Colegio Psicopedagógico Campestre de Chía ENSAYO POLITICA 2
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Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas actividades que fueron
apartando más y más al hombre de los animales. Gracias a la cooperación de la mano, de
los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la
sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más
complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. Los hombres se
acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar esta
explicación en sus necesidades. Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa
concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo
desde la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto
de que incluso los naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son
aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa misma
influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el trabajo.
Entre nuestros animales domésticos, que han llegado a un grado más alto de desarrollo
gracias a su convivencia con el hombre, pueden observarse a diario actos de
astucia, equiparables a los de los niños, pues lo mismo que el desarrollo del embrión
humano en el claustro materno es una repetición abreviada de toda la historia del desarrollo
físico seguido a través de millones de años por nuestros antepasados del reino animal, a
partir del gusano, así también el desarrollo mental del niño representa una repetición, aún
más abreviada, del desarrollo intelectual de esos mismos antepasados, en todo caso de los
menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal ha podido imprimir en la
naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el hombre ha podido hacerlo. El hombre, en
cambio, modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina.
Y ésta es, en última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás
animales, diferencia que, una vez más, viene a ser efecto del trabajo . Sin embargo, no nos
dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias sobre la naturaleza. Después de cada
una de estas victorias, la naturaleza toma su venganza. Bien es verdad que las primeras
consecuencias de estas victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer
lugar aparecen unas consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas y que, a
menudo, anulan las primeras.
Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques
para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques
los centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases de la actual
aridez de esas tierras. Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre
la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo
conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que
nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la
naturaleza, nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en
que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas
adecuadamente. En efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la
naturaleza y a conocer tanto los efectos inmediatos como las consecuencias remotas de
nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Sobre todo después de los grandes
progresos logrados en este siglo por las Ciencias Naturales, nos hallamos en condiciones de
prever, y, por tanto, de controlar cada vez mejor las remotas consecuencias naturales de
nuestros actos en la producción, por lo menos de los más corrientes.
Y cuanto más sea esto una realidad, más sentirán y comprenderán los hombres su unidad
con la naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural de la antítesis
entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que
empieza a difundirse por Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que
adquiere su máximo desenvolvimiento en el cristianismo. Mas, si han sido precisos miles
de años para que el hombre aprendiera en cierto grado a prever las remotas consecuencias
naturales de sus actos dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a calcular las
remotas consecuencias sociales de esos mismos actos. Los hombres que en los siglos XVII
y XVIII trabajaron para crear la máquina de vapor, no sospechaban que estaban creando un
instrumento que habría de subvertir, más que ningún otro, las condiciones sociales en todo
el mundo, y que, sobre todo en Europa, al concentrar la riqueza en manos de ellos