poco, pero lo suficiente para dejarse llevar por sus
sueños.
El cura observó cómo la joven se agitaba de vez en cuando en el jergón, como si su sueño no fuera
todo lo placentero que debiera. Al principio no le dio mayor importancia, pues era habitual en ella; sin
embargo, aquel día la pesadilla excedió toda comprensión. Comenzó a agitarse de un lado a otro y a sudar
de forma afanosa. El cura se levantó alarmado, se sentó a su lado, temiendo que hubiera enfermado. Puso
la palma de su mano sobre la frente y sintió cómo ardía.
—¡Despierta! ¿Me oyes? ¡Abre los ojos! ¿Qué te ocurre? ¡Despierta!
Eneca dejó ver sus enormes pupilas, oscuras como la noche.
—Va a ocurrir.
—¿Cómo dices? ¿Qué va a ocurrir? —El sacerdote tenía el rostro desencajado—. ¿Qué has visto?
¡Dime!
—El castillo, debemos subir, ¡rápido! ¡Va a ser terrible!
Aquellas palabras pesaron tanto o más que la mirada de terror de Eneca, que se levantó y corrió hacia
la puerta.
El accidente del andamio causó otras siete muertes más, además de decenas de heridos, algunos de
ellos de gravedad. La indignación corrió por la aldea como una plaga, hombres y mujeres buscaban,
necesitaban, alguien a quien echar la culpa. Sin saber con exactitud de dónde brotó la idea, empezó a
propagarse una descabellada historia que afirmaba que el culpable de la catástrofe había sido el maestro
de obras.
En el establo tenían claro que él había construido mal los andamios, entre las mujeres lo que se decía
era que despreciaba tanto a los trabajadores que no le habían importado las muertes. Otras lo acusaban
de borracho y de haber planificado aquel andamio bajo los efectos del vino. Se llegó a oír que hasta le
interesaba aquella demora para poder sacar más monedas al rey.
Así, con la muchedumbre enfurecida, deseosa de desahogar su dolor y rabia en algún culpable, el
lombardo no tuvo más remedio que esconderse. Tarea harto difícil en un pueblo tan pequeño, por lo que
optó por refugiarse en el recinto del castillo hasta que la sensatez regresara a los habitantes, que
seguramente sería con la salida del sol. La luna siempre tiende a robar la cordura a la gente, más cuando
estaba creciente como la de aquella noche.
Por si fuera poco, corría un fuerte viento que golpeaba con fuerza y que cercenaba todavía más el
criterio de los hombres.
Agazapado en la tercera planta de la torre principal, el lombardo observaba desde la galería de arcos
el incesante número de antorchas que se estaban reuniendo alrededor de la vieja ermita. Lo último que
necesitaba era que soplara de esa manera, eso le mancillaba todavía más el alma. Se sentía derrotado.
Solo. Dudaba de todo. Ya nada tenía sentido. Su último amigo había muerto y, además, le culpaban por
ello. Odiaba el viento, pero había algo que temía más incluso, la ignorancia de los hombres.
«¿Quién me ha incriminado de esa manera? No tiene ningún sentido», pensó mientras se frotaba las
manos para ahuyentar el frío.
Escuchó un crujido que lo alertó e hizo que retrocediera, trastabillándose sin llegar a caer.
—¿Quién anda ahí?
Solo le respondió el viento. Se le erizó el vello de todo el cuerpo, como si sintiera una presencia en el
interior de la torre. Quizá pronto sabría quién era el culpable de todas aquellas acusaciones.
Fue Poniente quien apareció abriendo la boca todo lo posible, como demostrando que la presencia del
lombardo allí no le inquietaba en absoluto. Aquel gato se había convertido en el verdadero señor del
castillo de Loarre.
—Sabía que te esconderías aquí —pronunció una voz oculta en algún rincón de la torre.
Poniente sí que se asustó esta vez y bufó hacia la oscuridad, colocando su alargada cola en ristre.
—¿Quién eres? —inquirió asustado el viejo.
—La audacia nunca ha sido una de tus virtudes, viejo.
—¿Qué quieres de mí?
—De ti solo deseo una cosa, el libro, ese tratado de arquitectura antigua donde se cuentan todos tus
secretos.
—Es un libro de constructores, no puede leerlo cualquiera.
—Quizá yo también quiera ser un maestro de obras, todos tenemos derecho en esta vida a cambiar, a
mejorar. Yo no pienso ser un pastor como mi padre —dijo, saliendo de las sombras, con los ojos brillantes.
—¿Tú? ¿Por qué? No eres más que un...
—¿Qué? ¿Qué soy para ti, viejo? ¡Dilo! Siempre mirándome por encima del hombro, con esos aires de
grandeza, y resulta que no eres mejor que yo.
—No tienes ningún derecho a...
—¿Derecho, dices? Me has ignorado desde que llegué, te crees superior a todos, mejor que
cualquiera. No tienes ni idea de cómo he aguantado tu desprecio e indiferencia, cómo me ignorabas.
—Pero si no te he hecho nada, incluso te he enseñado.
—¡Mentira! Solo me has permitido estar a tu lado porque era amigo de Fortún, nada más. ¿Dónde
escondes el libro? Estuve en tu cabaña y allí no hay nada, solo pergaminos, ¡¿dónde lo ocultas, viejo?!
—Está allí, te lo juro.
Lo cogió del cuello y sacó la mitad del cuerpo fuera de los ventanales.
—Tu última oportunidad, lombardo, ¿dónde está ese libro de arquitectura? Pienso obtenerlo sea como
sea, en Marcuello sabrán cómo recompensarme.
—Te lo diré, te lo diré...
—¿Cómo dices? ¿No te oigo? —gritó, asomándolo más al vacío—, dímelo ahora.
—Te espero en el infierno —dijo el lombardo alzando la voz, y aprovechando que estaba apoyado en el
parteluz, se arrojó al vacío desde lo alto de la torre.
Su cuerpo cayó contra el acantilado sobre el que se asentaba el castillo.
27
Loarre. Junio del año 1036
El sol era tan solo un recuerdo lejano en Loarre. El cielo llevaba varias jornadas llorando. Los caminos
estaban embarrados, la aldea embadurnada de lodo y fango, los tejados de las cabañas no soportaban
tanta lluvia, y sus pobladores a duras penas podían tapar las goteras. Los animales no podían salir a
pastar y los hombres llevaban días sin cazar. Aquella semana aciaga tenía que terminar con la sepultura
del lombardo. Todos coincidieron en que se había quitado la vida asediado por la culpa. Con su
fallecimiento, los rumores no dejaron de crecer, pocos dudaban de que él había sido el responsable del
derrumbamiento y que, incapaz de asumirlo, se había arrojado al vacío.
Lo que no compartían todos era la alegría por una muerte así. Era una forma de justicia, pero de una
justicia sin sentido, pues el lombardo estaba arrepentido y ahora, sin él, no sabían qué sería de las obras
del castillo y, por ende, del futuro de la aldea y del suyo propio.
Unos hombres se habían arriesgado a bajar a recuperar el cuerpo que había caído sobre la zona más
rocosa donde se asentaba el castillo. Como siempre, Javierre había sido el más impetuoso y él mismo
cargó con el cuerpo por las rocas. Pocos pudieron ver el cadáver, que al parecer había quedado muy
desfigurado y por ello fue tapado con mantas lo antes posible.
En la misa, el sacerdote elogió su figura, para vergüenza de todos los que le habían criticado. No
todos acudieron al cementerio. Para Fortún era la segunda vez en pocos días que pisaba aquella tierra
sagrada, y no pudo evitar recordar a su padre y sus últimas palabras. A veces un corazón no es suficiente
para soportar los golpes que nos da la vida. Así que se retiró del entierro para ocultarse de miradas y
murmullos. Caminó hacia el bosque y se alertó al descubrir un rastro de pisadas de jabalí. Aun así
continuó andando y encontró amparo en unas rocas que le sirvieron de asiento.
Allí contempló la naturaleza que le rodeaba, donde la muerte y la vida se mezclaban sin apenas
molestarse. Donde nadie lloraba una pérdida, ni la echaba de menos. Donde nadie se detenía para
recordar a sus muertos. Animales y plantas buscaban sobrevivir, sin más pretensiones.
Oyó un crujido a su espalda.
Supo al instante que no era casual, que algo o alguien merodeaba tras él. Estaba demasiado cerca del
pueblo, no podía ser un lobo, así que...
Cogió una piedra de buen tamaño que había a sus pies, buscó el momento adecuado.
Un nuevo crujido.
Ahora.
Se levantó de improviso y corrió hacia el otro lado.
—¡¿Quién anda ahí?! —gritó con el brazo que sostenía la piedra extendido—. ¡Sal quienquiera que
seas!
No obtuvo respuesta. Su pulso se había desbocado y miraba a un lado y a otro en busca de una
alternativa.
«Y si está armado, ¿qué puedo hacer si lleva una espada?», se preguntó.
Echar a correr, eso debía hacer en cuento apareciera.
—Tranquilo —dijo una débil voz—, soy yo.
Entre las sombras del bosque surgió un individuo vestido con hábito y capucha. Dio varios pasos con
las manos abiertas y se las llevó despacio a la cabeza, liberando su rostro.
Era el novicio del sacerdote.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí?
—Tengo que hablarte.
Fortún recordó la última vez que habían estado a solas y se alegró de tenerlo de nuevo a su lado en
esos momentos. Esta vez no llevaba la capucha puesta y pudo ver con claridad su mirada oscura y sincera.
—Pues entonces habla, ¿qué quieres decirme?
El novicio miró a su alrededor, como temeroso de que los vigilaran. Todo aquello era extraño para
Fortún, tuvo el presentimiento de que algo malo iba a suceder. Eneca dio varios pasos más hacia él, sin
dejar de ojear con el rabillo del ojo su espalda. Con la cabeza baja, quedó a un par de pasos del muchacho.
—El lombardo no tuvo la culpa de lo que le sucedió a tu padre —susurró.
—¿De qué estás hablando?
—El andamio estaba bien construido.
—Creo que eso no es asunto de un novicio como tú, ¿a qué viene esto? ¿Te manda el sacerdote?
—No, él no sabe que estoy aquí —pronunció temeroso, y se tomó su tiempo para continuar—. El
andamio fue saboteado.
—¡Cómo! Estás loco, ¿quién iba a hacer una cosa así? ¿Por qué?
Se oyó un crujido, el novicio se tensó como un palo y echó a correr hacia el lado opuesto del bosque,
perdiéndose entre la maleza.
—¡Espera! —Fortún dudó en si ir detrás de él, pero después miró hacia el lugar del sonido y comprobó
que se dibujaba una silueta. Tragó saliva, volvió a agarrar fuerte la piedra y esperó lo peor.
—¡Eh! Tranquilo, soy yo —advirtió Javierre, asustado de la posible pedrada—, ¿qué te ocurre, Fortún?
¿Qué haces aquí?
—Perdona, pensé que eras...
—¿Qué era quién? Fortún, el enterramiento ha terminado, te estaba buscando, me tenías preocupado.
¿Estás bien?
—Sí, tranquilo. Solo necesitaba estar solo.
—Lo comprendo, pero prefiero tenerte cerca. Si necesitas algo, pídemelo. Y no me des estos sustos,
por favor.
—Tienes razón, disculpa.
Dejó caer la piedra y volvió con su amigo al pueblo.
Aquella fue una de las noches más largas en la corta vida de Fortún. No pudo conciliar el sueño por
mucho que lo intentó. A su mente acudían imágenes de su padre que no hacían sino envenenarle el alma
de nostalgia. Mezcladas, surgían otras de la construcción del castillo, del lombardo y, para su sorpresa, y
surgiendo entre ellas, la silueta del novicio entre sombras. ¿Y si aquel muchacho tenía razón? ¿Y si
alguien saboteó el andamio?
«No, eso no puede ser. ¿Quién va a ser capaz de tal cosa en Loarre?»
Todos vivían del castillo. Sin él, la aldea desaparecería, los sueños de tierras se esfumarían. La
incertidumbre le estaba torturando, necesitaba dormir, evadirse del mundo real por unas horas. Pero las
pesadillas y el desvelo le rodeaban.
Se levantó entre sudores y con un profundo dolor en el abdomen. Al ver el jergón vacío de su padre, la
desazón aumentó. Se asió a la viga que sujetaba el tejado, pero los pinchazos en la tripa aumentaron. Se
agarró con más fuerza y apretó los dientes.
Poco a poco el dolor desapareció, se sentó sobre el jergón con el rostro entre las manos. Quizás ahora
podría dormir, quizá la tristeza le diera un respiro aquella noche. Pero entonces oyó dos golpes secos,
alguien llamaba a la puerta de su casa en medio de la noche.
Estaba despierto, así que no podía ser un sueño. Cogió un cuchillo de encima de la mesa y se acercó
temeroso a la puerta.
—¿Quién eres?
—Soy Elías, el novicio.
—Otra vez, ¿qué quieres ahora?
—Necesito hablar contigo.
—¿A estas horas? Pero ¿qué quieres? ¿Por qué...?
—Tengo el libro del lombardo.
Fortún tuvo que repetir en su cabeza la frase para entender la situación. Aflojó la tranca y dejó entrar
al novicio, que apareció oculto tras su capucha. En efecto, entre sus manos llevaba algo envuelto en una
tela. Lo dejó sobre la mesa y lo abrió para que Fortún viera que era verdad lo que decía..
—¿Qué haces tú con eso? —Fortún puso su mano sobre la cubierta.
—Salvarlo.
—¿Cómo que salvarlo? —Se volvió hacia él, agresivo y enfadado—. ¿De quién, si puede saberse?
—Saquearon la casa del lombardo, buscaban el libro.
—¿Y cómo es que tú lo cogiste?
—Sabía que corría peligro, lo vi en mis sueños.
—¿Cómo? Mira, no sé qué ocurre, pero mi padre ha muerto. No puedo entender por qué tú vienes a
verme y mucho menos lo que me estás contando ahora de que...
—Debes proteger este libro.
—Proteger, ¿de quién?
—De quien acusó al lombardo del derrumbe, de quien puso a todo el pueblo en su contra, de quien
causó la muerte de tu padre.
Fortún, abrumado, no siguió preguntando. Respiró profundamente y fue hacia su mesa. Pasó sus
dedos por la cubierta del libro, lo abrió y escrutó varias páginas al azar.
—Adoro este libro, el lombardo nos enseñaba a leer el latín con él.
Alguien llamó a la puerta, ambos se miraron nerviosos.
—¡Fortún! Ábreme, soy Javierre.
—Qué susto me ha dado, ¡voy!
—No lo hagas —le pidió el novicio, agarrándole del brazo—, por favor.
Fortún no supo qué le sucedió entonces. Al sentir aquellas manos tocándole, fue como si algo en su
interior se liberase. Nunca, jamás, había tenido esa sensación. No sabía qué era ni su causa, pero tardó en
reaccionar.
—Solo es Javierre, no te preocupes. —Fortún caminó hacia la puerta, acompañado de la mirada
temerosa del novicio.
—¿Qué tal amigo? —exclamó aquel al tiempo que entraba en la casa—. Perdona que me presente a
estas horas, pero no sé por qué he pensado que estarías despierto.
Javierre se acercó hacia la mesa y Fortún quiso presentarle a su visitante de aquella noche. Sin
embargo, tanto él como el libro habían desaparecido. Echó una mirada a la habitación e intuyó que se
había escondido detrás de su jergón.
—Tienes razón, no puedo dormir.
—Es normal, ¿para qué están los amigos sino para pasar una noche en vela?
—Gracias, Javierre, aunque me gustaría que fuera en otras circunstancias.
—Lo sé, y entiendo que no es el mejor momento, pero debo decirte algo cuanto antes —comentó el
hijo del pastor, intranquilo.
—¿Qué sucede?
—La gente murmura, ya sabes, está nerviosa.
—¿Por el castillo?
—Claro que por el castillo —carraspeó—, verás, hay muchos que hablan de irse.
—¡Malditos cobardes!
—Fortún, es normal, ¿qué vamos a hacer ahora? No tenemos maestro de obras, y el único que podría
haber continuado de algún modo era tu padre y además... Luego está lo del libro.
—¿Libro? —Fortún tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener sus emociones.
—Sí, el lombardo consultaba un antiguo tratado de arquitectura cada día, al parecer tiene un enorme
valor. Pues bien, ha desaparecido.
—¿Quieres decir que lo han robado?
—¡No! ¿Por qué dices eso? A saber qué hizo ese viejo con él, puede que se lanzara con él al vacío y se
haya perdido, o que lo hubiera escondido. La verdad, no lo sabemos. —Fortún se erizó cuando se percató
de que su amigo hablaba en plural—. De todos modos, lo que quería decirte es que yo también me voy y
me gustaría que vinieras conmigo. Ya nada te ata aquí, es más, lo mejor que podrías hacer es abandonar
este maldito lugar.
—Javierre, ¿y el castillo? ¡Nuestro castillo!
—El castillo es del conde Ramiro y del tenente designado por él. De todos modos, seamos sinceros, ya
nunca se construirá. En cambio, sí que hay otra fortaleza en la que podemos trabajar, y que nos dará
tierras en el futuro.
—¿Qué estás diciendo? ¿No me dirás que vas a ir a Marcuello?
—¿Dónde, si no? ¡Dime! ¿Dónde podemos encontrar trabajo? ¿O pretendes volver a las montañas y
terminar siendo siervo de algún señor?
—No, pero Marcuello... ¡son nuestros enemigos!
—Te equivocas: los sarracenos, esos son nuestros rivales. El señor de Marcuello es vasallo del rey de
Pamplona y tan cristiano como nosotros.
—No sé, Javierre, no esperaba...
—En la vida no se espera nada, se toma lo que llega y se sigue para adelante.
A Fortún le gustaron aquellas palabras de su amigo, tan parecidas a la sensación que había tenido
contemplando la naturaleza tras el entierro.
—Javierre, yo...
—Sé que la muerte de tu padre tiene que ser un dolor terrible, del que te costará recuperarte.
También para mí, Juan era un gran hombre. Pero debes continuar, amigo mío. Él lo hubiera hecho,
¿verdad?
—Sí, desde luego.
—Por supuesto —le dijo, poniendo su mano sobre el hombro de su amigo—, lo mejor que puedes hacer
para honrar a tu padre, es levantarte y continuar. Además, ¿qué te ata aquí? Ven conmigo, juntos haremos
fortuna allá donde vayamos.
—Supongo que tienes razón. Está bien, te acompañaré.
—No sabes cómo me alegro —dijo, dándole un fuerte abrazo.
—Tranquilo, que no puedo respirar. —El fortachón hijo del pastor lo liberó con una gran sonrisa.
—Es una pena que no tengamos el libro.
—El libro del lombardo, ¿para qué lo queremos?
—Piensa. Qué mejor carta de presentación para acudir a Marcuello que entregarles ese tratado.
Seguro que nos recompensaban, por no hablar del trabajo que nos darían. Nada de levantar peso,
seríamos de los de arriba, de los que mandan —dijo entusiasmado—. Ese maldito viejo, ¡a saber dónde
estará el libro!
Fortún contuvo un suspiro, que se le metió tan adentro que todavía se hizo más ingente y difícil de
ocultar. Miró de reojo a su jergón, se mordió el labio inferior y las piernas empezaron a temblarle.
—Seguro que el lombardo se tiró con él desde lo alto del castillo, tú viste el cadáver, ¿no tenía alguna
hoja o algo?
—Me temo que no, él estaba desfigurado, era irreconocible.
—Tendremos que empezar desde abajo, amigo mío —comentó Fortún con resignación.
—Eso parece.
—Creo que voy a intentar echarme a dormir, con tus buenas noticias seguro que logro conciliar el
sueño. —Y Fortún le dejó libre el paso hacia la puerta, invitándole a marcharse.
—Muy bien, mañana pasaré a buscarte. Ten todo preparado, cuanto antes lleguemos a Marcuello más
fácil será encontrar trabajo.
Caminaron hasta la puerta y Fortún la abrió.
—Muchas gracias, Javierre.
—Somos amigos, recuérdalo siempre.
—Así lo haré. —Y volvieron a fundirse en un abrazo.
El muchacho cerró tras él, dio un par de pasos hasta el centro de la estancia y se quedó allí clavado.
—¿No piensas salir de ahí?
El novicio se alzó tras el jergón con el libro entre los brazos. Se quedó de pie frente a él, ni aflojó
aquellas páginas, ni dijo nada más.
—Vas a darme ese libro, y mañana se lo entregaré a Javierre para llevarlo a Marcuello, aquí ya no
sirve de nada.
—De ninguna manera.
—Pero... tú... ¿qué demonios quieres? Dámelo, ¡vamos!
—Tu amigo fue quien aflojó las bridas del andamio y serró los tablones.
Lo dijo tan rápido y directo que Fortún tardó en reaccionar. Solo cuando el eco de esas palabras
retumbó en su mente y las entendió una a una, se percató de la gravedad de la acusación.
—Tú estás loco, ¡eres un estúpido crío! ¡Dámelo!
Eneca le esquivó y se colocó detrás de la mesa de madera que había junto al hogar apagado. Fortún
maldijo su suerte y fue de nuevo a por él, pero la mesa se interponía entre ellos, y hasta tres veces intentó
rodearla, cambiando siempre de dirección en el último momento.
—No te vas a escapar. —Fortún desplazó la mesa contra la pared, tan fuerte, que una de sus patas se
rompió—. ¡Se acabó! Dámelo.
Agarró el libro para quitárselo. Sin embargo, el novicio se negaba a dar su brazo a torcer. Fortún tiró
con todas sus fuerzas pero ella, aun así, no liberó el objeto, por lo que el impulso hizo que perdiera el
equilibrio y ambos se desplomaron contra al suelo. Eneca se golpeó bruscamente en la cabeza, mientras
Fortún cayó sobre ella con todo su peso, lo que provocó un agudo chillido.
Cuando Fortún recuperó el control de la situación, estaba sobre el pecho de su rival. Se levantó
confuso y alzó su vista hasta el rostro del novicio.
Se detuvo.
«¿Qué está pasando?», se preguntó asustado.
Las miradas de ambos se entremezclaron y Fortún quedó tan confundido que no aflojó su presión
sobre el novicio. Este sí reaccionó y le soltó un tremendo golpe entre las piernas, que le hizo estremecerse
como un animal herido. Cayó rodando hacia un lado y cuando intentó incorporarse, se encontró con la
punta de un cuchillo en su cuello y los mismos ojos oscuros que antes le aturdían, advirtiéndole de que no
se moviera o moriría.
No fue así, y cuando ambos quisieron reaccionar, el novicio fue golpeado, desplomándose contra el
firme.
—Fortún, ¿te encuentras bien?
—Sí, Javierre —dijo, tomando la mano que le ofrecía para levantarse—, ¿cómo has vuelto?
—Oí unos gritos al poco de irme, pensé que estarías en problemas. Veo que no me equivocaba.
Fortún se agachó, el novicio se encontraba aturdido, le cogió de la barbilla y ladeó su cabeza a uno y
otro lado. Le observó bien y murmuró algo ininteligible.
—¡No dejes que coja el libro! —gritó ella desafiante, casi escupiendo las palabras.
—¡No se te ocurra escucharle! Fortún, esto nos abrirá las puertas de Marcuello —gritó Javierre,
agachándose a por el libro.
—Antes dijiste que el lombardo se había tirado con el libro —comentó Fortún.
—Sí, por suerte me equivoqué —dijo, tomando el libro en sus manos—. Ese viejo se quitó la vida sin
más.
—No.
—¿Qué quieres decir, amigo?
—Si el lombardo hubiera pretendido dejarnos, hubiera puesto el libro a buen recaudo.
»¿De dónde lo cogiste? —preguntó Fortún, señalando a Eneca.
—De su casa —contestó ella—, cuando la gente se agitó contra él, supe que corría peligro. Por eso
corrí a por el libro, estaba en su mesa, sabía que su asesino iría a buscarlo.
—¡Lo robaste! —espetó Javierre de forma furibunda.
—Lo salvé de tus sucias garras. Sé que tú lo mataste.
Javierre alzó su mano contra la indefensa joven, pero alguien a su espalda le agarró del brazo y se lo
retorció.
—¡Maldito traidor! —Era el sacerdote—. Nunca imaginé que fueras tú, ¡asesino!
Javierre abrió su manto y mostró, para sorpresa de todos, que colgada del cinturón llevaba una vaina
de madera, recubierta de cuero bien labrado. Desenvainó una espada de arriaz recto y pomo en forma de
nuez. El sacerdote se puso en guardia y levantó el garrote que siempre le acompañaba.
El religioso lanzó dos golpes contra él, que fueron detenidos con la espada. Para después contraatacar
con dos movimientos, anulados de igual manera por el cura. Este volvió a lanzar un feroz golpe que solo
encontró el aire por encima de la cabeza de Javierre. El hijo del pastor probó de nuevo suerte con su filo y
esta vez encontró el muslo del sacerdote, al que propinó un tremendo tajo por el que pronto rebosó
sangre.
Describió medio círculo en el aire con la espada y se propuso rematarle, cuando la muchacha se lanzó
contra él, agarrándole del cuello y clavando sus uñas en el rostro y los ojos.
Javierre la lanzó contra el muro con toda su fuerza. Dolorido por la piel desgarrada aún tuvo tiempo
de atacar al cura antes de que pudiera hacer nada. Pero esta vez fue Fortún quien lo detuvo, cogiéndole
por la espalda y poniendo la punta de un cuchillo en su cuello.
—¿Qué haces? ¡Estás loco! —A Javierre se le erizó el vello de todo el cuerpo.
—No, lo que he estado es ciego. Yo no iré a Marcuello, no traicionaré de esa manera la memoria de mi
padre y el lombardo.
—Ellos están muertos.
—Precisamente por eso.
—Fortún, él no era tu padre. Escuché cómo te lo decía antes de morir. Nada te ata a él, eres libre de
elegir tu destino.
Aquella última frase resonó en su cabeza, fue como el golpe de un martillo sobre una cadena,
rompiendo uno de sus eslabones y liberando lo que encerraba. Así se sintió él, libre, como había dicho su
amigo.
—Suelta la espada, Javierre.
—¿Qué?
—Suéltala —le insistió, apretando más el cuchillo contra su piel.
—Está bien —le obedeció y dejó caer el arma.
Fortún lo empujó contra la puerta y corrió a coger el arma.
—Vete de aquí.
—Te arrepentirás, Fortún, juro que te arrepentirás.
—Márchate y no vuelvas más, Javierre, pues todos sabrán que mataste a mi padre y al lombardo, y te
ahorcarán si te atrapan.
—Estás loco, Fortún. Este castillo nunca se terminará, yo jamás lo permitiré. Todo este pueblo se
perderá en el olvido.
Salió corriendo, tan atolondrado que casi se tropezó con Poniente, que deambulaba por allí.
—¿Por qué no lo has matado? —inquirió el sacerdote.
—Ya ha muerto suficiente gente.
—¿Estás bien? —preguntó la muchacha.
—Sí, gracias por tu ayuda.
—Debes ocultar el libro, el señor de Marcuello mandará más secuaces en busca de él.
—No hará falta, Javierre tenía razón. Soy libre, debo buscar mi destino y sé que gran parte de él está
en ese libro. —Lo cogió entre sus manos—. Debo aprender a leerlo para así poder terminar algún día el
castillo que empezaron el lombardo y mi padre.
—Entonces marcha al otro lado de los Pirineos. Busca a los lombardos, si vas con el libro te aceptarán
—le dijo el sacerdote.
—¿Es posible eso?
—Sí, explícales lo sucedido.
Salieron fuera, el sol picaba con ganas en aquellas primeras horas de la mañana. Abandonar la
penumbra del interior de la casa y volver a recibir aquella luz fue una especie de resurrección. En lo alto,
la silueta de la fortaleza, a pesar de distar mucho de estar acabada, era imponente.
—Mi padre murió construyendo los muros de este castillo.
—Ahora no es el momento de pensar en eso, hijo, vete de aquí. Creo que el señor de Marcuello no
permitirá que sigas con vida, y menos con ese libro.
—¿Y ella? Porque es una mujer, ¿verdad? —preguntó, señalando al novicio.
—Es más lista y fuerte que tú, no te preocupes.
—Siento haberte golpeado.
—Lo sé. —La muchacha dio un paso al frente.
—¿Volveremos a vernos? —inquirió Fortún con la mirada fija en los ojos oscuros de ella.
—Sí. —La respuesta firme y rápida de la joven le cogió por sorpresa, y no supo cómo interpretarla.
—¿Tan segura estás?
—Lo he visto en tu mirada —respondió ella.
—¿Cómo te llamas en realidad?
—Eneca, ese es mi nombre.
—Te juro que no lo olvidaré, como tampoco olvidaré tus ojos.
La joven se ruborizó de manera muy sutil.
—Vamos, Fortún, márchate antes de que sea demasiado tarde. Dudo de que Javierre fuera el único
esbirro de Marcuello infiltrado en Loarre.
Entró de nuevo en su casa y envolvió el libro con las mismas telas que lo habían traído, cogió una
bolsa con algún enser, la poca comida que tenía allí y la espada. Caminó hasta el umbral de la puerta y
lanzó una última mirada al sacerdote y a la muchacha.
«¿Cómo no me he dado cuenta antes?», se dijo a sí mismo antes de perderse camino al norte.
—¿Y nosotros? ¿Qué vamos a hacer?
—Eneca, creo que es imposible seguir escondiéndote. Y no lo digo solo por lo de esta noche. Tienes ya
el cuerpo de una mujer, pronto... pronto será imposible ocultarlo, así es que desde hoy dejarás de vestirte
como un novicio.
—¿No será peligroso? La gente preguntará y...
—La aldea se quedará vacía, habrá pocas preguntas.
—Pero serán difíciles de responder.
—Sí, pero mejor eso que huir.
—No lo entiendo. ¿Por qué no nos vamos también nosotros?
—No podemos, tenemos una misión que cumplir, no lo olvides. —Cogió su colgante y lo dejó en las
manos de ella, las apretó fuerte y la besó en la frente.
Fortún abandonó Loarre por el camino que cruzaba la sierra hacia el valle del río Garona. La decisión
estaba tomada, tal y como solía decir su padre: había que mantenerla. Necesitaba marcharse de aquel
lugar. Antes de que se alejara demasiado, alguien salió a su encuentro.
—Te ibas sin despedirte. —Ava apareció enfundada en su capa oscura—. Siento lo de tu padre.
—Gracias, te eché de menos en su entierro.
—Me desagradan esos ritos, al igual que las despedidas. Sepultar un cuerpo para que se pudra no me
entusiasma, creo que hubieras hecho mejor en quemarlo en la pila.
—Eso no le hubiera gustado a mi padre.
—¿Adónde te crees que vas? ¿Abandonas Loarre?
—Debo irme, prometí a mi padre ayudar a terminar este castillo.
—¿Y te marchas? No tiene mucho sentido.
—No lo sabes todo, Ava. Por ahora creo que la mejor manera de cumplir esa promesa es alejándome
de Loarre.
—¿Y yo? ¿Y nosotros?
—¿Ahora sí que existe nosotros?
—No me lo pongas más difícil —por primera vez Ava mostró cierta debilidad en su mirada—, cometí
un error. No es sencillo para mí... depender de un...
—¿Hombre?
—Tú lo has dicho.
—Yo pensaba que solo era un crío.
La arquera avanzó hacia Fortún por sorpresa, él ni lo esperaba ni sabía qué podía hacer ante aquella
situación. Ava acercó sus labios y Fortún agarró a la arquera por la cintura y la atrajo contra sí en un acto
reflejo.
La arquera sonrió.
«Por fin», pensó.
Lo siguiente que sintió fue las ganas de Fortún por poseerla. La arquera separó sus labios y dio un
paso hacia atrás, dejando al joven con una evidente excitación.
—No es el momento, ni el lugar.
—Pero tú...
—¿Sigues pensando en marcharte?
—Sí. —Fortún no dudó, y eso enervó a Ava.
—No voy a esperarte siempre.
—Lo sé, aun así debo irme.
—¿Por qué? —La voz de Ava sonó rota, como si le costara pronunciar las palabras—. ¿Qué es tan
importante?
—Este castillo —dijo, señalando la fortaleza que se divisaba enriscada sobre el horizonte.
—Es solo un puñado de muros.
—Te equivocas, Ava. Ese castillo está vivo.
—¿Vivo? —Ava se quedó confusa—. ¿Qué estás diciendo? Si, además, ni siquiera se encuentra
terminado.
—Es cierto, yo lo concluiré.
—¿Tú? Fortún, tú no puedes hacer algo así. Míralo —lo señaló—, es una fortaleza enorme, ¿te haces
una idea de lo complejo que es levantar esas torres?
—Claro que sí, mi padre murió en una de ellas —afirmó con una inusual firmeza, para después
levantar bien la cabeza, con la espalda bien recta—. Hasta pronto, Ava.
—No, Fortún. Adiós.
Él asintió y prosiguió el camino al valle, no fue una elección fácil. Ninguna lo sería a partir de
entonces en su vida. Sabía que su padre y el lombardo le estaban observando desde ahí arriba, no podía
fallarles.
Ava quedó compungida y dolorida.
—Sí —murmuró—, sí que voy a esperarte.
28
Loarre. Julio del año 1036
Se ha ido.
—Lo suponía —afirmó el sacerdote mientras dejaba los objetos para la eucaristía sobre el altar de la
iglesia castrense—, cuando alguien está lleno de dudas es mejor dejarlo marchar. De lo contrario, esas
dudas le perseguirán el resto de su vida.
—Pero pensé que se iba por temor al señor de Marcuello —afirmó Eneca.
—Y en el fondo él también lo piensa, a veces necesitamos una razón evidente para hacer algo que
tiene un motivo más profundo, pero para el que no encontramos el valor.
—Se va solo.
—A veces la soledad es la mejor compañía, hablar con uno mismo es la mejor manera de conocerse. Yo
fui un eremita en mi juventud, aquellos años me ayudaron a estar en paz conmigo mismo. Había cometido
muchas atrocidades, tenía las manos manchadas de sangre y Nuestro Señor me ayudó a limpiarlas.
—Yo he estado también sola, y no quiero volver a pasar por eso.
—Eras muy pequeña, es diferente.
—No, estaba muy sola, la soledad es siempre igual. Y no hace falta estar sola para conocerla —advirtió
con fuerza en sus palabras—. Aquí, rodeada de gente, una también puede sentirla.
Eneca abandonó el templo, por fin se había deshecho de sus ropas de novicio y vestía como lo que era,
una mujer joven. Incluso en la confusión que se vivía en Loarre aquellos días, con la mayoría de
trabajadores marchándose, la gente se fijó en ella. La miraban como si fuese un ser extraño, una criatura
de las montañas. No encontró un ápice de compasión en los rostros de los que partían. Eneca sabía que la
llamaban todo tipo de cosas a sus espaldas, pero ella podía resistirlo, porque en el fondo estaba feliz, por
fin había abandonado su disfraz.
Si bien es verdad que no era el mejor momento. No solo habían muerto el lombardo y Juan, a la misma
Loarre se le acababa la vida. Quizás aquellos muros terminarían por ser un cementerio en vez de una
fortaleza.
Eneca caminó hacia un promontorio que dominaba la Tierra Llana. Artal se había quedado en el
pueblo, pues ella había preferido que no la vieran paseando con él en una temporada. El sol ascendía en el
firmamento en busca de su punto más alto del día, sus rayos caían de forma cenital, calentando su pálida
piel. Si permanecía tiempo allí, no tardaría en enrojecerse. Dejó la mirada perdida en la lejanía, la plaza
fuerte de Bolea frente a ella, pero Eneca miraba mucho más lejos, hacia el mediodía. Al final de la
interminable llanura, debía de estar aquel lugar del que todos hablaban, Saraqusta, la Ciudad Blanca.
—En un lugar como este, ¿en qué puede estar pensando una mujer como tú?
Eneca creyó reconocer aquella voz y se volvió con cautela.
—¿Qué haces aquí, Javierre?
—He venido a despedirme. Y a decirte qué curiosa transformación la tuya. Dicen por ahí que eres
mucho pecado para un sacerdote.
—No tengo nada que hablar contigo.
—¿Sabes? Yo contigo sí, porque no hay muchas mujeres en Loarre. Y menos jóvenes y hermosas como
tú. No sé qué le has contado a Fortún, ni cómo lo has confundido. Pero no pienso irme sin más.
—Si te quedas, te matarán.
—Eso es muy probable, ¿y si me voy? ¿Qué será de mí? ¿Adónde iré?
—Te aseguro que tus problemas no me preocupan lo más mínimo —contestó Eneca a la vez que
intentaba rodearlo, pero Javierre dio un paso lateral, cerrándole la marcha.
—¿Adónde te crees que vas?
—Déjame.
—No, pequeña, estás sola. Ni Fortún, ni el sacerdote, ni ese condenado perro tuyo pueden ayudarte.
¿Sabes que Fortún ha probado ya a la arquera? Sí, ha estado entre sus piernas. Esta vez, no voy a
quedarme atrás, seré yo el primero.
—¡No me toques!
Javierre se abalanzó sobre ella, la agarró por las muñecas y la derribó, cayendo encima de ella. Eneca
comenzó a gritar con todas sus fuerzas, pero Javierre le atizó dos sonoras bofetadas, que la aturdieron.
Lejos de desfallecer, intentó arañarle la cara. No lo logró y él le propinó un tremendo puñetazo que la dejó
desfallecida.
Pasaron dos días. Cuando se sintió con fuerzas Eneca se incorporó del jergón. El sacerdote la había
cuidado, creyendo que sufría náuseas y fiebre por culpa de algún alimento en mal estado que había
tomado en el bosque. Ella no le contó la verdad, esperó a estar sola y salió de Loarre sin avisar de su
escapada. Avanzó por un sendero que rodeaba la sierra hacia el valle a espaldas de Loarre. Una ruta que
comunicaba Pamplona con el resto de territorios cristianos. Artal la seguía muy de cerca, como si se
alegrara de ver que su ama hubiera abandonado el hábito de novicio. La capa oscura que llevaba sobre la
saya no le diferenciaba tanto de su anterior aspecto, era su rostro el que había cambiado, ya no lo
mantenía oculto bajo una capucha; también la forma de moverse, con la espalda bien recta; el flequillo
despejado, y sus ojos, eran ellos los que hacían que todo fuera distinto. Aquella mirada que llevaba tanto
tiempo oculta se había revelado por fin. Su profundidad dotaba de una singular armonía al resto de su
cuerpo. Parecía más alta, más lista, más mujer. Y lo era, nadie que se cruzara con ella podría negar que
tenía una belleza atemporal, pausada, tranquila, pero no por ello menos atractiva.
Hizo noche en un abrigo en la antesala del valle. Allí, sentada alrededor del fuego, con Artal tumbado
a su lado reclamando alguna caricia, no pudo evitar recordar a Nunila. La hechicera, la bruja, el hada,
aunque para ella era la mujer que la salvó cuando se encontraba sola. La persona que le comenzó a
enseñar las propiedades de las plantas, aunque el sacerdote también había colaborado después en ese
aspecto.
Nunila era la amiga que murió a sus pies, que solo pensó en salvarla cuando ella se desangraba en las
aguas de aquel río, el mismo al que se dirigía ahora. Porque se lo había pedido al sacerdote y este había
accedido a regañadientes. Eneca necesitaba hacer esa visita antes de volver a Loarre.
Durmió bajo las estrellas, como hacía antaño, sobre todo en los solsticios, en el día del sol quieto,
aquel en el que durante varios días, la altura máxima del astro no varía al mediodía. La jornada con menos
horas de luz del año. En los inviernos, Venus y Marte son fácilmente visibles mirando hacia occidente, tras
la puesta de sol, y Saturno se observa entre oriente y el mediodía, antes del amanecer. Júpiter se
contempla entrada la noche. Pero quedaba mucho para el invierno, aunque ella estaba convencida de que
esta vez sería largo, no duraría unos pocos meses, no. El invierno que se aproximaba se alargaría hasta
una fecha indeterminada, pues la luz había abandonado aquellas tierras montañosas. Por esa razón,
necesitaba hacer aquella visita.
Al día siguiente, Eneca se levantó al alba. El cielo era un manto de fuertes tonalidades doradas y el sol
nacía entre los picos más altos de las montañas, de manera tímida y perezosa. En cambio, ella caminaba
de forma firme y decidida, cruzando el río por un vado y se sumergió en la penumbra de un bosque de
encinas. Como si de un laberinto se tratara, deambuló entre su espesura, cambiando varias veces de
dirección, sin seguir ningún sendero ni camino, pues allí no los había. Contra lo que parecería lógico,
logró salir de su frondosidad con naturalidad y frente a ella se abrió un claro. Era un paraje conocido y en
uno de sus extremos, se erigía una floración rocosa, discordante con el paisaje. Sobre ella una piedra
labrada, en forma de fuste de columna: era un betilo.
Eneca trepó por la superficie rocosa, mientras Artal ladraba de manera molesta. Solo cuando ella
llegó a la zona más alta, el perro se tranquilizó. Una vez allí, Eneca caminó hasta el betilo, abrió sus
alforjas y sacó una bolsa de cuero. La elevó y dejó caer el líquido dentro de la oquedad que coronaba la
piedra ceremonial. Era rojo, espeso y brillante. Entonces el sol terminó de despertar y los últimos rayos
del amanecer dibujaron un cielo de sangre.
La joven se arrodilló, cerró los ojos y sacó unas hierbas de su alforja. Tenían unos tallos fuertes y
rectos, con flores de color amarillo, de tamaño pequeño, con cuatro pétalos ondulados y racimos en los
extremos.
Las vertió en un pequeño cántaro que también portaba y bebió con tristeza. Eneca esperaba estar
haciendo lo correcto.
Aquella noche, el abrigo donde durmió también se tiñó de sangre.
29
Condado de Sobrarbe. Finales del otoño del año 1036
Fortún había recorrido un largo viaje para llegar al valle de Arán, siguiendo el curso del río hasta confluir
con otro cauce mayor, el del río Cinca, justo bajo una plaza amurallada: L’Aínsa. La población más
importante del condado de Sobrarbe. En lo más alto se divisaba la esbelta torre de un castillo que le sonó
familiar, como un eco del pasado.
Junto al río, los campesinos sembraban los ajos, con una luna menguante, para recogerlos después en
San Juan. También se cortaba la madera en menguante, casi todo se plantaba y sembraba en aquella fase
de la luna.
En cambio, cuando era llena no se llevaba a cabo ninguna de esas labores. Eran días peligrosos, que
alimentaban leyendas e historias de toda índole. La luna llena alteraba a hombres y mujeres por igual,
como si fuera capaz de embrujarles.
Él había estado por aquellos lares de niño, cuando buscaba fortuna junto a su difunto padre, camino
de Abizanda. Esta vez no volvería a descender hacia el mediodía. Según averiguó en Boltaña, había
todavía una cuadrilla de lombardos trabajando en la catedral de Roda, en el valle del río Isábena. Hacia
allí se dirigía, quizá pudiera trabajar con ellos, esa era su intención en aquellos momentos.
No se entretuvo y cruzó por el camino que llevaba al monasterio de San Victorián. Pasado el cenobio,
llegó hasta una población con una ermita consagrada a san Juan Bautista. Descansó y se dio cuenta de
que los maestros lombardos habían estado trabajando en ella. Cuatro jornadas después, divisó otro valle,
el del Ésera. Prosiguió, dejando este cauce a poniente, y sin descanso alcanzó una aldea en una elevada
situación. Desde sus estribaciones adivinó la cuenca del Isábena a oriente.
Una inoportuna tormenta de unas aguas torrenciales le retrasó casi una semana. Los caminos se
embarraron y no merecía la pena clavarse en el barro hasta el tobillo a cada paso que daba. Así que hizo
noche allí, buscó refugio cerca de una hermosa roca alargada, de la altura de cuatro hombres y bastante
rectangular. Pronto se percató de que había sido tallada de forma rudimentaria, pero con clara intención,
aunque no llegaba a comprender el objetivo. Ya que a su alrededor no había resto alguno de edificación.
Su tamaño, por no decir su peso, eran desproporcionados y, sin embargo, resultaba evidente que alguien
la había trasladado hasta allí, puesto que en el entorno no halló material pétreo de similares
características.
Había oído a veces historias antiguas sobre hombres que adoraban a las piedras y pensó que quizás
aquella fuera una de esas divinidades ancestrales. Se sentó frente a ella y buscó recogimiento. Abrió sus
alforjas y sacó un objeto envuelto con una recia tela de cáñamo: era el tratado de arquitectura del
lombardo. Comenzó a hojear las primeras páginas, intentando leer las anotaciones. Tuvo que rendirse a la
evidencia, su conocimiento del latín no daba para mucho más que para comprender pocas palabras. Así
que diseccionó los grabados, absorto en cada uno de ellos, y con ayuda de los dibujos, su paciencia, su
determinación y su escaso latín, fue descifrando los secretos del libro.
Dos días después, Fortún entraba en la pequeña plaza de Roda, en el corazón mismo del condado de
Ribagorza. A pesar de sus escasas dimensiones, albergaba un poderoso castillo, un cinturón amurallado
de considerable robustez y, lo que era más sorprendente, una catedral. Fortún esperaba una ciudad de
más envergadura, pero Roda era poco más que Loarre. Con necesidad tenía que ser la población más
pequeña de la Cristiandad que poseyera una catedral, un privilegio nada frecuente.
Caminó hasta el templo, donde encontró unos andamios cerca del ábside. Sobre ellos, media docena
de peones trabajando y en la base, el maestro de obras dirigía las labores grito en boca.
—Buenos días, disculpadme. ¿Sois vos lombardo?
—¿Cómo dices? —dijo sin acento extranjero—. ¡Lombardo! ¿Es que estás mal de la cabeza?
—Perdonadme, al verlos trabajar en la catedral...
—Esos rufianes ni me los nombres, y mucho menos me confundas con uno de ellos. Si cogiera a uno...
Si lo tuviera aquí delante ahora mismo, juro que lo colgaba de lo alto de la torre del castillo.
—¿Por qué? ¿Cuál ha sido su ofensa?
—Se puede saber de dónde sales tú, ¿te parecerá poco que nos hayan dejado aquí con la catedral sin
terminar? Tuvimos que venir desde Pamplona por orden del rey Sancho, que en paz esté, y ahora que se
ha muerto todavía seguimos intentando enmendar lo que esos miserables dejaron a medio hacer.
—Yo trabajé a las órdenes de uno de ellos.
—¡Por la Virgen María! Entonces, ya sabrás de lo que te hablo...
—Era un miserable —contestó con el rostro enrojecido—, a nosotros también nos abandonó, ahora
tengo que buscar la manera de terminar lo que dejó inacabado, ¡malditos lombardos!
—¡Bien dicho! Me llamo Pedro —le informó, dándole un apretón de manos.
—Yo soy Fortún.
—¿Y de dónde vienes, Fortún?
—De Loarre, allí estamos construyendo el castillo más fronterizo del reino. Una inmensa fortaleza,
pero la construcción está parada. Necesitamos un nuevo maestro de obras.
—¿En la frontera? Arriesgado, pocos querrán ir allí, y menos los lombardos. Esos no se acercan a los
infieles. Les tienen un miedo desmedido.
—¡Son unos cobardes! Necesito encontrarles para que paguen por abandonarnos.
—Pues lo tienes crudo, esos se fueron para no volver.
—Maldita mi suerte, ¿cómo hemos permitido tal burla? En Loarre nos han dejado sin nada, lo
perderemos todo... —Fortún forzó sus ojos y torció el gesto, en una sublime interpretación.
—No sé, dicen que en el condado de Urgell todavía trabaja alguno, si no es allí, no los hallarás en
ningún otro lugar, te lo aseguro. El conde paga bien y tiene prisa por terminar su nuevo cenobio.
—¿Y a qué es debido que en Roda tengáis cátedra de obispo? Esta plaza es muy pequeña y está lejos
de Pamplona.
—Y cerca de los infieles, la catedral se mantiene contra viento y marea. Los condes de Ribagorza ya lo
hacían, el rey Sancho siguió con ella y su hijo Gonzalo también lo hará. Este obispado es esencial para
mantener la autonomía de estas tierras frente a las apetencias, nunca acalladas —susurró con
desconfianza—, del obispado de la Seo de Urgell. Peligrosamente afín a la casa condal de Barcelona, y del
metropolitano de Narbona. Sin esta catedral, seremos presa fácil de unos u otros.
—¿Estáis insinuando que no obedece a asuntos de fe?
—¡Insinuando! No seas ingenuo, lo afirmo. Sin catedral, estas tierras se la anexionarían los urgelinos.
Así que fíjate si es importante Roda, por pequeña que sea. —Un ruido proveniente del andamio llamó su
atención—. ¡Eh! ¡Cuidado! Seréis estúpidos...
Pedro soltó todo tipo de pestes contra los trabajadores, les recriminó su torpeza y a punto estuvo de
coger a alguno por el cuello. Fortún pronto entendió que aquellos hombres distaban mucho de ser hábiles
constructores. Pero teniendo en cuenta que aquel templo había sido obra de los lombardos, no dudó en
husmear en su interior. Estaba estructurado a base de tres naves de cuatro tramos, articuladas por medio
de dos pares de recias pilastras exentas sobre las que volteaban amplios arcos.
—Esos lombardos querían construir una cripta, por eso hay vanos en el ábside, y yo no comprendía la
razón. En Pamplona siempre hemos hecho las iglesias con amplios espacios interiores, sin divisiones en
altura. Eso es una completa pérdida de tiempo y esfuerzo.
Fortún saludó a dos religiosos que oraban cerca del presbiterio y avanzó por el templo hasta
detenerse en un acceso subterráneo.
—¿Y esto? ¿Decíais que no había cripta?
—No se te pasa una, muchacho. —Y lo cogió por los hombros—. Que no te vean los curas, eso es la
sala del tesoro. —Señaló con la mano—. Ahí tienen preparada la arqueta para el santo.
—¿Qué santo? —preguntó Fortún.
—San Valero. Sus restos todavía no descansan aquí, pero aseguran que se encuentran cerca de Roda.
No paran de buscarlos, digo yo que darán con ellos más pronto que tarde. Por si acaso está todo
preparado, ya sabrás que san Valero y san Vicente van siempre unidos. San Valero fue obispo de
Saraqusta cuando era cristiana.
—¿De la Ciudad Blanca?
—La misma —respondió con orgullo—. Pues verás, era tartamudo y se ayudaba de la palabra del
diácono Vicente para expresar sus ideas, por eso siempre van unidos. ¡Los santos! Nunca dejan de
sorprender a uno, ¿verdad?
—Ya veo, una pregunta, ¿vos sabéis latín?
—¿Es que me has visto cara de cura? ¿Para qué voy a saber yo esa lengua?
—Disculpad, era una tontería —afirmó con desazón—. ¿Podríais indicarme el camino a la Seu
d’Urgell?
Esperó un par de días en Roda de Isábena y después prosiguió hacia el oriente. Tardó varias semanas
en llegar al condado de Urgell y luego remontó por el valle del río Noguera. El verano se esfumó como un
vago recuerdo y el otoño llegó frío y ventoso. El esfuerzo del viaje, unido a la escasez de alimento, le
hicieron enfermar. Desde que salió de Loarre con algo de pan y fruta, había soportado todo tipo de
calamidades y hambrunas. Por suerte, todavía recordaba cómo cazar, al igual que hacía con su padre
durante sus viajes en busca de fortuna. Pero ahora estaba solo y no era tan ducho como su progenitor a la
hora de encontrar piezas. Aun así, sobrevivió a una mala fiebre, halló frutos en el bosque y algo de caza
menor.
Llegó a la Seu d’Urgell antes de que terminara el año.
La capital del condado era una ciudad próspera, la mayor que habían visto sus ojos. Protegida por una
cerca de sillarejo, tenía casas de piedra, varias iglesias y un concurrido mercado. Pero, sobre todo, aquella
ciudad tenía una catedral que estaba, a tenor del estado de las obras, terminando de edificarse. Fortún se
encaminó hacia la base de los andamios y quedó pensativo observando los trabajos. Cómo le recordaba
aquella situación a la vivida con su padre a la llegada a Abizanda. El bullicio de los oficios, el martilleo de
los carpinteros, el golpear del herrero en la fragua, los maderos y sillares transportándose de un lado a
otro.
«¿Y ahora qué?», se preguntó.
Husmeó sus posibilidades. Si quería aprender las técnicas para construir colosales edificios como
aquella catedral, tenía que hablar con el maestro de obras. Debía ser prudente, antes averiguaría si era
lombardo. Esa sería su baza, contactar con uno de ellos, confiando que el libro le permitiera ganarse su
confianza.
La Seu d’Urgell no era como Roda de Isábena, un pequeño poblado sin apenas gente. La capital del
condado urgelino era un hervidero de gentes y había que andarse con precaución, pues por allí rondaban
hombres de toda índole y condición. Fortún merodeó por los aledaños de las obras de la catedral, sin
decidirse a entablar conversación con nadie. Él no era como su padre, no tenía ni su convicción ni su
facilidad de palabra. Su naturaleza era más reservada, así que pasó lo inevitable, no fue él quien inició
ningún parloteo.
—Muchacho, ¿qué andas buscando?
Fortún se volvió con cautela y encontró un rostro arado por el tiempo, con esquirlas de fortaleza en él,
pero agarrotado y baldado por los años.
—Soy un viajero, estoy de paso.
—Todos somos viajeros en esta vida, caminamos por ella en busca de diferentes cosas, pero el destino
siempre es el mismo, por muchos vericuetos y atajos que cojamos.
—Os aseguro que yo no busco nada.
—Bueno, intentar no hallar nada es en ocasiones lo más difícil del viaje.
—¿Vos sois de Urgell?
—No, y si tú lo fueras, hubieras sabido por mi acento que yo también soy un viajante, así que deduzco
que es la primera vez que visitas esta ciudad.
Fortún escrutó al personaje pero resultaba difícil saber sus intenciones, pues su rostro estaba
demasiado ajado e intuyó que enmascaraba una edad no tan mayor como parecía a simple vista. No había
más que ver su complexión física: era un hombre alto y fuerte, de manos grandes y hombros bien anchos.
Con facilidad podría tumbarte de un solo golpe y, sin embargo, su mirada, hasta su voz, eran más propias
de un anciano.
—Deja de observarme así, muchacho. Que no soy una zagala —le advirtió, sonriendo—. No te fías de
mí, ¿verdad? No te culpo, hace años que no me fío de nadie, ni de mi propia sombra. A veces está a la
derecha, a veces a la izquierda, la he llegado a ver hasta en dos direcciones, ¿cómo te vas a fiar de tu
sombra?
—Yo no quiero meterme en asuntos en los que pueda salir mal parado.
—Tampoco yo. Desde la más absoluta desconfianza, puedo preguntarte qué haces aquí, ¿es qué acaso
escondes algún secreto?
—Ojalá, ya os he dicho que solo estoy de paso. De todos modos, si así fuera, no sería muy inteligente
decíroslo.
—Lo inteligente sería no haber venido, pues te aseguro que un joven que viaja solo como tú, poco va a
durar en un lugar como este.
—¿Es una amenaza?
—¡Válgame Dios! De verdad crees que yo te amenazaría, en absoluto. Si quisiera robarte, no dudes de
que lo haría, pero jamás te amenazaría. ¡Eso es de cobardes!
—No quiero líos.
—Tranquilízate, en realidad, tengo algo que proponerte.
—¿A mí?
—Sí, ¿tan extraño te parece?
—¿De qué se trata? —preguntó temeroso Fortún.
—Necesito un ayudante para un pequeño trabajo y preferiría que no fuera alguien de por aquí.
—¿De qué estamos hablando? No quiero problemas.
—Ninguno tendrás, palabra te doy. —Aquel hombre mostró su cara más sonriente.
—¿Y qué gano a cambio?
—Sabré ser generoso, confía en mí. Tenerme como amigo puede serte muy útil. Yo conozco todos los
caminos de aquí a Barcelona o, si lo prefieres, hacia León o Astorga. Hice el Camino de Santiago hace
años y también viajé al otro lado de los Pirineos, he estado en Toulouse, Lyon y París.
—¿Y qué me decís de los lombardos?
—Nada malo me han hecho, aunque la reputación que les precede no es la mejor. Pero... ¿y a quién le
importa? —Sonrió, dejando ver una dentadura espléndida, nada habitual—. No me fío de las habladurías,
siempre son intencionadas. Los ojos, los ojos de un hombre no mienten nunca. En cambio, las palabras
son traicioneras, no hay que fiarse de ellas. He conocido cortes que se regodeaban de estar reinadas por
reyes y condes de la mejor índole, y en el fondo eran las peores: corrompidas y anquilosadas.
—¿Sabríais decirme dónde encontrar a un maestro de obras lombardo?
—A un maestro de obras, así que es eso lo que buscas... —afirmó mientras se rascaba la perilla—. Ha
sido más fácil de lo que pensaba.
—¡Fácil! ¿El qué?
—Descubrir tu propósito. Lo lamento, no tengo ningún trabajo para ti, solo era una treta para
averiguar tus secretas intenciones... —dijo, soltando una carcajada burlona.
—¡Maldito bastardo!
Fortún se abalanzó sobre él, pero este lo esperaba y se anticipó a sus intenciones. Dio un paso lateral
para evitar el impulso del joven que, al no encontrar donde impactar, a punto estuvo de caer de bruces
contra el suelo. Como si de un animal en cólera se tratara, Fortún giró sobre sí mismo y volvió a embestir
al personaje. Antes de que llegara si quiera a tocarlo, sintió un filo cortante perfilando el contorno de su
garganta.
—Ssssh. Tranquilo, zagal, no quieras conocer a Nuestro Señor tan pronto, que de eso siempre hay
tiempo —le susurró con parsimonia—. No quiero hacerte daño, solo saber de qué pie cojeas. ¿Por qué
buscas a los lombardos?
—Quiero aprender de ellos —respondió mientras intentaba zafarse del filo.
—¡Quieto ahí! —le amenazó—. Esos no enseñan su oficio a cualquiera, y menos a un montañés como
tú.
—Ese es mi problema.
—Te aseguro que no es el más urgente de los que tienes en este momento. ¿Qué te hace pensar que
unos extranjeros tan recelosos de sus conocimientos como ellos vayan a aceptarte? Nadie es tan necio, al
menos que tenga una poderosa razón, ¿cuál es la tuya? ¡Habla!
—Quiero construir un castillo.
—No me tomes por imbécil —protestó, acercando más la hoja del cuchillo a su piel—. Lo único que vas
a construir es tu propia tumba.
—Os juro que...
—El último que me juró en vano está en el infierno, no seas estúpido y dime la verdad, se ve a una
legua que ocultas algo. Es un milagro que no te haya asaltado nadie antes que yo. ¡Habla! ¡Joder! —
exclamó, cogiéndole con la otra mano de la nuca para hacer más amenazadora la presencia del filo en su
cuello.
—¡Está bien! Vengo de Loarre.
—Eso me parece mejor, ¡sigue cachorrillo! —le apretó más.
—Allí se está construyendo un castillo.
—Hay muchos castillos en el antiguo reino del rey Sancho —musitó el hombre con desprecio.
—No como este.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial?
—Cuando esté terminado, el castillo de Loarre será inconquistable —respondió con una inesperada
firmeza.
—Interesante, además de necio, presuntuoso. ¿Quién está construyendo esa maravilla de la que
hablas?
—Ahora nadie, hubo un accidente y el maestro de obras murió.
—Un lombardo, ¿verdad? —inquirió sonriente.
—Eso es.
—Pensaba que ya habían abandonado estas tierras, que todos las habían abandonado.
—Él era el último —contestó Fortún—, ese es el problema.
—Por eso has venido. —Liberó la presión del cuchillo en su cuello—. Dices la verdad, aunque no
entiendo un detalle, ¿por qué piensas que te van a permitir a ti, precisamente a ti, concluir el castillo?
Sobre todo, si es tan importante como aseguras.
—Porque el aprendiz del lombardo era mi padre, y él también ha muerto.
—¿De causas naturales ambos?
—No, asesinados.
—Esto se pone interesante —comentó sonriente—. ¿Sabes quién lo hizo? —le preguntó en un tono más
amigable.
—Un malnacido.
—Alguien próximo, ¿verdad? Uno debe tener cerca a sus amigos, pero todavía más a sus enemigos.
Eso sí, hay que ser precavido, la espalda siempre bien cubierta y los ojos bien abiertos. —Y de manera
sorprendente, recogió su arma—. Si te ayudo, ¿qué gano yo a cambio?
—Si creéis que voy a pediros ayuda estáis loco.
—Solo te he acariciado un poco, no es cuestión de exagerar —afirmó sonriente—. Estás confundido,
que desees mi ayuda o no a mí me da exactamente igual. Soy yo el que decide, y puedo llevarte hasta los
lombardos; pero, claro, algo tendré que obtener yo a cambio.
Fortún quedó en silencio, con la mano aún en su magullada garganta, evaluando qué hacer.
—Y bien, dime, ¿qué me propones para convencerme? Porque te aseguro que necesitas mi ayuda, no
solo para llegar hasta los lombardos, sino incluso para salir de la Seu d’Urgell con vida. —Le señaló con
un gesto que mirara hacia la catedral, allí había una pareja poco amigable que le observaba de manera
desafiante.
—¿Quiénes son?
—Asesinos, ladrones, bandidos, vendedores de esclavos... ¿quién sabe? Lo que te puedo asegurar es
que van a ir a por ti.
—¿Cómo sé que no estáis en tratos con ellos?
—No me hagas reír, ¿de verdad crees que yo me juntaría con gente de esa calaña? —Aquel hombre
sacó sus blancos dientes y de forma muy visible se mordió el labio inferior, para luego hacer una extraña
mueca y enseñar toda la dentadura, como si se tratara de un caballo—. Te voy a ayudar, me caes bien,
zagal, por el momento no te pediré nada a cambio de mis servicios.
—Yo no he dicho todavía que quiera vuestra ayuda.
—¿Es qué acaso osas negarte a mi generosidad? ¿Pretendes faltar a mi honor de esta manera tan
burda? Mira, muchacho, en tiempos como los que corren, donde no hay fortuna, ni futuro, el honor es de
lo poco que vale la pena conservar.
—Con eso no se come —contestó Fortún con desánimo.
—Infeliz, con el honor puedes construir cualquier sueño, incluso un castillo.
30
L’Aínsa. Invierno del año 1036
Fortún acompañó a aquel hombre hasta una posada cerca de la muralla de poniente. Era un tugurio
frecuentado por rameras y borrachos, por el que también se dejaban caer comerciantes y viajeros en
batida de compañía femenina. Los dormitorios estaban en la segunda planta. Eran cuartos para cuatro o
cinco hombres, pero su acompañante se las arregló para que les dejaran a ellos dos solos, sin más
comitiva que dos jergones y una palangana, pues aquellas habitaciones eran tan parcas en mobiliario
como generosas en polvo y suciedad.
—Toma. —Sacó un mendrugo de pan y una ristra de chorizo.
—Gracias. —Hacía tiempo que Fortún no comía carne.
El extraño individuo salió de la estancia, sin mediar palabra, dejándole confundido. Al poco, regresó
con una gruesa jarra.
—Por esto sí debes estar agradecido.
Fortún dio un trago, era vino, pero del bueno. No esa porquería de brebaje aguado que bebían en
Loarre.
—Todavía no sé vuestro nombre.
—¡Mi nombre! Me llamo Carlos —le respondió mientras atrancaba la puerta.
—Nunca lo había oído.
—¡Válgame Dios! No es frecuente en estas tierras, pero ¿es qué no has oído hablar de Carlomagno?
—No, ¿debería?
—¡Qué cruz ha caído sobre mí! Carlomagno, el más grande de los reyes que ha conocido este mundo,
el emperador que venció a tus amigos los lombardos y recuperó estas tierras de las manos de los infieles:
Barcelona, Tortosa, la antigua Tarraco... Formó una nueva Marca Hispánica que ha logrado contener a los
sarracenos desde entonces.
—¿Y Saraqusta?
—¡Maldito seas! —Y amenazó con lanzar la jarra contra la cara de Fortún.
—¡Deteneos! ¿Qué hacéis?
—Debería estamparla en tu cara por ignorante. —Reculó y pareció tranquilizarse—. En la campaña
para tomar esa ciudad, Carlomagno fue traicionado y su mejor caballero, el conde Roldán, asesinado. Los
juglares cantan todavía su muerte. Pasarán mil años y seguirán recordando la fatídica pérdida de Roldán.
—De donde yo provengo, todos hablan con admiración de la Ciudad Blanca.
—No te dejes engañar, Saraqusta es conquistable. Algún día, un gran rey, como Carlomagno, unirá de
nuevo a los cristianos y encabezará sus huestes hacia ella.
—Ojalá —dijo Fortún, bebiendo de la jarra.
—Eres un joven peculiar, ¿de verdad crees que los lombardos van a acceder a enseñarte? Permíteme
que lo ponga en duda —le increpó, cogiéndole el vino.
—Sí que lo harán.
—No sé si es la ignorancia, tu juventud, o la prepotencia lo que te hace estar tan seguro. —Dio otro
trago y le devolvió la jarra.
—Ninguna de las tres.
—Peculiar, muy peculiar. —Soltó una risa burlona—. ¡Anda! Bebe y sonríe un poco. O vas a hacer que
me arrepienta de no haberte rebanado el cuello. —Le dio una palmada en el hombro—. No me tomes en
serio, bebe y pásame la jarra que estoy seco.
—No me tratéis como si fuera un necio, soy consciente de que será complicado convencer a los
lombardos.
—¡Complicado, dices! Eso se queda corto, malandrín. Mira, esos constructores son como una religión
y sus conocimientos, su Biblia. Al igual que los curas leen los pasajes en latín, para que el pueblo no los
entienda, esos constructores hacen exactamente lo mismo. O eres uno de ellos, o jamás comprenderás la
manera en la que construyen sus edificios.
—Quizá yo sí pueda leer su Biblia.
—¿Qué diantres quieres decir?
—No tiene importancia —reculó—, cosas mías.
—Toma, bebe, ¡bebe! Que parece que tienes miedo al vino. Esto es la sangre de Cristo, ¡una
bendición!
El canto del gallo le despertó a la mañana siguiente, había bebido tanto la noche anterior que le costó
levantarse. Le dolía la cabeza como si una cuadrilla de canteros estuvieran golpeándola sin cesar. Al mirar
hacia el otro jergón, se alertó al no encontrar a Carlos. En un acto reflejo, buscó su alforja. La encontró
tirada en el suelo, abierta. Se apresuró a cogerla. Al no encontrar el libro del lombardo sintió un pinchazo
agudo en medio del pecho. Empezó a temblar y a respirar con dificultad.
Escuchó unos pasos en el pasillo.
Rebuscó de nuevo en su alforja y agarró un cuchillo oxidado, su única arma. Se volvió a acurrucar
como si siguiera dormido.
La puerta se abrió despacio y después escuchó como la atrancaban de nuevo. Unas pisadas
retumbaron sin brusquedad, acercándose sigilosamente a su cama. Intentó que su respiración fuera
pausada, pero sus nervios la delataban.
Sintió que alguien se aproximaba y no aguantó más, se revolvió y sacó el filo del arma buscando
dónde clavarlo. Sin embargo, solo consiguió que le golpearan con una vara de madera.
Despertó en un habitáculo húmedo y en penumbra, olía a estiércol y orines. Y tenía frío, mucho frío.
Su ropa estaba hecha jirones y no llevaba calzado alguno. La cabeza le iba a estallar, a la resaca ahora se
unía una fea herida que todavía le escocía.
—La princesita se está despertando —oyó decir.
—Vaya, vaya —comentó otra voz—, parece que nos vamos a divertir.
Antes siquiera de intentar hablar, un puntapié impactó en su estómago y le hizo estremecerse de
dolor. Sin mediar más palabras, le dieron otra patada en la espalda, que le afligió todavía más. Perdió el
conocimiento y solo cuando alguien le cogió del pelo y le obligó a levantarse, volvió a la conciencia.
—¿Dónde está? —le preguntaron—. ¡Es qué no me has oído! ¿Dónde está?
—Yo...
Volvieron a sacudirle con una vara en las costillas.
—Te lo voy a repetir solo una vez más, saco de estiércol. —Y le escupieron en la cara—. ¿Dónde,
maldita sea, está?
—Me lo han robado, no lo tengo.
—¿De qué mierda estás hablando? ¿Dónde está el franco?
—¿Quién?
—Este imbécil quiere que lo molamos a palos, ¿es eso? ¿Quieres no volver a andar?
—¿Buscáis a Carlos? —Al alzar la vista, se percató de que eran los mismos hombres que le vigilaban
cuando llegó a la Seu d’Urgell.
—¡Joder! ¡Si conoces su nombre! Ya puedes cantar o te degollamos aquí mismo.
—Yo no sé nada, él dijo que me ayudaría.
—Ayudarte a ti, ¿a qué? Tú no tienes nada de valor.
—¿Por qué me seguís?
—¿De qué estás hablando? ¿Dónde está ese amigo tuyo franco?
—Entonces... yo pensaba que lo que queríais era...
—Muchacho, si no hablas claro te mataremos, dinos dónde está y te dejaremos en paz, es así de
sencillo.
—Me dijo que quería ir en busca de los lombardos.
—Los constructores... ¿por qué? —inquirió su raptor, intrigado.
—Lo ignoro, aunque dijo que no sería fácil dar con ellos.
—¿Con qué motivo iba a querer ese rufián verse con los lombardos? —A la vez que lanzaba la
pregunta, aquel hombre soltó a Fortún y avanzó hacia el centro.
—Quizá planea robarles —comentó el otro secuaz.
Aunque Fortún no veía bien en aquella penumbra, llegó a atisbar que el hombre que llevaba la voz
cantante era de escasa estatura, mientras el otro parecía corpulento y con una pronunciada barba.
—Los lombardos son difíciles de engañar, no entablan relación con nadie. Recelan de todos y cobran
por adelantado. No conozco a nadie que les haya metido mano. Aunque ese malnacido es capaz de
cualquier cosa... Debemos dar con los constructores y ver qué pasa. Creo que estarán cerca del valle, en
una torre que el conde ha ordenado ampliar. Esa que dicen que es tan alta como una montaña.
—Vallferosa.
—Sí, vayamos allí. Hay que darle caza.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó el más alto, señalando el cuerpo yacente de Fortún.
—No vale la pena perder el tiempo con una hez como esa.
El invierno llegó con toda intensidad, y Fortún no tuvo más remedio que permanecer refugiado entre
las calles de la capital del condado. Malviviendo entre desechos, durmiendo siempre con un ojo abierto y
un hierro oxidado en la mano. Aprendió a robar en el mercado y a guarecerse de noche en las cuadras
junto a las caballerizas. Sobrevivió a duras penas, y cuando la primavera llegó, Fortún dejó la Seu
d’Urgell. Viajó hacia el mediodía, sin juntarse con más viajeros y buscando siempre los caminos menos
transitados, aun a sabiendas de que el trayecto fuera más largo. Durante varios días permaneció en un
bosque de hayas donde encontró buena caza y, sobre todo, un refugio en una cueva con una estrecha
entrada, por la que había que arrastrarse para acceder. Allí estaba seguro, además, podía hacer fuego
porque en la parte superior de la gruta había unos orificios por donde salía el humo. Allí, por primera vez
en mucho tiempo, pudo dormir del tirón. Aquel escondrijo fue una bendición, se recuperó de las heridas y
aprovechó para trazar un plan.
Sin embargo, en la compañía de aquella soledad, la melancolía se tornó en un potente licor. Y los
inmensos ojos azules de Ava le golpeaban al menor síntoma de debilidad. El recuerdo de aquella noche
entre las ruinas de la iglesia se había vuelto casi irreal, porque había soñado tanto con ello, que
comenzaba a dudar de si era solo producto de su imaginación. De lo que no había duda es de que era
aquella mujer lo que le daba fuerzas para resistir, y con el paso de los días, su frecuente evocación la
hacía tan material como las frías paredes de roca de aquella cueva.
En cuanto llegó el buen tiempo, partió rumbo a Vallferosa. Tras varias jornadas de camino, vadeó un
arroyo rodeado de un manto de niebla que le acompañaba desde hacía días. Se trataba de una niebla tan
espesa que ni el mismo sol tenía fuerza suficiente para atravesarla, y que avanzaba serpenteante entre
hojas, ramas y troncos, provocando que los intimidados animales escaparan de su alcance. El bosque se
sumergió en ella, dejándose acariciar por la suavidad que le envolvía y, por un momento, pareció que
transitaba por un sueño.
Le despertó la vulnerabilidad que sintió entre aquella bruma. Tenía la sensación de que le vigilaban,
que entre la niebla podría salir cualquier enemigo, que como contaban las viejas leyendas, en ella se
ocultan monstruos y seres extraños. Si el lombardo odiaba el viento, él aborrecía la niebla. Había oído
historias terribles sobre ella, una afirmaba que cuando la niebla duraba más de nueve días, se volvía
eterna, y las aldeas donde se instalaba desaparecían para siempre. Pero mucho más terrible era que la
niebla fuese negra, porque en ese caso, la bruma se cobraba siempre una víctima, que se volatilizaba
como difuminada.
Halló refugio en una oquedad, pero a la mañana siguiente la niebla estaba aún más baja. Tenía que
escapar de ella, el sol seguía oculto, y tenía que buscar su destello para poder orientarse.
El paisaje que le rodeaba era un auténtico misterio, pasaron dos días más y empezó a pensar que la
niebla le había engullido y ya nunca podría librarse. Desesperado, hambriento y con el cuerpo helado, sin
donde cobijarse, vagó entre la penumbra blanquecina hasta caer rendido junto al tronco de un voluminoso
roble.
Estaba tiritando, con el frío calado hasta su alma, cuando abrió los ojos y deslumbró un disco dorado
entre el mar de niebla. Se incorporó y caminó hacia él, sin saber durante cuánto tiempo lo hizo, pues lo
siguiente de lo que fue consciente era de que había alcanzado un camino. Cogió entre sus manos la tierra
machacada por el paso de la gente y quiso reír, pero apenas tenía fuerzas para ello.
El cielo terminó de abrirse a media tarde, con las esperanzas recuperadas vio que se acercaba,
avanzando con dificultades, una carreta con piedra de cantera, tirada por dos caballerizas extenuadas. No
había nadie quien le acompañara, solo el hombre que las guiaba con ayuda de una vara. Esperó el
momento adecuado, y saltó a la parte trasera con cuidado de no ser descubierto. Preparado por si tenía
que huir, viajó en ella hasta ascender un pronunciado sendero y alcanzar una explanada. En cuanto oyó
voces, se arrió del carro y se ocultó en unos matorrales. Desde allí, descubrió algo que le dejó sin habla.
Jamás pensó que fuera posible lo que estaban viendo sus ojos, una torre de mayor altura que la de
Abizanda, y lo todavía más sorprendente: de base circular.
No tuvo dudas, aquello tenía que ser Vallferosa, pues tal maravilla solo podía ser obra de los
lombardos.
Antes de mostrarse en la aldea, escrutó con detenimiento todo movimiento que en ella acontecía.
Había pocos trabajadores, la obra estaba casi terminada. La torre lucía espléndida, con una puerta de
acceso a una enorme altura. Había hombres de armas vigilándola y también un grupo de pastores que
habían cercado su ganado al otro lado de la fortificación. La piedra del carro se descargó en la base de la
fortificación y, al poco tiempo, se comenzó a tallar por manos de dos canteros. No se veían otros oficios, ni
carpinteros ni herreros. La iglesia a sus pies era de reducidas dimensiones y le recordó a la de Loarre. Al
lado de su ábside encontró lo que andaba buscando, dos hombres vestidos con buenos ropajes, que
trabajaban sobre una alargada mesa, llena de pergaminos y herramientas.
Lo imaginó al instante, eran los lombardos.
Tenía que acercarse a ellos, observó de nuevo la vigilancia de la plaza. Al contrario que la de Loarre,
una cerca de madera rodeaba el emplazamiento y los cimientos de una muralla de mampostería estaban
preparados. Pronto comenzarían a elevarse los muros y la plaza sería un baluarte seguro.
Decidió esperar un día más antes de intentar entrar en Vallferosa.
Lo hizo al mediodía, cuando los trabajadores descansaban después de la dura jornada de mañana. Los
centinelas le dieron el alto nada más verlo, pero eso no le amedrantó. Aseguró traer un mensaje para los
lombardos, esta vez había preparado bien su estrategia.
Con visibles reticencias, el hombre de armas de mayor rango lo acompañó hasta uno de ellos. Era el
menos joven y más serio, tenía la piel morena y el pelo plateado asomaba ya por sus sienes. Llevaba una
barba bien recortada, que casaba bien con su aspecto pulcro. No se parecía en nada a los otros hombres
que le rodeaban.
—¿Qué mensaje nos traes tú? —preguntó uno de los maestros de obras, de pie junto a él—. ¿Y de
quién si puede saberse?
—De un anciano, un lombardo como vos.
—Vaya sorpresa, no te quedes ahí callado —le indicó que se aproximara—, ¿qué nombre tiene quién te
envía?
—No me lo dijo, pero me pidió que os lo diera en privado.
—Permíteme que no te crea, dado tu aspecto y falta de referencias, nada invita a ello, ¿lo comprendes,
verdad?
—Firmitas, utilitas et venustas —dijo Fortún para sorpresa de todos los presentes.
—Vaya, vaya. Las apariencias engañan.
—Está bien, puede dejarnos con él. —El hombre de armas asintió—. No creo que este muchacho nos
haga ningún mal. —El guardia accedió—. Ya estamos solos, ¿y bien? Esa es la triada de Vitrubio, ¿sabes
quién es?
—El autor del libro —afirmó para sorpresa de aquel lombardo.
—¿Dónde está?
—Lo han robado.
—Entonces, ¿qué quieres? —preguntó el más joven de los dos maestros de obras, de cabello dorado y
hombros anchos, que había permanecido en silencio hasta aquel momento—, si crees que puedes venir
aquí y...
—Esperad. —El maestro de obras de mayor edad, que estaba sentado en un taburete y dibujaba con
un compás sobre el tablero, se incorporó y se acercó a Fortún—. Un anciano, el lombardo del que hablas,
¿era un hombre recto y gentil?
—Pues... Mi señor, siento decirlo, pero no. Bebía en exceso y era malhumorado, pero sin duda él era
un inigualable constructor.
—Ese libro, describe cómo era...
—Muy antiguo, de otra época. Estaba repleto de dibujos y escrito en latín.
—¡Dios santo! ¿Y dices que lo han robado?
—Así es —respondió Fortún con rotundidad—, fue un ladrón franco.
—¿Y su dueño?
—Murió, estaba construyendo un castillo en el condado de Aragón.
—Eso no tiene sentido, ya no trabajamos en esas tierras. —El lombardo de mayor edad se mostraba
contrariado—. ¿Y qué quieres? ¿Por qué has venido hasta aquí?
—Deseo aprender de vosotros para finalizar la construcción del castillo de Loarre.
—Muchos son los que pretenden robar nuestro saber y tú... tú solo eres un estúpido muchacho —
advirtió el maestro de obras más joven.
—Puedo ayudaros a recuperar el libro.
—Si acabas de decir que lo han robado —replicó el más anciano.
—Sí, pero sé cómo recuperarlo. Antes, deberéis jurarme que me enseñaréis a construir. —Fortún no
movió ni uno solo de sus músculos. Permaneció firme, con la mirada clavada en la pareja.
—Vaya con el mandril... No podemos acceder a lo que nos pides. Nunca enseñamos nuestra ciencia a
un intruso.
—Entonces me iré, seguro que hay quien quiere tener ese libro en su poder.
—Un momento —el lombardo de mayor edad alzó el brazo buscando a Fortún—, vayamos más
despacio. Yo conocía bien al dueño del libro, y si confió en ti, tendría una poderosa razón.
—Admitidme como aprendiz y yo recuperaré el libro. —Fortún se mantuvo sereno.
—¿Cómo sabemos que no nos pretendes engañar? —insistió el constructor más joven.
—Nunca puedes saber quién te traicionará, eso lo tengo muy claro. Pero de igual manera, soy
consciente del enorme valor del libro y a todos nos conviene encontrarlo. Aquí me tendréis vigilado,
podréis comprobar mi valía.
—Si te quedas con nosotros, ¿cómo recuperarás entonces el libro?
—Creo que la respuesta a esa pregunta está aquí mismo. —Los lombardos se miraron contrariados—.
Convocad a todos los trabajadores y habitantes de Vallferosa.
Al atardecer, los hombres de armas habían reclutado a todas las gentes del emplazamiento, que
formaban en filas alrededor de la poderosa torre de piedra. Los lombardos acompañaron a Fortún hasta el
centro de la explanada donde se hallaban. El muchacho escrutó uno a uno a los presentes, hasta que se
detuvo frente a una pareja peculiar: un hombre esbelto y fortachón; y otro escueto y de aspecto peligroso.
—Ellos saben quién robó el libro.
—¡Apresadles! —ordenó el mayor de los lombardos.
—¡Maldita sabandija! Deberíamos haberte matado.
—Ya es tarde para eso. —Fortún se dirigió al que mandaba a los soldados—: Haced lo necesario para
que hablen, el hombre que buscamos se llama Carlos y es franco, que confiesen todo lo que saben sobre
él.
—No dudes de que lo harán, muchacho. —Uno de los hombres de armas golpeó en el rostro al primero
de ellos.
Al caer la noche, el capitán de la guardia se reunió con los lombardos y Fortún en la terraza superior
de la torre.
—El ladrón es un mercenario franco que se mueve a ambos lados de los Pirineos.
—¿Qué saben del libro? —inquirió Fortún con firmeza.
—Dicen que llegaron aquí pensando que ese Carlos vendría para vender el libro a los maestros de
obras.
—¿Y por qué no ha aparecido?
—Creen que pudo encontrar otro comprador.
—En este condado, ¿quién podría estar interesado? —intervino el lombardo más anciano.
—Él vendrá, lo sé —afirmó Fortún con una firmeza aplastante.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó el hombre de armas.
—Matadlos, por supuesto —contestó impasible el lombardo de más edad.
—¿No sería mejor esperar a ver si dicen la verdad? ¿Y si nos han mentido?
—Entonces habría que matarlos de igual manera. Mejor hacerlo ya y que sirva de escarmiento, no
podemos perder el tiempo.
31
Vallferosa. Primavera del año 1037
Algunos días después de la llegada de Fortún y tras la ejecución en la horca de los dos maleantes que le
habían atacado en la Seu d’Urgell, el muchacho comenzó a trabajar a las órdenes de los lombardos. El
inicio no fue fácil, los maestros de obras habían accedido a regañadientes y los primeros días distaron
mucho de ser una convivencia agradable. Le permitieron que estuviera presente en las obras, a su lado.
Ni colaboraba ni era aleccionado, simplemente observaba y callaba.
Quizá los lombardos pensaron que al ignorarle menguarían sus deseos; sin embargo, Fortún no vio
aquello como un castigo, sino como una oportunidad. Con lo que entendía del latín podía seguir una parte
importante de las conversaciones de los lombardos. Además, tenía acceso a los dibujos de sus pergaminos
y, sobre todo, tenía la opción de observar la manera en que los llevaban a cabo. Mirándoles dibujar,
aprendía en silencio.
Su constancia, al levantarse el primero y ser el último en retirarse, hizo que las convicciones y
perjuicios de los constructores remitieran en gran medida.
Transcurrió más de un mes, y Fortún supo ganarse a la mayoría de las gentes de Vallferosa. Hablaba
con ellos y les contaba historias sobre Loarre. Esos relatos eran lo que más entusiasmaba a los habitantes
de aquel valle, las andanzas en tierras de occidente, el ataque musulmán, la famosa arquera de pelo rojo,
el misterioso sacerdote, el viejo lombardo... Fortún no hacía sino animarles a ir un día hasta Loarre y
conocer la fortaleza cristiana frente a la Tierra Llana.
En pleno verano se trabajó sin descanso. Había que aprovechar todas las horas de sol. Sin embargo,
cuando mejor parecían ir las cosas, fue llamado a presencia de los lombardos.
—Bien, como habrás comprobado, seguimos esperando la aparición de ese ladrón que tiene nuestro
libro y... aquí no ha venido nadie —advirtió el lombardo al mando.
—Es cuestión de tiempo.
—Precisamente ese es el problema, el tiempo no es baladí. De hecho, el tiempo es el más preciado de
nuestros bienes. El único que se agota.
—Yo no puedo hacer nada más, debemos esperar.
—Ya veo, vuelves a despreciar nuestro tiempo. El tuyo puedes malgastarlo como desees, no nos
incumbe. O conseguimos pronto el libro, o nos cobraremos todo el tiempo perdido, te lo advertimos.
—Creo que no estáis siendo justos.
—¡Justos! Nosotros no tenemos nada que ver con la justicia.
—En Loarre, el lombardo hablaba a menudo de la antigua Roma. De sus ideas, de sus logros. Nos
explicó que en su esplendor consiguió unificar a la mayor parte del mundo conocido.
—Todo eso se perdió.
—Pero puede volverse a recuperar —apostilló Fortún—. Hubo alguien que lo intentó hace doscientos
años: Carlomagno.
—No pretenderás darme lecciones sobre el emperador, ¿verdad? Él reeditó el imperio y el
cristianismo, actuó como elemento unificador. Una Iglesia, un Emperador, un Arte. El papa León III le ciñó
la corona imperial el día de Navidad del año 800 en San Pedro de Roma —relató orgulloso el viejo
lombardo—. No obstante, esa unión se deshizo a la muerte del Emperador dando paso a un periodo de
anarquía, decadencia y caos que propició la codicia de la nobleza y de la propia Iglesia.
—Cuesta imaginar que fueran tan necios.
—No, te aseguro que no. Aunque no lo confiesen, todos los hombres quieren ser reyes. El poder les
corroe, lleva haciéndolo desde que Dios nos creó. Por ese motivo es tan escasa e importante la confianza,
pero... ¿en quién puedes confiar hoy en día? ¿Cómo sabes que alguien no te traicionará? La palabra de un
hombre debe ser sagrada y en cambio...
—No creo que eso sea posible —afirmó Fortún con pesadez en sus palabras—. Los hombres carecen
de honor en estos tiempos.
—A todos nos han traicionado alguna vez.
—Más a mi favor. Solo podemos confiar en Él, Dios es la única luz.
—Tienes razón, Fortún, la fe es nuestra fuerza y pronto surgirá un rey que unifique los reinos de
Cristo.
—Nosotros somos maestros de obras, debemos poner nuestro arte al servicio de Dios, también
debemos buscar la unidad —intervino por primera vez el más joven de los lombardos, de quien Fortún
había oído su nombre en boca de los canteros: Mario.
—¿Qué queréis decir? —inquirió Fortún, confuso.
—Hay que volver a trabajar como en la época antigua, debemos volver a levantar templos de gran
envergadura.
—Lo que Mario quiere decirte es que en el sur de Francia ha surgido una corriente unificadora
promovida por la abadía de Cluny. La Iglesia y los reyes siguen divididos y enfrentados, pero el arte ha
avanzado.
—Un ángel tomó al dragón, la serpiente antigua que es el diablo y la encadenó por mil años. Vencido
el plazo, Satanás será soltado y saldrá a extraviar a las naciones —anunció Mario como si de un sacerdote
se tratara—. Hemos dejado atrás el primer milenio desde la llegada de Cristo, es hora de renacer.
—La Cristiandad está dividida, el infiel se está reorganizando. Una vez fue derrotado, pero no vencido.
El mal está haciéndose cada día más fuerte en la Tierra Llana, los cristianos debemos reunificarnos y
atacar antes de que sea tarde —continuó el mayor—. La lucha será en estas tierras al sur de los Pirineos,
aquí tendrá lugar la batalla final, pero todavía no estamos preparados. Por eso es tan importante nuestra
labor, debemos promover la unión.
—Yo quiero ayudar —interrumpió Fortún.
—Vi en la visión los caballos y los que cabalgaban sobre ellos, que tenían corazas color de fuego, y de
jacinto y de azufre; y las cabezas de los caballos eran como cabezas de leones y de su boca salía fuego, y
humo, y azufre —intervino de nuevo Mario—. Dentro de muy poco, caballeros cristianos de reinos
enfrentados lucharán codo con codo frente al infiel y acabaremos con el mal que asola nuestro tiempo.
—El Apocalipsis, el Nuevo Testamento, es muy revelador. —El lombardo anciano guardó silencio por
unos instantes—. ¿Qué motivo tenemos para enseñarte? Ni siquiera has sido capaz de proteger el libro,
¿por qué ayudarte?
—Porque yo puedo terminar el castillo de Loarre.
—¿Y por qué debería importarnos ese castillo a nosotros? Está en un insignificante condado, ¿qué lo
hace tan trascendental?
—Una vez concluido, esa fortaleza se tornará inconquistable. No será solo un escudo frente al infiel,
sino que se transformará en la lanza que penetrará en la Tierra Llana y llegará hasta la Ciudad Blanca.
—¿Saraqusta? —Ambos lombardos se miraron.
—Sí, enseñadme a construir y, desde Loarre, se forjará un nuevo reino que expulsará a los infieles de
estas tierras, ¿por qué no venís vos a concluirlo?
—Nada se nos ha perdido en semejante lugar, una sierra pobre y deshabitada, frente a una fortaleza
como Bolea, en un minúsculo condado, sin riqueza, poco poblado y en manos de un bastardo. Gracias,
pero no. Nos fuimos de allí cuando todavía vivía el rey Sancho el Mayor y no volveremos.
—¿Por qué os fuisteis entonces?
—Eso no te incumbe. Además, el futuro no está allí, sino en el Camino de Santiago. Los tiempos y el
arte están cambiando, no iremos al lugar más remoto de la Cristiandad.
—Muy bien, pero entonces con más razón debéis enseñarme, así podré concluirlo, ¿qué tenéis que
perder? Lo más probable es que me maten los sarracenos al volver allí.
—Hay cosas peores que la muerte. De todos modos, dentro de dos días partiremos lejos de aquí, una
nueva fuerza se está expandiendo al otro lado de los Pirineos.
—¿Fuerza?
—Sí, hace más de un siglo se inició un poderoso cambio que, poco a poco, ha ido alcanzando a
obispos, papas y reyes. Fue en Cluny donde prendió esta chispa renovadora que se está extendiendo por
todo el mundo conocido con inusitada rapidez.
—En gran parte ayudada por el hastío y rechazo del pueblo hacia todo lo que ha tenido que soportar
tras el gran Carlomagno —añadió el lombardo más joven—. Ha sido un largo y oscuro túnel, del que Cluny
nos está sacando. Se ha hecho cargo del movimiento peregrino hacia Santiago de Compostela, pretende
jalonar su recorrido de monasterios y albergues, en los cuales la iconografía de capiteles y tímpanos
sirvan para instruir al peregrino en el conocimiento de la Historia Sagrada, en sus formas de
comportamiento y en los premios y castigos que recibirían según su forma de vivir.
—Cluny está preparando los mejores maestros de obras, por esa razón nos movemos al Condado de
Tolosa y tú nos acompañarás.
—¿Y el libro?
—No podemos esperar más, vendrás con nosotros, pero no te liberaremos de la promesa de
recuperarlo. —Fortún asintió con un gesto—. Una cosa más. —El gesto del rostro del lombardo se tensó,
se frotó las manos y miró con firmeza a Fortún—. Nos hemos informado de Loarre, el conde Ramiro no
tiene intención ni medios para seguir construyéndolo, está abandonado.
—Tanto trabajo... ¡Qué puede ser tan...!
—Calla y escucha. Completa tu formación con nosotros, luego ve a hablar con él.
—Yo reunirme con el conde, ¿para qué? Nunca me recibirá, solo soy el hijo de un carpintero.
—¿Y el tenente?
—A él lo vi una vez, Lope de Ferrech, vino en ocasiones a Loarre para conocer los progresos de las
obras.
—Excelente, necesitarás su apoyo para que se retomen los trabajos. Escúchame bien, a los nobles solo
les mueve la codicia, utilízala en tu beneficio.
—Lo haré.
—Fortún —Mario se acercó más a él—, vamos a confiar en ti, si nos traicionas, yo mismo te arrancaré
las entrañas.
Aquel extraño cambio de actitud era difícil de interpretar por Fortún. El veneno de la desconfianza le
había calado bien adentro de su alma. Así que no dudó en sospechar que aquella singular pareja de
lombardos tramaba algo contra él, ¿el qué? Eso era difícil de saber por el momento.
Iría con ellos, ¿cómo no hacerlo? Pero estaría alerta. Los tiempos del imberbe Fortún eran tema del
pasado, las cosas habían cambiado.
Dejaron Vallferosa mucho más tarde de lo pactado, pues un tremendo temporal anegó los caminos y
cubrió de nieve el valle en pleno otoño. Hicieron falta varias semanas para que la nieve se fundiera, lo
cual propició que los manantiales y acuíferos rebosaran, y los cauces de agua se desbordaran con el
deshielo. Hasta que no transcurrió el invierno, no se inició el viaje que les llevó primero hasta los Pirineos.
Los cuales cruzaron por un paso angosto y empinado, las piedras sueltas que lo rodeaban, avisaban de
que en cualquier momento podían llover otras desde lo alto de las paredes rocosas. Más de uno se había
dejado la vida atravesando por aquel retorcido desfiladero. Después su suerte no mejoró, el sendero
serpenteó sobre un abismo, en cuyo fondo solo se veían jirones de niebla. La vista se perdía en su fondo,
como si no lo tuviera. Fortún contuvo el miedo, todo lo que era posible en aquel escalofriante paraje, que
era más bien poco. Se agarró a la piedra de la montaña, llegando a clavar sus uñas en ella y, paso a paso,
avanzó sin apenas aire con que llenar su pecho. A menudo, el sendero desaparecía por la nieve que
todavía permanecía inmune al cambio de estación.
Una vez en el otro lado de las montañas, continuaron a través del valle de Arán, entre los picos más
altos de aquellas montañas, siguiendo el cauce del río Garona.
En el descenso, se cruzaron con un grupo de pastores muy atareados, pues las ovejas se esquilaban
para que los animales no tuvieran calor y poder vender su codiciada lana. La humedad se calaba hasta los
huesos. Fue un trayecto difícil y exigente, que les permitió adentrarse en los territorios del condado de
Tolosa. A finales de la primavera, alcanzaron la exuberante ciudad de Toulouse, donde se erigía la basílica
consagrada a san Saturnino, primer obispo de la ciudad, que fue martirizado en el siglo III por no rendir
culto a los dioses romanos. Atado por los pies a un toro, fue arrastrado por las calles de la ciudad hasta
caer muerto.
—Los canónigos de la catedral poseen abundante patrimonio —comentó Mario—, y desean reemplazar
la antigua basílica por una nueva catedral ya que no dejan de llegar peregrinos camino de Compostela.
Así que sus necesidades son abundantes y el templo actual no pude acoger la inmensa cantidad de
penitentes.
—Las obras todavía no han empezado —advirtió Fortún.
—Así es, pero no tardarán. Nosotros debemos seguir a los peregrinos a la inversa, hacia el norte, allá
donde se construye con los nuevos cánones.
Viajaron durante varias semanas más, hasta llegar a una abadía rodeada por un extenso burgo. Era ya
verano y allí se estaba construyendo la nave central de un moderno templo. La pareja de lombardos se
dirigió hacia las obras, donde fueron recibidos con efusividad por uno de los constructores que dirigía las
labores.
No tardaron en comenzar a trabajar en el edificio. El lombardo más anciano lo cogió como ayudante.
Mientras el más joven, Mario, se separó de ellos sin saber Fortún el motivo.
Para él, Mario era un auténtico misterio. Duro, serio y riguroso; muy reservado y poco amigo de
compartir conocimientos. En cambio, Fortún sentía un tremendo respeto por el que iba a ser su maestro,
que tenía por nombre Octavio. Su edad rondaba los cuarenta años, pero en la solemnidad de su mirada y
en su degradado físico parecían muchos más. Presentaba la cadera y pierna derechas débiles, por lo que a
menudo cojeaba; y sufría de dolores de vejiga, que a duras penas lograba aliviar cuando lograba arrojar
piedras con la orina.
Octavio no era propenso a los sentimientos, no reía ni mostraba enfado. No se alteraba ante los
imprevistos ni disfrutaba con las buenas noticias. Era como la misma piedra con la que trabajaban los
canteros, fuerte y fría.
Los muros de la iglesia de aquella abadía estaban levantados con sillares bien encuadrados y
ajustados. Con poca argamasa para lograr su asiento y abundantes marcas de cantero en los sillares,
como medio de contabilizar la labor por ellos realizada a efectos de cobrar su labor. En ese sentido,
Fortún pronto aprendió que un aspecto importante en las faenas realizadas con sillares era el trabajo de
las caras no vistas de los mismos. Una vez concluido el muro, se veía la cara exterior, que solía ser de
perfecta factura. Aunque el sillar tiene cinco lados más. Si el muro no había de recibir mucha carga,
podían estar apenas desbastadas y ser irregulares, pues la argamasa suplía sus imperfecciones. Sin
embargo, los maestros de obras preferían los sillares con todas sus caras bien trabajadas. Todo lo
contrario que sucedía en Loarre donde se tiraba de abundante argamasa y ripios para calzar la
mampostería.
Octavio, más allá de su trabajo, no mostraba inquietud por otros temas que no fuera la fe. Tanto Mario
como él, acudían de manera rigurosa a la iglesia. Fortún les acompañaba. Al principio le costó
acostumbrarse al rito romano, que tanto se diferenciaba del que profesaba en su tierra. Pero la palabra de
Cristo era inmutable, y eso era lo realmente trascendente.
—Muchacho —Octavio ejercía como verdadero instructor—, observa aquel muro: ¿hay algo que te
llame la atención?
—El arco.
—¿Por qué motivo?
—Es un arco ciego, no tiene sentido, está dentro del muro.
—Tiene todo el sentido del mundo, ya que es un arco de descarga. Los modelos antiguos, anteriores a
los que aparecen en el libro que te robaron, utilizaban dinteles planos para cubrir vanos. Esto limitaba su
longitud, aparte de las frecuentes fracturas que sufría el mismo. Con el modo romano, las fuerzas del
muro sobre el vano no gravitan sobre el dintel, que pasa a ser ornamental, sino que son conducidas por
las dovelas hacia las jambas.
—Sí, eso lo sé. Pero aquí no hay ningún vano.
—Cierto, esa es la clave, la función de esos arcos es la de transmitir fuerzas.
—No lo entiendo... Decís que, antiguamente, los dinteles eran planos. Si el objetivo es transmitir las
fuerzas, no es necesario completar el arco.
—¿Qué diablos estás diciendo? —El lombardo se disgustó.
—Entonces el arco de descarga puede ser adintelado o plano —susurró Fortún, pensativo—. No existe
necesidad de completar el círculo para que las dovelas trabajen desviando las fuerzas hacia las jambas.
—Muchacho, vas por buen camino. Sin embargo, ten en cuenta que siempre será mejor un arco
completo, hazme caso.
—Ya entiendo, depende de la necesidad de cada estructura, si el muro no es muy alto, uno plano
puede servir —insistió Fortún, más seguro.
—Tozudo eres, de eso no hay duda. Eso sí, no vuelvas a contradecirme, recuerda que estás aquí de
milagro, no tientes tu suerte.
Octavio era duro, pero justo. Sabía hacerse respetar y lo más importante, sabía mandar. No se
imponía por el poder que le otorgaba ser un maestro de obras, sino desde el conocimiento y el ejemplo,
pues era el primero en llegar y el último en irse, exactamente igual que Fortún. Por esa razón, los
trabajadores le respetaban y obedecían sin dudarlo, no le era necesario usar amenazas ni reprimendas.
Sin embargo, Mario distaba de ser así.
El lombardo más joven convertía estar bajo sus órdenes en un auténtico infierno. Tras el parón
invernal, a la vuelta del trabajo en la primavera, media docena de hombres fueron expulsados por
contradecirle en un requerimiento y otros tantos se marcharon disgustados, incapaces de soportar su
trato.
Mario no atendía a súplicas o sugerencias, y dirigía las obras desde la mayor de las prepotencias,
como si fuera un señor y los hombres que trabajaban a su cargo, sus vasallos. No obstante, era de
reconocer que su labor era impecable, no había nada que reprocharle desde el punto de vista constructivo
y siempre cumplía los plazos dispuestos.
Fortún comprendió pronto que lo mejor era no contrariarle y evitarle en todo lo posible. De lo
contrario, tarde o temprano tendría problemas con él. Así que no se separaba de Octavio, era en
presencia del lombardo de mayor edad, la única manera en que Mario moderaba su fuerte carácter.
Una mañana de cielos despejados y viento del norte, Octavio estaba revisando el interior del templo.
—Me sorprende la manera en que se cierran las naves de las iglesias, maestro —comentó Fortún—.
Las bóvedas, parecen tan frágiles, como si fueran a caer sobre nuestras cabezas.
—Las bóvedas de medio cañón no son sino la traducción a dos dimensiones del arco de medio punto
que ya conoces. Y la intersección de dos bóvedas de medio cañón da lugar a la bóveda de arista, que tanto
usamos.
—Las he estado estudiando y he aprendido que transmiten las cargas por sus cuatro pilares,
permitiendo vaciar los muros.
—Exacto, cuando se entra en una iglesia o una catedral, todos los elementos del edificio tienen una
función, todos están ideados para soportar que los altos muros y que los techos sean sólidos. Tenlo
siempre en cuenta, si algún día construyes un templo, piensa primero en cómo vas a cerrarlo, ese será a
menudo tu principal problema. La pregunta a la que deberás dar respuesta, y la contestación será o una
bóveda de cañón o una de arista. No hay más opciones, a no ser que...
—¿Existe otra forma en que se pueda cerrar el techo?
—Antiguamente se usaron cúpulas, nosotros las llamamos domos. Pero no te lo recomiendo, son
complejas y hace siglos que no se utilizan. He oído que en Oriente, en Bizancio, se construyó una
imponente cúpula en la basílica más grande de la Cristiandad, en la ciudad de Constantinopla.
Consagrada a la Santa Sabiduría de Dios, tomada del Libro de la Sabiduría del Antiguo Testamento y que
hace referencia a la Santísima Trinidad.
—¿Por qué no se construyen más cúpulas?
—Demasiado enrevesadas, hay que pasar de plantas cuadradas o rectangulares a circulares. Son
frágiles, pueden venirse abajo en cualquier momento, durante la construcción o después, te recomiendo
que te olvides de ellas.
—El círculo representa a Dios.
—Precisamente por eso, quizá no debemos ser tan osados y querer llegar tan alto, ¿no crees?
Ambos salieron al exterior, el tiempo se había revuelto de forma inesperada. Fortún se fijó en los
hombres que acarreaban los fajos de trigo hacia el granero. Había sido recolectado de madrugada, con la
fresca. Si cogía correa, no desgranaría, y se volvería más compacto. Por eso lo llevaban a una era, allí se
esparcía para que lo calentara el sol y el grano se soltara. Con humedad no se podía trillar y por ello era
importante eliminar toda el agua posible.
Aquel día terminaron tarde en la obra y, al día siguiente, Fortún volvió a cruzarse con los labradores.
Sin embargo, esta vez, tras ellos, apareció un grupo de mujeres. No eran campesinas, sus ropas delataban
otro rango de vida. Las sayas elegantes y limpias, las prendas de abrigo de coloridos tonos y, sobre todo,
el pelo suelto. Aquello fue lo que más llamó la atención de Fortún, a pocas mujeres había visto él con
semejante belleza. A Ava, quizá, pero ella no podía aplicarse precisamente como referente femenino.
Estaban contentas, parecían felices, poseían el don de la alegría, una de esas cualidades que se posee o
no. Él sabía reconocerla, había visto gente así, aunque su vida fuera difícil y laboriosa. La alegría es como
otro adjetivo que puede ponerse a los hombres, se tiene o no, como el color del pelo.
Entre todas aquellas alegres mujeres, hubo una que se quedó mirándole unos instantes, lo suficiente,
y luego desapareció con el resto.
Continuó como si no hubiera sucedido nada, pero a la hora de acostarse, le costó conciliar el sueño y
despertó entre sudores fríos, con una imagen castigando su mente. Pero por primera vez en mucho
tiempo, no era la de Ava.
A la mañana siguiente, Fortún caminó hasta la obra, llegaba con retraso. Algo inusual en él, Octavio le
escrutó al verle. No dijo una palabra, la jornada continuó como cualquier otra. Sin embargo, a última hora
de la tarde, el constructor se acercó a Fortún cuando este intentaba dibujar la cabecera de la iglesia sobre
un pergamino rasgado por el uso.
—No te he visto demasiado concentrado en todo el día.
—Por supuesto que sí —titubeó Fortún.
—A mí no me mientas, o te mando a tu condado de un puntapié, ¿con quién te has creído que estás
hablando? ¡Y no me pongas esa cara!
—Perdonad.
—Eso está mejor, ¡presta más atención y sé más puntual! Tu objetivo es construir un castillo, pero
toda fortaleza debe tener una iglesia. Somos el ejército de Dios y, por tanto, debemos edificar la casa del
Señor dentro de nuestros muros. ¡Así que aprovecha la oportunidad que te hemos dado!
—A veces pienso que estoy perdiendo el tiempo —Fortún bajó la mirada—, que cuando regrese ya será
demasiado tarde.
—¿Tarde para qué?
—Para concluir el castillo.
—No digas tonterías, aquellas ruinas no se van a mover.
—¿Ruinas? ¿Con qué motivo las llamáis así?
—Muchacho, si desde que te fuiste nadie ha terminado el trabajo, que no lo dudo, te aseguro que la
fortaleza que recuerdas será solo una bonita imagen en tu mente. Los edificios necesitan reparaciones
constantes, de lo contrario...
—Si los muros han caído, yo los levantaré de nuevo.
—Ya veo, por ahora céntrate en dibujar bien este alero —dijo, señalando el pergamino—, si no, jamás
podrás cumplir tus deseos, te lo aseguro.
—Me resulta fácil imaginar las formas de los edificios, pero no plasmarlas al papel.
—No basta con imaginar, las cosas no se imaginan, suceden. Debes hacer que sucedan. Imagina
menos y dibuja más.
Desde aquel día se aplicó con tesón y voluntad sobre los pergaminos, a la vez que Octavio le explicaba
las palabras latinas que más se usaban en construcción. Muchas de ellas las conocía ya de Loarre. El
maestro de obras fue más allá y le obligó a hablar en latín con él, de lo contrario, no respondería ninguna
de sus preguntas.
Así transcurrieron varios meses, en una rutina dulce, esa que no se valora en su justa medida hasta
que desaparece.
32
Tierras del Condado de Tolosa. Verano del año 1038
Con la llegada del buen tiempo, Fortún hablaba con soltura la lengua de los lombardos y era un dibujante
aplicado. Se manejaba con todas las herramientas constructivas y, por tanto, contaba con más tiempo para
indagar sobre cuestiones más tangenciales. Acostumbraba a hablar con los peregrinos que pasaban por
aquella población dirección a Toulouse, por el Camino de Santiago. Le entusiasmaba conocer a gentes de
lugares de los que ni siquiera había oído hablar. Ellos agradecían algo de compañía y conversación, puesto
que el trayecto era duro y Santiago quedaba aún muy lejos de allí. Los acompañaba hasta la fuente cerca
del mercado y después volvía por el camino de las lavanderas hasta la ermita, para luego ir directo hacia
la iglesia.
Por aquellos días, llegó un cantero nuevo a la obra. Lo que más sorprendía de él era su edad. Era
joven, mucho, casi un crío. Además no lo disimulaba, tenía el rostro salpicado de muestras de juventud, el
pelo largo y castaño. Vestía con elegancia y tenía cuidadas maneras, no se parecía al resto de canteros. Al
parecer, provenía de una larga estirpe de ese oficio, y había acudido allí porque quería trabajar en las
nuevas iglesias que empezaban a construirse en el Camino a Santiago.
Su nombre era Nicolás, y pronto se hizo popular debido a su exuberante destreza con la piedra. Era
un virtuoso de la talla, preciso a la vez que rápido. Capaz de dar cualquier forma a los bloques. Manejaba
el martillo como si fuera una prolongación más de sus manos y tenía una estimable capacidad para
comprender lo que los maestros de obras le demandaban, como si fuera uno de ellos.
—¡Maldito crío! —le gritó uno de los canteros más experimentados—. ¿Te crees que puedes venir aquí
a reírte en nuestra cara?
—Yo no... ¿por qué decís eso?
—Y además se regodea. —Aquel hombre le sacudió un puñetazo y Nicolás quedó aturdido—. No quiero
que vuelvas a ponernos en evidencia, ¿está claro? ¡He dicho que si está claro!
—Sí —susurró.
—Pues que no se repita —le gritó, amenazándolo con volver a pegarle, aunque sin llegar a hacerlo.
El joven quedó malherido en el suelo. Se incorporó con miedo, mientras todos murmuraban y se
mofaban. A Fortún aquella escena le recordó otra lejana en el tiempo, pero que nunca había olvidado.
—¿Estás bien? —le preguntó Fortún al acercarse a él.
—No me pegues.
—Tranquilo, no soy como esos.
—Eres el ayudante de los maestros de obras.
—Sí, soy su aprendiz mejor dicho. —Le sacudió el polvo de la ropa—. No te preocupes por esos brutos,
solo es envidia.
—¿Envidia?
—Me temo que sí, también miedo. ¿Sabes que es lo que más teme la gente?
—Al demonio.
—No, aunque debería.
—A los infieles —intentó Nicolás de nuevo.
—A esos los temo yo, te lo aseguro. No, la gente teme lo que no entiende. Y me temo, que no pueden
comprender cómo un crío como tú puede ser tan bueno tallando, por eso te han atacado. Cuando sentimos
temor, los hombres respondemos con violencia, de todo tipo.
—Yo no voy a hacerles nada.
—Lo sé, pero ya te lo he dicho, temen el don que Dios te ha dado. Si quieres un consejo, a partir de
ahora disimula un poco, ve más despacio. Deja que te vayan conociendo. Tendrás tiempo de demostrar tu
valía, te lo aseguro.
Fortún retornó a sus quehaceres y entonces volvió a verla. Era demasiado delgada para ser
exuberante, demasiado morena para llamar la atención y, sin embargo, le había conquistado. Esta vez no
pudo —o no quiso— evitarlo y fue directo hacia ella con los nervios a flor de piel y la garganta seca.
—Soy Fortún, trabajo en la obra. —Ella no habló—. ¿Necesitas ayuda? —Ante el silencio de la mujer, él
se puso nervioso y empezaron a faltarle las palabras.
—Eres el extranjero. —Su voz era ronca, matizada por un dulce acento.
—Sí. —Fortún se alegró de que le reconociera.
—No, no necesito nada —dijo, marchándose sin decir nada más.
La voz de aquella mujer le atormentó en sus sueños durante varias noches. Se aparecía en su vigilia y
movía los labios para repetir siempre la misma palabra «no».
«¿Y Ava? ¿Dónde se ha ocultado su recuerdo?»
No se había marchado, pero con el paso del tiempo sus ojos habían perdido parte de su azul y su
melena era menos rojiza, hasta las facciones de su rostro se habían difuminado.
A los cuatro días, no pudo evitar ir a buscar a la nueva mujer que le robaba el sueño. Para su
desdicha, la encontró.
Se estaba lavando las manos y el rostro en una alberca junto al horno. No supo si ella le vio, pero tras
recogerse el pelo en un moño alto, fue hacia una de las mesas. Sus manos comenzaron a amasar el pan de
una forma perturbadora para cualquier hombre. Acariciaba la harina y la esparcía sobre la mesa,
salpicando su rostro, y seguía acariciando la masa. Fortún tragó saliva e imaginó a aquella mujer, en la
misma pose, con las mismas manos, pero de noche y desnuda.
La impresión fue tal que el corazón se le aceleró y la boca se le volvió pastosa. Abrió y cerró los ojos
con fuerza para regresar a la realidad, y allí estaba ella, mirándole, a la vez que estrujaba la masa con
ambas manos y se colaba entre sus dedos. Cogió más harina y la derramó.
Fortún tuvo que marcharse, hubiera sido incapaz de decir nada cuerdo, nada de lo que no
arrepentirse luego.
Aquella noche fue larga y húmeda, apenas durmió por mucho que lo intentó. Ardía por dentro, estaba
enfermo, poseído por la peor de las lujurias. Se desahogó él mismo y encontró una calma tenue en la que
conciliar el suelo unas horas. Al día siguiente, volvió a verla y regresaron el calor y las palpitaciones. Lo
peor es que esta vez no pudo disimularlo.
—Fortún, deja de mirarla que se te van a salir los ojos —le recriminó uno de los trabajadores.
—¡Silencio! —Mario, siempre atento a todo lo que acontecía, les recriminó su actitud y miró con
desconfianza a Fortún—. Presta atención a la obra.
Él asintió.
—Quién no perdería la cabeza por una hembra así —susurró el mismo trabajador, uno de pelo lacio y
escaso—, pero ten cuidado con el lombardo, creo que te la tiene jurada. Por cierto, la mujer es judía, te lo
advierto.
—¡Judía! Eso no puede ser.
—Sí, judía, con dos hijos y viuda, así que no te acerques mucho a ella o te meterás en problemas,
aunque a tu edad, ¡benditos esos problemas! Ya llegarás a la mía...
Fortún se atragantó con sus deseos, pero consiguió tragárselos. No estaba allí para amoríos, sino para
aprender y a eso debía dedicar todo su tiempo. Solo para eso. Se convenció a sí mismo de ello, volvió a
dormir con soltura y disfrutar del trabajo, aunque siempre temía encontrarse con ella en el pueblo, o verla
desde lo alto de los andamios que cubrían por entonces el ábside de la iglesia. Por fortuna, aquello no
sucedió en los días siguientes. Tanto es así, que hasta pensó en que ella podría haber abandonado aquel
lugar, se habría marchado a la judería de alguna ciudad importante, a Toulouse o Narbona.
Una noche que regresaba al cobertizo donde dormía, se percató de su terrible error.
—Hola. —La mujer apareció entre las sombras, oculta tras una capa oscura.
—¿Qué sucede?
—Nada, ¿qué tendría que pasar? —inquirió con su voz ronca.
—No es seguro que una mujer pasee sola en medio de la noche.
—Eso es cierto, todos buscáis lo mismo.
—Yo no soy como todos.
—¿De verdad? ¿Te vas a desposar conmigo? ¿Vas a aceptar a mis dos hijos? Sabes que soy judía, ¿te
vas a convertir a mi fe, cristiano?
—No, no voy hacer nada de eso.
—Entonces, ¿por qué dices que no eres como el resto?
—Yo no voy a caer en la tentación.
—Ni siquiera Adán pudo evitarla, ¿por qué ibas a hacerlo tú?
—No me conoces, no sabes por qué estoy aquí y te aseguro que no es para esto —dijo, apartándola
con el brazo.
Al día siguiente, junto al andamio principal, un mulo soltó un profundo alarido cuando un aparatoso
cabestro que portaba en la cabeza le hizo una sangrante herida. Tiraba de un carro repleto de manzanas,
una de las frutas preferidas de Fortún, en especial si era de invierno. Aquellas frutas rojas duraban desde
septiembre hasta la fría estación. Se cogían sin madurar del todo para que aguantaran todo lo posible.
Un campesino le colocó bien el cabestro y también le dispuso una gran collera, como las que se
usaban cuando las caballerizas tiraban del arado en los campos. Era un collerón, más grande, y no se
cogía al cuello, sino al lomo de la bestia para poder tirar del carro.
A su lado pasó otro carro lleno de grano, y es que el trigo se sembraba en octubre; en la tierra de
Fortún se hacía más tarde porque era más calurosa. Ahora, en Loarre estarían escardando, cortando las
malas hierbas. Hasta San Juan no se segaba, y era entonces cuando, con la hoz, lo cortaban y ataban los
fajos.
Fortún dibujaba a la luz de una solitaria vela, que apenas podía oponer resistencia a la oscuridad de la
noche. Trazaba los planos de la nueva Loarre. Si, tal y como Octavio le había avisado, a su vuelta
encontraba la fortaleza en ruinas, tendría que rehacer gran parte del proyecto original del lombardo.
Aquello no le asustaba, ya no. Solo necesitaba plasmar sus ideas en el pergamino. Tenía que seguir los
consejos de su maestro: no imaginar las cosas, sino hacer que sucedan.
Llamaron a la puerta.
«Es tarde, ¿quién puede ser?», pensó.
Entreabrió la hoja y se encontró con ella.
Dudó y la mujer aprovechó para empujarle y cruzar el umbral, como si atravesara una frontera
imaginaria entre el bien y el mal. Lo terrenal y lo celestial.
Fortún no la detuvo y ella cerró la puerta. Iba oculta bajo una capa oscura, atada al cuello por una tira
de cuero. Dio varios pasos, dándole en todo momento la espalda. Llegó hasta el final de la estancia y soltó
la capa, la prenda resbaló por su piel hasta dejar al descubierto su turbadora desnudez.
Él quedó abrumado, extasiado con solo mirarla. Comenzó a respirar de forma forzada. Aquel cuerpo
tan bello, tan delicado. Lo miraba y no dejaba de salir de su asombro, por muchas noches que lo había
imaginado, jamás había llegado a dilucidar que podía llegar a ser tan hermoso.
Pero lo era.
Nunca había visto ante sí una belleza tal.
—Ven, la noche es corta.
Le invitó a que se acercara, él lo hizo de manera tímida, así que ella cogió su mano y lo guio. Sonrió
mientras comenzó a desprenderle de sus ropas con una paciencia inusual. Cuando le deshizo de su última
defensa, lo tumbó sobre el jergón y volvió a sonreírle con una dulzura que no podía describirse. Se inclinó
para besarle los labios y Fortún descubrió que su piel olía a flores del campo. Hizo resbalar su lengua por
su cuello, y acto seguido se puso sobre él a horcajadas.
—No hagas nada —le susurró al oído—, no digas nada.
Lo que ella no sabía era que Fortún estaba paralizado y mudo al mismo tiempo. Que no sentía su
cuerpo y que mucho menos era consciente de lo que estaba a punto de descubrir.
A la mañana siguiente, despertó exhausto por la noche de lujuria y pasión que había vivido. Tal es así,
que dudó si no la habría soñado, si todo lo que tenía grabado en su mente no habría sido producto de su
desbordante imaginación. Miró al otro lado de la cama, estaba solo.
«¿Ha sido un sueño?», se preguntó.
Imposible, ni siquiera él podía imaginar algo así.
Se incorporó y salió de la casa para ir a la obra, llegaba tarde. Mario le recibió con una mirada de
reproche que tardaría en borrar. No solo eso, durante todo el día estuvo errático y despistado, y fue
reprendido por el joven lombardo en varias ocasiones. Pero no podía hacer nada, aquella mujer se había
apropiado de su mente, con sus jadeos, sus movimientos, su cuerpo interminable, lleno de recovecos
donde perderse.
Al caer la tarde volvió a la casa y de solo mirar el escenario del encuentro, se estremeció de deseo. No
lograba dormir bien, su mente imaginaba que volvían a llamar a la puerta, pero sabía que eso era
imposible, que...
Sonaron dos golpes secos.
Casi no lo creyó.
Se levantó ansioso, se peinó y se frotó los ojos antes de abrir y encontrarse el rostro firme de Mario.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Disculpad, no sabía que erais vos.
—Ya imagino. —Y el lombardo entró sin que Fortún pudiera hacer nada.
Deambuló por la austera estancia, repasó con la vista los escasos enseres y se detuvo frente a la
minúscula mesa donde Fortún dibujaba.
—Supongo que este es tu castillo —sugirió con desgana.
—Es Loarre, si es eso lo que queréis saber.
—No parece gran cosa, poco más que una paridera, ¿no crees? —dijo, mirándole desafiante—.
Tranquilo, no te enojes, pero comprenderás que estos dibujos tan primerizos no invitan a ser optimistas.
Mira —y le pidió que se acercara—, ¿cómo pretendes defender las casas desde tan lejos? ¿No has pensado
en construir una muralla perimetral que rodee tanto a la aldea como a la fortaleza?
—Sería demasiado costoso.
—No, en absoluto. Puede cerrar contra esta peña rocosa sobre la que se asienta la fortaleza. La altura
de la muralla sería solo la suficiente para detener un avance desde campo abierto, puedes jalonarla de
torreones. Eso sí, de base circular, sin esquinas, de esa manera podrán resistir mejor los impactos.
—No me parece mal, ¿por qué me ayudáis?
—Fortún, yo soy duro, pero justo. Además, aún no he perdido la esperanza de que esa historia sobre el
libro que venías a traernos sea cierta, y aparezca. ¿Te acuerdas de él?
—Sí, y nada querría más que poder dároslo.
—Ya lo sé, Fortún, ya lo sé. Bueno, te dejo con tus dibujos.
Mario se marchó sin más explicaciones, y el aire de la casa quedo impregnado de una extraña
pesadez. Fortún siguió esperando despierto a que volvieran a llamar a su puerta, pero no sucedió nada.
Por la mañana, la buscó por el pueblo. Pero no podía ausentarse mucho de los trabajos de la iglesia.
Volvió a intentarlo al finalizar el día, y tampoco tuvo suerte. Nadie había visto a la judía.
Pasaron un par de días más sin noticias de ella. Hasta que a la semana, uno de los hombres de armas
le contó que la judía se había marchado en dirección a la costa.
Fortún no logró entender qué había sucedido. ¿Por qué se había marchado? ¿Por qué se había metido
aquella noche en su cama para luego irse? No tenía sentido y, sin embargo, eso era lo que había sucedido.
Estuvo varias semanas como ausente, cogió la costumbre de todas las noches, antes de dormir, salir
para dar una vuelta alrededor de las obras de la iglesia. Sin embargo, no eran sus progresos a lo que más
prestaba atención, sino al cielo. Los días en que estaba raso, se quedaba más tiempo. Porque, tanto allí
como en Loarre, al mirar al firmamento se veían las mismas estrellas. Para todo constructor, conocer las
cúpulas celestes era esencial. Él lo había aprendido escuchando al lombardo cuando le explicaba aquello
mismo a su padre.
Había varios motivos para ello, quizás el más relevante era que la orientación de los templos debía de
ser tal que, el eje mayor de los mismos siguiera una línea oriente-occidente, apuntando su cabecera hacia
el sol naciente. No era en absoluto un hecho casual, que formaba parte de la simbología del templo
cristiano. Oriente es el lugar donde nació el Hijo de Dios y también el punto por donde el sol se alza cada
día en el horizonte, liberándonos de las sombras de la noche.
«El ciclo del Sol como ejemplo de la muerte y la resurrección», le explicó un día Octavio.
Gracias a esta disposición canónica, los rayos de luz de la mañana penetraban por los ventanales
absidales de las iglesias, iluminando el altar y marcando la senda a seguir a través del templo desde la
oscuridad de poniente donde frecuentaba a abrirse la portada principal, hacia la luz, hacia Dios.
Para fijar con exactitud los puntos cardinales aprendió de aquellos lombardos a utilizar la estrella
polar para fijar el norte. En una noche despejada como la que se presentaba aquel día, se podía clavar una
varilla de metal en el terreno, alejarse unos pasos y clavar una segunda, de modo que se alinearan
visualmente ambas con la estrella polar. La línea que las unía era el eje que iba desde el punto más
septentrional al mediodía. Y, por tanto, su perpendicular sería el eje exacto del templo, orientado a
oriente.
Volviendo sus pensamientos a la construcción, fue poco a poco olvidándola. En su labor de
aprendizaje, volvió a estar tan activo e incisivo en sus preguntas.
—Te repito, Fortún, que nada en un templo cristiano es casual —comentaba Mario mientras enseñaba
al muchacho a dibujar la bóveda de arista sobre unos pergaminos, frente al lugar donde se edificaría el
altar de aquella iglesia.
—Lo sé.
—Entonces, observa bien la cabecera del templo. En los ábsides, lo usual, es que sean tres los
ventanales que derramen luz sobre el altar, símbolo de trinidad.
—Eso lo sé, pero lo que me despista es que yo observo siempre el sol cuando nace, y he podido
comprobar que el lugar por el que aparece varía a lo largo del año.
—Has crecido, pero sigues siendo un ignorante.
—Eso no es verdad, intento aprender.
—Sí, ya lo sé. Pero no está hecha la miel para la boca del asno. Más te valdría tener menos orgullo y
ser más agradecido de que Octavio te aceptara, si por mí fuera jamás habrías venido con nosotros.
—Mario, yo no os he hecho nada, ¿por qué me odiáis?
—¡Odiarte! Te aseguro que no eres tan importante. No eres todavía capaz de comprender cómo se
mueve el sol. Por todo ello, solo te desprecio como la mierda que eres, ni más ni menos. ¡Tú nunca
construirás nada más allá de una gorrinera para cerdos!
—Los equinoccios.
—¿Cómo dices? —Mario le miró confuso.
—En los equinoccios es en los únicos días en los que el sol sale exactamente por oriente y se pone por
occidente. Y en los solsticios, el lugar por donde emerge se aleja del punto cardinal. Hacia el norte, en el
vernal, y hacia el mediodía, en el otoñal.
—¿Y? ¿Qué pretendes demostrar con eso?
—La fundación de las iglesias se efectúa alineando el eje de las mismas con el punto del horizonte en
que aparece el sol en el día del santo a que se van a dedicar. De esta forma en la celebración de su
festividad anual, los primeros rayos solares del amanecer, iluminan el altar.
—Vaya, vaya. El joven salvaje no es tan estúpido. Tu padre estará muy orgulloso —y se echó a reír—,
¡ah! no, perdona, ¡que está muerto!
—Hijo de... —Fortún se abalanzó sobre él, y Mario recibió sorprendido el empentón.
—¡Quieto! Estás cometiendo un terrible error, lo que nos importa de ti es tu talento, no el libro.
—Sé de sobra lo que pensáis de mí, así que no me vengáis con esas...
—No, no lo sabes. Fortún, si te he tratado como lo he hecho ha sido por una poderosa razón.
—¿De qué estáis hablando?
—Soy lombardo, y como tal, he recibido lecciones y aprendizaje desde niño. No ha sido fácil, nuestro
saber debe compartirse solo con aquellos que lo merecen, le respetan y harán buen uso de él.
—Es decir, con otros lombardos.
—No, no solo entre nosotros. Eso no tendría sentido, pero para aceptar a un extranjero, debemos
someterle a todo tipo de pruebas y cuando digo eso, me refiero a modos de certificar su valía que en
ocasiones son muy duros. —Mario sonrió—. Fortún, si te he provocado de manera tan desagradable, si he
sido cruel, hasta despiadado, ha sido para endurecer tu carácter. Octavio y yo llegamos a la conclusión de
que tenía que ser así. Tú tenías cualidades, pero te faltaba carácter, confianza, había que reforzar tu
seguridad en ti mismo.
—Me estáis diciendo que me habéis estado poniendo a prueba, solo eso.
—Sí, como parte de tu formación. Hace tiempo que ese libro nos da igual. El viejo lombardo lo
utilizaba porque empezaba a fallarle la memoria, a lo largo de su vida se excedió con la bebida y otros
malos hábitos, y eso se paga, siempre se paga.
—Ya te dijimos que no sería fácil, pero has demostrado tu valía. —Octavio apareció entonces, dejando
a Fortún todavía más perdido—. Ya no podemos seguir con esto, acabas de terminar tu formación, hay
conocimientos que no podemos compartir, solo lo hacemos entre los maestros de obras.
—¿Y cómo puedo llegar a ser uno?
—Ahora tienes conocimientos, debes demostrar que eres capaz de ponerlos en práctica. Cuando
construyas ese castillo del que tanto hablas, entonces serás un auténtico maestro de obras.
—Debes irte, Fortún —agregó Mario—, vuelve a tu tierra.
Miró al cielo y observó las mismas estrellas que iluminarían ahora las murallas del castillo de Loarre.
—Se aproximan nuevos tiempos. —Octavio mostró un rostro más amable—. La Cristiandad está
cambiando. Primero el monacato, luego la reforma cluniacense, y ahora el Camino de Santiago, asentado
sobre las antiguas calzadas romanas, van a permitir la expansión y difusión de personas e ideas. Las
llevarán hasta vuestros reinos del sur de los Pirineos, a Loarre. Y con ellas podréis derrotar a los infieles.
Debes volver a tu tierra y terminar esa fortaleza.
Mario le descubrió un objeto envuelto en tela y le mostró de qué se trataba.
—¡No es posible! Pero... si es el libro... ¿Desde cuándo lo tenéis?
—Desde hace casi dos años —respondió Mario.
—¡Qué! ¿Por qué no me dijisteis nada?
—No estabas preparado.
—¿Y el ladrón? ¿Cómo lo lograsteis recuperar?
—Por supuesto que no íbamos a permitir que el tratado más antiguo del arte de construir estuviera en
unas manos cualquiera. Quien te lo robó era astuto, pero también codicioso y los lombardos no llevamos
siglos protegiendo nuestros secretos sin tener que tratar con gente de su calaña, sabemos cómo atraerles
y también la manera de engañarles.
—Gracias a Dios que lo lograsteis recuperar, pero no entiendo la razón de ocultármelo.
—No solo fue Mario duro contigo, yo también. Con ese motivo fui poniéndote otras pruebas, que tú
ignorabas, como aquella mujer que fue de noche a tu casa.
—¡La judía!
—Sí, le pagamos bien para que te sedujera y luego te abandonara. Debíamos comprobar cómo
reaccionabas. Te recuperaste pronto, pero hay hombres que pierden la cabeza con mujeres así, tú no.
—Pero ¿cómo pudisteis hacerme eso?
—Debíamos probar tu fortaleza mental y de espíritu. Por eso tengo el honor de entregarte algo que
conoces bien, tú darás buen uso de él. Ahora es tuyo.
—No, yo no puedo...
—Fortún, tienes un castillo que construir. —Octavio suspiró y después sonrió, sus ojos rebosaban una
alegría inusual en él—. No vemos el mundo según como es, lo vemos según cómo somos y según cómo
hemos sido. Este libro te dará una visión más amplia de todo, hazme caso, precisas de él si quieres
levantar una fortaleza inconquistable. Los libros pueden ser tan poderosos como la más afilada de las
espadas. Cualquiera puede empuñarlas, pero el conocimiento es un arma al alcance de unos pocos
elegidos. Recuérdalo siempre.
33
Monasterio de San Pedro de Siresa.
Final de la primavera del año 1046
Caminó por un estrecho barranco salpicado de helechos, carlinas, enebros y bojes, hasta alcanzar un
arroyo. Numerosos montículos hechos por roedores y madrigueras de marmotas salpicaban el trayecto.
En el tramo final accedió a un valle colgado con abundantes pastos y con aves como milanos, chovas,
alimoches, surcando el cielo, incluso águilas y quebrantahuesos. Aquel era un camino frecuentado por el
ganado que aprovechaba los pastos del fondo del valle, solo arrieros y mulateros cruzaban por allí las
montañas.
Una vez al otro lado de los Pirineos, sintió cierta nostalgia, estaba de vuelta. Aún quedaba mucho
camino por recorrer, pero la suerte ya estaba echada.
Durmió en un refugio de pastores y siguió un sendero hasta que divisó unas columnas de humo
blanco, evidencia de que allí había una aldea.
En ella compró algo de comida y leche. Fue a la iglesia y después prosiguió el viaje. Según había
averiguado de boca de los comerciantes de Toulouse y Moissac, durante su estancia en ambas plazas,
debía visitar los templos de San Adrián de Sásabe y de San Pedro de Siresa, puesto que eran los que
frecuentaban Ramiro y sus nobles de confianza.
En Sásabe no halló a ninguno, solo una congregación de monjes que no le recibieron con excesiva
alegría. Continuó hacia Siresa, por una antigua calzada poco transitada. Tan escaso movimiento de
mercancías no era buena señal, hasta ahora, todo lo que había visto a este lado de los Pirineos distaba
mucho de donde provenía. Cuando llegó al monasterio, su visión al respecto no cambió, puesto que el
templo estaba totalmente en ruinas.
La sensación de que aquellas tierras estaban condenadas recorrió su mente, la muerte del rey Sancho
había sido terrible, no cabía duda de ello, pero ya había pasado una década y seguían si recuperarse.
«¿Estará Loarre en la misma situación?», se preguntó.
Cansado del viaje, decidió permanecer allí. Los monjes que lo regentaban precisaban de trabajadores
para reparar la única zona del edificio que utilizaban. Así que ocultó su nombre y conocimientos, y decidió
ganarse la vida como un simple trabajador. No tenía sentido seguir caminando, era mejor aguardar e
informarse de la situación.
Lo que no esperaba era que su estancia allí se prolongara durante varios meses. A pesar de su
lamentable estado, al monasterio acudían numerosos caballeros y peregrinos. Al fin y al cabo, no había un
cenobio más antiguo que aquel en todo el condado. Pero él no podía esperar de manera eterna, necesitaba
cumplir su misión.
Los días se hicieron eternos, el trabajo era repetitivo y poco agradable, los religiosos hablaban poco,
siempre orando. Las gentes que trabajaban las tierras y ayudaban en las obras eran oscuras y poco
amigables, incluso había un pobre desgraciado que padecía algún tipo de locura, andaba siempre saltando
y riendo. Solía acercarse a Fortún y permanecía en silencio, mirándole hasta que Fortún lo echaba; en
otras ocasiones, estallaba en risas, de forma estridente.
—¡Cállate! —pero no lo hacía—, he dicho que te calles, ¡cállate! —le gritó Fortún desesperado—.
¡Quieres dejar de reírte!
—Déjale, es lo único que tiene, la risa.
—¿Cómo? —Fortún observó a la persona que le hablaba, no la conocía—. Es un loco, no debería
comportarse así.
—No todos podemos elegir —afirmó el desconocido con seguridad.
—Sí, pero al menos podría contenerse, esos alborozos...
—En la Antigüedad se reía a carcajadas, pero llegó la oscuridad y los hombres dejaron de reír y
comenzaron a llorar sin parar, y pesadas cadenas se apoderaron del espíritu, al influjo de las
lamentaciones y los remordimientos.
—Exageras un poco, ¿no crees?
—Está prohibido reírse en la iglesia y en los monasterios, nadie lo hace en los castillos ni en las
guerras. Los siervos no pueden reírse en presencia de su amo. Solo los pares se ríen entre sí. Si los
vasallos pudieran reírse de sus señores, se terminarían muchas injusticias. La risa es capaz de vencer al
miedo, por eso la gente con temor no ríe.
—¿Quién eres?
—Isidoro de Ansó, soy cantero, he trabajado en las mejores catedrales e iglesias del otro lado de los
Pirineos. —Era un hombre robusto, de mentón cuadrado y con el pelo de la cabeza cortado con navaja
hasta la raíz.
—Yo... —pensó bien lo que iba a decir—, yo ayudo en las obras.
—Aquí haría más falta un maestro de obras que un peón.
—Ya me gustaría a mí, pero solo soy lo que ves.
El cantero miró los muros del monasterio y se marchó con la mirada fija en ellos. Fortún quedó
intrigado y pensó en la última vez que había reído, ya no lo recordaba. Isidoro se marchó sin decir nada
más, mientras el loco corría a su lado. Quizá le estaba dando las gracias a su manera.
A partir de aquel día, Fortún sintió curiosidad por el desconocido cantero, empezó a verlo con más
frecuencia, a buscarlo entre las obras, aunque no intercambiaban ni un triste saludo. Al mismo tiempo, se
hizo con unos pergaminos que robó en la sacristía y comenzó a dibujar en ellos soluciones constructivas
para aquel templo, pero también para los muros de Loarre, e incluso proyectaba espacios interiores para
grandes iglesias. Trabajaba en ello antes de ponerse el sol, y después ocultaba los pergaminos, bien
protegidos, en el hueco del tronco de un roble que había en el camino a Jaca.
Le fascinaba la forma en que el ábside de Siresa se cubría con una bóveda de cuarto de esfera,
prolongada a poniente por un tramo de medio cañón; y con un corto presbiterio cubierto por medio cañón.
Estudió aquella estructura y reprodujo en su mente todo su proceso constructivo.
Al salir del templo, vio al escultor dirigirse hacia el río. Lo siguió por curiosidad y se extrañó al verle
adentrarse en el bosque y volver hacia atrás, hasta una zona cercana al complejo monástico, pero en
cierto modo, oculta.
Allí destapó una gran piedra escondida por la maleza y dispuso las herramientas que llevaba en sus
alforjas. Comenzó a golpearla con el puntero de forma oblicua, a la vez que vaciaba algunos huecos a base
de trabajo de cincel.
Fortún nunca se había parado a reflexionar en cómo era un escultor. Observando a Isidoro, comenzó a
pensar en la manera en que trabajaba la piedra, cuáles eran sus herramientas, cómo era el bloque elegido
para retirar la materia y extraer de él la obra que tan solo él era capaz de adivinar en su interior, cuáles
podían ser sus métodos de trabajo y las sucesivas fases de llevarlo a cabo para transformar un bloque de
piedra en una obra de arte.
Estuvo tallando hasta bien entrada la tarde. Al día siguiente, volvió a seguirle, y el proceso se repitió.
Fortún llegó a la conclusión de que el escultor trabajaba primero en el monasterio y que concluida su
jornada venía a continuar con su obra secreta. Un día, cuando él se había marchado, se acercó al lugar
con la intención de curiosear qué estaba esculpiendo. Le defraudó lo que vio, ya que la figura estaba solo
esbozada y parecía muy arcaica. Observándola bien, era obvio que todavía no había usado el cincel
dentado para elaborar los relieves de la escultura, que más tarde precisaría de un acabado con abrasivos
para poder dar la obra por concluida.
Una vez en su jergón, mientras trataba de conciliar el sueño, la extraña figura de piedra se apareció
en sus pensamientos, le asediaba, impidiéndole dormir. Apenas lo logró aquella noche, ni la siguiente. Así
que tomó una decisión, volvió a visitar aquel lugar al caer la tarde, allí estaba Isidoro.
No aguantó más.
Fortún surgió de donde se ocultaba y caminó hacia él.
—Por lo visto no eres solo un cantero, sino más bien un escultor.
—¿De dónde sales? ¡Maldito seas!
—Tranquilo, no es mi intención molestarte ni hacerte ningún mal, si quieres esconder tu trabajo,
buena razón tendrás y no me incumbe.
—Claro que no, puesto que tú no eres un peón de obra: he visto tus dibujos.
—¡Me has seguido!
—¡Y tú a mí! ¿Qué estás haciendo aquí? —Isidoro le había descubierto.
—Es obvio, ¿no? —La respuesta cogió desprevenido al cantero—. Así que no te basta con trabajar para
los monjes, tienes buena mano.
—¿Buena? Soy el mejor cantero de este lado de los Pirineos.
—No lo creo, tu talla es basta, te falta soltura con el puntero.
—¿Cómo osas? —le espetó, dando un paso al frente intentando intimidar a Fortún.
—Me alegra encontrar a alguien aquí con iniciativa, me estaba volviendo loco de esperar, por eso voy
a ayudarte.
—¿Tú? ¿A qué?
—A que seas un gran maestro de cantería.
—¿Y cómo se supone que vas a hacer eso? ¿Te has visto? —Señaló sus ropas con la mirada—. Eres un
muerto de hambre.
—Puede que tenga los bolsillos vacíos, no lo negaré, pero tú mismo has visto lo que puedo dibujar y
esto —y se señaló la cabeza— se encuentra rebosante de ideas. Y estas —levantó las manos— pueden
levantar castillos.
—¿Castillos? Se te caería hasta un... —Entonces Isidoro calló, escrutó bien al hombre que tenía
delante y se percató de algo que no había visto hasta entonces—. ¡Maldita sea! Sí que es verdad que
escondes algo.
—Vaya, vamos progresando, ¿a qué se debe ese cambio de actitud?
—Esos ojos no son de mentiroso, no de aprovechado, no son de bandido ni de brabucones; esa mirada
tuya es de ambición. Cuéntame quién eres en verdad y qué alimenta esa avidez que llevas dentro.
Fortún relató al cantero un breve resumen de la razón que le había llevado hasta el monasterio de
Siresa. A partir de ahí, los dos hombres comenzaron a verse más a menudo, y ese sencillo relato de la vida
de Fortún se fue extendiendo, llegando hasta Loarre. Todo ello provocó que tuviera que recordar a
Javierre, a su padre y, en especial, a Ava.
No, Fortún no se había olvidado de ella.
Otra cosa es que no lo hubiera intentado, pero por muchos esfuerzos que había empleado, le era
imposible. Así que la única solución que había encontrado era ignorar su recuerdo, huir de esos ojos
cuando se aparecían, de esas manos, de ese pelo rojizo, de ese cuerpo de pecado.
Huir, sí, como un cobarde.
A veces, es lo único que podemos hacer. Lo que Fortún todavía no sabía entonces era que no se podía
escapar de una mujer así.
Tal y como había planeado Isidoro, él mismo intercedió ante los religiosos para permitir la
construcción de la grúa con la excusa de arreglar las goteras del templo. Por fin Fortún iba a poner en
práctica sus conocimientos. Dibujó los planos sobre unos pergaminos desgastados por el uso, y con ellos,
organizó los trabajos, para los cuales contaba con un par de mozos que Isidoro había logrado reunir. Entre
los cuatro comenzaron a levantar el artilugio, no sin las dudas y el escepticismo de las gentes del lugar. La
grúa ideada por Fortún planteaba numerosas dificultades constructivas, y ello provocó que su desarrollo
se demorara varias semanas. Cuando estuvo terminada, más de uno no se atrevía a acercarse a ella,
puesto que su altura y contrapesos la hacían peligrosa.
Fortún comenzó a trabajar en las goteras, y, poco a poco, los religiosos y el resto de trabajadores
comprendieron la magnitud de aquella máquina, y las suspicacias dieron paso a las alabanzas. Trabajó a
buen ritmo y el tejado se reparó antes de lo estipulado, lo que les dio tiempo para llevar a cabo el plan. La
noche antes de desarmar la grúa, transportaron la pesada estatua hasta el artilugio y la elevaron con el
mayor de los sigilos hasta el brazo norte del crucero, junto a la línea de la fachada. Una vez colocada allí,
Fortún la observó bajo la luz de la luna. La obra mostraba a dos personas arrodilladas frente a frente,
abrazadas por la cintura y mirando cada una de ellas por encima del hombro de la otra. Sin embargo, sus
cabezas se hallaban centradas una sobre la otra, dando la extraña sensación de tenerlas giradas un cuarto
de esfera.
El cantero se arrodilló ante ellas y oró en silencio, Fortún le imitó.
A la vez que comenzaron los trabajos para desmontar la grúa, llegó la noticia de la llegada a Siresa de
un noble. Cuando escuchó su nombre, Fortún entendió que había llegado su momento.
Aguardó a que fuera recibido y rezara en la iglesia en ruinas, para abordarlo al terminar.
—Mi señor —llamó su atención Fortún.
Antes de que pudiera decir una palabra más, un hombre se abalanzó sobre él y colocó el filo de un
cuchillo en su pescuezo.
—¿Quién eres tú? —preguntó el noble.
—Fortún, maestro de obras.
—¿Un constructor? No os conozco —afirmó con desconfianza.
—He estado largo tiempo al otro lado de los Pirineos, pero trabajé de joven en Loarre.
—En el castillo... ¡Santo Dios! En qué mala hora empezamos aquella locura —suspiró—, suéltalo.
El siervo obedeció y quedó frente a Fortún. Era un hombre de rasgos abruptos, con cota de malla y
espada colgando de la cintura, sin duda sería el escudero de Lope de Ferrech.
—Quiero hablaros de Loarre —anunció Fortún con determinación en el tono de su voz.
—No me digas, ¿y qué se te ha perdido en esas ruinas? Allí solo hay un esqueleto de piedra.
—Al que yo puedo resucitar.
—¿Cómo? —el noble tosió—, ¿de qué demonios estás hablando?
—De finalizar el castillo, de completar la obra del lombardo.
—¡Santo Dios! Pareces cuerdo, pero veo que estás enfermo. No había nadie que pudiera hacer tal cosa
hace diez años, ¡cómo para hacerlo ahora que solo es una ruina!
—Yo lo haré —afirmó Fortún para sorpresa del noble.
—Me hablas de reconstruir Loarre, precisamente aquí, ¿te has fijado bien en este templo.
—Por supuesto.
—Por decirlo de algún modo, incluso las veneradas piedras de San Juan de la Peña son unas
jovencitas, comparadas con estas —advirtió Lope de Ferrech, señalando los muros y la bóveda—. Este es
el vestigio de una época pasada, hace casi doscientos años, estas tierras las gobernaba un conde
carolingio que logró establecerse cuando los infieles estaban en su máximo esplendor.
—Y ahora se encuentra en ruinas.
—Todo tiene su vida y su muerte, hasta un monasterio como este. Verás, reconozco que he pensado
mucho en Loarre, nadie más que yo sintió la muerte del lombardo... Yo soy el tenente, ojalá fuera otra la
realidad y la fortaleza fuera un bastión inexpugnable frente el infiel, pero nada más lejos de la realidad. Y
retomar su construcción... sencillamente, no lo veo posible. Menos aún en unas manos inexpertas como
las tuyas.
—He trabajado con los lombardos en Francia.
—¿Y? ¿Qué me asegura eso? No, no es suficiente. Nadie te conoce, el rey nunca te adjudicará la obra.
—No tiene que hacerlo, vos todavía sois el tenente.
—Tenente de un castillo abandonado, en ruinas y rodeado de fortalezas sarracenas. ¡En qué mala hora
se nos ocurrió levantarlo! Teníamos el apoyo del rey Sancho, pero ahora, Ramiro no tiene apenas
recursos, no podemos financiar una obra así.
—¿Y Marcuello?
—Fue atacado, otro desastre. Eso sucede por no unir fuerzas, si hubiéramos construido uno solo,
quizá lo hubiéramos terminado a tiempo. Ahora están reconstruyendo Marcuello, pero van lentos, les
falta...
—Un maestro de obras como yo, eso nos da ventaja en Loarre. Mi señor, la parte más costosa de la
fortificación ya está hecha. Yo la conozco bien, sé lo que hay qué hacer y no necesito tantos medios.
—¡He dicho que no!
—Tenéis miedo.
—¿Cómo te atreves? —El noble echó mano a la empuñadura de su espada—. No permitiré que alguien
de tu calaña me insulte, ¡arrodíllate, bellaco!
—Disculpadme si os he ofendido, me puede el ansia, las ganas de daros una fortaleza. Lo que deseo
deciros es que Loarre no es una oportunidad perdida, puedo terminarlo. Imaginaos qué pensaría el rey de
vos si lo lográsemos, seguro que os recompensaría de buena gana.
El escudero echó de nuevo mano a su cuchillo y avanzó hacia Fortún.
—¡Quieto! —le ordenó el tenente, alzando su brazo—. ¿Es que no puedes cerrar esa maldita boca?
¿Quieres que te arranque la vida aquí mismo?
—No, lo que deseo es construir un castillo para vos y Ramiro, hijo del rey Sancho.
Lope de Ferrech quedó en silencio y dio un silbido, su recio escudero dio un par de pasos hacia él y
acercó su oído para que su señor le susurrara algo. Después, el vasallo desapareció de nuevo.
—Fortún has dicho que te llamas, muy bien, escúchame: Dios no nos hizo a los hombres iguales. Él
supo darnos a cada uno una función, para que unos trabajaran la tierra, otros oraran en su honor y los
últimos defendieran al resto de sus enemigos. Y en la cúspide solo puede haber uno, el rey.
—Lo sé, mi señor.
—Bien, y si sabes tanto, ¿quién puede coronarse?
—Un noble que sea entronizado por el Papa o el hijo de un rey.
—Exacto —colocó su espalda bien recta y alzó la mirada—. No entiendo de construcciones, pero sí de
hombres, puesto que son muchos los que han intentado engañar a mi familia. Y puedo ver en vuestros ojos
una pasión desmedida. Ten cuidado, pues puede ser tu fuerza o tu condena.
—Sé controlarla.
—No, no puedes, lo acabo de ver antes. Por mucho menos he quitado vidas. He conocido a otros como
tú, con tu determinación, tu pasión y tu arrogancia. Y todos ellos terminaron bajo el filo de una espada.
—Os aseguro, que ninguno era como yo. —Las facciones de su rostro poco tenían que ver con el
imberbe niño de su juventud, ahora era un hombre de aspecto duro, forjado por los lombardos durante su
aprendizaje, había ganado peso y fuerza, y eso daba más poder de convicción a sus palabras.
—Dame una razón, al menos una, y te apoyaré.
—He estado casi diez años en el reino de Francia, ¿sabéis que expresión utilizan los francos para
referirse a sueños imposibles? ¿A metas inalcanzables?
—No, no lo sé.
—Hacer castillos en Hispania.
—¿Por qué dicen tal cosa? No lo entiendo —preguntó contrariado.
—Muy sencillo, porque creen que es inútil, que cualquier castillo que se inicia al otro lado de los
Pirineos es tomado por los sarracenos, o nuestros reinos lo abandonan antes de terminarlo o mil razones
más. Para los francos, construir un castillo en nuestras tierras es inútil. —Fortún miró fijamente al tenente
—. Mi señor, dadme la oportunidad de sacarles de su error. Finalicemos la construcción de Loarre, y desde
allí, conquistaremos la Tierra Llana.
—Más despacio, todo eso que dices está muy bien. Ni te imaginas las noches que he perdido pensando
en ello.
—Pues dejad de perder el tiempo y dad el paso. Las cosas no se sueñan, se hace que sucedan.
—No lo entiendes, ¿cómo pretendes que volvamos a Loarre?
—Ya veo, si vos sois incapaz de cumplirlos, dejadme a mí que haga realidad vuestros sueños.
—¡Maldito seas! —y dio un paso al frente apretando los puños—, más te vale, porque te voy a nombrar
maestro de obras de Loarre. —Un prolongado silencio siguió a aquellas palabras—. ¿Es qué no piensas
decir nada?
—Sí. —Fortún apenas podía hablar—. No os arrepentiréis, os lo juro.
—Eso espero, por tu bien —advirtió con firmeza—. Pero será bajo mis condiciones, no irás solo,
buscaré alguien de mi confianza para que te acompañe y ayude.
—Me parece adecuado.
—No me fío de ti. Mira este monasterio en el que nos encontramos, se construyó junto a la calzada
romana que atraviesa el puerto del Palo. Ese tiempo pasó y ahora llega uno nuevo, a través del camino
que lleva a Santiago y del que Aragón puede ser su puerta.
—Por lo que debemos aprovecharnos de ello.
—Sí, pero abrazar nuevas ideas, sobre todo si las envía Roma, no está exento de peligros. El Santo
Padre, por mediación de Cluny, quiere expandir su control por todos los reinos cristianos. Así que
debemos tener mucho cuidado, las cosas no son tan sencillas. Tú solo eres un constructor, no entiendes de
los peligros de las palabras. —Lope de Ferrech suspiró y miró al cielo, que se dejaba entrever por los
fallos de la bóveda de la nave central—. Ve a Loarre y construye un castillo digno de un rey, ahora debo
irme. He venido aquí a poner mi alma en paz con Dios.
—¿Vos? ¿Por qué?
—A veces tenemos que realizar actos que nos repugnan, pero que no por ello son inevitables. Fortún,
solo somos hombres, vivimos y morimos.
—Cuando llegue ese momento seremos jugados por nuestros actos —recordó él.
—Sí, pero hasta entonces yo no soy cura ni fraile. Mis votos no son con ellos sino por mi rey.
—¿Rey?
—Mejor que os enteréis por mí que por cualquier otro: Gonzalo, el hijo menor de Sancho el Mayor, ha
muerto.
—¿A manos de quién?
—Eso da lo mismo.
—¿Cómo podéis decir tal cosa? ¡Era un infante cristiano!
—Y cristiana sepultura recibirá, no lo dudes —y se dio la vuelta—, tú también serás juzgado, pero no
solo por Dios, te lo advierto. ¡Condenado constructor! Espero que este arrebato de locura no sea mi
perdición.
34
Loarre. Octubre del año 1046
Los dos hombres ascendían por la empinada pendiente de la montaña, azotados por un intenso viento de
occidente. Guarecidos de él por unas garnachas oscuras y con las capuchas caladas, intentaban
protegerse del asedio de aquel desalentador aire que les castigaba sin descanso desde que habían dejado
el valle del Garona. Cada paso que daban costaba más que el anterior, y el firmamento se estaba
ennegreciendo. Eran conscientes de que si les cogía la lluvia, iban a lamentar haber iniciado ese viaje.
Siguieron subiendo hasta coronar una nueva cima, y fue entonces cuando el horizonte cambió. Las
montañas quedaron ya solo a sus espaldas. Frente a ellos, un paisaje hermoso, fértil, rico y llano. Sin
embargo, era otro su destino. El primero de ellos alzó su brazo señalando hacia oriente. A lo lejos,
alzándose sobre unos riscos se divisaban las ruinas de una fortaleza de aspecto decadente y tenebroso.
—Está arruinada —comentó Isidoro—. Pero nada que no pueda solucionarse, aunque ha cambiado
mucho. El rey que lo ordenó construir murió y sus hijos se comportan como buitres, dando vueltas sobre
sus despojos.
—¡Isidoro! Cuida tus palabras —advirtió Fortún, enojado—. La herencia fue muy compleja. García, fue
nombrado rey en Pamplona y señor de territorios de Castilla como Álava, La Bureba o Los Montes de Oca.
Pero Fernando, segundo de los hijos de Sancho, ya no es solo conde de Castilla sino que acaba ser ungido
rey de León por su matrimonio con Sancha, hermana del rey leonés Bermudo III, a quien venció el propio
Fernando en el campo de batalla.
—Los reinos se forjan sobre sangre, siempre ha sido así, y siempre lo será.
—Y todavía queda el más pequeño, Gonzalo. Demasiado joven para ejercer su autoridad en los
condados de Ribagorza y Sobrarbe, así que residió en Nájera, alejado de sus posesiones, hasta su
prematura muerte.
—De la que poco se sabe.
—Cierto.
—No olvides a Ramiro...
—¡Cómo iba a hacerlo! El mayor de los hijos del difunto rey, y único hijo fuera del matrimonio. He oído
que Ramiro ha logrado asentar su poder en el condado de Aragón, gobernándolo con total independencia,
a pesar de que le debe vasallaje a su hermano, el rey de Pamplona. Y ha sorprendido a propios y a
extraños proclamándose rey de un nuevo reino: Aragón. Ramiro incluso contaba con el favor de la reina.
»Y ese castillo que ves le pertenece.
Loarre llevaba más de una década abandonado. Después de aquel terrible accidente, el castillo había
quedado sin dueño. Su señor, el conde Ramiro, había entrado en disputas con su hermanastro, el rey
García de Pamplona. Tal era así que tuvieron un enfrentamiento que terminó con el desprecio y
humillación del conde, quien no tardó en rehacerse logrando anexionarse, de manera poco clara,
territorios del propio reino de Pamplona como los enclaves de Sos, Uncastillo, Luesía y Biel.
Allí se dirigieron Fortún e Isidoro. A sus pies había una ermita hundida y media docena de casuchas,
solo de una de ellas salía un hilo blanquecino. En lo alto, una estructura defensiva de enorme
envergadura, aunque abandonada a su suerte y a los buitres que la habitaban. Se apreciaba que sus
cimientos eran sólidos y sus muros consistentes. Una poderosa torre sobresalía del conjunto y al menos
otras tres se veían, algunas de ellas derruidas o desmochadas.
En las fechas siguientes, la voz de la próxima reconstrucción del castillo corrió por todos los valles desde
Loarre hasta el monasterio de San Juan de la Peña, las poblaciones de Jaca, Hecho, Ansó, Boltaña, Biel,
Uncastillo y Sangüesa. Más allá del Cinca, Samitier, San Victorián, Roda de Isábena, Luzás, Obarra y
Benasque.
Con el fin del invierno, llegaron a Loarre gentes de estos lugares y muchos otros. Todos en
peregrinación a la iglesia del interior del recinto fortificado, donde el sacerdote les recibía, mostrando las
reliquias del santo mártir, y de la que salían dispuestos a trabajar en la reconstrucción y ampliación del
castillo.
—La fe mueve montañas —comentó Fortún que permanecía sentado sobre la muralla, observando
cómo se instalaban los nuevos pobladores de Loarre.
—No es la fe, es el miedo —contradijo Isidoro a su lado.
—¿El miedo? ¿Miedo a qué?
—A morir —respondió el cantero sin dejar de mirar al poblado—. Todos tenemos miedo a lo que
suceda cuando encontremos la muerte y buscamos la manera de apaciguarlo. ¿De verdad crees que esos
huesos pueden interceder por nosotros ante Dios?
—Eso dice la Iglesia.
—Sí, eso dice —repitió con desgana—. Y nosotros creemos y dejamos de tener miedo.
—Debes tener cuidado con esas ideas tuyas, Isidoro —admitió Fortún—. Pueden traerte problemas.
—Lo ves, es el miedo el que controla todo, el que hace que tú me digas eso ahora. —El cantero se
levantó.
—Tranquilo. Yo también sé utilizar el miedo, llevo toda la vida sufriéndolo y he aprendido a sacarle
partido.
—Esta gente que viene aquí, no sé si lo hace por miedo o desesperación —susurró Isidoro.
—No tienen nada mejor en que creer, cada uno cree lo que quiere o puede, es así de sencillo. De todos
modos, tú estás aquí, ¿no?
—Cierto, como te decía antes, el miedo es muy convincente.
Fortún sonrió.
Un gato blanco pasó a su lado.
—¡No puede ser!
—¿Qué sucede, Fortún?
—Ese gato, cuando era joven había uno igual merodeando siempre por el castillo.
—Será el mismo.
—No es posible, tuvo que morir de viejo.
El gato les bufó y salió corriendo.
Al sacerdote le gustaba rondar por las murallas y las torres desmochadas de Loarre. Incluso de noche,
no era extraño ver su figura iluminada por la luna sobre las almenas que recortaban el cielo estrellado.
Cada cierto tiempo sufría temblores en el dedo índice de la mano derecha que, cuando hacía frío, le
dificultaban la escritura. Así que no le quedaba otro remedio que rodearlo de una tira de cuero. Más
males asolaban su maltrecho cuerpo. Padecía fluxiones cuando soplaba el viento de poniente y un dolor
acusado en el abdomen cuando no hacía de vientre. Tenía ganas de volver a verlo.
Aquella noche Fortún organizó una reunión en la sala de celebraciones de la aldea, que todavía estaba
en ruinas, pero que era el único espacio que permitía albergar un número considerable de personas. Allí
acudieron el sacerdote, su amigo Isidoro, el capataz de los carpinteros, el jefe de los curtidores, varios
pastores de avanzada edad, dos campesinos que representaban al resto de su oficio, los comerciantes y
diversos pequeños señores de los alrededores. Fortún tomó un pergamino de una bolsa a sus pies, se
hallaba enrollado y cerrado con un sello de cera del mismísimo rey Ramiro I y que Lope de Ferrech le
había hecho llegar antes de salir hacia Loarre. Fortún lo mostró y todos lo reconocieron y murmuraron al
verlo.
Fortún rompió el sello y le dio a leer el pergamino al sacerdote. Este tosió un par de veces e informó
del contenido de la misiva real. Ramiro, rey de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, disponía la necesidad de
reconstruir el castillo de Loarre, mandado edificar por su padre, Sancho III el Mayor, rey de Pamplona. Y
como él, prometía la Tierra Llana que se conquistaría desde él a sus repobladores y constructores.
La noticia, no por sabida, fue menos esperada y aplaudida. A continuación, Fortún confirmó que Lope
de Ferrech seguía siendo el tenente del castillo, que él sería el maestro de obras e Isidoro había venido
con la misión de encargarse de toda la obra de cantería, puesto que a diferencia de la construcción
lombarda, Fortún quería emplear sillares en vez del sillarejo, un cambio que congratuló a los presentes,
pues significaba una evolución. Todos habían oído hablar de las catedrales e iglesias que se estaban
levantando al otro lado de los Pirineos, enormes comparadas con las que ellos conocían.
El sacerdote devolvió el pergamino a Fortún y lo llevó hasta un lado de la sala.
—Lo tenías todo bien preparado, pero ¿y si nos atacan? No pensarás que se quedarán con los brazos
cruzados mientras reconstruimos Loarre. Y eso de que el rey tiene una alianza con los sarracenos... No
puedo acabar de creerme que nos permitan que fortifiquemos la plaza más peligrosa de la frontera,
¿verdad?
—Es posible.
—Y, sin embargo, nada les has dicho a esos infelices sobre quién defenderá Loarre. No veo que hayas
traído contigo a ningún hombre de armas. ¿Quién nos defenderá?
—De eso quería hablaros, sacerdote, debo encontrar a Ava, tenéis que saber adónde marchó.
—Ava... —el sacerdote carraspeó—, ella no es la solución.
—¿Y dónde está? Quiero hablar con Ava, no me dijisteis la verdad, conocéis donde se encuentra,
¡decídmelo!
—En las montañas, hace lo que quiere y encabeza una cuadrilla de bandidos. Atacan las caravanas
sarracenas y destruyen sus cosechas. Se han vuelto más salvajes... Ellos... adoran a esos antiguos y falsos
dioses paganos de la naturaleza y las montañas. —Hizo un gesto desagradable con la boca—. No quiero
saber nada de esa mujer, ya no es cristiana.
—Sigue siendo la mejor arquera —Fortún le cogió del brazo, apretándoselo con fuerza—, la necesito
para defender el castillo.
—No es buena idea que vayas a buscarla. Le disgustó que todos se marcharan, no sé cómo se tomará
la vuelta —le advirtió el sacerdote a la vez que se soltaba—. Ya sabes que es impulsiva, incontrolable.
—Como para olvidarlo —pronunció Fortún con desasosiego—. Sacerdote, debo agradeceros que hayáis
mantenido viva la llama de este lugar, pero necesito vuestra ayuda, entendedlo.
—¿La llama? Más bien dirás las cenizas.
—De las cenizas puede volver a prender el más intenso de los fuegos —puntualizó Fortún.
—Mucho hay que trabajar para ello, además existen ascuas que no vuelven a arder, y que se apagaron
para siempre.
—Se pueden sustituir por otras nuevas, mejores.
—¿Mejores? Umm, difícil.
—Luego no imposible.
—El tiempo pasa para todos, hasta para las piedras. ¿O no ves cómo se encuentra el castillo?
—Sacerdote, he venido para terminar lo que empezó mi padre y el lombardo, para que este sea el
castillo desde donde tomemos la Tierra Llana.
—Pobre loco —y soltó una siniestra carcajada—, ¿sabes que Marcuello también ha retomado las
obras? En cuanto supo que regresabas, su señor envió de nuevo hombres y recursos a Marcuello, que os
lleva mucha ventaja. Allí disponen de piedra, recursos, mano de obra abundante, un gran señor como
tenente... ¿Qué tenéis vosotros?
—Fe.
El religioso no pudo o supo qué responder. Se quedó en silencio observando el rostro de Fortún.
—¿Cómo es posible que hayas cambiado tanto? Solo eras un muchacho enjuto y despistado, ¿cómo te
has convertido en un hombre tan seguro de sí mismo?
—Aquel joven que recordáis, se quedó aquí, en Loarre. —Fortún se dirigió a la puerta de la iglesia—.
Ahora que todos sabrán que tenemos las reliquias de un santo mártir, nadie irá a Marcuello. No solo he
aprendido a construir.
El nuevo maestro de obras salió al recinto y miró otra vez los muros inacabados de la inmensa
fortaleza. Había abundante trabajo por hacer y estaba deseando empezar.
36
Valle del río Garona.
Día de San Braulio, 26 de marzo de 1048
Eneca se resguardaba del frío enfoscada con una garnacha sin mangas, que le quedaba demasiado
holgada, pues era una prenda de abrigo más propia de hombres. Abrió todo lo que pudo sus pulmones al
aire fresco de aquellos primeros días de primavera, cuando la tierra, todavía húmeda del deshielo, está
rebosante de vida. A ella le gustaba adentrarse en el bosque si bien no lo hacía sola. Tras la muerte de su
fiel Artal, Eneca estuvo muy apenada, pero como si una señal del destino fuera, aquel invierno pareció por
Loarre un comerciante con una camada de mastines. No lo dudó y adquirió el más pequeño de ellos, que
era tan joven que apenas se mantenía en pie por sí solo. Pensó mucho en qué nombre ponerle, y,
finalmente, optó por el de Tasio.
Eneca ya se había convertido en toda una mujer. Conocía el bosque y las montañas mejor que nadie,
sus sonidos, sus susurros y, en especial, sus silencios. Era en ellos donde Eneca podía contemplar el
peligro, y eso que pocos eran capaces de oírlo.
Tenía la habilidad de reconocer todas las plantas, incluso las más extrañas. También había avanzado
con su don para entenderse con los animales, por salvajes que estos fueran. De hecho, Eneca era conocida
en toda la montaña y en los valles que bajaban de los Pirineos. A ella acudían para pedirle ungüentos y
remedios para sanar males y dolores. Por el contrario, sus visiones habían ido remitiendo, cada vez eran
menos frecuentes.
Era reclamada en aldeas y pueblos. De uno de ellos venía después de varios meses de ausencia. Había
acudido primero a Lárrede y después a Nocito para intentar sanar a los miembros de toda una familia que
había enfermado con los mismos síntomas: diarrea y sarpullidos en la piel. Había sido complejo dar con el
remedio adecuado. Tras varios intentos, acertó con la solución. Aunque era un secreto, ella nunca
revelaba los ingredientes de sus ungüentos y pócimas. Nadie con sus dones lo hacía, ese conocimiento era
precisamente el origen de su poder, saber cómo aplicar las propiedades curativas de las plantas. De todas
ellas, su preferida era el laurel, tenía predilección por él y lo utilizaba con frecuencia.
Ahora volvía a su Loarre, unas pocas casas a la sombra de un desmochado castillo que nunca había
sido concluido y languidecía abandonado a su suerte. No había hecho falta que los infieles lo atacaran, los
cristianos mismos se habían afanado todo lo posible para que sus muros cayeran.
En las dos ocasiones en que los infieles habían hecho incursiones cercanas, en lugar de refugiarse en
las ruinas del castillo, los cristianos corrían al bosque, más seguro que la mole de piedra derruida.
Cuando subió el último repecho, creyó estar viviendo un sueño, mejor dicho, una visión del pasado.
Loarre bullía de gente, había carromatos, ganados, niños correteando, carpinteros, picapedreros, hasta se
veía un incipiente mercado extramuros.
Eneca se detuvo e intentó asimilar lo que se abría ante ella.
No dudó en cruzar entre todos ellos, escuchó conversaciones y habladurías, los había que decían venir
de otros valles, incluso creyó distinguir gentes de otros reinos cristianos. Necesitaba hablar con el
sacerdote, él debía de tener todas las respuestas, ¿quién, si no?
Al llegar al templo, encontró a una pareja de hombres intentando arreglar el tejado de madera de la
iglesia. Tenía goteras y en los días de lluvia se formaba un auténtico riachuelo por el centro de la nave del
templo. Uno de ellos, con una alargada barba canosa, golpeaba con fuerza el martillo contra los clavos
que debían amarrar un nuevo tablón.
Una banda de vencejos cruzó buscando refugio en la torre principal del castillo, y el barbudo se
distrajo, con tan mala fortuna que en vez de la cabeza del clavo, se golpeó en uno de sus dedos. No gritó,
como hubiera sido normal, pero maldijo sin control y dejó que el martillo cayera rodando por el tejado
hasta el suelo. Se metió el dedo en la boca y lo chupó con fuerza, sin encontrar en ello alivio. Así que cerró
los ojos y permaneció quieto esperando que remitiera el daño.
El sacerdote salió de la iglesia alarmado por los gritos.
—¡Padre! —gritó una voz de sobra conocida.
—Eneca, ¡qué alegría! —dijo sin dejar de mirar de reojo a los trabajadores—, ¿qué tal estás? ¿Ha ido
todo bien?
—Sí, sí, yo estoy bien.
—Cada vez te acercas menos a visitarme. Algún día vendrás y será demasiado tarde.
—No digáis eso. —Y le dio un fuerte abrazo.
—Sí, sí. Tú confíate y si no vienes a verme más a menudo...
—¿Por qué decís esas cosas? —La mujer pareció percibir algo diferente en la mirada del sacerdote—.
Pero ¿qué ha sucedido aquí?
—Un milagro.
—Contadme.
—He hecho pública la existencia de las reliquias —confesó entre suspiros.
—¿Por qué? Eso os pone en peligro, pueden atacarnos los sarracenos o el Papa puede mandar
emisarios para llevárselas a otro lugar.
—No va a pasar nada de eso, porque ya no estamos solos.
—¿Quién ha estado aquí? —Eneca ennegreció su mirada hasta una oscuridad tenebrosa—. Padre,
decidme qué ha pasado —insistió en un tono de evidente enfado.
—Eneca, Fortún ha vuelto.
El sacerdote no necesitó continuar, la mujer de mirada oscura lo entendió al instante. Su rostro se
tornó más pálido y su mirada se aclaró.
—¿Dónde está?
La hierba estaba húmeda aquella mañana, había llovido. No tanto como aquel día hacía más de diez
años, pero aun así no podía evitar que cada vez que el cielo lloraba recordara la fatídica fecha de la
muerte de su padre. Le había costado acercarse hasta allí, pensó en hacerlo nada más llegar, pero no
encontró el ánimo ni el valor.
Él mismo lo había enterrado junto a un noble olmo en el bosque, lejos de la aldea. Allí estaba la losa
que colocó sobre la tumba para que ninguna alimaña escarbara en busca de sus restos. En el tronco del
árbol había grabado su nombre y una cruz.
—Padre, he vuelto —pronunció de rodillas.
«¿En verdad es correcto decir esto?», pensó.
Para él sí, para él era su padre y no había más que hablar. Y recordó cómo era, su seguridad, su
confianza en que la fortuna sonreía a aquellos que la buscaban. Su periplo para alcanzar Abizanda, su
viaje a Loarre, todo lo que sufrieron hasta que fue nombrado ayudante del lombardo. Un simple
carpintero de una aldea en lo profundo de las montañas, y ahora, su hijo iba a ser el maestro de obras del
castillo más importante del joven reino. Su padre estaría orgulloso, sí, muy orgulloso.
También rezó sobre la tumba del lombardo. Por extraño que parezca, estuvo más tiempo en la del
viejo. Su sepultura estaba cubierta de rocas menudas, cogió una de ellas y probó su peso con su mano. La
dejó de pie sobre el resto y la observó con paciencia.
«Es solo una piedra —murmuró para sí—. Pero las rocas también quieren ser algo, todos queremos ser
algo mejor en nuestra vida. Mejor de lo que somos, mejor de lo que fueron los que nos precedieron, mejor
de lo que hemos sido.
»Me pregunto qué querrá ser una piedra. Si yo fuera una roca, me gustaría estar en lo más alto de
una montaña. En cambio, esta quizá quiera ser parte de un castillo, quizás ese sea su sueño. ¿Por qué
no?»
Miró a lo lejos los riscos que rodeaban aquella sierra, tan cerca de los Pirineos y a la vez tan oculta de
ellos por las sierras y valles que la precedían.
Oyó un ruido tras él y se volvió con precaución, no fue un animal lo que encontró, ni un bandido, ni
siquiera un hombre. No, aquella criatura parecía un espíritu del bosque, una de esas ninfas que viven en
él y lo protegen. Pero no, era una mujer, una mujer de carne y hueso. Con una mirada oscura y
perturbadora, como la de una lechuza.
—No suele venir nadie a ver a los muertos, pocos les recuerdan —dijo con una voz dulce aquella
criatura.
—Yo no los he olvidado —musitó Fortún.
—El olvido siempre llega, el olvido es el mejor amigo del tiempo.
Fortún la observaba hipnotizado. Resultaba difícil aguantarle la mirada, pues esos ojos negros
asustaban hasta al más valiente.
—Juan... y el lombardo han estado mucho tiempo solos en este lugar —dijo la mujer—, te echaban de
menos.
Fortún se había prometido no mirarla de esa forma, pero su deseo era traicionero y sus ojos no le
obedecían. Cuanto más la observaba, más deseaba seguir haciéndolo. A pequeños intervalos, desviaba su
atención a otro lugar, sus manos, su pelo, su pecho. Pero siempre volvía y resbalaba por su mirada.
—¿No me reconoces, Fortún? —preguntó, despejando parte de la oscuridad que encerraban sus ojos.
—Claro que sí, has cambiado.
—Tú también. Me alegro de que ya no seas el mismo.
—¿Por qué? —Fortún se sorprendió por la sinceridad de la mujer—. ¿Acaso no te gustaba como era
antes?
—Sí, pero no me agradaría comprobar que te hubieras complacido con seguir siendo un muchacho.
Demasiados hombres lo hacen, son unos niños toda su vida.
—¿Ah, sí? Y las mujeres, todas vosotras crecéis.
—Las mujeres no tenemos elección, no disponemos de tiempo para esperar a que os hagáis unos
hombres. Nosotras debemos cuidar a nuestros propios niños.
—Hablas de manera distinta.
—Porque soy distinta. Antes era un novicio, ahora soy Eneca.
—¿Y cómo es Eneca?
—No puedes pretender que una mujer te diga cómo es, tienes que descubrirlo por ti mismo, ya lo
aprenderás.
La belleza de Eneca era recatada, contenida. No estaba tanto en lo que se veía, como en lo que se
presentía o intuía. Fortún quiso decirle algo ingenioso, pero era consciente de que le faltaba audacia para
seducir a alguien como ella. Había estado con varias mujeres en sus viajes por el otro lado de los Pirineos.
Había dormido y disfrutado con ellas, pero casi siempre pagando. Eneca era diferente a todas esas
mujeres, quizá demasiado.
—Sigues siendo muy callado. —Eneca bajó la mirada—. Dicen que has regresado para reconstruir el
castillo.
—Es cierto, el rey Ramiro así me lo ha ordenado.
—Así que ahora somos un reino —murmuró mientras se movía rodeando a Fortún que giraba
siguiéndola, pero eran las palabras de Eneca las que lo rodeaban de tal forma que se sentía atrapado por
ellas—. Creo que no dices la verdad, ¿ha sido el rey o hay algo más?
—¿A qué te refieres?
—Era más sencillo seguir con Marcuello, ¿por qué dividir sus fuerzas y volver a levantar Loarre? A no
ser que...
—¿Qué?
—Que no sea el rey el mayor interesado, que no sea Ramiro el que te apoye, sino alguien que compite
con el señor de Marcuello, como por ejemplo Lope de Ferrech, él sigue siendo tenente de Loarre,
¿verdad? Es curioso como los señores cambian, compran y venden nuestra tierra sin preguntarnos a los
que vivimos en ella.
—Somos sus vasallos, no tenemos tierra.
—Sí, de eso no hay duda. —Eneca se detuvo y alzó la mirada hacia el castillo—. Necesitarás ayuda si
piensas reconstruirlo.
—Toda la posible.
—¿También la mía?
—Eso depende, ¿qué sabes hacer?
—Puedo ver el futuro.
—¿Qué puedes...? —Fortún carraspeó—. Está bien, ¿cuál es el mío? ¿Qué me depara la vida?
—Puedo verlo —caviló—, pero no tengo por qué contarlo.
—Entonces, ¿de qué me sirves? —Eneca no respondió, le regaló una sonrisa, la primera que dibujaba
en su rostro. Una sonrisa capaz de derribar todos los muros que rodeaban su corazón y de asaltar
cualquiera de sus torres—. ¿Sabes? —Fortún se acercó a ella—, pensé que no estarías aquí. Que te habrías
marchado hacía tiempo.
—¿Sabes? —repitió Eneca, que terminó de aproximarse los escasos pasos que había entre ellos—,
pensé que volverías antes. ¿Crees en el destino, Fortún?
—Creo en Dios y en mi buen juicio para no desviarme de su camino —pronunció con seriedad.
Eneca miró al cielo, para volver a dirigir su mirada hacia él.
—Fortún, debes tener cuidado, el pasado vuelve a por ti.
—El pasado está atrás, no es lo que me preocupa ahora. Es el futuro el que mueve mi vida.
—Te equivocas, el pasado puede correr muy rápido y alcanzarte. No lo subestimes aunque hayas
levantado muros para escapar de él y te sientas a salvo. Hay una parte de tu pasado que está aquí. De la
que no podrás escapar, a la que deberás enfrentarte, pues ella ya sabe de tu llegada.
—¿De qué estás hablando?
—No confíes en nadie, pues aunque los peligros que te acechan son conocidos, no por ello debes ser
menos cuidadoso.
—No termino de entenderte...
Eneca no respondió, pero el rictus de su rostro se tensó y lanzó un suspiro cargado de reproches. Se
dio la vuelta y se marchó hacia el bosque.
Fortún pensó en detenerla, en ir tras ella. Pensó en cogerla antes de que escapara. Sin embargo, se
quedó allí, de pie, sin moverse.
En otoño, la marcha de las obras resultó prometedora. La roca de las canteras del valle del río
Gallicius llegó puntual. Era piedra arenisca de buena calidad, fácil de tallar. El rey había prometido los
recursos a su alcance para reconstruir y finalizar Loarre. Por ello llegaban cargamentos con materiales de
forma constante. Todo ello necesitaba de una organización minuciosa, que corría a cargo de Fortún.
El maestro de obras dirigía todos los trabajos con esmero y mano dura, su forma de imponer su
criterio era respetada. Poco a poco fue logrando ganarse la confianza de los más reticentes. Rehízo la
misma casa en la que vivió con su padre, al que no podía evitar echar de menos en aquellos momentos.
«¿Qué pensaría el carpintero si lo viera ahora?», se preguntaba.
Pero para ser honestos, era hacia otra persona hacia la que se dirigían sus pensamientos con más
frecuencia. Había mañanas en que se imaginaba a Ava bajando por la montaña, con el arco a su espalda y
su melena al viento.
¿Habría cambiado? ¿Sería igual de impetuosa, de fuerte, de viva?
Quizá nunca lo supiera, porque Ava no regresaba a Loarre.
A quien sí que veía con frecuencia era a Eneca. La mujer de mirada oscura era conocida y respetada
por todos los habitantes de Loarre y los otros valles. Curaba, aliviaba y sanaba todo tipo de males,
caminando sola a través de montañas y bosques. Fortún no sabía si era una temeraria o una valiente, o
ambas cosas.
El invierno fue corto pero frío. Las obras se reanudaron con el buen tiempo. En una de las caballerizas
de la aldea, unos mulos piafaban exhaustos por el esfuerzo de tirar de un carro lleno de bloques pétreos.
La rueda se había trabado en un hoyo del camino y fueron necesarios media docena de hombres para
sacarla de allí.
La madera fue más difícil de conseguir, no por falta de materia prima, sino por la escasez de mano de
obra en las otras aldeas. Las gentes se habían concentrado en Loarre, pero a su alrededor escaseaban los
hombres. La sierra había quedado despoblada en los últimos años. Sin la protección del castillo, estas
tierras se habían hallado demasiado expuestas a razias sarracenas desde los castillos de Bolea y Ayerbe, y
de la propia ciudad de Wasqa. Además, las promesas de la Tierra Llana no parecían convincentes después
del anterior fracaso y la competencia de Marcuello. El rey Ramiro tampoco tenía la influencia y el poder
de convocatoria de su padre.
Era un monarca nuevo, con tres irrisorios condados que administrar. La mayoría dudaba de que su
legado se extendiera más allá de su propia vida. A su muerte, los territorios retornarían al reino de
Pamplona, o al de Castilla, quién sabe.
Hasta el conde de Barcelona era un aspirante a ampliar su zona de influencia por los ríos Cinca y
Ésera y, por qué no, llegar hasta el Gallicius y el propio valle del Aragón.
Pero a pesar de las dificultades, llegaron más forasteros a Loarre, sobre todo campesinos sin nada que
perder. Venían de unas tierras improductivas, deseosos de buscar fortuna en el sur, aun a costa de jugarse
la vida. Algunos eran mozárabes de la taifa de Saraqusta. Su rey Sulaymán, de la dinastía de los Banu
Hud, había fallecido de manera reciente. Sus territorios habían sido divididos, obteniendo el preciado
reino y la Ciudad Blanca su hijo Al-Muqtadir. Sus hermanos también habían recibido posesiones y no
habían admitido a este como su señor. Ello había provocado revueltas y altercados, y los mozárabes
siempre salían mal parados de todos esos conflictos.
El gobernador de Wasqa sí había reconocido pronto a su señor y hermano. En cambio, los de
Calatayud y Tudela comenzaron a acuñar moneda con su propio nombre, dándose el título de reyes. Al
parecer, el peor de todos los hermanos era Yusuf, que desde Larida se disputaba el control de toda la
antigua Marca Superior, y para ello no había dudado en aliarse con los cristianos del condado de
Barcelona y pagarles cuantiosas parias.
También llegaron a Loarre gentes desencantadas de otros territorios, algún mercenario, mujeres
viudas, niñas y ancianas en el ocaso de su vida. Entre todos ellos, uno llamó la atención de Eneca, se
trataba de un monje de hábito marrón que se presentó con una mula cargada con fardos. Avanzó hasta el
centro de la aldea y llamó a uno de los capataces nombrados por Fortún para la intendencia.
Eneca caminó hacia él cargada con una cesta de mimbre llena de frutos rojos del bosque. Agachó la
mirada al pasar frente al monje y con el rabillo del ojo observó su mirada. Acto seguido, remontó el
empinado camino al castillo, para entrar en el recinto e ir a la iglesia. Dio dos golpes a la puerta y entró
sin más demora.
—¿Qué sucede? —preguntó el sacerdote, alterado, pues había sido interrumpido mientras oraba frente
al altar del templo—. Eneca, ¿eres tú? ¿Qué pasa?
—Malas noticias, ya está aquí.
—Tan pronto... ¿Estás segura? —Se incorporó con ayuda de Eneca. Nada más terminar sus palabras
cambió la expresión de su rostro—. Claro que lo estás, debemos ser cautos. La paciencia puede ser
nuestra mejor baza.
37
Loarre. Diciembre del año 1048
El monje cluniacense desembarcó con entusiasmo y plena energía. Nada más llegar ya estaba
ascendiendo el empinado sendero de acceso al castillo. Lo hacía despacio, no de manera contemplativa,
sino esforzándose, con pesadez. Caminaba de forma tan lenta, que aquellas rampas se hacían
interminables. Los trabajadores que observaban desde lo alto de la muralla hacían bromas sobre él hasta
que, cansados de mirarle, lo abandonaron y retornaron a sus ocupaciones.
Jean detestaba el aire frío de aquel lugar, el olor a rocío, la visión de las montañas, de los valles y la
vista del horizonte sobre la Tierra Llana. Le repugnaba el polvo del camino y las hormigas e insectos que
encontraba a su paso. Le parecían seres despreciables, abominaciones creadas por el mismo demonio.
«Dios no ha podido crear una cucaracha», susurró.
«¿Para qué? ¿Qué sentido tiene un ser así?», se dijo mientras esquivaba pisar una. El mero hecho de
imaginarse el crujido de su caparazón le producía una terrible desazón.
«¿Y los pájaros? ¿Por qué tienen que volar? ¿Qué les permite elevarse sobre los hombres? Ningún ser
debería poder subir tan alto», pensó en silencio.
Él los mataría a todos. Eso sí, le agradaba y disfrutaba sobremanera contemplando los señores que
salían a cazar y volvían con los carromatos rebosantes de perdices, codornices, zorros y jabalíes. Él se los
comía luego con avaricia, deseoso de masticar su carne con sus ennegrecidos dientes.
En el último tramo del camino, un mastín le salió al paso. Jean quedó paralizado, le tembló todo el
cuerpo, se le agarrotaron las piernas y la garganta se convirtió en un nudo del que no salía ningún sonido
inteligible. Miró a un lado y otro en busca de ayuda, pero nadie parecía prestarle atención.
—Tasio, ven aquí —Eneca apareció corriendo desde el interior del castillo—, no salgas por ahí.
—¡Quita esa bestia de mi camino!
—Es solo un cachorro.
—¡Eso! —exclamó, señalando al animal—. Eso es un demonio, un monstruo.
—¿Por qué decís tal barbaridad? No va a haceros nada.
Jean escrutó a la mujer. Su pelo largo y suelto cayendo sobre los hombros le produjo un profundo
desprecio. Sus ropas se ceñían en exceso, marcando el contorno de su cadera. Semejante depravación le
dio náuseas.
—¿Tú quién eres?
—Soy Eneca —respondió de forma muy natural.
—¿Vives en el pueblo? —preguntó, moviéndose nervioso mientras prestaba atención a cada detalle del
aspecto de la mujer.
—Sí, ¿por qué lo preguntáis? ¿Quién sois?
—Soy Jean, enviado de Cluny para colaborar en la construcción del castillo. —El monje cluniacense no
dejaba de observarla de una manera extraña—. ¿Estás casada?
—No, no lo estoy.
—Entiendo. —Y se rascó la barbilla—. ¿Acudís a la iglesia?
—Por supuesto, el sacerdote es un buen hombre y siempre que puedo voy a rezar.
—Pero a vuestra edad todavía no has contraído matrimonio a los ojos de Dios. A pesar de ser una
mujer lozana, ¿por qué?
—Es algo que me incumbe solo a mí.
—Estás equivocada. Dios no ve con buenos ojos que no te unas a un varón y, además, debes dar
cuenta de que manteniéndote fuera del matrimonio puedes pervertir el alma de otros hombres que ya se
han entregado.
—¿Qué insinuáis? ¿Que soy una ramera?
—Eso lo has dicho tú. Para que haya un pecado, primero tiene que haber tentación. Y dime, Eneca,
¿quién es aquí la tentación?
—Os he dicho que voy a la iglesia.
—Una devota cristiana, eso está muy bien. Nos veremos a menudo entonces, pues he venido para
ayudar a vuestro cura con el nuevo rito.
—¿El rito romano?
—Ya es hora de que abandonéis este blasfemo que usáis, lleno de errores. El Papa no puede permitir
que sigáis con semejante liturgia. —El monje se acercó más a Eneca y, al aspirar su aroma, entornó los
ojos.
—¿Queréis algo más? —Eneca se percató de la lasciva mirada.
—Por ahora no, pero volveremos a vernos. Ve con Dios, hija mía. —Y le hizo la señal de la cruz,
moviendo la mano sobre su cabeza.
La joven marchó con Tasio hacia la aldea, mientras el sacerdote gozaba al ver cómo movía su trasero.
«Señor, perdóname porque he pecado. Sé que Tú sabrás perdonarme, por esto y por lo que voy a tener
que hacer con ella», oró en voz baja antes de reanudar el camino hacia el castillo.
En el centro del patio de armas, Fortún dirigía los trabajos, dando órdenes a las distintas cuadrillas. El
monje de Cluny se le acercó con parsimonia, revoloteando en torno a él como un ave carroñera.
—Maestro de obras, el abad de Cluny me ha enviado para ayudaros.
—Os estábamos esperando —dijo mientras le daba la mano—, como podréis comprobar las obras
marchan a buen ritmo.
—Yo no lo veo tan claro, pero son los aspectos espirituales los que a mí más me interesan. Cluny me
envía con una misión concreta que es la de supervisar todos los temas religiosos de Loarre. Es esencial.
Este castillo puede ser el lugar desde donde se recupere la sede episcopal de Wasqa.
—El obispado está ahora en otro lugar.
—Sí, pero cuando se reconquiste Wasqa volverá a donde nunca debió marcharse. Debo controlar todos
los oficios religiosos de esta zona.
—Pero ya hay un sacerdote en Loarre.
—Al que quiero conocer y transmitir nuestra gratitud. Sin embargo, los tiempos están cambiando y
quizás ha llegado el momento de relevarle. Ya sabéis que en la guerra contra los infieles, nunca se da ni
admite tregua, el descanso del monje y la gloria mundana del soldado están vedados y nuestra vida entera
es un sinfín de fatigas y abnegaciones —balbuceó el cluniacense—. A veces hay que relevar a los que ya
no pueden desempeñar su oficio con el suficiente esmero. Nadie es imprescindible para Dios.
—Los temas de la Iglesia son asunto vuestro.
—Hacéis bien en tenerlo claro, voy ahora a ver a ese viejo sacerdote. Luego quiero hablar con vos
sobre otro asunto de suma trascendencia.
—Como gustéis.
El monje siguió hasta la iglesia castrense, abrió la puerta sin llamar y, de rodillas frente al altar de
piedra, encontró al cura.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó sin volverse.
—¡Que el Señor sea con vosotros, hermano! Sí, soy fray Jean, monje de la abadía de Cluny.
—Estáis lejos de vuestra casa.
—Toda iglesia es la casa del Señor y, por tanto, es también la mía.
El sacerdote frunció el ceño.
—Pasad, mi templo es humilde, pero digno.
—La verdad es que no es lo que esperaba encontrarme aquí, nada lo es en estas tierras. Acabo de
hablar con una mujer que todavía no ha sido desposada, temo que termine pervirtiendo a los hombres —
dijo moviendo la cabeza de un lado a otro—. No es posible dejar que una joven nos tiente así.
—¿Nos?
—Ya me entendéis, toda mujer debe estar casada y en su casa, Dios así lo quiere. De todas formas, no
he venido a Loarre por eso. Como ya sabréis, Gonzalo, el hijo menor del anterior rey, murió, podemos
decir... en circunstancias poco claras. Alguien podría decir que hasta fue asesinado.
—He oído que cayó de su caballo y se golpeó la cabeza.
—Sí, sí... —afirmó, moviendo la mano a la altura de su cabeza—, aunque ya sabéis, la gente habla, los
nobles hablan y el Papa escucha. El Santo Padre siempre está atento a todo lo que acontece en sus
dominios.
—¿Dominios decís?
—En los de la Iglesia, para ser más precisos —aclaró—. Ahora estas tierras parece que son un reino
cristiano.
—Solo puede ser rey aquel que es hijo de rey o que es coronado por Roma.
—En efecto —espetó, dándole la razón con su dedo índice—. Cluny apoya a vuestro nuevo monarca,
pero un reino es difícil de crear, imaginaos si cualquiera pudiera hacerlo, ¿verdad?
—Ramiro es hijo de rey, por lo tanto, puede serlo también. —El sacerdote aumentó la firmeza de su
voz—. Está en su derecho.
—Eso la Iglesia no lo duda, en cambio no sé qué pensarán vuestros vecinos. El rey de León, el
monarca de Pamplona, incluso el conde de Barcelona. No suele verse con buenos ojos la formación de un
reino, ya me entendéis —carraspeó el monje—. Pero Cluny está de vuestro lado, por eso he venido hasta
aquí.
—¿A Loarre?
—Cluny desea corregir las imperfecciones del clero hispano. Si vamos a apoyar al nuevo rey, tenemos
que estar seguros de que sus súbditos son buenos cristianos.
—¿Lo dudáis?
—Hay algunos aspectos a tratar, no solo aquí, sino en todos los dominios de la antigua Hispania. Este
reino es un buen lugar donde empezar —musitó, amargando el gesto de su rostro.
—¿Qué aspectos?
—Sí, esas reminiscencias de otra época que tiene vuestra liturgia.
—Me estáis intentando decir que, en este reino, pretendéis que cambiemos nuestro rito por el de
Roma.
—Sabía que me entenderíais rápido. No hay más que veros para darse cuenta de que sois un
sacerdote inteligente.
—De ninguna manera haré tal cosa —carraspeó—, ¡qué os creéis! Mientras yo sea sacerdote de
Loarre, aquí se seguirá el rito de la Iglesia de Toledo. No queremos nada de Roma aquí.
—Lamento oír eso.
—No es la primera vez que Roma intenta inmiscuirse en los asuntos de nuestra Iglesia —le advirtió.
—¿Vuestra? La Iglesia es de Dios.
—Exacto, no del Papa de Roma.
—¿Y qué es el Santo Padre sino su representante máximo en la tierra? El que tiene las llaves de san
Pedro.
—No es Dios —la respuesta descompuso el rostro del monje—, no es un rey que nos gobierne como si
fuéramos sus súbditos.
—Mal, muy mal. Habéis elegido el camino de la negación, aquel que solo conduce al dolor y el
sufrimiento —recriminó el fraile con parsimonia.
—Os equivocáis —contestó el sacerdote dando un paso al frente—, mi camino no es otro que el de
servirle a Él.
—Cierto es que llevamos tiempo intentando corregir nuestros errores, pero más lo es que esta vez va
a ser la definitiva —dijo, encaminándose a la puerta—. Este templo es tan arcaico como vuestra liturgia,
deben ser reemplazados y lo serán, os lo aseguro.
El sacerdote dio la vuelta al altar y apareció por el otro lado con un garrote en la mano.
—Solo lo diré una vez: fuera de mi iglesia.
—¡Habéis perdido la razón! Soy un enviado de Cluny —le advirtió y su voz retumbó entre los muros
del templo lombardo.
—Por mí, como si os manda el mismo Papa. No cambiaremos nuestro rito.
—Eso ya lo veremos.
38
Loarre. Primavera del año 1049
Aquella mañana fría, Fortún se levantó pronto, quería ir de nuevo a ver a sus muertos antes de empezar
la jornada de trabajo. Caminó hasta la sepultura de su padre y se sentó frente a ella. Desde allí se
contemplaba la parte más alta de la torre principal del castillo y mirándola estuvo largo tiempo, sin
pensar ni decir nada. El silencio de aquella tumba le transmitía un sosiego agradable, pensó que era un
síntoma de que el alma de su padre debía de estar en paz y eso le hacía feliz.
Sin embargo, no había ido allí para buscar calma, sino consejo, como si Juan todavía pudiera dárselo.
«Es ella, padre —susurró—, tiene que ser ella.» Suspiró.
Intentó imaginar en su mente qué le podría decir su padre, pero las palabras que buscaba no llegaron
a oírse.
Regresó a Loarre.
Isidoro dirigía las labores de tallado con una disciplina que ya quisieran para sus ejércitos muchos
reyes. Desde su llegada, no paraba de recibir elogios por sus habilidades, incluso el cluniacense supo ver
ese detalle al poco de llegar.
—Es encomiable vuestro trabajo —le comentó Jean, que rondaba a su alrededor como un buitre su
comida.
—Gracias, hago lo que puedo.
—Hacéis mucho más que eso, vos, Isidoro de Ansó, sois el corazón de estas obras, sin vuestro
proceder, estos muros seguirían siendo una ruina. —El cluniacense dio un par de pasos a su alrededor—.
Creo sinceramente que Dios os tiene reservado un importante papel en sus fines.
—Estamos construyendo un castillo, seguro que Él está ayudándonos.
—Sin duda, pero estimo que sus proyectos para vos son de más alto nivel. Aunque claro... las grandes
metas requieren enormes sacrificios.
—¿A qué os referís? —El monje ya tenía su atención.
—Decidme, ¿con que soñáis?
—Bueno, eso es difícil de decir...
—No seáis prudente conmigo, por favor, decidme, ¿qué os gustaría construir?
—Creo que eso es obvio, una catedral.
—Claro, una catedral, lo imaginaba. —Y el monje sonrió—. Seguid así, Isidoro, Dios sabe recompensar
a sus fieles, creedme.
El cluniacense sonrió de nuevo y se marchó con lentitud, dejando al cantero con el rostro lleno de
dudas.
Esa misma noche, Isidoro acudió a una hoguera preparada por los habitantes de Loarre para celebrar
la llegada del buen tiempo. De entre todos los allí presentes, buscó a su amigo, sentado en una de las
zonas más alejadas del fuego.
Unos pastores del valle de Hecho bailaban alrededor de la hoguera, mientras un par de jóvenes
jaqueses tocaban los tambores. Todos parecían felices aquella noche.
—Hacía tiempo que no lo pasábamos tan bien —comentó Isidoro, que se acercó hasta Fortún con una
jarra bien llena.
—Sí, demasiado.
—Todos parecen felices hoy.
—Eso es bueno, ¿no? Porque por el tono en que lo dices, parece que no lo fuera.
—Sí, claro que lo es. Todos ríen y, sin embargo, aquí estamos los dos solos. Mientras la mayoría de los
hombres se acostarán luego con sus esposas.
—Al menos estamos vivos.
—A mí eso no me consuela. Mira, Fortún, tú conoces mucho sobre las estrellas, las piedras y los
edificios, pero permíteme que te diga que no sabes nada de la vida.
—Eso no es verdad, ¿tienes idea de todo por lo que he pasado? Nadie va a darme lecciones, nadie.
—Sí, claro que sí, yo mismo lo haré. Porque te aprecio y porque si de verdad supieras lo corta que es
nuestra existencia, no estarías perdiendo el tiempo conmigo esta noche, sino que estarías besando a la
mujer que amas.
—¿Quién te ha dicho a ti que yo amo a alguien?
—¿Ves como no sabes nada? Todos queremos a una mujer, otra cosa bien distinta es que tengamos la
suerte de poder estar con ella. Hazte el mayor favor de tu vida y vete a hablar con ella, no malgastes más
el tiempo.
—Por Dios, Isidoro, pareces un cura dando consejos.
—A mí no me queda bien el hábito, ni eso del ayuno, los votos y la abstinencia. —Y soltó una carcajada
—. Hazme caso, Fortún, vive la vida.
—No es tan fácil.
—Seguro que no, pero ve a verla.
—¡Maldito seas! —Fortún posó sus manos en los hombros del cantero, sonrió y le dejó allí solo.
Isidoro observó cómo se marchaba.
—Qué sencillo es dar consejos, qué complicado aplicarlos a uno mismo —susurró—. Ojalá yo también
tuviera el suficiente valor.
Al día siguiente, Fortún no estaba centrado en la construcción. No dejaba de mirar el sol, esperando
que se acercara a occidente lo antes posible, pero por mucho que lo empujaba con la mirada, el astro
avanzaba lento por el cielo. Finalmente, llegó la puesta tan ansiada, y con ella no dudó en bajar a la aldea.
No se detuvo con nadie, sabía bien a quién buscaba. Aun así, no la encontró. Esperó a que todos se
retiraran a descansar y, por último, remontó de nuevo al castillo, avanzando hasta el templo castrense, y
llamó dos veces antes de entrar. Allí estaba el sacerdote orando de rodillas frente al altar.
—¿Te puedo ayudar? —preguntó el religioso.
—Busco a Eneca.
—¿Y estás seguro de que quieres encontrarla?
—Sí —afirmó.
—Bueno —el cura escrutó a su interlocutor—, supongo que a tu edad ya se sabe lo que uno quiere, o
al menos así debería ser —añadió en el último momento.
—¿Dónde está?
—Fortún, no corras, estás en suelo sagrado, ten la decencia de respetarlo.
—No he venido a rezar, solo quiero hablar con ella, no temáis.
—Eneca no es una mujer cualquiera, supongo que eso lo tienes claro. Y no es como esa arquera a la
que tanto te gustaba perseguir cuando eras joven.
—Ava no tiene nada que ver en esto.
—¿Seguro? ¿Y entonces por qué me cuesta tanto creerlo?
Fortún no respondió, su mirada se clavó en los apagados párpados del sacerdote. Repasó sus
fracciones, aunque se había acostumbrado a ellas, no dejaban de ser angulosas e irregulares, como una
escultura de piedra mal tallada.
—Fortún, yo preferiría que Eneca no hubiera regresado a Loarre, está más segura en las montañas.
Pero es muy cabezota, siempre lo ha sido.
—¿Por qué ha vuelto?
—¿Y por qué lo has hecho tú?
—Por el castillo, por mi padre.
—Ya, a menudo no nos damos cuenta de lo insignificantes que somos. Creemos que actuamos a
nuestra voluntad, pero todo tiene un sentido en la vida. Si Nuestro Señor te ha traído de vuelta, será por
una poderosa razón, tenlo en mente. —El religioso le mantuvo la mirada, ninguno se movió. A veces entre
dos hombres los gestos cuentan más que interminables conversaciones—. En el último piso de la torre
principal. Le gusta ir a ver las estrellas antes de dormir.
Fortún sonrió y dejó la iglesia. Ascendió hasta lo más alto de la fortificación, subió las escaleras de
madera y, en efecto, allí, descubrió la silueta de Eneca recostada sobre uno de los vanos geminados.
Ella se levantó nada más verle.
Le brillaban los ojos. Era un destello inusual, como si una estrella estuviera dentro de ellos. Fortún
supo que era el momento de armarse de valor y jugarse su suerte en un movimiento.
Fue hacia ella.
Eneca no le esperaba, o quizá sí y solo estaba buscando una manera de engañarse a sí misma. Sea
como fuera, recibió el primer beso con expectación.
Y el segundo.
El tercero fue más prolongado, más intenso, mejor, y a ese le siguieron muchos otros, y los labios de
Fortún recorrieron su cuello, bajaron por su pecho y volvieron a su boca.
—Espera —Eneca se separó de él—, ¿qué es lo que quieres de mí?
—Velar por ti.
—¿Velar? —Eneca soltó una carcajada.
—Cuidar de ti.
—Eso me gusta más —esta vez sonrió de forma más pausada—, ¿por qué quieres hacer tal cosa? No es
normal que te presentes así de impetuoso, ¿no crees?
—¿Necesitas muchas razones?
—Solo una, pero eso sí —y arqueó sus cejas—, que sea la correcta.
—Tengo tantas para querer hacerlo, como profundos son tus ojos negros. Porque quiero cuidarte, para
no verlos nunca llorar.
—¿Dónde has aprendido a decir esas cosas? —preguntó sorprendida.
—He viajado mucho... y, aun así, no he conocido a nadie como tú, Eneca.
—¿Y por qué has vuelto? —insistió, zafándose de los halagos.
—Para terminar el castillo, ya lo sabes. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?
—No lo sé... este lugar es especial, hay algo en él que amarra mi corazón. ¿Crees en el destino?
—Supongo.
—Yo estoy convencida de su existencia —susurró despacio, para que las palabras llegaran lentamente
a Fortún, como una caricia—. Has prometido no hacerme llorar, ¿podrás cumplir una promesa como esa?
—Sí, yo lloraré por ti hasta que se me sequen los ojos.
—Entonces yo los volveré a llenar.
Levantó la cabeza en busca de su boca y todo lo demás que tenían que decirse, lo hicieron con el
contacto de sus labios.
A la mañana siguiente, Fortún estuvo desconcentrado y errático, más de uno se dio cuenta de ello, y lo
achacó a un mal día del maestro de obras. Nadie imaginó la realidad. Aquel día era el mejor de su vida, su
actitud no tenía nada que ver con el trabajo, con Loarre, ni siquiera con el cluniacense o el rey. No, lo que
intranquilizaba su corazón tenía nombre de mujer.
Al terminar la tarde, fue al río, donde sabía que Eneca le esperaba. Fue el primero de sus encuentros
furtivos, que se prolongaron durante varias semanas. A Eneca le brillaban los ojos al verlo emerger del
bosque y aquellos apasionados ratos se convirtieron en lo mejor del día, casi en lo único que pensaban y
poco a poco, fueron cayendo uno en el otro, y ya no solo se veían de tarde, sino que dormían juntos,
todavía en secreto.
—Fortún, creo que ya ha llegado la hora de que todos sepan lo que estamos haciendo.
—¿Todos? ¿Por qué dices eso?
—No podemos seguir así.
—¿Por qué no? —Fortún cogió su mano, pero ella la rechazó.
—No te estás escuchando, si no, te darías cuenta de lo que estás diciendo... —su rostro se tiñó de
enfado—, puede que me haya equivocado, que nos hayamos confundido los dos, si de verdad crees que...
—Eneca, espera —pronunció de forma solemne.
Ella quedó en silencio, Fortún se asomó a lo profundo de sus ojos negros, tomó aire y antes de
pronunciar lo que iba a decir pensó en su padre y, aunque no recordaba su aspecto, también imaginó
cómo sería su madre, con ellos en la mente habló con franqueza.
—Te aseguro que nunca he tenido nada más claro en mi vida. Eneca, ¿quieres ser mi mujer?
La joven no respondió al instante, fue el silencio más largo de la vida de Fortún, como si toda su vida
se concentrara en ese instante mudo. Y entonces se asustó, le aterraba una negativa pero también una
afirmación, le dio miedo todo lo que iba a perder fuera cual fuese la respuesta, y pensó en volver atrás, en
retroceder un paso, como si eso fuera suficiente para volver a un instante antes. Pero no, hay caminos que
no tienen marcha atrás, palabras que pesan tanto que no se las lleva ni el paso del tiempo.
—Sí —contestó Eneca.
A esa misma hora, el día posterior a comprometerse, Fortún todavía no se lo había contado a nadie.
Desde lo alto de la torre albarrana, se asomó para mirar al horizonte. La mitad de su cuerpo estaba fuera
de los muros. Podía sentir el aire en su rostro y la sensación de peligro era tan evidente como placentera.
«¿Y si saltara ahora?», se preguntó.
Después miró a lo lejos la plaza de Bolea y pensó que aquel día era tan bueno como cualquier otro
para que los sarracenos atacasen Loarre. Quizá si lo hicieran una flecha atravesaría su pecho y nunca
llegaría a casarse con Eneca. Una flecha.
Volvió la mirada abajo, atraído por el ajetreo que había cerca de la ermita. Estiró la cabeza para ver
de qué se trataba, pero el tumulto era bastante bullicioso. Hasta que de repente, se abrió un claro.
Y en medio del mismo vio una brillante cabellera rojiza.
39
Loarre. Verano del año 1049
Fortún corrió lo más rápido que pudo hasta la ermita. Llegó hasta la arquera, que lo observaba con esa
indiferencia que tan solo ella podía mostrar.
—Ava.
—Así que eres tú el responsable de todo esto, ver para creer.
La observó como si fuera un fantasma. Estaba distinta, sus habituales botas altas habían sido
sustituidas por otras de caña ancha y cerrada, con una abertura desde el empeine. Iba envuelta en su
capa, una tela de lana forrada por piel de nutria, de tres cuartos de círculo de paño de lana, con
sujeciones en el pecho que le cubría los dos hombros. Aquella prenda le daba un aire de distinción, no era
habitual verla con gente que no fuera noble. Pero todo en Ava era diferente, también su forma de moverse
o de hablar, incluso de mirarte. Él no recordaba haberla visto nunca ataviada como las demás mujeres,
sino con ropas más propias de un jinete o un caballero.
Ahora había reaparecido con toda una franja oscura pintada a la altura de los ojos, lo que resaltaba
todavía más su color. Sobre su hombro derecho, un enorme arco, y agarrada a su cintura, una aljaba con
flechas.
Tardó en responder, como si estuviera saboreando las palabras que llegarían hasta los oídos de la
arquera. Estaba delante de él, y aun así le costaba creer que fuera de carne y hueso. En su larga e
interminable ausencia, había noches en las que Fortún se había preguntado si la habría idealizado, si la
belleza salvaje que creía recordar solo era fruto de su imaginación.
—Pensé que no volverías. ¿Por qué lo has hecho?
—Tuve que irme.
—Todos se marcharon, la cuestión es: ¿por qué has vuelto?
—Se avecinan nuevos tiempos, el castillo debe ser terminado.
—Durante mucho tiempo ha sido un montón de ruinas, ni a los infieles les interesaba. No se han
molestado ni en tomarlo, no basta con repararlo, habría que reforzarlo en todos sus flancos o no resistirá
un asedio.
—Así será.
—¿Sí? ¿Quién va a hacerlo? —Entonces Ava miró a Fortún de los pies a la cabeza, y soltó una
carcajada—. ¿Tú? ¿Tú pretendes reconstruir la fortaleza?
—¿Conoces a alguien mejor?
—Me temo que no, pero eso no es ninguna buena noticia. ¿Tan desesperado está nuestro nuevo rey?
Porque he escuchado que ahora somos un reino.
—Has oído bien. —Fortún pensó lo que iba a decir—. Ava, necesito tu ayuda.
—¿Y por qué iba a dártela?
—¿A qué has venido, si no? —replicó, arqueando las cejas.
—Sabía que volverías. —Ava sonrió.
—Tú siempre confiaste en mí.
—Ya. —Permaneció un tiempo en silencio, observando bien el aspecto de Fortún, cómo había ganado
en corpulencia, cómo la barba le cubría las mejillas y tenías las manos agrietadas de trabajar—. No
pareces el mismo.
—Y no lo soy. Tengo que hablarte de algo importante.
—Vaya, sí que lo parece por tu tono de voz. ¿Y bien? ¿Qué es eso que tienes que decirme?
—Voy a casarme con Eneca.
Esta vez el silencio de Ava fue diferente, no medía los tiempos, no controlaba la pausa, buscaba qué
decir, pero no lo encontraba. Fortún supo al instante que había desatado una avalancha.
—Valiente bufón, me cuentas semejante tontería, como si a mí me importara algo —afirmó entre
signos de desprecio.
—Ava, lo nuestro podría haber sido diferente...
—¡Basta! Aléjate de aquí de inmediato o haré blanco con tu fea cara, ¿entendido?
Fortún asintió y se marchó, sabía que era lo mejor, sabía que no podía hacer nada. En el fondo, a eso
había ido, a alejarse definitivamente de Ava.
La noticia revolucionó toda la vida del lugar: el maestro de obras se desposaba con la misteriosa
curandera. Hubo quien aseguró que todo había sido cosa de ella, que había logrado engatusarle con
alguno de sus brebajes, pero la mayoría se alegró. Fueron casados por el cura en el templo castrense, en
una sencilla ceremonia, pues Eneca no estaba dispuesta a una larga liturgia. Fue solo un formalismo y, en
cuanto pudieron, escaparon de Loarre al bosque.
—¿Adónde me llevas?
—Sssh, no seas impaciente, ya lo verás —respondió ella entre risas, mientras tiraba de la mano de
Fortún.
Avanzaron y la noche les cayó encima como una losa de penumbra, pero aquello no iba a detener a
Eneca. Es más, era en la oscuridad donde se sentía más libre, y continuó guiando a su esposo por la
montaña, hasta que este perdió toda noción de dónde estaba y con ella la esperanza de adivinar adónde
iban.
No era para menos.
Eneca se detuvo frente a un abrigo excavado en la roca.
Sonrió.
Juntos entraron, cogidos de la mano, pero una vez dentro, ella se soltó y fue a un extremo, tomó un
par de piedras y se agachó. Comenzó a chocarlas sobre algo que parecía preparado anteriormente, y al
poco prendió una llama, que fue creciendo y con ella, Eneca fue encendiendo diferentes antorchas y velas.
La cueva se iluminó como un cielo estrellado.
—Ven.
Él la siguió hasta el fondo, sobre el suelo había un jergón limpio y grande, cubierto con una fina tela
de lino.
—Fortún, esta noche vamos a conocer las estrellas juntos.
Y al tumbarse junto a ella miró al techo y descubrió que la oquedad tenía un gran hueco libre por el
que se veía el cielo, y sobre él, las cúpulas celestes.
—Estrellas sobre mí, alrededor de mí... —y miró los ojos de Eneca—, y dentro de mí.
Fue la primera de muchas noches de amor, y la pasión provocó que Eneca pronto quedara
embarazada y Fortún comenzara a ver la vida de otra forma. Ya no era solo él, ni siquiera eran dos, ahora
iban a ser una familia. Fortún prosiguió dirigiendo los trabajos hasta después del verano y bien entrado el
otoño. Pero el frío llegó de manera inusual aquel año, el invierno se adelantó tanto que cogió
desprevenidos a hombres, animales y árboles. Estos últimos sufrieron terribles heladas que acababan con
ellos, los animales se refugiaron o emigraron por falta de alimento, y los hombres... los hombres se
escondieron en sus casas, con poca leña y menos comida.
El invierno iba a ser largo y duro.
Con el paso de las semanas todo escaseaba en Loarre, hasta la risa de la que hablaba Isidoro pareció
quedarse congelada en la aldea. Y sin víveres, los que más sufrieron la escasez fueron los niños. Los
padres les daban las mayores raciones, pero aun así eran insuficientes para ellos, muchos enfermaban,
otros estaban tan débiles que no podían ni levantarse. Todo empeoró, hasta el propio tiempo, pues el frío
lejos de remitir, aumentó.
Una noche de enero Loarre fue asolado por una nevada como nadie recordaba. Del cielo caían copos
tan espesos que no dejaban ver a escasos pasos, en pocos instantes, la nieve lo cubrió todo.
—¡Fortún! —Eneca se despertó entre sudores y aspavientos—. ¡Fortún!
—Sí, estoy aquí, cariño. No te preocupes, no pasa nada, es una pesadilla.
—Va a ocurrir.
—¿Qué va a ocurrir?
—Lo he visto, ¡lo he visto!
—Eneca, ¡por Dios! Tranquila, debes tranquilizarte, estás embarazada.
Su rostro enmudeció y se llenó de lágrimas.
—Va a ser hoy.
—¿Qué dices? ¿Qué va a ser hoy? —preguntó Fortún desesperado.
—Cuando perdamos a nuestro hijo.
Fortún enmudeció.
Eneca no estaba mintiendo, ni deliraba, ni exageraba, no.
Eneca había visto en sus sueños lo que iba a suceder.
El aborto la dejó muy débil. Por suerte el invierno se retiró y la primavera trajo consigo el alimento y
buen tiempo, y Eneca fue poco a poco recuperándose, tanto de cuerpo como de mente. Fue Fortún quien
siguió afectado por más tiempo. La pérdida del que hubiera sido su primer hijo no solo le sumió en la
tristeza, sino también en la realidad.
Cuando se sintió con fuerzas, Eneca salió muy de mañana sola al bosque y caminó por el abrupto
terreno y varias veces tuvo que descansar para tomar fuerzas. Tras un duro viaje, llegó al betilo, subió a la
roca y observó la columna sagrada.
En aquella soledad, recordó años atrás cuando fue allí para no tener el hijo que llevaba en su interior.
Había pasado mucho tiempo, ahora también había perdido la semilla que crecía dentro de ella, pero nada
tenía que ver con aquel oscuro recuerdo, o quizá sí, pensó ella. Quizás uno era consecuencia del otro, le
temblaron las manos al pensar que era posible que aquel aborto hubiera dejado secuelas en su interior. Y
entonces el rostro de Javierre vino a su mente y sintió un odio grotesco, animal. Se arrodilló con las
palmas de las manos sobre la fría roca y le maldijo.
40
Loarre. Enero del año 1050
Muy de mañana, la bruma coronó Loarre. Un sobrecogedor silencio reinaba en el emplazamiento del
castillo, solo enturbiado por los ladridos de Tasio. A buen seguro que aquel gato blanco, que parecía la
reencarnación de Poniente, le rondaba para hacerle rabiar. Aquel felino era clavado en todo a él, igual de
malo y de listo. Y tan hábil para cazar a los roedores que se acercaban a los campos de cultivo, como para
aparecer dentro de las casas en busca de un buen trozo de carne, o en las cuadras entre caballos, gallinas
y conejos. El gato había encontrado en el mastín un blanco para sus maldades.
Las cuadrillas de picapedreros, carpinteros y curtidores llenaban de vida la aldea. También los
comerciantes, los artesanos y los practicantes de otros oficios menos recomendables, que siempre
aparecen allí donde huelen la posibilidad de hacer negocio.
—Todavía necesitamos más gente —comentó Isidoro mientras ladeaba la cabeza hacia un lado—,
sobre todo si quieres hacer los cambios en el proyecto original.
—Sabes que sí, son necesarios.
—Y ambiciosos —puntualizó el cantero.
—He visto construcciones en Toulouse y Lyon que dejarían sin habla al lombardo si aún estuviera con
vida. He podido presenciar cómo elevan los muros más allá de lo imaginable: todo eso lo haremos aquí.
—Tu maestro lombardo construía con sillarejo, estaba limitado por esa técnica. En cambio, tú lo harás
con sillería. Con los sillares que yo te tallaré, eso no lo olvides. Yo tallo la piedra, tú los colocas. Mis
sillares son la clave del castillo.
—Te equivocas.
—¿De verdad? —Arqueó las cejas y sonrió—. ¿Estás seguro, amigo?
—Desde luego, no es la piedra la esencia de una construcción. El sol es la clave de todo, también de
un castillo.
—¿El sol? —Isidoro casi se atragantó él solo—. ¿Qué has desayunado esta mañana?
—Sin él, nuestros sueños serían solo eso, ensoñaciones. —Levantó la vista.
—Bromeas.
—Mira al cielo.
—¿Para qué?
—Las estrellas —dijo Fortún, que ese día llevaba la saya más ajustada que tenía, con los puños
plisados y cerrada bajo el pellizón
—Fortún, es de día, solo se ven nubes bajas.
—Sí, pero las estrellas están ahí.
—¿Y? —Isidoro no salía de su asombro.
—¿Sabes que la esfera donde se encuentran fijas está dividida en doce partes iguales? Junto con los
astros y constelaciones, giran en torno a la Tierra y al mar y completan su periplo según la figura esférica
del cielo. A veces visibles y a veces invisibles, según cada estación —explicó con entusiasmo—. Seis giran
en el cielo por encima de la Tierra y los otros seis recorren su camino bajo la Tierra, cuya sombra los
oculta.
—Por tanto, siempre hay seis signos que completan su órbita.
—Así es, cuando una parte del último signo se oculta bajo la Tierra, desde las sombras de la parte
contraria emerge hacia regiones visibles. Es una misma fuerza impulsiva la que determina, desde los dos
lados a la vez, que una parte se eleve y la otra se oculte.
—¿Qué tiene que ver eso con la construcción de un castillo?
—Los doce signos ocupan cada uno una duodécima parte del cielo, completan su curso desde el este
hacia el oeste de una manera continua y, como ascendiendo por medio de escalones, se mueven en sentido
contrario la Luna, Mercurio, Venus y el mismo Sol; Marte, Júpiter y Saturno se trasladan de oeste a este
en el firmamento, recorriendo cada uno órbitas de diferente longitud.
—Pero me decías que la clave es el Sol.
—En efecto, porque el Sol recorre el espacio de un signo en un mes; al recorrer los doce signos en
doce meses, cuando regresa de nuevo al signo de donde partió, completa el espacio de un año corriente.
En cambio, Mercurio y Venus sufren retrocesos, retrasos e incluso paradas en sus recorridos.
—Eso no puede ser cierto.
—Y, sin embargo, lo es —afirmó Fortún—; por ejemplo, Venus va siguiendo el curso del Sol y poco
después de su ocaso aparece brillante en el cielo, por ello se la llama «la estrella del atardecer»; por el
contrario, en otras épocas precede al Sol y aparece antes del amanecer, por lo que se denomina «la
estrella del amanecer». Hay veces que Mercurio y Venus se detienen varios días en un signo y otras veces,
rápidamente pasan al siguiente.
—Sigo sin entender qué tiene que ver con el castillo.
—Debes conocer los signos para determinar cuándo hacer unos trabajos u otros —caviló.
—Eso es paganismo.
—No, eso es sabiduría. Igual que el campesino debe conocer las estaciones.
—Amigo, ¿dónde has aprendido todo eso?
—Solo hay un loco que pudiera inculcarle esas historias en la cabeza —afirmó una voz femenina a su
espalda.
Fortún se volvió y se quedó mudo.
—No ha pasado un día desde que me fuera en el que no haya pensado en volver. Ese castillo, esas
piedras no sé qué clase de magia las rodea, pero se me aparecen en sueños.
—Cuidado con los sueños, pueden hacerse realidad —susurró Ava.
—No siempre.
—Te has casado —pronunció de una manera que las palabras salieron de su boca pesadas—, supongo
que sería uno de tus sueños, ¿no?
—Sí.
—A veces hay que saber esperar, y no disparar a la primera liebre que aparece, pues detrás puede
venir una más grande.
—Yo no soy buen cazador.
—De eso no hay duda.
—Ava, volví a Loarre hace ya más de tres...
—Fortún, no sigas, me da exactamente igual cuándo viniste o dejaste de venir. Estoy aquí para
defender estos muros, yo haré bien mi trabajo, espero que tú hagas el tuyo. Te estaré vigilando —le
advirtió, y se marchó.
—¿Esa es la Ava de la que me hablabas?
—¿Tú qué crees? —miró a su amigo—, ¿por qué se va así?
—A mí no me preguntes, yo solo sé que hay que estar loco para dejar escapar a una mujer así. Y ten
cuidado.
—¿Cuidado?
—Sí, mucho cuidado —recalcó Isidoro—. Ahora dudo de si hemos venido para construir un castillo o
por otra razón más peligrosa.
—Eneca es mi mujer, hemos estado a punto de tener un hijo.
—Más a mi favor, ten cuidado.
Se avanzó en la reconstrucción de muros y torres del castillo. Se empezaron a levantar los andamios,
que tan malos recuerdos traían, y se comenzaron a tallar los bloques de piedra, en su mayor parte
arenisca. Isidoro demostraba una destreza fuera de lo común y el resto de canteros llegados de otros
rincones de los Pirineos no salían de su asombro. Por mucho que intentaban seguirle, tenían que claudicar
ante el picapedrero.
No obstante, no fue Isidoro el que más llamó la atención en Loarre, sino un hombretón que llegó
entrado el siguiente invierno y que dijo provenir del valle de Baztán. Una auténtica montaña de carne que
llevaba un cinturón de cuero con al menos diez cuchillos alojados en él. Pronto corrió la voz y comenzaron
a llamarle el Cuchillos, aunque su verdadero nombre era Galindo. El nuevo habitante de Loarre era parco
en palabras y generoso en gruñidos, tanto que había gente que bromeaba contando que no le había oído
hablar desde su llegada. En cambio, cuando se envalentonaba, todo el mundo lo sabía, pues sus voces y
gritos recorrían todos los rincones del poblado, llegando hasta lo más alto de las tres torres del castillo.
Galindo contaba con una fuerza descomunal. No tenía que envidiarle nada a un mulo tirando del
carro. Tenía los pies más grandes que se habían visto por aquellas tierras, y medía tanto, que asustaba
pensar cuánto podría digerir ese enorme estómago. Sin embargo, nada de eso era lo que más sobresalía
en él. Porque por fuerte que fuera, lo que más sorprendía era su habilidad lanzando cuchillos. Era capaz
de acertar a un blanco a más de cincuenta pies de distancia, y no solo eso. Las gentes le colocaban objetos
diminutos para que fallara, pero él no erraba. Tal era su precisión, que en una ocasión fue capaz de lanzar
uno de ellos a treinta pies y que diera con exactitud en la manzana que estaba mordiendo un viejo con sus
cuatro dientes.
El Cuchillos llevaba siempre un buen pellizón de piel de armiño y conejo con margomaduras
desgastadas en el cuello. No hablaba casi, pero sí reía. Tenía una risa exagerada, como todo en él. Tan
sonora que asustaba a los animales y a los niños; tan aguda, que hacía daño en los oídos si se escuchaba
demasiado cerca.
Y hubo alguien en Loarre a quien le llamó especialmente la atención el personaje.
—Gigantón, dicen por ahí que eres un cobarde y que por eso lanzas los cuchillos desde tan lejos. Que
no te atreves a luchar mano a mano con un hombre. —Por supuesto solo había una persona en todo Loarre
que se atreviera a hablarle así: Ava.
—Y tú no lo eres, mandril. Así que no tengo nada que hablar contigo.
—Luego tampoco te atreves a luchar conmigo. Las leyendas siempre cuentan que los gigantes eran
unos cobardes, pero tanto como para no luchar con una mujer...
—¿Has osado llamarme cobarde? ¡Tú! —musitó enojado—. Una simple mujerzuela.
—Que seguro puede vencerte sin problemas, ¿qué tal si dejamos claro quién tiene la mejor puntería
de Loarre? —insinuó Ava.
—Elige un blanco a cincuenta pies.
—Yo misma. —Se alejó contando los pasos hasta pararse frente a una de las cabañas—. Veamos hasta
dónde eres capaz de disparar tus cuchillos. El primero que haga sangre, ese vencerá.
—¡Estás loca!
—Todos lo estamos en este lugar, de lo contrario nunca habríamos venido. ¡Vamos! No tengo todo el
día, gigante.
Galindo se enervó tanto que le costó contener su rabia. Cuando lo logró, cogió uno de los cuchillos de
su cinturón, llevó su brazo derecho todo lo atrás que pudo de su espalda y dio un paso adelante para
impulsarse y lanzarlo con precisión hasta que se clavó a un palmo del muslo de Ava.
—¿Ya está? ¿No sabes hacer nada mejor?
El lanzador suspiró, volvió a repetir el movimiento y el segundo cuchillo voló y terminó incrustado a
un par de dedos de la mejilla de la arquera.
—Seguro que puedes acercarte más. Recuerda que si me matas, pierdes.
El gigantón se enrabietó, bajó la mirada, volvió a levantarla y lanzó un nuevo cuchillo. Que fue directo
al cuello de Ava, que giró hacia uno de sus lados y evitó el filo, mientras que la punta del arma quedó
clavada en una de las vigas que soportaban el peso del tejado de la casa. Salvó la vida por muy poco.
Un murmullo recorrió el grupo que se había formado en torno a ellos.
—Ahora me toca a mí —dijo Ava, como si su vida no hubiera corrido peligro alguno.
La arquera tomó una de sus flechas, tensó el arco rápida y precisa. El proyectil salió directo a su
objetivo, rasgando la sien de Galindo y clavándose en el tronco de un árbol a su espalda. Una escueta
línea roja resbaló por la piel del gigante, que recuperó el pulso de su corazón cuando se percató de que
todavía seguía con vida. Sus latidos se mezclaron con los gritos entusiasmados de los pobladores de
Loarre, que comenzaron a vitorear a Ava.
Esta guardó su arco y caminó con la espalda recta hasta el hombretón, que la miraba con una mezcla
de pavor e incredulidad.
—Bueno, ahora que ya hemos dejado las cosas claras —alargó su mano—, podemos entendernos. —
Esperó a que se la estrechara—. Vamos, no tenemos todo el día. Hay un castillo que defender.
El trabajo en la muralla sentaba bien al ánimo de los hombres más acostumbrados y cansados de
trabajar tierras baldías y a guiar insignificantes rebaños por las montañas. En cambio, levantar una
construcción de esa envergadura y trascendencia era algo de lo que enorgullecerse, una hazaña que
contar a sus hijos, y estos a los suyos. El contacto directo con la piedra tallada, las estructuras de madera,
la fuerza de los muros que iban creciendo, los cadalsos, las máquinas para levantar peso, las diferentes
cuadrillas trabajando: picapedreros, carpinteros, herreros... Loarre parecía una ciudad en vez de una
pequeña aldea abandonada en la peligrosa frontera de un reducido y recién nacido reino.
Con el cerramiento del muro meridional, se decidió llevar a cabo una celebración. La llegada a la
fortaleza con un cargamento de vino enviado por el rey bien pudo ayudar en la toma de esa decisión. Sea
como fuere, aquella noche se asó carne y se bebió vino en la sala de reuniones que acababa de repararse.
Una pareja de curtidores de Biel y un campesino de Luesía tomaron unos tambores y animaron la
celebración. Se agradecía la música, hacía tiempo que aquellas montañas no la escuchaban. Una mujer
rolliza y de pelo rizado les acompañó y entonó una vieja canción.
Fortún permanecía sentado al lado de Eneca, pero su mente volaba lejos de allí. Escuchaba atento
aquella melodía y atravesó la sala de reuniones con su mirada, en busca de la melena pelirroja de Ava, de
sus ojos de mar dispuestos a clavarse como la mejor de sus flechas. Sin embargo, la arquera no se dejaba
ver esa noche. Parecía que era la única habitante de Loarre que estaba ausente.
El grandullón de Galindo era de los que más llamaban la atención, él solo estaba inmerso en devorar
un jabalí entero. Pero antes se había zampado ya unos buenos muslos de pollo porque, según decía, había
que entrenar al estómago para el plato principal.
El monje de Cluny permanecía en una esquina, parecía enojado y distante. Portaba un birrete
abocinado y, desde el centro de una de las mesas, escrutaba a todos los presentes con su perspicaz mirada
clerical. No muy lejos de él, se hallaba el sacerdote, que había perdido parte de la expresión siniestra que
tenía su rostro antaño, como si los años hubieran dulcificado sus facciones. El monje no dejaba de mirarle
y Fortún se percató de ello. Incómodo, se levantó de la mesa.
—¿Adónde vas? —inquirió Eneca.
Fortún señaló con la mirada al cluniacense y se encaminó hacia él, ante la cara de pocos amigos de su
mujer.
—¿No tenéis apetito? Por nada me perdonaría que un enviado de Cluny no estuviera a gusto entre
nosotros.
—No es la comida lo que me molesta esta noche.
—¿Acaso el vino?
—Constructor, no disimuléis conmigo. Esta forma de vivir que practicáis aquí... ¡es blasfema! Ternaria
es la casa del Señor, de la que erróneamente dicen sus enemigos que es una: aquí sobre la tierra unos
oran, los otros luchan y otros, los más, laboran. Estos tres son uno y no pueden ser divididos, de forma
que sobre el oficio de unos descansan las obras de los dos restantes y todos conceden su ayuda a todos.
—Amén. Pero... ¿no es acaso lo que hacemos en Loarre? En las obras del castillo todos colaboran,
sobre el esfuerzo de unos se cimenta el de los otros.
—No son los que laboran o luchan quienes mancillan el nombre del Señor en esta impía tierra, sino los
que oran.
—¿Cómo decís?
—Practicáis un rito ajeno a la Iglesia de Roma, vuestro sacerdote es consciente de ello y vos le
defendéis.
—Yo no entro en vuestras discusiones litúrgicas...
—¡Discusiones! —dijo, alzando tanto la voz que los presentes cesaron en sus conversaciones y
volvieron sus rostros hacia ellos—. No hay discusión alguna, creedme. —Se levantó y abandonó la
celebración ante la atenta mirada de todos.
Hubo un silencio tenso, hasta que el nuevo Poniente también apareció por sorpresa, se refrotó por los
pies de varios de los comensales y al llegar a Fortún soltó un bufido. Él intentó atraparle, pero aquel gato
era un martirio y le soltó un arañazo del que se libró por poco. La aparición de Poniente sirvió para que
todos volvieran a la fiesta y olvidaran el incidente con el fraile.
Fortún no perdió el tiempo con el gato, era una persona la que ocupaba sus pensamientos. Ava tenía
que estar allí. Rastreó de nuevo el lugar en busca de la arquera, del azul de sus ojos de mar, de su cola de
caballo rojiza. Pero lo que encontró fue la oscuridad de la mirada de Eneca. Disimuló y volvió la vista de
nuevo hacia la cantante, a la que todos acompañaban con palmas. Uno de los canteros que trabajaba con
Isidoro se levantó junto a otra mujer y comenzaron a bailar al compás de la canción. Le siguieron otras
dos parejas muy animadas, tras ellos algunos más acudieron al fervor del vino y los cánticos.
El maestro de obras regresó su mirada hacia Eneca, esta vez era ella quien prestaba su atención a los
danzantes. Solo el paso de una pareja de hombres con jarras de vino truncó su visión. Cuando se alejaron,
Eneca se levantó con una fuente de comida en las manos, les dijo algo a las mujeres que la acompañaban
en la mesa y se encaminó hacia Fortún.
Al llegar a su altura, levantó la vista y sus profundos ojos negros se clavaron como los de un peligroso
grifo y sintió una mirada ardiente que podían acabar con él si se lo proponía.
Nunca le habían mirado de esa manera, en toda su vida. Aun así, entendió lo que significaba.
Eneca no se detuvo y continuó su camino. Al pasar al lado de él, se retiró el pelo de su hombro y este
rozó el rostro de Fortún. Fue como un azote de desprecio, como una advertencia.
No la siguió de inmediato, tenía los músculos de las piernas entumecidos por los nervios. Cuando por
fin se decidió, la sombra de su mujer se perdía tras una de las casas del pueblo.
Fue tras ella en silencio, por un momento creyó haberla perdido. Escuchó el chasquido de una rama y
se volvió a poner en camino. Hasta que vio su figura recortada por la luz de la luna.
Dio un paso en falso.
—¿Quién anda ahí?
Entonces un jinete irrumpió en la aldea. Ningún vigía había apercibido su llegada y ello alertó a
Fortún, que miró asustado a Eneca, que apareció a su lado.
—¿Qué sucede?
—No lo sé, espérame aquí. —Y fue hacia el recién llegado.
Era un mensajero y jadeaba exhausto por el viaje. Su jinete estaba agotado y le faltaba aire con que
llenar sus pulmones.
—Soy Fortún, maestro de obras de este castillo. ¿Quién os envía?
—El rey Ramiro.
—¡El rey! —repitió incrédulo—. ¿por qué? ¡Hablad por Dios!
—Sus hermanos... —le faltaba aire—. Sus hermanos han entablado batalla en la sierra de Atapuerca.
El rey de León y conde de Castilla ha derrotado a su hermano mayor y...
—¿Y qué? ¿Queréis hablar de una vez?
—García ha muerto, el rey de Pamplona ha fallecido en el campo de batalla.
Fortún comprendió rápido la gravedad de la noticia, observó la mirada de Eneca acercarse, ahora más
que nunca debía de terminarse el castillo.
41
Loarre. Finales de otoño del año 1050
El viento no amainaba, como si estuviera empeñado en derribar los muros del castillo. Pero no podía, la
torre exenta lucía con un nuevo cadalso, la principal había visto recuperada su galería de triple arco; su
gemela estaba todavía inconclusa, aunque el acceso era ya practicable. La que se asentaba en parte de la
iglesia, debido a su menor importancia era la que más retrasada iba, y la primera de todas, que estaba
situada en el primer recinto y tenía base de piedra caliza gris extraída por el lombardo en los inicios de la
construcción, había quedado en un segundo plano.
El incesante aire que agitaba todos los dominios de la fortificación pareció calmarse al aparecer Ava
por el camino de oriente. La arquera no venía sola, un grupo de unos treinta hombres y mujeres la
acompañaban. Vestían pieles de animales y llevaban el rostro pintado con tonos ocres y oscuros. Muchos
de los varones tenían el pelo de la cabeza cortado hasta la raíz y ellas, por el contrario, lo portaban largo y
cogido siempre en una larga cola de caballo. Estaban armados: arcos, cuchillos, hachas cortas de metal y
escudos circulares.
Fortún los observó contento. Eran fuertes y si los había entrenado Ava, serían duchos en el combate.
La arquera había cumplido: ahora tenían quién defendiera el castillo en caso de ataque. El grupo se
asentó en un extremo de la villa. Ava envió vigilantes a todas las atalayas naturales que rodeaban Loarre y
el resto quedó en la aldea, practicando con las armas.
—Venís bien armados —comentó Isidoro mientras contemplaba el desfile.
—Sí, llevo treinta flechas atadas en racimos de doce en mi carcaj —contestó Ava.
—Todas iguales.
—No, llevo algunas de puntas largas, especiales para caballería, el resto con puntas de doble filo para
infantes. Debemos estar preparados. Hasta hemos adiestrado a los críos, que tendrán que reponer las
flechas que vayamos disparando.
—¿Cómo es eso?
—Sí, las clavan en el suelo enfrente de los arqueros para dispararlas más rápido. También tenemos
puntas de flecha para atravesar las cotas de malla.
—¿Algún problema? —Fortún se acercó hasta ellos.
—Ninguno, no sabes cuánto te agradecemos que hayas venido, Ava —afirmó Isidoro.
—Ya encontraré la manera de que me recompenséis —dijo con descaro para provocar tanto a Fortún
como a su amigo.
Ava les dejó y continuó su ronda por los baluartes de Loarre.
—Fortún, yo que tú no la miraría de ese modo —advirtió Isidoro—. Estás casado y Eneca no es tonta,
se dará cuenta.
—Cuenta, ¿de qué?
—Ten cuidado, anda, vamos a ver cómo va el tajo del muro este.
La realidad era que el maestro de obras no podía evitar arder por dentro cada vez que veía a la
arquera. Era como un instinto animal el que le poseía. Mientras que con Eneca era todo más pausado,
más humano. Anhelaba sentir su respiración, sentir los pausados latidos de su corazón. En cambio, eran
los de su propio pecho los que oía cuando contemplaba a la arquera.
Isidoro tenía razón, Eneca se daría cuenta si no tenía mucho cuidado. Ava era hermosa, fuerte y
decidida, imponía sus órdenes frente a las de cualquier hombre. Eneca no era así, ella era más delicada,
más débil, sí; pero también más misteriosa, más sutil.
No podía seguir agitando su cabeza con aquellos pensamientos, así que se centró en lo que de verdad
era importante: la defensa de Loarre. Un castillo debía estar provisto de arqueros, ellos eran esenciales
para su defensa en caso de asalto. Parapetados tras los merlones y disparando por las almenas y saeteras.
Subidos en lo alto de las torres, lanzando sus dardos desde los cadalsos de madera. De su puntería,
destreza y rapidez dependía la fortificación para defenderse.
El viento solo dio tregua ese día porque al siguiente se desató todavía con mayor virulencia. En días
como aquel, Fortún recordaba siempre el mal genio del lombardo y su alergia a ese tipo de tiempo. No le
faltaba razón al viejo constructor porque con los años, Fortún fue descubriendo lo nefasto que era el
viento para las edificaciones.
Las obras tuvieron que detenerse por cuatro jornadas, el maldito aire no cesaba. Había arrancado
varios árboles y volado un par de tejados de las casas más endebles. Por suerte, los andamios resistían al
estar bien amarrados. También para Ava el viento era algo muy molesto. En aquellas circunstancias, si
Ava disparaba a favor del viento, sus flechas podían alcanzar distancias inimaginables, pero sin ninguna
precisión. Eso la enfurecía, no había nada que soportara peor que no poder controlar sus flechas, todas
ellas.
Los hombres poseen la tendencia a medir la importancia de las cosas por su tamaño. Lo hacen con la
caza, con las espadas y hasta con sus cuerpos. Ella sabía que las mujeres no cometían ese mismo error.
Cuando iban al mercado no se dejaban engañar por la cantidad de puerros o guisantes, sino que miraban
que no estuvieran maduros ni enfermos. No comían las piernas de cordero más grandes, sino las partes
más jugosas.
Quizás a los hombres les condicione la naturaleza de su mayor fuerza y envergadura; las mujeres
deben buscar siempre la inteligencia y otras artes más sutiles para doblegarles. No por eso ella
despreciaba el filo de una buena espada, aunque prefería sus afiladas flechas, más sutiles y precisas. Y no
necesitaba al viento para que las empujara. De hecho, Ava no quería la ayuda de nadie.
Desde la atalaya natural donde ella estaba, divisó a lo lejos a Fortún que discutía acerca de la torre
albarrana con Isidoro, quien llevaba un pellote de cuello circular, atado a la cintura con una correa de
cuero con una hebilla de cobre, adornada con apliques de bronce. El pelo rapado a navaja hasta la nuca.
El cantero era un personaje de buena figura, con más elegancia que Fortún. Se notaba mayor cultura en
sus movimientos y en su forma de expresarse, estaba mejor instruido. En realidad eran muy distintos,
pero a la vez complementarios.
Ella supo siempre que Fortún no era como los otros hombres, estuvo convencida de ello desde que lo
vio cuando solo era un muchacho. Por eso lo esperó. Pero no, nunca se lo confesaría, su orgullo podía más
que su corazón.
Ava siempre tuvo la intuición de que Fortún volvería a aquel castillo, y cuando eso sucediera, ella
también regresaría. Al igual que cuando cazaba en el bosque, donde no solo tenía éxito por su puntería:
era tanto o más importante contar con paciencia y ella la poseía.
Lo que más le había atormentado todo este tiempo no era cuándo regresaría, lo que de verdad le
había angustiado era ignorar en qué se habría convertido, qué tipo de hombre sería ahora el muchacho
que marchó de Loarre tras enterrar a su padre. En eso no se había equivocado, Fortún había vuelto como
maestro de obras. El problema con él era otro bien distinto. El mayor inconveniente que nublaba su
horizonte tenía los ojos negros y llevaba por nombre Eneca, y ella tampoco era como el resto de mujeres.
Fortún tenía el mal del perfeccionismo, nada de lo que se construía le parecía lo suficientemente
bueno, así que lo repasaba una y mil veces. En ocasiones se le hacía de noche revisando sus planos en lo
alto de la torre, y más de una vez se había dormido sobre los pergaminos, como en esta ocasión, en la que
se quedó traspuesto entre ensoñaciones.
—¡Despierta!
—¿Qué ocurre? ¿Quién es? —Fortún se incorporó alarmado.
—Esto de despertarte ya es una vieja tradición.
—¡Ava!
Fortún abrió los ojos todo lo que pudo y la silueta de la arquera se dibujó ante él, como si de un sueño
se tratara. Parecía envuelta en una dulce bruma, como si él siguiera durmiendo y ella fuera una aparición.
Pero era real, lo supo en cuanto sintió el miedo propio del que se encuentra frente a una línea fronteriza y
debe decidir si da el paso decisivo, si cruza el río o permanece en la orilla.
—Ava, no es buena idea.
—No me gusta pensar las cosas, sino hacerlas. ¿Recuerdas? —Y se acercó hasta besarle en la boca.
—No, Ava, ya no. —dijo Fortún, apartándola suavemente—. Ya no somos unos críos, yo estoy casado.
—Fortún, yo nunca he sido una niña, eras tú el que debía crecer, no yo. —Le acarició la mejilla con sus
dedos—. Tu mujer te ha hechizado. Ten cuidado, Fortún, ella querrá cambiarte, yo no. —Ava dio media
vuelta y desapareció entre la misma bruma.
Fortún no pudo reaccionar, estaba paralizado, había dejado marcharse a la mujer con la que había
soñado desde niño. Pero no se arrepentía.
Si Eneca no hubiera llegado a Loarre, Fortún dormiría en su cama ahora. De eso estaba segura Ava,
como de que podía hacer que desapareciera la curandera sin que nadie se diera cuenta. Por ejemplo, una
de esas tardes en la que Eneca marchaba sola al bosque en busca de hierbas. No le sería difícil clavarle
una flecha al perro que la acompañaba y acabar luego con su vida. Llevar su cuerpo hasta donde los
buitres duermen y ofrecerles un manjar.
Sería tan fácil, sería tan propio de un... hombre.
Escuchó un silbido sobre el cielo y tensó el arco, la flecha voló hasta que un débil silbido fue llevado
por el viento y un vencejo cayó a varios pies de ella.
En la vida no solo hay que tener la astucia para vencer, sino también la audacia de realizarlo con
orgullo, de no tomar atajos. Ahora lo que debía hacer era ayudar a defender Loarre. Los musulmanes de
Bolea estarían nerviosos viendo las nuevas obras desde su castillo. No siempre iban a permanecer a la
defensiva, en cualquier momento el gobernador de la antigua Marca Extrema y el rey de la taifa de
Saraqusta podían enviar tropas para una razia de castigo.
Fortún había trazado los dibujos de una extraña máquina sobre uno de los nuevos pergaminos que
habían preparado los curtidores. A su lado estaba el sacerdote, con el libro del lombardo entre sus manos.
—Construiremos una ballesta que pondremos en lo alto de la torre exenta, tal y como explican en el
libro.
—Te fías demasiado de las palabras del romano que lo escribió. Roma no siempre tiene la razón, te lo
aseguro.
—Yo no me fío de nadie, sacerdote. Según leísteis el otro día, la referencia para la construcción de la
máquina debe ser siempre el tamaño real del peso de la piedra que deseamos lanzar.
—Eso dice el libro.
—Y tiene todo el sentido, ya que los agujeros que se abren en su armazón superior deben guardar
proporción con el tamaño del peso de la piedra. Según eso, para que la catapulta sea capaz de lanzar una
piedra de dos libras, tendrá en su armazón superior un orificio de cinco dedos; si pesa tres libras, será de
seis dedos; si es de seis libras, siete dedos.
—Si es de veinte libras, diez dedos.
—Eso es, y si es de cuarenta libras, diecisiete dedos.
—Por los agujeros se estiran las cuerdas de pelo de mujer o de nervio de animales —continuó Fortún
—, que ya han sido preparados.
El sacerdote siguió leyendo sobre el sistema de rodillos a Fortún, que intentaba visualizar todos los
datos. Después hicieron traer unos maderos de gran longitud, donde ordenó fijar unos apoyos en los que
se encajaron los rodillos. En la parte intermedia de los maderos los carpinteros realizaron unos cortes
marcando unas muescas, en las que se sujetó el armazón superior de la máquina, y fijó con unas cuñas,
con el fin de que no se moviera cuando se tensaran las cuerdas. Dentro del armazón superior se
incluyeron unas cajitas de bronce, donde se colocaron unas clavijas de hierro. A continuación, Fortún
siguió las explicaciones del libro y metió los cabos de las cuerdas por los agujeros del armazón superior,
los hizo pasar hasta la otra parte y los ató en los rodillos. Después, tensó las cuerdas por medio de unas
palancas y las pulsó con las manos emitiendo un mismo sonido. Para que no se aflojaran, las dejó
apretadas en los agujeros con la ayuda de unas cuñas. Pasándolas al otro lado, tensando, asimismo, los
rodillos con la ayuda de las palancas, hasta que emitieron también un mismo tono.
—Tienes buen oído —comentó el sacerdote.
Fortún sonrió y terminó de preparar la catapulta bloqueando las cuñas hasta que su sonido fue
correcto, en una perfecta consonancia. El religioso trajo el último de los maderos.
El sacerdote abrió la puerta de la iglesia, el fresco del interior era reconfortante. En el exterior la
temperatura era cada vez más alta y el hábito le hacía pasar mucho calor. Recorrió los escasos metros de
la nave y se postró frente al altar. Se santiguó y rezó en silencio frente al crucifijo. Después de terminar
sus oraciones diarias, se encomendó a san Demetrio. Para ello invocó sus reliquias. Cuánto le había
costado dar con ellas. Nunca perdió la fe en encontrarlas, pero en ocasiones tuvo miedo de fallar al Señor.
Las reliquias eran uno de los elementos más importantes de la Iglesia cristiana desde sus tiempos más
remotos. Conocidas eran las historias de la época en que Roma era todavía un imperio y se perseguía y
asesinaba a los cristianos. Los cuerpos de aquellos mártires eran los tesoros más preciados de la fe.
Cuando morían de forma salvaje en los anfiteatros y las arenas del Coliseo, los creyentes se lanzaban a la
arena para recuperarlos, a costa de exponer su propia vida. Incluso recogían la sangre derramada,
empapándola en paños: la sangre de los mártires la llamaban.
En los comienzos del cristianismo, no se concebía un altar si no era sobre el enterramiento de un
santo. Las primeras basílicas construidas después de las persecuciones fueron erigidas encima de las
criptas donde yacían los cuerpos de los mártires. El quinto concilio de Cartago decretó que no se
consagraría ninguna nueva iglesia que no tuviera una reliquia en su altar. Tal hecho complicó
sobremanera la edificación de nuevos templos y por ello empezó una nueva práctica: trocear los cuerpos
de los santos. Porque por pequeño que fuera el fragmento, mantenía su virtud y sus facultades milagrosas.
Por todo ello, había sido trascendental recuperar las de san Demetrio y protegerlas en el templo. San
Demetrio no era un santo cualquiera, había sido soldado y, por tanto, era un mártir guerrero. Y no solo
eso. En su tierra, Grecia, había salvado una iglesia de los asaltos armados de infieles eslavos y por ello se
encomendaban a él cuando eran asediados. Qué mejor santo para un castillo que san Demetrio.
Cuando todavía estaba orando, el nuevo Poniente le dio un susto al aparecer encima del altar.
—¡Maldito gato! —intentó atraparlo, pero Poniente era tan escurridizo como su antecesor y salió
corriendo hacia la puerta, donde apareció Eneca.
—Padre.
—Hija mía, qué alegría. Ven, reza conmigo.
La mujer se arrodilló junto al sacerdote y entonó una plegaria.
—Te noto preocupada, hija, ¿sucede algo?
—Sí —y le miró radiante—, es Fortún. Está distraído, abstraído...
—Es un hombre con una gran responsabilidad sobre sus hombros.
—Lo sé. Pero no es solo eso, no estoy segura de que me quiera solo a mí.
—¿Ava?
—Sí, sé que una parte de su corazón le pertenece a ella, pero no sé cuánta.
—Debes darle tiempo, poco a poco conquistarás lo que aún no te pertenece.
—¿Y si no lo consigo? ¿Y si esa parte de él siempre le va a pertenecer a ella?
—No precipitemos los acontecimientos. Las cosas no son siempre como creemos, cambian, se
transforman, tienen varios puntos de vista. Mira —y señaló la ventana que iluminaba el templo—, la luz.
Ella lo es casi todo, ella es Dios. Si la luz cambia, las sombras, el relieve y el color cambian con ella.
Dependiendo de ella vemos una cosa u otra, aun teniendo lo mismo delante. Deja que la luz ilumine a
Fortún y vea las cosas claras.
—Disculpadme —una voz interrumpió a la pareja—, tenemos un problema —anunció uno de los
aldeanos.
El sacerdote y Eneca se levantaron y lo acompañaron fuera de la iglesia. Subieron a la torre principal
del castillo, hasta la galería de arcos. Allí estaban reunidos Fortún, Galindo, Isidoro y Jean, el monje de
Cluny. Todos con gesto contrariado y miradas de preocupación.
—¿Qué hace ella aquí? —preguntó el cluniacense nada más ver a Eneca.
—Estaba conmigo en la iglesia.
—¿Confesándose?
—Rezando —respondió el sacerdote—. Eneca, espérame en el templo, puedes seguir orando tú sola.
La mujer comprendió que era mejor irse y dejar a los hombres solos. Fortún le guiñó un ojo para
saludarla y que se marchara tranquila. Los cinco varones se quedaron solos en la torre.
—Dos pastores afirman que ayer por la noche, en el bosque junto al río, oyeron relinchos de caballos
—explicó Galindo.
—¿Cuántos? —inquirió el monje.
—Dicen que eran muchos —intervino Fortún—. Afirman que tendrían que ser decenas a tenor del
ruido que procesaron.
—¿Los musulmanes? —El monje estaba pálido y empezó a sudar.
—Si eran ellos, ¿por qué no nos atacaron? —respondió Fortún—. No tiene sentido acercarse tanto y no
atacar. Es más lógico salir de Bolea y realizar una escaramuza rápida y volver antes de que podamos
reaccionar.
—¿Y si son sarracenos de Wasqa o Saraqusta? Entonces sí tendría sentido que hubieran establecido
un campamento —comentó Isidoro, que estaba con los brazos cruzados junto a uno de los arcos de la
galería.
—Nos habríamos dado cuenta, los vigías les habrían visto. Ahora tenemos muy vigilados los accesos
desde Ayerbe y Bolea —explicó Fortún que era el más intranquilo de los allí presentes.
—Existe otra posibilidad, ¿y si es el ejército fantasma?
—Galindo, ¿no lo dirás en serio? —se indigno Fortún.
—¿Por qué no? Son muchos los que aseguran haberlo oído.
—Pero nadie lo ha visto nunca —le recordó el maestro de obras.
—Eso es porque los que se acercan tanto como para verlo, son reclutados y pasan a formar parte de
sus huestes.
—¡Por Dios, Galindo! ¿De verdad crees en esos cuentos para asustar niños? —Fortún estalló—. Hay
muchas otras explicaciones más coherentes que un ejército fantasma.
—¿Cuáles? Hasta ahora no he escuchado ninguna. —Galindo arqueó las cejas.
—Lo que haremos será aumentar la guardia, tanto si son sarracenos, como fantasmas, debemos estar
atentos. ¿Qué sabemos de Marcuello? —inquirió el monje—. Hace mucho que no hay noticias, y todo esto
tiene que afectarle.
—Marcuello... —Galindo masticó las palabras—, desde que saben que tenemos las reliquias de san
Demetrio, han perdido a la mayoría de los trabajadores, están parados. Eso sí, cuentan con gran número
de hombres de armas a las órdenes de su señor, pero esos no levantan murallas.
El rumor de la presencia del ejército fantasma en los alrededores de Loarre, lejos de disiparse, creció
envenenando el ambiente. Las gentes dormían atemorizadas, los viajeros y comerciantes dejaron de
llegar, temerosos de que aquella hueste oscura les asaltara en el camino. Durante varias semanas, no se
habló de otro asunto en el castillo. El fin del verano no ayudó a apaciguar los ánimos, pues con la llegada
de las lluvias, por todos era sabido que las posibilidades de que aquellos renegados aparecieran eran más
altas. Así que empezó a generarse una psicosis que nadie podía controlar. El sacerdote no encontró mejor
solución que sacar las reliquias de san Demetrio en procesión, para ahuyentar a los malos espíritus. Con
ese motivo, se peregrinó hasta lo alto del pico más cercano a Loarre para, desde allí, rezar todos juntos e
invocar a Dios para que les liberase de aquella maldición que había enrarecido la convivencia de sus
fieles.
Aquello ayudó, pero no apaciguó los temores. Llegó el invierno, y el encerrarse en las casas solo sirvió
para rememorar más antiguas leyendas. Muchas de ellas relacionadas con monstruos y animales salvajes.
La gente dejaba volar su imaginación y las teorías más inverosímiles podían oírse en aquel tiempo. Incluso
hubo quien dijo ver osos merodeando cerca de Loarre. Eneca no se pronunciaba sobre ninguna. Ella creía
en las antiguas leyendas más que nadie, por eso mismo era prudente. Ella hablaba siempre en femenino
de ese animal, la osa, ya que era un animal que se comporta como la naturaleza: en invierno se refugiaba
bajo la nieve, donde tenía que permanecer dormida hasta las puertas de la primavera. Así que no era
posible que nadie divisara ninguna en aquella época del año. Por otro lado, la osa era el animal más
corpulento del bosque y el que tenía un comportamiento más semejante al de los hombres, ya que era
capaz de erguirse sobre las patas posteriores. Había una leyenda que aseguraba que, en realidad, era un
hombre maldito, castigado por Dios.
Eneca sabía diferenciar aquellas leyendas reales de aquellas otras que no eran más que cuentos para
niños y mayores. Una de las primeras mañanas del nuevo año salió de Loarre con la intención de
recolectar acederas, unas plantas de raíces gruesas que abundaban en prados y pastizales. No tuvo
mucha suerte y en su regreso al castillo, se entretuvo en sus alrededores, pues le gustaba conocer bien el
terreno cercano a Loarre. Así se adentró en una cueva a unos quinientos pasos del castillo. Había oído
hablar de aquella cueva a unas viejas de Loarre, las cuales aseguraban que había cosas extrañas en aquel
lugar y que era mejor no acercarse. En efecto, aquella cavidad poseía fama de haber sido usada como
lugar de enterramientos y por esa razón los lugareños no se acercaban a ella.
La encontró con facilidad. Sobre un barranco halló la pequeña cueva, poco más que un abrigo abierto
al mediodía y formado por los resquicios que grandes bloques de roca calcárea, una cavidad con
evidencias exteriores de haber sido utilizada por alguien. Eneca no se asustaba con facilidad, así que
decidió entrar. Era demasiado estrecha, buscó por las paredes, pero no halló pinturas. Fue en el suelo
donde se percató de que habría más suerte. Sacó un cuchillo que llevaba para cortar plantas y escarbó
con cuidado. No tardó en darse cuenta de que aquel era, en efecto, un lugar de enterramientos, a mitad
de camino entre lo mágico y lo religioso.
Buscó algo más, y casi a flor de suelo, topó con abundantes restos óseos humanos y algunos
elementos de ajuar. Había restos de varios cráneos y mandíbulas de hombres de diversas edades. Algunos
cráneos tenían sus suturas ya cerradas, por lo que se habían curado sus heridas en vida. Había traído una
pequeña criba consigo, con ayuda de esa herramientas halló muchos dientes humanos. Pero lo que más
llamó su atención fueron unas cuentas de collar. Las recogió y las colocó en un hilo de cuerda. Eran
pequeñas piedras talladas, el material le era desconocido y parecía emitir algún tipo de energía. Se quitó
la cruz que colgaba de su cuello, la misma que le entregó su madre cuando era niña y la enterró en aquel
lugar. A cambio, colgó de su cuello el collar recién confeccionado.
Después, salió de allí y regresó a Loarre.
43
Loarre. Noviembre del año 1052
Una luz dorada inundó el amanecer a la vez que el viento azotaba Loarre como un enfurecido enjambre
de abejas. Amenazaba con derribar las puertas y ventanas para entrar en las cabañas. Aquel día se habían
tenido que detener las obras y la mayoría de trabajadores esperaban sobre sus jergones a que el vendaval
amainara. Solo Isidoro parecía contento con aquel nefasto tiempo y, refugiado entre la muralla sur del
castillo, contemplaba el batir de las copas de las encinas y cómo el viento impulsaba las nubes hacia
oriente a enorme velocidad.
—¡Cómo sopla! Parece capaz de llevarse todos los problemas lejos de aquí, ¿verdad? —pronunció una
inesperada voz a su espalda.
—No es eso, monje —respondió el cantero—; nosotros somos como los árboles, por mucho que nos
golpeen, seguimos anclados a la tierra.
—Es posible, aunque por estos parajes de supersticiones paganas, los hay que temen al viento, la
lluvia y todo aquello que no pueden entender.
—Todos tenemos miedos.
—¿Cuáles son los vuestros, cantero?
—Los de un hombre cualquiera, en este momento lo que me preocupa es el futuro del reino.
—Al morir el rey García, cuentan que los navarros permanecieron en el campo de batalla toda la
noche, que en procesión llevaron el cuerpo inerte de su rey hasta Nájera, para ser enterrado en el
panteón real que él mismo había edificado.
—La muerte de un rey nunca es buena, para nadie.
—Al final, la realeza la componen los hombres y por eso también ellos serán juzgados por Dios. Un
buen rey debe ayudar a la Iglesia en su difícil tarea. Ramiro lo hace, por ello le apoyamos en su complejo
camino para edificar un nuevo reino.
—Ramiro es ambicioso.
—Y ha logrado coronarse rey.
—¿Ahora qué?
—No lo sé, el nuevo monarca de Pamplona será un niño. No creo que Ramiro tenga problemas para
negociar con él. Aunque tendrá que seguir rindiéndole vasallaje, me temo que el rey de Aragón siempre
tendrá su reino en entredicho, no es un hijo de pleno derecho del difunto rey Sancho el Mayor.
—Los bastardos también pueden gobernar, además, él nació antes del casamiento, nadie puede decir
que sea un bastardo.
—Eso ya lo sé, pero entre nobles y reyes las cosas son siempre difíciles, si no, cualquiera podría serlo.
—Creo que en esta ocasión os equivocáis, lo único que me altera es qué pasará cuando él muera, que
Dios quiera que sea dentro de muchos años.
—A mí lo que me preocupa es este castillo, la manera en que puede ayudar su construcción a nuestro
rey. No me apasionan en absoluto las habladurías de la corte. ¿Qué queréis, monje?
—Ayudaros.
—Soy cantero, ¿cómo puede un religioso como vos hacerlo?
—Nuestro oficio es parecido, vos trabajáis la piedra, le dais forma. Yo hago lo propio con el alma de
los hombres. Sin vuestras manos, la roca es deforme. Sin mis oraciones, el alma de los fieles está perdida.
Vos otorgáis vida a la piedra inerte, yo le doy sentido a la de la gente.
—Trabajar la piedra es una forma de comunicarme con Dios, son ellas las que formarán las iglesias y
perdurarán para siempre.
—Así es, Isidoro, por eso debéis ayudarme.
—¿Ayudaros? ¿En qué?
—Esta comunidad está infectada, muchos no son verdaderos cristianos.
—¿Paganos?
—Sí, paganos, supersticiosos, adoradores de falsos dioses y...
—¿Y qué? —inquirió sobresaltado el cantero.
—Brujas. Eneca es maligna, lo puedo ver en su mirada oscura. Con el pecado de su cuerpo, puede
corromper el alma de los hombres.
—¿Qué? ¿La mujer de Fortún? No puedo ayudaros, yo...
—Sí puedes, ¿crees en Jesucristo?
—Claro que sí, soy tan fiel a Él como podéis serlo vos.
—Isidoro, ignoro por qué ayudáis al hijo de un carpintero, creo que os habéis equivocado de aliado.
Vos podéis trabajar en obras mayores, una catedral, un palacio real, os he visto dar forma a la piedra.
Ayudadme y Dios os recompensará.
—¿Qué me estáis pidiendo exactamente?
—Ha llegado la hora de limpiar este lugar de falsos creyentes —dijo entre susurros.
—¡Qué barbaridad es esa! ¡No! Jamás participaré en tal maldad.
—¿Maldad? La he visto preparar ungüentos, la he visto caminar con lascivia... ¿Quién sois vos para
juzgar dónde habita el maligno? No oséis hablar del bien o el mal, no os corresponde, y el castigo puede
ser peor que la propia muerte. —El monje aterrorizó con sus palabras a Isidoro.
—Yo no puedo...
—Sí, confiad en mí. Solo hay dos obstáculos para que triunfe la verdadera fe en Loarre. Acabar con la
bruja y el sacerdote.
—¿El sacerdote? ¿Por qué? Él es un hombre de fe.
—Él trajo a la bruja a Loarre, él nos mantiene con el viejo rito. Roma no lo profesa, el Papa lo ha
condenado y urge a cambiar la liturgia en toda la Cristiandad. Estamos recibiendo mal la palabra de
Nuestro Señor. —Hizo una pausa cuando una ráfaga de viento agitó su abrigo entre la muralla—. San
Isidoro fue un hombre sabio, un padre de la Iglesia. Tres de sus hermanos fueron obispos y santos:
Leandro, Fulgencio y Florentina. Estoy convencido de que sois el elegido para esta importante misión.
—Lamento tener que...
—Escuchadme —y le cogió del antebrazo—, Fortún no está aquí por el rey, ni por el reino, ni por este
castillo. Si ha vuelto a Loarre es por la bruja, por esa mujer... y os utiliza, se aprovecha de vuestro ingenio,
de vuestro inmenso talento para trabajar la piedra.
—Cuidado, monje, es mi amigo.
—Es un egoísta —afirmó enérgico—, ¿sois consciente de lo que podríais edificar si vos trabajarais para
Cluny? No hablo de castillos, ni atalayas, ni iglesias en perdidos valles, os estoy hablando de catedrales.
—Eso es imposible.
—Trabajasteis en Jaca, sabéis lo que se va a construir en esa ciudad. Yo puedo lograr un puesto
importante para vos allí.
—¿Cómo sé que lo que decís es verdad?
—Soy un monje, me debo a Dios, jamás os mentiría —le susurró, envolviendo las palabras con una
sonrisa—, pensadlo bien, toda una catedral.
—¡Maldita sea! —A Isidoro le temblaban las manos—. De acuerdo, ¿qué debo hacer?
—Dentro de dos lunas, el señor de Marcuello llegará con sus hombres a través del río.
—¡Nos van a atacar unos cristianos!
—Él es el verdadero señor de estas tierras, su castillo ya estaría completado si no fuera por las
reliquias, y, además, él es un devoto cristiano, que entiende la necesidad de cambiar el arcaico rito de
estas tierras por el verdadero.
—Pero luchar entre nosotros es una aberración, Dios no lo entenderá.
—Os lo vuelvo a repetir, no habléis de Nuestro Señor, no sois quién para saber qué es lo que Él piensa,
dejad ese trabajo para nosotros, sus humildes siervos. —El monje alzó su vista al cielo—. A veces, el peor
enemigo está dentro de tu propia casa. ¿Vais a ayudar a Cristo a limpiar esta tierra de blasfemos?
—Me estáis pidiendo traicionar a mis amigos.
—No, os estoy suplicando servir a Nuestro Señor. Isidoro, comprendo vuestro pesar, lo entiendo,
incluso lo comparto, pero no puedo perdonarlo, pues en su increíble misericordia, Dios llegó a dar su vida
por todos nosotros, ¿a qué sacrificio nos podemos negar?
—Espero que tengáis razón. —Isidoro claudicó con un simple gesto de su mirada.
—Tened fe, Él nos guía. —El monje puso su fría mano sobre el rostro del cantero—. Un grupo de fieles
nos encargaremos de los vigías. Isidoro, vos deberéis mantener ocupado a Fortún y llegado el momento,
matar a la bruja. No debe ver la luz del nuevo día. —El monje vio el temor en los ojos del cantero—.
Escuchadme bien, cuando los falsos cristianos sean eliminados, seréis recompensado. Obtendréis el
puesto de maestro de cantería de la catedral de Jaca, esculpiréis los capiteles de su claustro.
—¿Yo en una catedral?
—Sí, podréis dar vida a la piedra y grabar vuestro nombre en ella para que Dios os reconozca cuando
llegue la hora.
El cantero quedó en silencio observando las nubes volar rápido hacia oriente, quizás él también se
encaminara ahora a un nuevo destino.
—Recordadlo, dentro de dos lunas, después de las horas completas. Cuando entren los hombres de
Marcuello, aprovechad para acabar con la vida de esa mujer. Si ella muere, todo mal acabará en Loarre, y
resurgirá la luz —afirmó el monje de Cluny antes de abrigarse bien y descender hacia el poblado, dejando
a Isidoro con sus pensamientos.
Se lavó las manos y el rostro en la alberca. La exigua luz de una vela iluminaba la estancia. Eneca
acariciaba el pelo de Fortún, que tumbado de espaldas sobre el jergón tenía la mirada perdida en las
alcamias del tejado de su cabaña.
—¿En qué piensas?
—En nada.
—Mentiroso. —Sonrió Eneca.
—En cosas mías.
—Quieres decir en cosas del castillo —ambos rieron—, cuéntamelo.
—En el agua, es decir, en el aprovisionamiento de agua. No hay pozos ni cursos caudalosos cercanos.
Debemos construir una segunda sala abovedada dentro del recinto, en la prolongación de la torre norte.
—Adosada a la que construyó el lombardo.
—Sí, he leído en sus libros cómo debe ser la mezcla de un mortero especial para que el agua
acumulada no escape por los muros del aljibe. Con buenas reservas podremos aguantar un largo asedio.
—¿Nos van a asediar?
—¿Es que acaso lo dudas? Lo extraño es que los musulmanes no lo hayan hecho ya. ¿A qué estarán
esperando?
—Aguardan el momento adecuado, no son tan impacientes como tú. —Y se rio.
—Yo soy muy paciente.
—Fortún, los hombres sois impetuosos, vuestra sangre se agita y os excitáis con facilidad, ¿o me lo vas
a negar?
—Es posible que seamos algo ansiosos.
—¿Algo, dices? —Pasó su mano por los muslos de Fortún, avanzando por ellos hacia su inicio, cuando
llegó encontró lo que esperaba—. ¿Ves qué poco te ha costado?
—Eso es diferente.
—Ya... Eso es lo que sois los hombres —dijo, quitando la mano de la entrepierna del maestro de obras.
—¿Vas a dejarme así?
—Sí, debes aprender a controlar tus impulsos, de lo contrario no te diferenciarás de un animal. ¿Qué
me estabas diciendo antes del agua y los sarracenos?
—En fin... —se resignó—. Te contaba que si yo estuviera en el lugar de los infieles no hubiera dejado
que mis enemigos levantaran ni una sola piedra de este castillo.
—Pero no lo estás —le susurró al oído, volviendo a jugar con él, para después dejarle de nuevo—, tú
piensas en tu aljibe de agua. Ellos, con toda seguridad, andarán discutiendo la mejor manera de derribar
tus altas torres.
—Tienes razón, ¿sabes? No quiero que nadie sepa que vamos a ampliar el aljibe.
—¿Por qué motivo?
—No estoy seguro, es una corazonada —confesó Fortún.
—¿Por si hay traidores entre nosotros?
—Siempre los hay.
—¿Quizá yo también sea una traidora? —le insinuó, acercándose.
—Tú eres algo mucho peor —y la agarró fuerte por las muñecas—, tú eres mi debilidad.
Eneca se revolvió y empujó a Fortún hasta lograr que rodara y ser ella quien estuviera sobre él.
—No soy la debilidad de nadie, yo.. —y acercó sus labios a la oreja del constructor—, yo soy tu
inspiración, la que habita en tus sueños, el agua que se cuela entre tus manos.
Fortún reaccionó girándose de nuevo, volviendo a estar encima de ella y agarrándola con más fuerza
de los brazos.
—No quiero que escapes, deseo que seas mía para siempre.
—Nada dura para siempre.
—Mi amor sí —afirmó Fortún de manera enérgica.
—Tu amor se marchitará, morirá y desaparecerá con el tiempo.
—No, no lo hará.
—Sí, claro que sí. —Eneca susurró las palabras que acariciaron el rostro de Fortún—. ¿Por qué piensas
en él para siempre si estás conmigo? Ahora, aquí. ¿A quién le importa lo que ocurra en la vejez, o dentro
de diez años, o mañana?
—Pero... pensaba que tú querías...
—No pienses tanto, ¿dices que me amas? Bien, demuéstramelo ahora. Ámame como si hoy fuera para
siempre. Eso es lo que yo quiero.
Fortún probó las palabras en los labios de la mujer, saboreó cada una de las letras y buscó más con su
lengua dentro de su boca. Lo hizo con deseo, con ansias de hallar algo más que escuchar. No halló más
frases allí, prosiguió por su cuello y solo encontró el aroma a lavanda. Abrió su saya y continuó su
búsqueda por unos pechos que sabían frescos, y a la vez, dulces. Y fisgó en ellos, como si fueran a decirle
lo que quería oír. Se hubiera quedado en ellos para siempre, pero sabía que debía continuar. Encontró una
sima de sueños que parecía llevar muy dentro de ella, aunque por mucho que lo intentó, no fue capaz de
dar con la entrada.
La desnudó por completo y quedó paralizado ante la sonrisa vertical de su sexo, que también
permanecía con los labios cerrados. Sintió como una mano en la parte de atrás de su cabeza le invitaba a
besarla, y esta vez sí encontró palabras. Inteligibles, arcaicas, que sonaban como gemidos animales.
Continuó abriéndose camino dentro de ella, hasta que el dolor que él tenía entre las piernas fue tan
intenso que también se desnudó y penetró dentro de ella. Como un oso de las montañas, le dio la vuelta y
se dejó llevar por su sexo embrutecido, embistiéndola sin pudor, sin piedad. Ella volvió su rostro hacia
atrás y Fortún pudo ver su cara desencajada, sus ojos llorosos, su pelo enmarañado y su cara de placer.
Sus ojos pedían más y él se lo dio. Le dio todo lo que tenía, tanto, que después cayó rendido sobre la
espalda de Eneca, tan vulnerable e indefenso como un niño pequeño. Ella lo sabía y se dio la vuelta para
que se adormeciera entre sus pechos.
—Fortún, esto es para siempre.
44
Loarre. Primeros días del año 1053
Empezó a nevar antes de lo esperado, el viento del norte había traído nubes negras que no tardaron en
descargar. El invierno había llegado con la decidida intención de quedarse durante varios meses, en los
que los habitantes de aquel agreste terreno se refugiarían al calor de sus hogueras mientras veían cómo
pisoteaban la nieve los jabalíes, osos, lobos y otros animales salvajes salidos de los bosques. Las gentes de
Loarre estaban acostumbradas a aquellas penalidades, así que para dar la bienvenida al cambio de
estación, prepararon una cena en la sala de reuniones de la aldea. Las obras se paralizarían con el mal
tiempo, como los posibles ataques musulmanes. Hasta la primavera no volvería a haber peligro de una
incursión, podían estar tranquilos alrededor de sus fuegos.
El sacerdote acababa de regresar de su viaje, unos días más y quizá no hubiera podido regresar hasta
Loarre por el mal tiempo. Nada más llegar se reunió con Fortún.
—El legado papal ha cumplido los encargos de Alejandro II y está a punto de lograr abrir brecha en
uno de los reinos de Hispania. No debemos permitir que se oficialice la adopción del rito romano.
—Este tema se está complicando en exceso.
—La mayoría del clero sigue siendo fiel al rito, el problema es que llegan cada vez más enviados de
Roma. El legado papal no hace más que ganar simpatizantes a su causa, debemos resistir, todavía hay
esperanza.
—¿Y el obispo de Aragón? ¿De qué lado está?
—Del nuestro.
—Esta no es mi guerra, sacerdote. Apoyaré vuestra lucha mientras el rey y el obispo lo hagan, pero
jamás iré contra nuestro monarca.
—Ni yo te lo pediría, el rey es un buen cristiano.
Eneca y otras mujeres preparaban un caldo en una marmita de barro, mientras los hombres hablaban
y bebían en el salón. Ella no comía carne, solo los frutos del bosque: avellanas, madroños, también sopas
de tomillo y otros caldos. Fortún e Isidoro daban buena cuenta de una jarra de vino, mientras el sacerdote
comía una pierna de cordero ante la mirada de Galindo, el Cuchillos, que lamentaba haber terminado ya
la suya. El monje de Cluny era el único que parecía como ausente aquella noche de celebración. Desde el
extremo de una de las alargadas mesas que formaban el banquete, observaba en silencio, sin probar el
vino y comiendo despacio, como quien no tiene apetito. Dejó las costillas sin terminar, se levantó mientras
todos estaban distraídos y salió a orinar fuera del salón.
Una vez en el exterior, encontró a dos canteros aliviando su vejiga. Él se levantó el hábito y descargó
un tenue chorro, insignificante para un hombre de su talla.
—¿Qué pasa, monje? ¿No hay ganas? —preguntó entre risas uno de ellos.
—Eso pasa por no usarla —bromeó su compañero para aumentar el sonido de las carcajadas.
—Malditos borrachos —murmuró—, pronto os darán vuestro merecido.
Cuando la pareja regresó a la fiesta, cogió una de las antorchas que iluminaban la entrada a la sala y
fue hasta una de las rocas que se elevaban en la ascensión del castillo. Desde allí empezó a agitarla
formando círculos en el aire.
A las afueras de Loarre, Bernart, señor de Marcuello, esperaba impaciente la señal. Su caballo
resoplaba y movía las patas delanteras intentando luchar contra el frío. Él mismo tiritaba y apretaba
fuerte contra su cuerpo el fornido pelaje de oso que le calentaba. A su lado, sus escuderos iban también
cubiertos con pieles de zorros, ovejas y cabras.
Al ver la señal luminosa, dio la orden y ochenta hombres salieron de la penumbra de la noche,
deslizándose en silencio ladera abajo. Más de cuarenta iban armados con buenas espadas y lorigas, el
resto con cuchillos, hoces, hachas y lanzas de madera. La nieve ralentizaba el paso, pero lo primordial era
mantener el silencio.
El monje retornó a la celebración y se congratuló al comprobar que nadie le había echado de menos.
Se sentó en la esquina de la mesa y, esta vez sí, bebió de la jarra de vino aguado. Lo saboreó en los labios,
le pareció repugnante, pero al menos le calentó la garganta.
«La última cena», pensó.
Observó a Fortún riendo de forma alegre en el centro de la mesa, si de verdad fuera la Última Cena, él
sería Jesús. A su lado, el hombre de Baztán tendría que ser san Juan.
Tembló de pensarlo.
No podía seguir pensando en eso, porque en tal caso, quién era él sino Judas.
Dio otro copioso trago al vino, que quizá no estaba tan aguado como en un principio había podido
pensar. Tenía que ser eso, la bebida le estaba jugando una mala pasada. Él también quería reír, pero
todavía debía esperar para ello. Su alegría sería distinta, más duradera, más trabajada. Alejada del vino,
las mujeres u otras cuestiones terrenales. Era Dios quien le recompensaría por su oscuro trabajo, por
traer el verdadero rito a esta tierra de falsos cristianos, de paganos ocultos, de brujas e infieles.
Después de terminar de cocinar y servir la cena, las mujeres y los niños se sentaron alrededor de
Eneca. La mujer que hablaba con los animales pidió silencio a las más ruidosas y empezó su relato.
—Hace miles de años, los valles de estas montañas estaban bajo el dominio de Tubal. Eran oscuros
tiempos en los que los viejos dioses reinaban sobre la faz de la tierra y los hombres no eran más que
simples juguetes con los que las deidades se divertían. Tubal tenía una bella hija llamada Pyrene.
»Pyrene era hermosa sin mesura, de largos cabellos dorados y ojos verdes, como el fondo de los pozos
de aguas de los más altos valles. Dicen que cualquiera que los miraba demasiado tiempo, terminaba
perdido en ellos, como si de verdad hubiera caído a una profunda sima. Fueron numerosos los que
enfermaron de amor al encontrarla paseando por los bosques. Sin embargo, por muchos hombres que
fueran detrás de ella, el corazón de Pyrene estaba reservado solo para uno: Hércules, el famoso héroe
venido de Oriente, con quien la joven princesa se veía a escondidas.
—¿Se querían? —preguntó una de las niñas más pequeñas.
—Se amaban con locura —respondió Eneca antes de continuar su historia y todas murmuraron.
»A pesar de verse a escondidas, el amor de la pareja fue descubierto por Tubal. Encolerizado con los
amantes, el padre de Pyrene desterró a Hércules de sus dominios, mientras que su hija se abandonó a la
tristeza sin su querido amor. A pesar de la marcha, ella seguía vagando por los bosques con la esperanza
de que su Hércules regresaría hasta allí para buscarla y huir juntos a otras tierras lejos de su padre. Pero
el héroe nunca llegaba.
El monje contemplaba con repulsión cómo todos escuchaban la leyenda. Le asqueaban de una manera
inimaginable aquellas historias paganas. Así que dejó la sala y salió fuera, junto a la nieve.
«¿Dónde están?», se preguntó.
—Un buen día, mientras Pyrene paseaba esperando a Hércules —prosiguió relatando Eneca en el
interior—, se encontró con Gerión, un horrible ser de tres cabezas que pretendió poseer a la fuerza a la
joven princesa. Era un auténtico monstruo, capaz de las peores maldades. La atrapó, pero por fortuna,
Pyrene logró escapar y ocultarse en lo profundo del bosque que tan bien conocía. Gerión no se dio por
vencido con facilidad. Deseoso de hacer suya a la joven, incendió el bosque para que no pudiera
esconderse en su interior.
»Entonces, un águila que había sido testigo de todo, voló hasta donde Hércules había sido desterrado
y le informó de las fatales noticias. Él no lo dudó y a pesar de la prohibición de retornar a las montañas,
acudió todo lo veloz que fue capaz para rescatar a su amada.
»Pyrene se encontraba rodeada por el fuego, iba a ser pasto de las llamas. Hércules intentó salvarla,
pero cuando llegó hasta ella era tarde. El humo había envenenado los pulmones de Pyrene. Tomó a su
bella amada entre sus brazos cuando ella estaba a punto de exhalar su último suspiro y Hércules le
declaró su amor eterno, momentos antes de que Pyrene muriera.
Mujeres y niños miraban con la boca entreabierta a Eneca, esperando que continuara la historia. Ella
le dio algo más de suspense y permaneció en silencio unos instantes, que para todos ellos parecieron
eternos.
—Hércules, roto por el dolor, la enterró en aquel bosque donde se habían encontrado y amado a
escondidas. Para ello trajo las piedras más enormes que encontró y las colocó sobre el cuerpo inerte de
Pyrene. No quería que nadie profanase jamás a su amada. El héroe trabajó con tanta pasión, que Hércules
llegó a erigir enormes elevaciones de piedra para ocultar el cuerpo de la bella princesa.
»Así, según cuentan los antiguos, nació el Pirineo. Del amor de Hércules y de la bella Pyrene. Unas
montañas creadas a imagen de la hermosura de la joven princesa. Y en el fondo de ellas, sigue
ocultándose el cuerpo de Pyrene, donde ningún hombre podrá encontrarlo jamás.
En el exterior, los hombres de Marcuello alcanzaron por fin las cabañas más próximas de la aldea. La
empalizada de madera que las rodeaba no era un obstáculo para ellos, más si las puertas estaban
abiertas, tal y como esperaban. La primera compañía de hombres accedió y aseguró el perímetro de la
entrada. La siguiente se adentró hacia la zona de la antigua iglesia, ocultándose entre sus ruinas,
ofreciendo protección a la decena de hombres que les siguieron y que se distribuyeron a lo largo de las
cabañas centrales. En ese momento, Bernart con el grueso de su ejército se abalanzó hacia la plaza
central, en cuyo otro extremo estaba la sala donde se celebraba la cena de bienvenida al invierno. Uno de
los escuderos portaba una reluciente loriga de anillas remachadas, de una sola pieza, con mangas largas y
sin manoplas. Un almófar cubría la cabeza y una gorguera parte del rostro.
Se acercó al salón de reuniones, donde encontró al monje.
—¡Vamos! ¿A qué estáis esperando?
El atacante lo ignoró y dio un fuerte puntapié a la puerta, que no resistió la embestida y dos docenas
de hombres rabiosos penetraron para no dejar alma con vida, para regar de sangre aquel lugar maldito
que era Loarre. Mientras los arqueros se posicionaban detrás de ellos y de esa manera poder acabar con
cualquiera que lograra escapar de la trampa.
El monje se frotaba las manos, pero cuando los hombres entraron, no había nadie allí.
—¡No es posible! ¿Dónde han ido? Hace un momento estaban aquí. —El monje gritaba desesperado.
El señor de Marcuello también entró dando varias zancadas, espada en mano, con su guardia tras él.
Se quedó paralizado al no encontrar carne donde clavarla, a no ser las piernas de cordero, que todavía
calientes, había sobre la mesa del banquete.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó a sus hombres—, ¿dónde están esos cobardes?, ¿dónde está el
monje?
A su espalda se oyeron unos gritos.
Entonces lo entendió todo, pero ya era tarde. Cerró los ojos y rezó una breve plegaria.
Varios de sus hombres cayeron abatidos por las flechas, entre ellos el escudero de la loriga de anillas.
Mientras, el resto de asaltantes se percataba de la trampa e intentaba escapar del salón de reuniones.
Cuando los primeros hombres llegaron a la puerta, dos pesados carros cargados de troncos cerraron el
paso. Desesperados buscaron otra salida, pero todas las ventanas estaban cerradas y atrancadas desde el
exterior.
No había forma de escapar de allí.
Los hombres de Marcuello que quedaron en el exterior encontraron pronto numerosos filos de espada
ante los cuales apenas pudieron presentar resistencia. El grupo de la iglesia salió de su posición dispuesto
a ayudarles, pero Ava y la veintena de arqueros a sus órdenes los acribillaron a flechas, hasta que ninguno
de ellos quedó con vida. No corrieron mejor suerte los que se habían posicionado junto a la puerta, pues
el sacerdote montado a caballo y otros jinetes aparecieron desde los flancos. El religioso alzó su garrote y
aplastó el rostro del primero de ellos, al segundo le hundió el mentón y le remató con un golpe en el
cuello.
Dentro de la sala de reuniones, Bernart y el grueso de sus hombres intentaban mover los carros que
cerraban el paso.
—Señor de Marcuello, ¿de verdad creíais que Isidoro me traicionaría? ¿Que no seguiríamos a tu
monje? —gritó Fortún—. ¿Tan necios nos creéis?
—Necios, no, cobardes, sí. ¡Malditos seáis! Liberadnos o el rey Ramiro tendrá noticias mías y os
colgará por atacar a uno de sus caballeros.
—El rey tendrá noticias vuestras pero no llegarán de vuestra sucia boca. ¡Os aseguro que no!
—¿Qué queréis decir? —inquirió Bernart—. ¿Qué pretendéis hacernos? ¡Liberadnos! No sois más que
el hijo de un carpintero, ¡no podéis tratarme así!
—Como Jesús, Nuestro Señor —afirmó el sacerdote que llegó montado en su caballo. El animal
relinchó. El garrote prendado de sangre que llevaba agarrado en su mano tenía un aspecto dantesco.
Ava se movía con agilidad. No llevaba cota de malla, sino que iba protegida directamente por un
perpunte. Un tejido que solía colocarse sobre la loriga, pero que ella usaba solo, debido a que era fuerte,
acolchado, pespunteado y encordado, ligero para la batalla y maniobrable. Ordenó a sus arqueros que
formaran una línea delante de la edificación y dos jóvenes aparecieron con antorchas que encendieron las
flechas. Ava tensó el arco y el resto la imitó, los proyectiles iluminaron el cielo, que seguía rociando una
nieve blanca que se empañaba de rojo al caer sobre Loarre.
El tejado empezó a arder y los allí encerrados gritaban como cerdos antes de ser degollados. En aquel
ambiente fantasmal, el guerrero de Baztán apareció arrastrando al monje de Cluny por su hábito y lo
lanzó a los pies de Fortún.
—Soy un hombre de fe, tened piedad de mí. No podéis matarme, soy un hombre de Dios.
—Tenéis razón, yo no puedo mataros. —Fortún le dio la espalda y se marchó junto al resto de sus
hombres.
El monje, arrodillado, entre sollozos y con el hábito oliendo a su propia orina, respiró aliviado.
Contempló el ataúd de fuego donde se quemaban Bernart y sus hombres, y no sintió ninguna lástima por
ellos. Ni siquiera cuando sus desgarradores gritos retumbaron por todo Loarre, llegando hasta la tumba
de la mismísima Pyrene. Es más, estaba contento de haber salvado la vida mientras ellos morían de esa
cruel manera. Pero no todas las gentes de Loarre se marcharon de allí, hubo una que descabalgó y se
acercó con paso firme hasta el monje.
—Vos sois sacerdote, un hombre de Dios, no iréis a...
El religioso alzó el garrote.
—Diente por diente, ojo por ojo.
Le rompió la mandíbula de un primer golpe. El cluniacense cayó sobre la fría nieve con trozos de sus
dientes clavados en la garganta y tan aturdido que empezó a perder la visión. Logró recuperarla
brevemente, para ver cómo era el impacto que iba a reventarle la cabeza.
—Yo sí puedo mataros.
45
Afueras de Loarre. Enero del año 1053
Los hombres terminaron de cavar la fosa y uno a uno fueron lanzados al fondo los cuerpos de los muertos.
Los buitres ya merodeaban el lugar, describiendo círculos alrededor de los enterramientos. Aquellos
carroñeros no iban a darse ningún festín aquella tarde. Todos los asaltantes recibirían sagrada sepultura.
Uno a uno, el sacerdote fue bendiciéndoles mientras los habitantes de Loarre rezaban. Eran sus
enemigos, pero también cristianos. No debían olvidar eso nunca.
Todos sabían de la trascendencia de la victoria.
—Muerto el señor de Marcuello, acabado el problema —comentó Galindo.
—¿Y sus descendientes? —inquirió Fortún—, ¿nadie reclamará justicia?
—¿Después de atacarnos? Difícil lo tienen, han manchado su casa. Deberán preocuparse más por
limpiarla que por vengarla —continuó el pamplonés—. Además, su descendencia no está clara, al parecer
tiene un par de bastardos, su heredero es un niño y el resto de hijos legítimos son mujeres, nadie está
preparado para coger la bandera de la venganza, hemos tenido suerte. Y luego está lo de siempre con los
nobles...
—¿A qué te refieres?
—La muerte de un gran señor a quien más beneficia es al resto de la nobleza, menos competencia,
más para repartirse, así funcionan todos los reinos, por muy jóvenes que sean. Así que alegra esa cara,
Fortún, que ahora nadie hará sombra a Loarre. Desde este día, tenemos la seguridad de que la Tierra
Llana será solo nuestra.
—¿Qué hacemos con el enviado de Cluny? —preguntó Fortún.
—Enterradlo también —respondió el sacerdote sin levantar la vista de la Biblia.
—Nos traerá problemas.
—No si decimos que fueron los de Marcuello los que le mataron.
—Vaya con el sacerdote... —añadió Galindo, sonriente.
—Me preocupa más lo del señor de Marcuello, no veo tan claro que no vayamos a tener represalias.
Quemar vivo a un noble no creo que sea bien visto en la corte.
—Él iba a matarnos, el rey lo entenderá.
—Pues ve tú en persona a contárselo al monarca —le recriminó el religioso—, puede que no sea
inmediato, pero nos pesará, si no, tiempo al tiempo...
—Eso mismo haré si es necesario.
—No seas necio, a alguien de tu clase nunca le dejarían ni abrir la boca. —El sacerdote suspiró—. Es
lo mismo, también Cluny nos tendrá ahora entre sus principales objetivos, ¿qué más enemigos podemos
tener?
—¿Los infieles? —añadió Isidoro ante la cara de asombro de ambos—, no me miréis así. A veces
parece que se os olvida lo fundamental. Nuestro principal enemigo son los musulmanes, Loarre se ha
construido para hacerles frente, dejad de mirar a nuestra espalda.
—¡Por Dios santo! —levantó la voz Galindo—, parece mentira, cantero, de siempre los peores
enemigos de un hombre son los que vienen por detrás.
—No me tomes por estúpido, Cuchillos.
—Y tú no oses llamarme así, ¡picapedrero!
—¡Basta! —gritó Fortún, enojado—, el sacerdote está en lo cierto. Hemos puesto en peligro la
construcción del castillo por matar al señor de Marcuello y al monje.
—Te equivocas —apareció Ava para sumarse a la discusión—, levantar Loarre siempre estará en
entredicho, siempre tendrás enemigos que vendrán a destruirlo o apoderarse de él.
—Sí, pero debemos tener cuidado con Cluny. Son peligrosos, qué mejor lugar que Loarre desde el cual
instaurar el rito romano en nuestras tierras.
—¿Qué creéis que harán ahora que hemos acabado con su monje? —preguntó Ava al sacerdote.
—Volverán a enviar a alguien peor que este.
—¡Peor! ¿Es eso posible? —inquirió Fortún.
—Las cosas tienen la facilidad de empeorar de forma infinita, ¿acaso no lo sabías? El bien es limitado,
pero el maligno no tiene fin, pues puede utilizar cualquier medio a su alcance. Nosotros no, nosotros
somos el ejército de Dios y estás construyendo su fortaleza. ¡Nunca lo olvides!
Tumbado sobre el frío suelo de la iglesia castrense, con los brazos extendidos imitando la forma de la
cruz, el sacerdote expiaba sus pecados. Dios no había visto con buenos ojos el que derramara tanta
sangre cristiana, pero Él, que todo lo sabe, comprendería que no había otra opción. Dios es justo y
misericordioso.
Cuando aún no había finalizado sus oraciones, la puerta del templo chirrió y una sombra se proyectó
sobre el altar.
Él no se inmutó, oyó las pisadas, firmes y decididas que se acercaron hasta el altar. Aguardó unos
momentos y se incorporó con dificultad.
—Buenos días, hija, no es habitual verte por aquí.
—Tampoco lo es un cura en el campo de batalla —recalcó Ava.
—Discrepo contigo, ¿cuántos santos y mártires fueron soldados? ¿Cuántos obispos han empuñado las
armas? Estamos en lucha, la Iglesia necesita tener su propio ejército, las milicias de Cristo, y créeme,
pronto lo tendrá.
—No he venido a hablar de guerra.
—¿De qué entonces? Algo te inquieta, tu hermosa mirada no miente.
—A veces, la línea que separa el bien del mal es muy delgada.
—Cierto es, ¿qué tiene en común un hombre de armas que lucha en una batalla y una madre que
cuida a su hijo? Piénsalo, aunque seguramente su respuesta sea un tajante «nada». ¿No es así?
—Es probable que sí.
—Ambos actos reflejan facetas opuestas, ¿cómo comparar el amor maternal con el horror de la lucha?
Y sin embargo... tienen mucho más en común de lo que en apariencia somos capaces de ver.
—A veces, para hacer el bien, es necesario usar el mal.
—No lo dudes.
—¿Y dónde está el límite? —inquirió la arquera con interés.
—En Dios, por supuesto. Él juzgará nuestros actos llegado el momento y debemos estar preparados. —
El sacerdote quedó pensativo—. Ava, ¿qué estás pensando hacer?
La arquera sonrió y abandonó el templo sin decir una palabra más.
Aquel invierno fue difícil, nevó en abundancia y heló con una intensidad inusitada. Muchos árboles
quedaron petrificados para siempre. Nadie recordaba noches más frías, además la primavera parecía
adormecida y apareció con retardo. No contenta con eso, duró apenas unas semanas y se juntó con el
verano. El tiempo parecía un caballo desbocado, y el verano no hizo sino confirmarlo, pues fue suave y
duró solo hasta primeros de septiembre. Todo ello afectó de una u otra manera al castillo, pero el
resultado fue casi siempre el mismo, avances muy lentos, ya que no era posible planificar de manera
adecuada los trabajos, y las gentes se centraron más en sus quehaceres, tanto que incluso dejaron de
guerrear y buscarse más complicaciones. El tiempo estaba loco, no había otra explicación.
Hasta que llegó un nuevo y prematuro invierno. Fue en octubre, una auténtica oleada de frío. Nevó
desde primeros de mes y heló como no recordaban los más viejos del lugar.
—A veces se dilata, como pretendiendo que te olvides de él, que te acostumbres a una plácida
temperatura, a la belleza de los colores otoñales, y entonces te coge confiado —dijo Fortún bien abrigado
con una gruesa piel de corzo—. Se hace todavía más duro y prolongado. Porque cuanto más tarda en
aparecer, más lo hace también en irse.
—Cuando el invierno primaverea, la primavera invernea —afirmó Galindo mientras tomaba la cena de
Pascua en la misma mesa que Fortún, Isidoro y una docena más de hombres.
—Necesitamos que en este nuevo año no se alargue tanto —comentó Isidoro mientras se llenaba la
boca con una pierna de jabalí.
—Será mejor que así sea, nos está costando más de lo que tenía previsto recuperar la obra del
lombardo. Llevamos demasiados meses de mal tiempo, y también las cosechas y la caza han sido malas.
Es posible que no podamos trabajar una larga temporada, así que creo que ya es la hora de que os
explique cuál será el siguiente paso en el castillo.
—¿A qué te refieres? —preguntó uno de los carpinteros, el que tenía más edad.
—Una vez finalicemos la reconstrucción, empezaremos una nueva fase. Mi idea no es solo completar
el castillo, también pretendo proteger la aldea.
—¿Las casas? ¡Eso no es posible! —exclamó Galindo.
—Sí lo es, construiremos un amplio recinto que albergue todo el pueblo y que cierre contra las rocas
donde se levanta la fortaleza.
Se guardó silencio, uno fúnebre, como si acabara de conocer el fallecimiento de un ser querido. Pero
no, nada de eso, estaban asistiendo al engendramiento de algo sublime. Aquella cena marcaría todo el
siguiente año. Pues aquella ambiciosa idea empezó a tomar forma no solo en la cabeza de Fortún, sino
sobre el agreste terreno de Loarre, pues en mayo se marcaron los cimientos de los muros del nuevo
recinto defensivo.
Durante todo ese verano se trabajó en el nuevo recinto de la aldea. No fue una época estival calurosa,
pero al menos se alargó hasta octubre, y el invierno de verdad no apareció ese año hasta mediados de
diciembre. Entonces se paralizaron todas las obras y los habitantes de Loarre, de nuevo, se refugiaron en
sus casas.
Fortún se dedicó a estudiar el libro del lombardo, aunque lo conocía desde la primera hasta la última
palabra. Había estudiado sus dibujos, había construido algunas de sus máquinas. También había muchas
fórmulas, teoremas y mecanismos que no llegaba a comprender. Eso no le iba a detener, la experiencia le
proporcionaría aquello que le faltaba por entender, era lo que su padre le hubiera dicho.
Uno de los temas que más le preocupaban era la finalización de las partes superiores de las torres
principal y norte, pues era consciente de que construir los arcos que precisaba para soportar el peso de la
cubierta era realmente complicado. No solo por el peso que debían aguantar, sino en especial por la
dificultad de tallar las caras de las dovelas que tenían que servir de junta. Debían ser lisas, para adosarlas
a hueso y que trabajaran a la perfección en conjunto. Si no estaban talladas de manera correcta, habría
que usar argamasa, y eso implicaba que ya no trabajarían tan bien como a hueso.
Fortún tenía que aprender a levantar los arcos, porque eran uno de los mejores descubrimientos de la
arquitectura. Su solidez no solo dependía de su construcción, sino de los mismos pesos y fuerzas que
soportaban, por eso eran tan maravillosos.
Lo primero que haría con la llegada del buen tiempo sería construir una cimbra de madera. Como
buen hijo de carpintero, sabía cómo hacerlo y él mismo supervisó el trabajo. Los pasos para la
construcción de todo arco necesitaban hacerse con precisión. A la hora de colocar las dovelas se utilizaba
siempre una cimbra con sus correspondientes apoyos, hasta que finalmente se colocaba la clave del arco.
Entonces aquella se retiraba y las dovelas trabajaban solidarias unas con otras, haciendo estable el
elemento constructivo.
Estuvo en disposición de hacer ese trabajo en junio. Costó una semana por cada arco dejar preparada
la cimbra. Después, tres más para, en los tres siguientes, ir colocando las dovelas que Isidoro y su
cuadrilla tallaban con esmero y esfuerzo. Fortún confiaba de manera plena en él, sabía de sus dotes y
habilidades para dar forma a la piedra. A veces, le había descubierto hablando con ellas. «Sí, puede que
sea algo extraño, pero ¿y quién no lo es? Todos tenemos nuestros defectos y peculiaridades», pensó.
Además, en el fondo a Fortún le gustaba verle hablar con los sillares que tallaba. «Quién sabe, quizá si le
escuchan, quizá sea esa la clave para construir el castillo.»
Lo que sí oyó aquella mañana fue el tañer de la campana, lo que significaba que alguien se
aproximaba al castillo. Subió a lo alto de la torre albarrana y desde allí vio un tumulto de hombres a
caballo. Todo Loarre se alborotó, una comitiva adelantada llegó para informar de quién se acercaba.
—El rey, Ramiro I, y sus huestes harán noche en Loarre —informó el más esbelto de los dos pajes.
En efecto, el monarca entró en el castillo entre una multitud que lo recibió exultante. No solo los
habitantes de Loarre, estaban allí gentes que habían llegado desde la montaña y de asentamientos
cercanos. Los hombres de armas de la mesnada tomaron posiciones en las murallas y torres. Un retén
custodió el pueblo y se colocaron patrullas alrededor del inacabado recinto defensivo que protegía el
pueblo.
—Alteza —Fortún se postró ante él—, es un honor teneros en Loarre.
—Maestro de obras, agradezco el recibimiento, pero veo que los avances de mi castillo van algo
lentos.
—Hemos tenido inconvenientes de todo tipo, alteza. El invierno pasado fue largo y duro, las cosechas
escasas...
—Y el señor de Marcuello os atacó y le distéis muerte.
—No tuvimos elección.
—Eso no es lo que he oído, siempre hay diferentes opciones —siguió con un incómodo silencio—, pero
lo hecho, hecho está. No deseo enfrentamientos dentro de mi reino, he aplacado las ansias de venganza
de su casa, pero no te puedo asegurar que sea para siempre. Ahora lo que me preocupa es la marcha de
las obras, no percibo los progresos, aunque probablemente sea culpa mía. Por esa razón he nombrado a
un nuevo tenente para este castillo.
—¿Y Lope de Ferrech? Perdonad mi insolencia por preguntaros, alteza.
—Está bien. Lope ha obtenido otro honor del reino. Para Loarre quiero un tenente más enérgico y
firme. Con ese motivo he nombrado a Aznárez, caballero de mi total confianza.
—Como ordenéis.
—Llegará mañana, poneos bajo su protección. Ahora quiero descansar, el viaje ha sido largo. Creo que
hay una chimenea en mi torre.
—Así es, y una letrina.
La mesnada real hizo noche en el castillo. A la mañana siguiente, el pueblo se levantó temprano para
cubrir las necesidades de todos ellos. Se sirvió buena comida y el vino del que disponían. Mientras,
Fortún, el sacerdote e Isidoro se reunían en la iglesia castrense.
—¿Y si vienen para castigarnos por el enfrentamiento con Marcuello? —Isidoro era el que estaba más
nervioso de los tres.
—Ya sabes que no, el mismo rey lo dijo —carraspeó el cura—, deja de preocuparte por eso, Isidoro.
—Son demasiados, caballeros, sargentos, peones... No han movilizado tantos hombres por nosotros —
espetó Fortún.
—¿Y entonces? ¿Qué está sucediendo? —Isidoro no podía estarse ni un momento quieto, no paraba de
andar por la nave de la iglesia.
—Pronto lo sabremos, por ahora el rey descansará en la torre principal. Al resto lo alojaremos donde
podamos. —Fortún guardaba la calma—. Tranquilos, todo irá bien.
—Así que estabais aquí —una voz irrumpió en el templo—, cualquiera diría que estáis maquinando
algo —afirmó un caballero mientras avanzaba por la única nave del templo.
—Esto es la casa de Dios, los temas terrenales quedan fuera de estos muros —intervino presto el
sacerdote.
—Por supuesto. —Y se detuvo frente a ellos.
Portaba ropa de guerra, gambesón sin divisa, cota de malla, yelmo bajo el brazo y espada colgando del
cinturón de cuero. Tenía el rostro redondeado, ojos profundos y grises, frente abombada y huidiza,
mentón saliente y un cuello musculado. Una poblada barba decoraba el conjunto de su rostro, que se
mostraba sereno y firme.
—¿Quién sois? —inquirió Isidoro.
—Vuestro nuevo tenente.
Los tres se miraron sorprendidos.
—Es un honor vuestra llegada, sed bien recibido. —Fortún fue el primero en reaccionar.
—Sí, vuestros recibimientos son célebres, como el que le distéis al señor de Marcuello.
—¡Nos atacó! —saltó Isidoro.
—No es eso lo que dicen sus hijos. —Guardó silencio unos instantes, que se hicieron eternos—.
Tranquilos. No hay nada que me complazca más que saber de su muerte. Como sabéis las tenencias de los
castillos no son vitalicias, por el momento. Pero algún día...
—Si el rey piensa mal de nosotros, podemos hablar con él y...
—Fortún, ¿quién te has creído que eres?
—Perdón.
—Tu padre era carpintero, no te saldrás con la tuya. De más hiciste recibiendo ayer al rey. No volverá
a repetirse.
—Pero... Estoy construyendo...
—Sssh... Loarre es mi castillo, tú limítate a lo que haces bien. No quieras ser más de lo que por
nacimiento te pertenece.
—Sí, mi señor —carraspeó apretando los dientes y el orgullo.
—Quizá vos podáis informarnos de por qué se ha movilizado tal contingente de hombres de armas —
intervino el sacerdote para cambiar de tema.
—No es asunto vuestro.
—Por supuesto que no, por esa misma razón, por qué no compartirlo aquí, ¿qué mal podemos hacer?
—¿Vosotros? —les miró con desprecio—, ¡ninguno! —Pensó sus próximas palabras—. De todos modos,
pronto lo sabréis. Ramiro I planea atacar la plaza de Puibolea, por eso está aquí.
—Pero es una fortificación del cinturón de Bolea —advirtió Fortún.
—Así es, la antesala.
—¿Queréis decir que quiere conquistar el castillo de Bolea? —insistió el maestro de obras.
—Todo es posible, tú encárgate de terminar este y deja los asuntos de armas a los que de verdad
entendemos de ello.
—Si atacáis Bolea, los musulmanes no se quedarán de brazos cruzados, habrá represalias.
—¿Qué pretendéis decir, sacerdote? ¿Es que acaso tenéis miedo del infiel?
—No. A mi edad uno ya no tiene miedo de nada, pero soy precavido.
—Cobarde diría yo —dijo el tenente, dándose la vuelta—. Tengo asuntos más importantes que tratar
que perder el tiempo con vosotros y las obras marchan demasiado lentas. Más os vale trabajar más rápido
a partir de ahora.
Ocho semanas después, el ejército comandado por el rey salió de Loarre, y en efecto el destino era la
fortificación de Puibolea, que tomó tras varios meses de asedio. Al parecer, el rey contaba con el apoyo de
hombres en el interior. Pese a ello, Bolea no fue tan sencilla de liberar. Las tropas de Ramiro la asediaron
durante semanas, pero el rey de Saraqusta envió refuerzos desde la Ciudad Blanca, que levantaron el sitio
y Al-Muqtadir ordenó castigar a todos los mozárabes de sus territorios, y estos huyeron en masa hacia el
nuevo reino, llevando consigo un mensaje de odio y venganza.
46
Loarre. Marzo del año 1059
Ava se hallaba preparando los vástagos para nuevas flechas en la última planta de la torre albarrana.
Estaba sola en aquel amplio espacio, donde los tajos de su cuchillo sobre la madera retumbaban con
fuerza. También las pisadas que oyó en la escalera.
Galindo apareció con toda su envergadura.
—¿Así que aquí te escondes?
—Déjame tranquila.
—No vengo a pelear —dijo, levantando las manos.
—Me da igual el porqué estés aquí.
—Descansa un poco, no se puede estar siempre con ese humor de perros, ¿no te ríes nunca?
—Por favor... —Ava le lanzó una mirada agresiva.
—Está visto que no.
Galindo avanzó hasta el vano de salida al cadalso de madera. El suelo crujió bajo su peso en cuanto lo
pisó.
—Estás demasiado gordo.
—¡Vete a la mierda!
Salió fuera y recorrió todo el perímetro de la torre por el exterior. Aquel anillo de madera era
magnífico, se podía defender la vertical de la torre y, además, daba una posición inmejorable para los
arqueros. En caso de ataque, si lo incendiaban, podía desprenderse de sus mechinales y dejarlo caer. Por
lo que el fuego nunca afectaría a la estructura de la torre.
Regresó al punto de partida y entró de nuevo en la torre de piedra. Ava ya no estaba, no había ni
rastro de ella.
—Esa mujer es un demonio —murmuró.
Cogió uno de los cuchillos de su cinturón y lo lanzó contra un banco de madera que había en el otro
extremo.
—No puedo quitarme esos ojos azules de la cabeza, ¡maldita sea! No puedo —refunfuñó, lanzando otro
cuchillo más.
Fortún trabajaba la disposición de los arcos de la torre norte, cuando a lo lejos vio llegar a Eneca. El
tiempo se detuvo a su alrededor, como si solo ella fuera capaz de moverse. Vestía una alargada saya azul
turquesa y blanca que le ocultaba los pies. Sus mangas eran rectas hasta la altura del codo y después se
ensanchaban hasta la muñeca. Sobre los hombros caía una blanquecina piel de zorro que ocultaba su
cuello, pero que en forma alguna podía disimular las delicadas facciones de su rostro y en él, como dos
simas profundas, dos enormes ojos oscuros que contrastaban con la palidez de su piel de tal manera que
te incitaban a entrar en ellos, como si una fuerza oscura en su interior tirara de ti.
Fue como la primera vez que la vio, pocas mujeres eran capaces de causar esa impresión. Era su
mujer, la que debía ser la madre de sus hijos. Pero no lo era, no aún. Y no porque no lo intentara cada
noche, porque no probara las pócimas que Eneca preparaba, no. La razón se escapaba a su
entendimiento, pero no por eso perdía la esperanza.
—Maestro de obras, no olvides por qué estás aquí. —Era la voz del sacerdote que se acercaba por su
espalda.
—No os equivoquéis, mi prioridad siempre es el castillo que empezó mi padre.
—Eso espero, nos jugamos demasiado, después de la derrota del rey... ¿Sabes que han llegado
mozárabes para trabajar?
—No, ¿acaso es eso malo?
—Ya lo creo, huyen de tierra de moros, eso quiere decir que el rey de Saraqusta ha recrudecido su
política hacia ellos. Eso es peligroso, pretende hacer pagar a todos los cristianos el atrevimiento de
Ramiro. Hemos vivido una falsa paz, pronto se desatará la tormenta de espadas.
—Entiendo —carraspeó Fortún, frunciendo el ceño—, estaremos preparados.
—Dicen que tras la toma de Puibolea, cuando Ramiro pretendía asediar Bolea en aquella desgraciada
batalla, el monarca dejó el campo de batalla tan desalentado que nada más llegar al monasterio de San
Juan de la Peña hizo testamento.
—¿Es eso cierto?
—Incluso he oído que enfermó allí.
—Dios no quiera que le pase nada malo, a saber qué sería de la corona en tal caso... El reino es
demasiado nuevo, creedme cuando os digo que a su muerte tendremos problemas.
—¡Atacan! —gritó un hombre que entró corriendo en la torre—. ¡Los infieles! Están subiendo, ¡no
tardarán!
—Poco han tardado...
—Los demonios caen sobre Loarre. —El religioso se llevó las manos al pecho—. Hay que dar la alarma.
¡La campana!
El sacerdote salió al patio de armas y corrió hacia el templo castrense, en su exterior estaba la
campana. Tomó la soga que colgaba en uno de los extremos de la iglesia.
—¡Fortún, corre! ¡Organiza la defensa del castillo!
El primer golpe del badajo retumbó desde el corazón cristiano de esas montañas, recorriendo los
muros del castillo, bajando por la aldea y subiendo por los picos que rodeaban Loarre. Las gentes pararon
su trabajo, sorprendidos por el inoportuno toque a esa hora.
El segundo doble fue instantáneo, todos se miraron sorprendidos. Y fue con el tercero cuando los
gritos acompañaron el sonido y empezaron a correr hacia el recinto defensivo. El continuo repicar de la
campana no hizo sino resaltar que el peligro era inminente, que les atacaban; que corrieran y lucharan o
morirían aquella gélida mañana.
Fortún voló hasta la cuesta de entrada al castillo, se detuvo justo bajo la torre albarrana. Desde allí
observó cómo todos los habitantes del pueblo ascendían hacia el castillo. Él debía encargarse de la
defensa y para ello debía recordar las directrices del viejo lombardo. Él fue quien diseñó aquel complejo
sistema defensivo. Era hora de comprobar si las torres de Loarre podrían repeler un ataque.
—Los más fuertes, a la torre principal: defended la entrada cueste lo que cueste —ordenó a los pocos
hombres de armas que tenían—. Atrancad la puerta, preparad piedras y proyectiles para defenderla desde
lo alto de los cadalsos.
—La torre norte, mi señor —dijo uno de los peones—, ¿quién la defiende?
—¿Tu nombre?
—Demetrio, señor. —Tenía un extraño deje en la forma de hablar.
—¡Qué! ¿Cómo nuestro santo? —Fortún lo miró con los ojos desencajados—. Eso es fantástico —
afirmó, cogiéndole por los hombros—, ¿qué opciones tenemos?
—Los constructores mal armados o quizás un reducido grupo de guerreros encabezados por ese
pamplonés de Baztán, el lanza cuchillos.
—Que la defienda Galindo, y tú... A ti te quiero en el puente levadizo que comunica con la torre
albarrana. Que no lo tomen nunca, y si lo hacen, incendiadlo, destruidlo, ¿entendido?
—Como ordenéis.
Para entonces ya no quedaba nadie en la aldea. Fortún, desde la galería de arcos de la torre principal,
observaba cómo los hombres de armas se pertrechaban para la defensa. Uno alto y moreno se despojaba
de su saya, dejando al descubierto su piel. El otro, más enjuto, le ayudaba a colocarse el gambesón, la
primera protección de su cuerpo, formada por dos capas de lino de trama espesa, rellenas de borra y
pespunteadas. La cota de malla que amortiguaba el gambesón era pesada, parecía distinta a la que solían
utilizar otros caballeros. La suya estaba formada por anillas no entrelazadas, sino alineadas formando filas
y cosidas sobre otra prenda de cuero, parecía una brunia.
Fortún no había heredado la animadversión de su padre hacia las gentes de armas. Es más, Fortún
había hecho todo lo posible para entender la forma en la que pensaban y así poder aplicar conocimientos
militares a la construcción de la fortaleza.
Una nube de polvo se atisbaba llegando desde la parte más oriental, y poco a poco las siluetas fueron
haciéndose más visibles. Una extensa mesnada de hombres a caballo con estandartes de la media luna
coronaba la loma. Los pendones ondeaban al viento y entonces empezó un batir de tambores, como si
fuera el latido de la montaña. Los rostros de los defensores de Loarre se volvieron hacia donde sale el sol,
con las miradas manchadas de miedo y el alma encogida. Las madres abrazaron a sus hijos, mientras los
defensores más jóvenes temblaban de miedo y los más viejos miraban al cielo en busca de esa ayuda
divina que les había proporcionado tantas victorias a los ejércitos cristianos.
¿Estaría Él con ellos este día? ¿Enviaría a alguno de sus arcángeles a ayudarles?, pensaban muchos de
ellos.
—Fortún, ¿qué vamos a hacer? —Isidoro apareció tras él.
—Son demasiados.
—¿Qué esperabas? ¿Que dejarían ampliar el castillo sin hacer nada?
—Que Dios nos asista.
—Él nos ayudará, ten fe. Creo que hoy eso es lo único que puede salvarnos. —Isidoro miró a lo alto de
la torre albarrana—. ¿Quién la va a defender? —preguntó, señalándola—. No puede caer...
Tenía razón, la torre exenta era la punta de lanza de todo el sistema defensivo, la piedra angular que
debía cimentar la defensa. Tanto si era atacada ella como el recinto principal. Y a quién hacer responsable
de ella suponía una cuestión de tal envergadura que por primera vez se sintió abrumado y sin palabras.
—Quizá debamos incendiarla, al menos así...
La campana volvió a tocar y cuando los defensores se volvieron a ver qué sucedía, encontraron en el
patio de armas al sacerdote acompañado de unas mujeres que portaban una urna.
—¿Qué está haciendo? —Isidoro miró a Fortún.
—No lo sé.
El religioso se arrodilló frente a la urna y las mujeres la dejaron en el suelo y le imitaron.
—Son las reliquias de san Demetrio —afirmó Fortún.
—No nos vendría mal que el santo apareciera a lomos de un caballo, pero...
Un murmullo surgió como una serpiente reptando entre las rocas de Loarre. Creciendo en intensidad,
palabras en árabe que cubrieron el castillo de miedo, un temor pegajoso y sofocante, que oprimía a los
hombres más que sus lorigas y gambesones.
—Definitivamente necesitamos un milagro, Fortún.
Cuando todos miraban las huestes enemigas, surgieron unas inesperadas figuras que provocaron unos
instantes de confusión en la aldea. Dos líneas ordenadas de hombres que se encaminaron hacia el castillo
marcando el paso. Los defensores de las almenas las señalaban y un murmullo recorrió las murallas.
El sacerdote apareció en la galería de arcos armado con su garrote y se detuvo a la altura de Fortún e
Isidoro.
—Mis plegarias han sido escuchadas —afirmó el religioso.
Los hombres misteriosos empezaron a dibujar sus rasgos y vestimenta conforme se acercaban. Ropas
de pastores, hachas, lanzas y arcos en las manos, las pieles pintadas con un pigmento azul y negro, todo
les daba un aspecto fantasmagórico. Ahí estaban, uniéndose a la defensa de Loarre, y a su cabeza, una
figura sacada de otro tiempo. Pintada por completo de azul, con una línea ennegrecida sobre sus ojos, que
no ocultaba el azulado de sus pupilas y una larga cola de caballo rojiza colgando por su espalda. En su
cintura, una buena provisión de flechas, y en los labios, las palabras más afiladas.
—Creo que nos necesitas —afirmó desde la base de la torre que defendía el recinto superior.
—No sabes cuánto me alegro de verte —exclamó Fortún, emocionado.
—Defenderemos la albarrana.
—No esperaba menos, Ava.
La arquera levantó su arco y lanzó un grito animal, propio de un ritual pagano que evocó a todos los
dioses, antiguos y nuevos, para que defendieran aquel día Loarre. Hasta los musulmanes escucharon el
eco de aquella llamada.
Los jinetes sarracenos que encabezaban el ataque bajaron por la colina; tras ellos surgió una línea de
hombres a caballo que cubría toda la extensión del monte. Estos siguieron a sus líderes a cierta distancia.
Durante un tiempo, no apareció nadie más tras ellos. Los defensores se miraban unos a otros, quizá no
hubiera más, quizás eso fuera todo.
Necias palabras.
Un pendón con letras negras en lengua árabe sobre fondo blanco se asomó por el horizonte, y tras él,
como esas bandadas de pájaros que cruzan en otoño hacia el mediodía guiadas por uno solo de ellos.
Surgieron hombres y más hombres, todos siguiendo el paso que marcaba el latir de los tambores.
Ataviados con ropas, lanzas y más lanzas cortando el cielo de Loarre hasta que toda la loma quedó
cubierta de musulmanes guarnecidos con enormes escudos alargados, con el borde superior curvado.
Unos escudos fabricados con varias capas prensadas de cuero y que en la parte delantera llevaba varios
colgantes como adorno. Iban armados con lanzas con aspecto de dagas fuertes, con nervio en el centro.
Se ralentizó la música de guerra y, con ello, las huestes sarracenas.
Los tambores cambiaron el toque por uno más fúnebre. Ahora resonaban como atizados por el
mismísimo demonio, golpes que se mezclaban con los gritos apresurados de los sarracenos que cada vez
se aproximaban más al castillo.
—¿Quiénes son esos? —inquirió el general musulmán, señalando los refuerzos cristianos que subían
hacia el castillo.
—Salvajes de las montañas, almogávares.
—Esos malnacidos que provocan algaradas en los caminos y almunias —espetó enojado Yusuf.
—En efecto, mi señor. Nunca habían aparecido antes en campo abierto. Se dedican al saqueo y
perpetran ataques sorpresa en las calzadas, jamás en un ataque a un castillo.
—¿Y qué hacen hoy aquí? ¿Quién acaudilla a esos bandidos?
—Lo ignoro, mi señor, pero astuto y bravo debe ser para haber logrado que esos salvajes le sigan al
campo de batalla.
—Quiero la cabeza de quien los guía colgando de lo alto de la torre —advirtió—. No hagáis
prisioneros, hoy hemos venido aquí para dar un escarmiento y no tener que volver jamás. —E hizo a su
montura tomar varios pies de distancia, luego la detuvo y recorrió sus huestes—. ¡Escuchad! ¡Al-l¯ah es
grande! Estos cristianos osan insultarle, burlarse de él, mancillar su nombre. No lo permitiremos, no
dejaremos que esos politeístas, adoradores de falsos dioses, ensucien su nombre. Si hemos de morir hoy
aquí, que así sea, pues no hay mayor ofrenda que dar la vida por él. Y si hemos de vivir, que sea porque
nos lo hemos ganado en el campo de batalla.
La arenga desató el júbilo de los atacantes, que todavía hicieron más ruido para intimidar a los
sitiados. El caudillo sarraceno desenvainó una espada curva y la alzó. Su filo brilló bajo los rayos del sol.
Se levantó sobre las patas traseras de la yegua que montaba y se lanzó montaña abajo. Sus huestes le
siguieron guarnecidos tras sus adargas.
Empezaba la batalla.
Para entonces, los defensores habían tomado posiciones. Las cinco torres estaban encomendadas y la
defensa del acceso también. Fortún e Isidoro salieron de la galería al adarve que unía la torre principal
con la muralla, desde allí controlaban todos los puntos. Junto a ellos, todo hombre, mujer, niño y anciano
capaz de empuñar un arma estaba dispuesto a defender con su vida aquella fortaleza.
Los jinetes sarracenos alcanzaron el pueblo, apenas se detuvieron en destrozarlo. Lo que hicieron fue
dividirse en cuatro cuerpos. Dos aseguraron los flancos de la plaza, uno permaneció en vanguardia, y el
otro, mandado por el cabecilla, se situó alrededor de los restos de la antigua iglesia.
—Tendríamos que haber terminado de construir el recinto exterior, ¿entiendes por qué era tan
importante?
—Ahora ya es tarde para lamentarse —contestó Isidoro.
Conforme la caballería se desplegaba, la infantería alcanzó también la aldea, no perdieron tiempo en
ella, siguieron hasta el inicio del acceso al castillo. Eran centenares de hombres armados con lanzas,
escudos, espadas y arcos. Todos corriendo al trote en perfecta formación. La presencia de la primera línea
de muralla frenó su avance y les hizo desplegarse en varias formaciones. La principal quedó en la
retaguardia, mientras cuatro líneas de arqueros formaban delante de ellos, y pequeños grupos con
troncos, maderas y otros utensilios trabajaban al margen. Las dos primeras líneas tensaron los arcos y
apuntaron al cielo. En ese momento, un solitario arquero encendió la punta de su flecha con una antorcha
y la disparó contra la torre del primer recinto, impactando a la altura del segundo piso.
No se amedrentó, dio varios pasos al frente saliendo de la formación y repitió el proceso. Esta vez, la
flecha alcanzó el tercer piso, próxima a los cadalsos de madera donde estaban los defensores.
Así que dio un par de pasos más, tensó el arco justo cuando una flecha lanzada por Ava le atravesó la
garganta y cayó escupiendo borbotones de sangre. No fue la única que salió de la fortificación, una oleada
de disparos hizo que las dos primeras líneas de arqueros tuvieran cuantiosas bajas y retrocedieran hasta
una posición segura. Un grito ensordecedor salió de la torre y penetró por todos los recovecos de la
fortaleza, en el tímpano de defensores y sitiadores. Quien tuviera que enfrentarse con Ava y los suyos lo
iba a pasar bastante mal. Aquello era solo una advertencia.
La primera oleada de atacantes que llegó a la puerta del castillo fue repelida sin dificultad desde la
torre y la muralla. Parecía que solo estaban midiendo las defensas, porque la segunda fue más numerosa,
y las escalas lograron tocar la muralla, con el riesgo que ello implicaba.
Fortún no era un soldado, nunca había pretendido serlo. Sabía coger una espada, pero no sabía luchar
y aquel día no parecía el mejor para aprender. Aun así, al ver la vorágine de sangre y violencia que había
a su alrededor, un instinto primitivo, una fuerza que manaba de su interior le incitaba a coger el arma y
lanzarse a la orgía de muerte en la que él era un espectador privilegiado.
Era eso, o algo todavía más evidente, la vergüenza de ser un cobarde. Porque en el fondo era así como
se sentía por no empuñar una espada en primera línea. Sí, era eso. Y ese sentimiento estaba creciendo
cada vez que veía un hombre caer, más aún si eran mujeres, ancianos o casi niños.
Él era un constructor, pero también debía dar ejemplo y ser un guerrero. Antes de hacer una locura,
esperó unos instantes. Recordó al lombardo y también el libro, un libro escrito por un soldado romano
según le había contado. Observó los muros de la fortaleza, y pensó de nuevo en lo que era Loarre. No se
trataba de una fortificación más, no había sido concebida para eso. Loarre era una máquina de guerra,
como una ballesta, un ariete o una catapulta. No era solo unos muros donde cobijarse cuando llegaba el
enemigo, aquel castillo podía usarse para atacar.
Había muchas formas de ser valiente en esta vida, pero pocas de serlo con inteligencia.
Ante el fracaso de las primeras embestidas, lejos de amedrentarse, los musulmanes reorganizaron sus
fuerzas. Las líneas de arqueros pasaron a ser tres, una de ellas retrasada, mientras el resto de soldados
de a pie empezó a moverse a las afueras del poblado.
—¿Qué hacen? —preguntó Isidoro.
—Traman algo. —Fortún observaba impaciente desde el castillo—. La disposición del castillo en
diferentes niveles les complica el ataque, por eso están ideando alguna solución, debemos estar atentos.
—¿Preparamos las trampas?
—Sí, a mi señal, soltadlas.
Antes de que acabara sus palabras, los sarracenos rompieron la formación y se lanzaron montaña
arriba portando decenas de escalas. Los defensores descargaron todos los arcos contra ellos, pero eran
millares, y por muchos de ellos que caían, la masa seguía avanzando hasta que el primer recinto fue
rebosado por todos los flancos, los defensores huyeron despavoridos, corriendo a refugiarse en la parte
alta del castillo.
Los sarracenos traspasaron las escalas intramuros y también subieron cuantioso material, pero lo
mantuvieron oculto al otro lado del muro inferior. Sus arqueros tomaron posiciones en la muralla recién
conquistada. Sin dar tregua, un nuevo ataque se lanzó contra Loarre. Esta vez el objetivo era la torre
albarrana, la de mayor altura de todo el conjunto defensivo. Asentados en su cadalso, Ava y los
almogávares disparaban sin cesar flechas y azconas, lanzaban rocas y agua hirviendo contra todos los que
alcanzaban la base de la torre. Así se fue levantando un túmulo de cadáveres a sus pies. Tantos que los
mismos infieles se apoyaban en ellos para escalar la torre.
Con la albarrana asediada por completo, la columna principal sarracena avanzó hacia la puerta del
castillo. En la torre que la defendía, Fortún observaba paciente, con el brazo en alto. Los atacantes
enfilaron la pendiente final, con la puerta ya en sus pupilas, gritando como animales enfurecidos.
—¡Ahora! —gritó Fortún desde la galería.
Sobre ellos cayó una lluvia de piedras, que despejó de manera momentánea el acceso, porque pronto
llegaron nuevos asaltantes. Mientras, en la albarrana, Ava a duras penas podía resistir el asedio, atacada
por todos los flancos. Tensó su arco y derribó a uno de los que portaba una enorme escala. Tomó rápido
otra flecha e hizo lo propio con otro, la escala se tambaleó y cayó contra un numeroso grupo de infieles,
dejando a varios malheridos.
—Debemos aguantar, no entrarán. ¿Me oís? —Ava gritó todo lo que pudo—. ¡Escuchadme! Esos
malditos no entraran en la torre, no mientras yo viva.
Tensó de nuevo el arco y la flecha alcanzó a otro musulmán con cota de malla en la axila. Entonces,
escuchó un silbido, miró al cielo. Pájaros de fuego descendían en picado contra la torre, los arqueros
musulmanes ya habían tomado posiciones más avanzadas.
Como si fuera una granizada de verano, las puntas de las flechas golpearon los tablones de madera
del cadalso y el tejado. Muchos defensores se tiraron al suelo asustados, pero apenas hubo heridos. El
cadalso estaba bien construido, reforzado en el interior con buena madera, no podrían traspasarlo.
Ava lo sabía, y no le preocupaba eso, pero sí lo que empezó a oler.
—¡Fuego! Rápido traer agua, el cadalso está ardiendo por el exterior. —Cuando pronunció esas
palabras miró por una de las saeteras del suelo y observó cómo toda la base estaba cubierta de escalas
por las que ascendían sarracenos con cuchillos entre los dientes
Fortún levantó el brazo derecho, y al bajarlo, una lluvia de azconas hizo retroceder a la vanguardia
sarracena. Volvió a levantarlo, y al caer, cuatro enormes saetas lanzadas por ballestas impactaron en el
centro del ataque sarraceno, desmembrando y mutilando varios enemigos y causando un tremendo pánico
en el resto. A la tercera orden que dio, dos catapultas enviaron dos pedruscos esféricos que volaron por
encima de la muralla y cayeron en plena rampa de ascenso al castillo, una de ellas aplastó a dos
enemigos.
Aún había más sorpresas.
La puerta del castillo se abrió y de ella salieron cuatro parejas de cristianos con rodillos de paja
ardiendo que lanzaron montaña abajo. Conforme más velocidad tomaban, más ardían. Uno aplastó a una
de las ballestas enemigas y el resto se precipitó contra los que atacaban la torre albarrana, chocando
contra la base y causando infinidad de bajas.
El último cogió tal velocidad que saltó por encima de los asaltantes y cayó por el sendero que iba al
pueblo, sin que los del castillo pudieran observar los destrozos que cometía, pero sí escuchar los gritos y
lamentos de sus enemigos.
Las puertas volvieron a cerrarse y una nueva ráfaga de flechas se descargó contra los maltrechos
sarracenos que atacaban la base de la torre. Para entonces, todo su tejado estaba ya ardiendo. Al igual
que los cadalsos, sus defensores no tuvieron más opción que cortar los maderos clavados en los
mechinales de los muros y lanzar los cadalsos torre abajo, precipitándose sobre los musulmanes que los
habían incendiado.
—La torre está perdida —comentó el sacerdote, que acababa de subir a la muralla.
—Ya ha hecho su trabajo, ahora nos toca a nosotros.
Nada más decirlo, una formación oculta tras un parapeto de grandes escudos de madera y paja
apareció en el horizonte. Avanzaba a paso lento pero constante, por muchas flechas que le caían, no
lograban causarle bajas. Estaba protegida a la perfección, sin resquicios. Todavía prosiguió más despacio
al encarar la pendiente final que daba al acceso del castillo.
—Que Dios nos asista —espetó Fortún—, es un ariete.
—¡Ariete! —gritó Isidoro.
Ava, protegida bajo un yelmo cónico y cerrado, con una placa cruciforme remachada, que protegía su
nariz, contenía la respiración para no inhalar el humo que provenía de la base de la torre. Habían
quedado indefensos sin cadalsos desde donde defender la vertical de la fortificación. Así que tocaba
luchar mano a mano, pertrechados para ello, dividió a la veintena de defensores que restaban. La mayoría
debía proteger la puerta en el segundo piso y un par de ellos se concentrarían en impedir que algún
enemigo lograra penetrar por los vanos de los cadalsos.
Los golpes contra la puerta eran cada vez más fuertes. La tranca que la cerraba resistía los impactos,
al igual que el gozne. No era nada fácil asaltar un acceso en alto como aquel.
—¡Ava! —gritó uno de los defensores de la última planta.
La arquera temió lo peor, en efecto, los sarracenos habían logrado subir hasta arriba con alguna
escala enorme o escalando con cuerdas, así que tomó la espada, decidida a dar la vida por impedirlo.
—¡La puerta! —gritaron de nuevo—, han hecho una plataforma con carros, maderas y tierras, y están
subiendo un ariete por ella.
La mirada azulada de Ava se manchó de una penumbra aterradora.
—¡Abridla! —ordenó—. ¡Rápido!
Dos de sus hombres obedecieron y la arquera salió al exterior para comprobar cómo un ariete
construido con un tronco de pino ascendía contra ellos. Corrió y dio un salto para caer sobre él y avanzó
por su superficie lanzando el filo de la espada a derecha e izquierda, sesgando tantas vidas que no fue
capaz de contar. Al llegar al otro extremo dio un giro y cogió algo de carrerilla antes de saltar de nuevo
hacia la puerta, esquivando las flechas que la buscaban. Se lanzó de nuevo adentro dando vueltas por el
suelo, detuvo su caída contra los pies de uno de sus hombres, los demás habían vuelto a bloquear el único
acceso a la torre.
Ella sabía que solo habían ganado tiempo, nada más.
—Isidoro, debemos movernos, hay que tomarles por sorpresa. Coge una docena de hombres y
seguidme.
Así fue y de inmediato el grupo estaba formado y avanzaba por el adarve del castillo. Entre ellos
sobresalía el sacerdote que le dedicó una de sus siniestras sonrisas. Llegaron al puente levadizo que
comunicaba con la torre albarrana.
—Bájalo, Demetrio, y acompáñame.
—Señor, ¿adónde?
—A terminar con este ataque. —Y Fortún puso su pie en el puente, camino de la torre asediada y
corrieron hasta llegar a ella—. Abrid, venimos a ayudaros.
El vano tardó en liberarse y al hacerlo, solo encontraron dos hombres defendiéndolo.
—Ha llegado nuestra hora.
Bajaron a la segunda planta y allí estaba Ava con un buen puñado de sus fuerzas. No necesitaron
hablarse, con la mirada se dijeron todo y supieron que estaban de acuerdo. La arquera hizo una señal y
volvieron a liberar la tranca.
—¡Escuchad! —Ava levantó la voz—, demostremos de qué están hechos los habitantes de estas
montañas, ¡acabemos con esos infieles!
Ella en persona encabezó la salida que cogió desprevenidos a los sarracenos, que intentaban
recuperar el ariete. Los cristianos salieron en masa, corrieron como animales salvajes sedientos de
sangre. Los primeros musulmanes no tuvieron tiempo ni de reaccionar y los que rodeaban la torre
tuvieron que organizar una línea de forma prematura.
Insuficiente para contener a Ava, la arquera parecía dispuesta a demostrar que podía ser tan fiera con
la espada que con su arco; y como una criatura poseída por una fuerza ancestral, sesgó la vida de cuantos
rivales osaron hacerle frente. Y llegó ante un portento de fuerza y altura, un hombre de piel pálida,
cabello dorado y ojos claros. Con seguridad un esclavo obtenido de niño en alguna razia del norte.
«Y qué importa eso ahora», pensó Ava.
Apretó los dientes y fue directa hacia él, que le esperaba ansioso de cortar su cuerpo en dos con una
descomunal espada de hoja curva. La cual hizo caer sobre la mujer con una violencia inusitada. Ava
apenas pudo verla venir, pero el instinto de felina que poseía le hizo intuir la dirección justo antes de que
fuera demasiado tarde. Se agachó sin la seguridad de que aquello sirviera para salvar la vida. Pero
aunque no lo fuera, se cobraría una muerte más antes de irse de este mundo y se lanzó por el suelo con el
filo de su espada abierto, y le dio un buen tajo en la parte trasera de la rodilla, para después dar una
vuelta por el firme y levantarse con la duda de si habría sido herida o no.
Allí, de pie, detrás del musulmán rubio, respiró atemorizada. Esperó el dolor, aunque había visto a
hombres morir delante de ella sin el más mínimo rastro de él en su mirada. Se echó la mano a la espalda.
No tenía sangre.
Para entonces el sarraceno se tambaleaba por la herida, aun así logró lanzar otro golpe.
Esta vez Ava lo esperaba, se echó hacia atrás para evitarlo. Y a ambos lados para hacer lo propio con
los siguientes. Se movió a su alrededor, obligándole a desplazarse y a que sangrara más.
Cuando se percató de que el charco de sangre que se derramaba bajo sus pies era considerable y su
rostro se estremecía con una evidente mueca de dolor en cuanto apoyaba su peso en esa pierna, fue ella
la que atacó. Dio dos pasos directos hacia él y cuando el sarraceno intentó un golpe, lo esquivó con suma
facilidad, para después girar sobre su pie más adelantado y lanzarle un rápido contraataque. El hombre lo
bloqueó, pero tuvo que cargar todo su enorme peso en el pie herido. No contenta con ello, Ava insistió una
vez más, con el mismo resultado. Repitió hasta en otras dos ocasiones, la última de ellas, tomando impulso
y saltando para luego descargar toda su fuerza contra la espada de su enemigo, que ya no pudo más, y
dobló la rodilla. Antes de que pudiera levantarse, Ava le degolló sin más contemplaciones y prosiguió
hasta una nueva víctima.
Para entonces, las fuerzas musulmanas habían quedado divididas en dos. Los recién salidos de la torre
habían aislado a los asaltantes del castillo de los refuerzos constantes procedentes del poblado. El
sacerdote se había hecho fuerte sobre una pequeña loma, y desde allí resistía ataques de todo tipo,
repartiendo garrotazos sin descanso. Demetrio estaba más apurado con un hábil musulmán, que armado
con escudo y lanza, mantenía una dura pelea con el soldado.
Fortún e Isidoro permanecían codo con codo, más cautelosos que el resto. Aun así, el cantero había
dado buena cuenta de, al menos, cuatro sarracenos. Para Fortún no era tan fácil, porque el maestro de
obras nunca había matado a un hombre. Un sarraceno se abalanzó contra él dispuesto a acabar con su
vida, intercambiaron varios golpes de espada y su contrincante pronto se percató de que Fortún no era
diestro con el arma. Sonrió, caminó a su alrededor, esperando a que se precipitara, y Fortún lo hizo. Le
lanzó una estocada fácil de evitar y que dejó su flanco derecho vencido, el infiel alzó su arma y buscó
dónde clavarla con facilidad. Quizá por su confianza, no sintió cómo un filo rasgaba sus entrañas y
escarbaba dentro de él en busca de sus tripas. El tajo fue tal que se le salieron los intestinos y, presa del
terrible dolor, el musulmán intentó tapar la herida, pero solo logró una dantesca escena. Terminó de
rodillas sobre sus vísceras, entre gritos desgarradores, que en otro momento hubieran conmovido hasta al
hombre más duro, pero que en el fragor de la batalla solo eran un susurro que se llevó pronto el viento.
Fortún había matado por primera vez.
Ya nunca volvería a ser el mismo, y estaba contento por ello. Hasta que el infiel alzó su brazo pidiendo
ayuda y, dibujada desde su codo, observó una extraña mancha de nacimiento, que se extendía hasta su
muñeca.
No era posible.
El musulmán exhaló su último aliento y su agonía llegó a su fin. Fortún quedó petrificado mirando la
mancha del brazo. Ya la había visto antes. En la tierna piel de un bebé. Habían pasado muchos años, pero
la reconoció de inmediato.
Los defensores del castillo habían aprovechado para castigar a la formación de escudos, lanzándoles
parte de los sillares que conformaban los merlones del adarve. Incluso la torre norte había quedado fuera
de peligro.
No iba a ser tan fácil. Un sonido agudo recorrió la fortaleza y el campo de batalla. Era una llamada, un
toque de guerra que no podía significar nada bueno, y no lo era. Una nube de polvo se levantó sobre
Loarre.
—Fortún, ¡ordena retirada! —le demandó Isidoro.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Es la caballería, nos aplastará.
No hizo falta, todos los defensores de la primera línea corrieron de nuevo a refugiarse en el interior
de la torre albarrana. La caballería sarracena llegó antes de que todos lograran trepar hasta la puerta y
media docena de defensores fueron degollados por los jinetes, que enfoscados con sus cotas de mallas y
sus yelmos, parecían seres de otro mundo. No se detuvieron en la albarrana, sino que avanzaron hasta el
recinto fortificado. Los defensores no se percataron de que algunos de ellos escondían arcos cortos, que
se demostraron de enorme precisión. A pesar de disparar en movimiento y alzados sobre las monturas,
derribaron a numerosos cristianos, causando el terror entre el resto.
Atacaban en oleadas, sin permitir contraataques de los defensores, en un hostigamiento continuo. Sin
embargo, la mayor sorpresa estaba por venir. De la maraña de jinetes apareció de pronto un ariete sobre
una plataforma móvil y suspendido de un travesaño con sogas. Fue directo contra la puerta de acceso.
El primer golpe hizo retumbar todo el castillo.
Fortún lo observaba desde una de las pocas ventanas de la torre albarrana, agazapado en ella,
mientras el resto de hombres que le acompañaban atrancaba la puerta que también estaba siendo
golpeada con otro ariete, de menor envergadura.
—¿Qué hacemos? —inquirió Demetrio.
—Debo volver al castillo, vosotros quedaos aquí.
—Yo voy contigo —afirmó Ava con una mirada que no daba opción a una negativa.
Hicieron una señal a los defensores del puente que separaba la albarrana del castillo y estos lo
bajaron para que pudieran cruzar. Varios arqueros sarracenos dispararon contra ellos, no hicieron blanco.
Al llegar a la fortaleza volvieron a subirlo y corrieron hasta el patio de armas.
Fortún buscó desesperado a su alrededor alguna alternativa, pero solo había cuerpos heridos y sin
vida. El ariete impactó de nuevo contra la puerta, haciendo que la tranca y los carros, maderas y demás
pesos que la bloqueaban cedieran un poco más.
Pronto caería.
—Yo puedo ayudar —dijo una voz femenina a su espalda, era Eneca. Vestida con una garnacha negra,
que al quitársela dejó ver una saya blanca—. Abrid la puerta.
—¿Estás loca? Es lo único que impide que esos infieles acaben con nosotros, cuando...
—Abridla a mi señal —su mujer le sonrió—, confía en mí —le susurró mientras se marchaba hacia las
cuadras.
—¿No irás a hacerle caso? —inquirió Ava a su lado.
—Es mi mujer, claro que lo haré.
—¡Eres un estúpido! Esa mujer ni siquiera ha luchado por defender el castillo, mira sus ropas. ¡Abrid
las puertas! Si entran aquí nos mataran a todos.
—Lo sé, pero ¿qué quieres que haga? Dime, ¿qué hacemos? ¿Tienes alguna idea mejor? Mejor dicho,
¿tienes alguna? Porque te aseguro que estaré encantado de oírla.
Mientras discutían, Eneca apareció montada en una yegua ocre, acompañada por su imponente
mastín blanco. Detrás de ella le seguían todas las monturas y animales que había en los establos del
castillo.
—Abrid las puertas.
—¡Obedeced! —gritó Fortún—. Eneca, espero que sepas lo que estás haciendo.
Eneca sonrió.
Los defensores quitaron los carros, los barriles y las vigas, hasta que solo quedó la tranca. Faltos de
convencimiento, miraron por última vez a Fortún para asegurarse de que aquella era la orden y el
constructor asintió con la cabeza. Resignados, dos de ellos desplazaron el cierre y empujaron las hojas de
las puertas del castillo.
Al otro lado, los musulmanes que portaban la plataforma del ariete se disponían a coger carrerilla
para un nuevo ataque. Eran ya muchos los intentos, y a pesar de los relevos, las piernas estaban cansadas
y habían tenido demasiadas bajas, pero no iban a desistir justo ahora que su objetivo estaba tan cerca.
Sin embargo, todo cambió en un instante. Aquel en el que la puerta de Loarre se abrió como si fuera
un milagro, invitándoles a entrar. Los unos miraron a los otros, con rostros de estupefacción e
incredulidad. Dejaron el ariete y giraron la cabeza hacia donde estaba su superior, buscando una
explicación, pero este estaba tan perplejo como ellos y, al igual que los soldados, buscó a alguien con más
mando que él, pues jamás había estado ante una situación igual. Yusuf, caudillo musulmán de los ejércitos
de la Marca Extrema, estaba dirigiendo el asedio de la torre albarrana, pues no quería sorpresas en la
retaguardia. Así que cuando se percató de lo que sucedía, ya era demasiado tarde.
Los sarracenos que rodeaban el castillo se contuvieron hasta que varios de ellos dieron un paso al
frente y rompieron la formación.
«¿Para qué esperar más?», pensó la mayoría.
Si el objetivo era entrar y les abrían la puerta, por qué aguardar más tiempo.
Así que se lanzaron en masa hacia la estrecha puerta que daba acceso al recinto fortificado, pero ni
uno solo de ellos llegó a pisarlo. De su interior salió una pareja de caballos que empujaron a los primeros
atacantes, y tras ellos un enorme perro que mordió en el cuello al primer hombre que se interpuso en su
camino, y una yegua montada por un encapuchado. El animal se levantó sobre sus patas traseras y golpeó
con las delanteras a un árabe, empotrándolo contra la muralla. A continuación, siguió al galope y tras él,
toda una manada de animales: caballos, burros, mulos, cerdos y todas las caballerizas que en estampida,
arremetieron contra los sarracenos, creando el pánico y una confusión generalizada. Muchos asaltantes
huyeron cuesta abajo, chocando con los que mantenían el cerco sobre la torre albarrana, chocando,
pisoteando y golpeando a sus propios compañeros. Los animales seguían su carrera tras ellos, alcanzando
al grueso de la caballería, que a duras penas pudo esquivarlos. Las propias monturas musulmanas
enloquecieron con la estampida y se volvieron incontrolables.
Entretanto, Fortún y el resto de los defensores salieron del castillo e incendiaron el ariete, para
después empujarlo pendiente abajo. La máquina de guerra se transformó en un engendro de fuego que
cogió gran velocidad antes de chocar contra la plataforma que habían construido los musulmanes para
alcanzar la puerta en alto de la torre. Cuando Yusuf reorganizó sus tropas y se percató del desastre, su
vanguardia había sido aniquilada por los defensores del castillo, sus máquinas de guerra, reducidas a
ceniza, y su ejército estaba desorientado.
—¡Tocad retirada! —ordenó.
Así se hizo, y los sitiadores se replegaron de forma caótica, en una desbandada humillante. Aún
tuvieron tiempo de prender fuego a todas las cabañas del pueblo, que ardieron como una colosal hoguera
del solsticio de verano, y el pueblo de Loarre se consumió irremediablemente bajo las llamas.
—Malditos infieles. Los hemos repelido, pero a qué coste... —susurró Isidoro, exhausto junto a la torre
albarrana.
—Volverán. Ahora saben que tienen que impedir que terminemos este castillo, más que nunca —
sentenció Fortún.
47
Loarre. Julio del año 1059
Los ecos de la victoria sobre el intento de asedio musulmán pronto volaron como el viento por todos los
rincones de los Pirineos: Jaca, Sangüesa, Pamplona, la Seu d’Urgell, en todas ellas se hablaba de la
heroica resistencia de Loarre. Hasta las cortes de León y Barcelona llegó el relato del castillo invencible.
Sin embargo, en Wasqa las noticias no fueron tan bien recibidas y en la corte de Saraqusta se creó un
clima de temor y reproches por haber permitido la construcción del temible castillo cristiano.
A la Al-yafariya, una llanura en la orilla del Ebro donde se realizaban a menudo las marchas militares,
llegaron los despojos del ejército enviado a tomar Loarre. Heridos y humillados, como castigo a su
ineptitud, no se les permitió entrar en la Ciudad Blanca.
En Saraqusta eran tan importantes los hechos como las formas, así que evitaron a toda costa que la
derrota se conociera en el resto de taifas. Hubiera sido extremadamente peligroso mostrar debilidad
frente a los otros reinos sarracenos. Los mayores enemigos de las taifas seguían siendo ellas mismas, y si
se corría la voz que la más rica de ellas estaba en dificultades, las demás acudirían como moscas para
aprovecharse.
Los cristianos eran, en la mayoría de los casos, más unos aliados que una amenaza material. La taifa
de Saraqusta había llegado a un acuerdo con Fernando, rey de León y de Castilla, al que había aceptado
pagar parias a cambio de su protección. Lo mismo había ocurrido con la taifa de Larida, que todavía se
mantenía independiente de la de Saraqusta y que tributaba al conde de Barcelona para contar con su
alianza en caso de que Al-Muqtadir decidiera volverla a integrar a todos los dominios de su padre por las
armas.
De esa manera, solo el condado de Urgell y el nuevo reino aragonés eran una amenaza en la antigua
Marca Superior del al-Ándalus, puesto que Pamplona andaba envuelta en disputas por su trono. Los
tiempos del rey Sancho III quedaban lejanos en el tiempo y, sin embargo, en la memoria colectiva, su
sobrenombre de «el Mayor» cobraba cada vez más sentido.
En Loarre, la victoria fue celebrada de forma modesta. Habían sido demasiados los caídos y también
excesivos los destrozos como para congratularse del enfrentamiento, por mucho que el resultado hubiera
sido favorable. Aun así, la realidad era que el castillo había resistido frente a un asedio desproporcionado
en número, sin tener todas sus defensas completadas y sin apenas hombres de armas. Las torres
lombardas habían demostrado ser un eficaz sistema de defensa, y también había destacado la habilidad de
los defensores. De Ava y sus gentes, de soldados como Demetrio, de Galindo que resistió en la torre más
aislada con un puñado de valientes y de tantos otros. Y en especial de uno, de la mujer que había
provocado la retirada sarracena: Eneca, desde aquel día conocida como «la que habla con los animales».
Todavía se comentaba en Loarre cómo había logrado encauzar a todos ellos bajo una única dirección.
No solo eso, sino que lejos de asustarse ante los musulmanes, los habían arremetido como si fueran
también sus enemigos.
Eneca se hizo tan popular como Ava, y tan inesperado hecho pareció disgustar a la arquera. Eneca no
era amante de elogios y multitudes, así que, en cuanto podía dejaba el castillo y marchaba a los bosques,
donde se encontraba más tranquila y a gusto.
Y, sin embargo, hay momentos en la vida que cuando das un paso al frente, ya no puedes retroceder.
Aquella época del año era óptima para recoger laurel, la planta preferida de Eneca, que no era difícil
de encontrar, aunque en ocasiones escaseaba porque gustaba a ciertos animales que mordisqueaban
todas las hojas. Tal y como estaba el ambiente en Loarre, ella prefería no volver pronto, así que cualquier
excusa era buena para entretenerse, de modo que, no contenta con el laurel, buscó más especies que
recolectar. El bosque no se había inmutado con el ataque de los infieles, todo allí adentro seguía su curso
como si nada hubiera sucedido. «Los hombres dan demasiada importancia a hechos que pasan
inadvertidos para la madre tierra», pensaba
Mientras recogía hierbas salvajes del tronco de un esbelto roble, se asustó al oír un ruido tras ella. Iba
sola, Tasio apenas podía moverse tras el combate. Por él estaba aquella tarde allí, el laurel le bajaría la
fiebre que le causaban las heridas de la batalla.
Aquel sonido no era propio del bosque, alguien ajeno a él merodeaba cerca. Podía ser un animal
extraviado, pero también algo peor. Cuál fue su sorpresa al ver cómo Ava surgía de la nada.
—No tengas miedo —dijo la arquera.
—Ahora que veo quien eres, no lo tengo.
Eneca la observó, enfundada en su capa y con la cola de caballo colgando por su hombro. No tenía el
aspecto de pagana salvaje con el que llegó el día del asedio, pero aun así Ava no era como el resto de
gentes que había conocido. Ella parecía un verdadero espíritu del bosque.
—¿Tan segura estás de que no voy a hacerte nada? —A juzgar por la expresión de su rostro, Eneca no
pareció entender el comentario—. Estás indefensa.
—Eso sería cierto si fueras a atacarme y no va a ser así.
—Mucho confías en tu instinto, ten cuidado.
—Lo tengo, créeme, llevo haciéndolo desde que era una niña. —Eneca observó sin pudor a la arquera.
—¿Qué miras?
—¿Nunca llevas el pelo suelto?
—Un arquero no puede hacer tal cosa, se podría enredar con la cuerda al tensar el arco. Lo llevo
atado con la propia cuerda del arco, así se mantiene engrasada por si necesito cambiarla.
—Es curioso, el pelo de una mujer dice mucho de ella.
—Esa manera de hablar que tienes... Sí, ese tono que das a las frases como si todo tuviera un doble
sentido, ¿por qué lo haces?
—Porque lo tiene, las cosas más triviales son las fundamentales.
—Lo ves, lo has vuelto a hacer —resopló Ava—. Las dos llevamos muchos años aquí. Sé de dónde
saliste, así que no adoptes esa actitud conmigo.
—Yo formo parte de este lugar, mis raíces, aunque invisibles, han crecido en esta tierra. No podría
irme aunque quisiera.
—Ya veo que no hay manera, muy bien. ¿Y por qué viniste? ¿O eso tampoco vas a decírmelo?
—Yo... —dudó unos instantes—, el sacerdote me ayudó cuando estaba sola, por eso lo acompañé —se
sinceró.
—Luego tú no elegiste venir.
—Mi padre murió defendiendo el castillo del que era tenente en la frontera con los musulmanes,
cuando estaba más al norte.
—¿Y?
—A él le hubiera gustado que su hija colaborara en construir el castillo desde el cual se conquistará la
Tierra Llana, estoy convencida de ello.
—No te creo —afirmó la arquera con un gesto de desaprobación en el rostro.
—¿Por qué razón?
—No necesito razones, me basta con tus ojos.
—Mis ojos no mienten.
—Eso es verdad, tu mirada no miente, porque tu mirada no muestra nada. No es posible saber si dices
la verdad o no, por eso no te creo. Alguien con esa habilidad está acostumbrado a engañar, a ocultarse y
vivir entre penumbras.
—¿Acaso tú eres la luz?
—No, claro que no. Pero no evito sus rayos, a pesar de que puedan quemarme. Sé por qué estás de
verdad aquí, sé por qué nunca te fuiste —advirtió—. Sí que eres capaz de engatusar a cualquiera con tus
ojos.
—¡Y tú! ¿Es que te crees que no sé cómo te miran los hombres? Cómo desean tu cuerpo, cómo
fantasean contigo. De verdad piensas que no me doy cuenta de la manera en que Fortún pierde la cabeza
cuando pasas a su lado. Sé que eres de esas mujeres por las que los hombres son capaces de cualquier
cosa, por las que irían a la guerra, por las que matarían.
—Eneca, puede que sea así y él se pierda mirándome. Pero es tu marido y cuando tú apareces, es
cuando de verdad se encuentra. —Ava se dio la vuelta y se alejó. Eneca no pudo ver las lágrimas que
rodaban por sus mejillas.
La mano de obra se había reducido al mínimo tras el ataque, y en cambio, las necesidades eran
máximas si se quería recuperar todo lo dañado. El sacerdote movilizó toda su capacidad de persuasión y
las reliquias de san Demetrio, el patrón de los asaltos, fueron sacadas en procesión. El castillo de Loarre
era conocido en todo el norte cristiano como el Inconquistable, y su fama no paraba de crecer, y con ella,
la del pequeño y recién constituido reino donde se asentaba. La hazaña de su defensa cruzó los Pirineos y
llegó a las cortes de los principales reinos cristianos y también de Roma, de manera que Ramiro I
comenzó a recibir enviados de todos ellos, que ansiaban tener relaciones con aquel reino donde se
asentaba el último castillo cristiano frente al Islam.
Un grupo de monjes del monasterio de San Juan de la Peña acudieron a Loarre con la misión de
venerar las reliquias, y todavía más importante, recorrer todas las poblaciones, pidiendo ayuda para la
reconstrucción del castillo que debía protegerlas. No solo llegaron monjes, también lo hizo un novicio,
Ramón, natural de Jaca, que se puso de inmediato bajo el cuidado del sacerdote. De esta manera tendría
el ayudante que tanto había demandado al monasterio.
A pesar de la nueva mano de obra y del ingenio de Fortún, la clave de la fortificación del castillo
estaban siendo las manos de Isidoro, o de manera más exacta, su cincel y su maza. Los sillares que
fabricaba, aunque algo toscos en el acabado, eran la innovación que necesitaban para mejorar los muros,
cimientos y esquinas. Lejos quedaba ya el uso del sillarejo del lombardo, los tiempos cambiaban y con
ellos debían hacerlo los hombres y sus técnicas. A partir de entonces, en Loarre solo se trabajaba con
piedra sillar.
Las dudas sobre la capacidad como constructor de Fortún se disiparon de manera definitiva, pasando
de esta forma a ser respetado por todos, que veían en él como una especie de enviado divino con una
misión celestial: construir un castillo para la fe, la última fortaleza de Dios frente a los infieles.
Tanta fama comenzó a abrumar al maestro de obras, que no estaba acostumbrado a ella. A Fortún le
gustaban sus piedras, sus planos y leer noche tras noche el libro del lombardo. Los mensajeros, enviados y
curiosos le cansaban, al igual que le sucedía a su mujer. Los mercaderes que llegaban con ideas e
inventos, le irritaban. Todos le robaban tiempo y energía, necesitaba que todo volviera a ser como antes
del ataque, aunque quizás eso ya fuera imposible.
Buscando tranquilidad, se escapó de las obras y se escabulló hasta la aldea. Intentó que nadie le viera
y fue buscando a Eneca. Tuvo que ser una de las hijas del panadero la que le revelara dónde estaba y
hacia allí fue.
Ella se encontraba en el establo, curando a un potro con una pata delantera rota. Cuando entró, la
mujer se hallaba arrodillada en el suelo de paja, en su regazo sostenía al potro herido. Era muy joven, el
animal no podía haber nacido hacía mucho. El potro tenía un color oscuro como la noche y ese tono
contrastaba con la palidez de Eneca, que le acariciaba el cuello para que se relajara. El animal no se
percató de la visita, fue ella la que lo intuyó a su espalda.
—Hola, Fortún.
—Eneca.
—¿Entras a escondidas para poder espiar a tu mujer?
—No voy a negar que me gusta observarte —dijo, acercándose a ella y la cogió por la cintura.
—Fortún, ahora no es el momento, estoy ocupada.
Entonces Eneca dejó al potrillo sobre la paja del establo y se incorporó. Se sacudió las manos y
caminó hacia Fortún, despacio, con la espalda muy recta, parecía que anduviera de puntillas, como
flotando.
—¿Qué es lo que queréis, Fortún, maestro de obras del castillo de Loarre?
—¿Es qué no lo sabéis? Os quiero a vos, Eneca, la que habla con los animales. Quiero un hijo vuestro.
Quiero envejecer contigo. Quiero morir a tu lado.
Se besaron.
—Casarme contigo es lo mejor que he hecho en mi vida, Eneca.
La puerta se abrió de repente. Alguien entró en el establo, era Ava.
Al encontrar a Fortún casi respirando el aliento de Eneca, quedó confundida. Los tres quedaron en un
incómodo silencio. En esos instantes en que las palabras no existen, las miradas sustituyen a los labios y
las de los tres se cruzaron con interrogatorios, confidencias, ruegos y advertencias.
—Disculpadme si os he interrumpido.
—No, estamos con un potro herido —contestó Fortún.
—¿Y supongo que eso es asunto del maestro de obras? Sobre todo cuando su cantero le busca de
manera compulsiva porque hay falta de piedra para los sillares, cuando los carpinteros necesitan más
bridas de hierro o cuando una humilde arquera como yo debe saber qué haremos si vuelven a atacarnos.
—Ahora mismo voy —Fortún fue hacia la salida, antes se detuvo un instante—, hasta pronto, Eneca,
que se mejore el potro.
—Ten por seguro que sí.
El maestro de obras desapareció por el umbral del portón y Ava regaló una mirada desafiante a
Eneca.
48
Loarre. Víspera de otoño del año 1059
Dentro de tres días sería el aequi noctium de otoño en que la noche tendría una duración semejante a la
del día. Noche igual, era su traducción del latín. En ese día el sol nacía en el punto exacto por oriente y se
ponía justo por occidente. El astro rey se veía durante doce horas como medio disco rasante sobre el
horizonte, no volvería a ser contemplado de esa manera hasta el equinoccio de primavera.
Además, ese año iba a coincidir con luna llena, y al ser la más próxima al equinoccio, se la
denominaba Luna de la Cosecha, pues la luz de este plenilunio permitía extender a la noche las labores de
recolección en el campo.
En septiembre, como en agosto, todavía había dos luceros matutinos y dos vespertinos. Entre el
oriente y el mediodía, justo después del atardecer, era posible observar Marte y Saturno, en Libra, cerca
de la estrella rojiza Antares. En el aequi noctium se verían durante más de dos horas después del
anochecer.
Eneca también esperaba el aequi noctium, era una oportunidad de conectar con las fuerzas de la
naturaleza y sincronizarse con ella.
Formó un círculo con granos de trigo, en el centro colocó una manzana roja con cuatro pequeñas
ramas untadas en aceite, por las cuatro direcciones, y al lado de un velón muy claro. Sobre cuatro cantos
rodados dibujó unos símbolos y los introdujo dentro del círculo. Ellos simbolizaban las peticiones de
aquella estación:
«Las hojas amarillean y se desploman. Los días pierden el calor. La diosa cubre con su manto de
escarcha la Tierra a su antojo, mientras Tú, Gran Dios del Sol, navegas hacia el oeste, hacia las tierras
de encanto eterno arropado en el frío de la noche. Las frutas maduran, las semillas caen, las horas del
día y la noche se equilibran. En este aparente sueño de los poderes de la naturaleza, diosa bendita,
sabemos que la vida continúa. Porque la primavera es imposible sin la segunda cosecha tanto como la
vida es imposible sin la muerte, te pedimos que nos concedas los dones que merecemos por el
esfuerzo realizado.»
Eneca tenía una petición trascendental para ella, por eso aquel aequi noctium era distinto, y sus
plegarias solo buscaban un fin: quedarse de nuevo embarazada. Deseaba más que nada en este mundo
una criatura, un hijo de Fortún. Hacía tiempo que le oprimía el temor de que aquello no fuera posible. No
hablaba con nadie, guardaba su miedo en silencio, pero ya no podía más. Su tiempo se acababa, debía ser
ahora o nunca. Pensó que quizá la diosa podría ayudarle, ella era su última esperanza.
Terminó el ritual, dejó que la vela se quemara por completo, cogió las rocas y las guardó en una
bolsita que llevaría consigo hasta el siguiente aequi noctium.
Las reliquias de san Demetrio llegaron en procesión y se colocaron al lado de la mesa de piedra. El
sacerdote tenía dispuestas dos lipsanotecas sobre el altar de la iglesia castrense. Eran unas reducidas
cajas de madera en cuyo interior habían de guardarse parte de las reliquias de san Demetrio junto a un
pergamino con datos sobre quién había consagrado el templo y a qué santo estaba dedicada la
advocación. Ramón, el monje enviado desde el monasterio de San Juan de la Peña para auxiliarle en sus
quehaceres religiosos, le aproximó una de las lipsanotecas, que tenía forma de naveta. El sacerdote de
Loarre depositó en su interior la reliquia principal envuelta en tejido de lino.
Un coro de media docena de hombres empezó a cantar el prelegendum. Acto seguido, el sacerdote se
inclinó ante la cruz que presidía el ábside y recitó una oración en silencio. Tras besar el altar, entonó el
Gloria para luego saludar a toda la comunidad de fieles.
Hubo tres lecturas de la Biblia, que concluyeron con el canto de laudes, una de las principales
diferencias con respecto al rito romano que les querían imponer desde Roma y al que todo el clero al
mediodía de los Pirineos se oponía. Las misas por el rito de Toledo se diferenciaban en mucho de la
eucaristía romana, tenían una duración superior, principalmente por los numerosos cantos en latín que se
sucedían en su transcurso.
Llegó el momento del ofertorio, se colocó el vino y el pan sobre el altar. Antes de los dípticos, el
sacerdote y el monje iniciaron un diálogo, mientras los fieles respondían con el canto en griego «Hagios,
hagios, hagios...».
Durante la misa se hicieron ocho oraciones y en el momento del signo de la paz, que era antes del
ofertorio en vez de tras el padrenuestro, el sacerdote recordó a san Demetrio, el soldado romano, mártir
de la Iglesia, que dio su vida por procesar y difundir la palabra de Dios. La Iglesia hispana utilizaba el
Credo Niceno, con una traducción particular al latín debida a los padres de los concilios toledanos.
Credimus in unum Deum Patrem omnipotentem,
Factorem cæli et terræ,
visibílium ómnium et invisibilium Conditorem
A continuación, se entonaron los cantorales y el sacerdote dividió el pan en nueve partes, que
recordaban la encarnación, el nacimiento, la circuncisión, la aparición, la pasión, la muerte, la
resurrección, el gloria y el reino, y las colocó, en forma de cruz, en la patena, conmemorando cada uno de
los misterios de la vida de Cristo.
Realizó la triple bendición antes de comulgar, no al final de la misa como hacían en Roma. La liturgia
hispana era un diálogo vivo entre la comunidad y su Señor y Salvador, Jesucristo. Aquí la misa se
desplegaba en plegarias y cantos que reclamaban de manera constante la respuesta de los fieles que
aclamaban diciendo «Amén», «Aleluya», o respondían con breves e insistentes estribillos.
Dio su bendición a los fieles y los clérigos depositaron parte de las reliquias, una vez dentro de las
lipsanotecas, en el interior del altar de piedra.
En el final de la misa, el sacerdote se dirigió a los fieles.
—Solemnia completa sunt in nomine nostri Jesu Cristi votum nostrum sit acceptum cum pace. —De
esa manera despedía la Iglesia a sus hijos encargándoles que fueran a su casa a cumplir los deberes
aprendidos en la Casa del Señor, no estaba permitido salir del templo sin despedirse, advirtiéndoles de
cumplir sus deberes ordinarios con la fe.
Cuando solo quedaron los eclesiásticos en el interior del templo, uno de los monjes llegados de San
Juan de la Peña, Matías, tomó la palabra.
—El legado papal ha vuelto a reunirse con el clero leonés —dijo, suspirando—. El Papa quiere a toda
costa que se cambie de rito en nuestros reinos.
—No lo logrará, ni León ni Castilla ni Navarra claudicarán. ¿Qué se creen en Roma? —interrumpió
otro de los venidos de San Juan de la Peña.
—Nuestra liturgia es muy superior en riqueza, con su abundancia de fórmulas, por no hablar de la
enorme variedad de cantos frente a los textos inmóviles y fijos del rito romano —recalcó Ramón.
—Mesura, no debemos perder la calma —intervino el sacerdote—. Es precisamente por ello que Roma
quiere cambiarla. Su rito es invariable, no quieren que el texto de las fórmulas cambie en cada misterio
que aparece, con cada nuevo mártir, o que se corresponda con el titular del santoral.
—La Iglesia de Roma solo usa una fórmula para el Pater Noster, mientras que la nuestra es distinta en
cada misa. ¿Y la Sagrada Hostia? —dijo alterado Matías—, la dividen en dos porciones, una grande y otra
más pequeña, en vez de en las nueve que debe ser, en recuerdo de los misterios de la vida de Cristo.
—Ya lo sabemos, pero Cluny ha acaparado un inmenso poder en los reinos al norte de los Pirineos. El
difunto rey Sancho el Mayor dio la bienvenida a esa corriente y los favoreció con los monasterios más
importantes de sus territorios, entre ellos, el vuestro, San Juan de la Peña.
—El rey, junto a su esposa, sus cuatro hijos, los obispos de Aragón y Navarra, condes y señores, todos
nos entregaron a Cluny —afirmó Matías—, pero en el monasterio somos muchos los que nos oponemos a
ello.
—Ahora sabemos que el rey planea construir una catedral en Jaca —recordó Ramón, el que daba la
impresión de estar más tranquilo de todos los presentes—. Ha sido en la sede del obispado actual, el
monasterio de Santa María de Sásabe, donde ha entregado al obispo, don García, los fondos y posesiones
para su edificación. Nuestro abad estuvo presente y Aznárez, tenente del castillo de Loarre, también.
—Han ido más lejos, y han fijado la ciudad de Wasqa como sede episcopal el día que sea
reconquistada —recalcó de nuevo Matías.
—Falta para ello. Primero debe terminarse Loarre. Hasta ese día pisar la Tierra Llana es una quimera.
—El sacerdote de Loarre era escuchado con atención por el resto.
—Por ello se ha elegido Jaca como cabeza de la diócesis, es el lugar más seguro en territorio libre de
infieles —continuó su compañero—, además quiere potenciar el acceso de peregrinos a través del reino.
—¿Hacia Compostela? —preguntó el sacerdote, contrariado.
—Así es. El camino es demasiado peligroso, pero el monarca, y también su hijo, están convencidos de
que sería un impulso para el reino.
—No nos desviemos del tema —advirtió Matías—, ya que no podemos controlar San Juan de la Peña,
es primordial que Loarre siga fiel a nuestro rito. No debemos permitir que la mayor fortaleza frente a los
infieles dependa de Roma, más aún, si Wasqa ha sido elegida como futura sede episcopal.
—Contad con ello, no permitiré que ningún enviado de Roma me dé órdenes.
Aznárez llegó a Loarre esa primavera, encabezando una hueste de al menos treinta hombres,
armados, con numerosos caballos y carros con provisiones. Se instalaron en el poblado y acto seguido
subieron al castillo. En la torre principal, los esperaba Fortún con los planos del castillo dibujados en
cuatro pergaminos.
—Felicidades por la proeza de vuestra heroica resistencia.
—Gracias, mi señor, hubiera sido más fácil si hubiéramos contado con más hombres de armas.
—Lo sé, aunque no me es fácil dejar más castrenses en Loarre, tengo otras obligaciones.
—¡Sois el tenente!
—Exacto, y tú, el maestro de obras, está bien que no lo olvides.
—¿Qué insinuáis? He visto morir a decenas de hombres, muchos de ellos amigos míos, por defender
unos muros que son vuestra responsabilidad.
—Creo que se te ha subido a la cabeza la victoria. Como bien has dicho, yo soy el tenente de Loarre.
—Pues empezad a actuar como tal. —Se hizo un silencio incómodo—. Mirad —continuó Fortún en un
tono más suave—, ambos sabemos de la importancia de Loarre. Destinad más soldados a defenderlo, os lo
suplico.
—Maestro de obras, no hay que dudar de tu valía. Contarás con un retén de seis de mis caballeros con
una veintena de auxiliares.
—Sois generoso, mi señor.
—Y tú, persuasivo. Esta fortaleza nos hará grandes a los dos, coincido en que debemos guarnecerla
bien. Por eso solo hay una condición —advirtió, levantando la mano—. Mis hombres no pueden
abandonarla jamás, ¿entendido? Defenderán Loarre, en exclusiva.
—¿No pueden salir del castillo?
—Solo podrán alejarse mientras tengan contacto visual con él. Son los guardianes de la fortaleza y
como tales, se deben a ella.
—Me parece justo. —Fortún se mostró complacido—. Tenemos otro tema que tratar: el aljibe fue
ampliado, pero aun así necesitamos más reservas de agua. Por ello, en las torres hemos diseñado un
sistema para recoger las aguas de lluvia procedentes de la cubierta, por medio de una red de canalización
que las llevaba hacia unas tinajas de barro. Es por ello que precisamos que nos suministren más de esos
recipientes, de esta manera lograremos que la torre tenga su propio suministro de agua y no dependa del
aljibe.
—Muy inteligente, no veo el problema. En cambio, estas ventanas tan ornamentales, son más propias
de un palacio que de una fortificación.
—En la torre principal y su gemela, el lombardo abrió esa galería de arcos geminados.
—¿Para qué?
—Para dotarla de cierta elegancia, que ese espacio sirviera para cuando vos o el rey nos visitéis.
—Vaya ocurrencia... —El noble observó cómo los hombres trabajaban a los pies de la torre—. ¿Pudo
caer el castillo en el ataque?
—Sí, por supuesto. Nos superaban de manera amplia en número, tenían armas de asedio, estaban bien
organizados...
—¿Y si vuelven a atacar?
—Entonces, Dios dirá.
—¿Dios? ¿Tan mal estamos?
—¿Qué queréis decir? —Fortún preguntó, contrariado.
—Nada —el noble sonrió de manera forzada—, ahora debo irme.
—¿No os quedáis?
—Tengo a mi cargo tres castillos, constructor. Las fortalezas son para los soldados, no para los nobles.
Seguid como hasta ahora. —Y le dio un golpe en la espalda—. Volverán a atacar, ¿lo sabes, verdad?
—Sí, siempre lo he sabido.
—Haz que este castillo resista y yo sabré recompensarte, pero —y se acercó al oído de Fortún—, no
vuelvas jamás a contradecirme, ni a decirme qué debo hacer, o no hará falta que ataquen los infieles, yo
mismo me encargaré de matarte con mis propias manos, ¿entendido? —le dijo, dándole una palmada en la
espalda.
El tenente sonrió. Fortún se quedó perplejo ante la actitud del noble y permaneció inmóvil mientras
Aznárez recorría el patio de armas camino de la iglesia.
49
Loarre. Primavera del año 1060
Aznárez y su corte se guarnecieron en Loarre hasta que pasó el invierno, marcharon hacia el oriente con
la llegada del buen tiempo y dejaron la prometida guarnición en el castillo. Eso fue del agrado de los
trabajadores, pues ahora se sentían más seguros con gentes de armas custodiando los inacabados muros.
Además, habían traído grano, a lo que se añadió que los ajos, las zanahorias y las cebollas asomaban
ya la nariz en el huerto. Los almacenes del castillo estarían bien provistos de víveres.
En el primer domingo de la Cuaresma, antes de la hora sexta, el cielo se tornó en penumbra y se
levantó un inesperado viento de poniente que no podría traer nada bueno. Varias garzas surcaron el cielo
en un gesto de mal augurio, justo cuando retumbó el primer trueno. El cielo estaba encolerizado.
La tormenta se desató al instante, cuando los había que todavía andaban en busca de refugio. La
lluvia pronto convirtió la aldea en un fangal, los barrancos bajaban de las montañas arrastrando piedras,
barro y troncos de árboles.
Nadie durmió tranquilo aquella noche en Loarre. El estruendo de los truenos atemorizaba hasta a los
más valientes. Algo terrible tenía que haber sucedido para semejante castigo celestial. Por esa razón,
rezaron sin descanso en cada una de las casas, pidiendo a Nuestro Señor clemencia y salud para pagar
por sus pecados.
El temporal siempre escampa y aquella noche lo hizo antes de salir el sol, dejando a los habitantes del
pueblo con cansancio y un terrible sueño. Después de los rezos de la prima, en completa soledad, el
sacerdote leyó los salmos con toda la solemnidad de la que fue capaz. Dejó un cirio encendido junto al
altar de piedra y salió al exterior de la iglesia, donde copiosos charcos de agua hacían que el paraje
pareciera desconocido, solo la silueta del castillo le confirmaba dónde se encontraba.
Un viento devastador llegó después de la lluvia y parecía que no iban a tener descanso aquel año. No
paró durante varios días, creciendo en fuerza. Tanto, que derribó varios árboles. Cuando por fin amainó,
los destrozos en la aldea, y también en el castillo, eran considerables. Hubo que trabajar duro para
repararlos, las jornadas fueron agotadoras hasta que llegó el calor de junio y se cambió de rutina.
El verano fue inusualmente lluvioso y ese tiempo se prolongó hasta septiembre. Aquel tiempo retrasó
toda la planificación de las obras. Desde lo alto de la torre principal, Fortún se desesperaba por los
escasos avances. Subía allí porque le complacía contemplar el cielo estrellado en busca de la espléndida
constelación de Pegaso. Le gustaba buscar el amplio cuadrado que la formaba.
—¿Buscando respuestas? —Eneca surgió por sorpresa a su espalda.
—¡Qué susto me has dado!
—No será para tanto, dudo de que el maestro de obras de Loarre tenga miedo de una mujer.
—De una no, pero de ti, sí.
—¿Qué podría hacerte yo? Soy tu esposa.
—Ven —le pidió, dándole un dulce beso en los labios.
—No debes preocuparte tanto, las lluvias cesarán, si es eso lo que te inquieta.
—Todavía tenemos muchos heridos por el asedio y los sarracenos... Te aseguro que no se quedarán
con los brazos cruzados, alguna iniciativa tomarán. Todos me piden que termine el castillo, me lo exigen, y
yo... trabajo todo lo que puedo, pero... quizá no sea capaz.
—No, todo lo contrario. —Y esta vez fue ella quien le besó, de forma más pasional—. Fortún, debemos
hablar.
—Eso estamos haciendo, ¿no?
—No, hace mucho que no hablamos de nosotros, de... Fortún, no logro quedarme embarazada de
nuevo. Quizá ya no lo lograré nunca.
—¿Por qué dices tal cosa? Aún es posible, solo debemos seguir intentándolo, Dios nos recompensará.
¿Y tus hierbas? Seguro que das con alguna pócima que te ayudará a quedar encinta.
—¿Es que acaso crees que no las he probado todas? ¿Que no lo he intentado por todos los medios? Es
posible que al perder al niño, se fuera algo más con él.
—¡Qué dices! No seas tonta, volveremos a intentarlo, esta misma noche, ahora.
Fortún la agarró por la cintura y la besó, sus labios se derritieron en la boca de Eneca como el hielo
en la primavera. Y siguió besándola, como si cada uno de esos besos fuera mejor que el anterior, más
prolongado, más intenso... Eneca le acarició la nuca y ambos abrieron los ojos.
No pudieron volver a cerrarlos.
La cogió en brazos y la dejó sentada sobre la galería de arcos, acarició levemente su mejilla derecha y
ambos sonrieron. Cogió uno de sus mechones de pelo y ella hizo como si fuera a morderle.
—Eneca, te quiero.
—¿Me quieres? Enséñame lo que es amar para ti.
Fortún volvió a besarla, y devoró su cuello, su dulce cuello que sabía salado. Sus hombros, que no
terminaban nunca. Eneca se deshizo de su saya y él descubrió la belleza que puede haber en los pechos
de una mujer.
Ella tuvo que atraerle de nuevo hacia sus labios para que reaccionara y ambos se desnudaron bajo la
luz de las estrellas de Pegaso.
La luz del amanecer les despertó horas después, tras una noche de fuego que se prolongó tanto, que
las hogueras no se habían apagado aún dentro de ellos.
El ruido de las obras detuvo sus últimos besos y ambos se echaron a reír.
—Tienes un castillo que construir.
—Lo sé, ¿y tú cómo piensas salir de aquí sin que te vean?
—Soy una mujer, nunca nos subestimes. —Eneca se incorporó y buscó su ropa por el suelo de la torre.
—Es mejor que me vaya yo primero, así puedo alejar a la gente de la torre.
—De acuerdo, pero rápido, o será demasiado tarde.
—Espera. —Fortún se acercó a ella y prolongó un beso hasta que apenas le quedó aire en sus
pulmones.
—Prométeme que siempre me besarás así.
—Eneca, no creo que pudiera hacerlo de ninguna otra forma.
Cuando Eneca ya estaba en el pueblo, giró la vista hacia la torre principal y no pudo evitar sonreír.
Quizás aquella había sido la noche, sentía algo diferente dentro de ella.
El resto del día fue como flotar en el aire para ella, se mostró despistada y torpe. Las cosas se
complicaron por la tarde, pues dos de los hombres que aún permanecían heridos por el ataque musulmán
tenían fiebre muy alta. No tenía ya prácticamente material para preparar más remedios, puesto que los
estragos del ataque habían agotado sus reservas.
Después del asedio, los más leves se recuperaron con prontitud, pero hubo otros que no mejoraban
con el paso de los días y las semanas. Necesitaba ayuda, y por ello eligió a varias mujeres de la aldea
como ayudantes y les enseñó los principios básicos de las plantas y otros remedios.
Decidió que debía usar todo su saber para asegurar el embarazo, así que preparó un potente
ungüento que decían que hacía maravillas en las mujeres que esperaban un hijo. Sin embargo, le faltaban
un par de ingredientes. Aunque podía pedirle a una de sus ayudantes que fuera a buscarlo, prefirió salir al
bosque y hacerlo ella misma, al fin y al cabo era algo muy personal. Además, las otras mujeres no sabían
tanto como ella. Las plantas no crecían siempre en los mismos parajes y era necesario adentrarse mucho
en el bosque. Necesitaba aquella pócima ese mismo día. Precisaba recolectar una extraña hierba, que
había oído que podía hacer cicatrizar mejor las heridas, y que era sobre todo visible al alba. Por ello salió
de Loarre de noche, acompañada de su Tasio, que todavía estaba malherido. Las estrellas brillaban en la
cúpula celeste y al mirarlas, recordó a Fortún. Quizás había cometido un error o, por el contrario, el
mayor de los aciertos de su vida. Quién no se arriesga, nunca conocerá la felicidad. Y ahora de lo que se
encontraba convencida era de que ella era feliz y de que estaba deseando volver a verle.
Siguió mirando al cielo mientras caminaba hacia el bosque. Las estrellas giraban en una de las nueve
esferas que formaba el todo, y que se distribuían a semejanza de las capas de una cebolla. Fuera de la
última de esas capas no había ni espacio, ni vacío, ni tiempo.
A Eneca le complacía sobremanera contemplar el firmamento y seguir el movimiento de las esferas.
En especial de las estrellas, que se hallaban en la segunda de ellas. La primera era la que movía al resto,
en las siguientes se disponía siempre un planeta, que eran de fuera hacia dentro: Saturno, Júpiter, Marte,
Sol, Venus, Mercurio y Luna. En el interior de esta última, se hallaba el mundo sublunar y ocupando el
centro de todo, estaba la Tierra.
Las capas de las esferas eran transparentes, gracias a este hecho podían verse las estrellas. Cada una
de las siete representaba una nota musical y al girar creaban una bonita melodía que se conocía como «la
música de las esferas».
No todos podían oírla, ella sí. Eneca la escuchaba de manera constante, en los árboles, en las plantas,
en el cauce del río. Esa música lo llenaba todo, pero los hombres estaban tan ocupados gritando, luchando
y rezando, que no le prestaban atención.
Sin embargo, aquella mañana en un claro del bosque, ella también dejó de oírla, como si las esferas se
hubieran detenido. Era la primera vez que se hacía el silencio absoluto. Aquello no podía ser nada bueno,
Eneca supo enseguida que no lo era. Su perro empezó a ladrar, ella miró a su alrededor en busca de algún
animal salvaje que les estuviera acosando. No, no era eso lo que perturbaba la música de las esferas.
Se oyó el crujido de una rama.
No supo de dónde procedía.
Sintió una mirada, no era ningún animal. Eso fue lo que de verdad le aterró en ese instante.
Buscó una vía para huir, pero aquel claro la dejaba en mala situación. Debía pensar rápido, se
arrodilló como si fuera a coger alguna hierba, y lo que hizo en realidad fue tomar una piedra y, por si
debía utilizarla, preparó la pequeña hoz que llevaba para cortar los tallos de las plantas.
Agachó la cabeza para disimular su estrategia y, de repente, se levantó de inmediato echando a correr
hacia el bosque. Entonces, salieron cuatro hombres vestidos con ropas oscuras y Eneca lanzó la piedra
contra el primero de ellos, que no tuvo tiempo de reaccionar y la recibió en medio de la frente, quedando
malherido. Otros dos se abalanzaron sobre ella y les lanzó dos golpes con su herramienta y uno de ellos
cortó en el antebrazo al primero de los asaltantes, mientras que hizo retroceder al segundo. Pero el último
de ellos había aprovechado la distracción para rodearla y la agarró por el cuello, a lo que su perro
respondió mordiéndole en la pierna con todas sus fuerzas.
El musulmán soltó un terrible alarido de dolor y liberó a Eneca, que pudo echar a correr. Los otros
tres hombres la volvieron a rodear, el del golpe en la frente sangraba de manera profusa y la miraba
rebosante de ira. Él fue el primero en lanzarse a por ella, pero Eneca se defendió con la hoz y tuvo que
recular. El asaltante de su derecha aprovechó para tomarla del brazo y ella le mordió a la vez que le
clavaba la hoz en el costado.
Con las manos ensangrentadas se separó de él asustada, y contempló el dolor en su mirada. Fue un
error, un segundo fatal.
Sintió un golpe en la cabeza y cayó al suelo.
Lo último que vio fue cómo degollaban a su perro.
50
Castillo de Loarre. Septiembre del año 1060
Fortún ardía de deseo de volver a besar a Eneca, así que en cuanto terminaron los trabajos aquel día, fue
directo a buscarla. Pero para su desilusión, no dio con ella. Esperó pacientemente su regreso, pero fue
inútil y tuvo que dormir solo aquella noche.
Eneca era así, eso no podría cambiarlo nunca. A pesar de ser su esposa, iba y venía como un hombre
libre. Podría prohibírselo, podría obligarla a no salir en su ausencia. Sin embargo, no iba a hacer tal cosa,
la quería demasiado. Soportó la soledad, pero al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Eneca era libre
como un pájaro, se ausentaba de Loarre a su voluntad, viajaba a otros valles, hacía viajes a lugares que
nadie conocía y frecuentaba grutas, refugios y senderos que solo ella visitaba. No era extraño que se
ausentara de repente, pero al tercer día, Fortún ya no aguantó más y fue hacia una de las atalayas
naturales donde estaban los vigías.
Al preguntar por su mujer, solo encontró respuestas dubitativas. Así que fue puerta por puerta
llamando a todas las cabañas, los habitantes salían de ellas con legañas en los ojos y tremendos bostezos.
Nadie sabía dónde estaba, nadie la había visto desde hacía varios días. Algunas mujeres recordaban
que Eneca había ido al bosque a por más hierbas medicinales, pero desde entonces no sabían de ella. Así
que un grupo de búsqueda salió hacia la espesura de la montaña, temeroso de que la tormenta la hubiera
cogido por sorpresa.
El bosque era inmenso y Eneca podía haber ido a cualquier parte, puesto que según decía la gente,
ella parecía ser la que mejor lo conocía. El sacerdote asumió el mando para sorpresa de todos y organizó
cuatro grupos de búsqueda. Los tres primeros tomaron las tres direcciones principales y el cuarto se
dispuso de forma más dispersa detrás de ellos, para asegurar que no dejaban nada sin rastrear. El
segundo grupo estaba mandado por Fortún, y en él estaban Isidoro, Galindo y los canteros. Aunque eran
los pastores de las montañas, más conocedores del terreno, los que en verdad llevaban la búsqueda.
A la hora de tercia, los dos primeros grupos habían llegado al río sin encontrar rastro de la mujer. El
desánimo cundió con premura, ya que continuar por la otra orilla, además de peligroso era poco práctico,
pues el terreno se empinaba más y no tenía sentido que Eneca hubiera seguido por allí. Fortún y los
pastores permanecieron discutiendo los pasos a seguir. Durante la pausa, llegó el enviado del tercer
grupo, con las mismas improductivas noticias.
—¿Y ahora qué? —inquirió Ramón, el nuevo novicio a cargo del sacerdote.
—Pensad, debemos pensar antes del siguiente paso —contestó el religioso, demasiado concentrado en
sus divagaciones—, ¿dónde puede haber ido Eneca?
Fortún guardaba silencio, no estaba en condiciones de pensar con claridad y él mismo lo sabía. Isidoro
era el más nervioso y no dejaba de moverse; solo el sacerdote, a pesar de su edad y cansancio, parecía
capaz de dirigir aquella búsqueda.
—La han raptado —contestó una voz proveniente de su espalda—. Yo puedo llevaros a donde ha sido
apresada —era Ava.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió el sacerdote.
—Lo sé, si os importa Eneca eso debería ser suficiente, ¿no creéis?
—¡Ava! —Fortún intervino—. El sacerdote está nervioso, yo también, todos estamos nerviosos.
—De todas maneras, ella se lo ha buscado.
—¡Por Dios! Pero ¿qué estás diciendo, alma de Dios? —El sacerdote estaba a punto de perder los
nervios.
—Pues que todos tenéis demasiado interés en ella y lo que ha sucedido se veía venir. Viene sola al
bosque y recoge extrañas plantas con las que cura de manera milagrosa. ¿y si también puede usarlas para
manipular a la gente?
—¿De verdad crees que Eneca hace eso? —El sacerdote elevó el tono de voz—. Tú, Ava, tú sí que eres
una salvaje, tú sí que adoras a falsos dioses.
—¡Alto! —exclamó Fortún—, estamos aquí para salvar a Eneca, así que vamos a hacerlo, ya habrá
tiempo para las disputas. Ava, si sabes dónde fue capturada, ¿a qué esperas? Vamos para allá.
Eso hicieron y se plantaron en un claro del bosque oculto entre elevados hayedos.
—¿Por qué dices que Eneca estuvo aquí? —interrogó el sacerdote.
Ava avanzó hasta un extremo del espacio, se agachó y cogió algo del suelo. Al incidir la luz sobre el
objeto, este brilló.
—Puede ser una de las herramientas de Eneca —dijo una de las mujeres que les acompañaban.
—A ver —Galindo clavó su mirada en los ojos de la arquera, se agachó y pasó su mano sobre la hierba
—, hay sangre y muchas pisadas. La huella es honda, eran hombres y pesados, podían llevar armas y cotas
de malla.
—¡Maldita sea! —El sacerdote se llevó las manos a la cabeza—. Tienen que haber sido los sarracenos.
—También se distinguen pisadas más pequeñas, como de mujer y de un animal, un perro creo.
—Será Tasio, iría con ella. ¿Podrías seguir el rastro? —Fortún intentaba guardar la calma.
—Sí, claro que podría.
—Llévate un grupo de hombres a caballo.
—Yo la acompañaré —se ofreció Galindo.
—¿Y si es una trampa? —intervino Ava poco convencida con el plan—. El ataque está reciente, no
pensarás que los infieles van a quedarse de brazos cruzados después de la derrota.
—Es posible, ¿y qué sugieres tú?
—Ser cautelosos y no olvidar que nuestra misión es terminar y defender el castillo, solo eso.
—Ava tiene razón —susurró Galindo para que solo Fortún le escuchase.
—Galindo, ve solo con dos hombres más, no corras ningún riesgo, vuelve a informarnos en cuanto
encuentres algo.
El lanzador de cuchillos ensilló una montura y se despidió de todos. A la última que miró fue a Ava.
Partió siguiendo las huellas por el bosque, no era difícil, pero la oscuridad era una mala aliada. El rastro
se dirigía al oriente y pudieron seguirlo hasta una zona umbría. Galindo descabalgó y sacó la espada,
apartó con ellas varias ramas de los árboles que le molestaban a su paso y llegó hasta un haya de corteza
blanquecina. A sus pies descansaba el cuerpo del perro de Eneca. Yacía sin vida por culpa de un corte que
solo podía haber hecho un buen filo.
Junto a él, Galindo halló un trozo de tela. Era de buena calidad, con un bordado, y supo nada más
verla que era sarracena.
Pasaron varios días sin noticias del pamplonés, aquella incertidumbre era un mal veneno. Después de
tanto dolor y muerte provocados por el asedio, ahora desaparecía Eneca. Pero las gentes de Loarre no
podían detenerse a lamentar la ausencia de nadie, ni de Eneca ni de ningún otro. Todos habían perdido a
alguien y no habían abandonado por ello sus obligaciones. En aquel difícil momento, lo necesario era
reparar los daños sufridos en las defensas, todo lo demás era secundario.
El que más afectado estaba por ello era Fortún, que se había encerrado en la torre principal y apenas
salía de allí. Desde la galería de arcos, pasaba las horas con la mirada perdida en el oriente.
—Fortún, soy yo. —Ava subió las escaleras hasta aquel piso.
—¿Qué quieres?
—Hablar contigo.
—No tengo muchas ganas, a no ser que tengas noticias.
—Me temo que no, aun así, debemos hablar. —Se colocó a su lado—. Fortún, debes reaccionar.
—¡Reaccionar! No pienso moverme de aquí hasta que Eneca vuelva, ¿lo entiendes?
—No es fácil comprobar cuánto la quieres —la arquera pronunció aquellas palabras con tristeza—,
nada fácil.
—¿A qué viene eso ahora? Eneca es mi esposa, ya hace muchos años que...
—¿Es qué no lo sabes? —Por primera vez, una lágrima quiso escurrirse por la mejilla de la arquera.
—Ava.
—¿Qué? —Se secó rápido los ojos y se recompuso.
—Lo siento si... quiero decir que lamento no poder...
—¡Cállate! En Loarre no podemos detenernos para lamentarnos. Nosotros no huimos, ni lloramos.
Todos perdieron a alguien en el asedio y no han abandonado, están ahí fuera esperándote a ti. Así que
deja de castigarte por la ausencia de Eneca, da por seguro que Galindo dará con ella.
Sin darle tiempo a decir nada más, Ava se dio media vuelta y desapareció por la escalera de la torre.
Fortún quedó allí confuso y con una duda en el corazón, una espina clavada que no sabía si algún día
se la podría quitar.
Los trabajos de reconstrucción iban a buen ritmo: con dinero, recursos, protección y mano de obra
todo era más llevadero. La puerta de acceso había sufrido varios impactos de importancia, así que hubo
que restaurarla. El arco de medio punto dovelado no sufrió daños, pero el dintel monolítico que delimitaba
el tímpano cegado tenía desperfectos.
En la obra, Fortún miraba contrariado el acceso donde varios hombres terminaban los trabajos. Eneca
no le dejaba concentrarse, aunque lo intentaba con todas sus fuerzas. No podía abandonar las obras del
castillo, ni siquiera por ella. Se debía a su trabajo, tenía un compromiso con el rey, con el tenente y con
aquellos hombres que trabajaban de sol a sol, y habían dado su vida por defender Loarre. Sobre todo por
ellos, y a pesar de su dolor, debía seguir, no podía abandonarles, no tenía derecho a ello.
La reparación de aquella puerta traía de cabeza a todos.
—Demetrio —el soldado estaba a pocos pasos de él, charlando con otros peones—, ¿qué opinas del
acceso? ¿Tú crees que está defendido de manera adecuada?
—Soy militar, no constructor.
—Esto no es un simple edificio, el castillo es también un arma de guerra.
—Cierto —y resopló—, veréis, al estar la puerta a nivel del suelo es fácil atacarla. Es estrecha y
dificulta la entrada, pero seamos sinceros. Es complicada de defender, por mucho que esté a los pies de la
torre.
—Entiendo.
—Habría que buscar la manera, no sé cómo, de poder atacar mejor a los que intenten asaltarla.
Demetrio tenía razón. Fortún alzó la vista y observó los cadalsos de la torre, desde ellos podían
lanzarse piedras, flechas y cualquier otro objeto que tuvieran allí. Así que ordenó subir más objetos
arrojadizos, si no iban a tener que arrancarlas de la propia torre para poder lanzarlos. También podían
usar las voluminosas tinajas que tenían arriba para recoger las aguas de lluvia del tejado, aunque
perderían tiempo vaciándolas.
—¡Eso es! —pensó en voz alta agarrando a Demetrio por los hombros—, ¡las tinajas!
—Fortún, ¿de qué estáis hablando?
—De las tinajas del último piso.
—¿Queréis defender la puerta con unas tinajas de agua?
—Sí.
—¿Habláis en serio?
—Por supuesto, podemos disponer de unos soportes para que sea fácil trasladarlas hasta el cadalso y
desde allí lanzar el agua a los atacantes.
—¿El agua?
—Sí, porque también dispondremos maderas para preparar un fuego y calentarlas hasta que el líquido
de su interior hierva. —Y los ojos le brillaron.
—¡Agua hirviendo! Maestro, ¿estáis seguro de ello?
—No vamos a desperdiciar aceite o vino.
—¡Vino! Antes nos cuelgan los hombres, en especial Galindo.
—Si podemos hacer hervir grandes cantidades de agua, eso hará cundir el pánico entre los que nos
ataquen. El agua hirviendo no es tan fácil de evitar, es dolorosa y las heridas que deja son cicatrices
permanentes y aterradoras. —Fortún estaba orgulloso de su idea—. Da órdenes a los defensores de la
torre de que las dispongan a tal efecto. La próxima vez que nos ataquen, se llevarán una ingrata sorpresa.
Al atardecer, cuando todos descansaban del duro trabajo, regresaron Galindo y sus dos acompañantes.
La noticia corrió por la aldea e Isidoro corrió a avisar a Fortún quien, acostado sobre el jergón, apenas
había podido conciliar el sueño.
El pamplonés de Baztán descabalgó y fue directo hacia el constructor, mientras un tumulto de gente
los rodeaba.
—He visto a Eneca, está viva.
Suspiros, sonrisas y alabanzas se mezclaron con los murmullos y el gentío.
—¿Y dónde está? —preguntó Fortún, aliviado y sorprendido por no verla con el lanzador de cuchillos
—, ¿no viene con vosotros? —El constructor alargó el cuello para intentar encontrarla junto a los caballos.
—No, me temo que eso no va a ser tan fácil. —Galindo se mordió todo el labio inferior antes de abrir la
boca—. Está prisionera de los infieles en la fortaleza de Bolea.
El silencio se clavó como una flecha, una que entra muy dentro de la piel y que sabes que va a doler
más si intentas sacarla que si la dejas ahí. Pero tienes que liberar la herida y dejar que brote la sangre,
aun a riesgo de desangrarte.
—La rescataremos. —Demetrio fue el primero que se atrevió a hablar.
—¿Sí? ¿Cómo? —refunfuñó Galindo—, ¿cómo pretendes que entremos en Bolea?
—Asaltando el castillo.
—Por favor. —El pamplonés se dio la vuelta y luego volvió hacia el soldado—. Ese castillo es
inexpugnable, ¿con qué ejército vamos a asediarlo? —preguntó, dirigiéndose con su brazo a los que les
rodeaban—. Aquí solo hay campesinos, canteros y pastores, los soldados tienen órdenes de no abandonar
el recinto. Hemos podido defender Loarre, ¡pero no seas estúpido, Demetrio! Jamás podríamos ni
acercarnos a Bolea. En cuanto nos divisaran mandarían una hueste de caballería que nos aplastaría.
Los murmullos y los ojos de desánimo dieron la razón al lanzador de cuchillos. Los rostros de alegría
iniciales se tornaron de pesadumbre, miradas cabizbajas y lamentos, muchos lamentos.
—Escuchadme —Fortún tomó la palabra—, todos sabemos por qué estamos aquí. Lo que os voy a
pedir, no quiero que lo hagáis por vuestro señor, ni por nuestro rey, ni siquiera por Dios —cogió aire—.
Quiero que vengáis conmigo a atacar la fortaleza de Bolea.
—¿Cuándo? —Demetrio dio un paso al frente.
—Ahora no, está demasiado vigilada. Al final del invierno, la guarnición será escasa y estarán más
atareados planificando las labores de las huertas.
—Lo que pides es una locura —espetó Galindo con un mal gesto.
—Podemos demostrar a esos infieles de lo que somos capaces. Que igual que les derrotamos dentro de
estos muros de piedra, podemos hacerlo en su propia casa. Y quiero que eso lo hagáis por vosotros
mismos, y si eso no os basta, que lo hagáis por mí. Os lo suplico, ¡ayudadme a rescatar a Eneca!
Fortún quedó agotado tras su arenga, le había salido de lo más profundo del alma, de ese lugar oculto
donde nace todo lo bueno que tenemos, de esa parte de nosotros que es la única que vale la pena salvar,
aquella que no se corrompe como la carne, ni envejece como la piel.
Solo quedaba esperar, saber si con sus palabras había logrado conmover a los que le rodeaban y mirar
más allá de sus intereses.
Fracasó.
Poco a poco, los habitantes de Loarre fueron agachando la cabeza, muestra de su vergüenza, y el
círculo que habían formado alrededor de los recién llegados se diluyó. Algún rostro de complacencia,
disculpas en la mirada y un profundo y cobarde silencio en los labios.
—¿Vais a abandonarla? ¡Es una de los nuestros! ¿Sabéis lo que harán con ella esos infieles? —Fortún
se esforzaba intentado reblandecer su corazón.
Demasiado tarde para arrebatos de valentía.
—¿Estáis seguros de lo que vais a hacer? —Una voz se deslizó entre las disculpas—. Creo que no os
dais cuenta de la situación.
La que hablaba no era otra que Ava, que sola, firme y decidida se abrió camino entre los que huían
cabizbajos. Se colocó junto a Galindo, que la recibió con una sonrisa y dio dos pasos más.
—Escuchadme, porque solo lo voy a decir una vez —levantó la voz—. Yo voy a ir a rescatar a Eneca.
Aquellas palabras sorprendieron a todos los presentes y en especial a uno, Fortún. El constructor
observaba desconcertado a la brava arquera.
—No ganaréis nada si venís conmigo y atacamos Bolea, nada material obtendréis, ni joyas, ni oro, ni
tierras. —Con aquella sincera arenga, Ava llamó la atención de todos—. Pero una cosa os digo, los que os
quedéis hoy escondidos entre los muros de Loarre, perderéis lo más valioso que puede tener un hombre
libre: el honor.
A más de uno de los presentes se le hizo un nudo en la garganta que le impedía tragar saliva, que
angustiaba su respiración y por mucho que lo intentaba, solo conseguía sentir que se ahogaba.
—Y recordad que, igual que vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos heredarán vuestro color de
pelo, vuestros ojos, vuestras tierras, y perpetuarán vuestro recuerdo, igual que eso, también recibirán
como herencia la vergüenza de este día en que no osasteis atacar Bolea. No dudéis de que vuestros nietos
y bisnietos maldecirán vuestros actos de hoy hasta que desaparezcáis de su memoria y, aún entonces,
cuando vuestros nombres se los lleve el viento del olvido, será recordada vuestra indiferencia, vuestra
falta de honor. —Ava los miró a los ojos, para añadir—: ¡vuestra cobardía!
Fortún la escuchaba, la veía desplegando toda la fuerza que emanaba de un espíritu libre y fuerte.
Erguida sobre sus largas piernas; con el pelo suelto, agitado por el viento de la noche; los ojos en
tempestad y con una mirada capaz de derrumbar murallas, castillos y cualquier barrera creada por el
hombre.
Y entonces Fortún dudó.
Al dudar recordó la advertencia que el lombardo hizo a su padre años atrás: llega un momento en la
vida de todo hombre en que duda, y en su duda está su destino.
51
Wasqa. Septiembre del año 1060
Wasqa era la capital de la antigua Marca Extrema del al-Ándalus, donde más de siete mil habitantes se
agrupaban en sus calles y mezquitas. Era la ciudad más al norte de los territorios del Islam. Lubb ben Hud
era su gobernador, miembro de la familia de los Hudíes, la dinastía árabe que gobernaba el reino taifa de
Saraqusta.
Se trataba de una ciudad imponente, con un poderoso anillo de murallas flanqueado por noventa y
nueve torres que abarcaban todas las formas posibles: rectangulares, circulares y también con base
pentagonal. Los muros estaban construidos con sillares considerables, y en la parte más alta, junto a la
mezquita y el zoco, se erigía la Zuda, residencia del gobernador.
Dentro de aquellas murallas, y protegidos por un cinturón exterior de numerosos castillos en todos los
caminos de acceso a la ciudad, dominando riscos y valles, calzadas y poblaciones, el gobernador se sentía
poderoso. Los cristianos de Pamplona, Aragón, Urgell y Barcelona, le incordiaban de vez en cuando, pero
tenía alianzas con otros reyes más poderosos, como el de Castilla, que no durarían en derramar sangre de
sus correligionarios, si él solicitaba su ayuda.
Wasqa no tenía el refinamiento extremo de Saraqusta, ni la belleza de sus edificios, ni tanta riqueza ni
habitantes.
—¡De Loarre! Así que perdiste un castillo y la mitad de mi ejército, pero ganaste a una mujer
cristiana, hubiera preferido que hace meses me hubieras servido la cabeza de los que defendieron ese
castillo, ¡una mujer! Me traes una mujer, en vez de las llaves de Loarre... ¡maldito inconsciente!
—Pensé que os gustaría —confesó Yusuf.
—¿Pensaste? Estupendo, ¿y por qué no pensaste el día del asalto a esa maldita fortaleza? ¿Por qué no
buscaste sus puntos débiles? ¿Por qué no te limitaste a asediarla como yo te ordené? —afirmó enojado
Lubb ben Hud.
—Me dijisteis que queríais destruirla.
—Exacto, no que ella te destruyera a ti, no que aniquilara lo mejor de mi ejército —musitó el
gobernador de Wasqa.
—Estaban reconstruyéndola, era un buen momento para atacar. Con las defensas todavía inacabadas.
—Pues si tan mal estaba, ¿por qué te derrotaron? Y lo que es peor: si en ese lamentable estado no
pudiste tomarla, cuando esté terminada, ¿qué sucederá? ¡Dime! —preguntó el gobernador, levantándose
de su sillón.
—Loarre es diferente, no es como el resto de los castillos cristianos.
—¿En qué se distingue tanto?
—Mi señor, posee numerosas torres y varios recintos. Es complejo de atacar, los muros son de
tremenda altura y...
—Como muchas de nuestras fortalezas.
—Sí, pero los cristianos suelen construir castillos de una sola torre, y este tiene cinco. Además...
—¿Qué? Además ¿qué? No te calles. ¡Habla! No puedo creer que mi mejor general sea tan estúpido.
—Es todo el conjunto, mi señor. Creedme si os digo que esa fortaleza no es como las otras. Sus
defensores son auténticos salvajes, luchan como animales.
—Es que lo son, ¿qué esperas? No me sirven tus excusas, Yusuf. Hasta ahora me has servido como
quería, pero esta derrota... —pensó sus palabras—, me hace plantearme si no habrás perdido facultades.
—Os juro que no.
—Ssssh, silencio. —Se llevó el dedo índice y anular a los labios—. No vuelvas a interrumpirme nunca.
Puedo perdonar una derrota, pero no soy tan permisivo con la insolencia. —Y se volvió a sentar.
—Lo lamento, mi señor —se disculpó, arrodillándose ante el gobernador de Wasqa.
—Haz el favor de levantarte, no eres un esclavo. Soy consciente de que esos cristianos se están
acercando más a mis dominios desde que ese hijastro de Sancho el Mayor se hace llamar rey de Aragón.
Me pregunto qué razones llevan a un hombre así a tener la osadía de pretender ser monarca, aunque sea
de tres pequeños condados.
—Son gentes difíciles de entender.
—¡Son simples! No debería ser complicado entender su razonamiento, al fin y al cabo son cristianos,
inferiores.
—Luchan bien.
—Claro que pelean con fiereza, con bravura como un oso, como un lobo. Pero ¿acaso no somos
capaces de matar a esos animales, de capturarlos, hasta de domesticarlos en algunas ocasiones?
—Sí, mi señor, aunque no se trata de animales. Los cristianos de estas montañas están empezando a
ser peligrosos. Como lo son los del condado de Castilla, el reino de León o los de Urgell.
—No es para tanto. La mayoría de los habitantes de estas montañas viven en cabañas de tierra y
madera, visten como pordioseros y, por si fuera poco, profesan una fe falsa. —Lubb ben Hud se detuvo al
ver que entraban varios sirvientes.
—Se trata de mi regalo para vos. Estoy convencido de que os entusiasmará.
—¿Tan seguro estás? Me agrada incorporar nuevas concubinas, en especial si son del norte, pero ya
he probado las vasconas de piel blanca y ojos claros, las francas de rubia melena... Sabes de sobra que soy
exigente con mis mujeres.
—Lo sé, pero creedme, ella es diferente —respondió con una increíble seguridad en sus palabras.
—¿Cómo estás tan convencido? Me ocultas algo... —El gobernador calló al ver entrar a Eneca—. Y, sin
embargo, son capaces de engendrar criaturas como esta. Mírala bien, Yusuf, es hermosa, pero...
—¿Os desagrada?
—No es eso, con placer la haría mía. Sin embargo, no me gustan sus ojos. Una esclava con una mirada
tan oscura no puede traer nada bueno. Una vez oí un cuento sobre una mujer así. Era en otras tierras,
muy lejanas, cerca del mar Rojo. Cuentan que allí habitaba una hembra en cuyos ojos podías perderte. Y
créeme, cuando te hayas perdido, un hombre es capaz de cualquier cosa.
—Tomadla como un divertimento —aconsejó el general—, vos sois demasiado sabio para caer en sus
juegos.
—Me atrae, no lo negaré. No sé por qué pero creo que tú la conoces muy bien, ¿verdad?
—Podríais domesticarla —continuó sin responder a la pregunta formulada—. Al fin y al cabo es una
salvaje. Hicisteis lo mismo con aquella vascona que capturé hace años.
—Sí, sería como un reto. Eso me agrada. —Hizo un gesto para que los guardias la soltaran—. Mujer,
¿cómo te llamas?
—Eneca.
—¡Qué nombre más extraño! Habrá que cambiarlo, ¡no me gusta! —exclamó a la vez que se
acomodaba en el respaldo—. A partir de ahora formarás parte de mi harén, ya buscaré cómo llamarte. —
Hizo otro gesto con el brazo para que viniera un guardia—. Llevadla con las otras, que la laven y la vistan,
que la preparen para mí. Me ayudará a olvidarme de ese castillo de Loarre.
52
Wasqa. Mediados de septiembre del año 1060
El harén del señor de Wasqa era un espacio voluptuoso, decorado con finas telas traídas de los países
más lejanos, de colores cálidos, que se mezclaban con el olor a especias y dulces perfumes de jazmín y
vainilla. De las lámparas de pie, surgían hilos blancos de incienso quemado y, en el centro de todo, como
principio y fin del harén, un estanque al que iba a parar el agua que brotaba de dos fuentes dispuestas en
sus extremos menores. Dentro de ella, dos jóvenes jugaban mojándose, mientras otra las observaba, a la
vez que movía con delicadeza sus piernas, sin apenas salpicarlas. Poseía el cabello largo y del color del
trigo antes de ser recolectado, brillante y ondulado. Al fondo del harén, sobre unos extraños jergones, se
hallaba recostada otra pareja de hermosas mujeres, una de ellas con la piel tan oscura como la noche y la
otra con un pelo rizado y rojo como la sangre.
—Por fin has llegado —dijo una voz femenina a su espalda—, te estábamos esperando, hemos oído
hablar de ti.
Eneca se volvió y descubrió los gruesos labios que la hablaban. Era una mujer de pelo moreno, tan liso
que parecía líquido. Muy delgada, su cintura solo se intuía bajo el vestido de seda azul y sus senos eran
ligeros, como si no existieran, y eso no hacía sino despertar todavía mayor interés. Su cuello era
interminable, como la ascensión a una montaña y su cima, unas mejillas coloreadas que precedían a unos
ojos de gata.
—Soy Eneca.
—Lo sé, debemos instruirte —afirmó con una sensual sonrisa—. Nuestro señor querrá probarte a su
regreso, y es muy exigente.
La cristiana sintió un pinchazo dentro de ella y estuvo a punto de vomitar. Contuvo su cuerpo, confusa
y a la vez convencida de lo que significaban esas palabras.
—No eres el tipo de mujer que le gusta, tienes demasiado pecho, tus caderas son anchas y tus ojos...,
ningún hombre va a querer entrar en ellos, ¡dan miedo!
—Mejor eso que unos que pidan probarte.
La concubina se echó a reír y llamó la atención del resto, que se acercó con prontitud para conocer a
la recién llegada.
—Ahora ya sé por qué te quiere, va a domarte. Sí, no me mires con esa cara. Quiere domesticarte
como si fueras un animal salvaje. Se va a divertir contigo, porque está claro que eres una fierecilla.
—¿Qué puede esperarse de una salvaje de las montañas? —intervino la pelirroja—, ¡y qué mal huele!
—Sí, es desagradable —apuntó su acompañante en el estanque.
—¡Mirad sus piernas! ¡No está depilada! —exclamó de nuevo la pelirroja.
—Tenemos mucho que hacer con ella, ¡vamos! —otra mujer dio una palmada—. Primero habrá que
quemar sus ropas, luego bañarla, cortarle el pelo, darle lociones y preparar perfume.
—Constanza, ven aquí —ordenó la más rolliza de las mujeres, que no se encontraba lejos de Eneca—,
tienes trabajo con ella.
La mujer se acercó, no era la más hermosa, tampoco la más sensual, pero sí la más joven.
«¿Cuántos años puede tener?», se preguntó Eneca al verla.
Era poco más que una niña, tenía un rostro redondeado, unas caderas amplias y unos pechos en
proporción. Poseía un aire de dulzura, casi virginal. Muy al contrario del resto de féminas, ella parecía
conservar cierta bondad en la mirada. De hecho, eran sus ojos los que más resaltaban, verdes como la
hierba en primavera. Eneca nunca había visto unas pupilas de ese color tan intenso, invitaban a quedarse
mirándolas, como si de un bello paisaje se tratara.
Tenía un pañuelo anudado en la nuca, que usaba para sujetar su largo cabello oscuro.
Constanza la condujo hacia otra zona de baños, menos concurrida y lujosa. La despojó de toda su ropa
y Eneca quedó desnuda, con tan solo el colgante de muescas vistiendo su cuello.
—Debes quitártelo.
—No —respondió, echando la mano sobre él—, no me lo quitaré.
—Como tú quieras, pero él te lo arrancará cuando lo vea, y será mucho peor.
La acompañó hasta el agua, estaba ardiendo. La última vez que Eneca se había dado un baño caliente,
era una simple niña. Recordaba a la perfección cómo su abuela y su madre llenaron un barreño y la
introdujeron en él. Su madre cantaba una canción y su anciana abuela le lavaba el pelo. Había pasado
mucho tiempo desde aquello.
La bañera a sus pies era mucho mayor y olía igual que el bosque, como algunas de esas plantas que
nacen en la parte más frondosa. Aunque allí el aroma era más dulce, nunca había olido una fragancia tan
deliciosa, casi daban ganas de probarla.
Metió su pie derecho. Le quemaba la piel, pero también le gustaba aquella sensación. Continuó con el
otro y el efecto se reprodujo. Cuando se aclimató a la temperatura, se agachó e introdujo todo su cuerpo
bajo el agua. La mujer comenzó entonces a frotarle la espalda con una especie de piedra porosa. Al
principio le molestaba, pero no tardó en acostumbrarse a su tacto y a disfrutar de ello.
—Tienes que tener cuidado, no les gusta la competencia —susurró mientras esparcía un polvo azulado
por el agua.
—No hay nada que desee menos que... —Eneca amenazó con echarse a llorar, pero se contuvo.
—Tranquilízate, estás temblando. Te aseguro que hay cosas peores que... —Y se calló al ver unas
heridas de Eneca en sus muslos, había visto algunas similares en otras mujeres que se resistieron a los
hombres.
—¿Y tú? ¿A ti no te importa?
—Yo pertenezco a esta prisión —dijo Constanza con un acento singular, entrelazando las palabras de
tal manera que algunas no se entendían bien.
—No parece una prisión.
—Y, sin embargo, lo es. Quizá no la peor, ni la más cruel. Pero de igual manera es una mazmorra,
todavía más cruel que las del exterior. Pues la mayoría de las que entran aquí no quieren salir...
—¿Por qué?
—La miel es dulce, tanto si la coges de un panel de abejas, como si te la da tu verdugo antes de
ajusticiarte. Su sabor no cambia, pasa lo mismo con el lujo. Hay quien mataría por vivir en un lugar como
este.
—Wasqa, cuántos odian el solo oír su nombre. Pero ¿cómo es esta ciudad? ¿Tú has salido de la Zuda?
—No, pero me han contado todo sobre ella.
—Pues dime, háblame de este lugar.
—Wasqa es rica y muestra su prosperidad y su independencia acuñando monedas de oro con el
nombre de la ciudad: «No hay más dios que Dios. Solo Él. No hay compañero para Él», es lo que puede
leerse en ellas.
—¿Sabes lo que está escrito en las monedas?
—Soy una esclava, no una estúpida. Aquí hay que aprender muchas cosas si quieres sobrevivir, el
gobernador se cansa con facilidad de nosotras. Yo sé escuchar bien, a él le gusta contarme cosas, y una
vez me explicó la importancia de tener moneda propia, no solo por la riqueza, sino sobre todo por el poder
que confiere a la ciudad que las acuña.
»Para los musulmanes la unicidad de Dios es inquebrantable, les repugnan los dogmas cristianos
sobre la Trinidad.
—No creo que haya nada bueno en creer en un único Dios.
—¿Tú no eres cristiana?
—Claro que lo soy, pero no soy solo cristiana si es eso lo que me preguntas.
—No tengo ni la menor idea de qué me estás hablando.
—Tranquila, háblame mejor de esas monedas de oro, ¿tan importantes son?
—Sí, es una manera de propaganda —explicó con paciencia Constanza—, las primeras monedas se
acuñaron en el año cuatrocientos treinta y nueve.
—¿Hace tanto?
—Perdona, me refiero al año del calendario musulmán. Es diferente al cristiano, puesto que ellos no
fechan los años a partir del nacimiento de Jesús, sino a partir de la huida de Mahoma de La Meca a
Medina, la Hégira. Además, el calendario musulmán es lunar, y sus años son más cortos que el de los
cristianos, pues solo duran trescientos cincuenta y cuatro días.
—Se rigen por la luna, eso es fascinante. —Eneca cambió su mirada—. Constanza, dime, cómo es el
gobernador.
—Amable con sus súbditos —respondió sin dejar de frotar su piel—, yo diría que hasta es un buen
gobernarte. Aunque está enfrentado a su hermano Al-Muqtadir, rey de Saraqusta, llamado «el que todo lo
puede», el poderoso por Al-l¯ah.
—¿Y con vosotras?
—Un animal, parecen dos personas distintas. Y quizás en el fondo lo sean, quizá cuando se desnuda no
solo se quita la ropa, también la cordura.
—Lo lamento, sois todas tan jóvenes y hermosas...
—No te compadezcas tanto, tú ahora también eres una de nosotras. Debes prepararte —susurró con
pesadumbre—. Aunque, la verdad es que con las nuevas suele ser más amable, con vosotras y con las más
ancianas.
—¿También hay mujeres mayores?
—Cada vez menos, pero aún quedan algunas. La que tiene más influencia sobre él es Iguazel.
Al oír ese nombre, se erizó todo el vello de su cuerpo. El agua se volvió fría, como la de un riachuelo
de la montaña. Dejó de oler a perfume y el aire se volvió pesado, casi irrespirable.
—¿Qué te sucede? —se alertó Constanza—, todavía falta para que te visite, tranquila. Él nunca
entraría aquí.
—¿Dónde está esa Iguazel?
—Las primeras mujeres del gobernador de Wasqa están al final del pasillo, en una sala anexa a la que
se accede por una puerta vigilada. Ellas tienen libertad para moverse por todo el edificio, nosotras no
podemos salir de aquí.
—Quiero verla.
—¿A Iguazel? No es posible —dijo, negando con la cabeza y apretando más fuerte—, no tenemos
acceso a sus dependencias.
—Alguna manera habrá de comunicarse con ella.
—Podríamos enviar un mensajero, pero no sé si...
—Hagámoslo, por favor —Eneca se volvió y miró fijamente a la esclava—, te lo suplico.
—Si insistes, ¿qué quieres decirle?
—Que deseo verla.
Los ojos verdes de Constanza parecían confundidos, como si dudaran qué hacer. Como tampoco le
suponía esfuerzo en demasía, y aquello salía de la monotonía de Wasqa, accedió a ayudar a la recién
llegada.
53
Wasqa. Finales de septiembre del año 1060
Estaba a punto de caer la noche y Constanza untaba el cuerpo de Eneca con una crema de manteca de
cerdo, aceite de oliva y leche de almendra.
—¡Nunca te han depilado! —exclamó horrorizada—, tienes vello en todo el cuerpo. No puedes llevar
tantos días aquí y seguir así —dijo, dejando de inmediato las cremas, fue hasta una mesilla, trajo unas
piedras porosas y cuchillas—. Si el gobernador te ve así, lo pagará con todas nosotras, ¡qué horror!
—¡¿Qué haces?! —gritó dolorida Eneca.
—Lo que puedo, nunca había visto tanto pelo.
Una vez depilada, Constanza le aplicó una loción realizada con plantas maceradas en vino y en un
perfume a base de almizcle para aliviar el picor tras haber rasurado cada palmo de su piel. El resultado
era tan sorprendente que Eneca tardó en reaccionar. La esclava estuvo una hora con ella, un tiempo tan
largo que Eneca temió que aquello echara por tierra todo el plan de escapar de allí.
Terminó, su piel estaba tan suave como la de un niño. Al pasar la mano por sus muslos, sintió una
agradable sensación de placer.
—¿Siempre os...? Ya sabes, ¿cortáis todo vuestro vello?
—Es costumbre entre las concubinas —contestó la esclava, exhausta por el trabajo realizado.
Constanza le trajo un vestido largo, de seda azul con ribetes dorados, abierto en la espalda y los
antebrazos. La joven de las montañas tardó en recuperarse de la impresión. Nunca había visto nada
parecido, ni siquiera era consciente de que pudiera haber ropas de ese lujo y belleza. Tocó el suave tejido
entre sus dedos y admiró la decoración. Era difícil imaginarse llevándolo, ella, que durante largo tiempo
había vestido como un humilde novicio, ocultando su naturaleza, ahora no solo la mostraba sino que la iba
a exhibir. Le agradaba, pero por otro lado, le hacía sentir algo que ella no era. Las sandalias doradas y
decoradas con piedras brillantes aún le sorprendieron más.
Quizás estaba dejándose influenciar por los lujos de la capital de la antigua Marca Extrema.
Así que para no olvidar quién era, mientras Constanza estaba despistada, se hizo con una pequeña
tijera que había sobre uno de los sillones donde se tejía, y la ocultó entre sus ropas. Quizá tuviera que
utilizarla, nunca se sabe.
Cuando Constanza terminó de arreglarla, Eneca parecía otra persona, como si siempre hubiera estado
en el harén. Al regresar a la dependencia principal, las dos mujeres que la habían recibido quedaron
estupefactas, quizás habían subestimado a la cristiana salvaje de las montañas.
Constanza la condujo por un largo pasillo, con las paredes estucadas y decoradas con motivos
vegetales. Caminaron por una hermosa alfombra de trenzados imposibles, con colores marrones y verdes,
parecía un manto vegetal. Alcanzaron un portillo custodiado por dos soldados de extraño aspecto. Tenían
la piel pálida, las fracciones del rostro demasiado suaves para un varón, eran gruesos y conservaban
cierto aire infantil en su mirada.
Su acompañante habló con ellos en una lengua que no entendió, Constanza logró que abrieran la
puerta, y ambas pasaron a una sala escueta. Nada que ver con los baños y el lujo del espacio de donde
venían. En cambio, allí había unos grandes ventanales desde donde se podía ver la ciudad y, al fondo, las
montañas, sus montañas. Eneca sintió una punzada en su interior al verlas.
La mujer le pidió que esperase en la entrada, mientras ella se acercaba con cautela a una zona
decorada con arcos ondulados, de cuyo techo colgaban lágrimas de yeso. Sobre coloridas alfombras, se
disponía un espacio acondicionado con gruesos cojines y unas sillas con patas cruzadas. Un ventanal en el
techo hacía incidir una tenue luz sobre el centro de esa reducida sala, dotándola de cierto misticismo.
—Constanza, qué sorpresa verte —comentó la mujer que allí se relajaba, aspirando humo de un jarrón
de cristal—, no te prodigas últimamente.
—No, señora —respondió dubitativa—, no quería molestarte. Pero esta mujer ha sido la última en
unirse al harén e insistía en conocerte.
—Bueno, el gobernador ya no suele visitarme para esos menesteres. Si la ha adquirido no dudo de que
será hermosa —susurró con desgana—. Quiero conocerla, que se acerque.
Constanza levantó la voz para llamarla y Eneca avanzó de manera más decidida. Sin pedir permiso ni
esperarlo, se sentó en una de aquellas sillas.
Delante de ella, iluminada por una luz trémula, se dibujaba un perfil de mujer. Tenía el pelo
descubierto, aunque recogido en un moño. A pesar de estar sentada, parecía alta, con el cabello ondulado
y largo. Gestos pausados, no de forma artificial, sino todo lo contrario, formando parte de su forma de
expresarse, como si mover las manos fuera lo mismo que abrir los labios.
—Así que tú eres la nueva, eres diferente a sus últimas adquisiciones. No sé si le gustarás, creo que
eres solo una novedad, pronto se cansará de ti. Así que no te acostumbres a esto —volvió a aspirar el
humo a través de una boquilla dorada, después lo expulsó contra el rostro de Eneca, que no se inmutó
ante la provocación.
La joven no respondió, se quedó mirando a la mujer en silencio, como queriendo ver más de lo que la
penumbra mostraba.
—¿Eres acaso tímida? ¿Por qué no dices nada?
—Lo siento, Iguazel —se disculpó Constanza, avergonzada por la indiferencia de Eneca—. Conmigo sí
es directa y habla sin miedo.
—Ya imagino —ninguneó a la esclava—. Joven, no tengo tiempo para esto. Querías verme, pues bien,
aquí estoy, ¿qué quieres de mí?
—¿Cuánto tiempo llevas en este lugar?
—Que cuánto tiempo... ¿qué te importa a ti eso?
—Me gustaría saberlo.
—Veinte años, creo... —dudó como si allí dentro el tiempo fuera distinto—, puede que más, hace
mucho que dejé de contarlos. Además, antes fui esclava en otro lugar que prefiero no recordar.
—¿Y no has pensado nunca en escapar?
—¡Estás loca! —interrumpió Constanza—, ¿cómo va a escapar? Perdónala, Iguazel, es una salvaje y...
—Tranquila, ya aprenderá, como yo lo hice una vez.
—No, yo no me someteré, como no debiste hacerlo tú.
—¿Cómo? Pero... ¿tú quién eres? ¿Te crees capaz de darnos lecciones?
—Alguien que precisamente no ha olvidado quién es.
—No entiendo nada. Nadie viene aquí a insultarme y menos una...
Iguazel se calló y salió de las sombras de su refugio, aquella mujer poseía unos ojos oscuros, aunque
no tanto como los de Eneca, y el pelo blanco como la nieve. Aparentaba muchos años, más que en la
mirada en su propio rostro, como si le pesaran en mayor medida. Parecía furiosa por la conversación, pero
al ver más de cerca los ojos de la nueva esclava algo en su cara cambió. Hizo una mueca de confusión,
como si estuviera leyendo algo en un idioma que no entendía, aunque le parecía familiar. Como si no
lograra enlazar palabras, pero estuviera a punto de conseguirlo.
Por su parte, Eneca apretó los dientes y los puños, lo hizo con fuerza, tanta que empezaron a
temblarle los brazos de la tensión. Mantuvo la mirada de Iguazel, como si fuera un reto, una manera de
saber quién era la más fuerte.
A su lado, Constanza no entendía qué estaba sucediendo. El ambiente estaba tan cargado que no
podía respirar, como si le ahogaran unas manos imaginarias alrededor de su garganta. Algo estaba a
punto de suceder, como en el instante antes de desatarse una tormenta, cuando todo parece en calma y de
pronto se mueve un aire frío, que gana fuerza por momentos y aparecen las primeras gotas y con ellas se
escucha un trueno. Lejano, pero rotundo, al que siguen otros, y las gotas caen con más virulencia, más
sonoras, hasta que se desata la tormenta de una forma brutal, sin dar ya tregua.
—No es posible. —Iguazel tuvo que echar mano al reposabrazos de una de las sillas para no
tambalearse—. No puede ser... ¿Eneca?
—Sí, estoy aquí.
—Pero... creía que...
—Supe que eras tú en cuanto Constanza me dijo tu nombre, sabía que estabas viva. Te veía en mis
sueños, triste y sola —afirmó sin vacilar—. Ahora entiendo el porqué.
—Déjame que te explique... —Iguazel se levantó y se arrodilló a los pies de la nueva esclava—. Qué
más da eso, estás viva, estás bien y ahora... estamos juntas. —Y le tocó la cara con ambas manos.
54
Alrededores del castillo de Bolea.
Octubre del año 1060
Con una luna decreciente oculta entre nubes bajas, un grupo de cincuenta hombres esperaba oculto
entre la vegetación el cambio de guardia de las murallas que rodeaban la ciudad de Bolea. Las torres de
su imponente castillo pespunteaban en lo alto de uno de los extremos del recinto, en una plataforma sobre
un escarpe rocoso. La puerta de acceso a la población estaba flanqueada por dos torres rectangulares, y
en cada una de ellas había un vigía. Sobre el adarve de la muralla, cada cuarenta pasos, otro soldado
hacía guardia.
Según lo que habían podido observar, el trasiego se producía antes del amanecer. Quedaba ya poco,
por lo que los vigilantes estarían cansados y deseosos de ser relevados.
Ava imitó el sonido de una lechuza, y cuatro hombres envueltos en ropas oscuras y con el rostro
ennegrecido avanzaron hacia Bolea. El primero de ellos se agachó al llegar a la muralla. El segundo, a su
lado, permaneció de pie, mientras que el tercero lanzó un garfio atado a una soga que se clavó entre los
merlones y lo tensó. El cuarto llegó en un santiamén para apoyar su pie derecho en las manos del
segundo, el izquierdo en la espalda del primero y escalar por la cuerda como una ardilla.
La arquera repitió otras dos veces el mismo sonido, y esta vez fueron dos encapuchados los que
salieron hasta situarse a unos cincuenta pies de la muralla. Después, miró al resto de hombres que tenía a
la espalda, entre ellos Fortún, Demetrio y Galindo; Isidoro y el sacerdote permanecían en la retaguardia
con las monturas. Aquel día, el sacerdote le había dado a Galindo una maza con cabeza de bronce
terminada con púas de metal. El religioso estaba demasiado anciano para combatir, pero nadie pudo
impedir que fuera hasta Bolea.
Ava alzó su brazo y todos se colocaron en alerta. Mientras, el hombre que trepaba por la muralla
alcanzó el adarve y se movió hacia la primera torre que defendía el acceso. La escalera de madera que la
separaba del camino de ronda solo tenía tres peldaños, los subió con ligereza y se colocó detrás del
guardia que bostezaba con ímpetu, cuando soltó un leve gruñido que fue amortiguado por la mano de su
asesino, que le degolló sin complacencias. Acto seguido, lo agarró hasta que juntos cayeron sobre el suelo
sin hacer apenas ruido.
Se limpió la sangre de las manos en el muro y miró de reojo entre los merlones para comprobar que el
guardia de la otra torre no se había percatado de nada. El sarraceno seguía recostado en el hueco de la
almena, mirando hacia el oriente, como anhelando que el sol asomara cuanto antes.
No iba a llegar a verlo, el encapuchado le sorprendió de nuevo por la espalda y le clavó hasta tres
veces la punta del cuchillo a la altura de los riñones. Esta vez, el guardia sí pataleó e intentó un grito
desesperado, pero el cristiano soltó el cuchillo y lo acalló con las dos manos en su boca, esperando que las
punzadas hicieran efecto y se le fuera la vida por ellas.
Se levantó con los músculos agarrotados del esfuerzo y, con la respiración entrecortada, guardó el
cuchillo y cogió la espada curva de su difunto enemigo. Bajó la empinada escalera que descendía hasta el
suelo de la entrada y buscó cómo quitar el madero que atrancaba la puerta. Era pesado, preparado para
ser liberado por al menos dos hombres. Así que buscó hacerlo en dos tiempos, primero elevó un extremo,
que salió del cierre, y después lo golpeó con todas sus fuerzas para que corriera por fuera y cayera del
otro lado, dejando la puerta libre.
No contaba con el ruido que hizo al golpear el suelo y que alertó a los guardias del camino de ronda.
Antes de que dieran la alarma, empujó las hojas hacia fuera y la puerta de la ciudad de Bolea se abrieron
a sus asaltantes.
Sus tres compañeros entraron espada en mano, y un grito rasgó el silencio de la noche, un grito al que
le siguieron docenas. Habían sido descubiertos, la guardia de Bolea estaba dando la voz de alarma.
Al instante, una pareja de defensores salió corriendo desde ambos lados de la muralla que nacía en la
puerta. No pudieron dar muchos pasos, sendas flechas los derribaron y cayendo uno allende la muralla y
el otro sobre un carromato dentro de la población.
Ya hacía tiempo que Ava había bajado su brazo, y como llevados por los demonios de la noche, más de
cuarenta cristianos entraban por las puertas de la ciudad de los infieles. Aunque el factor sorpresa se
había perdido, la arquera lo tenía claro y se encaminó por la calle principal hacia el castillo, seguida del
resto de cristianos.
Cuando llegaron a la fortaleza, tenía la puerta cerrada, y los muros ganaban en mucha altura a los de
la muralla perimetral. Los guardias que había en la parte superior tardaron en entender que estaban
siendo atacados, y para entonces Ava ya había hecho blanco en medio del pecho del primero de ellos; el
siguiente no corrió mejor suerte.
—¡Vamos! —gritó Galindo—, no os detengáis.
Tras Ava apareció una de las escalas que los propios sarracenos habían utilizado en su intento de
asalto de Loarre. La clavaron en el suelo y la empujaron hasta que cayó a una altura incluso superior a la
de los merlones. La arquera fue la primera en trepar por ella hasta lo alto de la muralla para saltar
después al patio de armas, donde un infiel quedó paralizado al verla. Allí, en la oscuridad de la noche,
ante su esbelta figura, su oscura presencia y los enormes ojos azulados, el sarraceno creyó estar viendo
un ser de otro mundo. Se arrodilló y extendió los brazos por el suelo, orando en su inteligible lengua.
—Levanta, infiel.
Él entendió su lengua, alzó el tronco superior y Ava giró sobre sí misma para rebanarle el cuello con el
filo de su espada y seguir corriendo hacia el pabellón residencial del castillo. Galindo abrió la puerta de
un puntapié. No encontraron resistencia. Ava volvió a tomar la iniciativa para subir al siguiente piso, allí
encontraron despertándose al cuerpo de guardia principal.
—Nosotros nos encargamos, ¡corre! —gritó el pamplonés, que acto seguido cerró la puerta—. ¡Buscad
algo con que atrancarla! ¡Rápido!
Los guardias de Bolea avanzaron contra el de Baztán con sus lanzas terminadas en una punta y con
forma de hoja de olivo. Galindo esquivó los primeros ataques y contraatacó rajando el cuello del que tenía
más próximo y dándole un golpe mortal de maza en el rostro al otro.
Ava aprovechó para continuar y subir al siguiente nivel. Allí encontró por fin a media docena de sus
hombres bien armados.
—Eso está mejor, nos divertiremos.
Detrás de ella surgieron otros tantos cristianos que se enzarzaron en un combate mientras ella se
internaba hasta el siguiente tramo de escalera, que estaba en el otro extremo del piso. Subió dando saltos
hasta el último escalón, donde se detuvo y vio cómo la punta de una lanza se clavaba a escasos dedos de
su cara. La sujetó con ambas manos y tiró de ella.
—¡Acabad con él! —gritó a quien iba detrás de ella, que no era otro que Demetrio.
El soldado dio un buen tajo en la mano del sarraceno que la sujetaba, Ava le empujó y ambos entraron
en la sala, donde tres hombres les esperaban. Dos de ellos todavía tenían el torso desnudo, pues no les
había dado tiempo ni a vestirse, pero portaban espadas y sabían utilizarlas.
No iban a ser rivales. Fortún llegó con más hombres, cuando un sonido agudo retumbó en toda la
fortaleza. El rostro de los defensores cambió, una sonrisa se dibujó en ellos.
—¿Qué ocurre? —inquirió Fortún.
—Que estáis muertos —respondió uno de los musulmanes en un torpe, pero entendible, romance.
—Todo el pueblo se levanta en armas, debemos darnos prisa y huir —advirtió Ava—, si este conoce
nuestra lengua, debe de ser alguien importante. Habla, ¿quién eres, infiel?
—Soy el gobernador de Bolea, y por Al-l¯ah, que pagaréis con vuestra vida semejante ofensa.
—Y yo juro por Dios, Nuestro Señor, que unos cobardes como vosotros que raptáis mujeres
indefensas, arderéis en el infierno eterno.
—¿De qué estás hablando?
—Lo sabes perfectamente —espetó Ava, acercándole la hoja de su espada al pescuezo—, después del
asedio capturasteis una cristiana en las montañas, ¿qué ha sido de ella?
—Alto, no fuimos nosotros.
—¡Maldito mentiroso! —Ava apretó el filo contra su piel.
—¡Espera! ¿Qué tipo de argucia es esta, gobernador? —Fortún cogió a la arquera por el brazo.
—Ninguna, yo tengo jurisprudencia sobre el castillo de Bolea y las tierras a sus pies, no sobre la
frontera. Eso es territorio exclusivo del señor de la Marca Extrema, si por mí fuera, habría atacado hace
años, pero mi señor no lo quiso así.
—¿El gobernador de Wasqa?
—Así es, y más exactamente su general, Yusuf. Él atacó Loarre con refuerzos llegados de Saraqusta y
es cierto que, días después, él vino con una prisionera cristiana. Durmieron aquí cuatro noches y
marcharon de regreso a Wasqa, no sé más sobre la mujer.
—¿Cómo sé que no mientes? —inquirió más agresivo Fortún.
—¿Y por qué iba a hacerlo? Mis hombres van a mataros igual, pero eso no quita para aclarar la verdad
y demostraros que vais a morir por nada. Pues nada tenemos que ver con esa sucia cristiana que buscas.
—Salgamos de aquí. —Ava cogió a Fortún del brazo y tiró de él hacia las escaleras, dos hombres más
les cubrieron.
Bajaron dos pisos más, hasta donde Galindo y cinco hombres aguantaban a duras penas los
empentones del otro lado de la puerta.
—Hay que irse —ordenó la arquera.
—¿Ahora? —Galindo apenas podía hablar—. ¿Y cómo se supone que vamos a hacerlo?
Ava tomó una antorcha y la colocó a los pies del pamplonés, después se deshizo de su capucha y avivó
el fuego. Cuando las llamas alcanzaron el dintel de la puerta, descendieron a la planta baja, antes de que
los musulmanes lograran apagar el conato de incendio. Abajo les esperaban el resto de hombres, que
contenían al grueso de los sarracenos, mientras que por la puerta de entrada se aproximaba una
muchedumbre armada con azadas, hoces, palos y cuchillos. La arquera sacó una de sus flechas, la acercó
a uno de los fuegos que iluminaban la torre y cuando prendió, tensó el arco y la disparó contra el cielo
nublado.
Para entonces todos los asaltantes habían salido de la torre y Galindo y los más fuertes se esforzaban
en atrancar la última puerta. No tuvieron que hacerlo por demasiado tiempo, un estruendo retumbó al
otro lado de las murallas y al patio de armas entraron varios jinetes portando fuego, prendieron los
pesebres, los tejados de paja y del castillo y los establos.
—¡Rápido! —gritó Galindo a la vez que reventaba con su maza el cráneo de un esbelto infiel.
Isidoro encabezaba a los jinetes recién llegados de la retaguardia, que habían llegado con las
monturas abriéndose paso con sus antorchas. Ava saltó sobre un vigoroso corcel negro, Fortún y Galindo
también tomaron montura y salieron al galope del recinto fortificado, atropellando a la masa de aldeanos
que intentaban retenerles.
La confusión y la oscuridad de la noche fueron sus mejores aliados. La mayoría logró llegar a las
puertas de la ciudad, todavía custodiadas por unos pocos de los suyos, y salieron a campo abierto. Los
arqueros musulmanes habían formado y disparaban contra ellos en su huida. La primera de sus descargas
alcanzó a varios hombres, prepararon la segunda, pero para entonces, la mayoría de asaltantes estaban
fuera de su alcance.
No se detuvieron hasta llegar al espesor del bosque. Ya a salvo, los cristianos se percataron de sus
numerosas bajas, entre ellas una inesperada.
En el patio de armas, junto a la puerta de acceso al castillo agonizaba Demetrio, con dos flechas en la
espalda; un río de sangre corría por sus piernas mientras él se arrastraba por el suelo.
Un niño se acercó a él y lo observó con curiosidad, llamó a su padre y señaló al soldado. El sarraceno
lo cogió por el pelo y tiro de él, Demetrio gruñó de dolor. Lo siguiente fue sentir cómo un cuchillo lo
degollaba.
55
Wasqa. Octubre del año 1060
Todas las mujeres del harén estaban preciosas aquella noche, algunas vestían capiellos sobre sus
cabezas, una especie de tocados cónicos de pergamino, forrados de lino o recubiertos por una larga banda
de almaizar, con telas adornadas con un orillo de color. Otras llevaban sensuales velos, mayores que una
toca, que les cubrían tanto su cabeza como los hombros. Los insinuantes vestidos estaban confeccionados
con ricos tejidos. Las joyas brillaban en sus muñecas, sus cuellos y sus tobillos. Miradas de todos los
colores, pieles de variadas tonalidades; esbeltas, carnosas, ágiles, distinguidas. Había tantas mujeres, y
tan diferentes, que Eneca no podía dejar de mirarlas.
La puerta se abrió y la hermosa pelirroja entró provocando el silencio. En el tiempo que llevaba allí,
Eneca había oído que ella era la favorita del gobernador. Desde luego era hermosa y alta, tenía unas
piernas interminables, y el color rojizo de su pelo seguro que embriagaba de deseo a los hombres.
Caminó por la sala y se detuvo frente a Eneca.
—El gobernador reclama tu presencia.
—¿A mí?
—Sí, eres más tonta de lo que creía —le espetó, riéndose en su cara—. A ver de qué eres capaz,
salvaje.
Eneca miró a un lado y a otro buscando a Constanza, ya era tarde. La rodearon una docena de
esclavas que la empujaron hacia la puerta. Dos fornidos guardias la esperaban allí y la escoltaron a través
de los palacios de la Zuda. Mientras, ella buscaba una salida con la mirada, pero era inútil.
Constanza quedó abatida en el harén, se retiró a un rincón e hizo algo que hacía mucho tiempo que no
realizaba, juntó las manos y comenzó a rezar un padrenuestro.
Las hojas de las puertas del harén se volvieron a deslizar una hora después, las esclavas quedaron
mudas al ver regresar tan pronto a Eneca, que entró dando pequeños pasos, con la mirada cabizbaja y los
hombros echados hacia delante.
Los murmullos la rodearon. Eneca no se detuvo en ningún momento y continuó hasta el lugar donde la
esperaba Constanza.
—¿Estás bien? —preguntó nada más verla.
—Sí. —Eneca fingió una mueca que recordaba a una sonrisa, pero que no lo era.
—Ha sido muy breve, ¿qué ha sucedido con el gobernador?
—¿Tú qué crees?
—Pero él nunca es tan rápido y menos con una nueva.
—¡Tú! —La pelirroja y el resto de mujeres la rodearon de nuevo—. Cuéntanos qué ha pasado, ¿por qué
has regresado tan pronto?
—No es asunto vuestro, preguntadle al gobernador si lo deseáis saber.
—¿Por qué tenéis tanto interés? —salió en su auxilio Constanza—. ¡Dejadla en paz! ¿Acaso no veis que
no se encuentra bien?
—Tú no te metas, no eres quién para darnos órdenes. —La pelirroja usó un tono de voz autoritario y el
resto asintió—. Solo hay dos explicaciones para que el gobernador haya terminado tan pronto contigo. O
no le has gustado, lo cual no me extrañaría, o...
No terminó la frase, y el resto de mujeres la miraron extrañadas, las pupilas de la esclava de melena
rojiza se dilataron y una duda recorrió su rostro. Más de una se preguntó qué le pasaba, todas ansiaban
escucharla, pero el silencio continuó, hasta ser demasiado incómodo para romperlo con facilidad.
—¿Qué ibas a decir? ¿Te has atragantado con tu propio veneno? —Constanza vio la oportunidad de
atacarla—. Y vosotras —alzó la voz—, ¿no tenéis nada mejor qué hacer? Sois todas unas envidiosas,
llegará el día en que el gobernador se canse de vosotras y os eche a sus guardias, ¿y entonces qué? ¿Qué
haréis ese día? Más os valdría preocuparos de eso y dejar a Eneca en paz.
Las esclavas se retiraron cabizbajas, algunas aún tuvieron ánimo de cuchichear y ofrecer calificativos
ofensivos respecto a Constanza. La más joven de todas había alzado la voz como si fuera ella la
gobernanta del harén y había funcionado. Al menos, había logrado que todas se alejaran, incluso la
pelirroja, que no salía de su confusión.
—Gracias. —Eneca tenía la voz débil.
—No sabes el tiempo que llevaba queriendo decirles algo parecido, casi la que te lo tiene que
agradecer soy yo.
—Eres una mujer maravillosa, mucho mejor que cualquiera de ellas.
—Tonterías, ¿a mí tampoco me lo vas a decir? —inquirió con dudas Constanza.
—Otro día, ahora necesito dormir.
Al día siguiente, las llamadas a la oración despertaron a Eneca, que se incorporó con dificultad y salió
a la sala principal del harén. Aunque aún estaba somnolienta, acertó a presentir que el ambiente parecía
extraño. Demasiado silencio, las mujeres con la cabeza baja, las velas apagadas, el incienso apenas se
percibía, la balsa de agua vacía...
Constanza fue la única que reaccionó al verla y fue hacia ella. La cogió de la muñeca y la llevó hasta
una de las pequeñas salas contiguas.
—¿Qué tal estás?
—Mejor, gracias de nuevo por lo de ayer.
—Calla, lo importante es que te recuperes.
—¿Qué sucede? —Eneca volvió a echar un ojo al resto de mujeres—, está todo muy calmado, ¿ha
muerto alguien?
—Va a morir mejor dicho —respondió Constanza mientras echaba una mirada alrededor—, han llegado
noticias de la frontera.
—¿Y? ¿Qué ha pasado?, ¿por qué tanto misterio?
—Los cristianos han atacado Bolea.
—¡Bolea! Es la plaza frente a Loarre, ¿quién ha sido? —Eneca despertó de repente, puso sus manos
sobre los hombros de Constanza y la zarandeó, como si moviéndola fuera a caer antes la respuesta.
—Los hombres de Aragón atacaron de noche, por sorpresa. Penetraron en la población y llegaron
hasta el castillo.
—¿Y qué pasó luego?
—Parece ser que ocasionaron grandes destrozos y muchas bajas. Después huyeron, las noticias no
están claras, pero...
—Pero ¿qué? ¡Dime!
—El gobernador está disponiendo a su ejército para salir de inmediato hacia allí. Si han atacado desde
Loarre... —sus ojos languidecieron—, lo siento, Eneca, tomarán represalias... Tu gente está en peligro.
56
Loarre. Diciembre del año 1060
El sol se adormecía entre bostezos anaranjados, la penumbra surcó el valle como un águila, cuya sombra
avanzaba por la tierra, sumiéndola en un profundo sueño. Solo las montañas del occidente resistían
todavía despiertas, sus siluetas también se tornaban difusas, como un recuerdo de infancia. Fortún miró al
cielo en busca de Su Señor, Él debía marcarle el camino. La construcción de aquel castillo era su forma de
complacerle, sabía que era su voluntad y por esa razón trabajaba hasta desfallecer. Era Él quien le guiaba
cada día en sus trabajos, quien dirigía su mano sobre los planos de los pergaminos.
Sin embargo, había permitido que Eneca fuera llevada cautiva a Wasqa. A pesar de que habían
logrado infiltrarse en Bolea, a costa de perder buenos cristianos como Demetrio, no había servido de
nada. Eneca estaba presa en la capital de la antigua Marca Extrema. Una ciudad inexpugnable, conocida
como la de las noventa y nueve torres. Jamás un ejército cristiano había logrado acercarse a ella.
—Fortún, no podemos hacer más —era Ava la que hablaba desde un extremo de la alargada mesa de
la casa de reuniones de la aldea.
—¿Tan difícil es?
—Solo somos un puñado de hombres, sus murallas son altas y robustas, jalonadas por torres, y
cuentan con los mejores arqueros bereberes, traídos de los confines del mundo. Conocen las mejores
tácticas de combate. Usan arcos especiales para que sus enemigos no puedan reutilizar las flechas que
lanzan. Las llegan a montar sin culatín y, en otras ocasiones, tienen por terminación una hoja afilada, de
tal manera que al intentar dispararlas desde otros arcos, cortan la cuerda y lo inutilizan.
—Logramos entrar en Bolea y también parecía imposible.
—No es lo mismo. ¿Cuántos musulmanes viven en Wasqa? ¿Cuántos soldados están al mando de ese
tal Yusuf?
—No lo sé.
—¿De verdad crees que medio centenar de hombres podrían siquiera acercarse a sus murallas? —le
preguntó Ava, apretando los puños y subiendo el tono de su voz—. Nos matarían en cuanto enfiláramos el
camino.
—¿Y qué hacemos? ¡Dime! —espetó Fortún nervioso—. ¿Nos quedamos de brazos cruzados y ya está?
Ava se llevó una manzana a la boca y le dio un buen mordisco.
—¿Por qué me ayudaste a ir a Bolea?
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—Pensaba que Eneca y tú..., no sé —se calmó y masticó las próximas palabras—, no creí que fuerais
amigas.
—Y no lo somos, es más, Eneca no me gusta, me parece un ser peligroso —confesó con sus ojos
azulados, brillando como estrellas.
—¡Peligrosa! ¿Eneca? No entiendo nada.
—Claro que no, eres un hombre —le recriminó—. ¿Por qué crees que fui a por ella y movilicé a todos?
—Te juro que no lo sé, por eso estoy ahora preguntándote.
—Para lo que sirvió... hubiera sido mejor no ir.
—Había que intentarlo —dijo con un aire de pesadumbre que no pudo disimular—. Necesito ser
sincero con alguien, y no creo que haya nadie con el que pueda serlo más que contigo. Sé que Eneca ya no
volverá, que será vendida como esclava.
—Yo no creo que el destino de ningún hombre o mujer esté escrito, ni que Dios influya en él. Cada uno
labramos el nuestro, igual que son talladas las piedras. Algunos golpes del martillo son duros, dolorosos,
pero necesarios para dar forma al sillar —dijo aún con sinceridad en su voz—. Así somos nosotros, como
una roca, fuertes, más de lo que imaginamos.
—Por mucho que lo sea un hombre... hay veces...
—No estoy hablando de vosotros —interrumpió—, Fortún, no subestimes nunca la capacidad de una
mujer para sobrevivir, cometerías un grave error.
—¿Me ayudaste porque era una mujer?
—De verdad que no entiendes nada —musitó enojada—, lo hice porque tú la quieres. ¡La ayudé por ti!
—¿Por qué?
—Deja de parecer un imbécil, o terminarás siéndolo. Te he visto cómo la miras desde el primer día,
cómo se entrelazan vuestras miradas susurrándose silencios, cómo tiemblas cuando estás cerca de ella,
cómo se te atraganta la voz cuando le hablas... La tomaste como esposa, hiciste bien, pues la amas con
locura —pronunció las últimas palabras con dolor en la mirada—. Y lo sé, porque es lo mismo que me
sucede a mí cuando estoy frente a ti.
—Ava, yo...
—Te lo he advertido antes, no digas ni una sola palabra más y guárdate tu gratitud, no la quiero, para
nada me sirve.
La arquera dio media vuelta y se marchó de allí sin que Fortún pudiera impedírselo, él sabía que nada
la hubiera detenido.
La misa del domingo fue la más triste desde el día del asedio. Se guardó luto por los caídos, cuyos
cuerpos habían quedado en Bolea, y también por Eneca, ya que para la mayoría era mejor darla por
fallecida. Mejor morir que convertirse en la esclava de un infiel. El sacerdote era uno de los más
afectados, compungido y con un halo de tristeza en la mirada. Eligió tres lecturas del Antiguo Testamento.
—El que maltrate a su prójimo será tratado de la misma manera; fractura por fractura, ojo por ojo y
diente por diente, es decir, recibirá lo mismo que él ha hecho al prójimo. El que matare a una bestia, la
pagará y el que matare a un hombre morirá.
El sacerdote escupía los versos bíblicos alzando la mano derecha, con el dedo índice arriba, como
recordando al mismo Dios sus propias palabras. Pues no sonaban a una advertencia, sino más bien
confirmaban una sentencia.
—No tendrás compasión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente.
De los envejecidos labios del sacerdote, brotaron palabras encolerizadas, que rebotaban por los muros
pétreos de la única nave de la iglesia de Loarre, como si no pudieran salir de allí, como si estuvieran
atrapadas en la casa del Señor.
—Pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, herida por herida, golpe por golpe —pronunció, extenuado por el esfuerzo.
En ese momento, la estrecha puerta del templo se entreabrió y un viento helador se coló entre los
fieles, buscando con ahínco la ventana en forma de saetera que presidía el altar de piedra.
Se hizo el silencio, como si el viento se hubiera llevado todas las palabras y se oyeron unas pisadas.
Más de uno se arrodilló y se santiguó. El mismo sacerdote, quedó perplejo y fue incapaz de continuar
leyendo la Biblia. Fortún miró de reojo a Ava, y esta negó con la cabeza.
Una alargada sombra se extendió desde el umbral de la puerta por todo el suelo de la nave hasta
alcanzar el mismísimo altar. En ese momento, ya nadie permaneció de pie a excepción del cura, Fortún y
Ava. Tras la alargada sombra apareció Aznárez, tenente del castillo, sacudiéndose sus guanteletes.
Levantó la vista y entró decidido en la iglesia.
Los feligreses de Loarre, todavía boquiabiertos, miraron al sacerdote, que, contrariado, decidió
continuar con la liturgia e hizo una señal al coro para que entonara uno de los salmos.
La misa continuó sin más sobresaltos, el propio tenente del castillo pasó a comulgar en primer lugar,
después lo hicieron el resto de los presentes. Al finalizar la ceremonia, todos abandonaron la iglesia en un
enrarecido ambiente.
Aznárez esperaba a la salida que todos se inclinaran ante él, el último en llegar fue Fortún.
—Maestro de obras, tenemos que hablar.
Juntos caminaron hasta el centro del patio de armas, mientras las demás gentes abandonaban el
recinto, custodiadas por la guardia del caballero, que presidía la entrada con sus lanzas en alto y portando
ropas de guerra.
—Fortún, el castillo parece casi concluido.
—Así es, hemos rehecho las partes afectadas por el ataque.
—Nadie duda de tu valía como constructor. En eso nada tengo que objetar, pero ha llegado a mis oídos
algo difícil de creer.
—¿A qué os referís?
—Al parecer, hay quienes dicen que arriesgasteis a mis hombres para ir a un rescate suicida en la
fortaleza de Bolea. —Aznárez rio—. Por supuesto que yo no les he creído, por nada pondría en entredicho
tu buen juicio.
—Mi señor, dejadme que os explique.
—Por lo que es necesaria una explicación, ummm, qué mal cariz está tomando este asunto.
—Veréis, tras nuestra victoria frente a los sarracenos, ellos hicieron una incursión y capturaron a uno
de los nuestros.
—Terrible noticia.
—Así es, era un miembro relevante de la comunidad, así que armamos un grupo de hombres y
trazamos un plan para infiltrarnos en Bolea y rescatarla.
—¿Rescatarla?
—Eso es.
—Ya veo. —Aquellas palabras sonaron diferentes, como si acompañaran algún reproche—. ¿Quién talla
los sillares de la ampliación?
—Un grupo de canteros.
—¿Quién los dirige?
—Isidoro, el mejor en su oficio.
—No lo dudo. La madera imagino que la talan fornidos hombres en las montañas y luego los
carpinteros le dan forma —dijo mientras daba unos pasos por el patio de armas, observando las defensas
—. Igual que creo que los duros trabajos de levantar pesos los hacen algunos de los jóvenes que he visto
en la iglesia, y que los pastores se ocupan del ganado y los campesinos más capacitados del campo.
—Todo correcto, mi señor.
—Y, por último, que las mujeres lavan la ropa y hacen la comida.
—Bueno, sí, es lo que hacen la...
—Y, sin embargo, tú expones a mis mejores hombres a un asalto imposible a la fortaleza musulmana
más importante de la frontera, y todo ello, para rescatar a una mujer que lava la ropa y hace la comida.
¿Tan buena cocinera es? —No le dio tiempo a Fortún a responder—. Tiene que serlo, desde luego, o sus
habilidades son más de alcoba, ¿tan satisfecho te deja?
—Mi señor, no oséis insultar a mi mujer o...
—¿O qué? —dijo, levantando la voz—, ¿estás loco? Es que acaso mi maestro de obras piensa más con
la entrepierna que con la cabeza, ¿es eso? ¡Dime! —gritó enojado el tenente.
—Os aseguro que no, Eneca es la encargada de sanar a nuestros heridos, de ir al bosque a por
plantas...
—¿Cómo? ¿No será una bruja?
—No, nada de eso.
—Madre de Dios, ¡claro que es una bruja! Y te ha embrujado, ahora entiendo que accedieras a tal
locura. Me temo que no me queda otra solución que relevarte como maestro de obras de Loarre.
—¡Mi señor! ¿Qué estáis diciendo? No podéis hacer tal cosa.
—¡Silencio! ¿Me vas a decir tú qué puedo o no hacer yo en mi castillo? Me has defraudado, Fortún, y
por desgracia mi confianza es difícil de volver a ganar. —Le miró con resignación en los ojos y le dio la
espalda—. Deberás marcharte de Loarre.
—¡Marcharme! ¿Dónde? Yo solo sé construir, este castillo lo es todo para mí.
—Si sabes levantar castillos, también podrás hacerlos caer, ¿no crees? —El tenente arqueó las cejas—.
Ramiro I acaba de acordar un doble matrimonio, con el objetivo de frenar el empuje en la frontera oriental
del conde de Barcelona, Ramón Berenguer.
—¿Doble? No os entiendo.
—Su hija Sancha se desposará con el conde de Urgell, e Isabel, hija del conde urgelino, con el
primogénito del rey, el infante Sancho Ramírez, el heredero al trono de Aragón.
—Una alianza.
—Y fuerte, el Condado de Urgell y el Reino de Aragón unirían sus fuerzas frente al conde de Barcelona
que ha comprado castillos en tierras que pertenecen a la Ribagorza y, por tanto, a Ramiro.
—Pensaba que nuestro enemigo eran los infieles.
—Un reino joven y pequeño como este tiene más de un enemigo y escasos amigos, por eso es tan
importante esta alianza. Con ella se cierra a Barcelona el acceso al importante valle del Cinca. Id allí,
ayudad al rey y consideraré retirar mi castigo, creo que es bastante justo.
57
Wasqa. Febrero del año 1061
Constanza estaba cosiendo unos abalorios en un cinturón de cuero que le gustaba llevar ceñido sobre la
saya. Manejaba con soltura la aguja y el hilo, entraba y salía del material con destreza. Cuando daba las
últimas puntadas, alguien puso la mano con delicadeza sobre su hombro derecho.
—Eneca, pensaba que ya no ibas a levantarte hoy —susurró sin levantar la vista del cinturón.
—Hay algo que debo contarte.
Constanza detuvo su labor y alzó la mirada, los ojos de Eneca estaban vidriosos y enrojecidos, había
llorado, había tenido que llorar mucho por su aspecto.
—¿Qué te ocurre? Tienes que tranquilizarte, poco a poco te acostumbrarás a estar aquí.
—No es eso.
—¿Es por Loarre?
—Tampoco.
—Eneca, ¿qué ocurre?
—Estoy embarazada.
Iguazel sostenía un cántaro de agua en sus manos, con él regaba una de las plantas de la estancia.
Nadie más había en aquel lugar, ni se escuchaban ruidos ni conversaciones, solo el aleteo de algún
vencejo cerca del ventanal desde el que se veían las montañas. Llevaba una banda de tela coloreada, que
rodeaba toda su cabeza sujetando un velo blanco, vestía una prenda sin mangas sobre el brial, con
aberturas en los dos costados, encordados con aberturas estrechas, mucho vuelo y ajustada a la cadera
mediante un cinturón de cuero.
Dos golpes en la puerta y, al abrirse, entraron Eneca y Constanza, la ausencia del gobernador les
había permitido a madre e hija tener tiempo para volverse a conocer. Aunque tenían que guardar las
formas, lograban verse. Así fueron recuperando parte del tiempo perdido. Pero aquel día, cuando Eneca
entró por la puerta, su madre no tardó en percatarse de que algo sucedía.
—Iguazel —Constanza tomó la palabra—, tenemos un problema.
Cuando la más mayor de las mujeres del harén escuchó lo que había sucedido, tuvo que sentarse para
poder asimilar la noticia.
—El gobernador regresará pronto de Bolea —susurró Constanza con pesadumbre—. Cuando descubra
que Eneca está encinta, le pondrá una escolta.
—Lo sé, nada ocurre en la Zuda sin que yo lo conozca —comentó Iguazel con tranquilidad, como si
todo estuviera bajo su absoluto control.
—No pienso quedarme aquí y entregarle mi hijo. —Eneca puso sus manos sobre la jamba—. Antes
saltaría por esta ventana.
—Eneca, piensa las cosas más despacio, hija.
—No disponemos de tiempo —añadió Constanza.
—El tiempo no es la variable más importante, es el uso de él lo que de verdad nos debe importar.
—Madre, tengo que huir de aquí.
—Sssh, guarda silencio. —Le cogió las manos, entrelazando sus dedos—. Estas paredes no son seguras
—dijo, señalándolas con la mirada—. Confía en mí, hija, cuando eras pequeña te libré de estos mismos
enemigos y ahora lo volveré a hacer.
—Tú también vendrás conmigo, no puedes seguir aquí.
—Eneca, claro que me iré contigo —Iguazel se mostró sonriente—, ahora debéis marcharos las dos.
Cuando anochezca haréis lo siguiente, yo me encargaré de que os hagan llegar ropas más vulgares para
vestiros. Toma —le entregó a su hija una preciosa daga dorada—, confío en que sabrás utilizarla, solo
habrá un guardia en el portillo que da a la escalera de acceso a la torre este, mátalo.
—¿Y una vez en la torre? —A Eneca no le tembló la voz.
—No podréis bajar, pero sí subir. En la última planta hay unos ventanales, deberéis salir por allí.
—Yo no podré —interrumpió Constanza.
—Escúchame —Eneca la cogió por los hombros—, claro que podrás, yo te ayudaré.
—Tendréis que saltar al tejado de los pabellones del mediodía, desde allí continuar hasta los establos.
Por ahí es fácil que podáis bajar, yo os esperaré en ellos.
—Pero de noche, ¿cómo saldremos de la ciudad?
—Los comerciantes de lana y especias marchan antes del amanecer —le entregó una reluciente
moneda de plata—, pagaremos con esto al primero que nos encontremos. Tómala tú, yo no tengo dónde
guardarla —se la dio—. Luego nos esconderemos en un carro, los centinelas no son tan rigurosos con lo
que sale de Wasqa como con lo que entra.
—Madre, no nos dejes solas, es mejor que lo hagamos todo juntas.
—Iré contigo, te lo prometo. Pero debes hacerme caso, solo así lo lograremos.
—Por favor, no quiero que nos volvamos a separar. —Eneca cogió el colgante que adornaba su cuello y
lo sacó por encima de su cabeza antes de entregárselo a su madre. ¿Recuerdas la cruz que me diste?
—Claro, hija.
—La enterré en una cueva de Loarre.
—Tranquila, con todo lo que te ha pasado, es normal que hayas dudado de Él. Yo también lo he hecho.
—Cógela, quiero que lo tengas tú.
—No —dijo Iguazel entre lágrimas—. Creo que esas muescas solo tienen efecto en ti, es mejor que las
conserves tú, créeme.
—Madre —Eneca rompió la cuerda y la dividió en dos trozos—, cada una tendrá una parte. —Cerró la
mano de su madre, aprisionando el colgante en su interior.
Aquel día pasó despacio y pesado en Wasqa, las horas se hacían eternas y las llamadas al rezo solo
servían para certificar la lentitud del tiempo. El invierno llegaba a su fin y el corazón de la montaña volvía
a sonar. Eneca podía oír sus latidos bajo la nieve, sus criaturas despertaban de un largo y duro invierno. A
ella le gustaba ver cómo revivía la tierra, los árboles recobraban su follaje y los animales salían de sus
madrigueras. Pronto podría verlos, ella también iba a revivir.
Eneca no podía descansar, intentó distraerse en aquel lugar, pero las miradas de las otras mujeres se
clavaban en su espalda como cuchillos. Aunque sabía que pronto dejaría aquella cárcel ornamentada de
lujo y belleza. Una prisión de carne, vestidos, baños, perfumes y joyas. Pronto volvería a las montañas, a
Loarre.
Cuando todas marcharon a cenar, Constanza y Eneca sacaron las ropas que ocultaban bajo los
jergones. Constanza la envolvió en una prenda llamada misha y que a Eneca le pareció un pellizón forrado
de piel. Después, se colocó una toca ceñida al rostro, que dejaba descubierta su frente y parte del cabello
que le cubría las orejas, y se la ajustó mediante una guirnalda oscura. Se abrigaron con unos abrigos
negros forrados de piel hasta los pies. Eran holgados, con largas mangas y la bocamanga amplia.
Siguieron el camino marcado por la madre de Eneca, y llegaron hasta el portillo custodiado por un
soldado de aspecto bereber. Constanza obedeció las indicaciones de Iguazel y fue caminando hacia la
puerta.
—¡Alto! ¿Qué haces aquí, esclava?
—Perdona, verás me he quedado sola, todas se han ido a cenar con el gobernador y yo... ¿querrías
acompañarme?
—¿Cómo? —El vigilante se puso nervioso y los ojos le brillaron de deseo.
—He pensado que te gustaría venir conmigo. —Constanza puso la voz más tentadora que pudo.
—Yo no puedo... —Pero era evidente que sí que quería, a tenor del temblor de sus manos.
—Por aquí no hay nadie, tiene que ser duro estar ahí de pie tanto tiempo... cuando podrías estar
debajo de... —Y se echó a reír.
Constanza demostró su habilidad para encandilar a los hombres, aprendida a base de vivir en el harén
durante años. Dejó al soldado dubitativo y se colocó hacia su derecha sin dejar de mirarlo. El guardián se
mordía los labios mientras decidía qué hacer. Pero era un hombre, y como tal miró a su alrededor, vio la
soledad del lugar y fue hacia Constanza. Ella le sonrió con sus ojos verdes, que esperaban al bereber
ansiosos. Él ya se había desprendido de sus dudas y respiraba inquieto por probar los labios de la esclava,
se inclinó sobre ella dispuesta a besarla. Constanza sonreía, acostumbrada como estaba a entregarse a un
hombre que no amaba. Sus labios se abrieron para recibir a los del soldado, y un brillo se interpuso entre
ellos.
Un filo cortó el aire que respiraban y seccionó de un tajo el cuello del bereber. Constanza vio cómo su
mirada se apagaba mientras la daga liberaba más sangre y el soldado caía a sus pies intentando taponarse
la herida, agonizando sobre el frío suelo del palacio.
—¡Vamos! —Eneca ya estaba abriendo el portillo de la torre, cuando aquel hombre todavía agonizaba.
Constanza contemplaba al bereber que había estado a punto de besar, saltó sobre él para no pisarle ni
manchar de sangre sus botas y lo dejó allí, exhalando sus últimas gotas de vida. Era la primera vez que la
esclava veía la muerte tan de cerca en su vida pero no se sintió culpable, no por él.
En el interior, una escalera de caracol subía hasta el último piso, tal y como les había explicado
Iguazel. Desde lo alto pudieron acceder al tejado del palacio y, tras caminar con sumo cuidado por él,
llegar al establo. Una vez allí, Eneca buscó a su madre de forma afanosa, sin obtener resultados. Pero
Iguazel no apareció.
—No vendrá.
—¡Cómo! ¿Qué estás diciendo? —Eneca se encolerizó.
—Tu madre ya no puede huir de aquí, es demasiado tarde.
—¿Y? Ya la perdí una vez, no puedo volver a hacerlo.
—Te equivocas, la has recuperado, has vuelto a estar con ella y ahora siempre estaréis juntas en
vuestro corazón. Si nos atrapan, si te cogen, tu madre morirá de pena, ¿es que acaso deseas eso?
—Tú lo sabías... Ella no va a venir, ¿verdad?
—Eneca, debemos irnos.
—No puedo.
—¡Claro que sí! Tu madre sabe muy bien lo que es vivir aquí, por eso se ha sacrificado por ti, así que
ahora no te vengas abajo, ¡hazlo por ella!
No fue difícil encontrar un mercader al que comprar, al fin y al cabo son las monedas lo que mueven a
esos hombres, aquí y en cualquier parte. Les introdujeron en un destartalado carro de lana, donde hacía
un intenso calor y dentro del cual les costaba encontrar aire que respirar. Allí permanecieron un largo
tiempo, salieron de la ciudad y prosiguieron un largo trecho sin noticias del exterior. Hasta que el mismo
mercader las sacó de allí en un paraje cercano a Bolea. Wasqa se intuía a lo lejos, ya demasiado lejana.
Las abandonaron allí, como si fueran mercancía, y ellas continuaron andando, poniendo tierra de por
miedo con Wasqa. Todavía no estaban lo suficientemente lejos cuando, por el camino que llevaba a la
antigua capital de la Marca Extrema, se levantó una polvareda. Eneca miró a su compañera. Si eran
soldados estaban perdidas, no valía la pena ni ocultarse entre los matorrales. Conforme la nube se
encontraba más cerca, se fue dibujando una sola figura, un jinete que galopaba como llevado por el viento
del mediodía. No tardó en llegar a su altura, momento en que detuvo la montura girando sobre sus patas
delanteras.
No era un soldado, sino un paje de la Zuda. Estiró la mano y entregó algo a Eneca, la mujer lo cogió,
estaba envuelto en una fina tela. Deshizo el nudo que la ataba y comprobó su contenido.
—¿Qué es? —preguntó Constanza, intrigada.
Eneca lo cogió entre los dedos de sus manos, se trataba de un mechón de pelo.
—La señora Iguazel ha muerto a manos del gobernador.
—¡No! —Eneca sintió un latigazo profundo en medio de su pecho—, ¿qué ha pasado?, ¿cómo es
posible?
—Una de las mujeres del harén delató vuestra ausencia a la guardia y ella intervino. El resto ya podéis
imaginároslo.
—Se ha sacrificado por mí —afirmó Eneca con pesadumbre.
—Me pidió que si tal cosa sucedía, os entregara esto. Ahora debo irme, que Al-l¯ah cuide de vosotras.
—Eneca, no sabes cómo lo siento, yo pensaba... —Constanza no sabía qué decir—. Ella me dijo que a
partir de ahora estaría siempre contigo, Eneca.
—Y lo está, mi madre estará siempre conmigo —afirmó, apretando el mechón de pelo en su puño.
58
Loarre. Marzo del año 1061
Fortún enrollaba los pergaminos y los ataba con cuerdas, mientras Isidoro recogía las tablillas de cera,
las escuadras, el cartabón y las otras herramientas de medición. En el interior de la casa había un silencio
incómodo, roto por el trasiego que ambos producían. Un ruido excesivo, falso, como queriendo rellenar
con él la falta de palabras.
—No tienes por qué irte.
—Claro que sí, ya oíste a Aznárez.
—Al cuerno con él —Isidoro le cogió del brazo—, apenas ha pisado Loarre desde que lo nombraron
tenente.
—Sí, pero lo nombraron. —Fortún se liberó y continuó haciendo su equipaje.
—Con Lope esto no hubiera sucedido.
—Es posible —carraspeó poco convencido—, pero él ya no está aquí.
—¿Y si contactamos con él? Pidámosle ayuda. Quién sabe, quizá pueda lograr que te perdonen.
—Creo que ya es tarde para eso, amigo mío.
—Pues yo me iré contigo —afirmó, plantándose delante de él con el rostro firme.
—No digas tonterías, Isidoro, eres el maestro cantero.
—Razón de más para que lo haga —le cogió del brazo—. No pienso trabajar para nadie que no seas tú.
—Te lo agradezco, pero aunque yo me marche, este castillo debe terminarse. Por favor, quédate y
encárgate de que se finalicen las obras, hazlo por mí.
—No puedes pedirme eso.
—Lo estoy haciendo.
Isidoro suspiró, movió la cabeza de un lado a otro, luego de arriba abajo, siempre mirando al suelo.
Levantó la vista, pasó la lengua por su mandíbula superior, abrió la boca y volvió a suspirar.
—No te irás —sin mediar más palabras, Isidoro abandonó aquella estancia con grandes zancadas.
Fortún tampoco le dijo nada, siguió ordenando sus cosas como si no hubiera sucedido nada. En el
fondo, no quería tener más conversaciones sobre su marcha, no tenían sentido. Salió al pueblo, la mayoría
de hombres estaban trabajando en la fortaleza, envueltos en un ambiente enrarecido. El propio tenente
Aznárez dirigía los trabajos desde la rampa de acceso, gritando y haciendo aspavientos con los brazos.
«Qué iluso —pensó—. Como si fuera tan fácil.»
Lo que no era sencillo era dejar Loarre. Por mucho que hubiera intentado disimularlo delante de
Isidoro, le partía el alma marcharse. Abandonar la fortaleza, a sus compañeros, al sacerdote, a Ava y,
sobre todo, a Eneca... Sí, ella no estaba allí, pero sí su recuerdo y en aquellas circunstancias, era lo más
próximo que podía sentirse de Eneca.
Igual que hacía veinte años, todo se volvía a repetir. El pasado había regresado.
Todo no.
No pensaba dejar a Eneca en manos de los infieles. De alguna manera se infiltraría en Wasqa y la
liberaría. Si era capaz de levantar murallas y torres, también podía burlarlas y penetrar en la Zuda de la
ciudad.
Antes de marcharse, caminó hasta las sepulturas del lombardo y su padre. Allí pasó la tarde,
dialogando con las piedras, con la tierra, con el polvo al que estarían reducidos sus cuerpos.
Anocheció en Loarre, lo hizo con el cielo pintado de naranjas imposibles. Ni siquiera en sueños Fortún
hubiera visto esas tonalidades. Más que nunca, extrañó a Eneca. En aquel momento tan hermoso, ella
habría dicho las palabras adecuadas. Pero no estaba, quizás el silencio era la forma en que Eneca le
hablaba desde donde quiera que estuviera cautiva.
Con tanta despedida, se le había hecho tarde para partir. No podía marcharse a esas horas, así que
volvió al pueblo. Al acercarse a las primeras casas, se encontró con el bueno de Galindo sentado sobre un
tronco, afilando una espada. Nada más verlo, fue a estrecharle la mano y darle un fuerte abrazo.
—¿Qué haces aquí tan tarde?
—Una espada es lo más importante que un hombre puede tener —dijo, mostrando el arma a Fortún—.
Debe poseer una buena hoja, ancha, cortante, recta y con doble filo. Con una canal en el centro, casi hasta
la punta.
—Llevas una inscripción en la canal.
—Así es, hecha de hilo de hierro y rodeada de dos grifos.
—¿Qué dice?
—Homo Dei, in nomine Domini. —Galindo envainó su arma—. Pero la verdad es que te estaba
esperando, lo de la espada era solo una excusa para estar aquí fuera —comentó el Cuchillos sonriente—,
de lo que quiero hablarte es de que hay un problema en el tejado de la iglesia.
—Yo ya no soy el maestro de obras.
—Pero eres cristiano y sigues siendo el mejor constructor que conozco, quién mejor para echarle un
ojo —respondió entre risas.
—¿A estas horas?
—El sacerdote está preocupado por las reliquias, teme que se inunde el templo, y claro, imagínate si
se mojan después de lo que ha costado encontrarlas. ¡No te puedes hacer una idea del enfado que cogería
el mártir! Sus huesos se corromperían... y no olvides que es el santo de los asaltos, nos conviene llevarnos
bien con él.
—¡Basta! Subiré, pero no sigas hablando.
Ascendieron juntos el camino a la fortaleza, en ocasiones Fortún olvidaba su aspecto imponente. Cómo
le gustaba observar la parte de la construcción donde habían trabajado el lombardo y su padre. Aún
recordaba la primera vez que se subió a un andamio, el vértigo que tenía el pobre de su padre. Eran ya
tantos los episodios de su vida que habían tenido lugar entre los muros de Loarre.
Cruzaron el acceso al recinto amurallado y caminaron hasta el templo castrense. La puerta estaba
entreabierta, dentro no parecía haber nadie. Unos velones sobre antorcheros iluminaban la única nave.
Con su austeridad y serenidad intactas, a pesar de los años.
—Galindo, aquí no hay nadie —señaló tras mirar en el altar—, y el tejado... —lo observaba confuso—
no sé, pero no parece tener ninguna gotera. Estamos perdiendo el tiempo, ¿estás seguro de que...?
No sintió el golpe.
Despertó horas después en una sala de muros de piedra, le dolía la base de la cabeza, como si una
tormenta de truenos y relámpagos se hubiera desatado dentro de ella. Intentó entender dónde se
encontraba, no era la iglesia, el aparejo de las paredes estaba mejor trabado. Se esforzó en observarlas y
entonces las reconoció: seguía en el castillo de Loarre, más exactamente en la torre norte.
«¿Qué hago aquí? ¿Qué ha pasado?», se preguntó con el insistente dolor, golpeándole la cabeza.
Fue a moverse, pero tenía las manos atadas a la espalda. No estaba en el suelo, sino en un jergón que
había en la esquina de la sala. Descalzo y tapado con una piel de corzo, frente a él dos figuras: Galindo,
con sus facciones fuertes y angulosas, y el sacerdote, con su aspecto enfermizo y su avanzada edad, que
se reflejaba en sus pupilas y en las profundas arrugas de su rostro.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el religioso.
—No demasiado bien, ¿qué ha pasado? ¿Qué hago aquí?
—¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
—Mejor vos —refunfuñó raudo Galindo.
—¿Por qué estoy atado? —Fortún intentó zafarse de las cuerdas sin éxito y sin mención de recibir
ayuda de sus amigos.
—Te hemos amarrado nosotros —respondió el sacerdote.
—¡Estáis locos! ¿Por qué habéis hecho tal cosa?
—Para evitar que fueras un estúpido —intervino Galindo—, no te vas a marchar de Loarre. Al menos,
no hasta que regrese Isidoro.
—¡Qué! ¡Isidoro! ¿Dónde está ese necio?
—Fortún, no vamos a decírtelo, ahora échate y duerme. Este bruto te dio un buen golpe —afirmó el
sacerdote.
—No pienso... —antes de que pudiera terminar la frase, Galindo le rodeó con sus brazos y le colocó un
trozo de tela atado a la boca.
—¿Le molestará?
—Pues claro. —El sacerdote se dirigió a la escalera—. Pero mejor eso que dejarlo gritar, podría
descubrirlo alguien. Ya nos lo agradecerá, ¿a que sí, Fortún?
Respondió un gruñido indescifrable.
—Hasta pronto —se despidió el Cuchillos sonriente—, volveré para darte de cenar en un rato. Vamos a
cerrar la trampilla, yo mismo haré guardia un piso más abajo, vas a estar bien aquí, Fortún.
59
Loarre. Antes de la Cuaresma del año 1061
Fortún seguía encerrado en la torre después de varios días. En aquella espesa soledad, observaba los
sólidos sillares que formaban los muros interiores de la torre. Sin saber
muy bien el porqué, recordó las conversaciones del lombardo con su padre cuando él era tan solo un crío.
La decisión de usar sillarejo al inicio, las continuas mediciones, los retranqueos, la colocación de los
cadalsos, el día en que terminaron la chimenea y la letrina. Cuando estaba en el castillo, siempre sentía
que ellos dos estaban con él, los podía ver recorriendo los vericuetos de Loarre. No era una locura creer
que, en cierto modo, sus espíritus estaban allí encerrados.
«Algo debemos dejar en esta vida cuando nos marchamos —pensó Fortún—. Si ponemos pasión y toda
nuestra alma en una construcción, ¿por qué no pensar que una parte de nosotros está en ella?»
Él estaba convencido de ello.
Loarre no era un simple edificio, no solo era un castillo en la frontera. Aquella fortaleza significaba
más, era un sueño. El de un viejo constructor, el de un tenaz carpintero, el de un ambicioso rey, el de todo
un pueblo.
El sacerdote entró en la sala acompañado de Galindo e Isidoro. Fortún seguía atado en el suelo.
Galindo se acercó temeroso y le quitó el trapo de la boca. Fortún escupió y tosió afanosamente, les miró
enojado y esperó a que fueran ellos los que hablaran.
—Hemos encontrado una solución temporal —afirmó el religioso.
—Tú también, Isidoro. Debí haberlo imaginado.
—Escucha, quizá no sea la mejor, pero hay pocas opciones y menos tiempo. Debemos actuar ya. —El
cantero le habló con franqueza.
—Fortún —prosiguió el sacerdote muy dubitativo—, sí que te irás de Loarre, pero para unirte al
ejército real.
—Ese es vuestro plan... ¡Válgame Dios! ¡Estáis locos! Es lo mismo que me soltó Aznárez.
—Escucha, el rey ha entregado la tenencia de la capital del condado de la Ribagorza, Benabarre, al
vizconde Tost Arnal Mir.
—No conozco ese nombre, ¿quién es?
—Un poderoso caballero, otro aliado del reino.
Isidoro y Galindo le ayudaron a levantarse sin soltarle las manos, lo llevaron hasta las escaleras y
subieron al segundo piso. Salieron por la puerta y recorrieron el adarve hasta la escalera de madera. A
sus pies esperaba un jinete blanco amarrado mediante una soga atada a una argolla clavada en el muro.
—Debes unirte a las huestes que está concentrando el rey en la Ribagorza. Ramiro pretende asaltar
las murallas musulmanas de Graus, ve allí y busca la mesnada del infante García.
—El hijo del rey, ¿por qué?
—No solo hay una guerra de espadas, también de cruces —advirtió el sacerdote—. El obispo te
introducirá en el ejército del rey como ingeniero de armas de asedio. Le he enviado una carta
explicándole tu talento para ese arte.
—Yo soy maestro de obras.
—Si puedes construir un castillo de la envergadura de Loarre, con mayor facilidad podrás ayudar a
destruir otro como el de Graus. —El sacerdote sacó una daga de su hábito y cortó las cuerdas que
maniataban a Fortún—. Sal de inmediato, el tenente te ha preparado una trampa, te quiere muerto.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Porque acabaste con la vida del señor de Marcuello.
—Eso fue hace casi ocho años.
—¿Y qué? ¿O es que acaso pensabas que no te iba a pasar factura? ¿Que podías matar a un noble sin
más? ¿De verdad eres tan ingenuo?
—Pero... ¿por qué en este momento?
—Te has salvado hasta ahora porque muchos decían que se trató de un ataque a traición, fuera o no
así, no hay nada que pueda justificar que un hijo de carpintero le quite la vida a un caballero. Ningún
noble puede ver con buenos ojos que el hijo de un carpintero tome justicia frente a un caballero del reino.
—Y eras el único que podía reconstruir Loarre, yo creo que es eso lo que te ha mantenido a salvo
hasta ahora —advirtió Galindo con preocupación—, esa es la verdadera razón, si no, nos castigarían a
todos los de Loarre, no solo a ti.
—Eso ahora da lo mismo, la realidad es que aquí no estás seguro —continuó el sacerdote—, ve a
Graus, lucha con el rey y vuelve victorioso. Loarre te esperara, lo prometo.
—No puedo irme sin saber de ella —miró al sacerdote—. Tengo que liberar a Eneca.
—Fortún, ahora eso es imposible. Seamos realistas, tú mejor que nadie conoce lo difícil de su
situación. Debemos tener fe, Dios proveerá.
Se fundió en un abrazo con el religioso y después hizo lo mismo con el Cuchillos y con su íntimo
amigo, Isidoro, quien le despidió entre lágrimas. De inmediato partió hacia el norte con la intención de
seguir el río Garona hasta la zona del Serrablo y cruzar después por aquellos valles hasta alcanzar el
Cinca y después el río Isábena.
Dejó Loarre a su espalda. Desde la lejanía el castillo era todavía más asombroso. Hacía tiempo que no
lo contemplaba a tanta distancia y no pudo sino sentirse orgulloso de lo que había creado junto a su
padre, el lombardo y tantos otros hombres que habían trabajado sin descanso durante años. En una cosa
se equivocaban antes sus amigos, Loarre ya no era ningún sueño. Loarre era una realidad, el último
castillo de la frontera, el símbolo de un nuevo reino.
Tuvo que detenerse para admirarlo en toda su majestuosidad.
—Vuelves a irte —dijo Ava, cerca del mismo lugar donde se habían despedido veinte años antes—.
Parece que la historia se repite, otra vez tú y yo, aquí.
—Sí, solamente que nosotros ya no somos los mismos.
—Somos más viejos, con más cicatrices en el corazón y menos tiempo.
—Tengo que irme, Ava, las cosas se han complicado.
—Lo sé, el nuevo tenente quiere que tu ejemplo sirva de escarmiento, ¡maldito canalla! De buena gana
le regalaría una de mis flechas.
—Lo sé, pero no te pierdas —le dijo con una sonrisa—. Nuevamente agradezco tu ayuda, tú siempre
me has echado una mano cuando la he necesitado.
—Y también alguna flecha. —Esta vez fue Ava la que sonrió. Ya no era la joven de antaño, su expresión
era más pesada, sus párpados estaban surcados por el pasado del tiempo, que se evidenciaba en cada
pliegue de su rostro, y su cuerpo se había ensanchado. Aun así, su belleza se sobreponía a los años.
—Sí, más de una, aún recuerdo la prueba en la que me disparaste a trescientos pies de distancia.
—Estabas asustado.
—Claro que sí.
—Fue sencillo.
—A mí no me lo pareció.
—Fortún, cuídate mucho, esta vez ya no podrás contar conmigo para que te proteja.
—¿Y estarás aquí cuando regrese?
—¿Tan seguro estás de que lo harás? —preguntó Ava, arqueando las cejas—. ¿De verdad volverás a
Loarre?
—No lo dudes.
—Hace tiempo que no hago otra cosa en mi vida que dudar.
—No eres tan vieja para eso —espetó Fortún, dedicándole una cariñosa sonrisa.
—Es cierto. No, no lo soy —contestó con unas palabras pesadas—, ese es el problema, que me he
hecho vieja sin serlo.
—No te entiendo.
—Por supuesto que no, Fortún —dijo cabizbaja, como si en ese preciso momento hubiera un océano
entre ellos dos—. Ten cuidado, tu sitio está entre esos muros, no atacando los de otro castillo.
—Lo tendré en cuenta.
—Que no se te olvide regresar, Fortún, vuelve a Loarre, esta es tu casa.
La arquera le indicó con la mirada que prosiguiera su camino. Se despidieron en silencio, con una
sonrisa y mucha tristeza. Quizá con eso les bastaba, quizás era la única manera de hacerlo. O al menos, la
menos dolorosa para ambos.
60
Tierra Llana. Marzo del año 1061
Llevaban tres días caminando, alcanzaron un riachuelo y corrieron a beber de sus aguas. Agotadas,
sucias y polvorientas por la huida, se desprendieron de parte de sus ropas para refrescarse. Eneca solo
quedó vestida con unas calzas de lana fina, sin teñir, que eran diferentes a las de los hombres. No le
cubrían solo hasta el muslo, sino que tapaban la pierna al completo y estaban atadas a la cintura por un
cordón. Eran de una única pieza y solo tenían un corte en semicírculo para que pudiera separar las
piernas cuando tenía que hacer de vientre o de aguas menores.
Constanza estaba exhausta, demasiados años viviendo en la Zuda de Wasqa habían acostumbrado sus
piernas a trayectos cortos y a frecuentes pausas. Eneca lo sabía y la observaba con curiosidad. La esclava
parecía un ser de otro mundo, ella debía ayudarla a ser parte del suyo, de las montañas, de los bosques y
de toda la naturaleza que les rodeaba.
—Ya estamos cerca de Loarre.
—No puedo más, Eneca.
—Un último esfuerzo, al llegar te aplicaré ajo a las heridas que te has hecho en los pies y podrás
descansar —afirmó con una sonrisa—, confía en mí, no queda nada.
—¿Por qué tanta prisa? No creo que nos persigan por estas montañas, Eneca, descansemos, ¡estás
embarazada!
—Exacto, por esa razón debemos llegar a Loarre, para que Fortún vea nacer a su hijo.
—¿Qué estás diciendo?
—Nuestro hijo nacerá en Loarre, todos serán testigos de ello.
Constanza se quedó atónita, contrariada por aquella afirmación, no dijo ni una palabra más. No se
atrevía a inmiscuirse en las fabulaciones de Eneca.
Tuvieron que atravesar un espeso bosque de robles y hayas, Eneca prestaba suma atención a los
rastros de los animales que encontraban en su camino. Siempre que daba con alguno peligroso, se
desviaba de él. Así tardaron más de lo esperado en salir de la vegetación, y cuando lo hicieron, divisaron a
lo lejos la fortaleza.
—¿Eso es Loarre?
—En efecto, es impresionante, ¿verdad?
Incluso Eneca se sorprendió con el conjunto que, arrogante, soberbio y armónico, se elevaba sobre la
quebrada cima de la montaña.
—Sí, pero todavía debemos ascender mucho...
—El camino es mejor ahora, solo debemos tener cuidado con los vigías de Bolea —Señaló la plaza
musulmana.
—¡Están muy próximos!
—Sí, han atacado varias veces, pero los hemos repelido. Tranquila, Constanza, Fortún ha construido
un castillo inexpugnable.
—Tengo ganas de conocerle.
—¿A quién? ¿Al castillo o a él? —se echaron a reír.
—Por como hablas, en ocasiones parece que ambos llegan a ser lo mismo —contestó más animada.
—Eso es verdad, hay mucho de él en esas piedras —se quedó mirando la silueta de la fortificación—,
pero también de su padre, del lombardo, hasta de mí. Son cientos de hombres y mujeres los que han
dejado una parte de ellos en ese castillo. Por esa razón es tan especial. —En ese momento sintió un
inesperado mareo.
—¿Qué te sucede?
—No lo sé... —Y una terrible arcada le vino de lo más profundo de su estómago.
—¡Eneca! —Constanza la agarró de los hombros.
Una segunda arcada le hizo vomitar una mezcla de bilis amarilla y pastosa. Luego empezó a toser, por
mucho que intentó liberarse, la antigua esclava la mantuvo bien cogida para que no terminara en el suelo
y le retiró el pelo del rostro hasta que terminó de vomitar.
—Ya estoy mejor. —Eneca se incorporó y buscó con qué limpiarse.
—¿Seguro?
—No, me mareo otra vez.
—Siéntate un rato, debes descansar.
Eneca asintió con la cabeza y estuvieron allí hasta que se sintió mejor y pudieron continuar. Hicieron
noche a una jornada de Loarre, en un refugio profundo, donde prendieron fuego y pudieron comer unos
frutos del bosque que Eneca encontró. A la mañana siguiente, volvió a tener mareos, aunque esta vez
apenas vomitó. Logró sacar fuerzas para caminar toda la mañana y buena parte de la tarde. Casi al
anochecer, enfilaron la parte final de la subida al castillo, donde fueron interceptadas por varios arqueros
que vigilaban los pasos. Reconocieron enseguida a Eneca y la ayudaron a llegar a Loarre.
—¡Dios santo! Eneca, ¡eres tú! —Isidoro fue el primero en salir a recibirla.
—Hola, he traído compañía, esta es Constanza, me salvó la vida en Wasqa.
—Eso no es verdad... yo...
—No te valoras, créeme —le interrumpió el cantero, ante la cara de asombro de la antigua esclava,
que quedó prendada con la mirada de Isidoro.
—¡Es cierto! ¡Es Eneca! —Galindo llegó corriendo y le dio un tremendo abrazo.
A él le siguió el sacerdote, despacio, apoyado en su bastón, pero tan contento que mostró el rostro
menos anguloso que se le recordaba desde su llegada a Loarre. Hasta Poniente apareció por allí para
recibirla.
Eneca se percató de que faltaba alguien.
—¿Dónde está Fortún? —preguntó sin que nadie se atreviera a responderle—. ¿Qué sucede? ¿Qué le
ha pasado?
—Llegas tarde —contestó Ava, que apareció también envuelta en su capa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ante el silencio de todos.
—Se ha ido, y ha sido por tu culpa —contestó con unas palabras que pesaban más que las montañas
que les rodeaban, y se quedó mirando el vientre de Eneca—. ¿Qué llevas ahí? ¡No es posible!
—Sí, claro que lo es. El hijo de Fortún crece dentro de mí, en tres meses daré a luz.
Todos enmudecieron.
Eneca se enteró de la intervención del tenente por boca del sacerdote. Fue entonces cuando
comprendió las palabras de la arquera, y por increíble que parezca, no solo las entendió, sino que las
compartió. Ava tenía razón, Fortún se había tenido que ir por su culpa, solo por ella. Por intentar
rescatarla, por poner en peligro a todos, por dejar a un lado el castillo.
—¿Y qué esperabas, Eneca? —le dijo Isidoro al calor del fuego dentro de la casa del cantero.
—Debería haberse quedado aquí, era su deber.
—No podía.
—Pues debería haberlo hecho.
—Eneca, solo pensaba en ti.
—No, solo pensaba en él, y debió hacerlo en todos vosotros —Eneca soltó una lágrima que resbaló por
su mejilla—, fue un egoísta.
—¿Y qué es acaso el amor sino eso, Eneca? —preguntó Isidoro—. El amor es que la otra persona sea lo
más importante de tu vida, que sea lo primero. ¡Cómo no vas a ser egoísta por lo que quieres!
—Yo no deseo un amor así —contestó, y entonces volvió a sentirse mal, a marearse y a sentir arcadas.
Constanza durmió con ella para cuidarla, pero Eneca no pegó ojo aquella triste noche. Su embarazo
era comentado por todo Loarre, había que contactar con Fortún, pero cómo hacerlo. Se envió un correo a
la frontera oriental, pero en época de guerra era difícil recibir noticias. Eneca no llevaba bien su
embarazo, su barriga no estaba lo gorda que debería para el mes de gestación en el que estaba. Varias
mujeres se lo dijeron, no era normal, la atosigaron a preguntas y ella las dejó de hablar, solo lo hacía con
Constanza, que con rapidez se ganó el afecto de todos en Loarre, mientras que Eneca se volvió irascible y
temerosa de todo. De lo visible y, en especial, de lo que no lo era.
61
Loarre. Mayo del año 1061
Por las fechas, Eneca estaba en avanzado estado de gestación, pero la tripa seguía sin hincharse como
debiera. Cada vez quedaba menos para el noveno mes, el embarazo estaba siendo de lo más agitado, pues
no había noche que no se levantara sudando y con pesadillas. Nadie a su alrededor entendía qué le
sucedía y temían que el bebé o la madre, incluso que ambos, no sobrevivieran al llegar el momento del
parto.
Para evitar una desgracia, a Loarre llegó la mejor comadrona de las montañas, una mujer algo
desaliñada, con mirada aguileña y la piel arrugada como una pasa, que vivía en la aldea de Rasal, al otro
lado de la sierra.
La comadrona quedó a solas con la parturienta dentro de la cabaña. Eneca, con el vientre al
descubierto, se mantenía en silencio mientras la mujer de Rasal la examinaba.
—Tenemos un problema —masticó las palabras y luego se mordió el labio inferior.
—El niño es pequeño, eso ya lo sé.
—No, hay algo más —y se la quedó mirando unos instantes—, hace ¿cuántos meses dices que te
quedaste en cinta?
—Ocho y medio, quizá casi nueve.
—Ya veo. —Se pasó la mano derecha por el rostro—. Verás, sé quién eres, por eso creo que podemos
hablarnos con franqueza.
—Claro.
—Muy bien, ese niño que llevas dentro, es demasiado pequeño para tener los meses que dices, así que
o...
—Mi madre me tuvo también con problemas, cuando me dio a luz fue un milagro que sobreviviera. Sé
que el feto es pequeño, pero sobrevivirá, como yo lo hice.
—Bueno, si tan convencida estás. —La mujer pareció querer irse.
—Espera, necesito que hagas algo por mí —Eneca la miró con determinación—, provócame el parto.
—¿Qué estás diciendo?
—Ya me has oído.
—Pero tú misma has dicho que el niño es pequeño, no podemos hacer tal cosa.
—Es la única oportunidad que tenemos, dentro de dos días.
—¡Estás loca! No haré tal barbaridad, ¿por qué? Espera al noveno mes y si se retrasa tanto mejor, dale
tiempo a crecer.
—No hay tiempo, debe nacer ya.
La mujer de Rasal quedó petrificada por la insistencia, miró bien a Eneca y atisbó algo en su mirada.
—¿Por qué no me has dicho la verdad? —suspiró—. Lo haré, pero que Dios te perdone si tu hijo muere.
—A buenas horas iba a venir Dios a juzgarme, más le valía haber intervenido antes.
La comadrona abandonó la estancia con cara de pocos amigos, en el exterior aguardaban Constanza,
Isidoro, Galindo y el sacerdote.
—No ha engordado lo suficiente, ¿verdad? —preguntó el navarro.
—Eso no es lo peor —dijo la experimentada mujer, de fuertes brazos y enormes posaderas, con el pelo
largo, canoso y lacio, pero con unos ojos grandes.
—¿Qué quieres decir? —El sacerdote dio un paso al frente.
—Puede que haya que elegir: la madre o el niño.
—¡Dios bendito! No podemos hacer eso —espetó el religioso.
—Vosotros no, ¿dónde está el padre? —preguntó la comadrona, mirando a todos los presentes.
—Se unió al ejército del rey para luchar contra el infiel —contestó Isidoro.
—¿Va a venir?
—Las comunicaciones con Barbatur son difíciles, se envió un mensajero hace tiempo y seguimos sin
haber recibido respuesta.
—Vaya panorama, ¿y qué hacemos?
—¿El niño nacerá sano? —inquirió Galindo.
—Quién sabe, la madre tiene mala pinta. Es un milagro que haya llegado hasta el último mes así.
—Eneca es fuerte —intervino Constanza—, no se rendirá. Me quedaré con ella día y noche.
—Bien, está a punto de nacer, uno o dos días, no más.
Y así fue. Al cabo de dos días Eneca se puso de parto. Las obras se paralizaron y todos rodearon la
casa, muchos rezaban y otros guardaban silencio, con los nervios a flor de piel.
La comadrona se inclinó sobre ella y le pasó la mano por la frente, que le ardía. Eneca no pronunciaba
palabra, solo tomaba agua y sopa. Se encontraba muy débil y sudaba de manera copiosa.
—No lo logrará —advirtió—, es imposible...
—Pero llevas dándole pociones toda la mañana, de algo servirán, ¿no? —preguntó Constanza,
preocupada.
—Eso me temo. —La mujer de Rasal se percató de su error—. Los partos que vienen mal dados son
peligrosos, y este... este es de los peores.
—Pero ¿por qué?
—Creo que eso tú ya lo sabes —dijo, arqueando las cejas.
—Eso no es asunto mío y menos tuyo, Eneca sabe lo que quiere.
—Es una inconsciente, solo una necia se atrevería a... —Entonces algo llamó su atención, era el
colgante de muescas que Eneca llevaba en su cuello. Lo cogió en su mano y lo observó más de cerca.
—¿Qué sucede? —insistió Constanza.
—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó la mujer con la mirada manchada de confusión y extrañeza.
—Lo ignoro, ¿por qué?
—Esto lo cambia todo, es muy antiguo. Invoca a dioses que existían en estas montañas antes de la
llegada del fuego y el metal, cuando la piedra reinaba sobre nosotros.
—¿Tiene algún poder?
Antes de que pudiera responder, la campana de alarma comenzó a sonar de manera incesante, los
hombres salieron de forma apresurada al exterior y encontraron el pueblo en llamas y a los habitantes
corriendo desaforados.
—¡Nos atacan! —gritó Galindo en el exterior—. ¡A las armas!
Columnas de humo ascendían hacia el cielo y los gritos se clavaban en los tímpanos como auténticas
flechas. A duras penas se veía.
—Espera —Isidoro lo cogió del brazo—, aquí ya no podemos hacer nada, han roto el primer recinto,
debemos subir al castillo.
—Aún podemos...
—No, Galindo, hay que ir al castillo —le cortó el cantero—, y debemos transportar a Eneca.
—¡Cómo! ¡No podemos trasladarla en su estado!
—La matarán si no lo hacemos. ¡Vamos, Galindo! La subiremos.
Entraron de nuevo y tomaron el jergón de cada extremo para llevar a Eneca sobre él.
—¡De ninguna manera! —se negó la comadrona—, ¡estáis locos!
Al salir fuera, ella y Constanza se dieron cuenta de lo grave de la situación y cambiaron de opinión.
Todos juntos huyeron hacia el castillo, rodeados de llamas y gritos. Los musulmanes pronto les
alcanzarían. Debían darse prisa o sería demasiado tarde.
Galindo iba detrás e Isidoro en primer lugar, mientras la comadrona y Constanza abrían camino.
Subieron como pudieron, muchos les adelantaban en su huida, pero ellos no podían ir más rápido con
Eneca en ese estado. Hasta que soltó un grito desgarrador y se detuvieron.
—¡Ya está! —exclamó la comadrona nada más auxiliarla—, ya viene.
—¿Se ha puesto de parto? ¡No puede ser! —Isidoro casi no podía hablar de los nervios.
—No os detengáis, ya queda menos. —El sacerdote le empujó a continuar.
En efecto, la puerta del castillo seguía abierta, solo hacía falta un poco más de esfuerzo. Entonces
vinieron los gritos, miraron atrás, la horda de sarracenos subía a caballo sesgando la vida de los que
alcanzaban.
—¡Corred! ¡No miréis atrás! —El sacerdote surgió del interior del castillo y se plantó en medio del
camino.
No tuvieron otra opción que seguir, la vida de Eneca y su niño pendían de un hilo, la suya propia
también. Todo lo rápido que pudieron llegaron a la antesala del acceso a Loarre, a la vez que un caballo
blanco, con la media luna pintada sobre su lomo, surgió galopando hacia los rezagados. Su jinete vestía un
yelmo cónico y espada en mano se lanzó hacia ellos.
El sacerdote, con el gesto cansado y los ojos entre los pliegues de su piel, empuñaba su garrote, dio
un paso al frente. Sabía que había que esperar, lo había hecho otras veces, podía hacerlo una última más.
Aguantó, ya estaba casi, ahora debía agacharse y llegó el musulmán y...
Le decapitó de un tajo sin que el religioso pudiera ni siquiera reaccionar. Su cabeza bajó rodando por
la pendiente y fue pisoteada por las pezuñas de los otros jinetes musulmanes que llegaban.
Ninguno lo vio morir, entraron dentro del castillo y la puerta se cerró tras ellos. Dos hombres
corrieron la tranca, que bloqueó de manera concienzuda el acceso.
Estaban a salvo.
O eso creían, porque un enorme proyectil en llamas asomó por encima de la muralla e impactó contra
la torre norte. Las llamas se extendieron de inmediato al cadalso y el tejado. Una construcción que había
costado tanto levantar estaba consumiéndose en cuestión de instantes.
—Esto no es una escaramuza, vienen con maquinaria de asedio —musitó Isidoro, alarmado—.
Llevemos a Eneca a la iglesia, ahí estará mejor resguardada.
Así lo hicieron, y dejaron el jergón frente al altar, la comadrona y Constanza, una a cada lado. Isidoro
se mantenía de pie frente a ellas, contemplando cómo gemía de dolor y la manera en que las otras dos
mujeres se miraban con caras desalentadoras. Galindo había desaparecido, solo fue un instante, para
retornar con una voluminosa maza en su mano derecha y en la otra una espada que acercó al cantero.
—Estamos en apuros, toda ayuda será bien recibida.
—Vamos. —Isidoro tomó el arma.
Ambos salieron al patio de armas y el espectáculo que encontraron les desalentó el alma. Los
sarracenos habían hecho brecha en la muralla y luchaban por tomar la torre principal, mientras que la
albarrana parecía aislada, resistiendo los impactos de las enormes flechas que lanzaban las ballestas
musulmanas. Las llamas de la torre norte ascendían hacia el cielo como una hoguera infernal, nadie hacía
nada para controlarlas porque la mayoría de los hombres intentaban resistir las acometidas de los
sitiadores, que aparecían con escalas en cualquier punto del recinto defensivo.
La puerta principal tembló, y los carros cruzados que había tras ella cayeron como resultado de la
embestida.
—¡Rápido! —Galindo corrió hacia el acceso pero ya era tarde, la puerta cedió—. ¡Están entrando!
¡Venid! —gritó desesperado.
Solo Isidoro con un grupo de ancianos y niños mal armados le respondieron. Eran las últimas fuerzas,
demasiados inviernos o pocas primaveras para luchar en combate. Aunque mejor morir intentándolo, que
con la certeza de no haberlo hecho.
Galindo los ordenó y él se colocó en vanguardia.
La espera fue tensa.
«¿Por qué no entran ya?», se preguntó el de Baztán.
—Atentos, no bajéis la guardia, no retrocedáis. ¡Si hemos de morir hoy, que nos recuerden mañana por
ello!
El mismo jinete blanco que había decapitado al sacerdote derribó lo que quedaba de la puerta y entró
como alma que lleva el diablo en el patio de armas. Fue directo hacia la derecha, evitando al comité de
bienvenida, que cuando entendió la maniobra ya era demasiado tarde. Un grupo de arqueros entraron a
toda prisa, descargando sus flechas contra los mal pertrechados cristianos. Pocos tenían escudos tras los
que guarnecerse, y demasiados cayeron sin apenas haber podido entrar en combate.
—¡A ellos! —arengó Galindo, encabezando el contraataque.
Reventó la cabeza de uno que pretendía recargar el arco y siguió con otro que le esperaba con la
espada pero de nada le sirvió. Galindo le estampó la maza en medio del pecho, lanzándolo contra los dos
que tenía detrás, que cayeron. Antes de que se alzaran, fueron molidos a golpes por el Cuchillos.
Isidoro tuvo más problemas con el primer infiel con el que se cruzó, hasta media docena de golpes de
espada intercambiaron antes de lograr rasgarle el cuello con el filo. Para entonces, Galindo ya había
aplastado tres cráneos más y tenía una cuenta pendiente con el jinete blanco. Corrió a por él y cuando lo
tuvo a buena distancia, soltó la maza y le regaló dos cuchillos que se sacó de su cinturón. El primero se
clavó en la nasal de su casco, el segundo justo le entró por la boca, derribándolo del caballo y haciéndolo
caer entre espasmos de dolor.
Los defensores eran insuficientes, a los arqueros sarracenos les siguieron peones con lanzas y
grandes escudos, nada podían hacer frente a ellos y un puñado de hombres.
—Tengo una idea, sígueme, no hay tiempo. —Isidoro y un puñado de hombres llegaron hasta un carro
de paja.
—¿Qué pretendes?
—Confía en mí. —Prendió la carga con un fuego cercano y juntos lo empujaron en dirección a la
puerta de acceso.
—¡Lánzalo, Galindo!
El navarro le dio un tremendo empentón y el carromato se estampó contra los restos de la puerta, los
otros carros y los propios caídos, convirtiendo todo en una colosal vorágine de fuego.
—Espero que tengas más ideas como esta —Galindo respiraba exhausto por el esfuerzo—, o cuando
eso se apague moriremos todos.
Eneca se debatía ente la vida y la muerte mientras intentaba dar a luz a un hijo que podía matarla.
Gritaba, y su eco retumbaba por la nave de la iglesia resultando todavía más potente y atronador.
Constanza y la comadrona no daban abasto, el suelo de la iglesia estaba cubierto por la sangre y los
fluidos de Eneca, que en una última contracción soltó la pierna golpeando con violencia a la mujer que
cayó rodando por el suelo. Constanza corrió a socorrerla, la comadrona se incorporó por sus propios
medios, algo aturdida y con una brecha en la ceja.
Lejos de amedrentarse, se levantó del todo y se inclinó sobre Eneca.
—¡Escúchame! ¡Sé quién eres y de lo que eres capaz! He visto tu colgante. —La cogió de los brazos
para que la escuchara—. ¡Eneca, salva a tu hijo! No me hagas arrepentirme de lo que he hecho.
Constanza se quedó perpleja, no entendía nada en absoluto.
—Ya está aquí, ya viene —murmuró Eneca entre gemidos.
—Sí, está llegando, ¡la cabeza!
—¡Eso es la cabeza! —Constanza no podía controlar sus nervios.
—Muy perspicaz —sonrió la comadrona.
—Tu hijo ya sale, Eneca.
—No, no es él quien se acerca —musitó Eneca después de una prolongada contracción.
El fuego se apagaba, los musulmanes habían dejado de intentar tomar las murallas. Con seguridad
habrían pensado que no era necesario semejante esfuerzo y coste en vidas, sería más sencillo entrar
cuando el fuego se extinguiera.
Era solo cuestión de tiempo.
Los menguados defensores que quedaban formaron en el patio de armas, ya no tenía sentido defender
los muros.
Galindo calibró los hombres con los que contaba, poco podían hacer con tan exiguas fuerzas, la
mayoría de ellos heridos y exhaustos. A su derecha, Isidoro temblaba de miedo.
—Ha sido un honor luchar a tu lado —dijo el de Baztán y extendió su mano al cantero.
—Lo mismo digo. —Se la estrechó y asintió.
—No pienso irme de este mundo sin acabar con todos los infieles que pueda, no les daré el gusto de
cogerme fácilmente.
—Eso no lo dudo, Galindo —rieron por última vez.
El fuego se había extinguido casi por completo cuando varias flechas fueron disparadas a través de la
puerta y cayeron cerca de los cristianos.
—Están probando, es solo cuestión de tiempo que decidan entrar —susurró Galindo—, ¡estad
preparados! Demostradles cómo pelean los defensores de Loarre.
Uno de los hombres se arrodilló y comenzó a rezar, el resto le siguió de pie, en una oración que se
extendió por todo el patio de armas.
Los primeros sarracenos entraron gritando como animales salvajes, Galindo los esperaba. Soltó la
maza a un lado y al contrario, cayendo uno detrás de otro a sus pies. Seguían entrando y tuvo que ir
reculando, sin dejar de luchar, con el rostro salpicado de sangre de tantos hombres que dejó de contarlos,
hasta que vio la muerte aproximarse hacia él en forma de jinete blanco.
Rezó y una flecha silbó hasta derribar al sarraceno: no fue el único, varios de sus hombres le siguieron
en su fatal suerte.
La arquera y media docena de arqueros tensaron sus arcos para volver a descargar contra los
atacantes. Cada vez surgían más, pero Ava seguía manteniéndoles a raya, hasta que una multitud entró de
golpe y ya no tuvo sentido seguir disparando.
Ava soltó el broche que sujetaba su capa y la dejó caer. Su rostro estaba manchado de sangre y ceniza,
tenía el pelo enmarañado y la mirada cansada. Aun así, desenfundó su espada, la alzó, y tras ella le
siguieron el resto de los arqueros.
Echó a correr hacia el acceso, se agachó ante el primer rival y rajó de lado a lado su estómago. Siguió
con el siguiente, al que clavó la punta de la espada en medio del cuello, la sacó y cortó el rostro del de
detrás. Intercambió dos golpes con el de su derecha y terminó derribándole de un puntapié, para
rematarlo en el suelo. Tuvo que esquivar una lanza, que agarró con su mano derecha, mientras propinó un
sonoro golpe con la empuñadura en la barbilla del moreno sarraceno que la manejaba. No quiso perder
más tiempo, e hizo sangre en su axila, bajo la cota de malla.
—¡Maldita sea! —maldijo Galindo—, ¡está loca!
Isidoro y él se miraron confusos, y sin mediar palabra alguna corrieron con las exiguas fuerzas que
restaban dentro del castillo, siguiendo el ejemplo de la arquera. Galindo aplastó la maza en la cabeza de
los dos primeros sarracenos, el tercero llevaba un buen yelmo y aguantó el envite. Pero quedó tan
noqueado, que le fue fácil rematarle con otro golpe en la nuca.
El cantero tenía más problemas, espada en mano, intercambiando filo con un árabe muy diestro. Aun
así aguantó bien, sin arriesgar demasiado.
—¡Isidoro! Es para hoy, ¿o necesitas ayuda?
—¡Ya voy! Maldito gordinflón —maldijo mientras sonreía a su rival—, por qué no me dejarás tranquilo,
sé perfectamente cómo luchar. —Pero Galindo no quería perder el tiempo, y reventó con su maza al
contrincante de Isidoro.
—¡Venga! Con el próximo date más prisa, no lo haces mal para ser un cantero.
—¡Cállate! —gritó, deteniendo un filo que buscaba la cabeza del navarro.
Los sitiadores seguían penetrando en el castillo, hasta que los pocos defensores que quedaban
estuvieron completamente rodeados.
Ava seguía luchando con todas sus fuerzas, hasta que un grupo de sarracenos subió al adarve y desde
allí le tiraron una red.
—¡Malnacidos! —gritó mientras intentaba librarse de ella—, ¿qué hacéis?
Uno de ellos incluso saltó de la muralla para hacer de contrapeso y que la arquera quedara totalmente
atrapada en suspensión.
Y entonces, el sonido de un cuerno retumbó contra los muros del castillo.
—¿Qué es eso? —Isidoro luchaba espalda con espalda con el navarro.
—No lo sé. —Galindo miró a su alrededor, buscando una explicación.
El sonido volvió a retumbar y se creó un murmullo de incomprensión entre los exiguos defensores que
todavía combatían.
—Eso no puede ser sarraceno, ese es el sonido de un cuerno de las montañas, de los que usan los
pastores para comunicarse —atestiguó uno de los otros defensores.
—Tienes razón. —Galindo frunció el ceño—. Que alguien suba a la torre y vea qué demonios está
sucediendo ahí fuera.
Un muchacho de poco más de trece años trepó por la escalera de madera hasta la desmochada torre
principal, se asomó por la galería de arcos lombardos y se quedó allí parado.
—¡Chico! ¿Qué pasa? —espetó Isidoro, pero no contestó.
—¡Maldita sea! —maldijo Galindo—, quedaos todos aquí —ordenó, remontando también la escalera.
Mientras subía el sonido crecía, y ya no solo los cuernos, sino también un golpeo incesante, como el
de un corazón acelerado y empujó al crío a un lado para asomarse al exterior.
También enmudeció.
En la ladera del pico que dominaba Loarre había un mar de luces, antorchas relucientes como
luciérnagas. Era difícil saber cuántas podían haber, eran cientos, acompañadas por el sonido de los
cuernos y un rugido de tambores que hacía parecer como si su golpeteo fuera el latir de la montaña. Los
musulmanes habían dejado un retén frente al castillo y corrían a formar frente al ejército de luces.
Y los tambores cesaron.
Solo unos segundos.
Entonces unos chillidos como gritos de demonios rompieron la pesadez de la noche y las antorchas
corrieron ladera abajo contra los infieles. Galindo echó la vista a los defensores que permanecían en el
centro del recinto del castillo y bajó corriendo.
—¡Rápido! ¡Hay que salir!
—¿Es qué has perdido el juicio? —le replicó el viejo, que todavía estaba arrodillado rezando—. No
tenemos ninguna oportunidad.
—Te equivocas —chilló, levantando su maza de púas—. ¡Escuchadme! Ahí fuera hay un ejército que ha
venido a levantar el sitio, ¿es qué vamos a permitirles que se lleven ellos toda la gloria de esta victoria?
Tardaron en reaccionar.
—¡Vamos a demostrarles el valor de los defensores de Loarre! —le acompañó Isidoro—. Salgamos ahí
fuera ¡y tiñamos de sangre este día!
Todos lanzaron un grito que retumbó hasta el interior de la nave de la iglesia donde Constanza
sujetaba la cabeza de Eneca que reposaba sobre sus muslos, mientras la comadrona esperaba entre las
piernas de la parturienta la llegada del niño.
Eneca estaba desgarrada por el esfuerzo y el sufrimiento. Hacía tiempo que había dejado de hablar,
con la mirada oculta bajo el dolor y el cuerpo bañado en el sudor más pegajoso y húmedo que ninguna de
las presentes había visto.
—Lo veo, ¡veo su cabeza! —alertó la comadrona—, empuja, Eneca, empuja.
—No puede, no tiene fuerzas —advirtió Constanza.
—Debes hacerlo, ¡por tu hijo! Él debe vivir, ¡vamos, Eneca! ¡Puedes hacerlo!
Los ojos de la mujer se abrieron de nuevo y agarró las muñecas de la antigua esclava para en un
arrebato lograr empujar con toda su alma. Constanza aguantó el dolor, pero las uñas de Eneca rasgaron
su piel.
Y un sollozo retumbó en la iglesia.
La comadrona cortó el cordón umbilical, se levantó e intentó limpiar al recién nacido. Necesitaba agua
y como no la encontró, tomó de la pila bautismal. Lavó el rostro de la criatura y volvió con él en sus brazos
hacia la madre, que yacía desfallecida. Interrogó a Constanza con la mirada y esta no supo qué decir.
—Eneca, ¿me oyes? —No reaccionaba—. Eneca ya eres madre.
—¿Cómo...? —logró mover los labios para sorpresa de las dos mujeres a su lado—, ¿cómo está ella?
—¿Es una niña? —inquirió Constanza, que se alarmó al ver lo pequeña que era la criatura.
—Sí —respondió la mujer—, ¿cómo lo sabías, Eneca?
—No se lo digas nunca a nadie, lo prometiste.
—Tranquila, pero esto todavía no ha acabado, la niña está demasiado débil, es una temeridad lo que
me has obligado a hacer.
—Era necesario, lo hecho, hecho está.
—¿De qué estáis hablando? —Constanza no podía seguir la conversación.
—Laura.
—Perdona, ¿qué has dicho? —Su amiga creyó que deliraba.
—Mi hija —susurró entre temblores—, se llama Laura.
—¿Laura? Eneca, no es muy común, ¿por qué quieres que se llame así, por la planta del laurel?
—No.
—¿Por qué entonces? —insistió Constanza.
En ese instante Isidoro y Galindo cruzaron el umbral de la puerta del templo y corrieron hacia el altar.
Venían cubiertos de sangre. No era suya, sino de sus enemigos muertos. Ninguno de los dos podía ocultar
una sonrisa de oreja a oreja.
—Porque significa victoria —afirmó Eneca antes de caer rendida.
62
Loarre. Finales del año 1061
Eneca observaba desde la orilla del río cómo su hija intentaba gatear, era una niña sana y jovial, tenía un
rostro gracioso que desprendía una alegría natural. Ella había sido su sustento tras el ataque, la muerte y
la desolación que habían cubierto el castillo durante meses. Poco a poco las gentes habían recobrado la
ilusión y perdido parte del miedo. Habían llegado nuevos pobladores y estaba tan ocupada en cuidar de su
hija que todo lo demás había pasado a un segundo plano para ella.
Laura creció rápido durante aquellos meses. Comía bien y era despierta y vivaz, nada hacía presagiar
que no fuera a ser una niña feliz. Hasta que una noche, Eneca se despertó entre sudores, no podía
respirar, el pecho le oprimía, no sentía su cuerpo. Por mucho que lo intentaba no podía mover ni un solo
músculo, ni pies, ni brazos. Intentó hablar pero sus palabras sonaron mudas. Solo podía mover los ojos,
entonces sintió cómo había alguien más con ella. En la inmensa penumbra, creyó ver dos ojos frente a
ella, una especie de criatura estaba sentada sobre su pecho. La observaba en silencio y le impedía
respirar.
Sintió un miedo inmenso.
Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir ya no estaba. Intentó mover los dedos de sus pies y estos
fueron respondiendo poco a poco, también los de las manos y así con el resto de su cuerpo. Por fin logró
respirar con normalidad. Lo primero que hizo al levantarse fue comprobar que Laura estaba bien y lo que
encontró la aterró.
Su hija estaba despierta, no lloraba, ni sonreía, solo la miraba inmutable. Miró dentro de sus ojos, y
sintió un escalofrío.
El vino que calentaba la garganta de Isidoro era áspero y denso, de los que rascan. A Galindo le
gustaba que fuera así, pues no soportaba los brebajes aguados, sin sabor, prefería uno fuerte y que picara,
a uno que no dejara ningún sabor en la garganta, que pasase sin pena ni gloria.
—No resistiremos otro ataque —comentó el pamplonés.
—Lo sé.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Irte?
—Sería lo más lógico, ¿no crees? —Isidoro dio otro trago.
—Fortún no lo haría.
—Él no está aquí.
—Eso no hace falta que lo digas. —El cantero ladeó la cabeza de un lado a otro—. ¿Qué sugieres?
—Que esperemos noticias, ¿y si es verdad que se unió a la mesnada del infante de Aragón?
—Eso no lo sabemos, fue una habladuría de un comerciante.
—Que venía de la Ribagorza. Ya sabes que Ramiro ha iniciado la toma de la importante plaza
musulmana de Graus.
—Supongamos que Fortún está allí, ¿y qué?, ¿qué debemos hacer?
—No sé, pero de eso hace ya varios meses, el ejército mandado por el rey Ramiro asedió la poderosa
fortaleza.
—Sabes mejor que yo que no significa nada. El gobernador de Wasqa no puede permitir nuestro
avance, tampoco el señor de la taifa de Larida. Después de tiempo intentando actuar a espaldas del rey de
Saraqusta, Al-Muqtadir, ahora ambos gobernantes sarracenos recurrirán a él.
—Dicen que la taifa de Saraqusta era la más rica y poderosa del antiguo Califato, sus fronteras
llegaban hasta el Mediterráneo, después de dominar las taifas de Tortosa y de Denia, y siendo el rey de la
de Valencia vasallo suyo. Pero los cristianos se lo ponemos difícil.
—No todos. Aseguran que Al-Muqtadir ha llegado a acuerdos con los reyes de Pamplona y Castilla, y
también con el conde de Barcelona. Al fin y al cabo tiene recursos para pagarles buenas parias. Tan solo
nuestro incipiente reino se ha resistido a ser comprado por el oro musulmán.
—Eso es cierto, ¿y qué sucederá? Lo pagaremos, ¿verdad?
—Loarre sigue en pie, nosotros hemos cumplido. Que Ramiro conquiste ahora Graus y que no tarde en
lograr que caiga Wasqa es lo deseable, eso lo cambiaría todo.
—Fortún no dudó en salir a buscar a Eneca cuando fue raptada, ahora es Ava quien ha desaparecido...
—¿Quieres ir a buscarla?
—Sí, pero nada sé de ella.
—Amigo, creo que llevas mucho tiempo soportando un gran peso en tu corazón. Deberías haber
hablado con ella.
—Sí, debería, pero ahora es tarde. Con gusto saldría a dar su merecido a quienes le atacaron, me
temo que eso es lo único que puedo hacer ya por ella.
—¿No pides demasiado? Bastante tenemos con resistir entre estos muros.
—No lo sé, ¿sabes en qué pienso en ocasiones?
—Sorpréndeme, cantero.
—En ese ejército fantasma que dicen que deambula por las montañas, ¿crees en él?, ¿tú piensas que
existe?
—He visto muchas cosas en mi vida, creer, solo creo en Dios Todopoderoso, pero el mal existe, ya lo
creo. No sé la forma que tiene, ni entiendo qué busca en los hombres. Si lo que cuentan de ese ejército es
cierto o no, solo hay una forma de saberlo, enfrentándonos a él.
—Espero no verme nunca en esa batalla.
—No me da miedo la lucha, siempre que sea justa. Hay otras cosas más peligrosas.
—¿Como qué?
—Por ejemplo, esas. —Galindo señaló a Constanza que caminaba con la espalda muy recta camino de
casa de Eneca.
—¿Ella? Era una esclava, formaba parte del harén del señor de Wasqa.
Isidoro de Ansó la observó bien y después volvió a beber.
Meses después, llegaron noticias a Loarre. Al-Muqtadir en persona, al frente de un ejército que incluía
un contingente de tropas castellanas al mando del infante Sancho, con sus mejores caballeros, entre ellos
uno apodado el Cid, partió hacia Graus para levantar el sitio de aragoneses y urgelitanos. En plena
batalla, el rey Ramiro, el forjador de su dinastía y primer monarca del reino de Aragón, fue ejecutado por
un asesino árabe que logró infiltrarse entre las líneas cristianas y engañar a los hombres de armas de la
mesnada real que protegía al monarca.
Ramiro, el primero de su nombre, cayó muerto y con su pérdida, el joven reino se tambaleaba.
Parte III
EL REY SANCHO RAMÍREZ
63
Barbatur. Año 1064
Aquella ciudad era la más estratégica al norte de la taifa de Larida, gobernada por Al-Muzaffar, hermano
del rey de Saraqusta, Al-Muqtadir. Su cora en el valle de los ríos Vero y Cinca conformaba un bastión
frente al condado de Urgell y el nuevo reino de Aragón. Era una plaza codiciada y rica, poseía un
importante mercado donde fluían productos de todos los reinos, hasta allí llegaba seda bordada, marfiles,
gemas, piezas de orfebrería, incluso cerámica de un lejano reino de Oriente. Aunque lo más notable de
Barbatur era su conocido mercado de esclavos. No tan grandioso como el de la Ciudad Blanca, pero bien
surtido y a precios más bajos. Allí podían comprarse cristianos y también gentes del norte, eslavos,
bereberes, negros traídos de la cuenca del río Níger. Todo tenía un precio en Barbatur, si estabas
dispuesto a pagarlo.
Guarecidos dentro de las murallas de la recién tomada ciudad de Graus, se estaban congregando
caballeros de todos los rincones de la Cristiandad. No en vano, el papa Alejandro II había predicado el
pasado año que su toma era una emergencia cristiana. Y los cristianos de todos los reinos habían
respondido en mayor o menor medida. En Borgoña, el mismísimo Hugo de Cluny la había apoyado, y su
propio hermano había dirigido un numeroso contingente al sur de los Pirineos. No solo Borgoña, muchos
otros nobles francos recibieron la llamada con entusiasmo.
Se concentraron huestes barcelonesas, del Pallars, del reino de Aragón, del condado de Urgell y un
potente contingente papal dirigido por un normando, Guillermo de Montreuil. A través de Somport
llegaron los aquitanos encabezados por su duque; y a ellos se sumaron caballeros y voluntarios de los más
apartados rincones. Por primera vez, el Papa de Roma había logrado unir bajo una misma bandera a todos
los reinos de Cristo.
Fortún alzó su brazo, los peones empujaron las palancas y tensaron la cuerda enrollándola alrededor
del tambor del cilindro. Miró al jefe de ingenieros y asintió.
—¡Soltad! —gritó como si le fuera la vida en ello.
Un ensordecedor estruendo golpeó sus tímpanos a la vez que unos colosales pedruscos esféricos
surcaban el cielo de Barbatur, ensombreciendo a las huestes que avanzaban con las escalas y las torres de
asalto por la planicie que antecedía a la ciudad. Los pájaros de piedra buscaban con ahínco donde anidar
intramuros, chocando con una violencia inusitada contra la muralla de piedra caliza. La cual soportó con
bravura los nuevos impactos, pero los destrozos era muy cuantiosos, no resistiría mucho más.
El jefe del contingente de Roma, Guillermo de Montreuil, un mercenario normando bajo de estatura
pero corpulento y sagaz, estaba situando en el flanco derecho, resguardado con la caballería tras las
empalizadas de madera. Mientras, el duque de Aquitania hacía lo propio en el oriental; y el rey de Aragón,
Sancho Ramírez, y su aliado, el conde de Urgell, y los hombres enviados por el conde de Barcelona y otros
voluntarios, dirigían el ataque desde el centro.
Fortún se encaminó hacia uno de los onagros y ajustó las reglas según sus cálculos. Observó de nuevo
dónde habían impactado los últimos proyectiles y llamó a su ayudante, un urgelino fortachón y con buena
cabeza, con el que se entendía bien.
—Tres cuartos más hacia poniente en todas las máquinas.
—¿No es demasiado?
—El viento, debemos de tenerlo en cuenta.
—Aun así parece excesivo.
—Hazme caso, conozco cómo se las gasta el viento. Un viejo me enseñó todo lo que hay que saber
sobre él.
El urgelino obedeció poco convencido. Se ajustaron todos los onagros con los nuevos parámetros, se
recargaron las cucharas y se apretaron sus refuerzos de hierro. Cada máquina era manejada por ocho
hombres. Estaban situadas sobre una base de tierra aplastada y ladrillos que disminuían la vibración al
disparar. Constaban de un armazón de madera colocado en el suelo, sobre el que se alzaba un marco del
mismo material, reforzado con pieles y que servía de tope al brazo cuando salía disparado, evitando así su
rotura. El brazo era bajado por un mecanismo de torsión que tiraba de su parte superior por medio de un
cilindro giratorio, en el que se ataban las cuerdas unidas al brazo. Este salía disparado al liberar todo el
conjunto por medio de una palanca situada en el lateral opuesto a la rueda giratoria que bajaba el brazo.
Fortún volvió a alzar la mano y dio la orden, el grito se repitió y bolas de piedra volvieron a surcar los
cielos. En esta ocasión no se estrellaron contra las robustas murallas de Barbatur, sino que sobrevolaron
sus almenas y cayeron intramuros, destruyendo casas, edificios, impactando contra los hogares donde se
refugiaban las familias, haciendo cundir el pánico y el horror. Derrumbaron varios tejados sepultando a
decenas de habitantes. El temor se extendió por toda la ciudad y sus defensores se miraron impotentes.
Todavía más, cuando vieron cómo los cristianos arremetían con un inmenso ariete contra la puerta
principal, haciendo temblar toda la estructura.
El capitán de la guardia sarracena confirmaba, abrumado, cómo los adoradores de los falsos dioses
llegaban en oleadas, como salvajes, cubiertos de pieles y con pesadas espadas, dotados de extraños
cascos que nunca habían visto con anterioridad los musulmanes, y porras, hoces y martillos de guerra,
armas brutales y primitivas.
Y un crujido recorrió Barbatur, como un tronco de un árbol en el instante antes de caer bajo el hacha.
La puerta había cedido; a lo lejos, la pesada caballería normanda comenzó a hacer retumbar el suelo.
Los defensores de la ciudad estaban perdidos.
Los ejércitos del Papa entraron a sangre y fuego. Los jinetes superaron a los peones y alcanzaron las
calles estrechas que llevaban a la medina. No había defensores en ellas, pero no hubo piedad, no debía
haberla con el infiel. El primer caballero normando que alcanzó la mezquita entró a lomos de su poderoso
corcel y decapitó a dos mujeres, tiñendo de rojo la fuente de las abluciones que había a la entrada. Siguió
hacia el harén soltando la espada a un lado y a otro, sin importarle la edad, condición y menos el género
de sus víctimas. Una pareja de niños sucumbió bajo las fornidas patas de su caballo. Divisó en el mihrab
que una docena de infieles intentaba protegerse y silbó llamando la atención de dos normandos más, que
le seguían. Uno de ellos tenía un yelmo cilíndrico decorado con una cruz roja pintada y con un nasal
protector exagerado y terminado en una afilada punta; el otro vestía un casco más discreto, pero por otro
lado, sujetaba una imponente maza de púas, completamente ensangrentada y con restos de cabello y piel
colgando de ella. Él fue el primero en arrancar contra los sarracenos, aplastando el cráneo de uno de ellos
y, acto seguido, machacando con su maza el rostro del siguiente, hasta hundirlo en un espectáculo
grotesco.
Los otros dos normandos remataron la carnicería, derramaron tanta sangre que sus gambesones y sus
pesadas cotas de malla estaban embardunadas de su color por completo. El cabecilla se limpió el rostro,
orgulloso por su trabajo, y observó cerca del minarete un hombre que huía protegido por otros dos que
portaban lanzas.
Guillermo de Montreuil lo tuvo claro: tenía que ser alguien importante.
Así que espoleó su caballo y salió a por él dejando todo lo demás a un lado. No tardó en alcanzarlos,
rasgando el cuello del primer lancero de un tajo antes de que pudiera ponerse en guardia. Al otro, le
concedió el beneficio de la duda pero, al comprobar cómo sujetaba su arma, lo tuvo claro. Fue a por él y le
insertó el filo de la hoja en medio de la cara, tirando hacia abajo, para que se desgarrara por completo. Lo
dejó gritando de dolor para alcanzar a quien en realidad buscaba, el normando estaba seguro de que
aquel infiel era el imán de la mezquita.
Se alejaba, pero sabía que podía alcanzarle, así que fue hacia él y, cuando casi lo tenía a su alcance,
una azcona hirió al musulmán, quien de forma sorprendente se mantuvo en pie hasta que una segunda se
clavó en su mentón y lo derribó de manera definitiva.
—Maldita sea —susurró el normando.
Miró al flanco de donde procedían las azconas y encontró a un grupo de hombres vestidos con pieles y
con el rostro pintado de negro. Eran cristianos, aunque a él le parecían animales.
—¿A qué lugar nos ha mandado el Papa? —dijo a la vez que llegaban sus dos compañeros.
—Esto es el otro lado de los Pirineos, ¿qué esperabas?
—A veces no sé quién son más infieles, los sarracenos o esos...
—Déjalo, Guillermo, hay mucho que matar todavía, no te distraigas con ellos. —El normando se caló el
yelmo para seguir su trabajo.
64
Boltaña. Primavera del año 1065
Fortún tuvo una corta estancia en Barbatur, que fue puesta bajo el gobierno de Ermengol III, conde de
Urgell y cuñado del rey Sancho Ramírez. El conde intentó detener los atropellos contra la población civil
musulmana, a la que se le permitió permanecer en la ciudad, pero a costa de pagar tremendos impuestos,
por los que muchos optaron por abandonar y exiliarse. Además, las matanzas realizadas por los cristianos
del norte, en su mayoría francos llegados para la cruzada ordenada por el Papa, estaban frescos en sus
memorias. Era difícil convivir con los mismos que habían pasado a cuchillo a tantos amigos y conocidos.
De hecho, los gritos de la matanza de Barbatur fueron llevados por el viento hasta todos los rincones de
Hispania, entre ellos la Ciudad Blanca.
El maestro de obras abandonó la ciudad antes de que fuera reconquistada por Al-Muqtadir, pero
aprovechó su estancia allí para contemplar la forma de construir de sus enemigos. No solo la militar,
también la civil y religiosa. Aquella ciudad era extraña ante sus ojos, repleta de callejuelas estrechas, que
serpenteaban hasta llegar a auténticos fondos de saco, sin salida alguna. Fachadas sencillas, sin adornos,
contrastaban con interiores ricos, ordenados en torno a patios, algunos con fuentes de agua y estanques
en su interior. Tuvo que optar por centrarse en tomar apuntes solo del recinto defensivo, porque
intramuros todo le resultaba demasiado nuevo y complejo.
Dejó la ciudad cuando el peligro era inminente y se refugió en una plaza amurallada más al norte,
Boltaña. Desde donde se estaba preparando la defensa oriental del reino de Aragón. No sabía cuánto
estaría allí, pero su intención era poder hablar de nuevo con el hermano del rey Sancho Ramírez, el
infante García, que había tomado los votos y del que muchos decían que llegaría a obispo del reino. Él era
quien dirigía la mayor de las huestes allí acuarteladas. No resultaba sencillo concertar una visita con él,
pues ya lo había intentado en repetidas ocasiones, sin éxito alguno.
Tuvo tiempo para ello, pasó dos años en los que hubo mucho trabajo en Boltaña. Conservarla era
esencial para el reino, pero la inestabilidad del nuevo rey y la amenaza de una ofensiva musulmana hacían
de ella un lugar peligroso y en continuo estado de alerta.
Hacía falta gente para reparar la muralla de sillería que protegía la ciudad, él intentó obtener un
puesto en la dirección, pero se vio relevado a labores de intendencia. Por mucho que explicó que había
sido maestro de obras en un castillo, pocos le creyeron.
—Así que vas diciendo por ahí que eres el constructor de Loarre —le sorprendió un caballero
pertrechado con un gambesón con escudo de armas bordado y una brillante vaina colgando de su cinturón
de cuero.
—¿Quién lo pregunta?
—Un amigo —respondió.
—Permitid que lo dude, no tengo amigos en esta ciudad.
—Craso error, hay que tener amigos hasta en el infierno.
—¡Blasfemáis!
—Después de cómo hemos regado con sangre estas calles, ¿de verdad crees que a Dios le van a
importar mis palabras?
—Era sangre infiel —recordó Fortún, aunque no estuviera seguro de sus palabras.
—De niños, mujeres y ancianos.
—No, eso solo fueron accidentes, la mayoría eran soldados.
—La mayoría se rindieron y los pasamos a cuchillo. Es lo que tiene juntar a caballeros de todos los
rincones de la Cristiandad, sedientos de sangre y gloria.
—Los convocó el Papa.
—¿Y? Creo que todavía no eres consciente de la partida que se está jugando en la Iglesia del reino,
¿verdad? —preguntó el caballero con malicia—. Todavía no entiendes por qué te depusieron de Loarre.
—Claro que lo sé.
—No, crees que fue por tu mujer —dijo mientras observaba orgulloso la cara de asombro de Fortún—,
pero fue por tu amigo el sacerdote.
—¿Qué estáis diciendo?
—Él te mandó aquí, ¿cierto?
—Me animó a ello, nada más. No sabéis lo que estáis diciendo, el sacerdote es un anciano.
—No subestimes a un hombre por su edad, él quiso que vinieras aquí por una poderosa razón —afirmó
mientras comprobaba que estaban realmente solos—. Verás, Aragón es un reino insignificante, pero... es
la puerta de entrada a toda Hispania, por eso es tan importante para Roma.
—¿Quién sois vos? —inquirió confuso Fortún.
—Mi nombre es Arnau Mir de Tost.
—El adalid del conde de Urgell, vos conquistasteis Barbatur.
—Lo hicimos muchos, también tu rey y su hermano, que desean verte.
—El infante García, ¿cuándo?
—Dentro de dos días, en la torre de oriente, a medianoche. Ven solo y no digas palabra alguna sobre
ello a nadie, por tu bien.
—¿Cómo puedo confiar en vos?
—Soy un caballero cristiano. —Sonrió antes de alejarse de allí.
En la fecha indicada, Fortún acudió oculto bajo una túnica oscura a la cita programada con el
hermano del rey. Era una noche nublada, donde la luz de la luna menguante apenas era un tenue
resplandor en la séptima de las esferas celestes. Al acceder al adarve de la muralla, el vigía tan solo le
escrutó, no dijo nada y le dio a entender que era mejor que se diera prisa en cruzar. Así lo hizo, y siguió
por el camino de ronda hasta la escalera que daba acceso a la terraza que coronaba la torre, rodeada de
un parapeto de madera. Allí le esperaban dos figuras, el esbelto caballero urgelino Arnau Mir de Tost y, a
su lado, un hombre de más edad, robusto y bien plantado. Enfundado en un sencillo hábito que no parecía
albergar nobleza alguna, pero sabía que tenía que ser él, el mismísimo hermano del rey.
—Así que eres el maestro de obras que ha edificado el castillo de Loarre —pronunció con un tono de
voz propio de curas cuando hablan en misa.
—Hace años que fui nombrado.
—Lo sé, tu sacerdote me escribe de manera puntual. Sí, no pongas esa cara, fue enviado allí con la
misión de informar y mantener a salvo las reliquias de san Demetrio —le confesó, como si no fuera
importante—. Aunque de un tiempo a esta parte, sus esfuerzos se han tenido que centrar en defender
nuestro rito de las intromisiones de Roma a través de sus enviados y los de Cluny.
—Yo no entiendo de conflictos religiosos.
—Ni yo de castillos. —El infante se asomó a las almenas de la torre—. De un tiempo a esta parte,
hemos perdido el contacto con el sacerdote. Además tenemos noticias de que Loarre pudo ser atacado por
Al-Muqtadir.
—¡Dios santo! ¿Cuándo? ¿Qué sabéis? ¡Hablad!
—No solo los musulmanes son nuestros enemigos. La batalla más importante se libra a nuestras
espaldas y en esa guerra hemos perdido el monasterio de San Juan de la Peña y la catedral de Jaca
todavía está en obras, así que el siguiente objetivo de la reforma de Cluny será tu castillo.
—Es una construcción militar.
—Fortún, en estos tiempos que corren, la cruz y la espada se manejan con la misma mano. No hay
diferencias entre el clérigo y el soldado —se acercó hasta él—, esta ciudad ha sido tomada por un ejército
de la Iglesia. ¿Tiene eso sentido? ¿Qué será lo próximo? ¿Monjes luchando como caballeros de Cristo?
—Bienvenido sea, ya era hora de que los cristianos nos uniéramos —afirmó Fortún con desconfianza.
—Cierto, pero ¿qué crees que harán ahora los musulmanes? —le preguntó susurrándole al oído.
—Lo ignoro.
—Arnau, ilustrad a nuestro constructor, si sois tan amable.
—Al-Muqtadir se ha levantado en armas y ha declarado la guerra santa para recuperar Barbatur y
otras plazas —explicó el caballero—. De manera tan insólita como inesperada, ha enviado emisarios a
cada uno de los reinos del al-Ándalus, demandando la ayuda de todos los musulmanes contra los demonios
que han arrasado Barbatur.
—¿Y qué crees que han respondido esos infieles? —El infante García lanzó la pregunta sin interés en
oír ninguna respuesta de Fortún.
—Las taifas han respondido —contestó Arnau Mir de Tost—, miles de hombres van a acudir a la
llamada. La Ciudad Blanca se llenará de almas deseosas de matar cristianos. Ya nos han llegado nuevas de
que allí se anuncia que los edificios y calles se quedarán escasos para tanto sarraceno y tendrán que
habilitar el arrabal y organizar medios para alimentar a toda esa inmensa tropa.
—Al-Muqtadir lo ha logrado, va a reunir bajo la media luna a todo al-Ándalus, como en la época del
Califato. Y nosotros, con el ataque a Barbatur, hemos sido sus cómplices —sentenció el infante.
—¿Y qué va a suceder ahora? —Fortún alzó la voz.
—La taifa de Saraqusta es la más rica y Al-Muqtadir ha estado practicando un peligroso doble juego,
en el que han participado algunos cristianos —contestó el infante—. Tan pronto se enfrenta con nosotros
por un territorio en disputa, como paga a Castilla y Barcelona para evitar una alianza con su hermano, y a
la vez enemigo, Yusuf, gobernador de la taifa Larida, o contrata como mercenarios a cristianos para atacar
Aragón, Urgell o Pamplona.
—¿Tantos recursos tiene?
—Las arcas de la taifa no son infinitas, y la continua salida de oro y plata no ha hecho sino llenar las
de sus enemigos. Las parias son utilizadas por los reinos cristianos para fortalecerse, con lo que no
contábamos era con que la caída de Barbatur iba a darle una oportunidad para dar la vuelta a la situación.
—Todo estratega debe saber aprovecharse tanto de las victorias como de las derrotas —añadió Arnau
Mir de Tost—, y él lo ha hecho. Ha propagado la noticia de nuestra matanza al entrar en una ciudad ya
rendida y eso ha encolerizado a los musulmanes de todos los rincones de al-Ándalus. Aftasíes, Banus Dil-
Nun, Abadíes, Banu Razin, Ziríes y Banu Amir; todas las dinastías han aportado hombres, en un hecho sin
parangón. Un ejército como nunca se había visto al norte del Ebro partió hace una semana hacia Wasqa.
—¿Y por qué me contáis todo esto a mí?
—Debes ponerte a salvo —contestó el caballero—, abandonar la ciudad y refugiarte más al norte.
—¿Huir?
—No, sobrevivir, que es muy distinto —puntualizó el infante—, con el objetivo de volver a Loarre, en
breve.
—Eso no es posible, el tenente me ha desterrado.
—Los tenentes de los castillos cambian muy a menudo, son nombrados por el rey y, por si lo has
olvidado, yo soy su hermano.
—No es tan sencillo, fui castigado por intentar salvar a una mujer que se hallaba cautiva del
gobernador de Wasqa, y no descansaré hasta lograrlo.
—Todo se hará a su debido tiempo. —El infante puso sus manos sobre los hombros del maestro de
obras—. Ahora te necesitamos.
65
Loarre. Mayo del año 1066
Eneca disfrutaba viendo cómo su hija crecía fuerte y vivaz. Había nacido con escasa talla y carne y sus
primeras semanas de vida fueron angustiosas. Pasados un par de meses, todo cambió, comenzó a coger
peso y a mejorar su salud. Cumplió su primer año con poca talla, pero en los siguientes recuperó con
creces la que debía ser su altura y peso normales. Hasta tal punto que ahora era una niña sana que
apenas había enfermado en media docena de ocasiones desde su alumbramiento, y todas ellas fueron por
temas menores que su madre supo atajar de inmediato.
Laura no había heredado la mirada oscura de Eneca, sus pupilas eran más limpias y sus ojos más
rasgados. Sí tenía la piel pálida y el cabello negro como su madre, pero esa característica era común en
las montañas. En cambio, su nariz y sus labios eran diferentes por completo de los de su progenitora y
tenía una forma de ser como ausente, como de tener la mente siempre en otro lugar.
La niña tenía su propia personalidad. Sobre todo unos gestos de rabia, como si fuera un volcán a
punto de estallar, aunque sin llegar a hacerlo.
Las obras del castillo estaban detenidas, el tenente había traído a varios constructores, pero ninguno
supo o quiso reparar los daños causados por el último ataque. Encontrar en el reino a un maestro de
obras que supiera cómo construir castillos de las dimensiones del de Loarre, era imposible. Ni siquiera en
Pamplona o Castilla, quizás al otro lado de los Pirineos, pero traerlos hasta aquí era demasiado costoso.
Por ello el castillo quedó desmochado, y en estado ruinoso, pues los daños que había sufrido eran muy
cuantiosos y sensibles. El tenente, después de varios meses en Loarre, se marchó a otro de sus dominios y
dejó a un hombre de confianza para que administrara la fortaleza. Se llamaba Hugo de Aniés, y era un
viejo tartamudo, con pocas luces y mala cabeza para las cifras. Su nefasta organización provocó una
desbandada de numerosos habitantes.
Hasta el punto de que Loarre quedó aislado del resto del reino y se cortaron todos los accesos desde
Jaca. Por suerte no duró mucho, Hugo de Aniés dejó Loarre requerido por su señor y la fortaleza quedó
custodiada por una reducida guarnición mandada por Galindo. Por su parte, Isidoro continuó trabajando
en la cantera, pero ante la imposibilidad de tallar sillares, se dedicó a trabajos más refinados. Comenzó a
tallar esculturas aunque le faltaba práctica, así que los primeros intentos no fueron buenos. Él no era
hombre que se dejase amedrentar por el fracaso, y armado de paciencia, fue mejorando con la práctica.
Así pasaron los días, las semanas y llegaron noticias de la reconquista musulmana de Barbatur.
Sabiendo que Fortún había participado en el asedio, cundió el pánico entre su familia y amigos porque le
pudiera haber ocurrido algo en el contraataque, ya que muchos habían sido los muertos y todavía más los
capturados prisioneros.
—Eneca, estará bien —intentaba tranquilizarla Isidoro.
—Sé que está vivo, lo sé. Pero ¿y si ha sido esclavizado? ¿Si lo han llevado a la Ciudad Blanca para
venderlo en el mercado?
—Eso no lo sabemos, no sirve de nada torturarse por ello.
—Y si no, ¿dónde está? ¡Dime!
—Te recuerdo que fue desterrado de Loarre y que las comunicaciones con el condado de Sobrarbe son
complicadas, hay patrullas musulmanas por todas partes. Tú misma puedes verlo si te asomas a las torres.
La toma de Barbatur no ha traído nada bueno, solo hemos logrado atraer infieles. No solo eso, dicen que
Al-Muqtadir ha mandado construir a las afueras de la Ciudad Blanca una imponente fortaleza a la sombra
de una antigua torre defensiva, con la que pretenden recordar su victoria sobre el ejército cristiano unido
por Roma.
—Eso queda muy lejos de estas montañas —puntualizó Constanza también a su lado.
—Hay quien dice que, de noche, se pueden ver las luces de Saraqusta en la lejanía.
—¡Sandeces! Está demasiado lejos de Loarre —recalcó Eneca.
—Pero no hay montañas que lo oculten, la Tierra Llana se extiende hasta ella, ¿por qué no va a ser
posible verla en la oscuridad?
—Eso debería importarte poco, porque ni tú ni nadie de los que estamos aquí veremos nunca
Saraqusta. —Y Eneca se sumergió de nuevo en su tristeza.
Siguieron pasando las semanas y fueron llegando noticias con cuentagotas. El ejército de castigo de
Al-Muqtadir había hecho estragos en los condados de Sobrarbe y la Ribagorza. Los cristianos estaban en
desbandada, se habían perdido cuantiosos castillos y estaba amenazada toda la frontera. Hay quien temía
que llegaran hasta la nueva capital del reino, Jaca, donde se estaba levantando su nueva seo. Hasta
Loarre no llegaron patrullas sarracenas, pero sí arribó un grupo de refugiados. Al principio, hubo dudas
acerca de su identidad, tras las comprobaciones y los interrogatorios no hubo duda de que eran cristianos,
pues conocían toda la liturgia, las oraciones y los mandamientos de Dios. Pero no eran cristianos del
norte, sino del mediodía. Se trataba de mozárabes que llegaban exiliados desde una pequeña aldea
cercana a Saraqusta y que dijeron que tenía por nombre Almudévar, que en lengua árabe quería decir «el
redondo», en alusión a la planta ovalada del importante castillo que poseía. Al parecer, no había muchos
árabes ni bereberes en ella, todos eran muladíes o mozárabes. Tanto es así que cultivaban la vid para
hacer buen vino, del que traían alguna tinaja. Seguramente con la idea de ganarse la bienvenida en las
montañas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Isidoro a uno de ellos, moreno y de una barba poco homogénea, que
llenaba su rostro de calvas.
—Bernardo.
—¿Eres campesino?
—Todos los somos, nuestra tierra era rica y próspera.
—Vivías con infieles, ¿cómo podías hacer tal cosa?
—Respetaban nuestra fe, no había motivos para dejar las tierras de nuestros padres y abuelos. Las
cosas han cambiado, ya no somos bien recibidos. Al-Muqtadir ha jurado venganza sobre los cristianos,
todos nosotros.
—¿Has estado alguna vez en la capital de la taifa?
—En Saraqusta, sí. Iba a menudo a vender grano.
—Dime, ¿cómo es? —inquirió Isidoro, interesado en lo que podía escuchar del mozárabe—. ¿Es verdad
todo lo que dicen de ella? ¿Tiene tantas maravillas?
—La Ciudad Blanca ya era una plaza vieja cuando los musulmanes invadieron el norte de Hispania y
constituyeron, hace siglos, la Marca Superior, la frontera entre el Islam y la verdadera fe. En aquel primer
momento, buscaron aliarse con la nobleza local y estas tierras pasaron a depender de una dinastía de
muladíes, de conversos al Islam, los Banu Qasi, los hijos del conde Casio, antiguo noble visigodo.
—Unos traidores.
—No soy quien para juzgar eso, yo solo puedo hablar por mí y mi familia, nosotros siempre hemos sido
cristianos, aunque no fuera lo más sencillo.
—Y eso te honra, créeme. Te aprecio por ello, sigue contando más sobre Saraqusta.
—La Ciudad Blanca se encuentra en el centro de las más relevantes rutas comerciales y de
comunicación, muchas mercancías salen de ella por el río Ebro hasta el mar; y muchas otras llegan.
—¿Es tan rica como aseguran?
—Su riqueza no tiene parangón entre todas las demás taifas surgidas de las cenizas del Califato. La
confluencia de los ríos Huerva, Gállego y Ebro la convierte en zona de ricas huertas y cultivos. El célebre
M¯usa ibn Nusayr, conquistador de Hispania...
—Ese nombre está maldito, nos condenó a las montañas —interrumpió el cantero.
—Me has pedido que te cuente lo que sé de la Ciudad Blanca —advirtió el mozárabe—. Puedo callarme
si lo deseas.
—No —reculó Isidoro—, prosigue. ¿Cómo son esas huertas de las que hablabas?
—Él comparó los huertos de Saraqusta con los de Damasco, y al probar las aguas del Gallicius, dijo
que no había probado ninguna mejor en todo al-Ándalus. El mismo río que vemos desde aquí. Existen
viñas en arrabales de la margen izquierda del Ebro y olivares por todos los alrededores. Su entorno está
plagado de almunias, que en ocasiones son auténticos palacios. La ciudad es como una motita blanca en el
centro de una inmensa esmeralda, sobre la que se desliza el agua de sus cuatro ríos, lo que la hace
parecer un mosaico de pedrería.
—Y sus murallas, ¿cómo son?
—Los muros que protegen Saraqusta son de una piedra blanca como la nieve y que brilla como ella
cuando sale el sol. Están formados con bloques escuadrados y en el interior se halla al mismo nivel de las
calles y vías, sobresaliendo con mucho cinco codos, y así todas sus casas destacan por encima de sus
murallas. —El mozárabe observó cómo se habían unido más habitantes de Loarre en torno a la
conversación, y decidió seguir con su descripción—. Aprovechando las corrientes del Ebro tienen
instalados numerosos molinos, situados sobre barcazas. Yo no sé la manera en que lo logran, pero parece
que pueden cambiar de situación para aprovechar al máximo la corriente. Las norias son tan altas como la
mayor de las casas de la medina, a través de las cuales fluye el agua hacia las huertas y los campos de las
orillas.
Los hombres que le rodeaban no salían de su asombro, como si les estuviera contando un cuento o
una ensoñación. Bernardo había visto todo aquello con sus propios ojos. Todo lo que les decía era cierto.
—Famosos son sus paños, de algodón, lino, cáñamo o seda —prosiguió Bernardo—, conocidos en todo
al-Ándalus como «zargocíes», y que no pueden imitarse en ningún otro lugar del mundo. La Ciudad Blanca
es también conocida como la «puerta de todas las rutas», pues es la última gran ciudad al norte, no solo
de al-Ándalus, sino de todo el universo del Islam. Por ello posee un célebre mercado, donde destacan sus
esclavos cristianos y de los países más septentrionales. A él acuden enviados de todas las cortes
musulmanas para gastar inmensas sumas de dinero en adquirirlos.
—¿Y lo de las serpientes es cierto? —preguntó uno de los habitantes de Loarre.
—Os diré que, a pesar de todas estas maravillas que os he contado, la Ciudad Blanca es más conocida
por el insólito hecho sobre el que me preguntas, pues las serpientes jamás penetran en ella. Muchos
viajeros llegan hasta Saraqusta con una serpiente, para dejarla frente a sus muros. Siempre sucede lo
mismo con esos animales, mueren enseguida. Ninguno logra atravesar las murallas.
—¡Ahí venderán a Fortún! —espetó Eneca que surgió haciéndose hueco entre los que escuchaban al
recién llegado—. En ese mercado le venderán, ¡y vosotros no vais a hacer nada para impedirlo!
—Eneca...
—¡Parece mentira, Isidoro! ¿Qué hacéis aquí? Si tanto os gusta esa ciudad, por qué no vais hasta allí,
por qué no cruzáis sus muros —les desafió—. ¿Sabéis por qué no lo hacéis? ¡Porque sois unos malditos
cobardes!
66
Monasterio de San Juan de la Peña.
Miércoles de Ceniza, 22 de marzo de 1071
Las nubes llegaron sin avisar y se hicieron fuertes en torno al valle. El infante García, con un capiello
granate sobre el escaso pelo de su cabeza, observaba desde el altar del monasterio de San Juan de la Peña
cómo el peor de sus temores se estaba materializando. La hora tercia fue la última mozárabe y la sexta la
primera en rito romano. Era la segunda semana de Cuaresma, con el rey y la corte en el monasterio, como
solían acostumbrar por esas fechas.
El legado papal celebraba la primera misa con la nueva liturgia del reino. Sancho Ramírez había
llegado a un acuerdo secreto con el Papa después de su viaje a Roma, donde había sido coronado rey por
el Santo Padre. Aragón pasaba a estar protegido por Roma, su rey era bendecido por Dios. A partir de
ahora, nadie pondría en duda su legitimidad como monarca. Su padre había proclamado un nuevo reino y
él había logrado consolidarlo a los ojos de Dios, y, por ende, del mundo. No solo eso, el Papa le había
prometido su apoyo en la expansión del mismo.
Sancho Ramírez no cabía en sí de gozo, ¡quién habría pensado hacía una década que el inestable e
insignificante reino de Aragón podría ser consagrado por el mismísimo Santo Padre!
Todo tiene un precio en esta vida, incluso para la Iglesia, o en especial para ella. Así que Aragón debía
pagar una fuerte cantidad de oro anual y, lo más importante, introducir reformas en su clero. Ahora los
monasterios e iglesias en territorio aragonés seguirían la regla de Cluny y toda la liturgia cambiaría. Se
había prohibido el rito tradicional y había que adaptarse al que imponía Roma.
«¿Cómo ha podido el rey claudicar de tal manera? ¿Cómo deja que esos extranjeros dicten cómo ha de
ser la liturgia en Aragón?», se preguntaba el infante García a la vez que clavaba su mirada en el legado
papal, al que tanto odiaba.
No, no lo iba a permitir. El obispo de Aragón, él y nadie más, debía dictaminar unos cambios de
semejante índole. ¿Quién era Alejandro II para imponer su criterio? Si el obispo no había logrado hacer
valer su voluntad, debía ser reemplazado de inmediato o todo el reino caería a los pies de Roma.
Los tiempos estaban cambiando.
La primera misa por el nuevo rito al mediodía de los Pirineos finalizó entre miradas de incredulidad y
amplios rostros de complacencia. La división en el clero y la corte era evidente. Como un barranco, que
lejos de reducirse, no paraba de crecer. Si seguía así, pronto las dos orillas estarían tan alejadas que no
podrían entenderse entre ellas, por mucho que lo intentaran entonces.
El infante dejó a su hermano, el rey, y al resto de la corte en la iglesia nueva del monasterio, y salió al
claustro que todavía estaba en obras. Desde allí podía ver un amplio horizonte, a lo lejos, la Peña Proel, y
a sus pies, Jaca.
—¿Os encontráis bien? —le sorprendió la voz de su hermana.
—Sancha —sonrió al verla—, quería un poco de paz, pensé que la encontraría aquí fuera.
—No existe paz para los hijos de un rey, existe tanto por hacer... Por suerte, ahora andamos por el
buen camino.
—¿Tan segura estáis?
—Por supuesto, ¿es qué acaso hay otro camino distinto al que marca Roma? —preguntó de forma
precipitada.
—Claro que no, perdonadme. Me hallo agotado, parece que no haya un instante para descansar...
—Y no lo hay, pero las gentes de las montañas estamos acostumbrados a esto y mucho más, no somos
como los débiles infieles del llano. La vida es demasiado sencilla para ellos, en sus ricas tierras que nos
usurparon hace tantos siglos.
—Al menos ahora nos pagan parias, con las que financiamos nuestras construcciones y ejércitos.
—Por el momento —afirmó—, hoy es el primer día de una nueva era, ¿sois consciente de ello,
hermano?
—Ya lo creo que sí. El rey va a necesitar toda la ayuda posible, en especial la nuestra. Un enorme peso
lleva sobre sus espaldas.
—Nada de eso, todo lo contrario. Dios nos ha sonreído, ha elegido este reino para iluminar todas las
tierras de Hispania.
—¿De verdad creéis eso?
—Hermano, ¿es qué vos lo dudáis? ¿Ponéis en entredicho la sagrada palabra del Santo Padre?
—Roma nos ha elegido, de eso no hay duda. Ha intentado entrar antes en los reinos de Portugal, León
y Pamplona, en los condados de Castilla y Barcelona. Y no ha recibido más que negativas —explicó con la
mirada perdida en el paisaje—. Si Aragón le da Hispania, solo espero que no nos arrepintamos de ello, que
el precio no sea demasiado alto.
—¡Hermano! Nuestro reino va a convertirse en la puerta de entrada de toda la Cristiandad. Jaca se
convertirá en una ciudad, recibirá a peregrinos, señores, caballeros, comerciantes y monjes, camino de
Santiago o cualquier otro destino. Vamos a convertir un pequeño y recién creado reino en el más próspero
que se conoce, ¿os imagináis el futuro que nos aguarda?
—Sí, desde luego que lo hago —contestó con resignación el infante.
—Vamos a llevar los colores del Papa en nuestro peirón. Jaca será una gran capital y su catedral la
más moderna, la envidia de Occidente. Este monasterio será la cuna de nuestra dinastía, aquí
construiremos un panteón real, donde honrar a reyes y reinas —se emocionó con sus propias palabras—.
Solo falta el que debe ser nuestro tercer pilar, además de Jaca y San Juan de la Peña.
—¿De qué estáis hablando, hermana?
—De Loarre, ese castillo será el símbolo de nuestro nuevo reino.
Fortún llevaba siete años de reclusión en las montañas, primero en el valle del Cinca y después más al
norte, cerca de las cumbres más altas de los Pirineos. Hasta ellas huyeron los vencidos de Barbatur, los
sarracenos no tuvieron compasión y arrasaron los valles y tomaron uno a uno los castillos que debían
defender la frontera. Solo en las montañas estuvieron seguros, realizando escaramuzas para amedrentar
la ofensiva de la media luna.
En los valles, eran presa fácil para los sarracenos, así que buscaron auténticos nidos de águilas donde
refugiarse. Fortún llegó de esta manera a Troncedo, una pequeña aldea que dominaba todo su entorno,
aunque sin defensas, salvo su estratégica posición. En Troncedo, logró convencer a sus habitantes de la
necesidad de levantar una torre de destacada altura, desde la que otear a los musulmanes.
A su edad, se le hacía duro trabajar y esfuerzos que antes no eran dificultosos, ahora se hacían
eternos. La espalda le dolía con frecuencia y cada vez le costaba más levantar pesos. Además, había
perdido algo de vista.
Con los caminos cortados y con el destierro todavía sobre su cabeza, decidió esperar en aquellas
tierras del condado de Sobrarbe. Le surgieron algunos trabajos de reparación en iglesias y castillos
cercanos, que habían sido desmochados por los infieles. A la espera de poder buscar la manera de
levantar el veto impuesto por el tenente de Loarre, Fortún intentó acercarse a los círculos de poder del
nuevo reino, así logró una audiencia en Jaca con el más alto personaje de la corte del rey Sancho Ramírez.
No iba a resultar sencillo llegar hasta el valle del río Aragón, buscó el trayecto más seguro y lo realizó
en pleno invierno, para evitar las razias, aunque a costa de pasar mil calamidades. Después de tanto
esfuerzo y penalidades, arribó al Camino de Santiago.
La primera impresión que tuvo al llegar a la población bajo la peña Oroel, fue que se había equivocado
de camino y que había terminado en Pamplona o en alguna ciudad al otro lado de las montañas. Mirara a
donde mirase, solo veía edificios en construcción. Desde la orilla más meridional del río Gas, divisaba la
configuración de lo que se estaba constituyendo ya como un importante núcleo urbano. Dos vías
principales se cruzaban en el centro de forma ortogonal. Recordó el tratado del lombardo y entendió a la
perfección esa disposición: el cardus y decumanus romanos. Los cimientos de un amplio recinto
amurallado también eran visibles y, en torno al cruce de las dos vías, se intuían construcciones de una
notable envergadura. Aquello no solo era una población en obras, se trataba de un complejo y ambicioso
proyecto urbano, de un coste desorbitado.
«¿De dónde ha obtenido el rey medios para financiarlo?», se preguntaba mientras admiraba los
trabajos.
Preguntó a varios comerciantes y artesanos, y caminó hacia el palacio real, ubicado en la zona de las
Benitas y que había edificado el difunto rey Ramiro.
El edificio estaba custodiado por hombres de armas en buen número, le costó identificarse y que le
permitieran entrar en él. Una vez en el patio de armas, pudo acceder con mayor facilidad a la sala de
audiencias y allí tuvo que esperar largo y tendido. Después de tanto tiempo deambulando por distintas
poblaciones y aldeas, algunas situadas en los lugares más remotos del reino, esperar en el palacio no le
parecía tan terrible. Con el paso del tiempo había apaciguado su impaciencia de juventud. Si su padre le
viera ahora no le reconocería, el niño nervioso y alocado de entonces se había ido para siempre.
En su periplo, incluso se había acostumbrado a la ausencia de Eneca. Sí, por extraño que pareciera,
en cierto modo se sentía acompañado por sus recuerdos y eso le bastaba en la mayoría de las ocasiones.
Cierto era que otras veces sentía el desamparo de la soledad y se veía en el borde de un profundo abismo.
Pero por el momento, siempre había logrado dar un paso atrás y volver a refugiarse en sus recuerdos.
Sin embargo, aquello tenía un precio y, de un tiempo a esta parte, había tenido que recurrir a
nostalgias más lejanas, infantiles en ocasiones. Y eso es peligroso, cuando a uno se le terminan los
recuerdos, se acerca más al abismo. Como si ellos formaran una larga soga de la que vas estirando, hasta
que te quedas sin cuerda y caes al vacío.
—Fortún, maestro de obras —uno de los guardias de palacio le sacó de sus ensoñaciones—, os esperan
en audiencia —le comunicó mientras le escrutaba y ponía una mueca de incredulidad.
Le escoltaron hasta un pasillo donde el frío parecía colarse por entre los escasos huecos de piedra que
no tapaban la multitud de telas y alfombras que ocultaban los muros. En ella aguardó de pie, hasta que
fue reclamado por un clérigo que le condujo hasta otra sala contigua, de menor tamaño y más decorada
con tapices y esbeltos antorcheros. En el centro, sobre un sillón en alto con un prominente respaldo,
estaba el rey Sancho Ramírez. A su lado y a un par de pasos de distancia, su hermano, el infante García,
ambos hijos de Ramiro I.
El monarca mostraba un gesto serio, su pelo oscuro estaba cortado con esmero y vestía un brial de
rica tela, de mangas anchas, bordado en las bocamangas y los bordes inferiores, con galones de oro, y con
una cenefa formada por rombos que cerraba su cuello. No era la ropa lo que más destacaba de su
atuendo, sino la espada. No era común sentarse con ella atada al cinturón, pero el monarca así la llevaba
y su mano derecha descansaba en la empuñadura. El rey le miraba en silencio, sin mover los labios, con
unos ojos brillantes, como si algunas de las estrellas del firmamento se refugiaran en ellos. Prosiguió en
un silencio embarazoso y con la mano impasible sobre su arma. Pasaba el tiempo y no hablaba; y Fortún
se ponía más nervioso y no se atrevía a mover un solo músculo. La garganta se le secó tanto que tragó
saliva de una forma torpe y hasta ruidosa, lo que le incomodó todavía más. Aquella tensa situación estaba
poniendo a prueba la paciencia que había adquirido con los años. Incluso al más seguro de los hombres le
temblarían las piernas ante todo un rey.
—Te vi una vez que acompañé a mi padre a Loarre y te recordaba más alto, aunque eso no importa a
la hora de construir castillos, ¿verdad? —comentó con una sonrisa el rey, rompiendo la espera y angustia
con una sola frase.
—Un hombre no debe medirse por su altura, sino por su grandeza.
—Cierto es —el monarca no se inmutó por la afilada respuesta—, dime, Fortún, ¿tienes esposa?
—Mi mujer fue raptada por los infieles.
—No te puedes hacer una idea de cómo lo lamento, lo ignoraba. ¿Murió en su cautiverio?
—No lo sé, alteza. Intenté rescatarla, y por eso fui apartado de las obras por el tenente de Loarre.
—Así que ese fue el verdadero motivo, ahora entiendo mejor las circunstancias.
—Ella fue llevada a Wasqa y no he vuelto a saber de ella, su ausencia dejó un vacío tan profundo en mi
pecho, que no he dejado de pensar en ella desde que fue hecha prisionera. De eso hace ya más de cinco
años.
—Fortún, un día no muy lejano reconquistaremos Wasqa y te prometo que nada más cruzar sus
murallas, ordenaré que busquen a tu amada.
—Gracias, alteza.
—Antes, para lograr tal meta, necesito tu ayuda. Fortún, eres un hombre de experiencia, con tu edad
seguro que has trabajado en numerosas obras. ¿Cuál dirías que es tu mejor cualidad como maestro de
obras?
—No sabría deciros, mi rey.
—Mala respuesta, reformularé la pregunta. Fortún, ¿por qué debes ser tú quien amplíe Loarre y no
otro maestro de obras?
—¿Ampliar?
—Sí, ¿es que acaso crees que iba a levantar la prohibición que hay sobre tu cabeza por nada?
—No, alteza.
—Recuerdo cuando mi padre nos llevó a mis hermanos y a mí a conocer Loarre, la sensación tan
profunda que me causó aquella fortaleza, jamás había visto un castillo igual. Creo que lo que se siente
cuando se ve por primera vez no se olvida nunca. Es tan excitante, que envidio a aquellos que no lo han
visitado todavía y pueden sentir lo mismo que sentí yo aquel día.
—Grandes palabras, alteza.
—Soy un rey, nada de lo que hago o digo es casual —dijo con complacencia—, verás, este reino, cómo
lo diría... Este reino ha sido designado por Nuestro Señor para un objetivo inmenso, una misión titánica.
Si Él nos ha elegido, no somos quiénes para ponerlo en duda. Lo que debemos hacer es acatar su divina
voluntad, ¿verdad?
—Por supuesto, alteza.
—En este proyecto divino, todos tenemos un papel. Yo, mi hermano García —lo señaló a su derecha—,
tú, Fortún, y Loarre, por supuesto.
—Defender la frontera.
—No, defenderla no. Se ha terminado esa época. Es tiempo de amenazarla, desafiarla —se inclinó
hacia delante—, Loarre será un símbolo del nuevo tiempo de Aragón. —Levantó el puño cerrado—. Fortún,
Loarre va a ser el mayor castillo que ha visto el hombre. Por ello te rehago la pregunta, ¿por qué debo
confiarte la labor de ampliarlo, de hacerlo eterno?
—Llevo muchos años trabajando en él, conozco cada uno de sus secretos.
—¿Cómo puedo estar seguro de que tienes los suficientes conocimientos? —le interrumpió.
—Creo que he demostrado de sobra que puedo construir un castillo. He estado toda mi vida al pie de
una obra, desde que era un crío.
—No deseo un castillo, quiero El Castillo. Aquel del que hablarán todos, aquel que teman todos.
—Alteza, dejadme regresar a Loarre y la fortaleza que levantaré será conocida durante mil años.
—Eso es lo que quería oír —sonrió—, pero necesito algo más: una iglesia. ¿Podríais construir una?
—Ya existe una iglesia en lo alto de...
—No, Fortún, no me refiero a un pequeño templo. Lo que te pido es edificar una imponente casa de
Dios, de varias naves, con planta en forma de cruz y con luz. Un templo inundado de luz, pues qué es Dios
sino luz que ilumina nuestras vidas, nuestro camino.
—Una construcción así necesita grandes proporciones.
—Sí, puesto que también voy a enviar una congregación de monjes a Loarre. Así que deberán
disponerse dependencias para ellos, serán doce y su abad. Ya sabes, dormitorios, scritorium, sala
capitular,...
—Alteza, estáis hablando de una abadía.
—Puedes verlo así.
—Y cerca del castillo, ¿dónde?
—No, Fortún, cerca no, dentro de él. Quiero una iglesia protegida por el recinto amurallado.
—Alteza, eso que decís no es factible, no existe espacio físico intramuros para una obra de esas
dimensiones. El castillo está al borde de un risco rocoso, no se puede llevar más allá.
—Luego, no eres el hombre que estoy buscando. —El monarca miró a su hermano, el infante García.
—Alteza —Fortún elevó su tono de voz—, ¿qué es exactamente lo que queréis? Habladme sin sutilezas.
—¿Sin sutilezas, dices? Muy bien, como sabrás, he puesto al reino bajo la protección de Roma. Somos
vasallos de la Iglesia y yo soy rey por la gracia de Dios. Los infieles están amenazando el reino que edificó
mi padre, no pudimos mantener la conquista de Barbatur y no somos capaces de asediar Wasqa. —Hizo
una leve pausa—. Quiero desafiarles, que sepan quién es el rey, que conozcan su futuro, que entiendan
que tarde o temprano dominaré la Tierra Llana.
—Con ese objetivo se edificó Loarre.
—Los tiempos cambian, Fortún, y el castillo se planificó antes de la bula del papa Alejandro II, que ha
acogido bajo la protección de la Santa Sede la futura abadía de San Pedro de Loarre.
—Pero lo que me demandáis es materialmente imposible. ¡Me exigís un milagro!
—En efecto —interrumpió el infante—, eso es lo que el rey desea.
—Mi señor, ¿qué estáis diciéndome?
—Recuerda que Dios guía nuestros pasos. No vas a construir un castillo para el rey, sino para Él,
Nuestro Señor.
—Fortún —el monarca se incorporó y bajó los tres peldaños que le separaban de sus vasallos y caminó
hacia él, al llegar a su altura lo cogió por los hombros—, hace casi cincuenta años, mi abuelo Sancho III el
Mayor le encargó a un maestro lombardo que edificara el último castillo de la frontera, frente a una de las
más temibles fortalezas musulmanas.
—Lo sé, conocí a ese lombardo en persona.
—Entonces, dime, Fortún, ¿aceptas lo que te pide ahora este humilde rey? ¿Construirás el símbolo de
nuestro reino? Un castillo para la eternidad.
—Sí, alteza, lo haré.
—No esperaba menos de ti —pronunció entusiasmado—. Loarre será dotada de pabellones para una
comunidad agustina. Levantarás un palacio real y, sobre todo, una iglesia colosal. Haré llamar a los
mejores escultores de Toulouse para que la decoren, pero necesito que sea digna de un rey, de un rey por
la gracia de Dios. Fortún, yo creo en ti, sé que puedes hacerlo, lo he visto en mis sueños. Dime, ¿crees tú
en mí? ¿Crees en tu rey?
—Claro que sí, alteza, no lo dudéis.
—Entonces, si de verdad crees en mí, si de verdad tienes fe en Dios, construye una fortaleza digna de
los dos.
El rey se dio la vuelta y subió los tres escalones hasta acomodarse de nuevo en su trono. Dos guardias
se adelantaron hasta la altura de Fortún, señal de que el maestro de obras debía retirarse. Realizó una
reverencia antes de volverse hacia la salida, escoltado por los hombres de armas, y cruzar el umbral de la
puerta.
—Cuidado, hermano, el río que crece rápido lleva siempre sus aguas turbias —advirtió el infante
García.
—Querido hermano, debéis entender que hay ríos que bajan con tanta fuerza que no se pueden
detener, arrastran todo a su paso.
—Sí, pero en tal caso debéis tener cuidado de que su corriente no os lleve.
—Eso haré, prepara a los monjes para ir a Loarre.
—¿Yo?
—Queréis ese sillón, pues empezad a ganarlo. A veces pienso que nuestra hermana Sancha sería
mejor obispo de Aragón que vos.
—Como ordenéis, los elegiré en persona.
—No lo habéis entendido, hermano. Ya hay doce canónigos más un abad esperando.
—¿Elegidos por quién? —preguntó alterado el infante.
—Por el legado papal.
—Queréis decir por el abad de Cluny.
—No, quiero decir por Su Santidad, ¿tenéis algo que objetar a una elección del Papa?
—Por supuesto que no —respondió con determinación el infante—, pero... Alteza, nuestro rito tiene
siglos de antigüedad, los clérigos y vuestros vasallos quizá no entiendan que se les imponga ahora un
cambio así. Tened en cuenta que sus padres, y los padres de sus padres han conocido esta liturgia,
nuestra liturgia.
—No creo que sea para tanto, hermano. Es más, pienso que el pueblo lo entenderá y lo asumirá con
rapidez, que será el clero del reino el que no esté dispuesto a cambiar sus costumbres y privilegios.
—Nuestro padre no hubiera aceptado cambiar la liturgia.
—¿Padre? Él hubiera hecho todo lo necesario para expandir el reino, y lo sabéis —advirtió,
señalándole con el dedo índice de su mano—. Él creó esta corona, pero yo, Sancho Ramírez, la voy
ampliar hasta Saraqusta. Yo haré que nuestro reino sea el representante de Dios al mediodía de los
Pirineos, y ningún enemigo ni nada me detendrá. Mi hijo y el hijo de mi hijo llevaran la Corona, nadie
osará discutir la legitimidad de nuestro reino, porque ahora soy rey por la gracia de Dios.
—¿Y Pamplona? Todavía le debemos vasallaje.
—Todo se andará, hermano, todo se andará.
67
Jaca. 2 de junio de 1071
Fortún caminó desde el palacio real hasta el centro de Jaca, las calles estaban alborotadas y repletas de
gentes. Las había de todo tipo, comerciantes, trabajadores, mendigos, mujeres, peregrinos, monjes,
hombres de armas.
—Mucho trabajo —comentó Fortún parado frente a un taller de madera.
—Ni que lo digas, así da gusto, quién ha visto y quién ve ahora Jaca —respondió un carpintero que se
afanaba en lijar un madero de un par de varas.
—Cierto, esa nueva muralla es magnífica y la organización de las calles parece perfecta, ¡y la
catedral!
—Bueno, eso va más despacio —comentó, mientras se rascaba una abultada barriga—. Si hay obispo,
ha de haber cátedra, y por ello se está trabajando a destajo en la construcción de la seo jaquesa. Han
elegido la zona de levante, donde se alzaba la primitiva iglesia de San Pedro el Viejo.
—Una catedral no es fácil de levantar. Con su vinculación a Roma, Jaca es ahora la puerta de acceso al
camino que va a Santiago de Compostela —susurró Fortún.
—Llevaban varios años trabajando en la catedral, habían comenzando por la cabecera y ya estaba
conformada su planta basilical, de tipo rectangular y sin transepto saliente. —El carpintero lo observó
bien—. ¿De dónde eres?
—Yo vivía en Loarre.
—¿Dónde está ese castillo?
—Vaya, ¿has oído hablar de él?
—Sí, parece que no lo van a terminar nunca.
—Nunca se sabe, creo que el nuevo rey tiene grandes planes para él.
—Sancho Ramírez, dicen que fue hasta Roma, ¿será verdad?
—¿Acaso lo dudas?
—Válgame Dios que no, lo que no sé es de dónde saca recursos para tanta obra.
—Dicen que de los peregrinos que cruzan los Pirineos, pero no sé... mucho me parece.
Fortún tenía interés en conocer al maestro de obras de la catedral, desconocía su nombre y fama.
Isidoro le había hablado de él, puesto que había estado a sus órdenes, aunque el cantero no guardaba
excesivos halagos para él. No debía ser un hombre de trato agradable. No obstante, aprovechando su
presencia en Jaca, Fortún quería conocerle. Preguntó hasta a cuatro hombres para que le indicarán quién
era el responsable de tan magna construcción, hasta que al final, llegó frente a un individuo de
considerable estatura y corpulencia, con pelo rubio y muy corto, casi rapado.
En las manos llevaba un martillo y un cincel, y a sus pies había un ancho bloque de arenisca en el que
estaba tallando unos pequeños cilindros alineados que se alternaban con áreas planas.
—¿Sois vos el maestro de obras de la catedral?
El hombre observó a Fortún en silencio, lo escrutó sin inmutarse y por fin se decidió a hablar.
—No.
—Pensaba que...
—Yo no soy a quien buscáis —recalcó.
Fortún quedó confundido, miró a su alrededor como buscando ayuda. Todos estaban ocupados
trabajando. Él, acostumbrado a dirigir la obra, a estar en tensión entre los bloques de piedra, se encontró
perdido.
Volvió a observar al rubio personaje, cómo elevaba su brazo y dejaba caer el martillo contra el cincel,
que hacía saltar una lasca de la roca. Observó con detenimiento el trabajo, era una decoración que no
había visto nunca con anterioridad.
Ante las evidentes pocas ganas de entablar conversación, Fortún prosiguió caminando entre los
trabajadores y se percató de que aquellos escuetos cilindros alternos, formando una especie de friso, eran
un elemento decorativo que se repetía. Revisó los bloques de piedra donde ya se veían puertas y
ventanales, Loarre no tenía nada de semejante calidad.
Se detuvo frente a un hombre de pronunciada nariz y pómulos hundidos, que tallaba un enorme
capitel. Todavía no se veían bien las formas, aunque se intuía la figura de un varón en el centro y ángeles
en los extremos.
—Perdonad —el escultor le prestó atención—, ¿sabéis si aquel hombre rubio es el maestro de obras?
—preguntó, señalando con la mano.
—¿Quién?
—Ese de ahí. —Y cuando Fortún lo buscó con la mirada, no encontró a nadie.
—Tengo trabajo, ¿o es qué no lo veis?
—Disculpad, ¿qué talláis?
—Yo... —y le miró fijamente—, a un rey.
Fortún quedó todavía más confundido, miró de nuevo el capitel. Una figura con un bastón y botas en
sus pies, junto a otras dos con sandalias. El escultor no le prestó más atención y él sintió la necesidad
urgente de marcharse de allí.
Muy a su pesar, comprendió que el maestro de obras de la catedral de Jaca no se quería mostrar al
público. Conocido era cómo muchos ocultaban sus nombres, moviéndose en el anonimato de sus cuadrillas
de trabajo, para evitar así ser identificados y capturados por sus rivales. Esa práctica era habitual para
obtener sus secretos constructivos. Era mejor renunciar. Si seguía haciendo preguntas podían tomarle por
un espía y sufrir represalias, pues era fácil leer en los rostros de los trabajadores un aire de rencor hacia
Fortún y sus preguntas.
Montado en su caballo, observó a sus pies Jaca. Se estaba convirtiendo en una notable población, en
la verdadera capital de un reino. Se despidió de ella con una extraña sensación, esa que tiene alguien
cuando cree que no va a volver nunca a un lugar.
Cabalgó por la orilla del Gallicius, hasta abandonar sus tumultuosas aguas para proseguir por el valle
del Garona. Lo ascendió raudo y veloz por su orilla derecha. Durmió en Rasal, una pequeña aldea
construida en torno a una iglesia dedicada a san Juan Bautista, con una cabecera decorada con cinco
arquillos ciegos apeados a través de anchas lesenas y con una única ventada en el centro.
Al día siguiente, continuó por un sinuoso sendero que lo llevó por la abrupta sierra hasta coronarla.
Una vez en la ladera del mediodía, no le fue difícil continuar por el bosque, siempre hacia el oriente.
Hasta que los vigías de Loarre le dieron el alto en un desfiladero. No le reconocieron y él tampoco a ellos.
Había pasado mucho tiempo, muchas cosas, era el mismo lugar, y a la vez era otro completamente
distinto.
—Soy Fortún, fui maestro de obras del castillo y el rey ha vuelto a designarme como tal. —Mostró un
pergamino con el sello real.
—No sé leer —dijo el vigía al mando.
—Pero reconocerás la señal real.
—Nunca la había visto antes, el rey no se prodiga por Loarre —respondió el vigía con cierta
prepotencia.
—Llévame entonces con quien pueda leerlo. ¿Quién se encuentra al mando de la defensa del castillo?
—Galindo.
—¡Maldito granuja! Dile que Fortún ha regresado.
Cuando se acercó a Loarre, la noticia había corrido por toda la aldea y la fortaleza. Conforme se
aproximaba, iban saliendo gentes a recibirle. Había rostros conocidos que le daban la bienvenida con
entusiasmo, y los que no le conocían habían oído hablar tanto del maestro de obras, que se ilusionaban de
igual manera. Fortún les saludaba, contento de estar de nuevo en casa. Así fue avanzando hasta el recinto
exterior, que seguía sin terminar. Al contemplar de cerca la silueta del castillo el corazón le dio un vuelco.
Ahí estaba, Loarre. Habían pasado años como si fueran décadas, y aun así aquellos imponentes muros de
piedra seguían mostrándose orgullosos de su grandeza. El vigor de su sangre había perdido el impulso de
la juventud, pero al otear aquella promesa hecha en piedra, con las torres levantadas por el lombardo y su
padre, un torbellino de recuerdos azotó su corazón.
Estaba en su hogar, estaba en Loarre.
Isidoro salió corriendo y Fortún se fundió con él en un prolongado abrazo. Se miraron a los ojos sin
decirse nada y diciéndolo todo.
—Amigo mío, cuánto tiempo.
—No ha habido un día que no pensara en volver.
—Lo sé, ya estás aquí.
—¡Fortún! —Galindo apareció con los brazos abiertos y casi lo estrangula con su efusividad—. ¡No
puedo creer que estés de vuelta!
—Pues créelo, porque no pienso volver a marcharme.
—Eso espero. —Y volvió a darle un efusivo abrazo.
Muchos otros le recibieron como el hijo pródigo que regresaba a casa, el mesías que traía bajo el
brazo el trabajo y la abundancia. Él les agradecía toda aquella alegría e ilusión de la mejor manera que
podía o sabía.
—Fortún, creo que hay algo que no sabes. —Los ojos de Isidoro brillaron.
—¿Qué? ¿Ha sucedido algo malo?
—No, nada de eso.
—Entonces, Isidoro, ¿qué ocurre?
—Fortún, ¿no te lo imaginas? ¿Adivina quién te está esperando?
—¡Eneca! ¡No puede ser! ¿Dónde está? ¿Cuándo regresó?
—Antes de verla hay algo que deberías conocer.
—¡Qué! —y cogió a su amigo del antebrazo—, ¿qué sucede, Isidoro? ¿Le ha pasado algo? ¡Dime!
—Nada malo, te lo aseguro, todo lo contrario. —Sonrió con los ojos brillantes, casi llorosos.
—¡Habla entonces! ¿Dónde está Eneca?
—Estoy aquí.
El maestro de obras se volvió y la inmensidad de la mirada de Eneca le envolvió. Ahí estaba ella, el
paso de los años era evidente, pero su hermosura era intemporal. Tenía el rostro más sereno, las caderas
más anchas y su rostro más cansado. También tenía el pelo más largo y las mejillas sonrojadas, y eso la
favorecía. La recorrió con sus ojos antes de dar un solo paso, bajando por su cuello, su pecho y
continuando por sus brazos, hasta los dedos de su mano.
Entonces, tras ella surgió una mirada que no conocía y, al mismo tiempo, le era familiar. Era una
muchacha de una fuerza en la mirada inusual y sobrecogedora. La joven acercó sus labios al oído de
Eneca y le susurró algo. Su mujer la cogió de la mano y caminó hasta él.
—Has vuelto.
—Sí, Eneca, estoy aquí.
—Ha pasado mucho tiempo —lo observó bien—, estás diferente, más delgado.
—No ha sido fácil, pero he regresado, tal y como prometí.
—Laura —y ayudó a la joven a dar un paso al frente—, este es tu padre.
La joven se soltó de su madre y caminó temerosa hacia Fortún. Al que le temblaban las piernas y que
tembló al verla llegar.
—Hola, padre.
—¿Mi hija? Pero... ¿cómo es posible? Hace años que no... —Y la abrazó con una mezcla de torpeza y de
dulzura.
—Te echaba de menos —dijo ella.
—Ya estoy aquí.
Eneca observó la escena con el corazón temeroso, quizá no estuviera haciendo lo correcto, pero sí lo
mejor para todos.
—Madre me ha contado muchas cosas de ti —le dijo con una voz dulce y delicada—. Ella siempre
decía que regresarías. No quiero que vuelvas a irte.
—Y no lo haré, pequeña, te lo prometo.
—Eso espero —le advirtió Eneca mientras se acercaba.
Fortún se levantó y la recibió con los labios abiertos. Un beso que se prolongó hasta que no les quedó
aire en los pulmones. Se separaron un instante y ambos se agacharon para que Laura se uniera en un
precioso abrazo.
—No vuelvas a dejarme sola nunca más —le susurró Eneca al oído.
—Te aseguro que no lo haré, ¿y Laura? ¿Cómo es posible...?
—Justo antes de que me raptaran, ¿te acuerdas? Lo descubrí cuando todavía estaba presa en Wasqa,
por esa razón tuve que escapar de allí a toda costa. Pero dejemos eso para luego, por favor.
Por fin estaban los tres juntos.
—Le has prometido a Laura que no volverías a marcharte, ¿verdad? —La joven asintió al lado de su
padre—. No lo olvides, tu hija te necesita, yo te necesito...
—Eneca —el tono de Fortún fue repentinamente serio—, creo que no tendrás que preocuparte por eso.
El rey, ni te imaginas lo que me ha pedido.
—Claro que sí, fortificar de nuevo este castillo. —Eneca leyó en sus ojos la sorpresa.
—Se me olvidaba con quién estaba hablando, pero no. No solo quiere ampliarlo, eso no es suficiente.
Quiere que construya una grandiosa iglesia en su interior, pabellones para una congregación de monjes, y
otros para soldados; y un palacio real.
—Pero... no hay espacio para todo eso, tú lo sabes.
—Sancho Ramírez quiere demostrar mediante el nuevo castillo de Loarre que es rey por la gracia de
Dios —explicó con desazón—. Desea algo que simbolice su poder frente a los infieles.
—¿Y qué vas a hacer?
—Construirlo.
Esa noche, Fortún no la olvidaría el resto de su vida. Durmieron los tres juntos en la misma cama,
abrazados. Después de tantas en la soledad de la montaña, sin más compañía que sus recuerdos, aquello
fue lo más cercano a la felicidad que Fortún podía imaginar. Porque no solo había regresado a su hogar, no
solo había vuelto con Eneca; además, tenía una hija. Laura cambiaba su universo, todo quedaba en
segundo plano ahora.
Casi todo.
Al día siguiente, había que ponerse a trabajar de inmediato. Fortún llamó a Isidoro y juntos perfilaron
los pasos a seguir. Como antaño, los dos amigos codo a codo en Loarre, parecía que no hubiera pasado el
tiempo.
—Tengo que preguntarte algo.
—Lo sé, yo tengo mucho que contarte. No sé si ya lo sabrás, pero el viejo sacerdote murió en el último
ataque que tuvimos.
—¿Sufrió?
—No —contestó triste Isidoro—, te lo aseguro.
—¿Y... Ava? —preguntó con miedo en sus palabras.
—Fortún, creemos que Ava fue hecha prisionera en ese mismo ataque. No sabemos si sigue con vida o
la ejecutaron en su huida. Aquel día todo fue un caos, enviamos mensajeros para negociar por los
prisioneros e incluso algún infiltrado, pagamos a gentes de Bolea para obtener información —suspiró—.
Nadie sabe nada de ella, es como si se la hubiera tragado la tierra.
—No es posible, tú sabes cómo es Ava —dijo con rabia.
—Ya lo sé, qué más podemos hacer...
—Solo me das malas noticias.
—Bueno, también las hay buenas, Fortún: tengo una mujer, Constanza. Vino con Eneca de Wasqa, ella
es... ¡maravillosa!
—Estoy deseando conocerla, amigo.
—Y ella a ti, créeme. —Rieron como hacía tiempo que no lo hacían—. ¿Y el rey? Cuéntame qué
tenemos que hacer.
—El primer y fundamental paso es encontrar un espacio para edificar un nuevo templo de desmedidas
dimensiones.
—No lo veo posible. Como mucho podemos tirar la vieja y en la esquina más meridional del recinto
edificar un templo nuevo.
—Umm, no es suficiente —insistió—, debe ser una iglesia imponente.
—¿Y dónde?¿En el aire?
—Repite eso que has dicho.
—No hay espacio físico, Fortún. Como no quieras que se eleve sobre la nada, no entiendo cómo
podremos construirla...
—Exacto.
—¿Cómo que exacto? —Se echó a reír—. No has cambiado nada, ¿qué demonios estás maquinando?
Solo estaba desvariando.
—No, estabas resolviendo nuestro principal problema.
—Pues no sé de qué hablas, como no la construyamos en el otro flanco, bajo la torre norte.
—No, debe formar parte del castillo, del sistema defensivo. No podemos edificarla extramuros.
—¿Y qué hacemos? —Isidoro seguía riéndose—. ¿Tiramos la torre principal y la edificamos sobre sus
escombros?
—No, haremos lo que has dicho antes, la levantaremos aquí. —Fortún señaló un espacio en el aire
cerca del sendero de acceso.
—¡Estás loco! Ahí no existe nada, no... Fortún, solo aire, no hay suelo ni roca.
—Nosotros la llevaremos, atarazaremos el terreno.
—¡Dios santo! —El rostro que puso Isidoro era digno de retratar—. ¡Qué dices!
—Si no hay espacio, si no hay suelo, los crearemos.
—No tienes idea de lo que estás diciendo. —El rostro del cantero se tornó serio—. Tú nunca has hecho
algo parecido.
—Sé cómo llevarlo a cabo.
—No, no lo veo. —Isidoro negó con la cabeza y se pasó ambas manos por su rasurada cabeza—. ¿Y el
acceso? Deberás crear uno nuevo.
—Por aquí —dijo, señalando el mismo espacio vacío.
—No tiene sentido, no puedes entrar por el mismo lugar donde pretendes edificar el templo.
—El acceso será por debajo de la iglesia, será un paso cubierto. Encima de él estará la propia nave del
templo. Y bajo los pies y el cabecero, construiremos un cuerpo de guardia y una iglesia inferior que hará
las veces de cripta.
—¡Fortún! —Se quedó en silencio, como abstraído—. Recapacita, ¡por Dios santo! Sí que has
cambiado, ya lo creo que sí. ¡Estás todavía más loco! Piensa antes de hablar, quieres construir una iglesia
en un espacio donde ahora solo hay aire y, además, pretendes que la puerta de acceso al castillo esté en el
mismo lugar. —Isidoro se llevó de nuevo las manos a la cabeza—. Te han afectado todos estos años de
exilio, estás... Amigo mío, has perdido el juicio.
—Te equivocas, podemos hacerlo. —Ahora era Fortún el que sonreía.
—¡No! El ábside de tu iglesia imaginaria, ¿dónde lo edificaremos? ¿El cilindro absidal cuánto mediría?
—Tengo que calcularlo, desde los cimientos... quizá doscientos pies —Fortún soltó una carcajada—, ¡es
perfecto! Una iglesia así impresionará a cualquiera, el ábside será una torre más del castillo, la cripta
será funcional y el acceso se podrá defender con facilidad, Loarre será una fortaleza todavía mejor
pertrechada.
—Es una locura.
—Sí, yo ya puedo verlo. Ya sé cómo será. Vamos, Isidoro, te recordaba más intrépido. Los años han
dormido tu espíritu, ¿dónde está mi amigo?
—Y el tuyo anda desbocado. —Ambos empezaron a reírse—. Fortún, yo soy cantero, no puedo
imaginarme lo que estás planeando. Si tú crees en ello, cuenta conmigo.
—Sabía que podía hacerlo.
—Pero que sepas que lo que pides es un auténtico milagro.
—Lo sé, por esa razón saldrá bien.
—Tenemos que empezar de inmediato, esto que pretendes hacer exige un esfuerzo tremendo.
—Y nos dará una satisfacción aún mayor. Cuando el rey lo vea...
—Tranquilo, Fortún, que todavía no has empezado —le recordó, cogiéndole del brazo—, por ahora solo
está en tu cabeza.
Las obras tardaron más de lo aconsejable en empezar, ya que hubo que planificar con detalle todas las
necesidades, la mano de obra, dibujar los planos, tomar medidas. Eso llevó varios meses, en los cuales
Fortún no desaprovechó el tiempo en absoluto. Se puso al día con todo lo acontecido en Loarre durante
sus años de ausencia. Conoció a Constanza, y se alegró de que su amigo la hubiera elegido como
compañera. Disfrutó con Eneca, recuperando todo el tiempo que pudo y, sobre todo, descubrió a su hija
Laura.
—Eneca, ¿alguna vez creíste que no volvería?
—No, pero sí quizá que fuera demasiado tarde.
—¿Tarde? —El maestro de obras se alarmó con aquella confesión—. ¿Para qué?
—Para conocer a tu hija, para verla crecer. Tarde para mí.
—Para ti, ¿qué quieres decir con eso?
—Fortún, no vuelvas a dejarme sola, te lo advierto. Y cuida de Laura, no quiero que sufra como lo hice
yo, quiero que se case y sea feliz. Haré lo que sea para que sea así, cualquier cosa. Es nuestra hija —
enfatizó—, tuya y mía.
—Tranquila.
—Estoy muy tranquila.
—Eneca, yo cuidaré de vosotras.
—Más te vale.
68
Loarre. 23 de febrero de 1072
Los mozárabes llegados a Loarre se asentaron en las casas que habían abandonado los que se habían ido
al paralizarse las obras. De esa manera, el castillo mantuvo una población importante y estable. Ellos
ayudaron de manera especial en las labores agrícolas, donde demostraron poseer conocimientos que los
lugareños desconocían. De esta manera la productividad de los campos aumentó y con ellos se pudo paliar
el descenso del comercio, puesto que al no haber trabajo de obra, tampoco había un flujo comercial como
antaño. Además, las rutas se habían visto cortadas por la ofensiva musulmana, por lo que había que ser
autosuficientes.
No solo en la agricultura ayudaron los recién llegados. Bernardo y los suyos también se mostraron
capaces de colaborar en los trabajos de la fortaleza, ya que conocían algunas técnicas constructivas.
Bernardo ayudó a Fortún a finalizar las obras de la ampliación del aljibe de Loarre, un amplio espacio
rectangular que había decidido dividir en dos salas abovedadas por medio de un muro central que
proporcionaba apeo a sendas bóvedas de medio cañón. Para comunicar ambas salas, en uno de los muros
dejó un vano de medio punto que había levantado con sillares «a hueso» que habían trabajado a martillo,
por lo que no eran perfectos. No era necesario para un espacio así. Estaba cerrado con una bóveda recién
terminada, y ahora los trabajadores estaban serrando los apoyos de madera incrustados en la parte del
muro donde convergían.
Todo estaba enlucido con mortero hidráulico, para que el líquido acumulado no escapase del aljibe. Lo
más brillante de toda la construcción había sido la entrada del agua: había ideado un canalón que desde la
terraza que había construido sobre los aljibes, llevaba el agua de lluvia a su interior.
Con ellos en Loarre, las obras avanzaron a una velocidad inconcebible hasta entonces. Sin saberlo, al
provocar su exilio, los musulmanes habían dado la mano de obra especializada que necesitaba Fortún para
reedificar Loarre en un espacio de tiempo inimaginable.
Eneca llegó aquella noche tarde. Había estado bastante tiempo con una oveja a la que le había
costado dar a luz, pero finalmente todo había ido bien. El fuerte viento parecía querer traspasar los muros
de la casa, y a ciencia cierta que lo intentaba con ahínco. No le sorprendió encontrar a Fortún despierto,
apurando una única vela, rodeado de pergaminos, agotado, con los ojos hundidos en pozos de dudas y la
piel tan pálida que parecía enfermo. Ella sabía mejor que nadie cómo la incertidumbre ahuyenta el sueño
y engaña el hambre.
Recostada en el jergón encontró a Laura, que a buen seguro se había dormido esperándola. Dio un
beso a su hija en la frente y se acercó a Fortún.
Sabía de su tenacidad, de su predisposición a realizar lo imposible, a soñar con lo que todavía el
hombre no conocía. Aquel encargo del rey le sobrepasaba, quizá ni siquiera él podía llevar a cabo los
sueños del monarca. Los primeros días había sido extraño volver a estar con él, pero en poco tiempo esa
sensación había desaparecido, como si en estos años no se hubiera ido nunca de su lado.
Eneca se puso una camisa sin hendir, holgada, con las mangas abullonadas y ajustadas con puños que
le cubrían la muñeca y parte del antebrazo. Le caía hasta los tobillos, de donde colgaba una cadena a
modo de pulsera.
—Fortún, vamos a la cama.
—No puedo, tengo trabajo...
—Mañana, por favor —lo dijo con una dulzura que atravesó la intransigencia de Fortún.
—Es que esto es importante.
—Hemos estado años sin vernos, Fortún, todavía tenemos mucho que recuperar.
Apagó la vela y él se arrodilló frente a Eneca, le desabrochó las calzas y las deslizó por sus muslos
hasta sacarlas por sus pies. Se introdujo en la cama con ella, le acarició el pelo y pasó las yemas de los
dedos por su nuca. Después, con una de sus manos recorrió su espina dorsal, subió y volvió a bajar.
Empezó a besar su cuello, escuchando el ruido de su corazón, cómo se aceleraba. A ella le gustaba ese
golpeteo de tambores, sentir cómo se erizaba su piel. Fortún se dejó llevar, hasta que empezó a buscar
con ahínco los labios de Eneca, tanto, que cuando los halló no tardó en devorarlos. La besaba con una
pasión inusitada, como si no fuera capaz de saciar su sed de amarla. En ese momento, le sobraba todo lo
que no fuera la piel de Eneca y con torpeza le intentó quitar la camisa, pero ella no se dejó todavía.
Cogió las manos de Fortún y las introdujo dentro, para que llegaran hasta sus pechos. Sintió cómo
aquello le volvía loco y le atrajo más hacia ella. Fortún era un volcán a punto de estallar. Intentó
controlarlo, buscó sus labios y la besó despacio, tratando en vano de calmar el latir de su pecho.
Funcionó, aunque solo unos instantes. Al momento, se abalanzó sobre ella y volvió a besarla, mirándola
fijamente a los ojos y entró dentro de ella, por fin. Se amaron como lo hacían antes, como no debían de
haber dejado de hacerlo nunca. Y Eneca miró donde dormía Laura y sintió un halo de tristeza, ojalá ella
fuera fruto de su amor.
Si había alguien capaz de sacarle una sonrisa a Fortún, se trataba de su hija Laura. La niña era
distinta de Eneca, también de su padre. Lo más extraño de Laura era precisamente que no parecía hija de
ninguno de los dos. O, al menos, no con la suficiente evidencia. El resto de niños se asemejaba siempre
mucho a uno de sus progenitores o, incluso a ambos. Laura no, y tal hecho no tenía similitud en todo
Loarre. Y aquello no estaba claro que fuese un rasgo positivo.
A veces la gente de Loarre, y ellos mismos, intentaban jugar a ver a quién de los dos se parecía más o
menos, según se mire. Laura tenía los ojos enormes y brillantes, nada que ver con la oscuridad de su
madre. Había abandonado su timidez inicial y ahora era extrovertida, divertida y jovial. A la vez era
intuitiva, pero no con las habilidades de Eneca. En ella todo era más natural, como si no le costará
esfuerzo aprender, sonreír o cantar, porque eso sí, cantaba de maravilla.
Una de las tardes, Fortún trabajaba en el proyecto de la iglesia, sentado en el suelo, mirando unos
dibujos sobre pergamino. Su hija se asomó por encima de su hombro. Él, aunque concentrado, la sintió
detrás de él. Conocía ya a la perfección el aroma de Laura, dulce y joven al mismo tiempo.
—¿Qué es?
—El nuevo Loarre.
—¿Qué le pasa al viejo? A mí me gusta.
—Se ha quedado pequeño, este te gustará más.
—¿Y esto qué es? —preguntó, señalando en el pergamino.
—La entrada, con un pantocrátor encima de ella. Estará cubierta, porque sobre la misma habrá una
monumental iglesia.
—Esta de aquí —Laura la miró pensativa—, ¿qué hay encima de la iglesia?
—Nada, un tejado. La iglesia es la casa de Dios, pero esta es especial, porque la manda hacer un rey,
así que tiene que ser diferente.
—¿Cómo sabe el rey que es la casa de Dios? Él no lo ve.
—Laura, ¿qué estás diciendo?
—¿Dónde está Dios dentro de la iglesia? —preguntó para su asombro.
—Está en todas partes...
—Dios está en el cielo, padre —dijo Laura, mirando las nubes—, no puede ser esa su casa.
Fortún observó a su hija y entendió que tenía razón. Dios está en el cielo, si la iglesia era su casa, Dios
debía seguir estando en lo más alto. Y entonces se percató de lo que estaba haciendo su hija. Con el dedo
manchado del carboncillo con el que él trabajaba, dibujó un círculo sobre la iglesia.
—Ese es Dios.
Como si de un rayo se tratara, Fortún sintió que una fuerza descomunal le atravesaba, paralizándolo,
dejándole sin palabras, sin aire, sin fuerzas. Miró a su hija abrumado, la tomó por los hombros.
—Dios es un círculo, ¿verdad, Laura?
En la base del castillo, Isidoro trabajaba tallando unos bloques según un patrón que le había dado el
maestro de obras, una singular decoración a base de cilindros alternos, a modo de friso, escueta, a la vez
que elegante y armónica. Al principio no se mostró convencido, pero ahora el cantero estaba
entusiasmado con aquella idea y pensaba dominar la técnica lo antes posible.
Se había comenzado a aterrazar el terreno contiguo al castillo actual, colmatando de tierra un espacio
delimitado por unos altos muros de sillar que se estaban todavía levantando. Para ello, habían llegado
canteros de Jaca, ahora que las obras de la catedral estaban detenidas por un enfrentamiento entre el
nuevo obispo, el infante García, y la condesa doña Sancha, también hermana del monarca y, por tanto, del
propio obispo. Al parecer el tema no era baladí, la condesa pasaba por ser uno de los personajes más
influyentes de la corte, la mujer más virtuosa y respetada del reino. Nada se interponía entre ella y sus
deseos, ni obispos, ni nobles, ni su propio hermano, el rey, que le tenía en alta estima.
En Loarre se oían muchas historias sobre ella, tantas que era difícil saber cuáles eran ciertas y cuáles
ensoñaciones calumniosas. El pueblo tiende a exagerar, aunque también era verdad que en numerosas
ocasiones, eran los propios nobles y señores los que filtraban de manera interesada rumores sobre sus
rivales, para que los chismosos, juglares y charlatanes se encargaran de amplificarlos a todo el reino. Hay
quienes iban de pueblo en pueblo contando las supuestas noticias de la corte. Se instalaban en los
mercados y alrededor de ellos crecían corros de curiosos y alparceros. Todos querían oír las historias
sobre las victorias del rey, la construcción de la catedral de Jaca, los prodigios de las reliquias de san
Demetrio y acerca de los viajeros que llegaban por el Camino de Santiago, desde lejanos reinos cristianos.
Esta ruta de peregrinación se había convertido en la mayor fuente de ingresos de Aragón, puesto que,
consagrada como la puerta de la Península a toda la Cristiandad, el flujo de peregrinos y viajeros no
paraba de aumentar, y con ellos los peajes que pagaban. En otra hábil maniobra del rey Sancho Ramírez,
el reino había encontrado la forma de financiar sus ambiciosos sueños, entre ellos Loarre.
Eneca ya no era una jovenzuela, cada vez le costaba más salir al bosque a por sus plantas, y Laura no
le ayudaba lo suficiente, pues por mucho que ella lo había intentado, la muchacha no mostraba la misma
predisposición que su madre para estas habilidades. Así que a pesar de sus años, todavía salía a
recolectar sus materias primas. Eso a ella le gustaba, así que a pesar del esfuerzo que le suponía, lo hacía
de buena gana. Cuando ya tenía la cesta llena, solía recostarse apoyada en el tronco de alguna carrasca y
echaba una cabezada antes de regresar a Loarre. Aquel día había encontrado todo lo que necesitaba con
inusual prontitud, así que se acomodó y disfrutó del bosque, de sus sonidos, sus olores, su color. Pensó en
Fortún, su marido, su amor. Tanto tiempo esperándole había valido la pena, ahora ya nunca se separarían,
antes la muerte. Y Laura, la luz de su vida, su...
El pecho le palpitó, un fuerte pinchazo le hizo gritar de dolor.
Cerró los ojos.
Ahí estaban, los ojos rojos volvieron a aparecerse.
Eneca sintió el terror como nunca antes, abrió los ojos y miró a su alrededor. No había nadie, pero
sintió una presencia, era familiar, como un recuerdo del pasado.
Su corazón dejó de palpitar apresurado, su respiración se calmó. Pero ella no, ella sabía que algo se
acercaba, algo viejo, algo peligroso, algo conocido.
Pero ¿qué?
El sol picó con fuerza pasado San Juan. Desde el despuntar de la mañana, empezó a oírse el martilleo
de los canteros. Los pesados bloques de arenisca llegaban de las canteras cercanas tirados por mulas con
los hatos sobre sus lomos. Descargaban en el pueblo y allí empezaba el concierto. El ruido, que al
principio parecía molesto, fue adoptado como normal por los abundantes pobladores de Loarre. Como una
cancioncilla cuyo ritmo asumes y tarareas sin quererlo.
Cómo había crecido el pueblo. Ya no era una aldea en la montaña sino un importante núcleo de
población bajo el imponente castillo. De hecho, la numerosa población empezaba a causar problemas de
diversa índole. Los más evidentes relacionados con los suministros y el espacio habitable dentro del
recinto exterior que seguía inacabado. Y otros, como cuando ascendían a misa a la iglesia del castillo, que
era a todas luces pequeña para tal congregación de fieles.
Por suerte, el abundante trabajo hacía que todos estuviesen contentos. Toda mano de obra era
bienvenida. Muchos comerciantes del otro lado de los Pirineos habían llegado con sus productos.
Para vigilar a tanta gente y también para evitar ataques, el rey envió a parte de la mesnada real. La
presencia de aquellos imponentes hombres armados calmaba cualquier conato de violencia y aumentaba
el ánimo. Tomaron posiciones en torres y atalayas exteriores. Comenzaron a realizar guardias continuas y
talaron todo el entorno de Loarre para que, en caso de ataque, los sitiadores no pudieran ocultarse entre
los árboles cercanos a las murallas. De esta manera, el castillo quedó rodeado de una extensa zona de
tierra desnuda y yerma.
Un día de niebla de primeros de octubre, uno de esos soldados alertó a Fortún sobre la llegada de un
grupo de monjes.
—Son trece —comentó un muchacho cerca del maestro de obras.
—Doce más un abad, es la comunidad que vivirá en el monasterio dentro del castillo —afirmó Fortún
poco entusiasmado—. Llegan muy pronto. Todavía no hemos concluido sus pabellones ni mucho menos la
nueva iglesia.
—¡Fortún! —Eneca llegó corriendo.
—Los he visto, son agustinos.
—Esperemos que su abad sea tolerante, de lo contrario nos darán problemas. El rey ha dado orden de
acogerles de la mejor manera posible. Llama al sacerdote, le necesitamos.
—Dios proveerá. —Y Eneca salió en busca de Ramón.
El joven religioso, que en nada se parecía al viejo cura de Loarre, poseía unas facciones agradables, y
un cierto aire infantil en la mirada dejaba claro que tenía pocas intenciones de coger un arma.
En unos instantes se formó una comitiva de bienvenida que esperaba a los pies de las obras de la
nueva iglesia.
—¿Tienes idea de quién puede ser el abad? —preguntó Fortún al sacerdote.
—No, envié varios correos a Jaca, pero no obtuve respuesta a esa duda. Nadie sabe nada, ni el mismo
obispo García sabía nada sobre él. Demasiado secretismo, Fortún, eso no puede ser bueno.
—Pues creo que nos van a sacar ahora mismo de la duda.
El grupo de monjes entró con lentitud en Loarre, todos enfundados en holgados hábitos con las
cabezas protegidas por amplias capuchas puntiagudas. Calzaban sandalias poco aptas para el terreno que
habían tenido que recorrer y traían escasos pertrechos. Los trece se detuvieron en silencio, todos bajaron
la cabeza, menos uno de ellos que dio un paso al frente y se giró hacia Fortún y el sacerdote.
—Bienvenido, nos complace que hayáis llegado a Loarre —Ramón se encargó de recibirles—, toda
ayuda es escasa. Dejadme que os enseñé donde dormiréis mientras duran las obras.
—¿No lo haremos en el castillo? —inquirió el abad.
—Todavía no es posible —intervino Fortún—. Me llamo Fortún y soy el maestro de obras. Mientras
finalizamos estaréis bien junto a la vieja ermita del pueblo.
—Y yo... —se quitó la capucha ante el asombro de todos—. Soy el abad Simeón, prepósito de Loarre,
enviado especial de Cluny a esta fortaleza.
La sonrisa del abad fue lo único capaz de cortar la espesura amarga del ambiente, que se había vuelto
pesado, como si el aire se hubiera solidificado y fuera una barrera que impidiera moverse, respirar e
incluso hablar. Y el abad lo sabía, en sus ojos lucía el brillo de los que se saben convencidos de la victoria.
A Eneca le temblaron las piernas y se le hizo un agobiante nudo en la garganta. Se tambaleó sobre sus
rodillas y sintió un pinchazo de dolor. La mayoría de los habitantes de Loarre no sabían quién era el abad,
ni Galindo ni Isidoro, situados tras Fortún. Ni los más ancianos del lugar reconocieron a aquel que ahora
se hacía llamar Simeón.
Eneca lo entendió todo, la visión en el bosque, el recuerdo del pasado. Le miró a los ojos y los vio, un
rojo sangre se reflejaba en sus pupilas, era él quien la atormentaba en sus sueños.
—¡¿Qué haces aquí?! —Eneca, quién sino, fue la única que se atrevió a desafiarle—. ¡Simeón! ¿Qué
farsa es esta? Tú eres Javierre, un... —no terminó la frase porque Fortún le tapó la boca.
—Calla, es el abad —le susurró al oído.
—¿Qué estás diciendo? ¡Ese es...!
—Eneca, ¡no! Ahora no.
—He venido con estos doce canónigos a crear una congregación en Loarre, así lo quiere el Santísimo.
—El abad juntó las manos a la altura del pecho—. Ante todas las cosas, queridísimos hermanos, amemos a
Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados.
El abad sonrió y volvió a enfundarse la capucha, Eneca y Fortún quedaron petrificados.
Cuando los monjes comenzaron a instalarse, Fortún relató al resto quién era en verdad el abad y todos
enmudecieron ante la revelación.
—Fortún, no puedes hacerle nada, es un cluniacense. Si algo le ocurre, te quemarán en la hoguera.
—Sí, ya lo sé, pero...
—Ni peros, ni nada —interrumpió Galindo—. Tú, tranquilo, ya veremos qué hacemos. Por ahora,
intenta guardar la calma.
—Eso haré, pero no entiendo qué hace aquí, ¿por qué ha vuelto?
—No te castigues con eso, cualquiera sabe.
—Quizá sí haya cambiado —afirmó Ramón—, Dios le ha podido enseñar el camino.
—Padre, ¿lo estás diciendo en serio?
—Es un abad, ¿por qué no podemos creer que ha encontrado el verdadero camino de la fe!?
—Todo es posible —Isidoro dio un suspiro—, pero cuesta creerlo.
—Galindo, vigílalo, no me fío nada de él —ordenó Fortún—, no podemos hacer más por ahora.
Eneca y Constanza caminaban a través de la profundidad del bosque. Sus alientos se dibujaban en la
espesura de la naturaleza y solo las pieles de corzo las protegían de la humedad y el frío. No había senda
ni vericueto que les indicara el camino, solo el instinto de la mujer que hablaba con los animales les
guiaba en la penumbra. Llegaron a un inesperado claro, donde crecía una vegetación diferente a la del
resto del bosque. Eneca lo había encontrado, sonrió a su compañera y se agachó para recolectar las hojas
de aquellas plantas. Las dos mujeres trabajaron duro para llenar sus cestas de mimbre, procurando no
dañar las plantas más de lo necesario, para que así pudieran seguir creciendo y dando nuevas hojas que
recolectar.
A media tarde, una vez finalizada su labor, retornaron hacia Loarre por el mismo camino por el que
habían llegado hasta allí.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Constanza—, ¿cómo te orientas en este lugar?
—Por los árboles, por su variedad, su tamaño, el espesor de sus troncos, por la vegetación que crece
bajo ellos. Son pistas que hay que leer con paciencia.
—¿Dónde aprendiste?
—Una anciana me enseñó cuando era pequeña y luego... Durante una temporada viví en un lugar
como este yo sola.
—Eneca, tengo algo que contarte.
—¿Te ocurre algo? —inquirió alarmada.
—¡No! Bueno, sí... —Constanza dudó—. Eneca, estoy embarazada.
—¡Qué! —se detuvo para abrazarla y darle un cariñoso beso en la mejilla—, ¿el padre es Isidoro?
—Pues claro que de él, ¿por quién me tomas?
—Perdona, ¡es fantástico!
—Sí, soy la mujer más feliz del mundo. Siempre he querido tener una familia con muchos niños y que
luego ellos me den nietos. Todavía no se lo he dicho a Isidoro.
—¿Y a qué esperas?
—Me da miedo —comentó ruborizada—. Existen hombres a los que no les gusta..., ya sabes...
—Constanza, no digas sandeces. Isidoro se volverá loco de alegría. Estoy convencida de ello. Hazme
caso, la familia es lo más importante que hay. Lo es todo, tu misma sangre, gente que te quiere a pesar de
todo. Ojalá yo pudiera darle hijos a Fortún, pero mi tiempo ya pasó.
—¿Tienes miedo de que Fortún quiera tener más hijos?
—Él es un hombre diferente, no se puede saber lo que desea. Cuando crees que quiere algo, te
sorprende con otra cosa. Pero ya sabes cómo son los hombres, más cuando nos hacemos mayores.
—Él no es de esos. Seguro que te las arreglas para que haga lo que tú quieres. —Y las dos mujeres
rieron—. Tengo que irme ya, le prometí a Isidoro que estaría a su vuelta.
—Yo necesito todavía coger unas hierbas del río.
—No puedo dejarte sola.
—¿Cómo que no?
—De ninguna manera, recuerda que te raptaron una vez. Si te pasara algo no me lo perdonaría.
—Constanza, tranquila. Por favor, vete, salgo todos los días al bosque y no me sucede nada, y aunque
me pasara, seguiría haciéndolo.
—Ten cuidado, prométemelo.
—Sí, venga, vete con Isidoro y cuéntaselo.
Eneca continuó hacia una zona más frondosa, recolectó le que deseaba y volvió al castillo por el
camino más seguro, bajo la vigilancia de las torres del castillo, que como centinelas de piedra guardaban
la montaña frente a los infieles.
A lo lejos intuyó una figura que venía en dirección contraria, no era frecuente ver a viajeros por allí,
así que debía de ser habitante de Loarre. Conforme ambos se fueron acercando, maldijo su suerte.
—Hola, Eneca.
—Tú... —intentó contener toda su ira, acumulada durante tantos años que pesaba como nadie podía
imaginarse—. Javierre, ¿o debería decir Simeón?, ¿qué haces aquí? —inquirió disgustada—, ¿a quién
vienes a matar o humillar?
—Te equivocas conmigo, no soy como tú crees.
—¿Un mezquino y un asesino? ¿Un violador...?
—Así que eso piensas de mí, no sabes cómo lo lamento.
—¿Qué te crees? A mí no me engañas, por mucho hábito que vistas, por mucho Cluny que
representes... Por mucho que hayas cambiado tu nombre, tú sigues siendo Javierre, el que mató al
lombardo y al padre de Fortún, el que me...
—Dios ha sabido perdonar mis pecados.
—¿Cómo dices?
—Él me entendió, sabe... podemos decir, que hace la vista gorda con algunas de mis debilidades.
—¿Debilidades? ¿Qué estás diciendo?
—Eneca...
—No des un paso más o...
—¿O qué? Veo que no lo entiendes, ahora soy el abad de Loarre. Represento a Cluny y a Roma —le
susurró muy cerca de su oído—. He oído que tienes una hija, Laura creo que se llama.
—Ni se te ocurra acercarte a ella.
—Laura, qué bonito nombre.
69
Loarre. Abril del año 1073
En la soledad del austero templo castrense, el abad se hallaba de pie frente a los doce monjes que le
acompañaban. La luz penetraba por el único ventanal que se abría al occidente y que rasgaba la
penumbra de la nave como un cuchillo la carne roja. Hacía tanto tiempo que nadie le llamaba por su
primer nombre, que fue extraño oírlo de nuevo de los labios de Eneca. Tenía que ser ella quien lo volviera
a pronunciar, no otro de los miles de hombres y mujeres de nuestro mundo, no.
Eneca.
Quién sino ella.
Javierre recordaba cuántas veces había asistido a misa allí mismo, situado en los últimos lugares,
apretado por los cuerpos de las otras gentes, su olor vomitivo, sus estornudos, sus flemas, sus groseros
comentarios, sus miradas, su indiferencia.
Ahora él estaba en el altar, frente a los monjes que le ayudarían a convertir Loarre en la punta de
lanza de la Iglesia. Esos necios no se daban cuenta, se habían vendido a Roma y el Santo Padre siempre se
cobraba sus deudas. No era el pago anual lo que buscaba Alejandro II, ni el vasallaje de un rey, con un
nuevo e insignificante reino. No, nada de eso. Sus aspiraciones eran más altas.
Los doce monjes de la nueva congregación terminaron de cantar los salmos y el abad les pidió que se
arrodillaran ante el altar.
—Hermanos, recordad que en primer término, ya que con este fin os habéis congregado en
comunidad, deberéis vivir en la casa unánimes. Tened una sola alma y un solo corazón, orientados
siempre hacia Dios. —Todos asintieron—. No poseeréis nada propio, sino que todo lo tendréis en común, y
el Superior distribuirá a cada uno de vosotros alimento y vestido, no igualmente, porque no todos sois de
la misma complexión, sino a cada uno según lo necesitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los
Apóstoles: «Tenían todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo que necesitaba.»
Desde su establecimiento en Loarre, cada mañana, el abad aleccionaba a sus monjes sobre sus
obligaciones. No quería permitir que estuvieran en presencia de gentes no religiosas, en especial de
mujeres, que pudieran alterar sus votos. Por ello ordenó enclaustrarlos de algún modo en el recinto
militar, aunque allí tuvieran que verse con los hombres de armas, poco sutiles y de moral demasiado
opuesta a la de los clérigos.
Los monjes tenían una dura rutina, sometían sus carnes con ayunos y abstinencias en el comer y en el
beber, según la medida en que se lo permitía la salud.
Desde que se sentaban a la mesa a comer, hasta que se levantaban, escuchaban sin ruido ni
discusiones lo que según costumbre se leía de la Biblia, para que no fuera solo la boca la que recibiera el
alimento, ya que su alma también tenía hambre de la palabra de Dios.
El abad era el único de ellos que salía a la aldea, era respetado y temido por todos, pocos osaban
mirarle a la cara, más bien ninguno. Cualquier cosa que demandaba le era proporcionada sin rechistar,
desde fruta, vino, pan o telas. A él le complacía su poder, le había costado tanto ganárselo, que se
acordaba de todo lo que había sufrido en su largo peregrinar por la vida. De cómo logró ser admitido en
un monasterio cerca de Lyon, logrando cada vez más responsabilidades y no dudando en usar cualquier
posibilidad para ganarse el favor del abad. Luego llegaron los trabajos más oscuros, aquellos en los que
los señores religiosos no deberían verse afectados, pero sí, claro que lo estaban, no en vano eran
hombres, con sus vicios y pecados. Ahí había encontrado él su camino, que le había llevado finalmente de
vuelta a Loarre, qué contradicción.
No todo era de su agrado en Loarre. Que nadie le desafiara, que ninguno de aquellos montañeses se
atreviera a levantarle la voz, quien dice la voz, tan siquiera los ojos, le hacía aburrirse, sentirse
tristemente rutinario.
Dio la vuelta a la esquina de una casa y se tropezó con una joven. Era distinta al resto de gentes de
Loarre, tenía un halo de indiferencia impropio de su edad. Ella no dudó en aguantarle la mirada cuando se
cruzaron, ni inmutó ninguno de sus músculos, no tembló, ni palpitó con más fuerza su corazón,
simplemente le ignoró, como si él fuera un vulgar pastor, como si no fuera abad. Aquello le gustó.
Se quedó parado, admirando cómo se alejaba la joven. Distraído con su figura, quizá por eso no llegó
a ver la manera en que Eneca le vigilaba desde la lejanía.
El verle por Loarre, no hacía sino aumentar la animadversión de Eneca sobre el abad. Había sufrido
tanto por su culpa, no dejaba de pensar que la razón de haber perdido el hijo que esperaba de Fortún
pudo ser culpa de Javierre, si por solucionar el mal que le hizo en su momento, había provocado también
la pérdida de aquel hijo tan deseado.
—¿Cómo es posible? ¡Explícamelo! —decía Eneca, levantando la voz—. ¿Cómo puede campar a sus
anchas por Loarre, como si fuera el señor del castillo, como si no hubiera hecho nada?
—No lo sé. —Fortún enmudeció.
—¿Y te parece bien?
—¿Cómo me va a parecer bien, Eneca? —Fortún le cogió de la mano—. Cálmate.
—¡Que me calme! ¿Cómo puedes decidme tal cosa? ¡Debemos librarnos de él! Te lo advierto, no
seguiré en Loarre con él aquí, y Laura tampoco, nos iremos al bosque.
—Dime, ¿qué quieres que haga? Es el abad de monjes agustinos, lo apoya Cluny, el rey y hasta el
Papa. Yo solo soy un constructor.
—El hombre del que me enamoré no era solo un constructor. Me dijiste que levantarías el mayor de
los castillos por mí. No te exijo tanto.
—¿Y qué me pides entonces?
—¿Aún no lo sabes? Mata a Javierre —dijo sin más preámbulos—, si no lo haces tú, tendré que hacerlo
yo.
—No puedo asesinar a un hombre sin más.
—¿Sin más, dices? ¡Sin más! Te recuerdo todo lo que nos hizo, a tu padre, al viejo lombardo, al
sacerdote, ¡a mí!
—Ahora es abad, no es tan sencillo.
—¿Y cómo crees que lo habrá logrado? Te puedo asegurar que haciendo nada bueno. A saber las
maldades que habrá llevado a cabo para acceder a un puesto semejante, ¿es qué no te das cuenta?
—Sí, ya lo sé. Yo soy el primero que sé de lo que es capaz, pero ahora no puedo hacer nada.
—No me puedo creer lo que estoy oyendo, ¿qué te sucede? ¿Es que acaso se te han subido a la cabeza
tus viajes a Jaca? ¿Tus audiencias con el rey? ¡Dime! ¿Es que ya no nos quieres a tu hija y a mí? —Eneca
se volvió de manera brusca y se marchó de la habitación.
Fortún no hizo intención de seguirla, quedó inmóvil y abatido. Palpó el porta reliquias que colgaba en
su cuello, por dentro de la saya. Solo podía hacer una cosa, la que mejor sabía.
Volvió a la zona de obras, donde los trabajos de aterrazamiento se mezclaban con los de los escultores
encargados de los capiteles que decorarían todo el templo. Era asombroso ver cómo una cuadrilla de
francos manejaba el martillo y el cincel, dando vida a un simple bloque de piedra. Admiraba a Isidoro,
cómo enmarcaba los sillares, la rapidez con la que tallaba sus caras y aristas; pero aquello... aquello no
tenía nada que ver. Era como comparar a un escudero con un caballero, los dos sabían manejar las armas,
pero nunca podrían enfrentarse en batalla. Isidoro era un magnífico cantero, pero aquellos francos eran
auténticos artistas de la piedra.
Incluso entre aquellos escultores había evidentes diferencias en su trabajo. Aunque todos seguían una
misma línea, existían al menos dos categorías muy evidentes. Una, que tallaba las escenas más
complicadas, y otra, solo los detalles. Y por encima de ambas, había un genio que llamó la atención de
todos nada más llegar. Se trataba de un hombre moreno y con una poblada barba que le colgaba hasta
casi la cintura. Tenía una complexión corpulenta, pero sus movimientos eran sutiles y la mirada esquiva.
Las palabras salían con poca frecuencia de su garganta, como si no supiera expresarse con ellas. Todo eso
daba igual, porque Sergio, que era como se llamaba, era un auténtico artista, nadie tallaba con la
genialidad de aquel franco.
Fortún comprendió que alguien así no llegaba por casualidad hasta un lugar como Loarre, indagó un
poco y descubrió que era un escultor pagado por los cluniacenses.
Hacía tiempo que el abad de Cluny se había convertido también en abad de Moissac. Había logrado
así una punta de lanza por la cual cruzar los Pirineos. La inmunidad cluniacense, junto con una abundante
prosperidad material de la que gozaba esa comunidad religiosa, le permitía la construcción de todo tipo
de templos. Sergio había trabajado en Moissac, y Cluny lo había enviado de manera expresa, para dirigir
la decoración de la iglesia de la fortaleza aragonesa.
Para Fortún, la monumental iglesia que le había solicitado el rey solo podía construirse en una
ubicación: el acceso del castillo. Eso implicaba hacer uno nuevo, pero también, cambiar todo el sistema
defensivo o, al menos, variarlo de forma sustancial.
La entrada al castillo y su escalera intramuros eran el siguiente paso. Tardaron un par de semanas en
preparar los materiales, y cuando todo estuvo listo, el ritmo marcado por Fortún fue incesante.
—El templo se encuentra sobre nuestras cabezas, ¿dónde piensas colocar el acceso? —inquirió
Javierre.
—Bajo la misma iglesia, por ello será en pendiente, adaptado al desnivel del terreno, pero también
simbolizando que ascendemos hacia la palabra de Dios.
—Y por fuerza, el acceso a la cripta de Santa Quiteria se hará desde esta misma entrada, a la derecha.
—Sí, y frente a ella estará el cuerpo de guardia. La cerraremos con una bóveda de medio cañón, con
sendos arcos fajones sobre pilastras, que ubicaremos en el inicio y final de la rampa, para darle mayor
seguridad y remarcar ambos. Y en la unión de la misma con los muros verticales, tendrá un acabado en
forma de moldura de pequeños cilindros planos, como la que he visto en la catedral de Jaca. Qué maravilla
de templo están terminando allí, debemos aprovecharnos de todos los ingenios que se usan en la capital.
Tal y como había diseñado Fortún, el paso cruzando por debajo de la nave de la iglesia fue tomando
forma. Fue una dura empresa horadar la montaña para tal fin, pero era esencial ese acceso en rampa, y
no solo por razones simbólicas o constructivas, sino también militares. Aquella entrada daba muchas
opciones de ser defendida desde el interior, con esa tremenda pendiente que permitiría lanzar objetos
rodando y dificultaría el acceso a los enemigos.
Fortún tenía todos los detalles en cuenta, lejos quedaba el muchacho despistado de su infancia y el
joven impaciente que continuó el castillo lombardo. Ahora era un hombre en su plenitud y lo demostraba
con cada decisión. Por ello, ideó la creación de diferentes series de peldaños en la escalinata de la rampa,
formando tres calzadas, una mayor central y dos más pequeñas laterales, reservando la central a
tenentes, nobles, caballeros y clérigos, y las laterales a la guardia y el pueblo llano.
El trabajo era incesante, todos cumplían su cometido y así cada semana se avanzaba un poco más.
Otro tema complejo fue crear el espacio horizontal suficiente para la nave del templo. Fortún tuvo que
construir una docena de grúas con tambores de madera para elevar todo el material necesario y poder
crear una terraza donde antes solo había aire, ganando espacio al escarpado terreno. De esa manera,
cripta, escalera y cuerpo de guardia formaban una triple terraza que se sustentaban de manera
consecutiva el plano horizontal de la iglesia superior.
Fortún estaba obsesionado con el acceso que iba a crear, así que decidió seguir con su audacia y
dividió la segunda parte en dos trayectos divergentes, al oriente y al occidente.
Le faltaba por resolver la comunicación desde la rampa con la cripta y con la iglesia superior. Por un
lado, no quería que nada perturbara su acceso, por otro, debía dar solución a ese problema constructivo.
Estos conflictos no aparecían en el libro del lombardo, ni se le habían planteado a tal escala construyendo
las defensas del castillo. Pero ahora, al unirse diferentes funciones, encontraba controversia en cada
elección que hacía, teniendo que buscar siempre soluciones que compaginaran todas las necesidades de
la fortaleza.
Así que optó por unir la cripta con la gran iglesia mediante dos escaleras intramuros. Cuando se lo
explicó a Isidoro, el cantero no salió de su asombro.
—Esto que has construido, en realidad no es solo una comunicación, ¡es una trampa! —advirtió
Isidoro.
—Qué listo que eres —y ambos se rieron sin parar—, he pensado que esas escaleras estarán
semiocultas para los que entran, más si no conocen el castillo y no hay mucha luz.
—Y en caso de que nos asaltasen, posibilitarían la sorpresa al atacante por la retaguardia —continuó
Isidoro.
—La iglesia debe ser parte de las defensas del castillo, de pequeño lo vi en Abizanda, allí el castillo
era un cubo más de la muralla —comentó Fortún.
El maestro de obras fue hacia su mesa de trabajo, se sentó sobre una silla de tijera, tomó el
carboncillo y trazó las líneas maestras sobre el pergamino. Tenía claro cuál debía ser el proceso. Primero,
edificar el templo, y después, diseñar nuevas defensas. Loarre no debía perder su razón de ser, debía
seguir siendo inexpugnable, una máquina de guerra como le había enseñado el lombardo.
La iglesia estaría bajo la advocación de san Pedro, pues ya lo decía claro el evangelio de Mateo: «Tú
eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia.» A quién sino a este santo podía estar dedicada la
imponente iglesia de un castillo enriscado sobre la propia roca. El templo se adaptaría al escarpado y
desigual terreno por el cual se accedía al castillo, tal y como había discutido con Isidoro.
Nada más empezar a diseñarla recordó de nuevo el castillo de Abizanda, su iglesia integrada en la
muralla. Abizanda, al final, volvía una y otra vez a sus pensamientos. La imagen que recordaba de aquel
castillo que vio cuando solo era un niño le inspiraba en numerosas ocasiones. Dibujó la fachada
meridional y el tambor absidal del nuevo templo, siempre orientado al mediodía, como si fueran una
ampliación militar del castillo. Qué mejor manera de defender una fortaleza que convertir el ábside en un
cubo de la muralla.
Durante varios días, estuvo midiendo y corrigiendo sus diseños, necesitó tiempo para calcular la
altura del tambor, pues iba a ser considerable, mayor que cualquiera de las torres que había construido
antes. Además, tenía un problema añadido: la luz. Construía un templo digno de un rey, una iglesia donde
Dios iluminara al nuevo reino, y para ello necesitaba luz, mucha luz. Así que tenía que abrir ventanales de
considerables proporciones, y ello, sin que los altos muros se desplomaran.
«¿Cómo hacerlo?», se preguntaba una y otra vez.
—Fortún —le interrumpió una voz que conocía a la perfección, por mucho que se hubiera tamizado de
soberbia.
—Javierre.
—Veo que sigues envuelto en tus ensoñaciones.
—Hay gente que no cambia.
—Umm, permíteme que lo dude.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —preguntó Fortún sin levantarse.
—¿No lo ves? —El abad avanzó hacia él, hasta llegar a la altura de su mesa de trabajo—. Creo que es
obvio.
—Dirigir una congregación —musitó Fortún—, no quiero ni imaginarme las atrocidades que habrás
llevado a cabo para lograr que te nombraran abad.
—No fue sencillo, pero ¿qué lo es para el hijo de un pastor?
—Javierre, ¿qué quieres? ¿Acaso no hiciste suficiente daño? Mi padre murió por tu culpa y ahora
vienes a mi casa, ¿por qué?, ¿no fue suficiente?
—Nunca fue mi intención haceros daño a ti o a Juan, tu padre. Solo era el lombardo el que merecía
sufrir. Ese viejo me trataba siempre con desprecio. De verdad crees que hubiera llegado a ser alguien
importante si hubiera seguido bajo su mando? —Javierre envolvió sus palabras de un aire de confesión
sincera—. Era viejo y le había llegado su hora, creo que a todos nos ha ido bien desde entonces, ¿no
crees?
—¿Cómo puedes decir tal cosa, Javierre? Él nos enseñó...
—No digas tonterías, compartía su saber con tu padre, nosotros no éramos nadie para él. Fortún, ese
es tu problema, nunca te enterabas de nada y sigues sin hacerlo. Las cosas te pasan porque sí, sin que lo
merezcas, sin que ni siquiera las veas pasar.
—¡Por Dios, éramos amigos! Yo no te hice nada.
—Sí lo éramos, pero no te equivoques, claro que lo hiciste. En tu infinita ignorancia, no eras
consciente de ello. No sabes lo que sucedió entonces y sigues sin saberlo ahora.
—Claro que sí.
—No, sigues igual. Eso es lo que más me enervaba, ¿sabes? No has cambiado nada. Fortún, he venido
para ayudarte.
—Te aseguro que no necesito tu ayuda.
—Claro que sí. Porque, dime, ¿dónde vas a situar la planta de una iglesia de tres naves? No tienes
espacio físico. Yo sé y no he venido para causar problemas, sino para solucionarlos. Soy abad, Dios me ha
perdonado, ¿es que acaso tú te crees tan prepotente como para estar por encima de Él? ¿No nos
merecemos todos una segunda oportunidad? Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Mirad por vosotros mismos: Si tu hermano peca, repréndele; y si se
arrepiente, perdónale. Si siete veces al día peca contra ti, y siete veces al día vuelve a ti diciendo: «Me
arrepiento», perdónale.
—No puedo...
—Fortún, sé que necesitas tu tiempo, tómatelo.
Javierre abandonó la estancia sin decir nada más.
La llegada de los monjes transformó la vida de Loarre de una manera que nadie podía haber
imaginado antes. Sus rigurosas reglas, sus estrictos horarios y su ferviente religiosidad arrastraron a toda
la comunidad de tal forma que Javierre se hizo en poco tiempo con el control real del enclave. Todas las
decisiones, importantes o no, religiosas o militares, pasaban por sus manos. Su autoridad no se discutía,
como si siempre hubiese sido así. Solo los que le conocían de su juventud recelaban de él, pero en
privado. El resto se entregó sin dudarlo a su jerarquía.
En cuanto los dormitorios se terminaron, el abad se instaló en el castillo. Se habían edificado entre la
torre albarrana y la torre norte, comunicados con la inacabada iglesia de San Pedro. Siguieron usando el
templo castrense, del que desplazaron sin contemplaciones a Ramón. El joven sacerdote no pudo resistir
aquella situación y su estado de salud empeoró de repente. Eneca y Constanza tuvieron que auxiliarle
hasta que mejoró. No contento con ello, el abad fue a visitarlo en persona.
—Dejadnos solos —ordenó a Constanza, y ella cerró la puerta tras él
—Abad, no hacía falta que vinierais a visitarme.
—Por supuesto que sí, ¿qué tal os encontráis?
—Mejor, me han cuidado bien.
—Me congratulo, he estado rezando por vos y creo que podéis tener una importante labor aquí.
—¿De verdad lo creéis? Pensaba que preferíais a otro sacerdote.
—Yo no soy quién para decidir quién ha de ser el pastor de Loarre.
—Eso es cosa de Dios.
—Exacto, aunque un abad siempre está más cerca de Él que un carpintero, ¿no creéis?
—Seguramente. —Ramón tosió de forma continuada para después escupir una amarillenta flema.
—¿Cuántos años tenéis?
—Ahora os importa mi edad.
—Yo me intereso por todos los habitantes de Loarre, ahora sois todos hijos míos, por algo soy el abad
del monasterio.
—Loarre sigue siendo un castillo.
—Es curioso que diga eso un cura, cualquiera diría que no os place la presencia de vuestros hermanos
aquí.
—¿Qué queréis, abad?
—Deseo que entendáis que lo que más me importa es la construcción de la iglesia de San Pedro y por
ello creo que deberíamos trabajar juntos para que llegue a buen fin, ¿no creéis?
—Os equivocáis conmigo, no me vais a embaucar.
—No, no. Yo lo que digo es que esta obra quizás excede el ingenio de Fortún. No olvidemos que él es
un constructor de castillos, no de templos religiosos; y menos de esta envergadura.
—¿Dudáis de él? Era vuestro mejor amigo.
—Sacerdote, soy abad, olvidaos de mi pasado, de quién era Javierre y vedme solo como un humilde
siervo del Señor, pues os aseguro que no hallaréis en mí restos de nadie más.
—Mucho habéis tenido que cambiar para que eso sea verdad.
—En efecto, por eso os solicito, os imploro, vuestra ayuda para finalizar las obras de la iglesia.
—¿Y qué puede hacer un simple sacerdote como yo?
—Hablad con Fortún, hacedle ver esto que os he contado. Si deja que yo le ayude podríamos lograrlo.
He estado en Toulouse y en Moissac, he visto cómo se levantan las nuevas catedrales.
—Así que creéis que interferiría por vos —carraspeó el sacerdote antes de volver a toser—, ¿cómo
vamos a confiar en vos después de lo que hicisteis?
—Dios lo ha hecho, de lo contrario no estaría aquí como abad. ¿No es suficiente que Él me haya dado
una oportunidad?
—Es posible que Él sea misericordioso, pero...
—Os creía más prudente que vuestro antecesor, él tenía poderosos amigos. ¿Y vos? ¿Quién os
ayudará? Cluny controla ya el monasterio de San Juan de la Peña y ahora también Loarre, ¿quién os
queda?
—El obispo de Jaca.
—Ya veo, el infante García. No creo que el hermano del rey sea un aliado fiable. Pensadlo bien,
Ramón. Sois muy joven, podéis llegar lejos sirviendo al Señor, sería una lástima que se truncara un futuro
tan prometedor. Con los convenientes contactos, podríais llegar lejos, ¿obispo, quizás? Yo os aseguro que
sé recompensar a mis aliados. No arruinéis vuestra vida, ni vuestra alma.
Laura era un misterio para Fortún, haberse perdido su más tierna infancia influía en ello. Seguro, aun
así había algo más. Así que su relación no era todo lo estrecha que le gustaría. Y eso que Laura había sido
la mejor noticia que hubiera podido imaginar.
Todo lo contrario sucedía entre Eneca y Laura, parecían uña y carne. Al fin y al cabo, ella la había
traído a este mundo y, desde entonces, jamás se habían separado. Mientras que él era casi un extraño
para ella.
Aquello le frustraba y le creaba una descorazonadora angustia. Solo encontraba consuelo en sus
planos y en el viejo libro del lombardo, que guardaba como el más preciado tesoro. Se encerraba en la
nave de la nueva iglesia, con los muros a medio levantar y trabajaba de sol a sol allí. Buscaba sin descanso
la solución constructiva para el templo. Lo hacía siempre solo, ni siquiera Isidoro podía entrar mientras
trabajaba en ella. Nadie le interrumpía. Sin embargo, aquella tarde la silueta del abad se dibujó en la
puerta de la iglesia.
En el fondo, Fortún le esperaba. Sabía que aquel momento tenía que llegar tarde o temprano. Más aún
cuando el joven sacerdote habló con él pidiéndole una oportunidad para su antiguo amigo, para el asesino
de su padre.
Javierre avanzó y puso sus manos sobre los planos y los escrutó con interés, con una mueca en los
labios.
—¿Podrás levantar muros tan altos como los que tienes dibujados? No es que dude de ti, solo soy
precavido. No olvides que necesitamos luz dentro de la iglesia.
—No pienso en otra cosa.
—¿Y entonces? ¿Cómo vas a aligerar el peso para poder abrir ventanales?
Fortún cogió el carboncillo y dibujó medio círculo.
—¡Con arcos!
Y después rayó de distinta manera la parte superior e inferior.
—Con arcos de descarga. —El abad asintió—. Veo que no has perdido el tiempo, esa cabeza tuya sigue
dando con las soluciones audaces, siempre lo hizo.
—No tuve más remedio, las dos personas que deberían haber construido esto murieron.
—Sí, la gente muere, es una mala costumbre. Pero ¿y si no lo hicieran? ¿Te imaginas no fallecer
nunca? Por suerte Dios pensó en todo, ¿verdad? Bueno... —Y le dio una palmada en la espalda—.
Necesitamos esta iglesia, el rey y el Papa la esperan con entusiasmo, tenlo presente.
—Una iglesia de esas dimensiones es difícil de encajar.
—Bueno, tú eres capaz, ¿no?
—Desde luego.
—Te recuerdo que la iglesia debe tener planta basilical de tres naves y un crucero, es una capilla real.
—Lo sé, pero la orografía lo impide.
—¿Y tu solución? —preguntó el abad de pie, frente a él.
—No sé cómo.
—A pesar del esfuerzo de ganar terreno a la montaña y crear una terraza sobre la cual asentar la
iglesia, no hay espacio para que la iglesia tenga las tres naves necesarias para un templo como el que
demanda el rey —repuso el abad—. Una edificación de varias naves no es factible, de ninguna de las
maneras por mucho terreno que le ganes a la montaña.
—He realizado pruebas con modelos de madera y no logro hallar la manera.
—A veces, lo evidente es la solución. —El abad dio un par de pasos a su alrededor—. Construir un
templo de una sola nave, sin crucero, con una planta rectangular acoplada al espacio que permite la
montaña. Es la única opción, la más racional.
—Eso no sería suficiente para el rey —advirtió Fortún.
—Entonces, encuentra la manera de dignificar la obra, de dotarla de un elemento diferencial, de
asemejarla a una construcción celestial. —El abad señaló el espacio del templo sobre el pergamino—. Esto
es el corazón de Loarre, una iglesia que debe coronar un rey por la gracia de Dios. Por si no lo entiendes,
lo que eso significa es que Dios debe estar claramente aquí dentro, y legitimar a nuestro monarca.
—Y lo hará, Dios estará sobre nuestro rey.
—¿Cómo?
—¿Es que acaso me permitirás construir una sola nave como has dicho antes?
—Yo defenderé el nuevo proyecto ante el rey y el obispo.
—Si consigues que me permitan construir la iglesia con una solo nave, yo elevaré una descomunal
cúpula en la zona de lo que sería el crucero.
—Eso no es posible, sé lo complejo que es construir una cúpula y lo fácil que se caiga sobre nuestras
cabezas —advirtió el abad, frunciendo el ceño—, ¡y sin crucero! ¿Sobre qué arcos la vas a elevar? ¿Es que
te crees que soy estúpido?
—Nada de eso, eres precavido, y eso está bien. Pero igual que reconstruí este castillo sin que nadie
creyera que era posible, puedo levantar una cúpula como nadie ha visto antes.
—Te conozco, sé de tu habilidad, pero...
—Un círculo perfecto, que simbolice a Dios, y bajo el cual Sancho Ramírez pueda lucir su corona de
rey, ungida por el Santo Padre en Roma.
—El círculo representa a Dios —susurró el abad—, una cúpula como imagen de Él y debajo Sancho
Ramírez, como rey por la gracia de Dios, ¡es brillante! ¿Lo harás? ¿De verdad sabrás cómo construir una
cúpula así? —El rostro le cambió y le brillaron las pupilas de los ojos.
—Sí —respondió Fortún con una imponente seguridad, cuyo eco rebotó en los muros del templo.
—Espero que así sea, no estás construyendo una torre de defensa. Estás edificando la casa de Nuestro
Señor frente a sus enemigos, ¿lo entiendes?
—A la perfección.
—Pues demuéstralo. —Sonrió el abad, orgulloso—. Me alegro de que podamos trabajar juntos, Fortún.
El maestro de obras se contuvo.
—Mis deberes canónicos me reclaman, rezaré por ti, viejo amigo.
Al verle irse con su hábito de abad, Fortún se sintió aliviado, como si pudiera respirar de forma más
holgada.
—Quizás... ¿es posible que Javierre haya cambiado? —susurró y un viejo recuerdo de juventud agitó su
memoria, fue breve y dejó un poso de melancolía difícil de digerir.
Dejó de pensar en él y volvió a las imágenes que poblaban su mente, los espacios, los muros, los arcos,
los ventanales y la cúpula.
Fue la marcha a la oración de Javierre lo que le trajo otro problema a resolver en el nuevo Loarre: el
tránsito de los monjes agustinos desde sus dependencias, en la zona norte, hasta la futura iglesia. No era
banal, ni construir el templo, ni los dormitorios, pero tampoco el modo de unir ambos espacios. Los
monjes acudían repetidas veces al día para realizar sus oraciones litúrgicas y hasta ahora se cruzaban, de
forma irremediable, con el resto de pobladores del castillo. Debía construir una segunda puerta para ellos,
solo para ellos. Además, había que seguir dando acceso al primitivo castillo situado en la cota más alta del
conjunto, y que cuando se edificara el templo, quedaría sin su acceso inicial. Muchos problemas y pocas
opciones para tan magna obra.
El perímetro del primitivo castillo iba a tener que ser ampliado también hacia el norte y hacia
poniente para erigir otra terraza y el palacio real. Este edificio era vital para el nuevo rey, por lo que sus
dimensiones debían ser considerables y dignas de la grandeza del monarca. Fortún decidió que sería la
última construcción a realizar.
Lo que no quería dejar apartado más tiempo era la finalización de la muralla exterior. No le quedaban
hombres ni casi canteros para destinarlos a ella, así que pidió voluntarios entre los hombres de armas.
—¿Por qué tendría que ponerme a subir bloques de piedra, Fortún? —preguntó Galindo a la cabeza de
un grupo de seis aguerridos guardias.
—Piensa que algún día esos muros te servirán de escudo.
—Yo manejo cuchillos, mazas y espadas; no martillos, clavos y palancas.
—Nunca es tarde para aprender, estoy convencido de que si te esfuerzas conseguirás dominar los
secretos del martillo.
—No bromees conmigo, Fortún.
—Vamos, Galindo, ¿qué quieres a cambio? ¿Cómo puedo lograr que colabores?
—Me temo que no puedes, ¿qué nos vas a vender? Cuando vigilamos desde las torres o los adarves
estamos siempre solos, pasamos frío, ni siquiera podemos salir a cagar cuando nos entra un apretón. Hay
que llamar a un compañero y quién se atreve a salir fuera de la muralla en plena noche, ¿quién?
—Ya sé qué puedo ofreceros si colaboráis en levantar esta defensa.
—Sorpréndeme.
—Desde luego que lo haré.
70
Loarre. Junio del año 1074
El sol se adormecía entre bostezos anaranjados, la penumbra surcó el valle como un águila cuya sombra
avanzaba por la tierra sumiéndola en un profundo sueño. Solo las montañas del occidente resistían
todavía despiertas, sus siluetas también se tornaban difusas, como un recuerdo de infancia. Fortún miró al
cielo en busca de Su Señor, Él debía marcarle el camino.
La construcción de aquel castillo era su forma de complacerle, sabía que era su voluntad y por esa
razón trabajaba hasta desfallecer. Era Él quien le guiaba cada día, quien dirigía su mano sobre los planos
de los pergaminos y le daba fuerzas para dirigir a los hombres a su mando.
El tambor absidal se empezó a erigir sobre la roca madre. Sus tres quintas partes estaban totalmente
exentas y contaba con muros de un grosor de siete pies. El resto fue ocultado al elevar la zona del castillo
que contendría el nuevo acceso y que se comenzaría en breve.
—Solidez, la clave de todo castillo es la solidez.
—Sin duda, este lo parece —comentó Sergio.
—Es lo que siempre decía el maestro de mi padre, un lombardo.
—Los lombardos nunca edificaron una construcción como esta. Sus templos son pequeños y con
bóvedas de arista. Si pretendes levantar una iglesia de semejante tamaño y con una cúpula, olvídate de lo
que decían esos antiguos.
—No menosprecies así a los lombardos.
—Ellos son el pasado, y aquí debemos construir un castillo para el futuro, cuanto antes lo entiendas
mejor.
Fortún se contuvo ante Sergio, le daban igual sus palabras. Él lo tenía claro, la solidez era la clave de
la bóveda, Loarre no dejaba de ser una fortaleza, con una inmensa iglesia, sí, pero una fortaleza, y nadie
podía construirla mejor que él. Así que para dotar al tambor de mayor solidez, ideó unas innovadoras
columnas-contrafuerte sobre pilastras a distintas alturas, que además acentuaban la verticalidad de la
edificación.
Para contentar a Javierre y a Cluny, la decoración seguía sus parámetros y dictámenes, al igual que
hacían en la catedral de Jaca. Aun así, el plan escultórico no le importaba, no era su terreno. Aunque tenía
que reconocer que era tan audaz como el constructivo, setenta y cuatro capiteles decorarían su creación.
Era digno de ver cómo los escultores francos trabajaban en ellos con esmero y sin descanso. La
manera en que perfilaban las figuras a golpe de cincel. Algunos ya estaban terminados y no cabía duda de
que tenían una bella hechura. Cada uno era diferente, complejo, enigmático, pero a Fortún le robaba la
atención uno de ellos en el cual dos personajes togados sujetaban una figura que representaba un mono
en cuclillas. Debía de simbolizar la dominación de los vicios y pasiones humanas. Ese capitel estaba
destinado a las ventanas superiores, por lo que apenas sería visible a nivel del suelo.
«¿Qué objeto tiene entonces hacerlo tan perfecto?», se preguntó.
Tanto tiempo y esfuerzo para que solo los pájaros admiraran sus detalles. No llegaba a comprenderlo
y, sin embargo, no podía dejar de mirarlo.
En otro capitel, se podía ver una preciosa águila en posición frontal, nada usual, y con sus alas
desplegadas al modo de las existentes en los lábaros romanos, a las que bien seguro intentaba imitar. Ese
sí sería visible, puesto que ocuparía las ventanas inferiores cegadas por la roca.
Junto a él, otro representaba un segundo mono en cuclillas entre motivos elaborados a base de
palmetas y bolas. Había oído hablar de esos animales de Oriente, le fascinaban con locura.
«Tendrá que ser curioso tener uno vivo delante. ¿Será cierta su maldad?», pensó.
Aunque, sin duda, el capitel que más le impactó fue uno de los que enmarcarían las ventanas
superiores. En él se observaba a una mujer en cuclillas a la que mordían los pechos sendas serpientes
enroscadas entre sus piernas. Ella las agarraba como si se estirara el cabello, era una escena
desgarradora e impactante.
—La lujuria —dictaminó Eneca a su lado.
—Lo sé. —Fortún no pudo evitar sonreír.
—¿Por qué nos veis a las mujeres de esa manera?
—Es la Iglesia quien lo hace, no yo.
—Tú lo permites.
—Eneca, ¿qué quieres que haga?
—¿Tú crees que yo soy así? ¿Que tiento a los hombres para que pequen? No será más bien que
buscáis una excusa en nosotras para vuestros pecaminosos comportamientos.
—Eva tentó a Adán para que comiera de la manzana prohibida; desde entonces toda hembra busca la
tentación y es nuestro deber con el Señor resistirnos —afirmó Javierre, que apareció detrás de ellos—. La
Biblia relata que el rey David cayó en la tentación de una belleza bañándose, Betsabé, y cometió adulterio.
Luego, en un intento de cubrir su pecado, David urdió matar al marido de Betsabé. Y en otro pasaje,
Sansón fue tentado por Dalila, que lo engañó y lo condujo a su muerte.
—Eneca, tranquila —susurró Fortún.
—No me digas qué debo o no hacer.
—Veo que la serpiente finalmente muestra sus colmillos.
—Fortún, estás vendiendo tu alma, y no al comprador adecuado. —Y se marchó enojada.
Al terminar las obras exteriores, tras salvar mil y un percances y contratiempos, Fortún al fin sonrió.
El tambor absidial parecía una inexpugnable torre defensiva, destacaba por sus dimensiones, su solidez,
sus enormes ventanales y el sinfín de capiteles que lo decoraban. Los ventanales de la iglesia inferior
estaban cegados y solo contaban con una escueta aspillera, otro elemento defensivo del templo. Sin
embargo, pocos conocían su verdadero misterio, la clave de toda la estructura. Fortún la había mantenido
en secreto y había sabido ocultarla a todos. Se había servido de la decoración para desviar la atención de
esa zona concreta, no solo para que los enviados del Cluny no se percataran de ello, sino también para
que en caso de un asedio sarraceno, los musulmanes no descubrieran cuál era el punto débil del templo,
así atacarían otras partes más llamativas.
El constructor estaba cada vez más orgulloso de todo lo aprendido de los lombardos, ya que gracias a
ellos comprendía cómo poder construir cualquier tipo de edificios. Todo parte de la Naturaleza, es de ella
de dónde proviene la arquitectura, que la imita de manera imperfecta. Así que por ello copió a los lagartos
que imitan los colores de la vegetación para ocultarse de sus depredadores. Eso había hecho él en el
exterior de la iglesia, la parte más importante era la que más desapercibida pasaba.
Los trabajos para la cripta, al ser suelo sagrado, eran supervisados por el abad. Él mismo pidió a los
francos que labraran sobre su arco de medio punto un crismón, indicando la entrada a un lugar de culto.
Sin embargo, hubo un problema con ese acceso y Fortún tuvo que rehacer el arco, aunque el crismón ya
estaba tallado, por lo que quedó la curva descentrada. El abad entró en cólera y durante varios días las
obras de la cripta se paralizaron.
—Estoy profundamente defraudado, ese crismón era importante para la iglesia.
—Lo sé y lo lamento —aseguró con pesadumbre Fortún—, pero las necesidades constructivas han
hecho inevitable mover el arco, entiéndelo.
—No, no lo entiendo. Date cuenta de la grandeza de lo que estamos haciendo. No hay nada en el
occidente cristiano similar a esta fortaleza, imagínate lo trascendente de unir así la cruz y la espada.
—Y lo complejo...
—Nadie dijo que fuera a ser fácil. —El abad realizó una pausa—. Fortún, sé que no confías en mí, y lo
entiendo. Al menos, déjame que te diga que estás haciendo un espléndido trabajo, pero no vuelvas a
cometer errores. El crismón de la cripta es importante.
—Lo sé, es una representación de Dios.
—Es un anagrama del nombre de Cristo, está formado por los signos griegos «X-P», cruzados en aspa,
más los signos «alfa y omega».
—¿Y qué significa?
—XP, A, W, Spiritus Ecclesiae et Rex, Dominus Nostris, Impellere Hostes. Es decir: «Jesucristo
principio y fin, Espíritu de la Iglesia y Rey, Señor Nuestro, Impulsa a nuestro Ejército.»
—¡Impulsa a nuestro Ejército!
—Exacto, impulsa a nuestro Ejército —afirmó Javierre con entusiasmo—, al ejército de Dios.
—Muy apropiado ese detalle para un castillo —afirmó sorprendido Fortún—, no sabes lo que me
alegra.
—No hay nada que agradecer, ambos somos siervos de Él, cada uno a su manera.
—Me complace que lo entiendas y, ahora, déjame que te muestre cómo será la iglesia de la cripta. —Y
Fortún hizo una sencilla reverencia para que entrara.
El abad dio varios pasos hasta el interior. El acceso a la misma se efectuaba a través de un arco de
medio punto dovelado tras el que continuaba un corto zaguán cubierto por medio cañón. Los muros ya
habían alcanzado el techo, el ábside era cilíndrico, cerrado con una bóveda de cuarto de esfera,
prolongado a poniente por un corto tramo de medio cañón al igual que ocurría en la cabecera del templo
superior.
—Reproduce en planta la forma del ábside de la iglesia superior, bajo el cual estamos ahora.
—Me gusta —reconoció el abad sonriente—, esta penumbra hace de esta cripta un lugar sereno,
sencillo, lleno de paz.
—Sí, pero no es tan austero como parece. Estamos trabajando en el discurso escultórico que tú mismo
aprobaste.
—Los capiteles que flanquearán esos cinco ventanales, si mal no recuerdo.
—Así es, al acceder a este espacio, la oscuridad dificulta su percepción. Es por ello que requiere
acomodar la vista a la escasa luminosidad.
El abad pareció conforme y dejó la estancia en silencio. Fortún se quedó mirándole. Javierre había
cambiado tanto que a veces olvidaba quién era. Se había convertido en un hombre que irradiaba
seguridad, conocimiento y hasta se podía decir que respeto. Sí, Javierre infundía un respeto sereno, y paz,
una inmensa paz en sus palabras. Como si al estar él presente todo fuera más sencillo. Pero Fortún se
negaba a aceptar a ese nuevo Javierre, no en vano, él lo había visto crecer, había compartido secretos y
confesiones, y sabía de lo que era capaz. Pero a pesar del pasado, le costaba no admitir que el abad
parecía otra persona.
«¿Es posible cambiar tanto?», se preguntó.
Sí, claro que Javierre habría podido hacerlo. Fortún mismo poco tenía que ver con el chiquillo que
llegó a Loarre de la mano de su padre. Era evidente que el abad se merecía al menos una oportunidad,
pero había alguien en Loarre que jamás se la daría, por mucho que hubiera cambiado: Eneca.
Un mes más tarde, los capiteles ya lucían en la cripta y el maestro de obras y el abad observaban la
calidad con la que estaban tallados, las columnas adosadas al muro, los ábacos, de motivos florales y las
palmetas. En el lado norte, la roca afloraba como queriendo demostrar que ella también formaba parte de
la nueva fortaleza. En el cilindro absidal lucían la decoración con cinco arcuaciones, que enmarcaban
ventanales de derrama interior todos ellos, además de la central y las dos del lado del mediodía,
aspilleradas al exterior, las otras estaban cegadas. Al igual que en el imponente templo sobre su cabeza,
en esta, las dos ventanas más septentrionales también estaban condenadas para realizar las estructuras
de acceso al recinto del castillo.
Fortún sabía que había hecho un enorme trabajo, en especial con la bóveda.
Uno de los canteros interrumpió a los visitantes.
—Disculpadme, tenía unas herramientas olvidadas en un rincón.
—Espera —Javierre lo detuvo—, ¿cómo te llamas?
—Sergio —respondió con temor.
—Me gustan aquellos que tienen nombres de santos mártires, que fueron soldados en su tiempo.
—Gracias, abad.
—Sergio es uno de los mejores canteros que han llegado para la ampliación —comentó Fortún—, él es
el encargado de tallar la mayor parte de las dovelas de los arcos de las puertas.
—Sí, son fáciles de diferenciar, ya que lucen mi marca de cantero, una «S» muy aplanada.
—Gran trabajo, ahora debo irme, hay cuestiones de la congregación que precisan mi atención —
anunció el abad—, un placer, Sergio.
Javierre se marchó subiendo por una de las escaleras que comunicaban la cripta con la iglesia. Sergio
se dirigió a Fortún:
—No sabía que erais amigos.
—Y no lo somos, lo fuimos, pero hace mucho de aquello.
—Pues al veros juntos todavía se percibe.
—¿De verdad? —Fortún se mostró sorprendido—. Da igual, ¿has esculpido lo que te pedí?
—Sí, espero que no me cause problemas.
—¿Es fácil de reconocer el rostro?
—Cuando lo veáis ya me lo diréis. Por suerte ese capitel va a estar alto, aunque dentro de la nave de la
iglesia, debo confesaros que tengo miedo de que...
—Sergio, nadie caerá en ello, confía en mí.
—Eso hago. —Y se dispuso a irse.
Fortún lo detuvo y le explicó una última petición que sorprendió al trabajador y que, aun así, él no
dudó en cumplir. Cogió el cincel y un martillo, y se encaminó a la puerta de acceso que permitía ascender
a la iglesia superior.
Sacó un trozo de carbón y dibujó algo en uno de los sillares, acto seguido, el cantero comenzó a
golpear la piedra.
Al día siguiente, Fortún tenía que comprobar cómo incidía el sol sobre los ventanales del mediodía.
Antes de salir al exterior, fue a la entrada de la cripta y se coló en el centro. Al entrar por la escalera, se
detuvo frente a una de las jambas. Allí, cincelado con maestría, había un gracioso perro con collar y la
pata derecha delantera levantada. Sería el perro guardián del castillo y también un regalo para Eneca,
dado que, por supuesto, era un mastín.
Después de cenar sopa de pan de ajo y las mollejas de cordero con cebolla, Fortún salió fuera de su
casa a tomar el aire dando un paseo y subió hasta la cripta. Solía hacerlo a menudo, necesitaba estar a
solas y aquel lugar era el idóneo para ello. Arrodillado frente al altar, la reverberación del sonido era tal,
que gracias a la estructura de la estancia que él mismo había diseñado, cuando los religiosos decían misa
en el altar de la iglesia, resonaba abajo en la cripta.
Era un ruido que acongojaba. Situado a los pies de la estancia, percibía el eco de sus rezos ampliado.
El sonido le llegaba rebotando por ambos lados, parecía que aquellas palabras sagradas se las decía el
mismísimo Dios, Nuestro Señor.
Mientras escuchaba la misa en soledad, envuelto en la penumbra y el contraluz de las estrechas
ventanas, a Fortún le complacía observar los capiteles que enmarcaban los ventanales de la cripta. La
escasa luz dificultaba verlos, pero él había acostumbrado sus ojos a la tenue luminosidad de aquel templo.
De los diez capiteles que había, uno le perseguía ahora hasta en sus sueños. Representaba a dos
serpientes con alas, enfrentadas y que peleaban por una esfera. Eran basiliscos, los reyes de las
serpientes, capaces de matar con la mirada y con un aliento venenoso. Unos seres temibles, que eran
nombrados en el Antiguo Testamento. Si algún día se encontraba con uno y lo miraba, moriría de
inmediato. Aun así, le gustaba observar sus ojos de piedra. A veces imaginaba que tomaban vida, y que al
mirarlos, él mismo se convertía en roca y pasaba a ser un elemento más de la fortaleza.
En los días soleados, se situaba tras el altar mirando el muro de cierre, porque lo que sucedía allí era
un hecho que pocos conocían y que él guardaba en secreto. Desde esa posición, observaba la imagen de
los frailes y soldados que ascendían por el camino en dirección al castillo, proyectada sobre el muro, en
posición invertida. Un efecto tan curioso como inexplicable.
Allí, en soledad, era donde podía pensar con mayor claridad. Donde lograba resolver sus dudas
constructivas, donde encontraba la inspiración para sus soluciones más complejas. Pero también es donde
veía más reales sus miedos, el principal de ellos: el transcurrir del tiempo. Ya no era un muchacho, los
años habían pasado y había llegado a una edad mayor de la que tenía su padre cuando encontró la
muerte. Le resultaba extraño pensar en que había superado los años que vivió él y aquello le aterraba.
Solo había algo que lo consolaba, mejor dicho, alguien.
Justo al salir del castillo, la observó asomada a la galería de arcos que con tanta delicadeza construyó
el lombardo. Decidió darle una sorpresa y subió de manera disimulada hasta aquel lugar de la torre.
—¡Eneca! —La cogió por detrás, abrazándola y regalándole un prolongado beso en el cuello.
—Hola, Fortún.
—¿Te he asustado?
—No, estaba desando verte.
—Y yo a ti. —La besó de nuevo—. ¿Sabes que pareces toda una reina asomada aquí?
—Muchas gracias, creo que esta zona es la que más me gusta de tu castillo.
—No es mío.
—Tú ya me entiendes. —Y se revolvió para darse la vuelta y juntar sus labios.
—Estás preciosa.
—¿Cómo una reina? —preguntó entre risas.
—Mucho más. —Y volvieron a besarse—. Tengo un regalo para ti.
Un día, decidió mostrar el secreto de la cripta a Laura, quizás así lograra estrechar lazos con ella. La
llevó una mañana temprano, cuando había mucho movimiento en el exterior del castillo y a nadie le daba
por entrar allí. Por supuesto, no le dijo nada de lo que iba a ver.
Laura se arrodilló frente al ábside y empezó a rezar cuando, para su sorpresa, vio aparecer a un
soldado boca abajo y del susto que se dio casi se cayó al suelo. Fortún no pudo evitarlo y se echó a reír.
Para su asombro, Laura pronto se rehízo. Se levantó y se encaminó hacia la ventana de donde procedía la
proyección.
—¿Es magia?
—No, hija, es conocimiento. Un extraño efecto de la luz.
—¿Cómo se llama?
—La verdad es que lo ignoro, hija. Sé que sucede cuando en una habitación oscura se deja entrar la
luz por un pequeño orificio, de esta manera se proyecta una imagen invertida del exterior.
—¿Y por qué la imagen se ve al revés? —insistió la muchacha.
—Lo siento, eso no lo sé. Eres de las pocas personas que lo conoce, con el tiempo, otros se darán
cuenta de ello.
Laura se quedó más tiempo observando la proyección, en silencio. Hasta que se volvió de nuevo hacia
su padre.
—Tengo que volver a casa, madre me estará buscando.
—Tienes razón, vete, hija.
—¿Lo sabe el abad?
—No, ¿por qué me preguntas eso? Laura, este debe ser nuestro secreto, nadie más puede saber de
ello, prométemelo.
—Sí, padre.
—Bien, es importante, no lo olvides.
Laura cruzó el umbral de la cripta, sin decir nada más. Fortún esperó un poco y salió también de la
sala hacia el exterior. Quería verla bajar hacia el poblado, no la alcanzó. No le había podido dar tiempo de
descender toda la rampa y, sin embargo, allí no estaba.
«¿Adónde ha podido ir?», pensó.
—Me estoy haciendo demasiado viejo —murmuró—, cada vez tengo más dudas, más preguntas y
menos respuestas.
Volvió al interior y subió hasta la iglesia de San Pedro por una de las escaleras que la comunicaba con
la cripta. En su interior, con las primeras luces, se desataba una feroz lucha entre la penumbra y la
claridad. La tenue luz que caía desde los alargados ventanales iluminaba de forma sutil los grifos y santos
de los capiteles, y esa débil penumbra en la que permanecían les hacía cobrar vida. El viento que se
colaba por los pasadizos del castillo producía un débil silbido, como una música hipnótica.
El maestro de obras se asomó a la puerta del mediodía que comunicaba con un pasillo de piedra que
llevaba a una defensa adelantada, construida contra la roca y con ese único acceso. Abrió sus pulmones al
aire fresco de aquellos primeros días de primavera, cuando la tierra, todavía húmeda del deshielo, estaba
llena de vida.
Desde allí miró a su casa, por la chimenea salía un hilo blanco. Se imaginó a Eneca avivando las
ascuas del fuego, preparando la comida y sus ungüentos. Con su cabello suelto, sus ojos negros como la
noche, su cálida piel y el olor a romero de su cuello. Sus labios húmedos y sabrosos, y... Entró de nuevo en
el templo y buscó el capitel de las sirenas. Allí estaba, el rostro de Eneca hecho piedra, tal y como le había
pedido que lo tallara a Sergio. El cantero había hecho un trabajo excepcional, los ojos de aquella figura,
su pelo... Nadie sabía su secreto, solo ellos dos. Por eso se lo pidió a él y no a Isidoro.
Contemplarla mientras trabajaba sin descanso en aquella locura de obra era lo único que le daba
fuerzas.
Sin embargo, aquel día necesitaba algo más que la imagen de su mujer para continuar, estaba
agotado, exhausto, no era capaz de pensar con claridad.
Abrió la puerta inferior y bajó por el centro de la escalinata de acceso, salió del castillo y descendió
hasta la aldea. Recorrió las calles casi vacías, envuelto en sus miedos y sus dudas, y cuando iba a entrar
en su cabaña, la encontró a ella con un cántaro de agua en los brazos. Eneca parecía enfurruñada aquella
mañana, el viento agitaba su cabello suelto, que se enredaba sobre su rostro y el vestido se pegaba a su
cuerpo, mostrando su figura.
Fue hacia ella, trastabilló sin llegar a caer. Cuando llegó a su altura, Fortún tomó lo que portaba y lo
dejó en el suelo. La cogió por la cintura y al palpar sus caderas fue como si algo azotara su corazón. Solo
las había rozado, pero había sentido todo su menudo cuerpo. Aquello le perturbó de tal modo que tuvo
que contenerse para no perder el juicio.
El cabello le caía más allá del cuello, sus puntas, un tanto desgreñadas, le insuflaban un aire de
rebeldía a su rostro.
Entraron en su hogar y la dejó sobre el jergón. Eneca se mordió el labio inferior, llamando la atención
de Fortún. Él buscó su boca y cuando ya sentía el sabor de sus labios, se detuvo, como si tuviera miedo de
entrar. Entonces ella pasó su mano derecha por su nuca y atrajo sus labios indecisos. Eneca disfrutó con
el áspero roce de su incipiente barba en sus mejillas y la humedad de su saliva. No tardó en sentir cómo
una vigorosa lengua penetraba en busca de una compañera con la que entrelazarse y cómo unas manos la
cogían de la cintura y la empujaban contra él.
71
Loarre. Mayo del año 1074
Eneca caminaba junto a Constanza y su hija por el bosque. Era una tarde soleada, que invitaba a
disfrutar de la luz del sol. Laura se había adelantado en busca de hinojo, una planta difícil de encontrar en
aquella época del año.
—Qué grande está, ¡y qué guapa!
—Sí, pero todavía es una niña —recordó Eneca sin quitarle ojo a su hija.
—Bueno, muchos hombres no la verán así —recalcó Constanza—, y la verdad es que yo tampoco lo
creo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, deteniéndose en medio del bosque.
—Tu hija es ya una mujer, es obvio —dijo, señalándola para que Eneca la mirara bien.
—¿Insinúas que debo tener cuidado con ella?
—¡Por Dios! Yo no insinúo nada, solo es un comentario.
—Constanza, Laura es una cría, no estamos en ningún harén. —Eneca se percató de lo que había
dicho—. Perdona, no quería decir eso.
—Pero lo has dicho.
—Lo lamento, me has puesto nerviosa.
—Está bien, de todos modos, que Laura sea una muchacha hermosa no tiene nada de malo. Además,
en Loarre está segura, ¿qué podría pasarle? No hace más que subir al castillo a ver a Fortún y estar
contigo.
—Sí, eso es verdad, pero últimamente no piensa más que en ir a la fortaleza.
Un viento frío se levantó de improviso y trajo consigo nubes negras que ocultaron el espléndido sol
que hasta hacía unos instantes calentaba la tarde. Ambas mujeres se miraron incrédulas por el cambio del
tiempo.
—¿De dónde sale este frío? —preguntó Constanza mientras intentaba abrigarse.
—De lo profundo de las montañas. —Eneca se quedó estática—. Algo malo ha sucedido.
—¿El qué?
—Volvamos a Loarre. —Se adelantó, buscando a su hija—. ¡Laura! Corre, nos volvemos.
—¿Por qué? —Ella llegó dando saltos.
—Rápido, no debemos perder más tiempo.
Las tres retornaron por el camino más corto. Antes de enfilar la parte final, las campanas de la iglesia
empezaron a tocar.
—Ese toque —Constanza las miró asustada—, ha muerto alguien.
—Vamos, no os detengáis —insistió Eneca.
Aceleraron el paso para llegar cuanto antes, entraron en el recinto inferior y siguieron hasta la iglesia
del pueblo. Allí se había formado un tumulto que rodeaba el templo y en donde había mucho ajetreo.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Eneca a Galindo, que era uno de los que estaba allí congregados.
—El sacerdote, lo han encontrado muerto.
Eneca tardó en reaccionar, miró a su amiga y a su hija. Ellas también lo habían escuchado.
Fortún llegó hasta ella desde el castillo. Al verla, la abrazó.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó Eneca, preocupada.
—Es Ramón, lo hemos encontrado muerto —afirmó Fortún entre lágrimas.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Laura con inocencia, ante la cara de lamento y cariño de sus padres.
—Estaba en el bosque, tenía una herida hecha por el filo de un arma.
—¿Quién ha podido ser? ¿Los musulmanes? —preguntó Eneca, nerviosa.
—No suelen actuar así, yo... no sé qué pensar. Parece obra de un bandido o cualquier malhechor que
deambulara por las cercanías de Loarre.
—Fortún, ¿quién va a robar a un cura? Si Ramón no tenía absolutamente nada de valor —le rebatió su
mujer.
—No sabemos nada más, lo siento.
El sacerdote fue enterrado al día siguiente al lado de la iglesia, en una misa que celebró el abad. Todo
Loarre acudió y también mucha gente de las montañas y valles cercanos. Había sido un buen hombre, y
sus feligreses sintieron con enorme pena su temprana marcha.
La muerte del sacerdote conmocionó Loarre los días siguientes. Pero había que continuar el trabajo,
las obras estaban llegando a su parte final, la colosal iglesia estaba prácticamente concluida, así como las
nuevas defensas.
Fortún andaba aquellos días comprobando las salidas de las aguas, labor importante ya que su
evacuación era esencial para que no debilitaran las estructuras interiores. Y a la vez, debía canalizarlas
hacia el aljibe, para estar bien aprovisionados en caso de asedio.
—La cantidad de hombres que trabajan en Loarre hubiera sido inimaginable tiempo atrás —comentó
Fortún al lado de Galindo—. En tiempos del lombardo, levantar una cara del muro nos llevaba meses;
ahora, en cambio, con todos los que han acudido al calor de las reliquias junto a los mozárabes llegados
de Tierra Llana, los tiempos se acortan y no tenemos ni un instante de descanso.
—Eso es bueno, ¿no?
—Sí, desde luego, pero temo correr demasiado. Empezamos hace tres años y mira ya lo que hemos
logrado.
—Yo creo que no es solo el tener más trabajadores, algo tendrás que ver tú, ¿no crees? Yo pienso que
te olvidas de eso, eres tú el que está proporcionando este ritmo, deberías estar menos preocupado y más
orgulloso de ello.
Fortún suspiró, no tuvo más tiempo de conversar en toda la jornada, le requerían en la mayoría de los
tajos abiertos. Dudas, correcciones, soluciones de última hora, en todas ellas tenía que estar Fortún,
convertido ya en un respetado constructor. A sus más de cincuenta años tenía un dominio total de la
edificación, no había problemática que le superase y la confianza de sus trabajadores era total, pues los
hombres a sus órdenes mostraban una inmensa fe en él, como si sus palabras se esculpieran en piedra
nada más salir de su boca. De esa manera, todo Loarre crecía a pasos agigantados, los días cundían como
semanas y el entusiasmo hacía que los hombres no se sintieran agotados.
No era solo él quien insuflaba fuerzas a aquellos hombres, el abad con las reliquias bajo su cargo, se
encargaba de arengar el alma de los fieles, de convencer de la grandeza de su trabajo, de la necesidad de
terminar la fortaleza de Cristo, de proteger las reliquias de san Demetrio y también la frontera de su
monarca, Sancho Ramírez, rey por la gracia de Dios.
Fortún había terminado su faena cuando el abad le sorprendió cerca de la cripta.
—Debemos hablar de la portada de acceso al castillo.
—Hablemos pues.
—Es también el acceso a un templo religioso —le recordó Javierre.
—En cierto modo.
—No, de todos los modos posibles. Por esa razón, la entrada debe estar enmarcada por arcos
concéntricos, arquivoltas las llamáis. Y decoradas con columnillas más delgadas y alargadas, debemos
seguir el modelo de la seo de Jaca.
—¿Cómo que debemos?
—Fortún, esto no depende de ti o de mí. Son órdenes del rey y del obispo, ¿entendido? —le dijo en un
tono difícil de rebatir.
—¿Y qué pretendes que haga? No puedo montar una nueva portada, el muro está cerrado y ya
tenemos la entrada. Una portada sencilla, castrense, con los tetramorfos de los apóstoles.
—Injértala.
—¿Cómo dices? —Fortún quedó abrumado, como si las palabras del abad fueran golpes contra su
rostro.
—Debemos colocar un pantocrátor sobre la puerta, con una mandorla rodeada por la representación
de los cuatro evangelistas. Sergio la está tallando, se lo ordené esta misma mañana. La portada que hay
ahora puedes reaprovecharla como gustes. —El abad levantó la mano derecha—. Se me olvidaba, utiliza
también esa moldura de ese ajedrezado que tanto se usa en Jaca, al rey le encandila.
—Como ordenes. —Fortún se mordió el labio.
—El pantocrátor representa a Dios misericordioso que reconoce como suyos a quienes le profesan fe
ciega. En el capitel de occidente, contaremos el sacrificio de Isaac; en contraposición al capitel de oriente,
que mostrará una pareja de monos.
—¿Más monos?
—Esos animales son el vivo ejemplo del vicio y el pecado, ¿por qué será? —dijo el abad con aire
misterioso—. Quizá deberías pensar en ello, viejo amigo.
—No juegues conmigo —advirtió Fortún—, debemos seguir revisando las obras —recordó mientras
daba un par de pasos para abandonar aquel lugar.
—Muy bien, te sigo.
El interior del templo estaba colmatado de andamios, era como un laberinto aéreo. Era difícil saber
cómo pasar de uno a otro, los había de todos los tamaños y alturas. Aunque lo que más impresionaba era
el arranque de la futura cúpula.
—¿Estás seguro de esto? —El abad se acercó.
Fortún cada vez estaba más convencido de que Javierre tenía una habilidad tan extraña como molesta,
pues aparecía siempre detrás de él, como si pudiera viajar por las grutas del castillo.
—Esta cúpula es la clave de bóveda de toda la nueva fortaleza.
—Quizás has pecado de soberbia al diseñarla.
—Eso solo Dios lo sabe.
—Es posible que pronto lo sepamos también nosotros. Como se venga abajo, olvídate de construir este
castillo ni ningún otro. Además... —el abad se acercó a los pilares centrales que sustentaban los arcos
fajones de la bóveda de cañón—, has subido hasta arriba con una triple columna.
—En efecto.
—Es un elemento de construcción típico de los lombardos.
—No solo ellos lo usan.
—Pero sí que se utiliza para un objetivo claro, sostener una bóveda de arista. Las he visto en decenas
de iglesias en este y del otro lado de los Pirineos. Así que no intentes engañarme.
—Es un elemento constructivo, ¿o es que un religioso como tú quiere que no se edifique esta iglesia?
—No juegues conmigo, lo que deseo es que se levante fuerte. Que no se venga abajo después. Confío
en ti, pero debes hacer tú lo mismo, contarme lo que piensas, compartir conmigo tus preocupaciones.
—¿Hablas de confianza? ¿Sabes acaso lo que es?
—Cuida tus palabras. Fortún, soy el abad, ya no es como antes, no somos iguales.
—Tú y yo nunca hemos sido iguales.
—En eso tienes razón.
Javierre se marchó sin decir nada más y el constructor se quedó solo observando la bóveda de media
esfera sobre la única nave del templo. La orografía del emplazamiento del castillo no permitía la planta de
cruz, pero a pesar de ello, Fortún no había renunciado a elevar una magistral cúpula sobre cuatro arcos.
—¿Qué quería el abad? —Unos pasos que venían de una de las trampillas que comunicaban con la
cripta delataron a Isidoro.
—Nada importante, has estado escuchando desde la cripta, ¿verdad?
—Cuesta creer que fuerais amigos en la infancia, pero la gente cambia.
—A veces no, a veces somos nosotros los que cambiamos y, entonces, nos damos cuenta de cómo son
de verdad los demás. No hay nada mejor para conocerse a uno mismo y a los que te rodean que alejarte
un tiempo de tu hogar.
—Cuidado, Fortún, el abad está intentando confundirte.
—Tranquilo, le conozco bien. —El maestro miró los muros inacabados que le rodeaban—. El templo se
ha de terminar en el plazo previsto y eso es lo más importante ahora. He estructurado el interior de la
iglesia en tres secciones: la cabecera, el falso crucero con su bóveda y la única nave. El templo carecerá
de presbiterio y la nave va a ser de una longitud contenida, cubierta por medio cañón y cerrará contra uno
de los muros del primitivo castillo. Se podrán ver los irregulares sillarejos sobresalir frente a los más
perfectos, y también se distinguirá una de las esquinas de la iglesia castrense.
—Me gusta verte hablar solo del templo, y no del abad. —Isidoro dio dos pasos al frente—. La cúpula
apoya en cuatro arcos. Pero por lo que tengo entendido, tienen que ser arcos torales, vamos, los que
forman un crucero, tú no tienes esos arcos.
—No, aquí apoyan en arcos fajones, que también son torales.
—¡Dios bendito! Tus arcos fajones son elementos de la bóveda de cañón de la nave. Su función es
reforzarla.
—Sí, son fajones, fortalecen la bóveda y a la vez están empotrados en la propia estructura de la cúpula
y su orientación es transversal al eje de la misma. Como se apoyan en los pilares laterales que sostienen
la cubierta, transmiten las tensiones que debería aguantar la bóveda al exterior mediante los
contrafuertes.
—¿Y no es peligroso que los arcos fajones funcionen también como torales?
—No si están bien dimensionados, estos arcos aguantan la bóveda y la cúpula a la vez.
—Sí, eso es lo que me preocupa.
—Tienen la ayuda de otros arcos similares en los muros norte y sur y de un sistema doble de trompas
con un óculo por cada pechina.
—Las trompas son el encuentro entre la base circular de una cúpula y el espacio cuadrado; por tanto:
son la clave de todo.
—Exacto, son esas zonas triangulares que pueden observarse ahí —las señaló—; permiten transmitir
el peso de la cúpula a los pilares y los muros. Como es un sistema doble, la segunda línea de trompas
permite elevar la cúpula por encima del que debería ser su nivel habitual, a la vez que inscribe un óculo
en cada uno de los lados.
—Esto ya se me escapa, soy un cantero, no un maestro de obras.
—Entonces, ¿ves los capiteles que soportan los arcos torales?
—Fortún, los tallé yo. Claro que los distingo, en los del lado norte se ha tallado la escena de un
personaje abriendo la boca de un león. El más próximo al ábside representa el pecado original: Eva
comiendo la manzana del árbol en el que está la serpiente y Adán, que con una mano se tapa el sexo del
que acaba de tomar conciencia y con la otra se atenaza la garganta, como arrepintiéndose de lo hecho.
—¡A buenas horas! —Fortún sonrió.
—Ya sabes... es fácil arrepentirse después de pecar, mucho más que evitar la propia tentación.
—Quiero pedirte que talles tú las imágenes de las ménsulas de las trompas. —Y le miró con un brillo
en los ojos.
—¿Qué dirá al respecto tu amigo, el abad?
—Él no sabe que van decoradas.
—Muy bueno. —Isidoro se echó a reír—. ¿Y cuál es el programa que deseas?
—Sugiéreme tú uno.
—Vaya, esto sí que es cogerme desprevenido.
—Vamos, no me dirás que no se te ocurre ninguna idea.
—¡Por favor! —El cantero pensó durante unos instantes—: atalantes.
—Claro, ¡magnífico! Atalantes sosteniendo el cielo representado en la cúpula. Ponte a ello en cuento
puedas, con disimulo, que no te vean.
—Una pregunta, Fortún, ¿por qué una cúpula de estas dimensiones? ¿Es de verdad necesaria?
—Por la luz, Isidoro.
—¿La luz?
—¿Qué es Dios para los hombres? Es la luz que nos guía, necesitamos de su luz en estos tiempos
aciagos. Estuve en la catedral de Jaca y también me han hablado de las otras iglesias que han construido
con las nuevas técnicas, en todas falta luz. Aquí, los ventanales están a considerable altura, e iluminan
todo el templo. La penumbra no entrará aquí, jamás.
72
Loarre. Noviembre del año 1074
Fortún se levantó con los maitines, los monjes habían monopolizado hasta los horarios de los habitantes y
trabajadores de Loarre. Ascendió por uno de los lados de la escalinata de acceso a la fortaleza. Antes de
entrar en el templo, se detuvo en un nivel intermedio, entre el final de la escalera principal y la terraza de
acceso al primitivo castillo, que había quedado enmascarado. No pudo evitar recordar el día en que
fueron atacados de forma brutal por los sarracenos comandos por el caudillo Yusuf, y la manera heroica
en que lograron repeler el ataque. Entonces la imagen de Ava azotó su memoria con fuerza. La impulsiva
Ava, cómo olvidar una criatura así. Nunca lo confesaría delante de Eneca, pero echaba de menos los ojos
azules de la arquera. Era demasiado tarde para pensar en ella, pero no somos dueños de nuestros
recuerdos y la realidad era que Ava se aparecía con demasiada frecuencia en sus noches.
«¿Qué habrá sido de ella?», se preguntaba con insistencia.
Nadie había sabido decir qué le sucedió durante el último asedio. No se halló ni rastro de ella, su
cuerpo no apareció entre los muertos. Se preguntó a los que podían informar sobre los cautivos en Bolea
o Wasqa, y no se obtuvo nada. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Mucho habían cambiado las cosas en Loarre desde que ella había desaparecido.
Embriagado por la melancolía, buscó un lugar antiguo, que todavía se conservaba a pesar de las
obras. En el ángulo entre el muro norte y la propia roca, quedaban restos del sepulcro que halló Javierre
en su juventud y que el viejo sacerdote aseguró que pertenecía al conde don Julián, quien por venganza
había facilitado la entrada de los sarracenos en Hispania, cruzando por las columnas de Hércules.
En aquel espacio había un rellano que, mediante una escalinata sobre la roca, daba acceso al interior
de la iglesia, a través de una puerta en arco de medio punto y una moldura con el ajedrezado jaqués, que
estaba decorada con dos preciosos capiteles de similar factura.
Entró en el monumental templo que había construido, los monjes entonaban uno de los salmos de la
misa. En la cabecera de la iglesia, el legado papal, el obispo de Jaca, Javierre y otros altos cargos
eclesiásticos. Sobre ellos, la bóveda de cuarto de esfera que cerraba el tambor absidial, que se
estructuraba en dos niveles separados por una imposta de ajedrezado. Sobre ella, cinco grandes
ventanales de medio punto de derrame doble, adornados por una arquivolta.
La parte exterior del esbelto cilindro absidal poseía una de sus últimas ideas. Se trataba de una
estrecha terraza perimetral sobre el tejado absidal, a modo de camino de ronda, que podía permitir a los
arqueros situarse sobre ella y tener un enorme campo visual desde donde defender la fortaleza.
El abad estaba sentado en el banco corrido, que perfilaba todo el cilindro absidal y su prolongación.
Fortún contemplaba la luz que inundaba el templo, su inmensa cúpula y la bóveda edificada en piedra
sillar. Por un lado, las formas cuadradas que recordaban lo terrenal tanto en planta como en alzado. Por el
otro, los arcos, los círculos y, sobre todo, la cúpula que evocaban a la Divinidad. Además de los capiteles
escultóricos, tallados de manera espléndida y pintados con vivos colores, que ornamentaban todo el
conjunto religioso, transmitiendo el sagrado mensaje.
El rey llegó con un imponente séquito, hombres de armas, también escribanos, clérigos, nobles,
caballeros y, destacando sobre ellos, sus hijos. El mayor, el infante Pedro, fruto de su primer matrimonio
con la hija del conde de Urgell; y los pequeños Fernando y Alfonso, hijos de la reciente unión con doña
Felicia, hija del conde de Roucy. En esta ocasión, la reina no acompañaba al séquito, al parecer se
encontraba indispuesta y había preferido reposar en el monasterio de San Juan de la Peña.
—Fantástico. —Caminó Sancho Ramírez hacia al altar, donde le esperaba el abad con los brazos
abiertos, pero giró hacia donde se hallaba Fortún, al que apretó ambas manos—. ¡Es increíble! Cuesta
creer lo que habéis construido aquí, maestro de obras.
—Gracias, alteza.
—No, gracias a ti. Esta fortaleza, con esta colosal iglesia... No es para mí, ni siquiera para el reino, es
para Dios.
—Y ahí lo tenéis. —Acompañó al rey hasta el centro de la nave frente al altar.
El monarca alzó la vista hacia la impresionante cúpula bajo la que se encontraba. La luz penetraba por
los óculos de su parte superior y el círculo que formaba sobre su cabeza era majestuoso.
—Sancho Ramírez, rey de Aragón, Pamplona, Ribagorza y Sobrarbe, ¡por la gracia de Dios! —exclamó
el abad, que apareció al lado del monarca.
Boquiabiertos, todos los presentes alzaron la voz.
—¡Por la gracia de Dios!
El monarca no cabía en sí de gozo. Lanzó una mirada de satisfacción al constructor y después se
entregó a sus súbditos.
—Traigo dos presentes. —Hizo un gesto con la mano.
Dos escuderos se acercaron portando sendas arquetas. La primera de ellas presentaba destacadas
dimensiones, un ejemplo de cuidada orfebrería, en especial las cenefas verticales, que también sobresalía
por unos querubines que la adornaban realizada en madera recubierta de plata grabada y dorada,
esmaltada y con valiosas gemas engarzadas en sus ángulos.
En el frente de la tapa, una figura de Cristo en Majestad y tetramorfos. En la parte posterior, Jesús de
pie, en nimbo almendrado, con una cruz en su mano derecha. Alrededor de las cuatro caras se
desarrollaba el apostolado; habiendo sido realizados todos ellos en grupos de dos, y posteriormente
claveteados con piezas de cabeza en forma de cruz. Unos motivos vegetales separaban a los personajes,
que se ubicaban bajo arcos de medio punto apeados en columnas. La figura de san Pedro era reconocible
por las llaves y se hallaba en el lado posterior del cofre.
—Son para que podáis enterrar las reliquias en los altares consagrados de la cripta y san Pedro. —El
rey se dirigió por fin al abad.
La arqueta de menores proporciones, fabricada también en madera, contaba con las chapas que la
cubrían grabadas con buril. En su interior se disponían tres cajitas de madera de mejor calidad y tallada,
con inscripciones a tinta en letra visigótica minúscula, que anotaban la identidad de las reliquias
conservadas en cada una de ellas.
Los presentes quedaron maravillados con la ofrenda real y no fueron pocos los elogios y muestras de
admiración. A continuación, se celebró una misa por el nuevo rito importado de Roma. Los monjes de
Loarre lo realizaban con naturalidad, pero era evidente que enervaba a la mayoría de los presentes, sobre
todo a nobles y caballeros que acompañaban al rey. El clero había sido debidamente purgado con
anterioridad.
Al salir de nuevo al exterior, antes de la entrada al viejo recinto defensivo, el rey observó la torre
albarrana, que había perdido esta característica. La mayor de las torres de los Pirineos estaba ahora
rodeada de edificios y pabellones, y pocos podían imaginar que hacía no tanto tiempo, era una
construcción exenta en su totalidad. Solo su puerta en alto, inaccesible, quedaba como testigo de su
glorioso pasado.
Dos de los infantes echaron a correr castillo abajo, mientras el tercero quedó al lado de su padre.
—Alfonso —el rey le refrotó el pelo de la cabeza—, ¿qué te ha parecido el castillo?
—Grande.
—Sí, de eso no cabe duda, ¿y qué más?
—¿Qué tierras son esas, padre? —preguntó el niño, señalando al horizonte y haciendo caso omiso a lo
que le estaba hablando el rey.
—Eso es la Tierra Llana.
—¿Es nuestra?
—Todavía no.
—Yo la conquistaré, padre.
—Anda, ve a jugar con Pedro y Fernando. —El rey suspiró—. Es el pequeño y a la vez el más audaz,
será un magnífico caballero.
—Parece un niño listo —comentó el abad.
—Sí, ha salido a su madre —dijo el rey sonriente—, debemos marcharnos ya.
El monarca descendió hacia el pueblo acompañado de toda la corte. Fortún quedó junto a la puerta
del castillo viendo a la variopinta comitiva.
—El maestro de obras —dijo una voz femenina detrás de él.
Fortún se volvió y halló a una mujer de marcadas facciones. Con un peso en la mirada que no se
obtenía solo con los años y que evidenciaba que aquella dama estaba acostumbrada a hacerse escuchar.
—No nos conocemos, aunque me han contado muchas historias sobre ti. Soy doña Sancha, hermana
del rey.
—Es un honor, mi señora.
—El abad me ha hablado muy bien de ti, te tiene en alta estima. Te agradezco tu magnífico trabajo,
Loarre es espléndido.
—No es necesario, este castillo es mi vida.
—Sí, eso he oído. El tambor del ábside es una obra titánica, ¿cuál es su secreto?
—Bueno, mi señora, todos los constructores aplicamos técnicas similares.
—No, esta construcción tiene elementos que yo no he visto jamás en todo el reino. La cúpula, la cripta
y el tambor. Dame la satisfacción de saber cómo lo haces.
—Está bien: la clave del tambor, la pieza que articula el cilindro absidial con la nave del templo, es esa
austera pilastra a modo de contrafuerte —explicó, señalándola en la vertical del muro.
—¿Y ya está?
—Es más complicado, pero a grandes rasgos, es el elemento más importante y pasa desapercibida
entre la decoración. Además, en el ángulo entre ella y el tambor hay también una delgada y poco visible
columna que, partiendo de la pilastra a nivel de la imposta de los ventanales inferiores, llega hasta la
misma cornisa.
—Veo que eres tan bueno como aseguran. Sabrás que en Jaca se acaba de terminar el perímetro de la
catedral. Así como la mayor parte de los ábsides; pero hemos paralizado el resto de las obras por culpa
del obispo.
—Es vuestro hermano, el infante García.
—Sí, el obispo no está de acuerdo con abrirse a los nuevos tiempos.
—No os entiendo.
—El rito romano. Hay una insignificante parte de nuestro clero que todavía lo profesa y se niega a
sustituirlo. Pronto lo solucionaremos, no te preocupes —dijo ella confiada—. Quería asegurarme de que en
Loarre no habrá ningún problema de esa índole. Sería una lástima que tuvieran que detenerse también
aquí las obras.
—Eso sería un desastre, no podemos parar ahora.
—Veo que compartes mi punto de vista, cuanto antes esté el rito implantado en todo el reino, mejor
para todos, ¿lo entiendes?
—Alto y claro.
—Así me gusta. Cuando termines este castillo, podría solicitar tu talento para otras edificaciones. He
tenido el honor de que el rey me haya encomendado la presidencia del monasterio de Siresa.
—Mis felicitaciones y mi agradecimiento, pero mi vida está aquí y este castillo es como un hijo.
—Pues cuida de él. El rey se ha asegurado el apoyo de Roma, tiene un poderoso aliado gracias a su
segundo matrimonio. La reina es hermana del conde franco Eblo de Roucy, mano armada de Roma.
—Bien por nuestro rey.
—No, bien por el reino. —Doña Sancha se acercó más—. Fortún, esto es solo el principio. El tiempo
del infiel se agota, pronto pisaremos la Tierra Llana.
73
Loarre. Mayo del año 1075
La ampliación hacia oriente del recinto del castillo había supuesto casi duplicar su superficie alrededor
de la torre del homenaje. Esta última intervención, sumada a las otras numerosas que se habían
producido desde que el lombardo comenzó la obra, provocaban que el acabado de las diferentes épocas
constructivas fuera muy evidente. En la iglesia los sillares eran más cuidados, trabajados a tallante y
trinchante por lo que requerían menor cantidad de argamasa para su asiento, mientras que en los
edificios de las dependencias, el trabajo de los sillares se había hecho de manera más tosca, a pico. En
ambos casos, presentaban marcas de cantería.
En aquel momento, había varias cuadrillas trabajando al mismo tiempo. La principal se dedicaba a
unos últimos arreglos en el tejado de la iglesia, había otra en las dependencias y pabellones, y aun habían
contratado también una tercera que daba apoyo en ambos lugares y en otros menos importantes,
pudiendo colaborar en los dos tajos al mismo tiempo.
El abad entró en el nuevo templo por la puerta de los canónigos, un acceso estrecho y sobrio, de
medio punto dovelado y que tan solo tenía una decoración a base de palmetas en el intradós de sus
impostas. Una vez en la única nave de la iglesia, el abad se sintió sobrecogido. Realmente Fortún había
construido un espacio único, donde estar en comunión con Dios. Provisto de una magnífica cabecera, falso
crucero con arcos torales sustentantes de bóveda de media esfera, y una corta nave cerrada a poniente
por la muralla arcaica.
La obligada orientación litúrgica de la construcción había condicionado que se dispusiese extramuros
por delante del antiguo templo, adosada al lienzo oriental de la muralla primitiva que le servía de muro de
cierre. La fachada meridional y su cilindro absidal formaban parte del nuevo perímetro defensivo,
interponiéndose en el camino de acceso al recinto superior que había sido cambiado. Pero el mayor
desafío había sido, sin duda, lograr un plano horizontal óptimo para la edificación de la iglesia de San
Pedro. Para lo que se habían creado tres volúmenes consecutivos, de occidente a oriente: el cuerpo de
guardia, la caja de la escalera principal y la cripta, con la advocación de santa Quiteria, una virgen y
mártir que vivió en tierras de Galicia en el siglo segundo. Ella y sus hermanas fueron repudiadas por su
familia nada más nacer, siendo adoptadas en secreto por una familia cristiana y educadas en la verdadera
fe. Perseguidas y amenazadas, las jóvenes se vieron obligadas a huir a diferentes lugares, siendo
finalmente todas ellas martirizadas. Quiteria había estado en Loarre y realizó el milagro de sanación del
mal de la rabia, y los perros siempre se calmaban en su presencia.
El abad supervisaba toda la obra al igual que el maestro de obras, ambos tenían el mismo objetivo.
Javierre había viajado mucho y conocía bien las nuevas catedrales que se habían levantado al otro lado de
los Pirineos y también la seo de Jaca. La iglesia de San Pedro de Loarre era de similar importancia, no en
vano era una capilla real y por eso se había encargado de que siguiera de manera fiel el modelo de la
catedral jaquesa. Para el rey Sancho Ramírez, ambas monumentales edificaciones simbolizaban la
prosperidad y estabilidad de su reino, pero Javierre sabía la realidad. Jaca y Loarre eran mucho más que
eso, ambas representaban la nueva era para Hispania, el nuevo rito. Porque cambiar la liturgia no era
banal, suponía controlar la Iglesia de todos los reinos cristianos. En definitiva, aumentar el poder de Roma
en la tierra.
Por todo ello, el abad repasaba una y otra vez las obras. Se paseaba por la zona de los pabellones, por
el recinto superior donde habían empezado las obras de un palacio para cuando la familia real visitara
Loarre. Tanto Fortún como él coincidían en que era el edificio menos importante y al que destinaban
pocos efectivos, los suficientes para que se viera algún avance si el rey venía a revisar los progresos. Era
la iglesia la que le robaba todos sus pensamientos, en donde buscaba que todo estuviera perfecto y donde
le gustaba estar en silencio, contemplando los...
—¿Quién anda ahí? —El abad se alteró al oír unos pasos en la cabecera—. ¡Sal! No lo repetiré.
Por una de las dos trampillas que comunicaban la iglesia con la cripta apareció una muchacha. Al
principio, el abad no pudo distinguirla por el contraluz. Fue al acercarse a ella cuando descubrió quién
era.
—Disculpadme, abad, solo estaba buscando a mi padre —confesó Laura asustada.
—Tranquila, y perdóname a mí. Pensé que eras uno de esos canteros gandules —dijo él de manera
amable.
—Adiós.
—Espera, ¿por qué te vas? —El abad fue hacia ella—. ¿Has visto ya la nueva iglesia?
—Sí, mi padre me enseñó cómo ha elevado la cúpula.
—¿Y los capiteles? Seguro que no te ha hablado de ellos.
—No, pero yo...
—¿Sabes cómo es una anfisbena? —La joven negó con la cabeza—. Ven, yo te lo mostraré. Es un ser
que tiene dos cabezas gemelas, la segunda al final de su cola. Como si no le bastase con verter veneno por
una sola boca. Una puede llorar mientras la otra ríe, o una estar callada mientras la otra habla, o estar
despierta, mientras la otra duerme. Si la anfisbena es cortada en dos pedazos, ambas partes pueden
volver a juntarse. Y es la única entre las serpientes que es capaz de soportar el frío.
—¿Por qué un ser tan horrible está dentro de esta iglesia?
—Laura, el mundo está lleno de seres como la anfisbena —respondió mientras la llevaba hasta la
arquería absidal—. Mira, aquí hay catorce capiteles, el primero y el último lucen un cuidado entrelazo en
su cesta. El segundo —señaló la zona de la izquierda— muestra a personajes mordidos en la cabeza por
anfisbenas.
—Muerde los cráneos de dos hombres que portan hábitos.
—Monjes que han infringido alguna de sus reglas. Observa sus pies descalzos, con las uñas de sus
dedos talladas; y mira en los ángulos adosados a la pared los otros dos verdugos, con capa y calzados, que
sujetaban a los monstruos.
—¡Qué horror!
—Se merecen tal castigo, son opositores a la Iglesia. Ese hombre es el infante García, un enemigo de
Roma.
—En el siguiente hay leones —comentó Laura.
—Así es, cuatro, y un quinto más pequeño con la cabeza arriba.
—Las crías del león nacen muertas y al tercer día su padre exhala sobre ellas su aliento,
resucitándolas —afirmó la joven.
—Magnífico, Laura —afirmó entusiasmado el abad—, así es. El capitel está decorado a base de frondes
de helecho, porque esa planta resurge tras ser cortada. Es una representación de la muerte y
resurrección de Nuestro Señor.
Entonces la muchacha caminó hasta el centro de la arquería y se detuvo delante del octavo capitel.
—Este es el capitel más especial. —Javierre sonrió.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Laura, refiriéndose a dos figuras masculinas que había talladas.
—¿Sabes guardar un secreto?
—Sí.
—¿Seguro? A mí no puedes mentirme, debes confiar en lo que te diga y guardarlo en secreto.
—Os lo juro.
—Bien, esas figuras talladas son Moisés y Aarón, pero... —el abad miró a su espalda para asegurarse
de que estaban solos—, en realidad representan al rey Sancho Ramírez provisto de la vara milagrosa de
Moisés. Que conduce a su pueblo hacia la tierra prometida, hacia una nueva era. Por esa razón se
encuentran flanqueados por sendos ángeles.
—¿Qué más secretos hay en esta iglesia?
—Muchos, en sus capiteles puedes encontrar grifos rampantes, exuberantes sirenas de largas trenzas,
águilas devorando sus presas entre personajes tentados por serpientes, leones enfrentados...
—¿Qué es exactamente la tentación?
El abad tragó saliva, le sorprendió tanto la pregunta que tardó en reaccionar mucho más de lo usual
en alguien como él. Miró a la hija de Eneca y Fortún, y se percató de algo que había pasado por alto hasta
ese preciso momento.
—Mi señor —uno de los canteros les interrumpió—, necesitamos vuestra presencia.
—¿Qué ocurre? —preguntó de malas maneras el abad.
—No sabemos qué hacer con una tumba.
—¿Cómo dices? —Javierre le dedicó toda su atención al entrometido—. ¿Qué tumba?
—Está aquí fuera, me han dicho que vos la conocéis bien y algo sobre un traidor...
—Lo había olvidado, la tumba del conde don Julián —comentó en voz baja.
—¿Qué hacemos con ella?
—Nada, quiero que la dejéis donde está, debemos conservarla —ordenó en un tono más acorde con su
posición.
—Como ordenéis. —Y el cantero se marchó.
El abad se volvió de nuevo hacia Laura, pero esta había desaparecido. La buscó por la nave y solo
logró ver una sombra que descendía por una de las escaleras que llevaban a la cripta.
No la siguió.
74
Loarre. Diciembre del año 1075
Las sirenas de Loarre encandilaban la imaginación del abad, mitad mujer, mitad pez, símbolo del pecado
y la lujuria para la Iglesia, pues la leyenda decía que estos seres eran doncellas marinas que engañaban a
los marineros con su exuberante belleza y la dulzura de su hermoso canto. De la cabeza al ombligo
poseían cuerpo de virgen y una forma semejante al género humano, pero tenían una escamosa cola de
pez, que siempre ocultaban en el mar para no ser descubiertas a primera vista por los navegantes, que
caían presos de sus encantos.
Estas tentaciones se esculpían a la suficiente altura para que fueran visibles, pero siempre con
prudencia.
El abad sonreía, Fortún y ese cantero traidor pensaban que le habían engañado. Como si fuera tan
sencillo embaucarle. Él que había ascendido desde el fango a la jerarquía de Cluny, él que había logrado
ser elegido para una de las misiones más trascendentales de la Iglesia, que tenía el beneplácito del
mismísimo Santo Padre. Cómo osaban esos dos mequetrefes tan solo fantasear con la idea de ser más
inteligentes que él.
Cuando miraba aquella sirena veía a Eneca, tenía sus ojos y su pelo. Sabía que Fortún había pedido a
ese cantero llamado Sergio que representara en aquel capitel a su mujer, el pecado en el que él mismo
cayó hacía tiempo.
Mientras, sus canónigos recitaban los mandatos de la regla, ajenos a la imaginación de su superior. El
más anciano de los doce, leía en voz alta y los restantes repetían. Incluso el mismo Javierre lo hacía,
aunque de forma inconsciente, sin saber lo que decía. Eran ya tantas veces, que su mente era capaz de
perderse en sus más oscuros pensamientos, mientras sus labios repetían aquellas reglas. A veces, el
mismísimo diablo le perseguía por sus ensoñaciones. Quizá porque el maligno no tiene compañía y solo
alguien como Javierre podía dársela. Sea como fuere, el abad sabía cómo cruzar a ambos lados de la línea
que separaba los dos mundos, sin caer nunca en las profundidades del mal.
Los monjes seguían recitando.
No se niegue tampoco el baño del cuerpo, cuando la necesidad lo aconseje; pero hágase sin
murmuración, siguiendo el dictamen del médico, de tal modo que, aunque el enfermo no quiera, se
haga por mandato del Superior lo que conviene para la salud. Pero si no conviene, no se atienda a la
mera satisfacción, porque a veces, aunque perjudique, se cree que es provechoso lo que agrada.
El abad seguía moviendo los labios, mientras mantenía la mirada perdida en la sirena.
Eneca tenía agarrada una cabra, el animal se quejaba sin cesar. Por dos veces intentó zafarse de las
dos mujeres que la sujetaban, ayudadas por su hija Laura, que había asistido a numerosos
alumbramientos pero nunca había intervenido como ayudante. La niña estaba nerviosa y se esforzaba en
cumplir lo mejor posible su cometido, a pesar de que la cabra no paraba de moverse y soltó varias coces
que no encontraron anfitrión que las recibiese.
—¡Agarradla bien! —reclamó Eneca—, ¡ya viene!
Laura no se sobrecogió al ver el relengo de sangre y al descubrir cómo la cría salía de las entrañas de
su madre, envuelta en una sustancia blanquecina. Recordó la primera vez que vio venir a este mundo a
una criatura, estuvo a punto de vomitar, jamás pensó que sería tan desagradable un nacimiento.
Eneca concluyó el parto y se llevó a la recién nacida en brazos. Fue hacia su hija y le mostró el
pequeño rostro donde brillaban dos pupilas llenas de vida.
—¿Qué te parece?
—Increíble. —Todavía estaba conmocionada por la experiencia—. No entiendo cómo puede crecer algo
dentro de un animal y salir con vida.
—¿Sabes lo que ocurre con las crías del león?
—Sí, madre. Sus cachorros nacen muertos y son resucitados al tercer día al recibir el aliento de su
padre.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo recuerdo, creo que se lo oí a alguien. Madre, ¿cómo fue mi parto? ¿Sufriste?
—Una madre no siente mal cuando da a luz, no hay nada que desee más. Es cuando nacéis cuando
empezamos a sufrir.
—¿Por qué?
—Tememos siempre que os suceda algo malo, cuando salís de nosotras ya no podemos protegeros.
—Madre, no va a pasarme nada.
—Bueno, mejor llevemos al cabrito con su madre, lo está buscando.
Sobre la torre exterior, un par de castrenses hacían guardia en la oscuridad de la noche. Las
antorchas que colgaban de los merlones apenas iluminaban la base de la muralla. Desde allí, todo era una
penumbra espesa. La zona talada frente al castillo estaba demasiado difusa y por mucho que forzaban la
vista, no distinguían las sombras.
—No aguanto más, me ha entrado un retorcijón.
—¡Joder! Que mala pata.
—Me voy para la letrina. —Y salió corriendo hacia una de las torres más cercanas a la puerta de
acceso.
Tardó en volver, y cuando lo hizo, su compañero lo esperaba sonriente.
—¿Ha ido bien?
—He sacado un oso.
—Ya será menos —le dijo con guasa—. Lo que está claro es que valió la pena trabajar en la muralla
para conseguir a cambio una letrina.
—¡Cagamos como los nobles! Menos mal que Galindo nos convenció, ya sabía él que era un buen trato
ayudar a Fortún.
—Exacto. —Se echaron a reír—. ¡Qué frío hace esta noche! —comentó el más esbelto.
—Cuando se aproxima el otoño los días se acortan rápido.
—Es cierto, parece que tengan prisa porque llegue el invierno y comience a nevar y a helar.
—Bueno, el frío tiene sus ventajas. Nadie ataca pasado San Miguel, a mí me gusta el invierno.
—A ti lo que te pasa es que tienes ganas de no tener que hacer tantas guardias y poder retozar más
con tu mujer.
—¿Y a quién no? —Ambos soltaron una carcajada.
—De todos modos, mejor estar aquí que en el castillo. Los que hacen las guardias allí arriba sí que se
hielan de frío.
—Y además ahí no les dejan usar la letrina, esa es para el rey o el tenente.
—Será por lo mucho que vienen ambos.
El más esbelto buscó el cántaro donde escondían el vino y se lo llevó a los labios. Estaba aguado, pero
calentaba la garganta de buena gana. Lo había comprado a un mozárabe que lo traía de la Tierra Llana.
Dio otro trago, cuando una flecha atravesó su garganta. Solo pudo soltar un indescifrable gruñido, otra
reventó el ojo derecho de su compañero de guardia, que llegó a lanzar un grito de dolor capaz de
desgarrar el cielo.
Aquel chillido alertó a uno de los otros vigías que estaba apostado sobre el techo de madera de la
torre puerta que daba acceso al recinto amurallado. Él tenía más espectro de visión, ya que el entorno de
la puerta estaba iluminado con dos hogueras exteriores que evitaba que nadie pudiera acercarse
demasiado sin ser visto.
Cogió una antorcha y la movió en el aire de lado a lado, esperando la contestación de sus compañeros.
Forzó la vista para apreciar bien cualquier luz en la soledad de la noche. Sin embargo, la respuesta se
dilataba y comenzó a angustiarse.
Repitió la señal por si, por una extraña razón, no la hubieran visto. Sabía de sobra que aquellos dos se
calentaban con algún brebaje durante las guardias, él mismo lo hacía cuando el frío apretaba, pero aún no
había llegado el invierno.
Respiró aliviado al ver que respondían a la señal.
—¡Malditos estúpidos! —susurró—, vaya susto me habéis dado.
Dio un par de golpes con las botas en el suelo de madera. En el piso inferior había otros dos hombres
de armas que velaban por el cierre del acceso. Para una mejor defensa, la entrada no era directa, sino que
giraba hacia la izquierda justo debajo de ellos.
—Vosotros, ¿qué tal por ahí abajo? —espetó con la mirada baja—. Dejad de jugar a los dados.
Fue lo último que dijo, al levantar los ojos una afilada hoja de metal le sesgó el cuello de punta a
punta, una línea roja se dibujó a su paso y de ella brotaron gotas de vida que intentó taponar, mientras
unos brazos lo cogían para dejarle reposar sobre el firme de la torre.
Los dos intrusos, que habían llegado allí por el camino de ronda que lo unía con la otra torre,
volvieron a golpear el suelo. Al poco tiempo, la trampilla se abrió y un fornido soldado asomó la cabeza.
—¿Qué quieres ahora? —pronunció mientras terminaba de subir las escaleras, sin prestar mucha
atención a lo que había en aquel lugar—, te juro que no estábamos jugando, solo...
Repitieron el procedimiento, como si de un trabajo rutinario se tratara, rebanando su cuello y
tomándolo entre ambos para que no hiciera ruido y lo amontonaron junto al otro cuerpo.
Ahora llegaba lo más difícil, ambos se miraron. Tenían los rostros cubiertos y sus ropas eran oscuras
hasta mezclarse con la noche. Agarraron fuerte las empuñaduras de sus espadas, sabían que debían ser
rápidos.
Invocaron en silencio a su dios y el primero de ellos bajó la escalera de madera todo lo rápido que
pudo. Abajo, un guardia confiado estaba sentado sobre un taburete de madera. Al ver al sarraceno
reaccionó de inmediato y alcanzó la espada que tenía a su lado. Justo con el tiempo de bloquear el ataque.
El musulmán había errado, pero no se daría por vencido con tanta facilidad. Retrocedió un paso y volvió a
la carga, intercambiando dos y hasta tres golpes. Aquel cristiano manejaba el arma con destreza, tanta,
que tuvo que recular cuando este le atacó. Lanzando bien los golpes, de tal manera que se quedó sin
espacio, con la pared pegada al muro de piedra, entre la escalera y la siguiente trampilla del suelo.
Vio el filo buscar su pecho y entonces otra espada apareció desde lo alto y se clavó entre el hombro y
el pecho del defensor, que cayó de rodillas.
No había tiempo de tonterías, lanzó su brazo hacia él y le atravesó el estómago como a un animal,
dejándolo caer sobre un grotesco charco de sangre.
Dentro de la iglesia de San Pedro, el abad de Cluny escuchaba atento los interminables mandamientos
de la orden.
Aunque vuestros ojos se encuentren con alguna mujer, no los fijéis en ninguna. Porque no se os
prohíbe ver a las mujeres cuando salís de casa, lo que es pecado es desearlas o querer ser deseados
por ellas. Pues no solo con el tacto y el afecto, sino también con la mirada, se provoca y nos provoca el
deseo de las mujeres.
El abad no podía dejar de mirar los capiteles que decoraban la iglesia, los mismos que él había
mandado tallar por orden de Cluny. Allí, rodeado por las figuras fantasmagóricas, serpientes, grifos,
leones...
En uno de ellos, el árbol de la ciencia, del bien y del mal, con cuatro frutos, uno de ellos estaba siendo
tomado por Eva. Mientras una serpiente, enroscada en el tronco, parecía aconsejarla. Adán y Eva se
hallaban desnudos, ya habían pecado, ya no había tiempo para arrepentimientos, eso él lo sabía bien.
Tapaban su sexo con hojas del árbol que sujetaban con la mano izquierda, demasiado tarde. Ya estamos
condenados.
—Y recordad, hermanos —el abad alzó la voz—, el mensaje de san Benito es nuestra luz, pues glorifica
no solo en Roma, sino en toda la Iglesia. Cual astro esplendoroso, irradia su luz refulgente en medio de las
tinieblas de la noche. Tenemos un trabajo esencial en este reino, pues la liturgia no es otra cosa que la
vida de la Iglesia y es imposible vivirla sin conocer y amar a la Iglesia misma.
Uno de los dos musulmanes infiltrados bajó hasta la puerta y liberó la tranca con sumo cuidado,
mientras el otro tomó el arco que portaba a su espalda, encendió la punta impregnada en aceite con una
de las antorchas y disparó a la inmensidad del firmamento nocturno. Por un momento, la flecha pareció
una estrella fugaz, una lágrima que caía del cielo a la tierra. Una de tantas que se derramarían aquella
noche, pues como una jauría de lobos, surgieron sarracenos armados de los bosques y riscos que
rodeaban Loarre en un número imposible de calcular.
Su cabecilla levantó el brazo y todos se mantuvieron quietos, en silencio. Cuando lo bajó, comenzaron
a caminar con sigilo, aproximándose a las murallas. Quedaba poco para que cruzaran el umbral a partir
del cual podían ser vistos por los otros centinelas. Cuando cruzaron la luz de las antorchas que iluminaban
el camino, echaron a correr como fieras llevadas por el diablo.
Los primeros alcanzaron el acceso temerosos de alguna sorpresa, pero la puerta les recibió abierta.
Una vez en el interior del recinto, se fueron distribuyendo en compañías y avanzaron hacia las casas de la
población.
Fortún tenía en su mano el viejo relicario del lombardo; en su interior, doblado, un papiro antiguo con
un par de pasajes de la Biblia protegía a aquellos que lo llevaban. Lo guardó de nuevo y llegó al establo
donde estaba su familia, junto con otras dos mujeres. Todo parecía indicar que una cabra acababa de dar
a luz.
—Podía haber elegido otro momento del día, es tarde —dijo al verlas—. Vamos, Laura, es hora de ir a
dormir.
Fortún miró entonces a Eneca, estaba callada, como ausente. Con la mirada perdida y más oscura de
lo habitual. El rostro pálido, casi amarillo y un sudor frío en la frente.
—¿Qué te sucede? ¿Estás bien?
Eneca le miró, no hablaba. Era evidente que algo estaba pasando por su cabeza.
—Fortún —por fin abrió la boca—, ya vienen.
—¿Quién viene?
—Ellos, ya han entrado. —Eneca respondió con la voz muy débil—. ¡Corre! Vienen a por todos
nosotros.
Fortún sintió un escalofrío recorriendo todo su cuerpo, salió de inmediato y miró hacia las murallas.
En el cielo volaba un pájaro de fuego.
—¡Corred al castillo! ¡Rápido!
Fortún no se movió hasta que no vio a Eneca coger a Laura de la mano y remontar por el sendero a la
fortaleza. Fue entonces cuando él corrió hacia la nueva iglesia del pueblo, nada más entrar giró a la
derecha hacia el acceso al campanario y ascendió casi saltando los sucesivos escalones hasta alcanzar la
soga que tiraba del badajo de la campana.
El eco de su sonido retumbó en aquella noche insomne.
Una, dos, tres veces. Y continuó de forma incesante.
Galindo fue de los primeros en salir armado con varias azconas. Dio varias zancadas hasta uno de los
promontorios que dominaban la muralla. A sus pies vio una masa de sombras, como alimañas, correr
hacia el acceso al recinto exterior. En el interior, varias figuras con antorchas, y en los caminos de ronda,
ni rastro de los guardias.
—¡Santo Dios! —exclamó uno de los que llegó tras él—, ¿qué hacemos?
—No podemos defender la muralla exterior, hay que refugiarse en el castillo.
—¿Y los ancianos? ¿Y los niños?
—Hay que darles tiempo —respondió mientras comprobaba que media docena más de hombres
armados llegaban a su altura—. Hay que contenerles lo máximo posible.
A la vez que decía esas palabras, el grueso de los sarracenos cruzaba la puerta y giraba los noventa
grados a occidente, sin encontrar defensor alguno que los detuviera. Como una maraña de hormigas
penetró en Loarre y se expandió por el poblado. Para entonces, Galindo ya contaba con una treintena de
hombres armados, mientras el resto de la población huía hacia la fortaleza.
—Espléndido día va a ser hoy para todos nosotros, pues no quedará infiel en estas tierras que no haya
probado nuestro acero —dijo el navarro, que dio dos pasos al frente, clavó su pie izquierdo en el suelo y
llevó su brazo extendido desde atrás de su espalda hacia delante.
La azcona surcó la noche y derribó con tal virulencia al primer enemigo que llegaba, que este salió
despedido varios pasos hacia atrás, muriendo al instante.
Tras él llegaban un sinfín de musulmanes entre gritos indescifrables, todos ocultos bajo prendas
oscuras, fuertemente armados y ataviados con cotas de malla. Los cristianos no se acobardaron, Galindo
el primero de ellos. El pamplonés prendió otra azcona y la lanzó con igual fortuna. No tuvo tiempo para
hacer lo propio con la tercera, así que la tomó fuerte con las dos manos y la clavó en el abdomen de un
voluminoso sarraceno que llegaba con el escudo demasiado alto. La sacó de su cuerpo a tiempo para, esta
vez sí, lanzarla, contra otro que estaba a punto de rasgar la espalda de uno de los cristianos que había
bajado a contener el ataque.
Cogió la última azcona, detuvo un golpe de espada bien tirado de otro infiel que combatía con el
rostro resguardado por un aparatoso yelmo. Aquello desquició al pamplonés, un hombre que se precie no
debe tener la desfachatez de combatir con el rostro cubierto. Si alguien te quita la vida, lo menos que
debe hacer es mostrarse para que le recuerdes en el más allá.
Por eso supo que no llegaba su momento, reculó unos pasos y dejó que su rival ganara espacio. Vio en
sus ojos el brillo de quien subestima a su oponente y cuando dio un nuevo paso hacia atrás, estaba
preparado para echarse a un lado y dejar que el empuje del infiel le hiciera trastabillar lo justo, para
encontrar un flanco descubierto, y por ese costado clavarle la punta de la azcona. Sintió cómo rompía
varias costillas y empujó con toda su fuerza para hundirla en el pulmón.
Cayó haciendo aspavientos para intentar respirar. Por mucho que lo intentaba, cada bocanada salía
manchada de sangre. Agarró la madera de la azcona y de un fuerte tirón la arrancó de entre las costillas.
El grueso de los asaltantes se acercaba a copiosa velocidad, no podían contenerles más. Miró hacia el
castillo y comprobó que los últimos habitantes de Loarre estaban ya entrando.
—¡A la fortaleza! ¡Retirada!
Los valientes que quedaban con vida intentaron seguirle, aunque dos de ellos estaban tan rodeados de
enemigos que solo podían seguir combatiendo.
Morirían.
Galindo no iba a permitirlo y lanzó su última azcona contra uno de los sarracenos que rodeaban al que
tenía más próximo. Alcanzó al musulmán en medio de la cara y cayó rodando contra sus propios
compañeros, lo que dio al cristiano la posibilidad de abandonar la lucha y correr hacia el castillo. Galindo
hizo lo propio, le costaba mover con agilidad todo su peso. Llegó a la base de la muralla, donde los
arqueros todavía no habían tomado posiciones: en otro tiempo la melena rojiza de Ava ya estaría
dirigiendo la defensa y su alargado arco hubiera cubierto la retirada. Pero la arquera no estaba para
proteger Loarre.
El abad, desde un vano abierto al mediodía en la iglesia de San Pedro, miraba a sus pies. Una horda
de infieles avanzaba impetuosa hacia la fortaleza.
«¿Cómo es posible? Dios no puede permitir tal cosa», se dijo a sí mismo.
En el templo los monjes corrían para poner a salvo las arquetas con las reliquias de san Demetrio, los
libros, la orfebrería, todo con algo de valor debía ser llevado al recinto superior del primitivo castillo.
Javierre observaba el ataque, los últimos cristianos se apresuraban a refugiarse entre los muros. Ya no
había ninguno en el pueblo, los sarracenos estaban destruyéndolo todo y creando barricadas con los
despojos de las casas. Una empalizada de madera y desperdicios empezaba a rodear el castillo. No eran
estúpidos, aquello había sido bien preparado. Con la complicidad de la noche, estaban haciendo otros
movimientos que el abad no podía vislumbrar desde allí. Al amanecer habría sorpresas.
«Si Él nos ha abandonado, y si es por mi culpa...», pensó.
Recorrió la nave del templo y se paró bajo la impresionante cúpula, se arrodilló justo bajo su punto
central y comenzó a rezar. Los monjes se habían ido, estaba solo. Permaneció en aquel lugar hasta el alba.
Con los primeros rayos de sol, Fortún y Galindo miraban, desde el cadalso superior de la torre
principal, la estrategia de los sarracenos.
—¡Maldita sea! No hay duda de que han aprovechado la noche.
—Han tenido que trabajar sin descanso, el castillo está rodeado por una empalizada, ¿qué necesidad
hay? No vamos a huir, si es lo que piensan.
—Hay zonas que no vemos desde aquí, ¡a saber qué están tramando!
—Fortún, son muchos. Aquí estamos a salvo. Tú sabes mejor que nadie lo que resistió el viejo castillo,
este que has construido ahora es mil veces más fuerte, mejor preparado. No podrán entrar... ¿verdad?
—No sé, ellos nos controlan desde Bolea. Saben a la perfección qué hemos levantado, si nos atacan
ahora es porque tienen un plan, algo que les hace pensar que pueden tomarlo.
—¿El qué? ¿Qué pueden haber ideado?
—Quién sabe. Además, ahora Loarre es más que un castillo, hay una comunidad de monjes y es el
símbolo del reino, la muestra de que Sancho Ramírez es rey por la gracia de Dios. ¿Te imaginas si lo
perdemos? Podría ser el fin de Aragón.
—Quizá por ello nos atacan.
—Exacto y por esa razón no me fío de ello.
Una enorme sacudida retumbó desde el interior del pueblo y los cimientos de la fortaleza temblaron.
En la zona más baja de Loarre una nube de polvo ascendía en busca del viento.
—¿Qué ha sido eso? —Galindo llevaba el miedo en el rostro.
—Nada bueno, han derribado parte de la muralla exterior.
—No tiene sentido, ahora la controlan ellos.
—Eso no puede ser nada bueno. Me preocupa, ¿por qué han hecho tal cosa? A no ser que...
—¿Qué? ¿A no ser qué?
—Pues que les supusiera un estorbo.
—Fortún, el sueño te afecta a la cabeza, ¿por qué demonios iba a molestarles la muralla?
—Creo que ahí tienes la respuesta.
Entre el polvo que se difuminaba arrastrado hacia occidente por el viento que había cambiado de
dirección, surgió un gigante de madera, iba vestido con pieles y era tan alto como el campanario de la
nueva iglesia del pueblo. No venía solo, otros como él fueron surgiendo a su espalda, camino de la
empalizada.
—Torres de asedio.
—Y no solo eso.
Una extraña máquina apareció tirada por una docena de mulos, con un largo brazo que contaba con
un contrapeso en un extremo.
—¿Sabes lo que es?
—Me temo que sí, he leído sobre esos artefactos en el libro del lombardo y sé de lo que son capaces.
Sin embargo, había todavía más sorpresas. Los musulmanes empezaron a moverse con antorchas en
las manos y, en un acto incomprensible, prendieron fuego a la endeble muralla de madera que ellos
mismos habían construido. Pronto empezó a arder avivada por aquel viento inesperado. En escasos
instantes, el castillo de Loarre se vio envuelto en un anillo de fuego, el humo era empujado y encauzado
hacia arriba, hasta penetrar en el antiguo recinto y las torres que lo defendían, convirtiendo el aire en
irrespirable. Los sarracenos traían más madera y despojos para avivar las llamas y Loarre se llenó de un
irrespirable olor a quemado que empapaba los pulmones y secaba la garganta. Su negrura hacía
imposible ver con claridad los siguientes movimientos de los atacantes. El miedo y la preocupación cundió
entre los cristianos, que, cansados de rezar a un Jesús que parecía haberles abandonado, empezaron a
recordar a los antiguos dioses, aquellos que habían protegido las montañas durante generaciones.
—El miedo es un arma poderosa, ellos lo saben.
—No, Galindo. No es miedo lo que pretenden causarnos, quieren que no seamos capaces de ver, que
nos invada la incertidumbre. El miedo es poderoso, como tú bien dices, pero la confusión es devastadora.
No hay nada peor que no saber qué va a suceder...
Fortún dio la espalda a Galindo, cruzó el piso de madera y bajó por la escalera hasta el nivel inferior
donde estaba la puerta que daba acceso al adarve que unía las torres del castillo. Desde allí buscó a su
familia, con ese extraño instinto de que están dotados los padres, e identificó a Laura junto a los muros
del palacio que estaba todavía sin finalizar. Eneca no podía andar lejos. En efecto, su mujer estaba
organizando el ganado que habían logrado subir y que se estaba guardando en el interior del inacabado
palacio real.
Incluso en aquella situación, rodeados por sus enemigos, con un ambiente irrespirable, con el
apestoso olor del fuego, la tensión y el miedo que habitaba ya en los corazones de sus iguales, Fortún vio
la luz que desprendía su hija Laura. Ya no era una niña, se había convertido en una muchacha preciosa. Y
en aquel contexto, le recordó a otra persona. Quizá su espíritu estuviera allí con ellos este nefasto día,
protegiéndoles como siempre hacía ella.
—Galindo, hay que actuar. Coged todos los sillares que podáis del palacio real, un par de hombres
pueden cargar uno. Subidlos a las murallas, los dejaremos caer desde lo alto contra los musulmanes.
—Pero el palacio es...
—Ya lo reconstruiremos. Arrancad hasta los cimientos si es necesario. Es una construcción sin función
defensiva, podemos prescindir de ella. Hacedlo rápido, no vamos a esperar sin más a que nos asalten,
¡vamos!
Galindo tomó a todos los hombres disponibles y comenzaron a deshacer los muros y llevar los
despojos a las murallas, mediante escaleras, rampas, carros y, sobre todo, la fuerza de los hombres que
empezaron a ver algo de esperanza cuando Fortún tomó el mando.
Fueron amontonando las piedras, mientras el maestro de obras pedía a los arqueros que tomaran
antorchas. Los distribuyó a todos por las defensas, a la espera de su señal. En la cornisa que coronaba el
ábside de la iglesia de San Pedro situó a los más diestros.
—¡Escuchadme bien! Ha llegado la hora de demostrar nuestra valentía. Este castillo jamás ha sido
conquistado y hoy tampoco lo será, ¡no lo permitiremos! Si fuego quieren, fuego tendrán esos infieles.
Los defensores asintieron.
—No ha llegado el día en que Loarre vaya a ser mancillada, estos muros han visto sangre de muchos
hombres, como nosotros, que dieron su vida por protegerlos. Hoy debemos demostrar que somos dignos
de unir nuestra historia a la de este castillo para toda la eternidad. ¡Loarre no caerá hoy! ¡Loarre no caerá
nunca!
Los gritos de los hombres ascendieron por encima de las defensas y descendieron castillo abajo, para
sorpresa de los asaltantes, que en su avance, dudaron por vez primera de su final.
—Podemos morir, sufrir y llorar, pero jamás permitir que la santa cruz abandone esta fortaleza, ¡oídme
bien! Dios nos está observando, hoy defendemos su casa: si le fallamos, no habrá misericordia para
nuestras almas.
Tomó él mismo un arco, encendió su punta y disparó al cielo.
Acto seguido, todos los arqueros de Loarre dispararon flechas de fuego al cielo, dibujando una línea
que rasgaba el humo y que caía contra los sarracenos más allá de la empalizada, provocando que otras
partes de la aldea también prendieran. Zonas que les eran útiles y que corrieron a apagar. No sabían lo
que se les venía encima hasta que el primer sillar cayó rodando desde un vano del templo, chocando
contra los riscos de la roca madre y partiéndose en varios bloques que se precipitaron contra la muralla
de fuego y la atravesaron para sorpresa de los musulmanes, que cayeron en una lluvia de esquirlas de
piedra que rasgaron sus rostros y su piel.
A ese sillar siguieron muchos más, y fustes de columnas, ménsulas, dovelas de arcos, basas, losas de
pavimento y rocas de mampostería.
Fue como si el castillo se deshiciera frente a ellos y todo su peso cayera sobre sus posiciones. La
empalizada terminó por deshacerse y con ello el muro de humo y fuego. Las torres de asedio estaban tan
próximas que comenzaron a ser golpeadas, hasta que una de ellas sufrió un tremendo impacto en una de
sus ruedas y fue derribada. Su propio peso cayó contra otra de las torres que, de igual manera, se
precipitó contra el suelo aplastando a los sarracenos que las custodiaban. Los mulos que tiraban de ellos
entraron en pánico y se desengancharon para intentar huir del caos.
No quedó ahí la ofensiva cristiana. Los bloques de arenisca no pararon de precipitarse montaña abajo,
causando el caos en los sitiadores, que se refugiaban allá donde podían, entre las rocas, la muralla
exterior o las ruinas de algunas construcciones. Era como si lloviera piedra en vez de agua.
Pasado un tiempo, la lluvia de pedruscos dejó de caer. Los musulmanes respiraron aliviados y algunos
de ellos se animaron a asomarse desde sus refugios. El asedio había sido deshecho por completo, el fuego
de la empalizada estaba casi extinguido. Todas las torres de asedio, salvo una, estaban en el suelo y la
gigantesca arma de contrapeso para lanzar proyectiles estaba dañada por los impactos. Sin embargo, las
pérdidas de hombres eran escasas. Los caudillos del ejército intentaron reagrupar a los hombres lo antes
posible, aunque no era sencillo. Tuvieron que esforzarse para volver a formar, más sin un plan claro de
actuación y con los caballos perdidos, pues la inmensa mayoría había huido al sentir el peligro.
El que parecía el líder se situó sobre el ábside de la iglesia del pueblo y les arengó a seguir
combatiendo. Lanzó una proclama en árabe que les insufló renovadas esperanzas y cuando alzó su espada
curva al cielo para relanzar el asedio, una flecha se clavó a un par de dedos de su cuello. El sarraceno
miró al lugar de donde provenía, era una de las torres del recinto exterior. Toda la muralla y los cubos
habían sido retomados por los aragoneses, que habían aprovechado la confusión para salir por algún
portón del castillo, acabar con los retenes y reconquistar la muralla exterior.
La puerta de la fortaleza de Loarre se abrió en aquel preciso instante y la caballería cristiana asomó
por ella, los primeros jinetes galoparon hacia el pueblo.
Los pendones de la media luna comenzaron a huir, el caudillo sarraceno cayó de rodillas. Todavía
alcanzó a ver cómo saeteaban a sus hombres desde la muralla y cómo la caballería cristiana tomaba
velocidad y caía sobre su posición rompiendo las debilitadas líneas de defensa y abriendo los suficientes
huecos para que los infantes que venían detrás acabaran por rematar a sus hombres.
Los cristianos de la muralla exterior resistieron, bloqueando la retirada, y Loarre se convirtió en una
ratonera de la que no había forma de salir.
No vio nada más.
Con la última bocanada de vida pidió clemencia por su incompetencia a Al-l¯ah, el misericordioso.
Fortún estaba en lo cierto, Loarre no sería conquistado aquel día, ni quizá nunca.
75
Loarre. Enero del año 1076
En el furor de la victoria, los defensores de Loarre se abrazaban efusivos y desbordantes de alegría. Los
sarracenos huían como podían, saltando desde las murallas, corriendo como perros apaleados. Eran
tantos y, sin embargo, parecían tan inofensivos, tan débiles que ahora muchos cristianos no dudaban en
reír y burlarse de ellos.
No Eneca.
Ella sabía lo que había costado aquel triunfo, sabía que solo alguien como Fortún había podido trazar
una defensa de tal calibre. A pesar de estar en la peor de las situaciones, ella había aprendido a esperar lo
inimaginable de él. Era lo que más le gustaba de Fortún, su capacidad de sorpresa, para lo bueno y para
lo malo, ambas facetas no podían disociarse en él. Después de tantos años juntos, seguía siendo un
enigma que ella se afanaba en resolver. Quizá no lo lograra nunca y quizás esa era precisamente la clave
de que su amor continuara tan vivo. Y esa también podía haber sido una explicación perfecta para la
forma de ser de Laura, tan difícil, tan enigmática, tan... como Fortún, como si él fuera verdaderamente su
padre. Sin embargo, ella sabía que aquello no era así, que podía intentar engañar a todos, pero no a sí
misma. Laura era imprevisible, de eso no había duda. De hecho, se volvió y no la encontró a su lado.
La buscó por el patio de armas y también en el adarve de la muralla superior.
No estaba.
Aunque los musulmanes se retiraban, sintió un temor estremecedor por su hija. Loarre todavía era
peligroso, muertos y heridos se amontonaban entre sus muros, sangre, dolor y lamentos no eran el mejor
escenario para que ella estuviera sola.
Uno a uno, recorrió los pasadizos del castillo, repletos de recovecos. No pudo acceder a la zona de los
canónigos, atrancada a conciencia durante el asedio, de modo que siguió por el pasillo que los civiles y
militares usaban para llegar hasta la puerta de acceso a la iglesia de San Pedro.
«¿Estará Laura rezando?», se preguntó.
Imposible, aquel momento en que todos se hallaban celebrando la victoria, su joven hija no podía
estar recogida en el templo. Y sin embargo... fue hacia allí, en uno de esos pálpitos que tienen todas las
madres. Ese instinto que les ayuda a saber cuándo sus hijos se encuentran en peligro y dónde están.
La puerta estaba entreabierta, la empujó y cruzó el umbral del templo.
No había nadie, aquel lugar todavía era más impresionante en soledad. La enorme cúpula que Fortún
había levantado en representación de Dios, su Dios, era abrumadora. Aquel espacio era demasiado
perfecto, tanto que no había recovecos donde ocultarse. Una única nave, la puerta al adarve que
comunicaba con un puesto exterior en los riscos, las trampillas que llevaban a la cripta y la puerta de los
canónigos.
Se acercó a la escalera de madera portátil que tenía este acceso y que normalmente estaba
desplazada, pero que en aquella ocasión se hallaba en su sitio, como si alguien la hubiera utilizado de
manera reciente. Subió los tres peldaños y la intentó empujar pero se hallaba cerrada desde el interior.
Intentó abrir la puerta con todas sus fuerzas pero no cedió. Examinó las posibilidades y decidió
abandonar el templo. Salió hasta la rampa de acceso a la zona del castillo lombardo, y aprovechando que
todos estaban distraídos con las celebraciones, tomó una escalera de mano de una de las estructuras de
madera de la muralla y la llevó hasta el pasillo abierto que llevaba a la iglesia. También buscó alguna
herramienta y halló un martillo de los que habían usado para desprender los sillares del palacio antes de
lanzarlos contra los musulmanes.
Apoyó la escalera en el muro hasta que alcanzó el extremo del pasillo superior, que usaban en
exclusividad los monjes, y que tenía el suelo de madera. Buscó las tablas que parecían más sueltas y las
golpeó con el martillo. Le llevó su tiempo, hasta que al final rompió un par de ellas y deslizó su menudo
cuerpo por el hueco.
Estaba en el espacio de los canónigos, a un extremo, la iglesia, y al otro, los dormitorios. Nunca había
estado ahí dentro, ni siquiera durante su construcción.
Se asomó por una de las ventanas abocinadas que daban al exterior y observó de nuevo el humo de las
hogueras y la destrucción de la que había sido presa el pueblo. No perdió más tiempo y en silencio avanzó
hacia el pabellón de los religiosos. A su derecha se abría un espacio de aspecto noble, que identificó como
la sala capitular donde se debían reunir los clérigos. Continuó por el suelo de madera hasta una puerta
adintelada, temió que estuviera también cerrada. Al empujarla la hoja cedió y pudo continuar por ella
hasta llegar a una zona bajo la torre principal del castillo. En ella se abrían dos puertas exactamente
iguales. Le llamó la atención la disyuntiva, como si no fuera casual. Dos accesos idénticos, parecía que el
Destino su burlaba de ella, la obligaba a elegir.
Dudó.
Así que cerró los ojos y se concentró, abrió su mente a cualquier sensación que flotara en el ambiente.
Al volverlos a abrirlos, sintió un leve presentimiento y fue hacia la puerta de la izquierda y la empujó sin
dilación.
No hizo falta cruzar el umbral.
Lo que vio la dejó petrificada.
Su hija, Laura, estaba rodeada por unos brazos. Sus labios eran devorados con avaricia, como si
fueran una fruta carnosa.
Podría haberlo soportado si hubiera sido cualquier otro.
Pero no al descubrir al dueño de aquellos ojos viciosos donde se reflejaba el rostro de Laura, la mirada
lasciva que penetraba en su hija.
Javierre no se inmutó cuando Eneca entró, todo lo contrario. Agarró fuerte a la muchacha de la
cintura y la empujó contra él.
—¡Laura! —gritó Eneca desde sus entrañas.
—Madre, ¿qué haces aquí?
—¿Cómo te atreves a preguntarme eso? ¿Cómo te atreves..? ¡Suéltala!
—Déjame que te explique, el abad me quiere. Ya sé que es un religioso, pero también es un hombre.
—¡Laura! ¿Qué demonios estás diciendo? Ese... ese ser es repulsivo, el peor que he conocido en mi
vida.
—No, madre, es sabio y bueno.
—¡Cállate! —gritó desesperada, entre sollozos y lágrimas.
—No te molestes, Laura, tu madre no lo entiende. Ella hace tiempo que dejó de amar, ya no recuerda
lo que es el amor.
—¡Amor! Tú no tienes ni la menor idea de qué significa esa palabra. Tú eres...
—Laura, tu madre quiere controlarte y tú ya eres toda una mujer, puedes decidir por ti misma. —El
abad le acarició el pelo con aparente dulzura.
—No le digas eso, malnacido. —Eneca fue hacia ellos con el martillo en su mano.
—Quieta, bruja. —Javierre dio un paso al frente y se puso delante de Laura.
Eneca alzó su brazo y trató de golpear al abad. Este la esperaba, la esquivó con facilidad y no le costó
cogerla de la muñeca y retorcérsela de tal forma que la mujer soltó la herramienta y esta golpeó el frío
suelo del dormitorio.
—No aprenderás, siempre serás una fierecilla indomable —le susurró al oído mientras la apretaba
contra él—. Si hubieras querido, serías mía. Ahora, por tu culpa, deberé tomar a tu hija.
—Laura, ¡vete de aquí!
—Suéltala, por favor. —La joven se acercó a Javierre y lo cogió del brazo, este se revolvió y la abofeteó
en el rostro.
—¡Noooooooo! —gritó Eneca con todas sus fuerzas.
La muchacha salió despedida contra el muro de la estancia, cayendo contra el suelo de madera y
abriéndose una amplia brecha en la frente. Allí quedó tirada, con el rostro ensangrentado y sin moverse.
—¡¿Qué has hecho animal?! —Eneca logró zafarse.
—¿En serio pensabas que la iba a dejar ir? Tengo una reputación. Solo quería una forma de llegar a ti,
¿o creías de verdad que había dejado la puerta abierta por error?
—¿Cómo?
—Sí, Eneca, yo solo te quiero a ti. Tu hija solo es una mala copia, sé qué sangre corre por sus venas.
Me produce tanto asco acariciarla, pero lo hago por ti. Haría cualquier cosa por ti, Eneca.
—Estás enfermo.
—No, nada de eso.
—Te voy a matar.
—Creo que ambos sabemos que eso no va a ser así. —Y Javierre la miró con una sonrisa—. Piénsalo
bien, tú no vas a salir de esta habitación si yo no quiero.
—Fortún te matará.
—No nombres a ese fantoche con aires de grandeza. Ignoro por qué Dios, en su infinita sabiduría, lo
utiliza y le ha guiado para construir este espacio. Los caminos del Señor son inescrutables y no seré yo
quien los descubra. A veces, a Él le gusta usar a seres de baja índole para sus actos, el Señor es
misericorde, yo no.
—Tú eres la serpiente.
—¿Y tú, Eneca? ¡Tú eres una sirena! —Soltó la cuerda que anudaba a su cintura y se deshizo de su
hábito, bajo él había un cuerpo completamente desnudo, blanquecino y con enormes cicatrices en los
muslos—. Es hora de que termine lo que una vez empecé. —Fue hacia la puerta y echó el cerrojo.
Eneca buscó en la habitación algo con lo que defenderse y perdió el contado tiempo del que disponía
en lamentarse al contemplar el cuerpo yacente de su hija, con el pelo enmarañado con su sangre.
Cuando quiso reaccionar, Javierre se abalanzó contra ella y le agarró de nuevo de la muñeca. El abad
le propinó una sonora bofetada que la dejó aturdida, él volvió a sonreír, alzó la mano y volvió a
descargarla contra su rostro.
—Vamos a pasarlo bien.
Le soltó otra bofetada que le partió el labio e hizo que la boca se le llenara de sangre. Después la
cogió de ambas muñecas y la lanzó contra el jergón que había en una esquina del dormitorio. Puso sus
manos en su cuello, asfixiándola. Eneca intentó zafarse, pero era incapaz.
—¡Vas a ser mía!
El abad liberó su cuello un instante para quitarle la saya que llevaba, la cual arrancó a jirones. No
contento con aquello, terminó por desnudarla de forma brusca, ansioso por descubrir su piel.
Eneca, aturdida, no podía resistirse. Prefirió guardar fuerzas, las iba a necesitar. Cuando Javierre la
desposeyó de su última prenda, al abad se regodeó con la visión. Los labios se le humedecieron y
respiraba de forma forzada, como si algo estuviera a punto de explotar en su interior. Parecía mareado,
por un momento Eneca pensó que le pasaba algo y que la fortuna estaba de su lado.
No, era todo lo contrario. La desnudez de Eneca, a pesar de no disfrutar de la juventud de su hija,
todavía le afectaba.
El abad fue hacia un arcón cerca de la cama y abrió la tapa, de su interior sacó un látigo. Agarró
fuerte la vara, y dejó que el cordel de cuero cayera hasta tocar el suelo. Lo rastreó por el firme hasta que
lo avivó, dirigiéndolo contra el jergón. El sonido del azote aterrorizó a Eneca, aunque no llegó a azotarla.
—Llevo tanto esperando, que me permitirás que me tome mi tiempo. De todos modos, nadie nos va a
molestar.
Eneca susurró unas palabras.
—Perdona, no logro oírte, ¿qué dices?
—Arderás en el infierno —repitió con más fuerza.
—Ah, pero ¿crees en eso? ¿Tú? No me hagas reír. ¿De verdad piensas que hay algo peor que nuestra
vida? ¿Que puede existir un lugar más terrible que nuestro mundo? —El abad sonrió—. Eneca, esto es el
infierno y te lo voy a demostrar.
Acarició con el cordel del látigo los muslos de Eneca y continuó recorriendo sus piernas hasta la punta
de sus dedos. Dejó caer de nuevo el cuero sobre el suelo y alzó su brazo en alto. Ella apretó los dientes
para resistir el tormento.
Los ojos de Javierre rebosaban el peor de los sentimientos, ese odio visceral que jamás atenderá a
razones. Quizás fue eso lo que le cegó, lo que permitió que Laura llegara por detrás y con toda la fuerza
que le quedaba hundiera el martillo en el hombro del abad, que lanzó un gruñido de dolor.
—¡Furcia! —Se volvió contra ella, que, atemorizada, dejó caer la herramienta.
El abad fue a golpearla, pero sintió un profundo dolor, al darse la vuelta encontró a Eneca, que
sostenía una palangana con la que le había golpeado en la base de la nuca. Fue con ímpetu hacia el abad y
lo atizó en el mismo lado donde estaba la herida que le había propinado su hija.
Esta vez sí, Javierre se retorció de dolor e hizo un amago de hincar la rodilla en el suelo. Laura lo
entendió, sacó una inercia impropia de su cuerpo y estado, para propinarle un monumental rodillazo en su
mentón. El abad quedó malherido y sin fuerza intentó agarrarla del pie.
No pudo.
Eneca cogió el martillo que había dejado caer su hija y, sin miramientos, golpeó a Javierre en el rostro.
No una vez, ni dos, ni tres. Sino todas las que fue capaz, en un frenesí de violencia que aterrorizó a su
propia hija.
Cuando quedó sin aliento, totalmente manchada de sangre, comprobó que Javierre agonizaba entre
espasmos. Demacrado, con el rostro desfigurado por los golpes. Sus ojos se tornaron grisáceos y
pequeños, sus pupilas tenues, casi insignificantes, y en su fondo no había nada, si siquiera la oscuridad.
76
Loarre. Octubre del año 1082
El tiempo transcurrió en Loarre, los juglares relataron el ataque que sufrió y otras batallas que
sucedieron en las fronteras del reino en los años venideros. Las historias verdaderas se mezclaban con
asuntos de dudosa índole, que rara vez dejaban bien a sus protagonistas. De esa manera se enteraron en
Loarre de cómo el rey de Navarra, Sancho Garcés, primo de Sancho Ramírez, fue asesinado en el año
setenta y seis. Según contaron otros dos charlatanes que cayeron por el castillo, durante una partida de
caza el monarca pamplonés se despeñó desde una elevada roca. No fue un accidente, las malas lenguas
aseguraron que fue arrojado por orden de su propio hermano, el infante Ramón, para de ese modo ser el
nuevo rey. Pero los pamploneses no permitieron reinar a un fratricida, por lo que buscaron otra
alternativa para la corona, y ahí entró en acción un ambicioso monarca al que ninguna gesta se le resistía,
Sancho Ramírez.
«¿Cómo lo logró? —se preguntó Fortún en numerosas ocasiones aquellos años—. ¿Cómo el monarca
de un reino nuevo y escasamente poblado ha logrado poner bajo su control a la poderosa Pamplona e
incorporarla a sus dominios?»
La respuesta era sencilla si conocías a Sancho Ramírez, el mismo que le había encargado una obra tan
majestuosa como imposible. Sea como fuere, en el año 1076, fue coronado como rey de Pamplona,
uniendo así los dos reinos bajo una misma corona. Su posición había dado un cambio espectacular. No
solo había dejado de ser vasallo, sino que ahora era también monarca pamplonés. Con semejante
autoridad, al año siguiente llevó a cabo una acción decisiva, concedió el Fuero de Jaca, por el que
otorgaba el rango de ciudad a la que había sido una villa enclavada en el Camino de Santiago, y la
convertía oficialmente en capital del reino y en sede episcopal.
Los charlatanes no hablaban mal del rey, todos le respetaban y temían a partes iguales. En cambio,
otros miembros de la familia no tenían tal grado ni distinción. Los otros dos que más se citaban eran sus
hermanos: el obispo García y la condesa doña Sancha.
Fortún conocía al rey, a numerosos de sus señores como el anterior tenente de Loarre, Aznárez, al
propio obispo García, y también a la condesa. Ella era todo un misterio en el reino, el solo hecho de
mencionar su nombre parecía ser suficiente para invocarla y helar la sangre de más de uno.
Era el aequi noctium de aquel otoño, el sol se había visto durante doce horas como medio disco
rasante sobre el horizonte. Además, aquella noche había luna llena, y Eneca, Constanza y Laura estaban
alrededor de la hoguera, relatando leyendas e historias sobre las montañas, a un grupo de niños que les
escuchaba con atención.
El pelo ondulado y suelto de Eneca caía sobre su hombro, su hija se lo había cogido en dos trenzas
que caían por sus hombros. Constanza lo llevaba como acostumbraba desde que se había casado con
Isidoro, recogido con una diadema, y no quitaba ojo de su hijo.
Al otro lado del fuego, Galindo, Isidoro y Fortún bebían buen vino, no ese mejunje aguado que solía
haber en Loarre, sino vino traído de la vega del Cinca. Se encontraban acompañados por Sergio y algunos
de los canteros francos. El nuevo sacerdote que sustituyó a Ramón, se unió también a ellos. Era de
mediana edad, muy animado y hablador, y en poco o nada recordaba a sus predecesores.
Entre todos ellos, Eneca se aisló un instante y permaneció contemplando a Fortún. Los años habían
pasado con toda su crudeza para el constructor, su rostro, cruzado por profundos pliegues, había perdido
la luz que tuvo antaño. Su mirada era más serena, también más cansada, como si ya no pudiera
sorprenderse por nada en la vida. Incluso se movió con pesadez cuando intentó alcanzar la jarra de vino
de la mesa, y tosía, lo hacía a menudo y Eneca sabía que aquel síntoma no podía conllevar nada bueno.
Fortún era el más anciano de los allí presentes, y a pesar de ello, permanecía igual de lúcido que
siempre. Como si su mente no hubiera sucumbido a las fatigas del resto de su cuerpo.
En lo alto, lucían las antorchas encendidas que iluminaban los majestuosos muros del castillo.
—He oído que el rey vendrá en verano —comentó de forma sutil Galindo.
—¿Dónde has oído eso? —inquirió incrédulo el maestro de obras.
—Uno que tiene contactos.
—Ya veo... —Fortún rio.
—Eso solo puede significar una cosa, las obras estarán terminadas para entonces, ¿no es así? —
preguntó Galindo mientras mordía un muslo de pollo.
—Esperemos que sí, ahora en invierno poco podemos hacer en el exterior. Así que debemos
aprovechar para terminar el trabajo escultórico, ventanas, puertas y detalles de ese tipo.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Ya sabes que sí.
—¿Qué harás ahora? Quiero decir, cuando el castillo esté finalizado.
—Galindo, soy ya mayor, poco me queda por hacer.
—No me has respondido.
—No voy a ir a ningún lado, Loarre es mi hogar.
—¿No tendremos que volver a ampliarlo? —interrumpió Isidoro después de dar un buen trago a su
copa de vino.
—Nunca se sabe, amigo mío.
—Ahora quieren terminar también Marcuello.
—Eso ya no nos incumbe, ojalá lo hagan —Fortún carraspeó—, ya no son nuestros rivales.
—He oído que el rey tiene pensado construir una fortaleza frente a Wasqa —comentó Sergio, sin darse
cuenta de la importancia de sus palabras.
—¿Dónde? —Fortún pareció interesado.
—No estoy seguro, parece que está pensando seriamente en una ofensiva sobre la ciudad.
—Eso no será fácil, Wasqa, la de las noventa y nueve torres, mal asunto atacarla —asintió Galindo, a la
vez que los hombres cruzaron varias miradas cargadas de interrogantes.
—¿Qué tipo de castillo? —insistió Isidoro.
—Solo sé que dicen que será amplio, pues ha de albergar un ejército lo suficientemente numeroso
para atacar Wasqa. No quieren escultores, así que imagino que será solo militar —afirmó con convicción,
ante las suspicacias de sus amigos—, de verdad que he oído que sus dimensiones van a ser enormes. El
rey cree que ha llegado la hora de tomar la Tierra Llana.
—Si el rey intenta atacar esas murallas, morirá —interrumpió Eneca, ante la mirada atónita de todos
los varones que tuvieron que sujetar bien sus copas para no derramar el vino—. Vosotros no habéis estado
allí, no tenéis ni idea de cómo es esa ciudad, sus murallas, sus soldados, su gobernador... Si el rey de
Aragón se acerca a esos muros, no tengáis ninguna duda de que una saeta se clavará en su corazón.
—Eneca, nadie duda de tu buen juicio y tus... tus dotes. Sin embargo, Sancho Ramírez sabe bien lo
que hace, no te preocupes —afirmó Galindo con templanza.
Ella no insistió más y les dejó de nuevo.
—No conviene ignorar una visión de Eneca, todos sabéis de lo que es capaz —recordó Isidoro.
—Si el rey logra levantar una fortaleza tan imponente como la de Loarre a las puertas de Wasqa, estoy
seguro de que logrará la conquista de la ciudad —afirmó el cantero franco.
—No te engañes, joven Sergio —dijo Fortún mientras se acercaba al fuego y contemplaba la llamarada
—, no hay ningún castillo comparable a Loarre, ni aquí, ni en ninguna otra parte del mundo.
—¿De veras creéis eso? —pronunció de pronto una voz desafiante.
Se hizo el silencio, un visitante inesperado aparecía en mitad de la noche, oculto bajo una capucha.
—¿Quién eres? —inquirió Galindo, siempre alerta.
—Alguien que un día vivió en estas tierras.
—Muchos han vivido y muerto aquí —comentó Isidoro.
—Y también han matado y han visto morir. —El encapuchado alzó la voz.
—¿Quién eres? —Fortún sintió curiosidad.
—Podría decirse que un espectro del pasado, uno más del ejército fantasma.
Galindo dejó el muslo en la mesa e Isidoro casi se ahoga con el vino. Todos alzaron la vista y buscaron
con que defenderse.
—¡Un momento! —Fortún intentó controlarles—. Si eso fuera verdad, no estarías aquí, nadie puede
abandonar el ejército fantasma.
—Quizá yo sea lo único que queda de él —dio un paso al frente y todos retrocedieron.
—Esto no pinta bien —Galindo movía la cabeza de un lado a otro—, nada bien.
—Los fantasmas no hablan tanto. —Fortún fue el único que se atrevió a acercarse al extraño visitante,
en verdad su aspecto era fantasmal, pero en la oscuridad de su rostro parecieron brillar dos puntos de luz.
»¿Ava?
—Al menos no me has olvidado. —Y se quitó muy despacio la capucha, dejando ver el verde de sus
ojos, tan profundos como antaño, como si por ellos no hubiera pasado el tiempo. No era así con su rostro,
arado de profundas arrugas, ni con su cuerpo, que se intuía demasiado delgado y débil.
—¡Dios santo! —Galindo se levantó y fue a cogerla por las axilas para levantarla en el aire, pero ella le
paró con un gesto—. ¡Ava! ¡Es Ava!
—Ya lo vemos, pero ¿dónde has estado? ¿Qué sucedió? —preguntó Fortún emocionado.
—Mucho, demasiado.
—¿A qué venía lo del ejército fantasma?
—Porque en verdad eso es lo que soy, ¿no me ves? He estado viajando.
—¿Y el asedio? Te buscamos como locos —recordó Isidoro.
—Me capturaron con una red, me llevaron en una caravana camino de Saraqusta, pero logré
escaparme una vez que cruzamos el río Ebro. Cuando me vi libre en terreno enemigo, no encontré
motivos para volver aquí.
—¿Y dónde has estado? —insistió Galindo, que no cabía en sí de gozo.
—He visto la Ciudad Blanca y he seguido el curso del Ebro hasta el Mare Nostrum. Me he bañado en
sus aguas y he visto las ciudades sarracenas de la costa —relató ante la atención de todos.
—Te dimos por muerta. —Las palabras de Fortún sonaron a reproche.
—No me gustan las despedidas —contestó con la misma confianza en sí misma que había tenido
siempre, como si los años no hubieran cercenado su espíritu indomable.
—Pero has vuelto, eso es lo importante. —Galindo parecía el más feliz de todos con la vuelta de la
arquera.
—No, he regresado, pero traigo malas noticias.
—¿Qué sucede? —Fortún sintió un terrible pinchazo en el pecho.
—El obispo García.
—¿Qué pasa con el hermano del rey? —inquirió Galindo.
—Ha sido asesinado cerca del río Gallicius, en Anzánigo.
—¿Por orden de quién? —Galindo no dejaba de mirar a Ava con cierta devoción.
—Nadie lo sabe. Aunque conocidos son los enfrentamientos entre ambos hermanos, el rey llegó a
amenazar al obispo con arrancar los ojos de su cabeza si le traicionaba.
—Sancho Ramírez nunca mataría a su propio hermano.
—Y si os digo que el obispo García había acudido a pedir ayuda al rey de Castilla aprovechando que el
castellano había pretendido conquistar Saraqusta. Y que este monarca le ha ofrecido el obispado de
Toledo cuando esa ciudad sea tomada.
—Eso que dices es alta traición —intervino rotundo Fortún.
—Sancho Ramírez conocía esa maniobra y se entrevistó junto con su hermano y con el rey castellano.
De regreso hacia el norte, el obispo, convenientemente enfermó y murió en Anzánigo —explicó Ava ante la
atenta mirada de los presentes—. Por eso he vuelto, sé que en Loarre todavía hay defensores del viejo rito,
debéis abandonarlo de inmediato, muerto el obispo García, es inútil seguir oponiéndose al nuevo.
—Vuelves de entre los muertos, ¡para decirnos que nos arrodillemos ante Roma! —recriminó Eneca,
apretando los puños.
—No, regreso para pediros que obedezcáis a vuestro rey. Wasqa está a punto de caer y después le
seguirá Saraqusta y creedme si os digo, que los hijos de Sancho Ramírez llegarán al mar y no habrá
enemigo capaz de derrotarles. Este reino se levantará sobre los muros de Loarre, pero debemos aceptar
los deseos del rey. ¿No os dais cuenta? Aquel que no acepte el nuevo rito, lo pagará caro. Por eso estoy
aquí, sé de la tozudez de los que viven en estas montañas, y en especial de la vuestra, debéis aceptar la
voluntad del rey. Yo soy la primera que defiendo nuestras tradiciones, pero los tiempos cambian, los
hombres cambian, y la fe también.
—Eso significa reformar muchas cosas —advirtió Fortún con la voz arrugada.
—Son tiempos de cambio, una nueva era se acerca, una era en la cual este pequeño y joven reino
bajará de las montañas, cruzará ríos y valles, llanuras y grandes ciudades, hasta alcanzar el mar.
—¿De veras lo crees?
—Estoy aquí, he vuelto de entre los muertos, he estado con el ejército fantasma, he visto cosas
terribles y maravillosas.
—Te creo, pero...
—Fortún, sabía que lo lograrías —susurró Ava—, siempre lo supe. Tú eras el elegido para construir
este castillo, por eso viniste aquí.
—Ha valido la pena, ¿no crees? Aquí está, Loarre, el castillo.
—Ahora es pronto para juzgarlo —sonrió una Ava que aunque anciana, conservaba un haz de belleza
en su rostro, como un recuerdo difuminado—. Quién sabe, quizá dentro de mil años hablen de ti, de
nosotros, de este castillo.
—¿Y qué dirán?
—Que los hombres y mujeres que lo levantaron fueron increíbles.
—Ava... —Fortún sonrió mientras negaba con la cabeza—, ¿de verdad crees que seguirá en pie cuando
llegue el próximo milenio?
—Sí.
Nota del autor
El castillo de Loarre está considerado como la fortaleza románica mejor conservada de Europa, y uno de
los conjuntos palaciales, monásticos y militares medievales más significativos del continente. La teoría
más oficial para la fecha de su construcción primitiva sugiere que se inició alrededor del año 1020, por
orden del rey Sancho el Mayor de Pamplona. Si bien, hay otros estudiosos que la sitúan algunos años
después. En ambos casos, estaríamos hablando de un monumento que se encuentra a punto de celebrar
sus 1.000 años de existencia, y lo hace siendo uno de los más visitados de España, con una afluencia de
más de 100.000 visitantes al año.
La fortaleza fue declarada Monumento Nacional en el año 1906 y está incluida en el listado indicativo
del Ministerio de Cultura, requisito previo indispensable para poder llegar a ser declarado como
Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Este es el ambicioso objetivo que tiene este castillo en el
siglo XXI, esperamos poder ayudar a lograrlo con la difusión de esta novela.
Quiero aprovechar este espacio para aclarar algunos aspectos argumentales y cronológicos de la obra.
Los reinados de los primeros reyes de Aragón, Ramiro I y Sancho Ramírez (1035-1094), fueron de un
ímpetu bélico inusitado, pero los monarcas pronto comprendieron que un reino cimentado sobre sangre
tiene unos pilares demasiado frágiles, por ello desarrollaron un ambicioso programa constructivo. Una
monarquía naciente precisaba: una capital con su catedral, un monasterio con panteón regio, capillas
reales, capillas de reliquias, así como una estructura ofensivo-defensiva en la que la arquitectura militar y
religiosa jugaba un papel fundamental.
Así, idearon un conjunto de creaciones de primer nivel en el panorama internacional en la época en la
que el modelo constructivo era el románico pleno. Entre esas edificaciones se cuentan la impresionante
catedral de Jaca, los monasterios de San Juan de la Peña, Santa Cruz de la Serós y Siresa y, por supuesto,
el castillo de Loarre.
Hasta época muy reciente, se ha atribuido al reinado de Sancho III el Mayor la edificación de todo el
núcleo primitivo de Loarre, con su fábrica lombarda. Como me sugirió Antonio García Omedes, y a la vista
de estudios y consideraciones recientes, como los de la profesora M. Poza, en la trama de la novela he
decidido considerar las estructuras lombardas más tardías y concluidas en el reinado de Ramiro I (1035-
1063). Me parece lógico pensar que el primero de los reyes de la dinastía Aragón cimentó parte de la
consolidación de su débil reino en erigir una fortaleza que pudiera servir de símbolo para el nacimiento de
una nueva dinastía regia.
En la trama de la novela he utilizado a un último maestro de obras lombardo para explicar estas
estructuras y a un discípulo suyo, Fortún, para continuarlas en la segunda época del reinado de Ramiro y
en el momento de la llegada de las nuevas corrientes constructivas del románico.
Otro aspecto que quiero aclarar en estas notas, es la influencia del segundo de los reyes aragoneses,
Sancho Ramírez. Monarca que viajó a Roma en 1068 para infeudar su reino y hacerse vasallo del Papa.
Logrando de esta manera protección ante sus enemigos y legitimar su reino. Todo ello a cambio de
instaurar la liturgia oficial romana en detrimento de la hispanovisigoda, como se hace efectivo en el
monasterio de San Juan de la Peña el 22 de marzo de 1071. Uno de los aspectos clave de la novela es la
lucha enraizada por esta liturgia. Roma llevaba demasiado tiempo intentando cambiar la liturgia en la
Península, por lo que podemos subrayar la inmensa importancia de este hecho.
La novela termina en torno al año 1084, momento en que Fortún finaliza la obra. Quiero aclarar que
esto ha sido una licencia literaria que he tomado por necesidades de la trama. El castillo de Loarre se
concluye antes de 1094, año en que muere el rey Sancho Ramírez. En 1093 se inició la edificación de la
iglesia del castillo de Montearagón, destinado a tomar la ciudad de Wasqa (Huesca), que se lograría en el
año 1096, y al año siguiente la comunidad de canónigos dejó Loarre y se aposentó en Montearagón. He
tenido que adelantar la finalización real del castillo unos años, así como el hecho de la muerte del obispo-
infante García, para dar coherencia a la trama. Dos aspectos que he querido aclarar en este apartado para
no llevar a error. También se ha adelantado la fecha de ejecución de ciertas estructuras y edificios y de las
arquetas que conservan las reliquias de san Demetrio, para hacerlas coincidir con la cronología de la
novela.
La construcción del castillo de Loarre necesitó un amplio espacio de tiempo, la mayor parte del siglo
XI, lo que nos da una idea de la magnitud y trascendencia de tal imponente fortaleza; y de los hombres y
mujeres que la edificaron, a ellos está dedicada esta novela.
En los mapas que se adjuntan al inicio de la novela hemos mantenido los topónimos actuales de las
ciudades para facilitar al lector la ubicación de las mismas. De este modo, Leyre se corresponde con
Leire; Xabier con Javier; Saraqusta con Zaragoza; Larida con Lérida; Barbatur con Barbastro y Wasqa con
Huesca.
Fuentes y bibliografía
WEBS
www.romanicoaragones.com/